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HUAMACHUCO Y SUS
DESASTRES
Abelardo Gamarra
Lima - 1886
EL EJÉRCITO DEL CENTRO
Aunque el objeto principal de este libro, según la mente de su autor, ha sido referir
aquello que hasta hoy permanece más ignorantazo: el saqueo de Huamachuco por las
fuerzas chilenas, no ha querido dejar de hacer el relato de la memorable batalla que le
precedió, aunque sea demasiado suscintamente, relatando, así mismo, la penosísima marcha
del valeroso ejército del centro, cuya historia en apuntaciones generales ha juzgado
conveniente ofrecer, en este día, en que dos fechas gloriosísimas conmemoramos a la vez: el
9 y 10 de julio.
En efecto: he aquí dos fechas gloriosas y memorables que el Perú recordará con
orgullo e inmensa gratitud para con el ejército del centro, que las marcó con su sangre,
vertida con heroico valor, aunque con éxito vario, en la penosa y notable campaña
emprendida en defensa de la patria, desde enero de 1882 hasta julio del 83.
El mayor mérito contraído para con la patria por el puñado de valientes, que
formaron en las filas del ejército del centro, bajo la órdenes del ínclito general Cáceres, no
consiste precisa y únicamente en haber librado las funciones de armas, que recordamos; sino
en la patriótica perseverancia y los esfuerzos desplegados, para vencer los inconvenientes y
dificultades de todo género, que parte del desaliento de una gran mayoría de los pueblos, se
presentaban para la formación misma y el mantenimiento de las fuerzas, que la infatigable y
vertiginosa actividad del general Cáceres reunía y organizaba de guerra; sino en haber
superado los contratiempos y fatales emergencias que sobrevenían a menudo; así como las
penalidades de una dilatada campaña. Llena de privaciones y de sufrimiento, cual ninguna
de las que se hicieran en el Perú, exceptuada la de la independencia; y, finalmente, en la
resignación y conformidad estoica para soportar esas vicisitudes por parte de los jefes,
oficiales y tropa, que acompañaban al esforzado caudillo, poseídos de igual grado de
patriotismo y acendrado sentimiento de la sagrada misión que se impusieran. Y es justo
decir que en medio de tantas dificultades, miserias y decepciones, ese ejército era un modelo
de disciplina y moralidad, como pocas veces se ha visto en los ejércitos nacionales, pues
todo en él era correctamente militar; y sin embargo, se le llamaba montonera!! Por la
malevolencia chilena y por aquellos que habían hecho causa común con nuestros invasores.
¡Y al frente de esa montonera estaban Cáceres, de genio militar, soldado distinguido y
conocedor de su profesión, los antiguos y verdaderamente coronel Secada y Tafur, de la
escuela de Salaverry y otros jefes veteranos de intachable conducta, que imprimían carácter
a ese ejército!
Siendo aún poco conocidos los episodios de la campaña de 18 meses, que terminó en
Huamachuco, creemos oportuno trazar a grandes rasgos la historia del ejército que la
sostuvo, su formación, sus fátigas y hazañas, sus dilatadas marchas, las causas que las
motivaron y los detalles que precedieron al desastre del 10 de julio, en que un puñado de
soldados, que defendían la bandera de su patria, aún enarbolada con orgullo, disputaron la
victoria, con encarnizado valor e igual tenacidad y espíritu viril al del infortunado pero
glorioso ejército, que sucumbió en los campos de Waterloo, defendiendo la suya y salvando
el honor de sus armas. Así Huamachuco fue, como aquella célebre batalla, el duelo a muerte
que libró el Perú, para lavar la ignominia de los desastres pasados, duelo que lo hizo
simpático ante los demás pueblos, que contemplaban su heroico esfuerzo y su tenaz
resistencia, en medio de sus inmerecidos infortunios.
II
Cuando en el mes de abril del 81 fue nombrado el general Cáceres jefe superior del
centro, en circunstancias de hallarse el departamento de Junín invadido por la célebre
expedición Letellier y Bouquet, y el dictador de Piérola abandonó Jauja, dirigiéndose al sur,
se le dejó por toda fuerza para hacer frente al enemigo 28 oficiales y unos 15 ó 20
gendarmes de Tarma; ni un solo rifle, ni una cápsula. Mas retirada la expedición chilena, y
después de la captura en Chicla de una columna peruana, enviada desde Lima con el fin de
batir las pocas fuerzas de Cáceres, pudo este con la diligencia y actividad que le es peculiar,
poner en pie de guerra, hasta el mes de noviembre del mismo año 5 mil hombres
regularmente armados y con buena organización, dotados de 8 piezas de artillería, sacadas
de Lima, y una brigada de caballería, con los cuales asediaba desde Chosica, teniendo por
base de operaciones Tarma, Jauja y Huancayo, a las tropas enemigas que ocupaban la
capital.
Los sucesos ocurridos con motivo de la destitución del dictador don Nicolás de
Piérola, habían colocado al ejército del centro en una situación anormal y difícil, que era
menester definir, en conformidad con los intereses y la dignidad de la nación, los dictados
del patriotismo y la necesaria unificación del gobierno.
El coronel Secada tuvo una gran parte en esta resolución tomada por los jefes del
ejército, impidiendo que prevaleciera la absurda opinión, emitida por uno de estos, que
propuso que el ejército del centro “se impusiera una actitud de expectativa patriótica y
neutral, sin reconocer a ningún gobierno”.
III
Era un ultimátum en toda forma. Pero era indispensable llegar a Ayacucho y resolver
la situación creada por la rebelión de las fuerzas allí existentes, y se determinó en
consecuencia, proseguir la marcha, variando de dirección, de manera que pudiera llegarse
por retaguardia de Panizo, dominándolo, a fin de desconcertarlo y evitar un ataque sobre la
cima de la Picota, situada al noreste de la ciudad y donde era de presumir se encontrara la
fuerza disidente.
Merece hacerse una mención, auque rápida, de los incidentes de esta función de
armas.
Avistadas las dos fuerzas, se ocupaba el general Cáceres en dictar un oficio dirigido
al coronel Panizo, en términos conciliatorios, para evitar el escándalo de un choque entre
hermanos, cuando sonó el primer tiro de cañón disparado por la artillería de este coronel, y
se rompieron los fuegos ente la escolta del general y las guerrillas desplegadas al pié del
Acuchimay.
Ordenó entonces el general que bajaran los batallones Jauja y Huancayo a unirse con
el Zepita que estaba avanzando, formando estos cuerpos 190 hombres, con los cuales
emprendió personalmente el ataque sobre el Acuchimay, encomendando al coronel Secada
que acometiese el ala derecha del enemigo, extendida en todo el frente de la ciudad y
defendiese el acceso a ella. Mientras el coronel Secada arrollaba el batallón 2 de Mayo
fuerte de 600 plazas con los 110 soldados del batallón Tarapacá, y tomaba Ayacucho,
haciendo muchos prisioneros a sí de tropa como de oficiales, el general Cáceres que iba
escalando el Acuchimay y haciendo retroceder las guerrillas enemigas, se adelanta a la
tropa, pone espuelas a su caballo, y se aparece solo, acompañado únicamente de su ayudante
el argento mayor Zavala (hijo de Huamachuco y muerto en esa batalla) sobre la plataforma
del Acuchimay, e intima enérgicamente rendición a Panizo y los demás jefes que los
acompañaban, al frente de unos 300 soldados formados en columna, que estaban como de
reserva. Rendidos estos, fueron llegando los soldados de Cáceres en pequeñas fracciones,
cansados, jadeante, pero llenos de entusiasmo.
La impetuosidad del ataque por uno y otro flanco, la decisión de los jefes, oficiales y
tropa, y el temerario valor y audacia de Cáceres, contribuyeron a este triunfo, contra todas
las probabilidades del buen éxito alcanzado, atentos la desproporción de las dos fuerzas
combatientes (5 contrra 1) la calidad del armamento y el estado de cansancio en que se
encontraba la de Cáceres, fatigada con la penosa marcha que acababa de hacer, descalza,
harapienta de soldados a oficiales, y hasta desfallecientes.
Así se verificó y tuvo lugar el combate de Acuchimay al sur oeste de la ciudad del 22
de febrero entre los 1,800 infantes y 100 artilleros de la guarnición rebelde y los 300
infantes, 60 artilleros y el piquete de la escolta de Cáceres, cayendo prisioneros sobre la
misma plataforma d aquella escarpada colina: los coroneles Panizo, Mas, Bonifaz, Vargas
Quintanilla y otros jefes y 300 y tantos soldados, muriendo por parte de Panizo, n coronel
Feijóo y el comandante Salgado, este último antiguo oficial de carrera y entendido en su
profesión, y, por parte del general Cáceres los sargentos mayores Osambela, Lafuente y
Dalon y cuatro oficiales.
Sobre la base de los prisioneros y los 370 soldados de las tres armas que quedaron el
general de su propia fuerza, después de aquel combate, en que de una y otra parte murieron
cinco jefes, algunos oficiales y 150 individuos de tropa, se reorganizó el ejército durante los
tres meses, único tiempo que permaneció en ayacucho, emprendiendo en seguida sobre
Junín, en apoyo de los pueblos sublevados contra los chilenos, y que llamaban con urgencia
y apremiantes suplicar a Cáceres.
Sin embargo, vencidas estas dificultades, salieron en el mes de mayo sobre Junín: 4
batallones de 250 hombres cada uno, 150 artilleros y unos 30 soldados de caballería, escolta
del jefe superior.
Llego más tarde el general Cáceres con el resto de las fuerzas, y después de organizar
durante su permanencia en Izcuchaca y los demás pueblos de Huancavelica, numerosas
columnas de guerrilleros voluntarios, armados de rejones se marchó resueltamente sobre el
enemigo, reconcentrado todas las fuerzas en Pasos, a dos leguas de Pucará, donde se hallaba
su vanguardia: el batallón Santiago.
Existe publicado, dos años ha, en los diarios de esta capital, el parte respectivo
elevado a la jefatura superior por el coronel Secada, comandante en jefe, sobre el asalto de
Marcavalle el 9 de julio de 1882, el de Concepción el 10 del mismo, y de todos los demás
sucesos y encuentros de armas, que se siguieron hasta la toma de Tarma y la total expulsión
de las fuerzas chilenas, reducidas a menos de la mitad del número con que invadieron Junín;
razón por la que nonos detendremos a narrar esos acontecimientos generalmente conocidos,
y que constituyen uno de los sobresalientes generalmente conocidos, y que constituyen uno
de los sobresalientes episodios de la campaña del ejército del centro, cuyo triunfal regreso a
Ayacucho cubierto de laureles fue una serie de ovaciones tributadas por los mismos pueblos
que en la mustia, silenciosa y desfalleciente retirada del ejército en los meses de enero y
febrero, abandonaron sus hogares, mostrándose desesperados de su suerte. Después de los
triunfos aparecieron los amigos y se formaron las adhesiones. El sol de Cáceres y su ejército
asomaban, pues, ya por el oriente!
¡Ah! Si todos los militares, si todos los hombres de alguna influencia en los pueblos
del sur y norte de la república, y si todos los funcionarios públicos hubiesen cumplido con
su deber, asumiendo una actitud igualmente viril y patriótica, levantado los pueblos y
conflagrándolos contra el enemigo común, como lo hiciera Cáceres y los que lo secundaban,
¡cuan diferente hubiera sido el éxito de la guerra! Ni Cáceres ni los pocos jefes que con el
heroico desinterés lo acompañaron en la mala época, no en el Tabor, sino en el Gólgota,
desde Matucana a Ayacucho, y de Ayacucho a Tarma, conocieron ni por un instante el
pánico ni el desaliento. Los pueblos necesitan inspiración, iniciativa y ejemplo, y he ahí
como los de Junín y Huancavelica, aunque reducidos a ennegrecidos escombros, por la
mano del enemigo, desvastados y reducidos a la miseria, hasta llegar al pauperismo, han
legado a la historia una página legendaria, brillante y envidiable de su denodado patriotismo,
y de sus hazañas y heroicos sacrificios. Así es como se defiende todo pueblo celoso de su
libertad e independencia, contra el enemigo que lo invade; así es como cumplen con su
deber los buenos soldados y buenos ciudadanos. Tómose, para lo sucesivo, ejemplo de los
pueblos de Junín y Huancavelica, y de la conducta de los militares que formaron parte del
ejército del centro en la época del sacrificio, de los peligros y de la prueba.
IV
Disminuido el ejército del centro en más de 200 soldados muertos y dispersos en los
encuentros ocurridos hasta la ocupación de Tarma, precedida por los que tuvieron lugar en
Tarmatambo y San Juan, en que también sufrieron no pocas pérdidas los chilenos; se hizo la
entrada en la ciudad el 18 de julio únicamente con 890 soldados de las tres armas y cuatro
mil entusiastas guerrilleros.
Pero sin este auxilio fue imposible, no obstante todo género de amaños y arbitrios,
puestos en práctica para el recojo de armas en los mismos pueblos de Junín, llegar a obtener
sino muy pocas, así es que solo pudo ponerse en pié hasta unos 3,200 hombres no bien
armados ni suficientemente municionados, a pesar de haberse tomado al enemigo más de
300 rifles y unos 30,000 tiros del sistema Grass. Con todo, ya en los 6 meses que mediaron
de julio a enero del siguiente año, a mérito de incesantes trabajos de organización, de
instrucción asidua y afanes para procurarse elementos, habíase logrado tener ese número de
soldados de excelente personal, regularmente vestidos y equipados y sujetos y sujetos a una
perfecta disciplina y régimen en todas sus dependencias, que nada dejaba que desear.
Dos meses más de tiempo y ese ejército habría estado en condiciones de medirse
ventajosamente con igual número o mayor del enemigo. Inmensa fue la labor de su
formación. Pero cuando era ya una esperanza por lo menos para el éxito de la guerra, y
podía lisonjearse el patriotismo de tener en esa parte de la república un grupo de ciudadanos
armados en su defensa, vislumbróse por el norte un punto tenebroso y siniestro que
amenazaba desarrollarse de una manera funesta y desastrosa para la honra y los intereses de
la patria. La facción abortada en Montan invocaba la paz de hinojos, secundando las miras
del enemigo, y a su ejemplo algunos otros malos peruanos incitaban a la traición a los
pueblos vecinos al cuartel general del ejército, que enarbolaba el pabellón nacional, resuelto
a sostenerlo a toda costa. Fue pues preciso expedicionar sobre Canta, adonde había llegado
la propaganda de la traición, y conjurarla oportunamente. Marchóse, en consecuencia, sobre
esta provincia, con una parte del ejército acantonado en Tarma, el 29 de enero. El general
Cáceres se dirigió a ella en persona con la primera y cuarta división; y el coronel Secada con
la tercera sobre Huarochirí, protegiendo el flanco izquierdo del general.
La cuarta división, mandada por el coronel Santa María, guarnecía Canta, con
prevención de sostenerse a todo trance, caso de cualquiera emergencia., que desde luego se
creía improbable. Pero el mismo día (8 de abril) en que el general regresaba a Tarma, el
comandante militar de Santa Eulalia don N. Medina, comunicaba al comandante en jefe que
el día 6 había pernoctado en la Nievería una división chilena, que guiada por Vento, se
dirigía sobre Canta: pedía 10 mil tiros, que se le mandaron, y participaba estar reuniendo sus
guerrilleros para oponerse al paso del enemigo en los desfiladeros de Chacclla, Santa
Bárbara y Jicamarca, a cuyo efecto había solicitado del coronel Santa María unas dos
compañías para apoyar a los guerrilleros.
Reunidas todas las fuerzas en el cuartel general el día 20 con alguna pérdida de
hombres en la división Santa María y muchos que fueron víctimas de las fiebres de la
quebrada, se procedió a la reorganización del ejército y, a los preparativos consiguientes a
las operaciones que debían efectuarse.
La línea de La Oroya, interpuesta entre Tarma y Yauli, punto ocupado por el resto
del enemigo, estaba defendida por tres mil guerrilleros voluntarios, que habían acudido
espontáneamente al cuartel general, y por una división del ejército; fuerza suficiente para
impedirle el paso, ya fuese por el puente, o por cualquiera de los vados que se encuentran en
sus dos flancos a muy corta distancia. Sin embargo, a las 10 de la mañana del 21 de mayo
logró atravesar impunemente el río por el vado de quinilla, flanqueando la izquierda de la
fuerza situada en La Oroya; ocurrencia que se supo a las 11 de la noche del mismo día por
parte oficial dirigido a la jefatura superior. Era de esperar que el enemigo apareciera por
alguna de las avenidas de Tarma, a lo sumo en la madrugada del 22, dominando la ciudad.
Así es que el ejército permaneció formado y listo para lo que pudiera ocurrir, esperando solo
las fuerzas de La Oroya para evacuar Tarma. Estas llegaron a la 1 p.m. del 22, cuando hacia
3 horas que los chilenos habían ocupado Tarmatambo, punto dominante situado a una legua
del sur de la ciudad. Sus avanzadas estuvieron a medito tiro de cañón. Algún respeto les
imponían los que diez meses antes hiciéranles morder el polvo, y los arrojarán a la costa,
obligándolas a tramontar los Andes en precipitada fuga, abandonando armamento, ganado,
acémilas y algo de los objetos pillados, y regando su tránsito de cadáveres que dejaron
insepultos en una extensión de 30 leguas. No se atrevieron a destacar en Tarmatambo ni una
descubierta, así es que el ejército peruano desfiló tranquilo y sereno en el mayor orden a la 1
y ½ p.m. tan luego como se le incorporó la división que había partido de La Oroya.
Para los que no están al cabo de los incidentes, ha sido ocasión de censura el haber
elegido al dilatada vía de Huanuco para llegar a Huaraz. Es marcha fue incidental. En los
momentos d partir sobre Cajatambo por Orón, se tuvo la falsa noticia, pero verosímil y
esperada, de que el coronel Recavarren, que aún no había marchado sobre Cajamarca, y
tenía orden de replegarse en este caso al cuartel general, se encontraba cerca de Huanuco,
perseguido por una división chilena. No era pues conveniente dejar esta fuerza descubierta a
merced del enemigo, tomando el ejército el camino de Oyón; era preciso protegerla,
marchando en su alcance por la vía de Huanuco, a más de dilatada, peligrosa por su
condición favorable para el enemigo, que bajaba dominando el camino por sus dos flancos.
Una vez en Huanuco, donde se supo que Recavarren no se había movido de Huaraz,
y que el enemigo había acampado en San Rafael a 9 leguas de distancia, fue preciso
continuar la marcha, la cual se verificó el 4 de junio, después de un día de descanso y de
presenciar los estragos causados en esa ciudad por los chilenos que la saquearon por
completo, empleando los medios más indignos y vandálicos, e incendiando sus mejores
edificios.
Debía pernoctarse en las Higueras, pero estando ese lugar en hoyada, dominado por
varios caminos que partían del lado del enemigo que podía emprender u ataque, por alguno
de ellos, se prosiguió la marcha hasta Mito, adonde se llegó en la noche, extraviándose con
este motivo algunos soldados, a merced de la fragosidad del camino sumamente accidentado
y montuoso.
La marcha a Chasqui (9 leguas) adonde se llegó al principiar la noche del día 5, fue
igualmente fatigosa y bien pesada por sus pantanos y las repetidas cuestas y fragosidades del
terreno.
Llegase el 7, después de una marcha sobre pantanos y estrechas abras, con la tropa y
las brigadas sumamente fatigadas, al ruinoso pueblo de Aguamiro, de siniestro aspecto y al
parecer si habitantes. Aquí sufrió la tropa inmensamente por no haber tomado en todo el día,
mas que el escaso rancho de que se le proveyó en la anterior pascana al emprender la
marcha.
El ejército chileno se había bifurcado en el Cerro de Pasco, tomando una parte por
Lauricocha (línea izquierda) y llevando la otra la misma ruta que el ejército nuestro.
Ignoróse por completo esta maniobra. Hasta la llegada a Huaraz se creyó que todo el ejército
chileno reunido venia por Huanuco en persecución del peruano.
Fue de mucho aliento y de buen efecto para la tropa la manera como se le recibió en
el patriota y simpático pueblo de Chavín, de donde, después, de un día de descanso, se
continuó la marcha, pasando a las 6 p.m. la elevada y fragosa pendiente de la cordillera de
los Andes, sin tener ningún aviso del enemigo, a pesar de haber dejado el general
autoridades y personas particulares encargadas de comunicarle cuanto supieran. Al tener
noticia en Chavín de que la fuerza chilena marchaba dividida, habríase aguardado en sus
excelentes posesiones a la que seguía las huellas del ejército peruano y dádole combate con
inmensa ventaja, son que la que marchaba sobre Recuay hubiera podido auxiliarla.
El 13 después de una penosísima marcha, que duró hasta las 9 p.m. se pernoctó en la
estancia de Arhuaycancha, a leguas de la ciudad de Huaraz, adonde llegó el ejército a las 6
p.m. en el mayor orden y compostura y en las mejores condiciones, dando excelente idea de
su disciplina, moralidad y entereza, a pesar de 23 días de penosas marchas, atravesando una
distancia de ciento y tantas leguas, poco menos que intransitables y desprovistas de recursos.
Allí fue donde se tuvo noticia, no sin sorpresa, de una parte de las fuerzas chilenas había
llegado a Recuay, y que la otra tramontaba la cordillera de Chavín.
No existe para pasar al norte, partiendo de Yungay, más que esta vía, una vez
obstruida la de Yaramarca. Así fue que el día 20 hubo de emprenderse la marcha sobre la
estancia denominada Antuco, después de atravesar penosamente la peligrosa calzada de las
Barbacoas, teniendo a la vista la imponente masa de los Andes, cubierta de su eterno manto
de nieve secular; y el aspecto salvaje, lúgubre y sombrío de los oscuros grupos graníticos,
que se elevan cortados a pìco, en medio de esos desolados páramos.
El 21 se dio principio a la ascensión de aquella gigantesca y majestuosa cordillera,
por una senda escabrosa, angosta y deleznable que fatigó inmensamente a la tropa, y en la
quedó asfixiada, a causa de la excesiva rarefacción del aire, casi irrespirable, una
considerable porción de los animales de carga pertenecientes a la artillería, y al parque, y de
las cabalgaduras de los oficiales, muchos de los cuales quedaron a pie nuevamente como en
Chavin, cuyo pueblo repuso las que faltaban.
La división Gorostiaga, que el general Lynch, al saber que Recavarren debía dirigirse
a Cajamarca, había, como era de esperarse, destacado al norte en apoyo de Iglesias, se había
movido de Huamachuco hacia el sur en busca de Recavarren, ignorando su reunión con el
ejército del centro, y se hallaba ya en Corongo, de donde había enviado una vanguardia a
preparar raciones en Siguas, 6 leguas únicamente de Pomabamba, ocupado a la sazón por las
dos fuerzas peruanas reunidas. Hubiera avanzado indudablemente Gorostiaga hasta
encontrarse con ellas y ser batido; pero un desgraciado incidente vino a frustrar este
resultado. El oficial chileno que se hallaba en Siguas, mandando hacer rancho para su
división, sorprendió una carta que llevaba un propio, en la cual se anunciaba a la persona a
quien iba dirigida la existencia en Pomabamba del ejército del centro, unida ya al del norte.
Inconsecuencia retrocedió ene. Acto, y Gorostiaga se retiró rápidamente sobre Huamachuco,
pidiendo refuerzos a Lynch.
El 27, después de un día de descanso, bastante bien mortificado por la copiosa lluvia
que sobrevino, se prosiguió la marcha en pos de la fuerza chilena que huía. Se acampó en
una hacienda llamada Chuillín, dejando a la izquierda el camino que conduce a Siguas y
Corongo. De allí, pasando sucesivamente por Andaymayo, Urcón, Vaquería y Tambo del
Inca, se llegó a Conchucos el 2 de julio, teniendo que dejar en Urcón una gran parte de las
municiones de guerra con 70 mulas, completamente aniquiladas que ya no pudieron
continuar la marcha.
Los 4 últimos días habían sido sumamente penosos por la absoluta falta de forraje
para las bestias, el escaso rancho suministrado a la tropa, la fragosidad de los caminos,
cruzados por elevados y consecutivos contrafuertes de la cordillera y la inclemencia de la
temperatura. El número de los enfermos era excesivo, y la mayor parte de los oficiales
caminaba pie a tierra por habersele muerto sus cabalgaduras de cansancio e inanición. De las
130 mulas del parque resultaron solamente en Urcón, medianamente útiles, y en estado de
conducir menos de la mitad de su carga: en ellas se transportaron 30,000 tiros solamente.
El general Cáceres, que se había adelantado con su escolta, pudo distinguir, desde la
cima de Tres Cruces, a las 2 p.m., bajar a la pampa de Yamobamba y en dirección a
Huamachuco, unos 700 soldados enemigos, del refuerzo que se enviaba desde la costa a la
división Gorostiaga, y los cuales venían por el camino de Santiago.
Se anduvo toda la noche hasta llegar a las 4 de la mañana del día 7 al punto de Tres
Ríos, sin encontrar el refuerzo del enemigo, cuyo jefe, distinguiendo al atravesar la llanura,
soldados de caballería a su derecha sobre la cumbre de Tres Cruces, y conceptuando fuesen
peruanos, aceleró y continuó la marcha sin detenerse hasta llegar a Huamachuco, según
aserción de Gorostiaga, consignada en el parte que pasó sobre la batalla.
El ejército peruano, que había caminado cerca de 24 horas consecutivas, sin tomar
más que el rancho que se le suministró en la madrugada del día 6, llegó sumamente fatigado
a Tres Ríos, como hemos dicho, al amanecer el 7, en cuyo día se resolvió en junta de guerra
y por unanimidad, marchar sobre el enemigo, Así se efectuó el 8, levantando el campo a las
6 de la mañana con 1,000 plazas efectivas del ejército del centro y unos 400 que conservaba
el del norte, después de los numerosos enfermos que habían quedado a retaguardia y de la
multitud de desertores habidos en ambas fuerzas, particularmente en la noche del 6 al 7 al
descender de Tres Cruces.
Una vez que se formó concepto de todas las posesiones y colinas que circundan el
valle, ordenó el general que el coronel Recavarren marchara por el fondo de la quebrada,
que conduce a la ciudad, y que el coronel Secada tomara rápidamente la cuchilla del
contrafuerte llamado Santa Bárbara, marchando hasta colocarse en su término, dominando la
población. Ambas fuerzas caminaban simultáneamente, la una a la izquierda por el pie de
Santa Bárbara y la otra por la cresta.
A fin de evitar el coronel Secada que e enemigo ganara la posesión antes que él,
aconteció en San Francisco, se adelantó con la artillería y el ligero batallón Tarapacá y
alcanzó su objetivo, caminando con celeridad.
Al presentarse en el ángulo del Santa Bárbara vio que un batallón chileno salía de la
ciudad en desorden y precipitadamente en dirección al cerro llamado Sazón, frontero al de
Santa Bárbara y a tiro de cañón; que otro cuerpo se formaba en la plaza mayor de la ciudad
con igual celeridad y desorden, al mismo tiempo que el enemigo alistaba su artillería en el
Sazón, y una mitad de caballería se ocupaba en recoger el ganado y una cantidad de bestias
que pastaban en la llanura.
Este primer estruendo fue como el fúnebre arrebato, que repercutiendo en el corazón
de las mujeres y niños los puso en triste huida, tan despavoridos como un rebaño, al
escuchar el rugido de hambrientos lobos.
Grupos de señoras, de las principales familias de la ciudad, confundidas con las del
pueblo, seguidas de multitud de criaturas, hasta de tres años, y llevando a no pocas en los
brazos, de diez en diez y de veinte en treinta, salían de sus casas, y apoco del camino
muchas de ellas quedaban descalzas y la mayor parte sin abrigo; por entre las balas de
ambos ejércitos salieron sin rumbo y sin guía pálidas de estupor y silenciosas como
sombras. Cada casa era como un panal de avispas movido repentinamente, quien salía y
tornaba no sabiendo que resolución adoptar, quien sepultaba en las entrañas de la tierra el
fruto de sus economías; muchas infelices en cinta apenas si podían huir; aquello eran triste
peregrinación emprendida bajo el nutrido fuego de los dos combatientes.
En los campos, los indios, alhagados por los chilenos durante su permanencia en
Huamachuco, recibian con menosprecio, cuando no arrojaban fuera de sus chozas a sus
mismos patrones ya las desventuradas familiar, que errantes iban mendigando pan y abrigo;
por ningún precio se encontraba hospitalidad; y así, aunque lloraban las criaturas de hambre
y con las lágrimas en los ojos imploraban las madres algo por el amor de Dios, la más fría
negativa era la única respuesta.
A la pálida luz de las estrellas hubiérase visto, por quien los alrededores de
Huamachuco recorriera, apiñados los niños, acurrucados cerca de la madre angustiada, como
racimos cortados por una mano sin compasión y arrojados en medio de los caminos.
Así, familias hubo que durante los primeros días en que anduvieron furtivas no
tomaron más que un pedazo de pan ú otro miserable alimento a las veinte y cuatro horas.
Los chilenos habían hecho comprender a los indios que los iban a poner en propiedad
de las tierras en que servían; que les iba a eximir del pago de todo género de contribuciones,
y que sus amos llegarían a ser sus colonos: he aquí la cusa de su crueldad.
Tres o más leguas caminaron los fugitivos con los pies ensangrentados. aniquiladas
por el hambre, el frío y la desnudez. Sentábanse a llorar al borde de los caminos, sin saber la
suerte que correrían los que se habían quedado en la población.
Sólo la idea del triunfo vagamente las consolaba; mas el corazón, presintiendo la
ruina, empujábalas lejos de la ciudad, que abandonaban como si fuese ya una tumba.
Continuemos
Roto el fuego de ambas artillerías, el general Cáceres envió su escolta para arrear las
110 bestias que las dos compañías tenían ya a su retaguardia y que llegaron al campamento.
Eran de los oficiales chilenos, que debieron haber quedado a pie.
La fuerza del coronel Recavarren atravezó la ciudad, evacuada ya por el enemigo, en
medio de los fuegos de la artillería peruana, y trabó combate con aquel, colocada en el
panteón (noreste de la ciudad). Llegada la noche, cesaron los fuegos de una y otra parte. Los
soldados del norte se habían batido con arrojo.
Los chilenos sufrieron una sorpresa con la aparición súbita del ejército peruano, pero
notan completa que no tuvieran tiempo de sacar su artillería y colocarla sobre el Sazón. Se
ha sabido que una mujer, habitante de una de las casuchas que se encuentran sobre la
extensa loma de Santa Bárbara, partió a toda carrera a darles el avisto tan luego que vio que
el ejército peruano subía sobre la cuchilla. Con todo, perdieron u menaje de cocina, sus
capotes, una parte del vestuario de lienzo, sus acémilas y el equipaje de oficiales.
El 9 se reconoció el flanco izquierdo del enemigo, que era el único punto vulnerable
de su línea atrincherada sobre el Sazón. En la tarde de ese día se acordó atacarlo en la
madrugada del 10, pero la indisposición de la salud del coronel Recavarren, comunicada al
general en la noche, aplazó la realización del plan, el cual consistía en que: marchando
ambas fuerzas paralelamente, la de Recavarren a la izquierda, y la de Secada a la derecha,
envolviesen al enemigo por su ala izquierda, hincando el primero el combate al rayar la
aurora, y siguiendo el segundo su marcha de flanco por retaguardia hasta formar un ángulo
con la otra, y romper sus fuegos sobre el enemigo, d modo que fuera atacado por su extrema
izquierda y por retaguardia, inutilizando su derecha, que se prolongaba hasta cerca de la
población de Huamachuco. Habríale sido en efecto difícil verificar un cambio en semejante
actitud y no le quedaba otro recurso que dar media vuelta y hacer una prolongada
conversión sobre la derecha en medio de los fuegos convergentes de Secada y de
Recavarren, y de los de la primera división del ejército del centro, que debía permanecer
oculta tras el panteón, hasta el momento de poder atravesar la pampa de este, tomar el
camino Colorado (la calzada) y cargar por su retaguardia al enemigo. Todo esto sin poder ni
aún hacer uso de su caballería, que quedaba inutilizada, se tuvo presente al acordar el plan
del ataque que se frustó y que indudablemente habría dado la victoria. No quiso el destino
que así fuera.
Existían para entrar en combate 1,000 plazas disponibles del ejército del centro, y
unos 400 del norte: 1,400 hombres por todo. (1) El enemigo pasaba de 2,000 con el refuerzo
de 700 que le había llegado.
Como pudiera extrañarse que habiendo partido de Tarma el ejército del centro con
2,240 plazas no contara sino con 1,000 en la víspera de 10 de julio, creemos oportuno anotar
las bajas ocurridas en los 36 días de sus pesadas marchas. Fueron las siguientes: 250 del
batallón Tarma, que en Yungay pasó a formar parte de las fuerzas del coronel Recavarren;
280 enfermos dejados a retaguardia, 40 en el campamento y los 670 restantes desertados y
rezagados en la marcha. (2)
Batalla del 10
Las compañías desprendidas del Sazón eran cinco, de los batallones Zapadores y
Concepción, en número más que menos de quinientos hombres, las que avanzando por la
pampa iban cargándose hacia la derecha de nuestro ejército, bajo los fuegos de la artillería
peruana que comenzó a operar.
El batallón Junín, al mando del coronel Juan C. Viscarra, protegido por el batallón
Jauja, al mando del coronel Emilio Luna, pertenecientes a una misma división, salieron al
encuentro de las fuerzas chilenas y mientras esto ocurría a la derecha de la línea peruana, la
primer división de nuestra tropas, pronta para el combate, ocupaba, pudieramos decir, el
centro de la línea, si se tiene en consideración que el resto de nuestras fuerzas permanecían a
la izquierda.
Arrollado el enemigo hasta la cumbre del Sazón, que solo parte del Talca sostenía;
fugando ya en dirección de Condebamba; descendiendo su artillería para rodar
desordenadamente, dueño el ejército peruano de la línea ¡disminuyeron repentinamente sus
fuegos!
Faltaron municiones, y cesando el denodado ataque ofensivo comenzó a
defenderse……
Cuando este cuerpo fue enviado al norte, el general lo despidió, manifestándole que
no por ir a servir de base de otro ejército, dejaría de pelear a su lado, que muy en breve le
seguiría y que por lo mismo esperaba que continuara manejándose con el patriotismo y valor
de que tan verdaderas pruebas había dado.
Al llegar pues el tarma adonde se hallaba el general, que con serenidad y talento,
observaba los más insignificantes incidentes de la batalla, hijos míos, les dijo, con aquella
cariñosa familiaridad que ha acostumbrado con su tropa, ha llegado el momento de la
prueba: tócame acompañaros, como recordareís que lo ofrecí: ¡valientes tarmeños! Vuestra
divisa ha sido siempre: vivir con honra ó sucumbir con gloria: ¡Adelante! ¡A cumplir con
nuestro deber! ¡Viva el Perú!
Un viva prolongado resonó en las filas del Tarma, que con su general a la cabeza, se
lanzó a la pelea, cuando ya el heroísmo era el único escudo de nuestros destrozados
batallones.
Sangriento fue el combate del tarma, que hecho pedazos, en una lucha desigual, vio
al caudillo sereno y valeroso que lo condujo hasta aquella tumba de gloria, en medio de la
caballería enemiga, abrirse paso revólver en mano, acompañado de su secretario el
denodado coronel don Florentino Portugal, después de haber visto caer a su ordenanza cuya
cabalgadura fue muerta a pocos pasos de distancia y que solo pudo salvar gracias a un
caballo de tiro que conducía.
- Todos han cumplido con su deber, contestó lacónicamente el general solo que aún
no se cansa nuestra fatalidad.
Levantemos un Cargo
No ha faltado, ni faltan aún, mal informados o mal querientes que culpen a los
huamachuquinos de poca adhesión al ejército defensor de la honra del Perú, fundándose en
no haberlos visto pelear agrupados en un cuerpo de voluntarios. Semejante acusación es
infundada y es así mismo calumniosa; los huamachuquinos pelearon y también regaron con
su sangre el suelo que los viera nacer. Tal venzo faltaron algunos que simpatizaran con
nuestros enemigos, y non nos atreviéramos a afirmarlo si Gorostiaga no hubiera dejado
olvidada una carta entre varios de sus papeles, la vez primera que pasara por Huamachuco, y
en ella no hubiese quedado el comprobante de una delación; más cuatro, que allá como en
otras partes, por desgracia para el Perú, no han faltado, no pueden responder por el nombre
de una ciudad, cuyos honrosísimos antecedentes datan desde la guerra magna (1821) y que
fue, a la vez que la de Cajabamba, la primera que en la nación elevara sus actas y protestara
de hecho no bien en Cajamarca lanzó don Miguel Iglesias su manifiesto y también de
aquellas que durante el gobierno de este ha batallado sin cesar con su dinero, con sus
mejores hijos, con la abnegación ejemplar de sus matronas, hasta el punto de ver
saqueadores sus hogares por repetidas veces y proscritos sus pobladores, víctimas de
implacable persecución.
Fueron igualmente seis jóvenes huamachuquinos los que al alcalde señor don
Manuel Isidro Cisneros puso a órdenes del señor Elías para ser enviados por este a petición
del general Cáceres como guías en el asalto que debía haberse dado en la madrugada del 10;
y cuando los cañones chilenos hacían llover su metralla sobre las filas peruanas; también
huamachuquinos en la torre de la ciudad echaron a vuelo las campanas, manifestando el
regocijo por la llegada de las fuerzas patriotas, y, para constancia quedan hasta hoy las
señales en esa misma torre de las balas del cañón enemigo. Dice un testigo presencial en “El
Comercio” del 10 de julio de 1886:
¿Quién fue el último que abandonó la población, ya ocupada por los chilenos,
soportando sus descargas por tres veces entre las calles, después de haber asistido, a medida
de sus recursos, a nuestros hermanos por cuantos medios pudo? El alcalde municipal,
humanchuquino, mientras su desolada familia, señora, hermanas, niñas, ni un solo hombre, a
merced del destino, confiada sola en la misericordia de Dios, hambrienta, sin abrigo y
enferma, salvaba felizmente, escapando un día antes de que se declarara el desastre.
La patria antes que la familia: el deber antes que los propios dictados del corazón.
Si estos no son hechos que puedan responder por el buen nombre de un pueblo, no
sabríamos dónde hallarlos.
El saqueo
Para pintar los horrores de la implacable crueldad de los chilenos nos bastará citar las
siguientes palabras textuales de don Raimundo Valenzuela, chileno, autor de un libro
titulado “La batalla de Huamachuco” (Santiago, imprenta Gutemburg, 1885), que dice,
hablando de la persecución de los fugitivos: “Duró esta como hasta la nueve de la noche. En
el delirio de la persecución no perdonaban a nadie: enemigo alcanzado era enemigo
muerto”. Lo que quiere decir que repasaron a los heridos habian quedado en el ampo, que
ultimaron despiadadamente a los que se rendian y que fusilaron a jefes y oficiales, dignos
por mil títulos del respeto de quienes en verdad fueran hidalgos; pero no es esa carnicería
espantosa la menor de las manchas, que eternamente llevaron sobre sí los chilenos que
pelearon en Huamuchuco, sino las escenas que pasamos a descubrir, y de cuya autenticidad
a Dios ponemos por testigo.
Durante los tres días del sangriento reñir, casi todas las familias principales, y no
pocas de las del pueblo, habían, como hemos dicho, abandonando la población: dos o tres, a
lo más, de las primeras, vieron llegar el terrible momento, y no tuvieron ni tiempo para huir,
ni encontraron un lugar dónde refugiarse. Como volcán que estalla y derrama su lava en la
campiña, desde la cumbre del Sazón se lanzó sobre la ciudad la soldadesca desenfrenada,
semejante a los bárbaros del siglo V, en los pueblos que conquistaban; aullando como jauría
de perros, más que dando gritos de triunfo, en grupos armados esparciéronse los chilenos
por toda la ciudad y sus suburbios, rompiendo a culatazos cuanta puerta encontraban
cerrada, después de descerrajar tiros de rifles en las chapas.
Olvidado todo sentimiento humanitario, solo hablada en aquellos feroces y crueles
hombres el instinto del bruto; sus rostros mismos, bañados por el sudor, embadurnados con
el polvo de la refriega y muchos salpicados por la sangre peruana, presentaban, según
refieren testigos presenciales, aquel respecto patibulario de los descamisados del 93, o de los
salvajes compañeros de Atila.
-“Mientes, vieja bruja, entrégame la plata, si noquieres morir” y la boca del rifle
tocaba el pecho de la desventurada.
Indescriptible era el cuadro que presentaba cada casa: puertas hechas pedazos; baúles
destrozados: objetos que no eran de valor rodando por el suelo en fragmentos; manchas de
sangre en las paredes; cadáveres de infelices ancianos, de indefensos inválidos, tendidos en
los corredores, o en medio de las habitaciones; mujeres desmayadas y semimuertas, víctimas
de horribles violaciones en actitudes vergonzosas.
Las infelices subían a los terrados a ocultarse, seguiánlas los soldados: arrojábanse al
suelo desde lo alto, prefiriendo la muerte a la deshonra, y sobre caídas y exámines, como
sobre cadáveres, se lanzaban los que no habían subido tras ella, y las violaban.
Ebria la mayor parte de aquella infame soldadesca asesinaba por placer, robaba y
cometía violaciones lanzando carcajadas bestiales. Ni el templo se libró del ultraje:
rompieron a balazos sus cerraduras, de igual modo las de los Tabernáculos, despojaron de
sus alhajas a los altares y las imágenes. Dejando pisoteados y por el suelo las vestiduras de
los santos…..
Todas las casas, desde la de Dios, hasta la del último ciudadano, fueron profanadas
en tan criminal feria: unos entraban y otros salían, para facilitar su robo llevaban a os indios
con alforjas al hombro, en las que conducían a sus cuarteles cuantos objetos juzgaban de
valor, y así, la población quedó barrida.
Los siete pecados capitales, en traje militar, celebraron su fiesta durante cinco días
consecutivos, Nada fue perdonado, ni la criatura de once años, ni la anciana de ochenta:
muchas desgraciadas murieron a consecuencia del acto criminal en ellas cometido; y por lo
que hace a sangre fue vertida entre la de muchos, tomados caprichosamente por
montoneros, la de setenta y dos ancianos, inválidos la mayor parte de ellos, por sus
achaques, algunos miserablemente degollados.
Ramón Herrera, Antonio Fuentes, Vicente Acosta, Gaspar Flores, Rosario Jiménez,
Esteban Rubio, Juan Alvarado, Antonio Vega Reyna, Juan Guillermo Pizarro, Domingo
Robles, Simón Encarnación, Eulogio Centurión, Gregorio Cruzado, Bernardino Sánchez,
Manuel Contreras; Ramón Rivadeneyra, Ramón Robles, Silverio Vega, Anselmo Moya,
Juana Ulloa, Anselmo Cruzado, Marcela Moya, Juan Carrión, Cecilio Tandaipán, Agustín
García, Manuel Cerna, Juan Oliva, José Escobedo, Isidoro Ruiz, Pablo Colquicoche, José
Armas, Manuel Armas, Mariano García, Cipriano Sociago, Anselmo Peña, Calixto Posidio,
Manuel Vargas, Lorenzo Villalva, José Ramos.
Todos estos fueron victimados con una alevosía inexplicable, y, nada clamará más al
cielo eternamente, como el asesinato de esos setenta y dos desventurados, que en vano
levantaron sus manos juntas implorando misericordia.
La casa del rico y la casucha del más pobre, todo cayó bajo el saqueo de los
insanciables chilenos. Tal y tan grande fue esto que multitud de familias quedaron en la
mendicidad, muchas sin más camisa que la que llevaban en el cuerpo, sin un plato en qué
comer, ni menos un mal pellejo que pudiera servirles de cama. Casa hubo después del
saqueo, que parecían no haber sido habitadas jamás; y que únicamente por tener techos se
podían diferenciar de las ruinas incaicas.
Todas las tiendas de comercio quedaron completamente escuetas: sin más que el
entablado de sus pavimentos y destrozadas por completo sus puertas, parecían, vistas a la
distancia, boca-minas; entre tanto, cada cuartel era una aduana.
Hablando del cuadro que ofreció Huamachuco después de la batalla, dice el mismo
chileno Valenzuela, lo siguiente:
Las cumbres y las faldas de los cerros de Cuyulga y de Sazón y la planicie del valle
de Purrupamba se veían cubiertos de cuerpos en putrefacción que habían corrompido el aire,
y despedían un hedor mortífero.
En la ciudad sucedía otro tanto. En cada casa había, uno dos, cuatro y hasta seis
cadáveres. Al volver a Huamachuco nuestras tropas después del combate decisivo, no
hallaron otros habitantes en el pueblo, que difuntos esparcidos, ya en los comedores, ya en
los pasadizos, ya en los dormitorios, ya en los salones. Allí se veía cadáveres de ancianos
jefes de la casa, de esposas muertas y abrazadas de un pequeño niño; de hermosas doncellas
con su taje despedazado, tendidas en los sofás y alfombras del salón o dormitorio, y de
infelices domésticos en los patios o despensas.
Saquearon los almacenes, infamaron los hogares más puros, asesinaron a madres,
hijas y ancianos y cometieron atrocidades que la pluma tiene vergüenza de describir.
Comienza el escritor afirmando una mentira grosera, al decir que el señor García
armó 300 hombres: no llegaron a 100, y tan miente, (perdón sino decimos que falta a la
verdad) en la acusación que hace a los santiaguinos, que todos aquellos que los encabezaron,
como los señores don Manuel Porturas, Santiago Calderón, García, etc., comercian
actualmente, y conservan la mejor armonía con Huamachuco; santiaguinos y
huamachuquinos han defendido la causa constitucional, habiendo el que escribe estas líneas,
visitado las dos poblaciones, no hace un año, y pudiendo testificar lo que asevera, por
cuantos medios puede existir la historia para formar su criterio.
Fue el ejército chileno, fueron solo y exclusivamente chilenos los que cometieron el
saqueo y los crímenes que dejamos narrados: allí están para afirmarlo todos y cada uno de
los habitantes del departamento de La Libertad.
Prescindiendo del tema que para el canto del poeta, o la narración del novelista hay
en todos los episodios de la campaña al norte, y de la batalla de Huamachuco, queremos
referir los siguientes, históricos realizados durante el saqueo.
Una hermosa señorita, que hacia dos días que se había casado con un joven, al ver
entrar la soldadesca a su habitación sacó del seno sus alhajas y las entregó para que la
salvasen: después de recibirlas, quisieron violarla; el joven esposo saliendo de una
habitación, a la que había penetrado para sacar todo el dinero que tenía también lo entregó,
no vastando esto pues persistían en su intento los soldados, se colocó delante de su esposa y
fue muerto defendiendo su honra.
Un maestro zapatero, que había tomado parte en las filas peruanas, no teniendo
tiempo para huir de la población abrió su tienda y se sentó tranquilamente a terminar uno de
los varios pares de botas que habianle mandado hacer los jefes chilenos, y cuando lo
quisieron fusilar él presentó las botas alegando con la mayor sangre fría que no tenía testigos
para probar no haber tomado parte en el combate, que podían matarlo si alguien había que
terminase el pespunte de las botas que trabajaba.
Muchos entierros, tesoros, o sea cantidades de miles, que durante años habían
permanecido ocultos fueron descubiertos por los chilenos.
Individuo aún existe que el espanto de la catástrofe le hizo perder el uso de la palabra
que hasta hoy no recobra.
Por el Gualillas y entre el Negro y el Cuyulga, apareció el ejército del Perú, que hasta
allí había llegado por camino no traficado, ignoto para muchos de los pobladores de
Huamachuco; de la cumbre del Gualillas a la ciudad habrá una legua de distancia. Cual una
protuberancia del Cuyulga, pegado a su base, se levanta el pequeño cerro de Santa Bárbara,
dominando inmediatamente a la ciudad y su extensa pampa.
Al oriente álzase el cerro del Toro, separado de la pampa por un río; al occidente el
llamado Cacañán, separado de la ciudad por otro río, llamado el Grande; cerca de este río, al
noreste de la ciudad álzase la colina llamada Santa Ursula, desde la que comienzan las calles
extendiéndose en la llanura, y a cuyo extremo cerca de la quebrada Chuquichaca, se
encuentra el cementerio. Esta colina es de poca elevación y se halla como una isla entre el
Cacañán y el Sazón. Al norte está el Sazón; entre este y el Cacañán hay un abismo
insalvable la profunda quebrada de Chuquichaca, humanamente impracticable, por delante
del pantano, un ancho que cubre casi por completo su pie, y, delante del pantano, un ancho
cequión que le da desague; y entre el Sazón y el cerro del Toro, existen quebradas y
peñascos, de tal manera que solo por dos puntos puede ascenderse a dicho cerro: o por una
calzada, que es por donde en nuestro grabado figuran subiendo los chilenos, o por la suave
pendiente, que es por donde se les ve descender a la batalla. Esto por su frente, que por
retaguardia es cuádruplemente inaccesible.
No fue, pues, en un cerro cualquiera en el que se parapetaron los chilenos: fue en una
verdadera fortaleza, de la que aún existen paredones de piedra, anchos y de altura de un
metro a dos de elevación, paredones colocados en toda dirección y tras los que, aun en el
caso de haber sido asaltados hubieran podido irse defendiendo a mampuesto y replegándose
de anillo en anillo de piedra como en círculos o mejor dicho cuadrados concéntricos: como
metidos en baúles de piedra estuvieron nuestros enemigos, cubiertos sus pechos por muros
de aquellos que solo incas supieron fabricar. Cada soldado valía por cuatro sobre la cima del
Sazón ya al haberse verificado algún asalto, habrían tenido nuestras tropas que imitar a los
antiguos caballeros cuando asaltaban un castillo feudal.
Generalmente, árido es ese cerro y en su cumbre una que otra chacrita de cebada
suelen sembrar los naturales.
El año pasado que visitamos este cerro aún vimos retazos de vestiduras militares en
que se descubrían huellas de sangre; centenares de casquillos de cápsulas, pedazos de rifles,
huesos humanos blanqueando a lado de los de las bestias; en fin, el mudo silencio de la
catástrofe atestiguada por hacinamiento de despojos entre ruinas. Los chángales con sus
flores rosadas rodeando aquellos paredones parecían coronas de espinas entrelazadas, aun se
ve los estragos de la artillería peruana en las despedazadas paredes de granito y los boquetes
practicados para las punterías chilenas. Allí fue fusilado Emilio Luna, si hemos de juzgar a
más de referencias por el hecho de haber sido allí encontrada la funda de un quepí con las
iniciales bordadas, del nombre del valiente que recordamos.
ANOTACIONES BIOGRAFICAS
LEONCIO PRADO
Por entre las ruinas de Huamachuco vagará perpetuamente una sombra, como el
ángel custodio de sus tumbas; y esa sombra no será otra que la de aquel joven soldado tan
celoso de la libertad de su patria, como lo fue de la Cubana.
Vamos a desmentir las falsas narraciones que los escritores chilenos han hecho
acerca de la muerte de Leoncio Prado, y en la que, con sobrada malicia han enaltecido el
valor en sus últimos instantes para disimular un crimen.
Hijo de un prestigioso e infortunado jefe del ejército peruano, cuya gloria ofuscaron
superiores a su previsión, pareció consagrado por las mismas desgracias de su padre a salvar
con ahínco la honra de su apellido.
Los dos hermanos Leoncio y Grocio Prado, fueron los hijos gemelos del deber: el
uno murió gloriosamente en Tacna; y, el otro, después de haber pelado con el denuedo
propio de su corazón valeroso, fue victimado miserablemente en Huamachuco.
Vamos a narrar los episodios de esa muerte, que un día será tema de la tragedia o la
novela en que popularizado hecho tan triste hará imperecedera su memoria.
Se nos ha referido que una vez Prado en su escondite había dicho a sus soldados:
hasta aquí no más, hijos, yo no puedo moverme; pero ustedes pueden salvarse: déjenme.
Así, tácitamente y de manera tan solemne, se firmó el pacto del sacrificio entre
aquellas almas cuya grandeza era semejante.
Los cuatro prisioneros fueron alojados en la casa que servía de cuartel a la artillería
chilena, casa del finado señor don Manuel Bringas, y depositados en la última sala de la
derecha.
Recordamos, algunas veces, haber visitado esa sala, que sobre dos de sus paredes
tenía al fresco en una: el retrato de Bolívar; y, en otra, el de Salaverry; eran dos medallones,
uno de la época gloriosa en que don Simón acampó con su ejército en Huamachuco; y otro
del tiempo en que Salaverry era como el caballero Bayardo de la república.
Aquellos retratos estaban destinados a ser los mudos testigos del sacrificio de un
valiente.
Desde la noche del sábado hasta las nueve de la mañana del domingo duró la prisión
de Leoncio y sus compañeros.
Prado manifestó que deseaba hablar con algún peruano; como si alguna revelación ya
patriótica, ya íntima, como si algún legado misterioso quisiera hacer antes de morir.
Un maestro carpintero, apellidado Coluna Monzón fue quien llegó al cuartel a las
nueve de la mañana; pero no se le concedió permiso para recibir la postrer confidencia de
nuestro compatriota; y vio, nos lo ha referido, al coronel, medio recostado tomando un poco
de sopa, en un plato de loza y con una cuchara de palo.
Los centinelas chilenos no abandonaban, sin embargo, su puesto y del lugar llamado
la Calzada, ya en las afueras de la población, regresó un ayudante del coronel Gorostiaga, en
momentos que Prado comenzaba a tomar su alimento. Al ver este a aquél, le pidió permiso
para hablar con el carpintero Coluna; y el ayudante contestó de este modo: -“Coma usted
nomás, no hay permiso”. Prado entonces arrojó el plato lejos de sí, e incorporándose y
comprendiendo su sentencia dijo: -“Pues que voy a morir, muero por mi patria, viva…” esta
palabra se confundió con el traquido de un balazo, era el del revolver del ayudante, que casi
a boca de jarro le penetró por la mejilla izquierda, matando instantáneamente al bravo
Leoncio.
Fueron fusilados en un rincón del traspatio de la casa, que nos ha sido señalado por
testigos que hallaron los cadáveres; el tercero fue llevado de guía por los mismos guardias y
en un pueblecito llamado Marcaval, a tres leguas de Huamachuco, en la ruta de Cajabamaba,
lo fusilaron igualmente.
El cadáver del coronel peruano fue conducido al cementerio del lugar en una caja, se
asegura, obsequiada por la señora Carmen Arana y la señorita Paula Arana, su hija, ambas
de las familias medianamente acomodadas de Huamachuco, y que tan perseguidas fueron
posteriormente por las autoridades de don Miguel Iglesias, solo por el delito de haber
sepultado a nuestros héroes, de haber hospedado a los defensores del principio
constitucional y de haber manifestado simpatía por la causa del general Cáceres, causa que
digan, lo que digan, fue siempre la de la provincia de Huamachuco y muy en especial de la
ciudad donde se librara el combate y en la que hasta las mujeres han sido perseguidas por
ella.
Los restos de Leoncio Prado se depositaron cerca del nicho del coronel don Gaspar
Calderón, huamachuquino y benemérito a la patria en la época magna.
- Señor general, acabo de saber que flaquean nuestros soldados, ¿usted viene de
allá?
- No señor, carezco de colocación en la línea.
- Pero, mi general, ¿qué haremos?
- “Por mi parte voy a ver lo que pasa y a cumplir con mi deber como soldado”,
diciendo esto, precipitadamente, se encaminó hacia donde se hallaba lo más
comprometido de la batalla.
Y he aquí las palabras de un escritor chileno, palabras que son el resumen histórico
de la noble conducta de un patriota.
Se estaba dando la terrible carga a la bayoneta por nuestros enemigos y los peruanos
se defendían a culatazos: había llegado el supremo momento de la prueba.
Dice el historiador chileno: “el Perú tuvo allí heroísmo probados y glorias que deben
esculpirse en bronce”.
“Entre los más valientes caudillos peruanos, sobresalió el general don Pedro Silva, el
anciano de la gorra blanca, tan respetable por su aspecto como por su corazón”.
“Se le mató el hermoso caballo en el cual combatía y continuó peleando a pie, espada
en mano, hasta que cayó herido y muerto”.
Hay una nota melancólica en esta muerte, que embarga, al mismo tiempo el espíritu,
excitando la admiración.
Un jefe de alta graduación militar que mandó por más de veinte años prestigiosos
cuerpos de ejército, se bate y sucumbe al frente de una compañía!.....
Nació en 1832 en Lima, hizo sus estudios en Guadalupe y en San Carlos; ingresó al
colegio naval el año 48; el 51 se embarcó en L’Algerie, continuando prácticamente su
carrera; el 65 fue nombrado mayor de órdenes de la escuadra restauradora; asistió al
combate del Dos de Mayo como capitán de fragata; fue jefe del Huáscar en el combate de
éste con el Shah y el Amethist; el 79 mandó una batería de a mil en el Callao; en marzo del
81 fue reducido a prisión por las autoridades chilenas, por haber dado la orden de quemar
nuestros buques; hizo toda la campaña del centro y pereció a la cabeza de su división: Había
desempeñado algunos puestos políticos y también asistió como representante al congreso de
1860. Carácter altivo, patriota severo, de justa reputación como valiente, su comportamiento
en la batalla de Huamachuco no desmintió en lo menor a sus buenos antecedentes.
Comandante general de la segunda división del ejército del centro; fue de la división
exploradora en Concepción; doctor en leyes, desempeñó el cargo de prefecto de varios
departamentos; como militar fue siempre pundonoroso y leal a las causas de los gobiernos
constitucionales: de ejemplar conducta en las penalidades de su última campaña, será citado
como modelo entre los que quieran seguir la carrera de las armas y presentar como él una
limpia hoja de servicios.
Comandante general de la segunda división del ejército del norte sucumbió como los
anteriores, había sido ayudante de la asamblea de Ayacucho el año 1881; del estado mayor
general del ejército del centro el 82, y jefe de división el mismo año. Fue el valiente.
Cusqueño, nació el 52, nuestro compañero de colegio, siempre apreciamos las bellas
cualidades de su carácter. Nació para el parlamento y el foro; más el deber que era su ley le
hizo ceñir la espada en la época de mayor desaliento para el país.
Chalaco, es decir, hijo de aquel pueblo liberal y patriota, en el que ninguna tiranía
encontró eco y que disputó siempre el papel de centinela avanzado de n lustras instituciones
democráticas. Mucho más joven que el anterior, alumno distinguido de la universidad,
miembro de muchas sociedades filantrópicas, probo, abnegado y resuelto, recién terminada
su carrera de abogado se alistó a principios del 83 en el ejército del norte.
Aquí principia su activa labor en pro de la santa causa del Perú, es el punto de partida
de su abnegado sacrificio: divide su tiempo entre la prensa y las múltiples ocupaciones de su
nuevo cargo.
Combate por la primera, con enérgico y persuasivo estilo. Entre sus notables
artículos merece especial mención el que lleva por epígrafe: “¡La patria se ha salvado!”.
El señor general Cáceres, lo mismo que los jefes que concurrieron a esa hecatombe
le hacen en sus partes la más debida justicia.
MAXIMO TAFUR
Era el año de 1872: don Manuel Pardo, escapado milagrosamente de Lima, cuando la
tiranía de los Gutiérrez hacía registrar hasta su alcoba persiguiéndole, iba furtivamente a
merced de las olas en busca de la nave que debía ocultarle y se trataba a bordo de la fragata
Independencia de que uno de los oficiales fuese el alcance del ilustre fugitivo para
acompañarle en su fuga: era menester para el caso que reuniera ese oficial: serenidad,
prudencia, valor, inteligencia y que fuese reservado como una tumba.
Máximo Tafur, fue el designado y su jefe entonces el señor don Aurelio García y
García, quedó una vez más satisfecho de su comportamiento.
Tal era aquel que algún tiempo después cuando sus amigos le instaban para que
pidiese mejor colocación les contestaba: “No se debe recordar ningún servicio: la
satisfacción propia es la mejor y la única recompensa que uno debe buscar”.
Tenía pues el amor de la patria, por la patria y aspiraba al cumplimiento del bien por
el bien mismo.
“Nada puede haber para el hombre, decía en otra carta dirigida a su esposa, más
digno de ser ambicionado como es el poder ofrecer su vida por la patria y si llega, hija, el
día en que me toque demostrarlo, te prometo que procuraré dejar bien puesto mi nombre,
que es también el de nuestra hija”.
Aunada así al generoso sentimiento de su corazón la honra que buscaba para la que
tendría que llevar con orgullo legítimo su apellido y el recuerdo de su hermosa conducta.
Máximo Tafur era limeño, e hijo del valiente jefe coronel don Manuel Tafur y de la
respetable señora doña Dominga Ovalle de Tafur, había hecho su educación en colegios
particulares y en el de Guadalupe.
Al estallar la revolución del 65, abandonó las aulas y se alistó en las filas de los
restauradores. El entonces jefe supremo, observando las dotes del joven Tafur, destinóle al
cuerpo de marina, alistándole a bordo de la fragata Amazonas, de donde pasó a otros buques
de la armada nacional hasta 1872 en que se separa de la carrera.
En 1878 fue nombrado subprefecto de Jauja y de esta colocación pasó a otras hasta la
época en que fue designado como comandante general de la segunda división del ejército del
centro.
Cayó con el sable en la mano encaminado a sus soldados, tan valiente como sereno.
Era natural de Huamachuco y hacía dieciocho años que se había ausentado del lugar
de su nacimiento, ingresó a la carrera militar en las filas del ejército restaurador el 65.
Siempre fue leal servidor de los gobiernos constitucionales y como los rasgos más
remarcibles de su carrera se citará siempre su comportamiento en Acuchimay, como
ayudante del general Cáceres, y su conducta en la batalla de Huamachuco: fue le primero
que penetró a la plaza; acompañado de Leoncio Prado, y al intentar el día diez, el asalto del
Sazón, batiéndose cuerpo a cuerpo con el enemigo, fue muerto en el lugar denominado la
Calzada.
FLORENCIO PORTUGAL
“Le tocó al subteniente Pobrete de la cuarta compañía del Talca alcanzar a un capitán
que huía por las quebradas.
Portugal saltó la ancha acequia y poniendo una mano en el cuello del caballo del
coronel y otra en el anca (lo que visto por Pobrete sacó su revólver y apuntó sobre Portugal,
temiendo una felonía) el dijo:
El secretario del coronel Gorostiaga era el capitán Isidoro Palacios, quien dado
cumplimiento a la orden de su jefe, hizo avanzar a cuatro soldados y se dispuso a fusilar al
fugitivo.
Portugal escribió entonces en la cartera del secretario del jefe de nuestra división:
“Soy Florencio Portugal, arequipeño y con hijos”.
En seguida meditó otro instante frente a los cuatro soldados que debían ultimarlo y
de pronto se paró por segunda vez y dijo:
Damos estos minuciosos detalles por respeto al heroísmo y para que se vea que
nuestras huestes no vencieron a reclutas ni a cobardes, sino a lo más florido del ejército del
Perú, por la inteligencia, la táctica y el denuedo de sus jefes, como por la disciplina y el
número de sus soldados.
MANUEL GAMERO
En ese libro ocuparía una de las primeras páginas el recuerdo que se tributará al
joven Gamero que, Felipe Valle-Riestra, no tiene más anotación biográfica que los premios
obtenidos en el colegio, donde hiciera su educación; los testimonios de las distinciones que
más tarde mereció de sus jefes y las pruebas que de una conducta irreprochable podría
presentarse, en el pequeño período de su carrera como marino y como soldado.
Harto quisiéramos encomiar; de uno en uno, a todos los que con lealtad y valor
comprobado cumplieron su deber en la batalla de Huamachuco; pero sin más que referencias
orales que pueden revestir el carácter de la parcialidad, carecemos de las pruebas en que nos
fuera dado apoyar nuestro elogio; y teniendo no ser lo bastante justos con los unos o sobrado
injustos con los otros, hemos prescindido de los que sobreviven, consagrando el homenaje
de nuestros respetos a los que sucumbieron no obstante, tomamos del parte del general
Cáceres los nombres anotados con particularidad: coronel Secada “que siempre estuvo a la
altura de su deber”; mi secretario privado, agrega, teniente coronel Florentino Portugal, que
en todas las compañías del centro ha prestado importantes servicios; los secretarios de la
jefatura dr. Don Pedro M. Rodríguez, Daniel Heros y L. La Puente; del coronel y teniente
coronel de ingenieros Teobaldo Eléspuro y E. de la Combe, de mis ayudantes que han
desempeñado satisfactoriamente las más peligrosas comisiones; sargento mayor Ricardo
Bentín, a quien le mataron el caballo en el fragor del combate, Darío Enriquez, que salió
herido; Enrique Oppenheimer que murió combatiendo al mando de su compañía, Abel
Quimper, y Z. del Vigo, y los tenientes Romero, Félix Costa y Velarde; y de mi escolta
compuesta de la juventud tarmeña. Al mando del sargento mayor don Zapatel”.
No queremos cerrar estas anotaciones sin dejar consignado el nombre del respetable
anciano cuyo corazón palpitó por la patria con todo el calor de sus primeros años y que
según el parte del general Cáceres “se batió bizarramente” en Huamachuco. Achacoso, casi
invalidado por la edad, era admirable ver la entereza de ánimo y el ejemplo en la disciplina
militar, que a toda hora manifestó el coronel Tafur, abnegado Patriota, honrado jefe del
ejército, soldado de la buena escuela de Salaverry, hombre nacido para ser el ídolo del
pueblo, demócrata de corazón, sinceramente republicano, práctico y bueno en todos sus
propósitos, larga fue la carrera del coronel Tafur; nació en 1816, entró con cadete el año 35
en el batallón Cazadores de Lima, se distinguió en la batalla de Mecapaca; en la de Ingavi
fue herido y prisionero.
En 1851 pasó al Ecuador por persecuciones del gobierno de esa época: fundó en
Guayaquil “El Proscripto”, periódico que defendió los derechos conculcados del Perú, por el
gobierno que regía entonces los destinos de la nación, por cuya causa lo internaron a Quito.
En enero de 1853, pasó a Tumbes dando la primera voz de libertad para el esclavo y
de redención para el indio; por esta causa lo tuvieron largo tiempo preso.
Al ver ocupada la capital por el ejército chileno, emprendió marcha al centro, donde
fue jefe de estado mayor general del ejército, hasta la batalla de Huamachuco. Finalmente,
murió desempeñando la prefectura del departamento de La Libertad.
Era Huamachuco un sepulcro; los pocos habitantes, testigos de las crueldades y los
crímenes de los chilenos, llevaban impresos en sus semblantes el estupor y la aflicción
profunda; pálidos, como aquellas convalecientes de penosas enfermedades, que apenas
pueden recorrer los salones de un hospital; ni el cólera hubiera dejado tan dolorosamente
desierta la población, que parecía campo arrasado por langostas, árbol quemado por el hielo:
casas inhabitables y llenas de escombros, desmanteladas e inmundas, vestiduras
ensangrentadas y en girones esparcidas por todas partes; manchas de sangre, de charcos, en
los pavimentos sobre los que volaban enjambres de moscas zumbadoras; fragmentos
humanos confundidos con las astillas de las baúles y de los muebles destrozados, todo
cuanto no pudo ser robado fue roto e incendiado. En aquel Aseldema, los animales
domésticos recorrían las calles, sin dueño, y hambrientos olfateaban por todas partes como
bestias salvajes entre ruinas.
En las afueras de la ciudad los chilenos habían hecho sepultar cuidadosamente los
cadáveres de sus compatriotas; pero los cadáveres de peruanos, apenas habían sido cubiertos
malamente, unos en una zanja, que con casualidad hubo en la pampa, cerca de la ciudad;
otros en el cementerio y otros a causa de su putrefacción, en el mismo lugar en que fueron
hallados, todos de cualquier modo, así es que de día revoloteaban por el aire partidas d
cuervos, vigilando desde las copas de los árboles aquellas sepulturas, y los buitres y
cóndores daban vueltas a gran altura atraídos por el fétido olor de centenares de cadáveres.
En las noches el cuadro era horroroso, pues, mientras veintenas de perros escarbando el
suelo devoraban restos humanos, gruñendo y arrebatándoselos y aullando; partidas de búhos
entonaban su canto lúgubre, y las lechuzas y demás animales habitadores de los sepulcros,
cruzaban por los aires aumentando el pavor de aquella soledad. Durante el día cesaba el
canto de estas aves y se ocultaban para dar lugar a otro espectáculo: los chanchos
descubriendo con sus hocicos los sepulcros, como descubren las raíces de las plantas
silvestres, continuaban el festín a que habían dado principio los perros: en vano algunas
personas piadosas iban durante el día a cubrir con tierra las reliquias de nuestros
compatriotas, pues, durante la noche y en la madrugada volvían a escarbarlas los perros y a
hociarlas los puercos hambrientos. Aquellas sepulturas ofrecían, por otra parte, un aspecto
conmovedor, pues brazos y piernas de unos, como rejas de leña, se hallaban confundidos
con cabezas y miembros de cuerpos distintos, y los cadáveres expuestos durante varios días
al sol, hinchados y fétidos, parecían restos de monstruos: ¡quién hubiera llevado a los ampos
de Huamachuco, a las madres de los que así sufrían, aún después de muertos!
¡¡¡Triste y horroroso espectáculo, y sin embargo aún respiraban y miraban la luz del
sol, tranquilamente, los traidores!!!.....
Los muertos
En los lugares más visibles fueron consignados los nombres de los jefes de mayor
graduación.
Coroneles: D. Juan Gastó, comandante general de la segunda división del centro; id.
Máximo Tafur, id. de la tercera división del centro; id., Leoncio Prado, Miguel Emilio Luna.
Para celebrar los funerales, el señor alcalde de Huamachuco reunió al consejo, con
fecha 3 de abril, y designó una comisión, compuesta de los señores: D. Basilio Larraondo y
D. Faustino Ugaz, para buscar los cadá0veres y confrontar su identidad y después de haber
adoptado todas las medidas del caso y verificada la ceremonia el 21 de abril, con fecha 24
decía el señor alcalde Tenorio al prefecto y comandante general.
“La comisión cumplió su cometido pero por más indagaciones que se hacian no fue
posible llegar a reconocerlos, al extremo que no quedase duda, pues en un mismo sepulcro
existían muchos mezclados en fragmentos, y solo con la llegada del ilustre jefe del norte,
quien dictó las órdenes más eficaces a este respecto, se llegaron a descubrir los restos de dos
héroes que una vez exhumados, fueron colocados en cajas de madera, las mejoras que se
fabrican en la ciudad. La municipalidad nombró una comisión compuesta de los señores don
Manuel E. Polo, D. Juan Arce y D. Augusto Moreno, para que se encargaron de hacer la
tumba y catafalco, corriendo todos los gastos de cuenta de hacer la tumba y catafalco,
corriendo todos los gastos de cuenta de la municipalidad: dichas obras quedaron concluidas
en dos días, con el esmero, decencia y suntuosidad que era posible; se dio la orden general
por el estado mayor para la asistencia del ejército y antes había comunicado la alcaldía la
asistencia de las corporaciones y oficios al párraco y a los demás clérigos que se hallaban
presentes, para una misa solemne; y colocados los ataúdes, a una cuadra de la plaza de esta
ciudad, salió de la iglesia todo el acompañamiento, y tres sacerdotes, a conducir los
cadáveres al templo cantando responsos graves, en las respectivas fosas. Después tuvo lugar
la misa vigiliada; y concluida, se llevaron los ataúdes hasta el panteón donde estaban
preparados dos fosas en el centro de la capilla, al pie del altar; pero antes que fuesen
colocados tan venerados restos, pronunció un sentido discurso invitando al ejército y al
pueblo, a seguir el ejemplo de los hombres que han muerto sosteniendo la autonomía del
Perú; y el pueblo y el ejército inclinados, parece que sintiendo ese amor santo del
patriotismo, juraron vengar la sangre derramada por tantas víctimas y luchar hasta conseguir
la libertad de su patria oprimida por el tirano”.
El juramento al cual se refiere esta nota fue hecho solemnemente sobre la tumba de
nuestros hermanos, después de oir las siguientes palabras del esclarecido jefe superior
político y militar de los departamentos del norte dr. Don José Mercedes Puga, palabras que
creemos deber reproducir, para que queden eternamente grabadas en el corazón de nuestros
compatriotas, y en la memoria de nuestros hijos.
“Señores jefes y oficiales del ejército del norte y ciudadanos presentes, acabamos de
cumplir el sagrado deber que la patria y la religión nos imponían, honrando con la pompa
que las circunstancias y los pocos elementos que esta población nos ofrece, los venerados
restos de los héroes, que por darnos libertad, patria y honra sucumbieron valientemente el 10
de julio último, en las inmediaciones e esta ciudad.
El Autor
Doctor Manuel María del Valle, ministro plenipotenciario del Perú en Bolivia.
Señores: Julio C. Phluker; dr. Nemecio Vargas; señores Dámaso Pérez; Ricardo
Rosell; Pedro Villavicencio.
ABELARDO GAMARRA.
(1) Según el parte del general Cáceres.
(2) Hasta aquí el relato descansa en la veracidad del jefe, cuyo seudónimo es F. Palas de Casacier.
Respecto a la impugnación contenida en los últimos párrafos de la página 9, diremos que ella expresa
una idea general, pues ni a todos los amigos, ni a todas las adhesiones se podría aplicar esa censura; ni
faltaron en el norte y sur de la república, militares cuyos nobles esfuerzos se estrellaron contra
obstáculos superiores a su voluntad: señalarlos sería, tal vez, atribuido hoy a vana lisonja.
(3) Por lo que hace a graduaciones militares y al orden, y aun a los nombres de los que sucumbieron,
hemos procedido siguiendo los apuntes de los diarios de esta capital, pues nada hay oficialmente
consignado al respecto hasta la fecha.