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ricard ibáñez

a tanto la
estocada
ricard ibáñez
a tanto la
estocada
Una novela de Villa y Corte
A tanto la estocada
Autor: Ricard Ibáñez
Corrección: Luis Fernández
Maquetación: Cecilia Jos Vielcazat
Diseño de la portada: Esther Sanz

Primera edición: Enero, 2020

Todos los derechos reservados


©2020, Nosolorol Ediciones
C/ Ocaña 32, Local. 28047 Madrid

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Printed in Spain – Impreso en España

Impreso por EXCE.


Dedicado a Antonio Polo, el auténtico Jaquetón, por mucho
que ahora haya aparcado la ropera y no visite la plaza del
Potro, haya sentado plaza de cuevachuelista y se haya unido
a su dama para tener con ella feliz descendencia.
Contenido
Letrilla a modo de exordio…....................................................................9
Vendimia en el estaribel (1)..................................................................... 11
El oro y el acero........................................................................................17
Lo primero… es lo primero...................................................... 18
Gargoleando con la jacaranda.................................................. 22
El negocio de los dos italianos................................................. 26
De tales amos tales criados…................................................... 33
En la mancebía del Alamillo..................................................... 41
Asuntos de familia.................................................................... 45
Viejos conocidos, nuevos enemigos......................................... 50
El cazador…............................................................................... 57
… Y su presa.............................................................................. 63
El asesino................................................................................... 68
Vendimia en el estaribel (2).....................................................................71
En el corral de comedias.........................................................................75
La loa del burlador burlado..................................................... 76
Jornada primera: El asunto de los dos primos........................ 78
Entremés del tal don Antonio y del bachiller Sebastián........ 81
Chacona de la monja alférez..................................................... 82
Sainete nocturno........................................................................ 84
Bululú del cómico desafortunado............................................ 87
Jornada segunda: Día de comedias.......................................... 88
Mojiganga entremesada............................................................ 92
Jornada tercera: El rapto que en verdad fue rescate............... 94
Fin de la obra............................................................................. 96
Vendimia en el estaribel (3).....................................................................97
La fullería del muerto............................................................................101
De tratos con la gurullada...................................................... 102
Hablando con vivos y muertos.............................................. 104
Donde la incomodidad tiene su asiento................................ 109
Negocios de mujeres............................................................... 112
La amancebada secreta........................................................... 116
Gargoleando en las losas de Palacio..................................... 118
Los colmillos del perro........................................................... 121
Letuario y aguardiente............................................................ 126
Vendimia en el estaribel (4)...................................................................129
El «burlador» y la «doncella»...............................................................133
El negocio del heredero buscafaldas...................................... 134
La familia del marqués de Cañete.......................................... 135
El marquesito burlador........................................................... 137
La doncella buscavidas........................................................... 138
El rapto del enamorado.......................................................... 140
El alivio de los caminantes..................................................... 142
Gallinas sin gallo..................................................................... 144
La rebelión del pollo............................................................... 145
Una zorra entre las gallinas.................................................... 148
Extraños camaradas de armas................................................ 151
La pecunia…............................................................................ 155
… Y el barato........................................................................... 156
Vendimia en el estaribel (5)...................................................................157
Lazos de sangre......................................................................................161
Un valentón oloroso................................................................ 162
Las hazañas de Isabela............................................................ 164
Un extraño encargo…............................................................. 166
… Y una fuga que termina mal.............................................. 168
Una historia de malos amores................................................ 170
Un lento paseo por el Infierno............................................... 173
El otoño de una dama (o la tusona ilustrada)....................... 175
El precio de los pecados.......................................................... 179
Reconciliaciones, supersticiones y rompimientos................ 184
Vendimia en el estaribel (6)...................................................................187
Soldado viejo...........................................................................................191
Un entierro de caballero......................................................... 192
Cuchilladas encamisadas........................................................ 193
Una muerte en la tarde........................................................... 196
Los secretos de un hombre sin secretos................................. 199
Un asunto de honor................................................................. 200
Buscando razones.................................................................... 205
El madracho de juegos............................................................ 208
La traición del guro................................................................. 213
Intrigas cortesanas................................................................... 215
Las llamas del Infierno............................................................ 219
Vendimia en el estaribel (7)...................................................................223
Nota del autor.........................................................................................227
Glosario de habla de germanía............................................................229
Letrilla a modo de exordio…

Lo que le contestó el insigne Dr. Don Miguel de Aceytuno y Comas, Ca-


ballero del hábito de San Goliardo, Apotecario de los correos del rey y lector
de Humanidades en el General Estudio de la ciudad de Faventia Barcino a
un cuevachuelista vestido de morcillo, cuando este le preguntó si no era en
exceso farragoso el manuscrito que le portaba:

Pláceme sobremanera
la trama en escalera
de un cuento que se bifurca
entre estocada y trifulca.

Da vueltas la narración.
Da sorpresas esta historia.
Más que un lineal guion
este texto es una noria.

En el Jardín de los senderos


también se bifurcan tramas.
Dime, viejo compañero:
¿no es el libro que más amas?

Aun así me consultas perplejo


si no es en exceso complejo.
Si argumento tan culterano
no es dar al lector por el…

Yo te respondo: ¡confía
de quien te lee en la sabiduría!
Que sea bocado de duro tragar,
no implica que sea malo el yantar.

Y para el que se rebote


solo tengo dos palabras:
que le farzan de cipote,
a ver si se descalabra.

11
Vendimia en el estaribel (1)

—¡Bellaco!
Me lo soltó así, a boca de jarro, tras un empellón que casi me hace
dar con la osamenta en tierra. Y al punto se hizo el silencio entre los
descuideros, piltroferas, rufianes y demás jacarandina que nos ro-
deaba. Pues no estábamos en barrio de palacios, precisamente.
Confieso que me cogió desprevenido, y boqueé de puro asombro.
Los que son como yo, hurgoneros, escarramanes, lindos, rufos, de-
suellacaras, jaques de oficio, aceros de alquiler, o cómo voacé desee
llamarnos, que muchos nombres tenemos, y pocos son buenos…
pues que estamos hartos de usar esta treta, que es la cosa más vieja
del mundo y lo primero que se enseña cuando quieres despachar a
alguien por la posta. Pues nada hay como una afrenta pública, en
este Madrid nuestro del rey Felipe, para forzar al otro a echar mano
a la toledana y dejarlo a las buenas noches tras un par de cuchilladas
rápidas. Casi un asesinato. De hecho, si se trata de artesanos de la to-
ledana como yo contra quien solo sabe de esgrimir a lo colchonero…
pues bien que lo es, de asesinato. Y con todas las letras.
Juzgue pues voacé mi sorpresa cuando fue un lindico boquirrubio
el que, con musical acento portugués, me emplazó de tal modo que
me creí por un momento que el mundo se había vuelto del revés y el
Diablo se había vuelto puto, y aun más cuando, al verme silencioso
ante la afrenta, añadió con todo de chanza:
—Si carecéis de modales y vais empujando a la gente para que se
caiga en el barro, quizá pueda daros lecciones de buen comporta-
miento, si tenéis «vos» a bien acompañarme a un aparte…
El «bellaco» me había dolido, el tono de chanza me había herido,
y el voseo había sido como echar sal en la llaga abierta, que es trata-
miento de mucha confianza y, cuando no es así, equivale a menos-
precio e insulto. El muy hideforros me estaba buscando. Y los que
vivimos de nuestra fama no podemos dejar que, ante tanto cúmulo
de afrentas, no nos encuentren. Así que apreté los dientes y quise ahí
mismo echar mano de la toledana. Me interrumpió un rugido:
—¡Aquí no! ¡En la puerta de mi taberna, no! ¡Id a filetearos ahí,
detrás de la tapia, donde vomitan los borrachos, se levantan la falda

13
las andorras y meamos todos! ¡Que no quiero pagarle más untos a la
ronda para que no me cierre el negocio!
Era maese Cazalillas el que me hablaba, y le hice la gracia, pues no
olvido las veces que me ha fiado, a la hora de mojar el bigote, cuando
no había sonante en mi bolsa. Así que remendé modales de petimetre
y solté con sonrisa forzada al portugués:
—Si va voacé de mentor, señor godo, le ruego que abra la marcha,
que le he de seguir, que con gusto se ha de ver si me tengo tomada
esa lección que me dice que me va a dar…
Y allá que nos fuimos, a huerta cercana que para tales lances se usa,
que de tan discreta hasta tapia que tiene. Andaba avizorando, pues
el negocio me apestaba a celada, preguntándome cuándo saltaría la
fullería y cuándo saldrían de sus escondites los desuellacaras que me
quisieran cobrar las costas. Se me giró de pronto el boquirrubio por-
tugués, y desenvainando su ropera el muy hideforros me lanzó una
risotada a la cara, con la que, como por ensalmo, se le borró la mirada
y actitud de petimetre revelando otra más astuta… Más de la carda.
—No me busque socios, señor Jaquetón. Que el negocio que con
uced me traigo prefiero resolverlo a solas…
Me tocó volver a quedarme con la garlona abierta, de la sorpresa,
con una pizca de malcontenta admiración. Era espada a sueldo como
yo, pero sus maneras, modales y ropa me habían engañado por com-
pleto. Buscando el dado malo entre las sombras no me di cuenta que
la fusta era él mismo. Y me fijé entonces en que no gastaba espadín
cortesano, sino espada ropera, cabal, sin más adornos de los necesa-
rios. Un acero honrado… y letal en buenas manos.
—Supongo que no habrá manera de arreglarlo… —le tanteé des-
nudando, a mi vez, el acero. Con calma, que no quería sobresaltos.
—Por favor, no me tengáis por paniaguado —me contestó con son-
risilla de suficiencia—. Que los dos somos del oficio y aún os he he-
cho merced, que os entro por la facha, que no por la corcova… Que
es más de lo que se puede decir de otros que os han precedido en el
caminito al infierno a donde os he de llevar.
No contesté enseguida, que lo miré tanteando el paño que me que-
ría vender: no me parecía fulano que no se guardara alguna fullería
para usarla en el momento oportuno, que habiéndome engañado
una vez… ¿Por qué no hacerlo dos?
—Me temo que no tengo el placer de conoceros…

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—Confieso que soy nuevo en la Villa, pero laureles he de ganar
cuando se sepa que os vencí yo solo, y en buena lid… Que la fama,
señor jaque, es dama que hay que cortejar. Y enemigos poderosos
tenéis, que bien van a pagar que os deje a las buenas noches.
—Parla portuguesa me gastáis… Y ya se sabe que entre portugués
y portugués, siempre te tropiezas con un Marrano.
Se descolocó con el insulto, abrió la boca para protestar, y no había
tomado aún aire para hacerlo cuando ya le lanzaba yo la primera
estocada al pecho, que no hay que mover la deshuesada cuando pue-
des hablar con los filos de la espada. No me sorprendí cuando me
desvió el golpe, con más facilidad de la que me esperaba, alejando
el acero de sí. Nos dimos un par de estocadas más, de tanteo, y fi-
nalmente le paré el acero de tal modo que el mío resbaló por el suyo
hasta encontrarse con su pecho. Noté resistencia bajo su jubón de
fieltro, y el hideforros se echó atrás, con una sonrisa en los labios. He
de confesar sin rubor que el insulto me salió del alma:
—¡Maldito puto bujarrón! ¡Lleváis jaco de acero!
—¿Es que acaso me tomabais por majagranzas?
Al fin sabía yo de su fullería. Otra cosa era si le podía volver en mi
favor, pues toda aguja tiene dos puntas. El coleto de malla de acero
que llevaba debajo del jubón le protegía el torso de mis estocadas.
Por el contrario, lo hacía más lento. Por ello peleaba a contragolpe,
para evitar cansarse. Le solté una granizada de estocadas bajas, a las
piernas, obligándole a inclinar un poco el cuerpo para pararlas y has-
ta retroceder un par de pasos. Por fin logré hacerle una finta con la
que desvié su acero a la derecha y le entré mostrándole, a mi vez, mi
fullería. Que ya que entre tahúres andábamos, mal no me iba a guar-
dar yo una fusta, aunque fuera en los riñones en lugar de la manga.
Pues de la riñonada me saqué, hasta entonces bien escondida por el
manto, una daga vizcaína de casi tres palmos de largo. Que no soy
yo tan hábil para manejarme con dos aceros, eso lo sabe Dios y uced,
pero distancias cortas requieren, cuando se tercia, acero más chico
que mi toledana.
Así que se lo hinqué en el costado, a la altura de los hígados. La
malla de acero aguantó el primer envite, pero con el segundo, hecho
con más fuerza y no menos ganas, cedieron los eslabones y le entró
un palmo largo de acero por las precordias. Jadeó de dolor, mirándo-
me con ojos muy abiertos y muy incrédulos, notando cómo se le iba

15
la vida y el alma por la herida. Y entonces le chisté al oído, tal como
si fuera un susurro de enamorado:
—Y ahora, decidme quién os ha enviado a por mí.
Creí, al principio, que no me oía. Que el dolor le había cerrado las
mirlas, junto con el entendimiento. Pero distinguí un brillo de odio en
sus ojos, y supe que aún le quedaba cuajo. Retrajo los labios enseñan-
do los dientes cerrados, por donde fluía una espuma rojiza. Retorcí la
hoja dentro de la herida, y entonces sí que aulló de dolor, perdiendo
ese cuajo que aún le quedara y susurrando, por fin, un nombre. Pero
a modo de respuesta, no sé yo si es que por mi mala suerte andarían
en la calleja contigua o es que el tintineo de las estocadas los había
alertado, se oyó el «¡Téngase al Rey!» que tanto gustan de gritar los
corchetes de la ronda. ¡Por una vez, y para mi desgracia, la gurullada
llegaba a tiempo!
… Y así fue cómo me encontré caminito de la cárcel de la Villa,
bien escoltado por cuadrilla de corchetes de mirada nerviosa. Por el
contrario, andaba el alguacil que los mandaba muy tranquilo a mi
vera, mostrando no poco cuajo y aún más hígados, casi como si fué-
ramos amigos. Quizá fue eso, o que la suerte, por una vez, me hocicó
en los labios en lugar de enseñarme el culo, o puede que fueran mis
maneras más valentonas que hidalgas las que los mantenían intimi-
dados. Sea como fuere, por honradez o por miedo o por respeto o por
todo a la vez, la cosa es que no hubo paradita para vaciarme la bolsa
entre la corchetería, y llegué al estaribel desarmado y preso, pero por
lo menos con la honra y los dineros intactos.
—¿Qué será esta vez? —preguntó el que ejercía de portero, con
más desidia que curiosidad.
—Pelea entre rufos —contestó el alguacil con tono de trámite—. A
uno se lo han llevado a los Desamparados, con un hurgón por donde
cabe mi puño. Y a este, pues nos lo traemos aquí.
Se sonrió el señor bastonero, y yo también esbocé mueca rijosa al
pensar en la ironía del negocio, que los Desamparados es hospital
para niños, no para hombres hechos. Pero cuando la alternativa es
morir como un perro en la calle, supongo que cualquier techo vale.
Me miró luego con ojo tasador, y gruñó:
—¿Seguro que no ha sido duelo? Que hay multa aparte…
—¡Y yo qué me sé! —contestó el alguacil impacientándose. Pero
dos hermanitas de la caridad, os juro que no eran, que uno gastaba

16
jaco de acero y este una daga un palmo más larga que lo que las or-
denanzas mandan… ¡Encasquetadle la multa si os place, que a mí ya
me hace, que los escarramanes se maten entre ellos y no molesten a
los buenos súbditos del rey!
Tomaron nota de mi nombre y de mi rango de hidalgo, así como
de la relación de mis pertenencias, que todas las que pudieran usarse
como armas me las requisaron. También me preguntaron por gentes
que pudieran dar fe de mí, amigos o familia. Y yo contesté:
—Bien sabéis que, los de mi oficio, de amigos tenemos pocos.
—¿Y de familia?
Esbocé una mueca que pasó por sonrisa. Casi me dolió.
—Tenía un hermano. Murió.

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El oro y el acero

Dramatis personae
(por orden alfabético)
Álvaro: Hermano (recién metido a cadáver) del protagonista.
Blas de Ojeda (Blasillo): Sicario de confianza del marqués de
Villascusa.
Cazalillas: Dueño de una bayuca en la calle Primavera.
César Medrano (marqués de Villascusa): Pleiteante de mal per-
der y siempre de mucho que ganar.
Cosima (madonna): Dama italiana requerida en amores por
muchos.
Hugo: Criado desaparecido.
Jaquetón: Protagonista, narrador y vengador.
Juan Álvarez de Toledo (conde de Moscoso): Jovenzuelo dema-
siado confiado.
Margarita: Cuñada del protagonista de la historia y viuda re-
ciente.
Marina de Silva y Mendoza (señora de Labraz): Viuda y madre
con cuajo.
Medardo (vizconde de): Tullido que no es tan inofensivo como
parece.
Méndez (el Lobero): Viejo enemigo del protagonista.
Peñaranda (conde de): Un noble con el seso casi seco.
Rijoso: Personaje de la carda muy bien informado.
Tiburcia: Criada metida a dama de medio manto.
Viruelas (maese): Dueño de uno de los peores figones de toda la
Villa y Corte.
Y además:
Corchetes, criados, un montón de nobles lindicos y damas frívo-
las, gentes de mal vivir, clientes de una mancebía, monteros y
cazadores, ratas, caballos y perros y todos los habitantes de la
Villa y Corte… Y aún es posible que me deje a alguno.

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Lo primero… es lo primero
Llamar taberna a la bayuca que Cazalillas regenta en la calle Prima-
vera siempre me ha parecido excesivo… Bien cierto es que se puede
decir, sin dar mala razón, que es aún hoy la mejor bodega del barrio
de Lavapiés. Que tampoco es decir demasiado, porque sirven por
este barrio vino que bien podría estar hecho a base de meados de
rata, y en algunas de sus mancebías la cabalgada a Francia, a por bu-
bas, es cosa hecha. Todo es ironía y doblez por este rincón de la Villa,
empezando por el nombre, Lavapiés, que los de por aquí solamente
se los lavan cuando llueve, y eso solo porque no suelen andar con
buen calzado.
Me encontraba yo aquel día bebiendo un azumbre de vino, que si
no era un Valdeiglesias, por lo menos estaba más bautizado que un
santo, por la no poca ración de Manzanares que contenía. Y en estas
andaba (mascando a lo pío, torciendo el gesto al tragar y mojándome
el bigote), cuando el habitual bullicio del lugar dio paso a un silencio
sepulcral, que no había oído yo antes ni en la más solemne de las
misas. Alcé los ojos, sorprendido, a ver qué había hecho enmudecer
la natural algarabía que la flor de la jacarandina (que el local siempre
frecuentaba) producía con igual naturalidad que el beber, robar, pe-
dorrear o matar. Y me descubrí tan boquiabierto como el más mata-
siete de los bravoneles o la más resabiada de las piltroferas, pues en
la puerta de la taberna, con una gélida determinación en la mirada,
estaba una mujer joven, vestida de riguroso luto como corresponde a
las viudas recientes, que sin mirar ni a derecha ni a izquierda empezó
a avanzar a pasos quedos hacia mí. Me miró de fijo y me lanzó a la
cara, como si me escupiera:
—Vuestro hermano ha muerto. Lo han asesinado.
Lo dijo como si yo tuviera la culpa. Y bajo su punto de vista, sin
duda algo de razón tenía.
Hacía tiempo que no veía a mi cuñada Margarita, que por mi parte
soy de natural desarraigado, y a mi hermano Álvaro y a su linda mu-
jer no les hizo ninguna gracia que el antiguo soldado del rey, vetera-
no de los tercios, harto de acumular cicatrices y gloria pero escaso so-
nante en la bolsa, mudara de oficio y de costumbres, convirtiéndome
en una de tantas espadas a sueldo de la Villa. Llamadme asesino si
eso os place más, pero os he de decir que, a diferencia de otros com-
pañeros del oficio, no mato mujeres ni niños, ni gentes desarmadas,

20
ni por la espalda, sino bien de frente y mirándoles a los ojos (bue-
no, al menos la mayor de las veces). Pero no eran las muertes que
pendían de mi conciencia lo que me interesaba ahora, sino la de mi
hermano. Que personalmente lo considerara un paniaguado no es
lo mismo que me importara una jiga que lo hubieran convertido en
parte del paisaje (en calidad de estiércol), así que la invité a sentarse
a mi lado y le pedí que se explicara. Negó con la cabeza y me soltó la
siguiente frase de modo maquinal, como si lo tuviese ensayado:
—Me lo mataron ayer, de un tiro en la cara. ¿No vais a hacer nada?
Un tiro en la cara… Me quedé rumiando pensamientos. Muchas
muertes hay en la Villa, no pocas por duelos y lances de honor, otras
para vengar ofensas reales o imaginarias y muchas más por la sim-
ple codicia de un ladrón. Pero aunque yo me hubiese ganado la hi-
dalguía sirviendo al Rey, Álvaro no gozaba de tal privilegio, que de
familia villana eran nuestros padres. Así que el asunto del honor que-
daba descartado. Está la venganza, claro, pero no podía imaginarme
yo qué podía haber hecho mi hermano para ofender a nadie. No, era
un asunto de codicia. De oro, que es el que paga al acero que mata.
De eso yo sabía más que nadie…
Pero lo primero es lo primero, y una pregunta había sido formula-
da: ¿no iba a hacer nada?
Suspiré. La sangre es más espesa que el agua, y de todos modos,
aunque escaso amor le profesara a mi hermano, algo debía hacer.
Vengarle, por ejemplo.
Supongo que eso es lo que se esperaba de mí. Y no es que me guste
darle la razón a los ociosos porque sí. Pero mentiría si negara que
el tema me amostazaba. Pues bien sabía yo que mi hermano era de
natural manso como un cordero, y que no tenía enemigos, pues nada
poseía que nadie codiciara. Si me hubieran preguntado el día ante-
rior, hubiera dicho que no valía ni siquiera el plomo que le metieron.
Así que me miré a la viudita de fijo, pensando qué preguntarle…
¡Pues algo tendría ella que saber del negocio, a fe mía!
—A ver, Margarita… Vos erais su mujer con todos los sacramentos
y también por lo demás. Me decís que haga algo y en verdad que algo
haré. Pero no me podéis pedir que ande por la Villa dando palos de
ciego o soltándole mojadas a todo el que me mire mal… Así que de-
cidme, pues si no lo sabéis vos, no sé yo quién lo va a saber: ¿andaba
mi hermano Álvaro metido en algo que pudiera causarle la muerte?

21
Fue peor que si me hubiera soltado un pedo delante del altar ma-
yor, en hora de misa. Me miró con esa mirada suya cargada con no
escaso desprecio antes de decirme:
—Mi marido no era como vos, y bien que lo sabéis. ¡A nadie hizo
mal, nadie le deseaba sino bien!
Lo confieso: me salió la mueca torcida que me nace bajo el bigo-
te cuando he lanzado un tiro a la buen de Dios y ha dado en hora
buena. Algo aleteó por un instante en los ojos de mi cuñadita, poco
acostumbrados a mentir, por mucho que lo hiciera su boca. Olfateé
miedo, y eso es normal, pues viuda se había quedado, pero también
duda. Alguna cosa me ocultaba. Y como no me acomodó el asunto,
decidí apretarle un poco los grillos, a ver si cantaba:
—Pues bien, señora cuñada, ya me diréis cuándo es el entierro y la
misa, que yo ahora mismo voy a empezar a brindar por la salud de
su alma, que lo de los rezos se lo dejo a los curas…
Abrió tanto la boca que bien creo yo que hubiera podido embos-
carse dentro un ejército de herejes entero. Bien claro estaba que no
era así cómo esperaba que le fueran las cosas. Y sin darle tiempo a
reaccionar, proseguí:
—… A no ser, claro está, que me lo digáis todo, que decir las cosas
a medias es igual que no decir nada: pues puede que mi madre criara
a un hijo tonto, pero os aseguro que dos, no.
Carraspeó y se sonrojó como la grana, abatió los hombros y la ca-
beza y su actitud desafiante desapareció como el rocío con los prime-
ros calores de la mañana. Casi susurró:
—Vuestro hermano no tenía pendencias, pero el amo al que servía
anda metido en pleitos. Cosas de requerimientos y letrados, por no
sé qué herencias. Y su rival es hombre de mal contentar, y se han
recibido en la casa no pocas amenazas. Quizá de la palabra pasara a
la obra…
—¿Veis, mi señora cuñada, como cuando las palabras son llanas
todo se ve más parejo? Decidme ahora el nombre del amo de Álvaro
y del que le pleitea, y ya estará la confesión completa.
Sin alzar la cabeza, susurró:
—Servía al conde de Peñaranda, que está enfrentado en pleitos con
el marqués de Villascusa…
—Bien vamos, así que como hemos empezado podemos acabar:
decidme ahora dónde se encontró el cuerpo…

22
Me miró, como si no me entendiera, que tal parecía que hiciera
sonar con la deshuesada la parla de los herejes.
—¿Su cuerpo?
—Sí, mujer, que parece que la pena os ha secado las entendederas.
¿Dónde estaba el cadáver de vuestro difunto?
—En un callejón de la barriada de Santiago, cerca de la plaza de
los Ramales… —dijo por fin, sin entender de qué me servía tal infor-
mación.
Pero yo digo lo que digo porque lo digo y cuando lo digo. Y esta
vez silbé para mí, aunque me guardé mucho de mostrarle algo que
no fuera cara de palo a la viuda, que yo sí que sé mentir, que al mis-
mo Satanás hubiera podido darle clases. Pues Santiago no era pa-
rroquia de carda, sino señorial, ya que estaba demasiado cerca del
Alcázar para el gusto de los que piden con el acero en la mano, que
ya se sabe que la gurullada gusta de arrimarse más a los ricos que a
los pobres. No digo yo que algún jayán con cuajo en las venas gustara
de cazar por tales prados, pero sin duda buscaría otra presa que no el
infeliz de mi hermano…
Ya iba a despachar a Margarita a que se fuera con buen viento a
llorar a mi hermano, como es obligación de las viuditas bien enseña-
das, cuando se me saltó al seso una última pregunta que no sé yo si
me la susurró Dios o el Diablo, pues bien impropia es de mí:
—Para terminar, cuñada, decidme: ¿dónde está el cuerpo de mi
hermano ahora?
Se sorprendió, claro está, de mi repentina piedad. Esbozó algo pa-
recido a una sonrisa, que se le quedó en mueca triste.
—En la iglesia de San Juan, en espera que se resuelvan los trámi-
tes y se le pueda dar la absolución después de muerto, para que sea
enterrado en tierra sagrada y no en fosa común, como a los herejes y
a los blasfemos…
Y así se fue de la bayuca una mujer honrada, dejándome como
regalo un negocio que sería de todo menos honesto. Que para hacer
la justicia del Rey, están los corchetes y el Señor de la Garnacha. Mi
justicia, una vez encontrara al asesino, sería tener con él tan poca
piedad como se la tuvo a mi hermano.
Apuré mi jarra de un trago y me repasé maquinalmente los bigo-
tes, retorciendo las puntas, a lo bravo, pensando cuál era el siguiente
paso a dar…

23
Gargoleando con la jacaranda
Lo que el cuerpo me pedía (para qué nos vamos a engañar) era pedir
más vino y beber a la salud de mi hermano, o mejor aún, por su des-
canso eterno, que a buen seguro mascar a lo pío se me daría mejor
que un par de rezos de falsa beatería. Pero con ello solo conseguiría
una buena zorra por la mañana, y en nada ayudaría a que mi her-
mano no se revolviese en su tumba mientras su asesino seguía por
ahí, tan feliz… Si quería nuevas, lo mejor era sembrar preguntas por
la carda, a ver si en algún oído germinaba una respuesta y esta bro-
taba de alguna boca de deshuesada bien dispuesta. Pero antes dello
resolví pasarme a presentarle mis respetos a mi hermano Álvaro, o
al menos a lo que quedaba de él, que si malo es no acordarse de los
vivos, peor es olvidarse de los muertos. Y aunque uno es de natural
poco amigo de supersticiones, si algo se dice es que algo hay, y nin-
gún daño me haría verle de cuerpo presente. Que tampoco era hora
de dejarlo estar, que como mucho me retrasara, tendría que despe-
dirme de sus restos reabriendo su tumba, y no era ese negocio que a
la Santa le pluguiera, que por menos de ello se han formado lindos
quemaderos en la plaza Mayor, tras el lanceo de los toros…
Es la iglesia de San Juan templo antiguo, que los que saben de letras
dicen que se remontan sus años a los tiempos de las guerras con los
moros. Poco me importa ello, que no es lugar que haya tenido que fre-
cuentar las veces que he habido de acogerme a la antana. Tampoco es
templo muy cómodo a la hora de retraerse, que no le gusta a la parro-
quia que lo frecuenta (señorial en su mayoría) ver rufos y descuideros
rondando por los claustros, y mil y una argucias se inventan para ace-
lerar los trámites y apiolar a quien se siente salvo en sagrado.
Di mi razón y el nombre de mi hermano, y tras algunos dimes y
diretes y que por fin lo identificaran diciendo que era el que estaba
esperando la absolución sub conditione (que vaya huerced a saber qué
querrá decir semejante latinajo), se me permitió verle. Anduvo dis-
creto el curilla que hasta la cripta me llevó, que me dejó a solas con el
cadáver, tapado con un lienzo basto y tendido sobre el suelo de piedra.
Me arrodillé y levanté la punta de la tela que le cubría el rostro, y al
punto deseé no haberlo hecho, que no era su cara otra cosa que un
amasijo de carne quemada, sangre coagulada y huesos astillados.
Reprimí una mueca de asco tratando de que el no poco vino trasegado
en la casa de Cazalillas no me saliera por la boca, como era su intención.

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—¡Corpo de Mahoma, Jaquetón, que eres veterano de Flandes!
—me dije para mí. Cerré los ojos, aspiré aire un par de veces y me
forcé a fijarme mejor en los rotos.
Y fue entonces cuando fruncí el ceño. Y es que, señor mío, he visto
muchos disparos de arma de fuego, y no pocos en la cara, y aunque
grande es el destrozo que hacen, tampoco lo es tanto. Alguien ma-
chacó la cara de ese desgraciado a conciencia antes de darle al gatillo.
Le eché una última ojeada a ese triste despojo y lo tapé nuevamente
con el lienzo.
El curilla me acompañó solícito hasta la salida del templo, sin duda
esperando alguna propinilla de este hijo de mi madre. Aparte de un
chasco, lo que se quedó es escandalizado, junto con el beaterio que
a esa hora entraba en el templo, pues ya en la puerta, con el sol de
cara, no pude aguantarme más y solté la risita bajuna que me había
nacido en las entrañas y que hasta entonces había logrado contener…
Cada vez tenía más preguntas, pero empezaba a adivinar algunas
respuestas…
Tengo buenos amigos entre la gente de bronce, y no son pocos los
que me deben favores, que quien da lo hace porque espera recibir
un día. Con todo, hube de darle unto (a base de reales) a una mano
para refrescar la memoria de un olvidadizo, y zarandear la sesera a
otro, que ya se sabe que no hay nada como agitar el poso para que
la memoria mejore… en especial si amenazas con que lo siguiente
que harás será practicar una sangría. Entre gente tan avisada no me
costó mucho enterarme que los temores de mi cuñada se tenían entre
la gente del oficio por cosa cierta, y todos coincidían en que si había
que darle un nombre al que había ordenado matar a mi hermano no
era otro que el de don César Madrazo, más conocido como marqués
de Villascusa.
Tampoco era falso que el amo de mi hermano, el conde de Peñaran-
da, andaba en pleitos y litigios con don César, y eso no era cosa muy
buena para la salud, y para muestra dello, solamente había que hacer
memoria: otros litigios que había tenido el marqués, en los que se te-
nía por cierto que perdería, se habían saldado con un desafortunado
accidente por parte del contrario, que en esta Villa y Corte una frase
dicha a destiempo por un desconocido equivale a desnudar presto el
acero, y como ya dije antes no es mal truco, muy usado por nosotros
los matachines, para forzar así una pelea con la que despachar por

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la posta al que se nos ha encargado eliminar. Si los pleiteantes eran
viejos, mujeres, o gentes que carecieran de cuajo para meter mano al
acero, tenía costumbre el marqués de amedrentar a la servidumbre y
a la familia del amo, que no hay como golpear donde más duela para
que se sienta más.
Así que, resumieron los que esas confidencias me dijeron, no sería
la primera vez que el tal marquesito despachara por la posta a un
criado, si así le convenía para mandar aviso al amo. Pero la mano eje-
cutora tenía que haber sido de casta propia, que no por cuenta ajena,
pues por mucho que interrogué ninguno de los muchos rufos (entre
los que yo mismo me contaba), asesinos y punteadores de a tanto la
estocada había hecho anoche tal trabajo.
Además, algo raro había en el negocio, que me dijeron los más avi-
sados que no era ese pleito uno de los que se ignora quien puede ganar
o perder. Las cosas estaban tan claras a favor del marqués que muy as-
tuto tenía que ser el leguleyo que le quitara la razón de las zarpas, que
ya podía estar disfrutando de las propiedades en litigio si le pluguía.
No tenía, pues, que forzar a su contrincante a abandonar el pleito, y
algunos me insinuaron que quizá fuera algo más personal, un aviso de
que no se metiera donde no le llamaran, más que otra cosa.
Sea como fuere, el negocio había parido un cadáver, y mis pregun-
tas no habían terminado. Hora era, sin duda, de ir a indagar a los
barrios altos, del mismo modo que acababa de hacerlo en los bajos…
Pero, mirando mis ropas, me di cuenta de que poco lograría con mi
ajado atuendo de soldado viejo, cuando no de valentón. Si quería
moverme entre lindicos, de boquirrubio tendría que ir, y como tras
mis averiguaciones y preguntas mi bolsa andaba escasa de sonante,
a fuer que habría que llenarla primero antes de volverla a vaciar. Por
suerte, a veces el Diablo te guiña un ojo, y me enteré de que alguien
podía tener un trabajillo para mí, no mal pagado, precisamente. Mi
hermano no se movería de donde estaba si aparcaba mis pesquisas
por unos momentos para atender mis propios negocios.
Por desgracia, ya se sabe que si aceptas un regalo del Diablo, este
te da dos: el que deseas y el que odias. Así que en el mismo figón
donde me dieron razón del posible sanador de mi bolsa me tropecé
con alguien que hubiera preferido no ver… No ese día, por lo menos.
El fulano en cuestión era un bravonel conocido como Méndez «el
Lobero». Habíamos sido compañeros en Flandes, y se tuvo que tragar

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que lo afrentara como cobarde y aun que le metiera una mojada en el
costado cuando quiso que retirara mis palabras. Desgraciadamente,
era hueso duro de roer y se salió con bien de la herida, y bien sabía
yo que últimamente rondaba la Villa buscándome para equilibrar la
cuenta.
Por suerte, no todas las cartas eran malas: andaba el Lobero con
la nariz metida en su jarro de vino y no me había visto. Así que la
pendencia podía quedar aplazada para otro día si me escabullía dis-
cretamente. Por otro lado, no me acomodaba que algún ojo conocido,
viendo la escena y sabedor de la situación, pensara que era de los que
evitan una reyerta, que esas cosas son las que a uno le hacen coger
fama de menguado… Y cuando uno vive de su hermana de Toledo,
señor, lo que de uno digan es mucho, por no decirlo todo. Así que me
planté ante él y ahí me quedé, mirándolo de fijo, con ganas de acabar,
que andaba con prisas.
Como si me leyera los pensamientos, el Lobero alzó entonces los
ojos, me reconoció al instante y sonrió mostrando sus dientes torci-
dos. Se levantó al punto de su silla echando mano a su acero gritan-
do algo, no recuerdo qué. Algo sobre desmirlarme al punto o darme
duecientas mojadas. Lo cierto es que no le presté mucha atención,
que cuando se pelea, no se habla. Y predicando con el ejemplo, no
dije esta boca es mía cuando saqué de detrás de mi capa una pistola
con la siniestra, echando hacia atrás el perrillo, que siempre suena
con un «crec, crec, crec» de lo más satisfactorio.
Se le mudó el rostro al Lobero al encontrarse con la boca de fuego
debajo de sus sucias narices. Pero me largó una mirada de astucia y
trató de sonreír mientras decía con una voz que pretendía ser irónica
(y que le salió algo quebrada por los muchos miedos que le habían
entrado):
—¡Ved todos el cuajo de este, que presume de soldado viejo, que le
entran con la toledana y sale con la turquía!
Al bravonel le coreó un murmullo de aprobación, que el honor
está en todas partes, hasta entre la gente de la carda. Y yo, que ya me
contaba con esto, me sonreí, me puse la pistola en la sien y apreté el
gatillo. Nada pasó, pues descargada estaba, que bien que yo lo sabía,
que no es muy cuerdo ir por ahí con arma cebada si no hay peligro
cercano. A reglón seguido me la enfajé ante el pasmo de todos mien-
tras decía bien alto para que me oyeran:

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—¡Solo era para ver cómo te cagabas de nuevo en los calzones,
Lobero, que ya te los ensuciaste en Flandes, y veo que no has ganado
nada de cuajo desde entonces! ¡Saca de una vez el acero, hideputa,
que hoy por mis hígados que cenas en el Infierno! ¡Me has estado
buscando y me acabas de encontrar!
Quería calentarle la sangre al Lobero, y a mi fe que bien lo conse-
guí, que le dio tal subidón de sangre a la cabeza que casi le estalla una
vena de pura rabia, y me vino olvidándose de la poca esgrima que
sabía. No me costó parar su torpe ataque y a reglón seguido le entré
limpiamente por los pechos, metiéndole en el cuerpo un buen palmo
de acero. Me miró boquiabierto, sorprendido sin duda de lo rápido
que había ido el lance, y cayó como un fardo. Miré desafiante a mi al-
rededor, por si alguno chistaba, limpié la hoja en el cuerpo del caído
y me fui a grandes zancadas, con la cabeza bien alta… ¡y esperando
que de esa reventase, porque de no ser tal, tendría que agujerearle
por vez tercera, y ya empieza a aburrirme el negocio, a fe mía! Final-
mente no hube de menester… Pero eso ya es otra historia, que en su
tiempo, si os place, ya contaré.

El negocio de los dos italianos


Si huercé fuera de los que mal andan por la Villa, a fuer que ha-
bría oído hablar del Rijoso, que ejerce de viento, que en nuestra parla
quiere decir que sabe respuestas a ciertas preguntas… que en su caso
son la mayoría, que para mí que no se posa una mosca en una boñiga
de caballo sin que él se entere. No me se confunda pensando que
es un canario como otro cualquiera, pues además de dar respuestas
a cambio de sonante, también ejerce de intermediario entre los que
buscan a alguien que les haga algún trabajo ni demasiado legal ni
demasiado limpio y los que tales oficios ejercen; y por todo ello a él
acuden no pocos, con la seguridad de que entre su múltiple red de
contactos alguno habrá que cumpla con su petición. Y no hablemos
más, que el que avisado ya sabe razón…
Yo lo conocía de tiempo ha, y podría presumir si quisiera que soy
de los pocos que sabe de su verdadero nombre, que no voy a revelar
aquí porque la mejor manera de guardar un secreto es no mentarlo…
Lo del mote le viene por un chirlo o cicatriz que naciéndole en el lado
izquierdo de la boca le muere a media mejilla, dándole el aspecto de

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alguien que está siempre sonriendo de través. Nada más lejos de la
realidad, que no es el Rijoso amigo de risas ni bromas, que es natural
en él lucir ceño fruncido. Y no estaba ese día del mejor de sus hu-
mores, cuando lo encontré en el figón de maese Viruelas, sentado en
mesa apartada, masticando un condumio grasiento y mal cocinado,
tapándose la boca con una mano mientras se llevaba el bocado al
morro con los dedos de la otra.
—Que a huercé le aproveche… —dije a modo de saludo, sentán-
dome a su mesa.
—Y voacé que lo vea —me contestó sin alzar los ojos de su plato,
en absoluto extrañado de mi presencia. Hay negocios, como el del
Rijoso, que tienen abierta la entrada todas las horas del reloj.
—Ando desocupado en estos días —continué entrándole sin más
vueltas— y como al hijo de mi madre gusta de comer y beber, cuan-
do un canario me ha piado que huercé tiene necesidad de compadre
para ultimar cierto asunto, pues aquí que me he venido. ¿Se me ha
adelantado alguien de la liga, que aquí el que no corre vuela, o aún
está libre y puedo hacerlo mío?
Alzó despacio los ojos el Viento, sin dejar de masticar, valorando
mi gargolea. Y debió verme capaz, pues movió un poco la testa, asin-
tiendo más para sí que para mí, y con la boca aún medio llena me
dijo:
—Negocio tengo del que podría sacar buena tajada, y bien senci-
llo es de solventar. No tiene que haber sangre, que es solo espanto.
Voacé decide.
Demasiado fácil me olía el negocio, que el olor a rosas a menudo
esconde el del gato podrido. Pero mi necesidad me obligaba a acep-
tar, así que con un gesto lo animé a seguir.
—Hay una damita extranjera —prosiguió entonces el Rijoso— que
gusta de la compañía de un viejo tullido, en lugar de frecuentar la
de jóvenes que la harían más feliz. El negocio consiste en meterle el
miedo en el cuerpo al lisiado, a modo de aviso, para que vea cómo se
pagan las costas en esta tierra y deje el campo libre al burlador que
me ha encargado tal trabajo. ¿Os hace?
No es que me apeteciera darle semejante aviso a un pobre tullido, pero
los dineros y la necesidad son una cosa, y los escrúpulos, un lujo para
quien pueda permitírselos. Así que me entretuve un poco más en discutir
el precio del negocio, y luego fuíme a ultimar lo pactado, sin más.

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Y así fue cómo me encontré rondando la fuente del Acero, que si
voacé no conoce los alrededores de la Villa le diré que está pasado
el Manzanares, al otro lado del puente de Segovia. Son sus aguas
muy saludables, o eso dicen, y a ella acostumbran a ir las damas,
la mayor de las veces para, con la excusa de mirar por su salud,
dejarse querer por sus galanes y por los pisaverdes que tal lugar
frecuentan. Andaba bien avisado el Rijoso, que me había dicho
que sobre esa hora aparecería una joven italiana muy hermosa,
que reconocería por ir vestida de blanco, acompañada por el tu-
llido al que había de amenazar. Mi paciencia se vio por fin recom-
pensada cuando la vi llegar en carroza abierta acompañada de un
estrafalario personaje, un hombre de pelo y barba blancos con una
extraña máscara de plata tapándole el medio rostro izquierdo.
Los observé a distancia y se me cayó el alma a los pies al ver que
el hombre era tullido tanto del brazo como de la pierna izquier-
dos, que había de apoyarse con no poco trabajo en un bastón para
arrastrar la pierna mala y su mano falsa era una pieza mecánica
de metal. Se me revolvieron las entrañas, pues si cierto era que era
trabajo fácil, escaso sería en verdad el honor que comportaba, que
todo olía a bellaquería a la legua.
Observé cómo el pobre tullido se esforzaba muy galán en llenar
un jarrillo de agua de manantial para su dama, con la natural escasa
habilidad que sus mutilaciones le obligaban, y juzgando que no ha-
bría mejor momento que ese me planté a su lado en dos zancadas, y
retorciendo con la mano las guías de mi bigote dije en voz bien alta,
para que todos me oyeran:
—Bien grotesco es este medio hombre, que sería insulto para la
italiana si no fuera complemento de su belleza. Pero a fe mía que tal
moza se merece un hombre de verdad, y no una cosa a medias.
Se giró al punto, nublándosele de pura ira el ojo sano, y aferrando
con tal fuerza su bastón que había que ser ciego para no darse cuenta
que iba a golpearme con él. Con gesto tan brusco se tambaleó, y yo
aproveché para alargar la mano y sujetarle, no sabría en verdad decir
si para evitarle mayor humillación (pues no hubiera gustado más a
los ociosos que ya hacían corro que ver al pobre tullido caerse en la
fuente) o para, al acercar nuestros cuerpos, impedir con el arrimo que
usara contra mí su cayado. Y ya que estaba clavado el cuchillo de la
burla, lo retorcí dentro de la herida:

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—Dejad que os ayude, caballero, que bien veo que os esforzáis en em-
presas que os vienen bien grandes. Dejadlas para otros más… enteros.
Rieron los necios, cogiendo al punto mi soez ironía, y el viejo for-
cejeó un segundo con rabia, la ira coloreándole la parte del rostro
que tenía visible. Entonces la dama italiana le gritó en su lengua una
frase, que me sonó como a orden, y yo no sé qué le dijo, que he servi-
do en Flandes y no en Italia, pero le vi recobrar la calma, se soltó con
gesto brusco de mi brazo y se alejó con toda la dignidad de la que era
capaz, que a fe mía que no era poca, que he visto gentes con sangre
de reyes en las venas mostrar bastante menos.
Yo a mi vez también me alejé de allí, que ya estaba hecho el nego-
cio, y solamente me faltaba cobrar por él. Y dejé que los buitres se
cebaran en la honra de un pobre italiano tullido. No negaré a voacé,
ya que es persona de confianza, que me quedó en la boca un regusto
amargo. Pero poderoso caballero es don Dinero, como dice ese poeta
de cuyo nombre no me acuerdo, y los que vivimos de alquilar nues-
tra espada no siempre podemos elegir a quién proteger ni a quién
injuriar.
Pero no se me crea que así terminó la historia con los dos italianos,
que no había hecho sino empezar. Volvía a la Villa a pie, que ni para
un mal caballo me alcanzaba, y al fin y al cabo tampoco es que ande
tan lejos la tal fuente de la tapia de Madrid, y en estas que cuando
iba a cruzar el puente de Segovia (que le he dicho a voacé que cruza
el Manzanares, aunque es mucho puente para tan poco río), me fijé
en que detrás mío surgía de un requiebro del camino la carroza de
la italiana y el tullido. Bien pudiera ser que les hubiera aguado la
fiesta y hubieran decidido darse la vuelta, pero algo, llámelo como
guste, hizo que un escalofrío recorriera mi columna vertebral. Por
hacer caso a estos presentimientos sigo con vida, y no iba a empezar
a ignorarlos a estas alturas. Así que encorvé los hombros, me ajusté
mejor la capa, calé mi sombrero hasta las cejas y apreté el paso: si lle-
gaba al arrabal de San Andrés podía darles esquinazo por sus estre-
chas callejuelas, o perderme entre el gentío de la siempre concurrida
plaza de los Carros, bajando por la Costanilla de San Pedro, donde
no podrían seguirme con el carruaje. Le confesaré a voacé, que no
hay vergüenza en ello, que hasta mastiqué entre dientes una oración
para que no reconocieran en el solitario caminante que tantas prisas
le entraban al matasiete que tan groseramente les había hablado un

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rato antes… Pero ya se sabe que el buen Dios no presta oídos a los
que sirven al Diablo. Que lo uno es uno, y lo otro, otro, y nadie puede
jugar a la vez con dos barajas a dos juegos distintos. Así que no de-
bería haberme extrañado cuando la carroza de los italianos se puso a
mi lado, y el tullido me espetó:
—Parecéis cansado, señor valentón, todo y andar con dos piernas.
Mejor subid, que con gusto mi dama y yo os llevaremos.
Cerré los ojos, apreté los dientes para que la blasfemia que pug-
naba por salir de mi boca no alcanzase el aire, y me giré fingiendo
aspecto airado, oliéndome un desaire o una celada, y pensando que
al igual una mirada feroz me libraba del compromiso. Pero mis dos
ojos, por muy fieros que estuvieran, se encontraron con el único y
negro ojo de una boca de fuego apuntándome junto entrambos. Al
parecer el tullido era de los discretos, que prefieren resolver en pri-
vado sus asuntos. Si entraba en la carroza podían llevarme a donde
les pluguiera, y matarme como a un perro si tal era su capricho. Pero
si no les hacía caso, en lugar apartado como aún estábamos, un tiro
a boca de jarro no me lo quitaba ni San Isidro aunque saliera de la
capilla y se plantara en el paraje en dos zancadas (con perdón). Y
como esa razón es de las más poderosas que conozco, me resigné y
acepté la «cortés» invitación del italiano, sentándome frente a ellos,
de espaldas al postillón, que en el acto azuzó los caballos e hizo girar
el coche. No íbamos a la Villa, sino al descampado, y eso, entenderá
vuesa merced, no calmó mis recelos, precisamente.
Miré a mis anfitriones, pensando qué hacer: ella miraba el paisaje,
como aburrida, él seguía apuntándome con su arma, algo baja para
que no se viera desde fuera de la carroza, que como ya he dicho era
abierta, de esas sin techo que se usan más para pasear que para viajar.
Mi cabeza no corría peligro inminente de recibir su disparo, pero a
buen seguro que lo que me saldrían volando serían las turmas como
apretase el gatillo. Y como las tengo en gran estima, me puse a valo-
rar con mayor tiento mis acciones, y decidí esperar a ver dónde me
llevaban y qué querían hacer conmigo. Al fin y al cabo, no me habían
desarmado, que mi toledana seguía aherrojándome el costado, y eso
no era poco.
Nuestro destino no fue otro que unas ruinas que bien que conocía,
en la vega del Manzanares. Las llaman «la torre del Moro», aunque
pienso yo que poca morería se habrá olido el sitio, pese a que en

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verdad que es antiguo. Se había ganado el nombre por las ruinas de
la torre que aún se alza en ella, aunque es el recinto más una vivienda
que una fortaleza. Es lugar frecuentado por la noche por mendigos,
que buscan algo de refugio tras sus muros, y de día por duelistas,
que gustan de resolver sus lances de honor en el empedrado patio
central, rodeado de muros y por lo tanto al abrigo de ojos curiosos.
También era buen sitio para cometer un asesinato… o para torturar
a alguien primero o asesinarlo después. No eran pensamientos agra-
dables, en especial cuando lo traen a uno encañonado con un arma.
El cochero quedó en el carruaje, la dama y el tullido me escoltaron
hasta el patio. Una vez en él, pasó a ser la italiana la que me encaño-
nó, y girándose hacia mí el cojimanco, me dijo:
—Me habéis llamado muchas cosas en público, caballero, y si esa
es la costumbre en esta tierra, en la mía lo es no dejar insulto sin
respuesta. Así que la pregunta es: ¿sois lo bastante hombre con dos
brazos y dos piernas para enfrentaros a un hombre a medias?
Y para mi sorpresa la torpeza desapareció de su brazo y pierna me-
cánicos, que tal parecía que hubiera carne debajo del metal. Sonrió a
medias (pues no podía hacer otra cosa) y me dijo entonces:
—Hay quien le pide al Diablo poder o riqueza. Como de ambas ya
tengo, le pedí un cuerpo entero. El Cornudo no hace milagros, pero
me hizo este apaño. Que a mí, ya me vale.
Diciendo esto su mano de metal se cerró con un chasquido sobre
el bastón, y desenfundando con la mano buena el estoque oculto que
escondía en él adoptó una extraña pose… que yo había visto antes.
Me exprimí los sesos y finalmente se me hizo la luz, reconociendo
su guardia: era el tullido cojimanco adepto de la esgrima italiana,
sin duda en su variante florentina, que gusta de lidiar con espada
y bastón. Podía ser tullido, que lo era, pero también parecía ser es-
padachín peligroso, y si se había tragado mis bravatas en público al
parecer quería cobrarme las costas en privado.
Sonreí con mueca torcida, desenfundé mi ropera y me puse a mi
vez en guardia, que si a este hijo de mi madre le buscan las cosquillas
a fuer que se las van a encontrar. Con todo le dije, gastando toda la
fineza que fui capaz:
—Pláceme de buen grado lidiar con voacé este asunto como co-
rresponde, y ya puede la dama guardar la turquía, que no seré yo
quien huya. Pero antes de empezar, y por si quedo malherido para

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decirlo luego, han de saber vuesas mercedes que nada personal hubo
en lo que os dije, pues soy espada a sueldo, y mi desplante ha sido
pagado por un tercero. Que hay gentes a las que molesta que rondéis
a esta dama, sin duda porque desean ocupar vuestra plaza a su vera,
y a mí me tocó daros de tal modo aviso.
Me miró con su ojo bueno, y vi el desprecio brotar de él:
—Bien, señor valentón, si vuestra bellaquería os impide pelear por
un honor del que carecéis, quedaos quieto, y solo os heriré.
Y no bien hubo dicho eso que su espada se movió como una serpien-
te, la punta dirigida sin duda a darme un Dios os guarde en la mejilla.
Ni que decir tiene que paré como al descuido su tajo, que era de tanteo,
y empezó el combate de verdad. Peleaba bien el tullido, que lamenté
no saberme manejar con la vizcaína en la siniestra para andar más pa-
rejo. Se movía poco, pero su estilo de pelea era básicamente de contra
ataque, parando mi toledana con su maldito bastón (que para mí que
tendría ánima de hierro) y tirándome luego de estocadas con su acero,
obligándome a danzar a su alrededor y a resollar como un morlaco,
mientras que él ni siquiera sudaba. Así estuvimos unos minutos, hasta
que logré hacerle leva en el bastón con la siniestra, mientras fintaba
con mi acero de tal modo que alejó el suyo del cuerpo, para tratar de
parar una estocada que no le vino por donde esperaba. En su lugar se
encontró la punta de mi hermana de Toledo justo bajo su garganta, y
así nos quedamos los dos, mirándonos de fijo, yo jadeando y él quieto
como una estatua y frío como un nevero. Retiré despacio mi acero, sol-
té su bastón, di un paso hacia atrás y repetí a los dos italianos:
—Ya les he dicho a vuesas mercedes que soy hombre pagado, y
por lo tanto nada tengo contra ucedes, que el mal encargo ya está
cumplido. Pero me gusta ver que el que me contrató para dar el es-
panto se va a llevar, a su vez, una buena sorpresa, que sois vos digno
adversario, y por mi fe que nada diré de vuestra habilidad, que al no
pagárseme por ello, mi deshuesada se ha de mantener quieta. Ade-
más, que me place pensar que ese miserable se ha de encontrar con
lo que se merece.
Me miró durante un instante eterno el tullido, su rostro herido
sonrió, miró a su dama, luego nuevamente a mí, me saludó con su
acero en el mejor estilo de una sala de armas, y me dijo:
—Bien, señor hidalgo. Habéis peleado con limpieza y habilidad,
y con ello habéis liquidado nuestra pequeña cuenta pendiente.

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El vizconde de Medardo y Torralba os felicita… y os agradece el avi-
so. Que me conozco suficiente mundo para saber que en verdad gen-
tes hay que no pueden elegir su destino ni su forma de vivir. Si cierto
queda que mantenéis vuestra boca cerrada acerca de mis… pequeñas
habilidades, os prometo que me sentiré con voacé en deuda. Y creo
que sois hombre capaz de ver que el que este pobre tullido os deba
un favor puede ser mucho más provechoso que el agradecimiento de
hombres más… «enteros».
Y dicho esto y devuelta mi puya, allí que me dejaron la pareja de
italianos. Recogí mis cosas y suspiré, pensando en el largo trecho que
tenía que hacer caminando de regreso a la Villa. Por suerte, lo uno
es uno y lo otro es otro, y pese a la coletilla que el negocio me había
generado, el encargo del Rijoso había sido hecho. Así que podía ir sin
escrúpulo a cobrarle el escote, que cumplir, yo había cumplido.

De tales amos tales criados…


Arreglado el tema de la pecunia con el Rijoso, y vestido con mejores
ropas de las que normalmente suelo portar, me dirigí a la mansión
del conde de Peñaranda, el amo de mi difunto hermano, que sus
pleitos se habían convertido en asunto mío al causarle la muerte a
Álvaro. Me encontré con que su morada era un caserón señorial en
la calle Mayor, cerca de la Plaza de San Salvador. Ya sabe huerced,
una de esas mansiones de tiempos de nuestros abuelos, los que aún
peleaban por sacar a los moros de la península, que a juzgar por las
grietas, los rotos y los desconchados de la fachada me aposté yo todo
el oro del Potosí contra medio maravedí a que su dueño tenía más
honra en el linaje que provisiones en la alacena, pues de señorones
de alcurnia cierta y hambres más ciertas todavía, esta patria nuestra
está más que llena.
De pronto caí en la cuenta de dónde me encontraba. Giré la es-
quina de la fachada y supe que si seguía la calle todo recto llegaba,
en menos de diez minutos a no demasiado buen paso, a la plaza de
Ramales. Donde encontraron el cadáver de mi hermano.
En verdad tenía muchas preguntas que hacerle a su amo…
La puerta a la calle estaba bien cerrada, cosa harto extraña en es-
tos barrios, donde se suele tener abierta para dar acceso al visitante
a un zaguán, donde un criado le atiende. Me encogí de hombros

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y me apliqué con ganas al llamador, que creo que le doy un golpe
más y hago astillas el portón ahí mismo. Por fin me abrieron, y esa
fue la primera de las sorpresas que la visita me deparaba. ¡Pues la
que me abrió no fue otra que Margarita, la viuda de mi hermano!
Me miró con la dureza que en ella era habitual, mientras me decía,
a modo de saludo:
—¿Venís a decirme que el asesino de Álvaro ya está muerto?
Le sonreí a modo de respuesta mientras cruzaba el umbral, de
modo que mi cuñada tuvo que echarse hacia atrás para evitar que
chocara contra ella. Me miró azorada, y no necesité echarle una se-
gunda ojeada para darme cuenta que estaba nerviosa y asustada.
Suspiré con no poco fastidio, pues pasome por la testa que última-
mente no hacía otra cosa que asaetearla a preguntas, y como escasa
había sido nuestra relación, no acababa de acostumbrarme. Además,
ya me estaban cansando sus respuestas a medias:
—Las cosas de Palacio van despacio, como vos ya sabéis, y no van
más rápido las cosas de la calle por mucho látigo que sobre ellas res-
talle. Estoy en el negocio, y a fuer que lo voy a acabar, que si es cierto
que era vuestro marido no lo es menos que era mi hermano. Y ya que
estamos de confidencias, decidme: ¿qué hacéis vos en esta casa?
Me miró sorprendida por la pregunta y me contestó con el tono
que normalmente se emplea para un niño pequeño, o para un bobo.
—Pues servir. Tanto vuestro hermano como yo estamos… ¡estába-
mos! al servicio del conde.
Cerré los ojos, dándome a mí mismo un cachete imaginario, que si
como bobo me había visto al igual es que en verdad lo parecía. Que
bien raro es que un matrimonio de criados como Dios y la Santa man-
dan no sirvan en la misma casa, y para el mismo señor. Con todo, mi
curiosidad no estaba saciada, y como me había pillado de flanco, le
lancé una andanada de preguntas, para disipar el entuerto:
—¿Y qué hace cerrada la puerta de la casa? Y es más: ¿cómo es que
vos, y no otro criado, ha ido a abrirla?
Desvió el rostro, evitando mirarme de fijo, y supe que había dado
en el clavo, pues en verdad no era normal que ella hubiera abier-
to la puerta. Para eso hay pajes, escuderos, o por lo menos, criados.
Nunca es función de las mujeres tal menester, pese a que en muchas
casas sea una dueña la que tenga las llaves. Con todo, cuando alzó
la mirada, volvía a haber fuego en ella, y volvió a responderme con

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lo evidente, demostrando que, cuando en la Creación se repartieron
entendederas, no me tocó a mí la mejor de las partes:
—¿Y quién queréis que abra, si nadie más en la casa hay? Todos los
criados que quedaban huyeron tras el asesinato de vuestro hermano.
Y el portón, cerrado y atrancado, está por simple protección. —Vaciló
un instante, y se le quebró la voz antes de continuar—: Después de
todo lo que ha pasado, el conde y yo tenemos miedo… —Recobró los
arrestos y me espetó—: ¿Y a qué habéis venido? ¡Que no creo yo que
sea a hacerme preguntas tontas!
—Pues vengo a hacer preguntas, mi señora cuñada, pero eviden-
temente no a vos, sino a vuestro amo. Que si sus pleitos os hicieron
viuda, no me irá mal saber más sobre ellos.
Mi cuñada bufó como una gata, y tal me pareció que le crecían las uñas.
—¿Ver al conde? ¿Para qué? Está viejo y enfermo, y le queda esca-
sa vida. ¡No le amarguéis la poca que le resta!
Me la miré fastidiado. La viudita de mi hermano podía ser muy
mona, que lo era, pero lo que nunca sería es buena mentirosa, que
giraba tanto los ojos que casi se me ponía bizca, y se le encendía el
rostro como un farol. Hasta para un ciego era evidente que, por mo-
tivos que ella sola conocía, no le hacía ninguna gracia que hablara
con el viejo conde. Así que le sonreí enseñando los dientes y le dije
acercando mucho mi rostro al suyo:
—Fijaos bien, señora, que habéis sido vos la que me vino pidiendo
ayuda, que yo bien tranquilo andaba con mis asuntos. O las cosas se
hacen a mi manera o no se hacen, y en tal caso, por mí puede mi her-
mano revolverse en su tumba hasta bailar la chacona, si eso le place,
que lo que él no descanse en la comba, ya lo dormiré yo en mi piltra.
Tragó saliva la viudita, que si para su marido había sido maestre
de campo, para mí no llegaba ni a soldado bisoño, y viendo que tenía
yo la guardia firme, cedió, guiándome no sin alguna reticencia a ver
a su amo. Cruzamos varias estancias que me confirmaron que poco
medrarían los que al servicio del conde estaban, que las paredes se
encontraban desnudas de tapices y, para compensar, adornadas con
desconchados y humedades. Y los pocos muebles se mantenían en
pie de puro milagro, que tanto se había cebado en ellos la carcoma
que no dudaba yo que se convertirían en polvo si me pedorreaba un
poco fuerte. Si la despensa estaba tan vacía, a buen seguro que hasta
los ratones de la casa guardarían ascético ayuno.

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Al parecer se encontraba el conde en una habitación en el centro de
la casa, abarrotada con mil y un trastos, a cual más bizarro: calaveras
de bestias y aun de personas, extraños bichos muertos metidos en
frascos rellenos de líquidos amarillentos o verdosos, animales dise-
cados, piedras de formas extrañas… Otro menos avisado se hubiera
estremecido, y aun santiguado, que tal parecía el cubil de un brujo
o el antro de un nigromante. Pero bien sabía yo que me encontraba
en lo que algunos llamaban una cámara de maravillas, o de tesoros.
Y no tenía tal nombre porque lo que aquí se amontonara tuviera un
gran valor (aunque en ocasiones así fuera), sino porque los que tales
excentricidades acumulaban (coleccionaban, decían ellos) los tenían
en alta estima y consideraban su más valioso tesoro.
¿Se extraña huercé que un soldado viejo metido a jayán sepa de
tales cosas? Respuesta hay, y bien sencilla que es. Alguna vez me ha
tocado ser pala, o ayudante de ladrón, y no todos los amigos de lo
ajeno son simples descuideros aliviadores al agarro de bolsas ajenas.
Que trabajé un tiempo yo con un desvalijador de casas que bien en-
tendía de tales negocios.
Volviendo al relato que nos ocupa, fue entonces cuando se decidió
mi cuñada a agarrarme por la manga y chistarme al oído:
—Has insistido en verle y aquí lo tienes. Pero no te extrañen sus
respuestas, que está el hombre más en el otro mundo que en este, y a
veces es presa de desvaríos.
Y diciendo esto me condujo hasta un anciano de pelo y barbas blan-
cos como la plata, manos sarmentosas y mirada perdida. Su cuerpo
quizá antaño había sido fuerte, pero ahora yacía desmadejado en el
sillón, que me recordó un bulto de ropas tirado de cualquier manera.
Me acerqué más y me fijé en un hilillo de babas que le caía de la co-
misura de los labios, manchando su jubón. Margarita se lo secó con
un lienzo y trató de enderezar un poco su cuerpo para evitar que se
escurriera del asiento y cayera al suelo. Luego fijó en mí sus ojos, con
esa mirada de censura que tan bien me sabía hacer.
La ignoré, que se me estaba dando bien tal práctica, y busqué lugar
donde acomodar mis posaderas. Por fin encontré una silla en la que
poderles dar asiento, tras quitar de encima no pocos trastos, entre los
que me fijé, no sé por qué, en una copa (que antaño había sido dorada
y que estaba adornada de pedrería y con una asquerosidad pega-
da al fondo). Apenas crujió la silla bajo mi peso, aunque su protesta

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sirvió para recordarme que mejor no me moviera mucho si no quería
acabar con el trasero en tierra. Suspirando, miré al conde, y luego
a Margarita, que se colocó tras él, las manos en sus hombros, como
protegiéndole de mí.
Quizá fuera demasiado protectora, la viudita. Por otro lado, si al
viejo le daba un arrechucho no quería yo quedarme a solas con él.
Que yo, voacé bien que lo sabe, sé más de matar hombres que de sa-
narlos… Así que tras barruntarlo un poco para mí acallé mi primera
intención, que había sido que se fuera. Me consolé pensando que a
buen seguro hubiera protestado no poco, y sacarla fuera de la habi-
tación me hubiese costado más sudores que los que me daban los
herejes cuando los acuchillaba, allá en Flandes. Eso sin contar que a
fuer que se le hubiera quedado pegada la oreja tras la puerta, por lo
que, mal por mal, mejor tenerla dentro que fuera.
Así que carraspeé, miré al viejo conde (que a su vez tenía la mirada
perdida en algo que solo él veía) y con la mayor fineza de la que fui
capaz, le espeté:
—Mi señor, soy hermano de vuestro criado Álvaro, el que mata-
ron…
No me dejó seguir el viejo, que empezó a exclamarse con violencia
(salpicándome de paso el rostro con sus babas):
—¡Álvaro! ¡Mi fiel Álvaro! Mi hijo. ¡El astuto de Álvaro! Él siempre
sabe qué hacer… Él devolverá la gloria a la casa de los Peñaranda…
Mi cuñada bufó como una gata:
—¡Ya os dije que el pobre anciano no rige! ¡Dejadlo en paz!
El conde no se dio por aludido, ni pareció oírla, y como donde
estuvieres haz lo que vieres, yo hice lo mismo y proseguí con mi in-
terrogatorio:
—¿Y cómo hará Álvaro para conseguir tan noble fin?
Esta vez tardó su tiempo en contestarme, sin duda apenas un par
de minutos, pero que se me hicieron tan largos que llegué a pensar
que no me había oído o que no le apetecía responderme. Ya empeza-
ba a desesperar cuando me miró como si me viera por primera vez, y
le brillaron los ojos mientras me sonreía y me decía:
—De él fue la idea del pleito. De mi hijo. Dios ayuda a los justos, y
si la razón no asiste, sin duda lo hará la gracia divina, sí, eso dijo, mi
hijo… Ganaremos, y volverá la riqueza a nuestra pobre hacienda, sí,
y podré seguir con mi colección, sí, que conozco yo un viejo erudito

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sevillano que dice tener dientes de dragón… ¡Por mucho que se es-
fuercen nuestros enemigos, no podrán con la casa de Peñaranda!
—¿Enemigos? ¿Tenéis muchos enemigos, mi señor?
El viejo conde me miró con ojos llorosos, y estuvo en silencio tan-
to rato que me temí que se hubiera olvidado de mí, o aún peor, que
se me hubiera muerto ahí delante. Y cuando menos lo esperaba me
contestó:
—¡Enemigos! ¡Solo hay uno! ¡Luis Gonzaga! ¡Ese bastardo traidor,
que no me perdona que yaciera con la tusona de su hermana, y que
aún pretende que me case con ella, cuando está más rota que las cal-
zas de un pedigüeño! ¡Seis veces me he batido con él, las seis lo he
herido, y ya le dije que a la próxima lo mataré!
—¿Luis Gonzaga? ¿Es ese el nombre de vuestro enemigo? —le pre-
gunté extrañado.
—¡Ese es mi mayor enemigo, como que hay Dios! —respondió el
viejo con vehemencia.
—¿Y dónde está la casa de vuestro enemigo?
—¡Oh! Pues no lo sé. —El viejo se quedó pensativo un rato. Luego
se le iluminó el rostro y continuó—: ¡En Nápoles! ¡Tenía casa en Ná-
poles! Seguro que sigue allí.
Debí bizquear como un imbécil, pues Margarita, que de natural me
mira con gesto de susto o ceño fruncido, no pudo evitar una risita a
mis costas. Luego puso los ojos en blanco, meneó la cabeza y me hizo
una seña de complicidad. Entonces se inclinó hacia su anciano señor,
le limpió nuevamente las babas y le dijo con dulzura:
—Y decidme, mi amo: ¿dónde está ahora esa mal persona de don
Gonzaga?
—¡En el fondo del mar! —respondió al punto el viejo—. ¡Que tuvo
la decencia de dejarse matar en Lepanto, y bien que lo sé, que yo es-
taba en la misma galera que él! Peleó bien, bien cierto es —dijo como
si le doliera—, que se llevó por delante a buena parte de la morería
antes de que lo tumbaran…
Le susurró algo más mi cuñada a su amo, sin duda para calmarlo,
y luego dejé mansamente que me empujara hasta la puerta de la ca-
lle, mientras me regañaba:
—¡Ya os dije que el viejo desvaría! En vez de perder el tiempo con
él, deberíais haberle preguntado al marqués de Villascusa. A buen
seguro que él os dará todas las respuestas que queráis.

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Y sin más decir mi cuñadita cerró el portón a mis espaldas con algo
más de energía de la que debiera, y me dejó en la calle, meneando la
cabeza y rascándome el culo. Lo malo de hacer preguntas es que a
veces las respuestas no son las que esperabas, o bien te hacen nacer
en el alma más dudas aún.
Lo que entonces me iba ya pidiendo el cuerpo era dejarme de za-
randajas e ir a cobrarle las costas al marqués de Villascusa, y en hora
buena… Pero siendo el mal menor pecar de prudente que hacer un
asalto directo, decidí que mejor sería rondar las casas vecinas. Los
amos no me recibirían, pero la servidumbre sí que me escucharía si
les sabía preguntar. Y ya se sabe que a veces el ojo del criado muchas
veces ve lo que le pasa por alto al amo…
Así que me dispuse a desempolvar mis mejores modos, a tratar
a las doncellas como si fueran marquesas y a los mozos de establo
como si fueran grandes del Reino. Al final me dolía la boca de tanta
sonrisa, y todo para nada, que mis modos, por muy refinados que
quisieron ser, resultaron no ser propios en tal barrio y entre tales gen-
tes, que bien sabe voacé que uso mejor la filosa que la deshuesada.
Además, el amo hace al criado, como dice el refrán, y entre tanto
pisaverde y tanto lindico de mucha cinta y no poca puntilla en el
cuello de la valona se tenían en más alta estima los sirvientes que
los señores a quienes servían. Poco o nada exprimí de la teta de esa
vaca, salvo que me ignoraran o hicieran algún comentario rijoso o
aún insolente.
Bufé de quedo, más para mí que para nadie, a la manera de los ga-
tos, pidiéndole paciencia a Dios o al Diablo. Podía insistir, claro está,
e incluso echar mano de la bolsa, a ver si con la ayuda del sonante los
huesos de muerto me enseñaban la cara buena. Pero viendo yo que
esto de hacer preguntas no era lo mío, y recordando lo que decía mi
señor padre de que el estiércol, cuanto más apesta, es cuando más
pisoteado está, decidí dejarlo estar y hacer las cosas como tengo por
costumbre, que es no dejar pasar una afrenta sin que reciba cumplida
respuesta, que si las buenas maneras se acaban, quizá sea hora de
empezar con las malas. Así que cuando el último grupito de pajes
se puso especialmente picajoso con mis preguntas en general y mi
persona en particular, cambié de tercio sacándome la máscara, para
que esos criadillos pisaverdes se encontraran con el matasiete que
hay debajo, a ver si haciéndoles pasar las de Caín y repasándoles la

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letrilla se les volvía la memoria y se les bajaban los humos. Por lo cual
les volví a preguntar con mis mejores modales germanescos:
—A ver si nos entendemos, gandalines: que este juego consiste en
que yo pregunto y huacés le dais a la deshuesada, y si alguno se hace el
remolón, al igual acaba desmirlado, que puede que las orejas sean un
impedimento para oír bien. Que ya veo que mi jaez no os ha engañado,
pero quizá los ojos que tan bien os han dicho que no soy ni lindico ni
pisaverde se han dejado, así como al descuido, que lo que tampoco soy
es ahembrado, y quizá sí vuestro trinchante de gargueros si me armáis
la trulla y no gargoleáis aquí y ahora. Y ni se os ocurra pedirme untos
que a fe del Crucificado que lo que os vais a llevar son mojadas.
Fue uno a abrir la boca, así como muy bravo, me miró la nueva jeta
que le gastaba, se giró a medias para ver que sus compañeros, que
muy gallitos antes andaban, ahora tenían las posaderas bien pegadas
contra la pared, y tragando saliva y cagándose en sus calzas se giró y
mucho más sumiso, me dijo:
—Perdone su merced, que si ha habido ofensa no ha sido por ma-
licia, sino por malentendido, que ya se sabe que, cuando uno abre la
boca, puede venir el Cornudo y colarse dentro.
—¡Vete al grano, corpo de Mahoma! ¿Qué puedes decirme de los
criados del Conde de Peñaranda, aparte de que se han ido todos?
—Se quejaban mucho de un tiempo a esta parte, mi señor, sobre
todo los criados viejos que al servicio del conde llevaban toda la vida,
que un tal Álvaro, en su poco tiempo de servicio se había ido ganan-
do poco a poco el favor y la confianza del anciano a costa de medrar
por delante de criados de mejor mérito y más experiencia. Al saberse
de su muerte se produjo la desbandada, y la servidumbre toda se
esfumó en la noche, y a ninguno de ellos hemos vuelto a ver.
Vaciló un poco, y yo vi que se había parado demasiado deprisa,
dejándose algo en el gaznate. Así que puse la mano sobre la toledana,
me retorcí el mostacho y le solté como quien dispara un arcabuzazo:
—¿Y qué más?
Se sobresaltó el criadillo, que tal pareciole que era yo el mismísimo
diablo, capaz de leerle al mente cual si de un libro abierto se tratara.
Y me contestó tan deprisa que las palabras se le atrabancaban en un
intento de salir las unas antes que las otras de su boca:
—Hay una mocita, hija de una de las criadas y nacida en la man-
sión, que decidió mudar de oficio, y en lugar de servir como criada

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ahora ejerce de dama de medio manto en la mancebía de la plaza del
Alamillo, que allí hemos acudido más de uno a aliviarnos las calentu-
ras. Tiburcia es su nombre, y si alguien sabe más de lo que le he dicho
a voacé, sin duda es ella.
Nada hay como que el lobo enseñe los dientes para que los corde-
ros se acuerden de lo mansos y obsequiosos que pueden llegar a ser.
Así que fuime de allí muy ufano y satisfecho de mí mismo, que había
ganado sin tener que presentar batalla ni armar la de San Quintín,
por mucho que me hirviera la sangre y fuera lo que el cuerpo me pe-
día, no es poca cosa ni hazaña menguada. Que aunque fueran gallos
de poca pelea y sus espolones poco más que dagas y algún que otro
bastón, podían haberme molido a palos por la simple superioridad
de número, o que mi vieja mala suerte se acordara de mí e hiciera
aparecer a la gurullada en lo más comprometido del lance, hacién-
dome enseñarles la herradura o tener que acogerme en antana. De
putas nos iríamos, pues, ya que esa era la siguiente parada a la que el
negocio de mi hermano me llevaba.

En la mancebía del Alamillo


Como es persona avisada, no insultaré a voacé hablándole del be-
rreadero del Alamillo, que a fuer que debe conocerlo por ser el más
popular entre el pueblo llano, y en no pocas ocasiones hay que espe-
rar varias horas antes de poder satisfacerse con alguna de las mucha-
chas. Ni que decir tiene que hacia allí que me anduve, por una vez
no para pecar sino para hablar con la antigua sirvienta a ver qué me
decía. Bueno, quizá hiciéramos luego algo más que darle a la deshue-
sada, pero lo primero era lo primero, y yo creo que todo el que me
quiera entender ya lo ha hecho.
No era ese día una excepción, que estaba la mancebía de bote en
bote, y de dos o tres horas no pasaría el que pudiera ver a la criadita
metida a piltrofera. Pensé que podía ahorrarme la espera con algo
de unto al cancerbero que la puerta guardaba, para que me pasase
por delante de todos, y con tal fin me acerqué con disimulo al padre
de la mancebía, explicándole que andaba yo con prisa, y preguntán-
dole discretamente si había modo de arreglar el asunto. Me mostró
al punto una sonrisa desdentada, que era persona bien entendida, y
enseguida barruntó qué tipo de negocio se cocía. Era solo cuestión,

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ahora, de acordar un precio. Me miró de arriba abajo el fulano, y son-
rió aun más si cabe. Y entonces caí en la cuenta, estúpido de mí, que
aún iba vestido con mis mejores galas, por lo que juzgando por mi
avío que era persona principal, me pidió por la merced de tener en
consideración mis prisas una cantidad excesiva en demasía. Y como
mi bolsa no andaba para tales alegrías, hube de quedar de tacaño y
decirle nones.
Habría pues que tener paciencia y esperar, como hacían otros, has-
ta que me tocara turno y pudiera platicar más tendido que largo con
la piltrofera. Algunos, para distraer sus ocios, empezaron a hacer ro-
dar los huesos de muerto y me animaron a unirme a ellos. No me iría
mal ganarles algunos reales a esos menguados, que acabo de decir
que mi bolsa andaba escasa de sonante. Así que me uní al corrillo de
jugadores a probar suerte, atento a los fulleros que sin duda entre el
corrillo andarían. Gané y perdí, un poco de ambas cosas, que la for-
tuna es así de caprichosa, y de pronto me dio su favor y gané varias
veces seguidas, hasta reunir una cantidad nada desdeñable. Ni que
decir tiene que esa racha de suerte me causó tanto alborozo como
desconcierto entre los que conmigo jugaban. Y antes que huercé nada
diga, y aun sospeche siquiera, le diré que no hubo fusta ni truco algu-
no, que fueron ganancias hechas en buena lid. Por desgracia, los que
me rodeaban no me conocían tan bien como voacé, por lo que las ca-
ras largas empezaron a sumar ciento. Visto eso, y juzgando que tanto
va el cántaro a la fuente que se rompe, resolví recoger mis ganancias
e irme, antes de que alguno de los fulleros hiciera alguna flor, pusiera
un dado cargado en juego y me dejara como el padre Adán antes de
lo de la manzana, con una mano delante y otra detrás. Ni que decir
tiene que no gustó a mis compañeros de juego que quisiera irme con
su dinero, y no me miraron nada bien. Uno de ellos se decidió y me
soltó a la cara:
—Mucha suerte tiene voacé… ¿no nos habrá hecho la palma y
cambiado un dado bueno por una fusta?
Tenía gracia la cosa, que me acusaban de hacerles lo que yo ba-
rruntaba que pensaban colarme a mí. Pero bien pensado, la gracia
era más bien poca, que las palabras habían sido dichas en voz alta, y
eran no poca cosa, que la ocurrencia del tahúr era una acusación de
fullero en toda regla, y la hostilidad podía cortarse con un cuchillo.
O hacía o decía algo pronto, o el guiso que aquí se cocía no me iba a

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gustar tragármelo. Pensé en contestarle a lo matasiete, muy bravo y
no poco valentón, para que viesen con quién se jugaban los cuartos.
Pero cavilé que ya tenía al portero algo amostazado, por ese unto
que esperaba recibir y no se había llevado, así que me hice el sordo,
sellé mis labios y, tras meter el dinero en mi bolsa, me dispuse a le-
vantarme e irme. Que una bronca podía darle excusas al portero para
echarme, por alborotador, y me quedaría sin hablar con la Tiburcia.
Los fulleros interpretaron mi silencio como falta de hígados, y el
que antes había hablado, sin duda el más osado, añadió con más se-
guridad y no poca ironía:
—Mirad cómo se ha vuelto mudo, el bellaco. Que ya lo dice el re-
frán, que quien calla otorga. Y digo yo que tendría que devolvernos
los dineros que tan mal nos ha ganado, o puede que se los tengamos
que quitar dejándole a cambio un par de cardenales…
Ni que decir tiene que sus compañeros de juego estuvieron total-
mente de acuerdo con él. Por mi parte, no negaré que la pulla me hi-
rió, que a veces las palabras hacen más daño que los golpes o las he-
ridas. Con todo, seguí tragándome las palabras y el genio, que para
algunos negocios hay que tener la cabeza fría. Al fin y al cabo, las
palabras no hacen sangre y del honor no se come. Ya me alzaba para
irme en paz cuando el que tanta verborrea gastaba alargó la mano y
me apioló por la pechera:
—De aquí no te vas sin devolvernos lo que nos has timado. ¡Fullero!
No dijo más, que si mi diestra la tenía ocupada en aferrar bien
la bolsa, no fuera que ahuecase, la siniestra se me había ido ya a
los riñones, donde disimulada bajo la capa portaba yo esa daga
que tanto había echado en falta con el tullido italiano. Esta vez
me hizo buen servicio, que de abajo arriba solté el tajo y retiró el
buscapleitos las garras de mi jaez para sujetarse el rostro, donde
ya le brotaba la colorada, pues ya que el fulano quería ver sangre,
le di el gusto y le hice ver la propia. Se alzó un coro de protestas,
aunque los jugadores se guardaron de dar un paso hacia mí, aho-
ra que les había demostrado que tenía dientes y sabía morder. Se
acercó con el tumulto el portero, y antes que alguien se me ade-
lantara, le hablé:
—Estaba entreteniendo mis ocios con estos caballeros, y al parecer
les ha sabido mal que les ganara. Esos dados de ahí son los que está-
bamos usando, y puede huercé ver que son buenos, y no fustas. Pero,

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en cambio, creo que alguno se encontrará entre las ropas de estos
señores, si es que tal nombre merecen.
Ni chistaron los aludidos, pero por sus caras se veía que había de-
jado de ser compañía grata para ellos. Olfateó problemas el padre
de la mancebía, y quiso animarme a que me fuera, arguyendo que
estaba hoy demasiado ansioso y ya calmaría mis ardores otro día.
Y como no me apetecía irme sin hablar con la Tiburcia, y tampoco
gustaba de esperar en compañía de tanto descuidero, matasiete y
fullero que ahora me veían como una presa fácil de bolsa repleta a
la que meter el dos de bastos, resolví emplear como correspondía
mi recién ganado sonante, y dándole mayor propina al portero de
la que antes me había pedido, le chisté que sería un buen momento
para todos que viera a la moza ahora. Y él, con la mano bien carga-
da, estuvo de acuerdo.
Era la tal Tiburcia moza morena, pequeñita, de piel dorada y ojos
rijosos. Algo demasiado flaca para mi gusto, pero compensaba ese
defecto con un largo cabello color miel que era sin duda su mejor
atractivo. Supondrá vuesa merced, conociendo mi manera natural de
tratar, que la amenazaría con hacerle un chirlo en la cara, que poco le
ayudaría en su carrera de tusona, si no me gargoleaba lo que sabía.
Y equivocado anda si eso cree, primero porque ya había armado de-
masiado revuelo en la mancebía y no era cuestión de forzar la suerte,
y luego porque hay modos y modos, y la pobre chica me pareció
demasiado poco resabiada para irle con esas.
Así que, por contra, le entré con mucha finura, y la cosa dio
buen resultado, que no hay mejor manera de tratar a las mujeres
que hacerlo con respeto, máxime si son mujeres poco honradas
que de tal respeto andan escasas. Y no se me ofusque la parroquia,
que tal cosa es a fuer bien cierta. Y así le saqué lo que había venido
a oír:
—¿La desbandada de los criados del conde? Bien que la recuer-
do, claro está. No sé qué os habrán dicho, pero os digo yo, y tened-
lo por bien cierto, que no hubo amenazas por parte del marqués,
ni se apaleó a ningún criado ni mozo, ni se violentó a sirvienta
alguna, que todas estas son cosas que les pasan a quienes a tal
hombre le buscan las cosquillas. Sí que hubo dos desapariciones:
una noche un mozo llamado Hugo y ese Álvaro del demonio no
aparecieron a la hora de cerrar las puertas, y la mujer de Álvaro,

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Margarita, se puso a gritar como loca que sin duda los había mata-
do el marqués, y que nos matarían a todos. Y eso nos hizo cavilar,
que el que Hugo cogiera el portante y se largara de la casa pues
que no era tan raro, que siendo aún joven podía irse donde le plu-
guiera, y en casa del conde ayunaban hasta las ratas. Pero Álvaro,
que era un lameculos que le tenía sorbido el seso al amo, no se hu-
biera ido por las buenas, y como él había iniciado el negocio (pues
él había convencido al viejo conde para que se metiera en camisas
de once varas con lo del pleito), convinimos en que había recogido
finalmente lo que sembró, y como a nadie le hizo mucha gracia lo
de acompañarle al Infierno, pues nos dimos por enterados y nos
fuimos a todo correr. Allí se quedaron el viejo amo y la recién es-
trenada viuda, y que les aproveche.
Fruncí el ceño mientras salía del berreadero. No era eso lo que me
había dicho Margarita, no del todo, por lo menos… Harto estaba ya
de darle tantas vueltas al negocio, así que finalmente me decidí por
coger el toro por los cuernos e ir a ver al marqués.

Asuntos de familia
Y así que me hube, de nuevo en barrio florido, ante la mansión de
ese tal marqués de Villascusa de quien tanto había oído últimamente
mentar.
Vivía el gentil fulano en palacete de no pocas pretensiones, de fac-
tura muy parecida al palacio del duque de Uceda, que a fuer que a
vuesa merced no le ha de ser desconocido, aunque en verdad era
la mansión del marqués algo más chica, la cual cosa está bien, que
los marqueses son marqueses, y los duques, duques. Pero me aparto
de mi dictado: hablando del nido en cuestión, apestaba a poder y a
riqueza, y carecía de esos desconchados y rotos que tan a menudo
vemos en las fachadas de los caserones de la Villa, incluso de los de
más rancio abolengo. ¡Con deciros que en las ventanas había no poco
cristal, cosa que como bien sabéis es rara, que es el vidrio material ca-
rísimo, y los más, aunque sean grandes de España, prefieren adornar
sus ventanas con rejas de hierro y contraventanas de madera, o como
mucho taparlas con una lámina de pergamino o papel, que tal cosa
puede voacé ver en muchas de las ventanas del Alcázar Real, creo yo
que queda ya todo dicho!

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Maquinalmente, sin pensar, me retorcí el mostacho, muy valentón,
puse la mano en la espada y, a grandes zancadas, me dirigí hacia el
zaguán, que bien abierto estaba.
Los criados que la puerta del marqués guardaban me miraron con
no poco respeto, y se quedaron callados, a la espera de que les dijera
qué cosa me traía a la residencia de su amo, como es propio hacer
entre los sirvientes discretos, que nunca iniciarán una conversación
con sus superiores. Y entonces, mi torpe sesera recordó que andaba
yo aún con el traje bueno, pero por mucho que mi jaez les impresio-
nara, la deshuesada habría de traicionarme, como así fue, que si mis
maneras no habían engañado a otros criados, poco mejor lo iban a
hacer frente a estos, que más curtidos y avisados parecían.
Y temiendo lo peor temí bien, que acerté: mi torpe y escasa parla
pronto les hizo ver que no era yo el señorón que a primera vista apa-
rentaba, y con malos modos me interrumpieron, y el más bravonel
entre ellos, teniéndose por muy ocurrente, llegó a decirme:
—Mirad vos que a mí me da que andáis confundido, que nuestro
señor el marqués tiene por costumbre repartir limosna entre los pe-
digüeños en la puerta de la iglesia, cada domingo, y no en la de su
casa, que es esta. ¡Así que largaos, muerto de hambre, que sea cual
sea el mal soplo que os ha hecho arribar a esta casa, sin duda ha sido
pedo, y no viento, por lo que mejor será que escampéis para que el
ambiente se airee y se vaya el mal olor!
Le hicieron corro los bobos de sus compañeros, riéndole la gracia
al sesudo, y hasta alguno llegó a enseñar algún garrote, dándome a
entender que aquí, en lugar de oros, pensaban darme de bastos.
Mi natural discreto me hubiera hecho irme, que cuando las cartas
vienen mal dadas, es mejor dejarlo estar antes que perder más de lo
que ya está sobre la mesa. Pero bien conoce uced mi carácter, y sabe
mejor que nadie que no soporto desafueros ni groserías.
Así que ganó el bravonel que hay en mí, una vez más, que ante
tanta insolencia suelta tomó las riendas de mi testa para poner orden.
Al fin y al cabo, si le habían visto el hocico al lobo, bien que podía
yo enseñarles los colmillos… Y aunque aún no tuviera el gusto (o el
disgusto) de conocer al señor marqués, decidí entonces hacerle el pri-
mer favor de balde, enseñándole buenas maneras a sus gandalines,
que andaban demasiado gallitos, pues al haberse criado entre sedas
de lindico tendrían las espaldas poco acostumbradas a la vara.

48
Me giré como para irme, los hombros caídos y como cabizbajo, pero
mi postura no se debía a que me pesaran sus befas, sino a que así pude
mejor coger un banco que allí había para sentarse, y de una arrebolada
lo hice astillas contra sus lomos, facilitándome mucho la tarea que se
hubieran arrejuntado cual rebaño de ovejas para perseguirme con sus
burlas hasta la calle. La cosa se quedó en un dicho y un hecho, que al
poco los tenía yo a mis pies, todos quejosos y doliéndose mucho de mis
apuñamientos y patadas (aunque no creo yo que fuera para tanto) y
mucho más dispuestos a contestar a las preguntas que quisiera hacerles:
—Bien… eso está mucho mejor. ¿Seríais ahora tan amables de de-
cirle a vuestro amo que un soldado viejo desea hablarle de cierto
negocio que corre no poca prisa y es de gran importancia para él?
Andaban muy amansados, y con todo se miraron con miedo, y
vacilaron tragando saliva ahojándose unos a otros a ver quién tenía
redaños para contestarme. Por fin, uno me dijo:
—Dispense vuesa merced, que al haber entrado por la puerta prin-
cipal y no por la portilla donde suele recibir «Blasillo» a los que como
uced tratan de tales asuntos, nos hemos errado confundiéndoos con
persona de escasa calidad. Con todo —se animó en parte—, alguna
culpa tiene voacé, que en tales cosas se ha de ser más discreto.
Le lancé una mirada fiera que le hizo apresurarse a añadir:
—Pero como nosotros hemos también pecado, mejor quedar como
amigos y olvidar vuestra natural ira y nuestros pobres rotos. Os he
de decir con gran pesar que ni el marqués ni Blasillo están en la casa,
ni en la Villa, que nuestro amo se ha ido a pasar la semana invitado a
una residencia que en el campo tenía su primo, el conde de Moscoso,
pero os remito a la dicha puerta, donde mejor os atenderán…
Me quedé intrigado de que el tiro, lanzado con más intuición que
puntería, hubiera dado en tal pellejo, y con natural curiosidad fui
a donde me indicaban, sin sospechar celada, pues por lo que sé de
leer las almas de los hombres, estos se habían quedado con muchos
sudores y no pocos miedos, y muchas menos ganas de tratar más
conmigo. En puerta discreta me atendió fulano con muchas ínfulas
y traje de gandalín de importancia, al que consideré mayordomo del
marqués o por lo menos criado principal.
—No está en la Villa ni el marqués ni el hombre que suele atende-
ros, pero si tan importante es lo que tenéis que decir, hablad, que yo
informaré a mi amo presto cuando vuelva.

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Eran esos campos por los que yo sabía pisar, así que le contesté sin
dudarlo, muy metido en mi nuevo papel:
—Señor mío, comprenderá que mi respuesta ha de ser que nones,
que no hago yo el canario por gusto, sino por necesidad, así que con
que le digáis a Blasillo que el… «Hidalgo» ha preguntado por él, y
que en la taberna de Lepre le darán mi razón. Pues, señor mayordo-
mo, esta información que tengo vale su dinero y me la pagarán bien,
mientras que de vos lo cierto es que no espero conseguir nada.
Y bien acertado que andaba, que el muy hideputa me envió al In-
fierno, cerrándome la puerta en las narices sin decir ni siquiera un
«con Dios».
Me alejé de la mansión maldiciendo por lo bajo. Bien cierto era que
el anzuelo había sido echado, y solo tenía que sentarme a esperar que
la presa viniera a mí, pero son de natural impaciente y tal manera de
hacer las cosas no me acomodaba. Y entonces me sonrió el Diablo,
que a veces hasta el Cornudo reparte cartas buenas. Pues en esas es-
taba que se me plantó delante un hombre de más que mediana edad,
vestido a la manera de los criados de casa noble pero sin portar librea
alguna, que me entró con mucha cortesía y me dijo:
—Señor hidalgo, si me hiciera la merced, mi señora querría hablar
unos minutos con vos.
Y me señaló una carroza de buena calidad, pero sin escudo de ar-
mas, que en un callejón cercano aguardaba. Y como me picó la curio-
sidad y nada tenía que perder, allá que me fui. Dentro del carruaje me
encontré a una dama de cierta edad, que rozaría ya la cincuentena, si
es que no había llegado a ella, aunque de buen modo. Era más bien
menuda de cuerpo, y su rostro no era ni había sido nunca hermoso en
exceso, pero lo compensaba con unos ojos azules fríos como el hielo
que mostraban una determinación férrea que ya la quisieran para sí
no pocos jayanes. Me estudió un momento, y al parecer le gustó lo
que vio, que sin más preámbulos habló:
—Os he visto pelearos con los criados del marqués —me dijo muy
seria— y si tenéis pleitos contra él, ya somos dos, que tampoco es mi
amigo. Por ello pensé que sería interesante que nos conociéramos.
—Nada me placería más, mi dama, pero mal empezamos. Que no
soy yo hombre que crea en las casualidades, y si estáis en este aquí y
en este ahora es porque sabíais que tarde o temprano aquí me encon-
traríais. No os hagáis la encontradiza, os lo ruego, que si hemos de

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ser aliados contra el marqués pobre comienzo sería si de entrada no
nos lo contamos todo.
Se sonrió la dama un poco, creo yo que satisfecha de mi reacción,
pues me miró de un modo más valorativo. Entonces confesó:
—Cierto es, mi buen señor hidalgo, que os andaban siguiendo los
pasos por orden mía. Un viejo amigo vuestro, un… caballero al que
llaman «el Rijoso» me ha dicho que tenéis cuentas pendientes con el
marqués de Villascusa. Ando buscando alguien como voacé, pues yo
misma tengo mis propias querellas contra él. Se dice que de los ene-
migos comunes nacen las amistades. Yo no os pido tanto, pero sí creo
que podríamos ayudarnos mutuamente. ¿Os place?
—Mi dama, puede que lo que tengáis que proponerme sea de mi
agrado, pero nada os diré si no sé más del asunto, que es de discre-
tos callar cuando se tratan negocios con gente de alcurnia más alta.
Proseguid, os lo ruego, ya que así andaremos parejos, pues al parecer
vos sabéis mucho de mí, mientras que yo poco, por no decir nada, sé
de vos.
Asintió más para sí que para mí la dama, tomó aire e inició su ex-
tenso relato:
—Mi nombre es doña Marina de Silva y Mendoza, señora de La-
braz por herencia de mis padres y condesa viuda de Moscoso por mi
difunto marido. Actualmente el título de conde y las propiedades
que lo acompañan las disfruta mi hijo Juan, y así debe ser. Pero aún
es joven, y creo que en algo fallamos mi pobre consorte y yo, pues es
demasiado confiado e inocente. Le dejo vivir su vida y procuro no
meterme abiertamente en sus asuntos, pero mala madre sería si no
me preocupara por él, y lo vigilo desde lejos, como una loba vigila a
sus cachorros. Anda en pleitos con un primo lejano, que no es otro
que vuestro marqués de Villascusa, por el señorío de Corveas de So-
tomonte. Como no hay malicia en él, cuando el marqués pidió ser
invitado a una cacería que mi hijo da en su finca del campo este fin
de semana, no supo negarse, pero a mí me amoscó que un rival de
pleitos fuera tan amistoso, e hice algunas averiguaciones… y lo que
me enteré me hizo preocuparme más, pues al parecer los que se que-
rellan contra el tal marqués tienden a padecer de mala salud y peor
fortuna, no sé si me entendéis. En otras palabras: temo por la vida
de mi hijo, pues en una cacería fácil es que hayan… «accidentes». Y
voacé quiere justicia, o al menos venganza, por la muerte de vuestro

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hermano, si es cierto lo que me han dicho. No podréis entrar fácil-
mente en la casa de campo de mi hijo, y si lo hicierais sería furtiva-
mente. Pero sí que podríais entrar abiertamente… conmigo colgada
de vuestro brazo. Solo os pido que antepongáis la seguridad de mi
hijo a vuestro desquite.
—¿Estáis segura de lo que me pedís, señora? ¡Que en vuestras car-
nes hincarán los dientes todos los malidicentes de esta Villa! Poca
honra tengo yo que perder, que mi hidalguía nace de la milicia, pero
vuestro nombre puede ser arrastrado por el barro, por exhibir aman-
te públicamente.
—Muchas de las lenguas que hablan harían mejor en callar, y
seréis mi acompañante, sí… pero no mi compañero de cuarto. No
os pido tanto. ¿Acaso una pobre dama ya prácticamente anciana
no puede hacerse acompañar de un caballero joven y gentil que la
proteja? ¡Y si mi honra perdiere, bien que estaría, si con ello salvo
la vida de mi hijo!
La miré de fijo, sonreí, y ella sonrió, y todo quedó dicho con este
intercambio de sonrisas. Y lamenté la diferencia de edades, que mu-
jeres de semejante temple las hay pocas, y por una de estas yo bien
sería capaz de hacerle bailar la chacona al Diablo.
Poco me iba a imaginar yo que eso es precisamente lo que iba a
tener que hacer…

Viejos conocidos, nuevos enemigos


… Y así que me vi, vestido aun más si cabe de lindico y con unos aires
de pisaverde boquirrubio que me asfixiaban, haciendo el papel de
galán de damas maduras. Llevaba yo mucha cintita y no menos bro-
cado, que los de la liga bien que se hubieran dado sus buenos risos
de verme de tal guisa, pero igualmente portaba un buen hierro en el
costado, que nunca estuvo reñido, gracias al buen Dios, el bien vestir
con el acero de Toledo…
Entramos en la finca en carruaje descubierto, rodando por un ca-
mino arbolado que desembocó finalmente en un gran prado enmar-
cado de cuidados jardines, tras el que se alzaba la fachada principal
de la mansión. Y barrunté para mí que muy rico en verdad debería
ser el condado de Moscoso, pues tal parecía que la «casa de campo»
fuera capaz de alojar a un tercio entero del rey.

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Nos recibieron los criados con mucha reverencia y mucho besa-
manos, y si alguno se extrañó del acompañante que la madre de su
señor había traído bien que se lo guardó para sí, que ya se sabe que
los gandalines saben ser tan discretos ante sus amos como altaneros
ante los inferiores.
Nos condujeron a un jardín interior, donde gracias al buen tiempo
se habían dispuesto mesas para un almuerzo. Allí estaba el conde
agasajando a sus invitados, y el muchacho, como buen hijo y como
marcan las mejores maneras, se levantó al punto para saludar a su
madre:
—¡Madre! ¡No os esperaba! ¡Qué agradable sorpresa!
—Me entraron ganas de venir a verte, hijo. Espero que no te ofen-
das por haberme presentado sin avisarte —dijo la señora con una
sonrisa.
—¡Qué decís, madre! ¡Bien sabéis que mi casa es vuestra, y que
aquí siempre sois bien recibida!
Mientras de tal modo platicaban, bien ajenos de mí, yo estudiaba a
fondo al boquirrubio cuyo pellejo formaba parte del trato que man-
tuviera en un estado razonablemente entero. No era mal mozo, pa-
recía despierto de mente y proporcionado de cuerpo, pero le olfateé
al punto esa patina de ingenuidad que tenían los soldados bisoños,
allá en Flandes.
—Pocas coces le ha dado a este la vida —me dije para mí.
Algo tendría el godo en la sesera, que como que se olió que lo es-
tudiaba y se giró, lanzándome una mirada de reojo, preguntándose
sin duda quién demonios era yo, pero como doña Marina era muy
suya y se abstuvo de presentaciones, él se hizo el discreto y omitió
también las preguntas. Cogió a su madre de la mano y la llevó a la
mesa principal, donde rápidamente ordenó que se le hiciera un sitio
a su vera. A mí me condujeron discretamente a otra mesa, que pronto
me di cuenta que era la reservada para los invitados de rango menor,
es decir, los acompañantes y servidores principales de los invitados.
Y es que como voacé ya sabrá, que es persona de mucho mundo
y no poco aviso, cuando más alto subes en la escala social con más
protocolos y más normas te encuentras, que no digo yo que en la car-
da no hayan sus normas y sus haberes, pero son de natural sencillo
comparado con ese otro mundo. Hablando de la germanía, justo es
decir que si los lindicos saben distinguirse entre ellos nosotros los

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jayanes no somos menos, por lo que cuando vi al otro extremo de la
mesa a un fulano que a legua me olió que era de mi oficio, es decir,
más acostumbrado a danzar filosa en mano que con una dama entre
los brazos, no me sorprendió en absoluto, que algo así me esperaba.
Pregunté a uno de los que a mi vera estaban sobre quién tal persona-
je, y se me contestó:
—Dice llamarse Blas de Ojeda, y es acompañante del marqués de
Villascusa.
¡Así que ese tipo vestido de color morcillo, de cara picada de vi-
ruelas y cuello largo de aguilucho era el tal «Blasillo», encargado de
ensuciarse las manos a cuenta del marquesito! Parecía jayán capaz,
aunque eso es cosa que solo se sabe cuando lo tientas espada en
mano, pero me quedé con su jeta, y seguí oteando a la parroquia, a
ver si me encontraba algún otro conocido. Que, por lo que yo sabía
del tal marqués, al igual se había traído una escuadra completa de ru-
fos a pasar con él el fin de semana, y me iban a faltar manos y aceros
para dar tanta mojada.
Y por estas andaba, avistando al personal, cuando se me queda-
ron los ojos clavados en dos de los invitados, que era raro no fijarse
en ellos por lo mucho que destacaban. Ella era menuda y rubia,
vestida elegantemente con corpiño bajo y falda saboyana blanca.
Él era un grotesco personaje cojo y manco, con media cara cubierta
por una máscara metálica. Una pareja de la que ya os he hablado, y
que sin duda recordareis tan bien como les recordaba yo. No puedo
negar que se me salió por lo bajini un «¡Corpo de Mahoma!», que por
muchas lindezas y finuras que nos hubiéramos dicho al despedir-
nos, bien podían guardar aún rencor hacia mis actos y escaso apre-
cio por mi pellejo.
Pero como siempre he pensado que cuando te sale de frente un
morlaco lo mejor es cogerlo por los cuernos, en cuando acabó la me-
rienda y tuve ocasión me acerqué a saludarlos, que eran los italianos
gente a la que es mejor tener de cara y no a las espaldas. El vizconde
Medardo se puso rígido al verme y esbozó una irónica sonrisa:
—Mirad, mi carísima madonna, aquí tenemos de nuevo a nuestro
viejo conocido el Jaquetón, aunque lo han vestido con sedas y cintas
de colores. ¿Por ventura tenéis otro aviso que darme?
—Nada de eso, señor vizconde —le contesté al punto—, que mi
presencia aquí es otra bien distinta. Solo he venido a desearos un

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buen día a ambos, que de ese negocio en el que nos cruzamos ya
se acabó, y de lo que luego pasase o tenga por pasar nada tengo ya
que ver.
Una sonrisa fugaz aleteó por el medio rostro del italiano, que inter-
cambió una mirada de complicidad con su dama.
—Un galán hay en la Villa que tendrá que guardar cama unos días,
que muy malos pinchazos se ha llevado por acercarse a quien no de-
bía. Sin duda andaba confiado, pensando que con un espanto sería
suficiente para amedrentar a un medio hombre.
Sonreí yo también, que bien sabía que el vizconde, pese a carecer
casi de medio cuerpo, tenía más hígados que la mitad de los presen-
tes sumados. Y una idea loca me germinó en la sesera. ¿Podía confiar
en ellos? No había duda de que se movían por las altas esferas mejor
que yo, y quizá pudieran decirme alguna cosa que yo no supiera.
Lancé mentalmente al aire una moneda, le pedí al Diablo que llevase
la cuenta y me tiré de cabeza, confiando en mi instinto:
—Decidme, mi señor vizconde, uced que pese a ser extranjero co-
noce sin duda estos ambientes mejor que este pobrico de aquí… ¿Me
podéis señalar con disimulo quién de los presentes es don César Me-
drano? Que fijo que me sé que está aquí, pero aún no conozco sus
rasgos para distinguirlo entre tanta gente principal.
Hubiera bizqueado de sorpresa el italiano de tener dos ojos, y tras
intercambiar una nueva mirada con su compañera se concentró de
nuevo en mí, con renovado interés:
—¿Don César? ¿El marqués de Villascusa? No sois muy bueno a
la hora de elegir gallos con los que pelearos, caro amici, que hay de-
masiadas cosas en este hombre que huelen a muerte. Nadie llorará
su pérdida ni buscará venganza si fallece de forma violenta o mis-
teriosa, pero guardaos de él y de su gente pagada si os considera su
enemigo, pues no cejará hasta veros difunto. Y no me digáis ahora
que os interesáis por su persona y su salud solamente por curiosidad,
que conocemos vuestro oficio, y cuando el cazador pregunta por su
presa solamente es para saber cómo mejor atraparla.
Pensé en limitarme a saludarles con mucha educación y alejarme,
que al fin y al cabo no sabía qué hacían allí, y bien pudiera ser que
estuvieran conchabados por esto o por aquello con don César, y es-
tuvieran tirando del hilo, a ver qué me sacaban, y de cazador me
convirtiera yo en cazado. Pero habiendo rodado ya los huesos de

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muerto, poco hay que hacer, salvo seguir con la apuesta. Y si había
apostado por los dos italianos, para bien o para mal con ellos habría
de sincerarme.
—Tengo una deuda de sangre con el marqués —les dije con gra-
vedad—. Sospecho que mató a mi hermano, y que tratará de matar a
nuestro anfitrión en esta velada. Por una vez, no soy un mercenario
que maneja su acero por dinero. Esta vez es algo personal. —Y en-
tonces, ya que estaba en ello, forcé mi apuesta y les solté a boca de
jarro—: ¿Me ayudaréis en mi venganza?
Los dos italianos se miraron, y sus rostros me parecieron inescruta-
bles. Por fin, esbozando una media sonrisa que pareció mueca en su
menguada cara, el vizconde me dijo:
—Una vendetta es algo honroso, señor Jaquetón. Encomendaos a
la Madonna de las siete lunas, que es tenida por los romanos como
la patrona de las venganzas. Rezadle con fervor… y quizá recibáis
ayuda inesperada mañana, en vuestra cacería. Y hablando de caza,
esa de ahí es vuestra presa.
Y me señaló a un individuo sanguíneo, de pelo negro como la pez,
barba cuidadosamente recortada y ojos azules, menudo y corpulen-
to, de sonrisa ancha y capaz, muy propia de los falsarios. Andaba de
acá para allá, con muy finas maneras, y no sé por qué, mis señores,
pero me recordó una serpiente mostrando su asquerosa lengua par-
tida.
En estas que nuestro anfitrión pidió silencio y cuando se acallaron
los corros nos dijo:
—Como ha acabado ya la merienda y nada tengo que ofreceros
salvo mi buena voluntad y las ganas que los presentes lo paséis lo
mejor posible, propongo como entretenimiento que aquellos que no
tengan el estómago demasiado lleno para montar participen en una
cabalgada de caballos. ¡Un entrenamiento para la cacería de mañana,
y una distracción para las damas y los tumbaollas gorrones que me
han vaciado la despensa!
Todos rieron ante su campechanía, y yo mismo, todo y que suelen
reventarme los señorones, no pude evitar una corriente de simpatía
hacia el hijo de doña Marina. Añadió el conde de Moscoso:
—Las reglas son escasas, que os veo muy abotargados y no quiero
fatigaros las mantecas en exceso: los que en tal lid deseen competir
saldrán al galope de ese prado que allí veis e irán derechos hacia la

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fuente con la figura de Cupido que hay en el jardín. Dicha estatua
custodiará una prenda que habrá que recoger, y devolvérsela a su
dueña, siendo el ganador el que tal lo consiga. Había pensado pedirle
la prenda a la más bella, pero como soy mozo casadero y no quiero
que por mi gentileza se quiebren corazones y se conciban falsas espe-
ranzas… —Hubo un coro de risas— he mudado de parecer y querría
pedírselo a la dama para mí más querida entre las presentes: mi ma-
dre, que tan gentil ha sido al acudir a visitarnos.
Todos aplaudieron como simplones, y me parecieron capigorristas
esperando el barato. Con mucha ceremonia, doña Marina agradeció
la gentileza de su hijo y presentó como prenda un delicado pañuelo
de seda azul bordado con puntillas.
El conde añadió:
—Aquellos que deseen participar y no hayan traído caballo pro-
pio, por preferir viajar en calesa, pueden hacer que los mozos traigan
el que deseen de las cuadras, que no faltan monturas en esta casa
para todos los que tengan lo que hay que tener…
Me amostazó la coletilla, y al parecer no fui el único, que se alzó
como impulsado como un resorte el marquesito al que le quería co-
brar las costas, y con su voz engolada y sus maneras untosas, añadió:
—¡Bien que habláis, mi primo, y he de decir que los menguados
y los incapaces no se presten a tal divertimento, pues aquí y ahora a
todos os digo que yo voy a hacer lo posible y lo imposible para ser el
ganador, y devolverle el lienzo a tan gentil dama!
Y tras dicha tal bravuconería, que al ser de natural avisado me
sonó a amenaza, el marqués se giró muy ufano y sonriente a la seño-
ra condesa viuda, que le lanzó una mirada gélida que hubiera ma-
tado a otro con menos redaños, cual si la mirada de un basilisco se
tratase. En el caso del marqués, rebotó en su amplio cinismo, y solo
sirvió para que se ensanchara más su sonrisa. Claro como el agua
estaba, para todo aquel que quisiera verlo, que esos dos no eran ami-
gos, precisamente, y que si ella sospechaba que él trataría de atentar
contra su hijo, él bien que sabía de las cuitas de ella. Me hirvió la
sangre cuando comprendí que en ese lenguaje sin palabras le estaba
diciendo que haría su voluntad, a pesar de lo que ella supiese o tra-
tase de hacer.
Mi natural discreto me decía que era mejor que me mantuviese a la
sombra, confundido entre los espectadores y sin llamar la atención.

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Pero tanta bellaquería me puso picajoso, y requerí corcel, como ha-
cían otros, decidido a concurrir en el divertimento de esos pisaver-
des, a ver si les enseñaba cómo se comporta un soldado viejo con un
caballo entre las piernas. Por otro lado, cuando la sesera quiere se in-
venta las justificaciones más peregrinas, y me consolé de mi arrebato
pensando que si quería ajustarle las tuercas a mi marquesito, no sería
esta hora mala para ver de cerca sus modos.
Se dio la señal, picamos espuelas, un gordo borracho se cayó de la
silla a la primera, otros dos chocaron entre sí y hasta alguno hubo que
se puso a berrearle al jaco mientras este se paraba a pastar tranqui-
lamente, sabedor que lo que tenía sobre sus lomos podía ser muchas
cosas, pero que jinete, pues como que no lo era. El resto nos lanzamos
en furiosa cabalgada por los jardines del conde. En verdad que no
sabría decir yo si esos lindicos que conmigo compitieron eran caba-
lleros, pero a todas luces sabían qué hacer con un caballo, y no como
yo, que apenas sé distinguir la cabeza de la cola, si no es que por un
lado entra comida y por el otro sale… bueno, dejemos lo que sale,
que todos nos entendemos. Con todo, he de decir que me anduve con
suerte, pues me tocó corcel bueno, por lo menos para mí, que aunque
no era de fina estampa sino más bien huesudo y de dientes grandes,
sí que era de los resabidos, y como en ciertas cosas los animales tie-
nen más sesera que las personas, en cuando lo tuve debajo se giró,
me miró con un ojo cargado de entendimiento y él y yo nos hicimos
uno. Que no nos pidieran hacer florituras, pero correr era otra cosa, y
darnos el gusto de darles con un canto en los morros a esos lindicos
de dos y cuatro piernas que junto a nosotros caracoleaban era algo
que nos placía a ambos.
Y por ello y no por otra cosa, más por las ganas del jaco que por mi
habilidad de jinete, pronto me anduve entre los primeros. Pero muy
listo me tendría que andar si quería coger el pañuelo. Tras reñida dis-
puta se puso en cabeza un jinete de fieros mostachos, perfectamente
compenetrado con su montura, que no dudaba yo en que se iba a
hacer con el triunfo, y tras él, pegado cual si de su sombra se tratara,
el maldito marqués. Yo les hacía las tercerías, algo rezagado, y tras de
mí estaban todos los demás, o por lo menos todos los que quedaban.
Giraron ambos la rotonda de la fuente del Cupido, ganó algo de
terreno el marqués pero no el suficiente, y ya alargaba la mano el
de los mostachos para coger de pasada el pañuelo que lo señalaría

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como vencedor cuando cerca como estaba vi perfectamente que el
hideforros del marqués, con las bridas de su propio caballo, azotaba
el rostro del pobre animal que su rival cabalgaba, con tanta fortuna
(o habilidad) que no sé yo si le dio al pobre equino en un ojo, pero
corveó y tropezó, echando a su jinete en tierra. Nada le impidió al
fullero arrancar el pañuelo de seda y nadie se interponía entre él y su
mal ganado triunfo.
Nadie salvo el aquí presente, que no es que me guste ganar, es que
soy de mal perder cuando veo tan malos modos. Estábamos ya de
vuelta hacia los que el espectáculo contemplaban cuando me colo-
qué junto al hideputa del marqués, que se giró y me miró extrañado,
como preguntándose quién era yo y de dónde había salido. De todos
modos picó espuelas, y al ser su caballo mejor que el mío, el premio
se lo llevaba seguro… a no ser que hiciera una de mis triquiñuelas de
valentón, que en el amor y en la guerra todo vale, y si esto no era una
guerra que bajase Cristo bendito a dar la razón.
Espoleé con gran entusiasmo mi montura, con tal… «torpeza» por
mi parte que mi codo chocó contra la cara del marqués, que ya se ha
dicho que andábamos muy parejos y pegados, y el hombre se sintió
arrancado de la silla y cayó al suelo. Recogí de una revolada el lienzo,
y con mis mejores maneras de gentilhombre se lo entregué a doña
Marina, que me sonrió con disimulo mientras los criados recogían al
maltrecho marqués, que sangraba abundantemente por la nariz. Se
me quedó mirando de fijo un buen rato, sin duda para aprenderse de
memoria mi jeto, y yo pensé para mí que tenía que poner un nuevo
nombre en la lista de mis enemigos declarados, porque este, a mi fe
que ya lo era.
—Espera a mañana —pensé para mí—. Que si te crees que esta es
la única andas más que errado…
Por desgracia no conocía aún al marqués, y no sabía que no era de
los que dejan para mañana lo que pueden hacer que les hagan hoy.

El cazador…
Tras la cena, la siguiente distracción con que nos obsequió nuestro
anfitrión fue un baile, no una de esas mojigangas a las que huer-
ced sabe que soy tan aficionado, ni una plebeya chacona, sino uno
de esos bailoteos elegantes y ceremoniosos, de música de cámara y

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pasos mesurados. Y este pobre jaquetón, al que mucho le dolían los
pies por el zapato blanco que llevaba, se encontraba en tal ambiente
como un pez volando entre las nubes. Por un momento fugaz se me
pasó por la cabeza que podía tratar de sumarme a la danza, vive
Dios, que donde estuvieres, haz lo que vieres, y no podía ser más
difícil que acostumbrarse a beber cerveza, y bien que lo había hecho
yo en Flandes. Pero juzgando que un servidor sabe lo que sabe, y
eso es menear las manos con armas en ellas, y no hacer lo propio con
los pies en mitad de baile cortesano, fuime muy ceremonioso hasta
donde estaba doña Marina, que al fin y al cabo venía yo como acom-
pañante suyo, y con esto de mi natural prudencia (y el no saber muy
bien cómo estar ni qué hacer) no me había acercado a ella en toda la
tarde. Al verme venir ella, muy avisada, se disculpó de las damas
con las que hacía corrillo y me pidió el brazo, pues le apetecía salir a
tomar el fresco. Y así que salimos a la terraza, como dos enamorados,
dejando un corrillo de chismorreos tras de nosotros.
—Buena cosa hicisteis en la cabalgada, señor mío —me felicitó la
madre del conde—, que ya veo que elegí a un paladín con redaños
para que peleara por mi causa y para luchar contra nuestros enemi-
gos. Pero a veces lo más valiente no es lo más prudente. Don César
se ha fijado en voacé, y os aseguro que es mal enemigo. No intentará
nada contra mi hijo esta noche, que lo que tenga que pasar ha de pa-
recer accidente, y no asesinato. Pero eso no reza para vuestra merced,
que sois persona menor y al igual os tiene reservada alguna mala
sorpresa para antes de que salga el sol. Tratad de descansar, que el
día de mañana ha de ser por fuerza largo, pero hacedlo con un ojo
abierto, si es que podéis hacerlo.
—No se apure por mí, mi señora, que bien que sabré yo cuidar de
mi pellejo y del de vuestro hijo, que un trato es un trato y nunca se ha
dicho de este jaquetón que haya dejado trabajo a medias.
Me miró doña Marina con gesto muy peculiar, y me dijo antes de
alejarse:
—No os confiéis en exceso, señor mío, que no dudo yo que seáis de
lo más peligroso en calleja oscura, pero en este mundo en el que vivo,
las puñaladas ni se ven venir, ni son tan limpias.
Tras ello se alejó, camino de su aposento, y yo hubiera hecho lo
mismo si no me hubiera salido al paso mocita rijosa, rubia como tu-
desca y con el corpiño de la saboyana tan abierto que poco dejaba a la

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imaginación, que tenía las barrocas carnes bien prietas y a su punto
de sazón.
—¿Cómo? —me espetó con fingida indignación—. ¿Un gentilhom-
bre tan apuesto y tan bravo, que no baila? ¡Es gran insulto para no-
sotras, las damas, y si no queréis que la cosa vaya a mayores, habréis
de remediarlo al punto!
—Mi dama —dije retorciéndome maquinalmente el mostacho—,
no es injuria sino discreción, que viéndoos tan grácilmente danzando
nada podría hacer sino estropear el espectáculo.
—¡Qué decís! —me insistió ella—. ¡Vamos ahora mismo!
Y me arrastró al centro de la sala pese a mis protestas. Maldije al
puto ahembrado que inventó estos bailes, que cuando el pie se quiere
ir a la derecha tienes en realidad que ir a la izquierda, y cuando la
razón te dice que has de mantenerte erguido has de hacer en su lugar
senda reverencia. ¡Ya me gustaría a mí ver a esos lindicos que tan ce-
remoniosos cabrioleaban, verlos en una trinchera en Flandes, con ba-
rro hasta los cojones! Pese a mis torpes modos, la mocita estuvo todo
el rato rijosa y paciente, y me susurró al oído, en un descuido, que
hacía tiempo que suspiraba por un jayán de verdad, que la hiciera
sentirse hembra entera, que le embriagaba mi olor a hierro y sudor,
y que ansiaba que la cabalgara tan bien como había montado aquella
tarde… Y me dijo dónde estaba su cuarto, y que fuera discretamente
por la noche a visitarla.
Y si cree que ahora le voy a contar detalladamente que rompí no
menos de tres lanzas aquella noche en brazos de doncella tal galana
bien aviado que anda vuesa merced, y poco sabe del oficio. Que uno
hace tiempo que sabe que la fruta que te cae directamente al regazo,
sin que tengas que arrancarla de las ramas del árbol, o está agusanada
o está podrida. Que prefiero pecar de prudente a hacerlo de confiado,
así que le solté unas monedas a una criada para que vigilara por mí
la puerta que la dama me había señalado, que más discreta sería. Y
no tardó demasiado en venir a decirme que la damita en cuestión en-
trar no había entrado, pero sí media docena de fulanos, con garrotes
de aspecto recio, que la mozuela reconoció como que pertenecían al
séquito de cierto marqués por mí bien conocido.
En verdad que era la criadita espabilada, y no del todo fea, y si
hubiera querido quizá hubiera pasado la noche en buena compañía,
que hasta parecía bien dispuesta. Pero viendo cómo estaba el patio

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y de qué manera se cocían las habas en esa casa, resolví encamarme
solo, que por lo menos no sería en mala compañía, que me tengo yo
más que conocido, y pocas sorpresas me iba a dar a mí mismo.
Lo cierto es que no dormí mal, salvo por un ruidillo que me des-
pertó a noche cerrada causado por unos visitantes inoportunos que
trataban de entrar furtivamente en mi habitación. Para su mala suer-
te, antes de meterme en la piltra había atrancado la puerta con un
recio sillón apuntalado contra el pomo, con lo que se quedaron con
las ganas de cobrarme las costas. Supongo que, cansados de ver que
no me acercaba al olor de la hendedura de la damita que me habían
puesto de cebo, decidieron hacerme la visita directamente. Y yo ape-
nas abrí un ojo al oír sus sordas maldiciones, revolvime de nuevo en
mi cama y seguí durmiendo con una amplia sonrisa.
Amaneció un día azul y luminoso, excelente para pasarlo en el
campo, y estaba el conde Moscoso no poco satisfecho por ello. Nos
desayunamos ligero, por lo temprano de la hora, que aunque tum-
baollas los hay en todas partes, no es cuestión de hartazgos si vas
a hacer ejercicio recio. Por mi parte me eché al coleto solamente un
buen trago de aguardiente (para entrar en calor, y porque los físicos
dicen que es sano para la bilis) y un par de torreznos. Lindicos hubo
que pidieron, al igual que muchas mujeres, vasos de leche tibia de
burra recién parida, que será muy medicinal, pero que a mí me ha
dado siempre un no sé qué. Fue, ya digo, desayuno informal y apre-
surado, pues luego, a media mañana, ya se haría un alto en la cacería
para hacer un almuerzo en condiciones.
Pasó ante mí el marqués de Villascusa, vestido todo él de verde, «a
la cazadora», creo que llaman los lindicos a tal traje. ¡Lástima que lle-
vara la nariz toda roja, tumefacta e hinchada, fruto del tropiezo de mi
codo con su napia, que ya se sabe que nunca conjuntaron bien el rojo
con el verde! Iba, como siempre, seguido de cerca por Blasillo, con
sus eternos ropajes negros, y ambos me miraron bien de fijo, con no
poco rencor, cual si yo fuera un hueso de aceituna que se les hubie-
ra atravesado en el gaznate. Eran ojos que anunciaban muerte. Y yo
tuve que reprimir mis modales de jaque, que aunque en mi ambiente
eso hubiera dado lugar, teniendo en cuenta los sucesos de la pasada
noche, a retorcimiento del mostacho, un mascullado «vive Dios» y
echar mano de la filosa allí mismo, no estábamos en mi mundo sino
en el suyo, y tenía que jugar este juego según sus reglas. Así que forcé

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una sonrisa boba y le hice un exagerado saludo con tres vueltas de
sombrero, que ignoró mirando para otro lado. Me consolé pensando
que le llevaba dos de tres, y que lo que tuviera que pasar, hoy sin
duda sucedería.
Montamos los que íbamos a participar en la cacería en caballos,
mientras que los acompañantes lo hacían en carrozas. Me sorprendió
ver no pocas amazonas entre los jinetes, que lucían graciosas cara-
binas. A los hombres nos dieron los más pesados arcabuces de caza.
¡En verdad que eran demasiadas bocas de fuego para mi gusto, en
este lugar donde no distinguía yo al amigo del enemigo! Mi señora
doña Marina, ni que decir tiene que por su ya más que cierta edad no
iba a participar en la cacería, así que se debía de conformar con ir en
carroza hasta donde los criados prepararían el almuerzo. Las normas
de etiqueta, que a eso llego, no me juzgue huerced tan ignorante,
exigían que me quedara con ella, pero no estábamos ninguno de los
dos para protocolos ni tonterías, que ella se jugaba la vida de su hijo
y yo mi venganza. Así que cuando me acerqué no dijo nada, que todo
lo que había que decir estaba ya dicho. Se limitó a atarme entorno al
brazo el pañuelo de seda por el que había cabalgado la tarde de ayer,
y aunque no estoy muy seguro, creo que es costumbre antigua, de los
tiempos de la reconquista contra los moros, el que las damas dieran
una prenda a sus paladines cuando iban a lidiar por ellas. Sea como
fuera, por fineza lo tuve, con orgullo lo llevé… y a mi fe que no creo
que andara errado. Me toqué simplemente el ala del sombrero con
dos dedos a modo de saludo, y sin más me uní a los que ya cabalga-
ban a la zona donde los monteros habían dirigido la caza.
Me sorprendió, y no poco, que tanto madonna Cosima como su
acompañante el tullido demediado montaran sendos caballos, no
tanto por ella sino por él, aunque picado por la curiosidad me fijé y vi
que estaba el hombre prácticamente atado al caballo, con un curioso
sistema de correas. Que ya se sabe que el ingenio, en muchas ocasio-
nes, suple cualquier deficiencia. Dos bocas de fuego más a tener en
la cuenta… y seguía sin saber si eran aliadas o enemigas. En verdad,
ya no me quedaban números en la cabeza para saber cuántas llevaba.
Había requerido de nuevo el caballo huesudo y dentón con el que gané
la cabalgada la tarde anterior. Me miró reconociéndome, y aunque sé que
los caballos no pueden sonreír, juraría que este lo hizo. Lo azucé y respon-
dió sin necesidad de espuela, y pronto me distancié del grueso de la tropa,

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que la mayor de ellos iban al paso, sin duda pensando más en el almuerzo
que en la caza. Mascullé para mí que bien que se iban a adelgazar algunos,
si tenían que comer de lo que forrajearan, en campaña contra los herejes.
Contaba yo con seguir desde lejos al marqués y a Blasillo, pensan-
do que estos, a su vez, acecharían al joven conde para asegurarse que
tuviera «su accidente», pillarlos con las manos en la masa y arreglar
de una sola estocada el problema de doña Marina y el mío. Por ello
juzgue su merced mi pasmo cuando vislumbré al conde que se me
iba, exaltado por la caza, por un lado, mientras que el marqués y
su sicario se alejaban por otro bien diferente. Me quedé un rato ras-
cándome la testa, y supongo que con las uñas abrí paso a una idea
que pugnaba por entrar en mi dura mollera, y cuando por fin entró
iluminándome la sesera me hubiera dado yo solito de golpes contra
las piedras, por mamacallos y anublado. No iba a ser el perro de Blas,
que tanto había exhibido su amo, el que asesinara al conde, ¡sino otra
gente pagada, y cuidadosamente escondida hasta ahora! Sospechas
sobre el marqués habría, es evidente, pero ¿cómo culparle? ¿Qué iba
a hacer ahora? ¿Seguir al marqués y a Blasillo para que los cazadores
se convirtieran en presas? ¿O vigilar al joven conde, como me había
pedido doña Marina, sabiendo que su vida peligraba por obra y gra-
cia del marqués? ¿Qué era más importante? ¿Salvar a un godo vivo
o vengar a un gandalín muerto, por mucho que fuera mi hermano?
Fue entonces, cuando lamentaba no poder partirme en dos para que
cada mitad se fuera por su lado, cuando se me apareció un hombre de-
mediado: el mismísimo vizconde, que con su particular parla me dijo:
—Señor Jaquetón, no se me quede ahí parado todo el día, que
hay trabajo que hacer y poco tiempo para hacerlo. ¡Seguidme, si
es que vuestro jaco puede aguantar el paso del mío, que solo lleva
media carga!
Y sin más me dio grupa y se fue, y yo que lo seguí, pensando que
su media cabeza tendría más seso que la mía, y maravillándome una
vez más de ese hombre, que pese a ser cojimanco no permitía que
otro que no fuera él se burlara de su deficiencia y se esforzaba siem-
pre en demostrar que era más hombre con la mitad de sus miembros
que los demás con el cuerpo completo.
Donna Cosima nos esperaba en un altozano, resguardada tras
unas rocas, una capa oscura cubriendo su níveo avío y el ojo pegado
a esas lentes italianas que llaman catalejos, o algo así.

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—Ahí está vuestro hombre y su guarda, señor jaque —me dijo
cuando nos vio llegar. En ese claro de ahí. Si de verdad tenéis una
deuda de sangre, este es el momento de cobrarla.
Cavilé para mí que cierto era, y que no tendría mejor ocasión que
esta. Pero aunque lo que el cuerpo me pedía era ir a por ellos espa-
da en mano, el matar con el acero sería negocio demasiado lento. Y
como iba con prisas, sin decir palabra descolgué de la silla el arcabuz
y fuime a por ellos. Quizá no cazara ese día un jabalí, pero a fuer de
mi fe que mataría un cerdo.
Me coloqué tan a su vera como me pude sin que me notaran, y apunté
con calma. Pese a que no era disparo fácil, me daba ventaja el hecho de
que el conde no estaba receloso en absoluto, antes al contrario, parecía
contento, el muy patán, aplicándose ungüento para mejor disimular las
rojeces de su napia patatera. Tal se diría que se estuviera preparando
para una cita galante. Pero no tenía yo tiempo para pararme a pensar
en ello. Respiré profundamente, solté aire despacio y apreté el gatillo…
Creían los antiguos que la Justicia es una diosa de ojos cerrados, o
al menos eso he oído. Tal pudiera ser, pero ese día abrió por lo me-
nos uno, pues el tiro me salió certero, y el marqués cayó muerto en
el acto, cosa segura, pues apunté a su cabeza, y no me hagan voacés
tener que explicarles cómo es una herida de bala cuando da de lleno
en el cráneo… Decía pues que cayó el amo como un fardo, buscó
resguardo durante un instante su sicario, temiéndose otras bocas de
fuego, y yo me escabullí de vuelta a mi jaco. Me encontré a madonna
Cosima ya sobre su montura, con una pistola en la mano, y al vizcon-
de con el acero desnudo. Me temí treta por un momento, pero me en-
gañé, que ambos se fueron hacia donde estaba el tal Blas, diciéndome
la italiana al pasar junto a mí:
—¡No han de quedar testigos!
Demasiada ayuda me prestaban ese par… pero no tenía tiempo de
pedir explicaciones. ¡Había que salvar a un conde!

… Y su presa
A todo galope deshice el camino tratando de encontrar la senda por
donde se habían ido los cazadores. Pero cavilé que no era entre el
grueso de la tropa, ni con la algarabía de los perros donde tenía yo
que buscar, que el asesino o asesinos querrían ser discretos, como

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había sido yo. Y el joven conde, de natural fogoso y con la arrogancia
propia de la juventud, querría cobrarse una presa él solo, para que
mayor fuera su hazaña.
Y ahí que me andaba, en medio del bosque, sin saber qué hacer ni
cómo encontrar una aguja en un pajar, cuando se me apareció uno de
los criados del conde, portando un perro que andaba cojo, me supuse
yo que por un accidente.
—¿Por ventura no habrás visto a tu amo el conde? —le pregunté
sin demasiada fe.
—Pues lo cierto es que sí, mi señor. Hacia allí lo vi alejarse no ha
mucho, acompañado de algunos monteros, que al parecer habían en-
contrado un rastro reciente de algún animal que se ha escapado de
los perros.
—¡Por mi fe que de perros y de caza va el juego! —le dije a modo
de respuesta, dejándolo allí plantado mientras salía al galope.
Me llegué al trote a la zona que el buen criado me había indicado,
y desde una pequeña elevación vi que, en efecto, allí estaba el joven
conde con dos monteros. Estos ya debían haber ojeado a la presa,
pues el conde de Moscoso estaba ya desmontado, con el arcabuz
presto, acechando entre los matorrales. Por las precauciones que to-
maba, quizá fuera un jabalí lo que le habían dicho que por allí se
escondía.
Y no me vine ni demasiado pronto ni demasiado tarde, que quizá
fuera verdad eso que dicen los curas, que los justos tienen un ángel
de la guarda que vela por ellos. Pues fue en estas, y no antes ni des-
pués, cuando el montero que le sujetaba el caballo sacó a su espalda
una pistola de silla, con la que apuntó a su amo. Y como digo yo que
era una manera más bien rara de cubrirle las espaldas, como no fuera
de plomo, resolví que había por fin encontrado al asesino.
El problema es que, como no me diera prisa, me encontraría tam-
bién con asesinato y cadáver. No podía usar de nuevo el arcabuz,
pues aunque estábamos de caza y bestia más peligrosa que el hombre
no hay, con las prisas no había tenido pensamiento de recargarlo de
nuevo, ni siquiera tiempo para hacerlo. Así que hice lo único que
podía hacer:
—¡Cuidado, mi señor! —aullé a modo de aviso—. ¡Peligro!
Y picando espuelas cargué contra ellos, mientras desenvainaba la
ropera. Sin duda debió ser muy bizarra estampa, pero la cosa no pasó

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de ahí. Que ya lo dicen los que saben, que esgrimir encima de un ca-
ballo ni es esgrima, ni es nada. El jaco hizo un requiebro cuando yo
menos lo esperaba, que resabiado y listo podía serlo, pero a la guerra
nunca había ido, y lo de embestir a un ser humano como que no le
pluguía. Total, que me quedó corta la estocada… ¡Y lo peor es que
el fulano, juzgándome más peligroso que al conde, giró hacia mí su
boca de fuego y apretó el gatillo!
Viéndolo venir me tiré del caballo, evitando que el plomo encontra-
ra mi carne. Ya en el suelo, aturdido por el costalazo, oí un segundo
disparo. Por lo menos con tanto tiro a boca de jarro los caballos (empe-
zando por el mío) se asustaron, lo cual me dio cuartel para recuperar
en parte mis sentidos, que ya me venía el fulano desenfundando una
de esas espadas de caza, cortas y anchas, que se usan para el despiece
de los animales. Desde el suelo usé un viejo truco de Flandes, dándole
una patada en la rodilla, que creo que se la descoyunté si no se la rom-
pí, y mientras caía entre no pocos quejidos me alcé yo, buscando a su
compinche. Fue entonces cuando descubrí que el segundo disparo ha-
bía sido fuego aliado: el conde podía ser confiado y bonachón, que lo
era, y creer en la bondad humana, que creía, pero a la hora de jugar al
envite de espadas, prefería salir vivo que muerto, y le había descerra-
jado un tiro al asesino que tenía más cercano, que ahí agonizando es-
taba, con un boquete en las tripas. Así que solo restó que mi hermana
de Toledo le acariciara el gaznate a mi oponente, y el frustrado asesino,
viendo cómo habían cambiado las tornas, poco podía hacer ya… salvo
mearse en las calzas, pedir clemencia y cantar como canario.
—¿Quién? ¿Quién te ha pagado para matarme, miserable? —gritó
el conde.
—Fue el marqués de Villascusa, mi señor —balbuceó nuestro pri-
sionero—. Nos prometió hacernos ricos y que nada nos pasaría, pues
si lo hacíamos como él lo había planeado, nadie sabría nunca nada…
—Y luego el tal Blas os daría lo pactado en lugar discreto, ¿no?
Tragó saliva el desgraciado, asintió sin acertar a encontrarse la voz.
—Eres un mamacallos, tanto o más que tu compañero. Blas os hu-
biera pagado con una cuarta de acero en las entrañas, no con bolsas
de oro. Le salíais más baratos al marqués muertos que vivos, con el
beneficio añadido que los muertos ni pían ni gargolean.
Al joven conde se le mudó el rostro, que no pensaba él que pudiera
haber gente tan ruin, y me dijo con voz grave:

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—Mucho me avisó mi buena madre, y no la escuché. Pero nada
impedirá que ahora el marqués pague por sus crímenes… Por esos
crímenes de los que me hablaron y no creí.
Sacudí la cabeza, monté en el caballo, que me había venido con la
cabeza gacha, como disculpándose de la mala pasada que me había
jugado. Desde la silla miré al conde y le solté:
—No creáis tal, pues el marqués no pagará. Está pagando ya… en
el Infierno.
Me miró como si me viera por primera vez, y susurró:
—¿Quién sois?
Lo saludé llevando mi dedo al ala del sombrero, sonreí de lado,
apenas le susurré mientras ponía el caballo al paso:
—Un amigo de vuestra madre… y alguien que tenía una cuenta
pendiente con el marqués.
Y me fui… con un caballo que técnicamente era suyo. Nunca me
lo ha reclamado, y aunque a esta pobre espada a sueldo sus buenos
dineros le ha costado mantenerlo, buenos servicios me ha prestado
y aún lo conservo. Lo bauticé como Clamos, por los grandes dientes
que gastaba y la afición (que pronto cogió, si no es que siempre tuvo)
de darle sendos mordiscos a los que no le gustaban.
Antes de salir de la hacienda me salieron al paso los dos italianos,
montados en sus elegantes caballos y con las armas enfundadas. No
puedo decir que no me los esperara.
—¿Todo ha terminado, señor Jaquetón? —me preguntó la da-
mita italiana.
—Por mi parte sí. El conde está vivo, y supongo que tras el… «acciden-
te de caza» del marqués, su hombre de confianza habrá desaparecido.
Se miraron el uno al otro, sonriendo levemente.
—Dudo que alguien encuentre lo que quede de él. No antes de que
las alimañas desfiguren su cuerpo —me respondió el vizconde.
—Bien, así pues, creo que solo queda que me deis las gracias, mi
señora y mi señor.
—¿Las gracias? ¡Señor jaque, no dudo que seáis bueno matando,
pero os falta seso en la cabeza! ¡Nosotros hemos sido los que os he-
mos ayudado a matar al marqués! ¡Si hay deuda aquí, es vuestra ha-
cia nos! —me dijo con gesto risueño la italiana.
—Mi señor… mi señora… Creo que andáis errados, que quizá en
lugar de escasa manteca tenga en demasía. El marqués estaba donde

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estaba no solo para que no se le imputara el crimen de su primo,
sino porque había sido citado allí por alguien. Posiblemente, por una
dama. Y me inclino a pensar que esa dama erais vos. Bien es cierto
que hubierais podido hacer tercerías con otra señora, pero en ese caso
tendríais que matarla, al igual que habéis hecho con Blas, el sicario
del marqués. Vinisteis a la finca para asesinarlo, y os encantó que este
pobre jaque quisiera hacer todo o parte del trabajo sucio por voacés.
Me ha costado, que tampoco soy tan listo, pero creo que sé reconocer
a otros del oficio cuando los veo, aunque vuestras maneras sean más
finas y sin duda vuestras costas más caras.
Los dos adoptaron un aire serio, se miraron nuevamente de reojo,
me miraron a mí. Y yo les miraba a ellos. Ella a fuer que tendría una
turquía preparada, él tardaría más en desenfundar su acero, si es que
no portaba oculta otra arma de fuego. Yo llevaba la pistola de silla del
aprendiz de asesino del conde bien cebada, y a punto. Si aquí iba a
correr sangre, no toda sería mía.
Masticamos los tres ese sabor espeso que trae el viento cuando
ronda cerca la muerte… y luego el momento pasó.
—No nos gusta dejar testigos… Pero ningún testimonio habrá de
lo que aquí ha ocurrido… ¿Verdad, señor Jaquetón? —me dijo la ita-
liana con un ancha sonrisa.
—Bien sabéis que no por mi parte, mi dama, que soy de los discre-
tos. Al igual que yo sé que el marqués se había hecho muchos enemi-
gos, y si no lo mataba este pobrico alguien acabaría haciéndolo.
—Idos pues, señor jaque… Idos en paz y con el bien de Dios… o del
Diablo, como prefiráis. Si volvemos a vernos, espero que me vengáis
por el lado bueno, para que pueda veros venir —dijo el vizconde.
—Tal cosa haré… a no ser que venga a mataros.
—Sería una lástima que lo hicierais… ya que en tal caso tendría
que mataros yo —me contestó con una sonrisa radiante la italiana.
Y pasé entre ellos, mi caballo al paso, casi esperando oír un tiro a
mi espalda, notar el impacto en la corcova y no ver nada más. Pero
nada dello sucedió. Aunque frecuentáramos ambientes diferentes, en
el fondo seguíamos siendo gentes de un mismo oficio, y aún hay cier-
to honor y respeto entre los de la liga.
Y supongo que cree huerced que aquí termina mi relato, pues la
sangre derramada de mi hermano por fin había sido vengada…
Y no fue tal. Aún le falta un sainete a este drama, y bien que me lo sabía.

69
El asesino
Aporreé la puerta trasera, la de la cocina, hasta que pareció que el
edificio mismo iba a derrumbarse. Finalmente se abrió, apenas una
rendija, y dando una patada la abrí entera. La que estaba detrás cayó
espatarrada, y la pistola que portaba se fue bien lejos. Yo entré, cerré
la puerta tras de mí y la miré a mis pies.
—Hola, cuñadita —le dije a Margarita—. Me parece que tendría-
mos que hablar.
Vi una mano saliendo de las sombras, tanteando en busca de la
pistola caída, pero no puedo decir que no me lo esperase, así que
pasé de una zancada por encima de mi cuñada y le planté la ropera
en el gaznate…
… a mi hermano.
—Hola, Alvarito… ¡Qué buena cara haces para estar muerto! ¿No?
Álvaro me miró con el semblante demudado, mientras me hacía
con la pistola. Luego retrocedí un par de pasos, jugueteé con ella en
la mano, como pensativo. Por fin reunió arrestos para decir:
—Tú… ¡Tú sabías que yo no estaba muerto! ¿Cuándo lo supiste?
Me encogí de hombros, casi disculpándome.
—Casi desde el principio. ¿Sabes? Fui a presentar mis respetos a
tu cadáver. Y aunque le machacaste bien la cara a ese desgraciado,
no hiciste lo mismo con el resto de su cuerpo. ¡Corpo de Mahoma, Al-
varito, que hemos mamado de la misma teta! ¿De verdad creías que
no me fijaría en sus marcas de nacimiento, sus cicatrices, las callosi-
dades de sus manos y la forma y tamaño de sus dedos? No, ese des-
graciado y yo no éramos cachorros de la misma camada: ese cuerpo
no era el del otro hijo de mi madre. Y eso me picó la curiosidad, y me
hizo ser menos directo que otras veces. Así descubrí que el marqués
en verdad que merecía la muerte… y decidí darte el gusto. Y bien,
hermano, siempre fuiste más listo que yo, y hay cosas que no entien-
do de todo este embrollo que has montado… ¡Así que haz el canario
y empieza a soplar el canuto, que quiero oír muchas explicaciones y
tú vas a dármelas todas!
Álvaro sonrió, con una mueca lobuna que pocas veces le había vis-
to antes, y acercándoseme para que la confidencia fuera más propi-
cia, me confesó:
—Verás, hermano —me dijo cínicamente—, no sé si te has entera-
do que el pobre conde de Peñaranda, señor de mi prójima y de un

70
servidor, tiene el seso más sorbido que el Quijote ese del que escribió
Cervantes. Y como siempre he tenido de labia lo que tú de mala cabe-
za, no me costó mucho camelármelo para que me prohijara, hacién-
dome heredero de todos sus bienes. ¡Magra fortuna, que, como ves,
esta mansión suya en la que servimos se cae a pedazos, y de lo único
que tiene mucho es de desconchados y miseria! Pero era el conde pa-
riente del marqués de Villascusa, un fulano amigo de ganar pleitos, y
como quien cría fama puede echarse a dormir, se me ocurrió un plan:
convencí al viejo chocho que pleiteara por un caso perdido, una ni-
miez que ni ante un juez borracho podría ganar, algo que no haría
sino reírse al marqués. Y luego, entre mi mujercita y yo empezamos a
murmurar entre los criados. No sé si sabes que el marqués tenía la cos-
tumbre de despachar por la posta a quien le estorbaba, o amedrentarlo
maltratando a la servidumbre. La guinda del pastel la puse cuando
me llevé de la casa a Hugo, uno de los criados, con una excusa que no
recuerdo, y lo asesiné. ¡Sí, hermano! ¿Creías que eras el único capaz
de matar por dinero? ¡La diferencia está en que yo mato por mucho
más que tú! Maté al pobre Hugo, que era de complexión parecida a
la mía, y le machaqué la cara hasta convertirla en papilla, para que no
lo reconocieran. Le puse encima algunas de mis ropas y me marché.
Margarita hizo el resto. ¡Yo estaba muerto! Y tú me vengarías. Una vez
muerto el marqués, el conde heredaría una buena cantidad de pose-
siones, por ser pariente suyo legítimo, y luego… Bueno, es viejo. No
tardará mucho en morir. Y todo irá a parar, entonces, a su hijo adopti-
vo… Es decir, a mí. Todo hay que decirlo, has cumplido como el buen
jayán que eres. Mataste al marqués, que ya es noticia sabida en todos
los mentideros lo de su «accidente», y vengaste mi sangre derramada.
Una pena que no haya tal, pues sigo vivito y coleando.
Me quedé mirando a mi hermano, un buen rato, cuando acabó su
confesión. Vi la ansiedad en su mirada, que se troncaba poco a poco
en la esperanza, y luego en la certidumbre de que yo no lo mataría a
sangre fría. Finalmente me alcé, dejé la pistola de Álvaro sobre una
mesita baja y le di la espalda para irme. No había dado dos pasos
cuando oí el perrillo del percutor chascar al montarse:
—¡Siempre serás un necio, hermano! —me gritó—. ¡No te voy a
dejar vivo, sabiendo lo que sabes, para que seas una sangría constan-
te en mi hacienda! Pues como mi sangre no se derramó, es justo que
se vierta la tuya… Sabes demasiado, y por ello has de morir.

71
Y apretó el gatillo.
Y nada sucedió.
Nada, salvo que yo me giré, con la espada a punto, y se la hundí
en el pecho. Se le cayó el arma de la mano y me miró sin entender,
boqueando sangre, y yo le puse bajo las narices el pedernal que ha-
bía quitado disimuladamente del percutor mientras me hablaba. Que
como buen soldado viejo que soy, sé hacer tal cosa a oscuras y sin
mirar el arma siquiera.
—Sin esto, hermanito, el arma no dispara…
Retiré el arma y cayó al suelo para no levantarse más.
Limpié maquinalmente la hoja de mi toledana mientras miraba el
cadáver de mi hermano Álvaro, que yacía a mis pies. Sentía un re-
gusto amargo en la boca, y escupí asqueado, como si eso me fuera a
limpiar el alma de mi mala conciencia. Y barrunté para mí, mientras
daba la espalda a mi cuñadita, que lloraba desconsolada y que ahora
sí que era realmente viuda, que no había andado yo desencaminado.
Que desde el principio me había olido la naturaleza del negocio. No
había sido cosa de Justicia, ni de Honor. Solamente de codicia y de
muerte.
De oro y de acero.

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Vendimia en el estaribel (2)

Bien sé que voacé es hombre de mundo, letrado e instruido en lati-


nes. Pero también sé que hay cosas que desconoce, pues el único que
lo sabe todo es Dios. Y entre las cosas que me ignora, me supongo
que será cómo es y funciona el Estaribel, para otros llamado Tranco,
Angustia, Bolsón de la Horca, Casa de Poco Pan, Cesto de Culpas…
Aunque uno de esos escritorzuelos que corren por la Villa acertó del
todo, o al menos eso pienso yo, cuando la llamó «El lugar donde toda
incomodidad tiene su asiento».
Os contaré pues, para empezar, que el portero que me recibió no
era bastonero, es decir, que no era un guardia, sino un preso como los
demás. Que no se alborote al aula, que es cosa habitual, y pensándo-
lo bien, hasta práctica: ¿qué mejor que un lobo para tratar con otros
de su misma camada y condición? ¡Que malo sería que hubiese una
oveja, por muy grande que fuera el garrote que gastara!
El que me tocó en suerte, según supe luego, respondía al nombre de
Bartolomé «el fraile», pues tenía como antiguo oficio el ejercer de bigar-
do, que es el nombre que reciben los pícaros que, haciéndose pasar por
religiosos, van de milagreros o, lo que es peor, de vendedores de bulas
falsas. Y no dejan de tener cuajo, pues la Santa tiene escaso humor para
tales bromas, y gusta de hacer quemadero de blasfemos con ellos. Así que
el tal Bartolomé ejercía en el estaribel de preso de confianza no para ganar
su libertad, sino la falta de ella, que el día en que la justicia seglar lo soltara
lo acogería con amorosos brazos la eclesiástica… y era ese un abrazo muy
«caluroso», si me permitís la chanza. Así que alargaba el fulano su estan-
cia a base de untos al alcaide, don Cosme Grajas que se llamaba, untos que
sacaba de los dineros que esquilmaba a sus compañeros de tranco.
Era el tal «fraile» (por si voacé anda curioso con los detalles) hom-
bre recio de cuerpo con poblada barba piojosa, que lucía, por contra,
una muy escasa cabellera sobre la testa, aunque suplían dicha falta
abundantes ronchas de sarna. Añadiré a mi esbozo una boca podrida
en la que escaseaban los dientes, y una nariz grande, roja y venosa,
de buen bebedor, y creo que ya me ha quedado el cuadro completo.
Me miró el tal fulano con ojo astuto, con una sonrisita más falsa
que un Judas pelirrojo, y con voz muy untosa me soltó:

73
—Bien, mi señor hidalgo… ¿y dónde le buscamos a voacé acomodo?
—¿Acaso tengo dónde elegir?
—¡Por supuesto! ¡Hasta en el Infierno le deja el Diablo elegir a los
pecadores en qué caldera se van a cocer para toda la eternidad! Y
como esto no es el Infierno (aunque algunos digan que se le parece),
os he de decir que tenemos calderas… y calderas. Si voacé hubiera
venido aquí con malos modos, sin mostrar modales ni dignidad, pa-
taleando y traído a pura fuerza por los corchetes, o lo que es peor, se
hubiera resistido con tanta violencia a su arresto que hubiera matado
o herido de gravedad a alguno de los de la ronda que le aprehen-
dió, os hubiesen arrojado en una pallaza, que son celdas diminutas,
apenas lo bastante grandes para que un hombre de mediano tamaño
pueda echarse en el suelo. No hay ninguna abertura en ellas que no
sea la puerta, y lo cierto es, señor mío, que se abre bien poco cuando
hay inquilino dentro. El desgraciado que meten ahí permanece en
completa oscuridad, revolcándose en sus propias heces, y sin oír otra
voz que no sea la suya propia, ya se desgañite a base de gritar o hable
en susurros bien quedos. Una vez al día se le da por único alimento
un mendrugo de pan y un jarro de agua, y a través de una ventanilla
que tiene a ras de suelo la puerta, que ya os he dicho que no se abre
mucho. Los bastoneros tienen expresamente prohibido hablar con
los ocupantes de las pallazas, y evidentemente se les niega cualquier
tipo de útil, libro o manjar, aunque prometan pagarlo a precio de oro.
Hay quien dice, pero suena a exagerado, que tres días allí encerrado
bastan para volver loco al mayor de los cuerdos.
—En verdad el Infierno me describís.
—No ha tal, que puestos a describir males, he empezado por el
peor, y los siguientes son cada vez más livianos: para los tacaños
y los miserables que no tienen donde caerse muertos tenemos los
calabozos, celdas apenas mayores que las pallazas, con un jergón
relleno de paja mohosa para dormir y ahí acaba todo su mobiliario,
que tampoco hay sitio para mucho más. Una claraboya en el techo
va a dar al patio, y por ahí entra la luz y el aire, la lluvia cuando le
da por caer del cielo, y el frío cuando lo hace. También los insultos
y burlas de los graciosos, cuando no, sus escupitajos o sus meos. A
los que demuestran buena predisposición y ya se ve que no dejan
de ser gentes honradas, pero con mala suerte, se les busca acomodo
en el cuartel, que así se llaman los barracones donde se encuentran

74
el común de los presos, y ya se sabe, que donde hay mucho hay de
todo, tanto bueno como malo, pero tanto amontonamiento de gen-
tes no puede generar más que problemas y dolores de cabeza, más
a la corta que a la larga. Por ello, para los hidalgos que se lo puedan
permitir y busquen algo de intimidad, tenemos los encierros, cala-
bozos individuales con un ventanuco que da luz natural. En cada
uno de ellos hay un camastro, una mesa baja, un taburete, un jarro
de loza para beber y un orinal para hacer las necesidades del cuer-
po. Yo mismo le puedo proporcionar a voacé velas para alumbrarse
en la oscuridad, material de escritura y cualquier pequeño lujo que
se me pida… siempre que se pueda pagar, claro está, que gratis,
pocas cosas buenas hay en la vida, y sí en cambio muchas malas.
No tienen nada que envidiar estos calabozos a la más cómoda de las
habitaciones de posada, y yo diría que aun son mejores, pues mu-
chos posaderos pícaros meten a varios viajeros a compartir cama
y estancia, mientras que en el encierro, uno está bien solo, que a
veces lo que parece un mal en el fondo es un alivio, que ya se sabe
que mejor solo que mal acompañado. Y para finalizar, los señoro-
nes nobles pueden alojarse en la sala de los linajes mientras dura
su estancia aquí en la cárcel, en habitaciones que yo diría que son
mucho mejores que las que hay en muchos caserones de hidalgos,
que son más apariencia que otra cosa, como voacé ya sabrá. Hay sa-
lón común donde comer, jugar o simplemente charlar con los otros
alojados de calidad. Y la comida, por supuesto, no es el condumio
grasiento que comen los otros, ni siquiera los bastoneros, sino que
se trae de un figón cercano que está francamente bien. Incluso, si se
empeña la palabra, se puede salir a pasear por la Villa, viniendo a
dormir por la noche, que al fin y al cabo, se está cumpliendo una
pena impuesta por la Justicia del Rey.
Y tras tan largo parlamento por fin calló, y me miró expectante.
Y aquí el hijo de mi madre sabía muy bien lo que me exigía con tan
elocuente silencio, que dentro del estaribel, como en muchas otras
partes, se mide la valía de un hombre por el peso de los ducados que
lleva en la bolsa. Con sonrisa forzada puse un real de a ocho en su
mano abierta, diciendo:
—Excúseme del calabozo, que no me acomoda, y sírvase voacé
alojarme en el cuartel, que entre tanta compañía ya me buscaré yo la
que me sea buena.

75
Se amostazó el portero, no tanto por no hacer mayor sangría a mi
bolsa como por que no sacara los dineros de la faltriquera que lleva-
ba bien a la vista en el cinto, sino porque ojerizó otra medio oculta
por la capa, en el costado. Y muy curioso me preguntó:
—¿Tanto sonante lleváis encima que gastáis dos bolsas en lugar de
una? Que no vais a estar entre banqueros sino entre descuideros…
Que aunque algunos digan que entrambos poca diferencia hay, pues
los dos buscan nuestros dineros, lo cierto es que las hay, de diferen-
cias, y no pocas.
Me sonreí, mostrándole el contenido de mi segunda bolsa: bizqueó
de sorpresa al encontrarse con una piedra redonda, de río, del tama-
ño de una manzana. Y adelantándome a su pregunta, le contesté:
—No es más que un piedro, para que no me vuelen las ropas, que
ya me sé que hay aquí muchas corrientes de aire.
Dudó, y antes de que abriera la boca le puse otra pieza de a ocho
en la mano.
—Que se descabalguen vuestras dudas, que ni es navaja de bar-
bero ni cuchilla de matarife, que son obra del hombre, mientras que
las piedras las hizo Dios, por lo que ningún mal ha de haber en ello.
Y con ocho razones más en la bolsa para dejarme hacer mi volun-
tad, se encogió de hombros el tal Bartolomé, no sin gruñir para sí
(pero no tan bajo como para que yo no lo oyera) que era una pena
que bolsa tan generosa acabase dentro de poco menguada, cuando le
echara mano la jacarandina que se amontonaba abajo.
Y ahí que me fui, dispuesto a representar una comedia que bien
podía acabar en drama para mí. Y eso me hizo recordar la última vez
que fui a corral de comedias, y suspiré para que no fuera aventura
tan accidentada. Aunque me guste más Lope, aquella vez fue obra
de Tirso…

76
En el corral de comedias

Dramatis personae
(por orden alfabético)
Alonso Infante: Comediante con problemas.
Antonio (don): Jovenzuelo con demasiado cuajo para los años
que aparenta.
Blanca de Mendoza: Objeto de deseos varios.
Catalina de Erauso: Monja y alférez.
Cosme: Criado que sabe lo que le conviene.
Jaquetón: Protagonista, narrador y espada alquilada.
Juanillo: Chiquillo espabilado.
Rijoso: Personaje de la carda que ya conocemos, que compra y
que vende, que da y que toma, y que ejerce de intermediario
entre los que buscan y los que encuentran.
Sebastián de Andrade: Ejerce de sobrino un poco primo y un
bastante enamorado.
Y además: Un burlador con mala suerte, un aposentador ambi-
cioso, un grande de España algo menguado, un actor que busca
una oportunidad (y la consigue), tusonas relajadas, valentones
fieros, guros «gallinas» amigos de untos, mosqueteros bravíos,
doctos críticos, vendedores insistentes, mendigos insolentes y
comediantas amigas de enseñar demasiado las piernas en los
bailes. Así como puertas bien cerradas, otras que se abren en
demasía y muchas cosas que no son ni lo que debieran ni lo
que parecen.

77
La loa del burlador burlado
No le gustaba a Cosme andar por las calles de la Villa de anochecida,
que la parte vieja de Madrid es demasiado amiga, para su gusto, de
recovecos y estrecheces. Además, cualquier buen vecino puede va-
ciar su bacinilla sobre una cabeza descuidada, gritando el preceptivo
«agua va» cuando el «agua» ya le ha bien rociado a uno. Con todo,
los criados no pueden hacer otra cosa que obedecer, y cuando el ena-
moradizo de su amo supo que algo sabía de tocar la guitarra (mal
haya fuera la hora en que se le ocurrió comentarlo), se lo asignó como
acompañante de sus salidas nocturnas, cuando iba a rondar a esa
o aquella dama (siempre casadas o prometidas, por supuesto) que,
como buen burlador que se tenía, trataba de conquistar. Escaso había
sido el éxito obtenido hasta entonces, pero el amo no desesperaba,
para desesperación de Cosme, al que no paraba de rondarle por las
mantecas que al final, tanto va el cántaro a la fuente que se quiebra, y
el día menos pensado le darían al señorito burlador algo más que un
susto. Y como persona bien entendida, harto que se sabía la lección
de que las sobras del amo se las come el criado.
Y el día (o más bien, la noche) al parecer había llegado, que Cosme
pronto notó que la candileja que solía alumbrar la imagen de la Vir-
gen de la Almudena, que se encontraba junto a la casa de la dama de
turno de su señor, bien apagada que estaba. Podría ser cosa del vien-
to, si no fuera que no soplaba ni la más mínima brisa. Y la oscuridad
era demasiado oportuna para su gusto.
Por ello tampoco le sorprendió cuando una figura se movió un
poco en las sombras. Y juzgando para sí lo buen amo que el suyo le
había sido hasta entonces, por un lado, y lo que valoraba el pellejo
propio, por el otro, no tardó mucho la balanza en decantarse hacia el
lado bueno, que retrasó el paso, dio media vuelta y echó a calcorrear
como alma que lleva el Diablo, que enseñarle las ancas al peligro no
es tan mala cosa cuando lo que se juega es la salud propia por un
asunto ajeno.
Se quedó así solo el lindico, y tardó un poco más que su sacoime en
darse cuenta de que el dado bueno se le había troncado en fusta, pues
fue entonces cuando le salí al paso. Abrió mucho los ojos, que encon-
trarse de manos a boca con un valentón con pinta de rajabroqueles
no es plato del gusto de nadie. Se me los quedó mirando, como si
nunca hubiera visto otros, el coleto de piel que me protegía el pecho,

78
la ropera que gusto de llevar colgada de un tahalí, a lo matasiete, y la
vizcaína que me cruzaba la faja, que aunque normalmente la escondo
bajo la capa, en la riñonada, aquel día bien a la vista que estaba, que
la quería a mano para el uso que le pensaba dar. Le sonreí de manera
que pretendía ser amigable, aunque me temo que no lo convencí en
demasía, y le espeté:
—Mal anda huercé por estos lares, que ni es la primera vez que los
frecuenta ni la primera que se le avisa. Y como poco caso ha hecho,
ha decidido el dueño de la casa (y de la dama que está tras esa reja)
repetirle lo dicho, quizá un poco más fuerte, a ver si así nos damos
por enterados.
No hice ademán de echar mano a la toledana, pero el frustrado bur-
lador no esperó más, que, o me salió bravo, o se me dio cuenta de con
qué clase de fulano se jugaba las costas, o ambas cosas. Sus dedos alcan-
zaron a rozar la empuñadura de su acero, y hasta allí que llegaron, pues
el lindico había dejado que me acercara demasiado, y estaba al alcance
de mis manos. Lo acibarré por la pechera atrayéndole hacia mí con la
diestra, mientras con la siniestra le sujetaba la garra para que la filosa
siguiera doncella en su vaina. Luego lo volteé para estamparlo contra la
pared cual si fuera un morlaco. Perdió con el topetazo el pobre aprendiz
de burlador el resuello, y antes de que pudiera meter algo más de aire
en sus entrañas lo embestí con toda la mole que Dios en su día me dio,
aplastándolo contra el muro con tal fuerza que noté cómo crujían sus
costillas. Ya ni se me enteró, el pobre paniaguado, cuando le arranqué la
ropera del cinto, pues andaba ansioso por recuperar el resuello, y poco
más. Se dejó arrastrar como un pelele hasta el centro de la calleja, donde
la luna llena algo de luz me daba, y solo cuando coloqué bajo su napia la
vizcaína bizqueó del susto, entendiendo lo que le iba a suceder…
—Vamos a ver, me han pagado para que os haga un chirlo de no
menos de quince puntos. ¡Pardiez que no va a ser fácil! ¡Que bien
poca es la jeta que gastáis! ¡Os voy a tener que hacer varios, para que
me salgan las cuentas!
El pobre lindico con ínfulas de burlador me abrió mucho los ojos,
pataleó, trató de gritar, aunque tenía la boca atenazada por los puros
miedos. Quizá hasta se ensució encima. Por si de caso, le tapé bien la
boca, para que no me hiciera avisón a la gurullada, y con los ojos en-
trecerrados sobre él se fue mi diestra, bien herrada, calculando dónde
hacer el primer corte.

79
Jornada primera: El asunto
de los dos primos

—¿Es cierto lo que dicen, señor Jaquetón? —me preguntó al día si-
guiente el Rijoso en el rincón del figón de maese Viruelas donde des-
pachaba sus negocios—. ¿Qué le dejasteis ayer noche a un fulano la
cara más marcada que el mapa de los caminos reales?
—Ya sabe huercé cómo exagera la gente —le respondí casi a modo
de disculpa—. A mí me pagaron por un chirlo de quince puntos, y
como no se lo pude hacer seguido, pues se lo hice a trozos.
Creo que fue la única vez que vi una sombra de sonrisa en el lado
bueno de la marcada cara del Rijoso.
—¡Vive Dios, señor mío! ¡Que andan diciendo en los mentideros
que fueron seis los cortes que se llevó el pobre lindico, tres en cada
carrillo!
—Eso fue porque no me salían las cuentas. Fijaos bien: un corte
daba para unos tres puntos, así que dos a cada lado eran doce, y el
tercero, o se lo hacía rebanándole la nariz o perdía la simetría deján-
dole un lado con tres y otro con dos.
—Alabo vuestro celo, y sin duda el que os pagó estará satisfecho,
pero el pobre burlador no creo que os ande muy agradecido.
—No creáis, que le pregunté.
—¿Cómo?
—¡Fácil como que hay Dios! Le di a elegir entre recortarle las so-
naderas o llevarse uno de propina… ¡Y prefirió lo segundo! No dudó
mucho, cierto es.
Emitió unos ruiditos muy raros, tapándose la boca y la cicatriz con
la mano, así que le entré diciéndole:
—Y ya que hablamos de trabajo, decidme para qué me habéis he-
cho llamar.
—Habréis cobrado por el chirlo, pero el dinero que rápido va, rá-
pido viene, y no creo que andéis holgado de sonante.
—Eso es algo que nunca sobra. O se gasta en mascar a lo pío, o en
mujeres, o se malgasta. Y no fue el negocio tan cansado como para
que tenga que empiltrarme por unos días. ¿De qué se trata?
—De algo hecho para voacé, señor Jaquetón, que a veces os puede
el sentimiento, y quizá eso os mate algún día. ¿Veis esos jovenzuelos
de allá?

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Los veía. Dos mozuelos imberbes, bebiendo un aloque sin padre
ni madre. Uno aparentaba ventipocos, el otro seguro que no había
llegado aún a rozar siquiera esos años. Vestía el primero a lo soldado,
y llevaba las ropas y la espada con la naturalidad propia de quien en
verdad ha hecho la milicia, y no como lindico que viste a lo capitán
simplemente para fanfarronear. El otro, el más joven, llevaba la capa
corta y la gorra propias de los estudiantes. Se movía poco, con las
maneras propias de quien tiene el cuerpo bien baldado.
—¿En qué consiste su querencia?
—Buscan a un jaque bregado que les cuide las espaldas para un
asunto de mal de amores. Un rapto, con el consentimiento de la
moza. Nada de sangre. Un asunto rápido y discreto. ¿Os hace?
Me hacía, así que me acerqué a la mesa de los zagales.
—¿Sois el jaque del que tan bien nos han hablado? —preguntó el
apariencia soldadesca.
—Puede que lo sea, si el negocio es de mi agrado —le contesté, sin
querer entrar más en el tema hasta no conocer sus detalles.
—Mi nombre es don Antonio, soldado del Rey, y este es mi primo,
Sebastián de Andrade, dos veces hidalgo como yo, aunque mientras
que yo lo soy por la milicia, aparte de por el nacimiento, él lo es por las
letras, que título de bachiller tiene. Por desgracia, eso no es suficiente
para ablandar el corazón de una nobleza que se ha ganado a fuerza
de ducados, y los padres de la damita que él pretende son de tal palo.
—Y ella, ¿es de igual astilla? —inquirí yo con sorna.
—Por suerte no, que es amor correspondido. Así que habrá que
recurrir a la muy tradicional costumbre del rapto. Escamoteamos a la
doncella, la llevamos a un convento a extramuros de la Villa, allí ha-
cemos que un buen sacerdote case a la pareja y la familia tendrá que
aceptar los hechos consumados. Solo necesitamos hombre de cuajo
que nos apoye en tal empresa. ¿Será por ventura voacé?
—Vuestras intenciones son buenas, pero antes de hablar de sonan-
te y de nombres quisiera saber si tenéis un plan, o bien planeáis asal-
tar la casa de la damita a sangre y fuego, pasando sobre criados y
parientes primero y sobre los vecinos y la corchetería después.
Sonrió el que decía que era soldado, aunque pocos años le veía yo
para lo bregado que se hacía:
—Habíamos pensado en algo más discreto. Aprovechar los ruidos
y el tumulto propios de una obra de teatro que se ha de representar

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para llevar a buen fin el negocio, y salirnos luego entre la muche-
dumbre, que cuando hay muchos, es difícil fijarse en uno solo.
El planteamiento me pareció bien, así que tras acordar mi solda-
da ultimamos los detalles: dentro de unos días la moza en cuestión,
escoltada por sus padres y quizá por algún criado de confianza, acu-
diría al corral de comedias de la Cruz para ver la obra de Tirso de
Molina, Don Gil de las Calzas Verdes. La familia había reservado ya
aposento, la localidad más cara del corral, que por las ínfulas que se
gastaban, no podían ser menos. El plan del tal don Antonio era sen-
cillo: alquilar el aposento vecino, acudir la víspera del estreno para
aflojar algunas de las tablas que separan uno de otro, de modo que
cediesen de un golpe no demasiado bravío. En un momento determi-
nado de la representación don Antonio y yo crearíamos distracción
aporreando la puerta del aposento, la damita pasaría al otro lado y
hoy pan, y mañana gloria…
—Es plan simple —comenté. Y en verdad que lo era, pues los apo-
sentos son pequeñas habitaciones de madera con celosías para guar-
dar la intimidad en el interior, y buenas butacas donde aposentar el
cuerpo de los que lo pagan. Que son, las más de las veces, clérigos
que quieren disfrutar de una obra sin que los vean los maledicientes,
nobles y gente de posibles que no quiere mezclarse con la plebe o
amantes que allí se encuentran, que las rejuelas de la celosía bien que
guardan los secretos a los del patio. Me dije a mí que hasta podía salir
bien, y de modo cómodo. Sin embargo, repliqué:
—Tan fácil y simple me parece, que se me ocurren mil modos de
que salga mal.
—¿Habéis servido al Rey? —me replicó don Antonio.
—¡En la milicia, y no apaleando sardinas! —le contesté yo, picajo-
so.
—Entonces sabéis que lo que puede salir mal, seguro que sale
mal… ¡pero nunca de la forma que nos pensamos que saldrá mal! Y
os habréis jugado el pellejo por planes más descabellados que este.
Si el Diablo enseña el rabo, simplemente lo dejaremos correr y hasta
otro día, y buen dinero que os ganareis por nada, señor valentón…

82
Entremés del tal don Antonio
y del bachiller Sebastián

Una vez se fueron los dos primos, le hice una seña a Juanillo, un chicue-
lo de apenas una decena de años que se paseaba por el figón haciendo
recados a cambio de unas monedas. Le lancé un par de ellas y le dije:
—Sigue a ese par, pero con disimulo, y luego vuelve, dime lo que
has visto y otras monedas se reunirán con estas.
Asintió el muchacho y partió como si lo persiguiera el mismo Dia-
blo. Yo me pedí una jarra de buen vino y me dispuse a esperar. Tam-
poco tuve que hacerlo demasiado. En algo menos de una hora tenía
a Juanillo ante mí, con aspecto de estar muy satisfecho de sí mismo.
—He seguido a los hombres que me señalasteis, y han parado en
el caserón de los Andrade.
Se detuvo. Tenía más que decir. Deslicé con dos dedos otras tantas
monedas sobre la mesa, a su vera, y tras hacerlas desaparecer, prosiguió:
—Ya que allí me andaba, pregunté a las criaditas, que siempre son
buena fuente de información para un niño desvalido —Hizo una mue-
ca casi obscena y prosiguió—. El amo de la casa es don Mateo de An-
drade, que está casado con Diana de Erauso. Tienen un hijo que es
estudiante, con mucho de tímido y un algo poeta llamado Sebastián.
Me dijeron que no hace tanto hubo que ponerle compresas de vinagre,
pues el mozo suspira por el amor de una tal doña Blanca de Mendoza,
a la que dedica ardientes versos… ¡y ya ha sido un par de veces apalea-
do por los criados de la casa cuando intentaba recitarlos bajo la reja de
su dama, que la familia della no anda muy en acuerdo con sus rondas!
Hasta aquí, todo encajaba. Pero el bribón del chicuelo tenía algo
más que contar, que bien que se lo veía en sus ojos. Otra vez volvie-
ron a hacer el caminito las monedas, y entonces me soltó lo mejor,
que lo guardaba para el final:
—No está de visita en la casa ningún primo Antonio, ¡sino la her-
mana de doña Diana, una bizarra mujer que suele vestirse de hombre
y a la que la Santa no persigue por gozar de privilegio real y aún bula
del mismísimo Santo Padre!

83
Chacona de la monja alférez
Me aposenté bien de mañana enfrente del caserón de los Andrade, y
rodaron para mi fortuna los dados, que mi presa me salió madrugo-
na y al poco que la vi salir, con el sombrero chambergo bien calado,
jubón rojo, pantalones negros y botas altas de militar, que junto a la
ropera que gastaba, la vizcaína y la capa (que a mi fuer que escon-
dería una turquía) le daban a la legua tufo soldadesco, que no de
soldado. Le seguí los pasos desde lejos, y para mi sorpresa que se me
enfiló a la mancebía de las Soleras, que huercé sabe, pues es persona
avisada, que es la más cara de Madrid, pero que de amanecida bien
cerrada que está, que el que mucho trasnocha, poco madruga. Pero
mi presa llamó por portezuela trasera y pronto le abrieron, como si
le esperasen. Y yo, tras reponerme de mi sorpresa, me decidí a hacer
lo propio, y aporrear el portillo, que para mi sorpresa me abrió una
tusona escasamente vestida, con apenas suficiente tela para taparle
las vergüenzas, que sonriéndose ante mi sorpresa me dijo:
—Pase voacé en buena hora, señor jaque, que don Antonio nos dijo
que vendríais más pronto que tarde.
Y sin más me condujo a saloncito discreto, donde estaba el tal «An-
tonio» muy festejado por las tusonas que le estaban sirviendo vino y
uvas. Se me sonrió en las narices, diciendo con sorna:
—¡No sé si he hecho buen negocio contratándoos, que a la hora de
seguir a otros, sois menos discreto que el Papa en la Meca! Espero
que ejerzáis mejor como fierabrás, que si no, aviados andamos…
—No se me apure vuesa merced, que a la hora de menear la to-
ledana, me parece que ni siquiera sería capaz de darme lecciones la
famosa Catalina de Erauso, la mujer que huyó de convento de clau-
sura donde había sido recluida de niña, vistió de hombre, pasó a las
Indias, y allí sirvió al rey en la milicia, alcanzando por méritos de
guerra el rango de alférez, que de tal modo, al ser descubierta su
condición, todos por «monja alférez» la conocen…
Recalqué el mote al pronunciarlo, y me fue bien, que se le ensom-
breció el rostro a la fulana. Tardó un rato en responder:
—No es mote de mi gusto. Me lo puso maese Montalbán, ese hijo
de judíos amigo de Lope de Vega, cuando me llegué a la península
de vueltas de las Indias, pues con ese nombre hizo obrilla de teatro
en mi honor, falseando hechos y retorciendo palabras. Y yo hube de
tragar con todo, y sonreír además, que tenía pendiente audiencia con

84
el rey, y si no le agradaban mis argumentos me esperaba la Santa
para quemarme por haberle hecho burla a Dios al vestir de hombre
siendo mujer. Que por menos quemaron a esa francesa, Juana creo
que se llamaba.
—Pero la jugada os salió buena, que no solo os fuisteis con bien
sino que se os envió a Roma, donde el Santo Padre os dio bula para
vestir como hombre, y no como la mujer que habíais nacido…
—Tuve que dar un rodeo por Francia y prestar al rey ciertos servi-
cios que salieron mal y por los que se me prometió el título de capi-
tán, que pese a que he vuelto a la Villa y Corte sana y salva, dudo que
me den licencia para formar compañía y servir al Rey en la guerra,
como es mi deseo. Y ahora, señor Jaqueton, a voacé os toca elegir, si
queréis obedecer las órdenes de una mujer en esta pendencia o no
hacerlo…
Fingí meditar un rato, pese a que ya andaba yo decidido desde
ayer noche, que siempre sentí admiración por las mujeres de carácter:
—No estoy acostumbrado a obedecer a una mujer… Pero sí que
lo estoy a servir a las órdenes de un alférez, que antes de poner mi
espada a sueldo del que mejor la pagara, la puse al servicio del Rey,
que paga tarde y mal. Y si el monarca ha decidido confirmaros como
oficial, ¿quién soy yo para llevarle al soberano la contraria? Pero una
cosa me tiene amoscado, y es la compañía con la que os encuentro,
que quería yo tener con voacé estas palabras en lugar discreto, y no
en mancebía rodeado de hembras ligeras de ropaje.
Se me sonrió Catalina, se rieron las tusonas, y fue finalmente la
monja alférez la que rijosa me dijo:
—Dios me dio cuerpo de mujer, pero el Diablo puso en mi alma la
semilla de hombre, pues son las de mi sexo las que me atraen, y no
al contrario. Y pese a no tener carajo entre las piernas, me aprendí de
mocita, en el convento, masajes muy consoladores que alivian a estas
buenas damas, que tras tanto badajo, la campana se queda dolorida,
y hay que mimarla…
Debo confesar que al inicio no entendí, y cuando sí lo hice, lo hice en
demasía, que no recuerdo cuando fue la última vez que me sonrojé…
antes de aquella mañana. Y viendo mi apuro me dijo la monja alférez:
—Así que idos, que lo dicho, dicho queda, y aún tengo que ga-
narme el salario con estas señoras, que me habéis hecho andar
muy retrasada.

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Alcancé a balbucear un:
—Pero… ¿además os pagan?
… Antes de verme, entre risas y empujones, en el centro de la rúa,
con la puerta de la mancebía cerrándose de un portazo tras de mí.

Sainete nocturno
Y así fue cómo me encontré, en compañía de la tan renombrada
monja (aunque de religiosa solo le quedara el nombre) y de su ena-
moradizo sobrino, que antes había pasado por su primo (y que en
verdad eso parecía, además de algo bambarria) ante las puertas del
dicho Corral de la Cruz, uno de los de mayor fama de la Villa. Y
allí, justo en el inicio, empezó a torcérsenos el negocio, que ya no se
enderezó más. Así que si voacé ha andado rijoso con mis desventu-
ras, prepárese, que no han hecho sino empezar. Bien a escuras que
andábamos, que si la luz favorece a los buenos, la noche oculta a
los pícaros. Y en estas que se me giró la tal monja, y como quien no
quiere la cosa me dijo:
—Destrabad el cerrojo, señor Jaquetón.
La miré de hito en hito, antes de replicarle:
—¿Acaso me tomáis por San Pedro? ¡Me pagáis por valentón, no
por descuidero!
Bufó de impaciencia la alférez, mirándome como si esperara que
abriera la puerta por arte de magia. Y como yo me quedé muy quieto,
en la oscuridad, sin hacer tal, finalmente cedió y preguntó:
—¿Y qué acostumbra hacer la gente de vuestra liga cuando no tie-
ne aellas a mano?
Me sonreí por mi pequeña venganza con lo de las damas de medio
manto y respondí:
—Es Corral de Comedias que fue corrala de vecinos, así que aparte
del zaguán que da a los asientos puertas habrá que den a las casas. Y
alguna puerta o ventana estará al descuido, y luego solo será menes-
ter de saltar algún tejado o salvar alguna tapia. Antes de decir Diablo
tres veces ya estaremos dentro.
Bueno… cierto es que fueron más de tres, que si el Cornudo llega
a andar avisón, tiempo le hubiera dado de venir con la corte infer-
nal al completo. Y no es que nos faltara maña ni suerte a la hora de
encontrar hueco por donde colarnos, es que el sobrino de la monja

86
era bastante paniaguado para ciertos menesteres, y hubo que izarle,
arrastrarle, empujarle y hasta dejarle caer en nuestro periplo hacia el
aposento en cuestión. Momento hubo en que todo estuvo a punto de
irse al traste, cuando tras un batacazo al caerse de una tapia empezó
a lloriquear que no estaba hecho para tales modos, y que tenía que
haber hecho lo que juró tras la última paliza que los criados de los
padres de su amada tuvieron a bien darle, que no era otra que en-
trar en religión, recluyéndose en convento carmelita. Lo cual le valió
capirotazo por parte de su tía, que en verdad me dolió hasta a mí,
mientras esta murmuraba:
—Tú es que eres tonto, zagal… ¡Se nota que has salido a la familia
de tu padre!
Nos pusimos por fin en faena, que no era otra que aserrar las tablas
que separaban un aposento del otro, para que, el día del estreno, nos
saliera también bien a nosotros, la representación. Que no hay mejor
comediante que el que antes se prepara el escenario.
—¿Estáis segura que los Mendoza ocuparán este lugar, y no otro?
—le pregunté a la singular alférez mientras me peleaba con una de
las maderas.
—Usé la buena por vieja técnica del palo y la zanahoria —me res-
pondió gruñendo, pues andaba ocupada con el otro madero—: Puse
untos en la mano de la dueña de la muchacha para que me diera
el número del aposento… y le juré por mis glorias guerreras que le
quebraría todos y cada uno de los dientes si me engañaba. Que a las
mujeres, señor Jaquetón, hay que tratarlas con guante de seda cu-
briendo mano de hierro…
Me la miré de reojo, sin saber si me estaba haciendo chanza o no, y
nunca llegué a descubrirlo porque entonces nos saltó el señor sobri-
no, que habíamos dejado a modo de avisón, diciendo con una voz un
poco demasiado aguda que se oían ruidos, ahí fuera.
Tampoco es que anduvieran muy finas las aldabas del bachiller,
que a poco que aplicamos las nuestras bien que lo oímos, que los pa-
dres de semejante trulla bien generosos que la pregonaban. Distinguí
tres voces: una pidiendo auxilio y otras dos, más broncas, diciéndole
que como no parara de calcorrear iban a quebrarle las ancas, entre
otras lindezas. Nos quedamos como muertos, la monja y yo, y hasta
el bachiller enamorado logró componer algo parecido a un silencio,
aunque le salió un poco quejoso y lloriqueante. Para nuestra desgra-

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cia (o quizá la suya) los gritos de los ya dichos comparsas no desea-
dos se nos fueron acercando, en lugar de alejarse, y como la mayor
desventura a fuer que ha de ser la más segura, terminó entrando pre-
cisamente en el aposento donde andábamos con nuestras maldades
un hombrecillo largo de brazos y flaco de piernas, con cabeza de hue-
vo y cuerpo no menos esférico, que al punto me recordó una garrapa-
ta. Le andaban dando caza dos rufos de oficio, con la expresión entre
resignada y aburrida del que da palizas por encargo (expresión que
bien conocía, pues yo mismo la había compuesto más veces de las
que recordaba). A estas que andábamos ya de pie Catalina y yo, y sin
ponernos de acuerdo, hicimos ambos el mismo movimiento: echar
mano a la riñonada, sacar la boca de fuego y tirar del perrillo hacia
atrás. Se meó en las calzas la garrapata, pero no fue menor el susto de
sus perseguidores, que si mi turquía no era milanesa, precisamente,
la de la monja era una de esas raras pistolas de tres bocas que tanto
gustan a los marinos herejes. En el incómodo silencio, nacido de su
sorpresa y la mía, no pude menos que preguntarle:
—¿De dónde habéis sacado semejante afeitadora?
—Se la gané a las cartas a un portugués —me contestó sin dejar de
mirar a los recién llegados.
—Pues no debió de gustarle perderla… —barrunté para mí.
—No… Luego trato de recuperarla.
—¿Y cómo acabó el negocio?
Se encogió de hombros, como si su respuesta fuera la única posible:
—Lo maté.
Y como el asunto tenía su lógica, volví a lo que nos ocupaba, y
chisté a los recién llegados:
—Váyanse voacés por donde han venido y resuelvan sus penden-
cias en otra parte, que aquí andamos ocupados y los mirones nos
sobran.
Andaba la garrapata entre nuestras bocas de fuego y las filosas de
sus perseguidores, y todo el mundo se quedó unos momentos quedo
y quieto, que cuando aparece el sacamuelas, nadie ofrece los clamos
para que empiece la sangría. Al final, a los matarifes debió parecerles
cara la apuesta, que tras masticar un par de maldiciones sobre sus
pasos que se volvieron. La garrapata, en cambio, quedó donde esta-
ba, y cuando Catalina le dijo, visto que seguía quieto como imagen
de santo:

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—Váyase huercé en hora buena, ahora que aún está entero.
Respondió el otro, con unos arrestos que no me sé yo de donde los
sacó:
—Pueden estar el par de rufos aguardándome fuera, y como aquí
me huelo malicia, que no es de hombres honrados ir haciendo yo
sé qué en los aposentos, el precio de mi silencio será que me hagáis
escolta hasta mi casa…
Hasta se sonrió, el necio, mientras Catalina lo miraba sin expre-
sión, el bachiller lanzaba un gemido y yo, resignado, guardaba mi
boca de fuego. Le gustó menos al fulano que, a cambio, sacara la
vizcaína, preguntándole a mi pagadora:
—¿Qué va a ser? ¿Un chirlo para que se acuerde de lo que le con-
viene, cortarle la deshuesada para que no hable o las orejas para que
aprenda a no oír?
Y la garrapata, entonces… se desmayó.

Bululú del cómico desafortunado


Acabamos nuestra tarea y nos fuimos, tras disimular las grietas de
las tablas con algo de unto de cerdo y el mismo serrín que habíamos
creado. Los cortinajes que a modo de tapices disimulaban la villa-
nía de las groseras maderas del aposento se encargarían del resto. Si
todo salía según lo planeado, la mocita desaparecería como por arte
de magia, y hasta que se descubriera nuestra picardía nos daría unos
minutos preciosos para escapar.
A la garrapata nos la llevamos, lo hicimos sentarse en el banco
de una taberna tras despabilarlo a bofetadas y le dijimos que ya nos
estaba contando su historia si no quería que el par de rufos fueran
el menor de sus problemas. Tras trasegarse entre pecho y espalda
una increíble cantidad de Mosto de Toro nos acabó contando que su
nombre era don Alonso Infante (aunque poca hidalguía le viera yo
para colocarse el «don» delante), y que era de profesión cómico (que
es, como voacé bien sabe, profesión apenas menos honrada que la de
descuidero entre los hombres y piltrofera entre las mujeres).
—Pese a ser bueno sobre las tablas del teatro, nunca lo he sido
sobre las tablas del juego, y tanto perder hizo que me empecinara,
y se me metió el Diablo del juego en el cuerpo, que es demonio
que cuando llega ya no se quita. La cosa es que he ido acumulando

89
deudas, algunas las he podido pagar y otras va a ser que no, y una
de las mayores tiene como cobrador a un tal «tío Honorio», que
harto de mis largas envió a ese par de rufos a que me sacaran los
dineros, ya fuera de grado o a la fuerza. Entré en el corral a despis-
tarlos, confiando en conocer mejor donde pisaba que ellos, pero me
salió fusta el dado, que bien acorralado que me tenían cuando me
tropecé con huercés.
—¿Andáis en malos tratos con el monipondio del tío Honorio? —me
exclamé yo—. ¡Ya podéis ir encargando misas por vuestra alma de pe-
cador! Que entre la gente de la liga bien que sabemos que, lo primero
que se pierden cuando se retrasa el pago debido, son las orejas, y tras el
desmirle, van cortando otras cosas de mayor importancia…
Se nos horrorizó el comediante, que tras tragar un algo de saliva y
otro mucho de vino alcanzó a decir:
—Pero… pero… vuesas mercedes protegerán a este pobrico, ¿no?
Me miró Catalina, como disculpándose, y luego le echó al come-
diantucho ojeriza que hubiera amilanado a un tercio entero, antes de
susurrarle:
—Vuestros negocios no son los nuestros, señor Alonso, y por lo
tanto poco nos conciernen. Y si hacéis que así sea (diciéndole por
ejemplo a la gura lo que hoy habéis visto, o habéis creído ver), mi
compañero y yo nos disputaremos el privilegio de llevar en bandeja
vuestras precordias al cofrade que tan mal os quiere, que al igual has-
ta nos llevamos recompensa por ahorrarle trabajos a sus matachines.
Y nos levantamos y nos fuimos, que claro quedaba que lo consu-
mido corría de su cuenta. Al igual que el silencio, si no era tan necio
como aparentaba.

Jornada segunda: Día de comedias


Serían las tres de la tarde del día siguiente cuando me reuní con
doña Catalina y Sebastián, encaminándonos los tres al Corral, y
abriéndonos paso por lo mejor y peor de la Villa y Corte, que a ver
el espectáculo igualmente ante la portezuela se agolpaba: nobles y
escuderos, comerciantes y artesanos, soldados y pajes, escribanos y
lacayos, poetas y rufianes, corchetes y rufos, mujeres de honra cierta
y damas de medio manto de precio más cierto todavía… y eso sin
contar los vendedores ambulantes, que a gritos pregonaban el babel

90
de su mercancía: los avellaneros, buñoleros, requesoneros, pasteleros
y hasta los bodegoneros de puntapié, así llamados porque exhibían
su mercancía sobre precarias tablas colocadas sobre un caballete, que
la mala suerte, la torpeza o la malicia hacían que con extrema faci-
lidad, desde el vino aguado hasta las empanadas de dudosa proce-
dencia, dieran a tierra en buena compañía y mutua comunión. No
faltaban, como es natural, mendigos orgullosos, a los que había que
responder con mucha cortesía el habitual «disculpe vuesa merced,
que no llevo dineros» si no se quería acabar sepultado bajo imprope-
rios y vergüenzas. Dineros que eran objeto también del deseo de los
aliviadores del sobaco, que en toda muchedumbre abundan, con lo
que había uno de ir con una mano en la ropera, y otra en la bolsa. Y
déjeme ya parar, señor mío, que le tengo por hombre de mundo y en
semejantes marañas se habrá andado, y no es cuestión que me trabe
a estas alturas del relato.
La cosa es que entramos muy felices, tras sortear por fin el gentío y
con los boletos del aposento en la mano… para encontrarnos con que
este estaba cerrado, y desde dentro. Catalina, de natural desabrido,
le dio un par de puntadas no sé yo si para destrabar o descerrajar la
puerta, a lo que una voz de hombre, brusca y huraña, respondió:
—¡Anda ocupado el lugar! ¡Búsquese voacé otro acomodo!
Apareció como por arte de magia el aposentador, que hasta un
tientaparedes hubiera visto que andaba a la zaga, y aun me olió peor
el negocio cuando surgió acompañado de cuadrilla de guros, con
menguado alguacil incluido.
—Dispensarán vuesas mercedes —dijo melosamente el aposenta-
dor, ensayando sonrisas nerviosas, que no contaba con la pinta rufia-
nesca de Catalina ni de la mía—, pero el gentilhombre que ha recla-
mado el aposento es persona principal, y no sé si ucedes saben que,
en tal caso, es obligación ceder el lugar, aunque ya se haya pagado…
Se me nubló la vista y mi mano se me fue mecánicamente a la tole-
dana, pero la detuvo la zarpa de hierro de Catalina, que forzando la
sonrisa respondió:
—Somos gentes avisadas, y entendemos vuestra situación… así
que decidnos la condición del caballero y si en verdad es superior a
la nuestra, no habrá problemas por parte nuestra…
—¡Es un grande de España, y no os puedo decir más! —dijo el
aposentador con grandes palabros, que le llenaron no poco la boca.

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Solté un bufido despreciativo, que Catalina ignoró. Sonrió como le
haría un gato a un ratón y repuso muy compuesta:
—Si es así, en verdad que es hombre principal. Devolvednos el
dinero del aposento y todo quedará arreglado, que ya buscaremos
cobijo entre la mosquetería.
Vaciló el mostrenco, seguro que barajando en sus mantecas dimes
y diretes de que si del dinero se encargaba la cofradía tal o pascual, y
que no estaba autorizado… pero se fijó en mis ojos de fierabrás, y en
la peligrosa sonrisa cargada de dientes de mi compañera, y juzgando
que su pellejo valía más que unas monedas nos las devolvió, haciendo
mueca, que gran dolor en el alma debió costarle desprenderse dellas.
Me medio arrastró pues la monja soldado al patio, mientras yo
masticaba improperios, que aunque fuera costumbre, no me parecía
justa.
—¡Calmaos, señor jaque! ¡Que no nos interesa que se alborote el
aula ahora! ¡Tiempo que habrá de armar bullas cuando sea nuestro
momento!
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —se lamentó el sobrinillo.
—Pues esperar con tranquilidad a que llegue el fin de la segunda
parte. Hay baile de mozas entre la jornada segunda y la tercera, y la
mosquetería arma mucho revuelo porque muy a menudo enseñan
más pierna de la que deberían. Ese será el momento para que tome-
mos al asalto el aposento que nos ha quitado ese que dice ser grande,
y que a mí me da que solo lo será en generosidad a la hora de dar
untos. Lo reducimos y amordazamos. Luego, tras la tercera jornada,
hay otro baile tanto o más escandaloso, la mojiganga, con mucho al-
boroto y comparsas disfrazados haciendo tonterías. Entonces y no
antes, ultimamos el negocio y nos vamos confundidos con la multi-
tud, como habíamos planeado.
Así que nos colocamos entre la mosquetería, que son las localida-
des más baratas, pues son para los hombres, y son a pie, sin asiento
ni acomodo para las posaderas (por lo que algunos, como bien sabe
vuesa merced, las llaman «de la infantería»). Las mujeres estaban
aparte, como debe ser, en la cazuela, bien acomodadas sobre ban-
cos y separadas por un piso y una reja de nosotros, que debajo de
ellas estábamos, soportando sufridamente la lluvia de cáscaras de
naranjas, limas, avellanas y de las mil y una chucherías con las que
entretenían su espera. Bien que se merece el nombre de cazuela, pues

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es lugar muy dado a alborotos, que las damas, con sus vestidos am-
plios, requieren para sí más sitio del que necesitan, y los apretadores,
que así se llaman los encargados de acomodarlas, se llevan más de
un arañazo hecho con la peor intención. Pero como a veces son de
intención bajuna y mano demasiado larga, lo comido se queda por lo
servido, que cada oficio tiene su qué y su cual.
Por fin se hizo silencio y empezó la loa, con la que se inicia cualquier
obra que se precie. El actor que salió a recitarla no fue otro que nuestro
viejo conocido Alonso Infante, que con voz engolada se puso a recitar:

Sabios y críticos bancos que en vanguardia andáis


gradas bien intencionadas, de piadoso acomodo,
cazuela burbujeante que de chismorreos y risas estáis,
aposentos sabéis suplir nuestras faltas callando
mosqueteros bravíos…

Iba la obrilla de no se qué doncella de provincias sin honra (por lo


que de doncella, tendría poco), que lejos de conformarse con el roto
y entrar a religión o quedarse de solterona a cuidar hijos de otros, se
vestía de hombre y se iba a la Villa, tras el burlador que le había hur-
tado el virgo, y empezaban los enredos, que hora aparecía vestida de
hombre, cortejando a la dama que requería en amores el ladrón de su
honra; hora lo hacía de mujer, seduciendo a su seductor, que podía
ser burlador, pero tenía conciencia. Os diré, señor mío, que es obrilla
entretenida, de mucho enredo y amorío, con situaciones graciosas
y aun apuradas, por lo que no os digo más del argumento, por si
podéis verla, que no sea yo quien a voacé le prive el disfrute. Hacía
nuestro amigo Alonso de gracioso, compañero en venturas y desven-
turas de la brava damita, que no me pude por menos de susurrar:
—¡Como vea tal la Santa, como que cruje las tablas de la corrala y
hace lindo quemadero de comediantes en solemne auto de fe!
—No creáis —me contestó a su vez Catalina—, que el que firma la
obra es fraile, que bien que lo sé, un tal Gabriel Téllez, de mote Tirso
de Molina.
—¡Pues más razón le veo en el tostadero!
—Es amigo de Lope de Vega, que además de ser el mejor escritor
de comedias de las Españas, es Familiar de la Inquisición, y con eso
queda todo dicho.

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En estas que uno de los que delante nuestro estaban se giró desa-
brido y le chistó a la monjita con muy malos modos. Y esta vez fui
yo el que tuvo que retenerle la mano a ella, que se le mudó la cara y
para mí que hubiera fileteado al fulano ahí mismo si no la aparto a la
viva fuerza.
—¡Vive Dios que no soporto que me chisten en el teatro! Al último
que me lo hizo yo…
—¿Lo matasteis? —le respondí con ironía. La chanza se me heló
en la cara cuando me contestó, sin pestañear y sin entender mi tono:
—¡Pues claro que sí!
La miré más boquiabierto que un majagranzas de nacimiento. Y no
se me ocurrió otra cosa que decir:
—¿Pero voacé ha tratado con alguien al que tarde o temprano no
haya matado?
Me miró sorprendida por la pregunta, meditó la respuesta, final-
mente me dijo en tono casi de disculpa:
—Bueno… A huercé hace casi dos días que lo conozco y aún no os
he matado.
Y sin saber qué más decir, dejé el asunto y me volví a la obrilla,
justo para descubrir, con gran sorpresa, que nuestro conocido Alon-
so Infante (la garrapata) había sido sustituido en las tablas por otro
cómico que hacía su papel de gracioso. Lo tomé de mal agüero, y en
verdad que lo era.

Mojiganga entremesada
A punto de terminar la jornada segunda, nos acercábamos ya a las es-
caleras que daban a la parte trasera de los aposentos para iniciar nues-
tra particular reconquista, cuando nos salió al paso una tapada, que
se puso a chistarnos con urgencia. Pensando que era dama de medio
manto (aunque fuera un medio manto muy grande, que tanto la cubría
que apenas mostraba un ojo), doña Catalina le salió al paso diciéndole:
—Excúsenos, mi señora, que no estamos ni para ocios ni para ne-
gocios.
Mostró entonces el rostro la supuesta dama, que resultó ser el co-
mediantucho:
—¡Ayudadme, buenas gentes! ¡Que han vuelto a la carga los mato-
nes del tío Honorio y me van a desmirlar!

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—¿Y a mí qué que os desmirlen, os descuernen u os descojonen? —le
contestó la monjita dándole un empellón que casi le hizo dar con sus
huesos en tierra. Gimió el desafortunado cómico y ahí que se quedó,
temeroso de irse de la corrala por miedo a que lo alcanzasen sus deu-
dos y le cobrasen las costas. Que mujer tapada cruzando el patio lleno
de mosquetería llamaría la atención, pero si se quitaba el manto que lo
disfrazaba lo reconocerían seguro si andaban apenas un poco avisones.
Por nuestra parte, nosotros, dejando atrás una dama falsa nos en-
contramos con otra verdadera, aunque villana, de mediana edad y
bastante llorosa. La tal señora me era desconocida, pero no para mis
dos compañeros, que la identificaron como doña Ana, la dueña de la
muchachita que queríamos raptar.
—¡Me la venden, señora soldado! ¡Me la venden y me la deshonran!
—¿Pero qué decís, necia?
—¡Mi niña! Que estaba el malnacido de su padre, mi amo, en tratos
secretos con no sé qué conde que presume de títulos y grandezas pero
que es un viejo que podría ser mi abuelo, todo tieso y amojamado,
que ha enterrado ya a dos esposas y para mí que quiere enterrar a una
tercera. ¡Y que ha soltado con mucho descaro que le gusta catar la mer-
cancía que compra, antes de soltar el sonante por ella! Así que se ha ve-
nido de su aposento, que estaba pegadito al lado, al de mis amos, con
mi niña, y por los ojillos que le ponía quería hacer algo más que mirar.
¡Y yo, por poner el grito en el cielo ya que sus padres naturales no solo
no lo hacían sino que se mostraban complacidos, me han echado fuera
del aposento, de su servicio y de la vida de mi niña!
Me asomé discreto, y al parecer no estaba la dueña con la mente
enajenada, que ante el maldito aposento había dos sacoimes de as-
pecto rufianesco. ¡A mi fe, que esos dos tenían más el aspecto de dar
palizas que de servir en la mesa!
—Corpo de Mahoma… —gruñó doña Catalina asomándose a mi
vera—. Parece que el tal grande que nos birló el aposento en verdad
que sí lo es, y no solo de dineros.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Pues, mi señor jaque, a estas alturas, o nos retiramos, o cargamos
de frente, y al Infierno el maldito plan de ser discretos. Si el Diablo no
quiere que haya paz… ¡Por los cojones que no tengo que habrá tumulto!
—Señora alférez, que no estamos en batalla. No penséis como sol-
dado y dejadme a mí, que lo sé hacer a lo pícaro, además…

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Jornada tercera: El rapto
que en verdad fue rescate

Se llevó gran alegría el cómico Alonso Infante cuando volviendo so-


bre mis pasos le dije que yo podría ser un rufo valentón, pero que
le demostraría más piedad que mi compañero y lo ayudaría en sus
cuitas. No soy yo bueno maullando, pero las entendederas del co-
mediante estaban muy perjudicadas por sus miedos, y se hubiera
agarrado al rabo del Diablo si se lo hubieran ofrecido. Le dije que
se pusiera bien pegado tras de mí, que con mi osamenta mejor lo
disimularía, y al taparle con mi corpachón por donde íbamos, no me
costó pasearlo por el corral hasta que los matachines del tío Honorio
se fijaron en mí y en las torpes maneras furtivas que gastaba. Así que
le hube de chistar con fingida desazón:
—¡Avisón, don Alonso! Que esta mala gente tiene la linterna des-
pavesada y nos ha avizorado. ¡Vaya uced delante que yo lo cubro!
Aquello fue como cuando de chicuelos, en mi tierra, nos íbamos a
la dehesa a excitar al morlaco y correr luego hacia la valla antes que
nos agarrara y nos dejara las precordias al aire. Los valentones se
pusieron a abrirse paso a codazos y empujones hacia nosotros, y yo,
teniendo bien agarrado al comediantucho, los llevé, como uced ya
habrá imaginado, a la vera de la puertecilla del aposento que tantos
dolores de cabeza nos procuraba. Le susurré al pobre Alonso:
—¡Id con esos dos de ahí, que os protegerán con su vida!
Y el muy desgraciado echó a correr… no hacia doña Catalina y
su sobrino don Sebastián, que se habían retraído, sino hacia los dos
brutos gandalines que hacían de cancerberos en la puerta, y que con
ojos como platos se vieron que se les echaba encima el comediantu-
cho, seguido por varios matasietes (que aquí el hijo de mi padre se
había guardado muy mucho de cerrarles el paso) y, para rematarlo
todo, con mis dos compañeros y la dueña de la niña, que se salieron
de detrás aullando:
—¡Muerte al conde! ¡Abajo con él!
Y claro, aquello fue el Diablo bien empalmado bailando la chacona
en un convento de monjas guapas… Chocaron los criados del conde
con los rufos del tío Honorio, encontrándose con el pobre Alonso en
medio. Y mientras se repartían malas palabras y peores golpes, nos
colamos en el aposento que desde un principio habíamos pagado.

96
Allí nos encontramos, para nuestra sorpresa, con mocita de pelo cla-
ro y aspecto espabilado, que salía de entre las cortinas, y a la que la
pobre dueña saltó al cuello, abrazándola y cubriéndola de besos.
—¡Cuando empezó el follón me imaginé que sería cosa vuestra y
tanteé la separación, buscando el ingenio que me habíais dicho! —nos
dijo mientras trataba de zafarse de la dueña que como un perrillo la-
metón la rondaba.
—¿Y el conde?
—¿Ese viejo verde de manos largas con quien mi señor padre me
pretendía casar? ¡Para mí que se le soltó el vientre en las calzas de
puros miedos al oír los gritos, y por si no, creo que le habré soltado
yo los pocos dientes que le quedaban de la soberana bofetada que le
acabo de regalar, a modo de recuerdo!
Sonreí, que la mocita me cayó bien al instante. Y de reojo vi que
doña Catalina sonreía también. Entonces salió de la abertura que ha-
bíamos practicado el padre de la moza, que sin fijarse en la compañía
que gozaba su hija se puso a gritarle:
—¿Pero cómo se te ocurre? ¡Desgraciada! Apiolar de tal manera
al señor conde de Castañedo! ¡Ya estás volviendo ahora mismo a
disculparte, y si quiere tocarte los pechos, que te los toque, que mis
nietos no dejarán de ser grandes de las Españas por tus caprichos y
tonterías!
Y hubiera dicho más, e incluso alzó la mano para abofetear a la
brava de su hija, que le plantaba cara, si entonces mi doña Catalina
no hubiera sacado con mucha tranquilidad su boca de tres fuegos…
Y tras hacerlo, disparó.
Al techo, por supuesto.
De todos modos, en sitio cerrado como aquel, fue como si el Diablo
se lanzara tres sonoros pedos. Dicho de otro modo: que fue gran es-
truendo y enorme confusión, y mosqueteros, aposentadores, damas
de medio manto y manto entero, comediantes, vendedores de chuche-
rías, criados, señorones y señoritos, grandes de España y mendigos
de Españas chicas… a todos se les contagió el miedo, que es la enfer-
medad más virulenta entre la muchedumbre, y aquello fue un sálvese
quien pueda y puto el último, todo correrías y empujones, en especial
cuando al menguado de Sebastián (que para mí que estar junto a su
amada le sentaba bien) le dio por gritar que se venía abajo el corral de
comedias, que alguien había puesto un ingenio de pólvora…

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Todo fue bien, salvo que se me cruzaron los ojos con los del algua-
cil de escasa talla que acompañara al aposentador, y que impotente
veía que el tumulto se le escapaba de las manos, de las suyas y de las
de sus guros. Me lanzó una mirada de rencor, de esas que matarían
si fueran hechas con ojos de basilisco o de medusa. Y se me heló el
alma, que al punto vi que ese no era de los olvidadizos, y que se le
había gravado bien mi jeto. Pues supe al instante que, como que en el
Infierno hace calor, ese se guardaría el agravio el tiempo que hiciera
falta, para más pronto que tarde hacérmelo pagar.

Fin de la obra
Ya anochecía cuando doña Catalina y yo salimos de las Descalzas,
en cuya hostería habíamos dejado a buen recaudo a la mocita y a su
enamorado, con la dueña haciendo de carabina en tercerías. El día
siguiente sería jornada de casorio, y luego… luego Dios diría.
—Buena moza —dije yo—. De cabeza bien asentada sobre los
hombros.
—En verdad que sí —asintió doña Catalina—. Casi demasiado
buena para el menguado de mi sobrino. ¡Ganas me han entrado de
guardarla personalmente esta noche para asegurarme que nada malo
le pasase!
La miré de reojo. Se sonrió primero, como disculpándose, se rió
francamente después.
—¡Venid, señor jaque! ¡Acompañadme a las Soleras, que las dami-
tas que ahí laboran ya sabéis que me están muy agradecidas y sabrán
ser consoladoras con dos pobricos como nosotros! ¡Que a mi fe, que
nos lo hemos ganado!
Y ahí que nos fuimos, que tampoco es mala cosa terminar la jor-
nada yéndose con putas tras haber pasado la tarde en el corral de
comedias.

98
Vendimia en el estaribel (3)

Me hizo la merced el tal Bartolomé de acompañarme hasta el cuar-


tel. Se llega a él bajando unas escaleras, pues está el recinto a medio
camino entre el sótano y la planta baja. No es más que una larga
galería de techos altos, mal ventilada y siempre en penumbra, con
las estrechas ventanas enrejadas colocadas muy altas, casi tocando
la techumbre, supondrá voacé (y supondrá bien) que por motivos de
seguridad, para que las gallinas no se escapen del gallinero. Esta ar-
quitectura engaña a las gentes de bien que nunca se han visto en tales
lances, que desde el exterior parece que las ventanas estén casi a ras
de suelo, y bambarrias habrá que se extrañen de no ver a los presos
asomados a las rejas (cuando tendrían que tener alas, como las palo-
mas, o trepar por las paredes, como las cucarachas, para hacer tal).
Me saludó el estaribel con el muy particular hedor que lo caracteri-
za: una mezcla de orines y sudores fosilizados que casi me tumbó de
espaldas, que recuerdo que pensé que podía o no haber mucho o poco
bravo en tal recinto, pero a bravío, sí que olía, y no poco. Como bien
había dicho el pícaro del portero, en el recinto se acomodaban (y se
acomodaban mal) la mayoría de los presos conviviendo con los chin-
ches, las pulgas y los piojos que se cebaban en sus carnes, y compar-
tiendo espacio con cucarachas y ratas. Para que voacé se haga una idea,
dormir sobre un poco de paja limpia arropado por una manta vieja es
en tal lugar todo un lujo, que como las alimañas que son, lo poco que
tienen se lo roban los presos los unos a los otros, y si el fuerte de hoy
se debilita mañana sus víctimas de ayer serán sus seguros verdugos.
En tal compañía, no se me extrañará si le digo que la bienvenida que
me dieron fue un silencio hosco y hostil, tan espeso como las nieblas
de los canales de Flandes, y casi tan frío. Como andaba avisón, me fijé
que las miradas se desviaban a un tipo que en un buen rincón estaba,
mal vestido de negro, de cuerpo bajo y ancho como un tonel, no supe
ver yo si por la grasa o el músculo, con rostro cetrino, grandes bigotes
negros y una mirada en la que brillaba más la astucia y la malicia que
la inteligencia. Se encontraron nuestros ojos y luego hizo una seña a
un tipo grandote, que a su vera estaba echado. Se levantó el fulano con
calma y me salió al paso, exclamándose, así, de entrada:

99
—¡Vive Dios, germanos, que o este se ha confundido de caminito
y se cree que está en la cárcel de mujeres o es representante de la co-
fradía de la bujarra, que viene a pedir plaza de puto.
Yo le sonreí, conciliador, mientras avanzaba hacia él a plazos que-
dos.
—Apeése voacé, que no busco pendencias…
Se me encabronó el bravonel, que alargó una manaza agarrándo-
me por la pechera y atrayéndome hacia sí me soltó a la cara:
—¿Y qué pasa si yo sí que busco brega, ahembrado hideputa?
Mi sonrisa se volvió más ancha aún.
—Pues pasa que te pesa, germano…
Andábamos con el cuerpo pegado, como si fuéramos dos amantes
a punto de besarnos. Pero el beso no se lo di ni en los labios, ni con
la boca, que en vez de tal le solté solemne rodillazo en el badajo, que
para mí que lo convertí en eunuco ahí mismo… Lanzó una especie de
gemido hacia adentro, pues en vez de soltar aire lo absorbía tratando
de respirar, y se cayó como un pelele al suelo, muy encogido y con
los ojos más que abiertos, que pareciome que se le fueran a saltar de
las órbitas. Le di un par de patadas en los riñones, más por trámite
que por otra cosa, que no sé yo si algo hicieron, que por mucho que
le golpeara el tormento de sus cojones machacados refrescaba el resto
de sus males. Me vino entonces por el costado un segundo fulano, es-
grimiendo un palo afilado que llaman jara y que poca arma es, pero
siempre es mejor que lidiar con las manos desnudas.
Claro que, recuerde vuesa merced, yo no iba con las manos desnu-
das. Agarré el canto rodado que por mi capricho me había empeñado
en entrar en el estaribel, y reforzando con él el golpe le di con todo
el puño en la sien, que puso los ojos en blanco y se me fue al suelo, a
hacer compañía a su compañero.
Me rodeaban ya más de media docena de jayanes con la cara sor-
prendida por el tipo de compañero que les acababan de encasquetar.
Ensayé mi sonrisa más feroz y los desafié:
—¿Vais a seguir viniéndome de uno en uno, u os vais a decidir en
hacerlo todos a la vez?
Y maldita la idea que les di, que me hicieron caso.
Aún pude apiolar a uno, que se adelantó un poco, pero eran de-
masiados puños para esquivarlos a todos. Confieso que más me de-
rribaron que me dejé caer, pero ya en el suelo me hice un ovillo para

100
cuidar badajo, precordias y cabeza, dejando que se desfogaran dán-
dome puntadas, y esperando que vinieran los bastoneros a imponer
orden, que se tomaron su tiempo, los muy mamacallos, que además
de ser anublados sin duda andaban mal de las aldabas.
Tras rescatarme quisieron saber lo que había pasado, y todos, gu-
ros y presos, me miraron a mí, que por ser nuevo al parecer me toca-
ba responder. Y encogiéndome los hombros contesté:
—Estos amigos, que andan muy juguetones y se han alegrado de
verme. Exageran voacés, que ven percance donde no lo hay, solo fies-
ta entre gente de la liga.
Arrugó el ceño el jefe de los bastoneros, un hombretón de abun-
dante pelo canoso, ojos pequeños y nariz rojiza de buen bebedor. Ha-
bló despacio con lengua torpe, arrastrando las palabras:
—Pues ya que están de celebración, que esta prosiga, que ahora
que estamos avisados no vamos a intervenir.
Y se fueron, haciéndose de nuevo cauto silencio. Pero no había ya
hostilidad hacia mí, que perro viejo como soy bien que sabía que
había sido negocio de tanteo, para tomarme las hechuras. Que si hay
algo que se desprecia entre las gentes de la carda, y aun más en el es-
taribel que en cualquier otro sitio, es que alguien, de buenas a prime-
ras, se ponga a piar cual canario, delatando a compañeros de tranco y
de desgracia. Había demostrado ser uno de los suyos, y como tal me
había ganado su respeto. Que tampoco era poco precio, a cambio de
unos cuantos cardenales y alguna costilla dolorida.
Me acerque al tipo vestido de color morcillo, que me había envia-
do al primer fulano y que al parecer era el que cortaba el bacalao en
el estaribel. Con buenas maneras le pregunté si su vera estaba libre,
y accedió a que me sentara en su compañía, que es esa una manera
sencilla, entre los que están en mi mundo, de presentar los respetos y
que estos sean aceptados. Sin mirarme siquiera, me interrogó:
—¿Qué se ha comido voacé para estar en el tranco?
—Un mal lance que al igual acaba en muerte, que estaba el fulano
la última vez que lo vi más allí que aquí.
—¿Es que sois cojitranco para que os atrapara la gura?
Me encogí de hombros.
—Andaba cansado tras la reyerta. Además, el alguacil que manda-
ba la ronda es de los que tienen buena memoria, y gustan de colgarte
muertos, o propios, o ajenos.

101
La fullería del muerto

Dramatis personae
(por orden alfabético)
Alba de la Mota: Rompecorazones de corazón roto.
Carmela: Criadita tontina y enamoradiza que quizá no lo sea tanto.
Diego de Acedo: Pieza del rey y seductor empedernido.
Germanillo: Alguacil con dudoso sentido del humor… y del
honor.
Jaquetón: Protagonista, narrador y cabeza de turco.
Jonás: Criado de mucha fidelidad y no menos secretos.
Jorde de Ortín, caballero de Oropesa: Uno que empieza muerto
este relato, y al contrario de Lázaro, no resucita.
Lope (el Negro): Asesino especializado en acuchillar a sus vícti-
mas por la espalda
María Blanco: Viuda alegre pero que sabe guardar las formas.
Méndez (el Lobero): Viejo enemigo del protagonista, ahora tam-
bién estrenando condición de cadáver.
Natalia Guevara: Antigua comedianta, metida a mantenida y
recientemente a tusona encubierta.
Pedro Cienfuentes: Pedigüeño del camino, alojado en el estari-
bel en espera de traslado.
Soplillo: Chismoso amigo de los mentideros y de escuchar,
hablar y escribir.
Valentín de Abarrategui: Sacerdote piloso de mano generosa,
tanto a la hora de bendecir como de repartir hostias… consa-
gradas o no.
Zacarías el Turco: Ganapán amigo del vino y de desaparecer
cuando las cañas se vuelven lanzas.
Y además:
Corchetes asustadizos con razón, ociosos amigos de los menti-
deros, un vendedor de bodegón de puntapié al que nunca le
pagan, malas gentes metidas en el estaribel, criaditas cotillas,
plañideras de velatorio, algunos criados bravos, sombras al
acecho, amores perdidos, odios encontrados, rencores enquis-
tados y alguna que otra lágrima furtiva.

103
De tratos con la gurullada
Amaneció con ganas de frío en la Villa. Tanto es así que el rocío de
la noche se había helado, que bien que lo noté crujir bajo mis botas
cuando salí de la corrala de vecinos, donde tengo mi aposento, con
ánimo de desayunarme algo.
Y así fue cuando, nada más cruzar el zaguán y salir a la vía, me
encontré de manos a boca con mi «amigo» el alguacil del corral de co-
medias, con el que habíamos jugado a burlas y a mojigangas hacía es-
casas semanas. Tras el lance, y porque es bueno saber quién es el que
te tiene cuentas pendientes, había hecho discretas averiguaciones: Se
llamaba Germán de Valdeiglesias, de mal mote «Germanillo», por su
escasa estatura y por haber servido en regimiento alemán, según se
decía. Ni que decir tiene que era apodo que nunca le decían por de-
lante, sino que siempre le chistaban por detrás, que lo que le faltaba
en altura lo compensaba en cuajo y en malas pulgas. Sonreía, como
era habitual en él, pero era mueca de todo menos amistosa, más pare-
cida a cuando los perros enseñan los clamos antes de morder. Fruncí
el entrecejo, pues si el guro me estaba avizorando a la puerta de mi
casa, industria grave y malsana se traía. Y me estrujé las mantecas
pensando qué negocio le traería en pendencia, pues aunque servi-
dor de uced nunca fue roesantos ni amigo del beaterio, andaba mi
toledana desocupada últimamente. Miré de reojo arriba y abajo de la
calle solo para cerciorarme que Germanillo no había venido solo, ni
que podía ventilar el asunto con una estocada rápida. Pero se ve que
los padres del guro no criaron hijos tontos, que pareja de corchetes
había, tanto a mi diestra como a mi siniestra, todos ellos con la cara
indecisa de quien no sabe si el tema acabará en palabras o en hechos.
—Fría mañana, ¿no es cierto, mi buen señor? —me entró con no
poca cortesía.
—Vive Dios que lo es —le respondí.
—Acompañadme pues un rato, mientras hablamos, que ya tengo
el badajo helado de tanto esperaros. ¡Que por mi fe que no sois de los
que madrugan, precisamente!
Se puso a mi vera y echamos a andar, con la corchetería delante y
detrás, como si la cosa no fuera en demasía con ellos.
—¿Y cómo es —pregunté picado por la curiosidad— que si tantas
ganas teníais de ojear mi persona, no habéis subido a mi aposento?
Me respondió con su eterna sonrisa:

104
—No había motivos para cogeros a calzón bajado, y ciertas cosas
prefiero decirlas en la calle que entre cuatro paredes, que tienen estas
más orejas que los viandantes, que van a lo suyo y poco se entretie-
nen en lo de los demás.
—¿Al estaribel me lleváis? —le solté parándome, para que pusiera
las cartas sobre la mesa. No respondió inmediatamente, y cuando lo
hizo fue a la manera de los roesantos, con otra pregunta:
—¿Lo merecéis?
Me tocó a mí ahora permanecer callado, y finalmente respondí con
sinceridad:
—Últimamente no.
—Ya lo sé, señor jaque. Bien que lo sé. Pero sois hombre del oficio,
y ya sabéis cómo funcionan las cosas. Pero no os apuréis, que, de
momento, solo os quiero invitar a desayunar.
Me escamó aun más el negocio, que nada había sacado yo gratis de
la gura, como no fueran golpes. Y me asaltaron los recelos, mirando
a derecha e izquierda pensando en si me valía la pena enseñar la he-
rradura y calcorrear hasta la primera antana donde poder acogerme.
Pero me pudo más la curiosidad, me armé de paciencia y le seguí al
juego al malnacido del Germanillo, que en ese momento me soltó:
—¿Conocéis por ventura a un tal Méndez, de mal nombre «el Lo-
bero»?
Lo miré como si se hubiera pedorreado en una iglesia. Pero calcu-
lando que no valía la pena mentir, pues sin duda ya sabría la respues-
ta, que por otro lado era cosa bien sabida, la verdad dije por una vez:
—Fuimos compañeros en Flandes, y allí se llevó mi primera hur-
gonada. Volví a mojar el acero con su sangre hace cosa de un par o
tres de meses, quizá día menos que de más, y no lo he vuelto a ver,
por lo que no sé yo si fue de gravedad o no el roto que se llevó.
—Está difunto —respondió con sequedad el guro.
—¿Murió, entonces? —dije sin excesiva sorpresa, aunque no sabía
dónde me iba a llevar aquello. Una reyerta de taberna no era cosa que
preocupe a la justicia en demasía, mucho menos si se trata de ajuste
de cuentas entre rufos.
—De vuestra estocada no —replicó Germanillo llegándose a un bo-
degón de puntapié y pidiendo buñuelos calientes y dos aguardientes
que, por supuesto, no pensaba pagar—. Lo encontraron muerto ayer
noche, tirado en las gradas de San Felipe.

105
—¡Yo no lo maté! —protesté con vehemencia.
—Bien sé que no, que no tenía herida alguna. Si lo hubierais des-
pachado por la posta hubiera sido con vuestro acero, y al no tener
heridas, o se murió solo o lo ayudaron a morir con alguna pócima…
y esa es arma de mujeres y de ahembrados. Pero su enemigo erais, y
un muerto en la calle Mayor, ante lugar sagrado y mentidero famoso,
no es cosa que pueda dejarse pasar. Tengo otras cosas que hacer que
dedicarme a buscar asesinos de bellacos. Voacé servirá a la justicia
(por una vez) haciéndolo por mí…
—¿Y qué gano yo con ello, aparte de un desayuno? —le pregunté
masticando el buñuelo y ayudándolo a bajar con el aguardiente. Su
respuesta casi hizo que se me atragantara el bocado.
—Que si en tres días no me encontráis un culpable, o si os acogéis
a sagrado, o aún si huís de la Villa, se os considerará culpable de su
muerte, y si os encuentro habré de deteneros, y ya veremos cuánto
aguantáis en el estaribel, señor Jaquetón… Que aunque de esta seáis
inocente, de otras habéis sido culpable, y lo comido va por lo servi-
do. Me han dicho gentes bien enteradas que no sois malo a la hora
de resolver asuntos de muertos, y creo que para vuestras mantecas
tres días serán suficientes, que al fin y al cabo, son los que le costó a
Jesucristo Nuestro Señor resucitar. Y como de vuestra vida hablamos,
me parece plazo adecuado.
Y sonrió de nuevo, el muy hideforros, quitándose las migas de
buñuelo de su jubón mientras yo masticaba todos los demonios
del infierno.

Hablando con vivos y muertos


Ni que decir tiene que a la que el guro y su aborregada corchetería
desaparecieron de mi vista, lancé cuatro maldiciones bien dadas que
al mismo Lucifer hubieran hecho sonrojarse. Pero de nada me servía
el enfado para sacarme del entuerto en el que el mal nacido de Ger-
manillo me había metido, y como tres días tenía para resolverlo, me-
jor no dormirme en ello. Barrunté que, de entre los muchos lugares
en los que podía preguntar sobre el negocio, donde las lenguas an-
darían más desatadas sería en las mismas gradas de San Felipe, que
de poco más que se hablaría estando el chismorreo tan reciente. Y
como servidor de voacé no es amigo del madrugar, y entre una cosa

106
y otra pronto daría el campanario las once, que es cuando empieza a
estar más animado el cotarro, pues allí que me fui, y en verdad que
no anduve errado, que antes de que una beata rezara tres avemarías
me andaba yo hablando del tema con un hidalgo muy resabiado,
vestido con jubón de color morcillo y gorguera pasada de moda, que
se colocaba cada dos por tres la mano en el pecho como si esperara
que acertase a pasar ante él un pintor que con su figura emborrona-
se un lienzo. Andábase el hombre dándose mucha importancia, que
había puesto la oreja aquí y allá hasta saberse todos los pormenores
del negocio… Que tampoco era que supiese mucho, a decir verdad:
—Ahí mismo se encontraron los corchetes de la ronda al fenecido,
bien de madrugada, que aún no había ni amanecido —repetía una y
otra vez señalando las gradas, contento que la frase le rimase.
—¿Y quién era el finado? —quiso saber uno, con cierto tono bur-
lón. Sonreí para mí, que me conocía al fulano que jugaba al abejón
con el caballero de la mano en el pecho. No era otro que Francisco
de Prados, por mal nombre «el Soplillo». Su oficio era el de ejercer
de hidalgo de escaso pasar, y su afición, recorrerse los mentideros
averiguando chismorreos, desentrañando las verdades que las ha-
bían parido y, muchas veces, por simple malicia, sembrando mentiri-
jillas que a las pocas horas eran tenidas por cosa hecha. Redondeaba
sus escasas rentas con la redacción de Avisos sobre lo que en la Villa
acontecía, textos que luego enviaba a varios ricoshombres curiosos
de provincias que, con tal de mantenerse así informados, le envia-
ban sus buenos dineros. Cosa que nadie tomaría por mengua de su
honra, ya que no era trabajo en sí mismo, sino una propinilla que se
sacaba de su afición. Y como aficionado era a enredar con las pala-
bras y los hechos, me quedé a escuchar la conversación y ver cómo se
toreaba al correveidile.
—Nadie lo sabe —le contestaba entonces el aprendiz de sabeloto-
do—, que los muertos no hablan.
—¿Y de qué le vino la descarnada? —insistió el otro.
Molesto, viendo que se le iba la concurrencia por no saber respon-
der a las preguntas del otro, el hidalgo refunfuñó.
—No soy yo físico para saberlo, que como voacé verá, hopalanda
no uso.
Yo tampoco usaba, ni hopalanda ni sortijón, que son las señas
identificativas de los galenos. Pero de hacer hablar a los muertos, o

107
lo que casi es lo mismo, que de observarlos me hagan saber quiénes
fueron y cómo murieron, algo sé, así que dejé el mentidero de ociosos
y subí las gradas de dos en dos para entrar en la iglesia. ¿Qué otro
sitio mejor que la casa de Dios para dejar un cadáver antes de amor-
tajarlo y llevarlo a la tumba?
Me metí por el claustro husmeando algún sacristanucho que me
diera razón cuando me cayó encima una mano callosa que apenas vi
venir, seguida de un corpachón que reconocí demasiado bien.
—¡Por todos los ángeles habidos y caídos! —vociferó el voza-
rrón—. ¿Vos aquí?
No me sentí insultado por el voseo, pues esta vez estaba justifica-
do, que harto que conocía yo al dómine que así me había abordado.
O más bien, lo conocía de otra vida. Cuando estábamos en ese infier-
no brumoso llamado Flandes. Cuando yo era soldado, y no jaque. Se
llamaba Valentín de Abarrategui, y había sido sacerdote castrense.
Lucía, como entonces, pelo revuelto y abundante, tanto, que ame-
nazaba con comerse la tonsura. Completaba su aspecto salvaje una
barba enmarañada que le ocultaba la boca y le nacía casi debajo de
los ojos. Cejijunto y muy velludo, pues se le juntaba la barba con el
pelo del pecho, más parecía oso que hombre, y su cuerpo, bajo pero
robusto, no lo desmerecía. Me sonreía con sincera alegría, tal y como
leí en sus ojos hundidos en las cuencas. También yo me contenté,
para qué he de engañar a voacé, que siempre es reconfortante en-
contrarte a un viejo amigo y compañero con el que has compartido
trabajos y penurias.
—¡Mi buen fray Valentín! ¿Qué hacéis en estos lares? Os hacía en
una parroquia lejos de la Villa, por Salamanca me dijeron…
—Demasiado estudiante alocado, demasiado turco en las taber-
nas, demasiada tusona en las mancebías y demasiado larga mi mano.
Que me acibarré a un par de muchachuelos de la tuna que andaban
tratando de meterse en la sacristía, en busca de vino, que me dijeron,
y los saqué fuera de la iglesia a base de darles pater noster en sus cuer-
pos a mano abierta, que bien baldados que quedaron. Pero ya sabéis
que estudia quien tiene posibles para hacerlo, no quien se lo merece,
así que se fueron a llorarle sus quejas a las autoridades de la univer-
sidad, y como depende también de la iglesia, prestaron buenos oídos
a sus quejas. Por suerte alguno hubo que le hizo buena gracia que hu-
biese sacrismocho bravo, y pensó que mejor faena me haría aquí, que

108
con tanta gente fuera, siendo muchos soldados, que bien que sabéis
que es su mentidero favorito, aquí estoy de cancerbero, que si hay
reyerta por dimes y diretes y alguien se acoge a sagrado, a mí que me
toca, tanto vigilar que se comporte el acogido como protegerlo de la
corchetería, que siempre trata de pasarse por el forro de los calzones
el sagrado derecho de protección que tiene la iglesia. ¿Y vos? ¿Qué
os trae aquí?
Me lo dijo mirándome con picardía, que se barruntaba la respuesta.
Y yo, que no suelo mentir a mis pocos amigos, le entré con la verdad:
—Vengo a ver al Lobero, que me han dicho que aquí que está, de
cuerpo presente…
—¡Hum! ¿No querréis confesaros? ¡Que poca estima os teníais!
—Dos mojadas le metí, una en Flandes y otra aquí, y hasta esta
mañana hubiera jurado que algún día lo mataría. Pero alguien se me
ha adelantado, y anda la gura tratando de colgarme el san benito, y
como que no me place.
—¿Estáis perseguido?
—Aún no, que el guro que me ha de prender me ha dado tres días
de plazo, y por mi fe que pienso aprovecharlos.
—Acompañadme entonces, que veo que el asunto os lleva de mal
traer.
Al poco estábamos ante el Lobero, al que la muerte no había favo-
recido, sino lo contrario, que su rostro picado de viruelas y nariz de
enjuíno estaba cerúleo, con los ojos abiertos y en blanco, que junto a
unos labios amoratados deformaban aún más sus de por sí no muy
agraciadas facciones. Lo miramos en silencio. Podía haber sido un
hideforros, que lo fue, pero había sido camarada nuestro. Solo por
ello ya se merecía un poco de respeto.
—¿Cuántos quedamos? —pregunté más para mí que para Valentín,
que sin embargo me contestó, que llevaba bien aprendida la cuenta:
—Nuño se murió de hambre y vergüenza hace un par de inviernos,
que pese a sus heridas y su pierna lisiada, sus peticiones de conseguir
licencia real para vivir dignamente nunca llegaron, que las perdieron
los cuevachuelistas por descuido o a posta. Don Lope ha vuelto a enro-
larse, que bien que sabéis que lleva la milicia en la sangre, y hasta que
no consiga que lo maten en nombre del Rey no se quedará contento.
De Cienfuentes sé que le dio a la mala vida, que amigueaba con el
Lobero y que al final se metió a pedigüeño de caminos, con tan mala

109
fortuna que acabó en el estaribel. Fui a hablar de él ante el juez, dicien-
do la verdad: que sirvió al Rey en la milicia con honor y valor, pero se
le achacan varias muertes, y no creo que se salga de buenas…
—¿Y el Viejo?
—Bien que lo sabéis. ¡El Viejo es eterno!
Ambos sonreímos al recordar a nuestro duro y correoso cabo de
escuadra, alto, huesudo y valiente como la madre que lo parió, que
hubo de tener no poco cuajo para criar zagal así. Bien es cierto que
fuimos discretos, que no era cosa de dar risotadas estando el Lobero
de cuerpo presente, y tras la chanza le pregunté al cura:
—¿Cómo apareció tal regalo a las puertas de la antana?
—Bien que os puedo contestar, que yo mismo me andaba por ahí.
Era pasada ya la medianoche, cuando los que tienen la conciencia
tranquila duermen, y los que no, pecan. Yo soy de sueño escaso y
ligero, sin duda por el peso de mis muchas faltas, así que me hallaba
orando por el perdón de ellas. Oí zarabanda en las gradas de la igle-
sia, y allí que me planté en dos zancadas para encontrarme con grupo
de guros alrededor de un cadáver gritando su tonadilla de «Justicia
al Rey, téngase que yo lo digo», no sé si al difunto, porque a otro no
lo vi, y eso que algunos mendigos gustan de buscar acomodo en las
gradas, a la vera de San Felipe, en especial uno entre pícaro y loco
que hace de ganapán con carro de mano en vez de con cestas… Pero
me aparto del parlo. Lo metimos adentro y se me hizo escampada la
gurullada, para dar con el asesino, me dijeron. Barrunto yo que no se
esperaban que me saliese yo tan pronto de la antana, ante sus voces,
que lo normal y propio es que al oírlas la gente se recoja, y no que se
asome.
—Raro es en verdad que la corchetería llegue por una vez a tiem-
po, que por un paso que dan hacia delante, dan dos hacia atrás, no
sea que granicen estocadas y alguna les salpique…
—Vive Dios que tenéis razón, y aún hay más —añadió fray Valen-
tín—. Fijaos en lo frío que está, y lo envarado de sus miembros.
—Bueno, es algo normal en los cadáveres pasadas unas horas, que
bien que lo hemos visto, vos y yo, en los campos de batalla —repliqué
sin saber a dónde quería llegar mi amigo. Sonrió de manera triunfal, y
supe que había caído en su fullería, pues me contestó al punto:
—Natural es… ¡pero este ya lo estaba cuando lo entramos en
la iglesia!

110
—¿Alguna perla más de sabiduría tenéis para obsequiarme?
—Una me queda. Guardé sus ropas, puse a buen recaudo su men-
guada bolsa para misas por su negra alma… y me fijé en su espada.
Me la mostró. Era una espada de rufo de ventaja, de aquellas que
llaman «mata amigos» porque es un palmo más larga que las nor-
males, y pueden herir, por accidente o sin tal, a quien está más cerca,
sea del bando propio o del ajeno. Mostró de nuevo los clamos con
una sonrisa el sacerdote, al enseñarme la hoja: los dos éramos perros
viejos de la milicia y sabíamos ver cuándo una espada se ha limpiado
aprisa y mal, pues muy fino hay que ir para que no queden rastros
de colorada cerca de la empuñadura y en el tahalí. Esa espada había
bebido sangre la noche pasada… pero ningún corchete quedó herido.
Luego me fijé en las ropas con las que había muerto el Lobero. Eran
ropas de valentón que viene de bregar con la toledana, olían a sangre
ajena y a sudor propio. Prendas gastadas, pero de mediano pasar. Y
cepilladas recientemente.
—¿Cómo se llama ese ganapán, el que duerme a la vera de la antana?
—Zacarías dice que lo bautizaron, pero muchos le llaman «el tur-
co» por la afición que le tiene al vino sin sacramentar. Aunque anda
él muy sacro últimamente, que hasta se me confesó recientemente…
—¿Podéis dar con él?
—¿Sabía el padre Noé de agua? —me contestó con chanza, a modo
de respuesta—. ¡Aviado andaría si no supiera yo por dónde ronda mi
parroquia!
Me quedé pensando un momento, rumiando lo que había visto y
lo que me habían contado… y sobre todo de lo que no se había habla-
do. El hilo iba seguido, pero quedaba mucha madeja por desenredar.
—¿Qué haréis ahora? —preguntó fray Valentín.
—Hablar con uno de vuestros parroquianos primero… ¡e ir al es-
taribel después!

Donde la incomodidad
tiene su asiento
Hay tres cárceles en la Villa. La Galera, que es de mujeres. La de la
Corte, destinada a traidores y gentes de la carda o de la liga consi-
derados especialmente peligrosos. La última es la cárcel de la Villa,
donde se aloja lo mejor de cada casa: descuideros, rufos, delincuentes

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de toda ralea y condición. Algunos están ahí por castigo; otros, es-
perando ser trasladados a su destino definitivo. Pero, dentro de lo
malo, tampoco es mal lugar, que no tiene nada que ver con el terrible
estaribel de Sevilla, del que mucho se quejó ese fulano, Cervantes.
Con un poco de unto a los bastoneros puede entrar uno a visitar a
un compañero, y no pocas son las piltroferas que acuden a ver a su
hombre, día sí y día también, a traerle consuelo, comida y dinero,
pues en el estaribel todo lujo se paga, y es mejor hacerlo con dinero.
Precio tiene la comida del bodegón de la cárcel, la cama, el agua, las
velas, los naipes y los privilegios, como ir sin grilletes o recibir visi-
tas. Entenderá voacé que lo que para la gente de la carda es un simple
trámite, para un pobre desgraciadito que por su mala suerte acaba
aquí sus días se convierte en un infierno.
El aposento en el que me encontré a Cienfuentes era un encierro, es
decir, un calabozo individual con luz natural, que no es escaso lujo.
Estaba más o menos como lo recordaba: enjuto de carnes, con una
engañosa cara de niño y un cuerpo más alto que bajo y más delgado
que gordo. Bien vestido, podía pasar por lindico, y cuando sonreía,
podía ser más falso que Judas. Me miró disimulando su sorpresa y
me espetó entre dientes:
—¿Venís a darme el pésame o a verme por última vez vivo antes
de que me vaya al infierno?
—¿Os han condenado a muerte? —le contesté sorprendido.
—Casi, que el hideforros del juez me ha condenado a cinco años en
las minas de azogue de Almadén.
Silbé por lo bajo. Mucha suerte tendría si sobrevivía dos, que es
cosa bien sabida que el azogue es venenoso, por muy útil que sea
para purificar la plata que venía de Indias.
—¿No hubo untos que aplacaran a la Justicia?
—No fueron suficientes, y aparte me comí lo mío, que no era poco,
y lo de otros que sí que untaron en abundancia. ¡Que algún desgra-
ciaico tenía que pagar, y ha sido, finalmente, el hijo de mi madre!
Pero bueno —añadió encogiéndose de hombros—, de aquí a Ciudad
Real, donde están las minas, hay un trecho, y si tengo la ocasión, por
mi fe que la he de coger y no soltar, y calcorrear bien lejos, con grillos
o sin ellos. Y dejando lo mío, vayamos a lo vuestro, que nos conoce-
mos bien, vos y yo. No es visita de cortesía, ¿verdad? Tampoco hay
tanto aprecio entre nosotros, pese a lo de Flandes.

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Sonreí, saqué una botella de Valdeiglesias y le invité a sentarse. Un
preso vestido con andrajos que olía a miedo se apresuró a traernos
un par de picheles. Seguro que le hacía de correveidile y de criado, a
cambio de protección.
—El Lobero está muerto… y no he sido yo —dije sirviendo el vino.
—¡Vaya! ¡Pues en el Infierno pagaré la apuesta, que siempre creí
que sería vuestro acero el que se lo llevara por delante!
—Lo más parecido a un amigo que tenía erais vos, Cienfuentes.
¿Sabéis en qué andaba metido?
—¿Tras la hurgonada que le metisteis? —se rió por lo bajo, con risa
cascada de tísico—. ¿Y eso qué os importa?
—Tengo mis motivos.
—¿Y qué motivos tengo yo para hacer el canario?
Puse sobre la mesa una bolsa con dinero, una cuchilla de matarife
y una ganzúa.
—Quizá alguna de estas tres llaves os sean de utilidad, y así gra-
cias a ellas no acabéis ciego y con los pulmones podridos dentro de
las minas.
Miró lo que había sobre la mesa, el bandido, y luego lo recogió con
un movimiento fluido, haciéndolo desaparecer entre sus ropas.
—Como en la mayoría de los negocios que acaban mal, hay por me-
dio una mujer. Mientras se andaba convaleciente de la estocada que le
propinasteis tiempo ha, conoció a dama de posibles, muy bella según
me confesó muy ufano, aunque no puedo dar razón porque nunca la
vi. Se daba con la susodicha largos paseos en carruaje, a portezuela
tapada, y ya sabéis lo que ello significa, que espero que buenos ejes
tuvieran las ruedas, que a mi fe que la cabina se bambolearía, y no
poco… La cosa fue que el marido se enteró del tema y propinó a su
mujer, como es de razón, soberana paliza, que la dejó muy maltrecha.
Mandó ella misiva al Lobero y este, borracho por el olor del coño de
la dama, no hizo lo más sensato, que hubiera sido desentenderse, sino
que retó en duelo al marido cornudo. Lo raro es que este aceptó y ayer
al atardecer me dijo que se iban a encontrar y que pensaba soltarle una
buena hurgonada para que aprendiera a tratar a las mujeres.
—Muy caballero se había vuelto el Lobero —mastiqué para mí.
—Eso le dije yo, pero para mí que, además de las ganas de hembra
que tenía metidas en el cuerpo, andaba con ínfulas de convertirse en
amante oficial una vez despachado por la posta el cornudo.

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—¿Cuál era el nombre de tal? Ahora que el Lobero ha muerto, ya
no tiene sentido ocultarlo, ¿no?
Me miró largo rato antes de responder.
—¿Pensáis acaso vengarle?
—Ni el Lobero se lo merecía, ni éramos tan amigos. Pero tengo mi
propio interés en el negocio.
Creí que no me contestaría, pues se quedó mirando el fondo de su
jarro de vino. Solo cuando me levanté para irme, murmuró:
—El fulano es un catalanote: don Jorde de Ortín, caballero de Montesa.

Negocios de mujeres
Recurrí a los servicios del Soplillo, que me confirmó gustoso que, en
efecto, la tarde anterior habían dejado a las buenas noches al dicho
caballero de Montesa, en la huerta de Juan Fernández.
—La cual cosa no dejaba de tener su miga —me confesó con mu-
cho resabio—, pues bien es sabido que el que le entró fue uno de
esos viejos soldadotes más valentones que valientes que no tienen
donde caerse muertos, ya que el desafío se lo hizo bien en público,
en la misma plaza Mayor y en voz no poco alta. Y no se me ofenda
vuesa merced por lo dicho de la milicia, que donde hay mucho
ha de haber de todo, y voacé sin duda es la excepción —añadió
temiéndose hurgonada al caer en la cuenta de mis antecedentes y
mi oficio.
Suspiré, que no andaba yo para ser picajoso. Así que en lugar de
protestar pregunté, que es también modo de darle a la deshuesada:
—¿Y cuál fue el agravio, si se puede saber?
—¡Cómo no lo he yo de saber, siendo el negocio tan reciente! —Puso
los ojos en blanco y recitó con buena memoria—: «Que el tal señor
caballero lo era de título y no de honra, pues lo cierto es que era un co-
barde que solo se atrevía con las mujeres, y que si no era tal cosa, bien
que podía demostrárselo, donde le pluguiese, con la punta de su acero
desnudo». Bien podía el caballero catalán haber rechazado el duelo,
siendo él noble reconocido y el otro persona de honra dudosa, pero
debió dolerle la puya, que bien que aceptó el lance… y así que le fue.
—¿Acaso era hombre de cuajo, el de Montesa?
—A fuer que tenía que serlo para caer en trampa tan vieja, aun-
que no se le conocían pendencias anteriores, y frecuentaba más los

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garitos de juego que las salas de armas. Mucho interés os veo en el
negocio —prosiguió suspicaz—, ¿acaso conocéis al valentón que ul-
timó al caballero?
—A mi pesar —le contesté suspirando—. Conocí al fulano en la
milicia, y no he de negar que era valiente en la vanguardia… y bella-
co, bravucón y pendenciero en retaguardia. Que no es agravio hablar
mal de los muertos, si lo que se dice es cosa cierta. Y si había faldas de
por medio, no había barrido ni fregado en el que no se le encontrara,
que se tenía por muy burlador. Presumía de tener más descendencia
(ilegítima, claro está) que el mismo padre Adán, y que el número de
los cuernos de maridos burlados que había en su haber superaba con
creces el de los demonios de Satanás.
Quizás exageré un poco las hazañas del Lobero, que nunca se en-
camó con tantas, ni de palabra, ni de obra. Pero hay que saber azuzar
el fuego cuando conviene, y bien que me fue, que dejé al Soplillo con
ganas de saber el nombre del fulano para poder pregonarlo a los cua-
tro vientos. Así que añadí:
—Os prometo que os lo diré más pronto que tarde, siempre que
en contrapartida me hagáis jura que andaréis discreto con la noticia,
que ni yo mismo me sé aún todos los detalles del negocio, pero como
amigo mío que sois, seréis el primero al que le haga confidencia.
Me respondió con muchas protestas de discreción y confianza, más
falsas que Judas, que bien que me sabía que la mejor manera en la Vi-
lla de pregonar una nueva era susurrársela en confidencia al Soplillo.
Y así que lo dejé, que se me acababa el día y aún tenía cosas por hacer.
Mastiqué con prisas una ración de carnero verde regado con mosto
de Toro en el bodegón de maese Pedro, en la calle del Lobo, que ya
me rugían las tripas, y dirigí luego mis pasos a la mansión del di-
funto caballero de Montesa. Había allí el revuelo propio del rebaño
al que se le ha muerto el pastor, o lo que es lo mismo, de los ganda-
lines que han perdido amo y no saben cuál será su destino. No me
fue difícil averiguar dónde estaba el velatorio del catalán, que me
remitieron a la cercana iglesia de San Gil. Allí que me asomé, y entre
plañideras escandalosas, roesantos masticando latines y amigos del
difunto (o que decían serlo) distinguí los lutos y el velo de la viuda. Y
juzgue voacé mi decepción cuando, pese a las vestiduras propias del
duelo, distinguí a matrona entrada en carnes, a la que eché no menos
de cuarenta y muchos años, con la apariencia cansada de las mujeres

115
que han sufrido media docena de partos, todos sin duda malogra-
dos, pues no vi jóvenes a su vera, ni que parecieran hijos, ni siquiera
pupilos o sobrinos allegados. Se me venía abajo la torre de Babel que
a toda prisa me había construido. O me había mentido Cienfuentes,
o lo había hecho Soplillo, o yo andaba confundiendo nombres… o
había otra vuelta de tuerca en esta historia que ya no se me hacía tan
sencilla.
Si la granjera no está, las gallinas se desmandan, por lo que me
volví con prisa a la mansión del tal don Ortín, acechando la puerta de
servicio, a ver si tenía suerte y el Diablo me enseñaba la cara en lugar
del culo. Y así que fue, que al cabo de una prudente espera cruzó el
umbral una moza de cántaro, de pies grandes y piernas fuertes, cin-
tura generosa, cuerpo ancho acostumbrado al trabajo duro, manos
enrojecidas de fregona, cuello corto, dientes torcidos, nariz caída y
ojos grandes de mirada bobalicona. Barrunté que era manceba poco
acostumbrada a los galanteos… y que suspiraba por ellos, así que
me retorcí el mostacho, puse el ademán bizarro de bravo curtido y a
su vera me pegué, soltándole requiebros que le sonrojaron el rostro
poniéndoselo del color de la grana. No había errado yo, que la mayor
de las delicias que los de mi sexo le habían proporcionado habían
sido un par de cabalgadas de pie, contra un muro, que la habían de-
jado más confusa que satisfecha. No tenía yo tiempo ni estómago
de entrarle con mi lanza, así que lo hice con la deshuesada, que casi
fue mejor, que al poco me estaba desgranando confidencias junto a
la fuente, olvidadas ya las prisas y el cántaro, entre risitas y chismo-
rreos de las otras criaditas que junto al caño abrevaban. Carmela se
llamaba la moza, nombre plebeyo de los que los curillas acostumbran
a dar a las clases bajas para que toda su vida recuerden su condición.
Como al descuido dejé caer que su ama debía estar desconsolada por
la cruel pérdida de su cónyuge… y sus respuestas me cerraron defi-
nitivamente algunas puertas y me abrieron otras:
—Dispense voacé —me dijo ella con voz conspiradora—, pero
anda errado si cree que mi señora llorará en demasía la pérdida de
su legítimo, que el amor, si alguna vez lo hubo entrambos, hace tiem-
po que se esfumó. No ando yo tanto tiempo a su servicio para poder
decíroslo con seguridad, pero las criadas más viejas chismorrean que
fue matrimonio de conveniencia, y ya pudiera ser, que el ama era
unos años mayor que el amo, y ya se tenía por solterona cuando el

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caballero requirió su mano, que tampoco sería la primera vez que
los dineros ayudan a un rostro poco agraciado, en lo que a temas de
casorio se refiere.
He de decir que me sorprendí, que no andaba la mocita tan bam-
barria como me creía, y a buen seguro que me había tomado por un
chismoso buscando información, cosa que por otro lado poco se dife-
renciaba de la verdad. Así que quedé con ella para más tarde, una vez
cumplidas sus obligaciones en la casa, para tomar juntos una limo-
nada de vino, que ya veía que se dejaría querer a cambio de su parla.
—Me decíais —le entré ya acodados y con los azumbres ante noso-
tros— que vuestro difunto señor y la señora no se tenían en alta estima…
—No se me confunda voacé, que se comportaban con cortesía,
frialdad y distancia, que por tal, hasta dormían en habitaciones se-
paradas. Trataron de tener hijos, o eso me han dicho, pero no tenía la
señora la madre para tales trabajos, y los niños, o nacieron muertos,
o no llegaron a término, o murieron al poco, que no sé lo que es peor.
—¿Pegaba vuestro amo a la señora? Físicos hay que apuntan a que
el motivo por el que la mujer no quede preñada es que es de natura-
leza más fuerte que el hombre que la cubre, y por lo tanto no acepta
su simiente, y con una buena paliza se debilita…
—¡A la morería llevaba yo a quien esas sandeces dice! —me con-
testó muy brava—. ¡A que le cortaran el badajo y lo vendieran a un
bujarrón! Nunca se le hubiera ocurrido al amo ponerle la mano en-
cima con violencia a mi señora, que es de las de misa diaria y gusta
de seguir el precepto de devolver con creces lo que se recibe. ¡Pues
buena se habría armado!
Trasegué en silencio mi bebida, masticando silencios y pensamien-
tos. Ya me había parecido a mí que, tras el velo, no mostraba la se-
ñora que velaba a su legítimo ni rotos ni magulladuras. ¿Quién era
entonces la mujer joven y hermosa a la que, según Cienfuentes y el
Soplillo, el catalán apalizaba? Y entonces caí en la cuenta que el hom-
bre, es hombre, y que Carmela me había dicho que tiempo ha que sus
señores dormían en habitaciones separadas.
—Decidme, mi buena Carmela… Ya que vuestro difunto señor no
ejercía su natural derecho con vuestra señora, en algún lugar tendría
que aliviarse. ¿Por ventura no sabréis si tenía manceba fija?
Me sonrió con sus dientes disparejos, me miró con sus grandes
ojos vacunos, me contestó con suavidad:

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—Mi amo era de natural discreto, aunque para las que tenemos
orejas para oír y ojos para ver no hay secretos, ya sea casa grande o
pequeña. No vais errado, que doña amancebada tenía, y sé su nom-
bre. Pero, mi señor hidalgo, es información que tiene un precio.
Y me sonrió, poniendo ojos dulces, y yo tragué saliva, pues sabía
con qué clase de moneda quería que le pagase…

La amancebada secreta
Desperté a la mañana siguiente con un mapa de arañazos, moreto-
nes y mordiscos en mi cuerpo, que antes parecía que hubiera he-
cho una encamisada contra los luteranos que no una encamada con
criadita modosa. ¡Quién hubiera dicho que tuviera tal fuego en sus
entrañas! Busqué a tientas mi ropa, y pese a que traté de no hacer
ruido, le oí susurrar:
—Gracias, señor hidalgo.
Me giré, esbocé una sonrisa, deposité el roce de un beso en sus labios.
—Soy yo el que debiera agradeceros que os hayáis entregado a mí.
—Las de mi condición carecemos de honra, pues la poca que te-
nemos enseguida se pierde. Pero vos me habéis tratado como un
enamorado, buscando tanto mi placer como el vuestro, y haciéndo-
me sentir cosas que nunca había gozado con mis otros amantes. No
creo que volvamos a vernos, hidalgo mío. Mi ama nos habló ayer, al
volver del velatorio. En cuanto ultime los asuntos del entierro y del
primer luto, partirá a sus posesiones de Castellón, donde como viuda
rica vivirá como una reina sin tener que dar explicaciones a nadie. Y
yo la he de acompañar. Quizá me case con un buen hombre de pocas
luces que no me pegue demasiado cuando vuelva borracho de la ta-
berna. Quizá coleccione amantes o reúna dote para terminar mis días
en un convento. Sea como fuere, no nos veremos más. Pero jamás os
olvidaré. Pensad alguna vez en mí. Es lo único que os pido.
Salí a la calle con una sensación agridulce en la boca, pues lo que
había dicho Carmela bien que pudiera ser cierto. ¡Malo es el mundo
para las mujeres! Pero, siendo cínicos, la noche de placer había dado
frutos, que había pagado y se me había dado a cambio lo que busca-
ba: el nombre de la manceba del caballero de Montesa.
La fulana se llamaba Natalia Guevara, antigua comedianta que
al no cosechar éxitos sobre las tablas, decidió «trabajarlos» entre las

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sábanas. El catalán la tenía instalada en caserón de mediano pasar si-
tuado en la parroquia de la Santa Cruz, con dueña, cocinera y criada.
Me abrió la puerta la primera y me dejó pasar de manera obsequiosa
cuando dije que quería hablar con su señora. De manera «demasia-
do» obsequiosa.
Natalia me recibió en saloncito coqueto, con muebles más prácti-
cos que lujosos. Iba vestida a la saboyana, pese a lo temprano de la
hora, y su escote lucía bajo, mostrando la turgencia algo desvaída
de sus pechos. Era mujer voluptuosa, de carnes prietas, que había
pasado ya el umbral de su juventud. Su futuro estaba muy claro, y
leí en sus ojos que ella lo sabía mejor que nadie: acabaría sus días de
piltrofera, si no en algún hospital, atiborrada de bubas. Me fijé que
lucía moretón en mejilla derecha, por mucho que había tratado de
disimularlo con maquillajes y afeites. Mientras yo la estudiaba, ella
hacía lo propio, y vi que la sonrisa con que me recibió se iba desvane-
ciendo, truncada por un ceño fruncido. Yo callé, dejándola adivinar,
y finalmente me dijo:
—Demasiado bien lleváis esas ropas de entre jayán y soldado para
que sean discreto disfraz, señor mío. ¿Quién sois y qué os trae a mi
casa?
Antes que pudiera responder entró la criadita, con bandeja llena
de golosinas y dos copas que hubiera jurado que era vino andaluz,
que en materia de jugo de la uva podría darle yo lecciones al mismo
Baco. Despidió Natalia a la muchacha con gesto desabrido, y mis tri-
pas rugieron de protesta, recordándome que no había desayunado.
Así que le contesté:
—Ya sabéis quién soy: aquel que no esperabais. Y como barrunto
que os traéis negocio urgente con alguien que está por venir y que no
quiere escándalos, contestad a mis preguntas antes que venga y así
todos ganaremos. Ya sé que erais la manceba del caballero don Ortín.
¿Fue él quien os dio ese golpe en la cara?
La tal Natalia se echó a reír, que bien que me di cuenta que el dado
me había salido fusta.
—El señor catalán nunca me puso la mano encima, señor jaque
curiosón, salvo para darme caricias o adornarme con joyas y sedas
finas. Desde la primera vez que me vio se le sorbió el seso por mí, y
aquí que me tenía como una reina, que no era mal acomodo. Aho-
ra que me falta he de buscarme el sustento, que oveja que no tiene

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pastor que la valga se la comen los lobos. Doña Inés, la madre de la
mancebía de las Soleras es vieja amiga, y cuando a ella acudí ayer,
al enterarme de que había perdido protector, me habló de ciertos ri-
coshombres que pagan muy caro la discreción de sus vicios, por no
ser precisamente de los pequeños, hasta el punto de no atreverse a
frecuentar su mancebía, pese a ser la más famosa y cara de la Villa. Y
si ya os he satisfecho la curiosidad, señor preguntón…
—Enseguida os dejaré con vuestros asuntos. Pero decidme: si no
fue el catalán quien os solfeó, ¿quién os lo hizo?
—Alguien como vos, que cuando más os veo más os huelo el tufo
de jaque. Una mano pagada y velluda, amparada en la oscuridad.
Alguien que luego se jactó ante el pobre tonto de don Jorde acusán-
dole a él de pegamujeres. ¡Y el muy majagranzas picó en la fullería,
aceptó batirse en duelo y me lo mataron! ¡Me quería demasiado para
su bien y el mío, el muy mamacallos! ¡Si hasta rechazó los favores de
una señorona de la corte, de esas que tienen de tusona todo menos el
nombre y el medio manto!
Se giró, y quizá hasta llegué a percibir una lágrima. Quizá llorara
por su amante muerto. Quizá por ella misma. Quizá fingiera, usan-
do sus saberes de comedianta, para que me fuera de una vez… Sea
como fuere, fuime en hora mala, con respuestas que me abrían más
preguntas, no siendo la menor de ellas cuántas mujeres tenía el cata-
lanote que tantos males de cabeza me traía.

Gargoleando en las
losas de Palacio
Rondé por el Real Alcázar hasta que lo vi salir, entre peticionarios
de causas perdidas, soldados de canuto colmado de recomendacio-
nes (que a nadie importaban) buscando plaza de capitán, y lindicos
ociosos de jubones de seda y gesto adusto. Sabía yo que, a media
mañana, solía hacer un alto en su trabajo de cuevachuelista para ata-
razarse un bocado, a veces en bodegón de puntapié, otras en sitio
más compuesto, según le fuera la tarea y el día. Los necios apenas le
dedicaban una mirada, pues por pieza del Rey lo tomaban, ya que
enano era, y con tal desprecio demostraban la cortedad de sus man-
tecas, mucho más escasas que la altura del mencionado. Respondía al
nombre de Diego de Acedo, y no era bufón de nadie, ni siquiera del

120
rey. Se ganaba el pan estampando sellos reales en documentos ofi-
ciales, pues era hombre leído… y mucho más. Malas lenguas decían
que, además, ejercía de galán, que entre tanta dama, tanta doncella
(que dello solo tenía el nombre) y tanta menina crecidita alguna que
otra caía ante sus finas maneras y su seductora voz. Nos conocimos a
través de Gabriela, una dama de medio manto a la que, ante el acoso
de un rufián, fue socorrida por Diego y un compadre suyo, de igual
tamaño, llamado Sebastián de Morra. Me contó la Gabriela que fue
cosa digna de ver, Sebastián a lomos de los hombros de Diego, el de
arriba con un espadín y el de abajo con dos dagas, que aunque cortos
suman tres aceros, y dos medios hombres pueden hacer uno entero,
lección que aprendió por las malas el rufián primero y gratamente
por las buenas la Gabriela después, que era la moza de natural agra-
decido, y todos medimos lo mismo acostados.
Me sonrió mostrando buena dentadura cuando le salí al paso, atu-
sando su bigote y simulando pose valentona, supongo que en mi honor.
—¡Mi buen jaque! ¿Qué hacéis rondando los palacios en lugar de
las callejuelas?
—Es historia larga, pero ya sabéis que los de mi oficio hacen lo
que podemos cuando nos dejan. Como licenciado que sois en lo que
a materia de Corte se refiere, decidme: ¿alguna dama hay algo ligera
de cascos que se dé ínfulas con las otras de ser burladora de hombres?
Se me descolgó con larga carcajada, como si hubiera escuchado
sainete especialmente divertido.
—¡Todas! ¡Que en convento y en palacio, más putas se encuentran
que en un berreadero!
—Me han dicho que esta cruzó una apuesta que perdió, que le
salió casto el hombre…
—O más bien ahembrado… —respondió Diego poniéndose se-
rio—. Mal asunto ese, amigo, y si queréis un consejo de hombre he-
cho a medias, no metáis la mano, que al igual la perdéis y tenéis que
pedir limosna con la otra por quedar demediado como yo…
Dicho esto, se fue a paso vivo al puesto de comidas, pidiendo una
ración de empanada de carne caliente. Yo lo seguí hablándole a trom-
picones, que habiendo cogido al toro por los cuernos no quería de-
jarlo marchar:
—A mi pesar, que estoy ya metido, y toda información que me
podáis dar bien agradecida que será.

121
Masticó despacio la empanada, alejándose sin soltar pecunia, y le
debí mirar con cara rara, que se me sonrió y me dijo:
—Hace tiempo el bodeguero de este puestecillo me pidió un favor,
que le agilizara cierto trámite. A cambio, nunca me pide cobro, ni yo
tengo intención de darle pago.
Miré al puestero. Su cara me parecía familiar, no pude recordar
de qué…
—Sobre vuestro negocio, la dama que buscáis se llama doña Alba
de la Mota. Alardeó con una de las damas francesas de la reina que
era capaz de volver loco de amor a cualquier hijo de Adán que no
fuera ahembrado; y la piltrofera de la gabacha, muy docta en materia
de hombres y de amores, le dijo que entonces sedujera a un tal…
—Don Jorde Ortín, caballero de Montesa —le terminé yo la frase
con un suspiro resignado.
—Ahora sí que veo que estáis metido hasta el cuello en el negocio.
Pues bien, todos los requiebros de la dama resultaron inútiles, que el
caballero fue insensible a sus encantos, quedando doña Alba humi-
llada, la francesa victoriosa y la virtud triunfante.
—Y ahora, el catalán está muerto…
Me miró con curiosidad, ladeando un poco la cabeza y sonriendo
con sorna.
—No me andaríais tan curioso si lo hubierais despachado por la posta
en persona… ¿Acaso tenemos viudita o familia buscando venganza?
—Peor. Se busca cabeza de turco, y cada vez me siento más sarraceno.
—Quizá os tendríais que ir de la Villa, durante un tiempo… —su-
girió con buena fe.
—Amigo mío, que como tal os tengo, Madrid es mujer, una tusona
resabiada que puede salir muy cara o muy barata, según cómo le
entres y el sonante que lleves encima. Pero este pobre Jaquetón no
sabría ya vivir en otro sitio, ni siquiera cerca del potro que me vio
nacer… ¿Cómo, cuándo y dónde puedo entrarle a la dama?
—Tiene casona señorial en la calle Mayor, pero a estas horas la
encontraréis frecuentando la iglesia de San Andrés, de la que es muy
devota. Pero, señor Jaquetón… —añadió cuando vio que me llevaba
la mano al borde del sombrero a modo de saludo y me giraba para
irme— no es damita indefensa. Tiene un buen perro que la defiende,
Jonás que se llama, un cincuentón que sirvió a su madre y la conoce
desde chiquilla.

122
—¿Tiene clamos, ese perro?
—No los necesita, que tiene quien le dé dentelladas por él. Andaos
con tino por una vez, señor valentón.

Los colmillos del perro


La iglesia de San Andrés es famosa en toda la Villa por haber alber-
gado, durante muchos años, los restos del santo varón Isidro, por
todo Madrid tenido por santo y milagrero excepto por el Papa de
Roma, que siempre nos tiene a mal traer desde el tiempo, hará cosa
de cien años, en que las tropas del bisabuelo de nuestro rey Felipe le
saquearon la ciudad por una serie de malentendidos de esos que tie-
ne la gente poderosa y que hace que se maten los demás en lugar de
matarse entre ellos como hacemos nosotros, los humildes. Sea como
fuere, es iglesia de mucho renombre, por lo que no me sorprendió
encontrarme con media docenilla de viejas roesantos amigas del bea-
terio, pese a ser hora más de masticar bocudo que de avemarías. En-
tre tanta vieja sarmentosa destacaba mujer joven, enlutada como si
viuda fuera, que de rodillas rezaba con mucha devoción y sentimien-
to. Me fijé en ella más de lo que debiera, e hice mal, que corderita tan
tierna nunca anda sola. Se alzó para encender una velilla frente a la
imagen del mártir y aproveché para acercarme a su vera y chistarle,
cual vulgar burlador de iglesia:
—Rezad por los nuevos difuntos, mi señora, que bien que os lo
agradecerán.
Se giró espantada, y supe que le había entrado hasta el fondo, que bien
que pude fijarme en sus ojos, rojos de tanto lloro. Sorprendido, exclamé:
—¡Le amabais! ¡Lo queríais de verdad!
No fui muy discreto, que mi susurro salió trulla, y conseguí, ade-
más de acrecentar sus lloros, que las roesantos se giraran a mirarnos
con disgusto. Ni me fijé, ni me importó. Tenía ya todas las respuestas
del misterio… menos la más importante para mí, que era la de cómo
salir bien librado. Que no sale con bien el que más sabe, sino el que
mejor se maneja.
Y como respuesta a mis recelos se nos acercó hombre nervudo, de
pelo cano y ceño fruncido, que se interpuso entre la llorosa doña y
yo, encendiendo a su vez otra llama con la siniestra y diciéndome
con voz ronca:

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—Esta me toca ponerla a mí… por los que van a morir.
Podía decirse más alto pero no más claro, así que sonreí de torcido,
fijándome en el par de fulanos que se colocaban a su vera. Sonreí ense-
ñando los clamos, desafiándole con la mirada como hacen los perros.
—Me supongo que estoy hablando con maese Jonás… ¿O ando
errado?
Entrecerró los ojos, avanzó un poco más para mejor proteger con
su cuerpo a su señora, y susurró.
—Os agradecería que saliéramos de lugar sagrado, señor Jaquetón…
—Creo que no, pero con gusto pasearé con voacé por el claustro,
así dejaré de molestar a vuestra ama y podremos platicar con calma.
—¿Acaso me tenéis miedo si salimos a la calle?
—Creo que sois hombre al que se puede llegar a temer. Pero en
lugar sagrado ni voacé ni yo alzaremos ni el brazo ni el bramo, y eso
será mejor negocio para la salud de ambos, tanto la del cuerpo como
la del alma…
Asintió a regañadientes, y tras ordenar con la mirada a sus dos
acompañantes que se quedasen con la doña, conmigo se vino al
claustro, como si fuéramos dos amigos confesándonos nuestros pe-
sares entre susurros. Que, de algún modo, así era.
—Tenéis mucho cuajo al entrarle así a mi señora, señor valentón.
—Gracias por vuestra cortesía, aunque ya lo sabía, que por lo me-
nos dos han muerto por un desplante que ella sufrió no ha mucho.
—A mí que me parece que sabéis demasiado.
—Nuevamente he de daros las gracias, que eso, también cierto
es. Y aún más, que me la sé mayor de lo que pensáis: vuestra señora
trató de enamorar a un gentilhombre, del que no diremos nombre
ya que ambos lo conocemos. Y pese a sus dulces artimañas y sua-
ves enredos este se le mostró esquivo y finalmente la rechazó de
lleno, para mengua de su fama y dolor de su alma. Pues ella, tan
acostumbrada a tratar a los hombres como si perrillos se tratara, se
enamoró de quien no pudo conseguir. O creyó enamorarse. Y del
amor al rencor hay solo un paso. Por ello engatusó a rufo valentón
como yo, para que la vengase.
—Mil veces le dije que dejara el asunto en mis manos… —dijo sin
darse cuenta de lo que decía.
—Y mil veces os haría oídos sordos. Supongo que luego fue voacé
quien se encargó de limpiar los rotos… o puede que no, que al fin y al

124
cabo el jaque en cuestión murió envenenado. Posiblemente fue cosa
de ella, cuando el Lobero le vino a reclamar su premio, que se dio
cuenta de lo que había hecho. Y se vengó. Quizá fue entonces cuando
entró en escena el bueno de Jonás, el criado fiel, para sacar la basura.
Me miró casi con odio, que se acrecentó cuando añadí:
—¿Sabéis que el jaque presumía de encamarse con doña Alba, y
aun que la hacía gozar como una perra?
Se puso blanco primero y rojo después, y en verdad que vi la
muerte en sus ojos. Todo hay que decirlo, ni gritó ni desnudó el
acero, todo y que sus ojos se convirtieron en una rendija y sus
clamos se apretaron de tal modo que ni la misma agua hubiera
pasado entre ellos. Supe que mi deshuesada se había ganado un
nuevo enemigo. Saludé, y fuime. Lo hice despacio, y no me de-
cepcionó mi instinto, que pronto me encontré con dos sombras,
una pegada a mi culo, otra un poco más lejos, sin duda enviada
por Jonás para averiguar detalles sobre mi persona y mis hábitos.
Le di el gusto al curiosón, que fuime a mi aposento tras recorrer
varios de los lugares que suelo frecuentar. Descansé un poco y salí
de anochecida, que ciertos negocios requieren su tiempo. Cené en
bodegón de mediano pasar: uña de vaca, con sus garbanzos, cebo-
llas y tocinos, pues necesitaba plato contundente para compensar
lo menguado del almuerzo. Mastiqué despacio, regando el con-
dumio con un buen mosto de Toro. Luego, juzgando que ya me
había dejado ver bastante, salí a digerir la comida por las oscuras,
torcidas y traicioneras calles de mi muy querida Villa y Corte.
Pronto volví a notar que me tenía nuevamente una segunda som-
bra, diferente a la anterior, que era más cauta y discreta, y por lo
tanto más peligrosa. Y no se asombren voacés, que las noches de
Madrid, pese a ser oscuras como boca de lobo, bien claras que son
para las ratas y los jaques, que para algunas cosas tenemos ojos de
gato y olfato de perro. Que en este oficio mío, si no andas avisado
terminas de tertulia con Belcebú, que es tan fácil ser presa como
cazador, pero es mayor costumbre terminar ultimado por la cor-
cova que por la facha. Esa segunda sombra podía ser un paseante
ocioso, quizá un burlador donjuanesco que fuera a rondar dama
propia o ajena, un vecino insomne a la búsqueda del sueño que le
resultaba esquivo… o un fulano de la liga que quisiera usar mis
precordias como vaina de su vaciadora.

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Para salir de dudas, y temiéndome lo peor, se lo puse mejor, me-
tiéndome por una de esas callejas laberínticas que tanto abundan por
Lavapiés y que sirven de meadero de incontinentes, vomitadero de
borrachos, guarida de ratas… y escondrijo de valentones. Se tragó el
cebo con anzuelo y todo, que no había dado media docena de pasos
más cuando el fulano en cuestión se arrojaba contra mí por la espalda.
Pero como yo andaba avisado, el dado le salió fusta, que tal y como
se me echó encima giré medio cuerpo, lo apiolé y lo estampé contra
un muro. Rebotó y cayó, llevándose un par de puntadas y un pisotón
en la mano para que soltara el acero con el que pretendía hacerme un
guzpatero en los riñones. Fue entonces (y no antes) cuando lo miré a la
cara, que lo primero siempre he dicho que es cuidar el pellejo propio,
y luego viene la curiosidad. Y me encontré con germano de liga, que el
rufo en cuestión no era otro que Lope «el negro», un jayán especializa-
do en matar por encargo, silenciosamente y por la espalda.
—Se os saluda, don Lope —le dije a modo de saludo y despedida
mientras alzaba la mano para empezar a quebrarle los huesos de los
dientes, sin rencores, solo para que supiera lo que le pasaba por aceptar
trabajos contra un jaque más bregado que él. No me pregunte voacé qué
me pasó, que debo ser del agrado de Dios o del Diablo, que más que por
casualidad que por oficio agaché la cabeza, y un trueno me estalló sobre
la testa. Le di un golpetazo en la cara al «Negro» para hacerle perder los
sentidos, que tenía planes para él, me alcé y saqué con calma el acero. El
otro era valiente. No huyó. Arrojó la turquía, que bien sabía que ya no le
haría servicio, y desenvainó sin prisas su toledana. Miré de fijo a los ojos
a Jonás, pues él era, y antes de cruzar los aceros, le dije:
—Queríais aseguraros de que Lope hiciera bien el trabajo…
—Me dijeron que era el mejor, pero en tan poco tiempo tampoco
pude elegir mucho, y me parecisteis jayán con demasiados hígados.
Debí haber contratado a dos.
—Quizás… Y quizás el Diablo se meta a puto. Pero aquí estamos
voacé y yo. Quizá alcancéis a darme un buen hurgón. Pero vive Dios
que yo os he de dejar a las buenas noches, aquí y ahora. Pensadlo
bien: ¿quién cuidará de vuestra ama entonces?
Mis palabras, y sobre todo la ausencia de mis actos, que aunque
tenía el acero en guardia no lo había movido, hicieron mella en él,
que pareció vacilar:

126
—¿Qué queréis? ¿Dinero?
—No. Mi vida, y tranquilidad para vivirla como me plazca. Yo
os doy mi palabra de que no hablaré de todo lo que sé, y dejaré a
vuestra ama tranquila. Y en contrapartida, huercé me dará a su vez
palabra de que se olvidará de mí. Un olvido por otro. Este negocio
ha parido ya demasiadas muertes, y solo ha traído dolor. ¿Acaso no
queréis terminarlo ya?
—No todo lo que he empezado puedo terminarlo —dijo como al
tanteo.
—De ese asunto ya me encargo yo, que creo saber cuál es. ¿Tengo
vuestra palabra?
Aún dudó un instante, y luego finalmente alzó el acero, y lo guar-
dó de nuevo en la funda. Me miró desafiante, casi sorprendiéndose
al verme hacer lo propio. Entonces dijo, como para sí:
—Sois un hombre extraño, señor Jaquetón.
—No me tengáis por santo, que errareis —dije envainando a mi
vez—, pero tampoco me tengo por barbero ni sangrador, y no me
gusta que se vierta la colorada sin razón.
Me miró sin expresión, se giró y se dispuso a irse. Le dejé alejarse
unos pasos y entonces le grité:
—¡Maese Jonás!
Se detuvo sin volverse. Quizá esperaba que le disparase por la es-
palda. En lugar dello, le dije:
—El catalán no estaba enamorado de su legítima, sino de una
amancebada. Que, en realidad, nunca le quiso. Creo que la única
mujer que lo amó de verdad, en toda su vida, fue vuestra ama. Quizá
esto la consuele, si se lo decís en el momento adecuado.
No dijo nada. No se giró. Simplemente siguió su camino, lle-
gó hasta la calle, y fuese. Yo recogí su boca de fuego, que no
era cosa de dejar una buena arma tirada en el sumidero, y si
no le daba uso siempre podía venderla. Gimió Lope el Negro,
despertándose, y yo lo apiolé con fuerza, metiéndole la turquía
en la boca a viva fuerza, que aunque estaba descargada, él no
lo sabía…
—Bien, mi buen Lope. Ya veis que vuestro pagador os ha dejado
en la estacada. Podéis salir de este negocio vivo o muerto. A voacé le
toca, lo de decidir.

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Letuario y aguardiente
¡Benditos sean los hombres de costumbres fijas, pues sabes dónde
encontrarlos cuando te conviene! Eso, o algo muy parecido, pensé a
la mañana siguiente cuando me encontré a Germanillo en el bodegón
de puntapié, echándose al coleto su aguardiente con algo de confitu-
ra de naranja amarga, para entonarse el cuerpo.
—¡Vive Dios que os traigo buenas nuevas, señor alguacil, que
vuestro encargo está cumplido, y aún me ha sobrado un día para
hacerlo! —le entré muy campechanamente, con una sonrisa ancha,
más falsa que el beso de Judas.
Se le atragantaron al guro el bocado y el trago, que me dio un par
de toses muy satisfactorias antes de mirarme incrédulamente. Y yo
que le sonreía como el hideforros que soy cuando me conviene, y
muy ufano le proseguí:
—¡Acogido en la antana de San Felipe está vuestro asesino, que ha
confesado de modo tan notorio, que ya está el relato de todo lo sucedido
en los oídos y las bocas de los que los mentideros frecuentan! —Eso, si
no lo sabía ya toda la Villa, que el Soplillo podía darse mucha prisa en
difundir nueva fresca, cuando la tenía, barrunté para mí—. Lamentable-
mente —añadí— vuestros hombres no podrán apiolarlo en el acto, que
al estar en sagrado, ya se sabe. Al igual hasta se escapa cuando se enfríe
el negocio.
Proseguía el guro con su sorpresa, pero reunió temple para acertar
a decir:
—¿Y cómo fue el negocio? Que no he pasado aún por los mentide-
ros, así que hacedme la merced de adelantarme el aviso.
—Lo que voacé ya suponía —dije con vocecilla inocente—: que no
fue más que un asunto entre jaques, que de las palabras pasaron a los
hechos, y la cosa acabó mal. Por suerte vuestros corchetes llegaron
prestos, que se llegaron cuando el cuerpo estaba caliente.
Entrecerró los ojos, oliéndose celada, y murmuró:
—¿Y nada más?
—¿Algo como que el muerto no cayó ante las gradas de San Felipe
sino en zaguán de caserón importante, cerca de la plaza Mayor, y
que alguien dio untos a cuatro de vuestros corchetes (que andaban
muy nerviosos a la mañana siguiente) para que fueran a buscar a un
desgraciado ganapán con carretilla de manos que lo llevara a lugar
menos comprometido, y que al pobre desgraciado no se le ocurrió

128
otra cosa que dejarlo frente a las gradas del mentidero, y que fueron
sorprendidos los corchetes por un sacerdote de mal dormir que bien
que los avizoró, y que además protege al ganapán, y que cierto al-
guacil miró de cargarle el muerto (nunca mejor dicho) a algún jaque
que le tuviera ojeriza? Eso es algo, señor alguacil, que solo diría como
secreto de confesión, y la confesión es sagrada… mientras el confeso
esté vivo. ¡Dejadme que os invite a desayunar y celebremos el buen
fin del negocio!
Todo hay que decirlo, el malnacido de Germanillo sabía perder.
Noté cómo se desesperanzaba el bodeguero de puntapié cuando el
alguacil me respondió:
—Guardad la bolsa, señor Jaquetón, que lo menos que puedo ha-
cer por voacé es invitaros yo al desayuno.
Y así terminó la historia, como había empezado, masticando bu-
ñuelos, confite y aguardiente que nadie iba a pagar. Calentando el
estómago una fría mañana en la Villa y dejando que el sabor amargo
del letuario se mezclara con el del rechazo y el rencor. Pero como
dicen los rústicos, «el muerto va al hoyo y el vivo se zampa el bollo».
Que me había salido con bien de la fullería del muerto.

129
Vendimia en el estaribel (4)

Me busqué acomodo como pude, que no fue ni mucho menos donde


quisiera o me pluguiera, pese a haber pasado la primera prueba en-
tre la jacarandina. Pues ha de saber voacé que, aunque en el cuartel
no hay muros ni paneles que separen físicamente unos de otros, hay
grupos bien diferenciados que se reconocen entre sí, digo yo que ol-
fateándose, como hacen los perros.
Si voacé, Dios nunca lo quiera, se ve en tal trance, verá que el mejor
sitio del tranco lo ocupan las avutardas, los presos que ya llevan un
tiempo en el cesto de culpas y tienen cierta familiaridad con los bas-
toneros, lo suficiente para tener un poco de poder, que bien que usan
para que quien se meta con ellos salga mal parado por todas partes.
Ni que decir tiene que el jefe de todos ellos no era, en la ocasión que
le cuento, otro que el portero, Bartolomé el fraile. Tienen estos presos
otros cautivos que les sirven al modo de criados, para así ganarse su
protección. Son los llamados coplillas, que en todas partes, hasta en
el estaribel, hay quien sabe arrimarse a la llama que más calienta.
A mí mismo se me quiso pegar uno de estos a las pocas horas de mi
encierro. Un pobre desgraciado que se me acercó ensayando sonri-
sas con mucha cortesía y no menos frotarse las manos. Dijo llamarse
(pese a que nadie le preguntó) Nicomedes Buendía. Fuera del tranco
ejercía de cuevachuelista, y había dado con sus huesos en el cesto
de poco pan debido a unas irregularidades con las cuentas de las
que poco o nada decía saber. Vamos, que era inocente, como todos
los que frecuentan el lugar, que si se les pregunta, ninguno admitirá
estar ahí por lo que se le acusa y condena. Que las confesiones, señor
mío, se le hacen a los curas y los frailes, y nunca se vio representante
de la ley con tonsura. Volviendo al pobre cuevachuelista mengua-
do, bien que se veía que no había sabido acomodarse en tal trance,
que ningún respeto le tenían sus compañeros de miserias y nada le
quedaba encima, salvo los inmundos harapos plagados de chinches
que cubrían sus magras carnes. Sin duda necesitaba protección, pero
no andaba yo con ganas de hacer buenas acciones, ni me tengo por
hermanita de caridad, que hasta las limosnas hay que saber ganarlas.
Así que le dije que se fuese en el acto de mi vera antes de que se me

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acabara la paciencia y lo hiciera con algún roto en el cuerpo, a modo
de propina por mi parte.
Y prosiguiendo con la narración de las gentes que frecuentan el es-
taribel, no se me engañe pensando que esos avutardas veteranos an-
tes mentados son los compañeros más peligrosos que el que se apo-
sente en el Cuartel pueda tener al lado, que tienen también su rincón
los bravoneles, los que dicen haber despachado por la posta a más de
uno y a más de mil. En su mayoría, no son otra cosa que valentones
con más fuerza en la deshuesada que en el brazo que maneja el acero,
pero a veces hay entre ellos algún jaque o jayán realmente peligroso
con los que es mejor no meterse. Poco me conoce uced si no adivina
que fue compañía de estos la que busqué. Su jefe reconocido era el
enlutado que había ordenado ponerme a prueba, llamado Mauricio,
de mal nombre «el morcillo» por el color de las ropas que gastaba.
También había unos cuantos de los llamados carlancas, que son
gentes que, aunque poco tiempo estarán en la cárcel, a fuer que de-
jarán su huella en ella y en sus compañeros (si tal nombre se puede
decir en tal recinto de fieras). Son fulanos que han sido condenados
a gurapas (galeras), y de ahí su nombre, de la «carlanca» o argolla de
hierro con la que los conducen por los caminos como si de animales
se tratara. Y algo de eso deben ser, al menos para la justicia, pues
apalear sardinas es más duro que tirar de un arado. Siempre hay al-
gunos alojados en el Tranco en espera de que se junten suficientes
condenados para que valga la pena hacer un viaje hasta un puerto de
galeras. Les espera un destino peor que la muerte, así que ya adivi-
nará voacé que no están para que les anden con chanzas. Que el que
no tiene nada que perder, poco le importa jugárselo todo, aunque la
vida propia sea la que empeñe en el envite.
Y con todo, casi peores son los cerecedanos, llamados así por las
«cerecedas» (cadenas, en germanía) de las que van bien surtidos, y
no por adorno, precisamente, sino porque son presos tenidos por pe-
ligrosos y violentos, que pasan largas temporadas en los calabozos
y en las pallazas, esas embajadas del Infierno de las que me habló el
portero Bartolomé. Muchos de ellos están condenados a muerte y so-
lamente esperan que se fije la fecha de su ejecución, la mayoría están
locos y todos andan tan rabiosos que poco les queda de humanos y sí
mucho de fieras salvajes de las selvas. Ni los bravoneles más osados
se meten con ellos a la ligera.

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En los rincones del tranco que nadie se disputa se acomodan los
bisoños, los recién llegados, los que aún no se han ganado un lugar
mejor entre avutardas o bravoneles. Y también los menguados, des-
preciados por todos, pues carecen de hígados y, por miedo, interés
o malicia, gustan de andar con cuentos a los bastoneros, cosa que ni
los avutardas hacen, aunque tengan sean presos de confianza, que
no hay que olvidar el lugar que cada uno tiene en el mundo, y los
bastoneros, guardias son, y no cautivos sino gentes que se ocupan de
mantener a estos en tal condición. Que aunque haya confianzas, no
por ello se diluyen, ni las paredes, ni los barrotes.
Con todo, el más malo de los acomodos del cuartel no está ocu-
pado necesariamente por los bisoños. Es el llamado «Rincón de las
Penitencias», un trozo de pared donde cuelgan unas argollas a las
que se encadena a los presos revoltosos o alborotadores hasta que se
calman un poco. El que piense que es escaso castigo, que tenga más
seso y menos cuajo: que encadenado al muro, por no poder, no puede
ni beber ni comer, y en todo, tanto en lo bueno como en lo malo, se
está a merced de los otros presos. Así que el que sea aherrojado en
este Rincón y no tenga amigos que lo guarden y protejan puede ter-
minar desvalijado o incluso abrumado (de brumar, que en la lengua
de la carda, por si uced no lo sabe, quiere decir ser apalizado).
Llevaba un par de días en tan linda compañía cuando se me dijo
que tenía visita, y visita femenina. No se me extrañe, que ya dije que
es habitual que familiares y amigos visiten a los presos, y muchos
que ejercen de rufianes de las damas de medio manto hacen que sus
coimas vengan a visitarles día sí y día también, no solo para aliviarles
sus naturales ansias, sino también para pasarles comida y dineros
que alivien las penurias del encierro. Fui muy contento a recibir la
visita, pues sospechaba de quién se trataba, y se me cayó el alma a
los pies cuando vi que venía bien acompañada por tres individuos de
aspecto rufianesco. Tres jayanes que ya había visto antes.

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El «burlador» y la «doncella»

Dramatis personae
(por orden alfabético)
Amalia: Doña que ejerce de Ama con pretensiones de ser Señora.
Ana Isabel: Dueña con cuajo.
Carmencita: Criadita a la que le gustan los jayanes.
Damián, Serafín y Matías: Pícaros que ejercen de hermanos.
Fernandito: Boquirrubio enamoradizo que parece tonto y que
sin duda lo es.
Ignacio de Castro y Fuentesino, marqués de Cañete: Hombre
escaso de entendederas y abundante de barrigas.
Isabela Vergara: Belleza agitanada de ojos verdes.
Jaquetón: Protagonista, narrador y protector.
Marina de Silva y Mendoza (señora de Labraz): Admirada se-
ñora madura que trata de ejercer de tía y solucionar los proble-
mas de la parte menos inteligente de su familia.
Soplillo: Chismoso al que invitan a comer.
Rufo: Criado para todo, con edad para ser el hermano mayor de
Matusalén.
Y además:
Criados pacientes solo en apariencia, malas gentes que se jubi-
lan, un abuelo metido a pedigüeño de caminos, otro a criado
escaqueador al que escaquean definitivamente, criaditas revol-
tosas, bandidos sangrientos y una más que imposible historia
de algo parecido al amor.

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El negocio del heredero
buscafaldas

—Es un asunto delicado, señor jaque —me dijo mi muy admirada


doña Marina de Silva y Mendoza, señora de Labraz y dueña de los
ojos azules más hermosos que jamás haya visto, ni en muchachita
joven ni en dama madura.
—¿Acaso vuelve a encontrarse en apuros vuestro hijo? —le respon-
dí yo tras catar mi copa de vino oloroso (¡y que estaba francamente
bueno, como que vive Dios!). Estábamos en el estrado de su casa, que
no es poca cosa para un pobrico como yo, que aunque había llevado
mis mejores galas a la ocasión, ya se veía que ni era visita galante, ni
mucho menos cortesana. Podía haber buena relación entre mi señora
de Labraz y yo, pero la diferencia que tenían nuestras cunas (sin con-
tar menudencias como la edad o el sexo) hacían imposible que esa
relación fuera de otra cosa que no fueran negocios. Y dedicándome
a lo que me dedico, no negocios demasiado limpios, precisamente.
—Por suerte mi hijo parece haber aprendido la lección, y es un
poco más resabiado y menos inocente en lo que respecta a amigos
supuestos y enemigos ciertos. No, esta vez no se trata de mi hijo, sino
del inútil de Fernandito, mi sobrino que, o ha salido al necio de su
padre, o a la tonta de mi hermana, o lo que más me temo, ha recibido
de mala herencia lo peor de los dos. Yo lo tenía por ahembrado, pero
ha sorprendido a propios y a extraños seduciendo a una damita ple-
beya, y ahora mucho presume de ladrón de virgos.
—Bueno… —vacilé—. Puedo ir a dejar unas monedas en la mano
de la chiquilla, o de su padre, si eso os va a hacer sentir mejor, pero
me perdonareis si os digo que me parece más trabajo de sacerdote de
parroquia que no de espada a sueldo.
—No se trata de untos ni de consolar supuestos virgos rotos. ¡El
muy mamacallos de mi sobrino pretendió fugarse con la moza!
Silbé por lo bajo, que estos negocios suelen terminar mal, por mu-
cho que gusten en las novelas bizantinas que leen las damas. Que du-
daba yo que la tal damita fuera, al final del lance, heredera perdida
de un grande de España.
—Quiero que me acompañéis a esa casa. Que habléis con mi sobri-
no y sus padres, que preguntéis en vuestro mundo sobre la tal fulana,
no sea que además sea buscona, y luego que nos aconsejéis sobre la

136
mejor manera de salir airosos del lance. Que no es que os tenga por
persona honrada, señor jaque, que los leones no cuidan de las ovejas,
pero bien sé que sois persona cumplidora y eficaz en los encargos
que con voacé se acuerdan.

La familia del marqués de Cañete


El caserón que don Ignacio de Castro y Fuentesino, marqués de Ca-
ñete, poseía en la Villa estaba situado bien a la vera del Alcázar, y no
tenía nada que envidiar a la Casa de las Siete Chimeneas, por citarle
a huercé palacio famoso. El tal marqués hacía juego con su mansión,
al menos en cuando a tamaño se refiere, que era hombre rechoncho
tirando a obeso, de doble (por no decir triple) papada y dedos gor-
dezuelos e hinchados que mucho me recordaron a las morcillas de
carnes inciertas que se venden en cualquier bodegón de puntapié.
No me extrañó que estuviera comiendo, pese a lo tardío de la hora.
Puede que fuera su segunda o tercera merienda, para distraer la boca
antes de empezar a comer en serio en la cena.
—¡Habrase visto tan maña desgracia! —se me lamentó de buenas
a primeras tras las presentaciones, cual si fuéramos camaradas de
toda la vida—. Diría que es castigo de Dios por mis pecados si no
fuera que tal cosa bien sé que es incierta, que mis únicos pecadillos
son el buen comer y el mejor beber, y son pecados que no cuentan,
que con la enfermedad de la gota ya viene la penitencia en esta vida,
que no en la otra. Imaginaos, señor mío, que he practicado tan poco
el pecado de la carne que un solo ayuntamiento he tenido en la vida,
aquí con mi mujer legítima y santificada, tan certero que del mismo
nació nuestro único hijo y heredero directo. ¿De dónde sale, pues,
esta lujuria que se ha apoderado de sus carnes?
Me miró como si fuera yo doctor de la Iglesia capaz de darle una
respuesta satisfactoria. Yo a mi vez miré a la señora marquesa, una
mujer huesuda y estirada, apostándome mi toledana contra medio
maravedí a que era, además, una roesantos más beata que la Teresa
de Ávila… aunque la delicada ausencia y desinterés que ahora nos
mostraba más parecía propia del vino de Jerez que trasegaba, copa
tras copa, sin parar casi ni a respirar, que de algún arrebato místico.
Lo único que se me ocurrió es, que si yo estuviera casado con seme-
jante mujer, también se me quitarían las ganas de andar de jodienda

137
con ella. Pero claro, hay pensamientos que los que somos de natural
discretos nos cuidamos muy mucho de mantener encerrados de boca
para adentro… Así que en lugar de hablar dirigí una suplicante mi-
rada de ayuda a doña Marina, que contestó por mí:
—Mi querido Ignacio, que no se trata de buscar culpas ni razones,
sino de encontrar soluciones. Que cada uno es como es, y no hay que
avergonzarse en cómo nos hizo Dios, que Él sabe más que nosotros.
Así que, como aquí este hidalgo es más hombre de mundo que tú,
cuéntale tus cuitas, y hazlo desde sus principios y con sinceridad,
que él sabrá cómo solucionaros el problema.
Tras cierta reticencia, el pantagruélico marqués asintió, iniciando
su parlo sin dejar de masticar:
—Bien, sea pues. Como bien os ha dicho mi cuñada, mi hijo anda
enamoriscado de una… «doncella».
Lo dijo haciendo mucha mueca de repugnancia, como si acabara
de descubrir que lo que en ese momento tenía en la boca no era man-
jar blanco, sino mierda de vaca.
—Lo cierto es que el negocio me haría sonreír si no fuera para po-
nerse a llorar, que ya iba siendo hora que el niño se destetase y em-
pezase a corretear tras las faldas, o al menos a interesarse por ellas. Y
dentro de lo malo, que se estrene con plebeya no es lo peor, siempre
que no le pegue ninguna enfermedad, que ya se sabe que estas niñas
sin honra… ¡Lo que me saca realmente de quicio es que se le haya
metido entre ceja y ceja que quiere enmaridarse con ella! ¡A ver si lo
que es es bruja y nos lo ha hechizado!
—¿Cómo descubristeis sus planes de casorio?
—Ayer por la tarde se cruzó con Ana Isabel, que es dueña en la
casa y antes fue ama de cría de Fernando. Andaba este con anda-
res furtivos, que no deja de ser raro comportarse como un ladrón en
casa de uno. Así que la buena dueña lo interceptó, y al intentar este
escurrirse, se le cayó el hatillo que llevaba bajo el jubón con algunas
alhajas que había escamoteado de su madre. Por ello nos lo trajo de
la oreja, como cuando era chicuelo y lo sorprendía con alguna barra-
basada. ¡Y entonces va y nos dice muy bravo, al pedirle la natural
explicación, que pretendía casarse con esa fulana, que era la mujer de
su vida y que estaba perdidamente enamorado!
—Yo lo que más temo —nos interrumpió de pronto la señora
marquesa, demostrando que por lo menos la oreja la tenía puesta—

138
es que esa mujer deshonesta, que habrá engañado con sus artima-
ñas a mi tesorito, se haya apresurado en abrirle las piernas y se
haya quedado preñada, que como sea mi Fernandito como su padre
y tenga la misma fuerza en su simiente, aviados estamos, que mi
niño es demasiado joven para ir engendrando ya, de bastardos…
—Quizá tendría que hablar con don Fernando —sugerí.
—¡Ana Isabel! ¡Haz que baje!
—Puede que fuera mejor que fuera yo a sus habitaciones. Para ha-
blar solos. De hombre a hombre, no sé si me entendéis.
—Los marqueses os entienden perfectamente —saltó doña Mari-
na, adelantándose a las protestas de sus familiares—. Haced lo que
tengáis que hacer.

El marquesito burlador
El tal Fernandito se había encerrado en su habitación, como buen
niño malcriado con rabieta. Pensé en destrabarla de una patada, pero
a mi vera estaba la dueña con todo el manojo de llaves de la casa, que
hubiese sido la envidia de San Pedro si la hubiera avizorado.
El marquesito seductor era el típico lindico boquirrubio de pelo la-
cio, estatura media y cierta delgadez, no porque pasase hambre (como
los pobres), sino porque había heredado la constitución de su madre.
Llevaba ropa de lindo de la corte, de tonos pastel con profusión de
lazos y cintas, y como la moda cortesana exige tener la pantorrilla algo
abultada y él era de piernas delgadas, usaba rellenos, con bastante
poca gracia, que hasta yo me di cuenta, y con eso queda todo dicho.
—¡Idos, lacayo! —me dijo muy afectadamente, con una voz lige-
ramente temblorosa y chillona—. Decidle a mis padres que no he de
probar alimento alguno hasta que no me dejen reunirme con mi ena-
morada. Bueno, tal vez me tomaría una jícara de chocolate… ¡pero
eso no es alimento sino bebida!
Me tembló la mano, que le entraron a mi diestra ganas de quitar-
le la tontería a bofetadas, y para mí que mi siniestra quería ayudar.
Pero miré de reojo a la dueña, y recordé que le había prometido a mi
doña Mariana que llevaría el asunto con delicadeza. Así que suspiré,
tragué luego aire y le entré con mucha suavidad:
—Me han encargado los señores marqueses hacer de mediador
para solucionar la reyerta que hay entrambos. Y creo que puedo

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entenderos, ya que soy de cuna baja, como según me han dicho es
vuestra amada… de la que, por cierto, nada sé, ni siquiera su nombre.
La pescadilla engulló el anzuelo entero:
—¡Ah, caballero, pues sin duda lo sois! Se llama Isabela y es una belle-
za de ojos glaucos, morena y menuda, de piel dorada y boca rijosa, una
señora hembra con las medidas justas y el punto de sazón adecuado.
Nada que ver con las niñas malcriadas que han salido de entre los mus-
los de las amigas de mis padres. ¡Esta sí que es una mujer de verdad!
—¿Tanto ha llegado vuestra relación que podáis afirmar tan rotun-
damente sus virtudes?
Se sonrojó un poco, el muy pacato.
—Lo cierto es que no, que su principal virtud es… su virtud, que
quiere hacer las cosas bien. ¡Y yo estoy de acuerdo! —añadió más
para convencerse a sí mismo que a mí—. ¡Nuestros padres no podrán
negar nuestro amor cuando se sacramente y consuma!
—Me pica la curiosidad… ¿Dónde conocisteis a tan modesta damita?
—En la puerta de la iglesia de San Ginés, que además de virtuosa
es devota.
—Y seguro que fue encuentro casual, que tropezasteis en un mo-
mento en que vuestra madre a la que acompañabais se distrajo con
algo y os quedasteis solo… Y mayor casualidad fue que, pese a que
sois asiduos a frecuentar la tal iglesia, hasta entonces no habíais re-
parado en ella.
—¡Cierto es! —dijo con genuina sorpresa—. ¿Cómo lo sabéis?
—Pues mirad, no sé por qué me lo he imaginado.

La doncella buscavidas
—¿Qué os parece? —me preguntó doña Mariana cuando abandona-
mos la casa.
—Con todos los respetos, vuestro sobrino es un crío malcriado pa-
cato como su padre y esmirriado como su madre, que seguro que se
ha sorbido más escupitajos de criado en la sopa que piojos me salie-
ron en la barba en Flandes, que deben estar todos los gandalines de
la familia más que hartos de sus caprichos y berrinches. Le han hecho
la picardía clásica de la seducción, solo que al revés, que nunca había
oído yo que fuera tan atrevida la doncella y tan bambarria el burla-
dor. Y perdonad mi lenguaje, pero es lo que hay.

140
—No os contraté por vuestros modos, sino por vuestros hechos.
¿Qué pensáis hacer?
—Lo que me dijisteis: agitar las ramas del mundo bajuno y ver qué
fruta cae.
Unas horas más tarde estaba pagándole unos vinos al «Soplillo», el
correveidile más chismoso de la Villa.
—Dime, Soplillo… Si te hablara de joven plebeya y descarada, con
la piel tostada por el sol, el pelo moreno y más bien bajita pero con
las formas justas para incitar al pecado al mismísimo santo Job… ¿En
quién pensarías?
—Pues en más de diez, y ninguna de ellas es honrada, aunque un
par son monjas —me contestó el pícaro.
—Puede que se llame Isabela… y tiene los ojos verdes.
—Morena y ojos verdes… Rara combinación. ¿Sabéis si tiene her-
manos?
—No. Pero por poder, podría.
—Isabela Vergara se ajusta a la descripción que me decís. Peque-
ñita, siempre sonriente, agitanada, grandes ojazos verdosos y pelo
muy muy negro, más oscuro que el carbón. Pero donde ella va, van
sus hermanos… Si semejante pandilla merece tal nombre.
—Cuéntame más —le supliqué, picado por la curiosidad. Él hizo un
gesto elocuente señalando su jarro vacío y me apresuré a pedir más
vino, y ya puestos unas albondiguillas, que nada mejor que algo de co-
mercio para acompañar el bebercio, y no era plan de mostrarme tacaño.
—¿Os acordáis de Braulio el Toro?
—¿El jaque? No llegué a conocerlo, pero todos los que me han ha-
blado de él me han dicho que era jayán de fiar, muy cumplidor en sus
tratos y buen amigo de sus amigos.
—Y todo lo que os han dicho es cierto, y es una prueba de que hay
justicia en la tierra además de en el Cielo el hecho de que lograra aho-
rrar lo bastante para retirarse de los malos negocios e irse con Bernar-
da, su mujer, a un pueblecito de la Mancha, que no quiero recordar su
nombre ahora, a vivir de rentas como un señor hidalgo con posibles,
que no es poco. Que si alguien en nuestro ambiente se lo merecía, eso
de una vejez tranquila, sin duda era él.
—Ya es raro que uno de los nuestros tenga buen fin y no termi-
ne con dos palmos de acero dentro de las tripas o rabiando de fie-
bres tirado en un jergón de paja podrida en el hospital, junto a cinco

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moribundos más, compartiendo en tan mala compañía sudores y
meados… ¿Pero a cuento de qué viene mentarme al Toro ahora?
—Que Braulio se fue, pero sus hijos se quedaron.
—¿La tal Isabela es hija del Toro?
—Pues sí, y eso no es lo peor. No sé si sabéis que Bernarda era puta.
—Como todas.
—Esta ejercía el oficio, y se dice que era de las buenas. En lo que
era mala, era a la hora de evitar embarazos, que cuatro hijos le dio al
Toro, y puede que ninguno fuera suyo. Era una de las razones por las
que le venía el mote. El otro era por su tamaño, y por cómo gustaba
de embestir llevándoselo todo por delante cuando alguien se metía
en demasía con él. La cosa está en que Braulio podría tener cuernos,
pero demostró ser buen padre, crió a los hijos de su mujer sin entrar
en dimes ni en diretes y formó familia con ellos, y familia unida, no
como la mayoría, que cada uno tira por su lado, tanto en los palacios
de los ricos como en las cabañas de los muertos de hambre. El Toro
quiso enseñar a sus hijos un oficio para que se desenvolvieran bien
en la vida, pero claro, él podía ser buena persona, pero de oficios
honrados… eso no lo sabía. Y no se puede enseñar lo que no se sabe
ni dar lo que no se tiene. Sus cuatro hijos son Damián, un pelirrojo
con bigotes de tudesco de lengua rápida y daga más rápida todavía;
Serafín, un tipo bajito de pelo negro y nariz de enjuíno, silencioso y
de mente despierta, hombre leído, por lo que dicen; Matías, grande
como una montaña y de pelo y barbas rizadas, siempre sonriente…
incluso cuando le quiebra los huesos a la gente. Y la que me mentáis,
Isabela, guapa y agitanada, todo descaro y desparpajo, y más espa-
bilada que una centella, que malas lenguas dicen que ella manda y
sus hermanos la obedecen. No os metáis con ese cuarteto, amigo mío,
que saldréis escaldado. Y eso, con suerte.

El rapto del enamorado


—Así que creéis que es una burla… —silabeó despacio doña Marina.
—Estoy más que convencido. Si la moza se casa con vuestro sobri-
no, aparte de ser su muerte en la sociedad cortesana por lo bajuno de la
cuna de ella, supondrá una sangría constante en la hacienda del mar-
qués, que esos cuatro vivirán a su costa, sí o sí. Si queréis mi opinión,
ya que oro buscan, dádselo. A vuestro cuñado no le va de una bolsa

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más o menos, y todos quedarán contentos menos Fernandito, que que-
dará lloroso y con el corazón roto. Pero esas cosas, a su edad, se curan.
Hizo mohín de disgusto doña Marina.
—No me gusta pagar por servicios no prestados, y mucho menos
cuando es por burla y picardía, que al igual esa pandilla se acostum-
bra y nos están apretando las clavijas un día sí, y otro también. No
me place vuestro consejo. Dadme otro.
Me encogí de hombros.
—Contratad gente sin escrúpulos que los ahuyenten con la ame-
naza de una paliza… o de algo peor. Y si no atienden a las amenazas,
que pasen a los hechos.
—¿Lo haríais?
—¿Yo? —vacilé, luego meneé la cabeza—. No, yo no. No a estas
alturas del negocio, cuando no han hecho aún nada malo. No se corta
una cabeza para eliminar las chinches que hay en ella.
—Pues si no os gusta vuestra solución, tampoco a mí. Dadme otra.
Suspiré. Andaba picajosa hoy, mi señora.
—Separadlos. Haced que se lleven a vuestro sobrino fuera de la Vi-
lla, en secreto. Puestos a secuestrarlo, que lo hagan los suyos mismos.
El tiempo y la distancia curan todas esas tonterías. La cuadrilla de
pícaros tendrá que buscarse otra vaca a la que ordeñar, y con suerte
Fernandito se enamorará de otra, esperemos que más a tono con su
condición.
Mi señora me miró con satisfacción.
—Me gusta. Hacedlo.
—¿Yo?
—No conozco mejor perro que cuide de mi rebaño, aunque sea
de una sola oveja. Tengo un pabellón de campo cerca de Alcalá de
Henares. Una casona que uso poco. No llegan a media docena, los
criados que tengo allí, y la mitad son viejos en un cómodo retiro.
Servirá como escondrijo. Y huerced cobrará por un par de semanas
de no hacer nada, o muy poco, bien comido y mejor servido. No me
digáis que no os place el negocio.
Me placía, que a todos nos gustan las cosas buenas.
Y no piense voacé que me fue difícil llevarme al tal Fernandito. Me
bastó con bisbisearle que, como plebeyo que soy desde mi bajuno
nacimiento, de su lado estaba, y que me lo llevaba de la casa para, en
secreto, organizarle encuentro furtivo con su amada.

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El alivio de los caminantes
Pusieron a mi disposición un carruaje cerrado de cuatro mulas (que
como todo el mundo sabe caballos solo pueden llevarlos los correos
reales y los grandes de España, y ni tengo el primer oficio ni uso el
segundo título, ni en serio ni en broma). Me acompañaban la tal doña
Ana Isabel para ayudarme a manejar al mozuelo (por aquello de co-
nocerlo de toda la vida) y un cochero que se encargara de manejarse
con las riendas y los animales. Se trataba de un criado de confianza
que respondía al nombre de Rufo, aunque lo de que «respondía» es
licencia del escriba, que era el hombre más viejo que Matusalén, más
arrugado que una pasa y más sordo que una piedra. Carecía de dien-
tes y no se entendía lo que decía, aunque hablar y babear, no parara
de hacerlo, que era de los gruñidores, pero lo hacía para sí, que las
más de las veces parecía el ronroneo de un gato que la parla de un
humano. La dueña, por su parte, me miraba con ojo desconfiado,
no sé yo si con resabios a lo que pudiera hacerle a su virtud o al tal
Fernandito, que trataba de componer versos con los que encandilar a
su amada. Lo cual no sería cosa mala si no fuese por la manía de reci-
tárnoslos en voz alta para pedir nuestra opinión. Algo de corazones
que soltaban lágrimas, que los ojos llovían y que los culos tronaban
(bueno, eso no, pero es metáfora que hubiera ayudado mucho a me-
jorar la rima). Por suerte me traje a Clamos para que se aireara un
poco, así que al poco dejé al enamorado con sus suspiros y a la dueña
con sus recelos y encabecé la marcha con mi caballejo, que a veces es
mejor estar solo que no mal acompañado.
Por ello fui el primero en ver, tras un recodo del camino, una bi-
zarra figura embozada en un manto desde las sonaderas hasta los
pinreles cual si de una tapada se tratase. Un enorme sombrero le cu-
bría el resto del rostro y portaba un oxidado arcabuz que sin duda
había visto tiempos mejores… hace cien años. Suspiré, acaricié con
las yemas de los dedos la pistola de silla que portaba en el arzón y,
haciendo seña a Rufo para que detuviese el carruaje, rocé los costa-
dos de Clamos y me adelanté.
—Buenos días, compadre… —saludé.
—… Nos dé Dios —me respondió de manera mecánica, un poco
sorprendido de mi insensatez, de mi cuajo o de ambas dos cosas—.
Bueno, ya sabéis cuál es el estribillo de la tonada que os voy a cantar:
¡la bolsa o la vida!

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—Buena es la celada que nos habéis montado —proseguí con tono
admirado—. Justo en una subida, para que el carruaje vaya más des-
pacio, tras un recodo para que no se os vea hasta que no estemos
justo encima, en una zona estrecha para no poder dar la vuelta…
¡Seguro que nos habéis visto venir desde hace un buen rato!
—Cierto es, que me conozco esta zona como la palma de mi
mano —dijo a regañadientes—. Pero estábamos en que o aflojáis
el sonante o…
—Podríais haber atravesado con un tronco el camino, como es cos-
tumbre. ¿Pero para qué tanto trabajo si no hace falta?
—No, claro, sería de insensatos, que luego hay que quitarlo, pero
bueno, estábamos en que…
—Perdonad mi curiosidad, pero es que me he encontrado con pe-
digüeños del camino en otras ocasiones, pero eran bastante más cha-
puceros que voacé. ¿Acaso sabéis de táctica por haber sido capitán
del rey?
—¡No hace falta llevar banda de capitán para saber mandar tropa!
¡Que yo fui mochilero para las tropas del segundo Felipe, que fue el más
grande de los cuatro que hemos tenido! Y ahora, dadme todo el sonante
y todas las joyas que llevéis, si no queréis que mis hombres y yo…
—Excusará voacé mi ignorancia, pero vuestra tropa, de tan bien
emboscada que está, como que no la veo.
Bufó de impaciencia, y llevándose los dedos a la boca, lanzó un
largo silbido. Media docena de cuerpos, tanto o más embozados que
el fulano que se me enfrentaba, se dejaron ver saliendo de entre las
peñas.
—¡Y ahora, caballero, dadme todo lo que tengáis de valor o yo por
mi vida que…!
—Espere voacé, que no tengo mucho sonante encima, que soy cria-
do y no señorón, voy a ver qué tienen mis compañeros.
Y me volví de grupas. Rufo seguía rumiando gruñidos para sí,
bien aferradas las riendas de las mulas. Ana Isabel y Fernandito esta-
ban asomados a las ventanillas, y este último había ya desenvainado
su espadín cortesano, agitándolo con tantas ganas que temí que me
fuera a sacar un ojo si me acercaba a su vera.
—¡Bandidos! ¡Mi primer asalto de bandidos! ¡Qué suerte! ¡Hare-
mos carnicería sangrienta con ellos y luego colgaremos sus cuerpos a
la vera del camino para su escarnio y aviso a otros malhechores!

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—Y con las turmas que les cuelgan del badajo, albondiguillas —gru-
ñí por lo bajo. Me acerqué a la dueña—: No parecen muy sedientos de
sangre. Si me dais una bolsa con algunos dineros de los que os dieron
para gastos del viaje, creo que se contentarán.
Ana Isabel no me contestó enseguida: miraba a los bandidos que
nos rodeaban.
—¿No son muy bajitos, estos bandoleros?
—Serán desertores de un tercio de enanos, me supongo.
Me miró sin comprender. O esta mujer pensaba poco, o lo hacía
demasiado, que no acababa de entenderme yo, con la tal doña. Así
que suspiré y opté por la sinceridad. O por algo que se le acercara.
—Mirad señora, que ha sido invierno duro, y si avara es la tierra
en tiempo de bonanza, imaginad lo mala que habrá sido la cosecha,
que aparte de hambres no sé qué otros frutos se habrán recogido.
Que el que da la cara bloqueándonos el camino tiene la voz y las ma-
nos temblorosas, y una pierna rígida, aunque para compensar pocos
son los dientes que le quedan en las fauces. Vamos, que en todo se
me asemeja a un abuelo, y sus secuaces me parecen menudos como
si fueran los desnutridos de sus nietos. Pero yo soy jayán a sueldo,
señora, y no me pagan por mis pensamientos sino por mis hechos, así
que si me decís que obedezca al hijo de vuestros amos ahora mismo
me giro, desjarreto al abuelo de un tiro en la cara y luego la empren-
do con los demás hasta no dejar ni piante ni bramante.
Me miró con ojos asustados, como si se creyera que en verdad era
capaz de hacer lo que decía. Contó unas monedas y me las dio diciendo:
—Pagadles.

Gallinas sin gallo


Llegamos por fin al pabellón de caza de doña Marina. Era una man-
sión pequeña según el gusto de la nobleza, de apenas una docena
de estancias que, por supuesto, hacía tiempo que no se utilizaban.
Que mi señora no apreciaba la caza, y su hijo y heredero tenía su
propia residencia para desde ella organizar sus monterías y fieste-
zuelas. Por ello el servicio que había en la casa era mínimo: un mozo
de establo que de mozo solo tenía el nombre y que podía pasar por
hermano de la pasa arrugada de Rufo, un ama de la misma añada
y tres criaditas para todo, algo más jóvenes (aunque sin llegar a ser

146
niñas, precisamente) y bastante más bobas. Cuando llegamos con el
carruaje nos encontramos con el ama tomando la merienda en el jar-
dín, atendida por las otras como si de la señora se tratase mientras el
anciano mozo roncaba en el pajar. Habría que tener ambos ojos anu-
blados para no ver la mueca de disgusto que puso la doña, Amalia
que se llamaba, cuando Ana Isabel le puso bajo los morros los pape-
les que indicaban que éramos invitados de doña Marina y en todo
habían de satisfacernos, como si fuésemos ella misma. Y podía haber
sido yo mismo el que hiciera ello, que la carta se me había confiado
a mí, pero le admitiré a voacé que me faltó el cuajo, que al igual se
me saltaba un ojo de un arañazo la semejante arpía y preferí delegar
el trabajo en la dueña, que andaba de sobras bregada en tales lances.
—Mal empezamos —se excusó el ama Amalia masticando bilis
como un sapo, que no es mala comparación, teniendo en cuenta que
estaba verde de rabia— que al no haber sido avisados, no tenemos
las habitaciones preparadas para el señor Fernando ni para los de-
más invitados de la señora.
—¡Pues os aconsejo que empecéis a prepararlas cuanto antes! —le
cortó Ana Isabel—. Mientras, nosotros descansaremos aquí, en el jar-
dín, tomando esta merienda que tan oportunamente habéis preparado
y que, si no, se va a desaprovechar… pues nadie se va a comer.
Y así que se fue el ama rezumando rencores, y nos aposentamos
cómodamente los recién llegados, catando las delicadezas que había
separado para sí misma. Ni que decir tiene que yo ya me las veía
muy felices, unos días de holganza sin nada más que hacer que dis-
frutar de la buena mesa de los poderosos y de explorar la bodega,
más para hacerle un favor a mi señora que para otra cosa, que ya se
sabe que el vino que no se consume tarde o temprano se estropea,
y sería una lástima que los muy buenos caldos que en las barricas y
botellas seguro que se guardaban se volviesen puro vinagre… Yo, es
que a veces peco en demasía de mamacallos, que me olvido que al ser
pecador me hace más caso el Diablo que Dios.
Y el Cornudo, señor mío, nunca reparte cartas buenas.

La rebelión del pollo


Pues creo que fue entonces cuando Fernandito se me cayó de la hi-
guera, que me pilló por sorpresa al preguntarme:

147
—Y mi amada Isabela… ¿cuándo vendrá?
La pregunta me cazó mientras me tomaba un azumbre de limo-
nada de vino para refrescar el gaznate, y claro, me cogió la risa, se
metió el frío líquido por donde no debía y tosí regando abundante-
mente al pobre Rufo, que trataba de escamotear un poco de bizco-
cho de la mesa.
—Pronto, zagal —le contesté entre toses—. Tú no te me apures,
que en un par de días como mucho estaréis los dos paseando por el
jardín cogidos de la mano y todo eso.
Me miró con desconfianza, y añadió:
—¿Y cómo le habéis hecho llegar recado?
—Pues… ¡por amigos comunes, zagal! ¡Que los bajunos nos co-
nocemos todos, al igual que los grandes de España! Tú ocúpate de
escribirle versos con los que enamorarla, y déjame los detalles del
negocio a mí!
Ni a mí me sonó demasiado creíble, y el zagal podía ser tonto, que
lo era, pero tampoco tanto. Se debió pasar la noche rumiando sospe-
chas, ya que por la mañana me entró con mucha astucia (o al menos
eso pensó él).
—Creo que mejor agradaría a mi amada si fortaleciera mi cuerpo
con algún ejercicio viril, como la monta. ¡Haced que me preparen un
caballo, que iré a cabalgarlo un rato!
Alcé una ceja, olfateándome que lo que el mozo pretendía era en-
señarme la herradura y tomar las de Villadiego.
—Mucho me molesta, pero no hay caballos de monta en la finca.
Tendréis que dedicaros a otros ejercicios viriles.
Antes que se me ocurriera cómo explicarle a qué ejercicio viril se
podía dedicar solo en su habitación (y con una sola mano), me saltó:
—¡No es cierto, que voacé mismo tiene un caballo!
—Es plebeyo y resabiado. No creo que os gustara montarlo, que no
está hecho para gente de vuestra condición.
Era excusa pobre y no se la creyó, que por la tarde lo pillé yéndose
caminito de las cuadras, con paso que pretendía ser furtivo. Lo seguí
desde lejos y me divertí mucho viendo sus esfuerzos por colocarle
la silla a Clamos, algo que sin duda no había hecho en la vida, que
quien tiene criado trinchante no corta la carne que se va a comer.
Pues el mozo de la finca, como ya he dicho, era viejo y resabiado, y
al ver venir amo que le pudiera mandar interrumpir su holgaza se

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había escabullido para no tener que obedecer. El pícaro de Clamos,
que era caballo huesudo y feo pero no tonto, tampoco le facilitó la
faena, que se movía continuamente para evitar que le encasquetaran
silla y bocado. ¡Aun tuvo suerte el lindico de que no le soltara un
mordisco, como era su costumbre!
Cuando, más mal que bien, el mozo tuvo colocada la silla y se qui-
so subir al caballo, descubrió que había apretado mal las cinchas, y
fue a dar con su culo en tierra. Y a mí se me escapó la carcajada lar-
gamente reprimida, lo cual solo consiguió descubrirme y enfurecerlo
aún más.
—¡Haced que preparen el carruaje! ¡Nos volvemos a Madrid! —me
ordenó.
—Mi señor don Fernando, ¿por qué queréis hacer tal cosa?
—¡Malfío que no queráis ser leal a mis padres y tenerme aquí rete-
nido para que languidezca de amores!
Bueno, se ponían por fin las cartas sobre la mesa y hora era de sa-
carse las máscaras. Así que se borró la sonrisa de mi rostro y puse mi
mejor cara de valentón a cuenta ajena:
—Malfiad lo que queráis, pero aquí nadie obedecerá vuestras ór-
denes si estas son abandonar la casa.
—¡Pues me niego a probar bocado!
—Mirad señor mío, por mí como si queréis superar en ayunos al
mismísimo Juan de la Cruz. Que saltaros un par de comidas no os
matará, bien que lo sé. Que me atrevería a decir que los pobres sabe-
mos más de ayunos que vuesa merced.
Y así se quedó el tema, y no creí que tuviese el mozo cuajo para ir
más allá.
Y creí mal, que ya os he dicho que estaba bambarria, esos días, que
no sé qué aire me había dado…
Estaba por la tarde medio sesteando en uno de los sillones del sa-
lón cuando vi a través del ventanal algo blanco que se desenrollaba
del piso superior.
—¡Corpo de Mahoma! —exclamé para mí mismo—. ¡Pues no pre-
tende el muy mamacallos descolgarse con una cuerda hecha con sá-
banas!
Y además, mal hecha, que no creo yo que ese hubiera atado jamás
ni siquiera los nudos de su jubón… ¡Que fue tratar de descolgarse y
precipitarse al suelo con gran alarido!

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Ni que decir tiene que al punto todos en la casa estábamos alrede-
dor de su doliente cuerpo, que se quejaba a grandes voces pidiendo
confesión, pues sin duda se habría destrozado todo entero. La verdad
es que, para estar tan agonizante como decía, se quejaba en demasía,
y en voz muy alta, pero en fin…
—Cojámoslo entre varios con una manta y subámoslo a su habi-
tación —propuse yo. Pero la doña Ana Isabel, con más tablas que
este pobrico en lo de manejar señoritos, requirió un jarro de agua
del pozo y lo vertió sobre la boca abierta y quejosa del doliente. Fue
mano de santo, que el marquesito se atragantó, se incorporó, tosió
escupiendo agua y hasta se puso de pie para mejor arquear el cuerpo,
gritándonos mucho luego, eso sí, que si es que queríamos rematarle
y otras lindezas similares. Así que al final no hizo falta cura, aunque
llamamos al galeno, que certificó un tobillo torcido y muchos mora-
tones por el costalazo, pero poco más. Que me alegré, que más lento
sería a la hora de tratar de escapar la próxima vez. Solo lamenté que
no hubiera tenido mejor puntería para caer, más blandito, en un buen
montón de estiércol, que hubiera sido menor el daño pero mayor su
vergüenza.

Una zorra entre las gallinas


Y pasó una semana larga, con Fernandito prisionero en su cuarto con
la excusa de la convalecencia, ejerciendo Ana Isabel de carcelera. Y
tanto Clamos como yo engordamos y nos volvimos perezosos. Que
por su parte no era lo mismo masticar las hierbas de los prados cerca-
nos a la Villa, por donde yo lo llevaba, que el heno y la avena de los
pesebres de la cuadra. Y por lo que a mí consta, pasé de los pobres
condumios de bodegón de mala muerte al carnero verde, el jigote de
cordero, el mirrauste, las capirotadas y las pepitorias… y las costu-
ras de mi jubón amenazaban con reventarse. Que las criaditas, ya he
dicho que ni eran muy jóvenes, ni muy listas, ni muy guapas, pero al
menos una había que sabía cocinar.
Y al menos otra tenía pretendiente, que la sorprendí hablando un
par de veces de anochecida con mozo de aspecto canalla, muy furti-
vos ellos, que barrunté que trabajaría en hacienda vecina y se hacía el
caminito para estar un ratico con la moza para solaz de ambos. Car-
mencita se llamaba la moza, no era de las más guapas pero sí la más

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jovencita, que tampoco era poco. Y como me supuse que sería que le
gustaban jayanes, pues me puse a exhibirme ante ella como un pavo
real, haciéndole muchos requiebros con no pocos retorcimientos fieros
de mostacho… Escaso fue el éxito que tuve en la campaña, y además,
para mi disgusto, a los pocos días me encontré con otro rondador, apa-
rentemente un viajero de paso, un tipo con amplios mostachos, peli-
rrojo como sin duda debió serlo Judas, que estaba haciendo reír a otra
de las bobas de las criaditas. Me miró, me sonrió con descaro y hasta
me saludó con tres vueltas de sombrero, el muy hideforros, mientras
yo masticaba maldiciones e insultos y le decía que se fuera por donde
había venido para no volver o me haría un jubón nuevo con la piel de
su pellejo y una bolsa de dineros con la de sus precordias.
El motivo de mis rabias y malos humores fue otro, que mi buena
memoria no había olvidado que uno de los hermanos de Isabela tenía
bigotes pelirrojos a la manera de los tudescos, y la presencia de se-
mejante fulano solo podía indicar que de algún modo (posiblemente
sacándoselo al servicio, que entre criados no hay secretos que tarden
mucho en lanzarse al viento, como los pedos) la cuadrilla se había en-
terado de nuestro escondrijo… y como su guardián que era, a mí me
tocaba proteger la virtud del lindico, no fuera que me lo desvirgaran.
O me lo casaran, que sería bastante peor.
Estaba solo, sin posibilidad de pedir socorro. Si me iba yo con Cla-
mos a dar aviso de que nos habían descubierto, nadie quedaría de
guardián. Y si enviaba a Rufo con el carruaje… Pues no me fiaba
del abuelo, la verdad. Como tampoco lo hacía del personal de la fin-
ca. Solo Ana Isabel se había ganado mi respeto, pero mal la veía yo,
sola por los caminos. No, sería cuestión de atrincherarse y repeler el
ataque cuando llegara. Y rezar porque, tarde o temprano, llovieran
refuerzos del Cielo. O del Infierno, tanto que me daba.
Me acostumbré a mantener cerradas las puertas y a recorrer el re-
cinto como si fuera centinela haciendo la ronda, bien temprano de
amanecida, a diferentes horas del día y luego por la noche, cuando
todos dormían. Estaba en una de mis rondas nocturnas cuando me
salió al paso la tal Carmencita, poniéndome ojitos tiernos y entrán-
dome toda miedosa:
—Mi señor hidalgo, que me tenéis preocupada, que rondáis por
la casa cual alma en pena. Decidme, ¿es que sospecháis que algún
peligro nos amenaza?

151
Saqué pecho, puse gesto bizarro, retorcí una vez más el mostacho,
y dije con mis mejores maneras de bravo:
—Que nada os apure, mi damita, que al ser yo soldado viejo y
hombre de natural acción, no me sé estar quieto y adopto las maneras
soldadescas allá donde voy. Que tampoco está de más tener una oreja
alerta y un ojo avizor, pero ningún peligro corres mientras me quede
sangre en las venas.
—Dejadme que os acompañe, que me tenéis sobresaltada pero a la
vez vuestra presencia me tranquiliza.
Me las prometía yo muy felices y me dispuse a hacer la ronda de-
prisa y corriendo para escoltar a la criadita hasta mi aposento y aca-
bar de tranquilizarla sobre mi cama… cuando distinguí apenas un
destello reflejado en uno de los lustrados bronces del salón. Me giré
a medias, alzando la siniestra y parando con ese brazo la cuchillada
trapera que se quería enterrar en mi espalda. Ahogué un gemido y
paré el siguiente golpe a costa de mayor carnicería en mi brazo. La
tal Carmencita había mudado de aspecto y ahora parecía talmente
una arpía, con los ojos desorbitados de rabia y enseñando los dientes
como una bestia feroz. Me lanzó una tercera puñalada que me alcan-
zó de refilón el costado mientras susurraba:
—¡Muérete de una vez, imbécil!
Estaba demasiado encima mío para que fuera útil sacar la espada,
y la turquía que llevaba por precaución la tenía en el otro costado.
Traté de sacarme de encima a la criadita asesina de un empujón, pero
la muy bruja se mantenía pegada a mi cuerpo con una afición por la
que había suspirado apenas unos minutos antes. Confesaré que ya
me veía difunto, y maldecía la ironía de morir así, por la corcova y a
traición, y encima con enemigo que no había visto venir. Y entonces
un ángel surgió a mi vera y de soberbio empellón arrancó de mí a la
fulana.
Bueno, lo de ángel, quizá no lo fuera…
¡Pero a mi fe que era hermosa como uno!
—¿Pero se puede saber qué pasa aquí? —quiso saber la recién
llegada. La criada se puso en pie, la daga aún en la mano, dis-
puesta a saltar sobre la recién llegada, pero esta sacó una boca de
fuego de razonable tamaño y se la puso prácticamente debajo de
la nariz, diciendo:
—Mejor te calmas, mozuela.

152
—¡Mi hombre te matará! —le escupió ella—. ¡Mi hombre os matará
a todos!
Yo trataba de bloquearme la sangría que tenía en el brazo con un
lienzo, así que le gruñí:
—¿Y lo va a hacer él solo?
La muy puta se nos rió de puro desprecio:
—¡Ha reunido a más de una docena de hombres dispuestos a todo!
¡Estáis muertos!
Un escalofrío me recorrió la espalda. Hablábamos de un número
bastante razonable de bandidos, que sabían que poca resistencia en-
contrarían en la finca por tener a una infiltrada dentro. Si el negocio
se hacía con rapidez podían estarse varios días divirtiéndose con las
criadas antes de matarlas y llevándose todo lo que pudieran acarrear.
Mi salvadora también se asustó, aunque por motivos diferentes:
—¡Tengo dos hermanos ahí fuera!
Y ese momento es el que eligió Carmencita para tratar de atacar
de nuevo.

Extraños camaradas de armas


Mi salvadora no disparó el arma, sin duda juzgando que mejor guar-
dar el tiro para los que estaban tras los muros de la mansión. En vez
de eso hurtó el cuerpo, poniéndole la zancadilla a la criada, que con
el ímpetu que venía, se precipitó hacia delante…
Y por la inercia, su cara se encontró con mi puño para gran desaire
de sus narices, que estallaron en sangre y mocos.
Que, señor mío, no es que me guste pegarle a las mujeres… es que
los remilgos se dejan aparte, cuando uno está herido y jugándose el
pellejo en el siguiente envite.
Puso la mozuela ojos en blanco y se derrumbó muy satisfactoria-
mente, y yo agité la mano (que de tan grande que había sido el golpe
me había quedado dolorida) mientras gruñía:
—¿No teníais tres hermanos?
Ni me contestó, que ya más volaba que corría hacia el zaguán.
La puerta principal, grande y recia, de doble batiente, andaba ce-
rrada y bien cerrada, y un ariete hubiera hecho falta para tumbarla…
y demasiados trabajos abrirla con prisas. Por eso tiempo ha que a la
vera de las puertas grandes se abrieron portillas pequeñas, fáciles de

153
abrir y cerrar. Y ahí se me colocó la moza, descubriendo tarde que,
además de la balda, le había echado yo el cerrojo. Le pasé sin decir
nada la llave y mientras trasteaba con la cerradura se me dignó por
fin a responderme:
—El otro lo tengo en las cocinas, que me ha hecho de San Pedro
gracias a una criadita boba… Ya sabéis: «dejad entrar a mi pobre her-
mana para que se cobije de la fría noche hoy en la cocina, que soy su
único sustento y amparo y miedo me da dejarla sola. Tened caridad
de ella que yo os sabré recompensar». Y en eso está, de recompensas.
Yo iba buscando al pisaverde para escamoteároslo.
—Pues cuando acabéis de pelearos con la cerradura, me vais a la
cocina y le decís que se meta el badajo en las calzas y se venga, ¡que
ahora mismo hay trabajo para todos!
Se me sonrió con mueca quebradiza, disimulando mal lo poco que
le gustaba que le dieran órdenes. Supongo que me hubiera dicho
algo, además, pero sus manos trabajaban a ritmo diferente de sus
entendederas y la vieja cerradura finalmente cedió.
Al otro lado de la puerta estaban los otros dos hermanos de la
moza, el grandote como una montaña y el pequeñajo de pelo negro y
nariz de asesino de Cristo. Este último andaba quejoso:
—¡Pero mira que eres bruto! ¿Pues no le has retorcido el cuello
como si fuera una gallina?
—¡No haber degollado él al viejo como si fuera un cordero! ¡Que
estas cosas no se hacen!
Lo dijo con una vocecilla sorprendentemente aguda, como la de un
niño, y como un niño se giró ante Isabela para justificarse:
—¡Un fulano le ha abierto la garganta a un pobre viejo que ni se
aguantaba los pedos, ahí en la cuadra!
—¡Que no digo yo que no lo pares, inmovilices, golpees o desar-
mes, pero de ahí a despacharlo por la posta… —protestó el hermano.
Ni Isabela ni yo les hicimos demasiado caso, la verdad. A sus es-
paldas avanzaban unas sombras que no presagiaban nada bueno. Así
que la moza echó mano de la turquía que llevaba yo en el costado, y
alzando la suya dio dos pasos y la descerrajó en la cara del que más
corría, gritando:
—¡Avisón, hermanos! ¡Que esos hi de forros no van a dejar ni pian-
te ni bravante, y al igual dejan a las buenas noches al lindico y nos
fastidian el negocio!

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Buenos soldados como eran, acostumbrados a obedecer sus órde-
nes, la pareja no vaciló. Dieron media vuelta y se enfrentaron a los
asaltantes. Y me quedé con la boca abierta como un mamacallos de
nacimiento, que mi idea era atrincherarnos dentro de la casa, que los
asaltos se soportan mejor detrás de una puerta gruesa y bien cerrada,
y no saliendo a pechos a montar un nuevo San Quintín. Y yo, señor,
que ni soy héroe ni pretendo serlo, a punto estaba de cerrar y trabar
la portilla, y que los lobos se enfrentaran con los lobos que luego yo
ya vería qué hacía con los supervivientes… Pero la moza era brava
como el cabo de mi escuadra allá en Flandes, y bastante más guapa
que el Viejo, y la sangre es más espesa que el agua y el corazón hace
más ruido que la cabeza, seguro que me entendéis. Así que desnudé
el acero, olvidándome de mi brazo lisiado, y salí con ellos a matar los
que pudiera y morir si el Diablo metía el rabo.
Bien sé que voacé se maneja bien con espada y daga, que habéis
sido padrino en varios duelos y defendido vuestro honor en alguno
más. Pero también sé que no habéis servido al Rey en la milicia, así
que poco sabéis de cómo se pelea en una batalla. Hacedme entonces
caso si os digo que una reyerta de dos bandos es lo más parecido que
hay: pues en un duelo de uno contra uno hay reglas, y jueces y padri-
nos que velan por que se cumplan, mientras que en una escaramuza
de verdad, mi señor, el único juez que se lo está mirando está en el
Cielo, y aunque juzgará nuestros actos, lo hará cuando ya todo haya
terminado y le rindamos el alma. Olvidaos pues de manuales de es-
grima y de habilidades de sala de armas, que una vez en brega todo
vale, y por muy linda que sea la parada que le hagas a uno de nada
sirve si mientras tanto te están trinchando otros ciento.
En tales lances, lo que importa no es tanto la habilidad de uno
como que la tropa esté acostumbrada a pelear junta, que un grupo
coordinado no son un montón de fulanos tajeando como Dios les
da a entender, sino una mente y un corazón con un montón de ojos
que miran en todas direcciones para no dejarse sorprender, con un
montón de manos que acuden allí donde se las necesita. Por ello me
llevé agradable sorpresa cuando vi que los hermanos, además de
hacer picardías juntos, también sabían pelear en buena compañía.
El gigantón de Matías se había puesto delante, bramando como un
morlaco, hora acibarrando con sus manos grandes como jamones a
los que se le acercaban demasiado y lanzándolos por los aires, hora

155
quebrándoles los huesos con un enorme garrote reforzado de metal
que dudo yo que hubiera podido alzar, no digamos voltear sobre mi
cabeza como hacía él. A su vera el pequeño Serafín se había sacado
de entre las ropas una de estas espadas de caza que usan los monte-
ros para despedazar las piezas, y buena maña que se daba en hacer
lo propio con los pobres desgraciados que dejaba medio muertos su
hermano. Por lo que respecta a Isabela, tras descargar en otro incau-
to mi boca de fuego, había sacado una buena vaciadora y guardaba
el otro flanco de su hermano. Así que a su vera me puse, no tanto
porque fuera mujer indefensa (que no lo era) como porque era mujer
brava y guapa y me estaban quemando por dentro las ganas de pe-
car con ella. Le entré de flanco a uno de los cofrades que nos habían
venido, y como no me esperaba esquivó poco y mal mi acero, que le
entró en el cuerpo sus buenos dos palmos. Me giré y paré a otro que
se me venía encima, distrayéndole lo justo para que Isabela le diera
una puñalada trapera allá por la riñonada.
Se oyó entonces un alarido y apareció corriendo a la carga Damián,
el pelirrojo con aires tudescos, gritando como un bárbaro pagano y
luciendo un cuchillo en cada mano, que supongo que ya se habría me-
tido el badajo en los calzones tras contentar a su criadita. O quizá lo
llevara aún al aire. Como entenderéis, tenía yo otras cosas en las que
fijarme. Que menos mal que soltó el berrido el pelirrojo, que me estaba
fijando yo demasiado en Isabela y se me estaba yendo el santo al Cielo.
Y fue entonces, precisamente entonces, cuando los de la casa se
dieron cuenta de que ahí ante su puerta había gente degollándose,
que en ese momento acertaron a empezar a gritar.
Creo yo que esa fue la gota que colmó el vaso. Esos desarrapados
se habían reunido para asaltar gallinero de gallinas viejas, y aunque
les habían dicho que a última hora se había colado un gallo, que era
yo, bastantes zorros eran contra uno solo. De manos a boca se habían
encontrado con una jauría sanguinaria que les estaba trinchando los
gaznates. Los pocos que aún no estaban heridos, y los que no estaban
demasiado quebrantados para moverse, juzgaron oportuno darnos
el culo y enseñarnos la herradura. La batalla había terminado, había
durado menos que lo que he tardado en haceros el parlo, y habíamos
ganado.
Ahora quedaba por ver si mis nuevos aliados se convertirían, otra
vez, en mis viejos enemigos.

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La pecunia…
Y ahí que estábamos, en el salón de la casa, las criaditas entre asusta-
das y admiradas por sus gallardos salvadores, el bobo de Fernandito
haciéndole ojitos a Isabela, la tal doña Amalia sin saber qué decir ni
qué hacer, la dueña Ana Isabel mirándome con ceño fruncido como
si la culpa fuera mía, y Rufo que no se veía por ninguna parte, quizá
doliéndose de la suerte de su compadre, el mozo degollado, o quizá
malfiando que le íbamos a decir que se pusiera a cavar tumbas, que
la verdad es que nos harían falta varias.
Por lo que respecta a los Vergara, andaba el pequeño Serafín ocu-
pado en coserme la carnicería del brazo, que no era mal físico, vive
Dios, que ya me hubiera gustado tenerlo en Flandes. El pelirrojo de
Damián le echaba ojitos a las criaditas, y Matías se había ido a la co-
cina en busca de algo que comer, que según me dijo las peleas le ha-
cían entrar hambre. Bien claro se veía que dejaban que las decisiones
las tomara su hermana, que ignorando los pucheros del lindico me
miraba bien fijo. Así que le entré antes de que se le ocurrieran ideas
peligrosas:
—La señora marquesa os estará muy agradecida por haber salva-
do su hacienda y las vidas de sus criadas. Tened por seguro que os
recompensará largamente.
—¿Y nada más? —dijo Isabela entrecerrando los ojos.
—La marquesa es generosa con los que la sirven bien, pero como
ella misma dice, no le gusta pagar por servicios no prestados ni por
amenazas, ya sean ciertas o fingidas. ¿De verdad queréis seguir ju-
gando esta partida?
Dudó, y entonces para mi fortuna se decidió hablar el lindico con
su voz aflautada:
—¡Mi bella doña Isabel, en verdad que me alegro de que hayáis
venido, pero muy molesto estoy con vos que no lo hicierais antes, y
aun más de que no os hayáis refugiado en mis brazos mientras estos
brutos se escabechaban, que es lugar de una enamorada estar tras la
espalda de su bravo marido para que sea este el que la defienda, y no
otro, aunque sea hermano propio!
Puso la tal los ojos en blanco y expresión de agonía, que me alegré
de que no hubiera cargado aún su boca de fuego, que ya había visto
yo que tenía el gatillo fácil y al igual le daba modorra al lindico y nos
fastidiaba a todos el negocio.

157
—¿Cómo es de generosa, vuestra marquesa? —dijo por fin.
Sonreí aliviado.
—Es muy generosa.

… Y el barato
El negocio llegó a su fin cosa de una semana después. Me encontraba
yo en mi bayuca de siempre, mascando a lo pío un azumbre de buen
Valdeiglesias, cuando se me puso a la vera la tal Isabela, se sentó a
mi mesa y le echó un tiento a mi jarro sin decir palabra, que no era ni
malo ni bueno, y sin dejar de mirarme muy fijo, que podía ser o muy
bueno o muy malo.
—¿No os ha pagado la marquesa? —dije yo malfiando peor que-
rencia.
—Nos ha pagado pronto y muy generosamente, se ve que algún
jaque le recomendó merced para con nos. Y hay aún más: ha doblado
la recompensa si nos ingeniamos cómo hacer que al lindico se le qui-
ten las tonterías y los enamoriscamientos.
—¿Y qué habéis hecho?
—Pues mis hermanos, ahora mismo, se lo deben estar llevando a
las Soleras, de putas. Que no hay nada como la jodienda para quitar
el mal de amores.
Y me miró muy fijo, otra vez sin pestañear, y me sentí como una
doncella, y tragué saliva, y creo que se me trabó un poco la voz cuan-
do proseguí:
—¿Y voacé…?
Sin dejar de mirarme acercó despacio su cara a la mía, sus labios
rozaron los míos y a la oreja me susurró:
—¿Por ventura tenéis una cama en alguna parte?
Y así terminó esta historia de falsas seducciones y amores supues-
tos, en las tornas empezaron cambiadas y lo siguieron hasta el final,
en la que, al fin de cuentas, sí que hubo un burlador… y una doncella.

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Vendimia en el estaribel (5)

La única comida que reciben los acogidos a cuenta del Rey en el es-
taribel es una hogaza de pan borde, negro como un pagano y duro
como la correosa piel de la madre que parió a un Barrachel de Tercio
Viejo. Y aún la hogaza ha de dividirse entre tres presos, con lo que
hay que vigilar al que la agarra primero y hace las particiones, que ya
se sabe, el que parte y reparte… Para ayudar a bajar el manjar, agua
del pozo y nada más, y aun para conseguirla hay que estar a buenas
con los bastoneros para que te dejen ir al patio, que el agua que me-
ten dentro del Cuartel pocas veces llega al sediento que en verdad la
necesita, que los hay que, de puro desespero, llegan a lamer los meos
de otros, sobre todo cuando están encadenados a las argollas del Rin-
cón de las Penitencias.
Como tan magra dieta a pocos acomoda, muchos hacen que sus
prójimas les traigan consoladores guisos un día sí y otro también.
Por desgracia, la prójima que a mí me visitaba, mi Isabela del alma,
era consoladora en sí misma, no en cómo sabía de rellenar cazuelas.
Que lo suyo era calentarme con su persona, no calentar los fogones.
Y como, para mi desgracia, la tenía un poco resabiada y se me había
venido acompañada, ni con eso me pudo consolar, que sus tres her-
manos eran demasiadas carabinas para mi gusto, y me quedé con
hambre de lo primero, y de lo segundo.
Pero bueno, siempre hay solución si uno sabe buscarla. Como ha-
bía otros necesitados como yo, uno de los avutardas, un tal Gaspar, al
que llamaban «el Apretado» porque tenía más tiempo la mano cerra-
da que abierta, tenía montado, con el permiso de los bastoneros y el
beneplácito de los bravoneles, su propio bodegón de puntapié en un
rinconcillo. No es que sirviese manjares, ni que los vendiera baratos,
pero bueno, a fuer que peores cosas he comido en según qué figones
de la Villa, y mucho peores me las comí en Flandes, y con mucha más
hambre y menos protesta.
Así que me andaba yo metiendo entre pecho y espalda un malco-
cinado, que es el nombre que recibe un plato vulgar, una olla hecha
a base de despojos y briznas anónimas de carne, ayudándolo a tra-
gar con un vino más bautizado que el santo Job. Estaba sentado a la

159
morisca, la espalda apoyada en la pared del patio, disfrutando de
un sol tibio y mirando, a falta de espectáculo mejor, el buen hacer
de Gonzalo «el Renco» al frente de su feria. Así se llama, en el esta-
ribel, el puestecillo donde más menos que más de tapadillo (que los
secretos a voces lo son todo, menos secretos) se compra, malvende o
trueca lo que se ha robado, requisado, cobrado en pago de un favor
y/o ganado en un juego o apuesta. Incluso se puede negociar con las
posesiones propias, si aún es que nos queda alguna. El tal Gonzalo
que dirigía el establecimiento (si se puede mentar tal a una manta
roída por las ratas sobre la que se encontraba la mercancía) era un
individuo de nariz judía, cuello largo de nuez saliente, manos engar-
fiadas de tanto asir con codicia las monedas y andares cojos, de ahí su
mote de «Renco». Era tan compadre de Bartolomé que podrían haber
pasado por culo y mierda, o por los dos cojones del mismo badajo, y
perdóneme voacé que sea tan directo, pero cuando uno es sincero, es
lo que hay. Repartía sonrisas y untos tanto a presos veteranos como a
bastoneros, que las menguas que ello le reportaba al negocio ya se las
resarcía, cobrando de más a los desgraciados, que siempre han sido
más los que obedecen y callan que los que ordenan y mandan. Que,
aunque no aguantara dos bofetadas, se comportaba con la prepoten-
cia de quien se sabe intocable, y posiblemente lo era. En ese momento
se le andaba quejoso el cuevachuelista menguado que se me quiso
arrimar al poco de llegar al tranco, Nicomedes que se llamaba.
—Esa… esa capa es mía… que reconozco el roto remendado que
lleva… —repetía una y otra vez, señalando una pieza de ropa de las
que tenía el Renco a la venta.
—Va a ser que no, que la compré yo en buena lid, y no me la
vendiste tú. Si la quieres, hablamos del precio, y si no, a las buenas
noches.
—Me la quitaron, y no puedo dormir de noche por el frío que
tengo.
—¿Y tengo yo cara de sacrismocho para que me cuentes tus penas?
¡Arrímate a algún puto que te dé calor agrandándote el cerradero y
no me cuentes más monsergas!
Sollozó el cuevachuelista como lo haría una doncella que aún no
se hubiera calzado chapines, y fuese corriendo a la capilla. Y allí
también me fui yo, que había acabado mi almuerzo y tenía cosas
que hacer…

160
Más que de roesantos (que en el estaribel tampoco hay demasia-
dos), era la capilla refugio de desgraciados, de los pobres miserables
que, como Nicomedes, no encontraban su acomodo entre tanta fiera
que por el tranco rondaba, y, al tener vocación de corderos, en la
capillita que se refugiaban, a veces hasta que los echaba a patadas
algún sacrismocho bravo. Que en la casa de Dios, ni el más curtido de
los rufos se atrevería a alzar la mano ni a decir una palabra más alta
que la otra, que de la justicia de los hombres uno se puede escapar, si
es listo y tiene suerte, o le da untos al Señor de la Garnacha, pero de
la de Dios… Amigo, esa es otra, y muy diferente.
Estaba la capilla dedicada a San Sebastián, cosa que bien oportuna
que es, pues es patrón de los que padecen encierro. Tampoco deja de
ser ironía, y de las grandes, pues la imagen, por muy santa que sea,
de un engarruchado medio desnudo, asaeteado de flechas como un
alfiletero no es precisamente la más reconfortante de las visiones, en
especial para los condenados a muerte… Que, por cierto, eran aco-
modados en la enfermería, para que pasasen más cómodamente sus
últimos días antes que el trinchante de gargueros los ultimara. Es
costumbre que la enfermería esté junto a la capilla. En este caso, más
juntas hubiera sido imposible, que la puerta de una estaba en la otra,
por lo que había que santiguarse por los muertos antes de entrar a
ver a los que pronto podían estarlo. Cabal, si se piensa que ambos es-
taban regentados por el clero, que se cuidan tanto de las almas como
de los cuerpos.
En un rinconcillo seguía el tal Nicomedes, rumiando sus miserias,
muy encogido en su desgracia. Me acerqué y vi mejor lo que hacía, y
suspiré para mí: el muy mamacallos, con un huesecico de pollo o si-
milar, se estaba frotando la cara interior de la muñeca, sin duda para
llegar hasta la vena, convertir la carnicería que se estaba haciendo
en sangría y terminar así con sus desdichas. Algo se rompió en mí,
y aunque mil veces me decía que no debiera, me acerqué al pobre
bambarria y lo interrumpí diciéndole:
—Decidme, maese Buendía: ¿sabéis si Jerónimo Zanahoria está vi-
sible para que pueda hablar con él en un aparte? Tengo negocios que
proponerle.
Se encogió como si le hubiera golpeado, mirándome con ojos muy
abiertos. ¡Bien sabía él, al igual que yo, que el tal Zanahoria ahí den-
tro de la enfermería estaba, junto a un par de dolientes más fingidos

161
que reales! Lo iban a despachar por la posta dentro de poco, que la
sentencia ya estaba dictada y solo faltaba que el hideforros del es-
cribano se dignase a ponerla sobre papel sellado para que le dieran
matarile en plaza pública por orden real.
—No… no lo sé —acertó a balbucear.
—Pues acercaos y decídmelo, y si así es id luego con estas monedi-
llas a comprarle al Apretado algo de vino, y que nadie nos moleste…
Y se fue el desgraciado cuevachuelista más contento que unas pas-
cuas, pues ya tenía valedor en este infierno, y yo recordé eso que me
dijeron una vez, que los que vivimos de nuestra espada no podemos
permitirnos tener corazón, pues es un músculo que nos matará si el
acero lo alcanza.

162
Lazos de sangre

Dramatis personae
(por orden alfabético)
Armando: Rufo de segunda fila que no sabe elegir los encargos
que le dan.
Blanca de Montealbán: Damita ejerciendo de desgraciada.
Concha Pereda: Mujer pecaminosa con ínfulas de literata.
Cosme (don): Antiguo capitán de los tercios, con poca fortuna y
menos escrúpulos.
Damián, Serafín y Matías: Hermanos confabulados.
Germanillo: Alguacil de la Villa que investiga a su manera.
Ignacio Fabrique: Alguien que, pese a decir no ser un asesino,
gasta pocos escrúpulos.
Isabela Vergara: Una dulce distracción… y fuente de problemas.
Jaquetón: Protagonista, narrador y buscador de niños perdidos.
Jimeno de Montealbán: Hidalgo rural con problemas de con-
ciencia.
María Sarmentera: Mujer que guarda, para su desgracia, un
secreto ajeno.
Natalia Guevara: Antigua comedianta metida a tusona que trata
de reciclarse.
Pedro Cienfuentes: Viejo conocido del narrador, que actualmen-
te ejerce de Herodes.
Teófilo: Curilla de pueblo, rico en latinajos y en secretos.
Y además:
Corchetes menguados, presas sorprendidas, una monja chillona,
vecinos de corrala con malos despertares, forzados compañeros
de galera, mulas piojosas, criados que no tienen donde caerse
muertos, pueblerinos maledicentes, una familia labriega que se
cree muy lista y un final que no es que sea amargo, sino que es
lo que es.

163
Un valentón oloroso
Armando «el Desuellapadres» era rufo de los llamados acuchilladi-
zos, no por su pericia en las cuchilladas (que no era tal), sino por lo
mucho y bien que daba chillidos y bramidos antes de entrar por fae-
na: mucho «voto a tal», «reniego de Pascual» y lindezas semejantes,
con la mano en la empuñadura de la espada, sin decidirse a sacarla
de la vaina. Y no poca fanfarria, y mucho hierro encima: que si mata
amigos, que si vizcaína, que si coleto, que si enorme chambergo ca-
lado hasta las cejas para embozar todo lo embozable y un poco más.
Los que, como yo, sí que éramos licenciados en el oficio de despachar
por la posta a las gentes buenas (o malas, que en los negocios tanto
da que da lo mismo) los llamábamos «accionistas de la valentía», con
no poca broma en el mote, que ni eran valientes ni hacían otra acción
que el mucho gargolear. Con lo que ya está dicho todo, que los jaya-
nes avisados, lo que preferimos es hacer las cosas con rapidez y en si-
lencio, un hurgón rápido para dejar al que corresponda a las buenas
noches y desaparecer. Que como me dijo una vez un valiente ducho
en el negocio: «en este oficio, o se habla, o se mata, pero las dos cosas
a la vez, como que no».
Lo de «desuellapadres» lo tenía por mote fiero. Los simples pen-
saban enseguida que era un bravo que había tenido los hígados de
llevarse por delante al autor de sus días, lo que demuestra tener hierro
en las venas, pues después de haber hecho tan maña barbaridad, uno
es capaz de hacer cualquier cosa, que no hay cosa más sagrada que los
padres de uno, como voacé bien que sabe. La realidad era muy otra,
aunque se cuidaba muy mucho de decirla: el mote era cierto, pero se
lo ganó en su Badajoz natal por marcar la cara del padre de una man-
cebía. El por qué no es tema más claro: unos dicen que en un regateo
de borrachos sobre el precio por el servicio de las coimas, otros que la
discusión tuvo que ver con su madre, que trabajaba allí. Ni siquiera los
que lo conocieron en juventud se ponen de acuerdo, y ese es un tema
sobre el que Armando no soltaba prenda, ni borracho ni sereno.
Sea como fueren sus orígenes, los quehaceres de Armando como
valentón no pasaban de los alborotos y los espantos; siendo el prime-
ro armar ruido debajo de la ventana de la víctima, a altas horas de la
noche, con matracas, o palmas, o cantando o chillando, para no dejar-
le dormir; y el segundo salirle al paso y acorralarle en callejón oscuro

164
para darle un aviso y meterle miedo en el cuerpo (y, si se terciaba,
liberarle del peso de la bolsa, que ese era un aviso que daba miedo de
veras, o por lo menos se hacía difícil de olvidar).
Completaban sus habilidades el honrado negocio de clavazón de
cuernos con algún que otro unto de mierda. Es decir, clavar sobre la
puerta de una casa unos cuernos de animal, o pintarlos encima del
umbral, para que fuera público y notorio que un burlador se había
beneficiado a una de las damas de la casa; o untar con estiércol di-
cha puerta, que no dejaba de ser menos dañino que el redomazo, la
última de sus especialidades: arrojar sobre su víctima una jofaina de
agua maloliente, orines o mierda aguada para estropearle al pobre
desgraciado las ropas e impedirle ir a alguna cita galante, dejando
así libre el camino para el rival de amores, las más de las veces el
pagador de la afrenta.
Andaba pues nuestro valiente Armando con su cubo haciendo un
unto, maldiciendo para sí que, como no cambiara de encargos y le
salieran otros de mayor lustre, le iban a empezar a poner de mote
«el mierdas». Y no era algo que le pluguiera. Lo hacía de amanecida,
cuando empieza a clarear, que no era plan de ir de noche cerrada,
que al igual se equivocaba de portal y no cobraba por su trabajo. Ni
tampoco era cosa de llevar luz, que una mano con el cubo y otra con
la brocha, a ver con qué miembro aguantaba la antorcha o el candil.
Así que la mejor hora para su pestilente trabajo era la primera del
día, cuando aún no se ha despertado casi nadie y solo andaban por la
calle los desgraciados como él mismo.
Y masticando sus querencias no se fijó en que hacía su camini-
to la ronda hasta que los tuvo casi encima, y ante el «téngase al
rey» hubo de salir por piernas enseñando la herradura, cruzando
callejuelas y saltando vallas. Acabó así en calle secundaria, con el
corazón hecho un puño, y casi lo atropella un carruaje cerrado que
iba a todo galope. Ya le nacía de la boca una sarta de improperios
cuando la portezuela se abrió y cayó un bulto al suelo. Y acercán-
dose el valentón vio que era mujer, que era aun hermosa, y que era
cadáver, que la habían cosido a puñaladas. Y se santiguó un par de
veces yéndose a paso rápido, no fuera que le colgaran esa muerte.
Y así sale Armando de nuestra historia, y entro yo, de la mano de
un viejo conocido.

165
Las hazañas de Isabela
Llevaba una semana durmiendo poco y mal. Si hay algo que odio
en mi oficio, son los negocios de cuernos. Pese a que sean, las
más de las veces, lo que nos da de comer a los que nos dedica-
mos a esto, es asunto aburrido y que a la larga se hace pesado,
sobretodo si el fulano en cuestión no está seguro del cuerno y te
pide que le vigiles a la legítima primero, a ver si no anda errado
al haberse palpado la frente y notado que le crece la cornamenta.
Si la moza está de buen ver, yo suelo rondarla y hacerle algún
requiebro, y si no me hace ascos, entonces seguro que no se los
hace a nadie, que tan guapo y gallardo yo no soy, así que le digo
al fulano que sí, que anda astado por la vida. Si es fea, o me ig-
nora, pues le digo que es fiel, y hoy pan, y mañana gloria. Que
si tiene un amante del que anda enamorada de veras, mejor para
ella, no seré yo quien se meta con el enano ese. Cupido, creo que
lo llaman.
La mayoría de las veces, el pagador cornudo soluciona el tema él
mismo, con una fenomenal bronca a su legítima en la que a veces
se vuelven lanzas y es ella la que se defiende con brío, que mujeres
bravas hay casi tantas como mujeres tontas. El problema está cuan-
do me recontratan de nuevo para que busque al burlador y le dé
un mal tanto, le obsequie con un chirlo en la cara o, directamente,
lo deje a las buenas noches. Que a veces no es fácil encontrar a esos
tipos, que suelen moverse mucho y ser escurridizos, por la cuenta
que les trae.
Había terminado uno de esos trabajosos negocios, por fin podía
dormir más de tres horas seguidas… y me despertaron aporreando
la puerta de mi casa. Admito que el sol ya estaba alto, pero no tanto
como me hubiera gustado. Así que abrí de malos modos en camisa y
con la vizcaína en el puño, para que el gracioso viera qué era lo que
se estaba jugando.
Vi las plumas de un chambergo.
Entonces bajé la vista un palmo y me encontré con el jeto de Ger-
manillo, el alguacil de los corchetes.
Y si mis maneras daban pavor, su cara es que daba pánico, de lo
serio que me andaba. ¡Y no necesitaba de ningún palmo de acero
para ello!
—¿Dónde está? —exclamó nada más abrirle la puerta.

166
—Si se ha perdido algo no me lo he encontrado yo; si lo han bir-
lado no lo tengo; si se ha fugado no sé nada, y si buscáis el virgo de
vuestra hermana, no conozco a nadie que jamás lo viera entero.
—¡No me vengáis con chanzas, que no está el horno para bollos!
—me gruñó apartándome y entrando en la habitación. Lo dejé hacer.
Parecía más fastidiado que enfadado. Como si tuviera un grano en el
culo y solo encontrara taburetes duros donde sentarse.
—Esto de visitarme por las mañanas… ¿se va a convertir en cos-
tumbre? Lo digo para que nos pongamos de acuerdo con la hora.
Bufó como un gato y se me encaró de nuevo:
—¿Dónde tenéis a vuestra prometida?
—Señor alguacil, yo de eso no gasto.
—¡No te me hagáis el bambarria, ni me tengáis por tal! ¡Que por
muy grande que sea la Villa y Corte, para mí es bien pequeña, que me
acabo enterando de todo y bien que me sé que andas en relaciones
con esa descarada de Isabela Vergara, que el Diablo confunda!
Me sonreí, con falsa modestia.
—No niego yo que con la damita en cuestión haya tenido algún
que otro roce, pero de eso a hablar de casorios…
Bufó otra vez, esta vez divertido, y se sirvió un vaso del vino anó-
nimo que tenía sobre la mesa.
—¡Decidle eso a sus hermanos, cuando a la moza le dé por pensar
en boda o le crezca la barriga! ¡Que en algunas cosas sois muy listo,
pero parece mentira lo corto que sois para otras! Así que no tenéis
nada que ver con el negocio…
Me senté junto a él, cansado y aburrido.
—Ni sé, ni quiero saber, ni me importa.
—Pues deberíais —dijo por fin—. Vuestra Isabela estuvo haciendo
preguntas sobre una presa de la Galera, ya sabéis, la cárcel de mu-
jeres, y esta madrugada un grupo que recuerda sospechosamente a
sus hermanos la ha ayudado a fugarse. Nada del otro jueves, nada
que no se olvide en un par de días… Pero al parecer le han dado una
paliza a una de las monjas que acompañaba a las reclusas, y como la
Santa se interese por el tema, ya os veo yéndoos a calentaros al que-
madero de la plaza Mayor viendo arder a vuestra amiga… Así que
mejor espabilad y decidle que se ande discreta unos días, que yo la
acabo de buscar (aquí y ahora) y no la he encontrado… Pero como la
encuentren otros, mal andará la cosa.

167
Y se fue, y fue a mí al que me tocó bufar. Que no tengo el corazón
tan de piedra como para que no me importen aquellos con los que
comparto afectos.

Un extraño encargo…
—Veréis, querido… —me dijo Isabela más tarde, en un reservado
del figón donde la había citado, cuando le pedí explicaciones y quiso
dármelas—. Todo empezó cuando me abordó una tal Natalia Gueva-
ra, antigua comedianta metida luego a tusona de postín…
—La conozco —repliqué yo.
—¡Vaya! ¿Y la conocéis de las tablas o de las camas?
—No os pongáis picajosa. Tuve que hablar con ella este invier-
no por un negocio que me encasquetaron. Un tema de amores y de
muertes en el que me vi envuelto sin tener arte ni parte. Pero seguid
con vuestro relato.
—La fulana en cuestión tenía un negocio que proponernos a mis
hermanos y a mí: se trataba de sacar de la Galera a una mujer de
cierta edad, entrada en años y carnes, llamada María Sarmentera…
—¿Y qué interés tenía en tal fulana la comedianta?
—Ninguno, como que hay Dios. Ella solamente hacía de tercerías.
Un hombre la había contratado a base de buenos dineros para que
buscase gente bregada que hiciera el negocio, y la Natalia tuvo el
detalle de pensar en nosotros.
—¿Y cómo es que no me avisasteis del negocio?
Me miró con una sonrisa en los labios… pero no sonreían sus ojos.
—Querido, no mezclemos churras con merinas. Que ni sois mi
amo ni soy vuestra dueña. No os metí en el negocio porque no nos
hacíais falta, que era poca cosa para vuestra habilidad… y porque no
queríamos repartir con uno más.
—¿Tan baladí era el trabajo? Que organizar una fuga tampoco es
grano de anís.
—¡Ni que habláramos de rescatar al rey francés de la Torre de
los Lujanes!
—¡Mujer, en ambos casos de asalto hablamos!
Sonrió con esos labios pícaros que me moría por besar. Y había
también risa en sus ojos verdes cuando me dijo:

168
—En este caso no, pues no se entra en la madriguera si sabes que el
conejo saldrá de ella. —Debí poner cara de tener anubladas las enten-
dederas, que se rió de nuevo y prosiguió—: No sé yo si sabréis que es
trabajo de las reclusas de la Galera lavar y zurcir la ropa de cama del cer-
cano hospital de La Latina, así que una cuerda de presas sale cada ma-
ñana del presidio, enfila la calle Toledo y vuelve con los atados de ropa.
Un par de untos en las manos apropiadas y un amanecer fue la tal doña
María, una de las reclusas encargadas de madrugar y darse el paseíto.
—Demasiado fácil que lo veo…
—Y veis bien. Había complicaciones, como en todas las cosas. La
primera y más importante es que la que igual nos daba más proble-
mas era la propia doña a la que teníamos que salvar…
—¿Y cómo puede ser eso? ¿No quería su libertad?
—No es eso, es que la pobre, por lo que me dijo la comediante,
estaba ya como un poco ida, y las más de las veces no se enteraba
de las cosas, o las entendía mal y al revés. ¡Si estaba presa por robar,
teniendo valedor que le hubiera dado todo lo que le pidiera, pues ya
está todo dicho!
—Y si tan rico es ese valedor, ¿cómo es que no se untó al juez para
que se echara tierra sobre el negocio?
—Eso pregunté yo, que el asunto me escamó. Y me dijo la comedianta
que ese valedor tenía enemigos poderosos, como cualquiera que esté en
lo alto tiene, y que si se enteraban de su relación se vengarían en la tal
María, o aun peor, la usarían contra él. Se me explicó que mejor sería
escamotearla más o menos discretamente, que luego él ya la haría llevar
a una villa en el campo o a un convento de monjas en provincias donde
fuera atendida y bien cuidada hasta el fin de sus días.
—¿Qué o quién era ese valedor de la dama?
—Querido… —me dijo Isabela con pesar— eso no me lo dijeron,
por mucho que pregunté. Os diré una cosa: amante, seguro que no,
ni en el pasado cercano ni en el más lejano, que siendo mujer me colé
con la excusa de hacer visita a las presas y le pude echar un buen
ojo… Era mujer cincuentona de mirada triste y maneras sumisas, con
manos más propias de criada que de señora y rostro que, aunque no
era feo como el trasero de Belcebú, tampoco era para levantar pasio-
nes, ni de joven ni ahora de madura, que ya se sabe que quien tuvo
retuvo, y en un rostro ajado se puede leer la niña que antaño se fue.

169
Y su delito, bien escaso que era, solo el haber robado pan de una ta-
hona cerca de la plaza Mayor. Y eso no tiene demasiado castigo, que
ya se sabe que no es tanto el pecado de robar, si se hace por hambre.
—¿Y aun así llevasteis adelante el plan? ¿Es que habíais bebido
jugo de bambarria y os había anublado el juicio?
Desvió la mirada, respondió en tono de excusa:
—Es que pagaba muy bien… Y ya se sabe que, cuando hay sufi-
cientes dineros, todas las otras razones desaparecen.
—¡Pero si aún os debe quedar un buen puñado de lo que le sacas-
teis a doña Marina!
—Apenas unas monedas. Es que… Bueno, tuvimos que enviar casi
todo el dinero a la Mancha. Nuestros padres necesitaban hacer unos
arreglillos en la casa, y la cosecha no fue buena, y ¡qué sé yo! ¡Que me
supongo que hacer vida retirada de hacendados no es fácil cuando
los oficios de los que vienes son los de romper cabezas y abrirte de
piernas!
—Sois buenos hijos —gruñí—. De tan buenos, bambarrias acaba-
dos, pero en fin… ¿y qué fue mal?
—¿Cómo sabéis que salió mal?
—Porque tal y como me pintáis este negocio, amiga mía, no tiene
pintas de acabar bien.
—Algo de razón tenéis —admitió Isabela.

… Y una fuga que termina mal


—La cosa es que ahí que estábamos mis hermanos y yo, de amanecida
en la calle Toledo, con un frío del carajo, tanto que ni el mismo sol se
decidía a asomarse demasiado. Los que sí se asomaron, aunque tar-
de, fueron dos corchetes adormilados, una cuerda de una docena de
reclusas y la monja más fea y malencarada que jamás haya visto, que
no me extraña que se casara con Dios, ya que ni dios querría casarse
con ella. Les entramos a los dos pobres corchetes, les enseñamos los
clamos y los aceros y para mí que se mearon en las calzas, si es que no
se hicieron encima otra cosa más contundente, ya me entendéis. Las
reclusas se apelotonaron como ovejas asustadas, que no sabían con
qué intenciones andábamos, ¡y entonces a la hideforros de la monja le
dio por empezar a gritar como si la degollaran, llamándonos de todo
(cagarrutas de Satanás creo que fue lo más suave) mientras golpeaba

170
con sus puños en el pecho del pobre Matías, que se la miraba sin sa-
ber qué hacer! Le grité que meneara el cofre y la dejara durmiendo
el sueño de los justos, pero el bambarria de mi hermano me medio
sonrió, disculpándose. Que no está bien pegarle a una monja, como
que vive Dios. Solucionó el problema el bueno de Damián, que nunca
gastó de manías con las mujeres, y que agarrando el borde del hábito
de la monja le dio la vuelta, ensacándole la cabeza con él, enredándole
los brazos… y poniendo al aire, de paso, su culo, fofo y más peludo
que las mejillas de un sarraceno. Con eso se solucionó el problema de
los golpes, aunque no del escándalo, que aun aumentó, que se puso la
prójima a gritar, entonces, como un puerco en día de matanza. Que sin
duda la monja cantaba en el coro, no tanto por la dulzura de su voz
(que no tenía), sino por la fuerza de sus pulmones.
»Mientras tanto Serafín y yo nos enfrentábamos a otros problemas.
Cortamos la cuerda que retenía a las enrejadas sujetas por sendas
lazadas a la cintura y las animamos a que se fuesen en hora buena.
Tres o cuatro lo hicieron, y nosotros, aún con las armas en la mano,
azuzamos a los corchetes a que las siguieran. Y a eso se dedicaron,
que era tarea más fácil calcorrear tras ellas que enfrentarse a una ban-
da sedienta de sangre. El resto se quedó, que eran mujeres sumisas
a las que les quedaba poca condena y no querían ni agravios ni que-
rencias. Acibarramos a la tal María y tratamos de llevárnosla… y ahí
resultaron ciertas las advertencias, que fue entonces y solo entonces
cuando a la buena mujer le dio por sacar el genio bravío, que se puso
a chillar y retorcerse como si la fuéramos a degollar, haciendo coros
con la monja del demonio.
»¡Imaginad el cuadro! Una chillando, la otra más, y claro, los ve-
cinos de la calle Toledo no son precisamente sordos, ni muy gentiles
cuando los despiertan a gritos de maldegollina cuando aún no ha
clareado. Así que empezaron a sumarse al coro con gritos e insultos,
y a arrojarnos cosas, eso cuando no aprovechó algún listillo para va-
ciarnos encima la bacinilla que había llenado por la noche. Entended
pues que no fuimos precisamente discretos ni sigilosos cuando llega-
mos a la esquina, donde aguardaba el carruaje cerrado con nuestra
empleadora y el pagador. Se asomó este, muy nervioso por el jolgo-
rio al abrir la puerta para que la metiéramos dentro, y la prójima,
que aún forcejeaba con nosotros, se quedó tiesa de la sorpresa un
momento y de sus labios estalló un «¡Ignacio!».

171
»Se empezaron a oír los gritos de la ronda, que como siempre lle-
gaba tarde y mal, perdió el tal Ignacio el poco cuajo que le quedaba…
y para la sorpresa de todos le descerrajó un tiro a boca de jarro a la tal
María. Como si esa fuera la señal, el conductor azuzó a los caballos, y
ahí que nos quedamos, con el barrio en guerra, los corchetes corrien-
do a nuestro encuentro y la doña que teníamos que rescatar sangran-
do en nuestros brazos. Corrimos a acogernos a la antana en la iglesia
de San Isidro, y mientras la corchetería discutía con el sacerdote no-
sotros nos escabullimos por la tapia del claustro, que tampoco hay
que abusar de la hospitalidad de Dios. Y así que nos quedamos con
el trabajo hecho pero sin cobrarlo, que el pagador se esfumó.
—¿Y la comedianta? ¿No la buscasteis para que os diera razones?
—La encontraron por nosotros, querido. Se le cayó encima a un
compadre vuestro llamado Armando…
—Ah, sí. «El mierdas», que lo llaman.
—¿De verdad? Bueno, pues que la arrojaron, a la pobre, del carrua-
je en marcha, cosida a puñaladas. Al tal Ignacio no le gusta ni pagar
sus deudas ni dejar cabos sueltos, y mucho menos dar explicaciones
sobre su persona.
—En verdad mal negocio tenéis, que no sé yo qué podéis hacer,
aparte de dejarlo correr y esconderos hasta que se olvide.
Me miró como si fuera un niño de teta que no entiende lo evidente.
—Querido, también podemos preguntarle a la doña María, a ver
quién es ese tal Ignacio y por qué la quiere tan mal.
—¿Acaso podéis hablar con una muerta?
—¿Y quién os ha dicho que lo esté? Que yo no lo he dicho.

Una historia de malos amores


Un disparo a boca de jarro es lo que es, no nos engañemos. Pero la
doña había tenido suerte. Fuera por nervios, mala puntería o porque
un ángel de Dios se metió por en medio, la cosa es que la bala apenas
le rozó el hombro, quedando la cosa con las ropas, el pelo y parte de
la piel del cuello y el hombro chamuscados, y un surco sangriento
que dejaría fea cicatriz y poco más. El mayor peligro fuera que la
pólvora envenenase la sangre, pero a la herida se había aplicado ya
Serafín, que además de nariz de judío tenía manos de médico. Entre
la sangre perdida, el vino caliente con miel que le habían dado para

172
calmar el dolor, el alivio de los ungüentos y las palabras suaves que
le susurraba al oído el persiguefaldas de Damián, estaba la mujer
confiada y madura para contarnos sus cuitas… por mucho que hu-
biera jurado no contárselo a nadie. Así que le entré aprovechando
que estaba bien dispuesta:
—Mujer, ¿qué secreto tienes por el que vale la pena que lo pagues
con tu vida?
La mujer esbozó una mueca que tomé por sonrisa, y habló con voz
adormilada:
—Mi señor, los que somos de clase bajuna y nacemos para servir
no tenemos secretos… salvo los de nuestros amos. En mi vida solo
he guardado uno, y ese es el único que Ignacio Fabrique, pues así
se llama al que le debo esta herida, desearía conocer. Pues debéis
saber que en tiempos mejores, hace ya ocho años, me encontraba
al servicio de doña Blanca de Montealbán, hija de Jimeno de Mon-
tealbán. Era este hombre (y debe de seguir siendo) hidalgo rural,
señor de un rico mayorazgo cercano a Sevilla, con ruinas de castillo
secular, gran mansión familiar y un par de aldeas circunscritas en
sus dominios; que, aunque no tan grandes como los de los Guz-
manes, sí que le permitían vivir con sobrada holgura. El señor de
Montealbán despreciaba los oropeles y la hipocresía de la Corte y
no gustaba de ir ni a la ciudad de Sevilla ni mucho menos a la vi-
lla de Madrid, tanto más cuando ningún negocio tenía en dichas
urbes. Su hija Blanca era harina de otro costal, que con sus dieci-
séis años era hermosa y radiante como una mañana de primavera y
como una flor despertaba a la vida. Frecuentaba mucho mi señora
la mansión de su tía Concha, hermana de su difunta madre, situada
en el centro de Sevilla; y aunque no le agradaban demasiado estas
visitas a su padre, las consentía como licencia a que la muchacha
careciera de madre y en tan delicada edad necesitara los consejos de
una mujer. Pero se equivocaba: doña Concha Pereda gustaba de los
placeres frívolos y de organizar fiestas y bailes en su mansión, que
muchas veces se prolongaban hasta la madrugada. En una de esas
fiestas mi ama conoció a un hombre, del que nunca quiso decir su
nombre, que la rondó hasta seducirla, y una vez obtenido de ella lo
que deseaba, la abandonó con gran burla, siendo comidilla de todos
los mentideros que la virginal hija del estirado señor de Monteal-
bán era ahora una flor deshojada.

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Se sonrió Damián, frunció el ceño Isabela, yo soplé impaciente.
Pero la doña, que tanto tiempo había callado, estaba ahora desatada
y siguió vomitándonos su parlamento:
—Cuando se enteró mi amo, su disgusto fue terrible. Encerró a mi
señora en un caserón que tenía en las afueras de Utrera con escasa
servidumbre y rompió todo tipo de trato con su cuñada.
»Y no supo jamás que su hija estaba embarazada.
»Solamente estábamos al tanto del secreto ella y yo. Fue fácil disi-
mular su preñez; pues, corroída por la desesperación y la vergüen-
za, mi ama apenas salía de sus habitaciones, y yo era la única a la
que permitía estar a su lado. Yo ayudé a nacer a su hijo, y puedo
asegurar que fue el bebé más hermoso del mundo. En secreto, hice
entrar a la mansión al sacerdote de la iglesia de Santa María Mag-
dalena de Dos Hermanas, don Teófilo que se llamaba. Él bautizó al
niño y accedió a esconderlo hasta que llegara el momento de pre-
sentarlo a su abuelo. Pero ese momento nunca llegó. Don Jimeno,
sin duda avisado por los criados fieles que tenía en la casa, supo
que gracias a mi mediación había entrado en secreto un hombre
en la casa y, suponiendo que yo andaba con tercerías, me mandó
echar al camino sin dejar que me despidiera siquiera de mi ama, de
mi niña. Sin ningún otro sitio donde ir, tuve que pedir cobijo a casa
de mi hermana, aquí, en Madrid. Siete años han pasado, en los que
yo he ido de mal en peor, pues mi hermana murió y yo no encontré
acomodo ni medios para ganarme honradamente la vida, viéndo-
me finalmente en la vergüenza de robar para no morir de hambre,
motivo por el que fui finalmente presa de la justicia. Pero juro por
Dios y por todos los santos que esta es la primera vez, en todo este
tiempo, que hablo del secreto de mi ama.
—¿Y el que os hirió? ¿Quién es?
—Se llama Ignacio Fabrique, como ya os he dicho, y es uno de los
criados de confianza de don Jimeno. No sé qué pretendía al intentar
raptarme o asesinarme, salvo que debe de tener algo que ver con mi
señora y su hijo… —Tragó saliva y me miró con ojos de cordero de-
gollado antes de añadir—: ¡Caballero, por vuestro honor, si alguna
vez tuvisteis una madre, ayudadme ahora! Debe encontrarse nue-
vamente al niño y evitar que nada malo le pase hasta que se aclare
qué quiere don Jimeno de él esta vez. Que muy posible es que lo
quiera muerto.

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Sonreí con tranquilidad, le di un par de palmaditas y mantuve la
boca bien cerrada para que no se me escapara ninguna promesa. Lue-
go, en un aparte, le hablé a mi Isabela:
—Bueno, mantenedla oculta hasta que se le cure ese roto, y mejor
será para vuestros hermanos y vos que hagáis lo mismo, al menos
hasta que el negocio se enfríe. Si necesitáis algo, mandadme recado.
—¡Claro que necesito algo! ¡Hemos de ir a Sevilla a por ese niño!
—¿«Hemos», señora? ¿Acaso me confundís con uno de vuestros her-
manos, con los que hacéis y deshacéis a vuestro antojo? ¡Soy hombre que
vive de su trabajo, y no tengo ni tiempo ni motivos para hacer tal viaje!
—Querido, en vuestro trabajo habéis hecho cosas más extrañas, y
en peor compañía que yo.
—Bien que os conozco y sé que no buscáis al niño para entregárselo a
quien mejor os pague y luego haga con él lo que le plazca. Soy un hombre
que vive de su trabajo, mi señora, y en mi trabajo me pagan. Me acabáis de
decir que no os queda un ochavo, así que ¿cómo me vais a pagar?
Lamenté esas palabras así que salieron de mi boca, que no se le da
munición al enemigo que te dispara… ni se le da argumentos con
aquel que discutes. Sonrió ampliamente, y me supe perdido, pues
hubiera ido al infierno por esa sonrisa… Y ella lo sabía.
—¡Ya sabéis cómo os voy a pagar! ¡Que bien que habéis catado la
mercancía que os ofrezco!
Bajé los ojos, y ya en retirada quemé mi último cartucho:
—¿Pero qué os va ni os viene en esta querencia?
Hizo un mohín, no tardó demasiado en responder:
—Pues que no me han pagado, pese a que mis hermanos y yo he-
mos cumplido. Y aunque solo sea por eso, es buen motivo para ir a
por ese Ignacio, ¡que en nuestro oficio, el impago es peor que el que
te intenten dar una hurgonada, sea por la facha o por la corcova!
Y, vive Dios, la muy hija de su madre… pues que en eso, al menos,
tenía razón.

Un lento paseo por el Infierno


Así que hacia Sevilla que nos fuimos. Me imagino que voacé pien-
sa que en carruaje tirado por cuatro buenas mulas, o en el rápido
coche de postas que lleva el correo de Madrid a Sevilla. Y siento
decir que piensa voacé mal, que ambas son soluciones caras para

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la menguada bolsa que Isabela y yo teníamos en ese momento.
Así que hubimos de conformarnos con viajar en galera, y no pien-
se en embarcación marítima impulsada por remos, que Madrid
tiene muchas cosas, pero puerto de mar, como que aún no. La
galera a la que me refiero y que nos tocó en desgracia consistía en
uno de esos carros (que no merecen llamarse carruajes) grandes y
groseros, tirados por una reata interminable de mulas pulgosas,
que en la vida habían sido trasquiladas, y que dudo yo que en la
vida hubieran apresurado el paso, ni que supieran cómo se hacía.
Un furgón del tamaño de una chabola sobre cuatro o seis ruedas
enormes y sólidas, hecho de un bastidor de madera con paredes y
techo de esteras de esparto y suelo de una red de gruesas cuerdas
del mismo material, donde como buenamente se puede se apilan
los fardos de la carga y los pasajeros no viajan sentados como per-
sonas humanas, sino echados como brutos animales. Galeras de
estas hay en las que así caben hasta dieciocho pasajeros. Los que
de tal manera viajan, que, como ya me habrá supuesto, son de
condición bajuna e incluso miserable, más a menudo mujeres que
hombres, que es mejor acabar con las ancas en carne viva por una
mala caballería que con todo el cuerpo molido después de una
semana en tan mal acomodo. ¡Con qué gusto hubiera cambiado la
compañía de Isabela por la de Clamos, aunque montarla a ella y
montarlo a él nada tuvieran que ver, salvo la similitud en el nom-
bre, que no en el hecho!
Los compañeros de viaje que nos tocaron en suerte a Isabela y a mí
fueron una familia de menestrales con una turba de críos vocingleros
y dos hombres de campo, vestidos ostentosamente a la campesina,
que para mí que venían de hacer negocios en la capital y llevaban los
dineros de sus beneficios bien metidos en las fajas, que hasta hacían
guardia, pues jamás los vi dormir al mismo tiempo, cuando uno te-
nía los ojos cerrados el otro los tenía más que abiertos. Aunque tam-
poco es que fuera difícil, con los berridos que pegaba la chiquillada,
que en verdad uno deseaba ver aparecer a Herodes y sus soldados en
la revuelta del camino. Creo yo que hubiéramos ido más deprisa ca-
minando, y algunos trechos así lo hice, aunque solo fuera para estirar
las piernas. Que no creo yo que hiciéramos más de diez leguas al día,
y por la noche teníamos que hacer alto para vivaquear en descampa-
do o maldormir en ventas desvencijadas.

176
Por eso, cuando después de un milenio llegamos a la ciudad del
Guadalquivir, puerta de las Américas, puerto del mundo y todo
eso… me planté. Le dije a Isabela que nones. Que no nos íbamos ni a
Utrera ni a Dos Hermanas ni a las cuatro tetas que entrambas suman.
Que mejor nos quedábamos en Sevilla, en una buena posada y en
una mejor cama, y que, como mucho, podíamos mirar de tantear a la
tía casquivana, Concha, que había dicho María que se llamaba.
E Isabela debía de estar tan baldada como yo, que me dio la razón.
Imagínese voacé lo cansados que estábamos de viajar de tal modo,
que no nos dimos ni cuenta de que nos vigilaban.
Pero no adelantemos acontecimientos.

El otoño de una dama


(o la tusona ilustrada)
Tras compartir una cama digna de tal nombre con Isabela y hacer ambos
algo que nunca creí que haríamos juntos (y fue dormir, y de un tirón),
nos dirigimos al caserón de doña Pereda. Estaba a la vera del de Monte-
frío, y esas cercanías eran lo único que tenían en común. El segundo aún
estaba en obras, era de facha moderna y se notaba que no faltaba caudal
de dinero para su construcción. El primero, en cambio, era casona me-
dieval de fachada descuidada y adornada solo con desconchados. Con
decir que me recordó al «palacio» del conde de Peñaranda, donde sirvió
mi pobre y difunto hermano, pues creo que ya está todo dicho.
Preguntamos al criado que nos abrió la puerta por la señora de la
casa, y el hombre, vencido por los años y corroído por los achaques,
dio sin más media vuelta y se internó en la mansión sin pedirnos ni
nombres ni razones. Y así que le seguimos.
El contenido de la casa no reservaba sorpresas con respecto al con-
tinente. Paredes manchadas de humedad, desnudas de tapices. Sa-
las vacías salvo por las telarañas de los rincones. Algunos muebles
desvencijados que no se habían podido vender y que aguardaban
resignadamente el momento en que la necesidad los convirtiera en
leña para la chimenea. Un par de criados viejos, de esos que se ve a
la legua que siguen en la casa más por costumbre y por no tener otro
sitio a donde ir que por fidelidad a la dueña, con la que comparten
ayunos y recuerdos. ¡Qué más le voy a decir a voacé! En esta triste
España hay demasiadas mansiones así.

177
La tal doña Concha Pereda resultó ser mujer menuda, rubia y
rijosa, algo dentona y corta de vista, por lo que unas lentes cabal-
gaban sobre una nariz no tan menuda como los cánones de belleza
requerían. Nos recibió, al parecer muy contenta de tener visitas,
en un saloncito donde se amontonaban los últimos restos de un
pasado mejor, algo así como el último cuadro de veteranos en una
batalla ya perdida. Había también papeles emborronados de una
letra picuda invadiendo una mesa, como si del escritorio de un cue-
vachuelista se tratara… Me siguió la mirada cuando me fijé en ello,
y se rió con ganas.
—Estoy mirando de imitar a esa descarada de María Zayas, que no
me crié precisamente en un convento, así que algo sabré del tema. ¡Y
seguro que más que ella!
Me crucé la mirada con Isabela, que me devolvió la mirada confir-
mándome que sabía del tema aún menos que yo. Al darse cuenta de
nuestra ignorancia, la tal Concha se rió con más ganas aún:
—Tiene amiguismos con Lope de Vega, que a ese sí que supongo
que le conoceréis, y le ha pasado unas cuartillas mal escritas sobre
las venturas y desventuras de mujeres de moral distraída. Novelas
amorosas y ejemplares, creo que las quiere llamar, que se nota que ha
leído a Cervantes. La cosa es que Lope la ha alabado mucho, que no
es de extrañar, porque si el Fénix de los ingenios tiene una debilidad,
esa somos las mujeres, por mucho que ahora ande tonsurado y hasta
sea Familiar de la Inquisición… Me lo contó el bueno de Francisco
de Rioja la última vez que pasó por aquí, que es el hombre buen se-
villano que no olvida a sus paisanos ni a sus viejos conocidos, pese a
que ahora haga carrera en los madriles de la mano del conde-duque,
nada menos… Y yo me dije que más sabía de picardías de alcoba que
esa beata de la Zayas, que por muchas fantasías que tenga y mucho
que haya leído a los pecaminosos italianos, bien que me sé que es de
misa diaria y aún que lleva en fiestas señaladas el hábito de la Orden
de Santiago, sección femenina, me supongo, aunque dicen los que la
conocen que es tan fea que si no se afeitara las mejillas podría pasar
por hombre. ¡Pero dejemos de hablar de mí! ¿Qué puedo hacer por
ucedes? ¿Quizá una habitación discreta para los dos? ¿O algo más
permanente? Que le veo a voacé aire de jayán, y de eso a rufián solo
hay un paso, y esta chica es demasiado linda para embozarse solo
con medio manto e ir por la calle de Andorra…

178
Alzó Isabela la ceja. Era demasiado bregada para inmutarse porque
la confundiesen por puta. De todos modos, bien sabía yo que la confu-
sión le había sentado como un tiro, y antes de que soltara una lindeza
(o una bofetada) que estropeara la relación con la doña, intervine yo:
—Dispense voacé, que anda errada…
—¡Oh! ¡Claro! ¡Qué tonta soy! ¡Hacéis tercerías a cuenta de vues-
tros amos! ¡Ya me olía yo, que tampoco sois gentes que gasten dema-
siada calidad! Bueno, pues lo dicho, que esta es casa discreta y…
—Venimos a hablar de vuestra sobrina Blanca —la cortó secamen-
te Isabela.
La doña se retrajo como si la hubiésemos golpeado. Hundida en el
sillón, musitó con un hilo de voz:
—¿Qué negocios tenéis con los muertos?
La noticia me cogió por sorpresa y me quedé sin nada que contes-
tar. Por suerte, Isabela estaba más espabilada que yo:
—Nuestros negocios son con los vivos, ya que sabemos los secre-
tos de los difuntos.
—¿Sabéis dónde está el niño?
—¿Qué sacaríamos si os lo trajéramos?
Doña Concha no contestó enseguida. Sacó una pipa, la rellenó de
tabaco con parsimonia e hizo que un criado le arrimara lumbre. Tras
un par de caladas, se decidió a hablar.
—Menos si negociáis por vuestra cuenta, más si yo intervengo…
Pero hará falta el aval del cura. Mi palabra no será suficiente para mi
desconfiado y rencoroso cuñado…
—¡Pues vaya con el abuelo! —tercié yo, haciendo un disparo a ciegas.
—Desde que se enteró que lo es, no le llega la camisa al cuerpo.
Que ya era hora que se ablandara, el viejo cabezota, y la pena es que
lo hiciera justo en el lecho de muerte de su hija, cuando el cura que
le daba confesión le requirió por lo graves que eran las faltas que de
los labios de la chiquilla salían… Que dicen que se me murió de fie-
bres. Pero yo creo, y nadie me hará desdecirme, que simplemente se
marchitó, la pobre… Como una flor arrancada, que ya es triste vivir
repudiada por el padre…
Se me encendió una luz en la sesera y continué su frase:
—… Y alejada de tu único hijo, que al venir un cura desconocido a
bautizarlo y llevárselo luego, solo la que lo trajo sabe quién es, y esa
criada fue expulsada por falsas acusaciones.

179
—¡Exactamente! ¡Si me traéis al niño, con el cura que dé fe (y la
criada fiel, que avales nunca sobran cuando hablamos de parientes
perdidos), tened por seguro que mi cuñado, pese a lo apretado que
es, os hará que valga la pena!
Una última cosa me rondaba por la cabeza, y le entré con toda la
suavidad que pude:
—Decidme, pues tengo curiosidad, ¿no heredaría voacé si vuestro
cuñado falleciera sin herederos? Que, en tal caso, os honra tal dedi-
cación.
Esta vez sí que se rió con ganas, muy fuerte y muy largamente:
—¡Yo no vería ni medio maravedí! Que hace ya tiempo que me
desheredó de todos sus testamentos, y lo dejó escrito por triplicado,
aunque la culpa de él fue, que cuando murió mi marido me dejó he-
redera de una fortuna… en deudas. ¡No quiso ayudarme ni siquiera
escuchar mis cuítas, y hube de vivir como pude! Y como del honor
no se come, lo malvendí junto con mi cuerpo. Fui tusona, y cara, y
no me arrepiento, y cuando fue menguando mi belleza y escasearon
los amantes pagadores de mis caprichos, organicé fiestas galantes en
esta casa para que los unos y las otras pudieran entenderse. ¡Y el ma-
jagranzas de mi cuñado en Babia, y aún me encasquetaba a la niña,
«para que mejor se distrajera»! ¡Ya lo creo que se distrajo! ¡Se distrajo
demasiado! ¿Pero qué se esperaba?
Ya más calmada, le dio un par de caladas más a su pipa y añadió:
—No, no seré yo la que se quede con un palmo de narices si apa-
rece un heredero secreto. Yo solo puedo sacar cosas buenas, pues si
pongo mi granito de arena en su recuperación, puede que el agrade-
cimiento de mi cuñado me alcance, aunque sean las migajas. ¡El que
debe de estar mordiéndose los puños de rabia ha de ser su sobrino
don Cosme, que fue capitán en los tercios pero ha vuelto con escasa
fortuna, y ya se veía único heredero de todo el mayorazgo de los
Montealbán. ¡Pocas propinillas sacaréis de ese, me temo!
Salimos de la casona con muchas más respuestas… y no menos
dudas.
—¿Os fiáis de ella? —me preguntó Isabela.
—¡Antes me fiaría de una bicha! Quiere sacar tajada del negocio, y
si puede hacerlo vendiéndonos, no estoy seguro de que no lo haga.
Que, para mí, depende de lo que le prometan.
—¿Entonces?

180
—Entonces, alquilamos una calesa que nos lleven ante el cura y,
con él bien arrimados, vamos a por el heredero. ¡Pocas traiciones nos
van a hacer con una sotana por en medio!

El precio de los pecados


El tal curilla de Dos Hermanas resultó ser un hombre de edad media-
na, abundantes rizos rebeldes que le cubrían la escasa tonsura y unos
ojos grandes y abiertos, que parecían no pestañear y que me hicie-
ron, vaya voacé a saber por qué, pensar en un mochuelo. Se llamaba
Teófilo, que era nombre que le casaba, y se nos encontraba el buen
hombre en mitad de una misa cuando nos llegamos a su iglesia de la
María Magdalena. Así que la Isabela y yo hubimos de armarnos de
paciencia y esperar a que acabara la sarta de latinajos con el misa est
para poder abordarlo en la sacristía.
—Vive Dios que mucho he rezado para que por fin me quitaran
de los labios este amargo cáliz —nos dijo con clerical pedantería—.
Que este es un pueblo pequeño, pero grande en chismorreos, y el
hecho de que tuviera a un niño en un caserío y pagara regularmente
dineros para que nada le faltase se ha malentendido entre los male-
dicentes, que lo tomaban como mío, y así que me iba, que no podía
yo negarlo por ser secreto impuesto en confesión. Pero bueno, ad au-
gusta per angusta. Que no se alcanza el Paraíso sin penitencia, vamos.
Mi Isabela puso los ojos en blanco. Las maneras del sacrismocho le
sentaban tan mal o peor que a mí. Aun así, le necesitábamos.
—Véngase con nosotros, padre, que las cosas hay que hacerlas
bien y así el crío no se irá con desconocidos —le dijo con una sonrisa
más falsa que la plata de un hugonote.
—Por supuesto que iré encantado, y ahora mismo, pero tan desco-
nocido seré yo como ucedes, que para no excitar más los rumores me
he abstenido de tener contacto con el retoño, y sabía de él por el buen
cristiano que me lo cuida, que es el guardés de una finca en Monte-
quinto. No está lejos.
No lo estaba, como tampoco está lejos el Infierno de la Tierra.
Y claro, eso fue lo que nos encontramos.
Flotaba sobre el caserío una de esas calmas pegajosas en las que
tienes la sensación que te están observando la nuca y desearías tener
ojos allí para mejor avizorar qué sucede. Había un hombre junto al

181
pozo, pálido como la cera. Llevaba ropas de viaje, no de campesino
destripaterrones, y si algo más no le cuadraba al avío, era la espada
que le herraba el cinto. Así que desnudé la mía y se la apliqué al gaz-
nate. Me miró sin verme:
—No soy un asesino…
—¡Anda que no! ¡Andaos con ojo, querido, que este, lo que es, es el
que descerrajó el tiro a la pobre desgraciada de María y seguro que
también cosió a puñaladas a la comedianta! —me pió Isabela.
—¿Sois pues Ignacio Fabrique? ¿Qué hacéis aquí?
—No soy un asesino. Haré lo que tenga que hacer, pero no soy un
asesino —repitió tozudamente.
—Y bien claro está que no lo es —dijo una nueva voz. Una voz que
reconocí.
—¿Cienfuentes? —exclamé con incredulidad.
Y en efecto era él. El muy hideforros sonreía de oreja a oreja, aun-
que por mucho que me enseñase melosamente los clamos ya no me
engañaba, que harto lo conocía y sabía yo que no era mueca amiga,
sino amenaza de fiera. Y tampoco tranquilizaba el que tuviera unas
manchas oscuras en el jubón que bien pudieran ser sangre. Ni que
saliera de una casa silenciosa en demasía. Ni que lo flanquearan dos
fulanos de aspecto patibulario. Ni que se mostrara tan seguro de sí.
—Se os saluda, compadre. Ya veis que las llavecicas que me disteis
en pago a la información, allá en el estaribel, funcionaron, que bien
vivo que estoy, y no medio muerto envenenado por el azogue. Por
desgracia, la vida es un lienzo y parece que voacé y yo ejercemos de
mocos, que nos tropezamos una y otra vez. Y eso no puede ser bueno
para gentes cuya vida es terminar con la de otros.
—Yo no soy un asesino. Ellos sí —añadió entonces el fulano de
Ignacio. ¡Como si no me hubiera enterado yo, a estas alturas!
Miré por encima del hombro de Cienfuentes, al umbral por el que
había salido, y me temí lo peor.
—Habéis matado al niño.
No era una pregunta, aunque Cienfuentes se la tomó como tal.
—Me supongo que sí. La pareja de guardeses no quería decirnos
cuál de los cuatro mocosos era, que no paraban de repetir que no era
ninguno de ellos, que estaba escondido por alguna parte y no sabían
por dónde… Así que, como me los creí poco, pues hemos degollado
a los cuatro, que en estas cosas, es mejor hacer de Herodes.

182
Oi un jadeo del curilla. Me supongo que se santiguó. No me giré a
mirar, que apartar los ojos de Cienfuentes podía ser muerte segura a
estas alturas del negocio. Que sus dos sicarios se seguían moviendo
despacio, atentos a su señal.
—¿Cómo supisteis dónde lo escondían? —le pregunté, tanto para
ganar tiempo y pensar algo como por curiosidad.
—¡Voacé mismo nos enseñó el camino, señor jaque! El tipo este no
tiene cuajo para matar niños, aunque según parece con los adultos no
gasta de tales complejos, si lo pillan en caliente. Sea como fuere, usa
la cabeza para pensar, además de para llevar el sombrero. Vigilaba a
vuestra prójima y vio que cogíais galera a Sevilla, así que se adelantó
y tuvo tiempo de levantar banderín de enganche y reclutarnos. Luego,
cuando enfilasteis para Dos Hermanas fue cosa de seguiros a distancia,
sin que os dierais cuenta, que en verdad esa hembra os tiene anublado,
pues en Flandes erais más atento con lo que os rodeaba. Luego, ya en
poblado, cuando os metisteis en la antana, fue plan de tomar un par de
vinos en una bayuca cercana y llevar la conversación a los hijos secretos
de los curas, los mostrados y los escondidos… ¡que nada gusta más a
las mozas de taberna que hablar de los pecados de otros, sobre todo de
los que presumen de falsa moralina! Así que por un par de monedillas
de propina le manoseamos un poco el culo y supimos que aquí es, y no
en otro sitio, donde le cuidan a ese sacrismocho a un niño. Y como tene-
mos más callo en las posaderas que voacé, que va de lindico desde que
se ha emborrachado con el olor del coño de vuestra prójima, pues nos
adelantamos con buenas caballerías para saludar a la pareja de guarde-
ses, mientras me hacíais despacito el caminito en calesa. Que nos habéis
cogido tonteando con ella y fileteándolo a él, pues una mujer siempre es
una mujer aunque sea fea, y un hombre siempre tiene un escondrijo con
dineros por si llegan tiempos malos. Les acabamos de rebanar la gargan-
ta al oíros llegar, que habéis sido inoportuno y poco cortés de no toma-
ros algo más tiempo, que nada os hubiera costado, así que supongo que
nos resarciréis. ¿Haréis el favor de ir tirando vuestra espada, compadre?
Por toda respuesta alcé el acero afirmando mi guardia. Cienfuen-
tes ensanchó más la sonrisa y continuó.
—Os conozco, compadre. Tenéis corazón. Y eso es un lujo que los
matachines no nos podemos permitir. No tengo por qué ir a por voa-
cé a cobraros las costas. No cuando lleváis compaña indefensa, y no-
sotros gastamos menos escrúpulos.

183
Se adelantó uno de los rufos, el acero en la mano, enfilando hacia
Teófilo. Me moví y me puse ante él. Siguió hablando Cienfuentes.
—No podéis proteger a dos a la vez, pues no sois Nuestro Señor,
que puede estar en todas partes a la vez.
Y el otro fulano se acercó entonces a donde Isabela. Tenía razón mi
viejo compañero de escuadra. Tal y como se habían abierto los dos,
no podía pararlos a la vez. Eso, sin contar con el peligro añadido de
Cienfuentes, que sabiéndose con cartas buenas en la mano, me aña-
dió:
—No tendríais que tener corazón, compadre. Es un músculo que
os puede hacer matar si el acero llega a él. Es mejor cambiarlo por
una piedra, o por un trozo de plomo.
Entonces oí un estampido. Isabela había sacado su turquía y le ha-
bía descerrajado un disparo en las tripas, a boca de jarro, al que venía
a por ella. El fulano que estaba enfrentándome se giró un momento,
sorprendido, y yo aproveché que estaba bambarria por la distracción
para lanzarle una estocada a fondo entre los pechos. Se me movió
con más rapidez de la que esperaba, que aun tuvo la suerte o la ha-
bilidad de desviarme hacia arriba el golpe, con tan mala fortuna que
la punta de la ropera, que iba a su corazón, lo que hizo fue entrarle
por la garganta. Retiré el acero y avancé hacia Cienfuentes, mientras
el rufo caía de rodillas ahogándose en su propia sangre.
Se le había borrado la sonrisa a mi viejo compañero, que desnu-
dando su propio acero (una vieja ropera de pitones), exclamó:
—¡Vaya mujer brava que me gastáis! ¿Qué hace portando boca de
fuego?
—Bizarrías que me gasta, que nunca me sale de casa sin ella.
A mi espalda, la susodicha soltó una serie de blasfemias que hu-
bieran hecho santiguarse a un arriero de Sierra Morena. El maldito
fulano de Ignacio se había asustado por el disparo, o era en verdad
más listo de lo que parecía. La cosa es que había aprovechado la con-
fusión para irse a los caballos, subirse a uno y ahora se largaba pi-
cando espuelas. Y mi querida Isabela no podía regalarle otro disparo
porque aún no había tenido tiempo de recargar.
Cienfuentes volvió a sonreír poniendo otra vez su cara de niño
bueno. La costumbre, supongo.
—Pues me creo que hemos acabado, voacé y yo. Aquel con quien
tenéis la querencia os acaba de enseñar la herradura. Propondría que

184
os fuerais por un lado, que yo me iré en dirección contraria a ver si
no nos volvemos a encontrar.
Negué despacio con la cabeza.
—Queda el asunto de los guardeses… y el de los niños.
Puso cara de fastidio.
—Ya, eso… No me lo vais a dejar pasar, ¿verdad?
—Va a ser que no.
—Lo que yo os decía… Demasiado corazón, que os nubla el buen
juicio.
Y me atacó.
Y lo paré, claro, que me esperaba treta semejante.
Nos intercambiamos estocadas y tajos en silencio, que algo de ra-
zón tenía al decir que ambos éramos del oficio de acabar con la vida
del prójimo. Y, como buenos artesanos de la muerte, nos gustaba
trabajar en silencio, para ahorrar alientos y fuerzas. Como buen pe-
digüeño de los caminos, Cienfuentes gustaba de llevar una espada
pesada, para hacer mayor carnicería al sajar y rajar. Mi acero era un
poco más ligero, y por lo tanto más rápido. Y, modestia aparte, yo
también me movía un poco más rápido que él.
Y en negocios de muerte, señor mío, un poco, a veces, es suficiente
para marcar la diferencia.
Así que cuando le entré con una estocada a fondo y me la esquivó
dando un paso de lado avancé poniéndome en paralelo a él, y en vez
de girarme para encararle le lancé una puntada lateral a su pobre
rodilla, que crujió como una rama vieja y le falló, precipitándolo a
tierra. Pisé su espada caída para que no la recogiera, y la punta de mi
espada se fue a un lateral de su cuello, a la zona desprotegida enci-
ma de la clavícula, donde si entra un acero de arriba abajo llega sin
trabas al corazón. Me miró con ojos de perro degollado sin perder su
maldita sonrisa:
—Hacedlo. Acabemos de una vez.
Yo negué. Muy despacio.
—No. Pasareis por la afrenta de volver al estaribel bien aherrojado,
por la humillación de un juicio y por la infamia de que os ejecuten
despacito en plaza pública. Y nadie os ayudará, ni os dará otra cosa
que no sean afrentas, golpes e insultos, pues un asesino de niños no
se merece otra cosa.
Y se le borró la sonrisa, por fin.

185
Reconciliaciones, supersticiones
y rompimientos

No quiso levantar el campo el cura sin antes rezar por las pobres al-
mas de los que se quedaban de cuerpo presente, pues malcontando
eran ocho, que he visto yo camposantos menos poblados. Y menos
mal que estábamos en tierra civilizada y era de recibo avisar a las
autoridades y que ellos se hicieran cargo, pues ya me veía yo dándo-
le a la pala para cavar las ocho fosas, que los curas no trabajan y las
mujeres, en estas cosas, como que menos.
Y, con todo, su ocurrencia fue buena, que así le dimos tiempo a un
pilluelo que se había escondido en el más apestoso rincón de la casa a
asomar su mocosa nariz. Vestía jubón demasiado grande, calzones de-
masiado remendados, y su único calzado era la mugre que cubría sus
pies. Con todo, tenía en los ojos el brillo del superviviente. Había visto
muchos niños así en la guerra. Críos a los que es buena cosa dar un pe-
dazo de pan si te sobra, mientras vigilas tus cosas y te cubres la espalda,
que igual son capaces de escamotearte la ropa mientras la llevas puesta
o darte una hurgonada mientras duermes para mejor dejarte desnudo
como el padre Adán, si andan muy desesperados o te guardan rencor.
Hijos del hambre y la necesidad, que esta, o te mata, o te aviva el ingenio.
—¿Qué husmeas por aquí, zagal? —le dijo Isabela, que no gastaba
de amabilidades o no estaba de humor para ellas.
—Aquí vivo —contestó él, con un hilo de voz—. Soy criado de la
casa, y digo bien, pues aquí vivo desde que recuerdo.
Se me hizo la lucecita en la sesera.
—¿Cómo te llamas, mozo?
—Gonzalo, mi señor…
—¿Y los apellidos?
Se encogió, contestó con el tono de una lección bien aprendida.
—Los hijos de puta no tenemos apellidos, señor.
—¡Pero, pero…! ¡Será malnacido! —exclamó el sacrismocho, que
al fin lo entendía todo—. ¡Yo le pagaba puntualmente cada mes y él
me juraba que lo trataba como a uno de sus hijos! ¡Ojalá se pudra en
el Infierno y el Cornudo lo enrabe!
—No blasfeméis, monseñor —intercedió Isabela—. Que a veces el
Diablo se pone juguetón, y así ha sido el caso. Si el guardés hubiera
sido hombre honrado y no hubiera criado a este zagal con las sobras

186
de sus hijos, no hubiera cumplido con lo que le encomendasteis, pues
en verdad que le ha salvado la vida.
Y así fue cómo encontramos al heredero perdido de don Jimeno
de Montealbán, que mucho nos agradeció el negocio con palabras
(que se las lleva el viento), promesas de amistad (que se olvidan) y
una bolsa bien repleta de buenos ducados, que esos fueron los que le
agradecí más. Doña Concha se llevó su parte del mérito por arreglar
el encuentro, el cura fue tenido por un santo por su parroquia por
mantener el secreto tantos años y se ganó un poquito del Cielo, y al
chaval se pusieron a cebarle tanto y con tanto mimo que sus piojos
no se hubieran podido creer su buena suerte… Si no los hubieran
eliminado todos de sendos lavados y restregones.
Todos contentos… Pero mi Isabela aún tenía una duda:
—Y el tal don Cosme, ¿no creéis que se lo ha tomado demasiado bien?
—¿Cómo queríais que se lo tomara? En todo este asunto él no ha
tenido ni arte ni parte, al menos que se sepa o se pueda probar. Sus
manos bien limpias que andan, y las sospechas de que él sugirió a Ig-
nacio Fabrique que mejor le convendría a su hacienda que el niño no
apareciese… Pues eso, son habladurías y nada más, que nadie hará
testimonio, ni de palabra, ni por escrito.
—Ya, y ha sido muy oportuno que don Ignacio se ahorcara, que
no me sé de ningún muerto que preste testimonio ante un juez. Y si
alguien se extraña de que volviera al mayorazgo de los Montealbán
para ultimarse allí, pues nadie dice nada, no sea que también «lo sui-
ciden». ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Pues volver a la Villa y Corte, evidentemente.
—¡No me seáis bambarria! ¿Qué vamos a hacer con don Cosme?
¡Sabéis tan bien como yo que acabará matando al niño! ¡No tiene que
ser ni hoy ni mañana, ni este mes ni este año, pero tan cierto como
que hay un único Dios en el Cielo que más temprano que tarde el za-
gal tendrá un accidente, o enfermará, o será envenenado, o qué sé yo!
—¿Y qué queréis que haga? ¿Qué me haga ama de cría del zagal?
¿O que ultime al tal don Cosme? ¡Pues señora, no tengo tetas para
hacer lo primero, ni me han pagado para hacer lo segundo!
—Pero, pero… si no hacemos nada, el zagal morirá.
Casi parecía a punto de llorar. La miré fijamente un momento, ha-
blé despacio, para que me oyera bien:
—Todos lo hacemos, señora. Y mirad, no es mi problema.

187
Y oí a su corazón romperse ahí mismo. Y el cariño que por mí pu-
diera sentir se esfumó como por ensalmo. Y sabiéndolo cerré la boca,
y no dije más.
No dije, y me costó hacerlo, que ya había hecho algo. Había tenido
una charla en privado con el tal don Cosme, que había sido oficial
en Flandes, aunque no habíamos coincidido jamás. Que no todos los
soldados del Rey se conocen, ni por la cara, ni por la fama. Pero tu-
vimos nuestra plática de soldados veteranos, y en ella le expliqué, y
lo entendió perfectamente, que era hombre avisado, lo supersticio-
so que podía yo llegar a ser. Y que responsabilizaría al mismo don
Cosme de cualquier accidente que pudiera tener el zagal a partir de
ahora, así que si moría, aunque fuera de la más natural de las muer-
tes, más le valía poner tierras y quizá un par de mares por en medio
de su persona y la mía, pues iría a matarlo. Y no lo haría de frente,
sino desde un callejón oscuro, a traición y sin darle oportunidad de
defenderse, ni de que lo defendieran.
Y don Cosme podía ser un hombre ambicioso y sin demasiados
escrúpulos, en especial hacia críos que no conocía, pero tonto no era,
y me entendió perfectamente.
Así que nada le dije a Isabela, y dejé que todo lo que pudo haber
entre nosotros quedara herido de muerte en aquel mismo instante.
Pues Cienfuentes tenía razón. Tener gente que me importara, sentir
amor por alguien como Isabela, y he dicho amor y no simples de-
seos de copular… es un lujo que los de mi oficio no podemos per-
mitirnos. Su compañía me había embobado tanto que no me había
fijado que nos seguían, y no estar avisón había parido seis muertos.
Una familia entera.
Y es que, señor mío, para los oficiales de la muerte como yo, cualquier
relación es un lazo que nos ata. Y todos los lazos son lazos de sangre.

188
Vendimia en el estaribel (6)

Que Jerónimo Zanahoria era un bravo bravonel, nadie lo discutía.


Pero tampoco nadie cabal ponía en duda que quería vivir. No es que
tuviera miedo, entiéndame voacé. Es que no es lo mismo reírse de
la descarnada cuando nos viene por la facha, en lucha más o menos
limpia en callejuela anónima, que cuando viene de la mano del Trin-
chante de Gargueros en plaza pública. Me lo encontré así pues muy
comedido el gesto, despidiendo a su prójima, Fernanda la Sevillana
(que así se llamaba pese a ser de Antequera de nacimiento), que era
una tusona de medio manto (y medio pelo, también) sobre la que el
Zanahoria ejercía de rufián.
—Buena moza tenéis aquí, maese. ¿Quién la va a heredar? —le
solté con la mejor de mis sonrisas y toda la descortesía del mundo,
como si le escupiera a la cara.
Y funcionó, claro. Que se me puso rojo de ira primero, y blanco
como el papel después. Que una cosa es saber a ciencia cierta que
pocas son las misas que te quedan, y otra que te lo digan así, por
delante y en voz alta. Abrió finalmente la boca para soltarme alguna
merecida lindeza, y antes de que le saliese el parlo, le repliqué:
—Pero esto no tiene por qué acabar así: podríais quedaros con
vuestra prójima y vuestra vida, y burlar la descarnada y la Justicia. Y
bien fácil que es. Solo tendríais que hacerme caso.
Cerró la boca, entrecerró la boca con desconfianza y masticó un
«explicaos…».
Y se lo expliqué, claro.
Se me horrorizó cuando entré en detalles. Tampoco me esperaba
menos. Era bocado difícil de tragar para un hidalgo (bueno, para al-
guien que pasara por serlo).
—¡Me pondrán de mote «la Andorra» si hago lo que me decís!
—Pero os lo pondrán de vivo, y no de muerto. Y por detrás y en su-
surros, que por delante y en voz alta podréis defenderos, de palabra
o de obra. A huercé le toca, decidir si prefiere irse con la honra intacta
al hoyo o con un mote al bollo.
Y como no lo era, de hijo de alguien, finalmente se acomodó a ello. Y
se quedó, además, que el negocio se haría al día siguiente, en caliente,

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no fuera que al hideforros del escribano le entraran prisas de última
hora y, con fecha de ejecución, las medidas de seguridad aumentaran.
Pero claro, por muy rápido que se quieran hacer las cosas para que
no se entere el hombre, Dios seguro que se entera. Y el Diablo nunca
le anda demasiado a la zaga… Y así fue que cuando se acercaba la
hora de que Zanahoria hiciera su jugada, reparé en que el menguado
del cuevachuelista me evitaba. Forcé el encuentro y me apartó la mi-
rada, con gesto culpable.
—¿Pero qué me has hecho, desgraciado? —le escupí en la cara
cuando finalmente lo arrinconé en un aparte.
—¡Oh, mi señor! ¡Tenedme piedad! ¡Que nunca supe ni mentir ni
disimular, que el Diablo no me enseñó!
—Ya puedes decirlo, que no sabes… ¡Suéltalo de una vez! ¿Qué
has hecho?
No me contestó… ni hizo falta.
—¡Serás ahembrado! ¡Has soplado el negocio de Zanahoria!
Tuvo la decencia de sonrojarse de vergüenza, me contestó sin atre-
verse a mirarme a los ojos:
—Me prometieron que, si les avisaba de una fuga, me darían aco-
modo como ayudante del escribano de la cárcel.
—¡Desgraciado! ¡Ni Roma pagaba traidores, ni los bastoneros
cumplen su palabra! ¡Arderás en el Infierno por esto, pero antes te
darán un anticipo del quemadero de Belcebú aquí, en tierra! Si ya te
tenían desprecio por haber lloriqueado por cuatro golpes y un par de
hurtos, ¿qué no te harán por haber delatado a uno de los suyos?
—¡Pero voacé no me descubrirá!
—Ni falta que me va a hacer. Que los propios bastoneros ya le bis-
bisearán a tus compañeros de tranco sobre tus hechos, no te apures
por ello.
Y ahí que lo dejé, bien lloroso y desesperado. Y me tragué la
mueca lobuna que pugnaba por torcer mis labios. Que bien me
había salido la jugada, y aquí este jaque había demostrado saber
acerca de la naturaleza humana, que al mismo Cornudo le hubiera
podido yo dar clases. Pues cuando hice que el pobre cuevachue-
lista nos sirviera el vino, al Zanahoria y a mí, ya sabía que si oía lo
que no debía nos delataría, que hay perros que de tan apaleados
no saben agradecer una caricia, y desconocen la fidelidad, pues les
puede el miedo.

190
Llegó la hora de que Zanahoria hiciera su intentona. Fernanda ha-
bía ido a visitarle como cada día, pero esta vez con dos vestidos, uno
encima del otro. Con muchas risas por la parte del plan que era ver-
gonzosa para su compadre de tranco el Morcillo le pasó una cuchilla,
con la que se rapó las barbas. Y vestido de mujer gorda y fea, el rostro
bien embozado con el manto, las piernas peludas cubiertas con fal-
das y relleno de trapos para hacerle un busto generoso, el valentón
Jerónimo Zanahoria trató de pasar por delante de los bastoneros y
alcanzar la libertad.
Y los bastoneros, avisados que estaban por el soplo del canario,
trataron de impedírselo…
Y los compadres de Zanahoria, que se había traído Fernanda por
si se torcían las tornas y aguardaban al otro lado de la calle, fueron a
echarle una manita…
Y los bravoneles y los carlancas se apuntaron a la fiesta armando
bullicio para distraer a alguno de los bastoneros, que por cada uno
que atraparan, dos manos menos que tratarían de apresar a su com-
padre…
Y aquello fue la torre de Babel, Sodoma y Gomorra, Jericó perdien-
do sus murallas y las plagas de Egipto, todo en uno…
Y nadie se fijó en este hijo de mi madre, que tranquilamente me
colé en la Sala de los Linajes…

191
Soldado viejo

Dramatis personae
(por orden alfabético)
Cleofás Leandro Pérez: Cuevachuelista de pocos hígados.
Damián, Serafín y Matías: Soldados reclutados.
Germanillo: Alguacil de escasa estatura con mal humor, que
termina riéndose a costa de aquel que viene a tocarle lo que no
suena.
Ignacio (don): El Viejo.
Isabela Vergara: Capitana enfufurruñada.
Jaquetón: Protagonista y narrador con problemas de mala con-
ciencia.
Juanillo: Chiquillo pícaro con un brazo muerto y dos ojos bien
vivos.
Mariano (don): Gallego y fullero que sonríe demasiado, más
conocido con el mal mote de «Rentoy».
Soplillo: Correveidile chismoso en busca de respuestas, y que se
lleva un buen susto.
Tomás Rodaja Vidriera (don): Licenciado galeno que ha visto
demasiadas muertes.
Tomasa: Tusona ya demasiado ajada para su oficio, que sobrevi-
ve entre fulleros y que sabe demasiado para su bien.
Valentín de Abarrategui: Cura castrense que no está para tonte-
rías.
Zambullo Santamaría (don): Casero apodado con el mal mote
de «Cojuelo»
Y además:
Curillas ambiciosos, herejes que no saben hacerse entender, vete-
ranos asaltados, intrigas cortesanas, barateros, tahúres y fu-
lleros, espadachines de honra escasa, enfermos desesperados,
sicarios sin escrúpulos, niños asustados y el Diablo, que se tira
un pedo.

193
Un entierro de caballero
Recuerdo que pensé que, si no hubiera sido por su mala suerte, el
Viejo no hubiera tenido suerte en absoluto. ¡Cómo se debía haber
reído Belcebú! ¡Sobrevivir a mil y una batallas en Flandes para morir
en la Villa a manos de unos ladronzuelos que buscaban las pocas
monedas que podía contener su bolsa!
La iglesia de San Salvador era fría y húmeda, como corresponde
a templo de su época, que se había levantado cuando en esta tierra
aún se luchaba con los moros. Y yo estaba en ella porque resultó
que, entre tanta nobleza fingida, la del Viejo era verdadera, y venía
de antiguo, y mi camarada de armas conservaba de sus ancestros
una vieja tumba familiar en el claustro. Así que sus amigos pudimos
darle un entierro decente y cristiano, pese a que el curilla se nos plan-
tó juzgando poca la propinilla que le ofrecíamos, diciéndonos muy
bravío que alzar la losa de la tumba requería unos gastos y no pocos
trabajos, y luego había que pasar salhumerio para evitar los miasmas
pútridos que se expanderían… Y con más razones siguió el sacris-
mocho, hasta que fray Valentín se lo llevó aparte y le dijo, así como
en secreto de confesión, que como que era nacido en Bilbao que le
iba a meter un cirio pascual por donde la espalda cambia de nombre,
tan adentro que ya no se merecería el nombre de «cerradero», pues
le iba a quedar más abierto que el de un bujarrón pagano de esos de
los harenes del sultán de Turquía. Y así dejó de bramar el curilla,
aunque con rencor nos dijo que no podía decirnos la misa, que tenía
otros compromisos. Y como compromisos tenía le enviamos a que
los hiciera bien lejos y le echamos de su propio templo, que fray Va-
lentín era capaz, si no más que él, de recitar la misa por el descanso
del alma de nuestro amigo, tanto más cuando, siendo soldado viejo,
apreciaría este mejor los rudos latines de un cura castrense antes que
los ahembrados ripios de un curilla boquirrubio.
—Perceptio Corporis tui, Domine Jesu Christe, quod ego indignus sumere
praesumo, non mihi proveniat in judicium et condemnationem…
… Graznaba fray Valentín, de cara a Dios y de espaldas a los asis-
tentes, como mandan los cánones y la ciudad de Roma. Tampoco es
que fuéramos tantos. De los camaradas de Flandes, solo estábamos el
que oficiaba y un seguro servidor. Seguro que se había encontrado a
la mayoría, allá donde hubiera ido, fuera al Cielo o al Infierno. De los
amigos nuevos… Bueno, el Viejo nunca tuvo maña en esto de hacer

194
amiguismos. Había solo tres más: un fulano delgado como un San An-
tonio con pinta de cuevachuelista de pocas peleas y otro más ancho
que alto con aspecto de tener demasiadas… y con ganas de alguna
más. Y una mujer. Con demasiados ungüentos en la cara y demasiada
cera de abeja en los labios para ser mujer decente, por mucho que se
arropara con manto entero en lugar de con medio. Cantaba a la legua
que, o era comedianta, o era una buscona, que en este siglo nuestro
vienen a ser la misma cosa, como voacé ya sabe. ¡Pardiez, si hasta com-
parten santa patrona, que no es otra que la María Magdalena!
No me sorprendió demasiado que, acabada la misa, el par se me
acercaran mientras que ella se alejaba discretamente. No me sorpren-
dió, pero mentiría si dijera que no me fastidió. Me hubiera gustado
tener unas palabras con la fulana, y no con los dos menganos…
—¿Me equivoco si digo que servisteis con don Ignacio en la mili-
cia? —me entró el más ancho. Al principio no supe de quién hablaba.
Luego recordé que al Viejo lo había bautizado así un cura, antes que
echara mote en Flandes.
Flandes…

Cuchilladas encamisadas
Se les llena mucho la gola, a los sacrismochos, cuando hablan de las
llamas del Infierno. No sé yo. Solo he estado en un Infierno, aquí, en
la tierra, y no tenía llamas. Más bien todo lo contrario. Es fría como la
hendidura de una monja roesantos. Y se llama Flandes.
Sé que voacé ha visto mundo, pero también sé que no ha estado
allí. A ningún buen cristiano se le ha perdido nada en esa tierra, don-
de todo es al revés que en la nuestra. El sol no calienta, pues siempre
hay nubes que van soltando sobre los hombres su fría meada. Los
que allí habitan tienen la piel blanca, los ojos claros, el pelo como des-
colorido. Será de tanta agua, que debe desteñirlos, que bien dicen los
físicos que tanta mojadura a fuerza ha de ser malo. Por ello se les han
aguado las entendederas, que todos son herejes desde que asoman la
cabeza del vientre de sus madres, y su afán no es otro que el de ateso-
rar riquezas, como los asesinos de Cristo, los enjuínos. Y, como ellos,
consideran que el mejor y más noble es el más avaro y más miserable
de entre ellos, que desconocen nuestras tradiciones de honra, honor
e hidalguía, por no saber o no querer entenderlas.

195
¿Y la tierra en la que viven? Llana como la palma de mi mano, sin
una triste montaña que hunda sus raíces en la tierra y altere la mono-
tonía del paisaje. Y he dicho «tierra» siendo generoso, que ahí, lo que
en verdad hay, es barro. Que de tanta agua que tienen, si hacen un
pozo medianamente hondo, sale el líquido y todo lo anega, y han de
estar siempre con diques para prevenir inundaciones, que barrunto
yo para mí que son gentes tan pecadoras que el bueno de Dios trata
de ahogarlos con un diluvio en pequeñito, solo para ellos, y es gra-
cias al ingenio y la perfidia del Diablo (que ayuda a los suyos) que se
mantienen con vida.
La cosa es que serví al Rey allí. Y nunca olvidaré cuando despaché
por la posta a mi primer hereje. Fue el día que conocí al Viejo.
Estábamos a varios días de viaje al este de Ostende. O eso creo
yo. Nunca me aclaré mucho, con esto de los mapas. La cosa era que
nuestro ejército tenía que atacar al día siguiente, y las posiciones de
los herejes eran muy sólidas, y alguno había entre ellos que sabía del
arte de guerrear, que nunca vi, en mis años de milicia, artillería mejor
posicionada para filetearnos en cuando nos acercáramos de frente.
Pero claro, como nuestro maestre de campo no era un bambarria
que se chupara el dedo, no pensaba enviar a sus tercios de castellanos
viejos a una muerte segura.
Que no era cosa de no tener cuajo, no señor, era cosa de saber usarlo.
Así que, de anochecida, cincuenta de nosotros montamos una en-
camisada para ir a visitar a los herejes, reunirlos con el Creador y, ya
puestos y porque nos caían de paso, volar los polvorines. Que, sin
pólvora, los cañones para poco sirven. Aquí, en tierra de herejes, y
en todas partes.
Voacé ya sabe lo que es una encamisada. Pero se lo voy a decir
clarito y en llano: es un grupo de fulanos desesperados que, sin ar-
madura y con escasas armas (para no hacer ruido) se cuelan tras las
líneas enemigas. Y para reconocerse y no estorbarse, van con la cami-
sa blanca… y están dispuestos a despachar por la posta, sin que les
tiemble el pulso dos veces, a todo aquel que se les ponga delante y
no vaya de tal jaez. Aunque mucho proteste que es el Papa de Roma
o un grande de España.
Yo era soldado bisoño, un joven recién llegado en busca de una
gloria y una fortuna inciertas, huyendo de la pobreza y el hambre
más que ciertas que me esperaban si me quedaba en casa, como hizo

196
mi hermano. Y con la impaciencia propia de mis pocos años pedí ir
voluntario, y aun más ir en primera línea.
Y claro, como la estupidez insensata se valora en esos ambientes,
fue un deseo que me fue concedido.
Así que ahí estaba yo, de barro hasta los cojones (en un sentido
absolutamente literal). Nuestro cometido era silenciar a los primeros
centinelas para que no dieran la voz de alarma, y que luego nuestros
hermanos entraran en el campamento a orquestar la matanza. Y me
iba arrastrando sobre el barro, acercándome poco a poco a mi obje-
tivo cuando el fulano en cuestión, no sé yo que si por tener buena
vista, o buen oído, o porque me tiré un pedo y me olió, mira hacia
donde estoy yo y me dice:
—¿Bribón?
… Que no es que me sintiera insultado, es que me dolió que me
descubriera tan pronto. Así que me alcé de una arrebolada y me arro-
jé sobre él como un espíritu vengador surgido del barro. El tipo tenía
redaños, todo hay que decirlo, que con un hilillo de voz y los ojos
muy desorbitados me desafió diciéndome:
—¡No hay! ¡No hay!
¿… Qué no tenía yo arrestos de matarle? ¡Qué equivocado estaba!
Lo tumbé al suelo de un golpe, y hundiéndole la cara en el maldito
barro para que no chillara, le clavé no menos de media docena de
veces la daga en el cuerpo.
Los nuestros pasaron, se hizo degollina, se volaron los polvori-
nes… Al día siguiente el ejército pasó y nos pudimos atizar a gusto,
así frente a frente, viéndonos el blanco de los ojos, como nos gusta
pelear a los que marchamos bajo la cruz de San Andrés.
Y el capitán que nos mandaba, y que participó como uno más en la
encamisada, me alabó con muy gratas palabras diciendo que grande
había sido mi valor y mi fiereza despachando por la posta a aquel
maldito hereje.
Yo no entendía nada, pues creí que había hecho lo único que se
podía hacer. Y así se lo expliqué a un soldado veterano, que, como
voacé ya se imaginará, era el bueno del Viejo.
Que se rió mucho cuando acabé mi relato, y aún entre hipidos de
risa, me explicó:
—¡El pobre mentecato no te llamó bribón, sino que dijo wie woont,
que en su parla quiere decir «quién vive»! Que oyó, o creyó oír algo,

197
pero si te hubieras estado quieto lo hubiera achacado a sus miedos.
Y luego, no te desafiaba al decirte vromheid; ¡no quiere decir «no
hay», sino «piedad»!
Enrojecí tanto que un poco más y me sale la colorada a chorros por
las orejas. Y él lanzó otra risotada y añadió:
—¡Pero lo hiciste bien, zagal! ¡No ensuciaste los calzones y demos-
trarte tener cuajo! Y no vacilar, en este negocio del matar… Que, a fin
de cuentas, por eso nos pagan.
Luego pidió y obtuvo que me asignaran a la escuadra de la que era
cabo. Con él hice toda la guerra.
Posiblemente, gracias a él salvé mil veces la vida.

Una muerte en la tarde


La extraña pareja respondía a los nombres de Cleofás Leandro Pérez
(el alto) y don Zambullo Santamarína (el ancho), este último más co-
nocido por el mal nombre de «el Cojuelo» por la cuchillada que, en
sus años mozos, le perjudicó los tendones de la pierna derecha deján-
dole con andares rencos. Su relación era sencilla: el tal Cojuelo poseía
una casona con demasiadas habitaciones vacías, así que se dedicaba
a llenarlas alquilándolas a gentes de paso por la Villa o a familias en-
teras que necesitaran un techo bajo el que cobijarse. Ese no había sido
el caso de Cleofás, que al ejercer como cuevachuelista del Alcázar,
tenía derecho a que el Estado le proporcionara vivienda, y según la
Ley de la Regalía de Aposento, así se había hecho… obligando a don
Zambullo a que, a modo de impuesto, lo alojase gratis.
El que sí pagaba era el Viejo, que era en casa del Cojuelo donde
tenía habitación. Y por tal motivo, y por tener confidencias que ha-
cerme, en esa casa me citaron. Y a ella acudí acompañado del bueno
de fray Valentín, que versando el negocio sobre nuestro compañero
de Flandes, mal que lo iba a dejar, de lado.
Pero claro, el hombre propone y el Diablo, pues dispone. Nos cerró
el paso el chismoso de Soplillo, que rondaba la iglesia, husmeando
como solía.
—¡Señor Jaque! —me entró sin preámbulos—. ¿Por ventura habéis
estado en el funeral? ¿Erais amigo del difunto?
—Sí, sí, y si no os apartáis os fileteo aquí y ahora, que teniendo luto
en el alma, lo que no tengo para voacé es paciencia.

198
—¡Solo será un momento! ¿Qué relación tienen las cuatro muertes?
—¿De qué cuatro muertes nos hablas, paniaguado? —saltó fray
Valentín, que tampoco estaba con demasiada paciencia.
—¡Vuestro amigo es el cuarto soldado veterano que ha sido asal-
tado en la Villa en lo que va de semana! Ni se matan moscas a caño-
nazos, ni huele a otra cosa que no sea muerte cuando huercé ronda
cerca, señor Jaquetón. Mis lectores querrán saber…
—Los que leen tus avisos, Soplillo, solo saben lo que les escribes,
que aquí y ahora solo estamos tú y yo, que el cura no cuenta, pues los
curas siempre están con Dios. ¡Y como que el Altísimo está en el Cielo
que como no me enseñes la herradura aquí y ahora van a estar tiem-
po sin leerte, a no ser que te metas la pluma por el burejo del culo,
pues te voy a quebrar, uno a uno, todos los dedos. ¡De las dos manos!
Y viendo que no estaba para bromas, se nos fue el chismoso. Pero
me quedé yo con su copla.
Don Cleofás y don Zambullo nos esperaban junto a una tercera
persona, que se presentó como el Licenciado don Tomás Rodaja Vi-
driera, físico de la Villa y vecino de la parroquia.
—No se me ofendan vuesas mercedes —les entré yo—, pero ¿en
qué negocios andamos que necesitamos los servicios de un galeno?
El hombre, todo él respetabilidad, gravedad y barbas blancas, me
contestó muy digno:
—Yo fui el que examinó el cuerpo, y lo declaré cadáver.
—¡Y yo fui el que lo encontró! —saltó el tal Cleofás, que reclamaba
su parte de protagonismo en la historia.
Historia que cada vez me interesaba más, así que con gesto de
apremio lo animé a continuar.
—Verá, voacé —empezó el cuevachuelista—. Me retiraba yo a mi
aposento, ya pasada la atardecida, en esa hora del Diablo en que es
demasiado tarde para que las buenas gentes anden por la calle, pero
demasiado pronto para que las gentes de mal vivir salgan de sus
madrigueras. Por ello la calle estaba desierta, y nadie estaba conmigo
cuando me encontré con nuestro pobre vecino.
—Contadlo todo sin dejaros nada —le interrumpió el Cojuelo.
—No quisiera yo hacer falso testimonio —dudó el cuevachuelista.
—Mejor que nos lo digáis todo, que nosotros somos gentes aveza-
das que sabemos distinguir el grano de la paja —medió fray Valentín,
interesado como yo en la historia.

199
—Pues no es del todo cierto que la calle anduviese desierta, que un
par de calles antes me tropecé con grupo de hombres embozados en-
trada la noche, que grande fue el susto que me llevé, que ya me ven
voacés, que servidor es gallo de poca pelea y me parecieron gentes
bravas. Y luego, al encontrarme con el difunto, pues uno malpiensa,
aunque ninguna prueba tengo que fueran ellos los que lo ultimasen.
—Señor mío, en este tipo de negocios de muerte las coincidencias
escasean más de lo que uno piensa —le contesté yo—. Que si es blan-
co y sale de la teta de la vaca, al igual como que es leche. ¿Recordáis
si tenían esos fulanos algo por lo que pudierais distinguirlos?
—Eran todo embozo de capa, chambergo calado hasta las cejas y
ojos fieros. Y armas punteando de las capas, clarostá. Ahora que lo
decís, al pasar ante mí el que en cabeza iba me fijé en una especie de
sol dorado que adornaba la cazoleta de su espada, que reflejó la luz
de un candil que iluminaba una imagen esquinera.
—Bueno, poco es, pero es mejor que nada. ¿Y decís que luego os
encontrasteis con el cuerpo?
—Así es, en un charco de su propia sangre. Aún vivía, que creo yo
que me reconoció, pero con la agonía había perdido ya el habla, y si
algo quiso decirme, no acertó a hacerlo. Y como quiso Dios que lo ul-
timaran casi a la puerta de este buen físico, a su puerta llamé a voces.
—Aunque poco pude hacer —intervino el citado—, que más hu-
biera valido que le voceasen a un sacerdote. Que estaba ya más en el
otro mundo que en este y lo único que hice fue dejar que muriera en
mis brazos.
—Y estando tan a la vera, ¿no oísteis ruido de pelea?
Se sonrió con mueca triste el galeno, demostrando ser persona en-
tendida.
—Ya me veo por dónde vais… Y no, todo el negocio fue tan silen-
cioso que ni los perros ladraron. Y os diré más, si alguna duda os
queda: llevo muchos años ejerciendo mi oficio aquí, en la Villa. Y los
muertos en una pelea, limpia o sucia, tienen muchas heridas leves,
alguna grave y, normalmente, una sola mortal. Y el cuerpo de vuestro
pobre amigo tenía una sola. Por la espalda y bien dada, a la altura
de los riñones, que es mortal de necesidad y provoca tal dolor que la
víctima ni se queja.
Se hizo silencio, mientras mi sesera masticaba lo que me habían dicho.
—Hacedme la merced de enseñarme su habitación.

200
Los secretos de un
hombre sin secretos

Era, sin duda, la cámara del Viejo. Apestaba a milicia, o al menos a


la milicia tal y como él la entendía: una silla, un camastro, un arcón,
una mesa. Recordé que el Viejo me decía, muy a menudo, que no eres
propietario más que de aquello que puedes llevar contigo una jorna-
da entera. Así que las posesiones, pues eso, sobran… Y las pocas que
hay, han de estar a mano, y ordenadas, con la ropa pulcramente ple-
gada. ¡Nada de camisas arrugadas tiradas aquí y allá entre botellas
de vino a medio vaciar (como es, lamentablemente, mi caso)! En el
fondo del arcón, su cartucho de cobre, con sus referencias de solda-
do, sus cartas de recomendación, su impecable hoja de servicios… y
una hoja de más.
La puse encima de la mesa, para alisarla. Una lista de nombres.
Que no me decían nada. No eran gente de fama, ni entre la carda, ni
en la Villa.
—¿Alguno de voacés reconoce alguno de estos nombres?
Ni Cojuelo, ni Cleofás, ni el físico, ni fray Valentín me supieron
dar razón. Pero todos estaban deseosos de ayudarme. El primero me
dijo que preguntaría en el barrio, el segundo, que lo haría en las losas
de Palacio. El tercero se ofreció a correr la voz entre sus pacientes.
El último, que consultaría los censos de bautizos, parroquia por pa-
rroquia, que es la manera más cabal de averiguar quién es quién si
tienes tiempo para ello.
Me fijé entonces en otra cosa: había restos sobre la mesa, un poco
de polvo negro, el brillo de una gota de aceite… Me llevé el dedo a
los labios, noté el regusto de la pólvora.
—Aquí se ha limpiado y cebado una boca de fuego… ¡y con mu-
cho mimo!
—Don Ignacio tenía una, cierto es —admitió don Zambullo—.
Así como una ropera de la que jamás se desprendía y una daga de
guardamano. Y se lo llevó todo consigo la última vez que salió por
esa puerta.
—No me sabía yo que el Viejo ejercía de valentón.
—Y no lo hacía —me replicó con firmeza el Cojuelo—. Su familia
tenía tierras en la villa de Leganés y un administrador del marqués
que señorea el mayorazgo le pasaba puntualmente una renta.

201
Una vez le pregunté si acaso era él un Guzmán, pero se me sonrió
sin decir nada.
No me interesaban los lazos familiares del Viejo con la nobleza, que
él ya la tenía de alma, si no de nacimiento, y así fue que le interrumpí:
—¡Señor mío, que nadie se coloca todo este armamento encima
para irse a tomar unos vinos! ¿A qué se dedicaba este hombre?
—Si le conocíais, bien sabéis que era de natural discreto, así que
poco sabemos de sus idas y venidas. Os puedo decir, eso sí, que vi-
vía en la calle cuando el tiempo lo permitía, pues era poco amigo de
guarecerse bajo un techo: su rutina diaria era levantarse temprano,
desayunar frugalmente, beber vino en alguna taberna, escuchar más
que hablar en los mentideros, llevarse a la boca algún que otro guiso
en un mesón o en un bodegón de puntapié. No le conocía yo vicios,
ni de mujeres ni de juego, aunque sin duda algo de ello habría, para
distraer el ocio, más que otra cosa. Que no era un santo, como que
vive Dios. Al fin y al cabo, ningún soldado lo es.
No, el Viejo no era un santo. Pero nadie asesina a nadie de manera
gratuita, salvo que esté poseído por el Diablo, y aun así no pondría
yo la mano en el fuego de que el Cornudo no tenga sus propias ra-
zones. Así que me puse a buscar por qué me lo habían matado, a mi
camarada. Y por cuenta propia, que no ajena. No es que me pudiera
el sentimentalismo, no era eso, señor, no era eso… Es que hay gentes
que te forjan el carácter, y que sin ellas no hubieras sido lo que eres,
y el Viejo era una de ellas.

Un asunto de honor
Habíamos vuelto de Flandes, y, salvo Nuño, que se dejó allí la salud
y parte de la pierna, el resto solo arrastrábamos pesadillas y cicatri-
ces. Al principio todo era nuevo, y era un puro goce el respirar un
aire tibio, que no oliera a pólvora ni a humo de incendios; llevar ropa
limpia y seca, no repleta de chinches y mugre; pisar tierra firme, no
un barrizal apestoso de orines y mierda; beber vino con tranquilidad
en una taberna, y no esa bebida que parece y sabe a meados y que
llaman «cerveza». En suma: sentirse vivo en España, y no en trance
de muerte allí, en tierra de herejes.
Luego… Luego todo se nos empezó a hacer raro: pasear por una
calleja oscura y silenciosa y descubrir que nuestra mano se aferraba

202
a la ropera y nuestros ojos horadaban las sombras buscando cela-
das. O tomar un trago de espaldas a una puerta y darte cuenta de
que estás encogido y receloso, esperando la puñalada a traición, que
siempre acabábamos con la corcova contra la pared. Y lo peor, claro,
eran aquellos que mucho iban de bravos pero que tenían la espada
oxidada de no sacarla de la vaina y nos requerían para preguntarnos
que cómo era aquello de Flandes con una mirada de ansiedad babo-
sa que te entraban ganas de borrarles la media sonrisa a golpes. Por
ello, en aquellos tiempos, los veteranos gustábamos de frecuentar la
compañía de otros como nosotros. No para recordar lo que hicimos,
sino para poder estar en silencio. En ese silencio cómplice de los que
saben, en el que las palabras son algo que sobra.
Por ello tanto Lope como yo acudimos cuando el Viejo nos llamó,
sin pedirle razones. Él, en cambio, estaba dispuesto a dárnoslas:
—Se trata de un asunto de honor, un trámite, apenas una tontería
si la honra no fuera cosa tan seria —nos dijo retorciéndose el bigo-
te—. Que andaba yo con prisa por la Cava Baja y se me echó encima
un hidalgo con tantas prisas como yo pero peores modos, que me
chocó con el hombro y quiso sacarme de en medio de un segundo
empellón murmurando además groserías. Suerte que iba acompa-
ñado y sus amigos mediaron, que si no, ahí mismo que sacamos los
aceros y ultimamos el negocio, ¡y que el Diablo se lleve la normativa
que prohíbe los duelos en la Villa! Así que hemos quedado hoy a las
once de la noche en la huerta de Juan Fernández a resolver con los
aceros el negocio.
—¿Por un empujón os vais a arriesgar a que os agujereen la piel?
—se extrañó Lope.
—Perded cuidado. Estas cosas, de tan poco serias que son, dan
risa. La cosa se arreglará con un arañazo, y luego, tan amigos. Que
no hay otra pendencia que el orgullo herido y el no haber murmu-
rado una disculpa para salirse de paso. Pero como las cosas hay que
hacerlas bien, mejor ir con testimonios, y esos sois vosotros. Además,
a ver si así este aprende algo, que últimamente lo veo en demasiada
mala compañía.
El «este» era yo, claro, que frecuentaba barrios y gentes poco reco-
mendables, al menos según la opinión de mi camarada. Que no esta-
ba a gusto yo con mujer honrada, sino con tusona que supiera lo que
valía lo que tenía entre las piernas. Ni tampoco, mire voacé qué cosa,

203
entre hombre que no tuviera el cinto bien aherrado, que me parecía
raro, como si tuviera tres piernas en lugar de las dos que Dios le dio.
La cosa es que los tres nos fuimos a la dicha huerta, y aun llegamos
pronto, como casi una hora o así, pues era manía del Viejo venirse
siempre a los sitios con tiempo de sobra, que antes preferiría que le
clausurasen el cerradero con plomo hirviendo que el que lo espera-
sen por su tardanza, fuera mucha o poca.
Quizá eso nos salvó la vida, que al poco nos llegaron cinco fulanos
que nos miraron con bastante sorpresa.
—¡Corpo de Mahoma, que veníamos a por un único majagranzas y
nos encontramos con maraña! —nos soltó uno.
El que parecía llevar la voz cantante compuso gesto y nos dijo con
falsa cortesía:
—¿Por un casual alguno de voacés será el señor soldado que tiene
un asunto que resolver con la escuela de Pacheco?
Se atusó nerviosamente el Viejo el bigote. El cariz que tomaba el
negocio no le estaba gustando nada.
—No sé yo nada de escuelas. Tengo una discusión pendiente con
un hidalgo al que, por cierto, no veo aquí.
Enseñó los clamos con sonrisa ancha su interlocutor, añadiendo:
—Ni lo veis, ni lo veréis, mi querido Miles Gloriosus. Que habéis
importunado a un ayudante de don Luis Pacheco, el célebre maestro
de esgrima, profesor del mismísimo Rey. Y como a soldadesca oléis,
sin duda debéis ser seguidores de nuestra escuela enemiga, la de ese
bujarrón de Carranza que ojalá reviente. Bien se ve que los tres pre-
tendíais hacerle caer en una celada y que el dado os ha salido fusta.
—¿Pero qué estupideces decís? —se indignó el Viejo—. ¡Ni hela-
das, ni celadas, aquí el único que no se ha presentado es el menguado
de vuestro amigo, que bien que se ve que es de los que mucho hablan
en público pero se ensucian los calzones en privado, que debe estar
encerrado en alguna letrina vaciándose las precordias!
—Eso dice voacé, pero claro, con el chirlo con el que de aquí vais a sa-
lir pocos os van a creer… ¡Así que mejor tiráis vuestras armas y os dejáis
hacer, y aún podréis decir que os enfrentasteis a la escuela de Pacheco y
vivisteis por su misericordia, que si desenvaináis los aceros no habréis
de salir vivos de este lugar! ¡Que nosotros somos cinco de los mejores
alumnos del mejor maestro de esgrima de la Villa, y vosotros tres muer-
tos de hambre que solo sabéis matar a niños de herejes allá, en Flandes!

204
Lope se giró y me dedicó una sonrisa:
—Cinco contra tres. ¿Qué os parece, compadre?
—Me parece, amigo mío, que tocamos a dos por cabeza, y le deja-
mos al Viejo al que más habla, que nuestro cabo ya está mayor, y los
achaques le pueden.
—¿Que me pueden? —rugió el Viejo—. ¡Yo tomaré tres, a ver si
ultimáis a los vuestros antes de que me los acabe!
Y se sacaron los aceros, y aquello fue Troya.
Todo hay que decirlo, los lindicos esos, esgrimidores de salón, no
se esperaban que los de la milicia tomáramos la iniciativa. Se queda-
ron con la boca abierta como los bambarrias que eran, esperando que
el maestre de sala les diera la señal para sacar los aceros, o qué sé yo,
puede que se esperaran que nos ensuciáramos las calzas al citar a su
renombrado maestro que, por mí, podía meterse a puto en un berrea-
dero napolitano. La cosa es que pude arrancarme la capa y arrojárse-
la a la cabeza al que tenía más cerca antes que este acercara la mano
a la espada. Aproveché para dar un paso lateral y amagarle un tajo
a la cara a otro, que retrocedió a trompicones temeroso de quedar
marcado. Volví al primero, y viendo que aún tenía sus trabajos con
mi manto, le hundí el acero en las tripas, no fuera que se destrabara
y se convirtiera en un problema para mí. Me giré al otro, que había
compuesto una posturita de esgrima de libro de texto. Le hice una
finta con la ropera que respondió como mandan los cánones, y tras
un par de tanteos le hundí la espada en el muslo, pues me fijé que
solo se defendía el pecho. No sé yo si es que en la sala de armas don-
de entrenaba estaba prohibido dar estocadas a las piernas, o es que
estaba así de anublado. Lo cierto es que me dirigió una mirada casi
de reproche, mientras se agarraba la pierna y se derrumbaba.
Me giré para ayudar a mis compañeros y vi que todo había aca-
bado, que nos había durado el negocio menos que un padrenuestro.
Uno de los fulanos estaba hecho un ovillo en el suelo, otro había ti-
rado espada, capa y sombrero para mejor correr y nos enseñaba la
herradura, y el que tanto y tan bravo había hablado minutos antes
estaba de rodillas, los ojos cerrados y llorosos, la espada rota ante sí,
con dos sangrantes «Dios os guarde», uno por mejilla.
Y claro, nos largamos a todo correr, que la ronda es lenta, ciega y
sorda, pero al final, más tarde que pronto, siempre acaba por llegar.
Rematamos la faena en una bayuca que desafiaba prohibiciones y

205
edictos manteniéndose abierta toda la noche, y ante jarras de vino
malo nos reímos a carcajadas, Lope y yo. El Viejo, en cambio, callaba.
Miraba entristecido el fondo de su jarro, como esperando que el vino
le diera respuestas.
Habló entonces Lope:
—¡Vive Dios que es más peligrosa la retaguardia amiga que el
campo de batalla enemigo! Yo me reengancho mañana mismo a las
órdenes de algún capitán de fama, que en la guerra, por lo menos,
las cosas están más claras, el amigo es amigo y el enemigo es el que
tienes delante, no con el que convives. ¿Os vendréis? —añadió mi-
rándome—. ¡Buena pareja haríamos allí, vos y yo!
Negué despacio con la cabeza, bebí otro sorbo de vino antes de
responderle:
—Cuando se retrasó la última paga me juré que si sobrevivía nun-
ca más volvería a servir al Rey. Que ya es casualidad que se retrasen
en pagarnos justo antes de las grandes batallas, que huele en demasía
a que retienen los dineros a ver si morimos en el encuentro y así se
ahorran de pagarnos lo que nos deben. No, señores, no pienso servir
más a otro amo que no sea yo mismo.
—¡No luchamos por la paga, sino por la gloria! —contestó el Viejo,
con indignación.
—¡Señor mío, decídselo al pobre Nuño o a todos los que se nos
quedaron bajo tierra allí en Flandes! ¿Hemos de jugarnos el pellejo
por lindicos nobles petrimetres como los que acabamos de filetear?
¿O por una fe representada por una Iglesia que mira con lupa nues-
tros orígenes a ver si encuentra una pizca de judío o moro para poder
llevarnos al quemadero o negarnos las honras que merecemos? No,
mi cabo, lo cierto es que a nadie importamos, los soldados. ¡Nos usan
y nos desechan luego, como una manzana tras haberle dado un par
de mordiscos! Por mi fe que no voy a acatar más a esta ralea. Antes
que estar bajo su ley, bajo esa ley que usan a su conveniencia, que les
arropa cuando les conviene e ignoran cuando les molesta, ¡vive Dios
que prefiero estar fuera de ella! En esta Villa de menguados, donde
todo son palabras y apariencia, hay gente que no tiene arrestos para
hacer lo que debe o quiere, pero sí que tiene dinero para que otros lo
hagan. Como luchar hoy en vuestra pendencia, señor cabo, que era
vuestra, y no mía. Lo que hoy por vos he hecho gratis, mañana por
otros cobraré. ¡Y cobraré bien caro!

206
—¿Pretendéis acaso vivir de vuestra espada, para que os llamen…?
El Viejo no pudo acabar la frase. Yo lo hice por él.
—Como un vulgar jaque. Si eso he de ser, que ese sea mi nombre.
Y a mucha honra.
—¡Honra es lo que no tendréis!
Di un puñetazo en la mesa, grité antes de irme:
—¡De la honra no se come!

Buscando razones
Tenía dos caminos por los que moverme en busca de respuestas: uno
era seguirle los pasos al Viejo en sus últimos días, averiguar qué ha-
bía comido por la boca y qué había soltado por el culo, con quién
habló y dónde. El otro era buscar la razón en el conjunto, y no en la
persona sola: había dicho Soplillo que no había sido el Viejo el único
soldado veterano en ser agredido en la Villa, que había por lo menos
tres más…
Y claro, como cuatro ojos ven más que dos, y dos mantecas piensan
mejor que una, y además, porque aún no me ha enseñado el buen
Dios a estar en dos sitios a la vez, hube de procurarme ayudante que
husmeara por un lado mientras yo lo hacía por otro.
Encontré a Juanillo en la portada de la iglesia de Santa María de la
Almudena, poniendo debajo de la nariz de las beatuchas que salían
de la misa de la tarde un brazo podrido para incitarles a la misericor-
dia a través de los ascos…
—¡Hay que ver cómo te ha hinchado el brazo la podredumbre, Jua-
nillo, que tú no tienes más de una docena escasa de años y el brazo
este parece que sea el de un hombre de treinta o cuarenta más!
Me miró con ojos avisados, y juzgando que ya le había sacado bas-
tante a la clientela de la antana, se guardó la asquerosidad aquella en
su zurrón, dejando a la vista el brazo que había tenido toda la jorna-
da oculto bajo la zamarra. Se lo masajeó, pues debía llevarlo dolorido
tras postura tan forzada, y mientras yo añadí:
—Eso me recuerda que dicen que ha desaparecido el cuerpo de un
ahorcado, un bandido que estaba a modo de ejemplo colgado en un
cruce de caminos… Como la Santa te pille trajinando con cadáveres
hediondos quizá te libres de las ansias por tu edad, pero del quema-
dero, va a ser que no.

207
—¡Mal me conoce voacé! —me protestó con energía—. ¡Que con
mis pocos años, aun me quedan escrúpulos, y eso de descuartizar
muertos no me va. Pero conozco gente con menos reparos que este
pobrico, que te alquilan pedazos de muerto para mejor lástima dar.
Claro que, si tiene voacé a bien darme trabajo más limpio, sepa que
de buen seguro lo aceptaré. Que tampoco es tanta la ganancia, des-
contado lo que me cuesta el arriendo de esta mojama.
Así que puse a ese lebrel en antecedentes y lo envié a que husmea-
ra las andanzas del Viejo, mientras yo me ocupaba de lo demás.
Y en verdad que eso le dolió a más de uno: me hice el encontradizo
con sutileza y acosé de groseros modos, fui discreto con unos y ame-
nacé con romperles los huesos a otros, pedí favores y exigí que otros,
que me debían, me fueran devueltos…
Y este rosario de preguntas y respuestas acabó llevándome ante
Germanillo, mi alguacil favorito. Andaba oreándose por la plaza Ma-
yor cuando finalmente di con él, y me vio demasiado tarde para esca-
bullírseme. Eso sí, me puso el ceño bien fruncido, avizorándose que
venía yo cargadito de preguntas (como así era) y sin que le placiera lo
de dar respuestas.
—Buenas tardes —le entré yo, con cortesía.
—Que lo eran hasta que voacé llegó —me gruñó él—. Decidme
qué os place, que ni huercé ni yo gastamos cortesías entre nosotros si
no es por alguna pendencia. Y que yo sepa, de un tiempo a esta parte
no tenemos ninguna.
—Picajoso os veo, y en ello veo la culpa de vuestra mala concien-
cia. Ha habido en escaso tiempo cuatro ataques a soldados veteranos
en la Villa, ¿y la corchetería qué hace?
Me miró de fijo y respondió de una manera más sincera de lo que
me esperaba:
—Nada.
Y antes de que me recuperara de mi sorpresa, prosiguió:
—La corchetería nada hace porque los asuntos de los que me ha-
bláis están todos aclarados. Que los que representamos la Justicia del
Rey no andamos de brazos cruzados, como hacen otros…
—¿Acaso os he de decir los nombres de los agredidos para refres-
caros la memoria?
—Hacedlo si gustáis, y os demostraré que está de lo más fresca.
Le fui enumerando con los dedos a medida que le recitaba la lección:

208
—Ricardo Guerrero y del Oso, apaleado en la calle a plena luz del día…
—… por los criados del marido de la mujer a la que rondaba —me
replicó con voz cansina—. Que voacé sabe, y mejor que nadie, a lo
que se arriesgan los que tratan de adornar con cuernos la frente de
los que no son menguados.
No me dejé amilanar y proseguí:
—José Montaña, que lo ha herido de gravedad un desconocido con
el que se ha batido sin razón…
Se me rió en la cara el guro.
—Alguna razón habrá, pero claro, como los duelos están prohibi-
dos pese a que todo el mundo los practique, tampoco es cosa de irlas
pregonando por ahí. ¡Id y preguntadle, a ver si os responde!
Con algo menos de seguridad continué:
—También está Benito Bastos de Viveiro, que desapareció sin dejar
rastro. Los últimos que lo vieron dicen que se estaba tomando unos
vinos en la taberna de Lepre. Pero al día siguiente apareció flotando
en el Manzanares un cadáver que bien podría ser el suyo.
—El suyo y el de mil borrachuzos más, que desgraciadamente el
cuerpo que decís tenía la cara desfigurada a golpes. ¡Lo que me reiré
de voacé y de ese metomentodo de Francisco de Prados, por mal
nombre llamado «Soplillo», cuando se nos salga del agujero donde
debe de estar durmiendo la zorra con la madre de todas las resacas!
—Y finalmente tenemos a don Ignacio, «el Viejo», acuchillado casi
a la puerta de su casa.
—Sí, cuando salía de un garito donde había ganado abundante-
mente.
Hube de hacer esfuerzos para no mudar el gesto. Esa verdad (o esa
mentira) no la sabía.
—Gracias, señor alguacil —le dije con mucha cortesía—. Me ha-
béis sido de gran ayuda.
—¿Para disipar vuestras fantasías?
—No, para aclararme mis verdades. Que sois hombre ocupado, y
ni habéis consultado notas ni tan siquiera habéis vacilado. Eso quiere
decir que tenéis los asuntos frescos en la cabeza, entre los mil que a
diario hay. Y si os ronda por las mantecas, quiere decir que alguien
le ha echado tierra al negocio y os ha dado prisa para cerrarlo y que
nadie lo olisquee, no sea que huelan el podrido.
Esbozó una sonrisa que era de todo menos amistosa.

209
—Si tal fuera, señor jaque, mal habéis hecho viniéndome a con-
tar vuestras cuitas y sospechas, que si tierra por encima he de echar,
también puedo hacerlo sobre vuestra tumba.
—Buscadme, y me encontrareis —le dije yo con fiereza.
—Si me ordenan hacerlo, no dudéis que lo haré —me contestó a su
vez, devolviéndome fiereza por fiereza, hasta tal punto que temí que
me mordiera.

El madracho de juegos
—Lo que os han dicho es cierto, señor jaque —me confirmó Juanillo
más tarde—. Vuestro amigo frecuentaba de un tiempo a esta parte
una casa de juegos, y la noche que lo ultimaron salió de allí.
—¿Cómo se llama el centro del pecado?
—La Mesa Gallega, y el garitero es uno al que todos llaman Rentoy.
Torcí el gesto, que entre fulleros andábamos. Pues ha de saber voa-
cé que, en el lenguaje propio de los que tienen el vicio del juego,
se llama mesa gallega a una ronda en la que uno gana a todos los
demás, y rentoy es nombre de juego de cartas, como voacé sin duda
ya sabrá. Solo quedaba, pues, ir a jugarse los cuartos… y si era nece-
sario, la vida.
El madracho en cuestión estaba situado en un viejo caserón seño-
rial muy venido a menos, junto a la barriada del Barquillo (que tiene
fama de que allí viven las muchachas más hermosas de la Villa, pero
bueno, es información que no viene al caso). Abrían sus puertas de
atardecida, cuando las gentes honradas van pensando ya en acabar
la jornada diaria y los que viven del sudor ajeno sienten menguar ya,
en las mantecas, los estragos de la zorra de la noche anterior. Mendi-
gos bien avisados rondaban la puerta cual si la de una iglesia se trata-
ra para pedir limosna tanto al jugador que entraba (y que, temeroso
de la mala suerte que le podía caer si era tacaño, seguro que la daba)
como al que salía con ganancias (que la daba, y aun con mayor mo-
tivo). A los que salían sin dineros, no les daban ni las buenas noches,
que ya portaban en sus caras la desgracia propia y no les iban a hacer
mella, las ajenas.
Como es cabal, además de pagarle la entrada al garito, hube de de-
jar mis armas al portero de la entrada, junto con el chapeo y la capa.
El pretexto era para estar más cómodo sin el embarazo del acero. Eso,

210
claro, no engañaba a nadie: la realidad era que en un lugar donde el
juego excita tanto los ánimos era natural como que un hombre yazga
con una mujer que hubiera reyertas, y no es lo mismo un golpe de
mano desnuda que con una filosa, voacé ya lo entenderá.
La parroquia del negocio era la habitual en estos sitios: los ju-
gadores que vienen a probar suerte con los dados o las cartas por
distracción, por vicio o por desesperación, para salir de una ruina
que se les avecina y que, las más de las veces, se torna cierta cuan-
do pierden; y los fulleros, jugadores profesionales que viven de los
primeros y que, a la que se descuiden, les harán la flor, es decir, les
harán trampas para ganarles los dineros con holgura. Y luego están
los que no juegan, que hay dos o tres por jugador, sea de ventaja u
honrado: están los cómplices de los fulleros, para empezar, los «án-
geles de la guarda» que se dedican a proteger a su compadre si se
le descubren las trampas o a hacer desaparecer las cartas marcadas
o dados cargados para que no se le pueda probar acusación alguna,
por muy cierta que sea. De la misma ralea son los llamados «engan-
chadores», que animan a los incautos a que se sienten a la mesa don-
de está el fullero, que los ha de desplumar como si de pollos de corral
se tratasen. También están los «apuntadores», más conocidos con el
mal mote de «guiñones», que tratan de colocarse detrás del jugador
para verle la jugada y con guiños y señas secretas decirle al fullero si
tiene buena o mala mano.
Otro grupo de gentes hay que no juega, pero que sin embargo paga
gustosamente la entrada de los garitos de juego, y aun viven de ello…
Y antes de que se me pregunte huerced cómo se puede ganar dinero en
un madracho sin jugar, déjeme que se lo explique: para empezar están
los pícaros y gente de la carda, que si se encuentran a algún fullero
conocido en la sala le alargan la mano para que les dé una propinilla a
cambio de que no lo denuncien al encargado. Una costumbre de la que
nadie ha de hacerse mala sangre, pues es ya tradición. A la zaga les si-
guen los llamados «entretenidos», que son como sirvientes del garito,
pero que van completamente por su cuenta haciendo servicios a los
clientes a cambio de pequeñas propinas; estos llegan a primera hora y
ocupan los mejores sitios en las mesas para cedérselos a los jugadores
a cambio de la primera propina, luego se dedican a servirles para que
no tengan que moverse de las mesas, esto es, llevarles vino para beber,
algo para comer si la partida se alarga, a veces hasta un orinal si la

211
racha de suerte les entra por la facha y no es cosa de dejar que se enfríe.
Y finalmente están los que nada hacen y aún así cobran, pues es cos-
tumbre que el que gana una baza reparta la suerte con los mirones que
tiene alrededor. Es propinilla escasa, apenas uno o dos reales, y por tal
llamada «barato», pero al fin y al cabo, se gana a cambio de nada, y de
uno en uno se puede llegar a ciento. A estos que a la zaga del barato
están se les llama, con razón, «barateros».
Juzgará pues como corresponde la ralea de las gentes con las que me
mezclé en el madracho, que pese a que era relativamente temprano,
ya estaba más que animado. Tenía el local tres mesas grandes en sala
principal, quizá lo que antaño fuera el salón de la mansión, burdamen-
te agrandado tirando aquí y allá un par de paredes. Otras tres habita-
ciones más discretas permitían jugar con algo más de tranquilidad,
ya que el bullicio era terrible. El jugador (al menos el jugador de ma-
dracho, que dicen que el de las casas de conversación es más discreto)
gusta de reír, gritar, blasfemar y jurar según el lance le sea propicio o
no. Se jugaba a juegos de sangría, es decir, de los que pierdes (o ganas)
poco de una vez, los que están permitidos por la ley. Y las cartas eran
buenas, de las españolas, no catalanas ni francesas, que también hay
multa si te cogen en la Villa jugando con baraja no autorizada.
Todo parecía muy legal, normal y cabal, quizá demasiado. Y me
fijé en puerta discreta al fondo, guardada por un fulano malencara-
do. A él me dirigí y, tras avizorarme de arriba abajo, me hizo pagar
nuevamente entrada para acceder a esta segunda sala.
Y en ella, clarostá, se jugaba a juegos de estocada, de los prohibi-
dos, pues de una mala jugada puede uno perder la herencia entera. O
una buena parte della, por lo menos. En una mesa jugaban a la carte-
ta; en el otro, a la cargada. Más allá, a la dobladilla. Los jugadores pa-
recían gentes de calidad, con dineros que gastar encima de la mesa.
Y digo jugadores usando apropiadamente el género, pues hombres
eran. En tales ambientes las mujeres no juegan. Como mucho, son
talismanes de buena suerte, y para tales cosas ya están las putas, que
son mujeres, pero de otro modo.
Y entre las putas que por ahí rondaban, haciendo las picardías que
antes describí o simplemente poniendo sus encantos a disposición de
quien quisiera disfrutarlos, me encontré a un rostro conocido.
La abundancia de cremas y afeites no disimulaba que ya no era
una mozuela, pese a que la ayudaran la penumbra del local (que solo

212
estaba iluminado con velas) y la euforia del vino y el juego que po-
seía a más de uno. Pero la supe reconocer como la mujer que asistió
al entierro del Viejo. La mujer que yo tenía tantas ganas de conocer.
Así que me arrimé a ella, fingiendo estar atraído por su descomu-
nal escote, tan bajo que he visto comadronas alimentando a críos con
el pecho más tapado. Pechos grandotes, por cierto, algo caídos pero
aún gratos de ver, y no es que yo me fijara en demasía, señor, no es
eso… Es que tampoco se me ocurrió otro sitio donde mirar.
Ella me vio acercarme y la sonrisa se le congeló en el rostro. Ni ella
ni yo queríamos llamar la atención, así que tuvimos nuestras palabras
en susurros quedos y muy cerca las bocas y los oídos, como si ella hi-
ciera su trabajo y yo fuera un cliente que me olvidaba de qué trabajaba.
—Se os saluda, señora. Parece que tenemos amigos comunes, o
mejor dicho, teníamos.
—¡Dejadme! —me siseó. Y había miedo aleteando en sus ojos.
—No sin que me digáis qué hacíais en el funeral del Viejo… de don
Ignacio, quiero decir.
—¿Acaso una mujer como yo no puede tener amiguismos con un
hombre como él? —me respondió desafiante.
Calló entonces, se pegó más a mí, tanto para esconderse como bus-
cando protección. Y seguí su mirada.
Un hombre se paseaba por la sala con aires de ser el gallo del galli-
nero. Era hombre de mediana estatura, ya entrado en la cincuentena
pero con los miembros ágiles de quien ha trabajado poco en la vida,
vestido con buen jubón de color azul oscuro, caro pero no extrava-
gante. Barba jaspeada de gris, anteojos cabalgando sobre una nariz
con aspecto de nabo y una media sonrisa pintada en el rostro que
podía engañar a todos, pero no a mí. Sus ojos no sonreían, que atrin-
cherados tras los cristales vigilaban el negocio y a los fulleros que, o
trabajaban para él, o a buen seguro que le pasaban una parte de sus
beneficios. Hablaba, además, con voz untosa, que solo se da en los
ahembrados o en los gandalines de la Corte. Sentí escalofríos.
—¿Y ese quién es? —le pregunté, aunque me barruntaba yo la res-
puesta que me dio… y no anduve errado, a fe mía:
—Don Mariano. Don Mariano del Rey. El que llaman «Rentoy». El
dueño de este garito.
Alzó el rostro la fulana de tal y por fin pude verle los ojos. Y le dije,
con más de suavidad:

213
—¿Cómo os llamáis, señora?
—Ni soy señora ni doña. Llamadme Tomasa, que así me bautiza-
ron. Las hijas de puta que seguimos el negocio de nuestra madre no
gastamos de apellidos. Ni verdaderos ni fingidos.
—Quiero respuestas, «señora» Tomasa, y me da que las tenéis. Si
os sentís culpable es porque algo os reconcome. Quizá pensáis que
el Viejo murió por algo que le dijisteis… o algo que no le dijisteis.
Hablad y descargaos la conciencia.
Tragó saliva, miró de nuevo hacia el garitero, asintió rápido.
—Os daré respuestas, pero no aquí. En la casa de don Ignacio, esta
noche, cuando el garito cierre. Allí hablaremos con tranquilidad.
Y se despegó bruscamente de mí, mezclándose entre los jugadores.
Y entonces, y solo entonces, me fijé en que el hideforros de don Ma-
riano nos había estado avizorando, bien fijo y bien quedo, desde los
malditos cristales de sus gafas. Y sin que yo lo pudiera evitar se me
acercó, repitiéndose así la escena que antes yo mismo hice con la To-
masa. Y es que, señor mío, donde las dan, a veces también las toman.
—Desconozco vuestro nombre, y no recuerdo vuestro rostro —me
abordó arrastrando las eses—, así que os supongo nuevo por aquí.
—Razón tenéis, señor mío, que me han hablado muy bien de este
establecimiento, y quería verlo.
—¿Sí? ¿Y quién fue mi benefactor? Pues el garito es mío. Aquí yo
mando como si fuera el mismo rey del que gasto apellido.
—Me alegra ver que controláis tan férreamente vuestros nego-
cios. El nombre de quien me recomendó no os diría nada, del mismo
modo que el mío tampoco.
—Ni me decís vuestro nombre, ni os veo jugar. Y por vuestro jaez,
o sois soldado o valentón, o las dos cosas. Os he de pedir que aban-
donéis mi casa por las buenas, o mis hombres os harán hacerlo por
las malas. Gente como voacé solo trae problemas, y esos nunca faltan
para que encima me vengan más.
Y me dejé conducir mansamente hasta la salida, que tampoco me
convenía armar un escándalo del que nada sacaría. Y lo hice maldi-
ciendo para mis adentros, que gentes había de la carda en el antro
a los que, sin mucho esfuerzo, podría el garitero sacar mi nombre y
ocupación. Resolví pues hacer lo propio y saber más de él y sus ne-
gocios para que andáramos más parejos.

214
La traición del guro
—¿Qué me has averiguado del garito y del garitero? —le pregunté
más tarde a Juanillo, en el mesón de maese Viruelas, mientras despa-
chaba una cena tardía. Masticó deprisa lo que me había escamoteado
de mi plato, lo ayudó a bajar con un trago de mi vino y me respondió:
—El tal Rentoy es un fullero gallego que hizo sus buenos dineros
entre risas y flores y que, como buen nacido de su tierra, supo no
gastarlos sino ahorrarlos. Cuando le menguó la vista de tanto forzar-
la para descubrir las cartas marcadas untó a la autoridad para que
le dieran licencia para abrir este garito, y ya ve voacé que no le han
ido mal las cosas, precisamente. El garito es discreto, no hay líos ni
pendencias ante la puerta, y los vecinos no tienen de qué quejarse…
aparte de las quejas habituales por tener un centro del pecado en la
parroquia y todo eso.
—Es decir, que los porteros y guardas del tal Rentoy se ganan el
sueldo —dije yo, más para mí que para el zagal.
—Con mucha diligencia. Más reyertas hay en la puerta de una
iglesia que en ese garito, por lo que dicen. Y no es que no haya trasie-
go, por lo que me han dicho. Y a horas curiosas a fe mía.
Me sonreía guardándose una carta buena en la manga. Lo animé a
continuar con un gesto:
—Bien entrada la noche, cuando ya se han ido los jugadores, hay
trasiego de carruajes de calidad, en según qué noches, que no es en
todas. Puede que hagan fiestas secretas, o alguna velada especial,
pero lo cierto es que algo hay… y a puerta cerrada, que no entra
cualquiera.
—¿Qué más garlolean los vecinos?
—Bueno, una viejecita gallega me juró y perjuró por lo más sagrado
que la casa estaba encantada, que se oían a veces gemidos y lamentos
lejanos, y que algo llamado la «Santa Compañía» rondaba el lugar.
Que, por lo que me explicó, es una banda de muertos embozados, o
algo así, que no la entendí yo muy bien. Es la única explicación que me
ha dado alguien sobre lo que pasa en el garito a partir de medianoche.
Si otros han oído o visto algo, prefieren santiguarse y callarse.
Solté varias monedas, me miró sin cogerlas. Suspiré. Sin duda se
había guardado lo mejor para el final.
—¿Alguna cosa más?

215
Sonrió con boca ancha, mostrándome una dentadura sana, sin de-
sertores en sus filas.
—El tal Rentoy, don Mariano, lleva una moneda de oro pegada a la
cazoleta de su ropera. Y siempre le está sacando brillo, pues la tiene
por talismán, que dicen que es el primer ducado que de buena o mala
manera con el juego ganó.
Le solté más monedas y el plato, para que lo terminara. Se me ha-
bía quitado el hambre. Que tenía por fin bien avizorada a mi presa, y
solo me tocaba ir a cazarla.
Juzgué pues mi frustración cuando, al salir del antro, me encontré
de manos a boca con Germanillo, rodeado de un cuarteto de corche-
tes de aspecto bravo que se apresuraron a encañonarme con las cara-
binas que portaban. El hideforros del alguacil me miraba sonriente,
y muy rijoso me soltó:
—¡Me alegra veros, señor jaque! Tantas preguntas y cuestiones que
sembrasteis, aquí y allí, a ver si germinaban en respuestas han dado
finalmente su fruto, que me han encargado que os lleve con alguien
que con voacé quiere hablar.
Compuse una mueca de circunstancias, calculé cuánto tenía que
saltar para escamotear los disparos de los que me apuntaban, y dije
para ganar tiempo:
—Me apena profundamente, señor alguacil, pero ahora mismo me
cogéis ocupado. Pero si me dais las señas del que me busca, no du-
déis que luego lo encontraré.
Se acentuó aun más la sonrisa del guro:
—Me temo que es de los que no esperan. Hacedme la merced
de dejar quieta la mano y no acercarla despacito a la ropera, como
estáis haciendo. Es más, mejor dejaos desarmar, no tengamos sor-
presas luego.
—¿Y si no quiero? —respondí a lo bravo. Me contestó con no me-
nos fiereza:
—Entonces os dispararemos a las piernas y os llevaremos a rastras.
Me han dicho de llevaros vivo, no dijeron nada de llevaros entero.
Así que me resigné, aunque vive Dios que me costó hacerlo. Quizá
lo que me acabó de convencer de que era mejor agachar la cabeza
fue que un par más de ellos custodiaban al pobre Soplillo, que estaba
todo pálido y casi lloroso, de los miedos con los que cargaba. Que
una cosa es jugarse el pellejo propio, pero que por las acciones de

216
uno paguen otros ya es harina de otro costal. Así que nos pusimos en
marcha, y como antaño le hice de nuevo la pregunta a Germanillo:
—¿Al estaribel me lleváis?
Se sonrió el hideforros, sin duda recordando otras circunstancias.
—Esta vez no, mi señor jaque. Ya os he dicho que os he de entregar
a otra persona que quiere hablaros. Y escucharos, me temo.
En verdad que no nos llevaron a ninguna cárcel, sino al cerro de las
Vistillas, junto a la tapia del convento franciscano. Allí nos esperaba
un segundo grupo de hombres de armas. El fulano que los manda-
ba, un hombre de boca ancha y ojos juntos, vestido con demasiados
lazos y cintas para no ser otra cosa que un lindico palaciego, se ade-
lantó y con amplia sonrisa le dijo a Germanillo:
—Habéis hecho bien, señor alguacil. Dadme los prisioneros, que a
partir de aquí yo me encargo.
—Entenderá voacé que ante tales negocios me cuide las espaldas.
¿Me ha traído el documento que acordamos?
—Aquí está —dijo muy fatuo sacando un pliego con gesto flori-
do—. Una orden por la que me hago yo cargo de los prisioneros,
firmada de puño y letra del Alguacil Mayor de la Villa…
—No esperaba menos de vuesa merced… —masticó Germanillo
ojeando el documento—. Bien, todo está correcto. Procedan, caballeros.
Y los corchetes que me apuntaban… giraron sus armas contra los
acompañantes del lindico y abrieron fuego.

Intrigas cortesanas
Yo me quedé helado. Soplillo, que estaba a mi vera, para mí que se
hizo de vientre encima, que me llegó a las napias olor muy revelador.
Tampoco andarían muy prietas las precordias del lindico, pero por
suerte para todos abrió tanto los ojos que tanta piel empujada sin
duda le cerró el burejo del culo, salvándonos a todos de la peste de
sus miedos. Abría la boca como un pez boqueando fuera del agua,
sin que le alcanzase el resuello para formular preguntas, ni siquiera
balidos. Por suerte, Germanillo estaba avisado, y mientras se guarda-
ba con parsimonia el documento, le explicó:
—Dejad que os explique, maese… Cuando me requeristeis para
que os apiolara a este par de preguntones, tenía yo dos caminos que
seguir. Uno, obedeceros, para que me dierais unas palmaditas en la

217
cabeza, como se le hace a un perro fiel que obedece a su amo. Otras,
servir a mi verdadero amo, que no es otro que el Rey, al que, por
cierto, le habéis hecho traición…
—¡No sabéis lo que habéis hecho! ¡Mis amos son poderosos!
—Por muy poderosos que sean, señor mío, los vivos solo pueden
ayudar a los vivos, y vuesa merced, como que ya está muerto. Que es-
tos que nos rodean no son corchetes, sino correos reales, compañeros
de los que mandasteis asesinar. Os van a llevar a sitio bien discreto,
y por mi fe que os van a exprimir como una naranja valenciana antes
de dejaros morir de verdad. A voacé le toca, que el trance del infierno
en tierra por el que está a punto de pasar le sea largo, o corto…
Y se lo llevaron entre gritos y lloros, y se giró Germanillo mirándo-
nos, al Soplillo y a mí. Y claro, fui yo el que rompió el silencio:
—¿Y nosotros dos?
Contestó con tono casi de disculpa:
—Hay muchas cosas por hacer, muy poco tiempo para hacerlas y
sabéis demasiado. Lo siento, pero no os puedo dejar marchar.
Así que me instalaron en la Cárcel de la Corte, donde se alojan los
presos considerados muy peligrosos o los acusados de traición, que
según cómo pueden ser más peligrosos todavía, pues las más de las
veces a los traidores se les despacha en secreto y sin juicio, que no
conviene orear los trapos sucios de los estados. Y quien no tiene nada
que perder… suele jugárselo todo a una carta, por muy desesperado
que sea el lance.
Pasé allí tres días, y tampoco fue mal acomodo. Estaba en celda in-
dividual, amplia y limpia, con camastro no del todo incómodo, silla y
mesa, libros para leer y no mala comida que llevarme a la boca. ¡Que
no me pareció tan mal, alojarme de tal modo por cuenta del Rey! Si
no fuera por los negocios que con Rentoy y los suyos tenía pendien-
tes, y que me tenía amostazado que ni se me permitieran visitas ni
siquiera mis carceleros cruzaran palabra conmigo, hasta lo hubiera
disfrutado.
Por fin me sacaron del encierro y me llevaron ante Germanillo.
Era noche cerrada, pero estaba dando cuenta de una fuente de carne
asada bien regada con vino.
—Sentaos y acompañadme en mi desayuno… o cena, que mien-
tras voacé estaba bien alojado y descansado, yo ya no recuerdo cómo
es eso de dormir. Preguntón como sois, querréis respuestas, y antes

218
de que me hagáis preguntas que no pueda yo contestar, prefiero de-
ciros lo que sí que podéis saber.
—Vaya, se agradece vuestra cortesía —respondí yo sirviéndome
vino. La verdad es que tenía más curiosidad que hambre.
—Bien, aunque no os mováis por según qué círculos, sin duda oís-
teis en su día noticia sobre el asesinato de Juan de Tassis, el conde de
Villamediana.
—Cierto es. Lo ultimaron en la calle Mayor, a la vista de propios y
extraños, y no se encontraron culpables, pese a que en los mentide-
ros se barajaron no menos de siete motivos por los que otros tantos
pagadores querrían verle difunto. ¡Que en verdad sabía hacerse ene-
migos, el tal cortesano!
—Muy bien. Pues entonces sabréis que, al carecer de herederos
directos, hubo pleitos sobre quién se quedaba con sus posesiones… y
con su posición y cargos, que son igualmente heredables. Finalmente
ganó el proceso su primo, el conde de Oñate, Íñigo Vélez de Guevara
y Tassis.
—Todo eso está muy bien, pero no veo en qué me compete.
—Lo veréis si me escucháis y no me interrumpís. Uno de los car-
gos que heredó el de Oñate, quizá el más codiciado, fue el de Correo
Mayor. El encargado de orquestar el envío de despachos entre las di-
ferentes cortes de la Corona, ya sea en Flandes, Italia o cualquier otro
punto de las Españas. Y entre los embajadores en tierra extranjera,
claro está, siendo extranjera lo mismo que decir enemiga, en muchos
casos. Los correos son gente bregada, muchas veces antiguos solda-
dos que han dado sobrada probanza de sus recursos, ingenio y valor.
Empecé a olisquear a dónde quería llegar el guro, y tragué saliva.
—Uno de los postulantes al cargo pensó en su soberana estupidez
que, si los correos se paralizaban, el nuevo Correo Mayor caería en
desgracia al demostrarse que no sabía gestionar el cargo. Por ami-
guismos metió en su conjura al Alguacil Mayor de la Villa, que es un
cargo político que nunca ha visto de cerca a uno de los de la carda,
y nada sabe de lo que pasa en las germanías de Madrid. O quizá
fuera él mismo, el conjurador, el ocupante de tal cargo. O un parien-
te cercano. Nada os diré de claro, para que no saquéis conclusiones
y averigüéis nombres. Solo que se consiguió dinero extranjero para
financiar todo el ingenio, dinero enemigo, sin duda, no sé yo si de
Francia o de Inglaterra, de algún país al que le agradaba la idea de

219
ver al rey ciego y sordo. La cosa es que un grupo de gente pagada
empezó a ultimar a correos, y los corchetes recibimos presiones para
que se echara tierra sobre el negocio, y se resolvieran deprisa los asal-
tos y asesinatos, lo que es lo mismo que resolverlos mal. Hubo dos
ataques: contra Benito Bastos, al que asesinaron, y contra José Mon-
taña, al que con la excusa de un duelo dejaron malherido. En eso
andaban las cosas cuando el tal Prados y voacé decidieron dedicarse
a preguntar sobre todos y cada uno de los veteranos heridos en los
últimos días. Se me ordenó que os apresara y os entregara, que aun-
que dabais palos de ciego, pudiera ser que con tanto golpe acabarais
haciendo mella y descubrierais lo que no debíais. Y viendo mi opor-
tunidad la aproveché, pedí documento que en según qué manos bien
comprometedor para mi jefe el Alguacil Mayor sería y me recluté un
grupo aguerrido de correos, que buenas ganitas gastaban de descu-
brir quién los estaba ultimando.
—¿Y cómo termina todo?
—Termina como terminan las cosas en el Real Alcázar: con discre-
ción. Un noble hay que oficialmente se ha retirado a sus posesiones en
provincias, debido a su mala salud, y el cargo de Alguacil Mayor ha pa-
sado a otras manos. Pero claro, es un cargo que preside pero no manda.
El que hace y deshace en la Villa suele ser un oficial de confianza.
—Que, casualmente, ahora es voacé —le interrumpí yo.
—Cierto es —me dijo quitándose el chapeo— que os agradezco el
empujoncillo que le habéis dado a mi carrera. No soy desagradecido:
os debo un favor. Acordaos de reclamármelo antes de que se me ol-
vide mi deuda.
—¿Y los otros dos casos, nada tienen que ver?
—Nada en absoluto. La conjura implicaba solo a los correos reales.
Como os dije en su día, Ricardo Guerrero fue apaleado por unos cria-
dos, y respecto a vuestro amigo, solo sé que el tema está relacionado
con tahúres y fulleros.
—Algo más sabré yo del tema, pero eso es cosa mía —respondí
sombríamente.
Y así que nos soltaron, al pobre Soplillo y a mí, y a él lo dejé alivián-
dose sus miedos a base de vinos en una taberna mientras yo me iba a
la casa del Cojuelo a ver qué había sucedido en estos días.
—Esa mujer por la que me preguntáis no vino, ni la noche
que desaparecisteis ni ninguna otra —me respondió el tal don

220
Zambullo—. Pero, a cambio, hemos descubierto a quién corresponde
la lista que encontrasteis.
—¿Qué son? ¿Soldados? ¿Ricoshombres? ¿Cuevachuelistas impor-
tantes?
—Niños. Niños de familias villanas. Niños que han estado desa-
pareciendo en las últimas semanas. En el barrio se han desvanecido
un par, que me lo dijeron cuando pregunté. Y los nombres coincidían
con el listado. Fray Valentín encontró los otros en los registros de
bautismo, ya que sabíamos qué buscar. La mayoría son de familias
muy pobres. Nadie los echará en falta, algunos ni siquiera sus pa-
dres, pues no tenían, o era mejor que no los tuvieran, pues un borra-
cho es más una carga que una ayuda.
—¿Para qué querrá nadie una pandilla de mocosos? ¿Para vender-
los de esclavos al turco?
—¿Qué vais a hacer ahora?
—¿Qué puedo hacer, sino asaltar el maldito madracho, llevándo-
me a todo el que se me ponga por delante, para terminar de una vez
con este perverso negocio?
—Necesitareis un ejército, señor jaque.
—Tengo un ejército. De tres soldados y una capitana.

Las llamas del Infierno


No es que Isabela quisiera saber demasiado de mí ni que me tuvie-
ra en alta estima después de cómo acabamos en Sevilla. De hecho,
evitaba dirigirme la palabra. Pero lo uno es uno y lo otro, otro, y los
infantes, bien que lo sabe Dios, siempre fueron su debilidad.
Así que de noche bien cerrada los cinco andábamos al acecho. Y
nos llevamos un chasco, pues había varios coches de calidad, todos
ellos con los escudos bien tapados, aparcados por las cercanías del
madracho.
—¡Corpo de Mahoma! —exclamó Matías—. ¡En mala hora se les
ocurre hacer una fiesta! ¿Y ahora qué?
—Pues me temo que tendremos que esperar a que acaben la cele-
bración —gruñí yo, aunque maldita la gracia que me hacía, que se
me había acabado ya la paciencia.
—También puede Isabela asomarse, enseñar una teta, y cuando
salga el guardia babeando como todos suelen hacer, pues voy yo y lo

221
apiolo —sugirió Damián. Se llevó una mirada incrédula por parte de
sus hermanos y asesina por parte de su hermana, que en su inocencia
no hizo mella en él.
Así que, a falta de plan mejor, esperamos. Por fortuna, no tuvimos
que hacerlo demasiado. Aún no habría pasado una hora que empezó
a verse revuelo, y de pronto las puertas se abrieron y varias personas
embozadas con capas negras, algunas con máscaras y otras sin ella,
salieron de la casa como espantados, subiendo a los carruajes y lar-
gándose a todo correr.
—¿Pero qué está pasando? —se extrañó Isabela.
—¿Y yo qué me sé? —exclamé yo—. ¡Al igual el Diablo se ha tirado
un pedo! ¡Pero las puertas se han quedado abiertas!
Así que entramos, que en estas cosas no es plan de esperar repartan
invitación. Nos abrimos paso a codazos con los que pugnaban por
salir, y pronto entendimos el motivo: la casa estaba llena de humo.
Humo que, como es cabal, venía del sótano.
Bajamos entre toses y nos encontramos con una especie de antesala
del Infierno, y no solo por los cortinajes rojizos en los que estaban
prendiendo ahora las llamas. Había símbolos raros aquí y allá, que
bien que casaban con esto de las llamas, y una gran marmita en la
que había un líquido rojizo que, si no era sangre, era igualito a aque-
llo con lo que mi abuelo hacía morcillas en el pueblo. Y un pobre
desgraciado, el rostro lleno de bubas, buen traje de lindico debajo de
la capa o túnica negra con que se cubría, que pugnaba por meter la
cabeza dentro de esa asquerosidad y que solo se apartó cuando Isa-
bela le dio con todas sus ganas una patada en el costado.
—¡He pagado! ¡He pagado por el remedio! —chilló el muy bellaco.
Me entraron ganas de ultimarlo allí mismo.
Y casi lo hago cuando vimos las otras estancias. Alcanzamos a en-
contrar los cadáveres de los chicuelos degollados. Y a Tomasa, cosida
a puñaladas. Y me nació una ira sorda y caliente, que tenía que vomi-
tar o me abrasaría las entrañas.
Y entonces vi al tan don Mariano, el Rentoy.
Me salió de una estancia secreta por puerta bien disimulada, bien
flanqueado por dos matones de ojo avizor y acero desnudo, pero era
él el que cargaba con unas alforjas que parecían pesadas y no sus
sicarios, y barrunto yo que no sería porque quisiera que tuvieran las
manos libres para mejor menear el acero, sino porque en ellas llevaba

222
sus mal ganados dineros, y al no dejar de ser un miserable hijo de la
gran… Galicia confiaba en sus matones su vida, pero no su oro. Grité
para que se parara y eso hizo, mirándome con más fastidio que rabia
antes de lanzarme a sus matones, como quien azuza a sus perros.
Que no pensaba despeinarse por mí, ni preocuparse más por mi
persona que si fuera yo una almorrana en su culo. Una molestia, va-
mos, y poco más.
Tampoco pensaba yo preocuparme por los dos bravoneles que
querían rascarme las costillas. Que si el tal Mariano tenía dos, yo
tenía cuatro.
Matías embistió al que me venía por la derecha, que creo yo que
le quebró la mitad de la osamenta del primer topetazo. Damián paró
de una cuchillada en el costado al que me entraba por la izquierda,
que del dolor y la sorpresa trastabilló un par de pasos, lo justo para
ponerse a la vera de la espada de Serafín, que lo rajó de arriba abajo
con su pesada espada de caza.
Yo no estaba para fijarme ni en la diestra ni en la siniestra. Saqué
mi boca de fuego y apunté bien. Que era un tiro difícil y no quería
fallar.
Y le di, claro.
Pero no lo maté.
Mierda.
Seguro que fue cosa del Diablo, que a última hora me enseñó el
culo.
Le descerrajé el tiro y cayó hacia atrás, hasta aquí muy bien. Pero
gritaba como un gorrino en la matanza, y eso, los muertos como que
no lo hacen. Y yo me acerqué a terminar su miserable vida con el ace-
ro, así, cerquita, viéndole el blanco de los ojos, que es como se hacen
las cosas cuando quieres hacerlas bien.
Y entonces se hundió esa parte del techo, y las llamas crecieron
entorno a él.
Los Vergara hubieron de sacarme a rastras de ese infierno, y luego,
viendo las llamas, creo que me abracé a Isabela y lloré como un niño.
No sé bien qué sucedió. Nadie lo sabe, solo el Diablo y los muertos.
Y a esos no les gusta lo de gargolear. Apuntó Serafín, y el licenciado
Tomás Rodaja lo confirmó, que había sanadores que tenían por cosa
muy cierta que beber la sangre de niños era remedio infalible para
curar todos los males, incluidas la sífilis y la tisis, sobre todo si se

223
realizaban ciertos encanterios diabólicos. Quizá la Tomasa era la cui-
dadora de los niños, y cuando supo cuál había de ser su fin, trató de
salvarlos. Puede que fuera ella la que prendiera fuego a los tapices,
para tratar de crear una distracción, y que al sorprenderla la ultima-
ron. Puede que fuera todo un accidente, o puede, como apuntó Co-
juelo con una sonrisa que me hizo sentir escalofríos, que el Infierno
quisiera recoger su cosecha de pecadores y les fastidiara el negocio
una vez habían manchado su alma para siempre, para que murieran
pronto y de mala muerte.
Tampoco se supo qué fue de don Mariano, el Rentoy. Al parecer
había un pasadizo secreto. Se encontraron cuerpos quemados bajo
los escombros, pero sabía yo, no sé si por susurro de Dios o por risa
del Diablo, que ninguno era el suyo. Que había escapado, por mucho
que los demás, con muchas y muy buenas razones, me dijeran que
sin duda muerto y remuerto estaba. Y si no lo estuviera, por algún
extraño requiebro del destino, añadían que sin duda, al saber dema-
siado, sus antiguos valedores le darían la espalda y no habría sitio
bajo el sol donde estuviera a salvo.
Algunos dijeron luego que había sido el Viejo el encargado de ha-
cerse con los niños. Que, al igual que Isabela, se arrepintió luego,
pero demasiado tarde, y que por ello lo ultimaron. No lo creo. Y no
lo hago porque, la noche antes de que lo filetearan, fray Valentín me
buscó para decirme que el Viejo quería verme, que necesitaba mi
ayuda en un negocio que le venía grande.
Y yo, miserable de mí, le dije al sacerdote que le dijera al Viejo que
no me había encontrado.
No es que quiera creer, es que sé a ciencia cierta que mi antiguo
cabo de Flandes vivió y murió como solía. Como corresponde a un
soldado viejo.

224
Vendimia en el estaribel (7)

Como ya expliqué antes, si uno llega al estaribel y demuestra ser per-


sona de calidad, o tener valedor poderoso, o es generoso a la hora de
darle los untos al portero, no se va con la chusma, sino que es alojado
en la llamada «Sala de los Linajes», habitaciones de algún lujo con sa-
lón común para relacionarse y estar y donde el sota alcaide se cuida
muy mucho de tratarlo como su invitado, no como un preso a cuenta
de la Justicia del Rey, que las dignidades de algunos pesan más que
los hechos que han de purgar.
Me colé pues en la zona de los señorones y me encontré el salón
común casi vacío, que contaba con ello, pues a esa hora la mayoría de
los «residentes» estaban en la calle disfrutando de algo muy parecido
a la libertad, que con volver antes de las diez de la noche para dormir
en el tranco ya contaba con que estaban cumpliendo su castigo.
Había solo tres personas: un noblecillo de alta cuna que estaba en
horas bajas, a juzgar por las ropas de buena calidad pero ya gastadas
y remendadas que llevaba y que me olía yo que estaría por deudas,
y no por otra cosa. Otro que era sirviente por las ropas que llevaba y
matasiete por las maneras que me gastó al ponerse de pie y cubrir a
su amo… Y el amo en cuestión.
Don Mariano.
El Rentoy.
El gallego del demonio con el que tanto quería yo… «hablar».
—¡Mozo! —me soltó el noblecillo muerto de hambre, que además
de andar corto de dineros, lo debía de estar de vista—. ¡Tráeme una
bacinilla, que quiero mear! ¡Que este criado malnacido solo sirve a su
amo, y el muy egoísta no lo quiere compartir!
El amo egoísta en cuestión tenía la boca abierta como buen bamba-
rria, y solo acertó a balbucear un:
—¿Pe-pero qué hacéis aquí?
—Tendríais que saberlo, don Mariano. Bien que enviasteis a un
sicario portugués a que me buscara las cosquillas. El pobre murió,
pero no antes de que muy amablemente me contara que voacé fue su
pagador. Así que me enteré de que no habíais huido lejos de la Villa,
como pensaban los pocos que no os hacían muerto, sino que estabais

225
escondido aquí, donde nadie os buscaría, bien alojado con nombre
falso y cargos fingidos a cuenta de la Justicia del Rey. Y como a este
juego podemos jugar los dos, con la ayuda de un alguacil que me de-
bía un favor yo también he dado nombre fingido y a vuestra vera me
he venido. Para saludaros con la efusión que os merecéis.
Había recobrado ya la compostura el fullero, si es que tal podía
decirse, pues su estado era bien lastimoso: media cara quemada y
derretida por el fuego, un ojo blanco y la boca, por ese lado, torcida.
Me miró con el odio goteando de su único ojo, y haciendo una seña a
su criado me dijo, con su sonrisa partida asomando entre las barbas:
—Mejor habláis con mi secretario de vuestro negocio, que él sin
duda os atenderá mejor que yo.
Se me acercó el matasiete encogiéndose de hombros, casi discul-
pándose mientras sacaba una navaja cachicuerna y la abría con un
golpe seco. Me lancé contra él agarrándole con la siniestra la muñeca
de la mano armada y hundiéndole en el vientre la vizcaína que mi
muy querida Isabela me había colado debajo de sus faldas un par de
días atrás. Se apoyó el pobre matarife en mi hombro, notando cómo
le flaqueaban las piernas mientras se le escurría la vida por la herida,
y yo aun le di un par de palmaditas en la espalda, puro reflejo, para
consolarle del trance. Hasta acerté a susurrarle, antes de dejarlo caer:
—Dispense voacé, pero es mi oficio.
Cayó pues al suelo como un muñeco roto el criado de don Maria-
no, chilló como una niña el pobre noblecillo (que al fin se daba cuenta
de cómo se freían aquí los torreznos) y tuvo la decencia de saltar de
su silla y correr a encerrarse en su habitación.
Muy sensato. Al fin y al cabo, el negocio no iba con él.
Me acerqué despacio al gallego, que seguía sentado en su sillón,
mirándome horrorizado.
—Si no hubierais enviado al rufo portugués tras de mí, os habríais
salido con bien del negocio.
El odio y la rabia le hicieron hablar:
—¿Bien? ¿Marcado así? ¿A malvivir escondido mientras vivíais
sano y bien? ¡Eso jamás!
—Pues ahora acabaremos lo empezado —le susurré yo, a su vera
ya, con la daga en la mano y algo extrañado por lo tranquilo que se
andaba, mostrándole yo la Descarnada tan cerca. Tuvo la decencia
de explicarse:

226
—No creo que me hagáis nada, os conozco. Conozco a los que son
como voacé —me dijo con la más untosa de sus sonrisas de cortesano
correveidile—. No voy armado. No me puedo defender, ni quiero
hacerlo. Y por ello no me vais a hacer nada.
De la primera puñalada creo que no se enteró. Así que retuve la
mano para que bajara la mirada y viera que sí, que sangraba y que se
moría. Y cuando noté que la desesperación se le hundía en las man-
tecas, le clavé tres más, en rápida sucesión. Aún estaba vivo, que me
miraba con ojos como de reproche. Así que le susurré al oído:
—Dispénseme, pero me parece que vuesa merced me confunde
con otro.
Aún había tumulto afuera. Quizá pudiera salir de la Sala de los
Linajes sin que se fijaran en mí. Tampoco me importaba mucho. Ger-
manillo por un lado, y doña Marina por el otro, echarían tierra sobre
el asunto, y de un modo u otro en un par de días todo se habría ol-
vidado y yo estaría de nuevo por las callejas de Madrid, quizá con
Isabela cogida del brazo o quizá no, pero seguro que portaría el cinto
bien herrado con la ropera.
Que no deja de ser cabal, ya que es mi oficio vivir de a tanto la
estocada.

227
Nota del autor

La idea de este libro surgió hace unos diez años. Quería sumergirme
en el mundo de la picaresca de nuestro Siglo de Oro, hacer un reme-
do del Buscón o del Lazarillo con toques de Quijote usando un len-
guaje arcaizante que sonara a siglo xvii pero se pudiera leer en nues-
tro siglo xxi. Me rodeé de los clásicos, claro: las novelas de Quevedo
y Cervantes, los Avisos de Barrionuevo y Pellicer, el anónimo Azote
de tunos, holgazanes y vagabundos (panfletillo muy agradable de leer
y que recomiendo encarecidamente), los estudios que a finales de
los años cuarenta hizo Deleito Piñuela sobre la sociedad de los Aus-
trias… También me puse en contacto con mi buen amigo Antonio
Polo, que por aquel entonces trabajaba en la Biblioteca de Rabanales,
de la Universidad de Córdoba. Le pregunté por algún texto o aviso
de los de la época, y me prometió que lo miraría.
Pasó el tiempo, mi proyecto se convirtió en una novelilla sobre la
juventud de Cervantes y la batalla de Lepanto al que titulé La última
galera del rey (y que poco tenía que ver con mi idea original, pero en
fin, son cosas que pasan), y en estas que recibí una llamada de An-
tonio, preguntándome qué tal leía yo la escritura a mano alzada del
siglo xvii. Le contesté la verdad, que la tenía un poco oxidada, y que
me defiendo mejor con la escritura procesal. Pero claro, como diría
nuestro Jaquetón, «a veces no te escucha Dios pero sí el Diablo, y
clarostá, no te va a satisfacer en todo…».
Se trataba de una colección de cartas manuscritas (con bastante
mala letra, por cierto) que al parecer habían estado mal catalogadas.
El trato fue que les echaría un vistazo, para catalogarlas correctamen-
te, y si podía sacar de ellas algo de material inédito para una novela,
esa suerte que habría tenido. La ficha rezaba:
Autor: Anónimo
Título: Cartas y avisos sobre varios sucesos que acontecieron en la
Villa de Madrid
Sin pie de imprenta
Clasificación: FLS.3.82=60=036.28
Materia: Correspondencia epistolar, siglo xvii

229
Notas: In Folio 312 215 mm, manuscrito con escritura a mano
alzada del siglo xvii, encuadernado en cuero rojo, posiblemente
en el primer tercio del siglo xix. Faltan las primeras páginas.
Fondo de Colección Moscoso-Labraz
Biblioteca de Rabanales (Universidad de Córdoba)
Empecé a leer… y me quedé fascinado. No era una novela picares-
ca. No era tampoco una biografía de soldado. Mucho menos una re-
lación de avisos, como se había supuesto y mal catalogado (al haber-
se perdido las primeras hojas). Era la historia en primera persona de
un bravo del siglo xvii, escrita en su propia parla, en cartas dictadas
(o escritas por él mismo) a un lector desconocido. No pretendía ser
hidalgo ni caballero. No cargaba contra molinos de viento. Tampoco
iba de pícaro ni de asesino sin escrúpulos, aunque no gastara dema-
siado de estos últimos. Ni alardeaba, ni se disculpaba. El autor había
creado un género nuevo sin pretenderlo, y el relato de sus andanzas
recordaba más a un personaje de Hammett o de Chandler que a uno
de Cervantes.
¿Quién era nuestro misterioso Jaque? Antonio Polo opina que de-
bía ser persona corpulenta, ya que muchas veces en el texto recibe
el nombre de Jaquetón. También apunta que debía ser cordobés, ya
que un par de veces hace referencia a la plaza del Potro, lugar de
reunión de la mala gente cordobesa en la época. Pocos datos más
sabemos de él, salvo que fue soldado en Flandes (como muchos),
que se licenció sin honores ni fortuna pero tampoco sin heridas ni
mutilaciones (lo que no es poco) y que ejerció de espada a sueldo en
el Madrid del rey Felipe, posiblemente Felipe IV. Y nada más. Ni su
nombre, ni su fecha de nacimiento, ni su muerte, ni siquiera si esta
fue de vejez, en una cama, o de una estocada bien dada en una de
esas callejas oscuras que tanto solía frecuentar.
Posiblemente él lo hubiera preferido así, pues parece persona dis-
creta. Escribo estas líneas y me lo imagino saliendo apenas de las
sombras, sonriéndome con mueca torcida, calándose mejor el som-
brero y, con la mano bien aposentada en el acero, dirigirse con pasos
seguros de regreso al Infierno.
Que es el lugar donde van a parar, antes y ahora, los valientes que
se atreven a mirar al Diablo a la cara sin pestañear.

Barcelona, octubre de 2018

230
Glosario de habla
de germanía

A fuer: A buen seguro, a la fuerza que.


Acibarrar: Coger a alguien y/o lanzarlo, normalmente contra
una pared, puerta o ventana.
Acogerse a la antana: Acogerse a sagrado, refugiarse en una
iglesia, donde la justicia civil no tiene autoridad.
Aella: Llave.
Ahembrado: Afeminado.
Aldaba: Oreja.
Aloque: Mezcla de vinos tinto y clarete.
Andorra: Prostituta barata.
Anublado: Ciego.
Apalear sardinas: Hacer de galeote encadenado al remo.
Apiolar: Atrapar, apresar.
Arma negra: Arma de fuego (en contraposición al arma blanca,
que es la espada).
Arrimo: Bastón.
Atarazar: Comer.
Avisón: Alerta.
Avizorando: Acechando.
Badajo: Pene.
Bambarria: Atontado/a.
Barato: Propina que dan los ganadores de un juego a los mirones
cercanos, pues existe la creencia que las ganancias que no se
reparten se pierden.
Bastonero: Guardia de la cárcel.
Bayuca: Taberna de mala calidad.
Berreadero: Burdel, mancebía.
Bravonel: Matón de oficio.
Boca de fuego: Pistola.
Boca de jarro: A quemarropa.
Bocudo: Comida.
Bubas: Sífilis.
Burlador: El que hace burla a las mujeres, cortejándolas y sedu-
ciéndolas sin pensar en casarse luego.

231
Cabalgada: Fornicar.
Cabalgada a Francia: Coger la sífilis.
Calcorrear: Correr.
Canario: Chivato.
Carda: Delincuencia.
Clamos: Dientes.
Colorada: Sangre.
Comba: Tumba.
Corcova: Espalda.
Corpo de Mahoma: ¡Maldición!
Cuajo: Valor.
Dama de medio manto: Prostituta.
Descarnada: La muerte.
Descuidero: Ladrón.
Deshuesada: Lengua.
Desmirlar: Cortar las orejas.
Despachar por la posta: Matar.
Dueña: Criada de confianza. Sus funciones pueden ser de ama
de llaves o de acompañante de las mujeres de la casa.
Enrejado: Preso.
Enseñar la herradura: Huir, salir corriendo.
Escote: Pago, recompensa.
Estaribel: Cárcel.
Facha: De frente.
Figón: Taberna.
Filosa: Espada (ver Toledana).
Flor: Trampa que se hace en el juego.
Florido: Rico.
Fusta: Dados trucados. La expresión «el dado me salió fusta»
quiere decir que las cosas no han ido como uno esperaba.
Gandalín: Criado.
Gargolear: Hablar.
Garlona: Boca.
Gente de la liga: Gente amiga.
Godo: Aristócrata rico.
Guro: Alguacil, oficial de policía.
Gurullada: Policía.
Guzpatero: Agujero.

232
Hacer leva: Coger, aferrar.
Hideforros: Hijo de puta (insulto).
Hocicar: Besar.
Huesos de muerto: Dados.
Jacarandina: Delincuentes, gentes de mal vivir.
Jaco: Coleto de malla de acero, también llamado «cofradía» o
«las once mil de acero».
Jaez: Ropa, aspecto en general.
Jaque: Espadachín a sueldo, asesino.
Jugar al abejón: Burlarse.
Lienzo: Pañuelo.
Limonada de vino: Bebida hecha con zumo de limón, vino bara-
to aguado y miel. Se toma fría.
Lindico: Despectivamente, señorito, jovenzuelo de buena familia
y escaso cuajo.
Majagranzas: Idiota.
Mamacallos: Tonto.
Mancebía: Prostíbulo.
Manjar blanco: Golosina hecha con pechugas de pollo deshila-
chadas, leche, azúcar y harina de arroz, cocida y dejada enfriar.
Maraña: Muchedumbre, gentío.
Marrano: Judío.
Mascando a lo pío: En habla de germanía, beber.
Matasiete: Bravucón.
Maullar: Engañar.
Menear el cofre: Golpear.
Meter el dos de bastos: Robar.
Milanés: Pistola pequeña.
Nevero: Pozo donde se guardaba en la época el hielo y la nieve.
Palma (hacer la): Fullería que consiste en cambiar un dado nor-
mal por otro trucado.
Parlo: Relato.
Pecunia: Recompensa.
Piltra: Cama.
Piltrofera: Prostituta barata. Puede usarse como insulto.
Pisaverde: Presumido.
Precordias: Entrañas.
Puntadas: Patadas.

233
Retraerse: Ver Acogerse a la antana.
Roesantos: Beato.
Ropera: Espada.
Riso: Risa, carcajada.
Sacoime: Criado de confianza.
Sacrismocho: Sacerdote.
Santa, la: La Inquisición.
Señor de la Garnacha: Juez.
Solfear: Golpear.
Sonante: Dinero.
Tahúr: Jugador.
Tapada: Dama noble que, para preservar su honra, va emboza-
da con el manto de tal modo que no se la reconozca. También
plebeya pícara que con tal ardid simula ser de otra clase social.
Toledana: Espada.
Trinchante de gargueros: Verdugo.
Trulla: Alboroto, griterío.
Turco: Vino sin aguar, es decir, no bautizado.
Turmas: Testículos.
Turquía: Pistola (ver Boca de fuego).
Untar: Sobornar.
Vaciadora: Daga, arma blanca corta en general.
Valentón: Matón (ver Bravonel).
Vendimia: Asesinato.
Viento: Confidente.
Vizcaína: Daga más larga de lo habitual que suelen llevar los
jayanes a sueldo.
Zapato blanco: Calzado elegante.
Zorra: Borrachera.

234
Un misterioso asesinato por resolver. Un secuestro en mitad
de una obra de teatro. Una falsa acusación. Una muy curiosa
banda de extorsionadores. Una fuga de la cárcel que termina
mal. Una trama de engaños y muertes que salpica a las más
altas esferas. Un veterano de guerra que actúa al margen
de la ley.

No se engañe, esto no es el Chicago de los años treinta.


Es el Madrid de los Austrias, que es muchísimo peor.

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