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La feria del barrio

Con las caras llenas de sol y el corazón bien abierto, recibimos a los jóvenes más grandes de la escuela.
Malabareando con su madurez incómoda, veían a cada paso cómo la infancia se les escurría en la incipiente
adolescencia. Pero en sus juegos y frente a los cotidianos enigmas se asomaban los mocosos que supieron
ser, las niñas de trenzas y muñecas, chiquilines del tatetí, monigotes apurados de palabra que-lengua-la-
traba.
Durante un año inolvidable aprendieron sobre triángulos, números decimales, análisis sintáctico,
ambientes geográficos y todos los importantes temas que pide el boletín. Pero también otras cosas
fundamentales que no figuran en los manuales. Aprendieron a escucharse circulando las palabras en ronda,
donde no hay centros ni privilegios. A saltar sogas (las de los juegos y las de la vida) y d esatar nudos (de
problemas artiméticos, de actividades en ciencias sociales y, sobre todo, de los enredados por sus antojos).
Supieron que es más fácil hacerlo cuando se mira a los ojos, se habla y se ayuda. Organizando clases,
festejos y arte para los niños más pequeños, descubrieron esa maravillosa capacidad humana de ser feliz
con la alegría ajena.
Trabajando con sonrisa generosa dejaron huellas en cada rincón de la escuela. Tomamos con orgullo
algunas de esas postales para evocar su riqueza.

¡Es la feria del barrio, señora, señor! La reunión social del más
plural abanico. En este criollo sainete se cruzan el lánguido y la
cocorita, chuecos y gimnastas, gringos con mulatas, traviesos y
afiatadas, desde la más pícara hasta el más obediente. Un acordeón con
todas las conjugaciones de lo diverso.
Y así de tanto encontrarse se mezclan, se confunden, fusionan y
contagian. Ya no saben de choques y resquemores; ahora son los
vecinos, el grupo, una clase. Trabajando conquistan su identidad.

I
Se escucha un griterío constante de regateos sin mercancía. Se bracean las palabras; los clamores
van y vienen de banco a banco, de puesto en puesto. Vuelan agitados los “¡que sí!”, los “¡que no!”,
“¿y cómo sé?”, “¡¡qué se yo…!!”. Ni grupos hay; hay remolinos de
discusión, frenéticos remates de rápida solución al mejor postor.
¿Qué está pasando? ¿Cómo es posible aprender en semejante
descontrol?
En el pizarrón solamente están escritas la fecha y una pálida
consigna: “Resolver la Actividad 3”. En los pupitres quedan rastros
de algún trabajo individual, hojas borroneadas y la fotocopia donde
yace el enunciado:
El médico te receta cuatro pastillas y dice que tomes una cada media hora.
¿Cuánto tiempo te duran las pastillas?

Sencillo. Trivial. Obvio. Facilísimo. ¿Qué están haciendo entonces? ¿Lo terminaron en segundos
y salieron impunemente a conversar?
Sí, salieron a conversar… acerca del problema. Ahí recién comenzó la clase. Están discutiendo
para ponerse de acuerdo. Ahora sí la consigna se convirtió en un verdadero problema, pues resulta
que era muy fácil, pero que no todos tienen las mismas respuestas.
Arrancó la feria del barrio; empezó el momento más sabroso, más sonoro y tropical de la
didáctica de la matemática.1

1
Ver en este enlace un video con escenas de la clase.
II
Entre voces de todo color, las artesanías y los melones, las gallinas y la matufia, una Candela
encendida repite burlona el coro del que no puede escapar el Chino:
—“Dos horas y media… Dos horas y media…” ¡¿Por qué “dos horas y media”?!… ¿Qué?
“Porque lo digo yo”… –dice imitando a su compañero en gesto teatral.
No se lo acepta y lanza sus fastidios al aire:
—¿Y qué me importa que lo diga él? ¿Por qué le agrega media hora?
¡¡No entiendoooooo!!
Ella busca los motivos. El Chino changarín tambalea con su
lógica ombligocéntrica y entre sonrisas ensaya:
—Porque antes de tomar la pastilla tiene que esperar media
hora.
—¿Y quién dice que tiene que esperar media hora? –pregunta Cande, casi rendida.
Entonces Yuli, espectadora del regateo, avizora el paso de la Eli y la ataja para que tercie en la
discusión. Le pregunta con clásico tono del barrio Samoré:
—¿Y cuánto decís vos, eh?
—Dos horas y media –responde dulcemente la Eli ratificando sin querer la errónea hipótesis del
Chino.
—¿Cómo? –espeta Yuli, lacónica pero con muchas ganas de entender.
Ahí Eli expone un detalle con los deditos sobre la mesa, incluyendo una extraña media hora
posterior que ni es cierta ni viene a cuento. En realidad, lo interesante de la escena es la conclusión
de Candela, quien se la impone físicamente al Chino:
—¡¡¿Viste?!! ¿Viste que no era “porque sí”? ¡¡Viste!!
A lo cual la China, otra porteñaza de faroles orientales, se prende en el arrebato y colabora con el
correctivo.

Allí en el escritorio de antigüedades, birome en mano,


hojita en el regazo, Leo intenta convencer al Ale. Es el
abogado sin título, parlanchín que busca en la orilla su caso
para embolsarse el jornal. El estrado eventual le confiere un
aire de importancia para sostener su explicación, que arranca en
clave narrativa:
—Le dan las pastillas… Se toma la pastilla apenas llegó a la casa
¿que no? –el canto salteño se le escapa pianta, nomá'–Y después de
media hora se toma la otra pastilla… Espera media hora y en ahí se toma
otra… Va una hora… Y en la última media hora se toma otra pastilla. Ya no le
queda nadita. Están las cuatro pastillas…
Sentencia cada frase con un martillazo de mentón al aire. Los gestos y las
pausas esconden una mirada que amaga perderse, única ventana abierta a sus vacilaciones.
Leo sabe que el ademán seguro y firme es convincente, tanto o más que las recónditas
coyunturas del discurso. El que habla bien, gana; le enseñó el jurado de la calle.
Ale, por suerte, desconfía.

Lucas es de la banda de las dos horas. Oriana, malevita de la otra


esquina, se lo cruza y tan segura como está de su razón, lo desafía al
entrevero para explicarle. Mirándolo a los ojos le blande los
garfios con un horario imaginado:
—Mirá… A las doce toma la primera pastilla.
Respira y sigue:
—A las doce y media toma la segunda…
Inhala, exhala y sigue:
—A las una toma la tercera. ¿Va bien, ñeri?
Lucas asiente y se rinde con la puneña calma del que ya entendió.
—Y a las una y media toma la cuarta pastilla. Ya está; esa era la última… –concluye Oriana
saboreando otra conquista en el callejón.

En aquel rincón, Enzo reúne un a la ranchada en cuarteto de miradas alrededor de sus manos.
Parece un prestidigitador animando a la cofradía. Pícaro y eléctrico les explica a toda velocidad. El
dedo índice es la primera pastilla que se toma; el mayor, la segunda; el anular, la tercera y el
meñique es la pastilla final, enumera así como en la clásica retahíla del huevito.
Muestra la palma abierta a su auditorio vagabundo y señala los valles haciendo tajos en el aire.
La suma de los espacios entre el índice y el meñique dará el tiempo total, les anuncia profético, y
muestra la prueba de este a oeste. Entre cuatro dedos hay tres espacios, se ve claramente. Cuatro
pastillas, entonces, tienen tres “medias horas”. Conclusión de este mago callejero: una hora y media
en total.

Para Agus, convencidísimo, cada dedo es una pastilla y cada dedo es media hora; por lo tanto el
resultado es dos horas. Se lo explica chamuyando a Anahí, acodado en la ventana más luminosa y
con el lápiz como un pucho. Ella escucha respetuosamente, florcita guaraní, pero niega galante y le
demuestra con pose de ciruelita:
—No es así. No… Mirá. Acá hay cuatro dedos ¡pero hay tres espacios! Simple… Es como el del
tronco…2
La referencia a un problema anterior parece funcionar. El compadrito se llama a silencio y sale
de escena. Aprovecho entonces para arponear: me molesta que la lady la saque tan barata.
—¿Cómo que es igual al del tronco? Este problema es de médicos, el otro es de un leñador…
¿Qué tienen que ver? –y junto la yema de los dedos agitándolos frenéticamente hacia el cielorraso.
—Sí que es igual –se mete Perico saltando el charquito– porque el último no se cuenta. Es como
en el del tronco, que el último corte te daba dos pedazos…
—Pero acá sí que se cuenta ¿o no? La última pastilla se la toma ¿o no…? –meto palabra y más
palabra para inflar el pleito embarrando la cancha, pues del lodo, sabemos, nace la alfarería más
bella.
—¡No! Es que antes de la primera no tiene que esperar…
Ahí intervienen Emir y Erik, secundados por bereberes y vikingos enardecidos, con un batifondo
de lanzas entreveradas que, si realmente queremos evitar la batahola, más vale que nos reunamos en
la fuente y hagamos la asamblea final. Con las manos en bocina llamamos a toda la feria y, vueltos
a las sillas, encaramos la puesta en común frente al pizarrón.

2
Con “el del tronco” Anahí se refiere al problema anterior, tratado en la clase anterior, que versa sobre un fornido
leñador que debe cortar un cacho de árbol en diez pedazos. ¿Cuánto tardará, si hace un corte por minuto?
III
El desafío por resolver en realidad es bastante sencillo, aunque esconda una trampa que no es tal.
La pregunta se responde fácilmente si uno hace pie en lo concreto, si lo imagina puntualmente,
gráfico práctico sobre el papel. La cabeza piensa donde los pies pisan, decía un barbudo.
Efectivamente, un simple dibujito nos muestra que desde la primera hasta la cuarta pastilla pasa una
hora y media. El error común, sin embargo, es hacer cuatro veces media hora, una vez por cada
pastilla, y concluir que son dos horas; la operación mecánica con los números del enunciado empuja
como resorte.
El problema es uno más dentro de una serie que para la vidriera podríamos bautizar: diez
problemas contra la alienación. La intención de este grupo de actividades es apartarse de cualquier
aplicación mecánica de ciertas propiedades adquiridas superficialmente. La asimilación automática
a relaciones de proporcionalidad directa en situaciones en que el crecimiento de una magnitud se
corresponde con el crecimiento de la otra es un engendro distorsivo atribuible casi exclusivamente a
la escuela. Un entrenamiento perruno de la “mala matemática” insta a nuestros niños a suponer que
las cantidades dadas en los enunciados de esos problemas constituyen los datos de una clásica tabla
o de un planteo de “regla de tres simples” (sic).3
Pero nuestra idea no es que caigan en supuestas trampas porque sí; la intención es poner en
conflicto esa asimilación superficial con un conjunto de problemas que ahora –bajo carátulas
caprichosas de nuestra jurisprudencia didáctica– englobamos como: “falsa proporcionalidad”,
“proporcionalidad aparente” o “proporcionalidad encubierta con premeditación y alevosía”.
Los fiascos aquí suceden si se navega en la alienación, en la metafísica del cálculo disparado a
mansalva. Estos problemas invitan a discutir este vicio que parece tan simpáticamente filosófico
pero que tiene efectos pedagógicos muy serios. Sólo se confunde quien aplica la cuenta
irreflexivamente, como el impulso automatizado de aquel Chaplin en la línea de montaje. Sólo yerra
el que atornilla una multiplicación sin mirar, por puro resabio de un adiestramiento canino para
operar. El que estudia verdaderamente la situación, el que pisa firme, puede resolver, despegar y
hasta volar en interesantes conclusiones generales. Como en el barrio, como en la feria de la vida.

IV
En la feria está el momento más importante de la clase de matemática. La discusión entre
compañeros es la cocina de los conceptos; allí ponen en palabras las acciones realizadas durante la
discusión personal con el problema. Es un entrevero de argumentos encontrados para convencer a
los otros y de paso para convencerse a sí mismos. Ahora no hay una pelea contra el problema, sino
un debate con la convicción de los demás.
La feria es alboroto, barullo y movimiento. Y en semejante descontrol se puede aprender
perfectamente, pues falta control sólo para quien pretende sostenerlo. ¿Qué hay que controlar ahí?
El control lo tienen ellos, que buscan responder y convencer. Quizá la clave didáctica esté en soltar
las riendas magistrales por un ratito, despegarse de la masa dejándola leudar, esperar que se agite el
avispero para que burbujee la miel. Tal vez empuñando férreamente se pierda más de lo que se
gana.
Antes decíamos que se aprende peleándose con un problema. Ahora agregamos: se aprende en la
pelea con un problema y también en el intercambio con los demás.

3
Es frecuente esta expresión infantil para nombrar el viejo procedimiento de la regla de tres, merced a una concordancia
inducida por la cercanía del “tres”. Para los niños, el modificador directo “simple” no se refiere al sustantivo “regla”
sino a lo que ellos suponen es el núcleo sintáctico: la palabra “tres”. Por eso asimilan gramaticalmente y corrigen el
número del adjetivo: “simple” pasa a ser “simples”, pues son “tres simples” (como si fueran tres sánguches de miga
simples). Así, podríamos también hablar de una “regla de tres sencillos” o, antitéticamente, “de tres complicados”. Si el
“simple” se refiriera a la palabra “regla” –suponen los niños– la construcción debería ser “regla simple de tres” o
“simple regla de tres”.
¿Qué aprendieron entonces con esta escueta actividad farmacéutica? ¿A automedicarse? ¿A
sumar 30 + 30 + 30? ¿A usar el sistema sexagesimal? No.
Si hubiera que responder esa pregunta, diríamos que pusieron en juego partes centralmente
constitutivas del hacer matemática, que es la ciencia de la lógica en la cantidad y el espacio, no del
capricho y la vaguedad en el formuleo. Aprendieron que no se trata de aplicar y reiterar como
robots, que no se aceptan los “porque sí” ni los falaces fundamentos del “lo digo yo”. Que para
resolver ciertamente hay que buscar las razones y pedir explicaciones. Queremos los dedos
golpeando las mesas, la mano abierta para sostener el argumento, no los gases vacíos del verbo en
el aire. “La vida es la más convincente de las verdades”, decía Vaccarezza. La vida, los hechos, la
interacción y su movimiento como orígenes del conocimiento. En nuestras aulas saineteras, la razón
pragmática se impone siempre a la especulación metafísica. Es un despliegue práctico de razón
popular, que ampliaremos en otros capítulos.
Por eso los productos intelectuales más importantes de la rica clase de hoy no se “miden” con
cuantificadores. No pesan, no tienen tamaño; no los atrapa una prueba escrita ni un punteo
tecnocrático de contenidos. Menos todavía las PISA ni las PIXAR ni una pizza. Nada estandarizado
para mensurar productividad empresaria.
El intento es enseñar matemática con anhelo emancipador. No tanto por el vínculo con la vida
cotidiana o por su escasa utilidad práctica inmediata, sino por las formas en que se construye el
conocimiento en el aula: activa, reflexiva y colectivamente. Es cierto que la matemática es una
ciencia que trabaja con abstracciones, pero eso no significa que promueva la enajenación ni el
verbalismo impúdico. Lo abstracto sólo puede serlo si nace de lo concreto, si sube peldaños
contradiciéndolo dialécticamente, no descartándolo tiránicamente.4
En definitiva, esta clase y su didáctica en torno a la feria enseñan que el trabajo consiste en crear,
en hacerse cargo de la obra y en volver consciente su condición de producto colectivo.

4
Lo abstracto es lo concreto pensado. Lo abstracto no es llanamente lo opuesto de lo concreto. Deriva de lo concreto
aunque al desenvolverse lo niegue; es decir, en el proceso de abstracción se van suprimiendo, porque se dejan de lado,
algunos aspectos de la complejidad de las cosas. La abstracción es un proceso intelectual de descomposición, de
selección de elementos comunes a distintos casos particulares. Es la extracción de aquello que convive en lo diverso, en
lo concreto real. Implica escoger ciertos atributos de cada ente concreto, retener lo compartido y descartar lo que no
permanece en el cambio, pero sin olvidar de dónde se partió. Así se llega a una forma general: la categoría, el universal
o concepto. La figura, la medida y el número son cualidades derivadas del trato con el mundo. ¿Cómo imaginar la idea
de “círculo” sin observar las cosas que ruedan, sin ver la piedra atada al hilo, sin armar la ronda en torno al fogón?
¿Cómo pensar en “la longitud” sin la comparación entre objetos extensos? ¿De dónde surge el número sino del acto de
contar y ordenar?

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