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FUENTES DEL DERECHO ELECTORAL

Las principales fuentes son:


1. La Constitución: Las constituciones establecen por lo general,
el sistema democrático y reconocen el sufragio como un derecho
de los ciudadanos. La Constitución peruana se limita a reconocer
el derecho de sufragio en su articulo 3; dedicando también un
capítulo por integro (XIII) del Titulo IV, referido a la estructura del
Estado, a regular el sistema electoral, incluyendo en este los
organismos electorales, que conforman el denominado “sistema
electoral” .
FUENTES DEL DERECHO ELECTORAL

2. Los tratados internacionales: Son también fuente del derecho electoral


en cuanto éstos reconocen el derecho de sufragio como uno de los
derechos políticos esenciales de los ciudadanos. Como por ejemplo el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) que reconoce el
derecho a: a) Participar en los asuntos públicos, b) A votar y ser elegidos en
elecciones periódicas, que garantice la libre expresión. c)A tener acceso, en
condiciones generales de igualdad a las funciones publicas de su país.
En igual forma esta la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(CIDH) donde refiere en su art. 23° a los derechos políticos.
FUENTES DEL DERECHO ELECTORAL

3. La Ley: La regulación del sufragio y las elecciones deben y


están amparadas por la Constitución, además de estar
contenidas en esta, será siempre necesaria que la ley sea la
que desarrolle materias complejas, como el sistema electoral,
la organización electoral o los procedimientos. Por ello es
frecuente que los Estados cuenten con normas legales tales
como códigos o leyes electorales, leyes sobre partidos
políticos, etc.
FUENTES DEL DERECHO ELECTORAL

4. Normas infralegales: Los órganos electorales, en el


ejercicio de sus competencias, pueden dictar normas para
reglamentar o facilitar la aplicación de las leyes electorales.
OBJETO DEL DERECHO ELECTORAL

El derecho Electoral es una técnica jurídica y un instrumento de


garantía de la democracia en un Estado.
Partiendo de una concepción amplia, podemos señalar que el
objeto del derecho electoral versa sobre la materia electoral en todo
lo atinente al derecho; la materia electoral esta conformada por
aquellos elementos que presiden e impregnan todas las posibles
formas de regulación del ejercicio colectivo de la soberanía popular,
ya se trate de regímenes generales o particulares, incluidas las
consulta directas.
FIN DEL DERECHO ELECTORAL

 El
fin del derecho electoral es realizar la justicia y la
seguridad jurídica como valores generales del
derecho aplicables a todas y cada una de sus ramas.
CLASIFICACION DEL DERECHO
ELECTORAL

En el Derecho Electoral coexisten dos clases:


1. De carácter sustantivo o material y
2. De carácter adjetivo o formal
CLASIFICACION DEL DERECHO
ELECTORAL

1. De Carácter Sustantivo o Material: Esta comprende el


derecho sustantivo como las normas que regulan el derecho de
sufragio, los sistemas electorales, los organismos electorales,
los partidos políticos, etc.
CLASIFICACION DEL DERECHO
ELECTORAL

2. De carácter adjetivo o formal: Esta segunda clasificación


esta conformada por el derecho adjetivo o procesal integrado
por todas aquellas normas que regulan los procedimientos ante
la administración y la justicia electoral como en lo referente a
los proceso electorales, consultas populares , registro de los
partidos y materias similares.
DERECHO ELECTORAL

MAG. ROSARIO VILLAR CORTEZ.


CONCEPTO DE DERECHO ELECTORAL
✓ EL DERECHO ELECTORAL, ES EL CONJUNTO DE
NORMAS JURIDICAS QUE REGULAN LA
ELECCION DE ORGANOS REPRESENTATIVOS.
✓ SON DETERMINACIONES JURIDICAS – POSITIVAS
QUE REGULAN LA ELECCION DE
REPRESENTANTES O PERSONAS PARA LOS
CARGOS PÚBLICOS
CONCEPTO DE DERECHO ELECTORAL

Otros definen al Derecho Electoral como el marco


normativo constitucional, legal y reglamentario que se
encarga de regular el acceso al poder.
El Derecho Electoral es el resultado del interés social que
pone a cargo obligaciones y derechos a hombres y
mujeres con facultad para el sufragio, con el fin primario de
organizar políticamente un Estado
CONCEPTO DE DERECHO ELECTORAL

El Derecho Electoral también señala aspecto que conviven dos


conceptos tales como:
a. Restringido : Este concepto hace referencia a un derecho
subjetivo del individuo de elegir y ser elegido.
b. Amplio. Conjunto – sistematizado de normas reglamentarias que
tienen por objeto regular los procesos a través de los cuales se
materializa la transformación de la voluntad popular en un
mandato político formal, democrático y libre que regulan la
organización y administración de las elecciones
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EL ORIGEN DE LA DEMOCRACIA MODERNA

Pedro López Arribas

Licenciado en Derecho y Filosofía

en la Univ. Autónoma de Madrid.

Director de la Revista Política

La democracia política es un proyecto político tan antiguo como moderno. Aparentemente, en los
denominados países occidentales, parece que la democracia es algo generalmente asumido por la
mayor parte de las personas, entidades e instituciones. Si se preguntase a muchos sobre ella, se nos
contestaría que la democracia es algo consustancial a los sistemas políticos de los países desarrollados
de occidente. De modo que la democracia y sus contenidos parecen estar muy sólidamente asentados.

Por eso cabe preguntarse si ¿tiene algún sentido abordar una materia cómo ésta en nuestro
tiempo?, ¿no es, acaso, éste un asunto en el que hay un acuerdo casi general? Yo creo que si tiene
sentido y, también, creo que el acuerdo casi general que parece reinar en estas materias, no lo es tanto.
La profundización en el estudio de la formación de los regímenes democráticos modernos, es algo
más que un impulso nacido de la curiosidad intelectual.

Recientes hechos de la política internacional han puesto de manifiesto, una vez más, que
democracia y libertad son asuntos muy importantes, si, pero también muy limitados. Limitados en su
intensidad y en su extensión. La crisis de Afganistán nos ha permitido contemplar el mundo de cerca,
en toda la variedad de sus formas políticas. Y los resultados de esa reciente exhibición no han sido
muy alentadores: más de media humanidad vive bajo formas de gobierno despóticas; y quienes

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vivimos bajo gobiernos formalmente democráticos, hemos de convenir que nuestros regímenes,
aunque sean todos ellos formalmente democráticos, también dejan a veces mucho que desear.

En nuestro país, que restauró un régimen formalmente democrático hace tan sólo 23 años,
podemos ver como el régimen de libertades que debería estar garantizado para todos, tal como se
proclama en la vigente Constitución de 1978, no es disfrutado por muchos ciudadanos en algunas
partes de España, como ustedes saben mejor que yo. Además, nuestra vigente Norma Fundamental
adolece de serias deficiencias en algunas de sus formulaciones básicas y en su desarrollo, como
señaladamente ocurre con la división de poderes, la normativa electoral o el sistema autonómico, entre
otros muchos ejemplos. Deficiencias cuya corrección requerirá de muy serios esfuerzos por parte de
nuestra sociedad, en los próximos años, para la mejora de la realidad institucional y democrática de
España.

Democracia es el nombre de un gran proyecto político que pone en el hombre, en la vida del
hombre común, su fundamento y su razón de ser. La libertad y la democracia son importantes en
nuestra vida, pero no son perfectas, siempre parecen insuficientes, incompletas. Necesitan de una
permanente actualización. La democracia es, así, un proyecto político antiguo y moderno y, a la vez,
un proyecto de ayer para hoy y de hoy para mañana.

La primitiva democracia de las repúblicas de la antigüedad, la hermosa y trágica historia de su


caída, constituyen un origen. Pero un origen perdido. Habría que esperar casi dos mil años, para que
se pudiese asistir al renacimiento de sistemas democráticos, en el siglo XVIII, tras las truncadas
experiencias antiguas, probando así que el ideal democrático es el gran proyecto político de la historia
de la humanidad.

La historia de la democracia posee un principio noble y glorioso, en la Atenas de la época


clásica; y tuvo su renacimiento en el tiempo de la Ilustración, en el siglo XVIII. En su moderna
definición de "democracia representativa" la historia de la democracia es, pues, una historia reciente,
muy reciente. Y aunque esta historia tiene comienzo, es una historia que, hasta la fecha, carece de
final. La moderna democracia no ha perecido, como sucedió con la antigua. Al menos no lo ha hecho
todavía. Pero de las experiencias del pasado y del presente debemos concluir que es necesario
conducirse con gran cuidado para lograr su mantenimiento y desarrollo en este mundo.

La pervivencia de la libertad y de la democracia depende de los actos de los hombres en cada


época. Y ni en todos los tiempos, ni en todos los casos, han demostrado poseer estos un apego y una
estima suficiente por ella. Pero también ha habido hombres que, en lugares y en épocas determinadas,
demostraron poseer una decidida voluntad de afirmar que el mejor régimen de gobierno era aquel que
garantizase la convivencia, con respeto para la libertad y para los derechos individuales de las
personas, bajo el gobierno de la mayoría.

Pero ¿cómo se llegó a eso?, ¿cómo esos hombres llegaron a producir un hecho tan notable?. El
relato de los hecho históricos, con mayor o menor detalle, es bien conocido en general: la crisis de las
colonias británicas de Norteamérica con su metrópoli, desde 1775, precipitó una revolución, la
Revolución Americana, que alumbró la primera democracia moderna: los Estados Unidos de América.
Tras el triunfo de esta primera revolución, la Revolución Francesa de 1789, introdujo la prácticas

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políticas de la democracia representativa en Europa. La Declaración de Independencia norteamericana


y la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano francesa, quizá sean los dos textos políticos
más destacados de ambas revoluciones.

Luego, ya en el siglo XIX, se incorporaron al movimiento general por la instauración de sistemas


de gobierno basados en la democracia representativa, la mayor parte de los países de Europa y
América. Lo que Blanco-White, como otros muchos, denominó con razón la Revolución Española de
1808-1812, con la Constitución de Cádiz, es el hecho más destacado de ese primer impulso
democratizador en nuestra historia. Y después, durante los siglos XIX y XX, y pese a terribles
altibajos -como lo fueron muy especialmente el fascismo y el comunismo-, la historia de Europa y de
América, y también de otras partes del mundo, ha sido la misma historia de la expansión de los
sistemas democráticos. Incluso en nuestro país, pese a las largas dictaduras padecidas -España vivió
bajo dictaduras casi la mitad del siglo XX-, la historia de los últimos 200 años es la misma historia de
la extensión de la libertad y de la igualdad para todos los ciudadanos.

Alguien pensará que se debería excepcionar de todo esto a Inglaterra, pues es frecuente señalar
que el parlamentarismo nació en las Islas Británicas. Y eso es cierto: el parlamentarismo -que no la
democracia representativa- nació en Inglaterra. En Inglaterra, hasta las reformas electorales de Lord
Grey (1832), el principio representativo -en tanto que representación de la ciudadanía en los órganos
del Estado- no tuvo presencia el Parlamento. La Revolución Americana, entre 1775 y 1783, es quizá
la mejor prueba de las deficiencias democráticas del sistema parlamentario británico del siglo XVIII.

Veamos el entorno ideológico y político en el que se produjo la Revolución Americana.

El origen y la fundamentación de la democracia moderna pueden rastrearse tan lejos como se


quiera, pero no cabe duda que fue durante los siglos XVII y XVIII cuando la fundamentación teórica
de la democracia representativa se explicitaría de modo claro. No es fácil establecer un cuadro breve y
completo de los avances del pensamiento entre los siglos XVII y XVIII. Pero si es factible indicar
algunos rasgos básicos en la definición de las ideas de gobierno popular y representativo, que
caracterizan la moderna democracia. Y aunque no sea justo centrar el peso del análisis en las figuras,
sin duda destacadas, de un reducido número de teóricos, es ineludible realizar la mención a esos pocos
autores y a algunos de los rasgos principales de su pensamiento.

En primer lugar Espinosa (1632-1677), el filósofo de Ámsterdam. Para Espinosa, los derechos
individuales y la libertad se configuran como los elementos centrales a que debe atender la acción
política. Por ello, el mantenimiento, aseguramiento y garantía de los derechos de las personas es causa
principal de la creación del Estado. En el estado de naturaleza prima la violencia y el recurso a la
fuerza se hace ineludible, pues solo la fuerza puede contener a la fuerza. De ahí que el contrato social,
del que nace el Estado, haya de ordenarse de tal forma que se disipe el miedo general y que se
eliminen los sufrimientos comunes. El Estado solo puede tener como fin lograr la mayor seguridad
posible para las personas y para sus derechos.

Concepto transcedental del pensamiento político de Espinosa, que fundamenta con mayor

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solidez, si cabe, las ideas de libertad y defensa de los derechos de las personas, es la idea de "salus
populi", o bien del pueblo. Como en las antiguas polis y civitas, para Espinosa la "salus populi" es la
ley suprema a la que deben acomodarse todas las cosas, instituciones y gobiernos de los humanos. La
definición de la "salus populi" como fin primordial del Estado, abrió a la política una dimensión
popular desconocida desde los tiempos pretéritos de la polis y la civitas..

Uno de los derechos que con más ardor se defienden en la fría y lógica obra de Espinosa es el
derecho de la conciencia individual a pensar y expresarse libremente. La libertad de expresión del
pensamiento, y la propia libertad de este último, constituyen, también, un elemento esencial de la
filosofía política y jurídica de este autor. Espinosa abre paso a las ideas de "libertad de expresión" y de
"opinión pública", que se desarrollarían en la Ilustración en un proceso de expansión que llega hasta
nuestros días.

Finalmente, en cuanto a las formas de gobierno y sobre la célebre clasificación aristotélica


(Monarquía, Aristocracia y Democracia), Espinosa, en una época en que definirse demócrata era poco
menos que una extravagancia, se decantó por la democracia como la forma de gobierno más adecuada
a los criterios de la razón: la democracia es el gobierno más natural, por ser el más cercano a la
libertad que la naturaleza concede a todos. Una afirmación temeraria en una época en que la
calificación de "demócrata" poseía rasgos incluso infamantes. No obstante, la ausencia de referentes
democráticos reales en su tiempo, le llevaría un análisis más minucioso de las monarquías y de las
repúblicas aristocráticas (Génova, Venecia, Holanda), expresando su preferencia por estas últimas
frente al poder de uno solo.

En segundo lugar, ha de mencionarse al británico Locke (1632-1704), quien no solo formuló por
primera vez el principio de la división y separación de poderes, como único modo de frenar al poder
en el Estado y garantizar así la libertad; también, y sobre todo, estableció la doctrina del
consentimiento de los gobernados -concepto éste esencial para comprender la Revolución Americana-
como fundamento de toda autoridad legítima. Para Locke, en el estado de naturaleza los hombres
poseen derechos que son inherentes a la personalidad, como son la vida, la libertad, la propiedad y el
derecho a la reparación en caso de ofensa o daño. Pero esos derechos no están asegurados en el estado
de naturaleza. La garantía de esos derechos nace con el contrato social, por el que todos ceden parte
de sus derechos para conferirlos a la organización política de la sociedad: el Estado.

Pero esa cesión de derechos del contrato social no es plena, ni alcanza a la totalidad de los
derechos inherentes a la personalidad. Si el gobierno no respeta esos derechos, es de justicia su
reforma y, eventualmente, su abolición, así como la creación de un nuevo sistema de gobierno que
garantice mejor esos derechos. El poder es un mandato que se legitima, únicamente, por el
consentimiento de los gobernados. Locke ideó también una teoría de la división de poderes, en la que
mayor importancia que la determinación concreta en que se propone efectuar la división de poderes la
tiene, sin duda, la intuición de que la división y separación de poderes es la mejor garantía posible de
la libertad.

Sobre los pasos de Locke, y teniendo a su disposición como modelo empírico la monarquía
constitucional británica de su época, el francés Montesquieu (1689-1755) desarrolló, en "El Espíritu
de la Leyes", su teoría de que la libertad política no es consecuencia del grado más o menos elevado

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de virtud de una sociedad o de un pueblo como el ateniense o el romano. La libertad política solo
puede resultar factible en un contexto institucional adecuado para ello. Sobre esa base, Montesquieu
establecería la división de poderes como ese marco institucional adecuado que posibilita la existencia
y el mantenimiento de la libertad, por encima de las virtudes siempre contingentes que puedan adornar
a un pueblo o a un hombre en un tiempo y en un lugar determinados.

La libertad no puede dejarse al albur de que el pueblo, o su gobierno, esté conformado por
personas más o menos virtuosas y bienintencionadas. Eso será un plus, un añadido, que sin duda
contribuirá a favorecer el desarrollo y consolidación de la libertad. Pero la libertad debe quedar
salvaguardada por encima del azar, por encima de las características personales y morales de los
hombres que conforman el pueblo, y por encima de las virtudes que posean los hombres que
constituyan el gobierno de un país en cada momento. La libertad debe estar institucionalmente
salvaguardada incluso, y especialmente, en el caso de que los gobernantes sean malvados, o en el caso
de que el pueblo esté corrompido. Porque si las instituciones del Estado están sólidamente
establecidas y su correcto funcionamiento institucional está asegurado, podrá mantenerse la libertad
aún bajo gobernantes perversos y con pueblos corruptos, siempre y cuando esa maldad y esa
corrupción no sean indefinidas y permanentes.

La importancia del desarrollo efectuado por Montesquieu sobre el pensamiento de Locke, estriba
en que llevó a sus últimas consecuencias la idea de que solo pueden frenarse los abusos del poder con
el propio poder. El ejercicio del poder por una sola persona o por un solo cuerpo institucional, deriva
inevitablemente en tiranía, pues si el poder carece de freno, tenderá a imponerse por encima de la
libertad y de los derechos de las personas. Tenderá a ser ejercido despóticamente.

Por eso es imprescindible romper el poder, quebrar la soberanía, y oponer en un juego


institucional medido y estabulado por la ley, los poderes fragmentarios resultantes de esa quiebra, de
esa ruptura de la soberanía. Los poderes resultantes de la quiebra y ruptura del poder único, de la
soberanía única, en la división propuesta por Montesquieu, son los tres poderes legislativo, ejecutivo y
judicial que se harían realidad en la primera república democrática que vio nacer la modernidad.

Es injusto no mencionar a otros autores; casi tan injusto como imposible. Pero las obras y el
pensamiento de Espinosa, Locke y Montesquieu figuran, y han de figurar, por derecho propio, en
cualquier planteamiento explicativo del origen y fundamentación de la democracia moderna tal cual la
conocemos. Una democracia que se centra en la garantía más firme para la libertad y los derechos de
las personas, mediante un gobierno popular y representativo orientado a la búsqueda del bienestar del
pueblo, con división y separación de poderes, y todos ellos, sometidos a la ley y al derecho.

Sin embargo, el tiempo comprendido entre los siglos XVII y XVIII, no respondía en sus formas
políticas a nada de lo que esos autores proponían. Fue un tiempo especialmente terrible y sombrío en
Europa. Un tiempo caracterizado por la persecución de las ideas, por el despotismo de la monarquía
absoluta, por las inquisiciones, por la intolerancia, por las guerras de religión.

Desde la perspectiva de la democracia, el fruto más tangible de todo ese turbulento periodo de
guerra y violencia fue la paulatina consolidación del régimen parlamentario británico, desde 1688
(Gloriosa Revolución), momento en que se expulsa por segunda y definitiva vez a la dinastía escocesa

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de los Estuardo. Aunque las excelencias democráticas del parlamentarismo inglés de la época resulten
más que dudosas, como lo demuestran las sucesivas reformas que el mismo ha tenido que recibir en
los últimos trescientos años. No obstante, en su tiempo, el parlamentarismo británico representó un
avance indudable frente al despotismo de la monarquía absoluta británica, que había sido destruida
por las revoluciones de 1640 y 1688.

La aparición de formas democráticas de organización política se iban haciendo tangibles, pero el


alumbramiento de los primeros regímenes democráticos de la modernidad se iría demorando durante
los siglos XVII y XVIII, aunque no solo por causa de la absorbente potencia dominadora de las
monarquías absolutas propias de la época. Como antes se ha dicho, la misma idea de democracia
agitaba en las conciencias de los hombres múltiples recelos. Las ideas democráticas no tenían gran
atractivo ni despertaban una gran aceptación. Se las miraba con desconfianza por la mayoría. Incluso
de entre los autores citados, solo Espinosa se pronunció abiertamente por la democracia como la
mejor forma de gobierno posible, cosa disculpable en un personaje tan repudiado.

Así, Locke se pronunció siempre en favor de la monarquía como mejor forma de gobierno, si
bien debe matizarse que la monarquía a que se refiere Locke al expresar sus preferencias es la
monarquía constitucional; por su parte Montesquieu afirmaría que la democracia solo es posible en las
pequeñas unidades políticas, y recomendaría la monarquía constitucional para los Estados de tamaño
medio, así como aconsejó el despotismo para los grandes imperios.

Las objeciones que se podían formular contra las ideas de la democracia eran bastante fuertes
como para excluir radicalmente la opción democrática de entre los regímenes políticos posibles en la
realidad. Las ideas propias de la democracia política han venido recibiendo tradicionalmente, y en
particular en el siglo XVIII, el siglo que crea la figura del "Déspota Ilustrado" -precedente del
totalitarismo moderno-, un triple orden de objeciones fundadas en tres prejuicios:

1) El prejuicio aristocrático es aquél que propone como ideal el Agobierno de los mejores@.
Aunque es difícil decir quienes son los mejores. En realidad, quienes propugnan la exclusión del
hombre común de la política con este argumento, se oponen no solo al autogobierno de las sociedades,
sino también a que los hombres sean los rectores de sus propias vidas. Este prejuicio, sin fundamento
racional o empírico alguno, asocia la idea de democracia con las ideas de desorden, de gobierno del
pueblo, de la plebe o del vulgo, entendidos éstos en su más despectiva noción de "chusma"; idea,
pues, de gobierno del populacho. Idea que, lógicamente, no puede producir sino repugnancia en una
tradición cultural como la europea, tan apoyada sobre las categorías morales y políticas del
cristianismo, desde el que se propone la teoría del origen divino del poder y, más aún, el modelo para
el gobierno del mundo, en el gobierno del universo por dios. La asunción por la mayoría de los
hombres y las generaciones, durante siglos, de estos modelos culturales y esos fundamentos políticos,
permite comprender como se ha podido admitir, durante siglos, que el gobierno de los Estados solo
debía ejercerse por hombres portadores de méritos adecuados a la misión cuasi-divina que debían
atender, y nunca por el común de los mortales.

2) El prejuicio monárquico se apoya en la consideración de las dificultades que pueden surgir


para el mantenimiento de la paz civil en el caso de existencia de atribución de poderes similares a más
de un solo individuo en un Estado, a la luz del sentido común y de la historia. La paz civil y el orden

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solo pueden establecerse sobre la base de un firme poder, único e ilimitado. Cualquier merma,
limitación o división del poder, pone en riesgo la paz civil. Si el poder está distribuido entre varios
individuos, estos pelearán entre sí para alcanzar la supremacía, arruinando con ello la convivencia y la
paz. Este prejuicio se asienta también en presupuestos religiosos, pues enlaza directamente con la idea
de que, a un solo pueblo, le corresponde tener un solo gobernante: Dios en lo espiritual y el Rey en lo
temporal. El orden civil, tan necesario para el ejercicio de los derechos personales, exige la sumisión
plena a un soberano absoluto.

3) El prejuicio de las dimensiones, fundado en la idea de que el gobierno popular y


representativo, hasta la más reciente modernidad, solo ha sido factible en el ámbito de las pequeñas
unidades políticas, como las polis griegas o la civitas romana de la antigüedad; o como los
municipios, o las pequeñas repúblicas comerciales de la Edad Media. Rousseau, entre otros muchos,
consideraba que la democracia solo era posible en las pequeñas comunidades. Téngase en cuenta que
la totalidad de las experiencias de regímenes democráticos y republicanos conocidos por la historia de
la humanidad hasta el siglo XVIII, se habían producido siempre en entornos ciudadanos de reducidas
dimensiones, como las polis griegas; y que fue su crecimiento y desarrollo a gran escala, formando
grandes imperios, lo que llevó a su ingobernabilidad final, como en el caso de la República Romana,
hundida por las terribles discordias civiles que la destruyeron, y de las que Roma solo se pudo salvar
con la instauración del Imperio por César y Augusto. Este prejuicio establece como conforme al
sentido común considerar que, al alcanzar los estados grandes dimensiones, la única forma política
que permite establecer un gobierno eficaz es la monarquía, entendida en su acepción más aristotélica
de gobierno de uno solo.

Estos tres órdenes de objeciones, esos tres prejuicios generales, pese a su inconsistencia teórica,
han logrado ejercer un poderoso influjo sobre los modos de pensar de los hombres de las épocas
posteriores al hundimiento de las antiguas democracias. Hasta tal punto han desplegado una gran
influencia, que puede afirmarse sin ningún género de dudas que estos prejuicios, durante todo el siglo
XX y en los momentos iniciales del siglo XXI, todavía siguen actuando con notable eficacia sobre
gran parte del mundo, incluida Europa. Las terribles autocracias comunistas y fascistas de ese mismo
siglo XX que acaba de terminar, muestran palpablemente el hecho de la eficaz influencia desplegada
por esos tres prejuicios sobre las conciencias de los hombres.

Pues bien, solo la superación de esos prejuicios, tanto en el orden teórico como en el práctico,
pudo hacer posible el nacimiento de la moderna democracia. Conviene subrayar que la democracia
política, en su moderna acepción de gobierno popular y representativo, sufrió durante muchos siglos
un muy acusado proceso de minusvaloración, hasta el punto de que la denominación de "demócrata",
durante casi dos mil años, solo se emplearía para referirse al caso pintoresco y curioso de las
democracias antiguas, o bien como un término casi infamante, como una especie de desautorización o
descalificación sobre las personas o los grupos a los que así se denominaba.

Llegamos así a lo que convencionalmente se considera el momento inicial de la andadura


moderna de la democracia.

En 1776, el mundo conoció una noticia cuyos verdaderos alcances y consecuencias no se


manifestarían en su plenitud hasta muchos años después: el 4 de julio de 1776, las colonias británicas

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de América del Norte declararon su independencia de Inglaterra. Imbuidos del espíritu de la


Ilustración y de las ideas del Siglo de las Luces, los rebeldes norteamericanos se habían sublevado
contra el Rey Jorge III y contra el Parlamento inglés, por considerar despótico su gobierno en las
colonias. Una prolongada tradición de autogobierno, fundada en un contractualismo político efectivo,
iniciado en la tradición americana por el Contrato del Mayflower (1620), habían acostumbrado a los
colonos a vivir en libertad bajo el gobierno de la mayoría, así como al respeto de todos a la ley y a las
decisiones de los tribunales.

Desde los combates de Lexington y Concord (Massachusets), en abril de 1775, los colonos
habían entrado en guerra abierta contra la corona británica. Pero una acendrada tradición de lealtad a
Inglaterra, manifestada en más de doscientos años de guerras coloniales contra los españoles en el sur
(Nueva España y Florida) y contra los franceses en el norte (Canadá), hacían sentirse a los colonos
profundamente ingleses. Esos colonos, súbditos leales como pocos, veían con natural desconfianza la
idea de la independencia. Pero las noticias llegadas de Gran Bretaña a finales de 1775, que
informaban del reclutamiento de tropas alemanas para someter a las colonias y la obra de un genial
panfletista, Thomas Paine, que lanzó al debate independentista su "Common Sense" en enero de 1776,
decantaron a la opinión pública colonial en favor de la independencia en el primer semestre de 1776.

Los principios e ideas inspiradores de la independencia, de influencia ilustrada y iusnaturalista,


se habían difundido ampliamente entre los colonos a partir de los escritos y panfletos de algunos
abogados, libelistas e ideólogos locales, como G. Mason, J. Dickinson, o T. Jefferson, que con el
tiempo alcanzarían notoriedad. Pero también existían bases objetivas para la rebelión.

La experiencia de la política desarrollada por los gobiernos británicos en las colonias había
constituido un caudal inagotable de desengaños para los norteamericanos. Los colonos británicos de
Norteamérica eran tratados como ciudadanos de segunda clase con menos derechos. Las guerras
libradas por los colonos de América del Norte contra los franceses, los españoles y los indios,
especialmente la desarrollada entre 1756 y 1763 (conocida en Europa como Guerra de los Siete
Años), acrecentaron los sentimientos de hostilidad. Los colonos habían visto como se esfumaban, en
las conversaciones de paz que siguieron a la guerra, los resultados victoriosos obtenidos por ellos en
las campañas americanas.

Además, los colonos, como buenos británicos, tenían ampliamente asumido el principio de "No
taxation without representation" (no fiscalidad impositiva sin representación política), y el Gobierno
británico había intentado, sobre todo desde 1763, crear tributos y legislar en general sobre las colonias
sin contar con las asambleas legislativas locales e incluso, en ocasiones, actuando directamente contra
los dictados de éstas últimas. Los impuestos creados por la Corona Inglesa sobre el te en las colonias,
y otros gravámenes, llevaron a los americanos, poco a poco, a tomar el camino del enfrentamiento
contra la metrópoli.

Todos estos hechos, crearon entre los colonos fuertes resentimientos contra el gobierno de la
metrópoli, el régimen parlamentario británico, al que comenzaron a considerar despótico. Y eso tanto
respecto a las colonias como respecto a la misma metrópoli. De hecho, los liberales radicales ingleses
simpatizarían desde el primer momento con la causa de los colonos norteamericanos. Uno de esos
liberales radicales británicos que simpatizaron desde el primer momento con la causa de los rebeldes

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americanos fue Thomas Paine (1737-1809), nacido en Norfolk (Inglaterra). Por sugerencia de B.
Franklin, emigró a América en 1774, donde conoció a varios de los dirigentes independentistas.

Una vez en América, Paine se fue identificando cada vez más con las ideas de libertad que
imperaban entre los colonos y acabó alentando la secesión de las colonias y luchando al lado de los
insurrectos. Su obra más célebre, Common Sense (Sentido Común), fue publicada en enero de 1776,
como anónimo, y desplegó gran influencia entre los colonos, entre los que se difundió ampliamente en
los momentos inmediatamente anteriores a la Declaración de Independencia, con una cifra de 120.000
ejemplares vendidos en los tres primeros meses. El Sentido Común de Thomas Paine, se dirigía
expresamente en el mismo encabezamiento del texto, a los habitantes de América, y fue la biblia de
los revolucionarios.

En su obra, Paine expresaba un acendrado sentimiento republicano. Enemigo acérrimo de los


poderes despóticos de la monarquía absoluta, realizaba al mismo tiempo una crítica implacable del
régimen parlamentario inglés en la configuración que tenía entonces, al que calificaba de tiránico y
antidemocrático. Los intentos de la Corona y del Parlamento ingleses de recortar los derechos de los
colonos americanos, que solo pretendían obtener la igualdad fiscal y política con los ingleses de la
metrópoli, bien podían y debían ser descalificados por su carácter tiránico. La defensa de los derechos
naturales del hombre a la libertad, la igualdad y la propiedad, que la Ilustración proclamaba, eran
ideas que habían arraigado muy profundamente en los usos y en las conciencias de los
norteamericanos de la época revolucionaria.

Paine fue uno de los más claros exponentes teóricos del carácter esencialmente político de la
Revolución Americana: la sublevación de los colonos se dirigía contra el gobierno tiránico del
Parlamento británico. Pero la obra de Paine proponía la independencia también por otras razones no
menos importantes. Paine creía firmemente que los rebeldes americanos tenían en sus manos la
posibilidad de volver a empezar de nuevo la historia del mundo, deshaciéndose esta vez de los modos
de gobierno propios de Europa, modos de gobierno tiránicos y corruptos.

Paine soñaba con que ese retorno a un nuevo comienzo, se podía realizar sobre los nuevos
principios de la libertad y los derechos del hombre levantados por la Ilustración, y lejos de los viejos y
caducos principios de orden asociados a los despotismos que imperaban en Europa. Por ello, Paine
proponía que el objetivo político fundamental de la rebelión americana tenía que ser la consecución de
la más eficaz garantía y salvaguardia de los derechos humanos, mediante la constitución de un nuevo
Estado, democrático en su formulación y republicano en su configuración.

Sobre todos esos fundamentos, y bajo la influencia del iusnaturalismo ilustrado, la Declaración
de Independencia de 1776, redactada por T. Jefferson, expresó que el gobierno debe entenderse, sobre
todo, como resultado del acuerdo entre gobernantes y pueblo (Locke) para la protección de los
derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad por cada uno.

Por ello, razona la Declaración, cuando una forma de gobierno se enfrenta contra esos principios,
puede el pueblo reformarla o abolirla, e instituir un nuevo sistema de gobierno fundado en dichos
principios y organizar los poderes del Estado de modo tal que permita ofrecer las mayores garantías
para la efectividad de estos derechos (SE., BHEA, pag. 113). Merece la pena destacar algunos rasgos

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de la Declaración de Independencia:

1) El carácter de justificación: Cuando en el curso de los acontecimientos


humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos
que lo han ligado a otro y asumir entre las naciones de la tierra el puesto
separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa
naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad
exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.

2) El tipo de justificación: Sostenemos como evidentes estas verdades:


que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su
Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la Vida,
la Libertad y la búsqueda de la Felicidad; que para garantizar estos
derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus
poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando
quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos
principios, el pueblo tiene derecho de reformarla o abolirla e instituir un
nuevo gobierno que se funde en esos principios, y a organizar sus
poderes en la forma que juzgue ofrecerá las mayores probabilidades de
alcanzar su seguridad y felicidad.

3) La razón de la justificación: La prudencia, claro está, aconsejará que


no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo
establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la
humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean
tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas de gobierno a que
está acostumbrada (...)..>>

El rigor del texto, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo admirable.

Una novedad muy importante y específica de la independencia norteamericana fue la


elaboración, desde los primeros momentos de la revolución, de declaraciones de derechos (Bills of
Rights, o Declarations Rights). La fundamentación de estas declaraciones de derechos se hacía desde
la consideración de la necesidad de limitar los poderes del gobierno, estableciendo para ello una lista
de derechos fundamentales que, mediante el amparo jurisdiccional de jueces y tribunales, impidiesen
el ejercicio despótico de los poderes de gobierno o los abusos y daños de particulares. La declaración
de derechos se configuraba así como una garantía jurídica que el pueblo tiene derecho a establecer en
contra de cualquier gobierno y que ningún gobierno justo debe impugnar.

La primera de estas declaraciones de derechos fue la de Virginia, aprobada el 12 de junio de


1776. Tras su aprobación siguieron declaraciones similares en muchas de las colonias sublevadas. El
Bill of Rights de Virginia, recogía expresamente la idea de Locke de la igual libertad natural originaria
y de los derechos inherentes a la personalidad (inherent rights) del hombre. Esta declaración de
derechos tuvo una gran influencia en la política norteamericana, desde luego, pero también en la
política mundial de los siglos siguientes. En primer lugar, influyó en la propia Constitución

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norteamericana de 1787, de la que luego se hablará, concretamente en las enmiendas I a X de la


Constitución Federal de 1787, que forman su declaración de derechos. También influyó mucho en la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada por la Asamblea Nacional Francesa
en 1789, que se inspiró directamente en aquélla. Asimismo, la Declaración de Derechos de los
Ciudadanos de Virginia constituyó uno de los precedentes más importantes que inspiraron a los
redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada y promulgada por las
Naciones Unidas en 1948.

Sin embargo, debe señalarse un hecho que tendría serias repercusiones sobre el nuevo país que se
estaba constituyendo. La Declaración de Independencia de 1776, establecía la independencia y
soberanía de todas y cada una de las trece colonias que se emancipaban, si bien es también cierto que
la declaración se efectuó conjuntamente, de modo unificado, por un autodenominado Congreso
Continental Americano reunido con tal propósito en Filadelfia (Pensilvania), que pretendía ostentar la
representación de todo el pueblo de cada una de las trece colonias. Estaba claro que la orientación
general de las colonias se dirigía, en esos momentos iniciales de la revolución, al mantenimiento de la
unidad de todas ellas, aunque la forma concreta de hacerlo definitivamente hubiese de esperar aún por
algún tiempo.

La primera forma en que se plasmaría la articulación política de la nueva nación se estableció en


los denominados Artículos de la Confederación y Unión Perpetua", adoptados por el Congreso
Continental en 1777. Esta primera Constitución era de carácter confederal. Los artículos trataban de
conservar la soberanía de los Estados, creando un comité de gobierno central emanado del Congreso
al que se le confirieron, exclusivamente y recortados, aquellos poderes que las colonias habían
reconocido anteriormente al Rey y al Parlamento británicos. Pero al gobierno general norteamericano
de aquellos momentos iniciales se le negaron los necesarios poderes fiscales y aduaneros, los de
regulación de la política monetaria y comercial y otros importantes asuntos interiores.

Esa primera Constitución confederal, se caracterizaba por la debilidad del gobierno central,
supeditado en todo a los gobiernos de los Estados. Quizá el rasgo más destacado de esa primera
Constitución fue la declaración, escrita en su propio título, de hacer de la Unión un hecho definitivo y
permanente. La terminología usada no dejaba margen a la duda: Unión Perpetua. Este rasgo,
profundamente arraigado entre la población de las trece colonias, facilitó y fundamentó la reforma
constitucional de 1787 y fue uno de los principales argumentos de los unionistas en la crisis
secesionista de 1860.

La desconfianza de los Estados hacia el gobierno común era característica predominante de esa
primera Constitución norteamericana. Una actitud que significó, en la práctica, la debilidad y la
incapacidad del gobierno central del nuevo país, que no tenía poderes ni para recaudar impuestos.
Pero pese a lo insuficiente de sus poderes y a las deficiencias del sistema confederal inaugurado en
1776, puede decirse que el comité de gobierno del Congreso logró desenvolverse bastante bien
durante los años de la guerra de revolucionaria, aunque ello se debió en gran medida al esfuerzo
entusiasta desplegado sobre todo por G. Washington y algunos otros. La victoria en la guerra contra
Inglaterra se debió, sobre todo, a la enorme distancia de más de mil millas que separa Gran Bretaña de
Norteamérica.

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Las dificultades prácticas que presentaba el esquema constitucional de 1777 para llevar a cabo la
tarea de dotar de una mínima organización al nuevo país, determinaron su crisis. Una crisis que no
tardó en ser claramente percibida por la ciudadanía, que veía como el sistema republicano y la
garantía de los derechos civiles resultaba insuficiente para organizar el país. Había trece gobiernos
locales con poderes reales y un gobierno general con competencias nominales, pero desprovisto de
todo poder.

No bastaba una mera unión entre los Estados, pues era preciso conformar la nueva nación
mediante la articulación de una unión diferente, de una unión real, de una Unión Federal. Así, en
1787, la mayoría del país y del Congreso apoyó la convocatoria de una Convención Nacional con
competencias en materia constitucional, que redefiniese la organización general del recién nacido
Estado norteamericano, mediante la revisión de la constitución vigente y la elaboración, en su caso, de
una nueva Constitución.

Como acertadamente expresa Tocqueville, si alguna vez América y su pueblo han sabido
elevarse por unos instantes al alto grado de gloria en el que pretenden estar siempre, fue justo en aquél
momento en que se hizo evidente para el conjunto de la ciudadanía el desacierto general del régimen
político de la nación. Lo que hay en estos hechos de realmente nuevo por comparación con la historia
de otras sociedades es el observar un pueblo como el norteamericano que, advertido por sus
legisladores de que los mecanismos de su organización política se derrumbaban, volvió hacia sí
mismo su mirada y sin precipitación ni miedo sondeó la gravedad del mal, investigó durante un
tiempo los posibles remedios y, cuando el remedio fue encontrado, se sometió al mismo
voluntariamente.

Y eso sin que todo ello le costase al país ni una lágrima, ni una persecución, ni una gota de
sangre. Sin espasmos revolucionarios. Con sosiego, los norteamericanos afrontaron el enorme
problema surgido en el país al ver el desvarío al que conducían sus instituciones iniciales, y
resolvieron ese problema con una decidida apuesta por un nuevo régimen político, un régimen sin
referentes directos ni claros en la historia de la humanidad: la moderna democracia política.

Los independentistas americanos habían creído, en los primeros momentos que, para organizar
un régimen político de acuerdo con el respeto a los derechos del hombre bajo el gobierno de la
mayoría, podría bastar el principio del gobierno republicano. Pensaban que el principio republicano,
operando sobre la base de una amplia libertad civil y política, sólidamente asentadas en la vida local y
separada de cada uno de los trece nuevos Estados, podría bastar para tener garantizados libertad,
derechos personales e independencia nacional. Pero esto no estaba siendo así.

La mentalidad que presidió la Convención constitucional de 1787, a diferencia de la que reinó en


la Asamblea Constituyente Francesa de 1789, fue su enorme sentido práctico. Su obra fue sobre todo
realista y práctica antes que doctrinaria o teórica. Y no es que le falte teoría, no. El debate nacional
sobre esos asuntos fue amplísimo. Los argumentos empleados, recopilados en los célebres artículos de
"El Federalista" (Hamilton Jay y Madison), dan cuenta de la sólida base teórica del propósito. Una
base esencialmente republicana y democrática.

En la Convención hubo dos grandes tendencias, en las que se dividieron los delegados asistentes:

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de una parte, los federalistas, nacionalistas, centralistas o unionistas a secas, que aspiraban a
establecer un ejecutivo nacional fuerte, una judicatura nacional independiente y una legislatura
nacional libre del dominio del ejecutivo, dotados todos ellos de poderes, facultades y competencias
reales y efectivos; de otra parte estaban los "confederalistas", defensores de los derechos de los
Estados, recelosos de que cualquier aumento de los poderes del poder central, significase una pérdida
de derechos y competencias de cada uno de los Estados, tan recientemente independizados.

El debate constitucional en la Convención de Filadelfia, entre abril y septiembre de 1787, no fue


fácil, y en ocasiones estuvo a punto de irse al traste la iniciativa de revisión constitucional. Pero el
sentido práctico se impuso siempre en los momentos más difíciles y, de este modo, el 17 de
septiembre de dicho año, culminados los trabajos de elaboración del nuevo texto, la Constitución
Federal fue aprobada y firmada. Quedaba aún por realizar el proceso de su ratificación por cada uno
de los Estados, consecuencia obligada del sistema confederal pre-existente. Pero este proceso, pese a
algunas significativas demoras, se llevó a cabo sin grandes problemas.

La república norteamericana de 1787 estableció su régimen político sobre tres pilares básicos: el
republicanismo, la división de poderes y el federalismo. Tres bases que dieron como resultado la
aparición en la historia de la primera democracia representativa; una democracia orientada a la más
sólida afirmación y garantía de los derechos y la libertad de los ciudadanos.

El preámbulo de la Constitución invoca, en la condición de sujeto de la Constitución, a la


totalidad del pueblo de los Estados Unidos, otorgante y a la vez beneficiario de esa Constitución. Este
aspecto, aparentemente menor, estaría llamado a ser uno de los argumentos de peso que emplearían
los llamados federalistas o unionistas, en las sucesivas polémicas que siguieron a la aprobación de la
Constitución respecto a la supremacía de la Unión o la supremacía de los Estados.

Una de las esencias de la nueva Constitución y uno de los principales secretos de su éxito, que
está contenida en el preámbulo constitucional, fue esa subordinación completa y obligatoria del nuevo
gobierno e instituciones federales a los ciudadanos de todo el país. Es decir, la definición de la
soberanía nacional como soberanía popular directa de los ciudadanos de toda la Unión, no como
"soberanía compartida" por los Estados integrantes de esa Unión; ni siquiera como soberanía
"agregada" de la correspondiente a los ciudadanos de los diferentes Estados federados, tomados estos
por separado.

Mientras que el antiguo gobierno central dependía para la ejecutividad de sus decisiones de la
aprobación de las mismas por los gobiernos de los Estados soberanos coaligados, el nuevo régimen
federal podría crear sus propias leyes y ponerlas en vigor en toda la Unión, a través de la jurisdicción
única de los tribunales federales. Pero a la vez, la soberanía era fraccionada en partes contrapuestas, el
poder legislativo (Cámara de Representantes y Senado) y el poder ejecutivo (la Presidencia),
sometidos ambos al control de un poder judicial unificado e independiente.

La división de poderes efectuada por la Constitución de 1787 ha constituido una de las más
trascendentales aportaciones prácticas de la obra constitucional norteamericana a la política moderna.
La soberanía absoluta es una idea nacida de la teoría y la práctica de la monarquía absoluta, en cuya
virtud se entregaba todo el poder político al soberano, investido como tal por Dios, y que encarnaba

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físicamente la soberanía.

Además, para eliminar la mera posibilidad de los abusos de las mayorías parlamentarias de las
que tanto se habían quejado los colonos americanos, éstos instituyeron dos tipos de precauciones:
primeramente, que el poder ejecutivo no esté sometido a las órdenes de la mayoría parlamentaria, es
decir, justo al contrario de como se había establecido en la tradición parlamentaria británica; y
además, que los jueces ordinarios pudiesen suspender la aplicación o declarar la nulidad, por
inconstitucionalidad, de las leyes que conculcaran los principios constitucionales. Esto supuso la
renuncia a establecer un sistema de Cámara de Revisión de la constitucionalidad de las leyes
ordinarias o Tribunal Constitucional, encomendando el ejercicio de esa función al Poder Judicial en su
conjunto.

En fin, la Constitución organizó el Estado sobre el establecimiento de una fractura del poder
político constituido, una quiebra de la soberanía en tres trozos o partes diferentes y separados. Pero, al
mismo tiempo, se fundamentaban los tres poderes en un mismo origen popular, de carácter
representativo. La elección directa por el pueblo del jefe del poder ejecutivo (el Presidente) y de los
miembros del poder legislativo (el Congreso y el Senado), junto con la participación popular en la
justicia mediante la institución del jurado, configuraron una magnífica concreción práctica de las ideas
de la división de poderes anticipadas por Locke y teorizadas por Montesquieu.

Otra de las grandes aportaciones de la Constitución norteamericana de 1787, fue la creación y


plasmación práctica del concepto de federalismo. Desde los remotos tiempos de la antigua democracia
ateniense y de la república romana, se había considerado comúnmente por la totalidad de los teóricos
y prácticos de la política, que las formas democráticas y republicanas de gobierno solo eran
practicables en comunidades de pequeño tamaño y de escasa población. La nueva Constitución
norteamericana demostró que la república democrática podía ser, también, un excelente régimen para
la organización del gobierno en los más grandes países, por muy extensos que estos fuesen
territorialmente y por muy numerosa que resultase su población. El federalismo político ha constituido
la más original aportación de los norteamericanos al pensamiento político y jurídico modernos.

El federalismo es un principio para la organización de los Poderes del Estado en el que el


gobierno general o nacional y los gobiernos regionales o estatales ejercen sus poderes dentro del
mismo sistema político. En un sistema federal coexisten, pues, diferentes niveles de gobierno: poderes
locales (municipalidades que agrupan individuos), poderes territoriales (que agrupan individuos y
municipalidades u otros entes territoriales) y poderes generales que agrupan y coordinan a los
anteriores y dirigen los asuntos generales de la nación. Cada nivel de gobierno de los mencionados
posee poderes propios y las competencias de unos y otros no se superponen nunca, ya que los asuntos
de que se ocupa cada administración son de su exclusiva competencia, bien sea en su totalidad, bien lo
sea en aspectos determinados y singulares de cada asunto. Pero el conjunto forma una única unidad
política estructurada, la nación norteanericana, bajo una única soberanía, la del pueblo de la unión.

Con esta original solución, con el federalismo, se resolvió uno de los más delicados puntos del
debate constituyente efectuado en la Convención de Filadelfia y en todo el país: el relativo a la
armonización de la soberanía de la Unión con el aseguramiento de los derechos de los Estados
federados. La orientación federalista de los impulsores de la Constitución estableció, finalmente, el

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Acierre@ del sistema federal, con la denominada Ateoría de los poderes implícitos@ (implied
powers) de la Unión. En su virtud, la autoridad federal puede y debe suplir los casos no previstos
explícitamente por la Constitución cuando se presente el caso. No obstante, debe indicarse que el
debate entre la soberanía de la Unión y los derechos de los Estados, no se cerraría definitivamente
hasta la Guerra Civil (1861-1865).

Sin embargo, había muchas incógnitas por despejar en cuanto a la organización del nuevo
Estado, que estaba efectuando simultáneamente tres grandes experimentos políticos, que la vieja
sabiduría política de la despótica Europa estimaba destinados irremisiblemente al fracaso:
Independencia de la metrópoli, republicanismo democrático y federalismo. También había otro grave
asunto, la esclavitud de los negros. Un grave asunto que podía hacer presagiar futuros conflictos si el
desarrollo ulterior de la esclavitud en cada uno de los Estados no llegase a presentar los perfiles más
homogéneos posibles en su conjunto. Pero en 1787 la esclavitud no constituía todavía un gran
problema: no estaba muy extendida y tampoco despertaba la animosidad que llegaría a concitar en su
contra el enorme desarrollo que experimentó en el siglo XIX siguiente.

Pero no es posible terminar este asunto sin mencionar la gran crisis sufrida por la Unión Federal
norteamericana entre 1860 y 1865, que giró en torno a dos grandes cuestiones: la esclavitud en los
Estados del Sur y la polémica sobre la supremacía de la Unión o la supremacía de los Estados
federados. Y no es fácil determinar cual de las dos resultó a la larga más determinante para
desencadenar la grave crisis secesionista de 1860. Ambas cuestiones se mezclaron de tal modo en la
realidad que se hace realmente difícil estudiarlas separadamente.

Uno de los puntos centrales del debate habido en la Convención Constitucional de 1787, fue el
que tuvo lugar entre los partidarios de la soberanía federal y los partidarios de la más amplia soberanía
de los Estados. Polémica que pareció amortiguarse durante los primeros años, pero que tras la guerra
de 1812 contra Inglaterra y la extensión de la esclavitud en los estados del Sur, brotó y rebrotó hasta la
crisis de 1860. En ese año, tras varios choques (1820, 1836, 1850, 1856) entre unos y otros, la victoria
del republicano Abraham Lincoln en las elecciones Presidenciales, desató la crisis de la secesión de
los Estados del Sur. Como se ha dicho, uno de los puntos centrales del debate habido en la
Convención Constitucional de 1787, fue el que tuvo lugar entre los partidarios de la soberanía federal
y los partidarios de la más amplia soberanía de los Estados. Polémica que pareció amortiguarse
durante los primeros años, pero que tras la guerra de 1812 contra Inglaterra y la extensión de la
esclavitud en los estados del Sur, brotó y rebrotó hasta la crisis de 1860. En ese año, tras varios
choques (1820, 1836, 1850, 1856) entre unos y otros, la victoria del republicano Abraham Lincoln en
las elecciones Presidenciales, desató la crisis de la secesión de los Estados del Sur.

Lincoln no estaba dispuesto a tolerar la secesión de los Estados esclavistas porque, a su juicio, tal
secesión supondría a la vez dos grandes males: la secesión de los Estados esclavistas supondría sobre
todo el fin del proyecto democrático norteamericano inaugurado en el siglo XVIII, al tiempo que
garantizaría el mantenimiento indefinido en Norteamérica de la lacra de la esclavitud. Para Lincoln, la
secesión de los Estados esclavistas atentaba directamente contra la democracia fundada en 1787. Esta
posición reflejaba razonablemente bien el más amplio sentir de los ciudadanos del país.

Para Lincoln, la cuestión política planteada a los Estados Unidos por la crisis de la secesión no

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era tanto la esclavitud; ni siquiera lo era el mantenimiento de una Unión indisoluble, pese a que ambos
asuntos eran cuestiones primordiales, en todo caso. Para Lincoln, la cuestión trascendental fue la
defensa, mantenimiento y viabilidad efectivas de los valores establecidos en la Constitución de 1787:
el mantenimiento y la pervivencia de un sistema de gobierno como el norteamericano, fundado en los
principios de protección de los derechos a la vida, la libertad y a la búsqueda de su felicidad,
garantizados para todos los ciudadanos, que había organizado los poderes de su Unión de modo que
ofreciesen las mayores probabilidades de establecer la más estricta seguridad de los derechos de las
personas bajo el gobierno de la mayoría.

Ese fue, quizá, el punto central del planteamiento de Lincoln en su intransigente defensa de la
unidad de la República durante sus mandatos. Las cuestiones de la esclavitud y la Unión se habían
entremezclado y enconado hasta tal punto, que la amenaza de secesión de los Estados esclavistas
había terminado por recaer, también, sobre el propio sistema de gobierno establecido por la
Constitución de 1787. Lincoln afrontó una tarea mucho más grande y difícil, si cabe, que la asumida
por los fundadores de la República en 1776 y en 1787. Lincoln partía de una Unión ya fundada. Pero
en 1860 esa Unión estaba a punto de disolverse. Lincoln asumió la tarea de refundar la Unión
reconstruyendo el edificio de la República sobre la base de la soberanía nacional del pueblo de toda la
Unión, idea de soberanía ya implícita en el preámbulo de la Constitución de 1787, en la convicción de
que la única posibilidad de pervivencia en el futuro de la democracia en América, residía en que ésta
se fundase en la conciencia de una unión indisoluble. Lincoln creía firmemente que la secesión
implicaría, a medio o largo plazo, la imposibilidad absoluta para mantener el gobierno popular,
representativo y democrático, tanto en el Norte como en el Sur.

Si la democracia debía perdurar en Norteamérica, ello sólo sería posible con la unión de todos los
Estados bajo la Constitución de 1787. Esta tesis fue la que mantuvo Lincoln durante todas sus
campañas políticas, desde 1858. El coste de la afirmación de esa tesis fue una sangrienta guerra civil
casi cinco años y el legado de un problema, la integración de los negros, que tardaría más de cien años
en hallar las vías para su definitiva solución.

Madrid, 10 de diciembre 2001.

SUGERENCIAS

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REPRESENTACIÓN POLÍTICA
CONCEPTO:

El concepto de representación significa actuar en


interés o en nombre de alguien. Sin embargo, si
nos referimos a la política, la representación
implica algo más, pues se trata de que unos
gobernantes que representan a unos ciudadanos
tienen que velar por el bien común del conjunto
de una sociedad.
CONCEPTO:

En otras palabras, cuando los miembros de una


comunidad seleccionan y eligen a algunos de sus
miembros para que se hagan cargo de ciertas
responsabilidades de gobierno, estamos
hablando de la representación política
REPRESENTACION POLITICA
La importancia del principio representativo
políticamente, ha permitido distribuir el poder entre
varios e indistintos personajes, quienes a su vez se
controlan recíprocamente.
La representación política es aquella que no es
ejercida directamente por el pueblo sino
indirectamente, este es atraves de representantes
que son elegidas para que actúen y decidan.
Estos representantes deben garantizar el control del
poder político así como la separación de los poderes
que es el fundamento del Estado de Derecho.
REPRESENTACIÓN POLÍTICA
La representación política es una institución, mediante la
cual una comunidad selecciona y elige a alguno o algunos
de sus miembros para que se hagan cargo de la defensa
de los intereses que son comunes. De esta forma, la
comunidad lo hace su representante y lo coloca en un
órgano de discusión y decisión del gobierno.
El significado original de representación política es la
actuación en nombre de otro en defensa de sus intereses.
El representante no sólo encarna esos intereses, sino que
debe racionalizarlos para poder inscribirlos en el orden
legal y estatal de que se trate.
REPRESENTACIÓN POLÍTICA

En la actualidad el término de representación


política contiene varias condiciones y
presupuestos.
La representación política está emparentada con
la idea de control y de responsabilidad del
representante. El representante lo es porque se
somete a la fiscalización de sus representados.
REPRESENTACIÓN POLÍTICA
 El elegido debe actuar con responsabilidad
respecto de las exigencias de la ciudadanía que lo
sostiene, procurando lograr que se cumplan las
exigencias normativas de esa sociedad, o de lo
contrario le será retirada la confianza. En nuestros
sistemas políticos esa retirada de confianza sólo
es posible en las siguientes elecciones, lo que no
deja de afectar a la idea de que el pueblo, gracias
a su carácter soberano, es el que siempre decide
en democracia.
FUENTE DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA

La representación configura en la existencia de


dos sujetos:
a) El Representado

b) El Representante.

El primero otorga facultades de obrar en su


nombre, siendo el segundo quien ejecutará en
función a esa facultad otorgada
SOBERANÍA POPULAR Y REPRESENTACIÓN
POLÍTICA
Soberanía popular; es considerada como intangible
e indelegable, por tanto conduce a la democracia
directa y excluye la democracia representativa.
A la existencia de sociedades con dimensiones
extensas, se presenta dificultades para que se
pueda establecer la representación directa, por lo
que la única forma de una convivencia social debe
establecerse la representación política, mediante
mecanismos establecidos por la democracia directa.
(Juan Jacobo Rousseau en su obra El Contrato Social)
SOBERANÍA NACIONAL Y REPRESENTACIÓN
POLITICA
La soberanía nacional es de carácter indivisible y
se atribuye a la nación, siendo este un ente
abstracto, la Nación se expresa y actúa mediante
representantes, de esta forma se concreta la
existencia real de la soberanía nacional,
generándose la magnificencia de la
representación política.

(Siyés, sostenida en debates de la Asamblea Constituyente Francesa de 1789)


Capítulo 3
DEMOCRACIA Y TIPOS DE DEMOCRACIA

KARLA RODRÍGUEZ BURGOS*


Universidad Autónoma de Nuevo León

SUMARIO: 1. DEMOCRACIA DIRECTA. 2. DEMOCRACIA LIBERAL: SOCIAL Y ECONÓMICA.


3. DEMOCRACIA PARTICIPATIVA. 4. OTROS TIPOS DE DEMOCRACIA. 5. PROBLEMAS DE
LAS DEMOCRACIAS LATINOAMERICANAS ACTUALES. 6. LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRA-
CIA EN MÉXICO.

Resumen: El presente artículo muestra un amplio panorama en torno al tér-


mino de democracia, abordando de manera general el signiicativo tema de
la transición, así como también menciona algunos tipos de democracia, esto
con el objeto de conceptualizar y referir el proceso de adopción de los regí-
menes democráticos en América Latina, además de exponer los problemas
actuales que se presentan en las democracias latinoamericanas. Finalmente
se analiza el caso Mexicano; y los cambios históricos que fueron el partea-
guas que generaron las condiciones necesarias para la transición democrá-
tica en nuestro país.
Palabra clave: Democracia, Transición a la democracia, Tipos de democra-
cia.
Keywords: Democracy, Transition to democracy, types of democracy.

1. DEMOCRACIA DIRECTA
La democracia es un sistema político en el que se tiene el derecho al voto para
elegir a los representantes en elecciones periódicas, sin embargo, a lo largo del

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Doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Nuevo León de donde es Pro-
fesora de Tiempo Completo Sus líneas de investigación son democracia, cultura política, par-
ticipación ciudadana y metodología aplicada. Actualmente cuenta con Peril PROMEP y es
miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Entre sus publicaciones se encuentran: Per-
cepción y conceptualización de la democracia actual mexicana (2014), Habilidades investiga-
tivas (2014), Grupos de enfoque (2014), Participación política y hábitos comunicativos de los
jóvenes universitarios en Nuevo León (2013). Estudios sobre la percepción de la democracia
en Monterrey (2013), Percepción del consumidor en la actuación de las empresas socialmente
responsables (2013), Investigación cuantitativa: diseño, técnicas, muestreo y análisis cuanti-
tativo (2012), Percepciones asociadas a la democracia en el municipio de Monterrey, Nuevo
León, México. (2012). Promoción de la participación ciudadana (2010). Democracia, origen y
perspectiva (2008). Contacto: karoburgos@yahoo.com.mx.
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tiempo, a este concepto se le han agregado características, derechos, libertades,


requisitos económicos, sociales y políticos que han llevado a pensar que la demo-
cracia es un sistema político que ya no puede existir más.
En una democracia directa, los ciudadanos pueden votar directamente en las
elecciones, decidiendo lo que se tiene que hacer para el bien de la sociedad. Aris-
tóteles (2004) se declaraba en contra de la democracia, ya que era un gobierno de
las masas, en donde los pobres buscarían obtener su propio beneicio, por lo que
se generaría una lucha de clases (Rosenberg, 2006).
Rousseau (2006) sugirió que la única forma de que existiera una verdadera
democracia era con una mayor cantidad de gobernantes que de gobernados, en
Estados pequeños donde todo mundo se conociera, reuniéndose frecuentemente
para discutir los asuntos públicos y donde no existiera diferencia de riquezas. Por
lo tanto, Rousseau propone una democracia directa y deliberativa, en donde la
ciudadanía decidiera sobre los asuntos públicos por medio de la deliberación de
las propuestas.
La democracia directa le permite a los ciudadanos involucrarse directamente
en los asuntos públicos, discutiendo o debatiendo las decisiones que debían to-
marse para el mejoramiento de la sociedad, sin embargo, hay que tomar en cuenta
que este tipo de democracia se daba sin contemplar a todos los ciudadanos para
debatir acerca de los asuntos públicos o problemas que enfrentaba la sociedad,
es por ello que surgió la democracia representativa, en donde un grupo de gober-
nantes elegidos por la sociedad son quienes van a tomar las decisiones acerca de
los asuntos públicos. (Rodríguez Burgos, 2010).
La representación es la forma en la que un elegido actúa de acuerdo con los
intereses de los que lo eligieron, esto es, representando al elector para la toma de
decisiones en los asuntos públicos, de acuerdo con Duverger (2001). Montesquieu
(2007) deinía a la democracia como una república, donde el poder residía en
el pueblo. La elección de quienes serían los gobernantes debía ser por sorteo, y
la elección de los mismos debía ser por votación de los ciudadanos buscando la
igualdad y bienestar para todos.
Aunque existen teóricos que entran dentro de la categorías de democracia re-
presentativa, se observó que la corriente liberal se entremezcla con esta deinición,
es así que primero delimitaremos la democracia liberal en general, para después
separar esta corriente en dos vertientes, primero la democracia social en donde se
le da un mayor peso a la igualdad social de las personas, para después dar paso a
la democracia económica, en donde los exponentes de esta corriente explican la
democracia con características económicas que debieran cumplir.
Democracia y tipos de democracia 51

2. DEMOCRACIA LIBERAL: SOCIAL Y ECONÓMICA


De acuerdo con Cerroni (1992), el liberalismo otorga la dignidad igual de los
hombres, al igual que deine los procedimientos que se necesitan para asegurar la
competencia libre entre las personas en la búsqueda del poder. En las aportaciones
que hace Mill (1970) al pensamiento liberal moderno, además de darle importan-
cia a la libertad individual, también le agrega la característica de participación a
través del voto, eligiendo periódicamente a los representantes.
En una democracia liberal los individuos buscan mayores libertades civiles, de
expresión, de asociación, con la mínima interferencia por parte del Estado para
contribuir al bienestar social de todos los ciudadanos. Por otra parte, el libera-
lismo económico se asocia en un sentido laissez faire, esto es, de libre mercado,
donde se debe dejar que el mercado se ajuste por sí mismo con la interferencia
mínima del Estado (Carter, 2005).
La democracia social deinida por Sartori (2002), se basa en la igualdad, en
donde los miembros de la sociedad se vean y se traten como iguales. Además
incluye la efectividad de derechos sociales y la disminución de las desigualdades
sociales para toda la población (Paramio, 1996). Por lo tanto, la democracia so-
cial se relaciona con conceptos políticos, económicos y culturales (Moya Palencia,
1982).
La sociedad con la que se encuentra Tocqueville (2005), era una sociedad ba-
sada en la soberanía del pueblo, con principios establecidos en la Constitución de
los Estados Unidos, tales como orden, ponderación de los poderes, libertades y
respeto a los derechos. Por tanto, se encuentra con una democracia socialmente
más desarrollada tanto en igualdad de derechos como en libertades, diferente al
tipo de democracia que se presentaba en ese momento en Europa.
La democracia social fue seguida por James Bryce (2007), en donde explica que
en los Estados Unidos se desarrollaba una democracia con mayor igualdad entre
hombres y mujeres, no en política, sino en aspectos sociales y legales, además de
ser más respetuosa con los individuos, quienes no estaban dispuestos a sacriicar
su libertad. Agrega a la concepción de Tocqueville una mayor igualdad, denotada
como igualdad de estima, en donde todos los ciudadanos debían tratarse como
iguales (Sáenz López, Gorjón Gómez & Rodríguez Burgos, 2008).
Como una forma de adaptar las teorías democráticas a los resultados presen-
tados en las sociedades avanzadas, se incorporan términos económicos a estas
teorías, no sólo como una nueva concepción, sino para legitimar la distribución
del poder en las sociedades (Morán, 1996). Por lo tanto, la incorporación de
términos económicos a la democracia se da primero como una forma de explicar
la deinición de la democracia de una forma económica, vista como una compe-
tencia de libre mercado entre gobernantes por la obtención de la mayor cantidad
52 Karla Rodríguez Burgos

de votos, además de incorporar bases o elementos económicos que favorecen el


sostenimiento de las democracias. (Sáenz López, Gorjón Gómez & Rodríguez
Burgos, 2008).
De acuerdo con Sartori (2002), la democracia económica se basa en la igual-
dad económica, esto es, tener una mejor redistribución de la riqueza para el bien
de todos, sin embargo también hay un desarrollo de las teorías económicas de la
democracia, en donde se utilizan conceptos y términos de la ciencia económica
para explicar los procesos políticos.
El término de democracia económica fue acuñado por Marx (1999), quien to-
mando en consideración un modelo de democracia directa, agrega características
como igualdad y libertad, pero además se debía buscar la eliminación del Estado,
y al ser todos los ciudadanos iguales, se daría una planiicación de la economía
con una mayor eiciencia en el uso de los recursos traducidos en un mejoramiento
para todos por igual.
Aunque considerada también como democracia industrial, Sidney & Beatrice
Webb describen ésta como una parte de la democracia económica, la cual debe
darse en el trabajo, esto con el objetivo de tener una representación en favor de
los derechos de los trabajadores (Sartori, 1999); dicho de otra manera, es la par-
ticipación de las personas en el área laboral, en la toma de decisiones, mediante
estructuras y procesos que deben seguirse, que implican un intercambio de auto-
ridad y responsabilidad en el trabajo.
Caliicada como una deinición ¨minimalista de la democracia¨ (Paramio,
1996) o como sólo un método político para la elección de los líderes encargados
de tomar las decisiones políticas (Morán, 1996), fue la ofrecida por Schumpeter
(1950), quien deine a la democracia como un método para la designación de
quienes nos gobiernan, esto es, una lucha de competencias por el voto del pueblo,
en donde el pueblo elige a un gobierno por medio de la elección de un líder. Es así
que existe una clara competencia entre líderes, muy parecida a la competencia de
mercado.
Por otro lado, Anthony Downs describe a los partidos políticos como máqui-
nas que buscan la mayor cantidad de votos posibles por medio del desarrollo de
políticas que convenzan al electorado para la obtención del poder (Heywood,
2004). De acuerdo con Downs (2001), un sistema democrático reunía caracterís-
ticas como competencia entre partidos en elecciones periódicas, el partido electo
tiene el control hasta las siguientes elecciones, los partidos perdedores no intentan
impedir el ascenso al poder del partido ganador y cada individuo tiene un solo
voto en cada elección.
A partir de estas características deduce que en una democracia los partidos
compiten en una lucha para la obtención de votos, para una vez obtenido el
control, el partido elegido lleva a cabo políticas que satisfagan las necesidades de
Democracia y tipos de democracia 53

ciertos grupos de interés, por lo tanto dice que la función social del partido está
relacionada con las motivaciones privadas que deben realizar a in de quedarse en
el poder, obtener beneicios y tener un mayor prestigio y por parte de los ciuda-
danos, considerándolos racionales, consideran las elecciones como un medio de
elección del gobernante que más les beneicie (Downs, 2001).

3. DEMOCRACIA PARTICIPATIVA
La democracia participativa contiene una diversidad de formas de participa-
ción, sin embargo todas encerradas en un mismo ideal, los ciudadanos deben ser
más activos, informados y racionales no sólo para elegir a sus representantes,
sino también para participar en la toma de decisiones. Esto se da en función de
una mejor educación ciudadana, desarrollo de una cultura política e incluso en
debates públicos que permitan discutir las diferentes opciones. (Sáenz López &
Rodríguez Burgos, 2010).
La democracia descrita por Weber (1991) tiene que ver con un sistema político
que proporciona elecciones periódicas para el cambio de gobernantes, permitien-
do la participación de la mayor parte de la población para inluir en la toma de
decisiones mediante la elección de los gobernantes para que ocupen un cargo pú-
blico (Lipset, 1987). La relación entre el papel de la burguesía en la formación de
la democracia en una sociedad industrial fue establecida por Weber, sin embargo,
en esa época los países gobernados democráticamente eran una excepción (Gon-
zález Enríquez, 1996).
Por su parte, John Dewey (2004) indica que la democracia solo se dará en la
medida en la que los ciudadanos estén más involucrados activamente en el pro-
ceso político, siendo elemento indispensable la educación de los ciudadanos, re-
conociendo los intereses mutuos como ¨factor del control social¨ para así generar
un cambio continuo en los hábitos sociales. Con ciudadanos educados se podrían
hacer mejores elecciones y para obedecer las resoluciones que dictaban sus gober-
nantes. Por tanto, se considera que una sociedad es democrática en la medida en
la que se facilita la participación de los ciudadanos en condiciones iguales (Dewey,
2004).
Pateman señaló que el término participación tomo fuerza en el panorama po-
lítico para dar paso a nuevas formas y derechos de participación a los ciudadanos
(Vergara Estévez, 2005), agregando que las teorías de democracia participativa
requieren de una participación de los ciudadanos para darle un sentido de com-
petencia que debe ser desarrollado en una democracia (Pateman, 1999), siendo
además necesaria una mayor igualdad para que el sistema político sea más par-
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ticipativo, en donde los ciudadanos se comprometan directamente en la toma de


decisiones (Bernazza, Iriarte y Vázquez, 2003).
Por otro lado, Touraine (2006) deine a la democracia participativa como la
penetración de un mayor número de actores que se inmiscuyen en problemas
sociales, individuales y colectivos para una mejora en la toma de decisiones. Las
condiciones básicas que deben darse son la libertad de los individuos para elegir
a sus gobernantes en elecciones periódicas, y además deben complementarse con
tres dimensiones, el respeto a los derechos fundamentales, que los individuos se
sientan ciudadanos y la representatividad de los dirigentes (Touraine, 2006).
Mclaughlin (1992) marca estándares mínimos y máximos que debe cumplir
una ciudadanía, como mínimos indica que la ciudadanía debe tener una actitud
pasiva ante las leyes, pero debe ser activo en el ejercicio de los derechos políticos.
Por el lado de los máximos, el autor dice que para que exista una «auténtica de-
mocracia» se debe buscar tener una participación más amplia, en donde todos los
ciudadanos cuenten con la oportunidad de ser activos, si así lo desean.
De acuerdo con O’Donnell (1994), tanto la democracia participativa como
la ciudadanía descansan sobre la participación, es así que, el tener ciudadanos
activos, brindará nuevas oportunidades para participar en la regulación de los
sistemas de toma de decisiones en la sociedad. Por lo tanto, para alcanzar un
mayor grado de democracia, es necesario robustecer los sistemas de participación
ciudadana, que hagan cumplir una parte de la «iscalización» que es la rendición
de cuentas de los funcionarios públicos.

4. OTROS TIPOS DE DEMOCRACIA


Además de las deiniciones de democracia en donde se incluyen libertades, e
igualdades, también se le da gran importancia a la participación, sin embargo lo
anterior, existen otras características que deben tomarse en cuenta en una demo-
cracia para que subsista este régimen. Es así que aparecen otros tipos de democra-
cia como la deliberativa, la consensual, la procedimental y la constitucional, las
cuales serán descritas a continuación.
En la democracia deliberativa se buscan razones para justiicar las leyes que se
adoptan apelando a principios de libertad y justicia, aceptando los derechos que
les corresponden a los ciudadanos, pero permitiendo que dichos derechos puedan
ser interpretados y aplicados con cambios mediante el proceso de deliberación en
el proceso político, para encontrar términos justos de cooperación que puedan ser
aceptados por la mayoría (Encyclopedia of Democratic Thought, 2001).
El énfasis de la democracia deliberativa se encuentra en el discurso público,
mediante el respeto de la diversidad cultural y de los valores liberales (Carter,
Democracia y tipos de democracia 55

2005). Las teorías que sustentan la democracia deliberativa dan un énfasis a la


argumentación razonada que debe seguirse, mediante debates informados, impar-
ciales y civiles, para llegar a un acuerdo en las decisiones políticas (Carter, 2005).
Las cámaras de representantes son el espacio en donde debe darse la deliberación
mediante la legislación de los asuntos que les concierne a todos los ciudadanos
(Ramírez Sáiz, 2002).
La democracia deliberativa es una concepción de democracia política en donde
las partes involucradas, los ciudadanos y los gobernantes, buscan razones para
justiicar las leyes que se adoptan, conteniendo una serie de principios para la
evaluación de las democracias actuales y especiicando el proceso por el cual se
llevarán a cabo esos principios (Encyclopedia of Democratic Thought, 2001).
Habermas (1999) indica que el proceso que se debe tener en cualquier país
democrático debe conllevar el discurso y la deliberación. Entre las condiciones
que deben darse dentro de un país democráticamente constituido se encuentran la
formación de una sociedad civil, la construcción de un espacio público y la crea-
ción de una cultura política, siendo estas cualidades referidas a las democracias
europeas.
Además indica que en las sociedades modernas existe una deiciencia de demo-
cracia, siendo un modelo de representación en la toma de decisiones (Habermas,
1989), en donde necesita ser corregido debido a que los medios de comunicación,
las restricciones a la libertad de expresión, la falta de información completa, entre
otros factores, hacen difícil el proceso de deliberación que toda democracia debe
tener (Aguilera Portales, 2006).
La democracia consensual es cuando se tiene una posición diferenciada entre
gobernantes y gobernados, esto es, cuando la ciudadanía está en desacuerdo y tie-
ne diferentes preferencias a las elegidas por los que ostentan el poder, por lo que
se busca satisfacer las necesidades de una mayor parte de la población por medios
como la inclusión y el compromiso con la sociedad.
La Enciclopedia del Pensamiento Democrático (2001) describe diez caracte-
rísticas distintivas en una democracia consensual, entre las que se encuentran el
compartir el poder entre coaliciones multipartidistas; no existe un peso predomi-
nante en las relaciones del ejecutivo y legislativo, existencia de múltiples partidos,
un gobierno federal descentralizado, legislaturas bicamerales con igualdad de po-
der, constituciones fuertes, revisiones judiciales de la legislación por parte de las
cortes supremas, independencia en los bancos centrales, sistemas de grupos de
interés corporativistas y una representación proporcional.
Por otro lado, la democracia procedimental identiica como procedimientos
de decisión popular las elecciones regulares, derecho para votar en las elecciones,
procedimientos reconocidos para determinar a la ciudadanía, protecciones al pro-
ceso participativo de los ciudadanos como las libertades de expresión, asociación
56 Karla Rodríguez Burgos

y libertad de prensa. La democracia procedimental permite observar a la demo-


cracia como un procedimiento en la toma de decisiones que bajo circunstancias
de libertades e igualdades políticas puede producir formas de vinculación en la
toma de decisiones aceptadas por los participantes (Encyclopedia of Democratic
Thought, 2001).
La democracia concebida por Rawls (1993) se deine como un procedimiento
que tiene como elemento principal la justicia, relacionada con la igualdad de la
libertad y en lo económico, esto es, la justicia tiene como elemento principal la
igualdad de las libertades básicas de los ciudadanos, teniendo libertad para pen-
sar, para actuar, así como también debe existir una igualdad económica entendida
como una mayor igualdad de oportunidades para los que menos tienen.
El término de democracia constitucional hace referencia a la relación que exis-
te entre la democracia y la Constitución, como resultado de la ¨democratización
del constitucionalismo¨ (Justo López, 1987), en donde los ines, principios y téc-
nicas del constitucionalismo en relación con la democracia están basados en el
estado de derecho y las limitaciones del poder.
La democracia constitucional deinida por Buchanan & Tullok (2007) sirvió
para relacionar la integración de problemas políticos y económicos en la organi-
zación social. Esta idea nos dice que en la medida en que el interés personal tome
lugar, será necesario tomar en consideración la organización de la constitución
política, la cual sirve como una regla para las decisiones que pueden ser realizadas
colectivamente, sin embargo este tipo de democracia es criticado al no tener una
operación directa de la regla de mayoría.
Ferrajoli (1998) describe dos tipos de democracias, una formal en donde esti-
pula que se deben llevar a cabo los procedimientos para la toma de decisiones de
manera colectiva, y por otro la sustancial que consiste en respetar los derechos
fundamentales y las normas sustanciales. Por lo tanto, concluye que la demo-
cracia está relacionada con los derechos fundamentales, permitiendo espacios e
instrumentos jurídicos que son necesarios para obtener el derecho de la libertad,
que permite el desarrollo y realización de la democracia.
Por otro lado, Robert Dahl (1999) menciona que las democracias debieran ser
llamadas poliarquías, debido a que el control de las decisiones gubernamentales
por medio de los funcionarios electos, elecciones periódicas, derecho a voto, dere-
cho a libertad de expresión, acceso a fuentes de información y derecho a formar
asociaciones políticas, dándole prioridad a las libertades, de expresión, de aso-
ciación y de acceso a la información, también señala que se debe tener derecho a
voto, con una libre competencia en elecciones que se lleven a cabo periódicamente
de forma libre y justa, siendo un gobierno democrático aquel que responde a sus
preferencias, sin establecer diferencias políticas entre ellos (Dahl, 1989).
Democracia y tipos de democracia 57

5. PROBLEMAS DE LAS DEMOCRACIAS LATINOAMERICANAS


ACTUALES
La relación que había entre la democracia y riqueza fue observada por Lipset
(2001) en el estudio de los requisitos sociales de la democracia. En los resultados
que presenta, observó cómo la mayoría de los países ricos eran democráticos, y
la mayoría de los países democráticos eran ricos, por lo que para algunos países
el adoptar un régimen democrático conllevaba al desarrollo económico como se
presentaba en los países industrializados.
Por otro lado, Przeworski (1992) también indica que los países desarrollados
muestran condiciones de estabilidad económica, con una mayor unión, inversión,
crecimiento económico, gasto de la riqueza y una mejor distribución del ingreso.
Por lo tanto, las democracias desarrolladas tienden a tasas de crecimiento mayo-
res que los regímenes autoritarios.
Así pues, al observar que los países con regímenes democráticos tenían mejo-
res niveles de desarrollo económico, se genera un auge en el mundo para adop-
tar un régimen democrático pensando que de esta forma podrían solventar los
problemas sociales, políticos y económicos que enfrentaban. Es así que surgen
problemas en torno a la transición democrática, el quiebre de las democracias y
la consolidación democrática.
Los países considerados en una transición hacia la democracia, eran aquellos
que presentaban algún tipo de cambio político, en donde el país se encontraba en
un proceso de apertura, liberalización o transición a la democracia. Esta transi-
ción incluía cambios en las instituciones políticas, en los partidos políticos, en el
poder judicial, en el poder ejecutivo, en las elecciones, entre otros (Lesgart, 2003).
Przeworski (1988) señala que la transición de un régimen autoritario a un
sistema democrático consistía en dos procesos principalmente: el primero tenía
que ver con la liberalización del régimen autoritario y el segundo era el instaurar
instituciones democráticas. Mientras que la transición deinida por O’Donell &
Schmitter (1991) era un proceso en el cual se disuelve un régimen autoritario y se
establece, ya sea, algún tipo de democracia, otro tipo de régimen autoritario o una
alternativa revolucionaria.
El quiebre de las democracias, de acuerdo con Linz (1990), se debe a las des-
igualdades sociales y económicas que prevalece en los países debido a la concen-
tración que existe del poder económico en pocas personas, la dependencia que
existe con otros países, los problemas socioeconómicos prevalecientes, así como
también debido a la inestabilidad de las instituciones democráticas que permiten
la movilización de las masas.
Por otro lado, es importante destacar que la democracia en los países latinoa-
mericanos presentan problemas para su consolidación, al tomar modelos o con-
58 Karla Rodríguez Burgos

ceptos esquematizados de países europeos o de Estados Unidos, para aplicarlos en


América Latina, sin tener en consideración las condiciones económicas, sociales y
políticas que imperan en estos países, esperando en este caso que sea la democra-
cia quien solucione los problemas que enfrentan.
Aunque Cansino (1999), por su parte, señala que hay una relación muy cerca-
na entre la consolidación de las democracias en América Latina y la eicacia de las
instituciones que llevan a cabo el proceso de la toma de decisiones para enfrentar
los problemas económicos que tienen estos países, por lo que la consolidación
democrática se da años después de que un régimen se ha adoptado, siempre que
no se genere alguna crisis, entonces hay un avance en la consolidación de la de-
mocracia y esto provoca que se mantenga el régimen.
En consecuencia, señala que las características que deben ser tomadas en cuen-
ta en un proceso de consolidación democrática para América Latina deben ser
la estabilidad del gobierno, la no intervención militar en los asuntos políticos, el
aumento de organismos y la cantidad de partidos, además de existir una identidad
partidista (Cansino, 1999).
Por otro lado, Ronald Inglehart (2007) indica que las cualidades que han dado
pie a la consolidación de la democracia son, entre otros, la tolerancia de los in-
dividuos, la conianza interpersonal, el énfasis valorativo en los derechos civiles
y en la participación política, así como un sentido de bienestar subjetivo, lo que
releja altos niveles de desarrollo económico, características fundamentales para
el desarrollo de la democracia y de la cultura política.
El problema de la transición no está ligado a lo político de la democracia, ya
que los problemas que se presentan se deben a los objetivos sociales que se persi-
guen conigurados como objetivos democráticos, pero siendo éstos superados por
lo que puede hacer un régimen político (Salinas Figueredo, 1999).
En este caso debe tomarse en cuenta que la democracia no tiene problemas
para su consolidación, sino que es la forma en la que se espera que este sistema de
gobierno sea un solucionador de problemas, no sólo en el aspecto social, también
en los problemas políticos y económicos que enfrentan las sociedades latinoame-
ricanas.
Por consiguiente, es erróneo culpar a la democracia de los problemas de subde-
sarrollo económico y social como indica Nohlen (1995), ya que no es la democra-
cia la que ha provocado estos problemas, sino la falta de políticas que sustenten el
desarrollo de los países. Schmitter y Karl (1991) mencionan que bajo un régimen
democrático se determinan los compromisos o estructuras políticas que deben ser
alcanzados por los grupos de interés, quienes juegan un papel importante en la
toma de decisiones y en la elaboración de la política.
Democracia y tipos de democracia 59

Es a partir de los años ochenta que se da un auge de la democracia en los países


de Latinoamérica, en donde el objetivo que se pretende alcanzar es más bien un
mejoramiento social, en vez de encontrar un aseguramiento político, buscando
sobre todo la igualdad de las condiciones sociales en la población de los países de
América Latina (Ansaldi, 2007).
Si bien es cierto que en países que han tenido un sistema democrático por más
de 40 años, como lo indica Lijphart (2004), tienen un mejoramiento económico,
además de mejores niveles y condiciones de vida, hay que tomar en cuenta que
cuando hablamos de las condiciones de vida de los países latinoamericanos, no
estamos bajo las mismas condiciones.
Como indica Nohlen (1995), no hay que ligar el subdesarrollo de los países
de América Latina con el proceso de democratización. Esto es, no se debe pensar
que la democracia ha ocasionado los problemas sociales actuales de esos países,
sino se deben entender las condiciones desfavorables, económicas y sociales por
las que pasan estos países, para corregir que cualquier régimen que se escoja será
igualmente criticado. Con esto hay que aclarar que no es un problema en sí de la
democracia, sino un problema cultural, político, social y económico que debe ser
resuelto sobre todo en países de América Latina.

6. LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA EN MÉXICO


La transición mexicana a la democracia puede ser situada desde el movimiento
estudiantil en 1968, la reforma política en 1977, las primeras elecciones competi-
das en 1988 y la alternancia de 2000, siendo interpretado este último movimiento
como el inicio de la transición de acuerdo con Hernández Avendaño (2004).
De manera que la transición mexicana a la democracia puede situarse entre
1988 y el 2000, debido a los eventos que sucedieron entre estas fechas, cimentan-
do las bases de la democracia y que dieron inalmente el triunfo al candidato de
la oposición en el 2000 (Hernández Avendaño, 2004).
En las elecciones de 1988, el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, gana
con un 48.7% de los votos frente al candidato del Frente Democrático Nacional,
actualmente Partido de la Revolución Democrática (PRD), Cuauhtémoc Cárde-
nas, quien obtiene un 31% de acuerdo con los resultados electorales (Sirvent,
2002).
Debido a que esta contienda fue considerada como fraudulenta (Ackerman,
2007), se generó la necesidad de realizar cambios en los procesos electorales. Ade-
más en las mismas elecciones de 1988, el PRI pierde varias entidades federativas,
siendo éstas Baja California, Estado de México, Michoacán, Morelos y el Distrito
Federal (Sirvent, 2002).
60 Karla Rodríguez Burgos

Además de lo anterior, el PRI pierde dos tercios de la Cámara de Diputados en


el Congreso, cifra requerida para que un solo partido pudiera realizar y aprobar
reformas constitucionales (Sirvent, 2004). Es así que los dos partidos de la opo-
sición, el PAN y el Frente Democrático Nacional, consiguieron por primera vez
casi la mitad de los escaños en el Congreso entre los dos, situación que merma el
poder que tenía hasta ese entonces el PRI (Cansino, 2000).
En el Atlas de Resultados Electorales Federales 1991-2009, encontramos que
en 1994, Ernesto Zedillo gana las elecciones del PRI con un 48.8%, frente a
su más cercano opositor Diego Fernández de Cevallos del PAN quien obtuvo el
25.9% de los votos. Sin embargo, la situación del país en ese momento se encon-
traba en condiciones inestables de acuerdo con Cansino (2000). Acontecimientos
como el levantamiento zapatista, la muerte de Luis Donaldo Colosio, candidato
presidencial del PRI y del líder del partido dominante Francisco Ruiz Massieu,
afectaron el funcionamiento del partido, y por ende al sistema político mexicano
(Piñeyro, 1999).
Aunado a esto, cuando Ernesto Zedillo accede en 1994 al poder, se genera una
crisis en México conocida como, el error de diciembre, en donde al lexibilizarse
la paridad del peso frente al dólar se generó una devaluación en México.
Es hasta 1996 cuando se realizan reformas a la Constitución que permitirían
la disminución del poder ejecutivo, siendo éstas, la autonomía e independencia
del Instituto Federal Electoral, organismo que se encargaría de organizar las elec-
ciones (Hernández Avendaño, 2004) quienes además de tener autonomía para
elegir a sus consejeros, también pudieron restringir la intervención de los partidos
políticos en la toma de decisiones (Ackerman, 2007).
También a partir de esta reforma se crea el Tribunal Electoral, institución que
protege los derechos políticos de los ciudadanos, teniendo como función la isca-
lización a la autoridad electoral, permitiendo así el acceso de todos los partidos a
los medios de comunicación, eliminando la sobre representación en el Congreso
y estableciendo condiciones para el acceso a nuevos partidos (Hernández Aven-
daño, 2004).
Es así que en 1997, debido a los cambios en las reformas electorales, el PRI
pierde la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados (Sirvent, 2004), quedando
con un 39.11%, el PAN obtiene un 26.63% y el PRD 25.7%, mientras que en
la Cámara de Senadores los resultados son similares con un 38.5% para el PRI,
26.9% para el PAN y 25.8% para el PRD (IFE, 2010).
Estos cambios fueron el parteaguas que generaron las condiciones necesarias
para la transición democrática, deinida por Cansino (2000), a partir de que se
producen cambios institucionales y contando con prácticas políticas más deini-
das. A partir de lo anterior, las políticas necesitaban ser discutidas, garantizadas
Democracia y tipos de democracia 61

por la Constitución y además debían de existir mecanismos para el incremento de


la participación de la ciudadanía. (Cansino, 2000).
La transición en México de acuerdo con Woldenberg (2002), se da al instaurar
instituciones democráticas para hacerlas funcionar, reiriéndose con esto a la crea-
ción de instituciones autónomas, operadas por quienes están a cargo, y no que
sean organismos que dependan del poder ejecutivo en donde no se podían realizar
cambios ni una libre toma de decisiones.
Además también señala que para que se dé la transición democrática en Mé-
xico era necesario realizar Reformas Electorales, a in de evitar el fraude en las
votaciones. Aunado a esto, era necesario desarrollar a los otros partidos políti-
cos, creando instituciones que tuvieran el poder de regular a ambos (Woldenberg,
2002).
Por ende, concluye que es a través de cambios a la Reforma Electoral que se
darán las condiciones necesarias para tener elecciones coniables (Woldenberg,
2002), y que inalmente harán que se recupere la conianza que se ha perdido a
través del tiempo, ocasionada por fraudes electorales.
Es así que en el año 2000 se da la alternancia de partido en el poder, cuan-
do el candidato del PRI, Francisco Labastida Ochoa pierde las elecciones con
un 36.11% ante el candidato del PAN, Vicente Fox Quezada, quien obtiene un
42.52% de los votos (IFE, 2010) terminando con la llamada «dictadura perfecta»
(Ansaldi, 2007), en donde en México se sostuvo al PRI por setenta años, desde su
creación en 1929.
El PAN, en el año 2000, no sólo gana las elecciones federales, sino además
gana las elecciones de 21 estados, mientras que el PRI únicamente se queda con
10 estados del país, siendo éstos Nayarit, Sinaloa, Durango, Zacatecas, Chiapas,
Oaxaca, Hidalgo, Tabasco, Tlaxcala y Guerrero, el PRD nada más gana Michoa-
cán y el resto de los estados los gana el PAN (IFE, 2010).
El proceso de consolidación de la democracia, se va dando con elecciones pe-
riódicas, reguladas, con alternancia de los partidos, sin embargo, en el 2006, las
elecciones presidenciales se vieron ganadas por el candidato del PAN, Felipe Cal-
derón, quien obtuvo un 35.89% de las votaciones, mientras que su más cercano
opositor de la Coalición por el Bien de Todos (La Coalición por el Bien de Todos
estaba conformada por la alianza del Partido de la Revolución Democrática, el
Partido del Trabajo y Convergencia) Andrés Manuel López Obrador obtiene un
35.33%, quedando con un margen de 0.5% de diferencia, lo que generó una crisis
postelectoral que dejó inalmente al país en un ambiente de inestabilidad política
(Zovatto, 2007).
En las últimas elecciones federales de 2012, el PAN pierde la presidencia de
la República, quedando en tercer lugar con Joseina Vázquez Mota (25.39%), en
62 Karla Rodríguez Burgos

segundo lugar se coloca el PRD representado por Andrés Manuel López Obrador
con 31.61% de los votos y en primer lugar regresa el PRI, en donde el entonces
candidato, Enrique Peña Nieto, gana las elecciones con un 38.21% (INE, 2014).
Como se muestra con anterioridad, el caso mexicano está plagado de informa-
ción para el análisis, de datos duros que ayudan a comprender mejor el fenómeno
de transición, pero más que como una crítica, o recapitulación, es observado por
su potencial para tener más elementos que ayuden a resolver las problemáticas
que se presentan actualmente en las democracias latinoamericanas, lo que destaca
la importancia de abordar este tema, así como de su estudio.
Adicionalmente es de destacar la relación del fenómeno democrático y la ri-
queza o estabilidad económica de algunos países, no con el objeto de culpar a la
democracia de los problemas sociales actuales, sino para entender las condiciones
desfavorables, económicas y sociales por las que pasan algunos países.
Es por todo lo anterior que de la democracia está en proceso de construcción
y entendimiento en México; desde hace algunos años se utiliza como sinónimo
de libertades, derechos, participación, transparencia, honestidad, sustento de las
instituciones, bandera en discursos políticos, entre otras muchas funciones, carac-
terísticas y elementos que debe contener una democracia, haciendo que la demo-
cracia cargue un peso cada vez más grande e insostenible y que por lo tanto, algu-
nos autores mencionen que la democracia es un sistema que está por quebrarse.
(Rodríguez Burgos, 2010).

ACTIVIDAD
1. Construye tu propia deinición de Democracia.
2. ¿Cuáles son los elementos, características y valores que debe tener una democracia?
3. ¿Existe la democracia en México?
4. ¿Cómo puede contribuirse a mejorar la democracia en México?
5. ¿Cuáles son las ventajas y desventajas de una democracia?

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El Derecho de Sufragio
El derecho al sufragio se dio como resultado del sufragio censitario y capacitario; es
decir, votaban quienes aparecían incluidos en el censo de contribuyentes y quienes
estaban en posesión de título académico o de una formación intelectual
reconocida. Pero ahora en un Estado social y democrático de Derecho, la soberanía
popular o nacional se traduce en el sufragio universal como derecho público
subjetivo.
Así como también se debe tener en cuenta los siguientes requisitos para poder
sufragar tales como:
a) Mayoría de edad: Sufragio activo y pasivo, masculino y femenino a los 18 años.

b) Inclusión en el censo o padrón electoral: no se puede votar si no se figura inscrito en


él.

c) Nacionalidad.

d) Pleno disfrute de los derechos políticos: la pérdida de este derecho sólo puede ser
adoptada por la autoridad judicial.
El Censo Electoral o Padrón Electoral
Es el documento o registro donde constan el conjunto de personas físicas
y/o jurídicas a las que la legislación de cada país o las normas de una
institución, reconocen el derecho al sufragio activo para elegir a sus
representantes, bien en una institución política, bien en una entidad
privada o pública.

El censo electoral
se publica con
antelación para
permitir recurso
por parte de los
ciudadanos
afectados de
errores u
omisiones.
Electoral
ES UN ESFUERZO ORGANIZADO LLEVADO A CABO PARA INFLUIR EN LA DECISIÓN
DE UN PROCESO EN UN GRUPO, TAMBIÉN SE DICE QUE LA CAMPAÑA
ELECTORAL SE ENCUENTRA COMPUESTA PRINCIPALMENTE DE TRES ELEMENTOS:
MENSAJE, DINERO Y ACTIVISMO, LA COMBINACIÓN ESTRATÉGICA DE ESTOS
COMPONENTES RESULTA EN MUCHOS CASOS EN EL ÉXITO DE LA CAMPAÑA.
Podemos señalar que existen las siguientes formas de voto; los votos validos,
nulos, blancos, recurrido.
Formas de votos
Podemos señalar que existen las siguientes formas de voto; los votos validos,
nulos, blancos, recurrido.
Elecciones (2003) 2, 61

El derecho de sufragio en el Perú

Valentín Paniagua Corazao

INTRODUCCIÓN
Derecho de sufragio y participación política están, en teoría, íntimamente
vinculados. Son o deberían ser, en cierto modo, directamente proporciona-
les. No ha sido ese el caso del Perú en los dos últimos siglos. La extensión
del sufragio, por paradoja, redujo la participación popular y la libertad del
elector. El voto de los analfabetos, lejos de permitirles una mayor participa-
ción en la vida política del país, aumentó el poder de los gamonales. La re-
ducción del cuerpo electoral, por obra de las limitaciones impuestas a la par-
ticipación popular (por ejemplo, voto capacitario, voto masculino o exclusión
de ciertos sectores como el ejército, el clero, etc.) o a la forma de elección
(sufragio indirecto), tampoco aseguró una mayor pulcritud y verdad en los
comicios. No obstante el reducido cuerpo electoral constituido sólo por los
alfabetos, con excepción de los indios —como se verá más adelante—, las
elecciones fueron casi siempre fraudulentas durante los inicios de la Repú-
blica y, desde luego, en la República Aristocrática.1 Lo fueron más todavía
bajo el imperio de las autocracias tanto civiles (Leguía, Prado en su primera
administración, y Fujimori) como militares (Benavides, en 1936 y 1939, y
Odría en 1950 y 1956) ¿Cómo puede explicarse tal paradoja?

Ex presidente de la República y del Congreso del Perú. Profesor de Derecho Constitucional en la Pontificia
Universidad Católica del Perú y en la Universidad Femenina del Sagrado Corazón. Jefe de la Misión de
Observación Electoral de la OEA en Guatemala (2003).
1. Con excepción de las elecciones presidenciales de 1872 y 1895, todas las demás en el siglo pasado tuvie-
ron vicios fundamentales, señala Basadre (1980). Las dos elecciones de Gamarra a mediados del siglo XIX,
fueron una «imposición oficial». Castilla se «autoeligió» en 1845 y se reeligió en 1858 usando de su poder
mediante «un proceso doble de seducción e intimidación»; del mismo modo impuso a sus sucesores:
Echenique en 1851 y San Román en 1862. El coronel Balta «debía» ganar por ser militar, y Manuel Toribio
Ureta «debía» perder «todavía» en 1868. Pardo pudo ganar en 1872 por su enorme prestigio político y eco-
nómico y porque, finalmente, contó con el respaldo popular frente a la intentona militar que trató de impe-
dirle la asunción del mando. Por su parte, Piérola era en 1895 el caudillo indisputable de la República.

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62 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

La respuesta está, sin duda, en la situación de servidumbre a la que se


hallaba sometida la raza indígena, en una legislación incoherente con la ver-
dadera realidad del país y, por cierto, en unas «costumbres electorales» reñi-
das con el respeto a los más elementales principios éticos y democráticos.
Es innegable que las primeras elecciones republicanas no correspondieron
a la genuina voluntad popular. Si en un primer momento podían justificarse,
por diversas circunstancias (ocupación del territorio por fuerzas externas,
enfrentamientos de facciones, períodos de anarquía, etc.), no había ninguna
excusa para tolerar los mismos vicios (suplantación o adulteración del voto
popular, coacción e intimidación al elector, imposiciones oficiales, manipula-
ción de los organismos electorales y, desde luego, la autocalificación electo-
ral parlamentaria) en pleno siglo XX.

Cincuenta años después de la emancipación, Manuel Pardo creía que el


sistema electoral estaba enteramente viciado. Hallaba que sus deficiencias
comenzaban con la calificación misma de los ciudadanos (abuso en la forma-
ción del registro cívico y en la emisión de las cartas de ciudadanía), y se-
guían con la designación de «mesas instantáneas» por los primeros sufra-
gantes que llegaban al acto electoral; constituir después las mesas recepto-
ras de votos era causa no sólo de violencia sino de las más graves corruptelas.
El sistema obligaba a que, en palabras de Manuel Pardo:
...los partidos procuren cerrar el paso a todo voto contrario o a abrírselo
para emitirlo, naciendo allí, generalmente, la lucha. Desde 1851 [venimos
contemplando que] el partido dueño de la mesa momentánea se defiende
en ella con un grupo de la peor gente que pueda hallar a mano [...] y forma
la mesa permanente como más conviene a sus intereses. (1871, 3)

Dos décadas después, la situación no se había modificado ni siquiera lue-


go de la catástrofe que significó la agresión de Chile al Perú. Piérola decía en
1886: «Nos falta verdad en las leyes, verdad en las instituciones, verdad en
todas partes. Traerla, combatiendo el engaño donde se presente es la nece-
sidad suprema del Perú».2 Tres años después, el Programa del Partido De-
mócrata proclamaba la necesidad de autenticidad en el sufragio. Su prédica
resultó estéril. Fue necesario que, en 1895, se pusiera a la cabeza de sus
montoneras para que el país comprendiera la necesidad de la verdad electo-
ral si quería crear un «Estado en forma». Sin embargo, ni ese empeño ni

2. «Reportaje al Jefe del Partido Demócrata, señor Nicolás de Piérola», en El Nacional, Lima, 10 de mayo
de 1886 (citado por Dulanto, 1947, 352).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 63

otros que emprendió, modificando sustancialmente la legislación electoral,


fueron suficientes.

Casi medio siglo después, Víctor Andrés Belaunde comprobaba, con amar-
gura, que en el Perú no existía ni había habido jamás «verdad electoral» ni
«sufragio libre» y que las elecciones habían sido siempre «una comedia» y
«una imposición del gobierno y de la mayoría del Congreso» (1963, 71). Era
verdad en 1914 y lo sería también hasta muy entrados los años sesenta.

Hasta 1992 era casi una verdad inconcusa que el Perú había conquistado
por fin, en 1963, un régimen de genuina libertad electoral. Había la sensa-
ción de que nada retrotraería etapas superadas o comprometería el curso de
un proceso que parecía irreversible. Esa convicción se fundaba en la expe-
riencia vivida desde 1962 en que se depuró y reguló el Registro Electoral con
mayor propiedad (decreto ley 14207) y se expidió una nueva ley de eleccio-
nes políticas (decreto ley 14250); y, posteriormente, ya en pleno régimen
democrático (1963), se sancionó una nueva ley de elecciones municipales
(ley 14669). Esa convicción estaba avalada, además, por la conducta de los
gobiernos tanto democráticos como autocráticos en los procesos electorales
celebrados entre 1963 y 1990. A todo ello se añadía una circunstancia singu-
lar. El Jurado Nacional de Elecciones, integrado por ilustres magistrados y
juristas, había afianzado no sólo su autoridad sino también su autonomía,
siempre discutida y avasallada antes de 1963. La quiebra del orden constitu-
cional el 5 de abril de 1992 puso fin a esa etapa.

Las elecciones del llamado Congreso Constituyente Democrático (CCD) en


1992, el referendo ratificatorio del 31 de octubre de 1993, las elecciones gene-
rales de 1995, las elecciones municipales de 1998 y, sobre todo, las elecciones
generales de 2000, resucitaron métodos y conductas que se suponía supera-
dos. Retornaron, con toda su indeseable secuela, la intromisión gubernativa a
través de la participación de funcionarios y servidores públicos en actividades
proselitistas y, desde luego, con el uso de los bienes y recursos estatales;3 la
modificación sorpresiva e inopinada de la legislación electoral; el sometimiento

3. En el proceso electoral del año 2000 se denunciaron diversos actos de intromisión gubernamental. Por
ejemplo, la Misión de Observación Electoral de la OEA, en su tercer Boletín del 23 de marzo, recomendó al
gobierno: «Hacer efectiva la prohibición sobre el uso de fondos públicos para la campaña y el comportamiento
proselitista de funcionarios públicos». Sin embargo, el gobierno hizo caso omiso a tal recomendación y usó las
instituciones estatales, sobre todo las de carácter social (FONCODES, INFES, PETT, COFOPRI, PROMPYME, FONAHPU,
PRONAA y PROFAM, entre otras), para sus fines «reeleccionistas» (Defensoría del Pueblo, 2000, 322).
64 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

dócil de los órganos electorales a la voluntad estatal, vía la corrupción de sus


integrantes (ex miembros del JNE y ex jefe de la ONPE); el control de los
medios de comunicación social y, en especial, radios y televisoras;4 la perse-
cución y hostilización a los opositores; y hasta el uso fraudulento de la admi-
nistración electoral, incluyendo los sistemas informáticos.5

La lucha por la libertad y la verdad electoral recobró plena actualidad. El


Perú libró, en el curso del año 2000, una fiera campaña para reconquistar su
derecho a elegir libremente. Esa lucha significó no sólo el triunfo de la ver-
dad electoral sino el derrumbe del más corrupto y desaprensivo de los go-
biernos que jamás haya tenido el Perú. Las elecciones del año 2001 —cuya
limpieza y transparencia nadie se ha atrevido a cuestionar—6 abrieron, a no
dudarlo, una nueva etapa en la historia política y constitucional del Perú y
cerraron, también, una de fraude y adulteración de la voluntad popular que
se inició, obviamente, con el golpe militar del 5 de abril de 1992 del que
Fujimori fue cómplice y dócil instrumento. Puede decirse que la propia de-
mocracia, siempre precaria, y la libertad y la verdad electorales sufrieron los
avatares de aquella a pesar de una legislación electoral que, aunque defec-
tuosa, pudo permitir un desarrollo democrático más apropiado.

4. El Estado subvencionaba a la prensa denominada «chicha» (sensacionalista, pornográfica y de muy


bajo precio), «...mediante tres mecanismos: (i) el pago directo por titulares contra la oposición, a cargo
del SIN —estimado en US$ 3.000 por titular—; (ii) la compra diaria de un numeroso volumen de ejempla-
res para ser repartidos gratuitamente en cuarteles y asentamientos humanos; y (iii) la compra de publi-
cidad por parte de diversos ministerios y de las Fuerzas Armadas». Más aún, los canales de televisión 2
y 4 funcionaron como «apéndices informativos del Servicio de Inteligencia Nacional» y los «vídeos de la
corrupción» permitieron «conocer cómo se había sobornado a los propietarios de los canales de televi-
sión» (Ames et al., 2001, 228-243).
5. La Defensoría del Pueblo y los organismos de observación electoral nacionales e internacionales denun-
ciaron en el proceso electoral del año 2000 la sucesión de irregularidades en el cómputo de los votos (véase
Paniagua, 2000, 38-42; Defensoría del Pueblo, 2000, 81-82; y Pease, 2003, 280-281).
6. La Misión de Observación Electoral de la OEA, encabezada por el ex canciller guatemalteco Eduardo
Stein, destacó la imparcialidad del gobierno en las diversas etapas del proceso electoral. Así, antes de la
realización de las elecciones, el informe de la MOE dice: «La MOE pudo comprobar la estricta neutralidad
que el Gobierno y el aparato del Estado demostraron durante la campaña electoral, que le permitió a los
entes electorales operar con completa independencia del Ejecutivo». Finalizadas las elecciones, las con-
clusiones generales son elocuentes: «En opinión de la MOE, las elecciones generales se desarrollaron en
forma libre, justa y transparente. El Gobierno de transición cumplió con el compromiso de neutralidad y
el estricto apego a la legalidad. Por su parte, las autoridades electorales desempeñaron cabalmente sus
respectivas funciones» (OEA, 2002, 11 y 91). «Los resultados del 8 de abril y del 3 de junio fueron acepta-
dos como legítimos por todas las partes de la contienda. El inmediato reconocimiento del triunfo de
Alejandro Toledo por parte de su competidor, Alan García, sumado al testimonio de limpieza electoral
ofrecido por todas las misiones internacionales de observación electoral (OEA, UE, NDI / Centro Carter)
permitieron que las elecciones del año 2001 fueran consideradas, dentro y fuera del país, como impeca-
bles y ejemplares» (Ames et al., op. cit., 141-142).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 65

1. NACIONALIDAD Y SUFRAGIO
Gozan del derecho de sufragio, de acuerdo a todas nuestras constituciones,
los peruanos por nacimiento y también por naturalización. Se consideran pe-
ruanos por nacimiento los nacidos en el Perú o en el extranjero, de padre o
madre peruanos, a condición de estar inscritos en el registro respectivo o de
optar por la nacionalidad peruana al llegar a la mayoría de edad. Los peruanos
por naturalización alcanzan la nacionalidad luego del cumplimiento de requisi-
tos específicos establecidos por la ley. Hasta la Constitución de 1839 se recono-
cía, prácticamente de forma automática, la condición de peruanos a los extran-
jeros residentes en el Perú oriundos de los países latinoamericanos y, en gene-
ral, a los extranjeros que hubiesen participado en la guerra de emancipación.
A partir de la Constitución de 1856 se optó por la fórmula ahora vigente, esto
es, previo cumplimiento de algunas formalidades —que han variado en el tiem-
po— para lograr la nacionalización o la naturalización.

2. EDAD PARA EL SUFRAGIO


Desde 1978 son ciudadanos los mayores de 18 años, reconocimiento que se
dio por vía legislativa. La Constitución de 1933 reconocía la ciudadanía a
«...los peruanos varones mayores de edad, los casados mayores de 18 años y
los emancipados» (art. 84). En apropiada interpretación y desarrollo legisla-
tivo, la Junta Militar, presidida por el general Francisco Morales Bermúdez,
modificó, simplemente, el Código Civil reduciendo de 21 a 18 años la edad
para lograr la capacidad civil,7 esto es, la mayoría de edad. La Constitución
de 1979 —como la actualmente vigente— explicitó la norma y reconoció
como ciudadanos a «los peruanos mayores de 18 años» (art. 65). Todas las
constituciones precedentes, a partir de 1828, habían fijado en 21 años la edad
para acceder a la ciudadanía, salvo para los casados. Las excepciones fueron
las constituciones de 1823, 1826 y 1839 que exigían 25 años.

3. LIBERTAD Y OBLIGATORIEDAD DEL SUFRAGIO Y DE


LA INSCRIPCIÓN EN EL REGISTRO ELECTORAL

La inscripción y el voto son obligatorios por mandato de la Constitución,


desde la Carta de 1933 (art. 88). La Carta de 1920 consagró, como una de las

7. El decreto ley 21994, de 15 de noviembre de 1977, modificó el artículo 8 del Código Civil de 1936 y
otorgó la ciudadanía a los nacionales alfabetos desde los 18 años: «Son personas capaces de ejercer los
derechos civiles los que han cumplido los 18 años de edad» (art. 1).
66 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

«bases» del sufragio el «Registro permanente de inscripción» (art. 67, inciso


1). En realidad, la Constitución de 1933 se limitó a sancionar, constitucional-
mente, una norma que la legislación electoral había consagrado siempre. Lo
hizo, en efecto, el Reglamento del Supremo Delegado (26 de abril de 1822)
que, incluso, privaba «para lo sucesivo» del derecho de elegir y ser elegido al
ciudadano que, habilitado del derecho de sufragar, «...se substraiga a inter-
venir y prestar su sufragio sin previa justificada escusa» (art. 5). La ley de
1828 dedicó cinco artículos al tema. Sancionaba a los omisos haciéndolos
inelegibles, publicando sus nombres en la Gaceta Oficial y en los demás pe-
riódicos haciendo constar que habían incumplido su obligación «...por indi-
ferencia al bien de la comunidad y en desprecio de su mismo derecho, pu-
diendo más en ellos una criminal indolencia que el amor a la patria». El Sena-
do debía tener presente esa lista para calificar su patriotismo al tiempo de
proponer ciudadanos para los empleos. La enfermedad y la ausencia ante-
rior a las elecciones eran «las únicas causas» que legitimaban «la falta de
sufragio» (art. 8 a 12).

La ley de 29 de agosto de 1834 permitía multar (4 a 12 pesos) a los ciudada-


nos electores que no concurrieran a los comicios en los «colegios provincia-
les», además de quedar en «suspenso de la ciudadanía por dos años» (art. 47),
sanciones que la ley de 1849 repitió (art. 44). Los ciudadanos comunes podían
ser multados (4 pesos) si rehusaban sufragar luego de ser conminados por el
gobernador, caso en el que, además, sufrían suspensión de la ciudadanía por
un año (art. 28). La ley de 1861 era igualmente drástica con los electores de los
colegios de provincia (multas de 25 a 50 pesos según que se hallaren o no en el
lugar de reunión del colegio —art. 38 y 39). Guardó silencio, en cambio, res-
pecto de los ciudadanos omisos. Hizo lo propio la ley de 17 de diciembre de
1892 que fue la primera que tipificó los delitos «contra el ejercicio del derecho
de sufragio» (art. 83 a 85). Era delito la inconcurrencia de los electores de
provincia al respectivo colegio electoral (art. 83, inciso 11). Se penaba con
multa de 25 a 100 pesos (art. 84) que era aplicada por el subprefecto a simple
requerimiento del presidente del colegio en cuestión (art. 49). Comparando la
ley de 1861 con la de 1892, Manuel Patiño Samudio expresaba:

La Ley del 61 sólo consignaba en diferentes partes actos prohibidos duran-


te las elecciones, algunos delitos, y las penas consiguientes [...]. Pero todo
esto no bastaba para garantizar el ejercicio de tan sagrado derecho, ni se
conocía unidad y prontitud para intentar la acción correspondiente á fin de
conseguir el castigo de los delincuentes [...]. Eso ha hecho la nueva ley.
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 67

Lo demás ya no está al alcance del legislador. La ley no puede quitar en


los pueblos del Perú la perniciosa costumbre de olvidar los delitos elec-
cionarios, una vez que las elecciones pasan. (1893, 35-36)

La ley de 20 de noviembre de 1896 estableció que la inscripción en el Regis-


tro Electoral era «indispensable para ejercer el derecho de elegir y ser elegi-
do» (art. 33). Pero no tipificó como delito o falta ni sancionó —como lo hacía la
legislación precedente— la infracción del deber de sufragar. La ley de eleccio-
nes de 1915 (ley 2108) sancionaba «con multa administrativa» hasta de 10 li-
bras la inconcurrencia de los miembros de las asambleas de contribuyentes,
delegaciones o juntas (art. 72). El estatuto de 1931 modificó también en este
aspecto la legislación precedente; todo elector estaba obligado a votar, salvo
impedimento legítimo (decreto ley 7177, art. 99); el cumplimiento de la obliga-
ción se acreditaba con el sello y la firma del presidente de la mesa de sufragio
en la libreta electoral. Ésta, a su turno, debía exhibirse en todo acto de trascen-
dencia pública o privada (art. 11), de carecer de la certificación antes mencio-
nada perdía validez (art. 156). La dispensa, en caso de omisión del deber, debía
tramitarse ante el juez, previo pago de una multa equivalente a dos días de
renta del solicitante. La dispensa sólo tenía vigencia anual (art. 9, 10 y 157).
Tales normas son las que, con ligeras variantes, imperan hasta ahora.

Ha sido costumbre, a partir de 1945, «amnistiar» a los omisos al cabo de


los procesos electorales, mediante leyes ad hoc. No fue una excepción el año
previo al proceso electoral de 2000, aunque con una variante; mediante ley
27190, de 3 de noviembre de 1999, se rebajó el monto de las multas a los
ciudadanos omisos a anteriores procesos electorales debido, en parte, a la
presión de los organismos electorales que verían mermada una fuente de
ingresos propios. Esa política legislativa se mantiene vigente hasta hoy. Es
importante anotar que la omisión del sufragio o del pago de la multa respectiva
no ha sido ni es óbice para que el infractor sea privado del derecho de sufra-
gar.8 La sanción consiste, ahora, en impedirle la suscripción de documentos

8. En el irregular y fraudulento proceso electoral de 2000, la ONPE amenazó a aquellos ciudadanos que no
concurrieran a sufragar, señalando que «...el documento electoral de las personas que no voten queda
automáticamente INHABILITADO» para acreditar su identidad y sufragar en elecciones políticas, entre
otras restricciones al ejercicio de los derechos civiles (Comunicado 008-2000-GIEE/ONPE, 21-5-2000).
Este comunicado, a pesar de no tener carácter vinculante, estaba en contradicción con la ley 26497 que
prescribe la vigencia del valor identificatorio del documento de identidad a pesar de la omisión y no
haberse cancelado la multa respectiva (art. 29), y la resolución 620-2000-JNE (9-5-2000) que había preci-
sado el no impedimento a sufragar a los ciudadanos omisos de la primera elección.
68 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

notariales o el ejercicio del derecho de contratar lo que, ciertamente, es in-


constitucional pues implica, en la práctica, la suspensión de los derechos fun-
damentales a la tutela judicial efectiva, debido proceso, libertad contractual,
derecho a realizar un trámite administrativo, derecho de seguridad social, y
acceso a la función pública, además de significar una doble sanción.9

4. SEXO Y SUFRAGIO
El derecho de sufragio estuvo reservado a los peruanos varones hasta el 7
de setiembre de 1955 en que se extendió a las mujeres (ley 12391), las que,
desde la dación de la Carta de 1933 (art. 86), gozaban de ese derecho de
manera restringida. Las mujeres alfabetas, mayores de edad, casadas, o
madres de familia, aunque no hubiesen llegado a la mayoría de edad, po-
dían sufragar únicamente en las elecciones municipales (art. 86). Todavía
en 1933 subsistían enormes prejuicios contra la mujer. Hasta la Comisión
Villarán —llamada así por su presidente Manuel Vicente Villarán— creía
que ésta no tenía independencia como para votar «con entera libertad»: «No
se concede voto a las mujeres, porque sus condiciones no son propicias toda-
vía al ejercicio de derechos políticos. La mujer peruana, en general, no se
halla en posesión de suficiente independencia civil, social, económica, ni in-
telectual y religiosa, para votar con entera libertad» (Villarán, 1962a, 27). Los
constituyentes de 1931 hicieron suyo el prejuicio, manteniendo una limita-
ción francamente irracional.10 Hoy la legislación electoral obliga a incorpo-
rar, por el sistema de «cuotas de género», no menos del treinta por ciento de
candidatos (mujeres o varones) al Congreso (ley 27387), al Consejo Regio-
nal11 (ley 27683, art. 12) y al Concejo Municipal12 (ley 27734, art. 1).

09. En mayo de 2000, la Defensoría del Pueblo dirigió a la Presidencia del Consejo de Ministros un
documento en el que recordaba «...que la omisión a un deber ciudadano en ningún caso puede acarrear
la suspensión de los derechos fundamentales de las personas» (Defensoría del Pueblo, 2000, 129-130).
10. El Congreso Constituyente de 1931 desechó el sufragio femenino. Roisida Aguilar afirma: «El rechazo a
la aceptación del derecho de sufragio femenino pasaba por la concepción que se tenía del papel que desem-
peñaba la mujer en la sociedad y por la calificación de la actividad que ésta realizaba en el ámbito privado y
público que debía ser reconocida y aceptada como trabajo. Los parlamentarios que querían seguir mante-
niendo el statu quo de la mujer en la sociedad no estaban de acuerdo con el voto femenino. Ellos le asigna-
ban las actividades que la ‘madre naturaleza’ le había encomendado en el ámbito privado ser la conservado-
ra de la especie, la protectora del hogar y de la familia bajo el amparo del varón quien debía protegerla y
cuidarla, pese a que en última instancia aceptaron que interviniera en labores de beneficencia y de magis-
terio porque ambas actividades eran la prolongación de un proceso maternal» (Aguilar, 2002, 156).
11. Véase la resolución 185-2002-JNE que define el número de candidatos varones o mujeres para las
elecciones regionales (ONPE, 2002, 471-473).
12. Resolución 186-2002-JNE que define el número de candidatos varones o mujeres para las elecciones
municipales (ib., 473-474).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 69

Elecciones generales de 1956.

5. EXTENSIÓN DEL SUFRAGIO


Sufragio y cultura
La Constitución de 1979, en fórmula que ha repetido la vigente (art. 30), sólo
impone a los mayores de 18 años un requisito para acceder a la ciudadanía:
inscribirse en el Registro Electoral (art. 65). De ese modo, estableció formal-
mente el sufragio universal, incluyendo, desde luego, el voto de los analfabe-
tos. Se ponía así punto final a un debate histórico. Todas las constituciones,
hasta la de 1979, exigían saber leer y escribir para ejercer el derecho de su-
fragio. El requisito, sin embargo, tuvo un tratamiento sui géneris a lo largo
de nuestra historia.

El Perú —a diferencia, incluso, de países europeos— tuvo sufragio uni-


versal prácticamente durante todo el siglo XIX. Las constituciones de 1823,
1828, 1856 y 1860 lo reconocían a quienes acreditaban sea saber leer y es-
cribir, una propiedad raíz, el ejercicio de un arte, industria u oficio, o la con-
dición de jefe de taller. La Carta de 1856 lo extendió también a quienes ha-
bían servido en el Ejército o en la Armada (art. 37). La ley de 29 de agosto de
1834, a pesar del silencio de la Constitución de ese año, introdujo un nuevo
requisito: ser contribuyente (art. 5, inciso 3), calidad que exigirían después
las constituciones de 1839 (art. 8, inciso 3) y de 1860 (art. 38). Contrariamen-
te a lo que podía suponerse, las normas en cuestión estaban dirigidas, en
realidad, a asegurar el sufragio indígena.
70 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

Las constituciones del siglo XIX garantizaron, en efecto, el voto indígena.


Establecieron requisitos alternativos a los de saber leer y escribir o crearon
regímenes de excepción en su beneficio. Así, la Constitución de 1823 excep-
tuó a los indios de aquel requisito hasta 1840 (art. 17, inciso 3). La de 1839
(art. 8, inciso 2) no lo hacía exigible hasta 1844, plazo que se prorrogó, en
1849, hasta 1860; al cabo del histórico debate entre Bartolomé Herrera, aban-
derado de la soberanía de la inteligencia y, por ende, opuesto al sufragio
indígena, y Pedro Gálvez que fue su más apasionado defensor.13 Los indíge-
nas que eran propietarios o contribuyentes estaban legitimados para sufra-
gar con arreglo a la Constitución de 1860. Puede decirse por ello que hasta
1895 hubo, en la práctica, sufragio universal masculino.

La ley de 12 de noviembre de 1895,14 al modificar la Constitución de


1860, reservó el sufragio sólo a «los ciudadanos en ejercicio que sepan leer
y escribir» (art. 38), norma que reprodujeron las constituciones de 1920
(art. 66) y de 1933 (art. 86). La innovación era, en apariencia, fundamental.
En teoría, el cuerpo electoral (y también la participación popular) se redu-
cirían drásticamente. En 1963 —época en que había disminuido ya en for-
ma considerable el analfabetismo— sólo la mitad de las personas en edad
de sufragar tenían derecho de voto. En esos comicios hubo dos millones
de sufragantes frente a cinco millones de personas mayores de 21 años. En
el papel, cuando menos, los analfabetos, en su mayoría indígenas, fueron
privados de un derecho del que nunca gozaron. No habrían tenido la opor-
tunidad de hacerlo en tanto subsistiera el régimen de servidumbre al que
estaban sujetos. No faltaba razón a la Comisión Villarán cuando sostenía
que los analfabetos —a los que identificaba con los indios— no debían vo-
tar porque «no saben votar» y eligen a sus dominadores y porque la cues-
tión del indio entonces no era política sino «de derecho civil, agrario y pe-
dagógico» (Villarán, l. cit.).

13. Véase el interesante debate entre Bartolomé Herrera y Pedro Gálvez sobre el sufragio de los indios
en el que la votación fue favorable a la doctrina de Gálvez por 46 contra 19 votos (Congreso de la Repúbli-
ca —CP—, 1849, sesiones del 6 y 7 de noviembre de 1849). Un resumen del mismo, aunque con un error
en el resultado de la votación —96 contra 19— (Basadre, 1983, III, 245-247).
14. La reforma del artículo 38 de la Constitución se debatió y aprobó en la Legislatura Ordinaria de 1890.
El 13 de agosto de 1891 se emitió el dictamen de la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados
pidiendo ratificar la modificación. Sin embargo, recién en la legislatura ordinaria de 1895 se eleva el
expediente de la reforma para su ratificación en la Cámara de Diputados. Puesta en debate, no suscitó
mayor oposición salvo de Modesto Basadre; en consecuencia, se aprobó el dictamen ratificatorio el 25 de
octubre de 1895 (CP, 1890, 1101 y ss; y CP, 1895, II, 289-290).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 71

La Constitución de 1933, como se ha visto, reconoció el derecho de sufra-


gio a las mujeres sólo en las elecciones municipales, en las que podían sufra-
gar las mujeres alfabetas, mayores de edad, casadas o madres de familia
aunque no hubiesen llegado a la mayoría de edad (art. 86). La norma fue
letra muerta. Las primeras elecciones municipales, después de 1912, se cele-
braron en 1963, ocho años después de que se modificara la Carta de 1933 y
de que las mujeres alfabetas mayores de 21 años adquirieran la plenitud de
sus derechos políticos en 1955.15

La consagración del sufragio universal, es decir en favor de los analfabe-


tos, suscitó algunas pequeñas reticencias pero no provocó debate alguno de
trascendencia, lo que es explicable: en 1979, como ahora, los analfabetos no
representaban un volumen significativo de la población electoral. A pesar de
ello, la consagración del sufragio universal en la Carta de 1979 fue un impor-
tante avance en el proceso de democratización de la sociedad peruana aun-
que no afectó —como muchos creían— ni el equilibrio ni las tendencias de
las fuerzas políticas en el panorama electoral.

Sufragio y tributación
En rigor, en el Perú no hubo sufragio censitario. El componente restrictivo
del censo, entendido como determinado nivel de riqueza o capacidad contri-
butiva para ejercer el sufragio, no existió. Por el contrario, la tributación im-
plicó la ampliación del cuerpo electoral. Hasta mediados del siglo XIX los
indios eran contribuyentes. Eliminado el tributo indígena en 1854, fue resta-
blecido posteriormente bajo el nombre de contribución personal. Fue, en
realidad, una de las vías que permitió legitimar el sufragio indígena, mas no
debe llevar al equívoco de otorgar un carácter excluyente al sistema, pues
estaba afecto a la contribución personal todo varón mayor de 21 años y me-
nor de 60, debiendo pagarla a razón de un sol de plata por semestre en la
sierra y dos soles en la costa.16 En consecuencia, el ejercicio del sufragio era
prácticamente universal.

En cambio, debían ser mayores contribuyentes o propietarios los miem-


bros de los colegios electorales o quienes aspiraban a acceder a cualesquie-
ra otras funciones electivas. Conforme a la ley de 1896 y las que rigieron
hasta 1919, era derecho de los mayores contribuyentes designar o integrar

15. Modificación introducida por ley 12391 de 7 de setiembre de 1955.


16. Derogado por ley de 24 de diciembre de 1895.
72 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

los órganos electorales. Fue éste hasta 1912 un derecho ilusorio. En la gran
mayoría de provincias no era suficiente su número para constituir la asam-
blea de mayores contribuyentes (25 en total) y, por cierto, para integrar los
órganos electorales. Por ello mismo, las leyes 1777 y 2108 permitieron in-
cluir, para el caso de las provincias en las que no se alcanzase tal mínimo, a
cualquier persona que abonara cualquier cuota como contribución. Más aún,
si no se lograba completar el número con este procedimiento, permitía la ley
de 1915 incluir a los mayores propietarios.17

La tributación, desde luego, no podía ser requisito exclusivo para el ejer-


cicio del derecho de sufragio. La legislación sobre la materia fue perfecta-
mente consciente de ese hecho como lo revela un ligero análisis. El derecho
de sufragio —con arreglo a la Constitución de 1823— implicaba saber leer y
escribir y tener una propiedad o ejercer cualquier profesión o arte u ocupar-
se en una industria útil «sin sujeción a otro en la clase de sirviente o jornale-
ro» (art. 17, incisos 3 y 4). En la Constitución de 1828 ser propietario era
requisito para el goce del derecho de sufragio pasivo, más específicamente
para ser elegido miembro de un colegio electoral. La ley de elecciones de 29
de agosto de 1834 estableció que pagar «alguna contribución» era una alter-
nativa al ejercicio de una profesión, industria, etc. (art. 5, inciso 3). La Cons-
titución de 1839, en cambio, convirtió el pago de «alguna contribución» en
uno de los requisitos para ser ciudadano en ejercicio (art. 8, inciso 3). Por
decreto supremo de 28 de julio de 1866 se estableció: «Todo ciudadano al
tiempo de ejercer el derecho de sufragio, debe acreditar haber pagado la
contribución personal con el recibo del receptor» (art. 20). Decía José María
Químper, secretario de Estado en el despacho de Gobierno:
Obvia es la razón de esta medida. El que no contribuye a sobrellevar las
cargas de la sociedad tampoco debe gozar de los beneficios que ella conce-
de a sus miembros. Todo derecho es correlativo de una obligación. Por
razones de moralidad y de justicia, solo deben intervenir en los actos elec-
torales los buenos ciudadanos, y seguramente, no es un buen ciudadano el
que le niega al estado, en sus momentos de apuro, una parte demasiado
pequeña de su trabajo personal.18

17. El proyecto original de la ley de elecciones de 1912 —señala Alberto Ulloa— pretendió ampliar la base
de los miembros de la asamblea de contribuyentes, formándola democráticamente con contribuyentes que
pagasen una cuota reducida o baja. Sin embargo, intereses «particulares» desecharon la propuesta y dieron
una conformación plutocrática de las listas de mayores contribuyentes (CP, 1917, 323, sesión de 19 de
noviembre; y Villarán, 1998, 593-594).
18. José María Químper: «Extracto de la Memoria que el Secretario de Estado en el Despacho de Gobierno,
Policía y Obras Públicas, presenta al Congreso Constituyente de 1867» (García, 1954, XII, 77).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 73

Elecciones presidenciales de 1908.

Precisamente por la generalidad de la norma, la contribución personal no


llegó a configurar, en rigor, un voto censitario. Para ello habría sido necesa-
rio que los electores fueran sólo algunos de los contribuyentes (por ejemplo,
los de mayor cuota). En el Perú todos estaban obligados por igual, lo que por
cierto privilegiaba, tributariamente, a los más ricos.

La Carta de 1860 restableció el pago de una contribución como requisito


alternativo y rectificó, de ese modo, a la Constitución de 1856 que lo había
suprimido. Tal norma rigió naturalmente hasta 1895, año en que se estable-
ció el sufragio capacitario. Ninguna de ellas, sin embargo, hizo de la contri-
bución el requisito o la contrapartida del derecho de sufragio. Por ello puede
sostenerse que en el Perú no hubo, en verdad, sufragio censitario. En todo
caso, lo que existió no sirvió para excluir sino más bien para ampliar el dere-
cho de sufragio. Favorecía, en apariencia, a los indígenas. Distinto ha sido el
caso de los funcionarios políticos, judiciales, militares y policiales.

Sufragio y función pública


Todas nuestras constituciones previeron, hasta la de 1920, causales de pérdida
de la ciudadanía. Subsisten ahora las normas que, desde 1828, establecen los
74 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

casos en los que cabe la suspensión «del ejercicio de la ciudadanía», por cierto
siempre por mandato judicial (interdicción judicial, privación de la libertad y
suspensión de derechos políticos). Excepción hecha de la Ley Reglamenta-
ria de Elecciones de 1825, de la Ley Reglamentaria de Elecciones de 1828 y
del Reglamento del Plebiscito de 1919, todas nuestras leyes de elecciones
negaron derecho de sufragio a los miembros de las Fuerzas Armadas y
Policiales. La Constitución de 1933 (art. 87) formalizó tal limitación. Las cons-
tituciones de 1979 (art. 67) y de 1993 (art. 34) han convertido la restricción
así impuesta en una «inhabilitación», lo que es absurdo.

La ley de elecciones de 29 de agosto de 1834 fue la primera que negó


derecho de sufragio a los comandantes generales y jefes de guarnición «en
los lugares donde estén designados» así como a los soldados, cabos y sar-
gentos del Ejército y de la Armada (art. 6, incisos 1 y 2). La ley de 1849
comprendió dentro de la restricción a quienes eran inelegibles (art. 3). Es
decir, a todos los funcionarios políticos, además de los miembros de las Fuer-
zas Armadas y Policiales. La de 1861 mantuvo la prohibición19 (art. 2, inciso
2, y art. 3 y 4) en texto que se reprodujo, literalmente, por las leyes de 1892
(art. 2, incisos 2, 4 y 5) y de 1896 (art. 2, incisos 2, 3 y 4), la que extendió la
prohibición a los funcionarios judiciales. La ley 2108 (1915) acuñó una fór-
mula escueta que negaba el derecho de sufragio a las autoridades políticas,
militares, y policiales y, en general, a los militares en actividad20 (art. 2, incisos
1 y 2). El Estatuto de Elecciones de 1931, por un lado, redujo la restricción
sólo a las Fuerzas Armadas y Policiales y, por el otro, la amplió al clero,
optando por una fórmula distinta pues prohibió su inscripción en el Registro
Electoral. La Constitución de 1933 no sólo hizo inelegibles a los miembros
del clero (art. 100), lo que era discriminatorio, sino que también les suspen-
dió el ejercicio de la ciudadanía (art. 85, inciso 2), y prohibió el sufragio de
los miembros de las FF. AA. y FF. PP., tal como acontece hoy mismo.

19. Al debatirse el artículo 2 del proyecto de la ley de elecciones de 1861, se consideró innecesaria la
privación del sufragio a las autoridades políticas, ya que de todas formas influirían en las elecciones; no
obstante, primó el criterio general de negarles el sufragio. De esa forma no coaccionarían directamente
en el proceso electoral (CP, 1861, 192-194, sesión de 13 de diciembre).
20. Al debatirse el proyecto de ley electoral de 1915, Wenceslao Varela, senador, recordaba que nuestra
legislación electoral había consagrado el principio de la exclusión del sufragio a «los individuos de la fuerza
armada»; lo que significaba «no tener intervención alguna en las elecciones políticas». Sin embargo, el uso
del Registro de la Conscripción Militar como «base para las elecciones políticas» implicaba contradecir tal
principio, con lo que se desnaturalizaban las elecciones políticas y, desde luego, la importantísima institu-
ción del servicio militar obligatorio (CP, 1917, 125-126, sesión de 11 de noviembre).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 75

6. FORMA Y OPORTUNIDAD DEL SUFRAGIO

Sufragio directo e indirecto

La Constitución de Cádiz —que inspiró la Carta de 1823— influyó en forma


duradera sobre nuestro régimen electoral. La Carta gaditana y los primeros
documentos hispanoamericanos, a excepción del Estado de Buenos Aires,21
previeron elecciones indirectas, en tres o dos grados. De ella y no de Esta-
dos Unidos —según cree Basadre— tomamos el sufragio indirecto que rigió
durante todo el siglo pasado. Los constituyentes de 1823 habrían preferido,
al parecer, la elección directa. Ésta era, a su juicio, «la única que puede lla-
marse esencialmente libre». Creían, sin embargo, que exigía «...ilustración
en la masa general del pueblo, y cierta comodidad combinable con la multi-
plicidad de las poblaciones en un estendido territorio», lo que por supuesto
no ocurría en el Perú. La Comisión de Constitución justificaba el sufragio in-
directo aduciendo que la «calificación de las aptitudes de un representante»
no podía ser «obra de puro instinto» y que debía reservarse a los hombres
«menos vulgares».22

Por su parte, el sufragio directo, incorporado luego de la modificación del


artículo 38 de la Constitución de 1860,23 tampoco era en 1895 novedad absolu-
ta. Por sufragio directo se eligió a nuestros primeros constituyentes en 1823,
en cumplimiento del Reglamento de Elecciones de 26 de abril de 1822.24 Por

21. La ley de elecciones del Estado de Buenos Aires de 14 del agosto de 1821 estableció dos principios:
«Artículo 1. Será directa la elección de los Representantes que deban completar la Representación Ex-
traordinaria y Constituyente; Artículo 2. Todo hombre libre, natural del país o avecindado en él, desde la
edad de 20 años, y antes si fuera emancipado, será hábil para elegir». Para mayor información sobre las
elecciones bajo este sistema véase Ternavasio, 1995, 65 y ss.
22. «Segunda parte del Discurso Preliminar del Proyecto de Constitución de 1823» (CP, 1823, 6).
23. El informe de la Comisión de Constitución, al presentar el proyecto de Constitución de 1860, expresaba:
«Hemos reservado para la legislación orgánica el ejercicio del sufragio y otras disposiciones, que siendo
por su naturaleza muy variables, no deben formar parte de la Constitución del Estado [...]. En nuestro
concepto, una Constitución no está destinada a reglamentar los derechos políticos, sino a establecer los
principios en que se fundan todas las Leyes secundarias» (CP, 1860, 75, sesión de 24 de agosto).
24. El reglamento electoral de 1822 que creó, sin duda, el régimen electoral peruano, consagró de inicio
el sufragio directo y casi universal. El texto del reglamento, en la práctica, era una adaptación de las
normas electorales de la Constitución de Cádiz (art. 35 a 103). A diferencia de aquella, sin embargo,
estableció el sufragio directo y, por consiguiente, introdujo el uso de dos urnas con la finalidad de que, en
una, se depositasen los votos para diputados propietarios y, en la otra, los de los suplentes (art. 21).
Asimismo debió arbitrar un órgano de competencia departamental para el cómputo de los votos, dado
que optó por el distrito departamental. No obstante no haber regido a plenitud, este reglamento influyó
de modo decisivo. Excepción hecha del sufragio directo, casi todas sus instituciones prevalecieron poste-
riormente en la legislación peruana. El sufragio indirecto obligó a modificar el número de los órganos
electorales y su forma de integración así como el procedimiento de votación, pero subsistieron, en esen-
cia, la gran mayoría de sus disposiciones (véase Paniagua en prensa).
76 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

sufragio directo también se eligió a la Convención Nacional de 1855 (regla-


mento de elecciones de 5 de febrero de 1855), al Congreso de 1858, a los
representantes para el Congreso de 1860 que reformó la Constitución de 1856
(ley de elecciones de 20 de febrero de 1857), y a los representantes al Congre-
so Constituyente de 1867 (decreto supremo de 28 de julio de 1866). Del mis-
mo modo se ungieron presidentes Ramón Castilla, en 1858, y Mariano Ignacio
Prado, en 1867. El primero en cumplimiento de la ley de elecciones de 20 de
febrero de 1857, que desarrolló la Constitución de 1856 (art. 37). El segundo,
en conformidad con el decreto supremo de 28 de julio de 1866 (art. 2).

Sufragio directo o indirecto fue, desde luego, tema de controversia entre


liberales y conservadores. Lo revela el texto de la ley de 4 de abril de 1861 con
la que los conservadores no sólo derogaron la ley de elecciones de 1857 sino
que pretendieron estigmatizar el sufragio directo, consagrado en la Carta de
1856. Decía el artículo 4 de la ley: «La elección de presidente y vice-presidente,
representantes de la Nación y funcionarios municipales no podrá hacerse di-
rectamente por el pueblo sino por medio de electores reunidos en colegio».
Cuarenta años más tarde, se derogó tan terminante disposición en medio de
apasionados debates parlamentarios sin suscitar, en cambio, ninguna reacción
popular. Seguramente porque, en 1896, el voto directo favorecía únicamente a
los alfabetos (ley de elecciones de 20 de noviembre de 1896, art. 1) que eran
entonces una muy insignificante minoría, como seguirían siéndolo hasta bien
entrada la década del cincuenta del presente siglo.

La modificación guardaba estricta correspondencia con el pensamiento


político de Piérola. El presidente —según el programa del Partido Demócra-
ta— debía cumplir una función moderadora que, a su turno, requería un
poder incontestable que sólo podía derivar de un inequívoco respaldo popu-
lar. Piérola reclamaba «...un poder presidencial [que garantice la] relación
entre los diversos Poderes públicos, que asegure la función regular de éstos
y que, representando a la Nación en el exterior, sirva permanentemente de
elemento conservador del régimen interno» (Partido Demócrata, 1912, 31-
32). La elección directa del presidente sintonizaba, sin duda, con las tenden-
cias caudillistas de nuestra idiosincrasia política. «El pueblo [decía la Comi-
sión Villarán en 1931] no se resigna a no tener candidato. No se fía de nadie
para que elija por él» (Villarán, op. cit., 42). Los colegios electorales25 eran

25. En 1890, el escrutinio de la Cámara de Diputados respecto a 40 actas de los colegios electorales dio a
Morales Bermúdez 1.842 votos y 161 a Francisco Rosas, mientras que el Senado —escrutando otras 27
actas— reconoció 929 votos a favor de Rosas y sólo 282 para Morales Bermúdez («Dictamen de la Comi-
sión de Cómputo, 2 de agosto de 1890», CP, 1890, 52-53; y Basadre, 1980, 41-42).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 77

expresión de un régimen inauténtico y artificioso en el que las cámaras su-


plantaban, en verdad, la voluntad incluso de aquellos. Villarán, haciendo un
juicio crítico de las costumbres electorales antes de 1896, señalaba:
Las cámaras calificaban las credenciales de sus miembros. Todos los Con-
gresos, unos más que los otros, abusaron de esa prerrogativa. Son conoci-
das las escenas de la incorporación, que se realizaban en juntas preparato-
rias. Los candidatos ordinariamente duales, presentaban sus actas, que pa-
saban a la Comisión de poderes. El personal de la Comisión era formado de
sujetos seguros que daban dictamen favorable al candidato favorecido por la
mayoría de la junta [...]. La víspera de la elección, en locales ubicados en las
cercanías de las plazas públicas, se reunían bandas de plebe asalariada. Allí
pasaban toda la noche; se les armaba y embriagaba, y al despuntar el día se
lanzaban frenéticas unas contra otras a disputarse a viva fuerza las ánforas y
mesas [...]. Quien tenía las mesas había ganado la elección. Para conseguirla
se necesitaba entonces golpes y tiros. Se necesitaba expulsar de la plaza al
bando contrario, para que el personal de la mesa arreglara tranquilo los pa-
peles que simulaban la elección. El tumulto, los disparos, la sangre forma-
ban parte obligada del procedimiento tradicional.26

La ley de elecciones de 1896 intentó pues fundar sobre base firme el régi-
men representativo y, al consagrar el sufragio directo, aportó una de las pie-
zas maestras del régimen político peruano que se funda en una acentuada
personalización del poder.

El voto popular directo se convirtió en una de las «bases del sufragio» en


la Carta de 1920 (art. 67, inciso 2). Se afianzó definitivamente, no obstante
que la Constitución de 1933 lo reconoció de modo indirecto al regular la
forma de elección del presidente y de los representantes del Congreso (art.
89 y 135). La Constitución de 1979 introdujo el término «voto personal» (art.
65) en lugar de sufragio directo. La fórmula —propuesta por el APRA— no es
feliz: el sufragio siempre es personal pero no siempre directo. Debió pre-
servarse el término que califica una modalidad de sufragio universalmente
reconocida, así como por la Constitución histórica del Perú. La Carta de 1993
se ha limitado a repetir el término (art. 31), lo que no le ha impedido usar la
expresión «sufragio directo» al disciplinar la elección del presidente (art.
111); en tanto que establece, en forma absurda, que el Congreso se elige

26. M. V. Villarán. «Costumbres electorales», en Mercurio Peruano, 1, Lima, 1918, p. 11 y ss, reproducido
en Páginas escogidas, 1962b, 197-198. Además véase Lecciones de Derecho Constitucional, 1998, 582 y ss.
78 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

«mediante un proceso electoral organizado conforme a la Ley» (art. 90).


Subsiste pues el sufragio directo con prescindencia de toda otra posibili-
dad de integración funcional o gremial que permitía la Carta de 1979 en el
caso de las asambleas regionales. La Constitución de 1933 previó original-
mente un senado funcional que nunca llegó a constituirse.27 Esa misma
Constitución permitió la representación corporativa de las comunidades
indígenas en las municipalidades, a través de un personero designado por
ellas (art. 205).

Secreto o publicidad del sufragio


La reserva del voto parecía, hacia 1895, una institución definitivamente conso-
lidada. La Constitución de 1823 declaraba que «...los sufragios serán secretos
registrándose después su resultado en los libros correspondientes» (art. 46),
norma que no se reprodujo posteriormente. Sólo un siglo más tarde el secreto
del voto sería tema constitucional inevitable. Las leyes electorales, sin consa-
grarlo en forma expresa, regularon el uso de cédulas de sufragio para asegu-
rar la reserva del voto. Su racionalidad era sin duda indiscutible.

¿Por qué razón la ley de elecciones políticas de 1896 se apartó de la tradi-


ción y estableció el sufragio público y en doble cédula? (20 de noviembre de
1896, art. 6). Hay algunas razones que, en su día, se tuvieron en considera-
ción. El elector disponía, aparentemente, de un comprobante formal del senti-
do de su voto. Se permitía, en apariencia también, el control público de los
resultados.28 A cambio de todo ello, es indudable que se facilitaba también
un medio eficaz para la coacción y el cohecho,29 aunque, paradójicamente,
se esperaba una mayor transparencia y veracidad. Se intentaba impedir que
los órganos electorales, como lo hicieran antes las cámaras, suplantaran la

27. El artículo 89 de la Constitución de 1933 estableció que el Congreso estaba compuesto por una Cáma-
ra de Diputados, elegida en sufragio directo y un Senado Funcional. El proyecto de reforma constitucio-
nal de Bartolomé Herrera presentado al Congreso de 1860 ya había previsto la composición funcional y
corporativa de la Cámara de Senadores (art. 59) —«Proyecto de reforma constitucional de Bartolomé
Herrera», en Pareja, 1954, 845-880.
28. Similar ensayo pretendió realizar la ONPE en el proceso electoral general de 9 de abril de 2000, intro-
duciendo dos solapas troqueladas en la cédula de sufragio (resolución jefatural 078-2000-J/ONPE, 12 de
febrero de 2000).
29. El sufragio público suscitó ciertos temores en la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputa-
dos en 1895. Así, en su dictamen en minoría señalaba que el voto público coactaría la independencia del
sufragante, estimularía el cohecho y, desde luego, garantizaría la compra de votos; en consecuencia, era
necesario suprimirlo (CP, 1896, II, 557).
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 79

voluntad popular. No fue así. Lo testimonia la experiencia de la República


Aristocrática. Según M. V. Villarán, el voto público dividió a los electores en
tres clases: «...los que votaban ciegos por consigna; los que vendían su voto
al que les daba más y los que —y estos eran casi todos— se alejaban de las
ánforas con explicable horror» (1962b, 228).

La Constitución de 1920 reconoció «el voto popular directo» como una de


las «bases» del sufragio (art. 67). Implícitamente quedó subsistente el voto
público. Tanto el Reglamento de Elecciones de julio de 1919 como la ley de
elecciones 4028 consagraron el voto público y en doble cédula. Con arreglo
a esas normas se eligió la Asamblea Nacional en 1919, se reeligió a Leguía y
se renovó el Congreso en 1924 y en 1929. Naturalmente, en medio de proce-
sos electorales fraudulentos.

El texto de la Constitución de 1920 establecía únicamente el sufragio di-


recto. La reserva o publicidad del voto eran materia de regulación legal. Por
ello mismo, el estatuto de 1931 pudo restablecer el voto secreto sin necesi-
dad de modificar «las bases del sufragio» (art. 100). No obstante haber exis-
tido en la legislación anterior a 1896, la restauración del voto secreto por el
Estatuto Electoral de 1931 tuvo todos los visos de una genuina innovación.
No sólo porque el decreto ley 7111 se cuidó de asegurar la libertad del elec-
tor o porque se crearon garantías para la emisión del voto (cámara secreta,
emisión personal del voto en sobre cerrado, etc.); sino, sobre todo, porque
se creó la cédula «oficial» de sufragio. Una cédula que, reuniendo las carac-
terísticas físicas que la ley señalaba (art. 108), debía imprimirse por los par-
tidos o candidatos, previa aprobación del Jurado Nacional o departamental
de elecciones, para su entrega a los electores por el personal de las mesas
receptoras de sufragio (art. 109 a 112). El sistema implicaba sin duda un
gran avance, pues libraba al elector de cualquier presión externa; pero, a
pesar de ello, poseía algunos inconvenientes.

La cédula «múltiple» privilegiaba a los partidos y candidatos con recursos


económicos o que gozaban del favor oficial frente a los que no disfrutaban de
tales facilidades. Sólo aquellos estaban en condiciones de hacer llegar o dis-
tribuir oportunamente sus cédulas a todas las mesas de sufragio. Esa cir-
cunstancia tuvo una enorme repercusión. En 1963, y al cabo de una intensa
batalla, librada en especial por Fernando Belaunde Terry —cuya elección en
1956 se entorpeció por el simple expediente de no inscribir su candidatura y
de no aprobar oportunamente sus cédulas de sufragio—, el Perú optó por el
80 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

modelo «australiano» esto es, por la cédula única de sufragio. Con ello se
aseguró eficazmente el secreto del sufragio, se eliminó de modo efectivo la
amenaza del cohecho o de la coacción, y se garantizó también a todas las
candidaturas la posibilidad de llegar a todas las mesas de sufragio y, por
tanto, de competir en igualdad de condiciones frente a los electores.

«El voto es secreto» decía escuetamente el artículo 88 de la Constitución de


1933. La de 1979, al regular los derechos políticos, consignó el secreto como
uno de los rasgos distintivos del voto (personal, libre, igual —art. 65), declara-
ción que la Constitución de 1993 ha reproducido textualmente (art. 31). Tales
declaraciones constitucionales, sin embargo, no eran novedad. Todas nues-
tras leyes electorales, excepto la de 1896 y sus modificatorias, previeron el
sufragio secreto. Inclusive las leyes de 1857 (art. 49) y de 1861 (art. 89) regu-
laron, de manera específica, la forma de las cédulas de sufragio. La ley de 1896,
en ese sentido, marchó a contrapelo de nuestra tradición legislativa; lo hizo,
sin duda, porque la reserva del voto contribuyó a facilitar la falsificación de la
voluntad popular por obra de las cámaras legislativas. La publicidad que la
reforma estableció perseguía evitar una experiencia análoga con los nuevos
órganos electorales contando con que la fiscalización pública se convirtiera en
un freno frente a tales riesgos. Su propósito, a todas luces plausible, fue frus-
trado por completo a partir de las elecciones municipales de 1900 en las que,
dicho sea de paso, Piérola —creador del sistema— fue desembozadamente
burlado por los civilistas que controlaban los órganos electorales en Lima.30

7. LA CÉDULA DE SUFRAGIO

Desde el Reglamento de Elecciones de 1822 se propuso la utilización de cé-


dulas de sufragio. Éstas consistían en cualquier hoja en la que pudiera escri-
birse los nombres del candidato o candidatos de preferencia del ciudadano.
Según nuestra primera ley electoral, cada sufragante depositaba las corres-
pondientes cédulas en las dos urnas destinadas a ese efecto (diputados pro-
pietarios y diputados suplentes), «papeletas» en las que iría escrito «...un
número de personas, igual al de los Diputados asignados a todo el departa-
mento a que pertenece la parroquia» (art. 21).

30. La ley de elecciones de 1896 consagró como órgano electoral supremo a la Junta Electoral Nacional,
la misma que tenía nueve miembros: dos elegidos por la Cámara de Senadores, dos por la de Diputados,
cuatro por el Poder Judicial y uno designado por el Poder Ejecutivo. El Partido Civil llegó a monopolizar,
desde 1899, a la Junta Electoral porque manejó los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial.
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 81

Teniendo como antecedente las elecciones populares durante la vigencia


de la Constitución de Cádiz, el sufragio mediante cédulas llevaba implícita la
imposición y el cohecho. Según relato de Riva-Agüero, Manuel Antonio Col-
menares, elegido diputado al Congreso Constituyente por Huancavelica, de-
partamento ocupado por las tropas realistas: «...tomó seis o siete indios de
los que cargan las espuertas de comestibles, en la plaza del mercado; los
trajo consigo al lugar en que se hacían las célebres elecciones de diputados
suplentes; les proveyó allí de cédulas escritas por él mismo para que le vota-
ran y a los compañeros que él quiso darse, para diputados, y con ocho o
nueve individuos que se reunieron, y de estos solamente tres de Huancavelica,
resultó él elegido diputado, y así los otros» (1824, 130-131).

Las leyes de 1825 (art. 19) y de 1828 (art. 23) ratificaron la utilización de
cédulas en las asambleas electorales parroquiales, permitiendo que el ciuda-
dano entregara «la lista o cédula comprensiva del número de electores» o
que se hiciera escribir por uno de los secretarios los nombres de los candida-
tos de su preferencia. Se prohibía sufragar por sí mismo. «Las cédulas [decía
el artículo 24 de la ley de 1828] se entregarán dobladas al Presidente, quien
las depositará en una urna que debe estar sobre la mesa». Por el contrario,
las leyes electorales de 1834, 1839, 1849 y 1851, si bien no hacían mención
expresa del procedimiento de votación mediante cédulas, continuaron con la
práctica electoral de utilización de las mismas. El reglamento electoral de
1855 volvió a señalar en la ley la forma de votación mediante cédulas: los
ciudadanos votarían «...en una sola cédula, para el Diputado o los Diputados
propietarios y suplentes que corresponden a la provincia» (art. 33); si no
supieran escribir, votarían «de palabra» y el secretario escribiría en una cé-
dula los nombres que aquellos indicaran (art. 26).

La ley de 1857 (que reguló elecciones por voto directo) intentó, en cam-
bio, especificar las características de la cédula y la forma de votación: el 10
de diciembre de cada año se iniciarían las elecciones en todos los pueblos de
la República, siendo simultáneas las elecciones para municipios, juntas de-
partamentales y Congreso (art. 18). Por esa razón dispuso que «...el voto
será escrito en un octavo de pliego de papel blanco, y se entregará doblado
en cuatro, sin que contenga dentro ni fuera contraseña alguna» (art. 19).
Para evitar confusiones, cada cédula, ya doblada, llevaría un número que
identificase el tipo de elección para la cual se emitía el voto; el número 1 si se
trataba de elección municipal, el 2 si la elección era para juntas departamen-
tales, y el 3 si se trataba de elección del Congreso (art. 20). Así, habría en las
82 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

Elecciones de 1919.

mesas receptoras tres ánforas distintas, numeradas según el tipo de elec-


ción. Al momento de la elección el sufragante se acercaba a la mesa «por el
lado derecho del Presidente» y entregaba a éste las cédulas conteniendo su
voto, de acuerdo al orden establecido según el tipo de elección. El presiden-
te recibía la cédula, pronunciaba «en alta voz» el número de la misma y el
tipo de elección, depositaba el voto en el ánfora correspondiente y, así suce-
sivamente, con las otras cédulas (art. 21). En caso de realizarse una o dos
elecciones, se colocaban las ánforas que correspondieran según su clasifica-
ción numérica (art. 22).

De modo análogo, la ley de 1861, al prescribir que los sufragantes de los


colegios parroquiales efectuarían la votación de los electores «por medio de
cédulas» (art. 15), establecía que éstas debían ser «de papel común, sin color
especial, ni marca de ninguna especie» (art. 89). Disposición que no recogió el
decreto supremo de 28 de julio de 1866 que, más bien, retomó lo prescrito por
la ley de 1857 así como el voto directo. La mesa receptora de sufragios, «sufi-
cientemente espaciosa», tendría dos ánforas identificadas con los números 1 y
2 (art. 23). Los ciudadanos emitirían su voto en «dos cédulas del tamaño de un
octavo de pliego de papel blanco cada una». La primera contendría el nom-
bre de un candidato para presidente de la República, llevando en el reverso
el número 1. La segunda contendría tantos nombres como representantes
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 83

propietarios y suplentes correspondieran a la provincia, llevando en el rever-


so el número 2 (art. 24). Si el ciudadano era alfabeto escribiría «personal-
mente los votos que emita», si era analfabeto sus votos serían escritos por
«el miembro de la mesa que él determine» (art. 25). Cédulas «de papel co-
mún y sin marca de especie alguna» debían usarse en el acto electoral según
el artículo 28 de la ley de 1892, retomando lo establecido en la ley de 1861.

La ley de 1896 precisó que «...todo voto se emitirá en dos cédulas perfec-
tamente iguales, que llevarán el número de la boleta de inscripción del
sufragante [...] y en dichas cédulas se designará el nombre y cargo del elegi-
do o elegidos y la fecha del voto» (art. 57). Las cédulas podían ser impresas
y se podía colocar en ellas las marcas o contraseñas que el votante creyera
conveniente «para la oportuna identificación de sus sufragios» (art. 58). Una
de las cédulas, firmada por el sufragante, quedaba en poder de la comisión
receptora como comprobante del sufragio; la otra, firmada por el presidente
de la comisión, se devolvía inmediatamente al elector (art. 59). Dichas dispo-
siciones fueron reproducidas por la ley de 1915 (art. 48 a 50) y, en parte, por
la ley de 1924 (art. 13).

El Estatuto Electoral de 1931 creó la cédula «oficial» y estableció las ca-


racterísticas de la misma. Debía ser de papel blanco y forma rectangular de
modo que, doblada en dos, pudiera introducirse en los sobres «que el regla-
mento determine» (art. 108). Impresas en tinta negra, no deberían tener más
leyenda que la relativa al «nombre o nombres de los candidatos y partidos,
además de las abreviaturas, iniciales o monogramas», para lo cual se emplea-
ría «un distintivo especial o un sello en las partes donde fuere posible» (art.
109). Sin embargo, el elector podía sustituir «de su puño y letra» el nombre o
nombres de los candidatos impresos en la cédula (art. 108). A pesar de la
intención del legislador, la utilización de la cédula «múltiple» no aseguró la
competencia entre partidos ni la verdad del sufragio. Adoptada por las leyes
electorales siguientes sirvió para excluir a los partidos o candidatos sin re-
cursos económicos. Por esa razón, el decreto ley 14250 adoptó la cédula «úni-
ca» de sufragio, impresa, desde luego, por el Jurado Nacional de Elecciones.

8. DURACIÓN DE LA VOTACIÓN
La votación en los siglos pasados requería, sin duda, plazos relativamente
amplios. Las dificultades de comunicación, la inexistencia de facilidades y
servicios suficientes en los centros de votación (alimentación, hospedaje,
84 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

etcétera) los justificaban. Los plazos se fijaron, sin embargo, de modo relati-
vamente arbitrario. La ley de 1825 estableció los plazos en función del núme-
ro de sufragantes. Señaló un máximo de diez días para las circunscripciones
con 2.000 o más electores. Debían destinarse los cuatro o seis primeros días
a la votación y los dos o cuatro últimos para la regulación de los sufragios
(art. 21). La ley de 1828 fijó la duración entre tres y, como máximo, seis días;
sin embargo, dejaba abierta la posibilidad de un plazo mayor dado que «no
concurriendo los dos tercios» podía compelerse «...prudentemente a los que
no hayan concurrido hasta llenar los expresados dos tercios» (art. 25 y 26).
La ley de 1834 preveía un plazo regular de seis días y un requerimiento adi-
cional de dos para los omisos. De no sufragar los dos tercios, la mesa debía
seguir reuniéndose «...hasta que se complete el número referido, sin perjui-
cio de la aplicación de la pena a los electores que no hubiesen concurrido
después del último término» (art. 26 a 29).

La ley de 1839 también indicó que las elecciones no podían extenderse «a


más de seis días», siempre y cuando se hubieran completado los dos tercios
de los sufragantes de la parroquia (art. 25). Sin embargo, «...si a los cuatro días
no hubiese concurrido el número necesario de sufragantes», la mesa, por medio
del gobernador, compelería a los omisos para que «dentro del segundo día
perentorio lo verifiquen», si no se les cobraría «un tercio más de la contribu-
ción que pagan». Los que no pagaren serían sancionados con una multa de
cuatro a seis pesos y «suspensos de la ciudadanía por un año» (art. 26). Si, a
pesar de los plazos establecidos, no «hubieren sufragado los dos tercios de
ciudadanos», la mesa debía seguir reuniéndose «diariamente» hasta comple-
tar los dos tercios de sufragantes y «...sin perjuicio de la aplicación de la pena a
los que no hubiesen concurrido después del último término» (art. 27).

La ley de 1849 fijó en seis días el plazo para la votación, al cabo de ese
lapso y de un requerimiento formulado por el gobernador para que los omi-
sos concurrieran a votar en los tres días siguientes, la mesa imponía una
multa de cuatro pesos a los renuentes y otorgaba un nuevo plazo de dos días
y, vencido éste, se cerraba la votación «con los sufragios recibidos», impo-
niendo a los omisos la pena de suspensión de la ciudadanía por un año (art.
28). La ley de 1851 fijó en tres días el plazo de votación. Si en ese período
sufragasen los dos tercios «del registro de ciudadanos activos», la votación
continuaría por tres días más. Si en ese lapso no sufragaren los dos tercios,
de todos modos se cerraba la votación a las dos de la tarde (art. 25). El regla-
mento de 1855 estableció que se admitirían «...durante ocho días los votos
EL DERECHO DE SUFRAGIO EN EL PERÚ 85

para Diputados, permaneciendo en este ejercicio desde las diez de la maña-


na hasta las dos de la tarde» (art. 38). Sin embargo, «...de haber sufragado
todos los ciudadanos inscritos en el registro, o cuando menos cuatro quintas
partes de ellos» se cerraba la votación antes de los plazos establecidos, pero
después de «las dos de la tarde del tercero día» (art. 41). La votación era
prorrogable cuatro días más, siempre y cuando «no hubiesen sufragado los
dos tercios de ciudadanos» inscritos en el Registro Cívico, anunciándose la
ampliación del plazo por periódicos y por carteles (art. 40). Llegado el duodé-
cimo día, se cerraba la votación después de las dos de la tarde, sea cual fuere el
número de ciudadanos que hasta entonces hubiese sufragado (art. 42).

La ley de 1857 reprodujo los términos establecidos por el reglamento de


1855, fijando en ocho días, prorrogables a doce, el plazo de votación. Al ven-
cimiento de tal plazo, y a las dos de la tarde, se cerraba la votación. En el caso
de que sufragasen las cuatro quintas partes podía cerrarse la votación antes
del plazo establecido pero no antes del tercer día (art. 26 a 28). Las leyes de
1861 (art. 16) y de 1892 (art. 29) establecieron que, de no concluir la vota-
ción en el primer día, debía proseguir hasta que sufragaran las cuatro quin-
tas partes de los electores dentro del plazo perentorio de ocho días, vencidos
los cuales se cerraba la votación «...aun cuando dentro de ese término no
llegasen a sufragar ni los dos tercios de ciudadanos».

La ley de 1896 redujo el período de votación «a lo más» a dos días, «aun-


que no hubiesen sufragado todos los ciudadanos comprendidos en el grupo
respectivo» (art. 54), cerrándose la votación diaria a las cuatro de la tarde
(art. 61). Semejante disposición tenía su razón de ser en el hecho de que se
conformarían comisiones receptoras de sufragio por cada 250 ciudadanos o
fracción inscritos en el Registro Electoral (art. 46). El mismo plazo adopta-
ron la ley de 1915 (art. 45) y la ley de 1924 (art. 12). El estatuto electoral de
1931, por el contrario, fijó la duración de la votación en un solo día, de ocho
de la mañana a cinco de la tarde (art. 116), plazo que han mantenido todas
nuestras leyes electorales siguientes, aunque con variantes de horario.

9. SUSPENSIÓN DE LA VOTACIÓN
La suspensión de la votación diaria resultaba inevitable en razón de la dura-
ción del proceso mismo. Las leyes establecieron dos diferentes procedimien-
tos para cautelar la verdad electoral. Originalmente —leyes de 1822 a 1839—
se interrumpía la votación hasta el día siguiente. La ley de 1825 obligaba a
86 VALENTÍN PANIAGUA CORAZAO

depositar las ánforas «en una caja de tres llaves» que debía pagar la parro-
quia. Una de las llaves se entregaba al presidente, otra a uno de los secreta-
rios, y la tercera al párroco. Las ánforas quedaban bajo la custodia de ocho
ciudadanos que designaba el presidente, bajo su responsabilidad (art. 24).31

La ley de 1828 redujo el número de los custodios nocturnos a la mitad y


dispuso que la caja se abriera en presencia del colegio electoral antes de
reiniciarse la votación (art. 28 y 29). La ley de 1834 redujo a dos las llaves.
Una debía entregarse al presidente y la otra al alcalde o al juez de paz (art. 24
y 25). La ley de 1839 dispuso que de las dos llaves del arca, a ser pagada por
la policía, una la tuviera el presidente y la otra el juez de paz (art. 23 y 24).

También en este aspecto la ley de 1849 simplificó el procedimiento. Dis-


puso que, al suspenderse la votación, se procediera, de inmediato, al escruti-
nio y a la publicación de los resultados mediante carteles, y a través de los
periódicos donde los hubiere (art. 27). Todas las leyes posteriores —hasta la
de 1892— reprodujeron esa norma. Antes de reiniciarse la votación diaria,
los miembros de la mesa debían establecer si el ánfora se hallaba o no vacía,
haciéndose constar tal circunstancia en el acta respectiva. La regulación fi-
nal de los sufragios se hacía, en consecuencia, sobre la base de las actas
parciales de escrutinio diario.

Del mismo modo, la ley de 1896 dispuso que, una vez cerrada la votación
diaria a las cuatro de la tarde, las comisiones receptoras procederían a hacer
el escrutinio y asentarían la correspondiente acta, detallando «todas las cir-
cunstancias ocurridas en la votación». Del escrutinio diario se sacaba copia,
firmada por los miembros de las comisiones receptoras, colocándola en «un
lugar público» y publicándola en los periódicos si los hubiere (art. 61). Nor-
mas que reprodujeron la ley de 1915 (art. 51) y, en parte, la ley de 1924 (art.
15). Las leyes posteriores dieron término a aquellos procedimientos al fijar
en un solo día la duración de la votación.

31. Un ejemplo de los problemas que ocasionaba aquel procedimiento lo podemos ver en el expediente
formado sobre la nulidad de las elecciones de la parroquia limeña de Santa Ana (elecciones de diputados
al Congreso Constitucional de 1826). En la vista fiscal se menciona haber encontrado dos defectos en la
elección parroquial: «...que el escrutinio se hubiese hecho acto continuo durante toda la noche, y que los
sufrajios no se hubiesen custodiado, en los intervalos de las elecciones, en las arcas de tres llaves que la
Parroquia debió costear, especialmente para este efecto». Sin embargo, el fiscal estimaba que los aludi-
dos defectos no eran sustanciales para anular la elección de la Parroquia «...dada la probidad y honor del
Presidente del colejio, y las razones en que funda su informe». Recomendaba, por último, amonestar al
presidente del colegio, haciéndole entender el desagrado del gobierno por tales deficiencias, «...que en
los primeros momentos de la ejecución de una ley nueva son casi indispensables [y que] el tiempo y
estudio irán disipando» (Gaceta del Gobierno de Lima, 25 de septiembre de 1825, 1).
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CONCLUSIÓN

El examen de las normas electorales en tópicos como los que se han estudiado
revela, en algunas etapas, un intenso esfuerzo por hallar fórmulas capaces de
garantizar la limpieza y transparencia de los procesos electorales. Hubo, por
cierto, leyes electorales concebidas y diseñadas para burlar la voluntad popu-
lar o imponer el arbitrio de los gobiernos. Eso aconteció, lamentablemente,
sólo en el siglo XX y, por cierto, durante y por obra de las autocracias que
asolaron la vida política del Perú. Es el caso de la legislación electoral expedida
para regular, o torcer, sea el sistema o los procesos electorales, con Leguía
(1919 y 1930), con Benavides (1933) y Prado (1945), con Odría (1950 y 1956) y,
desde luego, con Fujimori (1992-2000). La experiencia es reveladora. Demues-
tra, una vez más, que cualquier democracia, con todas sus limitaciones, sirve
siempre mejor a la libertad que las autocracias y que, a fin de cuentas, la demo-
cracia prevalece siempre, aunque no siempre es duradera.

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