Parece que vivimos en una sociedad de seres indiferentes. La lógica de la
postmodernidad nos ha convertido en personas excepcionalmente individualistas. Es indiferencia la actitud de mirar hacia otro lado frente al deterioro de la paz mundial por las acciones colonialistas traducidas en sangrientas guerras a las antípodas (en Siria y otros pueblos del oriente próximo) y los conflictos en África.
En Siria se ha producido un genocidio en los últimos cinco años, con la muerte de
470,000 personas. El 11.5% de la población de ese país ha muerto o resultado herida durante esta guerra que no tiene punto final. En lo que era un rico y apacible terruño, otros once millones de sus pobladores han sido empujados a huir y vivir como refugiados en lugares inhóspitos dentro y fuera de ese país.
Muchos voltean la cara frente al vaho de la muerte en Afganistán, Irak y otros
países cercanos al golfo arábigo-pérsico, donde desde el 1990 a la fecha han muerto cuatro millones de personas. Otras dolorosas guerras se dan en Burundi, Sudán del Sur, Libia y Yemen con saldos trágicos.
Estos conflictos matonescos tienen una etiología colonialista, porque persiguen instalar un modelo político opuesto a la cultura, valores y tradiciones de esas naciones tribales e ir solapadamente adueñándose de las riquezas minerales de su subsuelo.
Al margen de las guerras, permanecemos impávidos frente al drama que viven
795 millones de personas hambrientas en el planeta, cuando disponemos de las capacidades para que haya “cero hambre” en el mundo y somos impasibles frente a la realidad de mil millones de niños y niñas que viven en condición de pobreza en el mundo, lo cual les limita sus posibilidades de acceder a buena educación y alimentación.