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Las actitudes morales de los seres humanos

en su relación con el medio ambiente

La humanidad ha ido resolviendo su relación con la Naturaleza de modo muy diverso según los lugares y
las épocas. Distintas culturas y diferentes etapas históricas ofrecen respuestas múltiples a la necesidad de la
especie humana de sobrevivir en el medio y utilizar los recursos que éste le proporciona.
En las comunidades primitivas, esta relación persona-medio se reducía a una simple utilización primaria
de algunos recursos o a una agricultura de subsistencia. Este es el mismo criterio que rige todavía el uso de la
Naturaleza en algunas culturas originarias, que mantienen modelos de pensamiento en ciclos y visiones muy
cercanas al panteísmo en su relación con la «Madre-Tierra».
En su evolución científica y tecnológica, la humanidad fue adquiriendo instrumentos cada vez más
potentes para la ocupación y manipulación de los espacios naturales, modificando los ecosistemas con formas
de agricultura sofisticadas; construyendo ciudades y vías de comunicación... a través de procesos que, ya en
los últimos siglos, pueden calificarse como de verdadera transformación del entorno.
Pero es con las sociedades contemporáneas, y más concretamente en el siglo xx, cuando la incidencia
humana sobre el medio alcanza cotas desconocidas hasta entonces, en lo que podríamos denominar una
auténtica explotación desmesurada de los bienes naturales. Explotación que — no es casualidad— corre pareja
con una ética basada en el despilfarro y el beneficio inmediato, y se asienta en la idea de que nuestra
realización histórica colectiva es algo que acontece exclusivamente en el presente y en un sector muy
concreto, el «Norte» del planeta.
La actitud moral que rige este tipo de comportamiento es la de considerar que unos cuantos tenemos
derecho a utilizar en beneficio propio los recursos de la Tierra, consumirlos aquí y ahora, ignorando el
desequilibrio que con ello producimos en la propia Naturaleza y desoyendo las voces de millones de coetáneos
nuestros que/reclaman alimentos, higiene, cultura... Guiados por tales criterios éticos, no es extraño que
hayamos llegado hasta la crisis ambiental que nos preocupa.
Consecuentemente, la existencia de una problemática ambiental como la que afronta nuestra sociedad
en la transición entre dos siglos nos conduce a una doble pregunta: Por un lado, resulta necesario saber por
qué la humanidad, en su conjunto, ha venido adoptando unas pautas de conducta tan agresivas respecto a la
Naturaleza y por qué una parte de la humanidad se ha apropiado de la capacidad de ser, tener y decidir de la
otra. Por otro, nos interesa conocer sobre qué valores están sustentados dichos comportamientos, es decir, el
substrato ético que define nuestras relaciones inter-específicas e intra-específicas
En la búsqueda de respuestas, la primera apreciación que podemos hacer es la de que la humanidad
contemporánea (al menos en la cultura occidental dominante y en los países industrializados y
occidentalizados) está experimentando una sensible pérdida del sentido unitario de la realidad ambiental,
fenómeno que algunos autores han definido como de «fragmentación» (Bohm /Edwards, 1991).
Desde esa posición, con frecuencia las personas se comprenden a sí mismas como seres aislados de la
Naturaleza, independientes de ella. Seres que «observan» los ecosistemas desde fuera, como ignorando las
posibilidades y condiciones que el medio natural establece para su vida, y un tanto insensibles a la influencia
de la propia conducta sobre el entorno. Deslumbrados por los avances científicos y tecnológicos, olvidamos
nuestra condición de seres interdependientes, seres que carecemos de autosuficiencia para mantener nuestra
vida sobre el planeta y dependemos de otras formas de vida más elementales.
Hemos creído, engañosamente, que podríamos ser nosotros mismos en cualquier circunstancia y
condición, pero la Naturaleza, como un inmenso espejo cóncavo, nos ha devuelto los efectos de nuestras
acciones, demostrándonos la imposibilidad de seguir alterando el equilibrio de los ecosistemas a riesgo de
nuestra propia supervivencia como especie.
Del mismo modo que hemos ignorado nuestra interdependencia con las demás especies vivas, hemos
roto los lazos intraespecificos, al apropiarse una parte de la humanidad del derecho de todos a utilizar y
transformar los recursos colectivos, y al establecerse la opulencia y prosperidad de unos sectores sobre la base
de la pobreza o miseria de otros.
Se hace necesario, entonces, un ejercicio colectivo de replanteamiento ético, sobre la forma en que los
seres humanos nos comprendemos a nosotros mismos en relación con el mundo que nos rodea. Las actitudes
humanas respecto al entorno; el modo en/que venimos utilizando los recursos naturales; la forma en que
desarrollamos nuestras relaciones entre grupos sociales y países... todo ello es el resultado de unas pre
concepciones de tipo ético que se explicitan en los valores y criterios morales que aplicamos al actuar.
En esa revisión, podemos preguntarnos: ¿Somos el centro del planeta, lo más importante, o
dependemos de otras formas de vida para mantener la nuestra propia...? ¿Somos realmente los
«propietarios» de la Naturaleza y el patrimonio histórico o simples usuarios de un legado que hemos de
conservar para nuestros descendientes...? ¿Podemos funcionar como seres autónomos o estamos en
interacción constante con otros elementos vivos y no vivos para subsistir, en el tiempo y en el espacio...? ¿Es el
actual modelo industrializado y consumista de Occidente el único o el mejor posible para los intereses de la
humanidad en su conjunto...?
Sin estas preguntas, cualquier planteamiento educativo quedaría incompleto. Porque educar significa
ayudar a las personas no sólo a conocer la razón instrumental de sus actos sino, sobre todo, ayudarlas a
comprender cuál es el sustrato ético que los orienta—el por qué y el para qué de sus acciones—. En el tema
ambiental, esta forma de comprensión adquiere especial relevancia por cuanto nos puede dar las claves para
desvelar la razón explícita o implícita de nuestros comportamientos depredadores y permitimos avanzar hacia
nuevos valores.
La ética se constituye así en el pilar básico de la educación-ambiental, pues ésta es, antes que nada, un
intento de adecuación de las actitudes humanas a pautas correctas en el uso de los recursos. Hablar, por
tanto, de las actitudes morales de los seres humanos con el ambiente significa reflexionar sobre las claves
éticas que necesariamente han de orientar nuestros programas educativos en coherencia con sus aspectos
conceptuales y metodológicos, pues ningún cambio en estos últimos será verdaderamente efectivo si no va
acompañado de un profundo ejercicio critico acerca de los valores que intervienen como soporte de la acción.
Replantearse el modelo axiológico que nos ha conducido a la crisis significa esforzarse por reconocer los
rasgos que lo configuran. Veamos, pues, cuáles son, a nuestro juicio, algunos de los principios que definen esta
ética, a la vez penetrante y caduca. Penetrante, porque sigue orientando en muchos casos las relaciones de
gran parte de la humanidad con el medio ambiente; caduca, porque lleva en sí misma la necesidad de ser
superada para dar paso a nuevas formulaciones más acordes con las necesidades y exigencias de nuestro
presente.
— En primer lugar, esta ética se configura en base a la consideración del hombre como centro del planeta,
típica de la tradición judeo-cristiana. Desde esta posición, la Naturaleza se contempla como algo que está ahí
para ser «dominado». El hombre se siente ajeno a ella, superior, sin detenerse a pensar que forma parte,
como una especie viva más, del complejo entramado de relaciones que conocemos como biosfera. La
presencia humana en la Naturaleza se diferencia de la de los demás seres vivos en que nuestra especie, a
través de una acción racional con respecto a fines, desarrolla procesos de adaptación activa, para acomodar el
entorno a sus necesidades, con una capacidad de modificación del medio no igualada por ninguna otra
especie. Ello no puede significar, sin embargo, que los seres humanos se sientan desvinculados de las leyes que
rigen el equilibrio de los sistemas naturales, o de los límites que señalan determinados umbrales a partir de los
que el impacto en una dirección específica produce cambios irreversibles en el entorno. No obstante, la ética
que estamos criticando ha permanecido ajena a estas consideraciones y restricciones.
— Una comprensión atomizada del mundo y de la vida. No hemos llegado a comprender la globalidad del
«sistema fierra» que nos aloja, ni la interconexión entre los múltiples fenómenos que propician la vida.
Continuamos aferrados a visiones parciales, como si nuestro entorno careciese de prolongaciones; como si las
cosas sucediesen aisladamente y pudiesen controlarse a través de una sola dimensión.
— La estimación de la Naturaleza como un bien inagotable. Ello ha conducido, de inmediato, a una sociedad
del despilfarro, al derroche permanente de recursos. Frente a unos ecosistemas naturales en los que todo se
recicla, hemos creado unos sistemas peculiares, los urbanos, que arrojan diariamente millones de residuos al
medio natural, comprometiendo seriamente las posibilidades de la Naturaleza para degradarlos.
— La valoración de las necesidades por encima de los recursos. La civilización industrial nos ha acostumbrado
a una forma de actuación socioeconómica totalmente sesgada: los fines de la intervención sobre el medio se
fijan y resuelven atendiendo a las necesidades (reales o creadas) del colectivo social que plantea la demanda,
sin tener en cuenta, en este primer nivel de los fines, las limitaciones que impone la propia Naturaleza, que
aparece únicamente implicada en el nivel de los recursos, como un medio ilimitado para satisfacer
necesidades humanas también ilimitadas.
«En una sociedad de consumo sólo en caso de catástrofe puede saberse qué es lo realmente
indispensable. En una situación no catastrófica todas las necesidades son incontenibles {...) Lo existente
es considerado siempre el mínimo indispensable» (Alberoni, 1986).
Es evidente la conveniencia de revisar este tipo de planteamiento, que conduce las más de las veces a
impactos irreversibles sobre los ecosistemas. Sólo cuando la Naturaleza (y las restricciones de los sistemas
naturales en equilibrio dinámico) se incorporen al primer estadio de la planificación económica (el de la
definición de los fines) habremos alcanzado una posición moral justificable.
— La identificación del «progreso» con el mero crecimiento económico y la máxima posesión de bienes . Esta
identificación puede entenderse como una cuantificación del progreso, el cual, medido de esa manera, deja de
ser un concepto de valor mora l (Von Wright, 1996).
Desde el punto de vista de la ética que estamos describiendo, progreso significa entonces «producción
intensiva y consumo creciente». Tales parámetros definen la situación real de las sociedades industriales, pero,
superados ciertos límites básicos, ya no expresan mayores grados de felicidad para las personas, sino ansiedad,
tensión laboral y social, y reconversión sofisticada del ocio gratuito a un ocio cada vez más costoso.
Entender el progreso de otro modo supone afrontarlo como un avance de la conciencia y de la solidaridad.
Significa aceptar que en él se funden la construcción de lo improbable y el dominio de lo desconocido
(Alberoni, 1985).
— El olvido de «la presencia de otros» en nuestras vidas. La ética del goce y disfrute elimina, hace ausentes, a
todos aquellos seres de nuestra misma especie que, sin embargo, están de hecho presentes en nuestra
historia.
Esta verdad, que a nivel teórico es comúnmente aceptada, carece sin embargo de peso moral efectivo en la
vida diaria de los sectores prósperos del planeta. Ni los habitantes de las grandes ciudades actuamos en
solidaridad con el Cuarto Mundo de pobreza que se ha instalado en ellas, ni las naciones ricas que configuran
el «centro» de las decisiones económicas se mueven de forma solidaria con la llamada «periferia», que es
utilizada como almacén proveedor de recursos naturales y mano de obra barata, sin que sus propias
necesidades de desarrollo funcionen como freno a nuestros proyectos.
— La sobrevaloración del espacio y el modo de vida urbanos se nos aparece como otro elemento definidor de
esta ética que estamos comentando. Hemos hecho del fenómeno urbano signo de nuestro triunfo sobre la
Naturaleza. Lo hemos constituido en «modelo» para las sociedades rurales o poco desarrolladas, olvidando no
sólo va las enormes contradicciones que ofrece la ciudad (segregación socio-espacial, cinturones de pobreza,
conflictividad social, etc.) sino su imposibilidad radical de existir si no es a expensas del campo.
Esta paradoja (una ciudad «superior» al campo y a la vez dependiente de él) rara vez es motivo de
reflexión o, si lo es, no suele traspasar los límites del lenguaje para penetrar en los planteamientos éticos
básicos que rigen nuestras acciones al respecto.
— La primacía absoluta del presente sobre los planteamientos a medio y largo plazo . Estamos usufructuando
un planeta que será también el substrato de vida de las generaciones futuras, pero... ¿en qué medida
preservamos el potencial natural y cultural pensando en ellas...? Consumimos desaforadamente, cada vez más,
como si, en verdad, cuanto existe nos perteneciese aquí y ahora y después de nosotros no fuesen a venir otros
seres y otras necesidades.
— La falacia de «la neutralidad» de nuestros actos, como un principio ético difícilmente explicable, pero en el
que todo el mundo parece creer. En efecto, resulta muy complicado comprender cómo nuestras opciones a la
hora de comer, viajar, consumir, pueden estar exentas de repercusión sobre el medio ambiente. Estamos
generando impactos individuales, contribuyendo a los impactos colectivos, pero... ¿Nos planteamos cuál es la
responsabilidad moral que está detrás de nuestras acciones...? ¿Vislumbramos la posibilidad de «elegir», de
consumir con el menor coste ambiental posible, por ejemplo...?
Más bien tendemos a arroparnos tras una supuesta neutralidad y a justificarnos con la impotencia.
¡Somos tan insignificantes a la hora de actuar...! ¿Qué puede importar lo que hagamos individualmente?? Ahí
se esconde el engaño. En unas sociedades democráticas, sólo es posible concebir el cambio a través de la
transformación de multitud de actitudes individuales. Es más: ésa es la única garantía de que cualquier nuevo
rumbo que se tome se mantendrá legítimamente a través del tiempo.

La educación ambiental Bases éticas, conceptuales y metodológicas


María Novo
Editorial universitas, s. A
Publicado por Editorial Universitas, Madrid
3.“ Edición – 2003
ISBN: Editorial Universitas, S.A.: 84-7991-156-5

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