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FILOSOFÍA VIVA. UNA INICIACIÓN A LA VIDA FILOSÓFICA, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2021.

Alejandro Moreno Lax

Capítulo 6: TODOS TENEMOS UNA FILOSOFÍA DE VIDA

La meditación

El reconocimiento de la Presencia como fuente última de la identidad y el descubrimiento del


silencio mental son dos acontecimientos de primer orden en el camino del autoconocimiento
filosófico. Suponen un punto de inflexión, un antes y un después en la visión que tenemos de
nosotros mismos y la realidad.

Sin embargo, Occidente tiene miedo al silencio, por eso la tendencia a reprimirlo allá donde se
asoma. Esto no siempre ha sido así, pues el silencio ha formado parte de la vida espiritual
europea a lo largo de los milenios: basten los ejemplos de la escuela pitagórica, la tradición
hermética greco-egipcia, Plotino o los místicos cristianos como algunos ejemplos de ello. Lo que
ahora denominamos “meditación” se ha conocido a través de los siglos como theoría,
contemplatio u oración contemplativa. Según cada contexto, la meditación era entendida como
una reflexión silenciosa así como una visión directa de lo que es; como un diálogo consigo mismo
y como una escucha receptiva del Infinito. Esta práctica era una fusión experiencial entre la
comprensión y el silencio.

En la actualidad está en auge la práctica de la meditación entendida desde el segundo aspecto,


como un ejercicio de silenciamiento y no identificación con la mente repetitiva. Como hemos
visto, esta actividad acallante es fundamental para introducir la distancia filosófica necesaria
frente a la “instalación foránea” de Castaneda.

Desde luego, saber que no somos lo que la mente dice que somos supone un salto cuántico en
el nivel de consciencia, un giro copernicano que implica vivir desde la Presencia y no desde el
intelecto. El nivel de consciencia tiene que ver con eso, con el desde dónde nos situamos a la
hora de conocernos y de conocer. En el primer caso, usamos el intelecto sin perdernos en él; en
el segundo caso, el intelecto nos usa a nosotros porque nos identificamos con él.

Este auge de la meditación entendida en su segundo aspecto se debe a la gran acogida que
tuvieron las religiones y filosofías orientales en EEUU, sobre todo a partir de los años 60 del siglo
pasado, así como sus vínculos con la cultura New Age. Este enorme impacto ha generalizado la
idea de que la práctica de la meditación como atención a los pensamientos supone el alfa y el
omega del conocimiento de sí mismo y la realización espiritual. Por sintetizar, la práctica se
resumiría en no identificarse con la mente, respirar con más profundidad y relegar la mente a
su utilidad práctica. Pero, ¿esto es todo? Tal vez exagere, pero sin duda hay mucho de esto. A
este reduccionismo ha contribuido también el propio devenir de la filosofía occidental, que cada
vez más ha reducido e identificado la contemplación con la reflexión, negando su dimensión
receptiva, autotrascendente y silenciosa.

La comprensión

La visión hegemónica de la meditación, estrechamente vinculada a la tradición fundada por


Siddharta Gautama, el Buda, acierta al revelar la insustancialidad de la mente ilusoria y sus
procesos de pensamiento, demostrando que hay una realidad más profunda que trasciende la
vivencia intelectual. Pero suele pasar por alto que, más allá de la mente ilusoria, instalación
foránea o como la queramos llamar, disponemos de una facultad inteligente con la que
estructuramos la realidad, la comprensión, esa parte que los antiguos denominaban “alma
racional” en contraste con el “alma irracional”. Y no solo la consideraban una parte racional, sino
más bien divina y más excelente del alma. Mientras que la mente ilusoria se nutre de
pensamientos o ideas, la comprensión se constituye de creencias. Una diferencia principal que
establece Ortega y Gasset entre una y otra es que las ideas se tienen, nos identifiquemos o no
con ellas, mientras que las creencias las somos, pues configuran los filtros de percepción de la
realidad.

Al nacer, nos desarrollamos en un contexto de creencias conforme a las costumbres y


tradiciones del lugar que nos forma una determinada concepción del mundo y de nosotros
mismos. Conforme vamos creciendo, podemos tomar distancia de dichas creencias o bien tratar
de confirmar por nosotros mismos su validez. Sea que cambiemos las creencias por otras o que
validemos por nosotros mismos las que nos enseñaron en la infancia, no hay vida humana sin
creencias. Por más que un monje tibetano o un practicante zen estadounidense traten de
silenciar su mente, tendrán un marco de creencias con el que comprenden e interpretan la
realidad, lo sepan o no. Sin duda, en su estructura de comprensión habrá una concepción
determinada sobre el bien, el dinero, las relaciones afectivas, sobre la vida familiar, la justicia, la
educación, etc., etc. Estas creencias pueden ser elaboradas, y por tanto reflexionadas, o pueden
ser latentes, y por tanto inadvertidas.

Es cierto que la tradición filosófica occidental, sobre todo con el auge de la modernidad
científica, ha contribuido a deteriorar la concepción no dual de la meditación, reduciéndola cada
vez más a una actividad analítica y argumentativa del intelecto. Esta reducción ha deteriorado
la dimensión receptiva e intuitiva que solía acompañarle, de ahí la tendencia popularizada de
desdeñar la mente en favor de las emociones, de separar y sobrevalorar el sentir frente al
pensar. Este nuevo dualismo, no menos ilusorio que el que trata de confrontar, no puede
hacernos pasar por alto la existencia de la comprensión como una dimensión propia de toda
meditación digna de tal nombre. El silencio nos hace comprender, y la comprensión conduce al
silencio.
Lo sepamos o no, todos tenemos una filosofía de vida, un conjunto de creencias y valores
jerarquizados que configuran la visión de nosotros mismos y del mundo en que vivimos. Es
imposible escapar a la comprensión, pues nos constituye. Podrá ser más lúcida o más
inconsciente, elaborada o imitada, pero seguirá siendo un tipo determinado de comprensión.
Por más que pasemos décadas no identificándonos con los pensamientos pasajeros y respirando
conscientemente, nuestra visión sobre nosotros mismos, de los amigos, del trabajo o del sistema
de ordenación política quedará inalterada si no pasa por el tamiz de la comprensión.

La contradicción está en que podemos haber conectado con la serenidad espiritual y mantener
simultáneamente una visión intolerante hacia el sexo opuesto, o un sentimiento de desprecio y
superioridad moral hacia el resto de la sociedad, o una visión excluyente respecto de las minorías
étnicas, etc. No pronunciarse al respecto también es una creencia. En definitiva, una vida
filosófica mal enfocada sería aquella en la que la serenidad del ánimo convive con una cierta
estupidez de la inteligencia.

La vida filosófica requiere tanto de la contemplación receptiva como del ejercicio del
discernimiento. Experienciar la Presencia conduce a un cambio fundamental en nuestro nivel de
comprensión. Del mismo modo, un aumento de la comprensión conduce antes o después al
descubrimiento de la Presencia. Comprendo que soy en última instancia Presencia sin forma, y
a la vez la Presencia se manifiesta como inteligencia estructurante. En el Silencio hay
comprensión y la comprensión conduce al Silencio. En este sentido, todo Es y todo se puede
comprender. Así es la dimensión no dual de la Presencia/comprensión, del Ser/Inteligencia.

Estas aclaraciones son importantes para profundizar en el camino de la vida filosófica. Los
“insights” y las experiencias de un despertar de la consciencia son reales, ocurren, y cada vez
son más quienes dan cuenta de ello; pero pueden estancarnos cuando nos quedamos ahí. De
hecho, ciertos gurús, telepredicadores o “iluminados” pueden haber tenido alguna experiencia
luminosa y, al no haber profundizado lo suficiente en ella, la asimilan en su vieja estructura del
yo ilusorio, con todos sus patrones de condicionamiento en plena efervescencia. Esto explica el
fanatismo, el narcisismo espiritual y la necesidad de convencer o “ayudar” a los demás como si
se tratase de una cruzada mesiánica.

Así que despertar a la Presencia que somos es necesario, es un momento axial, un verdadero
antes y después en la vida filosófica; pero no es el final, ni mucho menos. La cultura de la
inmediatez tan querida por los estadounidenses ha comprado esta visión a precio de oro,
asimilando una nueva espiritualidad express donde la indagación y el discernimiento suelen
brillar por su ausencia: “No pienses, solo medita...”

Las creencias operativas


Asimilar que todos tenemos una estructura determinada de valores y creencias nos abre a un
nuevo desafío filosófico: el examen de la propia vida, como lo denominaba Sócrates. Sin duda,
antes o después veremos que la serenidad de la Presencia recién saboreada desaparece en
buena parte de las áreas de nuestra vida, si no en todas. La Presencia se olvida una y otra vez.
Asistimos con estupor a la evidencia de que el sufrimiento y el conflicto son habituales en
nuestra experiencia diaria. Por más que hayamos descubierto la Presencia, éso no nos ahorra
buenas dosis de incomprensión: frustración en el trabajo, mala relación con los hijos, tensión en
las relaciones afectivas, desinterés por la vida social, etc.

La confianza que produce el reconocimiento de la Presencia como instancia última de la


identidad nos abre a la investigación de las múltiples opacidades que experimentamos en la
personalidad sin temor a perdernos completamente en ellas. Nos moviliza la claridad de saber
que en el fondo esas opacidades no somos nosotros, sino aspectos concretos, limitantes y
automáticos del yo ilusorio: “No soy yo, es una emoción que sufro”; “No soy yo, es un hábito
que padezco”; “No soy yo, es una creencia que me condiciona”. Es fundamental aprender a
discernir la Presencia última respecto de los modos concretos de ser, pensar, actuar o sentir. La
práctica de este discernimiento nos libera de la identificación hipnótica y la culpa paralizante
para abrirnos las puertas hacia nuevas transformaciones.

Desde esta óptica, podemos decir que todo es comprensible. El conjunto de ideas, emociones y
hábitos que constituyen nuestra identidad manifiesta son fruto de un sustrato de creencias
latentes, lo que Mónica Cavallé denomina filosofía operativa. Estas creencias difieren muchas
veces de las creencias que afirmamos tener acerca del mundo, la sociedad o nosotros mismos.
Difieren por tanto de la filosofía teórica en la que creemos pero no vivenciamos. La primera
manifiesta experiencialmente en nuestros actos, afirmaciones y emociones una serie de
creencias últimas. La segunda se agota exclusivamente en un decir abstracto y sin raíces vivas.
Por eso decimos que todos tenemos una filosofía de vida, porque las creencias nos constituyen
de forma vivencial. Así que, aunque no seas estudiante de filosofía, estás configurado por una
filosofía de vida, aunque no lo sepas. Tienes una escala de valores determinada, unas
convicciones profundas, unas prioridades sobre otras; en definitiva, un modo específico de ver.

Por ejemplo, un practicante de meditación experimentado puede reconocer la dimensión de la


Presencia porque ha tenido un sabor de ella varias veces en su vida. Puede defender su
existencia y animar a sus amigos a indagar en ella, sintiendo honestamente que “somos uno con
la Totalidad”. A su vez, el mismo practicante de meditación puede experimentar episodios
recurrentes de un intenso temor y una gran desconfianza en sí mismo en los cuales no hay rastro
alguno de la Presencia, conduciéndoles a creer en el lugar más ínconfesable de sí mismo que “yo
no soy de fiar”. En este caso vemos cómo hay un contraste entre su filosofía teórica, en la que
sabe que es uno con la Totalidad, y su filosofía experiencial, en la que se considera una persona
incapaz de confiar.

En este caso, un meditador recomendaría contemplar el miedo y estar con él hasta que éste se
disipe por completo. Pero éste tipo de resolución no suele funcionar porque desatiende el origen
de la emoción, que es la creencia. Todo hábito, emoción o creencia confusa, como lo llamaría
Descartes, es inseparable de una creencia oculta. Retomando la visión tricéntrica cuerpo-
emoción-mente de los pitagóricos, al abordar los patrones limitantes de nuestra filosofía de vida
tenemos que tener presente la correspondencia entre los actos, las emociones y las creencias.
El problema es que éstas últimas son abstractas y no se ven a simple vista, como sí suele ocurrir
con los hábitos o las emociones.

La “invisibilidad” de las creencias nos lleva a ignorar su elevado poder ejecutor. Hay creencias
detrás de un trato indiferente hacia un ser amado; por ejemplo, una creencia sobre el valor de
la frialdad como castigo corrector. Hay creencias en los hábitos de desorden; por ejemplo, una
creencia en la rebeldía como estrategia de reivindicación personal. Hay creencias en el malestar
que sentimos cuando estamos con familiares que se sienten mal; por ejemplo, la creencia de
que al sentirme tan mal como ellos se sienten voy a ser aceptado en el clan. Hay creencias en la
tendencia a juzgar a otros; por ejemplo, la creencia en nuestra superioridad moral.

El origen de la culpa

Es inagotable la cantidad de creencias operativas que movilizan nuestra vida sin que seamos
conscientes de ello. La ignorancia de la Presencia es la causa última de todas ellas. Cuando nos
comprendemos como un compuesto de cuerpo-mente y, por tanto, como un yo ilusorio,
aparecen ciertas creencias que son causa de un enorme sufrimiento. Una de las más
fundamentales es la creencia en la culpa. Esa creencia dice más o menos así: “Yo soy culpable
de ser como soy”. La fuerza ejecutante de esta creencia radica en una definición intelectual de
la identidad: “Yo soy de tal o cual modo”. Todo tipo de definición mental de uno mismo siempre
será limitada, pues, ¿acaso podemos saber todo acerca de nosotros mismos? ¿No hay lugar al
descubrimiento de dimensiones nuevas en uno mismo? Cuando nos comprendemos como
Presencia y no como un yo ilusorio, entonces ya no necesitamos definirnos para Ser. Lo podemos
hacer a modo de convención social, pero en última instancia todo lo que digamos de nosotros
será insuficiente o aproximado, ya que nuestra naturaleza última es impensable.

Así que la creencia en la culpa empieza con una definición mental de la identidad: “Yo soy de tal
o cual modo” junto a un juicio negativo sobre dicha definición: “Y eso está mal”. La culpa dice:
“Está mal ser como soy”. Además, viene acompañada de la exigencia de hacer algo al respecto:
“Tú deberías hacer algo para dejar de ser como eres”. El yo ilusorio, en su desconexión de la
Presencia, cree que tiene que hacer algo para enmendar el juicio severo que está escuchando
desde las tinieblas. Cree que él y su falta de voluntad son los únicos causantes de la tragedia. En
todos estos casos, apelar a la voluntad individual para salir del círculo vicioso de la culpa está
destinado al fracaso, pues trata de resolver en el nivel del yo ilusorio lo que sólo se puede
resolver en el nivel profundo de la Presencia. Pues si no, ¿de dónde viene la energía que moviliza
la voluntad? ¿De nuestra voluntad también? ¿De la voluntad de ser voluntarioso? ¿De la
voluntad de la voluntad? Todo esto es una regresión ad infinitum cuando se desconoce la fuente
de la identidad.
La voluntad no se puede reducir a nuestras buenas o malas intenciones. La voluntad es una
fuerza autogenerativa que tiene en sí misma su razón de ser. Spinoza la denominó conatus. Este
impulso autónomo es el que nos mueve a abrir los ojos cada mañana, a amar a la persona que
amamos, a querer realizar nuestra actividad favorita. ¿O acaso has tenido que hacer un ejercicio
previo de motivación para abrir los ojos por la mañana, amar a la persona que amas o querer
realizar tu actividad favorita? Aquí vale la frase de Schopenhauer: “Un hombre puede hacer lo
que quiera, pero no querer lo que quiera”.

Cuando el voluntarismo del yo ilusorio se agota, entonces el mecanismo de la culpa se retuerce


aún más y sentimos culpa por sentir culpa: “No puedo cambiar ser como soy, y eso es trágico”.
La culpa es un sentimiento cargado de creencias, y tenemos que abordarla desde el
cuestionamiento de las mismas y su origen: comprendernos como un pequeño yo formado de
ideas y un cuerpo. La religión judeo-cristiana ha contribuido a reforzar esta imagen reduccionista
del ser humano así como la creencia en la culpa, y esta larga sombra sigue viva en nuestros días,
por más que las religiones tradicionales hayan perdido la hegemonía que han disfrutado durante
siglos.

La ignorancia

Decíamos que es inagotable la cantidad de creencias operativas que movilizan nuestra vida.
Abrirse a la revelación de todas ellas puede resultar abrumador para cualquiera; también para
los practicantes de meditación, yoga, taichi, reiki, etc. El elemento diferencial que nos permite
abrirnos paulatinamente a este proceso de indagación está en la comprensión de que dichas
creencias no están ahí por nuestra culpa, sino por ignorancia. Sencillamente no sabíamos que
estaban ahí hasta ahora. Por eso la comprensión del Ahora es una práctica de liberación, porque
siempre está libre de culpa: “Ahora comprendo; Ahora veo que era ignorancia y no mala
voluntad”; “Ahora lo veo”. Esta es una expresión habitual en todo practicante de la vida
filosófica.

La ignorancia nada tiene que ver con la culpa, pues, lejos de una acusación sentenciosa, nos
revela que hacemos lo que hacemos porque simplemente desconocemos otro modo mejor de
actuar. Dicho de otra manera: los patrones limitantes de conducta, emoción o pensamiento son
tales porque no había posibilidad de elegir otra opción mejor. Las ciénagas de la culpa arraigan
en la creencia ilusoria de que podíamos elegir. Pero, ¿realmente elegimos hacernos daño?
¿Elegimos hacer daño a otros? ¿Elegimos deprimirnos, odiar, agredir verbalmente, maltratar
nuestro cuerpo, etc.? Por eso dice Epicuro: “Nadie, cuando ve el mal, lo elige, sino que queda
cautivo de él, seducido como por un bien en relación a un mal aún mayor”.

Aquí radica la confusión entre la filosofía teórica y la filosofía operativa. En el primer caso,
diríamos que sí, siempre estamos eligiendo y que es nuestra mala voluntad quien elige hacerse
daño o dañar a los demás. Pero en el segundo caso, que es el de la filosofía experiencial, no hay
elección: hacemos lo que hacemos porque nuestro nivel de comprensión en ese momento es el
que es, por eso elige un bien en relación a un mal aún mayor. Lo que hacemos está
perfectamente alineado con un sistema operativo de creencias: así, me hago daño porque creo
que soy merecedor de castigo y momentáneamente me libero de la carga de la culpa; o hago
daño a otros porque considero justa la venganza, en contrapartida de un daño previo que me
han hecho; me deprimo porque considero que la vida no tiene sentido; odio al otro porque lo
hago responsable de mi malestar; agredo verbalmente para defender una definición de mí
mismo que siento amenazada; maltrato mi cuerpo porque no lo considero muy valioso, etc.

Así es que en un nivel aparente, elegimos cómo vivimos, pero en un nivel profundo,
manifestamos una correspondencia entre nuestra filosofía experiencial de vida y las creencias
que la determinan en ese momento. No hay elección, sino correspondencia. Como hemos visto,
estas creencias no son teóricas, son creencias vivas. El círculo vicioso de la acusación moral y el
sentimiento de culpa se transciende cuando lo transformamos en comprensión de la ignorancia
y, por tanto, en aprendizaje.

Cuando vemos la ignorancia como lo que es, privación de conocimiento y no un fenómeno de la


mala voluntad, entonces estamos propiamente preparados para elegir. ¿Sigues acusándote por
ignorar lo que no sabías en el pasado o puedes asumir Ahora una actitud de aceptación? Es más,
¿puedes aceptar que en el Ahora no hay culpa posible, y que ésta corresponde a una creencia
cuestionable? Descubrir la propia ignorancia es ya un acto de comprensión, por lo que
propiamente podemos decir que en el Ahora siempre hay comprensión iluminadora. Si hasta
entonces desconocías la Presencia no es tu culpa; simplemente la ignorabas. Ahora ya la
conoces.

Además, esta ignorancia siempre se refiere a un área determinada de nuestra vida, a algún
hábito o conducta limitante, pero en ningún caso afecta a nuestro Yo profundo, a la Presencia
inmanifiesta y siempre igual que nos constituye. Recordemos que la Presencia no es un
sumatorio de actos, hábitos, emociones o pensamientos, sino que es lo que permite que todos
ellos se manifiesten, otorgándoles una unidad no dual. El hecho de que se manifiesten implica a
su vez la posibilidad de su disolución. Por eso no es correcta la sentencia existencialista: “Somos
lo que hacemos”, ni mucho menos la visión calvinista de la salvación por las obras. Nuestros
actos no nos definen en última instancia, pues éstos pueden cambiar y con ellos tendría que
cambiar nuestra definición del yo. La Presencia es el lugar sin lugar donde nos liberamos de la
exigencia de definirnos: es por definición indefinible. Por eso, en el lugar originario del no saber
reside la quietud fundamental.

Para transformar ciertos hábitos perjudiciales, pensamientos negativos, emociones dolorosas,


etc. tenemos que operar en el nivel de las creencias y en nuestra comprensión del yo. Esta
operación transformadora consiste siempre en disolver una idea limitada correspondiente al yo
ilusorio y acceder al ámbito espacioso donde reside la comprensión de la Presencia. En la
práctica filosófica del asombro constante siempre descubriremos hábitos o patrones de
pensamiento confuso, y, a su vez, la Presencia siempre estará en el fondo, como un océano
abraza sus olas superficiales: inalterable, acogiendo todo lo que es y yendo más allá.
No hay que esperar por tanto la eliminación de todos los patrones posibles que nos afectan aquí
y allá para vivir una vida plena. Al contrario, forma parte de una vida satisfactoria la aceptación
de la existencia de dichos patrones y sus creencias correspondientes, cada vez que aparezcan,
desde la sabiduría de que nada de ellos constituye nuestra identidad profunda y que, además,
se pueden transformar. Aspirar a una vida filosófica sin patrones limitantes sirve como un
horizonte que dinamiza la práctica de abrirnos a ellos y ver qué hay, pero no puede convertirse
en una exigencia. Esta aspiración tan solo es una idea orientativa que nos moviliza, no una
exigencia fáctica que nos paraliza. De no ser así, la exigencia generaría un patrón compuesto de
otro patrón: “No acepto la existencia de patrones en mi vida”.

Para acabar, y a modo de recapitulación, vemos que la noción predominante de meditación en


la actualidad suele quedar muy limitada a la práctica de la atención a la mente, evitando el
discernimiento de las creencias profundas. La meditación es simultáneamente atención y
comprensión, un ver y un saber acerca de lo que es. Por eso no basta con darnos cuenta de la
existencia de ciertas creencias profundas, como por ejemplo las que tienen que ver con la culpa.
Se requiere igualmente del cuestionamiento de las mismas a fin de operar en el centro mismo
de la comprensión una integración de creencias nuevas; creencias vivas y enraizadas, entonces
sí, en el ámbito del Ahora.

El cuestionamiento como práctica para una vida filosófica es saludable cuando tiene delante de
sí el horizonte del Ser, cuando opera preguntas que nos trasladan de un nivel de conciencia
basado en el yo ilusorio a un nivel de conciencia enraizado en la Presencia. Ese era el propósito
mayéutico de Sócrates, cuestionar la vanidad, la pedantería o el orgullo de sus discípulos a fin
de liberarlos del yo ilusorio, liberarlos de quien creían ser y no eran, e introducirlos en el ámbito
virtuoso del no saber, de la apertura a su propia ignorancia, del contacto con su sabiduría
latente.

Cuando desconocemos el horizonte del Ser, o simplemente lo tomamos como una teoría entre
otras, la práctica de la interrogación y el examen de la propia vida pierden su propósito
transpersonal y corren el riesgo de confundirnos en un laberinto intelectual sin salida. Así sucede
muchas veces en el ámbito de la psicoterapia, al desconocer esta dimensión última. Así que,
amigo lector, aprovecho para cerrar este capítulo invitándote a hacerte unas preguntas de
indagación en tu filosofía experiencial:

¿Puedes reconocer patrones limitantes en tu vida o te consideras libre de todos ellos? ¿Sueles
culpar a otros o a ti mismo por su ignorancia ante la vida? ¿Sigues tratando de ser otra persona
sin aceptar quién eres ahora? ¿Acudes al esfuerzo y el voluntarismo para operar cambios que
solo residen en el nivel de la comprensión? ¿Te sientes con el derecho de juzgar a otros por ser
como son?

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