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FRANCOIS MAURIAC EL DESIERTO DEL

AMOR

FRANCOIS MAURIAC

EL DESIERTO
DEL AMOR

PREMIO NOBEL 1952


FRANCOIS MAURIAC EL DESIERTO DEL
AMOR

PROLOGO DE LORENZO GOMIS


SALVAT EDITORES, S. A.

Edición íntegra especialmente autorizada para BIBLIOTECA


BÁSICA SALVAT
(c) 1982 Salvat Editores, S.A. (c) Miguel Otero Silva Impreso en:
Gráficas Estella, S.A. Estella (Navarra)-1983 I.S.B.N. 84-345-8003-9
(obra completa) I.S.B.N. 84-345-8078-0 (tomo 75) Depósito Legal: NA-
677-1983 Printed in Spain

PROLOGO

PREMIO NOBEL 1952


FRANCOIS MAURIAC EL DESIERTO DEL
AMOR
Recogido en la comodidad de un sillón, con un cuaderno casero en
las rodillas, Francois Mauriac ha escrito sus relatos a rachas febriles.
¿Preparando otra novela?, le preguntaban con asombro profano las
damas de la buena sociedad, que era también la del académico
inquieto y mundano. No sabían ellas que las novelas no surgían del
esfuerzo, sino del recuerdo, como los soles se desprenden de una
nebulosa (la comparación es del mismo novelista). La nebulosa era la
memoria de su adolescencia en el Burdeos natal: el conjuro de aquel
mundo familiar fue siempre para Mauriac el punto de partida. El
universo novelesco se alzaba, como una emanación, del mundo
descubierto con tristeza en los primeros años.
El mismo Mauriac confesaba que ningún drama podía tomar vida en
su espíritu si no lo situaba en los lugares en que él había vivido
siempre. Tenía que poder seguir a sus personajes de un cuarto a otro.
No podía concebir una novela sin tener presente, con todos sus
rincones, la casa en que la acción había de desenvolverse. Las
alamedas más secretas del jardín tenían que resultarle familiares y el
paisaje del contorno conocido, y no con un conocimiento superficial. "A
menudo —confesaba—, la cara de mis personajes permanece
indistinta, y no veo de ellos más que la silueta. Pero siento el olor
enmohecido del corredor que atraviesan y conozco perfectamente los
ruidos que escuchan de día y de noche, cuando salen del vestíbulo y
avanzan hacia la escalinata."
No es extraño, así, que se haya observado que cada una de sus
novelas podría llevar un subtítulo que la situara en el tiempo y en el
espacio: Le baiser au lépreux (1922) o el verano en las Laudas, Le
désert de l'amour (1925) o Talence bajo la tempestad, Destins (1927) o
el sol en las viñas, Thérése Desqueyroux (1926) o Argelouse con lluvia.

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Por cierto que estas obras pertenecen a la época de mayor plenitud
creadora de Mauriac, en torno de los cuarenta años —nació en 1885—;
el ritmo y la densidad de la producción novelesca se mantienen con Le
noeud de vipéres (1932) y Le mystére Frontenac (1933). Luego los
soles de esta creación se desprenden más espaciadamente de la
lejana nebulosa de la adolescencia bordelesa, pero ni la calidad ni la
concentración se han perdido en obras entre las que, por lo menos,
habría que citar La pharisienne (1941) y Le sagouin (1951).
En contraste con las sombras devoradoras de su obra, la vida de
Mauriac fue la de un hombre afortunado, rico en talentos y bienes.
Educado en un ambiente burgués y devoto, se licencia en Letras en su
Burdeos natal, va a París a los 21 años para ingresar en la Ecole des
Chartes y consigue el ingreso, pero la deja pronto para escribir: un
artículo de Maurice Barres le ha dado el espaldarazo. Se casa en 1913
y, terminada la guerra, publica con éxito una novela casi cada año. Le
désert de l'amour le vale, en 1925, el Gran Premio de Novela de la
Academia. Presidente de la Socíete des Gens de Lettres en 1932,
académico en 1933, ensaya con fortuna el teatro y se dedica, antes y
después de la Segunda Guerra Mundial, al periodismo. El editorialista
de "Le Fígaro", el comentarista del "Bloc Notes", en "L’Express" o en
"Le Fígaro Littéraire" interviene con íntima pasión en las polémicas de
la vida pública, conservador cuando responde a la tradición familiar,
progresista cuando su espíritu de creyente cristiano le empuja afuera,
más allá de las previstas casillas del ambiente en que vive; pero
siempre personal y vivo, nervioso y aun caprichoso en la reacción,
acerado en la crítica, seductor en el estilo. La cima de esta brillante
carrera literaria llega, junto con la consagración mundial, con la
concesión del premio Nobel de Literatura, en 1952. Los señores de la

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Academia sueca no hablan de oídas. La justificación que suele
acompañar a tal galardón es en este caso certera: el premio, dicen, se
le concede "por el análisis penetrante del alma y la intensidad artística
con que ha interpretado en forma de novela la vida humana".
En El desierto del amor se encuentran, en efecto, esas virtudes del
Mauriac novelista: el penetrante análisis y la intensidad artística. La
acción es escasa; la pasión, febril. En la tranquila vida provinciana, en
esas vidas ordenadas, presididas por el deber, la pasión se conserva,
se concentra. Nada, observa Mauriac la gasta, ningún soplo la evapora;
"la pasión se acumula, se estanca, se corrompe, envenena, corroe el
vaso vivo que la encierra". Por cierto que en estos verbos encontramos
ya el gusto del novelista por las expresiones que indican corrupción. Y
en el contraste "vaso vivo" la alusión a la antinomia materia y espíritu,
carne y alma, alusión que es fácil encontrar repetidamente en la
novela. Un día, por ejemplo, Lucie Courréges, la mujer del doctor
Courréges, cree oír el grito ahogado de ese "enterrado vivo" que es su
marido, de ese "minero sepultado".
En la figura del doctor Courréges puso el novelista lo más lúcido de
su mirada, lo más fino de su toque descriptivo, y como una soterrada
ternura. Mauriac no conoció a su padre, que murió cuando él tenía
veinte meses; y diríamos que ha concentrado sabiamente en ese
doctor Courréges los mejores hallazgos de un padre imaginado, y
también los más evocadores objetos. En casa de Mauriac niño, en
Burdeos, abrían a veces un armario y encontraban el sombrero hongo
del padre, "¡el hongo del pobre papá!". Ese es probablemente el hongo
que lleva — como el lector podrá comprobar — el buen doctor
Courréges.

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El doctor es el más atareado de los personajes que cruzan por esta
historia, casi el único atareado, entre el laboratorio, la consulta, las
visitas. Sin embargo, el doctor no ignora lo que ignora su mujer, y el
novelista apunta, al paso, que el amor sabe hacerse un hueco en las
vidas más llenas y que "un hombre de Estado agobiado, en torno a la
hora en que su amante le espera, detiene el mundo". En el caso del
doctor, esos huecos los colma principalmente la imaginación. En el
mundo de este "desierto del amor", lo más es imaginario y el mínimo de
acción lo aportan los encuentros. El poder del novelista en este relato
se aplica a mostrar lo incierto de las relaciones humanas: ni nadie es
visto como él mismo se ve, ni nadie permanece igual a lo largo de un
mismo encuentro. Cambian las dimensiones y las actitudes: la que se
mira como amante, se comporta como discípulo; lo que se iba a decir,
lo que se había ensayado, no puede decirse, porque, "desde el
momento en que no se puede decir todo, no se puede decir nada", y
uno mismo escucha con sorpresa la supervivencia en la propia boca de
palabras mentirosas, restos de una fe muerta. Eso es a veces lo que
los demás escuchan, "como recibimos la luz de un astro extinguido
desde hace siglos".
Entre dos generaciones de Courréges que recibieron el don de
gustar — ese don que el doctor vio en su padre y reconoce en su hijo
Raymond —, él descubre en sí un destino solitario. Solo en sus
imaginaciones, solo en los encuentros que desea amorosos, solo en el
seno de su familia, cercado por la "Ilíada miserable" de los minúsculos
episodios domésticos, las historias de criadas, las rencillas de mujeres.
La mirada penetrante del novelista descubre en esta soledad una sed
de compañía que, con la reducción por la edad, con la disminución que
en los hombres obra el tiempo, lleva un día al anciano, "cadáver

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sonriente", a confesar el consuelo y la satisfacción de vivir en el
espesor de la familia: los mil pinchazos mínimos de las inquietudes
domésticas, explica, atraen la sangre hacia la piel, hacia la superficie, y
la apartan de la llaga secreta, profunda, que el hombre lleva dentro. Y
el marido envejecido confiesa que nada le es más necesario que la
importunidad de su esposa, y pide al hijo que no se quede solo.
Raymond Courréges, el hijo, es uno de los típicos adolescentes que
Mauriac ha sacado de la experiencia de sus años jóvenes: "sombría
figura angélica", sensibilidad en carne viva que le hace sentirse en el
centro de la risotada universal: "toda la vida había de acordarse de ese
momento en que una mujer le había juzgado no sólo repugnante (lo
que no hubiera sido nada), sino también grotesco". Padres y maestros
le creen capaz de todo. No se da cuenta él mismo de que, en la
ostentación que hace del desorden y la suciedad, lo que hay, más que
nada, es el pobre orgullo de su edad, una especie de humildad
desesperada. Así lo hace ver el novelista: la derrota de un adolescente,
apunta, llega cuando se convence — cuando se deja persuadir — de
su propia miseria. Este es el muchacho que una tarde de invierno, en el
tranvía en que vuelve a casa, se encuentra frente a una cara de mujer,
sentada entre dos obreros, que le mira con tranquilidad, atentamente.
Raymond no siente — cosa rara — ni incomodidad ni vergüenza. El
rostro de la mujer es un rostro a la vez inteligente y animal, impasible.
Un día y otro día coinciden en silencio. Bajo aquella mirada, Raymond
empieza a cambiar; ahora se afeita, cuida el vestir. El efecto de aquella
mujer en su vida será duradero, y el Raymond Courréges que
conocemos en un bar de París, a los treinta y cinco años — cuarenta
tenía Mauriac cuando se publicó la novela —, no sería el mismo si una
tarde de invierno, cuando volvía a casa con los libros de estudio, no

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hubiera encontrado en el tranvía a una mujer que resultó llamarse
María Cross.
Si los dos Courréges, padre e hijo, se nos presentan nítidamente,
bajo una luz como de escena iluminada por una claridad fulgurante y
tormentosa, de relámpago súbito, a María Cross, esa mujer que a
expensas de un hombre rico y casado vive en una casa lujosa y
miserable de los alrededores de Burdeos, la vemos con los ojos de dos
hombres que un día descubren una relación distinta de la sangre:
padre e hijo se descubren "parientes por parte de María Cross". No
estamos, sin embargo, seguros de conocerla a través de los ojos
turbados de estos dos hombres. María Cross queda lejana, lo mismo
en sus tardes de lectura, música y pereza que en su ciudadela tardía
de casada. Pero de lo que no nos queda duda es de que también ella
tiene ante sí un desierto. En la noche, "atraída, como aspirada por la
tristeza vegetal" — nos dice el novelista, en unas líneas en que la vida
humana y la de la naturaleza se combinan de manera característica —,
María siente la tentación de perderse, de disolverse, "para que al fin su
desierto interior se confundiera con el del espacio, para que el silencio
en ella no fuera ya diferente del silencio de las esferas".
La metáfora del desierto no sólo surge en estas páginas a propósito
de María Cross. También el doctor Courréges habla una vez del
desierto que le separa — pues el desierto separa — de su mujer y sus
hijos; y en otra ocasión piensa en un desierto entre él y aquella mujer,
desierto que tampoco hubiera podido franquear aunque hubiera tenido
veinticinco años... En estos desiertos interiores, la pasión produce de
vez en cuando la ilusión fugaz de una compañía, quizá incluso de una
comunión. La relación de persona a persona se descubre en
revelaciones instantáneas, en momentos fugaces. Mauriac tiene el don

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de condensar mucha vida en una escena breve; por eso pudo ser
también dramaturgo, aunque en el teatro le falta ese calor húmedo de
la descripción significativa de paisaje y objetos, esa atmósfera que
envuelve y sofoca, esa visión febril. El aire febril — el adjetivo es
inevitable — se muestra también, por cierto, en los cambios repentinos,
en los descubrimientos bruscos. La vida, le hace observar Mauriac al
doctor Courréges, ignora la preparación. De pronto se rompen las
amarras, se leva el ancla, el barco se mueve y no se sabe aún que se
mueva, pero al cabo de una hora no será más que una mancha en
el mar. No es la muerte lo que se lleva a los que amamos; al contrario,
los guarda y los fija en su juventud adorable. Mauriac concluye
sombríamente: "la muerte es la sal de nuestro amor; es la vida la que
disuelve el amor".
El estilo —y el talante de Francois Mauriac tienen su sitio en una
tradición francesa del drama interior. Mauriac meditó y aprendió bajo
las sombras graves de Pascal y de Racine. Del primero recibió la frase
temblorosa y rápida, la iluminación al sesgo, el atajo súbito y revelador;
del segundo, la frase noble, la alta y contenida palpitación, un poco
solemne. De ambos, un sentido dramático — no digamos trágico — del
cristianismo. Cuando se escribe que Mauriac es un novelista católico
francés, hay quien entiende que es una especie de novelista
ideológico, doctrinal, o quizá simplemente sujeto a una ortodoxia. Y el
novelista Mauriac no tiene mucho que ver con eso. Más cierto sería
decir que Mauriac no hubiera sido el novelista que fue si no se hubiera
educado en el ambiente devoto y burgués de una familia de Burdeos a
principios de siglo y no se hubiera nutrido de las turbadoras memorias
de su adolescencia y de las lecturas espiritualmente próximas y
reveladoras de Pascal y Racine. Que es como decir que puede

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situársele con toda naturalidad en el panorama — y en la tradición —
de la literatura francesa. O, expresado de otra manera, que pertenece a
la familia formada por los que el epígrafe de una colección llama
"escritores de siempre".
LORENZO GOMIS

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CAPITULO PRIMERO

Durante muchos años, Raymond Courreges alimentó la esperanza


de volver a encontrar en su camino a Maria Cross, pues deseaba
ardientemente vengarse de ella. Muchas veces siguió en la calle a una
transeúnte pensando que era aquella a la cual buscaba. Luego el
tiempo había apaciguado en tal forma su rencor que, cuando el destino
volvió a ponerlo frente a esa mujer, no experimentó, en el primer
momento, esa mezcla de felicidad y furor que un encuentro semejante
debía haberle producido. Cuando entró aquella tarde en un bar de la
calle Duphot, no eran más que las diez de la noche, y el mulato del jazz
canturreaba solo ante un maítre de hotel atento. En la estrecha boíte,
donde hasta la medianoche las parejas estarían pisoteándose,
roncaba, como si fuera una gorda mosca, un ventilador. Al portero, que
extrañado dijo: "No estamos acostumbrados a verlo tan temprano,
señor...", Raymond contestó sólo con una señal de la mano indicando
que interrumpieran ese zumbido. El portero, confidencialmente, quiso
en vano convencerlo de que "el nuevo sistema, sin producir viento,
absorbía el humo". Courréges le dio tal mirada que el hombre se batió
en retirada hacia el guardarropa; pero, en el techo, el ventilador calló
como si hubiera sido un moscardón que se detiene en el vuelo.
El joven, entonces, después de haber deshecho la línea inmaculada
de los manteles y luego de haber reconocido en el espejo su rostro, que
se mostraba como en uno de sus peores días, interrogóse: "¿Qué es lo
que no marcha?" ¡ Cáspita! Odiaba las tardes perdidas, y esta sería

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una tarde perdida por culpa de ese animal de Eddy H... Debió forzar al
muchacho, cazarlo en su redil para traerlo al cabaret. Durante la
comida, y apenas se hubo sentado en el borde de la silla, impaciente,
Eddy se excusó de su falta de atención, pues le dolía la cabeza. Se
aprontaba ya para un placer futuro y próximo. Una vez que hubo
tomado su café, Eddy huyó, alegre, brillantes los ojos, las orejas rojas,
las ventanillas de la nariz abiertas. Durante todo el día Raymond
habíase hecho una agradable imagen de esta tarde y de esa noche;
pero sin duda Eddy había preferido ofertas de placer más refrescante
que ninguna confidencia.
Extrañóse Courréges de sentirse no sólo decepcionado y humillado
sino también triste. Se sentía escandalizado al ver que cualquier
camarada le resultaba irreemplazable. Eso era una novedad en su vida:
hasta los treinta años había sido incapaz de ese desinterés que exige la
amistad. Por lo demás se encontraba demasiado ocupado con las
mujeres; había, pues, despreciado todo aquello que no le parecía
objeto de posesión, y podía haber dicho, como un niño goloso: “Sólo
amo aquello que se devora.” En ese tiempo usaba a sus amigos como
testigos o como confidentes: para él un amigo era antes que nada un
par de orejas. Gustaba también de probarse a sí mismo que los
dominaba, que los dirigía; tenía la pasión de influir, y halagábale poder
desmoralizarlos metódicamente.
Raymond Courréges se habría hecho una clientela tal como su
abuelo el cirujano, como su tío abuelo jesuíta, como su padre el doctor,
si hubiera sido capaz de subordinar sus apetitos a una carrera, y si su
gusto por el placer no le hubiera impedido siempre perseguir lo que no
le producía satisfacción inmediata. Sin embargo, llegaba a la edad en la
que sólo aquellos que se dirigen al alma pueden establecer su dominio:

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Courréges sabía sólo enseñar a sus discípulos el mejor rendimiento del
placer. Pero los más jóvenes deseaban tener cómplices de su misma
generación, por lo cual su clientela mermaba. En el amor, la caza
siempre abunda; pero el pequeño rebaño de aquellos que han
empezado a vivir con nosotros se reduce cada año. Courréges odiaba,
por tener su misma edad, a esos sobrevivientes de las sombrías
heridas de la guerra, que, con el pelo gris, su panza y sus cráneos,
habíanse hundido en el matrimonio o estaban deformados por la
profesión. Los acusaba de ser los asesinos de su juventud y de
traicionarla antes que la juventud renunciara a ellos.
Ponía su orgullo en estar entre los muchachos de posguerra.
Esa tarde, en el bar aún vacío, donde sólo se oía una mandolina
ensordecida (la llama de la melodía muere, renace, titubea), Raymond
mira ardientemente su rostro bajo sus espesos cabellos reflejados en
los espejos, ese rostro que no representa los treinta y cinco años.
Piensa que la vejez, antes de marcar su cuerpo, marca su vida. Si bien
se siente orgulloso al oír que las mujeres se preguntan: "¿Quién es ese
joven tan alto?", sabe también que los muchachos de veinte años, más
perspicaces, no lo contaban entre los jóvenes de su efímera raza. Sin ir
más lejos, ese Eddy no tenía nada mejor que hacer que hablar de sí
mismo hasta el alba entre el estruendo del saxófono; pero, tal vez, en
estos momentos, en otro bar, no hace otra cosa sino analizar sus
sentimientos frente a un muchacho nacido en 1904, que sin cesar lo
interrumpe con unos "yo también" y “lo mismo que yo”...
Surgieron algunos jóvenes que habían adoptado, para atravesar la
sala, rostros engreídos y orgullosos, de los cuales quisieron
desprenderse al ver la soledad de la sala. Se aglutinaron alrededor del
barman. Courréges, sin embargo, no había aceptado jamás sufrir por

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culpa de otro, ya fuese amante o amigo. Se dedicó, pues, siguiendo su
método, a descubrir la falta de proporción entre la insignificancia de
Eddy H... y la turbación que le producía su abandono. Se alegró de no
encontrar ninguna raíz al tratar de arrancar de él esta brizna de
sentimiento. Enardecióse hasta llegar a pensar que podría echarlo a la
calle, y sin estremecerse, enfrentóse con la idea de no volver a verlo.
Casi con alegría díjose: "Voy a barrerlo..." Suspiró aliviado; luego se dio
cuenta de que subsistía en él una inquietud, cuyo principio no era Eddy.
¡ Ah! Sí, la carta que palpaba en el bolsillo de su smoking... Era inútil
que volviera a leerla: el doctor Courréges usaba con su hijo un lenguaje
elíptico, fácil de retener:

Me alojo en el Grand—Hotel mientras dure el Congreso Médico.


Estoy a tu disposición, por la mañana antes de las nueve; por la tarde
después de las once. Tu padre.

Raymond murmuró: "No faltaba más...", y tomó sin sospecharlo un


aire desafiante. Reprochaba a su padre que no pudiera despreciarlo
como al resto de la familia. A los treinta años, en vano Raymond
reclamó la dote que su hermana casada recibió. Después del rechazo
de sus padres, había quemado sus naves; pero la fortuna pertenecía a
la señora Courréges; muy bien sabía Raymond que su padre habríase
mostrado generoso si hubiera podido hacerlo: el dinero no significaba
nada para él. Repitió: "No faltaba más..." Pero no pudo dejar de percibir
una llamada en ese seco mensaje. No era tan ciego como la señora
Courréges, a la cual irritaban la frialdad y la brusquedad de su marido;
tenía por costumbre repetir: "¿Qué me importa que sea bueno si no me
doy cuenta de ello? ¡Imagínese cómo sería si fuera malo!"

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Raymond se siente incómodo por la llamada de ese padre, al cual le
cuesta mucho odiar. No, por cierto, no contestará: pero de todos
modos... Más adelante, cuando Raymond Courréges recordó las
circunstancias de esa noche, rememoró la amargura que había sufrido
al entrar al pequeño bar vacío. Pero olvidó las causas, y estas eran la
defección de un camarada llamado Eddy y la presencia de su padre en
París; creyó que su humor agrio había nacido de un presentimiento y
que existía un lazo entre su estado de ánimo y el acontecimiento que
aproximábase a su vida. Sostuvo siempre, desde entonces, que ni
Eddy ni el doctor Courréges habrían podido mantenerlo en tal angustia.
Pero apenas se sentó frente a un cóctel, su espíritu y su carne, por
instinto, sintieron la proximidad de aquella que, en ese mismo minuto,
en un taxi que ya llegaba a la esquina de la calle Duphot, hurgaba en
su pequeña cartera diciendo a su compañero:
—Qué tontería: olvidé mi lápiz labial. El hombre contestó:
—Debe haber algunos en el baño.
—¡ Qué horror!, y cogeré...
—Gladys te prestará el suyo.
La mujer entró: un sombrero campanudo eliminaba la parte alta del
rostro y sólo dejaba entrever el mentón, donde el tiempo marca la edad
de las mujeres. Los cuarenta años habían dado sus toques por aquí y
por allá en esa parte baja del rostro: insinuando una papada. El cuerpo,
bajo las pieles, estaba recogido. Enceguecida como si saliera del toril,
se detuvo en el umbral del bar deslumbrante. Cuando su compañero, el
cual se había demorado al discutir con el chófer, se hubo reunido con
ella, Courréges, sin reconocerlo en el primer momento, se dijo: "He
visto en alguna parte este rostro...; es un rostro de Burdeos." De súbito,
un nombre acudió a sus labios, mientras observaba el rostro de ese

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cincuentón, cara que rebosaba satisfacción de sí mismo : Víctor
Larousselle... Latiéndole el corazón, Raymond examinó de nuevo a esa
mujer; ésta, habiéndose dado cuenta de que era la única persona que
tenía puesto el sombrero, se lo quitó bruscamente, y frente al espejo
esponjó su cabello recién cortado. Aparecieron los ojos, grandes y
tranquilos, y luego una frente amplia claramente delimitada, en ciertos
sectores, por el nacimiento aún joven de una cabellera oscura. En lo
alto del rostro, estaba concentrado todo lo que aquella mujer
acumulaba de juventud sobreviviente. Raymond la reconocía a pesar
del pelo corto, del cuerpo que había engordado y de la lenta
destrucción que partía del cuello y subía a la boca y las mejillas. La
reconoció como hubiera reconocido un camino de su infancia al que le
hubieran derribado las encinas que lo bordeaban. Courréges sumaba el
número de años, y después de algunos segundos decíase: "Tiene
cuarenta y cuatro años; yo tenía dieciocho, y ella veintisiete." Como
todos aquellos que mezclan la felicidad con la juventud, tenía una
oscura conciencia, aunque siempre despierta, del tiempo transcurrido.
Sus ojos no cesaban de medir el abismo del tiempo muerto; cada ser
que jugó un papel en su destino fue colocado, sin tardar, en su lugar, y
al reconocer el rostro era capaz de recordar hasta el año de su
nacimiento. "¿Me reconocerá?" No habría vuelto la cara tan
bruscamente si ella no lo hubiera reconocido. Aproximándose a su
compañero le suplicaba, sin duda, que no permanecieran allí, ya que él
contestó en voz muy alta, con el tono de un hombre al cual le gusta que
lo admire la galería: "No, esto no está aburrido. En un cuarto de hora
más estará tan lleno como un huevo." Empujó una mesa no muy lejos
de aquella en que estaba apoyado Raymond; sentóse pesadamente;
mostraba, en su rostro, en el cual fluía la sangre, además de los signos

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de la arteriosclerosis, una desembozada satisfacción. Pero como la
mujer permanecía de pie e inmóvil, la interpeló: "¡Bien! ¿Qué esperas?"
De súbito la satisfacción desapareció de sus ojos y de sus labios
gruesos y casi amoratados. Creyendo hablar en voz baja, agregó:
"Naturalmente, basta que esté entretenido aquí para que tú te
aburras..." Sin duda, ella le decía: "Ten cuidado, nos escuchan", porque
él casi gritó: "Sé comportarme, ¡caramba! ¡Y aunque así fuese!, ¿qué?"
Sentada no lejos de Raymond, la mujer habíase tranquilizado.
Hubiera sido necesario que el joven se inclinara para poder verla, y sólo
dependía de ella el poder huir de su mirada. Courréges adivinó esa
seguridad, comprendió, de súbito, ¡ y con qué terror!, que esa ocasión
deseada por él desde los diecisiete años podía perderse. Pasados
diecisiete años, creía volver a encontrar intacto su deseo de humillar a
esta mujer que lo había humillado, demostrarle qué clase de hombre
era él: de aquellos que no aceptan que una hembra se burle de ellos.
Durante muchos años habíase complacido en imaginar las
circunstancias que los pondrían frente a frente y con qué habilidad la
sojuzgaría; haría llorar a aquella ante la cual hiciera un papel tan triste...
Verdad es que si esta tarde, en lugar de esa mujer, él hubiera
reconocido a cualquiera otra comparsa de su época de estudiante, a
los dieciocho años — su compañero preferido en esa época, o ese
jornalero que le causaba horror —, no habría descubierto en él, al
mirarla, ninguna huella de esa camaradería o ese odio que sintiera el
niño que ya no era. Pero ante esta mujer, ¿no volvía a encontrarse tal
como fue un jueves del mes de junio de 19..., en el crepúsculo, sobre
ese camino de un arrabal polvoriento que olía a lirios, ante el dintel
cuyo timbre no volvería a sonar nunca más para él ? ¡ María! ¡ María
Cross! De ese adolescente hosco, tímido que fue entonces, ella había

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hecho un hombre nuevo, ese que sería siempre. Pero ella, esa María
Cross, qué poco había cambiado! Siempre sus ojos en actitud de
interrogar, su frente llena de luz. Courréges decíase a sí mismo que su
compañero preferido de 19... sería hoy, esta noche, un hombre macizo,
calvo, con barbas: pero el rostro de ciertas mujeres permanece, hasta
la madurez, bañado por la infancia; es, quizá, esa eterna infancia la que
fija nuestro amor y lo libra del tiempo. Era la misma mujer, después de
diecisiete años de pasiones desconocidas, como esas vírgenes cuya
sonrisa no podía alterar ninguna llama de la Reforma o del Terror. Ese
hombre, satisfecho de sí mismo, cuya impaciencia y humor se
manifestaban ruidosamente, pues las personas que esperaba no
llegaban, conversaba con ella:
—Seguro que ha sido Gladys la causante de su retraso... Yo, que
siempre estoy acostumbrado a cumplir con exactitud, tengo horror a los
que no son así. Es curioso, no me gusta hacer esperar a los demás: es
más fuerte que yo. Sin embargo, ciertas personas son de tal
descortesía...
María Cross le tocó el hombro y debió repetirle: "Nos están
oyendo..." ; gruñó diciendo que él no decía nada que no se pudiera
escuchar y que le parecía increíble que fuese ella precisamente la que
pretendiera enseñarle a vivir.
Su sola presencia dejaba a Courréges entregado sin defensa a eso
que ya no era. Aunque hubiera conservado una conciencia muy clara
del tiempo transcurrido, detestaba hacer surgir en él imágenes muy
precisas, y a nada temía más que a las rebeliones de los fantasmas;
pero no podía hacer nada esa noche, contra ese torrente de rostros
desencadenado dentro de él por la presencia de María: oyó cómo
daban las seis y cómo golpeaban los bancos escolares; ni siquiera

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había llovido lo bastante como para que desapareciera el polvo;
tampoco estaba el tranvía lo suficientemente iluminado como para
poder terminar de leer Afrodita: tranvía lleno de obreros a los cuales la
fatiga, una vez terminada la jornada, ponía una nota de dulzura en el
rostro.

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CAPITULO SEGUNDO

Entre el colegio — donde se le expulsaba de clase y era el niño


sucio que vagaba por los corredores pegado a las paredes — y la casa
de la familia, en los alrededores, se extendía ese espacio de tiempo
que lo liberaba, ese largo viaje de regreso en tranvía, por fin solo entre
seres indiferentes, sin miradas: especialmente en invierno, pues la
noche apenas alumbrada de cuando en cuando por un farol o por los
vidrios de un bar, lo separaba del mundo, lo aislaba dentro del olor a
lana mojada de las ropas de trabajo; un cigarrillo apagado, pegado en
unos labios caídos: el sueño que derriba rostros de arrugas
carbonizadas, un diario deslizándose de unas macizas manos; esa
mujer que con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un
folletín, moviendo sus labios como si estuviera rezando. Por fin, un
poco pasado la iglesia de Talence, había que bajarse.
El tranvía, cual movediza llama de bengala, alumbraba por unos
segundos los árboles y setos desnudos de una propiedad, y luego el
niño escuchaba cómo disminuía el estruendo de las ruedas en el
camino lleno de charcos que olían a madera podrida y a hojas. Tomaba
entonces el caminillo que bordeaba el jardín de los Courréges,
empujaba el portón entrecerrado de las dependencias; la lámpara del
comedor alumbraba ese macizo apoyado contra la casa, en el cual,
durante la primavera, se plantaban las fucsias que aman la sombra.
Raymond tenía ya la frente endurecida, las cejas tan próximas la una a
la otra, que formaban una sola línea tupida sobre los ojos, y la esquina

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derecha de la boca, un poco caída; entraba al salón y lanzaba un
saludo colectivo a las personas apretujadas alrededor de una lámpara
de luz débil. Su madre le preguntaba cuántas veces tendría que decirle
que se limpiara los zapatos en el felpudo de la entrada y si pensaba
sentarse a la mesa "con esas manos". La abuela Courréges susurraba
a media voz a su nuera: "Sabes lo que dice Paul: no hay que poner
nervioso inútilmente al niño." De ese modo, apenas aparecía él, nacían,
por su culpa, agrias palabras.
Se sentaba en la sombra. Inclinada sobre su bordado, Madeleine
Basque, su hermana, al entrar Raymond, no levantaba ni siquiera la
cabeza. Le interesaba menos que el perro. Raymond era "la plaga de la
familia"; repetía de buenas ganas "que sería la oveja negra de la
familia" ; y su marido Gastón Basque, agregaba: “Sobre todo teniendo
un padre tan débil.”
La bordadora levantaba la cabeza, permanecía unos minutos
escuchando, y decía: "Ahí está Gastón...", dejando su trabajo. "No oigo
nada", contestaba la señora Courréges. "Sí, sí; ahí viene", y aunque
ningún otro oído, fuera del de ella, percibiera el menor ruido, Madeleine
se levantaba, atravesaba corriendo las gradas, desaparecía en el jardín
guiándose con un infalible conocimiento, como si ella perteneciese a
una especie diferente de animales donde el macho y no la hembra
fuese la portadora del olor para atraer al cómplice a través de la
sombra. Muy pronto los Courréges oían una voz de hombre, y la risa
complaciente y sumisa de Madeleine. La pareja no atravesaría el salón
sino que subirían, por una puerta oculta, al piso donde estaban los
dormitorios y no descenderían hasta el segundo toque de la campana.
Bajo la lámpara suspendida, alrededor de la mesa, se reunían la
abuela Courréges, su nuera Lucie Courréges, el joven matrimonio y

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cuatro niñitas algo colorínas como Gastón Basque: las mismas ropas,
los mismos cabellos, las mismas manchas de acemite, se apretujaban
como si fueran pájaros domesticados sobre un bastón: "Y que no se les
hable", decretaba el teniente Basque. "Si alguien les habla se les
castigará: se lo advierto a todo el mundo."
El lugar del doctor permanecía desocupado durante largo rato,
aunque se encontrara en la casa. Llegaba, a la mitad de la comida, con
un paquete de revistas. Su mujer le preguntaba si había oído la
campana; decía que con tanto desorden no había forma de que las
sirvientas permaneciesen en casa. El doctor movía la cabeza como si
quisiera espantar una mosca, y abría una revista. No lo hacía por
afectación sino por economía de tiempo en un hombre sobrecargado
de trabajo, cuyo espíritu encontrábase asediado por toda clase de
afanes: conocía el valor de un minuto. Al extremo de la mesa, los
Basque aislábanse indiferentes a todo aquello que no se relacionara
con ellos o con sus niños; Gastón contaba, a media voz, sus trajines
para no irse de Burdeos: el coronel había escrito al Ministerio... Su
mujer lo escuchaba sin perder de vista los niños y sin dejar de velar por
su educación : "No limpies el plato con el pan. —¿No sabes usar el
cuchillo ? — No te revuelques de esa forma.
—Pon las manos sobre la mesa. —Las manos, no los codos.
—No te daré más pan, te lo advierto. —Bebiste bastante agua...".
Los Basque formaban un islote hecho de desconfianza y secretos.
"No me dicen nada." Todos los agravios o motivos de queja que la
señora Courréges alimentaba contra su hija, estaban comprendidos en
ese "no me dicen nada". Sospechaba que Madeleine estaba encinta,
vigilaba su talle, interpretaba sus malestares. Los sirvientes siempre lo
sabían antes que ella. Creía que Gastón tenía un seguro de vida, ¿pero

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de cuánto? Desconocía lo que ellos realmente habían recibido a la
muerte del señor Basque.
En el salón, después de cenar, Raymond no respondía nada a su
madre, la cual rezongaba: "Entonces, ¿no tienes ninguna lección que
estudiar, ninguna composición que preparar?" Raymond tomaba a una
de las niñitas y parecía amasarla entre sus fuertes manos; la levantaba
muy derecha sobre su cabeza para que pudiera tocar el cielo raso;
hacía molinetes con ese flexible cuerpo, mientras Madeleine Basque,
como gallina enfadada e inquieta, a la cual el gozo de la niña
desarmaba, exclamaba: "¡ Cuidado! Vas a dañarla... Es tan bruto..." La
abuela Courréges dejaba, entonces, su tejido, alzaba sus gafas y una
sonrisa arrugaba su rostro; recogía, apasionadamente, ese testimonio
en favor de Raymond: "¡Cómo se te ocurre! Adora a los niños: eso no
se le puede negar: sólo los niños le caen en gracia." La anciana
sostenía que si no hubiese sido bueno no los habría amado: "No hay
más que verlo con sus sobrinas para darse cuenta de que no es mala
persona."
¿Amaba a los niños? Cogía cualquier cosa que fuera fresca, tibia y
viva, como para defenderse de aquellos a los cuales llamaba “los
cadáveres”. Raymond lanzaba sobre el diván el cuerpecillo, alcanzaba
la puerta, y corría, a grandes zancadas, por las avenidas llenas de
hojas; el cielo, más claro entre las ramas desnudas, guiaba su carrera.
En el primer piso, tras un vidrio, la lámpara del doctor Courréges se
mantenía encendida. ¿Iría a acostarse Raymond también esta noche
sin abrazar a su padre? ¡ Ah! Bastaba esos cuarenta y cinco minutos de
silencio hostil por la mañana: pues desde el alba la berlina del doctor
transportaba al padre y al hijo. Raymond bajábase a las puertas de
Saint—Genes, y a través de los bulevares llegaba hasta su colegio,

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mientras el doctor proseguía su camino al hospital. Tres cuartos de
hora en esa caja que olía a cuero fétido entre dos cristales que
chorreaban agua: permanecían uno al lado de otro. El médico que unos
instantes más tarde hablaría, abundante y autoritariamente, en su
pabellón a los estudiantes, buscaba en vano, desde hacía meses, las
palabras con las cuales podría alcanzar a ese ser que engendrara.
¿Cómo abrirse camino hasta ese corazón híspido? Cuando se
enorgullecía de haber encontrado la solución y dirigía a Raymond
palabras largamente meditadas, no reconocía estas mismas palabras y
hasta su voz lo traicionaba: pues, muy a su pesar, era burlona y seca.
Siempre fue un martirio para él no poder expresar sus sentimientos.
Esta bondad del doctor Courréges se había hecho célebre gracias
únicamente al testimonio de sus actos; sus actos eran los únicos
testigos de esa bondad oculta en él, enterrada viva en él.
Era imposible obtener de él que aceptara sin refunfuños ni
alzamientos de hombros una palabra de gratitud. Zarandeándose al
lado de su hijo en estas albas lluviosas, ¡cuántas veces había
interrogado este rostro que se ocultaba! Pese a sí mismo, el doctor
interpretaba algunos signos en este rostro de ángel malo — esa falsa
dulzura de los ojos demasiado ojerosos —. "El pobre niño me cree su
enemigo, pensaba el padre, yo tengo la culpa y no él." No contaba con
esa presciencia de los adolescentes, para saber quiénes los aman.
Raymond oía la llamada y no mezclaba a su padre con los otros, pero
se hacía el sordo; por lo demás, él mismo no habría sabido qué decir a
este padre cohibido — ya que él cohibía a este hombre — y este mismo
hecho lo helaba.

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Sucedía, sin embargo, que a veces el doctor no podía dejar de
llamarle la atención; pero siempre lo más suavemente posible y
esforzándose en tratar a Raymond como a un camarada.
—El director del colegio ha vuelto a escribirme por tu culpa. ¡ Vas a
volver loco al pobre padre Farge! Según parece hay pruebas de que tú
fuiste el que hizo circular, mientras estudiaban, ese tratado de
obstetricia... lo habrías robado de mi biblioteca. Te confieso que la
indignación del padre Farge me parece exagerada; estáis en edad de
conocer la vida y es mejor después de todo que la conozcáis a través
de obras serias... Así se lo escribí al director... Pero también
encontraron en el cesto de los papeles del estudio un número de La
Gaudriole: naturalmente, sospechan de ti; cargas con todos los
pecados de Israel... Ten cuidado, hijo, terminarán por echarte seis
meses antes de los exámenes...
—No.
—¿Por qué no?
—Porque como estoy repitiendo tengo muchas posibilidades de que
no me suspendan este año. ¡ Los conozco! ¡ Te imaginas si se van a
desprender de alguien que tenga probabilidades de salir bien! Por si te
interesa, te diré que si ellos me echan, me atraparían los jesuitas.
Prefieren que los contamine, como dicen en el colegio, antes que
perder un bachiller para sus estadísticas. Conoces la sonrisa triunfante
de Farge el día de los premios: ¡presentó treinta candidatos, hay
veintitrés doctorados y dos posibles! ¡Estruendosos aplausos!.…
¡ Asquerosos!
—No, hijito...
El doctor daba énfasis a ese "hijito". Tal vez era el instante de
deslizarse en ese corazón que no se entregaba. Hacía mucho tiempo

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que el hijo no se permitía nada que pareciera un abandono. A través de
sus cínicas palabras entreveíase una chispa de confianza. ¿A qué
palabras recurrir que no hirieran al niño, para convencerlo de que
existen hombres sin cálculos ni ardides, los cuales, generalmente más
hábiles, son los maquiavelos de una causa sublime, y precisamente
aquellos que desean nuestro bien son los que nos hieren...? El doctor
buscaba la mejor fórmula; el camino del arrabal habíase transformado
en la calle de una mañana clara y triste obstruida por los carricoches de
los lecheros. Unos minutos más y cruzaría por la garita, por esa cruz de
Saint—Genes, que, al pasar, adoraban los peregrinos de Santiago de
Compostela, donde sólo se apoyaban ahora los inspectores de
autobuses. No sabiendo qué decir cogió con su mano esa mano cálida;
repitió, a media voz: "Hijito...", y vio, entonces, que Raymond, la cabeza
apoyada contra el cristal, dormía, o más bien simulaba hacerlo. El
adolescente había cerrado los ojos, los cuales habrían podido
traicionar, a pesar suyo, cierta debilidad, el deseo de someterse: un
rostro estrictamente hermético, huesudo, como tallado en sílex, en el
cual la sensibilidad sólo aparecía en esa doble magulladura de los
párpados... Poco a poco, el niño libertó su mano.
Esa mujer, que está allí sentada sobre la banqueta, separada de él
por una sola mesa, podría escucharlo sin que tuviera que elevar la voz,
¿cuándo entró en su vida?: ¿antes de esa escena en el coche, o más
tarde? Parece haberse calmado ya, y bebe, sin temer que Raymond la
reconozca. Durante algunos instantes gira los ojos hacia él, pero los
retira inmediatamente. Su voz, que él reconoce, domina, de improviso,
el bullicio: "Aquí está Gladys..." No más entrar, una pareja se coloca
entre ella y su acompañante, y todos hablan a la vez: "No lográbamos

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que nos atendieran en el guardarropa... —Siempre somos los primeros
en llegar... —Bueno: lo importante es que estéis aquí..."
No; debía haber transcurrido más de un año antes de que ocurriera
esa escena en el coche, entre su padre y Raymond: una tarde,
sentados a la mesa (tal vez hacia el fin de la primavera; no estaba
encendida la lámpara del comedor), la abuela Courréges había dicho a
su nuera: "Lucie, sé para quién son esos cortinajes blancos que visteis
en la iglesia."
Raymond creyó que iba a surgir una de esas interminables
conversaciones, cuyas múltiples e insignificantes palabras morían
alrededor del doctor. La mayoría de las veces se trataba de discusiones
domésticas. Cada una defendía a sus criados: Ilíada miserable en la
cual las riñas de la servidumbre desencadenaban, en el Olimpo del
comedor, diosas protectoras. Muchas veces también los matrimonios
se disputaban una mujer para que trabajara por el día: "Contraté a
Travaillote para la próxima semana", decía, por ejemplo, la señora
Courréges a Madeleine Basque. La joven replicaba que no se había
zurcido aún la ropa de los niños.
—Siempre logras contratar a Travaillote.
—¡ Pues bien! Dile que venga a María—nariz—rota.
—María—nariz—rota trabaja muy lentamente, y además tengo que
pagarle el tranvía.
Pero esa tarde, la mención de los cortinajes blancos de la iglesia
suscitó una disputa mucho más grave. La abuela Courréges agregó:
—Se trata del pequeño de María Cross: murió de una meningitis.
Parece que pidió un entierro de primera.
—¡ Qué falta de tacto!

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Al oír esta exclamación de su mujer, el doctor, que leía una revista
mientras tomaba su sopa, levantó los ojos. Como siempre, la esposa,
entonces, bajó los suyos, pero en su tono de cólera le dijo que era una
lástima que el sacerdote no hubiera puesto en su lugar a esa mujer que
mantenía Larousselle a vista y paciencia de toda la ciudad y que
desplegaba un lujo insolente: caballos, coches, y todo lo demás. El
doctor extendió la mano:
—No juzguemos. No somos nosotros los ofendidos.
—¿Y el escándalo? ¿No significa nada?
Ante una mueca que hizo el doctor, ella comprendió que él
admirábase de su vulgaridad, y trató de bajar el tono de la voz; pero
segundos después, volvía a exclamar que esa mujer le producía
horror... La propiedad en la cual había vivido durante tanto tiempo su
vieja amiga la señora Bouflard, suegra de Víctor Larousselle, estaba
habitada ahora por una bribona... Cada vez que pasaba frente a la
casa, se le partía el alma...
El doctor, con voz tranquila, casi en voz baja, la interrumpió para
decirle que esta tarde sólo había en esa casa una madre a la cabecera
de su hijo muerto. Entonces, la señora Courréges, solemne y con el
índice levantado, pronunció :
—¡ La justicia de Dios!
Los niños oyeron el ruido de la silla que el doctor bruscamente
apartó de la mesa. Metió la revista en su bolsillo, y sin decir palabra
alcanzó la puerta, esforzándose por que su paso fuera lento; pero la
familia, atenta, lo oyó subir la escalera de cuatro en cuatro peldaños.
—¿Dije algo extraordinario?
La señora Courréges interrogó con su mirada a su suegra, al joven
matrimonio, a los niños, a la criada. Sólo se oía el ruido de los cuchillos

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y tenedores y la voz de Madeleine: "No mordisquees el pan... Deja ese
hueso..." La señora Courréges, después de observar el rostro de su
suegra, agregó:
—Es como una enfermedad.
Pero la anciana, metida la nariz en su plato, pareció no haberla
escuchado. Entonces Raymond estalló en risas.
—Vete a reír afuera. Volverás cuando te hayas calmado.
Raymond tiró su servilleta. ¡Cuan apacible veíase el jardín! Sí: debía
haber sido al final de la primavera, pues recordaba el vuelo ruidoso de
algavaros, y habían servido fresas de postre. Sentóse en medio del
prado sobre la piedra caliente de la alberca, cuyo surtidor jamás había
funcionado. En el primer piso la sombra de su padre erraba de una
ventana a la otra. En ese crepúsculo, polvoriento y pesado, de una
campiña cercana a Burdeos, la campana sonaba a largos intervalos
pues había muerto el niño de esa mujer que ahora, en este mismo
instante, vaciaba su vaso tan cerca de Raymond que podía casi tocarla
con su mano extendida. Después de haber bebido champaña, María
Cross mira con más libertad al joven, como si ya no temiera que la
reconociera. Decir que ha envejecido no es decir bastante: a pesar de
sus cabellos cortos y pese a que viste a la última moda, su cuerpo, sin
embargo, conserva las formas de las modas de 19... Es joven, pero con
esa juventud que floreció y se detuvo hace quince años: joven como ya
no se es más. Las mismas ojeras que tenía en aquel tiempo, cuando
decía a Raymond: "Tenemos los mismos ojos."
Raymond recordaba que, al día siguiente de esa tarde en que su
padre dejó la mesa, bebía su chocolate al alba, en el comedor, y como
las ventanas estaban abiertas sobre la bruma, tiritaba un poco en
medio de un olor a café recién molido. La grava del sendero crujía bajo

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las ruedas de la vieja berlina: el doctor se había retrasado esa mañana.
La señora Courréges, vestida con una bata color ciruela, los cabellos
tirantes y trenzados todavía según el rito nocturno, besó la frente del
colegial, que no interrumpió su desayuno:
—¿No ha bajado tu padre?
Agregó que debía entregarle unas cartas para el correo. Pero
Raymond adivinó el motivo de su presencia en la mañana; de tanto vivir
apretujados unos contra otros, los miembros de una misma familia se
daban, a la vez, el gusto de no hacerse confidencias y de sorprender
los secretos del vecino. La madre decía de su nuera: "Nunca me dice
nada; eso no impide que la conozca a fondo." Cada uno pretendía
conocer a fondo a los demás, y en cambio pretendía pasar por
indescifrable frente a los otros. Raymond creyó saber el motivo que su
madre tenía para encontrarse allí: "Deseaba desquitarse." Después de
esa escena de la víspera, merodeaba alrededor de su marido tratando
de granjearse el perdón. La pobre mujer descubría siempre tarde que
sus palabras eran sin lugar a dudas, las que más herían al doctor.
Como sucede en ciertos sueños dolorosos, cada esfuerzo que
realizaba para acercarse a su marido lo alejaba de él; le era imposible
decir y hacer algo que no le fuera odioso. Enredada en una torpe
ternura, avanzaba a tientas, y con sus brazos tendidos sólo sabía
herirlo.
Cuando oyó que en el primer piso se cerraba la puerta del doctor, la
señora Courréges echó en la taza el café hirviente; una sonrisa iluminó
su rostro empapado por el insomnio, estregado por la lenta lluvia de los
días laboriosos e iguales: sonrisa que se apagó rápidamente al
aparecer el doctor. Lo miraba, de pies a cabeza, con desconfianza:
—¿Vas con tu sombrero de copa y tu capote?

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—Lo estás viendo.
—¿Vas a un matrimonio?
—¿A un entierro?
—Sí.
—¿Quién murió?
—Alguien al cual tú no conoces, Lucie.
—Dime quién es, de todas maneras.
—El chico Cross.
—¿El hijo de Maria Cross? ¿La conoces? No me lo has dicho. No
me has dicho nada. No obstante, desde que hablamos en la mesa
acerca de esa bribona...
El doctor, de pie, bebía su café. Respondió, con su voz más suave,
con voz que, aunque estrangulada, había alcanzado la cima de su
exasperación :
—Después de veinticinco años no has comprendido que hablo lo
menos posible de mis enfermos.
No, ella no comprendía y encontraba sorprendente que ella se
enterara por casualidad, mientras estaba de visita, que a tal señora la
atendiera el doctor Courréges:
—¡Qué agradable es para mí ver la extrañeza de la gente! :
"¿Cómo, usted no sabía?" : entonces me veo obligada a contestar que
no tienes ninguna confianza en mí, que no me dices nunca nada...
¿Cuidabas al niño? ¿Y de qué murió? Bien me lo puedes decir a mí, no
diré nada; por lo demás, no tiene importancia para gente como esa...
El doctor, como si no la oyera ni la viera, púsose su abrigo, y gritó a
Raymond: "Apúrate. Hace rato que han dado las siete." La señora
Courréges trotaba tras ellos:
—¿Qué he dicho de malo otra vez? Ya estás enfadado de nuevo.

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Se oyó golpear la puerta de entrada; un macizo de arbustos
ocultaba ya la vieja berlina, y el sol comenzaba a abrir la bruma; la
señora Courréges, dirigiéndose a sí misma palabras confusas, volvió a
la casa.
En el coche, el colegial observaba a su padre con ardiente
curiosidad, con el deseo de recibir una confidencia. Tal vez en ese
instante podrían haberse aproximado; pero en esos momentos el
doctor estaba a kilómetros de distancia de ese niño, al cual había
deseado tantas veces capturar; la joven presa ofrecíase a él ahora, y
no lo sabía; mascullaba en su barba como si se hubiera encontrado
solo: “Debería haber llevado un cirujano... Siempre se puede intentar la
trepanación...” Echó hacia atrás su sombrero de copa, enfadado; bajó
un cristal y tendió su rostro hirsuto al camino lleno de carricoches. A las
puertas de la ciudad, repitió distraídamente: "Hasta la tarde", pero no
siguió a Raymond con la mirada.

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CAPITULO TERCERO

Durante ese verano que se aproximaba, Raymond Courréges


cumplió diecisiete años. Había sido un verano tórrido, sin agua y tan
terrible que ningún otro después volvió a aplastar, con su cielo
intolerable, la ciudad pedregosa. Recuerda, sin embargo, esos veranos
de Burdeos cuyas colinas la defienden contra el viento norte, sitiada
hasta sus puertas por los pinos y la arena donde el calor se concentra y
acumula. Burdeos, ciudad desnuda de árboles, fuera del jardín público.
Los niños se morían de sed: les parecía que, tras sus altas rejas
solemnes, se consumía el último verdor del mundo.
Pero, tal vez, Courréges confundía en su recuerdo el fuego del cielo
de ese año con la llama interior que arrasaba con él y otros sesenta
muchachos de su edad, encerrados entre los barrotes de un patio
separado de los otros cursos por un muro de letrinas. Necesitábanse
dos vigilantes para domesticar ese rebaño de niños que morían y de
hombres que empezaban a nacer. Impelidos por una dolorosa
germinación, la joven selva humana crecía en pocos meses, frágil y
sufriente. Pero en tanto que el mundo y sus costumbres pulían a casi
todos esos vastagos de buena familia, Raymond Courréges,
desvergonzadamente, echaba fuera el fuego que lo consumía.
Causaba miedo y horror a sus maestros, los cuales trataban de apartar
de sus compañeros a ese muchacho de rostro desgarrado (su piel
infantil no soportaba la hoja de afeitar). Era, ante los ojos de los buenos
alumnos, ese sucio individuo de quien se cuenta que esconde dentro

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de su billetera fotografías de mujeres y que en la capilla lee, bajo la
tapa de un misal, Afrodita. "Había perdido la fe..." Esta palabra
aterrorizaba el colegio, como si dentro de un asilo de locos hubiera
corrido el rumor de que el loco más furioso había roto su camisa de
fuerza y erraba desnudo por los jardines. Los pocos domingos en que
no se encontraba castigado, Raymond Courréges lanzaba su uniforme
y su gorro adornado con el monograma de la Virgen entre las ortigas,
se ponía un abrigo comprado hecho donde Thierry y Sigrand, cubría su
cabeza con un ridículo casco de policía urbano y recorría las sórdidas
casuchas de la feria: lo habían visto en el tiovivo con una ramera de
edad indefinible.
Cuando en el día de la distribución de premios, a la asamblea
embrutecida por el calor, se le notificó que el alumno Courréges se
había examinado definitivamente con “bastante bien”, sólo él sabía la
razón del esfuerzo desplegado, a pesar del aparente desorden de su
vida, para no fracasar en el examen. Una idea fija lo había obsesionado
apartándole de toda otra persecución, acortándole las horas de castigo
contra el muro decrépito del patio de recreo: la idea de partir, de huir al
alba de un día de verano, por la gran ruta de España que pasaba frente
a la propiedad de los Courréges: ruta que jalonaban enormes piedras,
recuerdo del Emperador, de sus cañones y de sus convoyes.
¡ Embriaguez saboreada de antemano: cada paso lo alejaba un poco
más del colegio y de su opaca familia! Habíase convenido que si
Raymond aprobaba, su padre y su abuela le darían cada uno cien
francos; como tenía ya ochocientos, juntaría así los mil francos gracias
a los cuales prometíase recorrer el mundo y poner entre él y los suyos
un espacio indefinido. Por este motivo, sin turbarse con el juego de los
demás, trabajaba durante sus castigos. A veces volvía a cerrar el libro y

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caía glotonamente en su sueño: las cigarras cantaban en los pinos de
sus futuras rutas; la posada donde rendido descansaba en un pueblo
sin nombre, era fresca y sombría; el claro de luna despertaba a los
gallos y el niño volvía a partir con la fresca, saboreando el gusto del
pan entre sus dientes; a veces se dormía sobre una parva: una paja
escondía una estrella, la mano mojada de la madrugada lo
despertaba...
Sin embargo, no había huido ese muchacho al cual profesores y
padres juzgaban capaz de todo; sus enemigos, sin darse cuenta, eran
los más fuertes: la derrota de un adolescente se produce cuando aquél
se deja convencer de su miseria. A los diecisiete años, el más salvaje
muchacho acepta benévolamente la imagen de sí mismo que le
imponen los demás. Raymond Courréges era bello, pero no dudaba
que era un monstruo de fealdad y mugre; no distinguía las líneas puras
de su rostro y sólo se sentía seguro de provocar en los demás
repugnancia. Causábase horror y creía no ser capaz jamás de devolver
al mundo la antipatía que él le provocaba. Por este motivo, más fuerte
que su deseo de evadirse era el deseo de esconderse, de sustraer su
rostro, de no sentir el odio ajeno. Ese libertino a quien los niños de la
Congregación no osaban dar la mano, ignoraba como ellos a la mujer y
no se hubiera juzgado digno de gustar ni a la más miserable fregona.
Sentía vergüenza de su cuerpo. En ese despliegue de desorden y
suciedad, ni los padres ni los profesores supieron ver una miserable
baladronada de adolescente con el objeto de hacerles creer que su
miseria era voluntaria: pobre orgullo, humildad desesperada.
Las vacaciones transcurridas después de su examen final, lejos de
haber sido las vacaciones de la evasión, fueron un tiempo de oculta
cobardía: paralizado por la vergüenza, creía leer el desprecio en los

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ojos de la criada que hacía su cuarto, y no se atrevía a sostener la
mirada con que a veces el doctor lo envolvía por largo rato. Como los
Basque pasaban el mes de agosto en Arcachon, ni siquiera le
quedaban los cuerpos de los niños, livianos como plantas, con los que
le gustaba jugar en forma salvaje.
Desde la partida de los Basque, la señora Courréges repetía de
buena gana: "Qué agradable es estar solos por fin." Vengábase así de
un comentario de su hija: "Gastón y yo estábamos muy necesitados de
una pequeña cura de soledad." En realidad, la pobre mujer vivía todos
los días esperando una carta, y cuando rugía la tempestad imaginaba
inmediatamente a todos los Basque naufragando en una embarcación.
Su casa se encontraba medio desocupada y le hacía daño ver los
cuartos vacíos. ¿ Qué podía esperarse de ese hijo que corría siempre
por los caminos, que volvía sudando y lleno de odio para lanzarse
como una bestia sobre los alimentos?
—Me dicen: usted tiene su marido... ¡Ah! ¡Bah!
—Se olvida, pobre hija, lo ocupado que está siempre Paul.
—Ya no tiene sus clases, madre. La mayor parte de su clientela está
en las termas.
—Sus clientes pobres no se van. Y además está su laboratorio, el
hospital, sus artículos...
La esposa movía amargamente la cabeza: sabía que esta actividad
del doctor nunca moriría por falta de alimento; jamás, hasta la muerte
de ese hombre, un intervalo de reposo, en el cual, desocupado y
ocioso, el doctor pudiera entregarle el don total de algunos instantes.
No creía que esto fuera posible; no sabía que el amor, aun en las vidas
más ocupadas, sabe cavarse su lugar; hasta un hombre de Estado,
sobrecargado de trabajo, detiene el mundo cuando llega el momento de

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reunirse con su amante. Esta ignorancia le impedía sufrir. A pesar de
que ella conocía esa clase de amor que consiste en acosar a un ser
inaccesible que nunca da la cara, su misma impotencia para lograr de
él una sola mirada de atención, le impedía imaginarse que el doctor
pudiera ser distinto con otra mujer. No, no quería creer que pudiera
existir otra mujer capaz de atraer al doctor más allá de ese mundo
incomprensible de estadísticas, investigaciones donde se acumulan
manchas de sangre o de pus sujetas entre dos vasos, y pasarían
muchos años antes de que ella descubriera que muchas tardes el
laboratorio había permanecido desierto, los enfermos habían esperado
en vano a aquel que los aliviaría de sus dolencias: en un salón sombrío
prefería quedarse inmóvil, el rostro vuelto hacia una mujer tendida.
Para poder fabricarse, dentro de sus laboriosos días, esos espacios
secretos, el doctor tenía que redoblar su actividad; despejaba su
camino de obstáculos para alcanzar, al fin, ese tiempo de
contemplación y de amoroso silencio donde una prolongada mirada
satisfacía su deseo. A veces, muy cerca de esa hora esperada, recibía
un mensaje de María Cross: ya no era libre; el hombre del cual
dependía concertó una velada en un restaurante del arrabal; el doctor
no habría sido capaz de seguir viviendo si, al término de la carta, María
Cross no le hubiera propuesto otro día.
Por un repentino milagro, toda su existencia organizábase alrededor
de esa nueva cita; a pesar de que tenía comprometidas todas sus
horas, de una sola ojeada veía, como un hábil jugador de ajedrez,
todas las posibles combinaciones y las piezas que era necesario mover
para encontrarse justo a la hora, inmóvil, sin nada que hacer, en el
salón ahogado por los cortinajes, el rostro vuelto a esa mujer tendida. Y
cuando había transcurrido la hora en la cual debía reunirse con ella, no

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habiéndose ella excusado, se regocijaba pensando: "Podría esto haber
pasado..., y en cambio tengo ahora por delante toda esta felicidad..."
Sabía cómo llenar los días que lo separaban de ese encuentro: el
laboratorio, sobre todo, era un refugio para él; perdía la conciencia de
su amor; esa búsqueda abolía el tiempo, consumía las horas hasta que
llegaba súbitamente el instante de cruzar la puerta de esa propiedad
donde vivía María Cross, tras la iglesia de Talence.
Devorado, pues, por esta pasión, durante aquel verano se preocupó
cada vez menos de su hijo. Depositario de tantos secretos
vergonzosos, el doctor repetía a menudo: "siempre creemos que los
"otros sucesos" no nos conciernen : que el asesinato, el suicidio, el
escándalo son cosas de los demás... y sin embargo..." Y sin embargo,
jamás supo que, durante ese agosto mortal, su hijo había estado muy
cerca de realizar un gesto irreparable.
Raymond deseaba huir, pero, al mismo tiempo, esconderse, no ser
visto. No se atrevía a entrar en un café, en una tienda. Solía pasar diez
veces frente a una puerta antes de decidirse a abrirla. Esa fobia hacía
imposible toda evasión, pero se ahogaba en esa casa.
En las noches, la muerte se le aparecía como la más simple de
todas las cosas; abría el cajón del escritorio, en el cual su padre
escondía un revólver de modelo antiguo: sólo Dios sabía por qué no
hallaba las balas. Una tarde atravesó las viñas, amodorradas bajo la
siesta, descendió hacia el vivero, al pie de un árido prado: aguardaba a
que las plantas, los heléchos enlazaran sus piernas, de manera que ya
no fuera capaz de desembarazarse de esa agua cenagosa; por fin su
boca y sus ojos llenaríanse de limo; nadie lo volvería a ver y no vería
cómo los otros lo observaban. Los mosquitos bailaban sobre esa agua;
cual piedrecillas, los sapos turbaban esa tiniebla movediza. Atrapado

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entre las plantas, un animal despachurrado emblanquecía. Lo que
salvó a Raymond ese día no fue el miedo sino el asco.
Por fortuna, no solía estar solo. El tenis de los Courréges atraía a la
juventud de las propiedades colindantes. La señora Courréges echaba
en cara a los Basque por haberle exigido que gastara dinero en hacer
una cancha de tenis y que se hubieran ido cuando podían haberla
aprovechado. Sólo los extraños disfrutaban de ella: con una raqueta en
la mano, muchachos vestidos de blanco, a los cuales no se oía llegar
debido a sus silenciosas zapatillas, aparecían en el salón a la hora de
la siesta, saludaban a las señoras, apenas preguntaban por Raymond,
y luego retirábanse a la zona de luz, donde pronto resonaban sus play,
sus out y sus risas. "No se dan el trabajo de cerrar la puerta", gemía la
abuela Courréges, cuya idea fija era no dejar entrar el calor.
Tal vez Raymond habría consentido en jugar, pero la presencia de
las muchachas lo inhibía. ¡Ah! especialmente las señoritas
Cousserouge: Marie—Thérése, Marie—Louise y Marguerite—Marie,
tres robustas rubias, las cuales, debido a la abundancia de sus cabellos
sufrían siempre de jaqueca, condenadas como estaban a llevar sobre
sus cabezas una enorme arquitectura de trenzas amarillas, mal sujetas
por los peines y siempre en peligro de derrumbarse. Raymond las
odiaba. ¿Qué les daba por reírse? Se "desternillaban". Para ellas los
otros eran "para morirse de risa". En verdad, no se reían más de
Raymond que de cualquier otro, pero su mal consistía en creerse el
centro de toda la risa del mundo. Por lo demás, él tenía una razón muy
precisa para odiarlas: la víspera de la partida de los Basque, no se
atrevió Raymond a negar a su cuñado la promesa de montar un
inmenso caballo que el teniente dejaba en las caballerizas.

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Pero a esa edad le bastaba con montar para que fuera presa de un
vértigo que lo convertía en el más ridículo de los jinetes. Las señoritas
Cousserouge lo sorprendieron una mañana en una avenida boscosa:
cabalgaba agarrado al pomo de la silla; luego fue depositado
bruscamente sobre la arena. No podía verlas sin dejar de recordar los
grandes aspavientos que hicieron en aquella ocasión; en cada uno de
sus encuentros, ellas le recordaban las circunstancias de su caída.
¡Qué tempestad es capaz de desencadenar la broma más inocente
en un corazón joven, en ese equinoccio de la primavera ! Raymond no
distinguía la una de la otra, y en su odio sólo consideraba de las
Cousserouge: como algo parecido a un monstruo gordo de tres moños,
siempre sudoroso, cloqueando bajo los árboles inmóviles de esas
tardes, de agosto de 19...
Algunas veces cogía el tranvía, atravesaba el horno ardiente de
Burdeos, y alcanzaba hasta los muelles donde, en el agua muerta,
manchas de petróleo y aceite formaban arco iris y retozaban cuerpos
consumidos por la miseria y por la escrófula. Reían, se perseguían; sus
pies desnudos chasqueaban sobre las baldosas dejando diminutas
huellas mojadas.
Octubre regresó: la jornada se había cumplido, Raymond había
atravesado el momento más peligroso de su vida, se salvaría, estaba
ya salvado al entrar al colegio. Los nuevos libros de estudio cuyo olor
tanto amaba, le ofrecían, en ese año en el cual estudiaría filosofía, en
un cuadro sinóptico, todos los sueños y sistemas humanos. Se
salvaría, pero no por sus propias fuerzas. Se acercaba el tiempo en que
llegaría una mujer, aquella misma que lo miraba esa tarde a través del
humo y las parejas de ese pequeño bar, con esa frente amplia y
tranquila, no alterada por el tiempo.

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Durante los meses de invierno que vivió antes de ese encuentro,
cayó en un profundo embotamiento: una especie de torpor lo dejaba
inerme; sin defensa, ya no era el eterno castigado. Después de esas
vacaciones en que fue torturado por la doble obsesión de la huida y de
la muerte, realizaba, de buenas ganas, los gestos ordenados, y la
disciplina ayudábalo a vivir. Pero sólo lo hacía para gozar más de la
dulzura del retorno cotidiano, ese trajín de todas las tardes de un
arrabal a otro. Una vez franqueada la puerta del colegio, entraba en el
misterio de ese pequeño camino húmedo que a veces olía a bruma y
otras rezumaba un aliento a frío seco. Le eran familiares todos esos
cielos tenebrosos, ora despejados y roídos por las estrellas, ora
cubiertos de nubes iluminadas interiormente por la luna que no veía.
Luego estaba la garita, el tranvía siempre asaltado por gente agobiada,
sucia y tranquila; el gran rectángulo amarillo hundíase en el campo,
más iluminado que el Titanic, y caminaba entre jardincillos trágicos,
sumergidos en el fondo del invierno y de la noche.
En la casa él ya no se sentía objeto de una eterna indagación; la
atención general habíase concentrado sobre el doctor.
—Me inquieta — decía la señora Courréges a su suegra —: feliz
usted, pues no se hace mala sangre: envidio una naturaleza como la
suya.
—Paul está con surmenage; trabaja demasiado, es cierto ; pero
posee una reserva de salud que me tranquiliza.
La nuera se encogió de hombros, y no trataba de comprender lo que
la vieja mascullaba para sí misma: "No está enfermo; la verdad es que
sufre."

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La señora Courréges repetía: “Los médicos se especializan en no
cuidarse.” En la mesa lo espiaba; él levantaba hacia ella un rostro
crispado.
—Hoy es viernes: ¿por qué, entonces, chuleta?
—Necesitas sobrealimentación.
—¿Qué sabes tú de eso?
—¿Por qué no consultas a Dulac? Un médico no sabe cuidarse
solo.
—Después de todo, pobre Lucie, ¿por qué piensas que estoy
enfermo?
—No te ves a ti mismo; da miedo mirarte; todo el mundo se da
cuenta de ello. Ayer, no más, no recuerdo quién, me preguntó: "Pero,
¿qué tiene su marido?" Deberías tomar un remedio para el hígado.
Estoy segura de que se trata de eso.
—¿Por qué el hígado y no otro órgano?
Declaraba con tono perentorio: "Tengo esa impresión." Lucie tenía la
certeza precisa de que era el hígado, y nada la haría desistir de ello; al
preocuparse del doctor mostrábase más fastidiosa que las moscas: “Ya
tomaste dos tazas de café; ordenaré en la cocina que no vuelvan a
llenar la cafetera; es el tercer cigarrillo después del desayuno, no lo
niegues; las tres colillas están en el cenicero."
—La prueba de que se siente enfermo — decía ella un día a su
suegra — es que ayer lo sorprendí frente a un espejo mirando muy de
cerca su rostro. ¡El, que jamás se había preocupado de su físico!
Parecía como si tratara de desarrugarse la frente y las sienes; llegó
hasta abrir la boca y mirar sus dientes.
La abuela Courréges observaba, por encima de sus lentes, a su
nuera, como si temiera descifrar sobre ese rostro desconfiado algo más

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grave que la inquietud: una sospecha. La anciana sentía que el beso de
su hijo por la noche era más prolongado que antaño y tal vez ella sabía
lo que significaba el peso de esa cabeza de hombre que por algunos
segundos se abandonaba: habíase acostumbrado desde la
adolescencia de su hijo a adivinar sus heridas, que sólo podían ser
curadas por un solo ser en el mundo: el autor de ellas. Pero la esposa,
si bien había sido lastimada en su ternura durante años, sólo creía en
un mal físico; y cada vez que el doctor se sentaba frente a ella
apoyando sus dos manos unidas sobre su rostro adolorido, repetía:
—Todos nosotros opinamos lo mismo: debes consultar a Dulac.
—Dulac no me diría nada nuevo.
—¿Acaso puedes auscultarte a ti mismo?
El doctor no respondía, atento como estaba a la angustia de su
corazón. ¡ Ah! Por cierto contaba mejor los latidos de su corazón que
los de otro pecho cualquiera, jadeante como se encontraba todavía
después de ese juego al que se había entregado al lado de María
Cross: ¡cuan difícil es introducir una palabra más tierna, una ilusión
amorosa en una conversación con una mujer diferente que impone a su
médico un carácter sagrado, que lo reviste de una paternidad espiritual!
El doctor revivía los detalles de esa visita: había estacionado su
coche sobre el camino frente a la iglesia de Talence y había continuado
a pie el camino lleno de charcos. El crepúsculo fue tan rápido que se
hizo la noche antes que él hubiera franqueado la puerta de entrada. Al
final de la avenida descuidada, una lámpara enrojecía los vidrios del
primer piso de una casa baja.
No había tocado el timbre; ningún sirviente lo había precedido a
través del comedor; había entrado sin llamar al salón donde María
Cross, extendida, no se levantó; aún más, había proseguido durante

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algunos segundos su lectura. Luego: “Bien doctor, estoy a su
disposición.” Le tendía sus dos manos y apartaba un poco sus pies
para que pudiera sentarse en el diván. "No tome esa silla, está
quebrada. Aquí hay lujo y miseria, usted sabe..."
El señor Larousselle había instalado a María Cross en esa casa de
campo, donde el visitante tropezaba con la rotura de los tapices y los
pliegues de los cortinajes disimulaban los hoyos. A ratos, María Cross
permanecía silenciosa; para que el doctor tomara la iniciativa de una
conversación favorable a la confesión que se proponía hacer, hubiera
sido necesario que no existiera ese espejo que reflejaba un rostro
cubierto por la barba, los ojos sanguinolentos y estropeados por el
microscopio, la frente ya calva en la época en que Paul Courréges
preparaba el internado. De todas maneras, tendría suerte: una mano
pequeña colgaba tocando casi la alfombra: habíala cogido entre las
suyas diciendo a media voz: "María..." Ella no había retirado su mano
confiada: “No, doctor, no tengo fiebre.” Y como siempre sólo hablaba de
sí misma, había agregado: “Hice una cosa, amigo mío, que usted
aprobará: dije al señor Larousselle que ya no necesitaba el coche, que
podía venderlo junto con los aparejos y despedir a Firmin.
Usted sabe cómo es él: incapaz de comprender algo de un
sentimiento noble; rió, adujo que no valía la pena por un capricho de
algunos días "trastornar todo aquí". Me he puesto firme, y sea el tiempo
que sea uso sólo el tranvía: hoy mismo, cuando volví del cementerio.
Pensé que usted estaría contento de mí. Me siento menos indigna de
nuestro pequeño muerto; me siento menos... menos mantenida."
Pronunció apenas esta última palabra. Unos bellos ojos llenos de
lágrimas, levantados hacia el doctor imploraban humildemente una
aprobación; inmediatamente se la dio con voz grave y fría a esa mujer

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que sin cesar lo invocaba: "Usted que es tan grande... usted el más
noble ser que he conocido jamás... su sola existencia basta para
hacerme creer en el bien..." Quería protestar: "No soy lo que usted
piensa, María; sólo soy un pobre hombre devorado por sus deseos
como los otros hombres..."
—Usted no sería el santo que es — contestaba María — si no se
despreciara.
—No, no, María: ¡no soy un santo! usted no sabe...
Ella lo contemplaba con una admiración cuidadosa; pero jamás se
le había ocurrido inquietarse como Lucie Courréges y fijarse en su mal
aspecto. El culto tan forzado que le dedicaba esta mujer, lo hacía
desesperarse. Su deseo estaba bloqueado por esta admiración.
Persuadíase, cuando se encontraba lejos de María Cross, de que no
existían obstáculos que no pudiera atravesar un amor como el suyo;
pero en cuanto se encontraba nuevamente frente a la joven que
respetuosa esperaba sus palabras, se rendía ante la evidencia de su
irremediable desgracia; nada en el mundo podía cambiar el plan de sus
relaciones; ella no era amante sino discípula: él no era amante sino
director espiritual.
Tender sus brazos hacia ese cuerpo extendido, atraerla hacia él
hubiera sido un gesto tan demente como romper ese espejo. Y eso que
él no sospechaba que ella esperaba con impaciencia su partida. María
se sentía orgullosa de interesar al doctor, y en su vida de mujer caída,
apreciaba muy alto sus relaciones con ese hombre eminente;
¡ pero cómo la aburría! Sin presentir que sus visitas fueran una lata
para María, sentía que cada día se escapaba un poco más su secreto,
a tal punto que sólo una indiferencia llegada al colmo explicaba que ella
no se hubiera dado cuenta. Si María hubiera sentido tan sólo un

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comienzo de afecto, el amor del doctor le habría saltado a la vista. ¡ Ay,
hasta qué punto puede una mujer estar ausente frente a un hombre al
cual, por otra parte, estima y venera y cuyo trato la enorgullece, pero la
aburre! Este hecho se le había revelado al doctor parcialmente, lo
suficiente para aplastarlo.
Habíase levantado, interrumpiendo a Maria Cross en la mitad de
una frase: "¡ Ah!", le había dicho ella, "¡usted no mide el tiempo de sus
visitas! Pero los enfermos lo esperan... No quiero ser egoísta, y tenerlo
sólo para mí."
Atravesó de nuevo el comedor desierto, el vestíbulo; aspiró el aire
del jardín helado; y en el coche que lo llevaba de regreso, pensaba en
el rostro atento y apenado de Lucie, sin duda inquieta y al acecho, y
habíase repetido: "En primer lugar, no debo hacer sufrir; basta que yo
sufra; no debo hacer sufrir..."
—Tienes muy mal aspecto esta tarde. ¿ Qué esperas para ver a
Dulac? Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por nosotros. Cualquiera diría
que estás solo en el mundo: nos importa a todos.
La señora Courréges tomaba por testigos a los Basque, los cuales
interrumpieron un diálogo que sostenían a media voz, para unirse a las
solicitudes de ella:
—Sí, padre: deseamos conservarlo con nosotros el mayor tiempo
posible.
Ante el solo sonido de esa voz odiada, el doctor se avergonzaba de
sentir cómo crecía en él un sentimiento contra su yerno: "Sin embargo,
es un muchacho honrado... Es imperdonable de mi parte..." ¿Pero
cómo olvidar las razones que tenía para odiarlo? Durante años, sólo
una cosa de su matrimonio le había parecido igual a lo que él soñara:
contra el gran lecho conyugal, esa camita estrecha donde, cada tarde,

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cada noche, él y su mujer veían cómo dormía Madeleine, su hija mayor.
No se percibía la respiración; un pie puro rechazaba las frazadas; entre
los barrotes colgaba una manita blanda y maravillosa. Era una niña tan
dulce que se la podía mimar sin peligro, y la preferencia de su padre la
halagaba hasta tal punto que se quedaba horas enteras jugando, sin
hacer ruido en el gabinete del doctor: "Dices que ella no es inteligente",
repetía; "pero es más que inteligente". Más tarde, él, que siempre
odiaba salir con la señora Courréges, gustaba de que lo vieran con esa
joven: —¡Creen que eres mi mujer!" En ese entonces, eligió, entre los
estudiantes, a Fred Robinson, el único discípulo que lo comprendía.
El doctor ya lo llamaba su hijo, y esperaba que Madeleine cumpliera
dieciocho años para finiquitar el matrimonio, cuando, al final del primer
invierno en que se presentara en sociedad, la joven avisó a su padre
que era novia del teniente Basque. La oposición furiosa del doctor duró
meses, y no fue comprendida ni por su familia ni por la sociedad.
¿Cómo podía preferir, a ese oficial rico, de buena familia, de gran
porvenir, un estudiantillo sin fortuna, salido de no se sabía dónde?
Egoísmo de sabio, decían.
Las razones del doctor eran demasiado particulares como para que
se las dijera a sus amigos. A partir de su primera objeción, comprendió
que había llegado a ser un enemigo para esa hija querida; se persuadió
a sí mismo de que ella se regocijaría con su muerte, que ante sus ojos
él no era sino un viejo muro pronto a derrumbarse para que ella pudiera
reunirse con el macho que la llamaba. Con el objeto de ver mejor, había
puesto coto a su testarudez, para medir, además, el odio de esa su hija
preferida. Su anciana madre estaba contra él y se hizo cómplice de los
jóvenes. Se tejió miles de intrigas dentro de su propia casa para que los
novios pudieran reunirse a su regalado gusto.

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Cuando, por fin, cedió, su hija lo besó en la mejilla; él levantó un
poco los cabellos, como antaño, para tocar con los labios su frente. A
su alrededor se siguió diciendo: "Madeleine adora a su padre, siempre
ha sido su preferida." Hasta la muerte, sin duda, oiría la voz de su hija:
"Papaíto querido."
Entre tanto, era necesario soportar a ese Basque. La antipatía que
el doctor le tenía traicionábase a pesar del inmenso esfuerzo que hacía
por disimularlo. "Es extraño", decía la señora Courréges. "Paul tiene un
yerno que en todo piensa igual que él. Sin embargo, no lo quiere."
Justamente lo que el doctor no podía perdonar a ese muchacho era
ese espíritu que deformaba y reducía a caricatura sus ideas más caras.
El teniente pertenecía a aquellos seres cuya aprobación nos aplasta y
nos lleva a poner en duda todas aquellas verdades por las cuales
hubiéramos vertido nuestra sangre.
—Sí, padre; cuídese por amor a sus hijos; soporte que tomen
medidas contra su voluntad.
El doctor abandonó la sala sin responder. Más tarde, el matrimonio
Basque, refugiado en su cuarto (territorio sagrado del cual la señora
Courréges decía: "No pondré jamás mis pies en él: Madeleine me ha
dado a entender que eso no le gusta; son cosas que no necesitan
decírmelas dos veces y que las comprendo muy bien aunque me las
insinúen"), se desvestía en silencio. El teniente, arrodillado, la cabeza
enterrada en el lecho, se volvió súbitamente a su mujer y le preguntó:
—¿Forma parte de los bienes la propiedad?
—Quiero decir, ¿fue comprada por tus padres después de su
matrimonio?
Madeleine creía que sí, pero no estaba segura.

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—Sería interesante saberlo, pues si tu pobre padre... tendríamos
derecho a la mitad.
Calló de nuevo, y de súbito preguntó la edad de Raymond, y pareció
fastidiarse al saber que sólo tenía diecisiete años.
—¿Qué te importa? ¿Por qué me preguntas eso?
—Por nada...
Tal vez pensaba que un menor complicaba siempre una herencia,
ya que levantándose dijo:
—Por mi parte, espero que tu pobre padre no nos dejará antes de
muchos años.
El lecho, inmenso, abríase en las sombras ante la pareja. Iban a él
como quien se sienta a la mesa al mediodía y a las ocho: en el
momento de sentir hambre.
Durante esas mismas noches, Raymond se despertaba a veces: no
sabía qué cosa cálida y desabrida chorreaba por su rostro, corría por su
garganta; tanteaba con su mano buscando un fósforo; veía entonces
cómo la sangre surgía de la ventanilla izquierda de su nariz,
manchando su camisa y sus sábanas; levantábase y transido miraba
en el espejo su largo cuerpo con manchas escarlatas; secaba en su
pecho sus dedos pegajosos de sangre, divertíase con su rostro
embadurnado, y simulaba ser a la vez el asesino y su victima.

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CAPITULO CUARTO

Fue una tarde como otra cualquiera — a fines de enero, cuando en


esas regiones ya declina el invierno —: Raymond, en ese tranvía
rebosante de obreros, extrañóse al ver, frente a él, a esa mujer. Lejos
de sufrir al verse perdido en esa carga humana, todas las tardes,
imaginábase que era un inmigrante; se encontraba sentado entre los
pasajeros del entrepuente, y el barco hendía las tinieblas; los árboles
eran corales; los transeúntes y los coches eran los habitantes oscuros
de esas grandes profundidades. Travesía muy breve, durante la cual no
se le humillaría: ninguno de esos cuerpos era tan negligente ni tan mal
tenido como el suyo. Cuando, en ciertas ocasiones, su mirada
encontraba otra mirada, no veía en ella ninguna burla; de todos modos,
su ropa era más limpia que esa camisa mal sujeta sobre un pecho de
bestia velluda.
Sentíase incómodo entre esa gente, y no pensaba que hubiera
bastado una palabra para que repentinamente surgiera ese desierto
que separa las clases tal como separa a los seres. Ese contacto, esa
inmersión comunitaria, en un tranvía que hendía los suburbios, era la
única comunión posible. Raymond, tan brutal en el colegio, no
rechazaba la cabeza zangoloteada de un muchacho de su edad, en el
límite de sus fuerzas, cuyo sueño relajaba su cuerpo y lo desataba
como se desata un ramo. Pero esa tarde vio, frente a él, a esa mujer, a
esa señora. Entre dos hombres, cuyas vestiduras estaban untadas de
grasa encontrábase sentada, vestida de negro, el rostro descubierto.

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Preguntábase más tarde Raymond por qué, bajo su mirada, no
había sentido la vergüenza que le producía la última de las sirvientas.
No; ninguna vergüenza; ninguna timidez; tal vez porque en ese tranvía
sentíase anónimo y no podía imaginar alguna circunstancia que le
pudiera poner en contacto con esa desconocida. Pero especialmente
porque no veía en sus rasgos nada que se asemejara a la curiosidad, a
la burla, al desprecio. ¡ Sin embargo, cómo lo observaba ella! Con el
cuidado, el método de una mujer que se decía: "Ese rostro me
consolará de los miserables minutos que tengo que vivir en un
transporte público; suprimo el mundo alrededor de esta sombría cara
angélica. Nada puede ofenderme: la contemplación libera; está ante mí
como un país desconocido; sus párpados son los bordes asolados de
un mar; dos confusos lagos se adormecen en las fronteras de las cejas.
La tinta, sobre los dedos, el cuello y los puños grises, ese botón que
falta es sólo la tierra que mancha el fruto intacto de súbito desprendido
de la rama y que, con mano tímida, tú recoges."
También él, lleno de seguridad, pues no temía ninguna palabra de
esta desconocida, ningún puente que los uniera, la contemplaba con
esa tranquila insistencia que sujeta nuestra mirada a un planeta...
(¡Qué pura se ha conservado su frente! Courréges lo mira con
disimulo esa tarde, bañado en luz que no viene del pequeño bar
rutilante; esa luz de la inteligencia, que no suele encontrarse en el
rostro de una mujer: ¡ pero qué emocionante es encontrar esa luz y
cómo nos ayuda a concebir que Pensamiento, Idea, Inteligencia, Razón
sean palabras femeninas!)
Frente a la iglesia de Talence, la joven habíase levantado dejando
sólo a los hombres su olor, y hasta ese mismo perfume se desvaneció
antes de que Raymond hubiera descendido. No hacía mucho frío esa

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tarde de enero; el adolescente no pensaba en correr; la bruma traía esa
dulzura secreta de la estación que se aproxima. La tierra estaba
desnuda, pero ya no dormía.
Raymond, absorto, no vio nada esa tarde en la mesa familiar. Sin
embargo, jamás su padre había mostrado un rostro tan demacrado:
hasta tal punto que la señora Courréges enmudeció; no se podía correr
el riesgo de "impresionarlo", les dijo a los Basque, después que el
doctor subió con su madre; pero bajo su responsabilidad consultaría en
secreto a Dulac. El cigarro del teniente apestaba la sala; de pie contra
la chimenea, repetía: "No hay error posible, madre: está embromado."
Sus palabras, a la vez breves y tartajeantes, eran las de una persona
que ordenaba, y como Madeleine contradijera a su madre:
—Tal vez sólo se trata de una crisis... El teniente la interrumpió:
—No, Madeleine: el caso es grave; tu madre tiene razón.
Como la joven se atreviera a objetarlo, gritó:
—¡Te repito que tu madre tiene razón! ¿No te basta con eso?
En el primer piso, la abuela Courréges golpeaba suavemente en la
puerta del cuarto de su hijo, que estaba sentado ante sus libros
abiertos. No le había hecho ninguna pregunta, y tejía muda. Ya que el
doctor no soportaba más el silencio, ya que necesitaba hablar, ella se le
ofrecía, pronta a entenderlo; un instinto seguro la impedía, sin embargo,
provocar la confidencia. El pensó, por algunos instantes, en retener el
grito que lo ahogaba; pero hubiera sido necesario remontarse tan lejos,
retomar la cadena entera de sus dolores, hasta el dolor de esa tarde...
¿Y cómo explicar la desproporción entre su sufrimiento y aquello que
hizo nacer el sufrimiento de esa tarde ? Pues sólo había ocurrido esto:
a la hora convenida, el doctor acudió donde María Cross; un criado le
había advertido que la señora no había regresado, y esa fue su primera

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angustia: aceptó esperarla en el salón desierto donde el reloj latía con
más lentitud que su corazón. Una lámpara alumbraba las viguetas
pretenciosas; sobre la mesa baja, cerca del diván, estaban, en un
cenicero, todas esas colillas de cigarrillo: "Fuma demasiado... se
intoxica." ¡Qué cantidad de libros! Pero no había ninguno que tuviera
sus últimas páginas abiertas. Sus ojos siguieron los pliegues rotos de
los grandes cortinajes de seda desteñida. Repitió: "Lujo y miseria,
miseria y lujo..." Miró el reloj, luego el suyo, y decidió que se iría en un
cuarto de hora más; le pareció entonces que el tiempo se precipitaba.
Para que no le pareciera demasiado corto, el doctor no quiso pensar en
su laboratorio, en el experimento interrumpido.
Habíase levantado, y aproximándose al diván se arrodilló; después
de mirar con temor a la puerta, hundió su cabeza, en los cojines...
Cuando volvió a levantarse, su rodilla izquierda crujió como de
costumbre. Se plantó ante el espejo; tocó, con su dedo, el hueso
temporal hinchado, y dijo en voz alta algo que, de haber sido
sorprendido en ese minuto, hubiérasele tomado por loco.
Acostumbrado a reducirlo todo a fórmulas, como un buen trabajador,
pronunció: "En cuanto estamos solos nos volvemos locos. Sí: nuestro
autocontrol sólo actúa cuando se le sostiene con el control que los
demás nos imponen." ¡Ay! Bastó este raciocinio para agotar el cuarto
de hora que se había fijado...
¿Cómo podría explicar a su madre, la cual está al acecho de una
confidencia, la tristeza de ese minuto, la renuncia que se exigió a sí
mismo, la huida de esa triste felicidad cotidiana que significaba
conversar con María Cross? Todo no está en confesarse, ni siquiera en
tener cerca de uno una confidente, aunque fuera la propia madre.

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¿Quién de nosotros posee la ciencia de comunicar en pocas
palabras nuestro mundo interior? ¿Cómo desprender de ese río que se
mueve tal sensación y no tal otra? Nada se puede decir, desde el
momento en que no se puede decirlo todo. Por otra parte, ¿qué
entendería esa anciana que se encuentra allí de esa música profunda
encerrada en su hijo y de sus desgarradoras disonancias? Ese hijo de
otra raza, pues pertenece a otro sexo... sólo eso, el sexo, nos separa
más que dos planetas entre sí... Frente a su madre, el doctor recuerda
su dolor, pero no lo comunica. Cansado de esperar a María Cross,
recuerda que recogió su sombrero, y entonces resonaron unos pasos
en el vestíbulo, y su vida estuvo como en suspenso. La puerta se abrió,
no ante la mujer esperada sino ante Víctor Larousselle.
—Mima demasiado a María, doctor.
Ninguna sospecha en la voz. El doctor había sonreído a ese hombre
impecable, sanguíneo, vestido de color, que estallaba de satisfacción y
seguridad:
—¿Qué presa son, para ustedes los médicos, estas neurasténicas,
estas enfermas imaginarias, eh? No: es una broma; sabemos su
desinterés, pero tengo una gran suerte de que María haya caído en
manos de un bicho raro como usted. ¿Sabe por qué no ha llegado
todavía? La señora renunció a su coche: es su última chifladura. Dicho
sea entre nosotros, creo que está un poco tocada; en una mujer bonita
es un encanto más, ¿eh? ¿Qué piensa usted, doctor? ¡ Este bendito
Courréges! Me agrada verlo; quédese a comer, María estará contenta;
lo adora. ¿No? Al menos aguarde su regreso; sólo con usted puedo
hablar de ella.
"Sólo con usted puedo hablar de ella..." De súbito, esta pequeña
frase lacerante en ese hombre obeso y triunfante. “Esta pasión —

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habíase dicho el doctor en el coche que lo llevaba de regreso —
escandaliza a la ciudad. Sin embargo, es lo único noble que existe en
este imbécil. Descubre, a los cincuenta años, que es capaz de sufrir por
culpa de una mujer, cuyo cuerpo, sin embargo, ha conquistado; pero
eso no le basta. Su mundo, sus negocios, sus caballerizas: fuera de
este universo existe para él y eternamente un principio superior por el
cual sufrir... Tal vez no todo es locura en el concepto romántico de las
pasiones. ¡ María Cross! ¡ María! : dolor, dolor por no haberla visto:
pero, sobre todo, qué señal: ¡ no había pensado ni siquiera en avisarle
que no la encontraría! Debo importarle muy poco; renuncia a verme sin
siquiera pensarlo dos veces... Para mí el infinito cabe en algunos
minutos, minutos que no significan nada para ella..."
Algunas palabras despiertan al doctor: su madre ya no soporta el
silencio: también ella ha seguido la pendiente de sus secretas
preocupaciones, y sólo piensa en la herida desconocida de su hijo;
retorna a aquello que le obsesiona: sus relaciones con su nuera:
—Me humillo ante ella; sólo le contesto: "¡Bien, hija, como usted
quiera!" No la contradigo. Desde que Lucie me hizo sentir que la
fortuna era de ella... A Dios gracias, ganas bastante dinero. Es verdad
que, cuando tú te casaste con ella, tenías un porvenir, pero nada más; ¡
ella, en cambio, es una Boulassier d'Elbeuf ! Sé perfectamente que sus
fábricas no eran lo que son ahora; de todas maneras, ella podría haber
realizado un matrimonio económicamente mejor: “Cuando se tiene, se
desea más", me dijo a propósito de Madeleine. En fin, no nos
quejemos: si no existieran los sirvientes, andaríamos mejor.
—Lo terrible en la vida, pobre mamá, es hacer convivir en una
misma cocina sirvientes que no tienen los mismos patrones.

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Puso sus labios en la frente de su madre, dejó la puerta entreabierta
para que ella tuviera luz, y repitió maquinalmente: "Lo que hay de
terrible en la vida..."
Al día siguiente, la chifladura de María Cross, con respecto a su
carruaje, se mantenía todavía, pues Raymond vio en el tranvía a la
desconocida sentada en el mismo lugar; sus tranquilos ojos tomaban
otra vez posesión del rostro del niño, viajaban alrededor de sus
párpados, seguían el límite de sus cabellos oscuros y deteníanse en la
luz que iluminaba los dientes. Recordó que no se había afeitado desde
antes de ayer; tocó con el dedo su mejilla enjuta, y luego, con
vergüenza, escondió sus manos bajo la esclavina. La desconocida bajó
los ojos, y en el primer instante él no se dio cuenta de que por falta de
ligas de uno de sus calcetines habíase deslizado mostrando su pierna.
No se atrevía a subírselo, y cambió de posición. Sin embargo, no sufría:
lo que Raymond había odiado en los demás era la risa, aunque fuese
disimulada; sorprendía el más mínimo estremecimiento en las
comisuras de la boca, y sabía lo que significa un labio inferior
mordido... Pero esa mujer lo contemplaba con un rostro extraño,
inteligente y animal a la vez, sí: era el rostro de un maravilloso animal,
impasible, que no conocía la risa. Ignoraba que su padre, repetidas
veces, embromaba a Maria Cross por esa su manera de fijar en el
rostro la risa como si fuera una máscara que caía de súbito sin que la
mirada hubiera perdido nada de su imperturbable tristeza.
Cuando ella descendió frente a la iglesia de Talence y él sólo vio el
cuero un poco hundido del asiento, allí donde ella habíase sentado,
Raymond no dudaba que la volvería a ver al día siguiente; no podía
responder a esa esperanza con ninguna razón valedera; simplemente
tenía fe. Esa tarde, después de cenar, subió a su cuarto dos jarros de

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agua hirviente, descolgó la jofaina, y al día siguiente despertó más
temprano, pues había decidido afeitarse, de aquí en adelante, todos los
días.
Los Courréges podían observar durante horas los brotes de un
castaño sin comprender nada del misterio de su eclosión; asimismo,
tampoco vieron el prodigio en medio de ellos: tal como el primer golpe
de pala revela los fragmentos de una estatua perfecta, así la primera
mirada de Maria Cross había revelado, en el sucio colegial, un ser
nuevo. Bajo la cálida contemplación de una mujer, ese cuerpo
descuidado se hizo semejante a los jóvenes troncos rugosos de un
bosque antiguo, donde, de súbito, se mueve una diosa entumecida. Los
Courréges no vieron el milagro, pues los miembros de una familia
demasiado unida ya no se ven los unos a los otros. Desde hacía
semanas Raymond era un joven que se preocupaba por su atuendo,
devoto de la hidroterapia, seguro de poder gustar y preocupado de
seducir. Sin embargo su madre lo seguía considerando un colegial
desaseado. Una mujer, sin decir palabra, por el solo poder de su
mirada, les transformaba a su hijo, lo moldeaba de nuevo, sin que los
Courréges reconociesen en él las huellas de este encantamiento
desconocido.
En el tranvía, en el cual no se encendía la luz en la época en que los
días comienzan a alargar, Raymond osaba cada vez un gesto nuevo.
Cruzaba las piernas, mostraba unos calcetines cuidados y tirantes,
zapatos como espejos (había un limpiabotas en la Croix—de—Saint—
Genes); ya no tenía motivos para esconder sus puños; usó guantes, un
día se los sacó, y la joven no pudo dejar de sonreír ante la vista de
esas uñas demasiado arregladas en las cuales una manicura había
tenido mucho que trabajar; ¡pero, roídas durante años, hubiese sido

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mejor para ellas no llamar la atención! Todo eso no era sino el aspecto
exterior de una resurrección invisible; la bruma, acumulada en esta
alma, disipábase, poco a poco, bajo el influjo de esa profunda
contemplación siempre muda, a la cual poco a poco la costumbre hacía
familiar. "¡ Quizá no era un monstruo, y como los otros muchachos,
poseía el poder de atraer la mirada de una mujer, y algo más que esa
mirada!" A pesar de su silencio, el tiempo tejía entre ellos una trama
que ni los gestos ni las palabras habrían podido hacer más resistentes.
Presentía que se aproximaba la hora en que intercambiarían la primera
palabra; pero Raymond no hacía nada por aproximar esa hora. Galeote
tímido, le bastaba con no sentir más sus cadenas; por el momento era
para él alegría suficiente transformarse de golpe en otra persona. Antes
de que la desconocida lo mirara, ¿era realmente sólo un colegial
sórdido? Siempre somos moldeados y vueltos a moldear por aquellos
que nos aman y por muy poco tenaces que hayan sido, somos su obra,
obra que, por lo demás, ellos no reconocen y que nunca es aquella con
la cual han soñado. No hay un amor, una amistad que, habiendo
atravesado nuestro destino, no haya colaborado en él hasta la
eternidad. El Raymond Courréges de esta tarde, en el pequeño bar de
la calle Duphot, ese mozo de treinta y cinco años, sería otro hombre si
en 19..., estudiando filosofía, no hubiese visto sentada frente a él, en el
tranvía de regreso, a Maria Cross.

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CAPITULO QUINTO

Fue su padre el primero en reconocer en Raymond a un hombre


nuevo. Un domingo de esa primavera que concluía, sentóse a la mesa
más absorbido que de costumbre, hasta el punto de escuchar apenas
una discusión entre su yerno y su hijo. Se trataba de las corridas de
toros, que apasionaban a Raymond; habíase retirado ese domingo
después de la muerte del cuarto toro para no perder el tranvía de las
seis; sacrificio inútil: la desconocida no estaba. "Era domingo, debí
haberlo sospechado; le había hecho perder dos toros..." Pensaba en
eso, mientras el teniente Basque peroraba:
—No comprendo cómo tu padre te permite asistir a esa carnicería.
La respuesta de Raymond: "Es para morirse de risa: ¡estos oficiales
que tienen horror a la sangre!", desencadenó el tumulto. El doctor oyó
súbitamente:
—¡ No sabes con quién estás hablando!
—Te miro y sólo veo a un presumido.
—¿ Presumido ? Repítelo.
Se levantaron; toda la familia se precipitó sobre ellos. Madeleine
gritaba a su marido: "No le contestes, no vale la pena. Lo que él diga
no tiene ninguna importancia." El doctor suplicaba a Raymond que se
volviera a sentar: "Siéntate, y come. Y que esto termine." El teniente
gritaba que había sido tratado de cobarde; la señora Courréges que
Raymond no había querido decir eso. Cada uno, sin embargo, había
vuelto a sentarse: un secreto acuerdo hacía que todos apagaran el
incendio. El espíritu de familia les inspiraba un profundo horror por todo

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aquello que amenazara el equilibrio de sus caracteres. El instinto de
conservación inspiraba a este equipo embarcado en la misma galera, la
preocupación de que no se levantara ningún incendio a bordo.
Por esta razón el silencio reinaba ahora en la sala. Una ligera lluvia
dejó súbitamente de tamborilear sobre las gradas; los olores que ella
liberaba bañaron a la familia silenciosa. Alguien apresuróse a decir: "Ha
refrescado." A lo que una voz respondió que esa lluvia no era nada, que
ni siquiera era capaz de aventar el polvo. El doctor, sin embargo,
observaba con estupor a ese hijo crecido en el cual ya no pensaba y al
que le era difícil reconocer. Precisamente él salía ese domingo de una
larga pesadilla. Había luchado desde ese lejano día en que María
Cross faltara a la cita dejándolo solo con Víctor Larousselle. Ese
domingo que terminaba, uno de los más crueles de su vida, lo había,
por fin, liberado (al menos lo creía así). La salvación llegó por una
inmensa fatiga, por un cansancio sin nombre. ¡ En verdad sufrió
demasiado ese día! No más deseo sino el de dar la espalda a la batalla
y enterrarse en su vejez. ¡ Había pasado casi dos meses ya desde su
vana espera en el salón "lujo y miseria" de María Cross, hasta esa
horrible tarde en que, por fin, tiró la esponja! Frente a esa mesa
silenciosa, el doctor olvidaba a su hijo y recuerda todas las
circunstancias de ese duro viaje; lo vuelve a realizar, etapa por etapa.
Su insoportable sufrimiento comenzó desde el día siguiente a la cita
fracasada debido a esa extensa carta llena de excusas:

Algo de culpa tiene usted, mi querido y gran amigo, decía María en


esta carta leída y releída durante esos dos meses: usted ha sido quien
me inspiró esa idea de renunciar a ese terrible lujo del cual me
avergüenzo. No teniendo ya mi coche, no alcanzaría a volver tan

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temprano para recibirlo a nuestra hora de costumbre. Llego más tarde
al cementerio; me gusta también permanecer más en él: usted no se
imaginaría nunca cómo está de tranquila la Cartuja al terminar el día,
llena de pájaros que cantan sobre las tumbas. Me parece que mi
pequeño me aprueba y que está contento de mí. ¡Qué recompensa
encuentro en ese tranvía de obreros en el cual regreso! No crea usted
que exagero, no; me siento muy feliz de encontrarme allí, en medio de
esos pobres de los cuales no soy digna. No sabría decirle hasta qué
punto me gustan esos regresos en tranvía. Aunque "se" pusiera ahora
de rodillas para que aceptara volver a subir en el coche que "se" me ha
dado, no consentiría en hacerlo. Mi querido doctor, en resumen, ¿qué
importa no volver a verse? Su ejemplo, sus enseñanzas me bastan;
estamos unidos más allá de la presencia. Como lo escribió tan bien
Maurice Maeterlinck: "Vendrá un tiempo, y no está lejos, en que las
almas se conocerán sin ese intermediario que son los cuerpos."
Escríbame: ¡sus cartas me bastan, querido director de conciencia!
M. C.

¿Debo seguir tomando mis papelillos? ¿Y ponerme mis


inyecciones? Sólo me quedan tres ampollas. ¿Debo comprar otra caja?

Aunque ella no lo hubiera herido tan cruelmente, esta carta habría


disgustado al doctor, pues ella revelaba complacencia, falsa humildad
satisfecha. Conocedor de los más tristes secretos de los hombres, el
doctor profesaba, respecto a ellos, una mansedumbre sin límites. Un
solo vicio, sin embargo, lo exasperaba: esa habilidad de los seres
caídos para embellecer su caída. Es la última flaqueza del hombre:
cuando su mugre los deslumbra como si fuera un diamante. No se

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trataba de que Maria Cross estuviese acostumbrada a esa mentira. Aún
más: al comienzo ella había seducido al doctor por esa pasión por ver
claro en ella y no embellecer nada. De buenas ganas insistía en la
nobleza de su madre, viuda muy joven, la cual, siendo humilde
institutriz en una cabeza de distrito, habíale dado, según decía María,
un ejemplo admirable: "Mamá luchó por pagar los gastos de mi
educación en un liceo; ya me veía profesora normal de Sévres.
Tuvo la alegría antes de morir, de asistir a mi matrimonio, que fue
inesperado. Su yerno Basque conoció muy bien a mi marido, que fue
médico ayudante en su regimiento. Me adoraba, me hizo feliz. Después
de su muerte, mi hijo y yo apenas teníamos de qué vivir, pero podría
habérmelas arreglado: no fue la necesidad la que me perdió sino,
quizá, lo que hay de más vil: el deseo de una buena posición, la
certidumbre de ser desposada... Y ahora, lo que me retiene aún cerca
de él es esa cobardía frente a la lucha que se debe emprender de
nuevo, frente al trabajo, a la labor mal pagada..." Muchas veces,
después de estas primeras confidencias, el doctor vio cómo se
humillaba, cómo se condenaba sin misericordia.
¿Por qué repentinamente ese gusto detestable por alabarse? No
era eso, sin embargo, lo que en la carta lo afectaba más cruelmente; le
formulaba agravios pues mentíase a sí mismo y no osaba sondear esa
otra herida mucho más profunda, la única en verdad insoportable:
Maria deseaba no verlo más; afrontaba alegremente la separación.
¡ Ah!, esa frase de Maeterlinck que se refería a las almas que se
conocerán sin el intermediario de los cuerpos, ¡ cuántas veces se la dijo
a sí mismo, mientras el cliente le contaba su caso con interminables
detalles, o la balbuceaba, aterrorizado, al paciente que no sabe que es
un tísico! Verdad es que había sido un tonto al creer que una mujer

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joven gustara de su presencia. ¡ Tonto! ¡ Tonto! Pero, ¿qué
pensamiento o razón puede preservarnos de ese dolor insoportable
cuando el ser querido, cuya proximidad nos es necesaria físicamente
en nuestra vida, se resigna, indiferente (satisfecho quizá) a nuestra
eterna ausencia? No somos nada para aquella que lo es todo para
nosotros.
El doctor, durante ese período, hizo un esfuerzo para vencerse: "Lo
sorprendí otra vez ante el espejo", repetía la señora Courréges. "Está
impresionado." El doctor sabía que su rostro desencajado de
quincuagenario era el mejor espectáculo para predisponerlo a la calma,
a la serenidad de la desesperación total. No pensar más en María sino
como en una muerta.
Esperar uno mismo la muerte doblando la dosis de trabajo: sí,
aporrearse, azotarse, alcanzar la liberación gracias al opio de un
trabajo frenético. Pero él, que se escandalizaba cuando los otros
mentíanse a sí mismos, se engañó de nuevo: "Necesita de mí. Me debo
a ella como a todo enfermo..." Le escribió que juzgaba necesario no
perderla de vista, que ciertamente tenía razón de tomar el tranvía; pero,
¿por qué salir todos los días? Rogaba que le indicara uno en que
estuviera en casa. Ya encontraría tiempo para ir a verla a la hora
acostumbrada.
Durante toda la semana esperó la respuesta. Cada mañana le
bastaba con dar un vistazo sobre el montón de prospectos y de diarios:
"No ha escrito aún." Calculaba: "Eché mi carta al correo el sábado; los
domingos se distribuye sólo una vez; no le ha llegado sino el lunes. Si
sólo ha esperado dos o tres días antes de responderme... sería
suficiente para que la respuesta no llegara hoy. A partir de mañana me
preocuparé."

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Una tarde, por fin, en que volvía extenuado, encontró la carta:

...La visita al cementerio es para mí una obligación sagrada. Haga el


tiempo que haga, estoy decidida a hacer ese peregrinaje. En el
crepúsculo me siento más cerca de nuestro angelito. Me parece que
sabe Ia hora de mi venida, que me espera. Es absurdo: lo sé; pero el
corazón tiene sus razones, como dice Pascal. Me siento feliz, serena,
cuando, por fin, subo al tranvía de las seis. ¿Sabe usted que es un
tranvía de obreros? Pero eso no me produce miedo; me siento muy
cerca del pueblo; y habiéndome separado de él en apariencia, ¿acaso
no me acerco a él de esta manera? Miro esos hombres; me parecen
tan solitarios como yo.
¿Cómo explicárselo? Tan desarraigados, tan anónimos. Mi casa es
más lujosa que la de ellos. Sin embargo, es una casa en la cual nada
me pertenece, como nada les pertenece a ellos... Ni siquiera nuestros
cuerpos... ¿Por qué no pasa por mi casa más bien tarde, antes de
regresar a la suya? Sé que a usted no le gusta encontrarse con el
señor Larousselle; pero yo le advertiré que necesito verlo a solas;
bastará con que, después de nuestra consulta, cambien algunas
palabras amables... Se olvidó responderme acerca de mis papelillos y
mis inyecciones.

En un comienzo, el doctor rompió esta carta y tiró los restos. Luego,


de rodillas, los recogió enderezándose penosamente. ¿Acaso no sabía
ella que él no soportaba la proximidad de Larousselle? No existía nada
en ese hombre que no le pareciera odioso; ¡ah!, sin duda era de la
misma especie de Basque: ese hocico bajo los bigotes teñidos, esos
carrillos, esas espaldas anchas proclamaban una autocomplacencia a

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toda prueba. Esos gruesos muslos bajo el cover coat eran la
satisfacción personificada. Ya que Larousselle engañaba a Maria Cross
con lo más deleznable, se decía en Burdeos "que tenía a Maria Cross
de adorno". El doctor era casi el único en saber que Maria seguía
siendo la pasión de ese gran bórdeles, su secreta derrota por la cual
reventaba la rabia. ¡ De todos modos la había comprado: ese imbécil
era el único que la poseía! Habiendo enviudado tal vez la hubiera
desposado si no existiera ese hijo, único heredero de la casa
Larousselle; un ejército de niñeras, preceptores, sacerdotes lo
preparaban para sus grandiosos destinos. Era imposible exponerlo al
contacto de una mujer de esa especie, ni legarle un nombre disminuido
por un matrimonio desigual. "¿Qué quiere que le diga, padre?", repetía
Basque, muy afecto a las grandezas de su ciudad. "Estos sentimientos
son muy notables. Larousselle es de buena familia. En todo es de una
elegancia despampanante; es un señor: ese es mi punto de vista."
Si ella conocía el desagrado que le producía al doctor ese hombre,
¿cómo osaba fijar una cita a esa hora precisa en que le era imposible
no dejar de darse de narices con el objeto de su desprecio? Llegó a
pensar que había planeado premeditadamente ese encuentro para
deshacerse de él. Después de haber escrito y enseguida roto, durante
varias semanas, las cartas más furiosas y enloquecidas, por fin le
dirigió una breve y seca, en la cual le exponía que ya que ella no se
resolvía a quedarse sola en su casa ni siquiera una tarde, se debía sin
duda a que se sentía muy bien y no necesitaba que se ocuparan de
cuidarla. A vuelta de correo,, ella le envió cuatro páginas de excusas y
protestas, advirtiéndole que lo esperaba todo el día, pasado mañana
domingo:

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...El señor Larousselle asistirá a la corrida de toros. Sabe que no me
gustan esos espectáculos. Venga a compartir mi té. Lo espero hasta
las cinco y media.

Jamás el doctor había recibido de ella una misiva tan poco sublime
y en la cual se hablara menos de salud y tratamiento; la releyó varias
veces y a menudo la tocaba en su bolsillo, convencido de que esa cita
no sería como las otras y que podría declarar en ella su pasión. Pero
como este científico había notado muchas veces que sus
presentimientos no se realizaban, repetíase: "No, no; no se trata de un
presentimiento... no es ilógico esperar: le escribí una carta despechado,
a la cual ella contestó amistosamente; depende, pues, de mí darle a la
conversación un giro más íntimo, más confidencial..."
En su coche, entre el laboratorio y el hospital, imaginaba esta
entrevista sin aburrirse haciéndose las preguntas y las respuestas. El
doctor era de esos seres imaginativos que jamás leen una novela
porque no hay ninguna ficción que valga tanto para ellos como aquella
que inventan y en la cual desempeñan el papel esencial. Firmada ya la
receta, se encontraba aún en la escalera de la casa del cliente, cuando,
como un perro que vuelve a encontrar el hueso enterrado, retornaba a
sus imágenes, de las que algunas veces se avergonzaba y donde este
hombre tímido gustaba el placer de doblegar los seres y las cosas bajo
su voluntad todopoderosa. Dentro del campo espiritual, este ser
escrupuloso no reconocía ninguna barrera, no retrocedía ante ninguna
horrible matanza: llegaba hasta eliminar en pensamiento a toda su
familia para crearse una vida diferente.
Durante los dos días que precedieron a su entrevista con Maria
Cross, si no pensó en descartar ese tipo de sugerencias, fue porque en

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ese episodio que él imaginaba para su dicha, no necesitaba suprimir a
nadie sino simplemente romper con su mujer, tal como lo había visto
hacer a algunos de sus colegas, sin otro motivo que el tedio mortal que
le producía la convivencia con ella. Es tiempo aún, cuando se tiene
cincuenta y dos años, de saborear algunos años de felicidad,
emponzoñados tal vez por los remordimientos; ¿pero aquel que no ha
poseído nada, como podría resistirse aunque sólo fuera a la sombra de
una dicha? Ni siquiera su presencia servía para hacer más feliz a una
esposa amargada... ¿Su hija, su hijo? Hacía tiempo que él había
renunciado a ser amado por ellos. La ternura de sus hijos, ¡ ay! Desde
el matrimonio de Madeleine sabía a qué atenerse respecto a ella; en lo
que se refería a Raymond, no valía la pena de sacrificarse por lo que
nos es inaccesible.
Esas imágenes en las cuales se complacía el doctor diferían
bastante de sus ensoñaciones acostumbradas. Aun cuando de un
golpe suprimiera una familia, indudablemente experimentaba un poco
de vergüenza, pero de ningún modo remordimientos: más bien una
sensación de ridículo: se trataba de un juego superficial en el cual lo
más profundo de su ser no estaba interesado. No, jamás había
pensado que él pudiera ser un monstruo y tampoco se creía diferente
de los otros hombres, quienes según él se volvían todos locos en
cuanto se encontraban a solas consigo mismo fuera del control del
prójimo.
Pero en el transcurso de las cuarenta y ocho horas que vivió en la
espera de ese domingo, se dio perfecta cuenta de que se adhería con
todas sus fuerzas a un sueño y que ese sueño se transformaba en una
esperanza. Escuchaba en su corazón la resonancia de la próxima
conversación con esa mujer, y había llegado al punto de no poder

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imaginar que pudiesen pronunciarse otras palabras que aquellas que él
imaginaba se pronunciarían entre ellos. Sin cesar retocaba el
escenario, cuya parte esencial estaba contenida en el siguiente diálogo:
—Estamos tanto el uno como el otro en el fondo de un callejón sin
salida. Sólo podemos morir contra un muro, o vivir para volver sobre
nuestros pasos. Usted no sabría amarme, usted no ha amado jamás.
Le queda sólo entregarse por entero a un solo hombre, capaz de no
exigirle nada a cambio de su ternura.
En este punto creía oír la réplica de Maria:
—¡Está loco! ¿Y su mujer? ¿Sus hijos?
—No me necesitan. Un muerto en vida tiene el derecho, si es capaz
de hacerlo, de levantar la piedra que lo ahoga. Usted no podría medir el
desierto que me separa de esa mujer, de ese hijo. Las palabras que les
dirijo ni siquiera llegan hasta ellos. Los animales, cuando sus pequeños
han crecido, los echan fuera. Y la mayoría de las veces, por lo demás,
los machos ni siquiera los reconocen. Esos sentimientos que
sobreviven a la función de procrear es un invento de los hombres.
Cristo lo sabía; quiso que se le prefiriera a todos los padres y a todas
las madres, y osó glorificarse de haber venido a separar el esposo de la
esposa, y los hijos de aquellos que los han engendrado.
—Usted no pretenderá ser Dios.
—¿Acaso no soy para usted su imagen? ¿No es a mí a quien debe
el gusto por cierta perfección? (en este punto, el doctor se interrumpía:
"¡ No, no, no debo introducir la metafísica!").
—¿Pero su situación social, sus enfermos? Toda su vida de hombre
que hace el bien... Piense en el escándalo...
—Si yo muriera, tendrían que prescindir totalmente de mí. ¿Quién
es realmente indispensable? Y bien: se trata precisamente de morir,

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Maria: morir a esta pobre vida recluida y trabajosa para renacer con
usted. Mi mujer conservaría la fortuna que le pertenece. No me sería
difícil mantenerla. Me ofrecen una cátedra en Argel, y otra en
Santiago... Dejaría a mis hijos todo lo que he podido ahorrar hasta
hoy...
En este punto de la escena imaginaria, el coche se detuvo frente al
hospital; el doctor franqueó el umbral con aire aún ausente, con los ojos
de un hombre que surge de un encantamiento desconocido. Su visita
terminada, entraba de nuevo en su sueño, lleno de una avidez secreta,
repitiéndose : "Soy un loco... sin embargo..." El conocía entre sus
colegas algunos que habían realizado el bello sueño. Era cierto que con
su vida de escándalo habían preparado la opinión pública; la ciudad
entera estaba acostumbrada a considerar al doctor Courréges como un
santo. ¡ Pues bien!, ¡ precisamente porque había usurpado esa
reputación, cuan liberado se sentiría de no sentir más su inmerecido
peso! ¡ Ah! ¡ Ser despreciado al fin! Entonces sabría dirigir a Maria
Cross palabras distintas a aquellas que le dirigía para llevarla
entusiasmada al bien o de los consejos edificantes que le daba; sería
un hombre que ama a una mujer y que la conquista violentamente.
Por fin ese domingo se levantó el sol. El doctor tenía por costumbre
ese día no hacer sino las visitas indispensables sin pasar por la
consulta que tenía en la ciudad, asaltada siempre por los clientes y en
la cual sólo atendía consultas tres veces a la semana. Le causaba
horror este cuarto en el primer piso de una casa enteramente ocupada
por oficinas, y donde le era imposible, según él decía, leer o escribir
una sola línea. Tal como en Lourdes hasta los más ínfimos exvotos
ocupaban su lugar, el doctor había reunido entre esas cuatro paredes
todo aquello con que lo había colmado su clientela agradecida.

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Después de haber odiado esos bronces artísticos, esas cerámicas
austríacas, esos amorcillos de mármol reconstituido, esas porcelanas,
esos barómetros—calendarios, había llegado a un punto en que sentía
cierto gusto por ese horrible museo y en que se regocijaba cuando
recibía "una obra de arte" de una singular fealdad: ¡ sobre todo, nada
de antiguo! decíanse unos a otros los clientes deseosos de dar gusto al
doctor Courréges.
Ese domingo en el que se había persuadido de que su entrevista
con Maria Cross cambiaría su destino, consintió, sin embargo, en
recibir hacia las tres de la tarde, en su consulta a un hombre de
negocios neurasténico que no podía disponer de una sola hora libre
durante la semana. El doctor se había resignado: de ese modo podría
salir apenas hubiera terminado el almuerzo y ocuparía los últimos
momentos disponibles antes del minuto tan ardientemente esperado y
temido. No pidió su coche, ni trató de subir a los tranvías repletos:
racimos humanos colgaban de los estribos, pues había un partido de
rugby y era también la primera corrida del año: los nombres de
Algabeno y Fuentes destellaban en los amarillos y rojos. A pesar de que
la corrida no empezaba hasta las cuatro de la tarde, ya la
muchedumbre deslizábase hacia las arenas en las apagadas calles de
un domingo de tiendas cerradas. Los jóvenes llevaban sombreros de
pequeñas y estrechas alas con cintas de colores o sombreros de fieltro
gris claro que creían de procedencia española, y reían envueltos en
nubes de tabaco ordinario. Los cafés desparramaban sobre la acera el
fresco aliento del ajenjo. El doctor no recordaba haber vagado en esa
forma entre la turba sin otra preocupación que matar las horas que lo
separaban de cierta hora. ¡Qué extraño parecía esta ociosidad en un
hombre sobrecargado de trabajo! No sabía ser ocioso; trató de pensar

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en el experimento que acababa de comenzar pero sólo pudo imaginar a
Maria Cross tendida y leyendo.
De súbito desapareció el sol y la muchedumbre inquieta miró en el
cielo una nube cargada. Alguien afirmó haber sentido caer una gota;
pero el sol volvió a calentar a chorros. No, la tempestad no estallaría
hasta que el último toro muriera.
Tal vez, pensaba el doctor, las cosas no pasarían exactamente tal
como él las había imaginado; pero de lo que estaba seguro —
matemáticamente seguro — era de que no dejaría a Maria Cross sin
que ella supiera su secreto; ¡ por fin el asunto sería planteado! Las dos
y media... faltaba todavía una hora que matar antes de la consulta.
Palpó en el fondo de su bolsillo la llave del laboratorio. No, apenas
llegara tendría que volver a salir. La multitud se emocionó como si fuera
presa de un viento súbito. Gritaban "¡Aquí están!" En viejas victorias
cuyos cocheros eran a la vez sórdidos y gloriosos, aparecieron los
matadores destellantes y sus cuadrillas. Extrañábase el doctor de no
encontrar nada innoble en esos duros rostros demacrados: ¡ extraña
clerecía roja y oro, violeta y plateada! De nuevo una nube mató la luz y
ellos levantaron sus rostros enjutos hacia el azul empañado. El doctor
hendió la turba y prosiguió ahora por estrechas calles desiertas. Un
frescor de sótano reinaba en su consulta, donde mujeres en terracota y
alabastro sonreían sobre columnas de malaquita.
El tic—tac de un reloj de pared estilo antiguo era más lento que el
reloj de falsa porcelana Delft colocado en el centro de la larga mesa
donde una mujer modern style, con el trasero puesto sobre un bloque
de cristal, sujetaba unos papeles. Las figuras parecían cantar en coro el
título de una revista que el doctor había leído en todas las esquinas de
la ciudad: ¡Eso es lo único bueno!: hasta ese toro en imitación bronce

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con el hocico sobre su vaca. De una ojeada el doctor admiró su
colección y pronunció a media voz: "La época más baja de la especie
humana." Empujó una persiana, sacudió el polvo. Recorría el cuarto,
frotábase las manos y decíase: "No necesitaré de preámbulos; las
primeras palabras serán una alusión a la tristeza que sentí cuando
pensaba que ella no deseaba verme más. Se extrañará: le diré que ya
no puedo vivir sin ella y entonces, tal vez, tal vez..."
Oyó sonar el timbre; fue a abrir él mismo; introdujo a su cliente.
¡Ah! No sería ese cliente el que interrumpiera su ensueño; no había
más que dejarlo hablar: el neurasténico parecía exigir sólo del médico
la paciencia para escucharle. Sin duda se había formado de ellos una
idea mística, ya que no retrocedía ante ninguna confidencia mostrando
sus más secretas llagas. El doctor había vuelto en pensamiento al lado
de Maria Cross: "Soy un hombre, Maria, un pobre hombre de carne y
hueso como los demás. No se puede vivir sin felicidad: lo he
descubierto muy tarde, ¿pero será demasiado tarde para que usted
consienta en seguirme?" Como el cliente terminara de hablar, el doctor,
con ese aire digno y triste que todos admiraban, dijo: "Tiene que tener,
en primer lugar, fe en su voluntad. Si usted no se siente libre, no puedo
hacer nada por usted. Todo nuestro arte fracasa frente a una idea falsa.
Si usted cree ser la presa impotente de sus herencias, ¿qué espera de
mí? Antes de ir más lejos, exijo que haga un acto de fe en sí mismo en
su poder de domar esas fieras que no son usted."
Mientras el otro le interrumpía vivamente, el doctor levantóse y
acercándose a la ventana, fingió mirar, entre los postigos
entrecerrados, la calle vacía. Experimentaba horror por estas palabras
falsas que sobrevivían en él y que correspondían a una fe muerta. Tal
como recibimos la luz de un astro extinguido siglos atrás, alrededor de

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él las almas oían el eco de una fe perdida. Volvió hacia la mesa y se dio
cuenta de que el pequeño reloj de falsa porcelana Delft marcaba las
cuatro; despidió a su cliente.
“Tengo tiempo” decíase el doctor corriendo casi por la acera. Al
llegar a la plaza de la Comedie, vio el tranvía asaltado por una multitud
que salía de los teatros. No había un solo coche. Tuvo que ponerse en
la fila y no cesaba de consultar su reloj: acostumbrado como estaba a
su coche, había medido mal el tiempo. Trataba de tranquilizarse:
poniéndose en el peor de los casos, se atrasaría media hora; eso era
normal en un médico. Siempre Maria lo había esperado... Sí, pero en
su carta ella había escrito: hasta las cinco y media... ¡las cinco, ya!
"¡Eh! No empuje tanto, ¡oiga!", gritábale una señora gruesa y furibunda
cuyo penacho de pluma hacíale cosquillas en la nariz. En el tranvía
repleto, hirviendo, lamentó no haberse puesto su chaqueta y
traspirando tuvo miedo de llegar sucio, maloliente.
No habían dado las seis, cuando bajó frente a la iglesia de Talence.
Al comienzo apresuró el paso; luego, loco de inquietud, se puso a
correr a pesar del dolor que sentía en el corazón. Una nube
tempestuosa ensombrecía el cielo. El último toro de la corrida debía de
estar sangrando ya bajo ese cielo tenebroso. Entre las rejas de los
pequeños jardines, ramas polvorientas de lilas esperaban la lluvia
como brazos tendidos. El doctor corría, bajo las gotas tibias y
espaciadas, hacia la mujer que imaginaba en el diván, leyendo, sin
desprender en seguida sus ojos del libro abierto... Pero al aproximarse
a la puerta vio que salía. Se detuvieron. Iba sofocada: había corrido, al
igual que él.
Dijo ella, con un aire imperceptible de despecho:

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—Había escrito: a las cinco y media. El la observaba con ojos
lúcidos:
—Se ha quitado el luto.
Maria miró su vestido de verano y contestó :
—¿El morado no es, entonces, medio luto? ¡ Cuan diferente era ya
todo de lo que él había imaginado ! Una inmensa cobardía le inspiró
estas palabras:
—Si usted pensaba que yo no vendría y tal vez la esperan en otra
parte, lo dejaremos para otra vez.
Maria respondió con tono vivo:
—¿Quién quiere usted que me espere? ¡Qué divertido es usted,
doctor!
Ella volvía a subir hacia la casa seguida por él, dejando que su
vestido de tafetán morado arrastrase por el polvo; al bajar su cabeza, el
doctor veía su nuca. Maria pensaba que si había citado al doctor en
domingo era porque estaba persuadida de que, ese día, el muchacho
desconocido no tomaría el tranvía de las seis. De todos modos, loca de
felicidad y esperanza al ver que el doctor no llegaba a la hora fijada,
había corrido el albur, diciéndose:
"Aunque no hubiese más que una posibilidad entre mil que él
hubiera tomado el tranvía por causa mía... ¡Ah! no podía perder esa
dicha..." ¡Ay! jamás sabría si el muchacho desconocido, ese domingo,
habría estado triste en el tranvía de las seis al no verla. La lluvia
aplomada aplastábase sobre las gradas de la entrada por las cuales
trepó con rapidez, escuchando, tras ella, resollar al viejo. ¡Ah, esa falta
de oportunidad de aquellos seres en quienes no se interesan nuestros
corazones y que nos han elegido sin que nosotros los hayamos elegido
a ellos! Tan fuera de nuestra órbita: de los cuales nada quisiéramos

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saber y cuya muerte nos seria tan indiferente como sus vidas... sin
embargo, ellos son los que llenan nuestra existencia.
Atravesaron el comedor, abrió las persianas del salón, se quitó su
sombrero, se extendió y sonrió al doctor que buscaba
desesperadamente algún fragmento de las frases preparadas. Ella le
dijo :
—Está sofocado... Lo he hecho caminar demasiado rápido.
—No estoy tan viejo.
El doctor, como siempre, levantó sus ojos hacia el espejo colocado
sobre el diván. ¿Y qué, no se había visto nunca todavía? ¿Por qué
entonces, sentía cada vez ese golpe en el corazón, ese desolado
estupor, como si esperara ver su juventud sonriéndole? Y preguntaba:
"¿Y esa salud?" en el tono paternal y un poco grave con que siempre
hablaba a Maria Cross. Nunca se había sentido ella tan bien y
experimentaba al decírselo al doctor tal placer que se sentía
compensada por su decepción. No, el muchacho desconocido, hoy
domingo, no debía de estar en el tranvía. Pero mañana, sin duda
alguna estaría, y ya ella se volvería por entero hacia esa futura
felicidad, hacia esa esperanza cotidianamente burlada y que renacía
cotidianamente: algo pasaría de nuevo, al fin él le dirigiría la palabra.
—Puede sin inconveniente suspender las inyecciones... (miraba en
el espejo esa barba rala, esa frente árida y recordó las ardientes
palabras que había preparado).
—Duermo; fíjese, doctor, ya no me aburro, y sin embargo no tengo
ganas de leer. No podría terminar el Viaje de Sparte: puede llevárselo.
—¿Sigue sin ver a nadie?
—¿Me cree usted una mujer capaz de alternar, repentinamente, con
las amantes de esos caballeros, yo que hasta el momento he huido de

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ellas igual que de la peste ? Soy la única de esta especie en Burdeos,
usted lo sabe muy bien: no quiero intimar con nadie.
Sí, repetidamente había dicho lo mismo, pero en tono de queja,
nunca con un aire tan apacible y tranquilo. El doctor percibía que esta
alta llama no se estiraba ya hacia el cielo, no ardía ya en vano; había
encontrado muy próximo a la tierra un alimento desconocido por él. No
pudo dejar de decirle en tono agresivo que si bien ella no veía a esas
señoras, veía en cambio algunas veces a esos caballeros. Sintió que
enrojecía, sospechó que la conversación tomaba el giro que él había
deseado tan ardientemente; en efecto, Maria preguntó riendo:
—¡Eso sí que está bueno! ¿Doctor, no estará usted celoso? ¡ Es
una escena de celos la que me está haciendo!... No, estoy bromeando
— agregó inmediatamente — sé quién es usted.
¿Cómo podía poner en duda que realmente ella estaba riendo y que
ni siquiera imaginaba que el doctor experimentara un sentimiento de
esa naturaleza ? Maria lo observaba con inquietud:
—¿No lo he herido?
—Sí, Maria, usted me ha herido.
Pero ella no comprendió de qué clase de herida hablaba; insistió
sobre su respeto, su veneración: ¿no se había rebajado él hasta ella?
¿No se había dignado elevarla algunas veces hasta él? Con un gesto
tan falso como la propia frase, ella cogió la mano del doctor y la
aproximó a sus labios. Este la retiró bruscamente. Maria Cross,
molesta, se levantó, acercóse a la ventana y miró el jardín inundado. El
doctor también se había levantado; le dijo sin volverse:
—Espere que pase el chubasco.
Permanecía parado en el salón sombrío.

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Como hombre metódico, usaba este atroz minuto para arrancar de
él todo deseo, toda esperanza. Pues bien, todo había terminado; todo
lo que interesara a esta mujer no le concernía ya más; estaba fuera del
juego. Su mano hizo en el vacío el gesto de barrer. Maria se volvió y le
gritó :
—Ya no llueve.
Como el doctor permaneciera inmóvil, agregó que no quería
echarlo, pero que sería bueno aprovechar la escampada. Le ofreció un
paraguas; por un momento él aceptó, pero después lo rechazó porque
lo mortificaba haber pensado: "Tendré que devolverlo; será otra ocasión
para volver."
Ya no sufría; gozaba de la tempestad que concluía, pensaba en él
mismo, o más bien en esa parte de él mismo como en un amigo del
cual se aceptaba la muerte por la que ya no sufría más. La partida
estaba jugada y perdida; no había que volver sobre eso; ya nada debía
importarle salvo su trabajo. Ayer le habían telefoneado desde el
laboratorio para decirle que el perro no había sobrevivido a la
extirpación del páncreas.
¿Podría Robinson procurarse otro en la perrera? Los tranvías
pasaban cargados de una multitud derrengada y ruidosa; pero sentíase
contento al caminar en este arrabal lleno de lilas, que olía a campo
debido a la lluvia de la tempestad, al crepúsculo. Ya no más
sufrimiento; ya no más lanzarse como un furioso contra el muro de su
prisión. Recogía, rechazaba, en lo más profundo de su ser, esa fuerza,
todopoderosa desde su infancia, que, al contacto de tantas criaturas,
habíase expandido fuera de él. A pesar de los anuncios luminosos, de
los raíles brillantes; a pesar de los ciclistas, agachados sobre el volante
en el cual amarraban lilas marchitas, el arrabal transformábase en

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campo, los bares se volvían albergues llenos de muleros que partían
con el claro de luna; rodarían toda la noche como muertos, escondidos
en sus carretelas, los rostros cara a las estrellas. En los umbrales,
niños ya campesinos jugaban con moscardones abotagados. No
lanzarse más contra ese muro.
¿Cuántos años hacía que él se gastaba en ese triste asalto?
Volvióse a ver sollozando (casi medio siglo atrás) en la cabecera de su
madre una mañana en que entraba de nuevo al colegio, y ella le
gritaba: "¿No te da vergüenza llorar, pequeño holgazán, imbécil?" Ella
no sabía que en él sólo existía la desesperación de separarse de ella; y
desde entonces. .. esbozó de nuevo el gesto de limpiar, de despejar el
lugar: "Veamos", dijo. "Mañana por la mañana..." Y como si se
estuviera poniendo una inyección de morfina, se inyectó el quehacer
cotidiano: ese perro muerto... Tenían que volver a comenzar. Pero, ¿no
debía haber registrado a esa altura de la investigación hechos
suficientes que confirmaran su hipótesis ? ¡ Cuánto tiempo perdido!
¡ Qué vergüenza! El, que no sospechaba que el género humano
estuviese interesado en cada uno de sus gestos en el laboratorio, ¡
cuántas jornadas había malgastado! La ciencia exige que se la sirva
con pasión; no admite que se la comparta con otra cosa : "Ah, no seré
nunca sino un sabio a medias." Creyó ver fuego entre las ramas; pero
era la luna que se levantaba. Aparecieron los árboles que escondían la
casa donde estaban reunidos aquellos a los cuales él tenía derecho a
llamar los míos. ¿Cuántas veces había traicionado el juramento que
renovó en ese momento en su corazón: “A partir de esta tarde, haré
feliz a Lucie" ? Apresuraba el paso, impaciente por demostrarse a sí
mismo que esta vez no sería débil. Quiso pensar en su primer
encuentro hacía veinticinco años, en un jardín de Arcachon, encuentro

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arreglado por uno de sus colegas. Pero no descubrió en él la imagen
de la novia de aquellos lejanos tiempos, esa pálida fotografía borrosa:
lo que él vio fue una mujer joven que se ha puesto medio luto, loca de
felicidad porque él se ha atrasado y que se apresura a ir en busca de
otro... ¿Quién era? El doctor sintió un agudo dolor, detúvose un
segundo, y de súbito se puso a correr para aumentar la distancia entre
él y ese ser que Maria Cross amaba; y experimentaba, en realidad, un
alivio, como si cada paso lo acercara, sin él saberlo, a ese rival
desconocido...
Sin embargo, esa tarde, apenas hubo traspuesto la puerta del
comedor, en el momento en que Raymond y su cuñado se enzarzaban
en la discusión, tuvo conciencia de ese florecer, de esa brusca
primavera dentro de aquel extraño que había traído al mundo.
Se habían levantado de la mesa; los chicos ofrecían sus frentes a
los labios distraídos de los mayores. Se fueron a sus cuartos,
escoltados por la madre, la abuela y la bisabuela.
Raymond habíase aproximado a la puerta—ventana. El doctor se
impresionó al ver el movimiento que hizo para tomar un cigarrillo de un
estuche de cuero, golpearlo y encenderlo; un botón de rosa colgaba de
su ojal, y sus pantalones tenían el pliegue necesario. El doctor pensó:
"¡Es sorprendente cómo se parece a mi pobre padre!..." Sí, era el
retrato del cirujano que, hasta cerca de los setenta años, había
dilapidado en las mujeres la fortuna que le deparara la práctica de su
arte. Fue el primero en introducir en Burdeos las ventajas de la asepsia;
jamás prestó la menor atención a su hijo, al cual sólo llamaba "el
pequeño", como si no recordara su nombre. Una mujer lo había traído
una tarde, con la boca torcida y babeando; no se encontró ni su reloj, ni
su billetera, ni el anillo de brillantes de su dedo índice. "Heredé de él un

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corazón capaz de apasionarse, pero no el don de gustar... Eso será
para su nieto."
El doctor miraba a Raymond, que estaba vuelto al jardín, ese
hombre que era su hijo. Después de ese día febril, le habría gustado
confiarse, o más bien, enternecerse; preguntar a su chico: "¿Por qué no
nos hablamos jamás? ¿Crees que no sabría comprenderte? ¿Hay tanta
distancia entre un padre y un hijo? ¿Qué significan los veinticinco años
que nos separan? Tengo el mismo corazón que tenía a los veinte años,
y tú saliste de mí: es posible que tengamos gustos comunes, antipatías
y tentaciones... Ese silencio que hay entre nosotros, ¿quién lo romperá
primero? El hombre y la mujer por muy alejados que estén uno del otro,
se vuelven a encontrar en un abrazo. Y hasta una madre puede atraer
hacia sí la cabeza de su hijo crecido y besar sus cabellos; pero el padre
no puede hacer nada, salvo el gesto que hizo el doctor Courréges al
posar su mano sobre el hombro de Raymond, el cual, sobresaltado, se
volvió. El padre, esquivando sus ojos, preguntó :
—¿Llueve todavía?
Raymond, parado en el umbral, tendió sus brazos a la noche:
—No, ya no llueve.
Y agregó sin volver la cabeza:
—Buenas noches... —y el ruido de sus pasos disminuyó.
En ese momento, la señora Courréges quedó estupefacta, pues su
marido le pidió que dieran una vuelta por el jardín. Dijo que iría a buscar
un chal. El escuchó como subía, y luego bajaba, con prisa
desacostumbrada.
—Toma mi brazo, Lucie. La luna está escondida; no se ve nada...
—Pero la avenida se ve blanca.

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Al apoyarse un poco en él notó que la carne de Lucie tenía el mismo
olor que en ese entonces cuando eran novios y permanecían sentados
en un banco, esa largas tardes de junio: ese olor de carne y de sombra
era el perfume mismo de su noviazgo.
Le preguntó si ella no se había fijado en el cambio tan grande que
se había producido en su hijo. No, lo encontraba siempre tan
malhumorado, gruñón y obstinado. El insistió: Raymond se cuida más;
tiene más dominio sobre sí mismo, aunque sólo fuera por ese cuidado
de su apariencia.
—¡ Ah!, sí, hablemos de eso. Julie protestaba ayer porque exige que
le planche dos veces por semana los pantalones.
—Trata de tranquilizar a Julie, que vio nacer a Raymond
—Julie es una mujer sacrificada; pero los sacrificios tienen sus
límites. Aunque diga Madeleine que esos sirvientes no hacen nada.
Julie tiene mal carácter, de acuerdo; pero comprendo que esté furiosa
al verse obligada a asear parte de la escalera de servicio y parte de la
escalera grande.
Un ruiseñor parsimonioso dio tres notas. Atravesaban el perfume de
almendra amarga de los pinos. El doctor continuó a media voz:
—Nuestro pequeño Raymond...
—No podremos reemplazar a Julie. Eso es lo que tenemos que
repetirnos. Me dirás que hace huir a todas las cocineras; pero muchas
veces ella tiene razón... Así Léonie...
Preguntó resignado:
—;Cuál Léonie?
—Sabes perfectamente, esa gorda... no, no se trata de la última...
aquella que sólo estuvo tres meses; no quería limpiar el comedor. No le
correspondía a Julie hacer ese trabajo...

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El dijo:
—Los sirvientes de hoy no son los de antes. Sentía descender en él
una marea, un reflujo que arrastraba con él confidencias, confesiones,
entregas, lágrimas.
—Haríamos mejor en volver...
—...Madeleine me repite que la cocinera es insolente con ella; pero
no se debe a Julie. Esa mujer quiere que le aumenten el salario; aquí
no tienen tantos beneficios como en la ciudad, a pesar de que tenemos
grandes mercados: si no fuera por eso, no se quedarían.
—Voy a entrar.
—¿Tan pronto?
Ella sintió que lo había defraudado, que debía haber esperado,
haberlo dejado hablar. Murmuró:
—No solemos conversar tan a menudo...
Más allá de las miserables palabras que ella acumulaba muy a su
pesar, más allá del muro que su paciente vulgaridad había construido
día a día, Lucie Courréges oía la llamada ahogada de aquel muerto en
vida. Sí; percibía el grito del minero enterrado, y también en ella, ¡y a
qué profundidad!, una voz contestaba a esa voz, la ternura movíase
allí.
Hizo el gesto de inclinar la cabeza en el hombro de su marido,
adivinó su cuerpo contraído, esa figura tensa, levantó los ojos a la
casa, y no pudo dejar de decir:
—Has dejado de nuevo la luz encendida en tu cuarto.
Inmediatamente lamentó haber dicho estas palabras. El doctor
apresuró el paso para alejarse de ella, subió con rapidez los peldaños,
dio un suspiro de alivio al ver el salón desierto, y llegó, sin haber
encontrado a nadie, a su gabinete. Allí, por fin, sentado ante la mesa,

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con las dos manos se frotó el rostro extenuado, y de nuevo hizo el
gesto de limpiar... Es una lástima que ese perro haya muerto; no es
fácil encontrar otro; pero, por otro lado, con todas estas historias
idiotas, no había seguido muy de cerca las investigaciones. "He
confiado demasiado en Robinson... Debió de equivocar la fecha de la
última inyección." Valía más empezar todo de nuevo, con nuevos
gastos... Sería suficiente, de ahora en adelante, que Robinson tomara
la temperatura del animal y recogiera y analizara la orina.

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CAPITULO SEXTO

La corriente se interrumpió y los tranvías se detuvieron:


permanecieron inmóviles a lo largo de los bulevares como jóvenes
orugas. Bastó ese incidente para que Raymond Courréges y María
Cross se pusieran en contacto. Sin embargo, al día siguiente de aquel
domingo en el cual no se habían visto, los dos sentíanse atormentados
por la angustia de no volver a reunirse nunca más, y cada uno había
resuelto dar el primer paso. Pero ella veía en él sólo un colegial
inocente que se escandaliza de cualquier cosa; y él, ¿cómo se habría
atrevido a hablar a una mujer? A través del gentío adivinó su presencia,
aunque, por vez primera, estuviese vestida con un traje claro; y ella,
algo miope, lo reconoció de lejos, pues aquel día debió vestir, para
cierta ceremonia, el uniforme del colegio, y llevaba su esclavina
echada, con negligencia, sobre los hombros (para imitar a los alumnos
de la Ecole de Santé Navale). Dos pasajeros subieron al tranvía,
decididos a esperar; otros alejáronse por grupos. Raymond y María se
reunieron cerca del estribo. Sin mirarlo, para que pensara que no se
dirigía a él, dijo a media voz:
—Menos mal que no tengo que caminar mucho... Y él, vuelta un
poco la cabeza, encendidas las mejillas:
—Por una vez resultará agradable caminar.
Entonces ella se atrevió a fijar los ojos en ese rostro: jamás lo había
visto tan de cerca.

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Dieron algunos pasos en silencio. Ella miraba a hurtadillas esas
mejillas encendidas, esa carne demasiado joven: al afeitarse, Raymond
la había hecho sangrar. Con gesto pueril, sostenía sobre su cintura una
cartera usada, llena de libros; y al pensar súbitamente que era casi un
niño, experimentó una emoción confusa, hecha de escrúpulo,
vergüenza y placer. Sentíase como baldado por la timidez, paralizado
como jamás lo había estado, cuando le parecía tarea de titanes
franquear el umbral de una tienda; sintió estupefacción al comprobar
que era más alto que ella; la paja color malva del sombrero le escondía
casi todo el rostro, pero alcanzaba a ver el cuello desnudo, el hombro
algo descubierto. Sintió terror al no encontrar una sola palabra para
romper el silencio: temía estropear esos pocos minutos.
—Es cierto que usted no vive lejos...
—Sí: la iglesia de Talence está a diez minutos de los bulevares.
Raymond sacó del bolsillo un pañuelo manchado de tinta, enjugóse
la frente: vio la tinta, y escondió el pañuelo.
—Pero tal vez su recorrido es más largo que el mío...
—¡ Oh!, no: me bajo cerca de la iglesia. Y agregó rápido :
—Soy hijo del doctor Courréges.
—¿Hijo del doctor? Dijo con calor:
—¿Es conocido, no es cierto?
Raymond vio que había palidecido, al levantar la cabeza para
mirarlo. Sin embargo, dijo:
—Decididamente: qué pequeño es el mundo..., sobre todo, no le
hable de mí.
—Nunca converso con él, y por otra parte, no sé quién es usted.
—Más vale así.

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Lo devoró, otra vez, con una larga mirada: ¡el hijo del doctor! Sin
duda era un colegial muy ingenuo, muy piadoso. Huiría horrorizado
cuando supiera su nombre. ¿Cómo había podido ignorarlo? El pequeño
Bertrand Larousselle se había educado, hasta el año anterior, en el
mismo colegio... el nombre de María Cross debía de ser famoso allí...
Insistió, menos por curiosidad que por temor al silencio.
—Sí, sí, dígame su nombre... Yo le dije el mío...
En el umbral de una frutería, la luz horizontal abrazaba las naranjas
colocadas en cestas. Los jardines estaban como empapados por el
polvo; un puente atravesaba el camino que, no hace mucho,
emocionaba a Raymond, pues los trenes rodaban por allí hacia
España. María Cross pensaba: "Si le digo mi nombre, no lo veré más...,
pero, ¿no es mi deber alejarme?" Sufría y gozaba al mismo tiempo ante
esa disyuntiva. Sufría, en verdad, pero experimentaba una oscura
satisfacción al murmurar: "Resulta trágico..."
—Cuando usted sepa quién soy... (no pudo dejar de pensar en el
mito de Psiquis, en Lohengrin).
Estalló en una risa muy ruidosa, pero ya sin timidez dijo:
—De todos modos nos encontraríamos en el tranvía... ¿ Usted se
habrá dado cuenta de que tomo expresamente el de las seis de la
tarde?... ¿no? ¡Qué gracioso! Porque, sabe, algunas veces llego
demasiado temprano y alcanzo a tomar el de las seis menos cuarto...
pero intencionadamente lo dejo pasar por causa suya. Ayer mismo, me
fui antes que lidiaran el cuarto toro para alcanzar a verla, y usted no
estaba; parece que Fuentes estuvo prodigioso en el último toro. Ahora
que nos hemos hablado, ¿qué puede importar su nombre? Antes, me
reía de todo... pero desde que sé que usted me mira...

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Ese lenguaje que María hubiera juzgado bajo y vulgar en otro, le
parecía de una deliciosa frescura, y más tarde, cada vez que
atravesaba el camino por ese punto, recordaba lo que habían
desencadenado en ella esas miserables palabras del escolar: una
ternura, una dicha...
—De todos modos tendrá que decirme su nombre... por lo demás,
podría preguntárselo a papá. Es fácil; una señora que baja siempre
frente a la iglesia de Talence.
—Se lo diré; pero tendrá que jurarme que nunca le hablará de mí al
doctor.
Sospechaba ahora que su nombre no lo alejaría de ella; pero fingió
sentirse aún amenazada. "Entreguémonos al destino" — decíase —
porque en el fondo se sentía segura de ganar. Un poco antes de llegar
a la iglesia, quiso que él se fuera solo "a causa de los proveedores que
la reconocerían y chismorrearían".
—Sí, pero no sin saber... Dijo rápidamente, sin mirarlo:
—María Cross.
—¿María Cross?
Con su sombrilla hizo algunos hoyos en la tierra y agregó
rápidamente:
—Espere a conocerme...
La miraba deslumbrado :
—¡ María Cross!
Esa era la mujer cuyo nombre había escuchado un día de verano,
en las avenidas de Tourny, a la hora del regreso de las corridas...
Pasaba en su calesa de dos caballos... alguien cerca de él, repetía:
"¡Hay que ver estas mujeres!" Y de súbito recordó la época en que un
tratamiento de ducha lo obligaba a salir del colegio antes de las cuatro

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de la tarde: en el camino dejaba atrás al joven Bertrand Larousselle
lleno ya de orgullo, sus largas piernas calzadas con polainas de cuero
color amarillo; a veces lo escoltaba un sirviente, a veces un sacerdote
de guantes negros y cuello alto; el piadoso y puro Bertrand devoraba
con sus ojos cuando pasaba junto a él "el sucio individuo", sin
sospechar que ante los ojos del sucio individuo era él mismo un chico
misterioso. La señora de Víctor Larousselle vivía todavía en esa época
y en la ciudad, y en el colegio corrían rumores absurdos: Maria Cross,
decían, quería casarse y exigía de su amante que despachara a todos
los suyos; otros aseguraban que esperaban que la señora Larousselle
muriera de cáncer para poder casarse por la Iglesia. Muchas veces,
tras los vidrios de una berlina, había divisado, al lado de Bertrand, esa
madre exangüe de la cual las señoras Courréges y Basque decían:
"¡ Esta sí que ha sufrido!" ¡Cuánta dignidad dentro de su martirio! De
ella se puede decir que ha hecho su purgatorio en vida...
A un hombre como ése yo le escupiría mi desprecio a la cara y lo
dejaría plantado..." Un día, Bertrand Larousselle salió solo; escuchaba
tras él silbar al sucio individuo, y apresuró el paso; pero Raymond se
acercó a él, y no despegaba la vista del abrigo corto y de la gorra de un
género inglés tan bonito. ¡ Cuan hermoso le parecía todo lo de ese
muchacho ! El pequeño Bertrand echóse a correr, y un cuaderno se
deslizó de su cartera. Cuando se dio cuenta de ello, Raymond ya lo
había recogido; el niño volvió sobre sus pasos, pálido de miedo y de
cólera: "¡ Devuélvemelo!" ; pero Raymond se burlaba, y leía, a media
voz, sobre la tapa: "Mi diario."
—Debe ser muy interesante el diario del pequeño Larousselle...
—Devuélvemelo.

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Raymond franqueó corriendo el umbral del Parc Bordelais, tomó una
avenida desierta; tras él oía una pobre voz jadeante: "¡Devuélvemelo!
Te acusaré." Pero el sucio individuo, al abrigo de un macizo, se mofaba
del pequeño Larousselle, el cual sin aliento y tendido sobre la hierba
lloraba con grandes sollozos.
—Toma: aquí tienes tu cuaderno... tu diario... ¡Idiota!
Levantó al niño, secó sus ojos, sacudió su abrigo inglés. ¡Qué
inesperada dulzura en ese bruto! El pequeño Larousselle fue sensible a
ella, y sonreía ya a Raymond cuando, de súbito, éste no pudo resistir a
una grosera fantasía.
—Dime, ¿has visto alguna vez a Maria Cross? Bertrand, rojo,
recogió su cartera, y se largó sin que Raymond pensara en seguirlo.
Y ahora Maria Cross... La devoraba con los ojos... La creía más
grande, más misteriosa. Esa pequeña mujer, vestida de morado, era
Maria Cross. Viendo la turbación de Raymond, balbuceaba:
—No crea... No vaya a creer...
Temblaba ante ese juez que le parecía angelical; no percibía en él el
ángel de la impureza. No sabía que la primavera era muchas veces la
estación del barro, y que este adolescente podía ser sólo una mancha.
No tuvo fuerzas para soportar el desprecio que ella imaginaba en el
muchacho; y con un adiós dicho casi en voz baja, emprendía ya la fuga,
pero él la alcanzó:
—Hasta mañana por la tarde, ¿no es verdad?, en el mismo tranvía.
—¿Lo quiere usted?
Al alejarse, ella se dio vuelta dos veces hacia él, que estaba inmóvil
y pensaba: "¡Maria Cross está encaprichada de mí!" Repetía como si
no pudiera creer en su suerte: “¡Maria Cross está encaprichada de mí!”

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Aspiraba la tarde como si la esencia del universo hubiese estado
contenida en ella, y él se sintiese capaz de acogerla en su cuerpo
henchido. María Cross estaba encaprichada de él..., ¿Se lo diría a sus
compañeros? Ninguno le creería. Aparecía ya la espesa cárcel de hojas
donde los miembros de una sola familia vivían tan confundidos y
separados entre ellos como los mundos que forman la Vía Láctea.
¡Ah!, esa jaula se hacía pequeña para contener su orgullo en esa
tarde. La contorneó, y se hundió en un espeso bosque de pinos, el
único que no estaba cerrado y al cual llamaban el Bois de Berge. La
tierra sobre la cual se acostó estaba más caliente que un cuerpo. Las
agujas de pinos cavaron signos en las palmas de sus manos.
Cuando entró en el comedor, su padre cortaba las páginas de una
revista y respondía a una observación de su mujer:
—No leo: miro los títulos.
Nadie pareció escuchar el saludo de Raymond, salvo su abuela :
—¡Ah!: ahí viene mi briboncillo... Y al pasar al lado de su silla, lo
retuvo y atrajo hacia ella:
—Hueles a resina.
—Estuve en el Bois de Berge.
Lo midió con la mirada, complaciente, y masculló en un tono de
ternura, este insulto: —¡ Canalla!
Sorbía su sopa produciendo mucho ruido, como un perro. ¡Qué
pequeña le parecía toda esa gente! El planeaba en el sol. Sólo su
padre le parecía cercano. ¡ Conocía a María Cross! Había estado en su
casa, la había cuidado, la había visto en cama, había apoyado la
cabeza contra su pecho y su espalda... ¡María Cross, María Cross! Ese
nombre lo ahogaba como si fuera un coágulo de sangre; sentía en su

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boca su dulzura cálida y salada, y en fin, la tibia marea de ese nombre
hinchó sus mejillas, y escapó afuera:
—Esta tarde vi a María Cross.
El doctor lo miró con una mirada fija. Le preguntó:
—¿Cómo supiste que era ella?
—Estaba con Papillon, el cual la conocía de vista.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó Basque—. ¡Raymond hizo una conquista!
Una niñita repitió:
—Sí, sí, ¡Raymond tontón hizo una conquista! Movía sus hombros
rezongando. Su padre desvió los ojos, e hizo una pregunta:
—¿Estaba sola?
Y como Raymond respondió: "Sola", el doctor empezó de nuevo a
cortar las páginas. La señora Courréges, sin embargo, agregó:
—Es curioso que esas mujeres os interesen más que las otras.
¿Qué puede haber de extraordinario en ver pasar a esa criatura?
Cuando era camarera ni siquiera la habríais mirado.
El doctor la interrumpió:
—Pero, ¡vamos!, ¡no ha sido nunca camarera!
—Por lo demás — proclamó Madeleine bruscamente —, no habría
tenido por qué avergonzarse de aquello: ¡ muy al contrario!
Y como la criada acababa de salir llevándose un plato, interpeló a
su madre con acritud:
—Se diría que adrede indispones a los sirvientes, que los hieres.
Irma, precisamente, es tan susceptible.
—Es increíble... Hay que ponerse guantes ahora...
—Trata a tus sirvientes como lo desees; pero no hagas que se
vayan los sirvientes de los demás..., especialmente cuando los obligas
a servir la mesa.

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—Como si te preocuparas tanto de Julie..., tú, que tienes fama de
no saber conservar un sirviente... Todo el mundo sabe que cuando los
míos se van se debe a los tuyos...
La llegada de la criada interrumpió el debate, que prosiguió en
sordina desde el momento en que ella regresó al repostero. Raymond
observaba con complacencia a su padre: si Maria Cross hubiera sido
camarera, ¿existiría aún ante sus ojos? De súbito, el doctor levantó la
cabeza y sin mirar a nadie dijo :
—Maria Cross era hija de esa institutriz que dirigía la escuela de
Saint—Clair cuando tu querido señor Labrousse era el cura de ese
lugar, Lucie.
—¿Qué? ¿Esa arpía que lo hizo sufrir tanto?, ¿esa que prefería no ir
a misa antes que no ocupar con sus alumnos los primeros bancos de la
nave central ? ¡ Pues bien!: no me extraña. Quien lo hereda no lo hurta.
—Recuerdas — dijo la abuela Courréges — que ese pobre señor
Labrousse contaba que esa tarde de las elecciones en las cuales el
marqués de Lur—Saluces fue derrotado por ese oscuro abogado de
Bazas, la institutriz vino con toda su pandilla a burlarse de él bajo las
ventanas del presbiterio, y de tanto lanzar bombas en honor del nuevo
diputado, tenía las manos negras de pólvora...
—¡ Qué buena gente es ésa!
Pero el doctor no las escuchaba, y en lugar de subir, como siempre
lo hacía por la tarde, a su gabinete, siguió a Raymond hasta el jardín.
El padre y el hijo deseaban conversar esa tarde. Una fuerza
independiente de su voluntad los aproximaba como si ambos
escondiesen un mismo secreto. Así se buscan y se reconocen los
iniciados. Los cómplices. Cada uno descubría en el otro al único ser
con el cual podía conversar de aquello que más les importaba en el

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mundo. Como dos mariposas separadas por kilómetros de distancia se
reúnen sobre la caja donde se encierra la hembra oliente, también ellos
habían seguido las extravagantes rutas de sus deseos, y posábanse
uno al lado de otro sobre Maria Cross invisible.
—¿Tienes un cigarrillo, Raymond? He olvidado el gusto del tabaco...
Gracias... ¿Damos una vuelta?
Se escuchaba a sí mismo con estupor, semejante a una persona
que haya sido objeto de un falso milagro y que ve de súbito volver a
abrirse la llaga que creía curada. Esa mañana misma, en el laboratorio,
experimentó ese alivio que fascina al feligrés después que ha sido
absuelto; buscaba en su corazón el lugar de su pasión, y no lo
encontró.
¡Con qué solemne y sentencioso acento habíase dirigido a
Robinson, a quien una corista de los Bouffes, durante la primavera,
había distraído algunas veces de su trabajo! “Amigo mío, el sabio que
posee el amor de la investigación y que tiene la ambición de hacerse
un hombre, mirará siempre como tiempo perdido los minutos
entregados a la pasión..." y como Robinson echara atrás sus cabellos
rebeldes y limpiara los cristales de sus gafas sobre la blusa quemada
por los ácidos, protestando:
—De todos modos, el amor...
—No, querido, en el verdadero sabio es imposible que, salvo
eclipses pasajeros, la ciencia no gane al amor. Siempre le quedará el
rencor de las satisfacciones más altas que hubiera tenido si todo su
ardor hubiérase concentrado en la meta científica.
—Es verdad —había respondido Robinson— que la mayor parte de
los grandes sabios fueron seres sexuales; en realidad no conozco
ninguno que haya sido un verdadero apasionado.

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El doctor comprendió esa tarde por qué esta aprobación de su
discípulo lo había hecho sonrojarse. Bastó una palabra de Raymond:
"Vi a María Cross" para que en él se removiera la pasión que creyera
muerta. ¡ Ah! : sólo estaba dormida... una palabra la había despertado,
la alimentaba; y he aquí que la pasión se estira, bosteza y se endereza.
A falta de poder estrechar lo que desea, se hartará con palabras. Sí:
cueste lo que cueste, el doctor hablará de María Cross.
Reunidos por el deseo de alabar juntos a María Cross, el padre y el
hijo, a partir de las primeras palabras, no se entendieron: Raymond
sostenía que una mujer de esa envergadura sólo podía causar horror a
tímidos devotos: él la admiraba por su audacia, por su ambición sin
frenos, por toda una vida disoluta que él imaginaba. El doctor replicó
que nada tenía de cortesana y que no había que creer en lo que el
mundo decía:
—¡ Conozco a María Cross! Puedo decir que durante la enfermedad
de su pequeño Francois, y después de ella, fui su mejor amigo... Me
hizo confidencias.
—¡ Pobre papá! ¡ Cómo se ha reído de ti!, ¿no? El doctor hizo un
esfuerzo, se dominó, y respondió con calor:
—No, pequeño: ella confiaba en mí con una humildad
extraordinaria. Si hay un ser en el mundo del cual se puede decir que
sus actos no la caracterizan, es María Cross. Se perdió por una
indolencia incurable. Su madre, institutriz de Saint—Clair, la hizo
prepararse para ser maestra, pero su matrimonio con un médico
ayudante del 144 interrumpió sus estudios. Durante sus tres años de
matrimonio, no hubo nada que decir de ella, y si su marido hubiese
vivido sería la más honrada y la más anónima de las mujeres. El sólo le
reprochaba esa indolencia que la hacía incapaz de interesarse en su

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casa. Gruñía un poco, decía ella, cuando, al volver a casa, sólo podía
comer un plato de fideos recalentado en una lámpara de alcohol.
Prefería leer todo el día, en una bata de casa que estaba rota, sus pies
desnudos en las zapatillas. ¡ Esta supuesta cortesana!: supieras tú
cómo se ríe del lujo. Mira, no hace mucho tiempo aún decidió no usar
más la berlina que le había dado Larousselle, y coge el tranvía como
todo el mundo... ¿Por qué te ríes? No veo que tenga nada divertido lo
que te acabo de decir..., pero no te rías así: es enervante... Cuando se
encontró viuda con un hijo, y teniendo que trabajar, imagínate cómo se
sentiría de desvalida esta "intelectual"... Para desgracia suya, una
amiga de su marido la hizo entrar como secretaria donde Larousselle.
María no tenía doble intención; pero, despiadado con sus empleados,
Larousselle, sin embargo, no le hizo jamás ninguna observación, a
pesar de que ella llegaba con retraso y no trabajaba mucho; eso bastó
para comprometerla; cuando ella se dio cuenta, era tarde para actuar...
para todo el mundo era la "amiga del jefe"..., y la hostilidad de ellos le
hacía la vida imposible. Ella se lo advirtió a Larousselle, el cual sólo
esperaba ese momento. Ofrecióle a la joven, hasta que encontrara otra
ocupación, la vigilancia de una propiedad que tenía en las puertas de
Burdeos, la cual no había podido o no había querido arrendar ese año...
—¿Y esa proposición le pareció muy inocente?
—Evidentemente: no. Vio muy bien adonde quería llegar; pero la
pobre debía pagar un arriendo demasiado elevado para sus medios, y
por otra parte, el pequeño Francois padecía una gastroenteritis y el
médico juzgaba indispensable que viviese en el campo. Por fin,
sintiéndose tan comprometida, no tuvo el coraje de renunciar a tal
ventaja. Se dejó violentar.
—No hay duda de que fue así.

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—No sabes de lo que estás hablando. Resistió largo tiempo. ¿Y
qué? No pudo prohibir a Larousselle que éste llevara invitados por las
tardes; fue débil, inconsecuente, al aceptar presidir esas comidas, lo
reconozco. Pero esas famosas comidas de los martes, esas supuestas
orgías: sé cómo se realizaron... Eran sólo escandalosas porque en ese
momento el estado de salud de la señora Larousselle empeoraba. Te
juro que Maria ignoraba entonces que la mujer de su jefe estuviese en
peligro. "No tuve conciencia del mal que causaba", me decía, "hasta
entonces no había concedido nada al señor Larousselle, ni siquiera un
beso, nada. ¿Era reprochable presidir esa mesa de imbéciles?... No
hay duda que de todas maneras me sentía como embriagada de
lucirme ante ellos... jugaba a ser la "intelectual", sentía que el jefe
estaba orgulloso de mí... Prometió ocuparse del niño..."
—¿Y te hizo tragar eso?
¡ Qué candido era su pobre padre! Pero le dolía por encima de todo
que redujera a Maria Cross a las proporciones de una pequeña
institutriz, honrada y blanda, de estropearle su conquista.
—Ella se entregó a Larousselle después de la muerte de su mujer,
por cansancio, por una especie de desgana desesperada. Sí, esa es la
palabra, y ella la encontró: desgana desesperada. Por lo demás, no
teniendo ya ilusiones, lúcida, no creyó ni en sus simulacros de viudo
inconsolable ni aun en su vagas promesas de desposarla un día.
Conocía demasiado a esos señores, decía ella, para conservar, sobre
ese punto, muchas ilusiones. Como amante, ella lo honraba ; ¡ pero
como esposa! Sabes que Larousselle puso al pequeño Bertrand en el
Collége de Normandie, para que el niño no se viera expuesto un día a
encontrarse con Maria Cross. En el fondo la considera de la misma
raza de golfillas con las que la engaña todos los días. Por lo demás, su

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intimidad física se reduce a muy poco, lo sé, estoy seguro; eso, mi
pequeño, te lo garantizo. Aunque Larousselle esté loco por Maria, no es
hombre para tenerla sólo de "adorno", como se piensa en Burdeos.
Pero ella se le niega...
—¿Entonces, qué? Maria Cross, ¿es una santa?
No se veían; sin embargo, cada uno adivinaba la hostilidad del otro,
a pesar de que hablaban a media voz. Reunidos durante un instante
por ese nombre, Maria Cross, ese mismo nombre los volvía a separar.
El hombre caminaba con la cabeza levantada; el adolescente miraba la
tierra, y empujaba rabiosamente con el pie una piña de pino.
—Me encuentras muy tonto..., pero de los dos, pequeño, eres tú el
más candido. Creer sólo en el mal es no conocer a los hombres. Sí,
has dicho la verdad: en esa Maria Cross, de la cual conozco sus
miserias, se esconde una santa... Sí, tal vez: una santa..., pero no
puedes comprenderlo.
—¡ Déjame que ría!
—Por lo demás, tú no la conoces, crees en los chismes. Yo, en
cambio, la conozco.
—Y yo..., sé lo que sé.
—¿Qué sabes tú?
El doctor habíase detenido en medio de una avenida oscurecida por
los castaños; apretaba el brazo de Raymond.
—¡ Pero suéltame! Estoy de acuerdo en que Maria Cross se niegue
a Larousselle, pero no existe sólo él...
—¡ Mentiroso!
Raymond, estupefacto, murmuró: "¡Ah: no faltaba más!..." Tuvo una
sospecha que, apenas nacida, se borró, o más bien se adormeció.
Tampoco él podía introducir el amor en la imagen que se hacía de ese

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padre, exasperante, por cierto, siempre entre cielo y tierra, siempre
idéntico a como apareciera ante los ojos del joven: sin pasiones, sin
pecado, inaccesible al mal, incorruptible, por encima de todos los otros
hombres. Lo oyó jadear en las tinieblas. El doctor, entonces, hizo un
esfuerzo sobrehumano, y repitió, en un tono casi alegre, como
bromeando:
—¡ Sí, mentiroso! Guasón: quieres quitarme mis ilusiones. ..
Y como Raymond callase, agregó:
—Vamos: cuenta.
—No sé nada.
—Dijiste hace un momento: sé lo que sé.
Contestó que hablaba en el aire, con el tono de un hombre resuelto
a guardar silencio. El doctor no volvió a insistir. No había forma de que
ese hijo lo comprendiera, tan próximo a él sin embargo, apoyado contra
él todavía; sentía su calor, su olor de animal joven.
—Me quedo... ¿No quieres sentarte un rato, Raymond? Por fin corre
aire.
Aseguró que prefería dormir. Por algunos instantes siguió sintiendo
los golpes que con el pie el adolescente daba a una piña de pino, y
luego quedó solo bajo las espesas hojas colgantes, atento al grito
ardoroso y triste que lanzaba hacia el cielo la pradera. Levantarse le
significó un gran esfuerzo. La luz alumbraba aún en su despacho:
"Lucie debe creer que estoy trabajando. ¡ Cuánto tiempo perdido! Tenía
cincuenta y dos años; no: cincuenta y tres. ¿ Qué chismes podía ese
Papillon haber...?" Paseó sus dos manos contra un castaño, en el cual,
recordaba, Raymond y Madeleine habían grabado sus iniciales. Y
repentinamente, después de rodearlo con sus brazos, puso contra la
corteza lisa su mejilla y cerró los ojos; por fin se enderezó, y después

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de haber sacudido sus mangas y arreglado a tientas su corbata,
marchó a la casa.
En la avenida de las viñas, Raymond seguía jugando a golpear con
el pie una piña de pino, las manos en sus bolsillos, mascullando:
"¡ Qué ingenuidad!, ¡ estas cosas ya no se ven!" ¡Ah!, él sí que
estaría a la altura, no dejaría que le contaran cuentos. No pensaba en
prolongar su dicha hasta los confines de esa pesada noche. Ni todas
las estrellas, ni el olor de las acacias le hubiesen servido de nada. La
noche de verano golpeaba en vano a ese macho joven, bien armado,
seguro en ese momento de sus fuerzas, de su cuerpo, indiferente a
todo lo que el cuerpo no pudiera poseer.

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CAPITULO SÉPTIMO

Trabajo, opio único. Cada mañana, el doctor despertaba curado,


como si le hubiesen operado de aquello que lo roía; partía solo
(mientras duraba el buen tiempo, Raymond no usaba el coche).
En pensamiento, habitaba ya el laboratorio; su pasión era un mal
entumecido, del cual sólo tenía conciencia sorda; podía despertarla, si
él lo hubiera querido: tocando el lugar sensible, estaba seguro de poder
arrancarse un grito. Pero ayer, su hipótesis más querida había quedado
anulada por un hecho, según le había asegurado Robinson: una larga
serie de trabajos podían ser anulados. ¡Qué triunfo para X... que había
denunciado a la Sociedad de Biología sus pretendidos errores técnicos!
La gran miseria de las mujeres consiste en que nada las aleja del
oscuro enemigo que las roe. Mientras el doctor, ocupado con su
microscopio, no sabe más de él mismo ni del mundo, prisionero como
se encuentra de lo que está observando como un perro acecha su
presa, María Cross extendida, con todas las persianas cerradas, espera
ese minuto único, el de la cita, breve llama en su pálido día. Pero esa
misma hora, ¡qué decepcionante es! Muy pronto habían tenido que
renunciar a seguir juntos por el camino hasta llegar a la iglesia de
Talence. María Cross precedía a Raymond y volvía a juntarse con él no
lejos del colegio, en una avenida del Parque Bordelais; mantenía con
ella una reserva mayor aún que la del primer día, y su torpeza recelosa
terminó por convencer a Maria de que se trataba sólo de un niño,
aunque a veces una risa, una alusión, una mirada podía haberla puesto

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en guardia; pero deseaba conservar a su ángel. Con infinitas
precauciones, como si se tratara de un pájaro salvaje y puro, se
aproximaba a él de puntillas, conteniendo el aliento. Todo contribuía en
ella a fortalecer esta falsa imagen: sus mejillas enrojecidas por una
nadería, y esa jerga escolar y esos restos de infancia que cubrían ese
cuerpo poderoso como un vapor. Estaba aterrorizada por aquello que
no existía aún en Raymond y que ella pensaba descubrir; temblaba
ante la inocencia de esa mirada y se reprochaba por haber despertado
en ella un malestar, una inquietud. Nada le advertía que Raymond,
frente a su presencia, pensaba sólo en el partido que debía tomar:
¿arrendar un departamento amueblado? Papillon conocía una
dirección... pero eso era poca cosa para una mujer como esta. Papillon
decía que en el Terminus se podía arrendar un cuarto por día; habría
que informarse; pero Raymond había pasado y vuelto a pasar frente a
la oficina del hotel sin atreverse a entrar en ella. Entreveía nuevas
dificultades.
Maria Cross pensaba también, sin atreverse a decirlo, en llevarlo a
su casa. Pero a ese niño huraño, a su pájaro salvaje, prohibíase
ensuciarlo, aunque sólo fuese en pensamiento. Creía sólo que en el
salón ahogado de tapices, en el fondo del jardín amodorrado, su amor
se desparramaría por fin en palabras, que esa tempestad se convertiría
en lluvia. No imaginaba nada fuera del peso de esa cabeza contra ella.
El sería un cervatillo domesticado a fuerza de cuidado, y sentiría en sus
palmas el hocico tibio... Divisaba una larga ruta y sólo quería conocer
de ella las caricias más próximas, las más castas; no pensaba en
etapas más ardientes, en ese bosque en que los seres que se aman
apartan sus ramas para perderse en él... No, no, no llegaría tan lejos;
ella no destruiría en ese niño aquello que la trastornaba de miedo y

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adoración. ¿Cómo podía darle a entender, sin espantarlo, que él podía
venir esa semana al salón ahogado en tapices y que había que
aprovechar que el señor Larousselle viajaba por Bélgica?
El doctor, sentado a la mesa, observaba esa tarde a Raymond y lo
miraba sorber su sopa; no ve a su hijo, sino al hombre que le dijo a
propósito de Maria Cross: “Sé lo que sé." "¿Qué puede haber contado
Papillon? Pardiez, ¿cómo dudar que un desconocido absorbió a Maria?
Me obstino en esperar una carta: está demasiado claro que ella no
desea verme más. Es señal de que ella se entrega a alguien... ¿a
quién? No hay forma de acercarse al muchacho. Insistirle para que
hable, sería traicionarme..." En ese momento su hijo se levanta sin
contestar a su madre, que le grita: "¿Adonde vas?", y agrega:
—Va a Burdeos casi todas las tardes ahora. Sé que pide la llave del
portón al jardinero y que vuelve a las dos de la mañana. Si vieras cómo
contesta a las observaciones que le hago... Eres tú el que debe
intervenir: ¡eres de una blandura!
El doctor sólo tiene fuerza para balbucear:
—La sabiduría consiste en cerrar los ojos.
Oye la voz de Basque: "Si fuera mi hijo, sabría enderezarlo..." A su
vez el doctor se levanta y llega hasta el jardín. Si se atreviera a hacerlo,
gritaría: "Nada existe para mí fuera de mi tormento." No pensamos
nunca que muchas veces son las pasiones de los padres las que
generalmente los separan de sus hijos.
Entró, sentóse ante su mesa, abrió un cajón y tomó un paquete de
cartas, releyó aquellas que Maria le escribía hace seis meses: Ya nada
me retiene a la vida sino el deseo de ser mejor... Poco me importa que
esto se realice en secreto y que el mundo siga señalándome con el
dedo; acepto el oprobio... El doctor olvida que en esa época tanta virtud

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lo desesperaba y que su martirio consistía en que sus relaciones se
hubiesen establecido en lo sublime y rabiaba por tener que salvar a
aquella con quien era tan dulce perderse. Se imagina la burla de
Raymond al leer esta carta, se indigna de ella, protesta a media voz
como si no estuviera solo: "¿Afectación?" : es el modo de expresarse el
que es siempre en ella demasiado literario... pero en la cabecera de su
pequeño Francois moribundo, ¿era también afectación ese dolor tan
humilde, esa aceptación del sufrimiento, como si, a través de los
conceptos kantianos inculcados por su madre, toda la vieja herencia
mística le hubiese llegado intacta?... Ante el pequeño lecho cubierto de
nardos (¡ cuánta soledad alrededor del cadáver!) se acusaba,
golpeábase el pecho, gemía diciendo que todo estaba bien así,
alegrábase de que el niño no hubiese tenido tiempo de sentir
vergüenza de ella. Aquí intervenía el científico : “Es verdad que era
sincera, pero de todas maneras mezclábase a tanta grandeza cierta
satisfacción — sí, ella satisfacía su gusto por la actitud—." Maria Cross
había buscado siempre las situaciones románticas: ¿ acaso no se le
había metido en la cabeza tener una entrevista con la señora
Larousselle moribunda? Al doctor le había costado mucho hacerle
entender que esa clase de encuentros sólo resultaban en el teatro.
Tuvo que aceptar, sin embargo, defender la causa de la amante frente
a la esposa, y de ese modo consiguió traerle a Maria la seguridad de
que había sido perdonada.
El doctor, habiéndose aproximado a la ventana e inclinándose en la
semioscuridad se dedicó a analizar el rumor nocturno: un rechinar
continuo de los grillos y langostas, una rana que croa, dos sapos, las
notas interrumpidas de un pájaro que posiblemente no era un ruiseñor,
el último tranvía. "Sé lo que sé", había dicho Raymond. ¿Quién ha

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podido gustarle a María Cross? El doctor pronuncia nombres, los
rechaza. Esa gente le causaba horror, ¿pero quién no le causaba horror
? "Recuerda lo que te confesó Larousselle, el día que vino a tomarse la
presión." "Dicho entre nosotros, a ella no le gusta eso... ¿usted me
comprende, no? Lo soporta cuando soy yo, porque se trata de mí... Era
para morirse de risa, en los primeros tiempos, cuando yo reunía en
casa a esos caballeros. Todos andaban detrás de ella: me lo esperaba:
cuando un amigo nos presenta a su amante, pensamos ante todo en
robársela, ¿no? Me decía a mí mismo: sigan, sigan, monigotes;
rápidamente eso terminó: los puso a todos en su lugar. Nadie en el
mundo conoce menos los asuntos amorosos que María y a nadie
tampoco le causan menos placer; lo digo porque lo sé." ¡Es una
inocente, doctor! Más inocente que la mayoría de las bellas y honradas
señoras que la desprecian. Y Larousselle había agregado: "Como María
no se parece a ninguna otra mujer, siempre estoy temiendo que en mi
ausencia tome una decisión absurda; pasa soñando el día entero; sólo
sale para ir al cementerio... ¿No cree usted que está influida por algún
folletín?"
“Sí, tal vez un folletín, piensa el doctor; no, yo lo habría sabido.
¡ Una novela puede trastornar la vida de un hombre, y ni eso
siquiera! Aunque hubo casos... pero, ¿ una mujer? ¡ Vamos! Nos
perturbamos profundamente tan sólo por lo que vemos, por aquello que
es sangre y carne. ¿Un folletín?" Negó con la cabeza. Folletín
despertaba en su espíritu la palabra "cabra montes"; y vio alzarse, al
lado de María Cross, una pata de cabra1 .

1
. Juego de palabras intraducible: bouquin significa "folletín" y también "macho
cabrío"; y bouquetin quiere decir "cabra montes". (N. de U T.)

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Los gatos maullaban largamente en la hierba. Un paso hizo crujir las
piedrecillas de la avenida; se abrió una ventana : Raymond volvía sin
duda. Luego el doctor oyó que caminaban por el corredor; golpearon a
su puerta; era Madeleine.
—¿Duermes, papá? Vengo debido a Catherine: tiene una tos
ronca... le empezó bruscamente... tengo miedo de que sea crup.
—No; el crup no empieza así. Voy.
Poco después, al salir del cuarto de su hija, el doctor experimentó
un dolor en el costado izquierdo, llevó la mano a su corazón
quedándose inmóvil contra el muro del corredor, en la noche; no llamó;
pero en forma lúcida escuchó el diálogo de los Basque tras la puerta:
—Qué quieres que te diga, es un sabio, estamos de acuerdo ; pero
su ciencia lo ha trasformado en un escéptico; ya no cree en los
remedios; ¿cómo se puede curar sin los remedios ?
—Nos asegura que no es nada. Ni siquiera falso crup.—No te
equivoques, a su clientela le habría recetado, de todas maneras, algo.
Con su familia no disimula, no se prodiga demasiado. A veces resulta
molesto no poder llamar a ningún otro médico.
—Sí, pero es bien agradable tenerlo siempre a mano por la noche.
Cuando el pobre hombre ya no esté aquí no dormiré tranquila debido a
las niñas.
—¡ Tendrías que haberte casado con un médico!
Una risa fue ahogada por un beso. El doctor sintió que se soltaba la
mano que le apretaba el corazón, y se alejó a pasos quedos. Se acostó
y no pudo soportar la posición tendida; permaneció sentado en la cama
en medio de las tinieblas. Todo era silencio, salvo el crujido de las
hojas... "¿María amó alguna vez? Recuerdo ciertos caprichos... por
ejemplo, la pequeña Gaby Dubois a la cual pretendía hacer que

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rompiera con Dupont—Gunther... Pero esa era otra pasión al estilo
sublime... Debe de haber tenido, entre sus antepasados, un apóstol del
cual heredó el gusto por salvar almas. ¿ Quién, pues, me decía a
propósito de eso, que Gaby había contado horrores sobre Maria?...
Recuerdo algunas otras chifladuras que tuvo... Tal vez algo de "eso" en
el caso de ella... Me he fijado que las personas demasiado sublimes...
¡Está amaneciendo ya!"
Rechazó la almohada, se extendió con cuidado para que su
organismo no sufriera, y luego se durmió.

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CAPITULO OCTAVO

—¿Qué tendré que decirle al jardinero?


En una desierta avenida del Parc Bordelais, Maria Cross trataba de
que Raymond se decidiera a visitarla en su casa: no había temores de
que allí pudiera encontrarse con nadie. Insiste y tiene vergüenza de
insistir, se siente corruptora a pesar de ella misma. ¿ Cómo no iba a ver
Maria en esa manía del chico — podía en otros tiempos pasar y volver
a pasar frente a una tienda, sin atreverse a entrar en ella — la señal sin
dobles intenciones de una alarma? Por ello, replicó :
—Por favor, Raymond, no vaya usted a creer que yo quiera... no
vaya a imaginar...
—Me molesta tener que pasar ante el jardinero.
—Pero si le digo que no hay jardinero. Vivo en una propiedad vacía;
el señor Larousselle no logra arrendarla; me puso allí como cuidadora.
Raymond soltó la risa:
—¡ Es usted la jardinera, entonces!
La joven dobla los hombros, esconde el rostro, balbucea :
—Todas las apariencias me abruman. Nadie está obligado a saber
que acepté de buena fe la ocupación. Francois necesitaba el aire del
campo...
Raymond conocía el estribillo, y se dijo a sí mismo: "Sigue
hablando." La interrumpió:
—Entonces usted dice que no hay jardinero... Pero los sirvientes...
Lo tranquilizó: el domingo le daba permiso a Justine, su única
criada; era esposa de un chófer que venía por la noche a dormir para

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que hubiera un hombre en casa; los alrededores no son seguros; pero
el domingo por la tarde, Justine salía con su marido. Raymond no
tendría más que entrar; atravesaría el comedor a la izquierda; el salón
se encontraba al fondo.
Raymond cava la arena con su talón, absorto; tras los ligustros,
rechinan los balancines; una vendedora les ofrece panecillos
polvorientos, bastoncillos de chocolate envueltos en papel amarillo.
Raymond dice que no ha merendado y le compra un croissant y un
chocolate con almendras. En ese minuto, ante ese chico que rompe el
pan de su merienda, Maria conoce su inexorable destino: nada hay de
turbio en el nacer de sus deseos; sin embargo, todos sus actos ofrecen
una apariencia monstruosa. Cuando en el tranvía esa figura empezaba
a ser el descanso de sus ojos, ella no pensaba en nada malo: ¿por qué
había de resistirse a una ternura tan poco sospechosa? Por lo demás,
un ser que tiene sed, no desconfía de la fuente que encuentra. "Si
quiero recibirlo en mi casa, es porque en la calle, en el banco de un
jardín público, no podría conocer su secreto... No obstante, visto por
fuera, sólo aparece eso: una mujer de veinte y siete años, una mujer
mantenida atrae a su casa un adolescente: el hijo del único hombre que
ha confiado en ella y que jamás le ha tirado una piedra..." Después de
que se hubieron separado, un poco antes de la Croix—de—Saint—
Genes, pensaba todavía: “Quiero que venga, pero no para mal, no para
mal: ese pensamiento me da náuseas. Sin embargo él desconfía, ¿y
cómo no había de desconfiar? Todos mis actos tienen un lado inocente
vuelto hacia mí y un lado abominable vuelto hacia el mundo. Pero tal
vez es el mundo el que está en la razón..." Pronunció un nombre, luego
otro... Si ella era despreciada por actos en los cuales su voluntad no

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había intervenido, recordó otros realizados en secreto, que sólo ella
conocía...
Empujó el portón que abriría Raymond el domingo por primera vez;
remontó la avenida llena de hierbas (no hay jardinero). El cielo estaba
tan cargado que era increíble que las nubes no reventasen: cielo que
parecía descorazonado por la sed universal. Las hojas colgaban
marchitas. La criada no había cerrado las persianas; gruesas moscas
chocaban contra los plintos. Maria sólo tuvo fuerzas para lanzar su
sombrero sobre el piano; sus zapatos ensuciaron el diván: no había
otro gesto que hacer salvo fumar un cigarrillo. ¡Ah!, pero también
existía eso: esa molicie de su cuerpo a pesar de una imaginación febril.
¡ Cuántas tardes perdidas en este lugar, el corazón enfermo de tanto
fumar! ¡Cuántos planes de evasión, de purificación, preparados y
destruidos! Tendría que, en primer lugar, haberse levantado, haber
hecho diligencias, haber visto gentes... "Pero si renuncio a enmendar
mi vida exterior, sólo me queda permitirme aquello que mi conciencia
no repruebe o no la inquiete. Así ese chico Courréges..." Ya se sabía,
sólo lo atraía hacia ella por esa dulzura que ya había conocido en el
tranvía de las seis: sentirse reconfortada por una presencia, por una
triste y unida contemplación; pero en su casa esa contemplación sería
más cercana que en el tranvía y más a su gusto. ¿Nada más que eso?
¿Nada más que eso? Cuando la presencia de un ser nos conmueve,
nos estremecemos pronto a pesar de nosotros con las posibles
prolongaciones, con las indefinidas perspectivas que nos perturban.
"Me habría cansado pronto de contemplarlo, si no hubiera sabido que
respondía a mis manejos y que un día intercambiaríamos palabras... No
imagino, pues, nada entre nosotros en ese salón, sino un cambio de
palabras confiadas, de cariños maternales, de tranquilos besos; pero

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ten el valor de confesarte que presientes, más allá de esa dicha pura,
una zona prohibida y a la vez abierta: nada de fronteras que franquear,
un campo libre para hundirse poco a poco en él, unas tinieblas donde
desaparecer como por casualidad... ¿ Y después?, ¿quién nos prohibe
la felicidad?, ¿no podría hacer feliz a ese chico ?... Este es el punto en
que empiezas a engañarte: es el chico del doctor Courréges, ese santo
doctor... ¡El ni siquiera admitiría que se le planteara la pregunta ! Le
decías un día, riendo, que dentro de él la ley moral resplandecía igual
que el cielo estrellado sobre nuestras cabezas..."
Maria oyó caer gotas sobre las hojas, un ruido de tempestad
indecisa, cerró los ojos, se recogió, concentró su pensamiento en el
rostro querido del joven tan puro (que ella quería que fuera puro) y, que,
sin embargo, en ese minuto apresura el paso, huye del mal tiempo y
piensa: "Papillon dice que es mejor apresurar las cosas" ; dice : "Con
esas mujeres, sólo resulta la brutalidad, no les gusta más que eso..."
Perplejo, miraba retumbar el cielo y de súbito echó a correr, su
esclavina sobre la cabeza, tomó el camino más corto, saltó un macizo,
tan ágil como una cabra montes.
La tempestad se alejaba, pero él permanecía ahí y el propio silencio
lo delataba. Entonces, Maria Cross, sintió nacer en ella una inspiración,
de la que estaba segura, no había que desconfiar; levantóse, se sentó
a la mesa y escribió : No venga el domingo, definitivamente ni el
domingo ni nunca. Es por su bien por lo que consiento en este
sacrificio... Debía haber firmado ahí, pero un demonio la hizo agregar
una página más: Usted ha sido la única dicha de una vida perdida y
atroz. En nuestros retornos durante el invierno, yo reposaba en usted y
usted no lo sabía. Pero ese rostro era sólo el reflejo de un alma que yo
deseaba poseer: no ignorar nada suyo, ser la respuesta de sus

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inquietudes, apartar las ramas frente a sus pasos, llegar a ser para
usted más que una madre, mejor que una amiga... He soñado eso...
pero no depende de mí ser otra persona... Usted respiraría a pesar
suyo, a pesar mío, la atmósfera corrompida donde me ahogo... Escribió
largo rato todavía. La lluvia caía y no se escuchaba otro ruido sino el
correr de ella. Cerraron las ventanas. Los granizos retumbaron en el
atrio. Maria Cross tomó un libro; pero estaba demasiado oscuro a
causa de la tempestad; no se encendieron las lámparas. Entonces, ella
se sentó frente al piano; tocaba inclinada hacia delante, como si su
cabeza se sintiera atraída por sus manos.
Al día siguiente, viernes, Maria experimentó una confusa alegría al
ver que la tempestad había empeorado el tiempo y pasó todo el día en
bata, leyendo, escuchando música y holgazaneando; trató de recordar
cada término de su carta, imaginando cuál sería la reacción del
pequeño Courréges. El sábado, después de una tarde muy pesada,
empezó de nuevo a llover, y Maria supo el motivo que le producía tanto
placer: el mal tiempo sería un pretexto para no salir el domingo, como
había sido su primera intención: si el pequeño Courréges acudía a la
cita a pesar de la carta, ella estaría allí.
Habiéndose alejado un poco de la ventana después de ver cómo
chorreaban las gotas en la avenida, habló con voz firme, como
comprometiéndose solemnemente: "Haga el tiempo que haga, saldré."
¿Hacia dónde iría? Si Francois hubiese estado vivo lo habría llevado
al circo... Algunas veces iba al concierto y ocupaba un palco para ella
sola o más bien un palco de platea; pero el público la reconocía
rápidamente: adivinaba su nombre en el movimiento de sus labios; los
gemelos la entregaban, próxima e indefensa, a ese mundo enemigo.
Una voz decía: "No se puede negar, esas mujeres saben vestirse. —

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Con tanto dinero no es difícil —. Y además esas mujeres sólo se
preocupan de su cuerpo." Algunas veces, un amigo del señor
Larousselle dejaba el palco del Club y venía a saludarla; volviéndose a
medias hacia la sala, reía alto, orgulloso de hablar en público con Maria
Cross.
Pero fuera del concierto de Saint—Cécile, no había vuelto a ir a
ninguna parte, aún estando vivo Francois, después que unas mujeres
la habían insultado en el Music—Hall. Las amantes de esos caballeros
la odiaban, porque jamás había aceptado el trato de ellas. Una sola
mujer durante algunos días, esa Gaby Dubois, le pareció que era "un
alma noble" después de intercambiar algunas palabras en el Lion—
Rouge, adonde Larousselle la había arrastrado.
El champaña era causante en gran parte de la efervescencia
espiritual de esa Gaby. Las dos jóvenes se habían visto todos los días
durante dos semanas. Maria Cross con paciente ira había tratado
vanamente de romper los lazos que ataban a su amiga a otros seres.
En una "matinée" del Apolo —adonde había ido a dar en el colmo del
aburrimiento, y después de la ruptura con su amiga, siempre solitaria,
pero que atraía hacia ella la atención de toda la sala— escuchó cómo
brotaba de una fila de butacas que estaban al lado de su palco, la risa
aguda de Gaby, otras risas, jirones de insultos proferidos a media voz:
“Esta golfa que se cree emperatriz... esta... lo hace por virtud...” Le
parecía que no era capaz de distinguir ya ningún perfil en la sala: todos
eran rostros de bestias que la miraban a ella. Por fin el teatro volvió a la
oscuridad, y como todos los ojos estaban pendientes de una bailarina
desnuda, pudo huir.
No quiso volver a salir nunca más sin el pequeño Francois. Hacía un
año ya que Francois no estaba; sin embargo, sólo él podía todavía

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atraerla hacia fuera; esa piedra no más grande que el cuerpo de un
niño, a pesar de que, para llegar hasta ella, había que seguir la avenida
que llevaba una indicación: cuerpo adultos. Pero en la ruta que
conduce al niño muerto, tuvo que encontrar ese niño vivo. El domingo
por la mañana un fuerte viento: no se trataba de aquellos que sólo
balancean las copas de los árboles, sino de esos soplos poderosos del
sur y del mar que, en un esfuerzo inmenso, arrastran todo un paño
tenebroso de cielo. Sólo un abejaruco hacía sensible a Maria el silencio
de miles de pájaros. Tanto peor: no saldría: el pequeño Courréges
había recibido su carta; conociendo su timidez, estaba segura de su
obediencia. Si ella no le hubiera escrito, sin duda no se habría atrevido
a franquear el portón. Se sonrió porque lo imaginaba cavando con su
talón en la avenida y repitiendo con aire obstinado: "¿Y el jardinero?"
Durante su desayuno solitario, escuchó la tempestad que se
aproximaba. Los caballos alados del viento corrían con locura habiendo
ya terminado su tarea, y piafaban entre las ramas. Habían traído sin
duda sobre el río, y desde el fondo del Atlántico roto, prudentes
golondrinas y gaviotas que jamás se posan; hasta sobre ese arrabal se
hubiese dicho que el soplo del viento traspasaba las nubes con la
lividez de las algas, y salpicaba las hojas con una espuma amarga.
Inclinada sobre el jardín, Maria sintió sobre sus labios ese sabor salado.
No vendría; aun en el caso de que ella no le hubiese escrito, ¿cómo
podría salir él con un tiempo semejante? Habríase angustiado
pensando en que no venía. ¡ Ah, más valía esta seguridad, esta certeza
de que él no vendría! Sin embargo, ¿por qué si ella no espera abre el
trinchante del comedor y se asegura de que hay oporto? Al fin la lluvia
crepitó, compacta, atravesada por el sol. Maria abrió un libro, leyó sin
entender, volvió a empezar la página pacientemente, vanamente;

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sentóse al piano, pero sin tocar fuerte, de manera que no pudiera dejar
de oír el ruido de la puerta de entrada. Tuvo tiempo de decirse, para no
desfallecer: "Es el viento; tiene que ser el viento." A pesar del ruido de
los pasos titubeantes en el comedor, no tuvo fuerzas para levantarse, y
ya él se encontraba allí, embarazado con su sombrero que chorreaba.
No se atrevía a dar un paso. No osaba llamarlo, aturdida por el tumulto
que sentía en ella: una pasión que ha roto su dique y arremete en
busca de un furioso desquite, invadiendo, en un segundo, todo, y llena
totalmente la capacidad del cuerpo y del alma, recubriendo las cimas y
las hondonadas. Sin embargo, ella decía, con severidad, palabras
vulgares:
—¿No ha recibido mi carta?
Raymond se turbó. ("Quiere manejarte", le había repetido Papillon.
"No la dejes maniobrar; llega con las manos en los bolsillos.") Pero
ante ese rostro que creyó lleno de cólera, Raymond bajó la cabeza
como un niño castigado. Y Maria, estremeciéndose, como si hubiese
retenido entre los muros del salón ahogado de tapices un cervatillo
asustado, no osaba hacer ningún gesto.
Había venido, a pesar de que ella había hecho todo lo posible para
dejarlo. Ningún remordimiento envenenaba su dicha, y podía
entregarse por entero a ella. Frente al destino, que, por fuerza, le
entregaba al adolescente para cuidarlo, ella aseguraba que sería digna
de ese don. ¿Qué había temido? En ese momento, no existía nada en
ella que no fuera el amor más noble, y la prueba estaba en las lágrimas
que rechazaba, pensando en Francois; habría sido un muchachote
semejante a ese en pocos años más... No sabía que la mueca para
retener sus lágrimas había sido interpretada por Raymond como un
gesto de mal humor, tal vez de cólera. Sin embargo, ella decía:

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—Pensándolo bien, ¿por qué no? Hizo bien en venir.
Deje su sombrero sobre una silla. No importa que esté mojado: ese
terciopelo de Genes ha pasado por cosas peores... ¿Un poco de
oporto? ¿Sí? ¿No? Es sí. Y mientras bebía, ella decía:
—¿Por qué escribí esa carta? Ni yo misma lo sé... Las mujeres
tenemos algunas chifladuras... Por lo demás, sabía que usted vendría
de todas maneras.
Con el reverso de su mano, Raymond secó sus labios.
—Sin embargo, casi no vine. Me decía a mí mismo: habrá salido...
Quedaré como un idiota.
—Casi no salgo, desde que llevo luto... ¿No le he hablado nunca de
mi pequeño Francois?
Francois llegaba de puntillas, como si estuviera vivo. De igual modo,
su madre tal vez lo hubiera retenido para romper una conversación a
solas peligrosa. Raymond veía en ello una comedia para inspirarle
respeto; por el contrario, Maria sólo pensaba en tranquilizarlo, y muy
lejos de temerle, se creía ella temible. Por lo demás no era ella quien
había recurrido al niño muerto; el pequeño se había impuesto solo,
como aquellos que escuchan la voz de su madre en el salón y entran
sin golpear. Ya que el niño está ahí, ¿no es acaso la señal de que no
hay nada de impuro en todo esto? ¿Por qué te turbas, pobre mujer? El
pequeño Francois se encuentra de pie contra tu sillón, sonríe, no
enrojece.
—¿Debe de hacer ya más de un año que murió? Recuerdo
perfectamente el día del entierro... Mamá hizo una escena a mi padre...
Se interrumpió; hubiera querido volver sobre sus palabras.
—¿Por qué una escena? ¡Ah! sí... comprendo... Ni siquiera ese día
tuvieron piedad...

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Levantóse, Maria tomó entonces un álbum y lo puso sobre las
rodillas de Raymond:
—Quiero mostrarle estas fotografías. Su padre es el único que las
conoce. Aquí tiene un mes, en los brazos de mi marido; a esa edad no
tienen forma de nada; pero para su mamá, sí la tienen. Mírelo a los dos
años, riendo con un globo entre sus brazos. Ahí estamos en Salies:
estaba ya muy débil; había tenido que gastar parte de mi escuálido
capital para pagar esa estancia; pero encontré allí un doctor, con tanta
caridad, tanta bondad... Se llamaba Casamayor... Es él quien sujeta por
las riendas al asno...
Inclinada sobre Raymond para volver las páginas, no veía el rostro
furioso del muchacho que no podía moverse, las rodillas aplastadas por
el álbum. Jadeaba, temblaba de violencia contenida.
—Aquí tenía seis años y medio, dos meses antes de su muerte. Se
había repuesto bastante, ¿no es verdad? Me he preguntado siempre si
no lo hice trabajar demasiado. Su padre me asegura que no. A los seis
años, leía todo lo que caía en sus manos, aun aquellas cosas que no
entendía. De tanto vivir con una persona grande...
Decía: "Era mi compañero, mi amigo..." porque en ese minuto
identificaba totalmente lo que Francois había sido realmente para ella
con lo que había esperado de Francois.
—Me hacía ya preguntas. ¡ Cuántas noches pasé angustiada,
pensando que algún día tendría que explicarle!... Y si hay un
pensamiento que me ayuda a vivir hoy día, es que él se fue sin
saberlo... que no supo... que no sabrá jamás...
Habíase enderezado, sus brazos pendían; Raymond no osaba
levantar los ojos, pero escuchaba cómo se estremecía ese cuerpo.
Aunque estaba emocionado, dudaba de ese dolor, y más tarde, cuando

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iba por el camino, tenía que repetirse : "Ella misma se sugestiona con
su comedia... le gusta mostrar el cadáver... Pero, ¿y sus lágrimas?"
Estaba turbado con la idea que tenía de ella; el adolescente se hacía
de las "mujeres malas" una imagen teológica, conforme a aquella que
le habían formado sus maestros, a pesar de que él se creía inmune a
su influencia. María Cross lo rodeaba como un ejército formado en
combate; los anillos de Dalila y de Judit tintineaban en sus tobillos;
creía capaz de cualquier traición, de cualquiera mentira a aquella de
quien los santos han temido la mirada como temen la muerte.
María Cross le había dicho: "Vuelva cuando quiera, estoy siempre
aquí." Llena de lágrimas, tranquilizada, lo había seguido hasta la
puerta, sin ni siquiera darle otra cita. Después que él hubo partido,
sentóse cerca del lecho del pequeño Francois; llevaba su dolor como
un niño dormido en sus brazos. Experimentaba una paz que tal vez era
una decepción. Ignoraba que no siempre sería socorrida; no, los
muertos no socorren a los vivos: en vano los hemos invocado en el
borde del abismo; su silencio, su ausencia son cómplices.

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CAPITULO NOVENO

Mejor habría sido para Maria Cross que esta primera visita de
Raymond no le hubiera dejado tal sensación de seguridad, de
inocencia. Se sentía admirada de que todo hubiera pasado tan
simplemente: "Perdí la cabeza...", pensaba. Creía experimentar alivio,
pero comenzaba a sufrir por haber dejado irse a Raymond sin fijarle
una cita. Jamás se ausentaba en las horas en que él podía haber
venido. El miserable juego de las pasiones es tan simple, que un
adolescente lo posee desde su primera aventura: Raymond no había
necesitado ningún consejo para resolverse "a dejar que se cocinara en
su propia salsa".
Después de cuatro días de espera, estaba a punto de reprocharse a
sí misma: "Sólo le hablé de mí y de Francois; lo entristecí... ¿Qué
interés podía tener en ese álbum? Debería haberlo interrogado sobre
su vida, que se pusiera a sus anchas... Se aburrió; me encontró una
latosa... ¿y si no volviera?"
¡ Si no volviera! Pronto esta inquietud se volvió angustia:
¡ Naturalmente! ¡ puedo seguir esperando! no vendrá más... A esa
edad no se soporta a la gente aburrida... ¡bien! sí, esto es asunto
terminado." ¡Evidencia estrepitosa, terrible! No volvería más. Maria
Cross llenaba así el último pozo de su desierto. No quedaba más que
arena.
¿Qué hay de más peligroso en el amor que la fuga de uno de los
cómplices ? Muchas veces la presencia es un obstáculo: estando frente

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a Raymond Courréges, Maria Cross veía en primer lugar un
adolescente, y resultaría vil turbar su corazón; recordaba el padre del
cual había nacido; los restos de infancia en ese rostro le recordaban a
su hijo perdido: hasta en pensamientos sólo se acercaba a él con un
ardiente pudor. Pero ahora que él no se encontraba allí y que duda si lo
verá otra vez, ¿para qué desconfiar de ese turbio oleaje que se
encuentra en ella, de esa oscura resaca? Si ese fruto será apartado de
su sed, ¿por qué entonces privarse de imaginar el sabor desconocido?
¿A quién le hacía daño? ¿Qué reproche podía esperar de la piedra
donde estaba escrito el nombre de Francois? ¿Quién la ve en esta
casa, sin esposo, sin niños, sin sirvientes? ¡ Pueriles discursos de la
señora Courréges sobre querellas de criada: qué bueno sería para
Maria Cross poder ocupar en ellas su espíritu! ¿Dónde ir? Más allá del
jardín amodorrado, se extiende el arrabal y luego la ciudad pedregosa,
donde, cuando estalla la tempestad, hay la seguridad de tener nuevos
días más sofocantes. En ese lívido cielo, una bestia feroz y soñolienta,
ronda, gruñe y se esconde. También Maria Cross, errabunda por el
jardín o en los cuartos vacíos, cede (¿y qué otra salida queda a su
miseria?), cede poco a poco a la atracción de un amor sin esperanzas
que sólo posee la triste felicidad de sentirse a solas. No intentó hacer
nada más contra el incendio, no sufrió más con esa ociosidad, ese
abandono; su horno la mantenía ocupada; un oscuro demonio le
susurraba: "Mueres, pero ya no te aburres."
Lo extraño en una tempestad no es el tumulto sino el silencio que
impone al mundo y ese amodorramiento. Maria veía, contra los vidrios,
las hojas inmóviles como si estuvieran pintadas. El agotamiento de
esos árboles era humano: se hubiese dicho que conocían el sopor, el
estupor, el sueño. Maria había llegado a ese punto en que la pasión se

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convierte en presencia; ella misma irritaba su llaga, entretenía su fuego:
su amor se convertía en ahogo, en una contracción que ella podía
localizar en la garganta, en el pecho. Una carta del señor Larousselle,
le produjo un estremecimiento de horror.
¡ Ah, le sería imposible, de aquí en adelante, soportar ni siquiera su
proximidad! Quedaban quince días hasta que volviera... tiempo
suficiente para morir. Se saciaba con Raymond y con los recuerdos que
un tiempo atrás la hubieran abrumado de vergüenza: “Miraba el cuero
de su sombrero en el lugar en que había estado en contacto con la
frente... buscaba el olor de su cabello..." y ¡ cuánta satisfacción le
producía su rostro, su cuello, sus manos!... ¡ Descanso sin igual en
medio de la desesperación! Algunas veces, atravesaba su espíritu el
pensamiento de que estaba vivo, que no se había perdido nada, que tal
vez volviera. Pero como si esta esperanza la espantara, volvía
apresurada al renunciamiento total, a una paz producida porque ya no
esperaba nada. Con horrible placer, ensanchaba el abismo entre ella y
aquel a quien se empecinaba en creer puro: tan lejos de su amor como
el cazador Orion, ardía este inaccesible muchacho: Yo, una mujer
gastada, perdida, y él un muchacho bañado aún de infancia; su pureza
es como un cielo entre nosotros, donde mi deseo mismo renuncia a
abrirse camino." Durante todos esos días, los vientos del oeste y del
sur, arrastraron tras ellos masas oscuras, legiones furiosas que,
prontas a deshacerse, de súbito dudaban, daban vueltas alrededor de
las cimas fascinadas, para luego desaparecer, dejando tras ellas un
frescor como si hubiera llovido en algún lugar.
En la noche del viernes al sábado, por fin la lluvia no volvió a
interrumpir su murmullo. Gracias al cloral, Maria recibió en paz ese

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aliento oloroso que, a través de las cortinas, del jardín soplaba sobre su
cama en desorden. Luego naufragó en el sueño.
Al despertar, bañada en el sol de la mañana, el cuerpo descansado,
se extrañó de haber sufrido tanto. ¿Qué locura era esa? ¿Por qué
pensar lo peor? El muchacho vivía, esperaba sólo una señal. Después
de esa crisis, Maria recuperaba su lucidez, su equilibrio, algo
decepcionada, tal vez: "¿No era más que eso, pues?... él volverá,
pensaba, pero para mayor seguridad, le voy a escribir: lo veré."
Necesitaba a toda costa confrontar su dolor con el objeto de su dolor.
Imponía a su pensamiento el recuerdo de un simple niño inofensivo, y
se extrañaba de no estremecerse ya frente a la idea de la cabeza del
chico sobre sus rodillas. Por la tarde, salió al jardín lleno de charcos;
realmente, se sentía apacible, demasiado apacible, y casi llegaba a
experimentar un sordo temor: sentir menos su pasión, era sentir
demasiado su nada: al reducirlo, ese amor no cubría más su vacío.
Lamentaba ya que la visita al jardín sólo hubiera durado cinco minutos,
y volvió a recorrer las mismas avenidas; luego se apresuró porque la
hierba mojaba sus pies... Se pondría zapatillas, se extendería, fumaría,
leería... ¿pero qué? Eso no tenía nada de interesante.
Hela aquí de vuelta frente a casa. Levantó sus ojos hacia las
ventanas, y tras un cristal del salón, divisó a Raymond.
Había pegado su rostro al cristal y se divertía aplastando su nariz
contra él. ¿Esa marea que sentía en ella, era la felicidad? Subió las
gradas de la entrada pensando en los pies que acababan de
franquearla, empujó la puerta abierta y miró la aldaba debido a la mano
que se había apoyado en ella, atravesó más lentamente el comedor y
se compuso el rostro.

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La mala suerte de Raymond fue haber venido después de esos días
en que Maria Cross había soñado y sufrido tanto por culpa de él. A la
primera mirada se sintió molesta al comprobar que no podía llenar el
vacío entre su infinita agitación y aquel que lo había producido. No tuvo
conciencia de su decepción:
—¿Viene de la peluquería?
Nunca lo había visto así, los cabellos demasiado cortos, lustrosos...
Tocó con la mano en sus sienes, la lívida marca de un golpe. El dijo:
—Fue al caerme del columpio; tenía ocho años.
Ella lo observaba. Trataba de ajustar a su deseo, a su dolor, a su
anhelo, a su renunciamiento, este muchacho fuerte y demacrado a la
vez, ese perro joven y grande. Miles de sentimientos surgieron en ella a
propósito de él, todo lo que podía ser salvado se agrupaba cualquiera
fuera su valor, alrededor de este rostro, tenso, enrojecido. Pero ella no
reconocía cierta expresión de los ojos y de la frente, esa violencia del
temeroso que ha decidido vencer, del cobarde resuelto a la acción.
Nunca, sin embargo, le había parecido él tan pueril. Con tierna
autoridad, le dijo lo que antaño decía ella tan a menudo a Francois :
—¿Tiene sed? Le daré luego jarabe de grosellas, pero cuando ya no
esté bañado en sudor.
Le mostró un sillón, pero él se sentó en el diván donde ella ya se
había extendido y le aseguró que no tenía sed:
—En todo caso, no es sed de jarabe la que tengo. María cubrió sus
piernas, un poco descubiertas, con el vestido, lo que le mereció esta
alabanza:
—¡Qué lástima!
Entonces, cambiando de posición, se sentó al lado del joven, que le
preguntó por qué no permanecía extendida:

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—¿No la atemorizo, al menos?
Palabra que reveló a María Cross que, efectivamente, tenía miedo:
¿miedo de qué? Era Raymond Courréges, el pequeño Courréges, el
hijo del doctor.
—¿Como está su querido padre?
Alzó sus hombros y avanzó el labio inferior. Maria le ofreció un
cigarrillo que él rechazó; encendió uno y, poniendo los codos sobre las
rodillas, dijo:
—Sí, ya me había contado que no había mucha intimidad entre
usted y su padre; es la regla del juego: los padres y los hijos... Cuando
Francois venía a esconderse entre mis rodillas, pensaba:
“Aprovechémoslo, no durará siempre.”
Maria Cross se equivocaba sobre el significado de los hombros
alzados y la mueca en los labios de Raymond. Quería alejar, en ese
momento, el recuerdo de su padre, no porque le fuera indiferente sino
porque estaba obsesionado con él, después de lo que había pasado
entre ellos, anteayer. Después de cenar el doctor había alcanzado a
Raymond en la avenida de las viñas, donde fumaba solo, y había
caminado al lado de él en silencio, como un hombre que retiene una
palabra. "¿Qué querrá?", preguntábase Raymond entregado por entero
al placer cruel de callarse, el mismo placer de las madrugadas de otoño
en la berlina de cristales que chorreaban. Más aún, había apresurado
con maldad el paso, porque había observado que a su padre le era
difícil seguirlo y se quedaba un poco atrás. Pero de súbito, no oyéndolo
resoplar más, se había vuelto hacia atrás: la silueta negra del doctor
permanecía inmóvil en medio de la avenida de las viñas; apretaba
contra su pecho las dos manos y vacilaba como si estuviese ebrio; dio
algunos pasos y se sentó pesadamente entre dos cepas.

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Raymond se precipitó de rodillas; pendía la cabeza muerta sobre
sus hombros, veía de cerca un rostro con los ojos cerrados, unas
mejillas color miga de pan amasado. "¿Qué pasa, papá? ¿Qué pasa
papaíto?" Esa voz suplicante e imperiosa a la vez había despertado al
enfermo como si hubiera poseído una virtud; un poco sofocado, trataba
de sonreír con aire extraviado: "No es nada, no es nada..." Y
contemplaba el rostro angustiado de su hijo, y escuchaba esa misma
dulce voz de cuando Raymond tenía ocho años: "Apoya tu cabeza, ¿no
tienes un pañuelo limpio? El mío está sucio." Delicadamente, Raymond
secaba ese rostro que volvía a la vida. Los ojos nuevamente abiertos
del padre veían los cabellos del adolescente que el viento levantaba un
poco, luego una viña espesa y más allá un cielo sulfuroso que gruñía y
donde parecía que se hubiesen vaciado invisibles carretones. Apoyado
en el brazo de su hijo, el doctor volvió hacia la casa: la lluvia cálida
aplastábase contra sus hombros y sus mejillas, pero era imposible
caminar más rápido. Decía a Raymond: "Es una falsa angina de pecho,
tan dolorosa como la verdadera..." Estoy intoxicado: me voy a quedar
en cama durante cuarenta y ocho horas con una dieta de agua...
¡ Sobre todo ni una palabra a abuelita ni a tu madre!..." Y como
Raymond lo interrumpiera: "¿No me engañas al menos?, ¿estás bien
seguro de que no es nada ? Júrame que no es nada", el doctor le
preguntó en voz baja: "Te daría pena si yo..." pero Raymond no lo había
dejado terminar: había pasado su brazo alrededor de ese cuerpo
jadeante y un grito se le escapó: "¡ Qué tonto eres!" El doctor
recordaría más tarde esta insolencia tan querida, en las horas malas,
cuando su hijo volviese a ser un extraño, un adversario, un corazón
sordo que no contesta. Habían entrado ambos en el salón, sin que el
padre se atreviese a abrazar a su hijo.

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—¿Y si habláramos de otra cosa? ¡No he venido aquí para hablar
de papá!, ¿ sabe ?... Tenemos otras cosas mejores que hacer... ¿no?
Raymond avanzó una gruesa y torpe garra, que María cogió al vuelo
reteniéndola suavemente.
—No, Raymond, no: usted lo desconoce porque vive demasiado
cerca de él. Aquellos que están más próximos a nosotros son aquellos
que menos conocemos... llegamos al punto de ni siquiera ver lo que
nos rodea. Mire: en mi familia siempre me creyeron fea, porque siendo
niña bizqueaba un poco. En el liceo, para gran sorpresa mía, mis
compañeros me dijeron que era bonita.
—Eso es, cuente ahora historias sobre los liceos de niñas.
La idea fija ensombrecía su rostro. Maria no se atrevía a soltar la
gruesa mano que sentía húmeda; experimentó frente a ello cierta
repugnancia: era la misma mano cuyo contacto hacía diez minutos la
hacía palidecer. Antaño, esa sola mano, que retenía ahora durante un
segundo, la obligaba a cerrar los ojos, a dar vuelta la cabeza. Ahora es
una mano blanda y mojada.
—¡ Sí!, ¡ quiero enseñarle a que conozca al doctor: soy porfiada!
La interrumpió para asegurarle que él también era porfiado:
—Mire, yo me juré que hoy usted no me manejaría a su gusto.
Dijo eso en voz tan baja, balbuceando, que ella pudo fingir no
haberlo escuchado. Pero ensanchó el espacio existente entre los dos
cuerpos, luego se levantó, abrió una ventana:
—No parece que hubiera llovido; está como para ahogarse. Por lo
demás, todavía escucho la tempestad... A menos que sea el cañón de
Saint—Médard.
Sobre las hojas, le mostró la atormentada cabeza de una profunda
nube sombría, bordeada de sol. Pero Raymond cogió con sus dos

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manos los antebrazos de ella y la empujó hacia el diván. Ella trató de
reír: "¡ Suélteme!" ; y mientras más se debatía ella, más reía, queriendo
dar a entender así que esa lucha era sólo un juego y que así lo
entendía:
"Mocoso sucio, suélteme..." Su risa se transformaba en mueca;
tropezando con el diván, vio de cerca miles de gotas de sudor sobre
una frente baja; las aletas de la nariz salpicada de puntos negros;
respiró un aliento agrio. Pero este fauno torpe, pretendía retener, con
una sola mano, los puños de la joven; de una sacudida, María se liberó
prontamente.
Estaba entre ellos ahora el diván, una mesa, un sillón. Maria
jadeaba un poco, reía con risa forzada.
—¿Entonces, usted cree, mi pequeño, que a las mujeres se las
toma por la fuerza?
No reía, humillado en su joven virilidad, furioso con su derrota,
herido en lo más vivo de ese orgullo físico, desmesurado en él: orgullo
que sangraba. Toda su vida recordaría ese minuto en el cual una mujer
lo había encontrado repugnante (lo que no hubiera importado nada),
pero también grotesco. Tantas victorias futuras, todas aquellas víctimas
derrotadas, miserables, no suavizaron nunca la quemadura de esta
primera humillación. Por mucho tiempo, ante ese solo recuerdo, hería
con sus dientes sus labios, mordía, en la noche, su almohada.
Raymond Courréges retuvo un llanto de rabia, sin pensar jamás que
esa sonrisa de Maria pudiese ser fingida y que ella trataba de herir a un
muchacho espantadizo; quería no traicionar el desastre que se
producía en ella, ese derrumbe. ¡Ah, primero, que se aleje!
¡ Que la deje sola!

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En otro tiempo, Raymond se extrañaba de sentir a su alcance la
famosa Maria Cross: repetíase: "Esta mujercita tan sencilla es María
Cross."
No tenía más que tender la mano: estaba ahí, sumisa, inerte, habría
podido tomarla, dejarla caer, volver a tomarla; y de súbito el gesto de
sus brazos tendidos había bastado para alejar vertiginosamente a esta
Maria. ¡Ah! estaba ahí todavía; pero sabía con seguridad absoluta que,
al igual que una estrella, nunca más la volvería a alcanzar. En ese
momento descubrió su belleza: había estado tan ocupado en saber
cómo coger el fruto, sin poner en duda ni por un minuto que ese fruto le
era destinado, que nunca le había mirado; sólo te resta ahora devorarla
con los ojos. Ella repetía con dulzura, con miedo de irritarlo, pero con
terrible obstinación: "Necesito estar sola Raymond... compréndame:
tiene que dejarme sola..." El doctor había sufrido porque Maria no
deseaba su presencia; Raymond conocía un dolor más atroz: esa
necesidad de no volver a vernos que el ser amado no disimula y no
puede ocultar; nos rechazan, nos vomitan. Nuestra ausencia es
necesaria en su vida; arde de ganas de que nos precipitemos en el
abismo: "Apresúrate a salir de mi vida..." Nos atropella, porque teme
nuestra resistencia. Maria Cross tendía a Raymond su sombrero,
empujaba la puerta, desaparecía ante él, él que sólo deseaba irse y
balbuceaba excusas tontas, sumergido en la vergüenza, siendo de
nuevo un adolescente lleno de horror hacia él mismo. Pero apenas se
cerró el portón, y el muchacho hubo llegado al camino, encontró de
súbito las palabras que le hubiesen sido necesarias para lanzarlas al
rostro de esa mujerzuela... ¡ Demasiado tarde! Y durante años lo torturó
el pensamiento de que "él se había ido sin darle su merecido".

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En tanto que durante el camino el corazón de Raymond se
descargaba de todas las injurias con las cuales no había sabido
abrumar a Maria Cross, la joven cerrando la puerta y luego la ventana,
se había tendido. Más allá de los árboles, algún pájaro lanzaba a veces
una llamada interrumpida como la confusa palabra de un hombre
dormido. El arrabal retumbaba con los ruidos de los tranvías y de las
sirenas; los cantos impregnados de vino de los sábados retumbaban
sobre los caminos. Sin embargo, Maria Cross se ahogaba de silencio:
no de un silencio exterior sino de un silencio que subía de lo más
profundo de su ser, se acumulaba en el cuarto desierto, invadía la casa,
el jardín, la ciudad, el mundo. Y en el centro de ese silencio que la
ahogaba, vivía mirando dentro de sí misma esa llama, a la cual de
súbito le faltaba todo alimento, aunque a pesar de todo, era
inextinguible. ¿ De qué se alimentaba ese fuego? Recordaba que, a
veces, en el ocaso de sus vigilias solitarias, surgía una última
llamarada entre los escombros negros del fogón de la chimenea, que
ella creía apagada. Buscó el adorable rostro del niño en el tranvía de
las seis y ya no lo encontró. Sólo existía un pequeño granuja hirsuto,
loco de timidez y excitación; tan distante esta imagen del verdadero
Raymond Courréges como lo era aquella otra embellecida por su amor.
Contra aquel que ella había transfigurado, divinizado, María se
encarnizaba: "Por este mocoso sucio he sufrido, me he sentido
bienaventurada." Ignoraba que había bastado con mirar a ese niño para
que se transformara en un hombre del cual muchas otras iban a
conocer las tretas, las caricias, los golpes. Con su amor, ella lo había
creado, y terminaría su obra al despreciarlo: acababa de entregar al
mundo un muchacho cuya manía sería probarse a sí mismo que era
irresistible, a pesar de que una Maria Cross le hubiese resistido. En

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adelante, en todas sus futuras intrigas, se deslizaría una sorda
enemistad, el gusto por herir, por hacer gritar al siervo en su poder;
serían las lágrimas de María Cross las que vería correr durante toda su
vida en rostros extraños. Sin duda, había nacido con ese instinto de
cazador, pero sin María hubiese sido suavizado por alguna debilidad.
"Por ese granuja..." ¡ Qué asco! Y sin embargo la llama inextinguible
seguía ardiendo por dentro sin que ninguna otra cosa la alimentara.
Ningún ser en este mundo gozaría del beneficio de esta luz, de este
calor. ¿Dónde ir? ¿A la Chartreuse, donde estaba el cuerpo de
Francois? No, no; confiesa que sólo buscabas a la orilla de este
cadáver una coartada. Había sido tan fiel al cumplir su cita en el
cementerio pues al regreso viajaba acompañada de otro niño vivo.
¡Hipócrita! No hay nada que hacer, nada que decir sobre una
sepultura; tropezaba cada vez en ella, como si fuera una puerta sin
cerradura clausurada hasta la eternidad. Igual daba ponerse de rodillas
en el polvo del camino... Pequeño Francois, puñado de cenizas, tú que
estabas lleno de risas y lágrimas... ¿A quién podía desear al lado de
ella? ¿Al doctor?... ¿ese latoso? no, no era un latoso... ¿Para qué sirve
ese esfuerzo hacia la perfección, si nuestro destino es intentar siempre
lo que es turbio a pesar de nuestra voluntad ? En todas las metas que
María se felicitaba de haber alcanzado, lo peor que había en ella sabía
sacar provecho.
No desea ninguna presencia ni quiere encontrarse en ningún otro
lugar del mundo que no sea este salón con las cortinas rotas. ¿Tal vez
en Saint—Clair? Su infancia en Saint—Clair... Recuerda ese parque
donde ella se deslizaba, cuando se hubo marchado esa familia clerical,
enemiga de su madre. Parecía que la naturaleza aguardaba esta
partida, después de las vacaciones de Navidad, para romper su tela de

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hojas. Los heléchos trepaban, se espesaban, batían, con su espumoso
follaje verde, las ramas bajas de las encinas, pero los pinos
balanceaban las mismas cimas grises, aparentemente indiferentes a la
primavera, hasta que una mañana también arrancaban de sí mismo
una nube de polen, inmensa flor de su amor. Y María encontraba, al
volver de una avenida, una muñeca rota, un pañuelo agarrado en las
aliagas. Pero hoy, extranjera en ese país, nada la acogería sino la
arena donde ella se había extendido boca abajo...
Habiéndole advertido Justine que la comida estaba lista, arregló sus
cabellos y se sentó frente a la sopa humeante.
Como se trataba de que ni la criada ni su marido llegasen tarde al
cine, media hora después se volvió a encontrar sola en la ventana del
salón. El oloroso tilo todavía no tenía perfume; por encima de ella, los
rododendros estaban ya en sombra. Por temor a la nada, para volver a
tomar aliento, Maria busca cualquier cosa donde agarrarse: "Cedí,
pensaba, al instinto de la huida que casi todos tenemos frente a la faz
humana afeada por el hambre, por la necesidad. Tratas de convencerte
a ti misma de que ese bruto es un ser diferente a ese niño que tú
adorabas; sin embargo, es el mismo niño, pero con la máscara puesta:
así como las mujeres encinta llevan sobre su rostro una máscara de
bilis, los hombres llenos de su amor llevan también pegada sobre su
rostro esa apariencia muchas veces repugnante, siempre terrible, de la
bestia que se mueve en ellos. Galatea huye de aquello que la
aterroriza, que es también aquello que ella llama... Había soñado con
una larga ruta, donde, en insensible marcha, hubiéramos pasado, de
las regiones templadas a otras más ardientes: pero el muy torpe
quemó las etapas... ¡Por qué no me habré resignado a ese furor! Ahí, y
no en otro lugar, habría encontrado el inimaginable reposo; mejor aún

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que el reposo tal vez... ¿Tal vez no existan abismos en los seres que no
puedan ser colmados con un exceso de amor?... ¿Qué amor?
Recuerda; su boca hizo una mueca, emitió un "eeeh" de asco; otras
imágenes la asaltaron: vio a Larousselle que se apartaba, las mejillas
encendidas, gruñendo:
"¿Qué es lo que necesitas ?..." ¿Qué era, pues, lo que le faltaba?
Erraba por el cuarto desierto, se acodó en la ventana, soñaba con un
silencio que no conocía y en el cual hubiese sentido su amor sin que
este amor tuviese que pronunciar ninguna palabra, a pesar de lo cual el
bienamado lo habría escuchado, habría cogido el deseo en ella antes
que el deseo hubiese nacido. Toda caricia supone un intervalo entre
dos seres. Pero habrían estado tan confundidos el uno en el otro, que
no habrían necesitado ese abrazo, ese breve abrazo que la vergüenza
desanuda... ¿La vergüenza? Creyó oír la risa de mujer de la calle de
Gaby Dubois y lo que ella le gritaba un día: " ¡ No, no, eso es en el caso
suyo! Por el contrario, no hay cosa mejor en el mundo, es lo único que
no desilusiona... En mi vida de perro, ese es mi único consuelo..." ¿Por
qué su repugnancia? ¿Tiene algún sentido? ¿Es acaso el testimonio de
la voluntad particular de alguien? Mil ideas confusas se despiertan en
Maria y luego desaparecen, tal como en el azul desierto, sobre su
cabeza, las estrellas fugaces, los bólidos perdidos.
Mi ley, piensa Maria, ¿no es acaso la ley común? Sin marido, sin
hijos, sin amigos, no podía ser más grande su soledad en el mundo;
pero, ¿qué valor tenía esa soledad al lado de ese otro aislamiento del
que no podía librarla la más tierna familia en el mundo: aquel que
experimentamos cuando reconocemos en nosotros los signos de una
especie singular, de una raza casi perdida de la cual interpretamos los
instintos, las exigencias, las metas misteriosas? ¡Ah! ¡no seguir

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agotándose en esta búsqueda! Si en el cielo quedaban aún pálidos
restos del día y de la luna creciente, bajo las tranquilas hojas se
acumulaban las tinieblas. El cuerpo inclinado hacia la noche, casi como
aspirado por la tristeza vegetal, Maria Cross no cedía tanto al deseo de
beber en ese río de aire obstruido por las ramas como a la tentación de
perderse en él, de disolverse, para que, por fin, su desierto interior se
confundiese con el desierto del espacio, para que el silencio de ella no
fuera distinto del silencio cósmico.

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CAPITULO DÉCIMO

Mientras tanto, después de que Raymond Courréges se hubo


desembarazado en el camino de todos los insultos con los cuales no
había podido agobiar a María Cross, sintió la necesidad de envilecerla
aún más, y por este motivo, apenas hubo entrado en casa, deseó ver a
su padre. Tal como el doctor lo había anunciado, se quedó en cama
durante cuarenta y ocho horas sin comer ni beber sino agua para gran
felicidad de su madre y de su mujer. Se decidió a hacerlo no sólo por la
falsa angina de pecho sino por estudiar en él mismo los efectos de ese
tratamiento. Robinson había venido durante la víspera: "Habría
preferido a Dulac, decía la señora Courréges, pero, al fin y al cabo,
también es un médico, sabe auscultar."
Robinson se deslizaba a lo largo de las paredes, subía, furtivo, las
escaleras, siempre angustiado ante la idea de darse de narices con
Madeleine, aunque no hubiesen sido nunca novios. El doctor, con los
ojos cerrados, la cabeza vacía, el cuerpo libre bajo las sábanas
livianas, al resguardo del día, seguía sin esfuerzo las pistas de sus
pensamientos; y su espíritu erraba sobre esas pistas perdidas, vueltas
a encontrar, mezcladas, tal como un perro bate los arbustos alrededor
del amo que se pasea sin cazar. Creaba, sin fatigarse, los artículos que
tendría que escribir; respondía, punto por punto, a las críticas que había
suscitado su último comunicado a la Sociedad de Biología. Le era dulce
la presencia de su madre y también la de su mujer, y era para él una
dulzura notarlo: al fin, inmóvil, después de una persecución agotadora,

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se dejaba alcanzar por Lucie; admiraba a su madre, que se borraba
para evitar cualquier conflicto: las dos mujeres dividían entre ellas, sin
pelearse, esta presa arrancada por un tiempo a los quehaceres de la
profesión, de los estudios, a un amor desconocido, presa que ya no se
resistía, que se interesaba en sus más mínimas palabras, cuyo
universo se achicaba a la medida del de ellas. Ahora, el doctor se
interesaba por saber si Julie se iba de todos modos o si se podía
esperar que llegara a entenderse con la criada de Madeleine. Pero ya
fuese la mano de su madre o la de su mujer la que tocara su frente, el
doctor volvía a encontrar esa seguridad que sentía cuando era un niño
enfermo; se alegraba de saber que no moriría solo; pensaba que la
muerte tendría que ser la cosa más simple del mundo en ese cuarto
con muebles familiares de caoba, donde nuestra madre y nuestra mujer
se esfuerzan por sonreír; y el sabor del último momento se encuentra
disimulado por ellas como el sabor de cualquier otro amargo remedio.
Sí, poder irse envuelto por entero con esa mentira, saber ser
engañado...
Una ola de luz invadió el cuarto: Raymond entró gruñendo : "No se
ve nada", y se acercó a ese hombre acostado, único ser ante el cual
podía envilecer esa tarde a Maria Cross; tenía ya el gusto en la boca de
aquello que vomitaría. Dijóle al enfermo: "Abrázame." Miraba
ardientemente al hijo que, anteayer, en una de las avenidas de la viña,
había secado su rostro. Pero el adolescente que venía saliendo de la
claridad del día, para entrar en esa penumbra, no alcanzaba a distinguir
los rasgos de su padre, y lo interrogó con voz arrogante:
—¿Recuerdas nuestra conversación a propósito de María Cross?
—Sí, ¿y qué hay?

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En ese momento, Raymond, inclinado sobre ese cuerpo extendido
como para abrazarlo o clavarle un cuchillo, descubrió de pronto dos
ojos angustiados, pendientes de sus labios. Comprendió que ese
también sufría: "Lo sabía, pensó, desde aquella tarde en que me llamó
mentiroso..." No existían celos en Raymond: era incapaz de imaginar a
su padre como un amante; nada de celos, sino un extraño deseo de
llorar, mezclado de irritación y burla: ¡ pobres mejillas grises bajo la
barba rala!, y, esa voz apretada que implora:
—¿Pues bien; qué hay? ¿Qué sabes? Dime pronto.
—Me habían engañado, papá; sólo tú conoces bien a María Cross,
quería decírtelo. Ahora descansa. ¡ Qué pálido estás! ¿Estás seguro de
que esta dieta te hace bien?
Raymond escucha estupefacto sus propias palabras, enteramente
contrarias a aquellas que quería gritar. Posa su mano sobre la frente
árida y triste, aquella mano que, hace pocos momentos, tenía entre las
suyas María Cross. El doctor encuentra fresca esta mano; le da miedo
que se aparte.
—Mi opinión sobre Maria está hecha hace mucho tiempo...
Como la señora Courréges entraba en ese momento en el cuarto,
puso un dedo sobre sus labios. Sin ruido, Raymond se alejó.
La madre del doctor trajo una lámpara de parafina (porque estaba
muy débil y la luz eléctrica le habría dañado los ojos); la dejó sobre la
cómoda y bajó la pantalla. Esa luz circunscrita, esa luz de otros tiempos
volvió a crear el mundo misterioso de los cuartos que ya no existen,
donde una lamparilla de noche luchaba contra la profunda penumbra
llena de muebles sumergidos en ella. El doctor amaba a Maria, pero se
había desprendido de ella: la amaba como los muertos deben amarnos.
Ella se había reunido junto a sus otros amores, desde la adolescencia...

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Siguiendo esta pista, el doctor se dio cuenta de que siempre, de año en
año, un sentimiento nuevo lo había embargado, semejante a aquel por
el cual acababa de sufrir; podía remontar el hilo monótono de ellos:
enumerar los nombres de sus pasiones, casi todas vanas... Sin
embargo, había sido joven... No era, pues, sólo la edad la que lo
separaba de Maria Cross: a los veinte y cinco años, tampoco habría
sabido franquear el desierto entre esa mujer y él. Apenas hubo salido
del colegio, recordaba haber amado siempre sin esperanza... Era ley de
su naturaleza no poder alcanzar aquellos a quienes amaba; nunca
había tenido conciencia tan nítida de ello como cuando conseguía a
medias el éxito y recogía para él el objeto tan deseado y este objeto, de
súbito, se disminuía, se empobrecía, era tan distinto de lo que el doctor
experimentara, de todo lo que él había sufrido por su causa. No, no
necesitaba buscar en su espejo el porqué de esa soledad en la que
tendría que morir. Otros hombres, tales como su padre, como sin duda
sería Raymond, seguirían su ley hasta la vejez, obedecen a su
vocación amorosa; él, hasta en su juventud, había obedecido a su
destino solitario.
Las señoras bajaron a comer; escuchó un ruido que oyera en su
infancia: las cucharas contra los platos; pero más próximo a su corazón
y a su oído estaba ese crujido de las hojas en la sombra, los grillos, los
sapos que gozaban de la lluvia. Luego las señoras subieron. Decían:
—Debes estar muy débil.
—No podré sostenerme en pie.
Pero como la dieta era un remedio, se alegraban de su debilidad.
—Debes sentir la necesidad de beber...
Esa debilidad le ayudaba a sentirse niño. Las dos mujeres
conversaban en voz baja; el doctor oyó un nombre; las interrogó:

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—¿No era una señorita Malichecq?
—¿Estabas escuchando?... Creí que dormías... No, su cuñada es
Malichecq... Ella es Martin.
Pero el doctor dormía cuando llegaron los Basque y sólo abrió un
ojo cuando los oyó cerrar las puertas de sus cuartos. Luego su madre,
dobló un tejido, se levantó pesadamente, lo besó en la frente, sobre los
ojos, en el cuello, y dijo: "No estás caliente..." Quedó con la señora
Courréges, que gimió:
—¡Nuevamente Raymond ha tomado el último tranvía para
Burdeos! Sólo Dios sabe a qué hora volverá: ¡ esta tarde tenía una
cara!, una cara que daba miedo... Cuando agote el dinero de sus
aguinaldos, se endeudará... Si es que ya no ha empezado...
El doctor dijo a media voz: "Nuestro pequeño Raymond... tiene
diecinueve años ya...", y se estremeció pensando en esas calles
desiertas de Burdeos, en la noche; recordó el cuerpo extendido de ese
marinero que una tarde hizo que se tropezara y cuya cara y el pecho
estaban manchados de vino y de sangre. Algunos pies se arrastraron
todavía en el piso superior... un perro ladró furiosamente del lado de las
dependencias. La señora Courréges escuchó:
—Oigo que alguien camina... No puede ser Raymond tan temprano;
el perro se habría calmado.
Alguien avanza hacia la casa, pero sin tomar precauciones, y por el
contrario, sin esconderse. La señora Courréges se inclinó:
—¿Quién está ahí?
—Busco al doctor; es urgente.
—Al doctor no se lo molesta por la noche, usted lo sabe muy bien.
Vaya al pueblo, a casa del doctor Larue.

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El hombre, que tenía una linterna en la mano, insistía. El doctor,
somnoliento aún, gritó a su mujer:
—Dile que no insista... No vale la pena, entonces, vivir exprofeso en
el campo para que no lo molesten de noche...
—Es imposible señor: mi marido sólo atiende en la consulta... Por lo
demás, está comprometido con el doctor Larue...
—Pero señora, se trata de una de sus clientes, una vecina. ..
Cuando sepa su nombre, vendrá. Es la señora Cross, la señora María
Cross: se ha dado un golpe en la cabeza.
—¿María Cross? ¿Por qué cree usted que se va a molestar por ella
más que por alguna otra?
Pero el doctor, habiendo escuchado ese nombre, se había
levantado, empujó un poco a su mujer y se inclinó en la noche:
—¿Es usted Maraud? No reconocí su voz... ¿Qué le pasó a la
señora?
—Una caída, señor, el golpe fue en la cabeza... Está delirando;
llama al doctor...
—Espere cinco minutos... el tiempo de vestirme... Cerró la ventana,
buscó su ropa.
—¿No pensarás ir?
El doctor no respondió y se interrogaba a media voz: "¿Dónde están
mis calcetines?" Su mujer protestó: ¿No decía hace un instante que no
se levantaría por nada en el mundo por la noche? ¿ Por qué ese
cambio? No podía mantenerse de pie, se desmayaría.
—Se trata de una cliente; debes comprender que no puedo dudar.
Ella repitió, sarcástica:
—Sí, comprendo, he tardado mucho en dudar, pero ahora
comprendo.

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En ese momento, la señora Courréges no sospechaba todavía de
su marido y sólo buscaba herirlo. Pero él, sintiéndose seguro de su
desinterés, de su renunciamiento, no desconfiaba. Después de la
pasión que lo había torturado, nada le parecía más inocente, más
confesable que su tierna alarma de esa noche. No pensaba que su
mujer no podía comparar su antiguo estado con el estado actual de su
amor por María Cross. Dos meses antes, no se habría atrevido a
mostrar su angustia, como lo hacía esta tarde. Por instinto,
disimulamos con nuestros gestos los momentos más ardientes de una
pasión; pero cuando ya hemos renunciado a usufructuar de ella, y
aceptamos tener hambre y sed por toda una eternidad, pensamos que
es lo de menos no molestarnos más en seguir engañando.
—No, no, mi pobre Lucie, todo eso está muy lejos de mí ahora...
Todo eso ha terminado totalmente. Es cierto que tengo mucho cariño
por esta desgraciada; pero eso no tiene nada que ver...
Se apoyó contra la cama y murmuró: "Es cierto, estoy en ayunas", y
pidió a su mujer que le preparara el chocolate sobre la lámpara de
alcohol.
—¡ Crees que encontraré leche a esta hora! Posiblemente no hay
pan en la cocina. Cuando hayas cuidado a esa mujer, ella podrá
prepararte una pequeña comida. ¡ Es lo menos que puede hacer
después de tanta molestia!
—¡ Qué tonta eres, pobre amiga mía! Si tú supieras... Ella le tomó la
mano, y le habló muy de cerca :
—Dijiste: "Todo eso ha terminado... Todo eso está lejos de mí."
¿Hubo, pues, algo entre vosotros? ¿Qué? Tengo el derecho de saberlo.
No te voy a reprochar nada, pero quiero saberlo.

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Sin aliento, el doctor tuvo que empezar dos veces a calzarse.
Rezongó: "Hablaba en general... No me refería a Maria Cross... Vamos,
Lucie, no me has mirado." Pero ella recordaba los últimos meses
transcurridos. ¡ Ah: sí! ¡ Por fin tenía la clave! Todo se explicaba; todo le
parecía claro.
—Paul, no vayas a casa de esa mujer. Nunca te he pedido nada...
Bien puedes concederme esto.
El doctor replicaba suavemente que aquello no dependía de él. Se
debía a un cliente enfermo, acaso moribundo: un golpe en la cabeza
podía significar la muerte.
—Si me impides salir, tú serás la responsable de esta muerte.
Ella se desprendió del doctor, y no tuvo nada que decir. Balbuceaba
mientras el doctor se alejó: "Tal vez es un plan preparado, y están de
acuerdo..." Luego recordó que el doctor no había tomado ningún
alimento desde la víspera. Sentada sobre una silla seguía atentamente
el murmullo de las voces en el jardín.
—Sí, cayó de la ventana... Posiblemente no es más que un
accidente: no habría elegido para matarse la ventana del salón del
primer piso... Sí, delira; se queja de dolor de cabeza... no recuerda
nada.
La señora Courréges oyó que su marido ordenaba al hombre que
fuera a buscar hielo al pueblo, tal vez en la posada o a casa del
carnicero; tendría que pasar a buscar en la botica jarabe de bromuro.
—Iré por el Bois de Berge. Tardaré menos que si hiciera enganchar
el carruaje...'
—No necesitará linterna: con la luna llena se ve como si
estuviéramos en pleno día.

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AMOR
Apenas el doctor había franqueado el pequeño portón de las
dependencias, oyó que alguien corría tras él; una voz jadeante lo
llamaba por su nombre. Reconoció a su mujer en bata de levantarse,
con su trenza para dormir: sin aliento y sin poder hablar le tendía un
pedazo de pan y una barra de grueso chocolate.
Atravesó el Bois de Berge donde la luna manchaba los claros del
bosque sin que su blancura, sin embargo, pudiera traspasar las hojas.
Pero reinaba sobre el camino y se expandía en él como en un lecho
cavado. Ese pan y ese chocolate tenían el sabor de las meriendas
escolares, el sabor de la felicidad cuando al alba partía a la casa con
sus pies bañados por el rocío, a los diecisiete años. Aturdido por el
impacto de la noticia, comenzaba apenas a sentir el dolor : "Si muriera
Maria Cross..." ¿Por quién había querido morir? ¿Lo había querido?
Ella no recuerda nada. ¡Ah! ¡ Qué desesperantes son esos
"accidentados" que no recuerdan nunca nada y que cubren de tinieblas
el momento esencial de sus destinos! No podrá interrogarla: en primer
lugar, que su cerebro trabaje lo menos posible. "Sólo es un médico a la
cabecera: recuérdalo. No, no se trata de un suicidio: cuando alguien
quiere morir no se elige una ventana de un primer piso. Ella no se
droga, según creo... Es cierto que una tarde había olor a éter en su
cuarto, pero... era una tarde en que sintió jaqueca..."
Más allá de la angustia que lo ahogaba, en los confines de su
conciencia, rugía otra tempestad: estallaría a su hora. ¡ Esa pobre Lucie
celosa! ¡ Qué miseria! Tendrá tiempo de pensar en eso más tarde. He
llegado... Parece un jardín de teatro bajo la luna... Es tonto como un
decorado de Werther... No oigo gritos. La puerta principal estaba
entreabierta. Siguiendo su costumbre, el doctor se dirigió al salón
desierto, volvió sobre sus pasos y subió un piso. Justine abrió la puerta

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del cuarto. Se acercó a la cama donde Maria Cross, gimiendo, apartó
con su mano una compresa que le cubría la frente. No vio ese cuerpo
pegado a la sábana que tan a menudo había desvestido en
pensamiento. No vio ni la cabellera suelta ni el brazo descubierto hasta
la axila; lo único que le interesaba era que ella lo hubiese reconocido,
que el delirio fuese sólo pasajero. Repetía:
"¿Qué ha pasado, doctor? ¿Qué ha sucedido?" El anotó: amnesia.
Inclinado ahora sobre ese pecho desnudo, cuya dulce vida velada lo
hacía estremecerse antaño, auscultó el corazón, y luego, tocando
apenas con un dedo la frente herida, dibujó las fronteras de la herida:
"¿Le duele? ¿Y ahí?... ¿Y allá?" Le dolía también la cadera; echó hacia
atrás la sábana con precaución, desnudó sólo el estrecho espacio
magullado; luego lo volvió a cubrir. Con el ojo puesto sobre su reloj,
contó las pulsaciones. Ese cuerpo le había sido entregado para que lo
sanara y no para que lo poseyera. Sus ojos saben que no se deben
maravillar: deben sólo observar; mira ese cuerpo ardientemente, con
toda su inteligencia; su espíritu lúcido obstaculiza el camino al triste
amor.
Ella gemía: "¡ Sufro... cuánto sufro!..." Apartaba la compresa,
pidiendo otra nueva que la criada empapaba en el lavabo. El chófer
entró con un balde lleno de hielo; pero cuando el doctor quiso aplicar el
hielo sobre la frente de Maria, rechazó la bolsa de goma, y pidió una
compresa caliente con tono imperioso; le gritaba al doctor: "Apúrese un
poco. ¡Necesita una hora para ejecutar mis órdenes !"
Al doctor le interesaban mucho estos síntomas que ya había
observado en otros "accidentes". Ese cuerpo que estaba ahí, esa
fuente carnal de sus sueños, de sus desoladas ensoñaciones, de sus
deleitaciones no suscita en él sino una curiosidad intensa, una atención

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duplicada. La enferma hablaba sin cesar, aunque no sufría de delirio; el
doctor admirábase de que Maria, cuya expresión era por lo general tan
defectuosa (solía buscar las palabras sin encontrarlas) se mostrase, de
improviso, elocuente, y diese, sin esfuerzo, con la expresión más justa,
con el término más sabio. ¡ Qué misterio, pensaba, que este cerebro,
con un solo impacto, duplique su poder!
—No, doctor, no: no he querido morir. Le prohibo que piense así. No
recuerdo nada, pero de lo que estoy segura es de que no he querido
morir sino dormir. Sólo he aspirado al reposo. Si alguien se ha gloriado
de haberme reducido a desear la muerte, le prohibo que lo crea; ¿me
comprende? Se lo pro—hí—bo.
—Sí, amiga mía. Le juro que nadie se ha gloriado de eso...
Levántese un poco: trague esto: es bromuro... Esto la calmará.
—No necesito que me calmen. Sufro, pero estoy tranquila. Quíteme
la luz. Qué lástima: manché las sábanas; si me da la gana, volveré a
derramar el remedio...
Y cuando el doctor le preguntó si sufría menos, ella le respondió que
sufría más allá de todo, pero que no era sólo por su herida, y, gárrula,
elevó de nuevo su voz, cosa que inspiró a Justine este pensamiento:
"La señora habla como si fuera un libro."
El doctor le dijo que se fuera a descansar, pues él velaría hasta la
mañana.
—¿Qué otra salida queda sino el sueño, doctor? ¡Todo me parece
tan claro ahora! Comprendo lo que no comprendía; esos seres que
nosotros queremos amar... Esos amores miserablemente finitos...
conozco la verdad ahora (rechazó con la mano la compresa que se
había enfriado y su pelo mojado se pegó a su frente como si
traspirara)... No se trata de amores sino de un solo amor en nosotros; y

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recogemos al azar de los encuentros, al azar de los ojos y de las bocas
lo que podría tal vez corresponder a aquello. ¡ Qué locura esperar
alcanzar ese objeto!... ¡ Piense que no hay ningún otro camino entre
nosotros y los seres salvo el de abrazar, tocar... en fin, la voluptuosidad!
Sabemos bien, sin embargo, adonde nos lleva este camino y por qué
nos fue trazado: para perpetuar la especie, como usted dice, doctor, y
sólo para eso. Sí, hemos tomado prestado el único camino posible,
pero que no ha sido despejado para aquello que buscamos...
¿comprende?
Al comienzo, el doctor había prestado apenas atención a ese
discurso que no trataba de entender, intrigado solamente por esa
confusa elocuencia, como si el derrumbe físico hubiese bastado para
despertar a medias en ella una serie de ideas adormecidas.
—Doctor, tendríamos que amar el placer. Gaby decía: "No, pequeña
Maria, es la única cosa en el mundo que no me ha decepcionado
jamás. ¡ Imagínese! ¡ Ay!, el placer no está al alcance de todos... No
estoy hecha a la medida del placer... Sólo él, sin embargo, nos hace
olvidar el objetivo que buscamos y se convierte él mismo en el
objetivo." Embrutézcase, eso es muy fácil decirlo.
El doctor piensa que es muy curioso que ella aplique a la
voluptuosidad el precepto de Pascal referente a la Fe. Para calmarla a
toda costa y para que descanse, le presenta una cucharada de jarabe;
pero, al rechazarla, volvió a ensuciar las sábanas.
—No, no, nada de bromuro: bien puedo tirarlo sobre mi cama, si se
me da la gana. ¡ No es usted el que me lo impedirá!
Y, sin transición, continuó:

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—Siempre, entre aquellos que quise poseer y yo, se extendía ese
país fétido, ese pantano, ese barro... Ellos no comprendían... Creían
que los llamaba para que nos hundiéramos juntos...
Sus labios se movían. El doctor se imaginó que ella murmuraba
nombres y apellidos; se inclinó hacia ella ávidamente, pero no escuchó
a aquel que lo hubiera trastornado. Por algunos segundos, olvidó a su
enferma y no vio más que una mujer mentirosa.
La increpó:
—¡ Igual que las otras, vamos! Tal como las otras, usted busca sólo
eso también: el placer... Pero si todos, todos buscamos lo mismo...
Ella levantó sus bellos brazos, tapó su cara y gimió largamente. El
doctor murmuró: "¿Pero qué he hecho? ¡ Estoy loco!" Renovó la
compresa, llenó de nuevo una cuchara con el jarabe y sostuvo un poco
la cabeza dolorida. María consintió en beber al fin; y después de un
silencio:
—Sí, yo también, yo también. Pero, ¿usted sabe, doctor, cuando
vemos los rayos y escuchamos simultáneamente el trueno? ¡Pues bien,
en mí, el placer y la repugnancia se confunden, tal como el rayo y el
trueno; me golpean juntos. No hay intervalo entre el placer y el asco!
Quedó más tranquila, no habló más. El doctor se sentó en un sillón,
y velaba, llena su cabeza de ideas confusas. Pensó que María dormía,
pero de súbito su voz soñadora, serena, se elevó:
—Un ser que pudiéramos alcanzar; pero no a través de la carne...
que nos poseyera.
Apartó con mano incierta el paño mojado de su frente; luego fue el
silencio de una noche que declina, la hora del más profundo sueño; los
astros han cambiado de lugar, y ya no los reconocemos.

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Su pulso está tranquilo; duerme como un niño cuyo hálito es tan
liviano que tú te inclinas para asegurarte de que está vivo. La sangre
sube a sus mejillas y las ilumina. Ya no es un cuerpo que sufre; su dolor
ya no la protege contra tu deseo. ¿Será necesario que tu carne
atormentada vele mucho tiempo todavía cerca de esa carne
adormecida? Felicidad carnal, piensa el doctor. Paraíso abierto para los
simples... ¿Quién dijo que el amor era un placer del pobre? Yo habría
podido ser el hombre que se tiende cada tarde, una vez terminada su
jornada, al lado de esta mujer; pero ya no sería esta misma mujer...
Habría sido varias veces madre... Todo su cuerpo llevaría las huellas de
lo que ha servido y de lo que se gasta todos los días en menesteres
bajos... No más deseos: sólo sucias costumbres... ¡Amanece ya!
¡ Cuánto tarda esta criada en venir!"
El doctor teme no poder caminar hasta su casa, se convence de
que el hambre lo agota, teme sin embargo la debilidad de su corazón,
corazón del que cuenta los latidos. La angustia física lo libera de su
tristeza amorosa; pero ya, sin que nada se advierta,
imperceptiblemente el destino de Maria Cross se desprende del suyo:
las amarras se han roto, las anclas han sido levadas, el barco se
mueve y nadie sabe todavía que se mueve; pero en una hora más, sólo
será una mancha sobre el mar. El doctor muchas veces había
observado que la vida no sabe de preparativos: desde su adolescencia,
los objetos de su ternura han desaparecido casi todos bruscamente,
arrancados por otra pasión, o, en forma más humilde, se habían
cambiado, habían dejado la ciudad y no habían vuelto a escribir. No es
la muerte la que nos arrebata aquellos que amamos; por el contrario,
los conserva para nosotros y los fija en su juventud adorable: la muerte
es la sal de nuestro amor; la vida es la que disuelve el amor. Mañana el

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doctor estará tendido, enfermo, y su mujer estará sentada a su
cabecera. Robinson vigilará la convalecencia de Maria Cross y la
enviará a los baños de Luchon, porque su mejor amigo se encuentra
instalado ahí y hay que ayudarlo a hacerse una clientela.
En el otoño, el señor Larousselle, llamado a menudo por sus
negocios a París, decidirá arrendar cerca del Bois un departamento y le
propondrá a Maria Cross vivir en él, ya que ella prefiere morir, antes
que volver a la casa de Talence, a los tapices rotos, a las cortinas
llenas de hoyos, y a seguir soportando los insultos de los bordeleses.
La criada entró en el cuarto. Aunque el doctor no se hubiera sentido
tan débil, hasta el punto de no poder ocupar su espíritu sino con esta
misma debilidad, o hubiese estado lleno de fuerzas y de vida, ninguna
voz interior le advertía que debía mirar por largo rato a María Cross
dormida. No volvería jamás a esta casa; sin embargo, dijo a la criada:
"Volveré esta tarde... Déle otra cucharada de bromuro, si empieza a
agitarse." Titubeaba, tenía que sujetarse a los muebles y por lo mismo,
fue la única vez que, al dejar a María Cross, no volvió atrás.
Esperaba que el aire fresco de las seis azotaría su sangre, pero tuvo
que detenerse a los pies de la entrada; sus dientes castañeteaban.
Había atravesado tantas veces en pocos minutos este jardín, cuando
volaba hacia su amor, y ahora miraba el portón un poco más hacia allá
y pensaba que no tendría fuerzas para alcanzarlo. Se arrastra en la
bruma, piensa en volver sobre sus pasos; no podrá nunca caminar
hasta la iglesia, donde tal vez encontraría socorro. Por fin llegó al
portón; tras la reja, un coche: el suyo; reconoce a través del vidrio
levantado, el rostro inmóvil como de una muerta de Lucie Courréges.
Abre la puerta, se desploma contra su mujer, apoya la cabeza en su
hombro, pierde el conocimiento.

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—No te agites; Robinson está pendiente de todo en el laboratorio;
atiende a tus enfermos... En este momento está en Talence, tú sabes
dónde... No hables.
El doctor observa, desde el fondo del abismo, la angustia de las
señoras, percibe, tras la puerta, los cuchicheos. No duda de que está
enfermo y no cree nada de sus observaciones: "Una simple gripe...
pero en el estado anémico en que te encuentras es delicado." Pide ver
a Raymond, pero Raymond siempre ha salido: "Vino mientras dormías
y no quiso despertarte." La verdad es que, hace tres días, el teniente
Basque busca en vano a Raymond por Burdeos; sólo estaba en el
secreto un policía aficionado: "Sobre todo, que no se sepa nada..."
Pasados seis días, Raymond entró una tarde en el comedor,
mientras comían, enflaquecido, el rostro descompuesto, las huellas de
un puñetazo bajo el ojo derecho. Comía vorazmente y ni las mismas
niñitas se atrevieron a interrogarlo. Preguntó a su abuela dónde se
encontraba su padre:
—Está con gripe... no es nada, pero estamos preocupados a causa
de su corazón. Robinson dice que no se le puede dejar solo. Velaremos
por él tu madre y yo.
Raymond declaró que era su turno esa noche. Y como Basque se
atreviese a decir: "Harías mejor en ir a dormir; si vieras tu cara...",
declaró que no experimentaba ninguna fatiga, que había dormido muy
bien, estos días.
—En Burdeos no faltan camas, vosotros lo sabéis.
Esto fue dicho en un tono tal que Basque agachó la nariz. Más
tarde, cuando el doctor abrió los ojos, vio a Raymond parado, y
atrayéndolo hacia él, dijo: "Hueles a almizcle... No necesito nada; anda
a acostarte." Pero, hacia la medianoche, nuevamente fue arrancado de

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su sopor por las idas y venidas de Raymond en el cuarto. El
adolescente había abierto de par en par la ventana e inclinaba su
cuerpo, gruñendo: "La noche está sofocante..." Algunas mariposas
entraron. Raymond se quitó su chaqueta, su chaleco, su cuello, y volvió
a sentarse en el sillón; el doctor escuchó algunos minutos después, una
respiración regular. Cuando amanecía, el enfermo despertó antes que
aquel que lo velaba y estupefacto contempló a su hijo, con la cabeza
colgando y sin hálito, como muerto por el sueño. La manga de su
camisa estaba rota sobre el brazo musculoso, color cigarro, donde
aparecía un tatuaje como aquellos que saben dibujar los marineros.

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CAPITULO UNDÉCIMO

La puerta giratoria del pequeño bar no cesaba de dar vueltas;


alrededor de las parejas que bailaban apretábase un círculo de mesas,
y bajo los pies, como si fuera la piel de la tristeza, recogíase el tapiz de
cuero: en límites tan estrechos sólo se podía bailar de una manera
vertical. Sentados en las banquetas, las mujeres reían al ver en sus
brazos aplastados los unos contra los otros, la huella roja de una
involuntaria caricia. Aquella que se llamaba Gladys y su compañero se
colocaban sus abrigos :
—¿Entonces ustedes no vienen con nosotros?
Larousselle dijo que se iban justo cuando comenzaban a divertirse.
Sus dos manos hundidas en los bolsillos, balanceando los hombros, el
vientre provocativo, Larousselle se encaramó sobre un alto taburete;
hizo reír al barman y a unos jóvenes frente a los cuales se vanaglorió
de poseer el secreto de un cóctel afrodisíaco. Maria, sola en su mesa,
bebió un trago más de champaña y dejó la copa. Sonreía al vacío,
indiferente a la presencia de Raymond — el cual estaba muy ocupado
no se sabía con qué pasión —, separada y defendida de él por aquello
que se acumula durante diecisiete años en una vida. Aturdido y ciego
por la zambullida, Raymond surgía desde el fondo de los años muertos,
subía a la superficie. Sin embargo, aquello que le pertenecía de ese
pasado confuso era sólo un delgado camino rápidamente recorrido
entre espesas tinieblas; el hocico a ras de tierra había seguido la pista
ignorando todas las otras que cruzaban la suya... Ha pasado ya el

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tiempo de soñar: a través del humo y las parejas, Maria Cross le ha
lanzado una mirada que ha esquivado rápidamente. ¿Por qué no le ha
sonreído? Raymond se espanta de que, después de tantos años, bajo
la mirada de esa mujer, vuelve a ser el adolescente que fue: tímido,
enredado en un deseo que disimula. Ese famoso Courréges, célebre
por sus audacias, estremécese esta tarde porque de un momento a
otro Maria Cross puede levantarse y desaparecer. ¿Se atreverá a hacer
algo? Sufre de esa fatalidad que nos condena a la elección exclusiva,
inmutable, que una mujer hace en nosotros de ciertos elementos,
mientras desconocerá para siempre todos los otros. No hay nada que
hacer contra las leyes de esta química; cada ser con que nos
tropezamos desprende en nosotros una parte que es siempre la misma
y que, por lo general, hubiésemos querido disimular. Nuestro dolor
consiste en ver cómo el ser amado forma ante nuestros ojos la imagen
que se hace de nosotros; anula nuestras más preciosas virtudes, y
deja, a plena luz, aquella debilidad, ese ridículo, ese vicio... Nos impide
su visión, nos obliga a adaptarnos en todo lo que a nosotros respecta, a
su estrecha idea. No sabrá jamás que, ante los ojos de cualquier otro,
cuyo afecto no tiene ningún valor, nuestras virtudes estallan, nuestro
talento resplandece, nuestra fuerza parece sobrenatural, nuestro rostro
el de un dios.
De nuevo adolescente vergonzoso bajo la mirada de Maria Cross,
ya no deseaba vengarse: su humilde deseo consistía en que esta mujer
conociese su carrera amorosa y todas sus victorias desde el momento
en que, despedido de Talence, fue inmediatamente cazado, alimentado
por una norteamericana que lo tuvo seis meses en el Ritz (la familia
creía que estaba en París preparando unas oposiciones). Pero es eso,
justamente, lo que no es posible, piensa: revelarse a Maria Cross

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diferente a lo que fue en el salón "lujo y miseria", ahogado por los
cortinajes, ese día en que ella repetía sin mirarlo: "Necesito estar sola,
Raymond, compréndame : necesito estar sola."
Era la hora en que la gran masa se retira: pero los clientes del
pequeño bar permanecían allí, pues, al desembarazarse de sus abrigos
se quitaban de encima su dolor cotidiano. Esa joven de rojo giraba feliz,
extendidos sus brazos como alas, y el hombre la sujetaba de las
caderas: ¡ qué dichosos eran esos dos fugitivos unidos en pleno vuelo!
Sobre sus dos enormes hombros un norteamericano llevaba la cabeza
rasurada de un niño: atento a los mandatos de un dios interior,
improvisaba pasos de baile, tal vez obscenos, y como lo aplaudieron
saludó torpemente, con una sonrisa de niño dichoso.
Víctor Larousselle había vuelto a sentarse frente a Maria, y algunas
veces se daba vuelta para mirar a Raymond. Su ancho rostro de un
rojo vinoso (excepto bajo las bolsas parduscas de los ojos) mendigaba
un saludo. En vano Maria le suplicaba que mirara a otro lado: lo que
Larousselle no podía soportar en París era ese número infinito de
cabezas que él no conocía. En su ciudad no existían rostros que no le
recordasen un nombre, una relación familiar que no pudiese situar, de
una sola mirada, ora a su derecha, entre las gentes a las cuales uno
muestra cortesía, ora a la izquierda, entre los reprobados que se
conocen, pero a los cuales no se saluda. Nada hay de más común que
esta memoria de los rostros cuyo privilegio es atribuido por los
historiadores a los grandes hombres: Larousselle recordaba a
Raymond por haberlo visto en la berlina de su padre en tiempos
pasados y por haberle dado, en esa ocasión, palmaditas en las mejillas.
En Burdeos, sobre la acera de la intendencia, no habría dado muestra
de reconocerlo; pero aquí, aparte de que no se acostumbraba a la

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humillación de no ser reconocido por nadie, su secreto deseo era que
Maria no quedara sola mientras él se hacía el gracioso con aquellas
dos pequeñas rusas. Atento a los gestos de Maria, Raymond supone
que ella impide a Larousselle que le dirija la palabra; se convence de
que, después de diecisiete años ella ve siempre en él un animal torpe y
avergonzado. El joven oyó cómo gruñía el bórdeles: "¡Además lo
quiero, eh, eso te basta!" Una sonrisa enmascaró el rostro malo de ese
hombre, el cual se dirigió a Raymond con la seguridad de las personas
convencidas de que un apretón de manos es un favor: "¿No se
equivocaba? ¿Era el hijo de ese buen doctor Courréges ? Su mujer
recordaba muy bien haber conocido a Raymond cuando era pequeño,
durante el tiempo en que el doctor la cuidaba..." Arrebató el vaso del
joven y lo obligó a sentarse cerca de Maria, la cual pronto retiró su
mano apenas la hubo tendido; Larousselle sentóse por un instante, y
después se levantó, y sin disimular:
—Con permiso, ¿no?... Un instante...
Ya se había reunido con las rusas en el mesón: a pesar de que
podía volver de un momento a otro y nada era más urgente para
Raymond que aprovechar este minuto, el joven permaneció silencioso.
Maria volvía la cabeza; sentía el olor de sus cabellos cortos, y vio, con
profunda emoción, que algunos eran blancos. ¿Algunos? Miles, tal
vez... La boca un poco tosca, gruesa — fruto milagrosamente intacto
aún — concentraba en sí toda la sensualidad de ese cuerpo y dejaba
una luz muy pura en los ojos, en la frente descubierta. ¡ Ah!, ¿ qué
importaba que la ola del tiempo hubiese batido, lentamente roído,
ablandado su cuello, su garganta ? Dijo sin mirar al joven:
—Realmente mi marido es de una indiscreción...

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Raymond, como si hubiera tenido dieciocho años, demostró su
estupor al saberla casada.
—¿No lo sabía? ¡Vamos! ¡Todo el mundo lo sabía en Burdeos!
Había resuelto oponer a Raymond un frío silencio; pero pareció
confundida al comprobar que existía un hombre en el mundo —
especialmente un bórdeles — que no sabía que ella se llamaba ahora
la señora de Larousselle. El se excusó diciendo que no vivía en
Burdeos desde hacía mucho tiempo. Ella, entonces, no pudo dejar de
violar su promesa de silencio: el señor Larousselle se había decidido un
año después de la guerra... Dudaba desde mucho tiempo, debido a su
hijo...
—Bertrand, apenas desmovilizado, nos suplicó que finiquitáramos el
matrimonio. No tenía ningún interés; cedí ante consideraciones muy
altas...
Agregó que habría vivido en Burdeos :
—...Pero Bertrand está en el Politécnico; el señor Larousselle pasa
aquí quince días al mes; esto constituye un hogar para el chico.
De súbito, tuvo vergüenza de haberse entregado; de nuevo distante,
preguntó:
—¿ Y el querido doctor ? La vida nos separa de nuestros mejores
amigos.
¡ Qué alegría sería para ella volver a verlo! Pero como Raymond le
tomara la palabra para decirle: "Justamente mi padre está en París, en
el Grand—Hotel; estaría encantado. .." Ella giró en redondo y puso cara
de no haber escuchado. Impaciente por irritarla, por desencadenar su
cólera, se hizo, por fin, el valiente, y se atrevió a tratar el quemante
tema :

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—¿Ya no me guarda rencor por mi torpeza? ¡Sólo era un niño
grosero pero candido en el fondo! Dígame que no me guarda rencor.
—¿Guardarle rencor?
Fingió no comprenderlo; luego:
—¡ Ah! Usted alude a aquella escena absurda... No tengo nada que
perdonarle; creo, más bien, que estaba loca en esa época. ¡ Tomar en
serio a un mocoso como usted ! ¡ Eso me parece tan desprovisto de
interés hoy día! ¡ Si supiera cuan lejos está de mí!
Ciertamente la había irritado, pero no como había creído. Todo
aquello que le recordara la antigua María Cross le daba horror; pero
sólo juzgaba ridicula su aventura con Raymond. Desconfiaba,
preguntábase si él había sabido que tal vez había querido morir... No;
hubiese estado más orgulloso, no tendría ese aire tan humilde.
Raymond lo había previsto todo menos lo peor... menos esa
indiferencia.
—En ese entonces vivía replegada en mí misma. Le daba infinita
importancia a simples extravíos. Me parece que usted me habla de otra
mujer.
Raymond sabía que la cólera y el odio son prolongaciones del amor.
Si él hubiese podido despertarlos en María Cross su causa hubiese
podido tener esperanzas, pero él sólo provoca el aburrimiento de esa
mujer, su vergüenza por haberse entregado en otro tiempo a juegos tan
miserables en tan pobre compañía. Y como agregara en tono de burla:
—¿Entonces usted creía que esas tonterías podían tener
importancia en mi vida?
El gruñó diciendo que habían tenido importancia en la suya,
confesión que nunca se había hecho a sí mismo y que se le escapaba.

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No sospechaba que esa pobre historia de su adolescencia había
cambiado su destino; sufría, oía la voz tranquila dé María Cross:
—Bertrand tiene mucha razón al decir que no empezamos a vivir
nuestra verdadera vida sino después de los veinticinco o treinta años.
Raymond sentía confusamente que eso no era verdad y que, al final
de la adolescencia, todo aquello que debe cumplirse ha echado raíces
en nosotros. En el umbral de nuestra juventud, las cartas están
echadas: no va más; tal vez están echadas desde nuestra infancia: esa
inclinación, enterrada en nuestra carne antes de haber nacido, ha
crecido como nosotros, se ha combinado con la pureza de nuestra
adolescencia, y cuando hemos alcanzado la madurez florece
bruscamente su monstruosa flor.
Raymond, desamparado, alzado todo él contra esta mujer
inaccesible, recordó entonces lo que tan ardientemente había deseado
hacerle saber a ella, y aunque tenía, a medida que hablaba, la
certidumbre de que sus palabras eran las menos oportunas, dijo que
"por cierto esta historia no le había impedido conocer el amor... ¡y de
qué manera! Había tenido, sin lugar a dudas, más cantidad de mujeres
que ningún otro muchacho a su edad, mujeres que valen la pena: no
hablaba de las mujeres de la calle... María Cross le había traído más
bien suerte". María echó la cabeza hacia atrás, y con los ojos
entrecerrados, lo interrogaba con aire de repugnancia: de qué se
quejaba...
—... Ya que sin duda para usted sólo existe esa porquería.
Encendió un cigarrillo, apoyó contra el muro su nuca afeitada,
siguió, a través del humo, las volteretas de tres parejas. Como la
orquesta se tomó un descanso, los hombres se desprendieron de las
mujeres y batieron palmas tendiendo luego las manos a los negros con

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un gesto suplicante, como si su vida hubiese dependido de ese bullicio;
los negros misericordiosos desencadenaron el jazz, y los fugitivos,
entonces, llevados por el ritmo, volaron otra vez acoplados.
Raymond, sin embargo, consideraba con odio a esta mujer de pelo
corto que fumaba, a esta María Cross; buscó y encontró al fin la
palabra que necesitaba para que se pusiera fuera de sí:
—De todas maneras, usted está aquí.
Ella comprendió que él quería decir: volvemos siempre a nuestros
primeros amores. Tuvo el placer de ver cómo enrojecía su rostro y
fruncía las cejas:
—Siempre he detestado este tipo de lugares: ¡ usted me conoce
muy mal! Su padre tiene que recordar mi martirio cuando el señor
Larousselle me arrastraba al Lion—Rouge. De nada serviría que yo le
dijese a usted que estoy aquí por deber: sí, por deber... Pero un hombre
como usted ¿qué puede entender de mis escrúpulos? Es el propio
Bertrand el que me aconseja ceder, en una medida razonable, a los
gustos de mi marido. Si quiero mantener cierta influencia, no debo tirar
demasiado de la cuerda. Bertrand tiene un criterio muy amplio, usted
sabe: me suplicó que obedeciera a su padre que quería que me cortara
el pelo...
Basta que María pronuncie el nombre de Bertrand para que se
sienta menos tensa, apaciguada, enternecida. Raymond vuelve a ver
en pensamientos una avenida desierta del Parc—Bordelais a las cuatro
de la tarde y un niño sofocado que lo persigue; oye su voz llena de
lágrimas: "Devuélveme mi cuaderno..." Ese niño debilucho, ¿en qué
clase de hombre se ha transformado? Raymond, trata de herir:
—Usted tiene ahora un hijo mayor... No, ella no está herida; sonríe
dichosa:

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—Es cierto que usted lo conoció en el colegio... De súbito, Raymond
existe ante sus ojos: es un condiscípulo de Bertrand.
—Es verdad, un hijo mayor; pero un hijo que, a la vez, es amigo, un
maestro. Usted no se imagina lo que le debo...
—Sí, usted me lo dijo: le debe su matrimonio.
—Efectivamente, mi matrimonio: pero eso es lo de menos. Me
reveló... no, no, usted no puede comprender. Aunque pensaba hace un
momento que usted había sido su compañero. Me gustaría saber cómo
era de niño; muchas veces, se lo he preguntado a mi marido; parece
increíble que un padre no sepa qué decir sobre su hijo: "un niño
simpático, igual a todos", me repetía. Verdad que no parece que usted
haya sabido observarlo mejor. ¡En primer lugar, usted es mucho mayor
que él!
Raymond protesta:
—Cuatro años, eso no es nada — y agrega: — Recuerdo a un
mocoso con cara de mujer.
Ella no se enojó, pero le contestó con apacible desdén que se
imaginaba perfectamente que no habían sido hechos como para
entenderse. Raymond comprendió que a los ojos de Maria, su hijastro
planeaba sobre él, a distancia inconmensurable. Ella pensaba en
Bertrand; había bebido champaña y sonreía a los ángeles; golpeó
también con sus manos, como los fugitivos desunidos, para que la
música ayudara en su encantamiento. ¿Qué quedaba, en la memoria
de Raymond, de esas mujeres que él había poseído? Algunas ni
siquiera las reconocería. Pero durante esos diecisiete años, no ha
transcurrido un solo día en que no haya recordado ese rostro, lo haya
insultado, acariciado, ese rostro cuyo perfil puede contemplar tan de
cerca, esa tarde. Maria estaba tan lejos de él esa tarde que no lo pudo

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soportar y para acercarse a ella, pronunció de nuevo el nombre de
Bertrand:
—¿Deja pronto el Politécnico?
Respondió con complacencia que era su último año; había perdido
cuatro años a causa de la guerra; pensaba que saldría entre los
primeros. Y como Raymond agregara que, sin duda, Bertrand,
sucedería a su padre, Maria protestó diciendo que le darían tiempo
para que reflexionara.
Por lo demás, ella estaba segura de que se impondría en cualquier
parte. Raymond no comprendía nunca el valor de esa alma:
—En el Politécnico, su influencia es extraordinaria... Pero no sé por
qué le digo estas cosas...
Pareció que bajaba de las nubes, cuando le preguntó: "Y usted,
¿qué hace?"
—Negocios... vagabundeo un poco...
Repentinamente, su vida le pareció miserable. Apenas si ella lo
había escuchado: no lo despreciaba; simplemente, no existía ante sus
ojos. Levantándose a medias, Maria hacía señales a Larousselle, que
seguía perorando sobre su taburete ; él gritó : "¡ Todavía otro minuto!"
Ella dijo en voz baja: ¡Está tan rojo! Bebe demasiado..." Los negros
envolvían sus instrumentos, como si fueran niños dormidos. Sólo el
piano parecía no poder detenerse: una pareja daba vueltas todavía; el
resto, sin separarse, se había desplomado. Ha llegado la hora, que
Raymond Courréges saboreara tantas veces: la hora en que las garras
se esconden, los ojos se llenan de dulzura, la voz ensordece y las
manos insidiosas... En otra época, sonreía, pensaba en lo que vendría
después: cuando al salir del cuarto, al rayar el alba, el hombre se
alejaba, silbando bajo y dejando tras él, atravesado en la cama, un

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cuerpo molido, como si estuviera asesinado... ¡Ah! ciertamente, ¡no
habría abandonado así a Maria Cross! Toda su vida no hubiera bastado
para hartarse de esa mujer. No se ha dado cuenta de que él ha
acercado su rodilla a la suya: ni siquiera siente el contacto; ha perdido
su poder frente a ella; sin embargo, él la tuvo al alcance de su mano,
en esos años transcurridos; ella creyó amarlo. El no sabía; sólo era un
niño, ella debió advertirle lo que exigía de él; ningún capricho lo habría
desalentado; habría avanzado tan lentamente como ella lo hubiese
deseado; sabía, según la necesidad, suavizar su furor... Ha—bría
sabido hacerle saborear la felicidad... Demasiado tarde ahora: pasarían
siglos antes de que se volviera a renovar la conjunción de sus destinos
en el tranvía de las seis. Levantó los ojos, miró en los espejos su
juventud que pasaba, vio asomarse las señales de la decrepitud: ha
pasado el tiempo de ser amado; es el tiempo de amar, si eres digno de
ello. Posó su mano sobre la mano de María Cross:
—¿Recuerda el tranvía?
Ella se alzó de hombros y sin volverse tuvo la audacia de preguntar:
"¿Cuál tranvía?" Luego, para no darle tiempo de contestar:
—¿Sería tan amable de ir a buscar al señor Larousselle y reclamar
la contraseña del guardarropa?... De otra manera, no partiremos nunca.
Parecía no escuchar. Ella había dicho intencionadamente : "¿Qué
tranvía?" Raymond hubiera querido decirle que nada contaba en su
vida fuera de esos minutos en que estuvieron sentados frente a frente,
en medio de esos pobres que, muertos de sueño, dejaban caer sus
rostros tiznados: un diario se resbalaba de entre esas pesadas manos;
esa mujer, con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un
folletín y sus labios se movían como si estuvieran rezando. Gotas de
tormenta cavaban el polvo de aquel pequeño camino, tras la iglesia de

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Talence; un obrero en bicicleta adelantaba al tranvía, el cuerpo doblado
sobre el volante, llevaba, cruzándole el cuerpo, una bolsa de tela de
donde salía una botella. Un follaje polvoriento semejaba, a través de las
rejas, manos que buscan agua.
—Le ruego que sea amable y me traiga a mi marido; no está
acostumbrado a beber tanto; debería haberlo retenido; no soporta el
alcohol.
Raymond, que había vuelto a sentarse, se levantó y de nuevo le
causó horror su reflejo en los espejos. ¿De qué sirve ser joven todavía?
Es verdad que todavía pueden amarnos, pero ya no elegimos. Todo es
posible para aquel que posee el efímero esplendor de la primavera del
ser humano... Cinco años menos y Raymond piensa que no habría
desesperado de su suerte: sabía, mejor que ningún otro, todo lo que
podía vencer un hombre en su primera juventud; antipatías,
preferencias, pudores, remordimientos en una mujer ya usada; todo lo
que despierta en materia de curiosidades, de apetitos. Ahora se creía
desarmado y miraba su cuerpo como si en la víspera de un combate
hubiera mirado una espada rota.
—Si usted no se decide a ir, iré yo misma. Lo hacen beber... ¿Cómo
podré traerlo de vuelta?... ¡Qué vergüenza!
—Qué diría su Bertrand, si la viera aquí a mi lado, y su padre allá...
—Lo comprendería todo: lo comprende todo.
En ese momento retumbó, del lado del bar, el ruido de un cuerpo
macizo que se derrumbaba. Raymond se precipitó, y con la ayuda del
barman, quiso levantar a Victor Larousselle, el cual tenía las piernas
enredadas en el taburete derribado; su mano convulsa, llena de sangre,
no soltaba una botella rota. María, temblando, tiró sobre los hombros
del padre de Bertrand una pelliza y levantó su cuello para ocultar el

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rostro violeta. El barman decía a Raymond que pagara la cuenta, "que
nunca se sabía si se trataba de un ataque o no", y lo llevó casi hasta el
taxi, tanto miedo le daba verlo “reventar” antes de que hubiese
traspasado la puerta.
María y Raymond, sentados en la bigotera, mantenían al ebrio
acostado; una mancha de sangre se ensanchaba sobre el pañuelo
alrededor de la mano herida. María gemía : "Esto no le sucede nunca...
debería haber recordado que no soporta el vino... ¿Me jura guardar
silencio?" Raymond exultaba, saludaba con inmensa alegría este
retorno de la fortuna. No, no podía haberse separado de María Cross
esa tarde. ¡ Qué locura haber dudado de su buena estrella ! A pesar de
que estaban al final del invierno, la noche estaba fría; una capa de
granizo blanqueaba la plaza de la Concordia bajo la luna. Raymond
retenía, inmóvil, en el fondo del coche, esta masa de donde salían
palabras confusas, eructos. María abrió un frasco de sales, y al joven le
gustó ese olor avinagrado; se calentaba contra el fuego del cuerpo
bienamado, aprovechaba las breves llamas de cada farol para llenar
sus ojos con la imagen de ese bello rostro humillado. Por un momento
tomó ella entre sus manos esa pesada cabeza de viejo que causaba
horror mirarla y se parecía a Judit.
Deseaba, sobre todas las cosas, que el portero no se diera cuenta
de nada y se sintió muy feliz de poder aceptar los servicios de
Raymond, para arrastrar al enfermo hasta el ascensor. Apenas lo
habían extendido en una cama, cuando vieron que su mano sangraba
abundantemente y que tenía los ojos en blanco. María perdía la
cabeza, torpe, incapaz de prodigar ninguno de los cuidados familiares a
otras mujeres... ¿Tendría que despertar a los sirvientes en el séptimo
piso ? ¡ Pero qué escándalo sería! Decidió telefonear a su médico, que

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debía de haber descolgado el interruptor, pues nadie le respondió.
Estalló en sollozos. Raymond recordó entonces que su padre estaba en
París, tuvo la idea de llamarlo y se lo propuso a María. Sin darle ni las
gracias, buscó inmediatamente, en la guía de teléfonos, el número del
Grand—Hotel.
—Justo el tiempo de vestirse y coger un taxi, y ya mi padre está
aquí.
Esta vez, Maria le tomó la mano; abrió una puerta, y dio la luz:
—¿Quiere esperar ahí? Es el cuarto de Bertrand.
Dijo que el enfermo había vomitado y que se encontraba mejor; pero
la herida todavía le inquietaba. Raymond, cuando ella se hubo ido, se
sentó y abotonó su pelliza: el radiador calentaba poco. Le parece
escuchar todavía la voz adormecida de su padre: ¡ de cuan lejos
parecía venir! Hacía tres años que no se veían: desde la muerte de la
abuela Courréges. En esa época, Raymond se encontraba en grandes
dificultades de dinero; tal vez había reclamado su dote demasiado
brutalmente; pero eso en particular había picado a lo vivo al muchacho
y había precipitado la ruptura: también las amonestaciones de su padre
refiriéndose a medios de existencia que daban horror a ese hombre
timorato; los trabajos de corredor de comercio, de intermediario, le
parecían indignos de un Courréges; había pretendido exigir de
Raymond que buscara una ocupación regular... Estará ahí en algunos
instantes más. ¿Lo abrazará o simplemente le dará la mano?
Raymond se interroga, pero un objeto lo atrae, lo retiene: la cama
de Bertrand Larousselle: una cama de hierro tan estrecha, tan correcta
bajo su colcha de cretona de flores, que Raymond estalla de risa: cama
de solterona o de seminarista. Paredes desnudas, salvo una sola,
tapizada de libros; la mesa de trabajo está ordenada como una

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conciencia tranquila. "Si Maria viniera a mi casa, piensa Raymond,
cambiaría..." Vería un diván tan bajo que se confunde con las
alfombras; toda criatura que se aventura en esa media luz goza de una
peligrosa desorientación, la tentación de ceder a gestos que la
comprometerán tan poco como aquellos que osara hacer en otro
planeta, como aquellos que vuelven inocente el sueño... Pero en el
cuarto donde Raymond esperaba, esa noche, ninguna cortina ocultaba
los vidrios helados por la noche de invierno: su habitante quería sin
duda que lo despertara el alba, antes que hubieran tocado la primera
campana. Raymond no sabe discernir los signos de una vida pura; ese
cuarto hecho para la oración le hace pensar que el rechazo del amor,
su no aceptación, son aplazamientos hábiles de donde saca beneficio
el placer. Descifró algunos títulos de libros, y gruñó: "¡No! ¡pero qué
idiota!" Nada le era más ajeno que esas historias de otro mundo, nada
le causaba más repugnancia. ¡ Su padre tardaba en venir! No quería
seguir solo, se sentía burlado por ese cuarto. Abrió la ventana y miró
los techos bajo la luna tardía.
—Su padre está ahí.
Cerró la ventana, y siguió a María al cuarto de Victor Larousselle:
vislumbró una sombra inclinada sobre la cama, reconoció sobre una
silla el enorme sombrero hongo de su padre, su bastón con
empuñadura de marfil (su caballo, en el pasado, cuando jugaba al
caballo); pero al enderezarse el doctor, no lo reconoció. Ese anciano
que le sonreía, que lo atraía hacia él, sabía que era su padre.
—Nada de tabaco, nada de alcohol, nada de café; carnes cocidas al
mediodía, y nada de carne por la noche. Así vivirá un siglo... ¡Vamos!

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El doctor repitió: "Vamos", con voz distraída, como cuando se tiene
el pensamiento en otra parte. Sus ojos no se apartaban de María, que
al verlo inmóvil, tomó la iniciativa, abrió la puerta y le dijo:
—Creo que ahora todos necesitamos dormir.
El doctor la siguió al vestíbulo; repetía con tímida voz: "De todos
modos es una suerte habernos encontrado..." Al vestirse de prisa, hacía
un rato, y después en el taxi, había decidido que esta corta frase sería
interrumpida por María Cross y que ella exclamaría: "Ahora que lo he
recuperado doctor, no lo suelto más." Pero no era eso lo que ella había
contestado, cuando, desde el umbral, él se había apresurado a decir:
"De todos modos, es una suerte..." Repetía, por cuarta vez, la frase
preparada, como si, a fuerza de insistir, surgiera la respuesta esperada.
No; María le tendía su abrigo, no se impacientaba a pesar de que él no
encontraba la manga; ella decía con suavidad :
—Es cierto que el mundo es pequeño. ¿No nos hemos encontrado
esta noche ? Podemos volver a encontrarnos de nuevo.
Como ella fingiese no oír esta observación del doctor: "Tal vez
deberíamos ayudar a la suerte...", el doctor elevó el tono de voz :
—¿No cree usted, señora, que nos sería posible ayudar un poco a
la suerte?
¡ Cuan embarazosos serían los muertos si volvieran! Vuelven a
veces, guardando de nosotros una imagen que desearíamos
ardientemente destruir, llenos de recuerdos que apasionadamente
deseamos olvidar. Cada ser vivo se siente embarazado con esos
náufragos que el reflujo trae de nuevo.
—Ya no soy la mujer perezosa que usted conoció, doctor; voy a
tenderme un rato, porque debo levantarme a las siete de la mañana.

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Se sintió lastimada de que él no replicara nada. Estaba harta de
sentirse devorada con ojos tenaces por ese anciano que repetía:
"¿Entonces, usted no cree que podamos ayudar al azar? ¿No?"
Respondió con una amabilidad un poco seca, que él sabía su dirección:
—Yo no voy casi nunca a Burdeos... Pero usted tal vez...
¡ Era tanta amabilidad de su parte haberse molestado!
—Si se apaga la luz de la escalera, el interruptor está ahí.
El no se movía, se obstinaba: ¿Se había resentido ella con su
caída? Raymond emergió de la sombra y preguntó:
"¿Qué caída?" Ella sacudió la cabeza exasperada y dijo con gran
esfuerzo:
—¿Sabe usted lo que sería muy agradable, doctor? Podríamos
escribirnos... Ya no soy una corresponsal empedernida; pero, en fin, por
tratarse de usted...
El respondió:
—Escribirse no es nada. ¿Para qué sirve escribir si no podemos
vernos?
—¡ Pero justamente por eso! ¡ Porque no podemos vernos!
—No, no: aquellos que están seguros de no volver a verse ¿cree
usted que desean prolongar artificialmente su amistad mediante una
correspondencia? Especialmente cuando uno se da cuenta de que para
el otro es un clavo... Uno se hace cobarde al envejecer, María. Ya
tuvimos nuestra parte; tememos un aumento de pena.
Nunca le había revelado tanto; ¿comprendería al fin? Ella estaba
distraída en ese momento, porque Larousselle la llamaba, porque eran
las cinco de la mañana y porque tenía prisa por desembarazarse de los
Courréges.

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—¡ Pues bien! Seré yo la que le escriba, doctor, y usted tendrá la
molestia de contestarme.
Pero más tarde, una vez que hubo cerrado y pasado el cerrojo por la
puerta de entrada, volvió a su cuarto, donde su marido la oyó reír.
—¿Sabes lo que estoy pensando? ¿No te burlarás? Parece que el
doctor estuvo algo enamorado de mí, en Burdeos. .. a mí no me
extrañaría mucho.
Víctor Larousselle respondió con voz pastosa que no estaba celoso;
y repitió una de sus antiguas bromas: "Otro que está maduro para la
fría piedra." Agregó que el pobre hombre sin duda había tenido un
pequeño ataque; muchos de sus clientes no se atrevían a dejarlo y
consultaban en secreto otros médicos.
—¿Ya no te duele el corazón? ¿No te molesta la mano? No, no
sufría:
—Con tal de que en Burdeos no se sepa lo que me ha ocurrido esta
noche... ¿Tal vez el chico Courréges, podría... ?
—No va nunca a Burdeos. Duerme.,, voy a apagar la luz.
Se sentó en la sombra y no volvió a moverse hasta que un tranquilo
ronquido se elevó. Salió para ir a su cuarto, dudó ante la puerta
entreabierta de Bertrand, y sin poder contenerse, empujó la puerta,
olfateó furiosa, y percibió un olor a tabaco, un olor humano: "Tengo que
haber perdido la cabeza para introducir aquí a ese..." Abrió la ventana
para que entrara por ella el viento del alba y se arrodilló un instante al
pie de la cama; sus labios se movieron; apoyó sus ojos en la almohada.

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CAPITULO DUODÉCIMO

Tal como en otra época una berlina cerrada, chorreando agua sus
cristales, transportaba al doctor y a Raymond en un camino de arrabal,
un taxi los llevaba ahora, sin que entre ambos se intercambiaran
palabras como en esas mañanas olvidadas. Pero no se trataba del
mismo silencio: Raymond sostenía la mano del anciano que se
desplomaba un poco sobre él. Dijo:
—No sabía que se hubiera casado.
—No se lo dijeron a nadie; al menos lo creo, espero que sea así...
—En todo caso, a mí no me lo dijeron.
Se comentaba que el joven Bertrand había insistido en regularizar
esta situación. El doctor citó estas palabras de Víctor Larousselle:
"Hago un matrimonio morganático." Raymond murmuró: "¡Es
fantástico!" Observó de reojo en la pálida luz del amanecer, ese rostro
de ajusticiado, vio moverse los labios blancos. Ese rostro congelado,
esa máscara de piedra le dio miedo; dijo las primeras palabras que se
le ocurrieron:
—¿Cómo está la familia?
Todos estaban bien. Madeleine, especialmente. Se portaba en
forma admirable, decía el doctor; vivía sólo para sus hijas, las sacaba
en sociedad, ocultaba sus lágrimas, se mostraba digna en fin, del héroe
que había perdido. (El doctor nunca dejaba de ensalzar a su yerno,
muerto en Guise, ni dejaba de hacer confesión pública, acusándose de
haberlo desconocido: ¡ Tantos hombres tuvieron en la guerra una

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muerte que no se les parecía!) Catherine, la hija mayor de Madeleine,
era novia del tercero de los jóvenes Michon; esperaban que él
cumpliera veinte años para hacer oficial el noviazgo:
—Sobre todo, no lo digas.
Hizo esta recomendación con la misma voz de su mujer y Raymond
se abstuvo de contestarle: "¿A quién le puede interesar eso en París?"
El doctor se interrumpió, como si hubiera sido asaltado por un dolor
agudo. El joven calculaba: "Tiene sesenta y nueve o setenta años...
¿Se puede sufrir todavía a esa edad, después de tantos años
transcurridos?" Sintió, entonces, su propia herida, tuvo miedo: no, no,
eso pasaría pronto; recordó lo que siempre decía una de sus amantes:
"Cuando sufro en el amor, me ovillo, espero, estoy segura de que el
hombre por el cual deseo morir, mañana ya no me importará nada; el
objeto de tantos sufrimientos, no merecerá una mirada: es terrible amar
y es vergonzoso no hacerlo más..." ¿Por qué motivo ese anciano
sangra desde hace diecisiete años? En esas vidas tan ordenadas, en
esas vidas entregadas al deber, la pasión se concentra, se conserva;
nada la gasta, ningún soplo extraño la evapora; se acumula, se pudre,
se corrompe, emponzoña, corroe el vaso vivo que la encierra. Rodean
el Arco de Triunfo; entre los raquíticos árboles de los Campos Elíseos,
la calzada negra corre como el Erebe.
—Creo que he terminado de vagabundear; me han ofrecido un
puesto en una fábrica: una industria de achicorias. Después de un año
me darían la dirección de ella.
El doctor respondió con voz distraída: "Estoy muy contento, hijito...",
y de súbito:
—¿Cómo la conociste?
—¿A quién?

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—Sabes perfectamente a quién me refiero.
—¿El amigo que me ofrece el puesto?
—No, no: María.
—Hace mucho tiempo. Cuando cursaba filosofía, cambiábamos
algunas palabras en el tranvía, me parece.
—No me lo habías dicho. Recuerdo que una sola vez me contaste
que un amigo te la había mostrado en la calle.
—Posiblemente... Después de diecisiete años, ya no recuerdo muy
bien... ¡Ah sí!; al día siguiente de este encuentro ella me dirigió la
palabra, justamente, para preguntarme noticias tuyas. Me conocía de
vista. Por lo demás, creo que anoche, si no hubiera sido por su marido,
se hubiera hecho la desconocida.
El doctor pareció tranquilizado, se arrinconó. Murmuró: "¿Qué me
importa a mí? ¿Qué puede importar eso?" Hizo el gesto de barrer, con
sus dos manos apretó su rostro, se enderezó y volviéndose un poco
hacia Raymond, haciendo un esfuerzo para escapar de sí mismo y no
tener otra preocupación que la de su hijo:
—Una vez que asegures tu situación, cásate. Y como Raymond
riese, protestase, el anciano volvióse a sí mismo, volvió a caer dentro
de sí:
—No te imaginas lo bueno que es vivir en lo más profundo de una
familia... ¡cómo no! Soportamos los miles de preocupaciones de los
demás; esas mil picaduras atraen la sangre hacia la piel,
¿comprendes? Nos apartan de nuestras secretas heridas, de nuestra
profunda llaga interior; se nos vuelven indispensables... Ya ves: quería
esperar que el congreso terminara, pero es más fuerte que yo: voy a
tomar el tren de las ocho de la mañana... En la vida, lo más importante

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es crearse un refugio. Es necesario, tanto al fin como en el comienzo,
que una mujer nos lleve.
Raymond masculló: "¡Gracias, prefiero reventar!" Miraba al anciano,
empequeñecido, comido por los gusanos.
—No puedes saber lo protegido que me siento entre vosotros. Una
mujer, los hijos, son seres que nos rodean, que nos estimulan, que nos
defienden contra un montón de cosas deseables. Tú, que nunca me
hablabas antes —no te lo reprocho, querido—, no sabes cuántas veces
sentí tu mano sobre mi hombro apartándome dulcemente cuando
estaba a punto de ceder a alguna deliciosa pero tal vez criminal
solicitud.
Raymond gruñó: “¡Qué locura pensar que existen placeres
prohibidos!”
—¡Ah! no somos de la misma especie: en tu caso, yo habría
atropellado con prontitud a la parvada.
—¿Acaso crees que no he hecho sufrir a tu madre también? No
somos tan diferentes; ¡ cuántas veces no he atropellado en espíritu a
mi parvada! Eso, tú no lo sabes... No protestes: tu madre habría sido
mucho más feliz con algunas infidelidades y no con ese deseo
permanente que fue una traición durante treinta años. Tienes que
saberlo, Raymond ; sería difícil que tú pudieras ser un marido peor que
el que yo fui... ¡Sí, sí! He soñado con mi libertinaje. .. ¿Es menos
culpable eso que vivirlo? Y mira en qué forma se venga tu madre, hoy
día; con un exceso de cuidado: no hay nada en el mundo que me sea
tan indispensable como su importunidad; se da un trabajo... día y noche
me sigue con los ojos. ¡ Ah! ¡ Mi muerte será dulce! Tú sabes que ya no
estamos servidos como antes: los sirvientes de hoy día, como dice tu
madre, no se parecen a los antiguos; no hemos reemplazado a Julie:

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¿recuerdas a Julie? Volvió a su tierra. ¡ Pues bien! Tu madre reemplaza
a todas; muchas veces tengo que enojarme con ella: no titubea en
barrer ella misma; lustra los pisos.
Se interrumpió, y de súbito dijo suplicante :
—No te quedes solo.
Raymond no tuvo tiempo de contestar: el taxi se detenía frente al
Grand—Hotel; tuvieron que descender, buscar dinero. El doctor sólo
tenía tiempo de preparar su equipaje.
La hora de los barrenderos y de los verduleros era familiar a
Raymond Courréges; respiró profundamente, acogió y reconoció las
sensaciones que se le ofrecían cuando volvía al alba: felicidad de
animal derrengado, satisfecho, que sólo desea su cueva y el sueño en
los cuales se va a hundir. Suerte que su padre haya querido separarse
en la entrada del Grand—Hotel. ¡Cuánto había envejecido! ¡Cuan
pequeño estaba! Nunca habría suficientes kilómetros entre su familia y
él, díjose, nunca estarían sus parientes lo bastante alejados. Tenía
plena conciencia de no pensar en María; recordó que tenía mucho que
hacer ese día, tomó una libreta, buscó la página y se sintió estupefacto
de ver que su día se había ampliado considerablemente. ¿O tendría
que rendirse a la evidencia de que aquello con lo que había pretendido
llenarlo se había reducido a nada? ¿La mañana? Un desierto; ¿la
tarde?, ¿esas dos citas?: no iría. Se inclinaba sobre ese día como un
niño sobre un pozo: tenía sólo unas piedrecillas para tirar en él; ¿cómo
llenar ese hoyo? Para llenar ese vacío sólo había eso: tocar el timbre
en la puerta de María, ser anunciado, ser recibido, sentarse en el cuarto
donde ella estaría sentada, dirigirle una frase cualquiera; aun menos
que eso le habría bastado para llenar sus horas vacantes y otras
muchas: tener una cita con Maria: no importaba que fuese para una

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fecha lejana: ¡ con qué paciencia de cazador al acecho habría cazado
esos días que lo separaban de ese otro día! Aunque ella hubiese
postergado la cita, Raymond se habría consolado siempre de que
hubiera propuesto otra, y esa esperanza renovada habría sido la
medida del infinito vacío de su vida. Su vida no es más que una
ausencia que tiene que esperar. “Razonemos, dijo; empecemos por lo
posible: ¿renovar contacto con Bertrand Larousselle, entrar en la vida
de Bertrand? No tenían nada en común. ¿Dónde podía encontrarlo?,
¿en qué sacristía encontraría a ese sacristán?" En pensamiento,
Raymond quema todas las etapas entre él y Maria: una vez franqueado
el abismo, sostiene esa misteriosa cabeza en su brazo derecho
doblado, siente, sobre su bíceps, la nuca rasurada semejante a una
mejilla de muchacho, y esa figura viene a su encuentro, se aproxima,
se engruesa, tan vana, ¡ay! como las imágenes de un ecran
cinematográfico. .. Raymond se extraña de que los primeros
transeúntes no se den vuelta, no vean su locura. Se desploma sobre un
banco, frente a la Madeleine.
La desgracia está en haberla visto de nuevo: hacía diecisiete años
que todas sus pasiones, sin que él se diera cuenta, se habían
encendido contra Maria, como cuando los campesinos de los páramos
encendían fuegos para detener el incendio... Pero la había vuelto a ver
y el fuego seguía siendo el más fuerte, se robustecía con las llamas con
las cuales se había querido combatirlo. Sus manías sensuales, sus
costumbres, esa ciencia en el libertinaje, adquirida y cultivada
pacientemente, se transformaban en cómplices del incendio que ahora
zumbaba, avanzaba en un inmenso frente crepitando.
"Ovíllate, repetíase, aquello no durará; mientras termina, drógate;
hazte el muerto." Su padre, sin embargo, sufriría hasta la muerte;

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¡ pero qué vida esa! Todo estaba en saber si el desenfreno lo
liberaría de su pasión: el ayuno la exasperaba; el hartarse, la vuelve
más fuerte; con nuestra virtud, la mantenemos despierta, la irritamos,
nos aterroriza, nos fascina; pero si cedemos, nuestra cobardía no
estará nunca a la medida de nuestras exigencias... ¡Ah!, ¡ furia! Tendría
que haberle preguntado a su padre cómo pudo haber vivido con ese
cáncer. ¿Qué existe en el fondo de una vida virtuosa? ¿Qué
escapatorias? ¿Qué puede Dios?
Raymond trataba de sorprender a su izquierda el movimiento del
minutero sobre el cuadrante del reloj; pensó que su padre había dejado
ya el hotel. Tuvo el deseo de abrazar otra vez al anciano: simple deseo
de hijo; pero, entre ellos dos, se ha anudado otro lazo de sangre más
secreto: están emparentados entre sí por María Cross. Raymond
descendió de prisa hacia el Sena, aunque tenía tiempo todavía antes
de que partiera el tren; tal vez cedía a la misma locura que hace correr
a aquellas personas cuyos vestidos arden. Tenía intolerable
certidumbre de que nunca poseería a María Cross y moriría antes de
poseerla. Todo lo que había poseído no valía nada; sólo tenía valor
para él lo que no obtendría jamás.
¡Esa María! Se sintió estupefacto de ver en qué forma podía un ser,
sin quererlo, pesar con todo su peso en el destino de otro. No había
pensado nunca en aquellas virtudes que, brotando de nosotros
mismos, trabajan sobre otros corazones a grandes distancias y sin que
nosotros nos demos cuenta de ello. A lo largo de esa acera entre las
Tullerías y el Sena, por primera vez, el dolor lo obligó a detener su
pensamiento en cosas en las cuales nunca había pensado. Sin duda
porque en el umbral de ese día se sentía desprovisto de ambiciones,
de proyectos, de juegos, nada lo separa de su vida concluida; sin

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FRANCOIS MAURIAC EL DESIERTO DEL
AMOR
porvenir alguno, de súbito siente hormiguear todo su pasado: ¡ cuan
fatal fue su proximidad para tantas criaturas! Y no sabe todavía cuántas
existencias ha orientado y desorientado también; ignora que, por su
culpa, tal mujer mató un germen en su seno, que una joven ha muerto,
que ese compañero ha entrado en el seminario, que, en forma
indefinida, cada drama ha provocado otros dramas. Al borde de esa
vida atroz que ya no tiene a María y a la cual seguirán tantos otros días
iguales, descubre al mismo tiempo esta dependencia y esta soledad: la
comunión más estrecha le ha sido impuesta con una mujer, la cual, sin
embargo, está seguro de no alcanzar jamás; bastaba que ella hubiese
visto la luz para que Raymond permaneciese en las tinieblas: ¿hasta
cuándo?, y si quisiera, al precio que fuese, escapar a esta gravitación,
¿qué otros túneles se abren ante él que no sea el estupor y el
sueño?..., a menos que ese astro en su cielo, se apagara súbitamente,
como se extingue todo amor. Pero Raymond lleva dentro de él una
pasión y un frenesí heredados de su padre: pasión todopoderosa,
capaz de incubar hasta la muerte otros mundos vivos, otras María
Cross, las cuales se convertirían, por turno, en satélites miserables...
Sería necesario que antes de la muerte del padre y del hijo, por fin se
revelara a ellos. Aquel que, sin que ellos lo sepan, llama, atrae hacia sí,
desde lo más profundo de sus seres, esa ardiente marea.
Atravesó el Sena desierto, miró el reloj de la estación: su padre
debía de estar ya en el tren. Bajó hasta el andén de partida y caminó a
lo largo del convoy; no necesitó andar mucho rato: tras un cristal se
destacaba esa cara de muerto; las pupilas cerradas, las manos juntas
sobre el diario doblado, la cabeza un poco caída, la boca entreabierta.
Raymond golpeó con el dedo; el cadáver abrió los ojos, reconoció al
que había golpeado, sonrió, y tropezando, avanzó a su encuentro por el

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AMOR
corredor. Pero su dicha se vio envenenada por el temor pueril de que el
tren partiera sin que Raymond tuviera el tiempo de bajarse:
—Ya te he visto ahora, y sé que quisiste volver a verme; baja
querido: están cerrando las puertas.
En vano el joven le aseguraba que faltaban cinco minutos todavía y
que, en todo caso, el tren se detenía en la estación de Austerlitz. El
anciano sólo estuvo tranquilo cuando su hijo se encontró de nuevo en
el andén; bajando entonces el cristal de la ventanilla, lo envolvió en una
mirada llena de amor.
Raymond preguntaba si nada le faltaba al viajero: ¿quería algún otro
diario?, ¿un libro? ¿Había reservado su lugar en el vagón restaurante?
El doctor contestaba "si... sí", y devoraba con sus ojos a ese
muchacho, a ese hombre tan diferente de él, tan parecido a él: pedazo
de su propio ser que lo sobreviviría un poco de tiempo más y que no
volvería nunca más a ver.

FIN

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