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AMOR
FRANCOIS MAURIAC
EL DESIERTO
DEL AMOR
PROLOGO
CAPITULO PRIMERO
CAPITULO SEGUNDO
CAPITULO TERCERO
CAPITULO CUARTO
CAPITULO QUINTO
Jamás el doctor había recibido de ella una misiva tan poco sublime
y en la cual se hablara menos de salud y tratamiento; la releyó varias
veces y a menudo la tocaba en su bolsillo, convencido de que esa cita
no sería como las otras y que podría declarar en ella su pasión. Pero
como este científico había notado muchas veces que sus
presentimientos no se realizaban, repetíase: "No, no; no se trata de un
presentimiento... no es ilógico esperar: le escribí una carta despechado,
a la cual ella contestó amistosamente; depende, pues, de mí darle a la
conversación un giro más íntimo, más confidencial..."
En su coche, entre el laboratorio y el hospital, imaginaba esta
entrevista sin aburrirse haciéndose las preguntas y las respuestas. El
doctor era de esos seres imaginativos que jamás leen una novela
porque no hay ninguna ficción que valga tanto para ellos como aquella
que inventan y en la cual desempeñan el papel esencial. Firmada ya la
receta, se encontraba aún en la escalera de la casa del cliente, cuando,
como un perro que vuelve a encontrar el hueso enterrado, retornaba a
sus imágenes, de las que algunas veces se avergonzaba y donde este
hombre tímido gustaba el placer de doblegar los seres y las cosas bajo
su voluntad todopoderosa. Dentro del campo espiritual, este ser
escrupuloso no reconocía ninguna barrera, no retrocedía ante ninguna
horrible matanza: llegaba hasta eliminar en pensamiento a toda su
familia para crearse una vida diferente.
Durante los dos días que precedieron a su entrevista con Maria
Cross, si no pensó en descartar ese tipo de sugerencias, fue porque en
CAPITULO SEXTO
CAPITULO SÉPTIMO
1
. Juego de palabras intraducible: bouquin significa "folletín" y también "macho
cabrío"; y bouquetin quiere decir "cabra montes". (N. de U T.)
CAPITULO OCTAVO
CAPITULO NOVENO
Mejor habría sido para Maria Cross que esta primera visita de
Raymond no le hubiera dejado tal sensación de seguridad, de
inocencia. Se sentía admirada de que todo hubiera pasado tan
simplemente: "Perdí la cabeza...", pensaba. Creía experimentar alivio,
pero comenzaba a sufrir por haber dejado irse a Raymond sin fijarle
una cita. Jamás se ausentaba en las horas en que él podía haber
venido. El miserable juego de las pasiones es tan simple, que un
adolescente lo posee desde su primera aventura: Raymond no había
necesitado ningún consejo para resolverse "a dejar que se cocinara en
su propia salsa".
Después de cuatro días de espera, estaba a punto de reprocharse a
sí misma: "Sólo le hablé de mí y de Francois; lo entristecí... ¿Qué
interés podía tener en ese álbum? Debería haberlo interrogado sobre
su vida, que se pusiera a sus anchas... Se aburrió; me encontró una
latosa... ¿y si no volviera?"
¡ Si no volviera! Pronto esta inquietud se volvió angustia:
¡ Naturalmente! ¡ puedo seguir esperando! no vendrá más... A esa
edad no se soporta a la gente aburrida... ¡bien! sí, esto es asunto
terminado." ¡Evidencia estrepitosa, terrible! No volvería más. Maria
Cross llenaba así el último pozo de su desierto. No quedaba más que
arena.
¿Qué hay de más peligroso en el amor que la fuga de uno de los
cómplices ? Muchas veces la presencia es un obstáculo: estando frente
CAPITULO DÉCIMO
CAPITULO UNDÉCIMO
CAPITULO DUODÉCIMO
Tal como en otra época una berlina cerrada, chorreando agua sus
cristales, transportaba al doctor y a Raymond en un camino de arrabal,
un taxi los llevaba ahora, sin que entre ambos se intercambiaran
palabras como en esas mañanas olvidadas. Pero no se trataba del
mismo silencio: Raymond sostenía la mano del anciano que se
desplomaba un poco sobre él. Dijo:
—No sabía que se hubiera casado.
—No se lo dijeron a nadie; al menos lo creo, espero que sea así...
—En todo caso, a mí no me lo dijeron.
Se comentaba que el joven Bertrand había insistido en regularizar
esta situación. El doctor citó estas palabras de Víctor Larousselle:
"Hago un matrimonio morganático." Raymond murmuró: "¡Es
fantástico!" Observó de reojo en la pálida luz del amanecer, ese rostro
de ajusticiado, vio moverse los labios blancos. Ese rostro congelado,
esa máscara de piedra le dio miedo; dijo las primeras palabras que se
le ocurrieron:
—¿Cómo está la familia?
Todos estaban bien. Madeleine, especialmente. Se portaba en
forma admirable, decía el doctor; vivía sólo para sus hijas, las sacaba
en sociedad, ocultaba sus lágrimas, se mostraba digna en fin, del héroe
que había perdido. (El doctor nunca dejaba de ensalzar a su yerno,
muerto en Guise, ni dejaba de hacer confesión pública, acusándose de
haberlo desconocido: ¡ Tantos hombres tuvieron en la guerra una
FIN