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La cuestión morisca reflejada en la narrativa del Siglo de Oro

María Soledad Carrasco Urgoiti

Parece natural que quienes investigan sobre la historia de los moriscos se pregunten de
qué forma la realidad social de su presencia, o su inmediato recuerdo repercutió en la
creación literaria de la España de los Austrias. En las páginas que siguen intentaremos
dar una respuesta, forzosamente parcial a este interrogante. Vamos a observar cómo
acusó la ficción narrativa del Siglo de Oro esa importante contingencia de su entorno
que fue la vida de los moriscos, con sus períodos de normalidad, de tensión o de
violencia y su tremendo desenlace. Para ello hemos de tener en cuenta, tanto la forma
novelística configurada al calor de ese proceso, como la aparición, en otras modalidades
narrativas, de una temática y unos personajes que lo reflejan.

La novela morisca

No será menester aclarar ante este auditorio el distinto significado de la voz «morisco»,
según se trate del sustantivo, que refiere a un sector diferenciado de la población
española del siglo XVI, o del adjetivo, que en historia literaria califica unas
modalidades de romance o de obra de ficción que tiene como sujeto poético o
protagonista la pseudo-histórica figura del «moro sentimental». Coincidencia en el
término que no dejaba de prestarse al comentario jocoso, ya que los nuevos convertidos
de moros, como se los llamaba, que se veía entregados a sus prosaicos quehaceres por
huertas, caminos y mercadillos, ocupaban en la escala social un lugar bien distante del
entorno caballeresco evocado por la poesía y la novela morisca. Acentuaba el contraste
el carácter paradigmático de estos géneros, que ofrecían una matizada gama para la
exteriorización del sentimiento, y potenciaban el trazo descriptivo, jugando con el
simbolismo de los colores y las calidades de objetos preciosos, entre los cuales aparece
como engastada la figura humana.

El hecho obvio de que ni la novela ni el romance morisco retraten la sociedad de los


moriscos ha dado lugar a que tradicionalmente hayamos procedido en la investigación
literaria como si no existiera vínculo de ninguna especie entre esa realidad de la España
del siglo XVI y principios del XVII que fue la presencia morisca y el desarrollo de
formas literarias que enaltecen al moro del pasado. Sin embargo, en las dos últimas
décadas se han avanzado matizaciones que permiten un planteamiento diferente.
Pensamos hoy que la figura del moro sentimental no surgió de espaldas a la cuestión
morisca, sino que más bien la reflexión sobre la misma fue una de sus principales
motivaciones.

El prototipo del moro sentimental y la figura complementaria de su leal adversario


castellano se encuentran ya configurados en El Abencerraje, cuyas tres versiones ven la
luz en los primeros seis años del reinado de Felipe II, cuando el Santo Oficio empieza
de hecho a ejercer un control real sobre la vida religiosa de los antiguos mudéjares.
Ante las perspectivas abiertas por ésta y otras circunstancias, aparece la novelita,
subrayando la ejemplaridad de una peripecia en que los protagonistas, moro y cristiano,
pasan del enfrentamiento armado a una relación de mutuo respeto y confianza, para la
que no es obstáculo la distinta ley que profesan. Los tiempos en que al margen del
enfrentamiento bélico pudieron surgir tales relaciones humanas no se habían olvidado.
Más próximos aún estaban los modos de convivencia tradicionales entre mudéjares y

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cristianos viejos. Y justamente la versión de El Abencerraje publicada el año 1561 en
Toledo, bajo el título Parte de la Corónica del ínclito Infante Don Fernando que ganó
Antequera, aparece dedicada al señor de un lugar de moriscos, quien interviene
activamente en las gestiones que lleva a cabo la Diputación de Aragón a fin de que se
revoquen ciertas medidas promulgadas por el Tribunal del Santo Oficio en Zaragoza,
que afectan a los nuevos convertidos e indirectamente a los lugares de señorío. De ahí
se infiere que hubo, al menos, una apropiación de la obra por parte de un adaptador, que
se movía en círculos donde resultaba posible la alianza entre los moriscos y los señores
de vasallos. Dado que la prioridad de composición entre las distintas versiones sigue
siendo incierta, no debe descartarse la posibilidad de que la novelita fraguase por vez
primera en manos de este desconocido, de quien sólo puede afirmarse la pertenencia a
una sociedad que se sintió amenazada al quebrarse el orden que había permitido la
integración del elemento mudéjar.

El Abencerraje no suscitó de modo inmediato la producción de obras narrativas


que reiterasen su temática y sus medios expresivos. En cambio, sí se desarrolló una
forma afín de romance, ya histórico, ya novelesco o de motivación lírica, en que la
estilización de la figura del moro sentimental se diversificaba dentro de una tónica que
puede considerarse una manera literaria. El tema del desafío del moro y su muerte o
derrota en el encuentro subsiguiente se encuentra repetidas veces durante las tres
últimas décadas del siglo XVI. En contraste con el romancero tradicional de la frontera,
es frecuente que estos poemas relativamente extensos, que ofrecen la crónica de un
lance caballeresco, pinten negativamente al musulmán, en quien se ve, no tanto al
adversario como al ofensor. El díptico compuesto por el arrogante desafío del moro y
por el regreso triunfal del cristiano, portando la cabeza del retador en la punta de la
lanza, tiene su paralelo en el terreno dramático y en el del torneo o la fiesta de moros y
cristianos. Quizás pueda verse en ello la conmemoración ritual de un proceso que se
interpreta como cifra de la historia de España en su conjunto, y también del pasado
local.

Algo más tarde se perfila un nuevo estilo romancístico en las colecciones de Juan de
Timoneda y Lucas Rodríguez y sobre todo en las de Pedro de Padilla. Estos autores
enlazan motivos de amor y celos con intrigas palaciegas, que protagonizan personajes
moros, dentro de un ámbito suntuario y refinado, que se hace presente por medio de la
descripción de armas y prendas moriscas. Como sucederá en la prosa de Pérez de Hita,
la presencia realzada de tales objetos en el espacio de la creación literaria vincula a la
realidad presente la evocación histórica o pseudo-histórica, en que lectores u oyentes
sensibilizados por su situación vital a estos temas percibirían una nota de nostalgia. Al
fin, en una última fase de su evolución, el romance morisco se plegará a la expresión
lírica individual, cuando hagan suyo este género poético Lope de Vega y otros poetas
que surgen alrededor de 1590. No faltaron entonces críticos que tildaron de poco leales
a los que llamaron «romancistas de Granada», por inclinarse a pintar galas moriscas en
vez de cantar glorias patrias, cuando los moros que aún permanecían en España eran
personas de ínfima condición social. En cuanto a Pérez de Hita, antes de obtener de un
letrado granadino la aprobación para publicar en Alcalá de Henares la Historia de los
vandos de los Zegríes y Abencerrajes -libro más conocido por el subtítulo Guerras
civiles de Granada-, lo hizo imprimir en Zaragoza (1595), dedicando la obra a don Juan
de Aragón, yerno del Duque de Villahermosa don Martín, quien había sido conspicuo
defensor del «statu quo» en la cuestión morisca.

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La hipótesis de que Pérez de Hita escribe condicionado por la crisis que a su alrededor
se cierne sobre los descendientes de los moros de Granada se ve corroborada por la
insistencia con que en el texto mismo defiende el derecho a ser considerados cristianos
viejos, que debería asistir a aquellos cuyos antepasados se convirtieron en fecha
temprana. Con particular insistencia aboga por los que llama «moros ahidalgados»,
recordando que las capitulaciones les permitían disfrutar de los privilegios de la
nobleza. Los Zaides, Muzas y Gazules de las Guerras civiles, aunque en buena parte
deriven de los romances en la propia obra insertos, son personajes novelescos en que
está representada la acaudalada burguesía del reino nazarí en su última fase. Al
aprovechar la figura literaria del protagonista del romance morisco nuevo para
bosquejar una corte caballeresca, que identifica con una sociedad real en un
determinado período, Ginés está sin duda avanzando en el terreno de la tabulación
novelística y creando un importante precedente de lo que será la novela histórica, mas
no por ello deja de tener su creación un mensaje específico. Su alegato pone de
manifiesto el derecho de los hijos y nietos de la población mora de Granada a
permanecer con honra en el suelo español.

Cuando se publican las Guerras civiles de Granada se estaba gestando la magna obra
del sevillano Mateo Alemán Vida de Guzmán de Alfarache (1599-1604), que se
convertiría en el paradigma del género picaresco. Más adelante hemos de referirnos a
algún personaje que se cruza en el panorama del protagonista y puede vincularse, hasta
cierto punto, al segmento morisco de la población de Sevilla. Mas para completar el
tríptico de novelas moriscas del siglo XVI nos falta comentar la exquisita «Historia de
los enamorados Ozmín y Daraja», primera de las narraciones independientes insertas en
el Guzmán, y única, por cierto, que ofrece un contrapunto alentador a las amargas
experiencias del pícaro.

Aunque protagonizada por nobles moros, como es propio del género, la acción de
«Ozmín y Daraja» coincide en la cronología con la caída del reino de Granada, y los
protagonistas pasan a ser, en el transcurso de la peripecia, primero cautivos y al fin
nuevos cristianos. Las identidades fingidas que Ozmín asume en la Sevilla cristiana le
hacen aparecer alternativamente como caballero y como artesano. Ello obedece, como
se ha dicho, a la influencia de la novela bizantina, pero al mismo tiempo este período,
lleno de indignidades y secretas humillaciones para el cripto-moro, puede simbolizar un
proceso de degradación social. Desde luego, ni su conducta ni la de Daraja se ajustan a
la transparencia que caracteriza en las anteriores novelas moriscas la relación del
caballero moro y su dama con los cristianos. Aunque las falsedades que van urdiendo no
afectan más que indirectamente a sus creencias, pudiéramos ver en esta actitud un caso
de 'disimulación' comparable a la que en materia religiosa practicaba gran parte de la
población morisca. Dentro del marco de la novelita, las aventuras de Ozmín y Daraja
culminan con su bautismo, su casamiento y su plena aceptación en la corte de los Reyes
Católicos, que en Granada apadrinan y dan su nombre a los moros enamorados. Según
las últimas palabras del relato, allí “«habitaron y tuvieron ilustre generación»”. Se trata,
desde luego, de una manera tópica de cerrar un cuento, pero ¿no incita también esta
conclusión a preguntarse dónde podrían estar un siglo más tarde los descendientes de
los nuevos cristianos, Fernando e Isabel? Alemán compone su obra en las postrimerías
del remado de Felipe II, y el exilio definitivo era ya una amenaza. Hacía unos veinte
años que los moriscos del reino de Granada habían sido desterrados a otras partes de
España. El lector avisado que vivía estas realidades debía sentir que el espejo que
introduce en el panorama vital de Guzmanillo un ejemplo de acendrado amor queda

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empañado por el conocimiento de lo que realmente habría guardado el porvenir a
aquella descendencia «ilustre». Conciencia que llega desde fuera del texto, pero que no
creo ajena a la intención del maestro de ambigüedades que fue Mateo Alemán.

El recuerdo testimonial

La imagen del morisco puede salir al paso en cualquier obra que refleje una parcela de
la realidad de España en la época que tratamos. En el presente trabajo rastrearemos su
huella en la prosa de ficción, prescindiendo de las obras históricas, a excepción de la
Segunda parte de las guerras civiles de Granada, así como de la literatura polémica.
Tales textos se han analizado ya desde distintas perspectivas. Lo mismo puede decirse
de la multitud de anécdotas, observaciones y juicios sobre esta materia vertidos por los
escritores del Siglo de Oro en los textos más diversos. Nuestro objetivo es identificar el
ambiente o el personaje literario de cierta entidad en cuya caracterización haya dejado
su impronta la realidad morisca que el autor tenía ante los ojos. Esto puede surgir en
obras que no son predominantemente novelescas. Los ejemplos que a continuación se
citan proceden de libros en que el autor comunica, en parte, sus propias experiencias,
sin renunciar al propósito de entretener al lector.

Tales motivaciones se dan, sin duda, en dos textos de la Segunda Parte de las Epístolas
familiares (1541) de Fray Antonio de Guevara que tratan de moriscos. Ambas se
relacionan con misiones de catequesis o inspecciones encomendadas al autor. La
Epístola VI, que se da como escrita en Granada, expresa en el preámbulo la opinión de
que es preferible corregir en secreto que castigar públicamente las faltas de los mal
enseñados moriscos, que han disfrutado antes de cierta impunidad. Con esta disposición
cuenta la anécdota del suspiro del moro, poniéndola en boca de un viejo morisco, que le
llama 'alfaquí' en un español graciosamente incorrecto, lo que no impide que prosiga el
relato en sabroso e impecable castellano. Esboza así el autor una estampa de concordia,
en que los lamentos del último rey moro y los reproches de su madre son materia de
amistosa charla entre dos españoles de distinto origen y rango.

Muy otro es el ambiente que permite adivinar la Epístola XIV, en que Guevara se dirige
a un amigo valenciano para reprocharle que acostumbre llamar «perros moros, judíos,
marranos», a los que se han convertido. A Fray Antonio no se le ocultan las
consecuencias que a la larga se derivarán de tal actitud. “«Y lo peor de todo»”, comenta,
“«es que me dicen ahora todos los de estas morerías que no quieren ser cristianos si los
han siempre de llamar perros moros»”. Esta es la queja que veremos modulada en obras
de muy distinta índole. Como puso de relieve Márquez Villanueva, la importancia de tal
situación no se les ocultaba, muchos años después de la conversión forzosa, a algunos
tratadistas políticos que buscaban soluciones moderadas al nunca resuelto problema
morisco.

En este apartado hemos de volver a ocuparnos de Ginés Pérez de Hita, quien en 1597,
dos años después de aparecer su recreación novelística de la Granada mora, concluía un
libro de memorias sobre la guerra de la Alpujarra, que no fue impreso hasta 1619, a
pesar de que una aprobación de 1610 indica que se intentó publicar en esos años
cruciales. La obra fue titulada Segunda parte de las guerras civiles de Granada, como
si el autor desease señalar un vínculo de parentesco entre la caballerosa sociedad mora

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pintada en el primer libro y la escindida población neo-cristiana o cripto-islámica del
reino de Granada, que ve ahora inmersa en un proceso de auto-destrucción. Ofrece el
texto histórico ágiles esbozos de cabecillas moriscos, así como una demorada relación
de unas fiestas en Purchena, que resultan un símbolo perfecto de la frustración del
pueblo morisco, en cuanto su afán por resucitar la gala de la tópica Granada
caballeresca, tropieza precisamente con el obstáculo de la falta de caballos.

La pluma de Ginés encuentra sus momentos más felices cuando elabora un episodio
novelado que induce a simpatía hacia una pareja mora, cuya vida se trunca por los
efectos de la guerra. Este autor, que representa la dualidad que en el plano cultural
prevalecía en el reino de Murcia, supo plasmar en sus memorias de la guerra de la
Alpujarra la existencia de un segmento de la población morisca hondamente
españolizado, aunque aferrado a sus raíces. Los representa en primer lugar el joven
Veinticuatro de Granada don Fernando Muley, Señor de Valor Orgulloso de su
ascendencia Omeya, será coronado rey por los moriscos rebeldes, pero sólo después de
que, sintiéndose vejado en una cuestión de protocolo abandonase impulsivamente su
puesto en el ayuntamiento. Este arranque de furia da lugar a una escena ágilmente
esbozada en que se ve actuar como un joven hidalgo ofendido al futuro Aben Humeya.
No tiene la misma habilidad el autor para dar coherencia a una intriga amorosa, en gran
parte procedente de La Austriada de Juan Rufo, que protagoniza el mismo personaje.

Las otras dos ampliaciones novelescas se presentan como historias verídicas que Ginés
oyó de labios de los respectivos protagonistas, cuando fue a visitarlos a su lugar de
destierro, en La Mancha. A pesar de esta hábil manera de justificar los episodios
amorosos, en un caso se trata de una adaptación de El Abencerraje a las crudas
realidades de esta guerra, en tanto que la otra historia -la de El Tuçaní- lleva a su
culminación un motivo reiterado en el texto, el de la joven que es muerta en la refriega
o en la violencia del saqueo. La búsqueda angustiosa de la amada que realiza el
protagonista, hasta hallarla asesinada en medio de atroz mortandad, se describe con
trazos precisos, que recaban la identificación del lector. También la paciente y templada
persecución de la venganza por parte del enamorado se trata como empresa heroica, que
le valdrá el perdón y la amistad de don Lope de Figueroa. Este último paradigma de
moro enamorado, que hará suyo Calderón de la Barca en Amar después de la muerte o
El Tuzaní de la Alpujarra, instala ya la figura del morisco en un plano trágico,
preludiando el tratamiento que dará el romanticismo a esta temática.

No podemos cerrar este apartado sin hacer referencia a la escueta narración


autobiográfica del capitán Alonso de Contreras, quien por cierto no expresa ni simpatía
ni aversión hacia los nuevos convertidos Cuenta en los capítulos 7º y 9º de su Vida que
estando alojado en el pueblo extremeño de Hornachos, uno de sus soldados, buscando
tesoros ocultos en un lugar donde oyó que había moros enterrados, dio con un arsenal
secreto en casa de una familia morisca. Sorprendentemente el comisario encargó
silencio a Contreras y le advirtió que los nuevos convertidos estaban autorizados a tener
armas. Esto no impide que en una etapa posterior el incidente traiga repercusiones que
están a punto de costarle la vida al protagonista. Moriscos disimulando, moriscos
ahorcados, registros de casas de moriscos, rumores de revuelta, éstos son los brochazos
que evocan, sin valorarla, la tensa situación de principios del siglo XVII en las
comarcas de población mixta.

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En el panorama del pícaro

Dado que el narrador-protagonista de la picaresca recorre con su experiencia y con su


análisis el conjunto del panorama social español, el segmento morisco de la población
no podía quedar excluido de las obras de este género cuya acción se emplaza, al menos
en parte, durante el siglo XVI o principios del XVII. Sin embargo, apenas hay novela
picaresca en que las apariciones del elemento morisco no estén teñidas de disimulo o
ambigüedad. Analizar este fenómeno requeriría un estudio profundo de la conflictividad
en que se desarrolla la vida de los protagonistas y con frecuencia la de los autores, pero
podemos dar un primer paso consignando, allí donde se produce, la presencia del nuevo
convertido entre las personas con quienes se relaciona el pícaro. Veremos que
pertenecen a diferentes estamentos sociales, predominando los sectores más humildes
de la sociedad. Aunque en un anterior trabajo tuve en cuenta la clase de los esclavos
originarios de Berbería, que se confunde fácilmente con la de los granadinos que fueron
reducidos a servidumbre después de la guerra de la Alpujarra, me ceñiré hoy a los casos
en que el personaje se sitúa explícitamente en este último grupo.

Quizás sea Sevilla la ciudad donde existió mayor permeabilidad en las capas sociales
más bajas, que incluían a los africanos y los moriscos de España. Mateo Alemán ha
retratado en el Guzmán de Alfarache un tipo de mujer habilísima en la intriga y capaz
de gobernar desde su ínfimo escalón social las vidas de los poderosos. En la novela de
Bonifacio y Dorotea, intercalada en la Primera Parte, es de origen africano la esclava
que trama la intriga merced a la cual su amo logrará seducir a la virtuosa protagonista,
pero no sucede lo mismo con otra esclavilla, que será amante del pícaro en uno de los
últimos episodios de la Segunda Parte. Sólo como esclava blanca se la presenta y su
papel dependerá en gran medida de un tópico literario: la carta que escribe a un
malhechor preso su querida. Pese al carácter cómico que suele darse a tales episodios,
éste es un personaje seriamente trazado. El amor que profesa al pícaro, a quien emula en
hipocresía, va unido a un resentimiento profundo hacia la viuda en cuya casa sirven
ambos. Al escribir a Guzmán, la esclava insinúa una acusación: «Harto más tiene
robado ella a quien tú sabes». Parece sugerirse que el ama se ha enriquecido a costa
ajena e incluso queda sobreentendida la solidaridad de la esclavilla con los perdedores.
Todo ello resulta congruente si se piensa que la alusión apunta a la ruina sufrida por
tantas familias moriscas a consecuencia de la rebelión y su castigo. La clave viene dada
por el obsequio de una cinta verde y la promesa de una torta de aceite, amasada por sus
manos, que la esclavilla quiere hacer llegar al preso. Dada la condición social de la
pareja, produce un efecto cómico el envío de un símbolo de esperanza que hace uso del
mismo lenguaje de los colores, utilizado por damas y caballeros en sus cortejos, que
llegó a ser consustancial al género morisco. En cuanto a la referencia a un manjar en
cuya condimentación entra el aceite, hay que tener en cuenta que éste era elemento
esencial de la gastronomía morisca, por reemplazar a la manteca de cerdo, y que los
comentarios y los chistes sobre tal peculiaridad abundan, hasta el punto de que en
contextos jocosos la mención del aceite es un modo elusivo de referir al ambiente en
que se mueven los nuevos convertidos. En la carta se hace mención de un camarada de
Guzmán, llamado Soto, que ha confesado «lo suyo y lo ajeno». La esclava lamenta la
prisión de este «hombre tan principal», que sin duda lo es en su mundo, y que en galeras
conspirará con otros galeotes, incluyendo unos moros, para intentar alzarse con el buque
y dedicarse al corso. Todo lo que a este personaje atañe, incluso su aristocrático apellido
o la expresión «saliome zaino» que emplea Guzmán hablando de él encajaría
perfectamente si se tratara de un bandolero morisco.

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Antes de abandonar el Guzmán hay que mencionar un cuentecillo que se da como hecho
auténtico. Trata de cómo un regidor, a fin de proteger su negocio de vaquería, perjudica
seriamente a los buñoleros de una ciudad andaluza fijando durante el invierno un precio
tan bajo para los buñuelos que a ninguno le interesa hacerlos. En cuanto a los venteros,
cocineros y esportilleros con quienes entra el pícaro en contacto, no suele constar si son
o no nuevos convertidos. Tampoco traza Mateo Alemán una línea divisoria aislando el
sector morisco cuando pinta la vida artesana. Todo ello, unido al testimonio de la
«Historia de Ozmín y Daraja», permite vislumbrar una actitud de comprensión, que se
explica fácilmente en un escritor que a su vez llevaba el lastre de un abolengo
desfavorable.

Gracias a los estudios de Marcel Bataillon, se han hecho manifiestas las referencias a la
sociedad morisca que se dan en La pícara Justina (1604). Entre otros curiosos enigmas
de esta sátira jocosa, descifró una cadena de alusiones que sitúan implícitamente en el
populoso barrio madrileño de San Andrés, donde habitaban tenderos y artesanos
moriscos, una fase de la biografía de la protagonista. Así pues, la pícara vive en la
antigua morería, donde se instala en casa de una vieja hilandera morisca, que le enseña
su oficio. Se trata de una musulmana devota, que practica la disimulación recomendada
por los alfaquíes. Así hace mal adrede la señal de la cruz y reza disparatando, se
encierra en casa cuando oye pasar el viático, pero si viene al caso trata de demostrar que
conoce el catecismo. Tiene también sus ribetes de bruja y ensalmadora, si bien se gana
la vida con un oficio legítimo. Sus amigas y los cardadores que le suministran la lana
son también moriscos, aunque el autor no lo dice claramente, sino que lo da a entender
con alusiones que hoy pasan desapercibidas. El olor a aceite, por ejemplo, que repugna
a Justina alude, como hemos indicado, a la minoría morisca que lo consume como
alimento y lo utiliza en la práctica, de algunos oficios, lo cual da pie para que surja el
símil de la mancha oleosa, que iba cubriendo -se decía- el territorio español. Es éste el
tipo de prejuicio que se atribuye a la pícara, aunque probablemente no lo compartiría
Francisco López de Úbeda, el médico que, según confirma Bataillon, fue autor del libro.

Ateniéndonos al probable orden de composición, ya que no de publicación de las


principales novelas picarescas, nos toca ahora hablar de El Buscón (1626) de Francisco
de Quevedo. La mayor parte de la vida del protagonista transcurre en medios
pobretones, donde se produce de modo esporádico la presencia de algún morisco que
suele calificarse de modo desfavorable. Así sucede respecto al ventero «morisco y
ladrón» de Alcalá de Henares, y alguno de los bravos o los corchetes de aspecto
amulatado, grotescamente descritos, con quienes Pablos se relaciona. La inquietud del
cristiano nuevo se manifiesta en los nervios de mujeres ridículas, como el ama de Alcalá
de Henares, que se deja asustar por Pablos con la Inquisición cuando el pícaro finge
escandalizarse de que diga «¡Pío, Pío!» a sus aves de corral, o como la mujer del
carcelero, Ana Moráez, quien tan susceptible se muestra en cuestiones de linaje.
Podríamos pensar que a ese fondo perdido de la sociedad donde se mueven los hidalgos
ramplones caen principalmente quienes no pueden acreditar un linaje favorable, o
preguntarnos si Aldonza, la madre del pícaro, no tendría algo de morisca, aunque sus
tropiezos con la Inquisición sean debidos principalmente a su afición a la brujería. Se
tiene la impresión de que estas caricaturas, aunque resulten extraordinariamente
expresivas de un estado de descomposición social, se han esbozado con vistas a la
comicidad; y poco o ningún esfuerzo hace el autor por vincularlas a una minoría
determinada.

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En el polo opuesto se sitúa un personaje morisco de La hija de la Celestina (1612) -
libro refundido con el título La ingeniosa Elena (1614)- de Alonso Jerónimo de Salas
Barbadillo. Se trata de la madre de la protagonista, cuyo retrato traza la hija en el
capítulo III, única parte del libro que conserva el formato autobiográfico propio de la
novela picaresca. Zara, la mujer que acabará como prototipo celestinesco, es una
morisca de Granada, cuyos padres murieron en un auto de fe en Toledo. De muchacha
fue esclava, y como tal lleva herrado el rostro. Aunque no parece practicar la religión de
sus padres, siente odio profundo por la de sus amos. No faltaban en la vida de la esclava
ratos de esparcimiento, y su hija se la imagina alegre y coqueta, retozando cuando
bajaba a lavar al río Manzanares con los mozos que cargaban las sillas de mano. Elige
sus amantes entre los que son esclavos y proceden de Túnez, Argel u Orán, donde tiene
parientes. Cuando sus amos la hacen libre, en premio de haberles sacado adelante un
hijo enclenque, sigue practicando su oficio de lavandera, satisfecha de que gente
encopetada se precie de que la morisca les lave la ropa. A partir de su casamiento, el
personaje cambia de cariz. El modelo de la Celestina y el tipo de la bruja morisca se
imponen a la observación del medio popular; pero antes Salas ha sabido dar visos de
probabilidad a esa vivaz semblanza de una alegre criatura, cuyas raíces fueron segadas
sin dejarle otro principio heredado que el de negar los valores de la sociedad en que
vive.

El rondeño Vicente Espinel, hombre de la generación de Cervantes, que publicó seis


años después de la expulsión de los moriscos su parcialmente autobiográfica Vida del
escudero Marcos Obregón (1618), presenta el caso más evidente de elisión respecto a
los moriscos de su tierra natal. Al mismo tiempo formula la más explícita declaración de
que el menoscabo de la honra inherente a la condición de cristiano nuevo podía ser el
único obstáculo insuperable en la vía de integración social del español de origen moro,
al menos del que tuviera capacidad y ambición. De que estuviese Espinel familiarizado
con la vida en la Andalucía semi-morisca anterior a la rebelión de 1568 no cabe la
menor duda, pues allí se crió y nació su afición a la música. También estudió latín en su
Ronda natal, hasta que tuvo edad de acudir a la Universidad de Salamanca. Apenas
alude, sin embargo, a las tensiones que precedieron a aquella tremenda conmoción, ni a
la guerra misma, o al posterior cambio demográfico que sufrió la región. Sus
experiencias de viaje, que corresponden a la fecha aproximada de la saca de los
moriscos del reino de Granada a principios de la década del 70, están, eso sí, teñidas de
inseguridad y zozobra. Los percances que surgen en el camino, aunque cuadran dentro
del contexto literario, corresponden a la triste realidad de aquel momento. Así, uno de
los encuentros con bandoleros se desarrolla en circunstancias que permiten adivinar se
trata de un grupo de monfíes. Signo de ello, además de la fecha que se deduce del
contexto, son el emplazamiento en riscos casi inaccesibles de la guarida del grupo, y el
hecho, consignado al referir un episodio posterior, de que los bandidos estaban casados
y sus mujeres vivían en los pueblos y vendían buhonería. También la fiesta de gansos
con desenlace trágico que celebran madereros del río Segura en la villa morisca, aunque
no se diga, de Adamuz se refiere sin aludir al carácter mudéjar del entorno. Asimismo,
en el cura del pueblecito serrano que canta «¡Aleluya!» en una misa de réquiem
podemos ver un personaje de cuentecillo, pero la inserción y emplazamiento de la
anécdota ilustra elusivamente la deficiente preparación, tantas veces señalada, del clero
rural encargado de la catequesis de moriscos. El encuentro con una transmigración de
gitanos, que se compara con la salida de Egipto del pueblo hebreo, tiene a mi ver como
punto de referencia el paso de los moriscos desterrados hacia Castilla, que se efectuó

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como hemos visto, por los años en que, sin tener en cuenta tal aproximación, ha sido
fechado el viaje de Marcos. No en vano el autor advierte en el prólogo que todos los
episodios del libro llevan “«objeto particular, fuera de lo que suena»”. Y lo hace con
ocasión del hallazgo, por parte de un estudiante sagaz, del sepulcro de los enamorados
de Antequera, crípticamente señalado por una inscripción alusiva a aquella unión de un
cristiano y una musulmana, que según cuenta la leyenda, se arrojaron en estrecho abrazo
de lo alto de la Peña a que dieron nombre.

Vive Marcos en Sevilla en barrios populosos, densos de población morisca, y en Madrid


sirve de escudero a la mujer de un médico, cuya casa está situada en la morería, y allí da
clases de guitarra a un barberillo, pero ni amigos ni antagonistas se identifican como
cristianos nuevos. En ambos casos la experiencia del autor corre parejas con la del
personaje. No sucede lo mismo en el episodio del cautiverio, pues no hay indicios de
que tenga un fundamento autobiográfico, y es evidente en cambio que se atiene al
modelo cervantino de la historia del capitán Ruy Pérez de Viedma y la bella Zoraida. En
este contexto literario vierte Espinel la amargura del español de origen moro, por boca
de un corsario de gran talla humana, que es un morisco de Valencia evadido a Argel,
donde adopta la religión de sus mayores, funda una familia y se dedica con gran fortuna
al corso. Sintiéndose español exilado, confía la educación de sus hijos al cautivo,
aunque sospecha que les inculcará la fe cristiana. En amistosa charla con Marcos, llega
incluso a admitir que la religión católica es superior a la islámica, y sorprendentemente
manifiesta que ése es el sentir de otros muchos renegados. A través de sus confidencias
queda claro que la exclusión de los honores y las oportunidades a que se sentía acreedor
impulsaron a este hombre apto para la acción y capaz de generosidad al abandono de su
tierra natal. Espinel pone a la historia un patético desenlace diferido, ya que los hijos del
renegado repiten en sentido inverso la trayectoria paterna, y regresan a España, donde
entran en religión. Forzando la verosimilitud cronológica, el antiguo preceptor habla de
que sus discípulos dejaron al morir grande ejemplo de virtud cristiana. De ese modo el
autor dibuja el halo de santidad de estos cristianos novísimos, a quienes recuperó la
patria que abandonó su padre, por hallar cerrados los caminos del prestigio y la
prosperidad mundanales. Rasgo, por cierto, revelador de la tensa, atormentada y
creadora época que Américo Castro definió como edad conflictiva.

En pie nos queda un interrogante. ¿Por qué se mostraría tan reticente el autor de Marcos
de Obregón a la hora de abordar el caso andaluz del problema morisco? Pudiera deberse
al temor de llamar la atención sobre su propia familia. En un trabajo de gran interés,
Adrián G. Montero sostiene que Espinel, cristiano nuevo, hizo morisco a su
protagonista, señalando, entre otros indicios el constante elogio del agua frente al vino
que pone en boca de Marcos. Es cierto que las aptitudes y aficiones que se atribuyen al
personaje no contradicen tal hipótesis, que, de ser cierta, implicaría, a mi juicio, un
nuevo caso de elisión. Ello puede constituir un argumento de peso para sostener que su
creador tuvo ascendencia mora, ya que esta casi imperceptible calificación de su
personaje más bien parece emanar de la mentalidad que lo configura que de un
propósito deliberado. En todo caso, lo que puede afirmarse es que Espinel llevaba oculta
la herida de la tragedia que vivió la población de su comarca natal. Por boca del corsario
valenciano se expresan las opiniones de ese músico, poeta, narrador e inteligente
aficionado a la ciencia médica y la observación de la naturaleza, en quien la cultura del
Renacimiento tardío se fundió con la tradición de una sociedad mixta, que aun
conservaba su singularidad.

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Un punto de vista muy diferente al de los autores comentados se refleja en Alonso,
moço de muchos amos o El donado hablador (1624-1626) del médico murciano,
residente en Segovia, Jerónimo de Alcalá Yáñez. El protagonista se hace eco de la
antipatía hacia los moriscos y de los elogios al decreto de expulsión. Entre sus
personajes figura un joven poeta, mal casado con una mujer de tez oscura, que cultiva el
género del romance morisco hasta que la orden de destierro le hace cambiar de estilo.
Anécdota que seguramente se encaminaba a provocar la risa, pero que al mismo tiempo
muestra que los contemporáneos no veían los géneros literarios moriscos como algo
totalmente desvinculado de la realidad social que significaba la presencia de la
población de origen moro. Paralelamente, Alonso amonesta a un pintor por introducir
musulmanes entre los graves personajes de sus cuadros, y le advierte que el rostro
moreno de algunas imágenes de la Virgen María no debe imitarse, ya que es efecto del
paso del tiempo. Otros pasajes, que interesan a nuestro propósito, hacen referencia a la
dualidad cultural o a la pertinacia en materia religiosa de la población morisca. Digno
de mención es también el último episodio del libro, que versa sobre el martirio que
sufren en Argel unos cómicos, quienes estando cautivos tratan de divertir a un público,
en parte integrado por exilados españoles, con una comedia sobre la rebelión de los
moriscos de Granada y su castigo. El narrador protagonista comenta que otra hubiera
sido su suerte si hubiesen representado El ramillete de Daraja. Esta comedia debía
basarse en un motivo de Pérez de Hita que procede de romances nuevos, género que,
por cierto, gozaba de favor, según el contexto, entre las espectadoras originarias de
España.
Al concluir este apartado constatamos que ningún autor de novela picaresca se trazó el
programa de analizar de modo específico el segmento de la población constituido por
los españoles de origen moro. Y es que el tipo de obra de ficción que analiza la sociedad
y sus males, o que explora los entresijos y contradicciones del alma humana, se
configuró ya en la picaresca y en la obra de Cervantes, respectivamente, pero sin que
esos propósitos afines a los de la ciencia se hubiesen formulado a modo de programa.
Ahí están, sin embargo, esas huidizas figuras, captadas como al sesgo, que nos permiten
vislumbrar los modos de convivencia de los moriscos con los demás españoles.

Cervantes

No se dará en la obra de Miguel de Cervantes la reticencia para abordar frontalmente el


tema de los moriscos que hemos observado en otros autores. En cambio, sus opiniones
se presentan de modo ambiguo o incluso contradictorio. Recordaremos los fragmentos
en que se aparecen nuevos convertidos, excluyendo la incidencia de la figura del
renegado en la historia del capitán cautivo -integrada en el Quijote (1605) - o en el
teatro cervantino, ya que, al tener el autor conocimiento directo del medio otomano, su
desarrollo de esta temática no estará condicionado por la circunstancia peninsular.

La crítica del hortelano morisco de los alrededores de Granada incluida en el «Coloquio


de los perros», se pone en boca del narrador-protagonista Berganza, y obtiene el
respaldo de su compañero Cipión, que incluso parece anunciar como remedio la
expulsión. Este juicio ha solido considerarse expresión fiel del pensamiento del autor, y
se ha citado como prueba de que, al menos por los años en que escribe el «Coloquio»,
Cervantes asume la postura anti-morisca que se creía mayoritaria. Sin embargo, cabe
otra lectura, siguiendo la pauta marcada por Francisco Márquez Villanueva. La censura,
que coincide con opiniones emitidas por los partidarios o panegiristas de la expulsión,

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se pone en boca de un personaje canino, que es una adaptación paródica del narrador-
protagonista de la picaresca, por lo que existe principalmente en función de las lacras
sociales que va desvelando. Es, pues, normal que ofrezca un retrato negativo de sus
amos, aunque pudiera argüirse que parece regodearse en la crítica del hortelano de
Granada, y que además generaliza. Pero ya es extraño que un verdadero enemigo de los
moriscos, a la hora de hablar mal de ellos, no encontrase apenas hábitos moralmente
vituperables que reprocharles, y que no aprovechase la ocasión para recordar los
crímenes que cometían las bandas de monfíes. En materia religiosa se dice que son
descreídos, pero no sacrílegos. Está bien claro que cuando Cipión se queja de que «nos
roban» alude a los precios abusivos a que los nuevos convertidos venden los productos
que cultivan, pero sobre todo los considera «polilla de España» porque crecen en
número y en riqueza, a fuerza de no gastar, ni tampoco dejarse el pellejo en la guerra ni
optar por el celibato. Todos se casan, tienen muchos hijos y son vegetarianos y
ahorradores. En hombre tan sagaz como Cervantes, cabe sospechar que una veladísima
ironía se cierne sobre este texto y alcanza a quienes clamaban por la expulsión,
apoyándose en razones comparables a las esgrimidas por los perros dialogantes del
«Coloquio».
Si nos fijamos ahora en el Quijote de 1605 y, al llegar al capítulo 9.° acompañamos a su
autor a la Alcaná de Toledo, nos saldrá al paso, con la misma naturalidad que cualquier
persona a quien se recurre para obtener un servicio, el morisco capaz de verter al
castellano el texto arábigo de Cide Hamete Benengeli. Al traductor le caracteriza, en
primer lugar, la gruesa carcajada que le arranca una desmitificadora acotación sobre
Dulcinea, y luego la diligencia con que cumple en casa del autor su cometido, por una
parca remuneración en pasas y en trigo. Más adelante se le hará sospechoso de
inexactitud, recelo que con mayor frecuencia recae sobre el autor del original que
traduce, y que no deja de relacionarse con la condición de moro. Pero en cualquier caso,
la actitud de Cervantes hacia esa incorpórea y fundamental figura del Quijote que es
Cide Hamete Benengeli, no puede depender de otros motivos que los inherentes al
proceso mismo de la creación. El trato que le da es de todos modos ambivalente, pues le
llamará una y mil veces embustero, pera haciendo de él un «alter ego» en quien reside el
don de crear un mundo ficticio de honda verdad. ¿Y Dulcinea? ¿Enturbiaba su halo -
según pensaron Américo Castro y Vicente Llorens-, no sólo la humilde condición de
Aldonza Lorenzo, sino también unas connotaciones que la vinculaban a la comunidad
morisca? Son interrogantes de difícil respuesta, que no podemos dirimir aquí.

Hemos de llegar a la Segunda Parte de El ingenioso hidalgo, impresa en 1615, y


especialmente a los capítulos 54 y 63, compuestos cuando ya se había llevado a la
práctica en toda España la expulsión de los moriscos, para hallar, no referencias sueltas
u opiniones de terceros, sino humanísimos personajes que en el primer plano de la
acción novelística viven y debaten la tragedia de su destierro. Además, Cervantes lleva
a la perfección en la historia de Ricote y de su hija esa manera suya de hacer que
converjan personajes que parecen tallados en distinto material para darnos a un tiempo
los rasgos circunstanciales y la significación esencial de un conflicto, un sentimiento o
una manera de enfocar la vida. Así, el tendero morisco, buen vecino de Sancho y tan
anclado o más que él en la prosa de la existencia, abrazará en su hija Ana Félix a una de
las figuras de más inverosímil trayectoria y más mítico trazado que pudo acabar la
sorprendente pluma del creador de Don Quijote. Capturada como arráez valeroso de un
bajel turco, la bella morisca se proclama mujer cristiana en una escena digna del más
extraordinario libro de aventuras. No creo que Cervantes haya querido tender aquí un
puente de plata al enemigo, sino más bien prestar una voz a un dolor ya irremediable y a

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una fallida aspiración de concordia. La verdad de Ana Félix y don Gaspar Gregorio, el
mayorazgo que la ama, se impone poéticamente, pero no para ocultar la realidad
concreta que representa Ricote. Circunstancias coherentes con la situación histórica son,
tanto la indiferencia religiosa de éste, como la ferviente adhesión al Islam de su
hermano o la sincera piedad católica de su esposa y de su hija. Dentro de lo verosímil
entra su calidad de hombre sensato, informado, que se expresa bien, que sabe defender
su punto de vista. La holgada posición económica del tendero morisco y las
perspectivas de su nuevo éxodo se corresponden con la realidad de miles de casos. La
alegría de su encuentro con Sancho es también creíble. Lo que fue o pudo ocurrir,
Cervantes lo consigna. Lo que debió haber sido y no fue queda plasmado en una
peripecia heroica, que arranca, eso sí, de la poco frecuente, pero no insólita relación
sentimental de un hidalgo con una morisca de familia acomodada.

En Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) se identifica como morisca a la


hechicera Cenotia, en quien Joaquín Casalduero ha visto un símbolo de lascivia. Pero
también aparece una idealizada doncella morisca, que en colaboración con un tío suyo,
ambos fervientes cristianos, salva de un ataque de corsarios a los maravillosos
peregrinos, que se alojan en un pueblo costero del reino de Valencia46. Tampoco falta
aquí el envés de la moneda, pues fuera de esas dos excepciones los vecinos del pueblo,
que son criptomusulmanes, ayudan a los asaltantes. El propio morisco viejo, en quien
Márquez Villanueva ve representada la postura anti-morisca más intransigente, clama
por la expulsión, pero en el ánimo del lector se imprime, con más fuerza que esa
condena, la simpatía y conmiseración hacia los dos personajes que se ven atrapados en
un laberinto de contradicciones insoluble, ya que su fe cristiana los distancia de su gente
y el origen musulmán los condena al menosprecio en la sociedad española. Vidas
escindidas, que diría don Américo Castro, cuya angustia llega a nosotros, tamizada y
mitificada, a través de los textos cervantinos.

El Quijote apócrifo

Alonso Fernández de Avellaneda, o más bien quien se ocultara bajo este seudónimo
para publicar el apócrifo Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1614) abrigaba
la intención de zaherir al autor del libro parodiado, reduciendo sus personajes a un plano
cómico elemental. Como se anunciaba en la obra de Cervantes, el hidalgo loco debía
acudir a Zaragoza en la Segunda Parte con objeto de participar en unos juegos ecuestres,
lo cual requería que se relacionase con miembros de la nobleza y otros hidalgos de
posición desahogada. Así sucede en el Quijote apócrifo, desde el primer capítulo en que
se refiere como el caballero granadino don Álvaro Tarfe se aloja en casa del
protagonista, cuando desde su tierra se dirige a la capital aragonesa para participar en
las justas. Este personaje hace un papel relevante en varios episodios, pues al tiempo
que protege al hidalgo loco, toma la iniciativa de explotarle como figura ridícula, hasta
que él mismo lo interna en un famoso manicomio de Toledo.

Destaca un juego de sortija, cuya pobreza de invención y exceso de simplicidades


criticó Cervantes en la Segunda Parte del Quijote (capítulo 59). No eran raros en la
época los festejos caballerescos ambientados en son de burla, pero el modelo concreto,
en este caso, pudo ser el juego de sortija descrito en el cap. XI de las Guerras civiles de
Granada de Pérez de Hita, ya que ambas descripciones de fiesta coinciden en el detalle
de que algunos participantes entren en la plaza llevando los retratos de sus damas.

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Triunfa en la competición don Álvaro, a quien desde el primer momento se ha
presentado como deudo de los prestigiosos Abencerrajes y Zegríes.

La ironía del autor se extiende a algún detalle caracterizador de este personaje que
muestra el lujo y el atildamiento con que viste. También lo descalifica el apellido Tarfe,
que recuerda al moro retador de «Cercada está Santa Fe» y otros romances de este
pequeño ciclo. Se caracteriza tal figura por la insolencia, la agresividad y la intención
blasfema, rasgo este último que sólo ocasionalmente asume el caballero moro en el
romancero nuevo. El Tarfe de los romances lanza su desafío arrastrando un cartel con
las palabras «Ave María», imagen que se compensará con la del vencedor cristiano
portando en triunfo la cabeza del moro, al tiempo que muestra la divisa mañana, que se
había incorporado a la heráldica castellana. En el Quijote apócrifo se apropia de este
emblema el protagonista, y en tal momento puede decirse que don Álvaro queda
implicado en el ridículo que pesa sobre él.

En conjunto, la identificación como morisco del hidalgo andaluz que entabla amistad
con don Quijote es una espada de doble filo, que hace participar al uno en el
desprestigio del otro. La locura de querer vivir como los caballeros de tiempos pasados
es también atributo, aunque atenuado, de quienes, conservando la destreza, han perdido
el prestigio anejo a la condición de nobles. El hidalgo de origen moro, esa realidad
social que elude generalmente la literatura de ficción, entra al fin en una obra novelesca
concebida dentro de la estética de lo cómico. El autor juega con el contraste entre lo que
fue el moro y lo que es el morisco, aun el de clase acomodada, y se ríe de quienes
pretenden atenuar esa diferencia. Tal visión negativa es congruente con la antipatía y la
ceguera frente a todo matiz que no sea obvia comicidad que se trasluce en la lectura que
de Cervantes hizo Avellaneda. En justa correspondencia, cuando en el capítulo 72 de la
auténtica Segunda Parte cobre nueva naturaleza don Álvaro Tarfe, aparecerá sin ribetes
cómicos para refutar con dignidad y mesura la falsa caracterización de don Quijote y
Sancho.

Lope de Vega: «El desdichado por la honra»

Lope de Vega, no en tanto que poeta dramático sino como novelador -empleando el
término usado por Francisco Yndurain50-, fue quien vio con mayor comprensión la
tragedia que el decreto de expulsión supuso para la burguesía de origen moro, que,
dispersa y acaso numéricamente poco importante, merece sin embargo nuestra atención.
El Fénix, a quien de burlas o veras se motejó alguna vez de morisco, prodigó en sus
comedias personajes musulmanes, diversificando la figura del moro sentimental y
creando la del morillo; e incluso llegó en una ocasión a mostrar hasta qué punto podía
perjudicar a un hidalgo la sospecha de un abolengo moro51. No llegó, sin embargo, en
su teatro a plantear a fondo el problema. Fue en una de sus novelas dedicadas á Marcia
Leonarda, «La desdicha por la honra» (incluida en La Circe, 1624), donde muestra la
situación límite a que el destierro pudo llevar a personas perfectamente integradas en la
sociedad española. Ya sabemos que el genio de Lope de Vega iba por otros derroteros
que los de la novelística, y lo vemos confirmado en esta obrita, donde no consiguió y
acaso ni siquiera buscó, una perfecta soldadura entre unos datos biográficos dados, la
intriga amorosa y la digresión. En cambio sí logró una redacción que produce el efecto
de la espontaneidad y en cierto sentido preludia la novela-ensayo. Lope, sesentón, deja
correr la pluma, exponiendo con humor su punto de vista sobre varias materias, en

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discurso dirigido a un solo privilegiado lector -o más bien lectores-, doña Marta de
Nevares.

Cansado, quizás, de ser portavoz de sentimientos y conceptos mayoritarios, Lope


ironiza sobre el culto exagerado al honor, pero el planteamiento del deshonor que recae
sobre quien por otro lado se precia de la noble y casi mítica ascendencia Abencerraje se
lleva a sus últimas consecuencias. El autor afirma haber tratado en la corte al
protagonista, que es un joven nacido en el arzobispado de Toledo y educado en la
Universidad de Alcalá de Henares. Entra al servicio de un noble, a quien acompaña
cuando es nombrado Virrey de Sicilia. Por sus méritos personales, que son los que se
espera de un caballero, obtiene la confianza del magnate y el amor de una dama italiana
de alcurnia. Aquí empieza el narrador a dejar que se trasluzca el oculto torcedor del
personaje, pues nos dice que “«apetecía en ella lo que no tenía, porque Silvia era rubia y
blanca, y él no del todo moreno y barbinegro, pero de suerte que parecía español desde
el principio de una calle»”. Así encaminada su vida, sobreviene el cambio de fortuna
que el joven explica en la carta de despedida a su señor. En ella le revela que sus padres
han sido comprendidos en el decreto de expulsión y que los va a acompañar en su
destierro. Si antes no ha revelado su origen, ha sido por considerarlo digno de un
caballero hijodalgo, ya que sus antepasados conversos «eran de los antiguos de la
conquista de Granada por los Reyes Católicos». Pero en la nueva situación es un
hombre «a quien pueden decir esta nota de infamia siempre que se ofrezca ocasión».
Por ello se aleja de cuanto ha sido su mundo. De tal decisión no logra su señor hacerle
desistir, aunque le escribe de su puño y letra prometiéndole amistad y protección
inalterables. Recogiendo acaso las reservas que parte de la nobleza siente frente a la
expulsión, no deja el Virrey de señalar que el Príncipe de Fez sirve al rey de España en
Milán con un hábito de Santiago al pecho, y que fue tratado con todos los honores por
Felipe II, lo cual en el contexto de 1620 no puede escribirse sin ironía.

Como advirtió Marcel Bataillon, la novela de Lope de Vega se atiene de aquí en


adelante a un episodio de Nuevo tratado de Turquía de Octavio Sapiencia. Allí se
refiere la historia de un renegado, quien por cierto lleva el mismo nombre que el capitán
y escritor aragonés de mediados del siglo XVI Jerónimo de Urrea, que era deudo del
Conde de Aranda y ocupó en Italia puestos de cierta importancia. Bien situado en la
corte otomana, el personaje cuya vida relata Sapiencia, conspira con la Sultana para
llevarla a tierra de cristianos, pero antes de poner en ejecución su proyecto, le delata un
morisco de Aragón, y es ajusticiado, proclamándose cristiano en aquel mismo trance.
Lope modifica el desenlace, haciendo que el protagonista de «La desdicha por la honra»
muera combatiendo, al ser apresado el barco en que efectúan la evasión. Antes ha
mantenido una entrevista secreta con su antiguo señor, a quien promete que volverá al
servicio del rey de España cuando realice alguna hazaña sonada, que contrarreste el
desdoro que pesa sobre él. Comentando la acción, el autor insiste en que fue fatal al
«trágico mancebo», como califica al personaje, su exacerbado sentido del honor, pero es
difícil que el lector no perciba hasta qué punto este último de los Abencerrajes
españoles -como pudiéramos llamarle apropiándonos del título de la novela de
Chateaubriand- tenía ya cerrados todos los caminos, salvo el del exilio.

Hemos concluido nuestro recorrido en busca de las huellas del morisco en la narrativa
del Siglo de Oro. Si nos propusiéramos seguir tal indagación en las letras posteriores y
en otras literaturas, hallaríamos seguramente que los límites entre moro y morisco se
difuminan, y que son varios los autores que vierten en la temática del desterrado de

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Granada su propia experiencia de marginación o exilio. Creo que si fue fecunda en la
posterior literatura de Europa y América la semilla del género morisco español, ello se
debe, sin duda, a la calidad artística de sus principales exponentes, pero también el
trasfondo de ansiedad que en ellos late. Españoles que se sintieron más o menos
próximos a los sectores heridos de plano por las medidas restrictivas que culminaron en
la expulsión de los nuevos convertidos, configuraron unos temas literarios en que fue
posible verter ese sentimiento de añoranza de la tierra propia, que en el mundo moderno
a tantos aqueja.

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