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Los indígenas de Mesoamérica, como casi todos los habitantes prehispánicos del resto del
continente, compartían la creencia de la existencia de una entidad anímica en el cuerpo que
daba identidad y conciencia al ser humano y que lo abandonaba al morir para ir a una
existencia ultraterrena.3 Los mexicas identificaban dicha sustancia inmortal con el «teyolía»,
radicado en el corazón, mientras que para los mayas tal esencia recibía el nombre de «ol».3
Dicha conciencia pervivía en el lugar de los muertos, en donde seguía requiriendo alimento,
reconocimiento y algunas otras ayudas espirituales que podían ser otorgadas por los vivos
para permitirles continuar su existencia inmortal. Lo anterior generó el desarrollo de un culto a
los ancestros bastante difundido en Mesoamérica.4