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Alan Knight

Estado, revolución y cultura popular en los años treinta

Con la derrota de Villa en las batallas del Bajío, y el triunfo de Obregón bajo la égida
del Plan de Agua Prieta, el régimen que surgió de la Revolución Mexicana comenzaba
a fortalecerse, a buscar una nueva hegemonía revolucionaria para llenar el vacío
político dejado por la caída de Díaz y Huerta. El lema de ese entonces (el equivalente
de la "modernización" de hoy) era "la reconstrucción". Por un lado, esto implicaba la
reconstrucción y el desarrollo económico, por otro lado, la reconstrucción de un
régimen político viable, centralizado y estable. Obviamente, estos fines -tanto el
económico como el político- no eran nuevos, seguían precedentes porfirianos. Por eso,
algunos historiadores invocan a Tocqueville, enfatizan la continuidad que unía a la
Revolución con el antiguo régimen, y hasta niegan que la primera merezca la etiqueta
de "Revolución".

Sin embargo, aunque en términos muy generales los fines tanto del Porfiriato como del
régimen surgido de la Revolución eran similares (es decir, desarrollo capitalista y
Estado fuerte), hubo diferencias de gran importancia entre los dos; especialmente en el
sentido de que el régimen revolucionario perseguía sus fines dentro de un universo
político-social muy distinto, después de una década de trastornos sociales y de
movilización popular, quizás la revelación de una mentalidad popular anteriormente
disfrazada (lo que James Scott llamaría un “guión escondido"),lo que se manifestó en
rebeliones, motines, tomas de tierra, agresiones verbales, físicas y simbólicas contra
las autoridades y la élites porfirianas. Los revolucionarios habían canalizado estas
fuerzas con el derrocamiento del antiguo régimen; ahora tenían que canalizarlas para la
construcción de un nuevo régimen, un gobierno popular, populista, sin llegar a ser
gobierno (o anarquía) del pueblo. Durante casi una generación, entre 1920 y 1940, el
estado -y su acérrimo enemigo, la iglesia católica- pugnaron para establecer su
hegemonía sobre las bases populares y, al mismo tiempo, para reformar el pueblo y la
cultura popular.

El régimen revolucionario que asumió esta tarea era, según mi propia terminología, un
régimen al estilo borbónico: es decir, buscaba cambiar el carácter del pueblo y extirpar
sus lacras; con palabras de la historiadora de la Revolución Francesa, Lynn Hunt,
quería "racionalizar y nacionalizar" un pueblo aldeano y ocioso, levantisco y
supersticioso. Según dijo el anticlerical furibundo Arnulfo Pérez (que llevaba en su
persona una tarjeta que decía: "diputado federal, miembro del PNR, enemigo personal
de Dios"): "ser revolucionario de hoy quiere decir forjar cerebros y construir
voluntades". Como subrayan algunos historiadores actuales, la reforma agraria de los
años veintes y treintas buscaba no solamente la justicia social, sino también (y quizás
aún más) una forma de clientelismo que aferrara al campesino al Estado. Más
claramente, el proyecto educacional intentaba fomentar el nacionalismo, la
alfabetización, la ciudadanía, la sobriedad, la industria personal, la higiene, la

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productividad. En este sentido, la Revolución Mexicana funcionaba de la misma
manera que las otras" grandes" revoluciones: la francesa, la rusa, la china, la cubana.
La educación, la retórica, el arte, el periodismo y, pronto, la radio, se usarían para crear
un "nuevo hombre"; y no menos importante, una "nueva mujer", un "nuevo niño",
porque "la patria serán en lo futuro lo que la escuela haya podido hacer con los niños".
Por tanto, Calles -en su célebre Grito de Guadalajara- hablaba como un jesuita,
enfatizando que la Revolución tenía que "apoderarse de la consciencia" de la niñez; y,
a lo largo de este periodo, el Estado y la iglesia se entregaron a una lucha cruenta para
hacer imponer su hegemonía y quebrar la de su contrincante.

Por supuesto, hay que reconocer que esta lucha no salió a la luz por primera vez en
este siglo. Tampoco fue el proyecto revolucionario el primer esfuerzo para moldear el
carácter del pueblo mexicano "desde arriba". Los franciscanos lo intentaron durante la
conquista espiritual; los reformistas borbónicos lo ensayaron, con otros fines; y los
liberales decimonónicos, herederos, en cierta forma, del proyecto borbónico, y
ardientes partidarios de la fuerza redentora de la educación, anhelaron una nación
letrada, trabajadora, patriótica, al estilo europeo o norteamericano. Es bien sabido que
los revolucionarios -Madero, Carranza, Obregón, para nombrar solamente a los líderes
principales- reconocieron su gran deuda ideológica con sus antecesores liberales. Pero
es importante tomar en cuenta que esta deuda no se limitaba a posiciones puramente
políticas o constitucionales, sino que también involucraba metas y matices socio-
económicos, que podrían resumirse bajo la etiqueta (fea pero útil) de "desarrollismo",
es decir, toda Ilustración, que pretendían moralizar, disciplinar, educar, y (tanto literal
como metafóricamente) limpiar el errante pueblo Mexicano. Como dijo un constituyente
de 1917, la nueva Carta Magna mexicana debió de escribirse no sobre tabletas de
piedra, sino tabletas de jabón.

Por añadidura, esta posición "desarrollista" fue asumida también por muchos ideólogos
conservadores y católicos (incluso los católicos "sociales" o progresistas), que se
quejaban de los numerosos vicios del pueblo mexicano. De esta manera, podría
decirse que el "desarrollismo" fue un proyecto clasista, sostenido por la élites y clases
acomodadas (liberales, positivistas, católicos), que querían borrar las lacras sociales -el
juego, la prostitución, el alcoholismo, la ociosidad, el llamado San Lunes- para
remoldear el pueblo según patrones nuevos, modernos y productivos (patrones a veces
importados del extranjero: de Europa o de los Estados Unidos). Tal proyecto se ve en
el trabajo de Científicos como Bulnes, en los congresos del catolicismo social de los
años 1900, en periódicos reformistas como El Correo de Chihuahua (donde se ven
reflejadas las inquietudes de la creciente clase media urbana norteña), en la
propaganda de Madero y otros antirreeleccionistas y, más pertinente para nosotros, en
la generación de intelectuales y políticos que surgió con la Revolución, para quienes
empezaban ya a contar, entre las influencias extranjeras, el comunismo y el fascismo.

Estas importantes continuidades no implican, sin embargo, que la Revolución no


introdujera nada nuevo. Si los revolucionarios franceses -que derrocaron un antiguo
régimen monárquico, quizás feudal- querían borrar lo viejo para recomenzar de nuevo,
no fue así en México (ni quizás, en el caso de otra revolución comparable: la inglesa).

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Los mexicanos, que edificaron sobre bases liberales ya puestas en el siglo pasado, no
repudiaron todo el pasado, sino que sacaron mitos, símbolos y políticas de él, y los
modificaron según las demandas que surgieron con la Revolución. Aún los radicales
como Adalberto Tejada, reconocieron su linaje liberal. Por eso, la revolución no reveló
su originalidad o su radicalismo principalmente en la esfera ideológica; la ideología de
la Revolución (o, mejor dicho, de las varias corrientes revolucionarias) era mixta,
muchas veces moderada, ligada al pasado, sui generis. Este hecho, quizás, ha
engañado a algunos historiadores que, ubicándose demasiado en el terreno tramposo
de la ideología, llegan a conclusiones cuestionables en cuanto a la falta de cambio
político-social producido por la Revolución (o, como a veces prefieren decir, la "gran
rebelión").

En términos más generales -y acabando no solamente la ideología sino también el


cambio social y psicológico, las luchas de facciones y de clases- la Revolución sí abrió
una época histórica muy distinta a la anterior. La movilización popular de la Revolución
armada dejó huellas profundas: nuevas instituciones y leyes, desde ya; pero también
experiencias individuales y colectivas, una nueva movilidad tanto social como
geográfica, y demandas populares que las élites, aún cuando no las cumplían, tenían
que escuchar y amortiguar. Por eso, las élites revolucionarias, a diferencia de sus
predecesores porfirianos, cultivaron un estilo populista, elogiando a las clases
populares y a las etnias, representándose como hombres surgidos del pueblo ("self-
made men"), hasta vistiéndose de traje sencillo para mejor pasar como gente de
campo.

Obviamente, surgieron contradicciones intensas. Mientras que cantaban las alabanzas


del pueblo, del indio, las élites revolucionarias trabajaban para transformalos a ambos.
Salvador Alvarado, procónsul carrancista en Yucatán, impulsó lo que Gilbert Joseph
llama "una guerra relámpago (blitzkrieg) contra las costumbres y el modo de ser" de la
península, atacando el peonaje, la prostitución, el juego, el alcohol y fomentando la
educación, la higiene, el feminismo, y esa gran palanca de cambio social, los Boy
Scouts. Este proyecto prefiguraba las reformas de los años venideros. En los años
veinte prevaleció el anticlericalismo, en parte gracias a la influencia personal de Calles
y Morones; pero también porque el anticlericalismo servía como eje del" desarrollismo"
revolucionario; porque, sin disminuir o aniquilar la influencia de la iglesia, no iba a
poderse construir la nueva sociedad de ciudadanos alfabetizados, trabajadores,
productivos, y nacionalistas. Y, aunque el choque entre Estado e Iglesia llegó a su
culminación entre 1926-29, el conflicto continuó, a veces con violencia, en los años
treinta, hacia los que ahora vuelvo mi atención.

Como ya dije antes, la actitud de los líderes revolucionarios frente al "pueblo" era
ambigua. Muchos tendían a despreciar a sus sujetos. Sin la acción enérgica del
gobierno, los indios Totonacas de Vera cruz quedarían atrapados en "la indolencia y la
apatía" . Los campesinos de Morelos, la gente de Zapata, no eran mucho mejor: “el
campesino de Morelos sigue teniendo alma de peón esclavo: en religión, pagano
cristiano, es fanático y estulto, obedece ciegamente la consigna del clero... en civismo
es enemigo sistemático de todos los gobiernos y todas las organizaciones sociales;

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desconfiado de toda influencia que no es de su medio". Se pasaban juicios similares
sobre los trabajadores agrícolas de la tierra caliente de Michoacán ("desconocen
completamente el sentido de la palabra "Moral" ...los vicios que podría citar son
numerosos, contando entre los que más se practica el alcoholismo [y] los enervantes
tales como la marihuana [sic])"; o los habitantes de las casas de vecindad de la Ciudad
de México, que vivían en "el ambiente de vicio y envilecimiento de las cantinas,
pulquerías, cabarets y prostíbulos".

Estos vicios fueron relacionados con la nefasta influencia de la iglesia (justificando así
el anticlericalismo revolucionario). La iglesia fomentaba la superstición, la holganza, la
ebriedad. Las fiestas eran borracheras que minaban la moralidad y la producción; los
penitentes, las romerías, y los santuarios difundían enfermedades e irracionalidad; la
iglesia predicaba la autoridad de un potentado extranjero, y se alistaba con los
terratenientes y los conservadores en contra de las reformas de la Revolución, incluso
hasta para derrocar el régimen revolucionario. Por tanto, el gobierno tomó medidas
para limitar o eliminar la influencia de la iglesia cerrando iglesias y escuelas
particulares, expulsando a los sacerdotes, vetando las ceremonias religiosas.

Pero los revolucionarios sabían que estas medidas negativas no eran suficientes. Tenía
que haber una "acción consistente y persistente" -una acción positiva- para
contrarrestar la influencia de la iglesia y aumentar la del régimen. Y esta tarea fue
asumida con hondo sentimiento misionero; era "una verdadera cruzada de conversión",
como dijo Moisés Sáenz, que necesitaba, por ejemplo, todo un ejército de "brigadas"
(brigadas sanitarias, brigadas de acción social) y campañas (campañas antialcohólica,
pro-higiene, pro-pajarito, pro-árbol, de comprensión del Código Agrario, del Salario
Mínimo, en contra de las uniones prematuras, de la vagancia y de los juegos de azar).

Al mismo tiempo, como dije anteriormente, los revolucionarios forjaron una ideología
(mejor dicho, una cultura política) que mezclaba los héroes y mitos del pasado liberal
con los del presente revolucionario. Las nuevas escuelas llevaban nombres tanto
tradicionales (Juárez, Ocampo) como novedosos (Flores Magón, Cárdenas, Garrido
Canabal, Carrillo Puerto, Úrsulo Galván); junto a los aniversarios tradicionales (Día de
la Constitución, Cinco de Mayo, Grito de Dolores) se agregaron aniversarios
revolucionarios, especialmente los que conmemoraban la muerte de mártires
revolucionarios: Madero (día de luto, 22 febrero), Zapata (10 de abril), Obregón (17 de
julio: fecha clave en el calendario jacobino). También se reconoció a héroes locales
(Carrillo Puerto, Primo Tapia), y a “los maestros rurales sacrificados por el clericalismo
y capitalismo", quienes a veces dieron sus nombres a las nuevas escuelas. Se cambió
el nombre de calles y, a veces, de ciudades, los "héroes, maestros y libertadores
regionales" sustituyendo a los santos (en Tabasco, hasta se prohibió la palabra "adiós",
en favor de "salud"); y se estableció toda una gama de fiestas nuevas (el día de la
madre, del soldado, del árbol, del niño ), fiestas nacionales, seculares, anticlericales.
Otra vez el Tabasco de Garrido Caníbal -el llamado "laboratorio de la revolución"- tomó
la cabeza, con sus fiestas de la naranja, del maíz, del cacao, del coco; y, también, con
sus procesiones y obras teatrales anticlericales. De manera más práctica, las iglesias
secuestradas se volvieron escuelas, museos, bibliotecas, y teatros; un radical

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veracruzano propuso que la Basílica de Guadalupe fuera convertida en Museo de la
Revolución.

La iconoclasia -botón de muestra de otras revoluciones- también tuvo lugar, y no


solamente en el Tabasco Garridista. En el Valle del Mayo, Sonora, el secuestro de las
iglesias y la destrucción de los santos (los Niñitos, se llamaban) provocaron protestas
violentas por parte de los indios de la comarca, reforzando su arraigado sentimiento
religioso. Pero la iconoclasia revolucionaria no era una especie de vandalismo gratuito.
La imagen de Santa Teodora de Jalapa fue destruida y luego expuesta al público, para
comprobar que era puro algodón y cera, no "carne y sangre, milagrosamente
preservadas" . Esta pedagogía jacobina fue más lejos. En algunos estados se
organizaron sábados o lunes rojos, días de oraciones, música y estudio
revolucionarios; los maestros de escuela tenían que organizar "horas de lectura
revolucionaria"; en Tabasco, Garrido Canabal difundía por la radio una hora anticlerical
y otra hora antialcohólica.

A veces, en esta lucha ideológica, los revolucionarios se enfrentaron a la iglesia


literalmente. En Michoacán, la Confederación Revolucionaria de Trabajadores cambió
la fecha de la vacación de primavera para que coincidiera con la Semana Santa, "con el
fin de aprovechar los días de la semana llamada "SANTA" en nuestra campaña
antirreligiosa. Más aún cuando es considerada ésta por los católicos como una semana
en que debe guardar luto, por esta razón debemos nosotros encaminar todo nuestro
esfuerzo para que durante los días del 15 al 20 del presente mes sean dedicados para
organizar festivales ya sean sociales o deportivos". De hecho, en su primera
manifestación antirreligiosa, los anticlericales michoacanos marcharon de su Centro
Cultural a la catedral de Morelia, donde organizaron un partido de basquetbol en el
mismo atrio. (Tuvieron que terminar el partido "por haber caído con el fuerte viento una
de las canastas": podemos imaginamos lo que los fieles de Morelia pensaron de eso).

Como demuestra este ejemplo, el deporte era visto como un arma importante en la
lucha contra la iglesia y otras lacras sociales. Hasta ahora, dijeron los revolucionarios (y
no sin razón), la iglesia había monopolizado la recreación popular; el deporte ofrecía
una manera de contrarrestar la influencia clerical y, al mismo tiempo, "procurar alejar
sobre todo el elemento joven de los centros de vicio". Otra vez, había precedentes
porfirianos. Pero, mientras que las autoridades porfirianas habían tratado de mejorar la
cultura popular por medio de prohibiciones (por ejemplo, contra los quemas-Judas),
apenas pudieron fomentar nuevas formas de recreo deportivo (el ciclismo, por ejemplo,
era un monopolio de la clase media). Los revolucionarios hicieron esfuerzos más
sistemáticos y exitosos. El flamante PNR formó una Secretaría de Acción Educativa y
Deportiva, que organizó un desfile inaugural en noviembre de 1934; "no es un desfile
atlético", fulminó un folleto católico, "sino una forma de adhesión a la escuela atea e
inmoral".

Los presidentes dieron su ejemplo: Calles patrocinó el deporte; Cárdenas era nadador
y jinete. Se prohibió el beisbol, que ya tenia raíces en México (se decía que en Tabasco

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jugaban con las cabezas cortadas de los santos); se introdujo el basquetbol y el volibol,
generalmente a través de la escuela.

Como varios buenos historiadores han mostrado, la escuela era la pieza clave en el
proyecto cultural revolucionario. Representaba la punta de lanza para penetrar el
oscuro dominio del campesino, reacio al progreso, víctima de la falsa consciencia
clerical (aunque no usaban precisamente estas palabras, los revolucionarios
claramente subscribían tal concepto). Los maestros tenían que inculcar el patriotismo,
con saludos a la bandera y juramentos en pro de la patria, o en contra de "los tres
enemigos poderosos que tiene nuestra Patria, y que son el Clero, la Ignorancia, y el
Capital". Adornaban las paredes con retratos de héroes patrióticos; organizaban coros
y canciones socialistas; alentaban a los niños a pintar dibujos con contenido social
(campesinos flacos, burgueses gordos); preparaban exámenes que enfatizaban
cuestiones políticas, por ejemplo, la nacionalización de la industria petrolera en 1938.
Los maestros fueron obligados a rendir informes, muy detallados, de su acción
educativa y social: con tal motivo, el maestro rural de Calpulalpan, Tlaxcala, informó
que, en el primer semestre de 1939, "los alumnos de ambos sexos han aprendido 39
recitaciones, 18 cuentos, 14 dramatizaciones, y 13 bailables, todos con tendencias
socialistas" .

En las fiestas, también, la recreación compaginaba con la educación. El programa de


una fiesta en Morelia incluye: charla sobre" el concepto de la personalidad de Cristo";
son tierra calenteño; charla sobre "la mujer y el confesionario"; canción ranchera; charla
sobre "crítica de los sacramentos religiosos católicos; jarabe tapatío. Por último, en su
afán de debilitar a la iglesia, los revolucionarios se apropiaron de algunos ritos o
procedimientos católicos. Hemos visto como introdujeron nuevas fiestas seculares.
También trataron de replicar los ritos de pasajes católicos. En Veracruz, inventaron
bodas y bautismos socialistas. El texto del bautismo decía: "en nombre de la causa
sagrada del proletario y como protesta justa contra los siglos de ignorancia en que nos
ha tenido la clase clerical... yo te bautizo en las aguas del río (pozo, fuente) de la
misma manera en que, en otra época, Juan lo hizo con Jesús, el socialista de
Nazareth, en las aguas del Jordán. Yo te nombro , y con esta ceremonia te emancipo
del error que el nefasto elemento clerical maliciosamente inculcó en el cerebro de tus
antepasados". Según la prensa conservadora, camiones de niños, supuestamente
destinados a inocentes picnics en el campo veracruzano, fueron bautizados de esta
manera novedosa.

Algunos niños también adquirieron nombres novedosos. Garrido Canabal nombró a


unos de sus niños "Lenin"; dos niños nacidos en Veracruz en 1932 fueron nombrados
"sesenta y seis" y "trescientos veintitrés", los números de las dos leyes estatales que
regulaban el clero y facilitaban la expropiación de la propiedad privada. No es nada
difícil criticar o burlarse de estas prácticas, y del proyecto cultural de que formaban
parte, y verlo como un proyecto extraño, útopico, dogmático, hasta totalitario.
Entenderlo es otra cosa: se necesita un esfuerzo de empatía, parecido al que los
historiadores han hecho para mejor entender el zapatismo o la cristiada.

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El proyecto cultural revolucionario, con su fuerte contenido anticlerical, procedía de un
ambiente determinado, dentro del cual poseía cierta racionalidad y ejercía una fuerte
atracción para ciertos grupos sociales, especialmente (aunque no solamente) las
clases media urbana y obrera, grupos alfabetizados, aún cultos, pero caracterizados
por una cultura liberal, libresca, a veces autodidacta. Habían reaccionado en contra de
la hegemonía cultural de la iglesia, que seguía fuerte (y que durante el Porfiriato se
había fortalecido), especialmente en el centro y oeste de la República.

Así como la iglesia, dominando la plaza principal, era generalmente el edificio


dominante en los pueblos, el cura era, a veces, la figura clave, por encima del
presidente municipal. Y el cura jugaba un papel político importante. No obstante el
argumento revisionista, está claro que muchos curas estaban metidos en la política, del
lado de la causa antirrevolucionaria -el régimen Huertista-, por ejemplo; predicando
docilidad a sus feligreses y apoyando a los terratenientes locales en sus luchas contra
las agraristas. Además, hay que tomar en cuenta el dominio cultural de la iglesia,
contra la cual reaccionaban los anticlericales. La vida cotidiana todavía seguía los
ritmos del calendario religioso. Las nuevas fiestas seculares no habían reemplazado a
las religiosas, que marcaban el paso del año; los repiques de la campana (cuyo "doble
monótono y triste" armoniza con "la voz lúgubre y sombría del cura") servían como
apuntador del tiempo de la comunidad, y dieron la voz de alarma tradicional en
momentos de peligro. Por eso, algunos anticlericales quisieron prohibir los repiques y,
en el Valle del Mayo, se llevaron no solamente a los santos, sino también las
campanas. Huelga decir que, dentro del marco educacional, la iglesia seguía teniendo
una influencia importante. Aún en el creciente sistema de educación federal (la laica,
después "socialista), maestros" de fuerte afiliación clerical" retenían sus plazas; y las
bibliotecas públicas todavía contenían textos religiosos.

Otro ambiente importante era el hogar, donde la influencia católica seguía siendo
profunda: un hecho que algunos revolucionarios (como Vasconcelos) aprobaban y
otros (como Múgica) condenaban. En muchos hogares, según parece, madres
piadosas competían con padres liberales, indiferentes, o anticlericales; en tales casos,
la afiliación definitiva de sus hijos dependía no solamente (o principalmente) del cálculo
político racional, sino de las presiones psicológicas dentro de la familia. Calles, el gran
comecuras, era hijo ilegítimo, lo que tal vez canalizó su resentimiento personal hacia un
anticlericalismo institucional. Y, cuando los jóvenes dejaban el hogar, se enfrentaban a
una dicotomía sociopolítica: por un lado, el mundo católico del cura, del confesionario,
de la misa, de la romería, de la ACJM, del PCN, de la LNDR, del sindicato blanco; y,
por otro, la alternativa liberal, anticlerical, revolucionaria, organizada alrededor del
maestro, del impresor, del farmacista, de la sala de billar, de la logia masónica, de la
sociedad mutualista, del sindicato radical y del flamante partido "socialista" o
"revolucionario". De la misma manera, podemos definir el radicalismo -o el
anticlericalismo- mexicano como un fenómeno cultural, aunque un fenómeno
estrechamente ligado a (lo que no quiere decir mecánicamente determinado por)
ciertas ocupaciones y posiciones sociales: profesionales "pequeño-burgueses",
maestros, comerciantes al por menor, artesanos y obreros alfabetizados, algunos
rancheros y miembros de la llamada "burguesía campesina" .

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Dentro de este ambiente social y cultural, florecía una filosofía, una variación particular
de la Gran Tradición: era liberal (y el liberalismo fácilmente podía transformarse en
radicalismo y anarquismo), anticlerical, patriótica y nacionalista; positiva en su afán por
la ciencia y su desprecio de la superstición religiosa; convencida de la verdad de la
teoría de la evolución, biológica y social; a veces social-darwiniana y racista;
moralmente austera, puritana, enemiga del alcohol (a este respecto se parecía a su
equivalente europeo, francés o español); dotada de bastante fe en la enseñanza
libresca, y en el poder de la palabra escrita y oral (típicamente la de las veladas, o
conmovedoras oraciones en la plaza). A los graduados de esta academia informal les
gustaba citar a determinadas autoridades intelectuales particulares: en los 1900s, los
favoritos incluían Henry George y Víctor Hugo; en los treinta, se destacaban más Lenin
y Bukharin. La educación socialista, cuya meta era fomentar "un concepto racional y
exacto del universo y de la vida social", necesitaba charlas acerca de "la explicación
científica de los milagros"; los periódicos anticlericales, dándose a "la lucha histórica
entre la Religión y la Ciencia", se esforzaban para refutar el libro de génesis; dentro del
calendario de fiestas seculares, solamente aparecía un acontecimiento no-mexicano (la
caída de la Bastilla) y un genio no-mexicano, James Watt, el científico escocés,
celebrado como" el inventor del buque de vapor".

Calles, el decano de la academia, subrayaba la importancia de quitarles a los


campesinos sus ideas religiosas e irracionales acerca de la agricultura. "La mayoría de
los campesinos creían que tal Santo hacía llover y constantemente buscaban imágenes
ante las cuales rezaban para que lloviera… también se les enseñaba que los temblores
eran castigos de Dios en contra de los pecados del hombre. En el futuro se les
enseñará que la lluvia y los temblores son fenómenos de la naturaleza".

La filosofía de los revolucionarios tenía así algo de coherente y lógico, dado el


ambiente en que se formaba. Pero cuando trataban de difundir y fomentar esta filosofía
en otros ambientes (me refiero a "ambientes" sociales, culturales y geográficos)
encontraban trabajos y peligros. No obstante las muchas afirmaciones acerca del poder
del Estado revolucionario, su carácter de "Leviatán"; su hegemonía ideológica, su
capacidad para cooptar a las masas, la verdad es que el Estado de los años treinta era
un estado dividido y, en ciertos respectos, un Estado todavía débil. Por cierto, le
faltaban los recursos para difundir su ideología oficial (anticlerical, igualitaria,
"socialista") por todo el país y por toda la estratificada y multiétnica sociedad mexicana.

Y, no obstante algunas afirmaciones acerca del "totalitarismo" del Estado y de su


proyecto ideológico agresivo, los mismos agentes del proyecto -por ejemplo, los
maestros rurales- tenían en cuenta la oposición que encontraban y, por eso,
suavizaban su mensaje, modificando el anticlericalismo furibundo, y se concentraban
en cosas más prácticas, menos provocadoras. Algunos gobernadores estaban de
acuerdo con esto. Y el mismo Presidente Cárdenas aprobó esta política de
moderación, enfatizando que era más importante mejorar las condiciones materiales de
la vida popular, que cargar quijotescamente con la arraigada religión de los
campesinos.

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Las trabas que encontraban los agentes del proyecto de revolución eran tres. Primero,
la escasa colaboración de parte de autoridades oficiales (llamadas "revolucionarias"),
que discrepaban del radicalismo y anticlericalismo de la época. Entre éstas se
encontraban tanto oficiales y caciques locales, como caudillos estatales: por ejemplo,
Saturnino Cedillo en San Luis, Román Yocupicio en Sonora, la familia Ávila Camacho
en Puebla. Muchas veces, entonces, los maestros trabajaban sin ayuda" de arriba", sin
recursos económicos, hasta sin sueldos.

Segundo, había amenazas por parte de los acérrimos enemigos de la causa


revolucionaria. Como lo demuestra la obra pionera de D. Raby, los maestros rurales
fueron víctimas de ataques, intimidaciones, y, en varios casos, asesinatos. Se
quemaron escuelas; los maestros tuvieron que ser "reconcentrados" en lugares
seguros; en 1938 el gobierno decidió dar pistolas a todos los maestros (aunque
muchos ya se habían provisto de ese artículo casi esencial en la peligrosa vida
campestre).

Tercero, y quizás mas importante, fue la resistencia pacífica, cotidiana. Hubo protestas
y manifestaciones contra la escuela federal y la educación socialista. Muchas veces las
mujeres de la comunidad -sean burguesas o campesinas- iban a la cabeza. En Jalapa,
donde los anticlericales comenzaron "una campaña sistemática de poner carteles,
caricaturas, etc., en las paredes de los edificios por toda la ciudad, las organizaciones
católicas, generalmente las mujeres, se llevaban los carteles casi ni bien aparecían"
Más importante era el boicot de la escuela, que reflejaba (según los maestros) "la
apatía" o "la resistencia pasiva" de los vecinos. En treinta escuelas en Colima, informó
el inspector, "la asistencia [estaba] muy escasa y en algunos planteles el maestro se
encontraba solo" . En otro caso, cerca de Papantla, el inspector encontró la escuela
vacía, "porque la ranchería estaba de fiesta con motivo de la visita del cura".

Hay que aclarar que esta "apatía" o "resistencia", aunque en muchos casos eran el
fruto de la propaganda clerical, respondían a otros factores (como opinaban, a veces,
los maestros). Durante las lluvias, los niños tenían que trabajar al Iado de sus padres;
algunos padres citaron "la falta de ropa y la pobreza extrema", que impedían que sus
niños asistieran a la escuela. Vale recordar, también, que los mismos sacerdotes se
quejaban de la indiferencia de sus greyes, de su indiferencia y falta de asistencia a la
iglesia (una queja que se remonta hasta la conquista). Esto sugiere que, en vez de
imaginar una población netamente católica, hostil al proyecto revolucionario; o, al
contrario, una población de revolucionarios de hueso colorado, enemigos de la iglesia;
hay que pensar en una sociedad dividida, en la que los comprometidos -los "fanáticos",
según sus enemigos- representaban una minoría, y la mayoría (todavía una mayoría
campesina) estaban algo al margen del conflicto, y eran, en cierta forma, el objeto del
conflicto -pero, es necesario enfatizar, objetos que no eran ni inertes, ni pasivos.

Esto me lleva a la última pregunta de este ensayo: una consideración muy importante,
pero muy difícil de contestar. ¿Cuál fue el resultado de esta política revolucionaria?
¿Cambió sustancialmente la cultura popular? ¿Ganó el estado en su antigua lucha
contra la iglesia? En términos generales, parece que el proceso de alfabetización

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procedió, durante los treinta, a un ritmo regular. En los cuarenta, cuando la educación
socialista ya era cosa del pasado, el ritmo aceleró un poco (casi seguramente porque,
con la urbanización acelerada, la alfabetización adquirió una importancia más
marcada). Pensando en los objetivos más "ideológicos" y más ambiciosos, hay que
admitir que el "nuevo hombre" (o mujer, o niño) revolucionario no emergió de las aulas
de la escuela socialista. Las actitudes populares fueron más afectadas, yo diría, por la
expansión del mercado y por la urbanización que la recuperación económica de los
treinta fomentó, y que la Segunda Guerra Mundial aceleró.

Pero una respuesta más detallada debe enfocarse en casos particulares. En algunos
casos, la escuela socialista, el maestro federal, y el proyecto revolucionario que
difundían, sí echaron raíces. Había comunidades que activamente solicitaron tales
recursos, ayudaron a la construcción y mantenimiento de la escuela, y la defendían con
armas en mano. Especialmente en las comunidades agraristas -en las que la lucha por
el ejido había propiciado cierta concientización revolucionaria -la escuela jugó un papel
importante, hasta constituirse en el eje de la comunidad, y el maestro "el alma del
ejido". En este respecto es posible distinguir algunas diferencias regionales. El norte y
el golfo fueron más receptivos (o, menos hostiles) al proyecto revolucionario,
representado por la escuela. En el centro-oeste (Jalisco, Michoacán), donde la
Revolución apareció menos como un producto doméstico (como lo fue en Sonora o
Morelos), y más como una intromisión ajena y agresiva, hubo más resistencia. Y
parece que hay patrones -.apenas investigados- dentro de estos estados y regiones.
Las sierras, domicilio de pueblos lejanos, a veces indios, quizás "tradicionales", fueron
menos receptivas que las costas y las tierras calientes (donde la agricultura comercial
florecía al Iado de comunidades menos "tradicionales). En Colima, por ejemplo, las
sierras se consideraban clericales, la costa radical. Igualmente, en Chiapas, el
conservadorismo de San Cristóbal y sus afueras contrastaba con Soconusco, sede de
la industria cafetalera, y cuña del socialismo chiapaneco. En Veracruz, los radicales de
Catemaco, que se habían apoderado de una imagen religiosa con la intención de
quemarla, se sorprendieron cuando "los serranos de las sierras cercanas marcharon al
pueblo para protegerla". Huelga decir que este patrón sierra/costa, conservador/radical,
se ve también en América del Sur (Quito/Guayaquil; Bogotá/Barranquilla, etc.).

Pero estos patrones" estructurales" son muy generales, y admiten un sin-número de


excepciones y calificaciones. Aquí, y para terminar, uno tiene que introducir dos
factores, uno contingente, otro histórico. Primero; está la cuestión de clientelismo y
faccionalismo, cuestión clave en cualquier análisis de la política mexicana. Es posible
ver el proyecto revolucionario como un arma nueva en la vieja lucha de facciones y
grupos clientelares que afectaba a la gran mayoría de comunidades. Cuando aparece
una nueva arma-un nuevo recurso- cada actor político tiene que pensar en su utilidad,
o su amenaza. Obviamente, el cura y sus secuaces reaccionaron de una manera
definida. Otros líderes y sus clientelas tenían más libertad de acción. Se sabe que
varios caciques apropiaron y utilizaron el proyecto revolucionario, sin identificarse
sinceramente con sus metas igualitarias. A veces, lo hicieron para mejor controlar y
suavizar su impacto local. Otros, como las familia Molina Betancourt de la sierra norte
de Puebla, reaccionaron más positivamente y se aprovecharon de la nueva causa

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educacional para reforzar su hegemonía política. Y, como bien se sabe, el gobierno
federal usó sus nuevos recursos políticos -la reforma agraria, la educación federal, el
indigenismo- para debilitar o derrocar a caudillos provincianos (como Grajales en
Chiapas o Cedillo en San Luis); al hacerlo, tuvo que formar alianzas –y despertó
enemistad- con grupos políticos locales. Por esto, grupos "pro" o "anti" revolucionarios
se definían, no necesariamente según imperativos ideológicos claros, sino conforme a
las exigencias de la antigua lucha por el control político y el lucro personal.

Este proceso, por supuesto, no comenzó con la Revolución. Por eso, el historiador
debe tomar en cuenta los compromisos del pasado, que contribuyeron a las decisiones
del presente. Es obvio que el México independiente tiene una historia rica de
movilizaciones populares, de hondas escisiones políticas, de intervenciones
extranjeras. Estos acontecimientos históricos dejaron huellas profundas, aún al nivel
local. Algunas regiones y comunidades se definieron como insurgentes después de
1810; algunas se destacaron en las luchas entre liberales y conservadores, patriotas y
franceses en el medio del siglo XIX. Estas experiencias y compromisos ayudaron a
determinar la conducta colectiva en tiempos de la Revolución (otra vez, hay paralelos
interesantes con Francia). Hubo regiones conocidas como levantiscas, turbulentas (por
ejemplo, el estado de Morelos); comunidades de estirpe liberal que pronto se volvieron
revolucionarias (Juchitán, en el Istmo; Matamoros, en la Laguna; Jiquilpan, en
Michoacán). A veces, un pueblo "progresista" (es decir, liberal; revolucionario) se
enfrentaba a otro "conservador": Juchitán contra Tehuantepec; Jiquilpan contra
Sahuayo. Estas lealtades fueron mantenidas por compromisos familiares (muchos
revolucionarios de 1910 -como Zapata o Cárdenas- tenían parientes que habían
luchado al Iado de los liberales contra los franceses); por la retórica, las canciones, las
fiestas; y, a veces, por las luchas colectivas que continuaban, ya sea entre pueblos y
pueblos, entre pueblos y gobiernos, o entre pueblos y terratenientes. Las tradiciones y
la lógica locales servían así para definir algunas comunidades -o barrios, o familias
influyentes dentro de la comunidad- en pro o en contra de la Revolución. Por eso,
algunas comunidades se mostraban mucho más abiertas al mensaje de la revolución:
estaban listas, dispuestas, armonizadas con el discurso revolucionario. Por otro lado,
algunas comunidades, reacias al progreso, como decían sus enemigos, desconfiaban
de este discurso sospechoso. Era lógico, hasta previsible, que Mazamitla daría una
bienvenida más positiva al agrarismo revolucionario que San José de Gracia; o Naranja
más que Cherán.

Así es que, en México como en Francia, la cultura popular no debe de verse como un
monolito, sino más bien como un rompecabezas de culturas individuales, cada una
reflejando una mezcla distinta de los rasgos generales. Y, por eso, el éxito del proyecto
revolucionario fue muy variable. En el centro-oeste, campo de batalla del nuevo
revisionismo histórico, el proyecto avanzó con dificultad (pero sí avanzó, en
comunidades como Jiquilpan o Naranja). En otras regiones tuvo más éxito y dejó
huellas arraigadas: en la Laguna, por ejemplo, donde el legado cardenista se mostró
todavía vivo y movilizador en 1988. Evaluado según su propio objeto -ambicioso,
quizás quijotesco- de crear un nuevo hombre, una nueva familia, un nuevo México, el

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proyecto revolucionario de los treinta fracasó, pero aún en su fracaso dejó otro hilo
importante en el rico tapiz de la historia de México.

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