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MÓDULO Nº 3
Economía feminista: la apuesta por la sostenibilidad de la vida
Módulo 3
1. Introducción y antecedentes
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Estos materiales están basados en las sesiones didácticas impartidas por Amaia Pérez Orozco para
FLACSO-Ecuador y en el curso de Economía Feminista impartido por Astrid Agenjo para el Postgrado
CIDES_UMSA de la Universidad Mayor de San Andrés (Bolivia).
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No se trata de añadir una variable más que nos permita obtener datos
desagregados por sexo, sino de cuestionar el análisis en su conjunto utilizando
el género como categoría central. La visión convencional niega el significado
económico de las relaciones de género, bien porque se considera que la
economía es un terreno libre de relaciones de poder (tal y como plantea la
economía ortodoxa: perspectiva neoclásica/neoliberal), bien porque se piensa
que las relaciones sociales relevantes son sólo las de clase (economía
heterodoxa: perspectiva neo-marxista). La EF introduce el género como una
categoría fundamental de análisis económico y analiza las dimensiones
económicas de la desigualdad entre mujeres y hombres.
La economía feminista hace una apuesta no sólo por conocer más y mejor,
sino, sobre todo, por crear un conocimiento que sea liberador para las mujeres,
y para el conjunto social.
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El paradigma de las olas del feminismo es ampliamente utilizado en el conjunto de las Ciencias
Sociales. Según este paradigma, la primera ola suele identificarse con los movimientos de finales del
siglo XIX y principios del XX; la segunda con el resurgimiento del feminismo a partir de los años 60; la
tercera desde finales de los años 80 y principios de los 90; y la cuarta ola, desde los inicios del nuevo
milenio. No obstante, no todas las teóricas feministas comparten esta periodización. Adicionalmente,
como plantea Medina (2016) dicho paradigma es objeto de críticas desde los feminismos descoloniales,
puesto que consideran que este hace referencia fundamentalmente a una genealogía occidental y, por
tanto, a una construcción eurocéntrica del feminismo como epistemología vinculada al pensamiento
ilustrado, liberal e igualitarista.
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Si bien, dicho modelo respondería más bien al contexto burgués, porque la reconstrucción de las tasas
de actividad femeninas del siglo XIX está sacando a la luz el hecho de que las mujeres de las clases
obreras trabajaban en el mercado prácticamente al mismo nivel que los hombres.
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Este periodo ocuparía desde la finalización de la Segunda Mundial hasta la década de los 60 y 70 del
siglo XX. Suel realizarse una clasificación entre el feminismo liberal, radical y socialista —como
feminismos igualitaristas— de un lado, y el feminismo cultural, posmoderno y de la diferencia “dentro
de la diferencia” —como feminismos de la diferencia—, de otro (Beltrán y Maquieira, 2001). Si bien.
algunas autoras consideran que esa clasificación no reconoce las reformulaciones conceptuales y
epistemológicas realizadas desde los feminismos poscoloniales y descoloniales (como el feminismo
negro, chicano, lesbiano o de las “mujeres de color”) y que ya trascendían el debate entre el feminismo
de la igualdad y el feminismo de la diferencia a finales de los años setenta (Medina, 2016).
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La Campaña Internacional un “Salario para el Trabajo del Hogar y todo el Trabajo sin Sueldo”, fundada
en 1972, fue pionera al proponer en la I Conferencia Internacional de la Mujer de Naciones Unidas
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Durante la Tercera Ola del Feminismo6 que caracteriza los últimos treinta
años, se ha producido el desarrollo de la economía feminista como línea de
investigación propia y como cuerpo teórico específico. El nombre concreto de
“economía feminista” surgió a principios de los 90 y recibió un espaldarazo con
la creación de la Asociación Internacional de Economía Feminista (IAFFE)7. Se
inicia con fuerza la crítica metodológica y conceptual a las tradiciones
existentes pero, más que incluir a las mujeres en el marco de supuestos y
axiomas legitimados en la disciplina, se pretende desafiar el orden social
existente. Esta importante contestación teórica hay que entenderla también en
el marco de un conjunto de fenómenos económicos, culturales y sociales que
se han retroalimentado mutuamente en las cuatro últimas décadas en los
países occidentales. Entre ellos cabría destacar: la incorporación masiva de las
mujeres al mercado de trabajo; los efectos en la legislación y las políticas
públicas de las reivindicaciones y el pensamiento feminista; el mantenimiento
de las desigualdades de género en ausencia de corresponsabilidad de los
hombres; los nuevos modelos de familia y la disminución de la tasa de
fecundidad; el aumento de la esperanza de vida y el envejecimiento de la
población en los países desarrollados; la naturaleza y dirección de los
movimientos migratorios; la falta de sostenibilidad de los estados de bienestar
como consecuencia de la desigualdad de rentas y la caída de la masa salarial
como porcentaje del PIB, agravada por los cambios demográficos
anteriormente expuestos; así como del triunfo -¿imposición?- de las políticas
neoliberales y las políticas económicas deflacionistas que han llevado a la
población a un proceso de “neo-mercantilización” e individualización del riesgo
(Gálvez et. al., 2016).
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La Tercera Ola implicó el comienzo de una reformulación paradigmática a través del
feminismo posmoderno, la teoría de los géneros, los feminismos poscoloniales, el feminismo
lesbiano, nómada o la teoría queer, etc.
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En el Estado español, desde el año 2000 hay un área de EF en las Jornadas de Economía
Crítica, y desde 2006 se celebra cada dos años un congreso de economía feminista. EL
próximo tendrá lugar en 2017.
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Si bien, los autores clásicos (Adam Smith, David Ricardo, John Stuart Mill, Karl
Marx…) aun mantenían una mirada amplia que abarcaba el “estudio de las
leyes sociales que gobiernan la producción y la distribución de los medios
materiales para satisfacer las necesidades humanas” (Barbé 1996: 18). De ahí
hay que extraer varios elementos:
Cabría pensar, por tanto, que esta idea de economía permitía entender el
proceso de reproducción de las personas y, por tanto, atender al trabajo
doméstico y de cuidados, pero los economistas clásicos no lo hicieron. Para
Adam Smith, por ejemplo, el trabajo doméstico sí existía, pero consideraba que
era invariable y anacrónico, es decir, que dejaría de existir con el avance del
capitalismo, por lo que no merecía la pena estudiarlo ni fijarse en él. Para Marx,
también existía, pero como estaba fuera de la relación capitalista, no merecía
tampoco atención y podía dejarse al instinto de conservación de las familias.
Es decir, el ámbito de fuera del mercado sí se ve, pero no se considera
económico, ni merecedor de atención, ni lo que ocurre ahí es trabajo… El
ámbito de fuera de la economía es importante, pero no es economía, y ni
siquiera debe regirse por leyes políticas. El ámbito de la producción se rige por
el conflicto social que requiere mediación de fuerzas políticas, pero el ámbito
de la reproducción se rige por la moral, entendiéndose que él no hay conflicto,
sino armonía familiar.
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“[...] todo conocimiento humano está situado; toda visión del mundo está
inevitablemente conformada por las experiencias y vidas humanas de
sus productores [...] el carácter situado de todo conocimiento económico
contradice la afirmación común de que las visiones económicas pueden
construirse independientemente de las circunstancias de la vida de los
productores principales.” (Strassmann y Polanyi, 1995: 129)
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sean los peor pagados, los más precarios y menos valorados; mujeres que
ni sueñan con el techo de cristal. El suelo pegajoso ha sido mucho menos
estudiado que el techo de cristal, probablemente, porque el principal
problema laboral de las economistas haya sido que no llegan a puestos
altos, y no que deben trabajar de servicio doméstico…aunque el nuevo
“precariado” está dando la vuelta a todo esto, tal y como veremos en el
tema 3.
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Lo público aquí se refiere a la esfera del estado y de los mercados. Lo privado es el ámbito del hogar.
Murillo ha señalado que el concepto de privacidad tiene dos acepciones diferentes. En un sentido
masculino, la idea de vida privada “tiene que ver con el recogimiento del varón en la vida familiar, pero
al margen de obligaciones y prestaciones públicas (1996: xvii), el hombre mira para sí, se atiende a sí
mismo. En cambio, en su acepción femenina aparece “un segundo tratamiento [que] se desarrolla en el
hogar, con la familia y las necesidades que ésta genere. Aquí se carece del sentido positivo de lo propio y
el sujeto se especializa en la cobertura de lo ajeno”. (1996: xvii). En adelante, al hablar de la escisión
público / privado referida al género, estaremos asumiendo esa segunda connotación de la privacidad, a
la que algunas autoras denominan “domesticidad” para evitar otorgarle esas connotaciones positivas
que son un “mito” en el caso de las mujeres (ver por ejemplo, Murillo, 1996; Feminismo y Cambio Social,
2001).
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población haya vivido nunca en ese tipo de familia. Por ejemplo, las
mujeres de clase obrera siempre han trabajado, y el trabajo de cuidado
de la familia no lo han organizado nunca solas cada una en su casa,
sino a través de redes de mujeres. Pero, como decíamos, sus
experiencias se consideraban anormales y por eso no se construyó una
teoría para explicarlas. De hecho, las mujeres obreras siempre han sido
doblemente invisibles: en el mercado, tenían que esconder sus
responsabilidades familiares y rendir como la que más. En su hogar,
tenían que acercarse al ideal de madre abnegada por sus hijas/os y
esposos, intentando que su trabajo asalariado interfiriera lo menos
posible con sus tareas domésticas. Este modelo de familia se
concretaba en la ideología del salario familiar, en la idea de que el
salario ha de permitir a un trabajador mantenerse a sí mismo y a su
familia. Se va imponiendo ese modelo de organización social y familiar.
Y los hombres tienden a acercarse más o menos a esa figura ideal, al
tener una relación más permanente con el mercado. Las mujeres, en
cambio, tienen una relación mucho más flexible con el trabajo
remunerado. Entran y salen del mercado según las necesidades del
hogar, según el ciclo vital, según su situación familiar… Es decir, las
posiciones económicas de las mujeres son mucho más diversas (en
términos de sus posiciones múltiples en el complejo entramado de
trabajo de mercado y de no mercado).
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En cuarto lugar, las necesidades no sólo están ahí, sino que de alguna manera
deben reconocerse, deben convertirse en demandas socialmente expresadas y
legitimadas. En el mercado, el reconocimiento se da siempre por una vía
individual y más o menos sencilla: tener dinero. Pero ¿y fuera del mercado?
¿Cuándo reconoce el Estado que una ciudadana o ciudadano necesita algo? y
¿cómo responde a esa necesidad? Aquí aparece un debate fuerte sobre cuál
es la forma de reconocer derechos o prestaciones a la ciudadanía. Y sobre qué
sujetos tienen mayor o menor capacidad para hacerse oír por parte del Estado
a la hora de diseñar la política social y económica. Pero esta pregunta hay que
hacerla también si pensamos en el ámbito del hogar y las comunidades.
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como la madre y esposa, el ama de casa. Pero esto son figuras muy
básicas que nos sirven sólo como punto de partida; necesitamos
complejizarlas mucho.
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No hay que tomar el género como algo estático, sino entender cómo se
reconstruye
Aquí hay una sutil, pero crucial diferencia: necesitamos entender el significado
que tiene hoy el género en la economía, cómo las estructuras económicas se
cruzan con las estructuras de género. Pero no debemos entenderlo como algo
estático e inmutable, sino en constante proceso de cambio; ni tenemos que
confundir la norma de género (lo que es correcto o incorrecto desde las
estructuras de género) con la realidad de las personas. Por ejemplo, es muy
habitual que al hablar de la división sexual del trabajo y del modelo de familia
en el que se apoya (hombre ganador del pan / mujer ama de casa) demos por
hecho que esta familia es real y olvidemos que es un modelo normativo que
está cambiando y que, de hecho, no representa a la mayoría de los hogares.
Si en todos nuestros análisis y nuestras políticas la damos por hecha,
ocultamos las historias y experiencias de todas las personas que no se ajustan
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A menudo, parece que nos concentramos sólo en ver las diferencias entre
mujeres y hombres, y perdemos de vista las desigualdades que hay entre las
propias mujeres, y entre los propios hombres, las diferencias intra-géneros.
Estas desigualdades están marcadas, por supuesto, por la clase social, a las
cuales la crítica a la economía siempre ha estado bastante atenta. Pero
además, hay otras diferencias clave: las diferencias por origen rural o urbano,
por cultura, por etnicidad, por orientación sexual e identidad de género, por
discapacidad, por edad…
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A nivel político:
Casi nadie estaría en contra de esta idea de una economía centrada en las
personas, pero casi nadie la lleva a la práctica. ¿Pensamos sinceramente que
limpiar la casa es igual de económico que extraer petróleo? Los sesgos
mercantiles y androcéntricos pesan mucho… A veces, los disfrazamos de
retórica cientifista, usando el argumento de que lo que pasa en los mercados
es lo que al final determina lo que pasa fuera de ellos. O sea, que aunque sólo
sean una parte de la economía, son la parte fundamental, y por eso no es un
error centrarnos en ella (y olvidarnos de lo demás, que, de nuevo, se entiende
como algo residual, secundario o dependiente). A lo largo de este módulo
iremos viendo que esto no es cierto: no lo es en términos de volumen, de horas
de trabajo (se dedican más horas a trabajo no pagado que a trabajo pagado;
por ejemplo, en el mundo la mitad de los alimentos que se consumen se
producen de manera gratuita, por la llamada “agricultura de subsistencia”). No
lo es tampoco en el sentido de que lo que pasa en el mercado no es en
absoluto autónomo, sino que depende de lo que pasa fuera. Si cuando un
empresario vuelve a casa nadie cocinara, ni limpiara la casa, ni lavara sus
ropas… ¿cómo podría volver a la empresa al día siguiente?
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