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Simone Weil (1909-1943), relatando su empleo obrero en una fábrica industrial, escribió:

“Después del año de estancia en la fábrica, antes de volver a la enseñanza, mis padres me
llevaron a Portugal; allí los dejé para ir sola a una pequeña aldea. Tenía el alma y el cuerpo hechos
pedazos; el contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta entonces, no había tenido
experiencia de la desdicha, salvo de la mía, que, por ser mía, me parecía de escasa importancia y
que no era, por otra parte, sino una desdicha a medias, puesto que era biológica y no social. Sabía
muy bien que había mucha desdicha en el mundo, estaba obsesionada con ella, pero nunca la
había constatado mediante un contacto prolongado. Estando en la fábrica, confundida a los ojos
de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa anónima, la desdicha de los otros entró en mi
carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, pues había olvidado realmente mi pasado y no
esperaba ningún futuro, pudiendo difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a aquellas
fatigas. Lo que allí sufrí me marcó de tal forma que, todavía hoy, cuando un ser humano,
quienquiera que sea y en no importa qué circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo evitar la
impresión de que debe haber un error y que, sin duda, ese error va desgraciadamente a disiparse.
HE RECIBIDO PARA SIEMPRE LA MARCA DE LA ESCLAVITUD COMO LA MARCA DE HIERRO
CANDENTE QUE LOS ROMANOS PONÍAN EN LA FRENTE DE SUS ESCLAVOS MÁS DESPRECIADOS.
DESDE ENTONCES, ME HE CONSIDERADO SIEMPRE UNA ESCLAVA.” (A la espera de Dios.
Autobiografía. Madrid, Trotta, 2009. Página 40.)

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