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Ese olor.

Ese olor que me acongoja, ese olor que me sigue, ese olor que me
persigue. Ese olor... Lo vi, estaba allí: quieto, repugnante, alrededor de la cosa.
Podrido. De un salto se me agarró desesperadamente, y, ahora, por más que
hago, no hallo manera de deshacerme de él. Me lavo, me restriego, me hundo
en el agua, ando bajo la lluvia, en el mar. Me alejo. - Ya lo perdí. Sonrío: - Ya
lo engañé. Me desespero: - Pude con él. Y ahí vuelve, solapado, leve, lento,
tenue, hediondo, persistente, quieto, fijo, horrible.
- ¿Usted no sabe cómo podría deshacerme de él? Me persigue. Me estoy
quieto sin respirar. Atento, mirando, convenciéndome de que se va, de que se
fue. Pero no. Está ahí, aguardándome taimado. ¿De dónde? Cambio de ropa.
Hago las más diversas abluciones; me perfumo. Yo, ¡que no me perfumo
nunca! Vuelve el tufo, peste ligera, no por ello menos peste. Me persigue, le
aseguro que me persigue. Mugre lenta, despaciosa, socarrona. De
connivencia, ¿con quién?, ¿con qué?, ¿qué me quiere?, ¿Por qué me sigue?,
¿qué engaño?, ¿qué astucia? Me escondo tras la primera esquina, espero. Sé
que me busca. Pasa de largo, me pierde. Respiro. Pero está ahí, por lo bajo
disimulando, a lo zaíno. Callado. ¡Oh, sí gritara! Me envuelve, penetra sinuoso,
espía, me acaba. ¿Qué es un mal olor? Nada. ¿Quién se fija? Un tufo. Un
hedor. ¡A quién le importa! ¿A quién le digo que me atosiga? Creerán que no
sé lo que digo. ¡Sí! ¡Sí! Pero ahí está esta basura mugrienta. Nada me libra. ¡Si
tuviese color! Lo tiene. Es rojo, rojo pardo, rojo sucio, rojo verde, rojo oscuro,
rojo negro, rojo, rojo corrupto, rojo carroñoso, rojo basura, rojo fétido, rojo
mugre,
rojo sinuoso, rojo disimulado, ¡ahí!, en mi pecho, subiendo por la garganta,
saltando por encima de la boca, metiéndose por las alas de la nariz,
revolcándose con el moco llenándome todo. ¡Llevadlo! ¡Llevadme! ¡Ese olor,
ese olor muerto! ¡Ese olor de muerte! ¡Ese olor putrefacto, que me carcome!
Ese olor vivo de la muerte.

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