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J.

, el mexicano

En El mar, Iris Murdoch dice: «La batalla de la vida y cómo librarla. Sea quien fuere el que me reclutó, cometió un
grave error». Para los personajes de esta nueva entrega de Erwin Yabarrena, la vida es una batalla constante. Juan
Pedraza lucha con los recuerdos del pasado que lo asaltan y lo atormentan. Su gallo de pelea J., el mexicano, desde
muy temprano tuvo que defenderse primero de su hermana y luego de otros gallos, pero luego embarcarse en el destino
de su linaje y su casta de gallo peleador.
Con arte sutil, Yabarrena va tejiendo las vidas y batallas de los dos personajes para darnos una historia trepidante,
emotiva y sorprendente.

uno.

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¿Habrá sobrevivido?, ¿habrá quedado lisiada?, se preguntaba una y otra vez
un recluso. Se trataba de su gallina negra. El ave valía su tamaño en oro, ganaba
peleas a otras gallinas que le ponían en frente, pero esa gallina guardaba un
secreto.

Una nota inusual se imprimió esa madrugada del 28 de abril de 2012.

Presos criaban más de 650 gallos de pelea en una cárcel de San Juan
de Lurigancho. Las aves eran criadas en los techos de los pabellones. Su
ingreso fue autorizado para terapia psicológica de unos pocos reos, varios
años atrás, pero las aves fueron cambiadas por las de raza de pelea y
prosperaron. Los fines de semana se organizaban apuestas en coliseos
improvisados en el mismo penal.
A la fecha, se ha dispuesto el retiro inmediato de los 650 gallos, esto
sin contar gallinas y pollos, que se usarán para la alimentación en el penal.
Ayer algunos de los presos prefirieron quedarse sin comer para no ingerir
a sus aves.

El retiro de las aves del centro penitenciario se dio en horas de la madrugada;


los presos no se lo esperaban, dormían. Personal del INPE y boinas rojas de la
PNP sorprendieron a los reclusos cuando se encontraban en las azoteas de los
pabellones. La orden era decapitar a todas las aves y llevarlas a la cocina,
pusieron la carne en costales.

Sin embargo, una gallina se escapó de entre las manos de un boina roja que
la vio entrar en una celda. El ave reconoció al preso y ese para esconderla se
sentó sobre ella, librándola de la redada, pero dejándola maltrecha. Esa
madrugada, en todo el penal más de 1800 aves, entre pollos, gallinas y gallos
fueron sacrificados. La única que se salvó fue una gallina negra, pero con
fracturas en alas y muslos, un reo sentenciado por narcotráfico la había salvado.
Más tarde, el interno logró con ingenio y perseverancia que la autoridad máxima
del penal llegase hasta su celda a media mañana.

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—Usted es el único en todo este penal que pueda hacer que esta gallina viva
—le dijo—. No es una gallina común; que cuiden de ella, jefe; no la sacrifiquen,
vale por mucho la pena, se lo ruego. Deme su palabra.

El hombre del INPE miró al preso y grabó en su mente su aspecto: el rostro


era casi redondo, casi sin barbas y sus facciones lo hacían ver peligroso; pero
su cuerpo extrañamente se parecía al ave por la que suplicaba, piernas delgadas
ancho tórax. El director se marchó llevando a la gallina consigo, no dejó su
palabra ni nada, solo se retiró.

Desde su despacho, con la gallina maltrecha en mano, llamó por teléfono a


un sobrino suyo de Abancay.

—Sobrino, ¿sigues criando pollos de pelea?

—Sí, tío, toda la vida.

Le contó lo del preso, le describió el estado de la gallina y finalizó diciendo


que le mandaría la gallina por tierra.

—Ya tío, entiendo, pero por lo que me cuentas no creo que aguante, debe
sentir mucho dolor la pobre y lo más probable es que haya una hemorragia
interna que suele ser fatal. Mándala, por si hay suerte. Si llega viva, te la cuidaré.

—Es un regalo para ti sobrino. Creo que sin decir nada di mi palabra de
proteger esa gallina.

—Entiendo. Gracias, tío.

—A ti, sobrino. ¿Cómo está mi hermana?

—Bien tío.

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Un poco más de un mes después, un abogado deshonesto tras sobornar
secretarios, jueces y autoridades logró dejar libre al preso que había querido
salvar a una gallina. La buena suerte llegó para el hombre de nacionalidad
mexicana. Lo único que le faltaba antes de dejar Perú, era recuperar su gallina;
así que buscó al hombre a quien se la había entregado.

El director del penal salía de una reunión a abordar su carro en el


estacionamiento. Antes de que llegara a su auto vio que se acercaban cuatro
hombres a los que no dio importancia, pues qué peligro podría haber en el
estacionamiento del INPE. Cuando se volvió reconoció las facciones del reo que
le había dado una gallina para que la salvara. Sí, era el mexicano acompañado
de tres hombres, el que iba a su izquierda nunca iría delante suyo, y dos hombres
tras de él hacían un perfecto triángulo. El mexicano, lo saludó de manera amable:

—Buenas tardes, jefe, ¿me recuerda?

—Claro que te recuerdo y no sé cómo saliste, pero ahora estás aquí. ¿Qué
quieres? —respondió un poco inquieto el director.

—Quiero recuperar a mi gallina y para eso le ofrezco trece mil dólares —dijo
el mexicano mostrándole un fajo grande con diez mil y uno pequeño con los tres
mil restantes.

—No tengo conmigo la gallina —dijo fingiendo desinterés en los billetes, pero
sus ojos se detuvieron en el fajo más grande.

—Necesito tener mi gallina antes de irme a mi país —insistió el mexicano


guardándose los fajos.

—Veré lo que puedo hacer. La gallina, tal vez, no haya sobrevivido.

—Pregunte, por favor.

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—No hacía falta venir con tres guardaespaldas —le dijo el jefe del INPE—.
¿Buscas intimidarme?

A lo que el mexicano respondió:

—No es por usted, jefe.

—Déjeme hacer una llamada —respondió el jefe, y se alejó del auto como
quien vuelve al edificio pero se detuvo, mientras los cuatro hombres lo miraban
desde donde estaban sin moverse.

Llamó a su sobrino Juan Pedraza.

—Sobrino, 8 mil dólares nos darán si devolvemos la gallina que te envié. ¿La
tienes?

—No, tío.

—¡Cómo que no, carajo!

—Ha muerto.

—¡Cómo que ha muerto!

—Mire, tío —dijo la voz del teléfono.

El funcionario abrió en su teléfono la foto que le había enviado su sobrino. En


ella se veía tiesa en el suelo del corral a la famosa gallina. Juan Pedraza le dijo
que la gallina había muerto, pero no de las heridas con las que había llegado.
Una pierna no se había recuperado del todo, pero saltaba usando la otra. Era
muy fuerte y de un temperamento feroz, y apenas recuperada, había logrado
perforar el alambre de la jaula con su pico para pelearse con otras gallinas. Y,
aun así baldada, había matado a picotazos a algunas. Cuando el joven gallero

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reparó la jaula le puso una malla adicional de cedazo y al volver a romper el
alambre de la jaula y traspasar el cedazo la gallina coja se ahorcó.

De inmediato, el jefe del INPE le hizo saber al mexicano lo ocurrido. El rostro


casi redondo del hombre se ensombreció, se quedó callado unos segundos.

—Por casualidad, ¿no habrá tenido descendencia? La oferta de dinero sigue


en pie por una polla de mi gallina.

El funcionario llamó en ese momento a su sobrino delante de los cuatro


hombres.

—Sobrino, ¿tienes… una hija de esa gallina?

—Sí, tío. Ha puesto tres huevos, y reventó solo una polla, que ahora tiene...
un poco más de un mes. Los otros dos huevos no rompieron cascaron.

El mexicano miraba expectante y ladeaba la cabeza como aguzando los oídos


para entender las palabras que salían del aparato.

—Mándame por vuelo de Andahuaylas a Lima compartiremos lo que nos den


por la polla.

—Está bien tío. Y... y...

—¿Y, qué?

—¿Cuánto es para mí?

—Ah, ya..., la mitad por ser familia —dijo el director levantando la vista y
topándose con la mirada expectante del mexicano.

—Gracias, tío. Hoy mismo te envío a la polla. Viajaré. Son 4 horas hasta
Andahuaylas. Haré lo que me encargas.

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—Mandará la única polla que existe de la gallina —le dijo al mexicano que ya
había entendido todo.

—¿Y por qué no pediste un gallo? ¿Por qué una gallina?

—Porque la gallina da el carácter a sus hijos.

El secreto de la gallina que había perdido el expresidiario —y que no lo


compartiría con nadie—, era que el ave no nació de un huevo, fue un encargo
suyo a la ingeniería genética.

Días después, cuando el mexicano recibió a la polla recién llegada, le calculó


más de un mes. Oscura. Insignificante si recordaba cada dólar que estaba
pagando por ella. La levantó para mirarla desde abajo, se fijó cuidadosamente
en la forma de su pecho, su pico, la grafía de sus alas, para asentir con su cabeza
satisfacción. Cumplió con lo acordado, y se la llevó porque él sabía el secreto de
su linaje.

Un año después encontraron al mexicano muerto sobre un charco reseco de


sangre apoyado en una viga de sótano. Un corte limpio y profundo le había
seccionado la yugular. Agarraba fuerte a una esbelta ave negra que había
muerto baleada al ganar una gran apuesta. El mexicano antes de morir juntó a
su gallina muerta contra su pecho, y la amó en un regazo dulce, y que, la gallina
incluso muerta había sentido las tibias caricias de la mano de su amo que
repasaban sus plumas y su carne. Había muerto la hija de la primera gallina de
pelea creada y potenciada en un laboratorio.

dos.

El sobrino, Juan Pedraza, en realidad había mentido y se había quedado con


un pollito. De los tres huevos que salieron de las entrañas de aquella gallina
eclosionaron dos, y no uno, como le dijo a su tío. Un chiuchi pollo rojo con tres
redondas manchas amarillas, y una pollita tan negra como cruel que, pegaba a

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su hermanito sin razón desde que lo vio por primera vez. Él nunca se resistía y
se dejaba dar de palizas por una polla que vivía a su lado las 24 horas del día
para torturarlo. Esa hermana suya vivía para infligirle dolor.

Cuando su tío lo llamó y le preguntó si había tenido una hija la gallina muerta,
él sintió que debía quedarse con el pollo al que su hermana castigaba. Se sintió
aliviado, casi contento de qué le preguntaran por la polla y decidió mentir para
que no le pidieran también el pollo.

El gallo desde que se separó de su hermana, creció procurándose un duro


autoentrenamiento, nadie más le pegaría. Desde que la hermana se fue, el pollo
peleaba con otros pollos de más edad, solo bastaba encontrarlos, o ir furioso por
ellos para provocarlos, pateando cuando debía, esquivando, muy contento
porque combatir era su lenguaje.

Su pasión era incuestionable, sobre todo al dar patadas en el medio del pecho
de otros semejantes. Cada pelea era un único rito que perseguía la victoria. Por
lo que disfrutaba ser más rápido que otros, y esas riñas le otorgaban una alegría
siniestra que provenía de la oscuridad de su linaje.

Aunque muchas veces recibía palizas de pollos más grandes, nunca se


retiraba de sus pequeños pleitos que terminaba en serias peleas si el
contrincante daba la talla. Parecía no cansarse. Había algo excepcional en él,
cada patada suya poseía una extraordinaria fuerza. Siempre patearía en el
medio del pecho de todo rival, no pateaba en otra dirección, de darse, prefería
no malgastar energía y jugar a esquivar.

Numerosas veces se la pasaba sorteando los ataques de otros gallos jóvenes,


e incluso de gallos grandes, contrincantes fugaces y casuales de los que
aprendía mucho. Fuerza y destreza, solo eso le bastaba para dominar. Al ver el
temperamento del pollo, Juan Pedraza lo adoptaría como su protegido de entre
todos los pollos que criaba. Algo lo hacía identificarse con el escuálido y
maltratado pollo.

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Un día en que el joven gallero estaba arreglando las tablas separadas de unas
jaulas, se perdió en sus recuerdos que lo llevaron lejos, hacia atrás, a los años
en que su papá criaba a los pollos sueltos y dejaba las jaulas abandonadas.
Recordó unas palabras que siempre decía su padre en todos los tonos. Y sin
quererlo las dijo en voz alta: «¡Mata a ese chancho, Juan!». Extrañamente la
frase hizo que el pollo se erizara en su jaula. Parecía que esa frase producía en
aquel pollo furia pura.

Entonces supo qué nombre ponerle, le puso su propio nombre: Juan, porque
un sentimiento parecido al de ese gallo tenía el joven gallero. Esa frase le
revolvía las tripas cuando niño y aún ahora dependiendo del recuerdo lo seguía
haciendo. A veces al recordar esas palabras dichas por su padre sentía que algo
se le clavaba en la piel hiriendo su carne y revolviéndole las tripas. Por eso no
había otro nombre que valiese para ese pequeño pollo que no fuera Juan, el
mexicano.

A Juan Pedraza se le ocurrió una idea. Cuando toreaba a J. con el espejo


gritaba: ¡Mata a ese chancho, Juan! Y el pollo se enardecía erizando las plumas
de su cuello. Cuando lo toreaba con otro gallo repetía la misma frase y el
resultado era siempre el mismo: una furia sin límites invadía el pequeño cuerpo
del esmirriado pollo que quería lanzarse a su contrincante. Cuando lo hacía
pelear con gallos más grandes que él volvía con la frase que se convertía en un
instrumento para producir un furor desmedido.

tres.

El coliseo de gallos sobrepasaba su capacidad, muchos espectadores


estaban sentados sobre los siete aros concéntricos de cemento desde donde
nacía el círculo de la arena de gallos. Al llegar los momentos de las peleas, más
arriba, parados sin punto ciego, se arremolinaban alrededor los espectadores,
personas que salían de sabe Dios dónde. Era un poco más de las 8 de la noche
cuando la música paró. El juez, un hombre flaco de voz enronquecida, director
del colegio Miguel Grau, anunció a Experto y Bambú, los dos gallos de la
siguiente pelea.

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De ganar tres peleas más, un aficionado de nombre Juan, dueño de Bambú,
llegaría a competir en la maravillosa gran final de gallos a navaja de la ciudad de
Abancay. Se trataba de Juan Pedraza que tenía todas las esperanzas puestas
en dos de sus gallos. Sin embargo, cuando Juan fue a buscar a su gallo Bambú
para el careo y fijarle la navaja, lo golpeó una terrible sorpresa. Encontró a todos
sus gallos muertos, bueno salvo uno que moría de pie. Era el gallo tocayo suyo:
J., el mexicano. En las jaulas del coliseo, sus gallos habían sido exterminados,
les dieron maíz remojado con veneno. Era su turno de llevar a un paladín a la
arena, pero se había quedado sin gallo para la contienda.

Al gallo sobreviviente le dieron abundante leche y aceite de cocina, hasta que


pudo vomitar el maíz con estricnina que había tragado. Cuando el juez vino a
constatar los hechos exclamó:

—¡Mierda, qué masacre! —y viendo al gallo sobreviviente añadió—: ¿Por qué


este no ha muerto como tus otros gallos?

—Tal vez sea inmune —dijo el amarrador de navaja.

—Inmune o no, se retiran de la pelea. El tercer lugar seguirá por ustedes.


Quedarán exonerados de beneficios. Siento lo que ha pasado...

—Lo podría hacer —dijo Juan interrumpiendo rabiosamente la


conversación—... ¡únicamente si me devuelves mi inscripción!, y recibo buena
paga por cada gallo mío muerto dentro del coliseo!

—¡Nada de eso!, es impensable lo que solicitas —repuso el juez mirando al


gallo en muy mal estado.

—Tienes dos opciones: Peleas con tu único gallo y le pones 3 nombres


diferentes de sobrevivir las tres contiendas. O te retiras y pongo al gallo que
sigue tras de ustedes. ¿Qué haces en una pelea de gallos sin gallos? ¡Nada! Te
vuelves espectador. Te daré 15 minutos, el tiempo que durará la presentación

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de marinera. En ese tiempo tu gallo debe estar en la arena. No hay más tiempo
—dijo finalmente y se marchó.

El gallo moribundo logró vomitar todo el maíz que había comido, pero estaba
muy débil. Al pisar la arena, J., el mexicano, apenas pudo sostenerse en patas,
se iba a la derecha y a la izquierda, como si su cuerpo triangular y musculoso lo
obligara a tambalearse. Era un híbrido kelso y malayo, poderoso en el caso de
estar sano, su pecho era amplio carente de plumas de nacimiento. Lo que
preocupaba a los que conocían al gallo era que su plumaje había dejado de
brillar.

Un gallo moribundo que pelease con tres gallos de final, era más que un
suicidio. Los apostadores al ver al gallo que con dificultad se mantenía en pie
fueron en tropel a apostar por el otro gallo, un ejemplar fénix plata blanco,
aperlado. La forma de su cola lo hacía ver como un gallo rápido, pero lo que
impresionó a la audiencia fue que al aletear mostró tres placas de plata que
brillaban a la luz, eso significaba que ya había ganado tres finales.

Juan estaba con su amigo Felipe que ya había bebido demasiado.

—¿Qué opinas de las peleas de gallos, Juan?

—No opino nada —le dijo a su amigo mirándolo con disgusto.

—Deja ya de beber, no te pierdas la última pelea que llegaremos a la gran


final —balbuceaba Felipe que ya estaba muy ebrio.

—Una pelea con un gallo moribundo, no es una pelea —gritó Juan golpeando
con el puño el asiento.

Cuando el juez lo llamó a la siguiente pelea, la voz que anunciaba el nombre


del gallo y del gallero hicieron a Juan Pedraza recordar a su difunto padre. Era
un gallero que cada mañana al salir el sol, hacía llegar sus gritos al niño desde
su cuchitril. Cuando llegaba borracho, no se daba la molestia de entrar a casa,

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sino que llegaba y dormía en el porche de la casa, entre papeles y trapos sucios,
y lo había convertido en su cuchitril privado. Su padre criaba gallos de combate,
pero los tenía sueltos en el patio de la casa. Las jaulas que no utilizaba estaban
abandonadas y lentamente sus tablas se iban desclavando. Algunas ya dejaban
ver los clavos oxidados.

«¡Mata ese chancho Juan!», gritaba su padre, y no significaba enfriar al


chancho de casa, sino darle comida para que ya no gritase de hambre, y dejase
de osar la tierra. «¡Mata ese chancho Juan!», se repetía en su cabeza de niño,
aun cuando su padre dejaba de gritarle y los escuchaba como una grabación
delirante en su cabeza. Cuando estaba con sus amigos de escuela dentro del río
Pachachaca, cuando daba los exámenes orales de la escuela.

«¡Mata ese chancho Juan!», se le escuchaba gritar a su padre borracho cada


mañana, y Juan, muy pequeño, tenía que levantarse; sino a cambio tendría una
buena zurra. La comida del chancho la tenía que recoger del mercado cuando
las verduleras se iban, tomates malogrados, verduras secas, lo que valiese para
el estómago del puerco de casa, si no encontraba nada, le esperaba un duro
castigo. El niño no tenía madre que lo defendiera.

A los gallos antes de ponerles las navajas, los mostraron al público que luego
hizo sus apuestas. No había un alma que apostase a J., el mexicano, en lo
absoluto. Y una voz sacó de sus cavilaciones a Juan.

—¿Ese es J., el mexicano? —le preguntaron a Juan.

Era la voz de Walo, un distribuidor de pollos mayorista, amigo suyo.

—Sí.

—Allá está tu vecino Nicolaso, el que cría hartos gallos sueltos, ja ja ja, tiene
más de 25 en su chacra y seguro está apostando por el otro gallo. Yo en cambio
le voy a J., el mexicano.

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Lugo de decir eso, subió encima de los círculos de cemento y agarró seis
apuestas, porque conocía al gallo: había matado dos de sus mejores gallos de
final, en un solo día, en apuestas minúsculas de borrachos.

Al verlo apostar así Juan llamó a su amigo:

—Walo.

—¿Sí?

—Mis gallos han sido envenenados.

—¿Y tu tocayo el mexicano?

—También.

—No pasa nada, igual es extraordinario.

Soltaron a los dos gallos sobre la arena. Los animales de batalla se miraron
alejándose el uno del otro a más de tres metros de distancia. Ambos animales
estaban muy tranquilos, solo que J., el mexicano, temblaba. Tenía una vieja
cicatriz en el buche a causa de un clavo oxidado, una cabeza de buitre y en los
espolones calzaba una navaja número 9, la más grande que pueda existir para
gallos. En un momento el gallo rojo se fue para adelante como cabeceando y
deseando dormir. Entonces, Juan, su dueño, gritó a su gallo usando sus dos
manos como parlante:

—¡Mata ese chancho, Juan!

Aquella frase pareció enfurecer al gallo y recién pudo ser una antena de
recepción, armonizado con su cuerpo triangular, sus ojos se conectaron con el
entorno. El otro gallo se veía sereno, inesperadamente se fue como una flecha
volando a sesenta centímetros de la arena, en una recta, usando sus alas para
mantener la misma línea invariable en el aire.

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El gallo blanco llegaría por encima del gallo rojo, era un rápido proyectil,
apenas bajó su cabeza de buitre el gallo rojo, volteó su cuerpo para liberar toda
su navaja al ponerse patas arriba, cortándole al otro gallo la yugular, y la molleja,
y pasando por la rabadilla, y terminando el corte donde nacían las plumas de la
cola. Un fino corte lo partiría por la mitad. Sus tripas sanguinolentas se
desparramaron con su sangre, y el gallo blanco cayó convertido en carne. Era
un terrible espectáculo ver aquella estela de vísceras, maíz y sangre, algo nunca
visto en estas lides. Llovieron los aplausos del público.

—Ese gallo moribundo, El mexicano: ¡Es un maldito! —clamó un borracho del


público que había perdido su apuesta.

Mientras que, entre la sangre y las vísceras de su contrincante, J., el mexicano


se puso a buscar y comer hábilmente el maíz desparramado. El gallo de color
rojo, tenía hambre y luego para calmar su sed vació la sangre del cuenco del
espinazo de su contrincante. Tuvieron que cambiar la arena para la siguiente
pelea.

En esa pausa, la policía entró al coliseo para investigar el incidente del


envenenamiento de los gallos, pero el público estaba tan conmocionado con la
lid anterior que no se hizo preguntas y esperaba ansioso la siguiente pelea. El
nuevo amarrador ingresó a la arena para otra contienda, traía al contrincante de
J. en una jaula dorada. El Juez, manifestó que por su desempeño el gallo de
nombre J., el mexicano, pelearía la semifinal, y de ser el caso, La gran final de
gallos a navaja.

—El gallo —dijo con orgullo no disimulado— es de procedencia abanquina. Y


el contrincante, viene de visita de la capital del país, Lima. El gallo J., el
mexicano, peleará toda vez que el dueño lo permita.
Estas palabras enardecieron al público que gritó eufórico, y más los ebrios
que mirándose movían sus manos como maestros de orquesta.

«¡Mexicano!, ¡mexicano!, ¡mexicano!», tribuna de la derecha.

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«¡Mexicano!, ¡mexicano!, ¡mexicano!», tribuna de la izquierda.

«¡Mexicano!, ¡mexicano!, ¡mexicano!», platea alta en pie.

El juez, al ver la aceptación del público, relató el atroz incidente del


envenenamiento de los gallos en las jaulas de ese recinto, y que la policía que
había ingresado ya estaba cumpliendo sus funciones investigadoras. Mientras
tanto, a J., el mexicano, le cambiaban las navajas.

La gente entonces ató cabos y empezó a murmurar, pero solo un momento.


Estaban más concentrados en las contiendas y el futuro de ese gallo que medio
moribundo acababa de ganar una pelea y debía empezar otra. Muchas personas
no estaban de acuerdo que un solo animal rivalizase de darse el caso hasta por
tercera vez, porque era como hacer pelear a un boxeador con varios boxeadores,
y eso era desigual, pero como las normas eran las normas, no podían participar
otras galleras, porque el premio sería uno, y debía quedar con un solo galpón.
El premio: más de medio millón de nuevos soles.

El juez continuó y se mostraron los gallos sin las navajas amarradas, para que
el público hiciera sus apuestas.

cuatro.

—Señores y señoras, asistentes a este magnífico coliseo de gallos, a pocos


años del bicentenario de la república del Perú, y reunidos para presenciar La
gran semifinal de gallos a navaja de la benemérita ciudad de Abancay.

«Despejado es el nombre del gallo que combatirá en esta semifinal, un gallo


warhorse, de plumaje negro, y cabeza negra. Nacido en Lima, pertenece al
galpón Won, campeón finalista: en la República de Panamá, en la capital de
Áncash, Huaraz, y en Curahuasi, distrito de galleros por tradición de
generaciones. Por otro lado, está Juan, el mexicano; su historia: un gallo, nacido
en Abancaycito. Gallo envenenado, que hoy pelea por el honor de sus amigos

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de jaula muertos. Inexperto, pero con talento innato para las peleas, talento que
es potenciado cuando ve a su oponente. No tiene más historia, salvo
excepcionales patadas».

«Es la semifinal damas y caballeros —continuó el juez por los parlantes—, se


les solicita hacer sus apuestas de tenerlas. Una vez que se suelte a los gallos
en la arena se les ruega guardar silencio, a partir de ese momento no se podrá
apostar».

Soltaron a los gallos en la arena. Despejado tenía el cuello largo, su cuerpo


era esbelto y de formas aerodinámicas, su color negro mineral, patas largas,
diferente del gallo que tenía al frente. Este gallo era de aire, necesitaba estar
lejos de su contrincante para hacer de las suyas. Llevaba una gran navaja entre
sus patas como todos los gallos de final.

Despejado miró a J., el mexicano, que ya no se veía mal, y se le acercó con


pasos largos. De pronto, se detuvo, miró ligeramente al público nada
sorprendido. Luego, cuando estuvieron cerca, ambos contendores se miraron
cara a cara. Eso era peligroso para J. que vio la navaja de su oponente que
brillaba con la luz eléctrica. Era un gallo muy astuto. Sus movimientos de cuello
a partir de este momento fueron rápidos, y aunque sentía muchas ganas de
rascar la arena no lo hizo, pues debía estar atento.

De pronto, se miraron fijamente ambos gallos, ni un temblor a grado mil,


detendría esa pelea. Despejado daría la primera patada buscando el pecho de
su contrincante, dejando su navaja un sonido seco que cortaba el aire, aquella
navaja podía dividir hasta el hueso de llegar a su objetivo, pero el gallo rojo J. se
agachó hasta más del ras de la arena. Aun así, la navaja de su contendor le
dejaría su sello sobre la piel, una línea roja brillantísima, profunda, rasgada en
su espalda. De inmediato, cayeron las plumas cortadas. Juan creyó que J.
estaba perdido, así que haciendo parlante con las manos gritó:

—¡Mata ese chancho, Juan!

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Como siempre, el gallo rojo reaccionó enardecido ante esas palabras y en la
segunda acometida J., el mexicano, rebasaría en pericia a su enemigo. Centró
su tiro con una única patada que llegó a hundirse en el corazón de su oponente,
la patada fue brutal con tanta fuerza que el cuerpo de Despejado salió disparado
a la red del círculo de la arena. Nadie vio sangre en aquel gallo muerto.

cinco.

«¡Mata ese chancho Juan!», era su voz o la voz de su padre la que gritó. Juan
hubiera deseado que su padre viera a su gallo en esa semifinal, le parecía
escuchar su voz, sus gritos con los que su padre perforaba su oído. Le hubiera
gustado decirle que lo perdonaba por abandonarlo y por dejarse morir en su
alcoholismo. Después de que su madre se fuese de la casa sin él, su padre
empeoró con la bebida; bebía cada vez más y más. Un día en que Juan no
consiguió suficiente comida para el chancho su padre le lanzó una tabla de los
gallineros viejos. La tabla tenía a la vista unos clavos oxidados. Juan felizmente
esquivó los clavos y la tabla solo le golpeó la espalda. Desde ese día Juan sentía
terror cada vez que veía a su padre.

Ya estaban los gallos en la arena para la final, la voz del juez sacó a Juan de
sus pensamientos que lo habían llevado a perderse los previos a ese momento,
el juez ya había tenido un momento para presentarlos.

Esta vez se trataba de un gallo de nombre: Hudini. El gallo se estaba


aclimatando hacia un mes en Abancay, fue llevado una docena de veces a
peleas clandestinas en centro América. Había llegado de Jacaleapa, Honduras,
lugar adonde llegaban muchos gallos de todas partes del mundo y donde él era
conocido. De raza spangle hatch, soberbio a pesar de que cojeaba por una vieja
batalla, sus plumas blancas eran más que las negras; después de las plumas de
la esclavina, se dibujaba un triángulo perfecto. Habían topado con él otros gallos
con guantes para escogerlo a él. Por eso era la mejor opción para la final.

Soltaron a los combatientes en medio de la arena listos para el combate. Juan


Pedraza podía oler la furia de los gallos y escuchar al público que rugía azuzando

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a los gallos; eso lo llevó a otro recuerdo. Un día se salió la llanta de la carretilla
vieja con que recolectaba la comida del chancho y llegó con los tachos vacíos y
se escondió de su papá cuando él gritó: «¡Mata ese chancho Juan!».

Su padre furioso lo buscaba insistentemente y al no encontrarlo se enfadaba


más y más. Al descubrir a Juan que huía, de nuevo arrancó la tabla más grande
de una jaula vieja que dejó ver unos clavos oxidados y se la aventó. Dos de esos
clavos se le incrustaron al niño hasta perforar su hueso. El pequeño Juan de
cinco años se fue arrastrando la pierna, huyendo. Cuando lo recordaba aún
sentía el dolor. Luego de eso fue peor, su padre no cesó de atormentarlo, pero
un día escucharía: ¡Mata a ese chancho Juan!, era un grito ahogado, apenas
articulado que venía del cuchitril. Sería el último grito que lo escuchó decir.

Tenía miedo ahora, ese mismo miedo que sintió de niño al ver a su padre
injusto y borracho, los recuerdos dolían más que las heridas. Su gallo le había
dado alegrías, pero estaba exhausto y este gallo Hudini parecía excepcional y
estaba fresco. Sin embargo, Walo seguía apostando por su gallo y estaba
ganando dinero, mejor dicho, recuperando, de la vez que jugaron frente de su
granja, donde había mandado a construir su propio coliseo de gallos. Aún estaba
en construcción, claro que la arena para las tapadas no podía dejar de faltar.

Era 3 de noviembre de 2015: Aniversario de la Creación Política de la Ciudad


de Abancay. Soltaron a los gallos y eso a J. el mexicano pareció gustarle, recibir
miradas del público, y que comentasen algo de él en murmullos (ya lo habían
visto combatir antes). Sacudió sus alas, y comió un grano de trigo que encontró
en la arena. Esperó.

El gallo de la derecha era un animal fino, al aletear mostraba sus placas que
definían su precio: 30 mil dólares, a más. Eso era lo que valía un fino gallo para
una pelea de final, que aseguraba cualquier disputa. Este había ganado seis
finales en dos años de su vida.

Los policías ahora estaban viendo la pelea. Al lado suyo tenían maniatado a
un hombre delgado, lo habían identificado por las huellas de zapatilla que

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encontraron en el piso, coincidían con la talla y las marcas que dejaba en la
arena, pero luego se darían cuenta de que muchos de los asistentes usaban esa
marca y esa talla. Lo soltaron cuando se dieron cuenta.

Al pisar la arena los dos gallos, caminaron despacio, se juntaron sus dos picos
al momento que sus penachos se movían de arriba abajo lentamente. La mano
de Juan transpiraba, no era la jugada aérea la que favorecía a su gallo, pero era
lo que había. El amarrador de J., el mexicano, miraba atento, y rogaba al cielo
que la suerte llegue para ganar esa pelea. Juan dio dos aplausos muy ligeros, y
le dijo a su gallo a baja voz: «¡Mata a ese chancho, Juan, y vámonos a casa!»,
y J., el mexicano lo escuchó, olvidándose del corte de su espalda.

La distancia entre los dos gallos era nula, y eso le preocupaba a Juan
Pedraza. Ahora no había forma de echarse para atrás, viniese lo que viniese.
Saltó el otro gallo y sus patas se movieron sin parar valiéndose de sus alas, y el
gallo rojo se alejó con éxito, midiendo que esa navaja que se movía zigzagueante
no llegara a tocarlo, pero aun así lo hizo. Juan, el mexicano, quedó con parte de
un ala cortada. Su contendor era un gallo de juego poderoso, que tenía una pelea
diferente a todas las peleas que había experimentado antes.

Llegó una arremetida más, volaron los gallos y ni bien tocaron el suelo los dos
se alejaron. Juan suspiró aliviado. Aunque su gallo tenía el ala colgada, seguía
desafiando a Hudini. Sus opuestos estilos de pelea quedarían en las memorias
de los que miraban. Sus picos se juntaron otra vez, y saltaron sin remedio. Se
cortaron mutuamente, por un momento parpadeó la luz y ninguno pudo hacer
una jugada mortal al otro. Nuevamente sus patas se encontraron frente a frente
como subiendo una pared con las navajas. Los dos gallos no saldrían vivos de
durar un segundo más esa pelea. Ambos gallos cayeron desangrándose. Uno
cantó sentado; desde el suelo veía enfriarse a su oponente. Luego J., el
mexicano, increíblemente se incorporó ante un público silencioso que estalló en
aplausos y vítores.

seis.

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J., el mexicano, se curó en la casa donde creció, en Condebamba. Luego de
las peleas había caído muy malherido. El primer maíz que tragó por su cuenta
sin que se lo haga comer su dueño, lo disfrutó. Era volver a vivir bajo el tibio sol
de aquella mañana, con granos enteros sin sabor a medicinas. J., el mexicano,
se recuperaba de sus encuentros suelto en el patio. Sin otros animales a la vista,
ni pollos, ni gallinas, ni patos, sin nada que lo fuera a perturbar, pues él merecía
paz. Solo lo acompañaba su dueño, que había decidido que su gallo no pelearía
jamás.

Juan al ver al gallo que llevaba su nombre, se dio cuenta de que era un
peluche parchado: la línea de su espalda la suturaba el punto cruz y en su pecho
puntos mal hechos terminaban al iniciar la cuenca de uno de sus ojos. Sus alas
cosidas como sea hicieron que algo se le rompiera en el pecho. Recordó el
infierno que le sería a su gallo coserlo de emergencia y cerrar la carne de todo
su cuerpo sin sedantes. ¿Cuánto dolor habría sentido su gallo?

Juan Pedraza recordó su propio dolor, ese que sentía cuando su padre lo
golpeaba por demorarse al volver de la escuela, le había prometido comprarle
una radio para que la use cuando despertara, pero solo quedó en promesas,
recordó cuando su padre le clavó los clavos oxidados en la pierna, entonces,
contrito de recordar lo que le hizo vivir a J. fue asaltado por un llanto terrible que
parecía salir por las grietas fracturadas de su pecho inundándolo entero, pero a
la vez refrescando viejas heridas y cicatrices.

Luego del llanto, Juan Pedraza decidió que las peleas para J. habían
terminado, su gallo viviría feliz en su casa para siempre. Él también dejaría las
peleas, viviría para amar a J., el mexicano. Pensando en eso, sosegado, feliz,
tuvo un pensamiento para su padre que nunca pudo encontrar ese sosiego que
él, ahora, sí. Con esa certeza, sintiéndose leve, Juan Pedraza sonrió y fue por
las últimas dosis de antibióticos a la veterinaria.

Hubo que esperar 19 días para que las heridas de J., el mexicano, cerraran
casi del todo. Pudo cantar sin sentir dolor en su garganta por donde también
tenía un corte relativamente cerrado. Siempre le había gustado la primera luz

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que llegaba de la aurora en un rayo de sol. Y otra vez pudo cantar, esta vez con
energía sin que le doliese el cuerpo, y, escuchar que respondían a sus cantos
otros gallos, gallos criados, en contacto unos de otros, vecinos suyos de combate
que caminaban a su libre albedrío.

J., el mexicano, se recuperaba, y decidió entonces que nunca nadie debía


infringirle patadas, porque el dolor de un corte al cerrar las heridas era
insoportable, a veces llegaban con tembladeras, y fiebre. No permitiría que otro
gallo le haga llegar otra patada en su cuerpo, y sobre todo que nunca le
remienden una tripa, debía sortear, culebrear, moverse rápido, para evitar que
lo envistieran.

El vecino de Juan de nombre, Nicolaso era criador de gallos de pelea, pero


sus gallos andaban sueltos por su propiedad. En la de Juan, existía una pared
antigua de adobe, una vieja escalera para arreglar el tejado serviría de puente
de acceso a la propiedad del vecino, una extensa chacra con árboles de madera,
y uno que otro arbusto alto donde sus gallos dormían.

A Nicolaso, ese día, le había llegado un juego de navajas pico de águila. Lo


especial de esa navaja era que podía cortar hasta el hueso, eso le habían dicho
al vendérselas. Probaría en uno de sus ejemplares el tamaño de la navaja que
debería usar. Su gallo, era rojo y fornido, su cresta aún no estaba cortada, era el
primer gallo que le saldría después de mucho tiempo con buena separación entre
sus patas, la esperanza de todo su galpón.

Como alguna vez lo había deducido, a ese gallo le calzó una navaja grande.
Al fijarle la navaja en el espolón, se le cayó la funda, el gallo movió su extremidad
y le cortó la palma de la mano, al sentir el frío de la navaja abrir su piel, terminó
soltando al gallo por reflejo, y el gallo se fue a caminar dentro del comedor de la
casa.

Rápidamente Nicolaso fue al hospital amarrándose la mano con una venda.


El gallo con la navaja puesta buscaría por donde salir, todo estaba cerrado, la

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única posibilidad era por una de las dos ventanas que tenía la cocina, en una, se
veía una línea abierta de 3cm, en un vidrio corredizo.

J., el mexicano, por su parte, llegó hasta el muro de adobe, saltó a la escalera
y subió uno a uno los pasos hasta llegar a lo alto. Se paró en el muro, oteó el
horizonte, el sol cortaba el poniente falsamente cerca del río Mariño. Y pasó el
lindero para probar su ala en recuperación. Estaba perfecta. Abajo no había
nadie, ni un pollo o alguna gallina como esperaba. Cantó. Su vieja cicatriz del
buche estaba más roja que nunca, su cuerpo fruto de un diseño genético era un
triángulo de músculos.

Deseaba buscar pelea y avanzó. Era su naturaleza no controlar al demonio


que llevaba dentro, quería combatir. Desde que era un pollito recién nacido
rascaba constantemente el suelo para fortalecerse. Aunque a veces, deseara
volver a entrar y acomodarse en un frágil huevo, luego de que su hermana la
loca le pegase, ahora era un gallo en forma, sus músculos eran duros pese al
descanso que tuvo al recuperarse de los últimos combates.

Siguió avanzando y los adversarios no tardaron, llegaban a él por todos los


lados, gallos conocidos entre ellos, estúpidamente mal criados, libres. Primero
lo atacarían los gallos alfa, a los que J., los derribaba sin traspié, después
llegaban otros, y otros, en una fila interminable de casi dos docenas de gallos
camaradas. Y, por la forma de crianza, esas aves sabían su posición de rango y
de respeto entre uno y otro, no solían medirse en muchas peleas, una vez que
se había definido quién era más ágil en la pelea se ubicaban en una posición de
gradería para atacar. Los más fuertes, alfas, ya estaban muertos.

Mató a todas las aves del vecino, pero por el esfuerzo su pico quedó
despegado, un ojo vaciado, sus alas también despegadas: las antiguas heridas
se habían abierto, su cuerpo golpeado por las patadas que él daba y no porque
otros lo golpearan. A los primeros los mató con facilidad, de puro golpe seco en
el pecho, a otros los dejó heridos en el suelo, pero luego se levantaban para
buscar revancha, y al reponerse una vez más de estar en el suelo, volvían como
una estampida de abejas asesinas. Sin embargo, ya no quedaba nadie. J., el

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mexicano bajo las tenues sombras de hojas de árboles se sentiría más gallo que
nunca. Veintitrés gallos muertos adornaban el jardín.

El gallo rojo con navaja se liberó saliendo por la ventana escurriendo su


cuerpo que empujó el vidrio corredizo. Llegó corriendo al lugar donde sus
congéneres se habían batido en duelo. J., el mexicano, estaba agonizando, pero
seguía en pie. De sorpresa fue cortado con una gran navaja por aquel gallo con
cresta. Él no estaba armado como ese su último y sorpresivo contrincante, pero
aun así lo midió y se vieron las caras. Entonces con una sola patada de ofensiva
marcó la línea de muerte de su enemigo.

Cerca de la linde de la propiedad de Juan Pedraza, de pie con sus alas y pico
por separarse de su cuerpo, exhausto, esperaría los últimos segundos para que
terminase su vida. Sometió a todo enemigo el tiempo que había existido. El sol
rojo de una tarde fue el único testigo de lo vivido, en esa su última batalla, donde
al fin ningún ojo humano pudo verlo, de pie, muriendo en su ley.

fin.

Erwin Yabarrena Herrera.

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