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, el mexicano
En El mar, Iris Murdoch dice: «La batalla de la vida y cómo librarla. Sea quien fuere el que me reclutó, cometió un
grave error». Para los personajes de esta nueva entrega de Erwin Yabarrena, la vida es una batalla constante. Juan
Pedraza lucha con los recuerdos del pasado que lo asaltan y lo atormentan. Su gallo de pelea J., el mexicano, desde
muy temprano tuvo que defenderse primero de su hermana y luego de otros gallos, pero luego embarcarse en el destino
de su linaje y su casta de gallo peleador.
Con arte sutil, Yabarrena va tejiendo las vidas y batallas de los dos personajes para darnos una historia trepidante,
emotiva y sorprendente.
uno.
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¿Habrá sobrevivido?, ¿habrá quedado lisiada?, se preguntaba una y otra vez
un recluso. Se trataba de su gallina negra. El ave valía su tamaño en oro, ganaba
peleas a otras gallinas que le ponían en frente, pero esa gallina guardaba un
secreto.
Presos criaban más de 650 gallos de pelea en una cárcel de San Juan
de Lurigancho. Las aves eran criadas en los techos de los pabellones. Su
ingreso fue autorizado para terapia psicológica de unos pocos reos, varios
años atrás, pero las aves fueron cambiadas por las de raza de pelea y
prosperaron. Los fines de semana se organizaban apuestas en coliseos
improvisados en el mismo penal.
A la fecha, se ha dispuesto el retiro inmediato de los 650 gallos, esto
sin contar gallinas y pollos, que se usarán para la alimentación en el penal.
Ayer algunos de los presos prefirieron quedarse sin comer para no ingerir
a sus aves.
Sin embargo, una gallina se escapó de entre las manos de un boina roja que
la vio entrar en una celda. El ave reconoció al preso y ese para esconderla se
sentó sobre ella, librándola de la redada, pero dejándola maltrecha. Esa
madrugada, en todo el penal más de 1800 aves, entre pollos, gallinas y gallos
fueron sacrificados. La única que se salvó fue una gallina negra, pero con
fracturas en alas y muslos, un reo sentenciado por narcotráfico la había salvado.
Más tarde, el interno logró con ingenio y perseverancia que la autoridad máxima
del penal llegase hasta su celda a media mañana.
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—Usted es el único en todo este penal que pueda hacer que esta gallina viva
—le dijo—. No es una gallina común; que cuiden de ella, jefe; no la sacrifiquen,
vale por mucho la pena, se lo ruego. Deme su palabra.
—Ya tío, entiendo, pero por lo que me cuentas no creo que aguante, debe
sentir mucho dolor la pobre y lo más probable es que haya una hemorragia
interna que suele ser fatal. Mándala, por si hay suerte. Si llega viva, te la cuidaré.
—Es un regalo para ti sobrino. Creo que sin decir nada di mi palabra de
proteger esa gallina.
—Bien tío.
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Un poco más de un mes después, un abogado deshonesto tras sobornar
secretarios, jueces y autoridades logró dejar libre al preso que había querido
salvar a una gallina. La buena suerte llegó para el hombre de nacionalidad
mexicana. Lo único que le faltaba antes de dejar Perú, era recuperar su gallina;
así que buscó al hombre a quien se la había entregado.
—Claro que te recuerdo y no sé cómo saliste, pero ahora estás aquí. ¿Qué
quieres? —respondió un poco inquieto el director.
—Quiero recuperar a mi gallina y para eso le ofrezco trece mil dólares —dijo
el mexicano mostrándole un fajo grande con diez mil y uno pequeño con los tres
mil restantes.
—No tengo conmigo la gallina —dijo fingiendo desinterés en los billetes, pero
sus ojos se detuvieron en el fajo más grande.
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—No hacía falta venir con tres guardaespaldas —le dijo el jefe del INPE—.
¿Buscas intimidarme?
—Déjeme hacer una llamada —respondió el jefe, y se alejó del auto como
quien vuelve al edificio pero se detuvo, mientras los cuatro hombres lo miraban
desde donde estaban sin moverse.
—Sobrino, 8 mil dólares nos darán si devolvemos la gallina que te envié. ¿La
tienes?
—No, tío.
—Ha muerto.
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reparó la jaula le puso una malla adicional de cedazo y al volver a romper el
alambre de la jaula y traspasar el cedazo la gallina coja se ahorcó.
—Sí, tío. Ha puesto tres huevos, y reventó solo una polla, que ahora tiene...
un poco más de un mes. Los otros dos huevos no rompieron cascaron.
—¿Y, qué?
—Ah, ya..., la mitad por ser familia —dijo el director levantando la vista y
topándose con la mirada expectante del mexicano.
—Gracias, tío. Hoy mismo te envío a la polla. Viajaré. Son 4 horas hasta
Andahuaylas. Haré lo que me encargas.
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—Mandará la única polla que existe de la gallina —le dijo al mexicano que ya
había entendido todo.
dos.
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su hermanito sin razón desde que lo vio por primera vez. Él nunca se resistía y
se dejaba dar de palizas por una polla que vivía a su lado las 24 horas del día
para torturarlo. Esa hermana suya vivía para infligirle dolor.
Cuando su tío lo llamó y le preguntó si había tenido una hija la gallina muerta,
él sintió que debía quedarse con el pollo al que su hermana castigaba. Se sintió
aliviado, casi contento de qué le preguntaran por la polla y decidió mentir para
que no le pidieran también el pollo.
Su pasión era incuestionable, sobre todo al dar patadas en el medio del pecho
de otros semejantes. Cada pelea era un único rito que perseguía la victoria. Por
lo que disfrutaba ser más rápido que otros, y esas riñas le otorgaban una alegría
siniestra que provenía de la oscuridad de su linaje.
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Un día en que el joven gallero estaba arreglando las tablas separadas de unas
jaulas, se perdió en sus recuerdos que lo llevaron lejos, hacia atrás, a los años
en que su papá criaba a los pollos sueltos y dejaba las jaulas abandonadas.
Recordó unas palabras que siempre decía su padre en todos los tonos. Y sin
quererlo las dijo en voz alta: «¡Mata a ese chancho, Juan!». Extrañamente la
frase hizo que el pollo se erizara en su jaula. Parecía que esa frase producía en
aquel pollo furia pura.
Entonces supo qué nombre ponerle, le puso su propio nombre: Juan, porque
un sentimiento parecido al de ese gallo tenía el joven gallero. Esa frase le
revolvía las tripas cuando niño y aún ahora dependiendo del recuerdo lo seguía
haciendo. A veces al recordar esas palabras dichas por su padre sentía que algo
se le clavaba en la piel hiriendo su carne y revolviéndole las tripas. Por eso no
había otro nombre que valiese para ese pequeño pollo que no fuera Juan, el
mexicano.
tres.
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De ganar tres peleas más, un aficionado de nombre Juan, dueño de Bambú,
llegaría a competir en la maravillosa gran final de gallos a navaja de la ciudad de
Abancay. Se trataba de Juan Pedraza que tenía todas las esperanzas puestas
en dos de sus gallos. Sin embargo, cuando Juan fue a buscar a su gallo Bambú
para el careo y fijarle la navaja, lo golpeó una terrible sorpresa. Encontró a todos
sus gallos muertos, bueno salvo uno que moría de pie. Era el gallo tocayo suyo:
J., el mexicano. En las jaulas del coliseo, sus gallos habían sido exterminados,
les dieron maíz remojado con veneno. Era su turno de llevar a un paladín a la
arena, pero se había quedado sin gallo para la contienda.
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de marinera. En ese tiempo tu gallo debe estar en la arena. No hay más tiempo
—dijo finalmente y se marchó.
El gallo moribundo logró vomitar todo el maíz que había comido, pero estaba
muy débil. Al pisar la arena, J., el mexicano, apenas pudo sostenerse en patas,
se iba a la derecha y a la izquierda, como si su cuerpo triangular y musculoso lo
obligara a tambalearse. Era un híbrido kelso y malayo, poderoso en el caso de
estar sano, su pecho era amplio carente de plumas de nacimiento. Lo que
preocupaba a los que conocían al gallo era que su plumaje había dejado de
brillar.
Un gallo moribundo que pelease con tres gallos de final, era más que un
suicidio. Los apostadores al ver al gallo que con dificultad se mantenía en pie
fueron en tropel a apostar por el otro gallo, un ejemplar fénix plata blanco,
aperlado. La forma de su cola lo hacía ver como un gallo rápido, pero lo que
impresionó a la audiencia fue que al aletear mostró tres placas de plata que
brillaban a la luz, eso significaba que ya había ganado tres finales.
—Una pelea con un gallo moribundo, no es una pelea —gritó Juan golpeando
con el puño el asiento.
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sino que llegaba y dormía en el porche de la casa, entre papeles y trapos sucios,
y lo había convertido en su cuchitril privado. Su padre criaba gallos de combate,
pero los tenía sueltos en el patio de la casa. Las jaulas que no utilizaba estaban
abandonadas y lentamente sus tablas se iban desclavando. Algunas ya dejaban
ver los clavos oxidados.
A los gallos antes de ponerles las navajas, los mostraron al público que luego
hizo sus apuestas. No había un alma que apostase a J., el mexicano, en lo
absoluto. Y una voz sacó de sus cavilaciones a Juan.
—Sí.
—Allá está tu vecino Nicolaso, el que cría hartos gallos sueltos, ja ja ja, tiene
más de 25 en su chacra y seguro está apostando por el otro gallo. Yo en cambio
le voy a J., el mexicano.
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Lugo de decir eso, subió encima de los círculos de cemento y agarró seis
apuestas, porque conocía al gallo: había matado dos de sus mejores gallos de
final, en un solo día, en apuestas minúsculas de borrachos.
—Walo.
—¿Sí?
—También.
Soltaron a los dos gallos sobre la arena. Los animales de batalla se miraron
alejándose el uno del otro a más de tres metros de distancia. Ambos animales
estaban muy tranquilos, solo que J., el mexicano, temblaba. Tenía una vieja
cicatriz en el buche a causa de un clavo oxidado, una cabeza de buitre y en los
espolones calzaba una navaja número 9, la más grande que pueda existir para
gallos. En un momento el gallo rojo se fue para adelante como cabeceando y
deseando dormir. Entonces, Juan, su dueño, gritó a su gallo usando sus dos
manos como parlante:
Aquella frase pareció enfurecer al gallo y recién pudo ser una antena de
recepción, armonizado con su cuerpo triangular, sus ojos se conectaron con el
entorno. El otro gallo se veía sereno, inesperadamente se fue como una flecha
volando a sesenta centímetros de la arena, en una recta, usando sus alas para
mantener la misma línea invariable en el aire.
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El gallo blanco llegaría por encima del gallo rojo, era un rápido proyectil,
apenas bajó su cabeza de buitre el gallo rojo, volteó su cuerpo para liberar toda
su navaja al ponerse patas arriba, cortándole al otro gallo la yugular, y la molleja,
y pasando por la rabadilla, y terminando el corte donde nacían las plumas de la
cola. Un fino corte lo partiría por la mitad. Sus tripas sanguinolentas se
desparramaron con su sangre, y el gallo blanco cayó convertido en carne. Era
un terrible espectáculo ver aquella estela de vísceras, maíz y sangre, algo nunca
visto en estas lides. Llovieron los aplausos del público.
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«¡Mexicano!, ¡mexicano!, ¡mexicano!», tribuna de la izquierda.
El juez continuó y se mostraron los gallos sin las navajas amarradas, para que
el público hiciera sus apuestas.
cuatro.
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de jaula muertos. Inexperto, pero con talento innato para las peleas, talento que
es potenciado cuando ve a su oponente. No tiene más historia, salvo
excepcionales patadas».
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Como siempre, el gallo rojo reaccionó enardecido ante esas palabras y en la
segunda acometida J., el mexicano, rebasaría en pericia a su enemigo. Centró
su tiro con una única patada que llegó a hundirse en el corazón de su oponente,
la patada fue brutal con tanta fuerza que el cuerpo de Despejado salió disparado
a la red del círculo de la arena. Nadie vio sangre en aquel gallo muerto.
cinco.
«¡Mata ese chancho Juan!», era su voz o la voz de su padre la que gritó. Juan
hubiera deseado que su padre viera a su gallo en esa semifinal, le parecía
escuchar su voz, sus gritos con los que su padre perforaba su oído. Le hubiera
gustado decirle que lo perdonaba por abandonarlo y por dejarse morir en su
alcoholismo. Después de que su madre se fuese de la casa sin él, su padre
empeoró con la bebida; bebía cada vez más y más. Un día en que Juan no
consiguió suficiente comida para el chancho su padre le lanzó una tabla de los
gallineros viejos. La tabla tenía a la vista unos clavos oxidados. Juan felizmente
esquivó los clavos y la tabla solo le golpeó la espalda. Desde ese día Juan sentía
terror cada vez que veía a su padre.
Ya estaban los gallos en la arena para la final, la voz del juez sacó a Juan de
sus pensamientos que lo habían llevado a perderse los previos a ese momento,
el juez ya había tenido un momento para presentarlos.
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a los gallos; eso lo llevó a otro recuerdo. Un día se salió la llanta de la carretilla
vieja con que recolectaba la comida del chancho y llegó con los tachos vacíos y
se escondió de su papá cuando él gritó: «¡Mata ese chancho Juan!».
Tenía miedo ahora, ese mismo miedo que sintió de niño al ver a su padre
injusto y borracho, los recuerdos dolían más que las heridas. Su gallo le había
dado alegrías, pero estaba exhausto y este gallo Hudini parecía excepcional y
estaba fresco. Sin embargo, Walo seguía apostando por su gallo y estaba
ganando dinero, mejor dicho, recuperando, de la vez que jugaron frente de su
granja, donde había mandado a construir su propio coliseo de gallos. Aún estaba
en construcción, claro que la arena para las tapadas no podía dejar de faltar.
El gallo de la derecha era un animal fino, al aletear mostraba sus placas que
definían su precio: 30 mil dólares, a más. Eso era lo que valía un fino gallo para
una pelea de final, que aseguraba cualquier disputa. Este había ganado seis
finales en dos años de su vida.
Los policías ahora estaban viendo la pelea. Al lado suyo tenían maniatado a
un hombre delgado, lo habían identificado por las huellas de zapatilla que
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encontraron en el piso, coincidían con la talla y las marcas que dejaba en la
arena, pero luego se darían cuenta de que muchos de los asistentes usaban esa
marca y esa talla. Lo soltaron cuando se dieron cuenta.
Al pisar la arena los dos gallos, caminaron despacio, se juntaron sus dos picos
al momento que sus penachos se movían de arriba abajo lentamente. La mano
de Juan transpiraba, no era la jugada aérea la que favorecía a su gallo, pero era
lo que había. El amarrador de J., el mexicano, miraba atento, y rogaba al cielo
que la suerte llegue para ganar esa pelea. Juan dio dos aplausos muy ligeros, y
le dijo a su gallo a baja voz: «¡Mata a ese chancho, Juan, y vámonos a casa!»,
y J., el mexicano lo escuchó, olvidándose del corte de su espalda.
La distancia entre los dos gallos era nula, y eso le preocupaba a Juan
Pedraza. Ahora no había forma de echarse para atrás, viniese lo que viniese.
Saltó el otro gallo y sus patas se movieron sin parar valiéndose de sus alas, y el
gallo rojo se alejó con éxito, midiendo que esa navaja que se movía zigzagueante
no llegara a tocarlo, pero aun así lo hizo. Juan, el mexicano, quedó con parte de
un ala cortada. Su contendor era un gallo de juego poderoso, que tenía una pelea
diferente a todas las peleas que había experimentado antes.
Llegó una arremetida más, volaron los gallos y ni bien tocaron el suelo los dos
se alejaron. Juan suspiró aliviado. Aunque su gallo tenía el ala colgada, seguía
desafiando a Hudini. Sus opuestos estilos de pelea quedarían en las memorias
de los que miraban. Sus picos se juntaron otra vez, y saltaron sin remedio. Se
cortaron mutuamente, por un momento parpadeó la luz y ninguno pudo hacer
una jugada mortal al otro. Nuevamente sus patas se encontraron frente a frente
como subiendo una pared con las navajas. Los dos gallos no saldrían vivos de
durar un segundo más esa pelea. Ambos gallos cayeron desangrándose. Uno
cantó sentado; desde el suelo veía enfriarse a su oponente. Luego J., el
mexicano, increíblemente se incorporó ante un público silencioso que estalló en
aplausos y vítores.
seis.
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J., el mexicano, se curó en la casa donde creció, en Condebamba. Luego de
las peleas había caído muy malherido. El primer maíz que tragó por su cuenta
sin que se lo haga comer su dueño, lo disfrutó. Era volver a vivir bajo el tibio sol
de aquella mañana, con granos enteros sin sabor a medicinas. J., el mexicano,
se recuperaba de sus encuentros suelto en el patio. Sin otros animales a la vista,
ni pollos, ni gallinas, ni patos, sin nada que lo fuera a perturbar, pues él merecía
paz. Solo lo acompañaba su dueño, que había decidido que su gallo no pelearía
jamás.
Juan al ver al gallo que llevaba su nombre, se dio cuenta de que era un
peluche parchado: la línea de su espalda la suturaba el punto cruz y en su pecho
puntos mal hechos terminaban al iniciar la cuenca de uno de sus ojos. Sus alas
cosidas como sea hicieron que algo se le rompiera en el pecho. Recordó el
infierno que le sería a su gallo coserlo de emergencia y cerrar la carne de todo
su cuerpo sin sedantes. ¿Cuánto dolor habría sentido su gallo?
Juan Pedraza recordó su propio dolor, ese que sentía cuando su padre lo
golpeaba por demorarse al volver de la escuela, le había prometido comprarle
una radio para que la use cuando despertara, pero solo quedó en promesas,
recordó cuando su padre le clavó los clavos oxidados en la pierna, entonces,
contrito de recordar lo que le hizo vivir a J. fue asaltado por un llanto terrible que
parecía salir por las grietas fracturadas de su pecho inundándolo entero, pero a
la vez refrescando viejas heridas y cicatrices.
Luego del llanto, Juan Pedraza decidió que las peleas para J. habían
terminado, su gallo viviría feliz en su casa para siempre. Él también dejaría las
peleas, viviría para amar a J., el mexicano. Pensando en eso, sosegado, feliz,
tuvo un pensamiento para su padre que nunca pudo encontrar ese sosiego que
él, ahora, sí. Con esa certeza, sintiéndose leve, Juan Pedraza sonrió y fue por
las últimas dosis de antibióticos a la veterinaria.
Hubo que esperar 19 días para que las heridas de J., el mexicano, cerraran
casi del todo. Pudo cantar sin sentir dolor en su garganta por donde también
tenía un corte relativamente cerrado. Siempre le había gustado la primera luz
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que llegaba de la aurora en un rayo de sol. Y otra vez pudo cantar, esta vez con
energía sin que le doliese el cuerpo, y, escuchar que respondían a sus cantos
otros gallos, gallos criados, en contacto unos de otros, vecinos suyos de combate
que caminaban a su libre albedrío.
Como alguna vez lo había deducido, a ese gallo le calzó una navaja grande.
Al fijarle la navaja en el espolón, se le cayó la funda, el gallo movió su extremidad
y le cortó la palma de la mano, al sentir el frío de la navaja abrir su piel, terminó
soltando al gallo por reflejo, y el gallo se fue a caminar dentro del comedor de la
casa.
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única posibilidad era por una de las dos ventanas que tenía la cocina, en una, se
veía una línea abierta de 3cm, en un vidrio corredizo.
J., el mexicano, por su parte, llegó hasta el muro de adobe, saltó a la escalera
y subió uno a uno los pasos hasta llegar a lo alto. Se paró en el muro, oteó el
horizonte, el sol cortaba el poniente falsamente cerca del río Mariño. Y pasó el
lindero para probar su ala en recuperación. Estaba perfecta. Abajo no había
nadie, ni un pollo o alguna gallina como esperaba. Cantó. Su vieja cicatriz del
buche estaba más roja que nunca, su cuerpo fruto de un diseño genético era un
triángulo de músculos.
Mató a todas las aves del vecino, pero por el esfuerzo su pico quedó
despegado, un ojo vaciado, sus alas también despegadas: las antiguas heridas
se habían abierto, su cuerpo golpeado por las patadas que él daba y no porque
otros lo golpearan. A los primeros los mató con facilidad, de puro golpe seco en
el pecho, a otros los dejó heridos en el suelo, pero luego se levantaban para
buscar revancha, y al reponerse una vez más de estar en el suelo, volvían como
una estampida de abejas asesinas. Sin embargo, ya no quedaba nadie. J., el
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mexicano bajo las tenues sombras de hojas de árboles se sentiría más gallo que
nunca. Veintitrés gallos muertos adornaban el jardín.
Cerca de la linde de la propiedad de Juan Pedraza, de pie con sus alas y pico
por separarse de su cuerpo, exhausto, esperaría los últimos segundos para que
terminase su vida. Sometió a todo enemigo el tiempo que había existido. El sol
rojo de una tarde fue el único testigo de lo vivido, en esa su última batalla, donde
al fin ningún ojo humano pudo verlo, de pie, muriendo en su ley.
fin.
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