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Homero Alsina Thevenet Manuel Antín

Roberto Arlt - María Luisa Bemberg


Amelia Bence - Adolfo Bioy (basares
Armando Bó - Jorge Luis Borges - Calki
jorge C^arnevale - Abelardo Castillo
Julio CortázarKdgardo C^ozarinsky
-

Hugo del Carril - Lucas Demare


Leonardo Favio - Roberto Fontanarrosa
Beatriz (íuido - Niní Marshall - Mecha Ortiz
Manuel Puig - Horacio Quiroga - Roland
Luis Sandrini - Isabel Sarli - Luis Saslavsky
EXTRA
Mario Soffici - Osvaldo Soriano - Eliseo ALFAGUARA
Subida - Leopoldo dbrre Nilsson
Nacido en Buenos Aires, Sergio Renán es

una figura central de la cultura argentina.

Luego de integrar varios conjuntos sinfóni-

cos y de cámara como violinista, inició una


brillante carrera actoral en el teatro y el cine,

(jiie luego se extendió a la tarea de dirección


en ambas actividades y en la ópera. Como ac-
tor teatral, son memorables sus trabajos en El
reñidero de De
Ceceo, y La vuelta al hogar y
Square
La fiesta de cumpleaños de Pinten Ha realizado
notables puestas de Las criadas de Genet,
Víctor o los niños del poder de Vi trac. Casa de
muñecas de Ibsen y, entre otras, Drácula de
Stocker.
Copley
En cine fue protagonista de filmes como La
cifraimpar y Castigo al traidor de Antín, El
poder de las tinieblas de Sábato, El perseguidor
de Wilensky y Los siete locos de Torre Nilsson.
Lj¡ tregua, su primera película como director,

obtuvo la primera nominación al Oscar para


un filme argentino. Crecer de golpe. Sentimental
y Tacos altos, entre otras, lo confirmaron como
un realizador excepcional. Deben mencio-
narse, también, sus notables régies de óperas
como Manon, Rigoletto, Otello, Don Giovanni y
Las bodas de Etgaro. Entre 1989 y 1996 fue di-

rector general del 'Teatro (]olón, llevando a

cabo una gestión que ha sido unánimemente


elogiada. Acaba de terminar el rodaje de su
última película, basada en Ed sueño de los hé-

roes de Adolfo Bioy ("asares.


í.:

* .

. ^

jiiu I I •>.
Selección y prólogo
de Sergio Renán

Homero Alsina Thevenet Manuel Antín


-

Roberto Arlt - María Luisa Bemberg


Amelia Bence Adolfo Bioy Casares
-

Armando Bó - Jorge Luis Borges - Calki


Jorge Carnevale - Abelardo Castillo
Julio Cortázar - Edgardo Cozarinsky
Hugo del Carril - Lucas Demare
Leonardo Favio - Roberto Fontanarrosa
Beatriz Guido - Niní Marshall - Mecha Ortiz
Manuel Puig - Horacio Quiroga - Roland
Luis Sandrini - Isabel Sarli - Luis Saslavsky
Mario Soffici Osvaldo Soriano
-
EXTRA
ALFAGUARA
Eliseo Subiela - Leopoldo Torre Nilsson
ALFAGUARA

© De esta edición:
1996, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A.
Beazley 3860. 1437 Buenos Aires

• Santillana S.A.

Juan Bravo 38. 28006 Madrid


• Aguilar Chilena de Ediciones Ltda.
Pedro de Valdivia 942. Santiago
• Editorial Santillana, S.A. (ROU)
Javier de Viana 2350. 1 1200 Montevideo

ISBN: 950-5 1
1 -259-‘>

Hecho el depósito que indica la Ley 11.723


© Cubierta:
Helena Homs
Archivo:
David Oubiña
Impreso en la Argentina. Printed in Argentina
Primera edición: Octubre de 1996

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser
reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por,
un sistema de recuperación
de información, en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia,
o cualquier otro, sin el permiso previo
por escrito de la editorial.

.1
ÍNDICE

Prólogo
SERGIO RENÁN 9
Marlene en elSur
HOMERO ALSINA THEVENET 17

El primer Cortázar
MANUEL ANTÍN 23
Dos aguafuertes
ROBERTO ARLT 3

Las ideas hay que vivirlas


MARÍA LUISA BEMBERG 4
Alfonsina, el cine y yo
AMELIA BENCE 47
Amores imposibles
ADOLEO BIOY CASARES 53
Dos versiones sobre un desnudo histórico
ARMANDO BÓ / ISABEL SARLI 59
Sobre el doblaje
JORGE LUIS BORGES 73
LJnenemigo del cine nacional
CALKI 79
Problemas con Chris
JORGE CARNEVALE 87
El otro Poe
ABELARDO CASTILLO 95
Queremos tanto a Glenda
JULIO CORTÁZAR 101

Cheap thrills
EDGARDO COZARINSKY 1 13

7
Tres hombres y una mujer
HUGO DEL CARRIL 123

Cómo La guerra gaucha


se filmó
LUCAS DEMARE 129

El ciego Renzo
LEONARDO FAVIO 137

Historias de Hollywood:Roy T. Thomas


ROBERTO FONTANARROS A 141

Evocación de Leopoldo Torre Nilsson


BEATRIZ GUIDO 153

El nacimiento de Cándida
NINÍ MARSH ALL 161

La historia de Safo
MECHA ORTIZ 167

El beso de mujer araña


la
MANUEL PUIG 179

El puritano
HORACIO QUIROGA 207

Reflexine
ROLAND 217

El retrato en la puerta de un baño


LUIS SANDRINI 225

El come back de Lassi


LUIS SASLAVSKY 231

José Ferreyra y el nacimiento del cine argentino


MARIO SOFFICI 247

¡Mono las pelotas!


OSVALDO SORIANO 253

La presencia de Hugo Soto


ELISEO SUBIELA 261

Esta vez la pegamos, Babsy


LEOPOLDO TORRE NILSSON 267

Sobre los autores 275


Sergio Renán
Crecí en una casa en donde la literatura estaba
tentadoramente a mano. Por un lado, los libros que mi
madre y mi hermana prescribían con cuidado para mí,
de acuerdo con una pedagogía que intentaba ser sensa-
ta. Por el otro, aquellos libros que — si no prohibidos,
al menos distraídamente soslayados por ellas — pare-
cían llamarme desde los estantes de la biblioteca, por el
misterio y la inquietud de sus títulos o el nombre de sus
autores.
En esos primeros años en los que descubría el

placer de una literatura variada y exigente, el cine que


me atraía era, por el contrario, aquel que satisfacía mis
gustos menos duda porque la exigencia
serios, sin fa-

miliar era precisamente que me interesara sólo por “lo


trascendente”. El cine era entonces, para mí, el de las

películas de aventuras: La marca del Zorro, El Capi-


tán Bloody los avatares de Erroll Elynn; no tenía una
correspondencia inmediata con los espacios que me
creaba la lectura sino que completaba las necesidades
de mi vida infantil. Ya en la adolescencia, estas pelí-
culas de capa y espada comenzaron a ceder frente a
los formidables filmes de John Eord, las esperanzadas
parábolas de Frank Capra, el cine francés de Carné,
Duvivier y René Clair, el fervor de los primeros cine-
clubes.

11
Sergio Renán

Más tarde aún — gracias a la superación de cier-


to desprecio casi programático que caracterizó a los jó-
venes de mi generación — ,
pude apreciar el enorme y
variado talento que había en el cine argentino. Esta
admiración se convirtió en entusiasmo al ver El crimen
de Oribe: siendo yo actor para entonces, comenzó a
desvelarme la idea de que Torre Nilsson se fijara en mí.
Instalados definitivamente en mi vida como fuen-
tes de de reflexión y de conocimiento, el cine y
placer,
la literatura se han asociado en mi experiencia como
actor y director de manera profunda y persistente. Tuve
la suerte de ser El perseguidor de Cortázar y uno de los

protagonistas de La cifra impar y de Circe, películas


también basadas en cuentos de este gran escritor; y tu-
ve el honor de ser Haffner —El Rufián Melancólico de
Los siete locos — ,
al tiempo que lograba el sueño de tra-

bajar a las órdenes de Torre Nilsson. También me tocó


encarnar al Vidal Olmos de El poder de las tinieblas de
Mario Sábato, basada en el Informe sobre ciegos de su
padre, Ernesto. A la hora de dirigir, la literatura — so-
bre todo la argentina — ha sido para mí un punto de
partida casi insoslayable. Y creo que en eso no hice más
que seguir una tradición que había sido forjada por
Demare con Lugones, Soffici con Quiroga y Denevi,
Hugo del Carril con Castro, Saslavsky con Bianco, Aya-
la con Viñas y el propio Torre Nilsson con Hernández,

Arlt y Beatriz Guido, para citar unos pocos ejemplos


célebres y emblemáticos.
Por todo lo dicho, la convocatoria de la editorial
Alfaguara para organizar esta antología en homenaje a
los cien primeros años del cine argentino despertó en
mí un entusiasmo inmediato. Convine con los editores
en que la reunión de un conjunto de cuentos cuyo tema

n
Prólogo

fuera y de testimonios y reflexiones de los pro-


el cine,

tagonistas de la cinematografía argentina de todos los


tiempos era el mejor modo de que esta actividad se con-
tara a sí misma.
En el caso de los textos literarios, el criterio
para su inclusión fue que el cine apareciera como tema,
escenario o referencia importante del relato. Eso expli-
ca la ausencia de algunos escritores fundamentales, en
cuyas obras no hemos hallado textos que reunieran
estas condiciones. El lector encontrará, en algún caso,
que el texto de un gran escritor no está a la altura de
sus obras más conocidas; pero compartirá con nosotros
el innegable interés de ver cómo el cine aparece en su
literatura. Por otro lado, se sorprenderá con algunos
cuentos excelentes de escritores que no tuvieron hasta
ahora un reconocimiento colectivo similar al de aqué-
llos. Quizá se eche de menos la presencia de los na-
rradores más jovenes. Sucede que en laobra de estos
escritores la presencia del cine es casi una constante; y,
ante la imposibilidad física de incluir un conjunto re-
presentativo, no nos pareció justo optar sólo por uno o
dos de ellos.

En cuanto a los protagonistas de nuestra cine-


matografía — actores, actrices, directores, críticos — ,
se
han buscado y producido testimonios desde los pio-
neros del cine mudo hasta los más representativos
creadores de la actualidad. En este caso, el espectro era
mucho más amplio y el criterio de selección se basó en
una sola condición: la calidad narrativa o anecdótica de
los testimonios, de modo que no desentonaran dema-
siado con los textos de ficción, para ofrecer a los lec-
tores un libro homogéneo que pudiera leerse como una
colección de historias que hacen a nuestro cine, a nues-

U
Sergio Renán

tra literatura y a los felices encuentros, cruces y présta-

mos recíprocos entre ambos quehaceres.


Las ausencias notorias en este campo hay que
atribuirlas a la devastación y la escasa disponibilidad de
los archivos —una enfermedad endémica de nuestra
cultura, a excepción del Museo del Cine y la Cinema-
teca Argentina —así como también, en el caso de los
,

protagonistas vivos,, a la imposibilidad de acercarnos su


testimonio por motivos de trabajo, estancia prolongada
fuera del país o contingencias similares. Sólo estos obs-
táculos justifican la ausencia de personalidades como
Zully Moreno, Mirtha Legrand, Libertad Lamarque,
Enrique Serrano, Delia Garcés, Federico Luppi, Gra-
ciela Borges, Alfredo Alcón, Héctor Olivera o Luis
Puenzo, por citar algunos ejemplos. Quiero aprovechar
para agradecer aquí la inestimable colaboración de Da-
vid Oubiña en la búsqueda y la edición de los testimo-
nios obtenidos.
Más allá de las omisiones involuntarias, este
libro ofrece un repertorio de ficciones, anécdotas y
reflexiones donde el cine es el protagonista privilegiado

y gozoso. Aquí están la perspicacia costumbrista de Arlt


y la sofisticada imaginación de Cortázar, la temprana
iluminación de Quiroga —
que se anticipa medio siglo
al Woody Alien de La rosa púrpura del Cairo y la —
lucidez implacable de Borges; el nacimiento de perso-
najes inolvidables como el Felipe de Sandrini y la
Cándida de Niní Marshall; el primer desnudo de Isabel
Sarli en El trueno entre las hojas, contado por ella

misma y por Armando Bó; la agudeza de Roland y el


humor de Alsina Thevenet, dos maestros de la crítica
cinematográfica. También, otras perlas insospechadas:
el talento de Fontanarrosa es capaz de inventar una his-

14
Prólogo

toria con un perro-actor, que resulta una parodia invo-


luntaria del testimonio de Luis Saslavsky sobre la cé-
lebre Lassie; y el excelente crítico que es Jorge Car-
nevale también sabe tramar ficciones que el propio
Cortázar no hubiese desdeñado. Abelardo Castillo des-
cubre impensado parentesco entre Poe y Chaplin.
el

Lucas Demare relata los pormenores de la filmación de


La guerra gaucha y Mecha Ortiz los de la entonces es-
candalosa Safo. Manuel Puig y Leonardo Favio res-
catan el placer de contar películas, mientras que Eliseo
Subiela confirma la vigencia del actor Hugo Soto, pro-
tagonista de dos de sus filmes. Adolfo Bioy Casares
confiesa sus amores no correspondidos con Louise
Brooks y otras divas. Leopoldo Torres Ríos es evocado
por su hijo, Leopoldo Torre Nilsson; y Beatriz Guido
hace un conmovedor retrato del propio Torre Nilsson.
Se vuelve a proyectar Gatica, el Mono a través del en-
trañable texto de Osvaldo Soriano. Calki cuenta sus
penurias como crítico de nuestro cine y María Luisa
Bemberg las peripecias que la convirtieron en una gran
directora. Edgardo Cozarinsky recuerda, en un cine de
París, la promiscuidad de un cine de barrio de su ado-
lescencia en Buenos Aires. Mario Soffici rescata la
enorme figura de José Ferreyra, pionero del cine na-
cional y Hugo Del Carril evoca a cuatro personalidades
fundamentales del tango: Homero Manzi, Enrique San-
tos Discépolo, Mariano Mores y Tita Merello. Manuel
Antín describe su fecunda amistad con Julio Cortázar
y Amelia Bence cuenta cómo llegó a filmar la vida
de Alfonsina Storni, quien le había pronosticado un
futuro de actriz.
Creo que este libro es un conjunto equilibra-
do y representativo de esas dos formidables pasiones


Sergio Renán

argentinas que son cine y la literatura. Un testimonio


el

palpable de la madurez y el talento que ambas activi-


dades han alcanzado en este país. Ojalá los lectores
compartan nuestra alegría frente a este significativo
aniversario.

16
4l

>

pf

.1

SI.

V .
.

Un día de 1959 yo estaba dedicado a mis ta-


reas habituales en la página de Espectáculos de El País
de Montevideo, cuando llegó la insólita noticia de que
Marlene Dietrich se presentaría en Buenos Aires, den-
tro de una gira por diversos países. Su repertorio de
canciones en tres idiomas había terminado por ser una
etapa final de éxito en su carrera. Un rápido rastreo por
fuentes generalmente bien informadas permitió saber
que la presentación en Buenos Aires sólo abarcaría una
función, quizás dos, pero que no habría nada similar
para Montevideo. Esto suele fastidiar a los uruguayos,
que han dependido siempre del rebote de contratos ar-
gentinos y que a menudo no recibían ni reciben siquiera

esa limosna.
Así que di elpaso audaz de pedir a El País que
me financiara la expedición a Buenos Aires, con el ar-
gumento de que ^‘Marlene es nota” Me dijeron que sí,

lo cual era bastante excepcional en aquel momento


y en
las costumbres de la prensa local. Pero la verdad fue y

sigue siendo que El País me ha tratado muy bien du-


rante años.
En Buenos Aires, la presencia de Marlene en el
Cine Opera era ya un dato público. También lo era
elanuncio de su conferencia de prensa, allí mismo, al
punto de que el hall estaba lleno una hora antes de lo

19
Homero Alsina Thevenet

previsto.Tuve apoyos contra esa adversidad, por cierto.


El amigo Rolando Fustiñana (de Cinemateca Argen-
tina) me sacó del hall y me llevó a la pequeña sala de un

piso superior, donde se haría la conferencia de prensa,


pero restringida a unos pocos periodistas, tras depurar
a muchos curiosos entrometidos. Sólo que cuando lle-

gué no había sitios civilizados que se pu-


a esa sala ya
dieran ocupar. Opté por la broma de sentarme en el
suelo, delante de la primera fila. Y aunque temí que eso
provocara protestas a mis espaldas, los treinta o cua-
renta colegas no hicieron cuestión.
A Marlene le gustó la broma. Probablemente le
pareció un dato pintoresco de las culturas aborígenes
en el sur del mundo. No solamente sonrió al verme, por
primera vez en su vida y en la mía, sino que después me
lanzó las respuestas a preguntas que habían hecho
otros. Era una suerte de burla cariñosa, adelantando la
cabeza sobre la mesa para humillarme mejor. También
era una maniobra de la seducción.
Las circunstancias no impidieron que yo apun-
tara todas sus respuestas, construidas y seguramente
ensayadas en su ingenio, porque se encontró con mu-
cha pregunta obvia. Pero su inesperado favoritismo
permitió que esa tarde yo tuviera el privilegio de ver
cómo Marlene preparaba su espectáculo, dando pre-
sobre colocación de utilería y luces.
cisas indicaciones
Era una cumplida directora de escena. Y a la noche,
enfundada primero en un blanco ajustado y después en
un negro ajustado, la profesional de 58 años se ex-
tendía desde un taburete hasta la canción apenas reci-

tada, el susurro, la voz ligeramente ronca, una pierna


más desnuda que la otra. Era una de las dos piernas más
festejadas del cine, cabe recordarlo. Ayudaba a enten-

20
Marlene en el Sur

der lo que Marlene le había hecho a Emil Jannings,


hacia 1930.
Esa tarde se supo que Marlene se presentaría en
Montevideo, después de todo. El mismo día en que
apareció en El País mi nota sobre Buenos Aires, ella

daba una conferencia en el Victoria Plaza Hotel y una


única función nocturna en el Teatro 18 de Julio, que
todavía no era un cine. A las siete de la tarde fui a la
conferencia en el Victoria Plaza, en una sala enorme
donde podrían haberse sentado cien periodistas si
Montevideo los hubiera tenido. No hubo tantos, por-
que tampoco había lunch.
Entré a esa sala y deliberadamente me senté en
el suelo, delante de la primera fila, sin molestar a nadie.
EUa entró, se rió al verme allí, dijo ‘'Oh, look who is

here!” y me volvió mismas respuestas a las


a dedicar las
mismas preguntas. Mis colegas me odiaron, con toda
razón.
Cuando aquello terminó, el fotógrafo Héctor
Devia, del diario, me pidió que me acercara a la es-

trellapara una foto de ambos. El azar quiso que en


esa imagen yo esté mirando a la cámara, lo cual es ma-
la técnica para todo periodista, y Marlene me esté

mirando a mí, de abajo hacia arriba, lo cual es buena


técnica para la seducción. Después tuve esa foto y la
he custodiado ya durante 37 años. No la publiqué.
Le puse como epígrafe “Marlene enamorada, agosto
1939\ pero eso también era una broma interna, para
consumo de nadie. La lista de amores de Marlene, pu-
blicada después por su hija, fue muy extensa, desde
Jean Gabin hasta su querido acompañante Burt Ba-
charach, que era su pianista en esa gira de 1959. De-
masiada competencia. Parecía fácil saber que sólo yo

21
Homero Ahina Thevenet

me acordaría del caso y que ella lo olvidaría al minuto


siguiente. Eso ocurrió, desde luego. No figuré en sus
biografías.

(Inédito, 1996)

22
EL PRIIAWER C0RT/¡ZA\R
Manuel kntín
Es curioso. Yo, que no he conservado ni otras
cartas ni las críticas relacionadas con mis películas, he
guardado, sin embargo, minuciosa y prolijamente, to-
das las que Cortázar me escribiera desde 1960 hasta
principios de los 80. ''Son cosas que tienen que suceder-
nos a vos y a mí, y me parece perfectamente natural y he-
lioque sucedan', me dijo alguna vez frente a un enigma
parecido. Una de esas cartas, del 10 de julio de 1962,
comenzaba así:

"Antes de decirte por qué me es tan necesario es-

cribirte esta noche, empezaré por confesar que probable-


mente esta carta será un absurdo total. Acabo de enterar-
me de que en el correo argentino hay 8.000.000 de cartas
detenidas por una especie de huelga o cosa parecida, de
modo que ésta será la 8.000.001, triste condición epis-
tolar sin duda, y a lo mejor acaba en las sucias aguas de
nuestro río color de león. Pero el absurdo es todavía
peor porque hace diez días te mandé un gran sobre lleno
de papeles, y lo más probable es que ese sobre sea el
7.999.999, razón por la cual debe existir un horrible hue-
co entre el 7.999.999 y el 8.000.001. Vos te das cuenta de
que partiendo de presupuestos semejantes, uno se pierde
directamente en el quinto carajo.
"Mi envío —
continúa aquella carta — consistía

en un sobre Manila con membrete UNESCO, e iba certi-

25
Manuel Antín

ficado y por avión. Lamentaría que se hubiera perdido,


primero porque vos vas a pensar que no me acuerdo de
mis promesas (y la cosa es mucho peor aún porque como
tampoco recibirás esta carta ni siquiera sabrás que la ante-
rior se perdió, etc., con Kafka pasa a ser menos
lo cual

complicado que el propio correo argentino, lo que ya es


decir algo). En fin, a lo mejor ésta te llega y no la otra, o
la otra sí y no ésta, pero ambas hipótesis me alegran
porque son menos siniestras que la doble exclusión de mi
no menos doble envío. Advierto de paso —concluye el

párrafo citado — que con esta manera de escribir, uno


podría preguntarse por qué no estoy ya en el sitial de
honor del Ateneo Social y Deportivo 'El arpa cólica' de
Pergamino.
Comenzando por estas dificultades transitorias,
superficiales, anecdóticas y, si se quiere, hasta divertidas
—y admitiendo que tengo una nube en lugar de el la

como seguramente
silla, — no puede decirse
diría él ,

que Argentina y Julio Cortázar hayan tenido nunca


la

relaciones fáciles ni felices. A mi modo de ver el ver-


dadero desencuentro comenzó cuando un día imaginó
que el país se había convertido en un país ideológica-
mente inhabitable y decidió llevarse su cuerpo a Fran-
cia. Sólo su cuerpo, felizmente. Eso que ya no está en

ninguna parte. No su espíritu que por la seducción de


su envidiable talento sobrevivirá a tirios y a troyanos
por los tiempos y los tiempos.
Ni la suya con el país, ni la del país con él, fue
una relación tolerante ni comprensiva. Allá por el 60 ,

cuando filmé tres películas casi consecutivas basadas en


sus admirables cuentos, Cortázar era para la inteli-
gencia del cine mundial, y sobre todo del cine lati-

noamericano, un escritor esteticista, que nada tenía que

26
El primer Cortázar

ver con lo que se suponía que era la realidad lati-

noamericana. La única realidad latinoamericana, según


algunos. Esa que involucraba sólo los problemas del
cuerpo, no los del alma cuya indagación intelectual se
suponía reservada sólo al cine europeo. Sobre mi pri-

mera película “La cifra impar”, basada en su cuento


“Cartas de mamá”, recuerdo haber leído entonces: ''En
una época en que el vidrio hace falta para hacer jerin-
gas,no está bien que se lo use para hacer floreros'. La
mejor respuesta la encontré poco después en una de
las cartas que me enviara para alentarme a sobrevivir a
tales incongruencias: "Todo está, claro, en la idea que
uno se haga de ese ser casi irreal que llamamos 'especta-

dor . Para algunos, el espectador es un excelente sujeto a


quién hay que enseñarle y la verdad mediante
la belleza

una cuidadosa pedagogía estética bien asentada en la


realidad dialéctico-materialista. A mí me parece muy
bien esa empresa de reajuste de la realidad burguesa, esa
mostración de un mundo que está cambiando vertigi-

nosamente de claves y de principios. Pero el espectador,


al margen de su condición de hombre comprometido,
sigue y seguirá siendo también un hombre capaz de gozar
de la aventura estética más refinada si se le dan poco a
poco las claves necesarias, si se lo invita al goce o a la

angustia en un plano esencial, al margen de los proble-


mas del petróleo o del racismo, igualmente esenciales
pero que pertenecen a una realidad extrovertida, a un
mundo de acción aunque se traduzca en novelas o pelí-
culas.¿Por qué no piensan un minuto en el ejemplo de
Eisenstein que jamás cedió en ninguno de los terrenos, el
doctrinario y el estético, pese a los terribles problemas
que debieron planteársele frente a cada nueva película que
hacía?"

27
Manuel Antín

Es cierto que el boom de la literatura latino-

americana no había estallado aún en todo su esplendor


y que todavía no éramos muchos los que conocíamos a
Cortázar, a García Márquez, a Vargas Llosa y a tantos
otros que, a espaldas de juicios tan simples y ciegos,
escribían en medio del descreimiento para que hoy
podamos sentirnos orgullosos de ellos, de lo que signi-

ficaron, pero sobre todo de lo que escribieron. De to-

dos sin excepción.


Por entonces, distante de tanta opaca clarivi-

dencia, Cortázar construía su obra paso a paso en París,


se ganaba la vida como traductor en la UNESCO, dis-

frutaba diariamente de la Place Fustenberg, a pocos


metros de donde vivía con Aurora Bernárdez, su mujer,
precisamente el lugar en el cual, filmando una secuen-
cia de “La cifra...”, lo conocí personalmente e inicié una
relación que duró más de cien cartas, “cartas de cine”,
según el título de un frustrado libro que reunía las car-

tasque él me esciribó en la época en que juntos vo-


lábamos contra el viento por los aires del cine mundial.
Aquel Cortázar lampiño, de cara aniñada, de sorpren-
dente estatura, ni imaginaba entonces que años después
regresaría de La Habana, adonde había viajado por
primera vez como Jurado del Concurso de la “Casa de
las Américas”, y me comentaría conmovido que en Cu-

ba no era fácil conseguir aspirinas.


Aquel Cortázar lampiño e inolvidable se convir-
tió, casi a partir de aquel momento, en un Cortázar bar-

bado para satisfacción, probablemente, de quienes en la


década del 60 lo consideraban un escritor esteticista, los
mismos que luego, en los primeros días del gobierno de
Raúl Alfonsín, que en esa misma época recibiera sin
complejos ni preconceptos a Ernesto Cardenal, si se

28

El primer Cortázar

quiere, y en todo caso, mucho más comprometedor que


Julio Cortázar, fabularon que Alfonsín se había negado
a recibirlo a él. Fue la época en que las palabras dejaron
de bullirle en el alma y, para alegría de tantos que recién
a partir de entonces lo juzgaron un escritor conside-

rable, comenzaron a brotarle del cuerpo. El otro cielo


era ya para él la tierra. No por nada tiempo antes del
retorno de la democracia a la Argentina, me había es-

crito: ahora no voy a ir a Buenos Aires, no es que les


tenga miedo a las balas pero sí a la velocidad con que
vienen”. La tierra empezaba a serle sí mas adversa que
el cielo.

Uno y otro, uno u otro, fueron dos Cortázar,

pero ¿cuál verdadero? Habría que preguntárselo a él,


el

sólo él lo sabe. Yo me quedo con el primero, el lampiño,


el que más conocí, el que escribió lo mejor de su obra,

lo más perdurable que sobrevive de él. Es precisamente


el quecorresponde con su mejor época creadora y los
se
fantasmas de la realidad, que suelen ser tan restrictivos
en obras como la suya, todavía no lo habían converti-
do en su presa. No quiero decir — sería faltarle el res-

peto y con seguridad él me desmentiría, y con razón


que el Cortázar subsiguiente haya sido absolutamente
otro y opuesto. Pero no me es posible ocultar mi su-
posición de que a ese segundo Cortázar la literatura le
debe menos. Si sólo hubiera existido ese Cortázar últi-

mo es probable que no se lo admiraría tanto por los

motivos por los cuales se lo admira. Sí tal vez por otros


con certeza menos imperecederos. El mundo de la rea-
lidad — lo demuestran sin excepción todas las pági-

nas de la historia del hombre — ,


ese mundo de ladrillos

y no de arquitecturas, ese mundo entre siniestro y car-


navalito, es sin duda mucho más precario que el mundo

29
Manuel Antín

del espíritu. Quizá porque la realidad, tal como se la


entiende generalmente, eso que aparece todos los días
en los noticieros y en los diarios y que para muchos,
felizmente, no es lo único que ocurre, puede conside-
rarse desde un cierto punto de vista una ficción dis-

frazada.

(Inédito, 1996)

30
Roberto Arlt
“r ' t - - W .i..

^ * 1 / 1 • - 1. ^
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fe».

<r<-
Las ‘‘Academias” cinematográficas

¿Quiere usted enriquecerse sin trabajar, aunque


no sepa Organice una ‘"academia” cine-
leer ni escribir?
matográfica, ponga avisos en los diarios, y a la semana
tendrá cuenta corriente en más de un Banco: tal será la
cantidad de chifladas y chiflados que irán de buen
modo a entregarle el dinero.

Cómo se engaña a los ilusos

Recorto de la carta de un lector los siguientes


datos que revelan bien a las claras qué clase de aven-
tureros son estos profesores de “cinematografía”:
“Por pura curiosidad fui un buen día al estu-
dio cinematográfico sito en la calle Belgrano... y allí se
me dijo que había que someterse una prueba foto-
a
gráfica, la cual costaba dos pesos. Acepto; «palmo» los
dos «mangos» y después de cuatro días me dan da
contestación diciendo que he sido aceptado, a pesar
del «escracho» y de mis... (no se asusten) sesenta y cua-
tro años. Lo más colosal llega ahora. Me presentan una
hoja escrita a máquina donde estaban los «estatutos» y
«reglamentos» de la casa, entre los que resaltaban

33
Roberto Arlt

estos detalles: el aspirante debía abonar veinte pesos


mensuales para el aprendizaje de mímica (este curso
dura un mes), otros veinte por aprendizaje de escena
(otro mes) y otros veinte pesos más para caracteri-
zación (otro mes)... En
sesenta pesos y dos de
total,

foto; sesenta y dos “bataraces”. Después de tres me-


ses de práctica era sometido a una prueba cinema-
tográfica, para la cual tenía que pagar (seguimos pa-
gando) nada más que veinte pesos. Lo más lindo del
caso es que el director y propietario de la academia me
daba a hacer siempre el papel de «galán joven» ¡con
mis sesenta y cuatro años! para que me entusiasmara
con alguna chica a la que, para aprender, tenía que
abrazar...”

Las mujeres en las academias

Lo que ocurre en las academias de sendos “pro-


fesores” no tiene nombre. Ignoro si las madres ingenuas
y confiadas que dejan ir a sus hijas allí, se enteran de

que a éstas, progresivamente, se les enseña a perder los


escrúpulos y a dejarse, en nombre de la cinematogra-
fía, abrazar de mil distintas maneras y a exponerse en

“desnudos artísticos” al examen de unos perfectos sin-


vergüenzas que para convencerlas, les dicen:

—Lo mismo se hace en “Jolibud”.


Algunos cachafaces van a estas academias a bus-
car programas. No sabemos si admirarnos de la estupi-

dez de los alumnos, del descaro de los “directores artís-

ticos” o de la negligencia de la policía, que no sabemos


cuándo se resolverá a intervenir para controlar seria-
mente las actividades de los “profesores” y las identi-

34
Dos aguafuertes

dades y permisos paternos de las menores que van de


los brazos de un aprendiz a los de otro.

Yo, personalmente, no me las voy a dar de mora-


lista. No. Por el contrario, sonrío amablemente cuando
me entero de ciertas cosas, mas la inmoralidad comercia-
lizada me revienta de cualquier manera y los zonzos y las
chifladas me producen más compasión que otra cosa.
Cierto es que ya he conocido demasiados zonzos y dema-
siadas “estrellas” en cualquier actividad para no darme
cuenta que el mundo es una especie de bosque donde los
más astutos se devoran a los más débiles; mas, como en
mis manos está hablar de esta nueva polilla que apareció
en la ciudad, me siento obligado a revelar lo que sé.

“Necesitamos artistas de cine”

Una de las triquiñuelas de que se valen estos


audaces, es solicitar por intermedio de los avisos de los
diarios artistas de cine, para “filmar una película”. Us-
ted llega a la caverna de los susodichos caballeros y, en
cuanto lo ven, exclaman:
— Éste es el tipo que nosotros necesitábamos.
Precisamente usted es el que nos hacía falta. Eso sí, ten-
drá que hacer un poco de práctica. (Y aquí le largan el

anzuelo de la academia.)
Mientras el director lo conversa, por el suelo, a

pocos pasos de distancia, un desgraciado hace gestos de


desesperación. Otro, en cambio, pasea furiosamente
de un rincón a otro, riéndose como si hubiera ganado
la grande. Un muchacha menea solitariamente la ca-

beza. Usted, de primera intención, cree que ha llegado


a un manicomio. No; son los alumnos, mejor dicho, los

35
Roberto Arlt

giles que ensayan el gesto número treinta, cuarenta o


cincuenta y cinco del programa de mímica, para con-
vertirse en artistas. Y el propietario de la academia le
explica a usted:
—Nosotros necesitamos un tipo como usted pa-
ra la películaque actualmente preparamos. Contamos,
afortunadamente, con algún tiempo todavía, porque no
nos ha llegado una máquina especial desde Norte Amé-
rica. En cuanto llegue, la película sale a la calle.

Para ser artista de cine

Me dice Néstor, el cronista cinematográfico de


nuestro diario:
—No hay academia en ninguna parte del mun-
do que pueda preparar a alguien para ser artista cine-
matográfico.
Se nace artista cinematográfico, como se nace
poeta, novelista o malandrino. Si una academia pudiera
preparar artistas de cine, no ocurriría lo que pasa: el

mundo tiene mil millones de habitantes... y de estos mil


millones se han destacado unos quinientos hombres en
la pantalla. Pongamos mil. Pongamos cinco mil. La ci-

fra no guarda relación con la cantidad de millones.


Artista de cine puede serlo, por casualidad, el
vigilante de la esquina, como el director de un Banco.
Lo indispensable es que a este hombre lo descubra un
técnico de cine, y aquí no hay técnicos de cine. Las
academias que vegetan en nuestro país no son otra cosa
que trampas para estafar a ingenuas y cándidos.

(Publicado en El Mundo, JO de junio de 1931)

36
Dos aguafuertes

Calamidades del cine

—Un noventa por ciento de las ordenanzas


municipales son infringidas por los cines —dice Néstor
que, a mi lado, teclea en la máquina. no signifi- Lo cual
ca que es Néstor el que me dicta el artículo que a con-
tinuación va, sino que yo lo escribo por mi cuenta y
riesgo.
De tanto en tanto, sin embargo, le digo:
—Che ¿qué parece? ¿Está bien esto?
te
O no:si

—Che ¿por qué no me pasás algún chimento


interesante?
O si no:
—Che ¿qué sinónimo tiene esta palabra?
Así, como buenos hermanos, nos ayudamos. Por
otra parte, a mí me conviene darle a Néstor algún
bombo en esta nota, pues ello repercutirá en las en-

tradas que le mango reglamentariamente. La sinceridad


ante todo.
Néstor, que ha leído estos renglones, me dice, a
continuación:
—Che, tu publicidad me cuesta cara.
Así se trabaja: sonriendo; secreto que ignora el

lector.

Y ahora al grano, a las calamidades.

Calamidad primera

Hay muchos cines de barrio cuyos asientos, en la


parte posterior, carecen de alambre donde engastar el

sombrero. Y por esta negligencia del bandolero que se


Roberto Arlt

llena los bolsillos de plata, por la otra negligencia del


inspector municipal, que va a cobrar el sueldo y que
exclama que la vida es satisfactoria para los hombres de
buena voluntad, el espectador tiene que ubicar el som-
brero en el suelo, corriendo el inminente riesgo que al-

gún griposo se lo gargajee, o abollar el susodicho arte-

facto de cubrirse la sesera en las rodillas.


Único beneficiario: el japonés que plancha som-
breros.
Y todos estos perjuicios ocurren porque un ins-

pector poltrón y un propietario tacaño se lavan mu-


tuamente las manos en la palangana de la supuesta
coima.

Calamidad segunda

El sábado pasado entré a un cine de la Avenida


de Mayo. Era sábado, para más datos. Sábado inglés.

En última instancia, un consejo: no vaya a los cines el

sábado si usted es de un sistema nervioso delicado.


Me instalé en una butaca. Por donde se oía (no
puedo decir por donde se miraba porque la oscuridad
era casi absoluta) se oían llantos de criaturas. Aquello
no parecía un cine, sino un falansterio o una mater-
nidad en las tinieblas.

aumentó de tal manera


El llanto del criaturerío
que aquello parecía una noche de primavera con in-
finitos gatos en el tejado. Cuando los gatos se hacen el

amor, sus maullidos se parecen al llanto de las cria-

turas.
Por fin, al repetido siseo de los que no aca-
rretillaban párvulos, intervino el moroso acomodador.

38
Dos aguafuertes

les dirigió la palabra a los tenentes de los llorones y, lo

único que se obtuvo, maravíllese usted fue lo siguiente:


Que los padres, para calmar a las criaturas, em-
pezaran a pasearlas en brazos por el pasillo.

Me levanté y me marché, lamentando que las

ametralladoras no constituyan un artículo de fácil

venta.

Los que llevan comida

Vez pasada, de noche, entro a un cine de Al-


magro. Me ubican en una fila de gente pobre “pero
honrada”.
Había ido a ver “Fatalidad”. Me incluyo entre
los hinchas de Marlene Dietrich. Es maravillosa. Vol-
vamos al butaquerío rasposo. Me ubican entre gente
pobre pero honrada, cuando mis oídos perciben un
ruido como de carpintería. Duró casi toda la primera
sección. Al mismo tiempo, por el aire se expandía un
olor a guiso, pimentón y a ternera cocida. Yo me estaba
preguntando si ahora las películas, además de ser par-

lantes eran odorantes, cuando de pronto se cortó la


cinta, volví la cabeza y descubrí una venerable familia

extranjera mascando a cuatro carrillos.


Habían tendido mantel de papel pergamino so-
bre sus rodillas y hermanaban el arte de Edison a las
habilidades de Brillat Savarin.
Uno no sabía si reírse o protestar. El suelo esta-

ba sembrado de miguerío marroquiento y cuando se


restauró la película y continuó la exhibición de “Fa-
talidad”, la familia extranjera comenzó nuevamente a

comer con tal entusiasmo que el ruido de sus mandíbu-

39
Roberto Arlt

las no permitía escuchar la sincronización de la pelícu-


la. Conclusión: deben prohibirse los picnics y comilo-
nas en los cines.

Calamidad tercera, cuarta y quinta

el caramelero quemete por las narices a


le

uno su cajoncito de proyectiles de azúcar y polvo de


ladrillo? ^el acomodador que lo deja bizqueando a

uno de un linternazo eléctrico? Sin contar estos pe-


queños gajes contamos el terrible maleducado que se
toma para sí los dos apoyamanos de los asientos late-
rales, o que le hunde los codos en los riñones; y luego

tras él, en orden de bicharracos molestos descubrimos

el perro tres veces maldito por los dioses, el tipo que le

explica a su compañero en voz altísima el argumento de


la película exclamando a gritos:

“Ahora interviene el amigo que lo salva de una


puñalada” o algo por el estilo, y tras este infame viene
el que tose estafilococos dorados y bacilos para apestar

a un elefante, y que no termina de morirse ni en el cine,


ni fuera de él; y luego la propaganda de las películas a
exhibirse durante la semana, en el cine donde nos tor-
turan y que ocupan más tiempo el telón que el film por
el cual uno ha pagado por ver...

¡Oh! es cosa de escribirse una docena de notas


sobre la fauna del cine.

(Publicado en El Mundo, 2 de agosto de 1933)

40
Crecí en una familia donde el poder era muy
importante. Pero a mí jamás me interesó; detesto ma-
nipular a Por cierto, ser directora de cine exi-
la gente.

ge autoridad y un manejo muy equilibrado del poder.


Pero es algo distinto. Es la obra la que manda, no el di-
rector. Siempre busqué el respeto de quienes me ro-

dean, nunca la sumisión.


Para mi padre, la mujer debía ser bonita y vir-
tuosa. Yo lo detestaba. Me parecía un ser siniestro, en-
carnaba todo lo que yo odiaba. Más tarde comprendí
que era un hombre noble, que había sido obligado por
su nacimiento a vivir una existencia que no le gustaba.
La fortuna de los Bemberg había hecho de él un pri-
sionero. Mi madre era una víctima, pero que se ocupaba
de formar futuras víctimas. En el fondo, le tenía mucha
lástima. Nunca tuve una buena relación con ella. Era
dependiente, sometida. Yo la veía y me decía: “lo único
que quiero es no parecerme a ella. Sería lo peor que po-
dría pasarme”. De algún modo quería vengarla. Ella
podría haberme animado a romper con mi miedo. En
cambio, se había convertido en custodia de valores que
habían cercenado su existencia.
He tenido la vida de una mujer privilegiada; eso
no significa que no tuve dolores, por el contrario.Mis
hermanos y yo vivíamos en manos de niñeras. Tuvimos

43
María Luisa Bemberg

23 nurses. Una duró siete años; otra apenas veinticua-


tro horas. Nos encariñábamos con ellas y, cuando ya las
queríamos como si fueran de la familia, se iban. Eso nos
hizo duras, caprichosas e insolentes. Una vez, en París,
en casa de nuestro abuelo, llegó una niñera nueva.
Ordenamos que nos sirvieran el té en el jardín. Se echó
a llover y nosotras —para molestarla— le dijimos que
en Buenos Aires acostumbrábamos a tomar el té al aire

libre, aun cuando lloviera, sentadas junto a nuestras

gobernantas. Ella, por lo tanto, debía hacer lo mismo.


La pobre mujer se fue espantada diciendo que éramos
unos salvajes.

Me hubiera gustado seguir estudios sistemáticos


cuando era joven. Envidiaba a mis hermanos que iban
a colegios. Nosotras, por ser mujeres, recibíamos clases
particulares.Seguíamos a papá y a mamá en sus viajes
de negocios. Era triste depender de esas gobernantas
que llevaban una vida tan gris. Eran personas que no
se sentían a gusto con la servidumbre, pero tampoco
pertenecían al salón. Miss Mary fue, en cierto modo, un
homenaje a esas mujeres a las que se les pagaba para
querer chicos ajenos. Es también mi película más auto-
biográfica.
Mi primera satisfacción en una tarea creativa fue
el vestuario de La visita de la anciana dama, interpreta-
da por Mecha Ortiz. Fue bien recibido y yo me sentí
muy emocionada. Pero mis familiares no estaban con-
tentos con lo que hacía. En realidad preferían que no
hiciera nada. Las mujeres tenemos un gran trabajo hasta
tomarnos en serio. Creer que podemos tener importan-
cia por nosotras mismas nos lleva su tiempo. Cuando
era chica y estaba enferma, me entretenía con un espe-
jo. Me gustaba mirar las cosas a través de él, las enfo-

44
Las ideas hay que vivirlas

caba, creaba encuadres, sin saber todavía muy bien lo


que estaba haciendo. Tenía marionetas, armaba teatros
infantiles y mis hermanas me servían de audiencia. Re-
cuerdo que mamá me auguraba un futuro que parecía
terrible. Me muy rebelde; es igual
decía: “esta chica es
a Delia del Carril y va a terminar como ella”. Yo me pre-
guntaba quién mujer y qué habría hecho, cuál
sería esa
habría sido su destino. Más tarde me enteré de que se
había casado con poeta Pablo Neruda y descubrí que
el

era una excelente pintora. Una vida que a mí me habría


encantado llevar.

No sé exactamente en qué momento decidí que


quería firmar mi vida. Sí recuerdo un pensamiento
que me impulsó a cambiar mi existencia. Era una frase
de La condición humana, de Malraux. Decía: “las ideas
hay que vivirlas”. Yo no las vivía. Me revelaba interior-
mente contra la educación que me habían inculcado,
pero no hacía nada. Estaba condicionada por la obe-
diencia, por una formación eminentemente tradicional.
En eso mi historia se parece a la de Finita, la protago-

nista de Crónica de una señora, la película de Raúl de la

Torre cuyo guión me pertenece. Cuando mi padre se

enteró de que se iba a hacer un film basado en ese texto,


me envió desde París una carta terrible, no porque de-
mostrara enojo sino porque revelaba una gran preo-
cupación, una enorme ternura en un hombre que había
sido tan severo. Sabía que había entregado un guión
sobre “nuestra clase” — así la llamaba — y me aconseja-
ba destruirlo: “es una gran imprudencia. Te van a
destrozar”. Me sentí aniquilada. Si me hubiera enviado
una carta llena de cólera, habría reaccionado. Pero esas
páginas eran tan dulces que me desarmaron. En ese
momento Raúl de la Torre estaba filmando la publici-

43
María Luisa Bemberg

dad de un coche en el Sur. Debía tomar algunas escenas


desde un helicóptero y yo, desesperada, rogaba que se
estrellara. Todas las mañanas leía las noticias policiales

esperando que se hubiera accidentado. Papá quedó


ciego hacia el final de su vida y no pudo ver mis pelí-
culas. Yo había pasado del odio al cariño y lo iba a visi-
tar todas las tardes, aun cuando filmaba. Estaba muy

entusiasmado con Camila. Murió días antes de que se


estrenara.

(Tomado de La pereza del príncipe, Hugo Beccacece,


Sudamericana, 1993)

46
A los cinco años, cuando estudiaba en el Teatro
Infantil Labardén, tuve el privilegio de hacer una obra
de Alfonsina Storni. EUa daba clases allí y había escrito
una pieza que se llamó ]uanita, sobre una chica de 12
años que trabajaba como mucama en la casa de una fa-
milia acomodada. Yo era la menor de todo el elenco e in-
terpretaba a un varoncito, el hijo menor de la familia. En
una escena tenía que mojar una estampilla con la lengua
y pegarla en un sobre, pero se suponía que me la tra-
gaba y empezaba a llorar. Por alguna razón me asusté
ante la posibilidad de tragarme realmente la estampilla.
Me dio miedo y empecé de verdad. Entonces,
a llorar
Alfonsina me Uamó entre bambalinas y me dijo:
—No seas tonta, no te vas a enfermar ni te va a
pasar nada. Seguí adelante, que vas a ser actriz.

Esas fueron las palabras de Alfonsina Storni,


Desde entonces,
inolvidables para mí. la he admirado
siempre y he amado sus versos. Son la obra de una
mujer de gran fortaleza, libre y apasionada. Una mujer
que vivía por y para el amor. Que vivía enamorada.
Así me sentía cuando, ya convertida en actriz de
cine, dejé la filmación de Todo un hombre para ir al

encuentro del hombre que amaba, poseída seguramen-


te por ese espíritu romántico de Alfonsina. Yo era joven

y acababa de despertar al amor, en ese momento en que

49
Amelia Bence

el amor es lo más importante de la vida. Mi enamorado


era un argentino que tenía sus negocios en Brasil y
habíamos convenido en que yo viajaría al día siguiente
de concluir la Como suele suceder, el rodaje
filmación.
se atrasó y me pidieron que me quedara dos días más.
Pero yo sabía que mi enamorado me estaba esperando:
había prometido llegar a Brasil al día siguiente y por
nada del mundo me Aduje que mi contrato
retrasaría.

había concluido y que tenía que partir. En Artistas Ar-


gentinos Asociados se enojaron mucho, pero Petrone
salió en defensa mía:
—Amelia mundo. El con-
tiene toda la razón del
trato terminó ayer, ella ha contraído un compromiso y
la escena que resta filmar no tiene ninguna exigencia de

actuación. Puede hacerse con una doble.


Y así se hizo. Se trataba de la escena final: Petro-
ne entra agua, llevándome en brazos, y nos ahogamos
al

juntos. El montaje de la escena quedó perfecto y el truco


no se nota. Cuando vi la película terminada me di cuenta
de la que me había salvado: ahí estaba el pobre Petrone,
empapado bajo la lluvia y con el agua hasta el cuello.
Años después, sin embargo, debí enfrentarme a
otro remojón cuando Coco Fernández Unsain tuvo la
idea de filmar la vida de Alfonsina Storni y Kurt Land
me convocó para el papel. Acepté sin dudarlo, encanta-
da de interpretar a la mujer que tanto admiraba. Pero
había un problema: la escena final, cuando Alfonsina
—ya muy enferma— se interna en el mar
y muere. Era
pleno otoño y yo tenía que avanzar descalza por la
playa hasta meterme en el agua. La escena se filmaba en
La Perla, ahí donde ahora se encuentra el monumento
a Alfonsina, con la inscripción de uno de sus últimos
poemas, “Morir' (“y si llama él, no le digas nunca que
Alfonsina, el cine y yo

estoy, di que me he ido...”). Cuando entré al agua, em-


pecé a sentir que pisaba piedras y que me lastimaba los
pies. Entonces, acordándome de Petrone, le dije a Kurt

Land:
— (íUsted quiere que yo entre en el mar hasta el
cuello? No se haga ninguna ilusión. Ni loca. Jamás.
Ponga un doble.
Así que, en la película, la cámara me toma en-
trando en primer plano cuando estoy en la mitad, se
y,

cambia a un plano bien abierto donde me reemplaza un


doble. La persona que se ve de espaldas, a lo lejos, es
un guardavidas que lleva una peluca blanca y el vestido
de Alfonsina. Quedó estupendo.
Tengo un muy grato recuerdo de Alfonsina.
Cuando a Fernández Unsain se le ocurrió la idea del
film, sugirió pedir la autorización del hijo de la poeta
porque había escenas polémicas, donde se la veía comó
lo que era, una mujer de carácter, de fuerte personali-
dad. Alfonsina tuvo una vida turbulenta: una madre
solteraque baja “del Rosario” —
como se decía enton-
ces— embarazada de un hijo cuyo padre se desconoce.
En esos años, era un escándalo. El hijo aceptó, con una
condición:
—Quiero que Amelia Bence haga el papel de mi
madre —explicó— Cuando . era una ella niña, mi ma-
dre me dijo: “hay una chiquita en el Teatro Infantil
Labardén que tiene muchas condiciones y que algún
día va a ser actriz”. De modo que sólo acepto que se
haga el film si ella representa a mi madre.
El maquillador quiso ensancharme la nariz, ba-
jarme los ojos, sacarme el mentón, redondearme la cara
para que me pareciera a Alfonsina. Yo me veía mons-
truosa y dije:

31
Amelia Bence

— No me voy a disfrazar de Alfonsina; voy a


ser Alfonsina, expresando a través de mis ojos toda su
ternura y su melancolía. ¿K quién le importa la nariz?
Y, cuando el hijo de Alfonsina vio la película,
lloró porque vio a su madre reflejada en mí. A los críti-
cos les pareció lo mismo y me dieron el premio a la
mejor actriz del año. Después de tanto tiempo, la pro-
fecía de Alfonsina Storni se había cumplido con creces.
No sólo me había convertido en actriz sino que además
me premiaban por interpretar su vida. En una escena
del film, se la ve a Alfonsina rodeada de chicos del
Teatro Labardén; ella observa a una nenita de 5 ó 6
años que le llama la atención.
— ¿Cómo llamás? — pregunta.
te le

—Amelia Bence —responde nena, un poco la

intimidada.
Esa historia de infancia se había convertido en
una especie de destino.

(Inédito, 1996)

52
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S

Los primeros diez o doce veranos de mi vida los
pasamos en el campo; después empezamos a ir a Mar
del Plata. Mi madre, que allá no perdía una función,
me aseguraba que el cine era malsano para los chicos.
Me hizo creer —siempre manejó bien mis esnobis-
mos — que sentado en la oscuridad me convertiría en
un niño pálido, tan gordo como débil, lo que era una
desventaja, porque en la sociedad de los chicos rige la

ley de la selva y los fuertes llevan una vida más tran-


quila. Yo me cuidaba mucho de ir al cine y, entre las seis
y las ocho, extrañaba ansiosamente a mi madre. Solía
esperarla a la salida del Palace o del Splendid, los dos
cines de la rambla. Me refiero a la rambla vieja, no la

más vieja de madera, sino a una Art Nouveau. Era un


edificio bastante lindo, quizá muy lindo, y un poco rui-

noso. Yo sabía a qué cine había ido mi madre, pero si

no la divisaba en seguida en la multitud, me entraba el


temor de que hubiera ido al otro cine y de no encon-
trarla más. Todos los días de mi vida yo temía perderla.

Debía de estar un poco loco. Después vinieron las mu-


jeres y me salvaron de angustias y temores.
Progresivamente me aficioné a las películas, me
convertí en espectador asiduo y ahora pienso que la sala
de un cinematógrafo es el lugar que yo elegiría para es-
perar el fin del mundo.
Adolfo Bioy Casares

Por muchas de las cosas que más he querido, al

principio sentí rechazo: el cine, París, Londres, Mar del


Plata. Mi primer recuerdo de Mar del Plata es de un
cuarto grande, sin muebles, donde yo estaba triste, con
el cuerpo destemplado y oía soplar el viento.
Me enamoré, simultánea o sucesivamente, de las

actrices de cine Louise Brooks, Marie Prévost, Dorothy


Mackcay, Marión Davis, Evelyn Brent y Anna May
Wong.
De estos amores imposibles, el que tuve por
Louise Brooks fue el más vivo, el más desdichado. ¡Me
disgustaba tanto creer que nunca la conocería! Pero
aún, que nunca volvería a verla. Esto, precisamente, fue
lo que sucedió. Después de tres o cuatro películas, en
que la vi embelesado, Louise Brooks desapareció de
las pantallas de Buenos Aires. Sentí esa desaparición,

primero, como un desgarramiento; después, como una


derrota personal. Debía admitir que si Louise Brooks
hubiera gustado al público, no hubiera desaparecido.
La verdad (o lo que yo sentía) es que no sólo pasó inad-
vertida por el gran público, sino también por las per-
sonas que yo conocía. Si concedían que era linda —más
bien, “bonitilla” — ,
lamentaban que fuera mala actriz;

si encontraban que era una actriz inteligente, lamen-


taban que no fuera más bella. Como ante la derrota
de Firpo, comprobé que la realidad y yo no estába-
mos de acuerdo.
Muchos años después, en París, vi una película
(creo que de Jessua) en que el héroe, como yo (cuando
estaba por escribir Corazón de payaso, uno de mis
primeros intentos literarios), inconteniblemente echaba
todo a la broma y, de ese modo, se hacía odiar por la

mujer querida. El personaje tenía otro parecido conmi-

36
Atnores imposibles

go: admiraba a Louise Brooks. Desde entonces, en mi


país y en otros, encuentro continuas pruebas de esa ad-
miración, y también pruebas de que la actriz las me-
recía. En el New Yorker y en los Cahiers du cinéma leí

artículos sobre ella, admirativos e inteligentes. Leí, asi-


mismo, hulú en Hollywood, un divertido libro de re-
cuerdos, escrito por Louise Brooks.
En el 73 o en mi amigo Edgardo Coza-
el 75,
rinsky me citó una tarde en un café de la Place de
UAlma, en París, para que conociera a una muchacha
que haría el papel de Louise Brooks en un filme en
preparación. Yo era el experto que debía decirle si la
muchacha era aceptable o no para el papel. Le dije que
sí, no solamente para ayudar a la posible actriz. Es claro

que si me hubieran hecho la pregunta en tiempos de mi


angustiosa pasión, quizá la respuesta hubiera sido dis-
tinta.Para mí, entonces, nadie se parecía a Louise
Brooks.
De Marión Davis, a quien en la pantalla en-
contraba muy atractiva y graciosa, me enteré después
que, por ser la amante de Hearst y porque él la imponía
en los estudios, fue maltratada por los críticos. Quizá
tuvieran razón; no sé qué pensaría si viera ahora las
películas en que ella actuó; por lo demás no me asom-
braría que los críticos carecieran de la agilidad mental
necesaria para descubrir méritos, aunque los hubiese,
en la amante de un personaje poderoso y quizá grosero.
De todos modos, en algún momento, sentí que Marión
Davis era otra prueba de que el consenso y yo no es-
tábamos de acuerdo.
Evelyn Brent era morena, según creo (la vi so-

lamente en películas en blanco y negro), y de grandes


ojos. Trabajaba con George Bancroft en filmes del bajo

57
Adolfo Bioy Casares

fondo de Nueva York y de Chicago, como La batida y


La ley del hampa. Uno de los muchos motivos que tu-
vimos con Borges para ser amigos fue la compartida
predilección por las películas de Bancroft y por Evelyn
Brent.
En cuanto a Anna May Wong, era china y no
creo que fuera el exotismo lo que en ella me atraía.

(Capítulo 9 de Memorias, ©Adolfo Bioy Casares,


Tusquets, 1994)

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El público iba a verla a ella
Armando Bó

Yo había ido con Isabel a ver ''En una pequeña


carpa un gran amor”, en el cine Libertador, donde una
muchacha aparecía desnuda. Y ya tenía ganas de em-
pezar con ese tipo de cine, porque "Ea hija del ministro”
tenía escenas eróticas que Roa Bastos desarrollaba en
su cuento. Y allí la convencí a Isabel de que tenía que
hacer algo desnuda. Pero ella no quería aceptarlo. Es
muy mojigata, mucho más mojigata de lo que la gente
se puede imaginar. Es una muchacha muy centrada.
Creo que si hoy hago un concurso para buscar a la nue-
va Isabel Sarli, paro el tráfico, porque vendrían todas
las chicas de la Argentina, para hacer una carrera cine-

matográfica como la de Isabel, porque ahora desapare-


ció el complejo del desnudo. ¡Si las chicas están des-
nudas en la playa! Pienso que el complejo desapareció
a partir de Isabel, por la admiración que produjo su fí-

sico. Es deslumbrante. No hay un caso igual. Por eso se


explica la comercialización de sus películas. Su des-
nudo produjo irritación en muchos; odio en otros; en-
vidia, cariño, pasión y sexualidad. Por eso fue y es tan
discutida y será eterna. No sólo en la Argentina, sino en

61
Armando Bó / Isabel Sarli

todos lados donde se vieron sus películas. Isabel fue


una conmoción que no tuvo, en el cine argentino, el lu-
gar que le corresponde. Dicen, de pronto, que Isabel no
es actriz. Yo considero que es una buena actriz. Ella,

personalmente, no es una mujer sexy, pero en la pan-


talla sí. Es decir,que ella se desdobla, porque si no die-

ra sexy, el público no la iría a ver. Por sus gestos, sus


actitudes, su físico, Isabel interesa sexualmente, eróti-
camente. Entonces (fcómo que no es actriz? ¿Cómo ha-
ce para interpretar algo que no siente? Y si ése es su
género, creo que lo interpreta bien, porque ha hecho
más de treinta películas. Ahora, si para ser actriz, tiene

que recitar a Shakespeare, es otra cosa.


Cuando surgió El trueno entre las hojas, me fui

a Asunción con gordo Motti y Carlitos


Isabel, el

López, que era asistente de dirección. Todavía era la


época del gran tiempo. Todavía uno podía tirarse a
la normalidad de decir que filmaba en cuatro o cinco
meses. En Asunción estuve un mes, trabajando el li-

bro, cortando lo que tenía que cortar. Después, nos


fuimos al obraje de Fasardi. Allí no había heladera,
no había comida fresca y teníamos un calor de 45° en
plena selva. Por eso, cuando la gente dice que el cine
se hace con dinero, yo digo que el cine se hace con sa-
crificio. En lo de Fasardi pasamos las de Caín. Pero

había pasión. Estábamos detrás de la ilusión de hacer


una película. Entonces, lo otro quedaba al margen,
porque estábamos logrando algo, que es lo que yo con-
ceptúo que debe hacerse en cine: poner amor, poner
ilusión; teniendo ganas de hacer las cosas y no tenien-
do la cuenta segura en el banco, con mucho dinero. El
cine es un momento de inspiración, no un momento
económico.

62
Dos versiones sobre un desnudo histórico

A Isabel le había dicho que iba a bañarse en un


río, pero con una malla color carne. Cuando ella llegó

al lugar de filmación, se puso a llorar como loca. Y la

señora de Walfisch, el iluminador, la Chocha Walfisch,


latapaba con una toalla grande y la consolaba. ¡Claro,
yo me puse en cretino! Y la insulté y le grité, porque
ella quería la malla color carne que habíamos pro-
le

metido. ¡Y la malla no estaba, porque yo nunca había


pensado filmarla con malla!
Después de mucho pelear, de haber pasado toda
la mañana sin filmar, porque ella no quería saber nada,

llegamos a la solución: “Te filmo de lejos” le dije — —


Había una especie de olla en ese río, un lugar muy lin-
do. “Te prometo que no te hago ningún primer plano.

Se te va a ver muy chiquita.
Entonces puse la cámara arriba de una montaña.
Era una Super-Parbock, que pesaba como ciento cin-
cuenta kilos. Isabel se vino hasta arriba y miró por la
lente.Pero en ese momento, la cámara tenía una lente
35 y cuando ella miró hacia abajo, vio a la Chocha
Walfisch muy chiquita y se quedó conforme. Enton-
ces, hizo el desnudo tranquila. Pero cuando ella bajó,

yo metí un 100 y después, un 150. EUa siguió creyendo


que estaba chiquita, porque cuando volvimos a Buenos
Aires y vimos la proyección, yo le oculté esas tomas,
hasta el día del estreno, en el cine Hindú. ¿Por qué el
público intuye un éxito o fracaso? ¿Por qué, a la una de
la tarde, una película tiene una cola de 500 personas
esperando para entrar al cine y otras películas tienen
2 ó 3? ¿Qué secreto hay, mágico, del público para con
lo que una película? Cuando en el Hindú estrenamos
es
El trueno entre las hojas, en un cine de al lado, estrena-
ban Pasaron las grullas, la película rusa. En aquel en-

63
Armando Bó / Isabel Sarli

tonces, todavía se podía pasar en auto por la calle


Lavalle. Y yo propuse: “Vamos a pasar por el frente del
cine, para ver cómo está,como arranca”. Porque todo
el mundo, siempre, va a ver cómo arranca su película. Y
fuimos en el gordo Motti y
coche por Lavalle. Isabel, el

yo. Cuando llegamos vimos una cola que era un des-


borde y dijimos: “¡Mirá qué éxito tiene la película ru-
sa!” Pero cuando nos acercamos y vimos que era para
El trueno, nos pusimos a Uorar. Lo juro. Yo lloraba co-
mo un chico y decía: ¡No puede ser, no puede ser!

Los títulos de la película dicen: Armando Bó en


El trueno entre las hojas, con —no me acuerdo ahora
quien — y, en tercer lugar está Isabel Sarli. Al día si-

guiente del estreno, todos los cines pusieron: Isabel


Sarli en El trueno entre las hojas. Por eso siempre digo
que ella se ganó el primer lugar. El público iba a verla a
ella.

(Incluido en Los films de Armando Bó con Isabel Sarli,

Jorge Abel Martín, Corregidor, 1981)

64
Me encontré totalmente desnuda
Isabel Sarli

Armando había visto varias películas suecas y,

en su mente, iba germinando la idea de inaugurar el

desnudo en nuestro guión y el ambiente de El


cine. El
trueno entre las hojas se prestaban para que hubiese una
escena de baño con un desnudo. Antes de viajar a
Asunción para iniciar el rodaje, me Uevó a ver Un vera-
no con Mónica, de Ingmar Bergman: allí aparecía un
desnudo frontal de la protagonista. Me habló de su in-

tención de incluir un desnudo en el film:

—Para ganar mercados internacionales hay que


ponerse cine mundial — me
a la altura del — Ten- dijo .

drías que hacer una escena de desnudo.


Con lo tímida que soy, jamás podía imaginarme
que él me propusiera eso y menos podía imaginarme si
yo podría hacerlo. No entraba en mis pensamientos. ¡Si

no me atrevía amostrarme más allá de mis inhibiciones!


¡Si hasta cuando me puse en malla en Long Beach, me

sentí llena de timidez!


—Te voy con un lente tan lejano que
a filmar
nadie se va a dar cuenta del desnudo. Haremos la toma
a una distancia de varios metros; estaremos sólo el ca-

65
Armando Bó / Isabel Sarli

meraman y yo. Te vas a convertir en la atracción de la


película.
Le pedí un tiempo para pensarlo. De noche no
podía dormir. No sólo por los mosquitos y el calor sino
por esa respuesta que tenía que darle a Armando.
¿Cómo posaría desnuda? ¡Desnuda... sin nada puesto!
¿Cómo mamá? No, no: mamá no lo per-
convencería a
mitiría jamás. Ese dilema me tensionó. Me puse muy
nerviosa. Le dije a Armando que no. Pero en una de
nuestras charlas íntimas alcancé a preguntarle cómo se-
ría la toma. El sonrió (algo que hacía cada vez que le

aceptaban una idea) y empezó a contarme detallada-


mente lo que tendría que hacer. Persuasivo, me explicó:
—Vamos a tomarte desde bien lejos. La cámara
va a estar arriba de un árbol. Los muchachos ni te van
a ver. Lo único que tendrás que hacer será nadar. Sin
ropa, claro. No te preocupés: no se va a ver nada, te lo
garantizo. ¿Te crees que nos permitirían eso?, ¿que la
censura transigiría con un desnudo? ¿Quién se desnu-
dó hasta ahora? ¡Nadie! Mirá, Coca, tenemos la gran
oportunidad. Vos tenés la gran chance de tu vida. Será
una escena sensual pero nada provocadora. Creéme.
Armando empezó a ejercer su influencia sobre
mí. Hasta ese momento sólo había escuchado a mamá.
Sólo ella me aconsejaba, me guiaba, me retaba. Pero me
quería. Notaba que en Armando había el germen de
otro tipo de cariño. Distinto. Casi sin darme cuenta em-
pecé a sentirme dominada por ese hombre. Tan seguro
de sí mismo, tan tierno y al mismo tiempo tan duro. Me
convenció. Pero cuando me dijo en secreto: “mañana
filmamos”, me asaltó un susto mayúsculo. Me sentía in-
segura, sólo amparada por sus palabras, por su prome-
sa. “Sí, sí... Armando no me va a engañar. Si me asegu-

66
Dos versiones sobre un desnudo histórico

raque no se va a ver nada, así será”, razonaba yo, y mi


mente volaba a mamá. No le contaría nada. Si total...
cuando vea la película no se va a dar cuenta de que
estuve desnuda.
Hasta último momento intenté disuadir a Ar-
mando, pero él se mantuvo inflexible:
—Tenés que salir sin nada. Aunque la toma sea
de van a dar cuenta de que tenés algo puesto.
lejos, se

En cambio, si quedás desnuda, todo será insinuación.


El agua te va a tapar el cuerpo y lo único que tenés que
hacer es moverte, no quedarte quieta. No tengas miedo.
Tené fe en mí.
Y tuve fe en Armando.
Para hacer la famosa escena, tomamos todas las
precauciones del caso. Mamá no debía enterarse. Le
pedí:
—Vamos por lugares peligrosos. A ver si te-
a ir

nés un accidente... mejor quedáte aquí. Nosotros volve-


remos pronto — le dije y ella lo creyó. Así la tranquilicé
yno me acompañó, como solía hacer en cada filmación.
Ni por un momento imaginó que yo me iría a desnudar.
Cuando llegamos al río, las piernas me tembla-
ban. ¿Qué iba a hacer? Yo, tan indefensa, tan insegura,
de vergüenza, ^^podría quedarme desnuda? Ar-
llena
mando notó mi temblor. Y empezó a darme las órdenes
desde lejos.

— ¡Andá sacándote la ropa! —me ordenó.


Obedecí. La cámara se veía desde lo alto y muy
de lejos. No había zoom en ese ^entonces; la lente ten-
dría que ser lo suficientemente poderosa como para
captarme desde la distancia en que ellos se habían ubi-
cado. Me saqué mi traje de montar: me encontré total-
mente desnuda y muy mareada.

67
Armando Bó / Isabel Sarli

— ¡Metete al agua, Coca! — gritó Armando.


hice y empecé a dar brazadas. Armando me
Lo
pedía que me diera vuelta en el agua, que hiciera la
plancha de frente. Mientras tanto, la cámara iba re-

gistrando toda la situación.

Un peón de la casa era confidente de mamá. Ella


logró sacarle la verdad.
— ¡Su hija salió desnuda! Se escondieron en la

selva, señora — le advirtió. De paso, le señaló lo que ya


no era novedad dentro del equipo: mi relación con
Armando. Mamá se puso hecha un vendaval y se acer-
có, furiosa, al lugar de filmación. Mirándonos con fuer-
za en sus ojos, se dirigía tanto a Armando como a mí.
— ¿Es verdad? ^^Es verdad?
Yo no dónde esconderme. Pensé que nos
sabía
iba a pegar a los dos. Armando, nervioso, se empezó a
reír, lo cual molestó todavía más a mamá.

— Señora, no le lleve el apunte a los chismes. Va


a ver terminada y
la película va gustar que le a lo hici-

mos — intentando palmearla. Pero mamá


dijo, echó se
hacia atrás:

—Confiese, confiese verdad. ¿Desnudó Co-


la a
ca? ¡Confiéselo! No me mienta porque ya lo sé. Lo sé
todo.
Armando estaba muy nervioso. Casi tanto como
yo. Intenté alejarme para poder controlar la situación.

Ella me siguió, me miró fijamente, con esa mirada se-

vera de mamá:
— ¡Vos y yo nos vamos! ¡Dejamos esta asque-
rosidad!
Faltaba poco para terminar azaroso rodaje y
el

mamá los privaba de la única actriz, la protagonista de


la historia. No podía contradecirla; tenía que obedecer-

68
Dos versiones sobre un desnudo histórico

le, así hecho desde niña. No podía fallarle, no


lo había
a mamá. Pero entonces, cuando empezó a hacer las va-
lijas, Armando, impertérrito, le anunció:

—Mire, señora, no me importan sus problemas


con su hija. Ella tiene un contrato firmado y ustedes
tienen que respetarlo. Si no termina la película, la de-
mandaremos.
Mamá se resignó a regresar, sola. Fuimos a des-
pero no quiso hablar ni una palabra con Ar-
pedirla,
mando. Sentada del lado de la ventanilla del tren,
Armando le dijo:

—Por doña María, sonría para una foto.


favor,
Se acercaba el Año Nuevo. Nunca olvidaré la
noche de fin de año en el obraje Fasardi. Nos quedamos
solos Armando
y yo, ya sin vigilancia. Solos en la selva.
Ya no había obstáculo que nos hiciera negar nuestro
amor.
La filmación terminó y emprendimos el regreso
a la Capital. Cuando llegué a casa, en febrero del 57,
tuve que justificar ante mamá mi relación con Armando
y desnudo. El tiempo transcurrido, no obstante, pa-
el

recía haberla calmado. Aunque nunca se podía sospe-


char cuánto durarían sus iras.
Es cierto, mamá, me desnudé. Te aseguro que
no se va a ver nada. Armando me lo prometió em- —
pecé a decir y, ahí nomás, se me llenaron los ojos de
lágrimas —
Tenés que entender que lo hice por vos.
.

Para que no te faltara nada, para que no volviéramos a


nuestras necesidades del pasado. Llegó el momento de
devolverte todo lo que hiciste por mí. Lo hice por vos,
mamá, por el cariño que te tengo...
Quedamos abrazadas. Mamá me miró y dijo:
—Te creo. Coca.

69
Armando Bó / Isabel Sarli

Pero esa armonía duró poco. Hubo una pri-


vada de El trueno entre las hojas en Laboratorios Alex.
Mamá se sentó en el microcine y asistió, azorada, a la
famosa escena. Me vio tan desnuda como me había
echado al mundo. Yo estaba sentada al lado de Ar-
mando y, cuando vi la escena proyectada, me horroricé.
—Me mentiste, Armando — le dije, apretándole
el brazo. El me dio unas palmaditas en la mano, tran-
quilizándome, y yo alcancé a ver su sonrisa en la oscuri-
dad. Mamá exhalaba suspiros y yo sabía que no eran de
aprobación. Cuando terminó la proyección se enfrentó
a Armando y lo increpó:
— (íQué hizo con mi hija, atorrante?
—No se preocupe, señora — le contestó él con
su sonrisa habitual — ,
le haré cortes. Nos vamos a llenar
de plata. Esta película va a ser un éxito. Enseguida
vamos que empezar otra.
a tener
Corría julio de 1958 cuando en Argentina se
pudo ver, por primera vez en público en el Primer —
festival de Río Hondo —
El trueno entre las hojas. Ar-
,

mando y yo nos hospedamos en cuartos separados, por


supuesto, en el mejor hotel de las termas. Las películas
que competían eran Demasiado jóvenes de Leopoldo
Torres Ríos, Idna cita con la vida de Hugo del Carril,
Procesado 1040 de Rubén CavaUotti, Alto Paraná de
Catrano Catrani, Rosaura a las diez de Mario Soffici. Sin
embargo, todos los ojos se posaban en mí. Me conocían
como “Miss Argentina”, pero dudaban de cuánto po-
dría dar como actriz. Cuando se vio El trueno entre las
hojas, acaparamos todos los comentarios del festival.

Todos hablaban más de mi desnudo que de la trama


social del tema de Augusto Roa Bastos. Salí avergonza-
da del cine y a la mañana siguiente nos dirigimos al

70
Dos versiones sobre un desnudo histórico

aeropuerto a tomar el avión que nos llevó de regreso a


Buenos Aires.
Fue en Río Hondo donde gestamos la gran pro-
paganda alrededor de la película y, por supuesto, sobre
mí, pese a que me daba una enorme vergüenza ser el
centro de las miradas. Tanto es así que creo que ese mis-
terio que me adjudicaron se basó en la timidez
y no en
una especulación sobre mi persona.

(Incluido en Isabel Sarli al desnudo^ Néstor Romano,


Ediciones de la Urraca, 199 Ó)

71
S0IBRIE EL D0IBIlA\JE
Jorge Luis Borges
í
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’i

t:

•V
éA. ia'"iii rfc J
Las posibilidades del arte de combinar no son
infinitas, pero suelen ser espantosas. Los griegos engen-
draron la quimera, monstruo con cabeza de león, con
cabeza de dragón, con cabeza de cabra; los teólogos del
siglo II, la Trinidad, en la que inextricablemente se arti-

culan el Padre, elHijo y el Espíritu; los zoólogos chinos,


el ti-yiang, pájaro sobrenatural y bermejo, provisto de
seispatas y de cuatro alas, pero sin cara ni ojos; los geó-
metras del siglo XIX, el hipercubo, figura de cuatro di-
mensiones, que encierra un número infinito de cubos y
que está limitada por ocho cubos y por veinticuatro
cuadrados. Hollywood acaba de enriquecer ese vano
museo teratológico; por obra de un maligno artificio

que propone monstruos que combinan


se llama doblaje,
las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Al-

donza Lorenzo. ^^Cómo no publicar nuestra admiración


ante ese prodigio penoso, ante esas industriosas anoma-
lías fonético- visuales?
Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez)
que las objeciones que pueden oponérsele pueden opo-
nerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción.
Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el

de otra voz y de otro lenguaje. La voz


arbitrario injerto
de Hepburn o de Garbo no es contingente; es, para el
mundo, uno de los atributos que las definen. Cabe asi-

73
Jorge Luis Borges

mismo recordar que la mímica del inglés no es la del


español.
Oigo que en las provincias el doblaje ha
decir
gustado. Trátase de un simple argumento de autori-
dad; mientras no se publiquen los silogismos de los
connaisseurs de Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo
menos, no me También oigo decir que
dejaré intimidar.
el doblaje es deleitable, o tolerable, para los que no

saben inglés. Mi conocimiento del inglés es menos per-


fecto que mi desconocimiento del ruso; con todo, yo no
me resignaría a rever Alexander Nevsky en otro idioma
que el primitivo y lo vería con fervor, por novena o
décima vez, si dieran la versión original, o una que yo
creyera la original. Esto último es importante; peor que
el doblaje, peor que la sustitución que importa el do-

blaje, es la conciencia general de una sustitución, de un

engaño.
No hay partidario del doblaje que no acabe por
invocar predestinación y el determinismo. Juran que
la

ese expediente es el fruto de una evolución implacable

y que pronto podremos elegir entre ver films dobla-


dos y no ver films. Dada la decadencia mundial del ci-
nematógrafo (apenas corregida por alguna solitaria
excepción como Im máscara de Demetrio), la segunda
de esas alternativas no es dolorosa. Recientes mamarra-
chos —pienso en El diario de un nazi, de Moscú, en Im
historia del doctor Wassell, de Hollywood — nos instan
a juzgarla una suerte de paraíso negativo. Sight-seeing is

'
Más de un espectador se pregunta: Ya que hay usurpación de
voces ¿por qué no también de figuras? ¿Cuándo será perfecto el sistema?
¿Cuándo veremos directamente a Juana González, en el papel de Greta
Garbo, en el papel de la Reina Cristina de Suecia?

76
Sobre el doblaje

the art of disappointment, dejó anotado Stevenson; esa


definición conviene al cinematógrafo y, con triste fre-

cuencia, al continuo ejercicio impostergable que se lla-

ma vivir.

(Publicado en Sur, N'’ 128, junio de 1945)

77
Me inicié en
periodismo mitad por azar y
el

mitad por hambre. Vivía solo, había colaborado en al-


gunas semanarios de pueblo, en Bernal, y real-
revistas y
mente estaba necesitado de comer. Era alrededor del
31 ó 32. En mismo pueblo vivía un obrero de los
ese
talleres del diario El Mundo, que recién surgía. Le pre-
gunté si había algún puesto para mí, pero era difícil: un
diario nuevo, con mucho capital, con mucho empuje.
En ese entonces, yo ya intervenía en una biblioteca
en periódicos murales y en conferencias entre
socialista,

muchachos de mi edad. En una oportunidad, el hom-


bre me dijo:

—Hay un puesto, pero en la sección Carreras.


Yo, de carreras, no entendía nada, pero estaba
en un estado tal de desesperación que fui a un stud, vi
qué era eso y di un examen. En fin, entré con un suel-
dito de 70 pesos. La cuestión era entrar; después bus-
caría la sección que más me gustara. El director, Carlos
Muzio Sáenz Peña, fue mi maestro. Estaba rodeado por
una extraordinaria plana de periodistas: Roberto Arlt,
Conrado Nalé Roxlo, Amado Villar, Enrique González
Tuñón. Me sentía transportado a una especie de Olim-
po y me fui haciendo amigo de ellos. Cuando se pre-
sentó la oportunidad de hacer crítica de cine, todos se
anotaron: Arlt, Horacio Rega Molina... Yo también me

81
^

Calki

anoté y me mandaron a hacer una crónica, mi primera


crítica aparecida en Buenos Aires. Se trataba de una pe-

lícula mediocre. No era de clase era de clase


Lunáticos de capa y espada con Wheeler y Woolsey, dos
cómicos ingleses completamente insulsos y que nadie
recuerda. Me esforcé en mi primera crítica y, entonces,
el director me llamó:
—Está muy bien Se ve que usted “manya”
esto.

de cine.

—Un poquito. Siempre he sido un enamorado


del cine, como toda nuestra generación.
—Fírmela, que merece esto llevar firma.
Firmé “Calki” porque así me llamaban en casa:
apócope de Calcagno. Y ahí quedó.
Cuando yo empecé a hacer crítica, el cine nacio-
nal se hallaba en un estado incipiente, recién había for-
mado sus negocios, sus estudios, sus relaciones con los
distribuidores. No competía con el cine norteamericano
pero lo molestaba un poco. Entonces había que ayudar-
lo,había que estimularlo y yo —
lo digo en un tono senti-
mental, considerando ese apoyo un poco ingenuamente
como un deber — tendía a rescatar la faz favorable de las

películas nacionales. Pero una vez que el cine nacional se


hizo adulto, el crítico también debía madurar.
No es ético dejar de fustigar a las películas na-
cionales realmente impasables. Por nuestra sinceridad,
muchas veces nos criticaron a Roland y a mí. Y por eso
nosotros siempre hemos sido grandes amigos, a pesar de
nuestros temperamentos diferentes. Yo soy emotivo; Ro-
land es cerebral por naturaleza. En Venecia, durante el

Festival, yo me iba por la playa porque, ¿para qué iba a


ir a una conferencia, en una sala llena de humo, con un
calor de 40 grados? Nuestras habitaciones estaban en el

82
Un enemigo del cine nacional

Lido, en el Hotel Des Bains, donde Visconti filmó


Muerte en Venecia. Allí conocí a Gina LoUobrigida,
cuando se iniciaba. Tendría 18 ó 19 años: recuerdo una
carrera de ella hacia el mar, con una bikini... Es una de
esas visiones que no se olvidan jamás. Roland, en cam-
bio, prefería una sesión de cine pedagógico o de cine in-
fantil en una sala repleta de tipos barbudos que fuma-
ban continuamente. Yo pensaba: “Este Roland está mal”.
Pero él es así, un estudioso al que no se le escapa nada.
“No me alcanza el domingo para clasificar estas revistas,
estas fotografías”, me decía. Yo lo admiraba en su parte
minuciosa, crítica, seria, adelantada para su tiempo; él,

quizás a mí, porque yo me largaba con todo. Cuando


una película me gustaba, lo decía. Tal era mi emoción
volcada al papel — la emoción que había sentido al ver
la película — que tenía la virtud de la sinceridad.
Curiosamente, la misma gente que nos criticaba
por nuestra dureza para con el cine argentino, silbó en
el estreno de ha vuelta al nido, de Leopoldo Torres
Ríos, y el film duró sólo tres días en cartel. Excepto,
Roland, Zolezzi y yo, todos los demás críticos le pega-
ron. Lo dejaron al pobre Torres Ríos hecho un trapo.
Yo había visto la película en privado tres veces y me
había parecido notable, pura y digna. No entendía por
qué no la querían estrenar. Uno de sus productores, sin
embargo, dijo que era “celuloide ensuciado”. Don Pa-
blo Coll, el empresario del cine Monumental, que era
amigo mío, me dijo al salir:

No, Calki, no. Me aburrí tremendamente; yo
no puedo estrenar esto.

Don Pablo, hágame caso, es una película dis-
tinta. Usted va a ver que al público le va a gustar e inclu-
so va a tener éxito.

83
Calki

Anticipando el film, escribí unos comentarios


muy elogiosos a causa de los cuales, después, casi pier-
do mi puesto en El Mundo. Cuando se estrenó, fue para
mí un gran dolor, porque hasta me llamó el director y
me dijo:

— ¿Cómo elogia usted una película que fue sil-

bada por el público?


Harto de mis desaveniencias y de mis peleas con
los films nacionales y con los espectadores, resolví no
ocuparme más del cine argentino sino del cine extran-
jero. Me interesaba, como a todo crítico, hacer un co-
mentario objetivo, sin importarme si la película es éxito
de público o no, si gusta o no a la mayoría. He llegado
a la conclusión de que, en este país, si un crítico no elo-

gia siempre es un “enemigo del cine nacional”. Con


Francisco Petrone, a quien yo había elogiado tanto y de
quien era íntimo amigo, tuve una de mis grandes peleas.
En La guerra gaucha y en Pampa Bárbara, estuvo fan-
tástico; también en Todo un hombre. Pero después, en

Como tú lo soñaste (la versión de Idn día de octubre, la


obra de Kaiser), no, rotundamente. Estaba fuera de ti-
po. No digo que hagan La guerra gaucha diez veces,
pero esa obra teatral se materializa en cine y se pierde.
Decía Homero Manzi: “Nosotros la vamos a adaptar, la
vamos a cambiar, la vamos a hacer cinematográfica”. Se
estrenó y yo dije la verdad. Dije que era un error, que
era un melodrama de Homero Manzi y que Petrone
estaba fuera de tipo. Entonces hicieron una gran reu-
nión y arrojaron panfletos a la salida de los cines:
“Calki, enemigo del cine nacional”.
Inmediatamente después de la crónica, fui a ver
una filmación en Baires y Petrone, que era una especie
de cacique, hizo que me echaran del estudio. Yo estaba

84
Un enemigo del cine nacional

con Armando Bó, su hermano y Olinda Bozán en la fil-


mación de Julio Saraceni. Vimos que se apagaban las
luces del set a las once de la mañana y que toda la gente
empezaba a irse. Yo dije:

—Julio,
qué pasa? Terminaron tan temprano?
(i


No. Hay otras cosas que no te puedo decir
aquí. Vamos a tomar un vermouth.
Fuimos a un saloncito pequeño, en el comedor
grande. Le pedí un Cinzano al mozo:
—A usted no puedo le servir.

— ¿Por qué?
—Tengo orden equipo de no del servirle a usted.

Entonces Armando Bó,


saltó gran hercúleo: el

— ¡Cómo no va le¡Traiga a servir! la botella

acá, o lepego una trompada! — siempre pega trom-


(El
padas).
Aparecen dos tipos (uno de ellos después diri-
gió una película y el otro, que era un electricista, había
entrado a trabajar —
¡qué curioso! por recomenda- —
ción mía):
— ¿Usted es Calki? —Yo estaba tranquilo, ya
había notado el ambiente de hielo —Venimos a co-
.

municarle que si no se retira del estudio, no seguiremos


filmando.
— ¿Me pueden decir por qué?
—Porque usted ¡un enemigo cine na-
es del
cional!
—Bueno, eso un poco vago. Piénsenlo antes
es

de decirlo así, gratuitamente, porque mis críticas van


dirigidas a los directores y, sobre todo, a los libretistas,

que son los que a la larga van a privar al cine nacional


de su Verdadera columna vertebral: el contenido, que
es su existencia, la parte intelectual. La parte técnica
Calki

—no porque ustedes sean técnicos


es siempre la he —
elogiado y ha avanzado enormemente en nuestro país.
Pero si no criticamos la debilidad de la parte intelec-
tual, esto se va a ir abajo y los perjudicados van a ser
ustedes.
—Hemos venido a comunicarle una orden, no a
discutir —agregaron.
Tuve que irme, franqueado por los dos herma-
nitos Bó, para que no me dieran una paliza.

(Incluido en Reportaje al cine argentino (Los pioneros del


sonoro); M. Calistro, O. Cetrángolo, C. España, A. Insaurralde,
C. Landini, Editorial Crea, 1978)

86
Jorge Carnevale
En estos casos, uno nunca sabe cuándo empieza
el malestar. Puesto a pensar, diría que fue en el mo-
mento en que Chris embarcadero para remontar
deja el
el río en ese botecito, despidiéndose con gesto levemen-

te melancólico de una rubia pálida que la saluda como

para siempre desde el muelle de maderas podridas.


En eso alguien se agitó en la butaca y emitió un
pequeño chasquido de disgusto. Se habrá perdido co-
mo yo, pensé, no seré el único que no sabe qué diablos
hace ahí, empequeñecida ya la rubia pálida de mirada
fatal. Después de todo, es casi obligado que esas cosas

pasen en un cine, a las tres de la tarde cuando uno ha


entrado de puro aburrido y sin mayores antecedentes
sobre lo que va a ver.
Comencé a en inglés y
preguntarme por el título

acabé reconociendo que ni siquiera recordaba el que le


habían puesto en español. No se me dan con frecuencia
este tipo de lagunas pero ya se sabe, y además
el stress,

el señor gordo en la fila de adelante ha vuelto a chas-


quear la lengua porque está clarísimo que algo no anda
allá enfrente, que Chris ahora tie-
en esa pantalla en la

ne un gesto por demás canalla para con la pobre negra


Sarah, que vive complaciendo sus mínimos caprichos.
Alguien —
no el señor gordo, para nada el señor
gordo — larga un silbido feroz por atrás. Me doy vuelta

89
Jorge Carnevale

con una sonrisa entre alarmada y cómplice, sin alcanzar


a distinguir al responable (hay poca iluminación en la
sala, la escena transcurre en el interior de la habitación
de Chris, uno de esos cuartos recargados de fines de
siglo, con lámparas de petróleo, cortinados, sillas altas,

alguna mecedora, un mosquitero y una pared tachona-


da de retratitos ovales).
No seremos más de cuatro o cinco gatos en la

y es evidente que algo no encaja en esta trama (a


sala,

menos que se trate de un filme de vanguardia, pero a es-


ta altura, las vanguardias, en fin), de modo que estamos
persuadidos de que no ha sido un cabeceo involuntario
entre dos secuencias, la previsiblemodorra de toda sies-
ta, la responsable de que nos resulte poco verosímil la

conducta de Chris, no digamos ya con respecto a esa


víctima de Sarah, condenado ángel negro de Missouri,
sino cuando al día siguiente (¿ 3.1 día siguiente?) se la
eche prácticamente en los brazos a Robert, a quien dijo
despreciar apenas llegada a Cape Fear.
Eso no es nada comparado con el gritito de la

chica (¿fila 7?), preludio a la carcajada brutal de un ele-


mento que aun en la penumbra me atrevería a calificar
de punk, al otro lado del pasillo, en el momento en que
Robert mencione lo del televisor. ''Estamos todos locos''
dice el señor gordo, girando hacia mí. "En televisor en
1897, pero ¿quién escribió esto?"
Entonces es cierto. No responsabilidad mía por
haberme perdido los minutos iniciales yendo al baño,
y entonces la rubia en el muelle, la furia de Chris con
la negrita y ahora el televisor. Parece que el resto de la

platea coincide en señalar cierta cadena de incongruen-


cias. No estamos solos. Ya me resultaba algo difícil de-
sentrañar la contradictoria personalidad de Chris, puri-

90
Problemas con Chris

tana de Boston trasplantada al Sur por puro capricho, o


por vocación, vaya a saber, cuando le descubro esa mi-
rada lasciva y la mano levantando de a poco la falda
ante los ojos azorados de Robert.
''¡Hubo corte! ¡Ahí hubo corte!'\ exclama el se-

ñor gordo, y puede que tenga razón (aunque si lo hubo


fue un trabajo finísimo, porque no alteró para nada la
magnífica banda de sonido con unos violines que ya los
hubiera querido Bernard Herrmann), si consideramos
que la actitud de Robert en la secuencia siguiente, en el
prado, es casi distante y para nada amorosa cuando
Chris se hamaque frente a él, hablándole de los cuadros
que piensa exponer en cuanto vuelva a Boston, termi-
nado el otoño (¿no era escritora Chris? ¿Cuándo demo-
nios se la vio pintar? ¿No iba a quedarse para siempre
en el bendito naranjal?)
Toda esta suma de equívocos parece divertir

bastante al joven punk, que acaba de cruzar el pasillo en


dos zancadas para zambullirse en la butaca contigua a
la de la no sin antes prorrumpir en una
chica de la fila 7,

sonora trompetilla que la muchacha festeja a carcajada


abierta.
En algún sector de la sala, sin embargo, se oirá
un gemido o un sollozo cuando el joven Aldo despan-
zurre al perro Teddy de un bárbaro escopetazo. Cabe
suponer que el animalito debía haber hecho anterior-
mente sus buenos estragos en el gallinero para que Aldo
opte por tamaña decisión sin consultar a Chris, que es,
después de todo, su patrona, pero ya es mucho lo que
el espectador debe suponer, a la hora en que Cindy

irrumpe de lo más sofocada para anunciarle a la pinto-


ra (pero, ¿cuándo se la visto frente a un caballete?) que
está embarazada y quiere morirse.

91
,

Jorge Carnevale

Si uno hace memoria, al comenzar la película

Cindy tiene ya dos crios. Es fácil presumir que se trata


de un raccontOy pero entonces ¿qué hace nuevamente el
perro Teddy, moviendo la colita, buscando enroscarse
a los pies de Chris, junto a la estufa? ^^No era verano
cuando Chris se le insinuó tan descaradamente a Ro-
bert? ¿Tanto tiempo ha transcurrido? Sin embargo,
Chris sigue hablando de la exposición que hará hacia
fines del otoño... ''Todo es deliberado, ¿te das cuenta?”
le susurra una voz algo metálica a un desconocido in-

terlocutor en la fila que responde "Claro”, no


de atrás,

muy convencido (¿o convencida?), tras una pausa que


se me antoja angustiante. ¿Cómo puede ser deliberado
que Robert aparezca en esa fiesta totalmente borracho,
diciendo lo que dice sobre Chris sin que nadie se alar-
me, sin que Aldo al menos salga en su defensa?
"Un previsible hiato”, prosigue el cinéfilo susu-
rrante, a quien ya empiezo a detestar en las tinieblas.

"Aja”, va a responder él o ella, al rato, tan previsible co-


mo el hiato detectado por su compañero.
Inútil preguntarse a qué viene ahora ese galope
de caballos desbocados y el incendio al fondo, ni tam-
poco, supongo, valdrá la pena aterrarse por el hallazgo
del joven Aldo, tendido boca abajo en el granero con la

horquilla esa enterrada en plena espalda. "El asunto es


quebrar el verosímil, como opina Eco, la famosa ironía
sobre 'Los tres mosqueteros' y el 'Clises' de Joyce”, apun-
ta el entendido a mis espaldas, mientras ella (porque

ahora estoy seguro de que se trata de una mujer) ríe

de una manera afelpada, secreta y canalla, con una risa


cómplice que va mucho más allá de los caballos, el in-
cendio y la suerte del desdichado Aldo. "Naturalmente”,
será la. respuesta, y ahí estoy tentado de darme vuelta y

92
Problemas con Chris

decirles que no, que no hay nada de natural en esta his-


toria, cuando me llama la atención la actitud del gor-
do de adelante. Se ha levantado de su butaca, dele re-
soplar, como para irse, pero al minuto lo tenemos de
vuelta, recuperando su sitio, entre cabeceos. ''Se le mez-
claron los rollos \ me informa, girando apenas, y vuelve
a cabecear.
Como explicación no estaría del todo mal (un
error en la numeración de la latas provocando aquel
delirio de montaje), pero eso no aclara mención del la

televisor, ni que el rostro de Chris haya cambiado tanto.

Cualquiera diría que se trata de otra actriz (esa nariz,


caramba, esa manera de bizquear). Si viniera por el lado
de Buñuel, vaya y pase, pero Howard, justamente
Howard, animarse a una jugarreta semejante, a su edad
(a menos que Howard no haya tenido nada que ver, y

entonces).
Algo me dice que esta película está durando de-
masiado. No alcanzo a distinguir las manecillas del re-
loj, pero seguro que la siesta ha quedado muy atrás y

uno ya debería estar muy lejos de esta sala y de esa pan-


talla en la que Chris (pero ^^se trata de Chris?) deja una

vez más el embarcadero de maderas podridas, despedi-


da por la mujer rubia y pálida como de muerte, en un
botecito que, sin embargo, no es el mismo de la primera
escena, como tampoco el vestido y el peinado. Ni si-
quiera la mujer rubia y pálida como de muerte, ahora
que lo pienso.

(Publicado en Clarín, 7 de marzo de 198^)

93
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Abelardo Castillo
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Rilke enseñó famosamente a no aventurarse en
ciertos temas, sobre los que, por haberse escrito mucho
o de modo inmejorable, ya casi es imposible agregar
nada. Voy La literatura, ya se sabe, es siem-
a desoírlo.
pre una contravención. Voy a hablar de Chaplin.
Chaplin, que en el cine del cura, en mi pueblo,
se pronunciaba Chaplin (y suena mejor, suena a vidrio
rompiéndose), no pertenece para mí a la historia del
arte, ni siquiera a la del cine. Pertenece a otra historia,
menos grandiosa, más atorrante: a la mía. A la de saltar
el tapial o el cerco y, abarrotándose los bolsillos de nís-

peros, eludir el escobazo de la solterona vindicadora de


la propiedad privada. Una vez, cuenta un poeta, el uni-

verso se dio entero en el rectángulo de unos bigotitos.


Desde entonces cada cual tiene el Garlitos que se me-
rece. Cuando somos chicos usamos, todos, un Chaplin
idéntico, con acento un chaplin— un vertiginoso — ,

Garlitos que esquiva fantásticas trompadas y tanto te


golpea con un lampazo, como te aplasta una torta de
crema en la solemne nariz. El tiempo pasa, y de pronto
uno sospecha si el verdadero Garlitos no será el defen-
sor de muchachas pálidas, el doloroso Garlitos del beso
para otro, de los finales por el camino. Ciertas lecturas,
empujones de esos que habla Vallejo
ciertos “hay gol- —
pes en la vida, tan fuertes, yo no sé” y Chaplin —
97
Abelardo Castillo

empieza a ser el rectángulo de un bigotito donde cabe


el universo. El que cada uno se merece. Como pasa con
Don Quijote. Como pasa con Dios.
El Chaplin que yo digo es trágico. Duele. Ya no
da alegría que se caiga de la silla, justo cuando debiera
deslumbrar a Paulette Godard. Hay algo horrible en
eso de saber que no son sus puños, como corresponde
al Héroe Intrépido, sino que prevalece sobre
el azar, lo

el mafioso enorme. Y undía se comprende que la invul-


nerabilidad de Cariños es aparente. Lo mismo que es
aparente su elegancia. Dandy de extramuros, forma ro-
tosa y arbitraria de Byron, Brummel de albañal ha- —
ciendo equilibrio con los pies en un ángulo imposible,
como los ebrios, como los equilibristas sobre la cuerda
floja—-, ese Chaplin que yo uso se parece a otra per-
sona. Su su bastón, sus bigotitos insensatos, y
levita,

sobre todo su manera borracha de caminar, me recuer-


dan extrañamente otra levita, otro bastón, otros bigoti-
tos rectangulares que ya anduvieron otra vez por el
mundo. Gómez de la Serna, creo, fue el primero (quizá
el que advirtió el parecido físico del que hablo.
único),
Porque la terrible magia quiso, para que haya paz en mi
alma, que Chaplin se pareciera a Edgar Poe.
Vistos de atrás, yéndose uno por camino de
el

tierra que seguramente conduce al epicentro de la es-


peranza; deambulando, el otro, por la torcida perspec-
tiva de algún sombrío callgon de Baltimore, podría

jurarse que son el mismo. Dialécticas fantásticas ense-


ñan que son el mismo. Porque si cada cosa, en su hon-
dura, sueña su más estremecedor contrario, del cielo al
infierno, de la piedad al desprecio, del amor a la vida
al horror por qué distancia hay? Una vez
la muerte, (i

imaginé que Poe murió para que viviera Whitman. Ya

98
El otro Poe

no lo creo. Poe resucitó dialécticamente en Chaplin.


Por eso Trompifai todavía lo persigue.
Hubo un griego que recordaba su múltiple pa-
sado de guerrero, de árbol, de pez, de muchacha; Cha-
plin, ignora que una vez fue Poe. Sin embargo, en al-

guna película aparecerá — de espaldas —


ante la puerta
de una taberna, con el pie envuelto en un trapo. Y uno
recuerda entonces un salto que consignan todas las bio-
grafías de Poe, y un reventón, el más inmortal desfon-
darse de un zapato que registra la historia de la poesía
porque le aconteció al único par de botines que tenía el
más grande poeta de su tiempo. No sé si Poe se en-
volvió el pie en un trapo, pero a la taberna fue. Siempre
iba. Un año antes de morir Poe, Estados Unidos anexó

los yacimientos de oro más grandes del continente; Poe


no tuvo tiempo de hacer la mochila e ir a descubrir
alguna veta: vendió el poema más bello de la lengua
inglesa en cinco dólares. La pequeña Virginia Clemm,
entonces, murió tísica. Otro hombrecito, muchos años
después, filmará una cinta, descubrirá un yacimiento y
salvará una muchacha.
Los dos entendieron que la redención de los
hombres está en ser como los chicos; Garlitos nos re-
cuperó para la infancia de la risa; Poe para la del mie-
do, para la del horror puro, elemental. A veces los
sueños de Poe se enmarañan con los de Charlot y es-
cribe un cuento como El método del profesor Alquitrán

y el doctor Pluma, que pudo ser imaginado por Cha-


plin; y éste filmaMonsieur Verdoux, que pudo ser una
pesadilla de Poe. Usher tapiaba a sus mujeres; Verdoux
las quema.
Cada hombre es la proseguida tentativa de otro
hombre. El que yo digo anduvo a tropezones una terri-

99
Abelardo Castillo

ble noche de Baltimore. Recortada contra los torvos


callejones, su apostura antigua de caballero sureño,
daba una vaga apariencia de dandy del arroyo.
raída, le
Al doblar una esquina —
borracho a muerte, con láu-
dano —
estuvo a punto de caer despatarrado y el vigi-
lante que lo seguía se atusó el bigote. Durante un se-
gundo sólo hubo la luna histérica, de albayalde, sobre la

calle. Y entonces ocurrió. El Caballero de la Tropezante


Figura, de pronto, había resuelto para siempre el pro-
blema más grande de su vida. Era el 7 de octubre de
1849, y para eso se había escapado de su casa una re-
mota Nochebuena. Maravillosamente recuperó el equi-
librio. Abrió los pies, revoleó el bastón, le crecieron
desaforados zapatazos de polichinela, giró sobre sus
talones, y al regresar —quitándose el sombrero con
rápido saludo — pasó, muy orondo, ante el perplejo vi-

gilante nocturno. Después, se inventó un camino.


Y así anda por el mundo, de lo más entero, salu-
dando a la gente por cualquier motivo, salvando mu-
chachas, rompiendo vidrios, levantando una bandera
roja, comiéndose los cordones de los botines, jugando,
para siempre a ser Garlitos.

(Incluido en Las palabras y los días,

Abelardo Castillo, Emecé, 1988)

100
En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al

cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya


han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y
la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la

sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí


donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su bu-
taca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde,
un comentario a media voz que alguien recoge o ignora,
casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la es-

cena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este


lado. Realmente era difícil saber por encima de la publi-
cidad, de las colas interminables, de los carteles y las
críticas, que éramos tantos los que queríamos a Glenda.

Llevó treso cuatro años y sería aventurado afir-


mar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de
Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún
momento, en las copas con los amigos después del cine,
se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían
de crear que después todos llamamos el
la alianza, lo

núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía na-


da, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bas-
taba para recortarnos de los que solamente la admira-
ban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos
a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Sil-
vana y por qué no a Marceño, a Yves, a Vittorio y a

103
Julio Cortázar

Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glen-


por eso y desde eso, era algo
da, y el núcleo se definió
que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos
que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco
a poco que también querían a Glenda.
A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue
dilatando lentamente, el año de El fuego de la nieve de-
bíamos ser apenas seis o siete, cuando estrenaron El uso
de la elegancia el núcleo se amplió y sentimos que crecía
casi insoportablemente y que estábamos amenazados de
imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los
primeros, Irazusta y Diana y dos o tres más decidimos
cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen disi-
mulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan
de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exá-
menes de medianoche). A la hora del estreno de Los
frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólica-
mente que éramos muchos los que quería-
triunfantes,
mos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las mi-
radas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y
el dolido silencio de los hombres nos mostraban mejor

que una insignia o un santo y seña. Mecánicas no inves-


tigables nos llevaron a un mismo café del centro, las
mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil
costumbre de pedir el mismo cóctel para dejar de lado
toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los ojos,
allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda

en la última escena de la última película.


nunca supimos cuántos lle-
Veinte, acaso treinta,
gamos a ser porque a veces Glenda duraba meses en una
sala o estaba al mismo tiempo en dos o cuatro, y hubo
además ese momento excepcional en que apareció en
escena para representar a la joven asesina de Los deli-

104
Queremos tanto a Glenda

rompió los diques y creó entusiasmos


rantes y su éxito
momentáneos que jamás aceptamos. Ya para entonces
nos conocíamos, muchos nos visitábamos para hablar de
Glenda. Desde un principio Irazusta parecía ejercer un
mandato que nunca había reclamado, y Diana
tácito
Rivero jugaba su lento ajedrez de confirmaciones y re-
chazos que nos aseguraba una autenticidad total sin
riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo que había em-
pezado como asociación libre alcanzaba ahora una es-

tructura de clan, y a las livianas interrogaciones del prin-


cipio se sucedían las preguntas concretas, la secuencia
del tropezón en El uso de la elegancia, la réplica final de
El fuego de la nieve, la segunda escena erótica de Los
frágiles retornos. Queríamos tanto a Glenda que no po-
díamos tolerar a los advenedizos, a las tumultuosas les-

bianas, a los eruditos de la estética. Incluso (nunca sa-


bremos cómo) se dio por sentado que iríamos al café los
viernes cuando en el centro pasaran una película de
Glenda, y que en los reestrenos en cines de barrio deja-
ríamos correr una semana antes de reunirnos, para dar-
les a todos el tiempo necesario; como en un reglamento

riguroso, las obligaciones se definían sin equívoco, no


acatarlas hubiera sido provocar la sonrisa despectiva de
Irazusta o esa mirada amablemente horrible con que
Diana Rivero denunciaba la traición y el castigo.
En ese entonces las reuniones eran solamente
Glenda, su deslumbrante ubicuidad en cada uno de no-
sotros, y no sabíamos de discrepancias o reparos. Sólo
poco a poco, al principio con un sentimiento de culpa,
algunos se atrevieron a deslizar críticas parciales, el des-

concierto o la decepción frente a una secuencia menos


feliz, las caídas en lo convencional o lo previsible. Sa-
bíamos que Glenda no era responsable de los desfalle-

103
Julio Cortázar

cimientos que enturbiaban por momentos la espléndida


cristalería de El látigo o el final de Nunca se sabe por

qué. Conocíamos otros trabajos de sus directores, el ori-


gen de tramas y los guiones, con ellos éramos im-
las

placables porque empezábamos a sentir que nuestro


cariño por Glenda iba más allá del mero territorio artís-
tico y que sólo ella se salvaba de lo que imperfecta-
mente hacían los demás. Diana fue la primera en hablar
de misión, lo hizo con su manera tangencial de no afir-

mar que de veras contaba para ella, y le vimos una


lo
alegría de whisky doble, de sonrisa saciada, cuando ad-
mitimos llanamente que era cierto, que no podíamos
quedarnos solamente en eso, el cine y el café y quererla
tanto a Glenda.
Tampoco entonces se dijeron palabras claras, no
nos eran necesarias. Sólo contaba la felicidad de Glenda
en cada uno de nosotros, y esa felicidad sólo podía
venir de la perfección. De golpe los errores, las caren-
cias se nos volvieron insoportables; no podíamos acep-
tar que Nunca se sabe por qué terminara así, o que El
juego de la nieve incluyera la infame secuencia de la par-

tida de póker (en laque Glenda no actuaba pero que de


alguna manera la manchaba como un vómito, ese gesto
de Nancy Phillips y la llegada inadmisible del hijo
arrepentido). Como casi siempre, a Irazusta le tocó de-
finir por misión que nos esperaba, y esa no-
lo claro la
che volvimos a nuestras casas como aplastados por la
responsabilidad que acabábamos de reconocer y asu-
mir, y a la vez entreviendo la felicidad de un futuro sin
tacha, de Glenda sin torpezas ni traiciones.
Instintivamente el núcleo cerró filas, la tarea no
admitía una pluralidad borrosa. Irazusta habló del la-

boratorio cuando ya estaba instalado en una quinta de

m
Queremos tanto a Glenda

Recife de Lobos. Dividimos ecuánimemente las tareas


entre los que deberían procurarse la totalidad de las
copias de Los frágiles retornos, elegida por su relati-

vamente escasa imperfección. A nadie se le hubiera


ocurrido plantearse problemas de dinero, Irazusta ha-
bía sido socio de Howard Hughes en el negocio de las
minas de estaño de Pichincha, un mecanismo extrema-
damente simple nos ponía en las manos el poder ne-
cesario, los jets y las alianzas y las coimas. Ni siquiera
tuvimos una oficina, la computadora de Hagar Loss
programó las tareas y las etapas. Dos meses después de
la frase de Diana Rivero el laboratorio estuvo en condi-

ciones de sustituir en Los frágiles retornos la secuencia


ineficaz de los pájaros por otra que devolvía a Glenda
el ritmo perfecto y el exacto sentido de su acción
dramática. La película tenía ya algunos años y su repo-
sición en los circuitos internacionales no provocó la

menor sorpresa: la memoria juega con sus depositarios

y les hace aceptar sus propias permutaciones y va-


riantes, quizá la misma Glenda no hubiera percibido el
cambio y sí, porque eso lo percibimos todos, la maravi-
lla de una perfecta coincidencia con un recuerdo lava-

do de escorias, exactamente idéntico al deseo.


La misión se cumplía sin sosiego, apenas asegu-
rada la eficacia del laboratorio completamos el rescate
de El fuego de la nieve y El prisma-, las otras películas
entraron en proceso con el ritmo exactamente previsto
por el personal de Hagar Loss y del laboratorio. Tuvi-
mos problemas con El uso de la elegancia, porque gente
de los emiratos petroleros guardaba copias para su goce
personal y fueron necesarias maniobras y concursos
excepcionales para robarlas (no tenemos por qué usar
otra palabra) y sustituirlas sin que los usuarios lo ad-

107
Julio Cortázar

virtieran. El laboratorio trabajaba en un nivel de perfec-


ción que en un comienzo nos había parecido inalcan-
zable aunque no nos atreviéramos a decírselo a Irazusta;
curiosamente la más dubitativa había sido Diana, pero
cuando Irazusta nos mostró Nunca se sabe por qué y
vimos el verdadero final, vimos a Glenda que en lugar
de volver a la casa de Romano enfilaba su auto hacia el
farallón y nos destrozaba con su espléndida, necesaria
caída en el torrente, supimos que la perfección podía ser
de este mundo y que ahora era de Glenda para siempre,
de Glenda para nosotros para siempre.
Lo más difícil estaba desde luego en decidir los
cambios, los cortes, las modificaciones de montaje y de
ritmo, nuestras distintas maneras de sentir a Glenda pro-
vocaban duros enfrentamientos que sólo se aplacaban
después de largos análisis y en algunos casos por impo-
sición de una mayoría en el núcleo. Pero aunque algu-
nos, derrotados, asistiéramos a la nueva versión con la
amargura de que no se adecuara del todo a nuestros sue-
ños, creo que a nadie le decepcionó el trabajo realizado,
queríamos tanto a Glenda que los resultados eran siem-
pre justificables, muchas veces más allá de lo previsto.
Incluso hubo pocas alarmas, la carta de un lector del in-
faltable Times asombrándose de que tres secuencias de
El fuego de la nieve se dieran en un orden que creía
recordar diferente, y también un artículo del crítico de
La Opinión que protestaba por un supuesto corte en
El prisma, imaginándose razones de mojigatería buro-
crática. En todos los casos se tomaron rápidas dispo-
siciones para evitar posibles secuelas; no costó mucho, la

gente es frívola y olvida o acepta o está a la caza de lo


nuevo, el mundo del cine es fugitivo como la actualidad
histórica, salvo para los que queremos tanto a Glenda.

108
Queremos tanto a Glenda

Más peligrosas en el fondo eran las polémicas


en el núcleo, el un cisma o de una diáspora.
riesgo de
Aunque nos sentíamos más que nunca unidos por la
misión, hubo alguna noche en que se alzaron voces
analíticas contagiadas de filosofía política, que en pleno
trabajo se planteaban problemas morales, se pregunta-
ban si no estaríamos entregándonos a una galería de
espejos onanistas, a esculpir insensatamente una locura
barroca en un colmillo de marfil o en un grano de arroz.
No era fácil darles la espalda porque el núcleo sólo
había podido cumplir la obra como un corazón o un
avión cumplen la suya, ritmando una coherencia per-
fecta. No era fácil escuchar una que nos acusaba
crítica

de escapismo, que sospechaba un derroche de fuerzas


desviadas de una realidad más apremiante, más necesi-
tada de concurso en los tiempos que vivíamos. Y sin
embargo no fue necesario aplastar secamente una he-
rejíaapenas esbozada, incluso sus protagonistas se li-
mitaban a un reparo parcial, ellos y nosotros queríamos
tanto a Glenda que por encima y más allá de las dis-
crepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento
que siempre nos uniría, la certidumbre de que el per-
feccionamiento de Glenda nos perfeccionaba y perfec-
cionaba el mundo. Tuvimos incluso la espléndida re-
compensa de que uno de los filósofos restableciera el

equilibrio después de superar ese período de escrúpu-


los inanes; de su boca escuchamos que toda obra par-
cial es también historia, que algo tan inmenso como la
invención de imprenta había nacido del más indivi-
la

dual y parcelado de los deseos, el de repetir y perpetuar


un nombre de mujer.
Llegamos así al día en que tuvimos las pruebas
de que la imagen de Glenda se proyectaba ahora sin la

109
Julio Cortázar

más leve flaqueza; las pantallas del mundo la vertían tal

como ella misma —estábamos seguros— hubiera que-


rido ser vertida, y quizá por eso no nos asombró dema-
siado enterarnos por la prensa de que acababa de anun-
ciar su retiro del cine y del teatro. La involuntaria,
maravillosa contribución de Glenda a nuestra obra no
podía ser coincidencia ni milagro, simplemente algo en
ella había acatado sin saberlo nuestro anónimo cariño,
del fondo de su ser venía la única respuesta que podía
darnos, el acto de amor que nos abarcaba en una entre-
ga última, ésa que los profanos sólo entenderían como
ausencia. Vivimos la felicidad del séptimo día, del des-
canso después de la creación; ahora podíamos ver cada
obra de Glenda sin la agazapada amenaza de un mañana
nuevamente plagado de errores y torpezas; ahora nos
reuníamos con una liviandad de ángeles o de pájaros, en
un presente absoluto que acaso se parecía a la eternidad.
Sí, pero un poeta había dicho bajo los mismos

cielos de Glenda que la eternidad está enamorada de las


obras del tiempo, y le tocó a Diana saberlo y darnos la
noticia un año más tarde. Usual y humano: Glenda
anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siem-
pre, la frustración del profesional con las manos vacías,
un personaje a la medida, un rodaje inminente. Nadie
olvidaría esa noche en el café, justamente después de
haber visto El uso de la elegancia que volvía a las salas
del centro. Casi no fue necesario que Irazusta dijera lo
que todos vivíamos con una amarga saliva de injusticia
y rebeldía. Queríamos tanto a Glenda que nuestro de-
sánimo no la alcanzaba, qué culpa tenía ella de ser actriz
y de ser Glenda, el horror estaba en la máquina rota, en
larealidad de cifras y prestigios y Oscares entrando
como una fisura solapada en la esfera de nuestro cielo

lio
Queremos tanto a Glenda

tan duramente ganado. Cuando Diana apoyó la mano


en brazo de Irazusta y dijo: «Sí, es lo único que queda
el

por hacer», hablaba por todos sin necesidad de consul-


tarnos. Nunca el núcleo tuvo una fuerza tan terrible,

nunca necesitó menos palabras para ponerla en mar-


cha. Nos separamos deshechos, viviendo ya lo que ha-
bría de ocurrir en una fecha que sólo uno de nosotros
conocería por adelantado. Estábamos seguros de no
volver a encontrarnos en el café, de que cada uno es-
condería desde ahora la solitaria perfección de nuestro
reino. Sabíamos que Irazusta iba a hacer lo necesario,
nada más simple para alguien como él. Ni siquiera
nos despedimos como de costumbre, con la liviana se-
guridad de volver a encontrarnos después del cine,
alguna noche de ''Los frágiles retornos’ o de "El látigo"
Fue más bien un darse la espalda, pretextar que era
tarde, que había que irse; salimos separados, cada uno
llevándose su deseo de olvidar hasta que todo estuviera
consumado, y sabiendo que no sería así, que aún nos
faltaría abrir alguna mañana y leer la noticia,
el diario

las estúpidas frases de la consternación profesional.

Nunca hablaríamos de eso con nadie, nos evitaríamos


cortésmente en y en la calle; sería la única ma-
las salas

nera de que el núcleo conservara su fidelidad, que guar-


dara en el silencio la obra cumplida. Queríamos tanto a
Glenda que le ofreceríamos una última perfección in-

violable. En la altura intangible donde la habíamos


exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles po-
drían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de
una cruz.

(Incluido en Queremos tanto a Glenda, © Julio Cortázar


y Herederos de Julio Cortázar, 1980)

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Hacía tiempo que admiraba desde la ventanilla
del métro los inmensos afiches de Luxor-Pathé, donde
nunca escaseaban princesas raptadas y hechiceros can-
tantes —
visión fugaz, que pronto cancelan los puentes
de hierro de
cuando una
la estación elevada Barbés-Rochechouart —
noche de sábado, el pasado mes de di-
fría

ciembre, me aventuré fuera de la protección de la línea


Porte Dauphine-Nation para inspeccionar más de cerca
lasmercancías del bazar cinematográfico de ese barrio
conspicuamente árabe.
Así fue como aprendí que el Luxor-Pathé, con sus
dimensiones y frisos de templo, es sólo el más imponen-
te de varios establecimientos especializados en el actual

subproletariado de la industria cinematográfica: por una


parte, los westerns italianos, ya en su ocaso, con bandas
sonoras francesas no menos improbables que la parlería
italiana o inglesa que suele acompañar a paisajes españo-
les o yugoslavos en color contratipado; por otra, las ubi-
cuas demostraciones de Kung Fu, provenientes de Hong
Kong o de de un oriente co-
Taipei, sangrientas fábulas
lonial e industrioso. Descubrí también que los cuentos
de hadas tradicionales eran las más de las veces pelícu-
las hindúes, con su bengalí o pakistaní original reempla-
zado por voces árabes, que habían convertido en
las
pasatiempos favoritos desde Baalbek hasta Clignancourt.
Edgardo Cozarinsky

Ya he olvidado cuál de esos edificios robustos,


tan ajenos al chic minúsculo de los cinémas d'art et d' es-
sai de la orilla una confección egipcia
izquierda, exhibía
para lucimiento de Parid El Atrache y de Chadia, ído-
los canoros del mundo islámico. Sólo puedo recordar
mi desilusión casi inmediata al comprobar la ausencia
de color, los escenarios llanamente realistas: podía tra-

tarse de un musical, sí, pero evidentemente no era un


espectáculo miliunanochesco. El film resultó ser una
comedia lacrimógena: su acción ocurría alrededor, y
dentro, de un campamento militar, donde él era un sar-
gento condenado a muerte por una enfermedad no
especificada y ella la enfermera que vencía su descon-
fianza y comprensible hosquedad para permitirle gozar
de sus últimas semanas de vida.
Mi desinterés, sin embargo, cedió impercepti-
blemente ante una curiosidad de otra índole. Cada pre-
visible peripecia se deslizaba sin tropiezo, el dosaje de
sentimiento y farsa era exacto, como si los mejores, irre-
cuperables ejemplos de Hollywood hubiesen vuelto a
una vida más brusca, y traducida. Ese comicastro ma-
duro, que se vanagloriaba de una carrera artística ob-
viamente inventada y terminaba travestido (la línea de
bigote debidamente empolvada) en el show del campa-
mento; ese compañero torpe, gordo y calvo, que pade-
cía desórdenes estomacales; ese soldado joven, sordo y

mudo, que pintaba; todos entraban y salían del cuadro


como instrumentos musicales, alternando y combinan-
do sus diversos registros para desarrollar nuevas varia-
ciones armónicas.
Si todo esto me resultaba vagamente familiar
—pensé— es porque me recordaba las comedias nor-
teamericanas de la Segunda Guerra Mundial, aun las de

116
Cheap thrills

SU incierta posdata: la guerra de Corea. La lealtad na-


cional era algo que se daba por sentado. Las penas sen-
cillas y las alegrías solidarias de la vida de cuartel no
estaban estorbadas por el examen de conciencia que,
aun antes de Vietnam, ya se había infiltrado como una
nueva clave “crítica” para la producción de Hollywood.
Cerca del final, cuando Parid El Atrache y Chadia se
unen en un número patriótico (un desfile al aire libre
donde los soldados manipulan diestramente paneles,
que se adivina de diferentes colores, para componer
gigantescas banderas de distintos países árabes) empecé
a conmoverme con una emoción menos visible, más tor-
tuosa que la compartida por el resto del público.
({Cuánto hacía que no presenciaba tales piruetas
con respeto, sin una sonrisa desplazada para protección
de mi coraza intelectual? Y si podía compartir una
emoción, aun fugazmente, con la madre y las hijas que
comían lukum a mi derecha, o con la joven pareja en-
vuelta en densos efluvios de agua de colonia a mi iz-
quierda ({no era porque soy un turista cultural, algo que
ya no puedo permitirme en mi propio país?
Porque la verdad es que Parid El Atrache y
Chadia estaban cantando en español, y yo siempre ha-
bía visto esas frentes aceitosas y esos peinados laquea-
dos en Buenos Aires, cualquier domingo en la cancha
de Boca, o esperando al anochecer en la esquina de
Maipú y Lavalle; y el idilio pudoroso y la risa estentórea
que me rescataban del frío de París, en esa noche lejos
del Quartier, eran precisamente los que me asustan
cuando usa las carasde Palito Ortega y Violeta Rivas.
Era, realmente, la bandera azul y blanca que flameaba,
la sonrisa imperecedera de Gardel reencarnada en la de
Perón, la inexplicable abominación del mate con la

117
Edgardo Cozarinsky

leche y una ética de gomina y ejaculatio praecox lo que


estaba descubriendo, en el orgullo de ese imperio rena-
cido, bajo el sol blanco y negro de Egipto.
Cuando el film hubo terminado, todos los jó-

venes que habían silbado con admiración ante el mo-


desto despliegue de hombros y rodillas permitido por el
respetable traje de baño de Chadia, se alejaron en la
noche, indiferentes a las vastas damas desnudas que
publicitaban las demostraciones eróticas, hebdomada-
riamente renovadas, de esta Europa permisiva y neoca-
pitalista. Yo, por mi parte, vacilé. No reconocí inme-

diatamente la publicidad ni los nombres de las calles.


Estaba casi seguro de haber pasado una última, póstu-
ma velada en el Armonía.
El Armonía ya era un palacio raído cuando lo
visité por primera vez, hacia principios de los años se-

senta. Pero en los treinta, aun en los cuarenta, el esplen-


dor de su estuco debió agradar a la clase media, baja y
decente, del barrio. Golpes de estado, industrialización
epidérmica, devaluaciones monetarias, explosiones de-
mográficas, el advenimiento de la televisión: todo con-
tribuyó a descascarar papel de sus paredes, a rasgar y
el

raspar el cuero original de sus asientos, mientras un dis-


creto olor a orina iba alcanzando la calle. Pero el Ar-
monía había descubierto una forma de prosperidad en
el público iletrado que le proporcionaba la estación de

ferrocarril cercana.
Soldados y sirvientas, ya inspeccionando la gran
ciudad en un día de licencia, o probando su suerte en
lapsosmás prolongados, descansaban sus pies o disfru-
taban de una siesta no prevista, mientras lluviosos atis-
bos de emociones pretéritas agitaban apenas la superfi-

cie de la pantalla. Era precisamente esa indiferencia a

118
Cheap thrills

copias gastadas, inaceptables, lo que permitió sobrevi-


vir al Armonía como un refugio para multitudes poco
exigentes, y lo convirtió en un temprano paraíso para
los fanáticos del cine, quienes descubrían allí verda-

deros incunables, largo tiempo inaccesibles, aunque a


menudo hubiera poca correspondencia entre los títulos
pintados a mano en los paneles que daban sobre la calle

y los que aparecían, si aparecían, en la pantalla. El he-


cho de que Armonía no anunciara en los diarios (su
el

público más numeroso era incapaz de distinguir un tí-


tulo de otro y sólo pedía cierta conformidad a losmo-
delos más notorios de entretenimiento) sólo aumentaba
su prestigio iniciático.
Es muy probable que no quedara registrada la
primera vez que la mano de un viejo se deslizó sobre
la rodilla de un soldado, pero en la época en que em-
pecé a frecuentarlo el Armonía ya albergaba a adoles-
centes cuyos ojos permanecían fijos en los pechos de
Kim Novak mientras sus braguetas abiertas emitían un
segmento de pegajosa vida interior en las manos de
vecinos expertos. Las últimas filas de la sala eran espe-
cialmente animadas: idas y venidas cuya índole difícil-
mente podrían explicar las reglas del juego de las esqui-
nitas. Los breves intervalos, sin embargo, descubrían
caras aburridas, ropas no reveladoras, como si el em-
brujo de la luz proyectada, al cesar, devolviera ese pú-
blico itinerante a la ausencia de una sala de espera de
segunda clase. El Armonía no pudo elegir con impu-
nidad una clientela semejante: la animación sonámbula
de una decaída terminal de ómnibus fue todo lo que
pudo alcanzar como glamour.
Ya entonces y allí era yo una figura desplazada,
cuidadosamente cortado con tijeras y pegado en el foto-

119
Edgardo Cozarinsky

montaje que no correspondía. Alimentado por una sus-


cripción a Cahiers du Cinéma que llegaba por vía aérea,
concurría para tener un atisbo de sintaxis clásica y vio-
lencia severa en algún western de Budd Boetticher que
había perdido en su imperceptible estreno. Mientras
tanto, archivaba los acoplamientos heterodoxos, los ja-
deos y tanteos ensayados en la voluble penumbra, como
recortes de una baja realidad no redimida por su impre-
sión en una cinta de celuloide, proyectada en un cono
de axiomática luminosidad.
Años más tarde, cuando la cinefilia ya era para
mí el recuerdo de una enfermedad vencida, una hoja de
un diario de la tarde, que envolvía módicamente el par
de zapatos que había dado a remendar, me informó, en
una ráfaga de distracción, que el Armonía había cerra-
do después, aunque tal vez no como consecuencia, de la
investigación policial sobre la muerte de un tal Ricar-
dito Ordóñez, de nueve años de edad, violado y asfi-
xiado en un retrete por un obrero de la construcción
proveniente de las provincias del Norte, quien se había
ganado la confianza de la criatura con sucesivos dones
de maníes bañados en chocolate, sólo para atraerlo al
toilette al empezar la batalla de £/ Alamo.

Después de introducir toda la extensión de su


deseo entre las rígidas, estupefactas nalgas de Ricardito,
procedió a acallar los vehementes quejidos con su brazo
tatuado: así convirtió un ademán de pasión en una in-
voluntaria proeza de necrofilia. Inmediatamente volvió
a mi mente el letrero luminoso (“Caballeros”), a la iz-
quierda de la pantalla, así como el ocasional rectángulo
de luz que bruscamente revelaba a sus parroquianos,
cuando entraban o salían durante la proyección: otra
escena, desenfadadamente tridimensional, donde la ac-

120
Cheap íhrills

ción bien podía haber estado off pero evidentemente


había podido ser mortal, por oposición a las prolonga-
das agonías embadurnadas de ketchup que sembraban
el otro campo de batalla vecino.
Finalmente, también yo me alejé. Durante un
momento me pareció que iba a nevar y la quietud del
aire helado me recordó cuál era mi presente domi-
ciliode elección. Pero no nevó. El olor acre de la
orina se mezcló con la herrumbre de las vías ele-
vadas, los paneles apagaron sus lamparitas y la línea
Porte Dauphine-Nation me admitió, con un simulacro
de dirección.

(Incluido en Vudú urbano, Edgardo Cozarinsky,


Anagrama, 1983)

121
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Hugo del Carril
Mi auténtica vocación es la de director de cine,
porque una actividad más creativa que la de cantante
es
o la de actor. El trabajo de actor siempre lo hice un
poco obligado, como consecuencia lógica de mi carrera
artística. El canto me llevó inevitablemente al cine. Pero

la profesión de director abarca todos los campos cine-


matográficos y es también complementaria de las de-
más artes. Así que de manera conciente, al comenzar
como actor, iba haciendo paralelamente un aprendizaje
que decidí que había llega-
silencioso, sin prisas, hasta
do el momento de ponerme detrás de las cámaras con
Historia del 900 (1949).
En ese film, Homero Manzi retocó los diálogos

y siguió muy de cerca el transcurso del rodaje. Manzi


era un iluminado, un creador polifacético. Tenía una
un hombre suma-
inspiración increíble, inagotable. Era
mente inquieto y divertido. Lástima que nos dejara an-
tes de lo esperado. Un día me pidió que lo acompañara

con el coche al médico, porque tenía que retirar los


resultados de un chequeo que se había hecho. Me llamó
poderosamente la atención que en el viaje de vuelta no
pronunciara ninguna palabra, justamente él que era tan
parlanchín. Le pregunté qué le ocurría, pero no con-
testó nada. Se quedó pensativo, mirando a través de la
ventanilla. Como insistí, me miró sonriendo y me dijo:
Hugo del Carril

—El tordo me encontró algo en el pulmón que


con seguridad me va a llevar a la tumba.
Sin embargo, cuando llegamos al boliche, entró
como todos los días, riendo y saludando a todos los
amigos con sus infaltables bromas. No mucho después
lo despedíamos para siempre. Falleció en mayo de 1951.
Enrique Santos Discépolo es otra leyenda. Otro
grande. Un personaje inabarcable e inclasificable; todo
lo que se pueda decir de Discepolín no alcan-
es poco,
za. En los años 40 yo estaba trabajando en Ciudad de
México, en los Estudios Churubusco. Necesitaba con
urgencia una canción para una película en que yo era la

protagonista. El director, Roberto Gavaldón, me apre-


miaba con el tiempo. Así que mandé un telegrama a
Discépolo, a Buenos Aires, pidiéndole una canción y
explicándole que la quería en el término de una sema-
na. Discepolín, ocurrente como siempre, me contestó
en otro escueto y rápido mensaje: “No poseo la inspira-
ción a plazo fijo”. Tuve que rendirme y enviarle una
carta detallada para que me hiciera la composición. Fi-
nalmente, la mandó: se llamaba ''Canción desesperada' y
sirvió de título para el film.

Con Mariano Mores nos une una amistad de


muchos Hicimos juntos en teatro Buenas noches,
años.
Buenos Aires que luego yo llevé a la pantalla en el año
1964. Ni el film ni la puesta teatral tenían argumento:
ambos eran una sucesión de canciones y bailes autóno-
mos. Con Mariano nos gastábamos bromas permanen-
temente. En uno de los números, yo estaba cantando
"Garúa” y sentí que me estaban mojando: miré para
arriba y lo vi a Mariano que, trepado a una plataforma

y fuera de la vista del público, me estaba empapando


con una regadera. La gente lloraba de risa y yo, todo

126
Tres hombres y una mujer

mojado, tuve que seguir cantando. Pero me vengué rá-


pidamente. A la noche siguiente, en una de las fun-
ciones vacié un frasco de vacelina sobre el teclado del
piano. En pleno número de apertura a Mariano se le
resbalaban los dedos y empezó a desentonar mientras
yo, en un costado del proscenio, me desternillaba a car-
cajadas.
Tita Merello es una mujer de quilates. Una mu-
jer que supo definir adónde quería llegar y llegó. Su
escuela dramática fue el trabajo, el empeño, el tesón.
Una intuitiva sin vueltas, que se autoformó y se pulió,
logrando en cada una de sus composiciones, una com-
penetración e integridad poco comunes. Tuve oportuni-
dad de dirigirla sólo una vez, en Amorina (1961), y creo
que la película es enteramente suya. Amorina es esen-
cialmente un relato sobre la soledad. El nombre Amo-
rina significa justamente “una mujer llena de amor”.
Por eso, ante el abandono y la indiferencia de sus hi-
jos, ante la infidelidad de su marido, Amorina se inven-
ta un amante. Desesperada y enferma, terminará por
enloquecer.
Unos años antes, la misma Tita había caído en
una profunda depresión: había sido incluida en una in-
justa lista negra por una supuesta vinculación con con-
trabando de té. Si bien había pasado antes por graves
crisis, éste era uno de sus peores momentos.
— Tita se va a suicidar —me dijo Cátulo Cas-
tillo — . Tenemos que hacer algo pronto, Hugo; sino va
a terminar matándose.
—Dejámela a mí, Catú... Alguna cosa se me va a
ocurrir, no te preocupes.
La llamé, tratando de ocultar mi preocupación.
En aquel momento yo viajaba a Rosario todos los fines

727
Hugo del Carril

de semana para dar una serie de recitales. La invité a

acompañarme. Al principio se negó pero, ante mi insis-

tencia, finalmente accedió:


—Bueno, está bien. Voy a ir a Rosario, así me
dejas de joder; pero te advierto que no quiero hablar ni

ver a nadie.
Al llegar a Rosario hablé con el empresario del
teatro y armé un plan para intentar sacarla de su depre-
sión. La llevé a un cuarto en el foso del escenario, detrás
del cortinado. El cuarto tenía una pequeña escalera que
conducía al escenario y una única puerta de salida.
—Ya que no querés ver a nadie le dije —
qué- —
date sentada y mirame actuar desde acá.
Cerré con llave y pedí al empresario que no le
abriera la puerta por nada del mundo. Salí a escena
pero, antes de empezar el recital, le hablé al público de
Tita y de lo que ella significaba como artista. En el cuar-
tito, ella intentaba infructuosamente abrir la puerta
para escapar. Finalmente, no tuvo más remedio que su-
bir los peldaños y enfrentar al público, que la recibió de
pie, con un estruendoso aplauso de varios minutos. En
un momento pensé que iba a desplomarse y tuve que
sostenerla desde atrás. Tomándome de lamano. Tita le
habló a la gente con lágrimas en los ojos. Fue una noche
gloriosa para ella y también para mí.

(Fragmento de una larga entrevista inédita realizada por


Gustavo Cabrera. Una versión resumida apareció en
Hugo del Carril, un hombre de nuestro cine, Gustavo Cabrera,
ECA, Buenos Aires, 1989)

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Artistas Argentinos Asociados fue fruto de la

casualidad. Yo ya era amigo de toda la gente que con-


currí^ al café Ateneo y allí debo decir que nació AAA
y Ld guerra gaucha. Yo le decía a Discépolo siempre
que tenía que filmar su gran tango “Cafetín de Buenos
Aires” porque era un poco mi vida, porque de ''chiqui-
lín yo miraba de afuera / la ñata contra el vidrio'' hasta
que un día pude entrar a ese café Ateneo y otro día me
acerqué a la mesa donde estaban ellos, los oí hablar.
Otro día me puse más cerca. Y otro, ya me senté con
ellos, opiné, hablé.
Y AAA se formó a raíz de todo eso. Un día yo
había ido con Faustín a los estudios SIDE, eñ la calle

Campichuelo. Estaban filmando una película, con Ma-


ría Duval, basada en un libro de Gregorio Martínez
Sierra: Canción de cuna. Faustín, con otro español, era
el productor de esa película y me dijo:

—Yo tendría que hablar contigo porque quisie-

ra que hiciéramos juntos una producción — y yo le dije:

—Mirá: vos tenés esa idea podemos ampliar


Si la

porque yo conozco a Muiño, a Alippi, a Petrone que


también tienen ganas de eso. Entonces podríamos ha-
cer una cosa más importante.
Hablé con Muiño, con Alippi, con Petrone, con
Magaña. Nos pusimos de acuerdo y así nació AAA

Í31
Lucas Demare

porque nuestra meta era hacer ha guerra gaucha. Las


conversaciones habían venido arrastrándose durante
mucho tiempo. El que apoyaba mucho la idea era Ho-
mero Manzi, que junto con Petit de Murat hicieron la

adaptación. Ellos fueron los gestores de todo eso.


íbamos empezar con La guerra gaucha pero
a
luego, por distintos motivos, tuvimos que postergarla.
Yo pensaba que los exteriores de La guerra gaucha te-
níamos que filmarlos en Salta en la época mejor, en los
meses de enero y febrero. Pero cuando ya teníamos
todo listo para empezar y el dinero justo, nos enteramos
de que en esa época no se podía ir a Salta porque era la
época de las lluvias. Los caminos se volvían intransita-
bles, los ríos se desbordaban. Teníamos que ir en invier-

no, un cambio violento.


Como todo estaba en marcha, decidimos hacer
El viejo Hucha que fue nuestra primera producción.
Este film nos llevó parte del dinero que teníamos. En-
tonces tuvimos que empezar a vender el alma al diablo.
El Hucha aún no había dado sus primeros frutos.
viejo
Sí, comenzamos a vender una película, en la que nadie
creía, sin que estuviera hecha. Es decir, que casi la rega-
lamos. Hay gente, exhibidores, distribuidores que se
hicieron multimillonarios con La guerra gaucha y noso-
Vendíamos zonas completas como el Litoral,
tros, no...

en 30 mil pesos y para toda la vida. Y cuando fue un


éxito no sólo ganaron con La guerra gaucha sino que
quienes querían ese film tenían que llevarse otros cin-
cuenta films más. Y fue así como se hicieron fortunas.
Nos fuimos a Salta con el poco dinero que nos
quedaba. El equipo estaba integrado por 80 personas,
más o menos, que ya eran un decir. El único que vivió
en un hotel en Salta fue Muiño, por su edad. Los demás

U2
Cómo se filmó La guerra gaucha

vivíamos en una casa a diez kilómetros de Salta donde


ahora hay un regio camino, pero no en ese entonces. La
casa era una casa de material donde decían que había
vivido el general Manuel Belgrano. Era un enorme
caserón, con un salón muy grande donde habíamos ubi-
cado a cincuenta personas. Los demás nos arreglába-
mos en dos cuartos que había.
La película, con todos los trabajos que hicimos,
con los uniformes de época, con la gente que tuvimos
que llevar de Buenos Aires, en fin, con todo, nos costó
doscientos sesenta y nueve mil pesos.
Me fui a Salta un tiempo antes porque el en-
cuadre de la película lo quería hacer sobre el terreno.
Antes, como yo conocía los lugares en que iba a filmar
una película cuya acción se desarrollaba en Buenos
Aires, no necesitaba visualizar esos lugares. Pero esta
vez el paisaje me era desconocido.
Recorrí los lugares, me impregné de cerros, bos-
ques, llanuras y quebradas y recién entonces me puse a
encuadrar el libro.

Llevamos muchos trajes de gauchos. Era una


ropa nuevita, recién salida de la sastrería teatral. Me di
cuenta de que, de acuerdo con el espíritu de la pelícu-

la, no iba. De modo que cuando veía un


esa ropa nueva
gaucho auténtico que llevaba una ropa usada, aunque
ésta fuera rotosa —era ropa usada y vivida yo lo — ,

llamaba y le cambiaba su ropa por mi reluciente ropa de


sastrería. Así nació la ropa que Enrique Muiño usó en
el film.

Distinto fue el procedimiento que tuve que em-


plear con los uniformes de época, como los que vestían
Chiola y Magaña: todas lasmañanas se los hacía poner
y con ellos montaban a caballo y daban largos paseos.

133
Lucas Demare

De ese modo no sólo ablandaban los flamantes uni-


formes sino que ablandaban sus cuerpos poco acostum-
brados al trote del caballo. Y a los lugareños les llama-
ba muchísimo la atención encontrarse, de pronto, con
tipos uniformados a la usanza realista o patriota que pa-
seaban tan campantes por la campiña salteña. Y a veces
llegaban hasta la ciudad...

Néstor Patrón Costas nos mandó de Anta unos


cuantos gauchos auténticos. Eran imponentes, con sus
barbas renegridas. Algunos de ellos tenían en su haber
unas cuatro o cinco muertes. Venían con sus caballos,
con sus guardamontes, con sus sombreros de cuero re-
tobado, con sus coletos y con sus ponchos colorados
con la guarda negra. Nos llamaron poderosamente la

atención. Y a mí particularmente. Tenían una especie


de resignación dentro de su fiereza. Y el por qué de
ello, recién me enteré muchos años más tarde. Ha-
ciendo otra película, tuve la suerte de conocer Anta.
Entonces me di cuenta de que era verdad lo que me ha-
bían dicho. Anta era un pueblo miserable donde ci-

ne era una palabra desconocida. Entonces comprendí


que los gauchos, cuando recibieron la orden de Pa-
trón Costas de venir a Salta para “hacer la guerra gau-
cha”, se despidieron de sus familias porque creyeron
que realmente iban a la guerra, a la guerra gaucha de
verdad.
Esos gauchos fueron parte de los extras que tra-
bajaron en la película. Hubo muchos otros, pero de la
ciudad de Salta. Los contrataba porque me interesaba
en sus rostros de lugareños, en sus rasgos muy mar-
cados.También hicieron de extras soldados del regi-
miento que nos facilitaron las autoridades militares.
Con nosotros vinieron los hermanos Novoa, de Ma-

134
Cómo se filmó La guerra gaucha

laderos, grandes jugadores de pato y que me hicieron


muchas caídas de caballo muy, pero muy bien hechas.
Enrique Muiño era un actor fácil de llevar. Pero
ocurría que le gustaba macanear en grande. Pero ma-
caneaba con gracia. Sabía que hacía gracia macanean-
do. Y digo lo de macaneador porque yo le conozco
muchas anécdotas al respecto. Por ejemplo, cuando es-
cribí con Mac Dougal el libro de El cura gaucho, apro-
vechando que iba a buscar los lugares de filmación, me
instalé unos días en una casa que Muiño tenía en
Capilla del Monte llamada “La tapera”. Yo conocía
muy bien la casa. En la puerta de entrada, tenía una
enorme piel de yarará, extendida. Yo sabía perfecta-
mente quién se la había regalado, ya curtida y prepara-
da y luego le he oído contar mil veces la forma cómo él
había cazado a la víbora. Muiño sabía que hacía gracia
y por eso inventaba las cosas más extrañas. Era un hom-
bre maravilloso, extraordinario y yo le he querido casi
tanto como a mi padre. Con él tuve muchas agarradas,
pero cuando ya nos teníamos confianza. Claro está que
la primera película que hice con él fue para mí muy

dura: yo era un chiquilín y él un actor ya consagrado.


Me costó metérmelo en el bolsillo. Y para eso tuve que
luchar bastante.
El que, sin lugar a duda, era un actor extraordi-
nario yademás muy compañero de todos nosotros, y a
quién muchos de los actores argentinos le deben mu-
chísimo, fue Elias Alippi. Lamentablemente murió
antes de La guerra gaucha. El tenía un papel, el que
luego hizo Sebastián Chiola, para el cual se preparaba
con grandes esperanzas. Ya estaba en cama y se había
dejado crecer una pequeña barbita para componer físi-
camente el personaje. Cuando estuvo listo el libro


Lucas Demare

definitivo de La guerra gaucha se lo fuimos a llevar


todos. Y se lo leimos. Cuando terminó la lectura dijo:
—Bueno, (^pero quién le pone el cascabel al

gato?
Yo le dije:

—Flaco, no se preocupe que le vamos a poner el

cascabel al gato.
Se estaba muriendo y preguntaba:
— (íDónde está el taño?
Muiño me llamaba “Turco” (nunca supe por
qué) y Alippi me llamaba “Taño”. Recuerdo sus últimas
palabras. Me dijo:

—Mirá, pibe, cuidámelo al viejo Muiño.


—Quédese tranquilo. Flaco, lo vamos a cuidar
— le contesté.

Y efectivamente nos ocupamos de él. Alippi, en


cambio, murió a los pocos días de estrenarse El viejo
Hucha.

(Fragmento de un reportaje realizado por julio Ardiles Cray,


aparecido en Convicción, el 10 de agosto de 1980)

136
EL CIEGO RENZ0
Leonardo Favto
Luján de Cuyo: caravanas de álamos y calles
largas; como deben ser, de tierra. Allá a lo lejos, la cor-
dillera. En ella rebota el sol de la mañana y el aire es

azul. Sí, azul.

Reunidos alrededor del fuego tomaremos mate


cocido, mi abuelita Genoveva, diminuta, arrugadita y
empolvada; y la tía Berta, siempre de negro. Rosarios
y velas en mis cinco años. “Ah, mi vida linda... ¡Mi vi-

dita!”
quedó
Allá —
pasé hace poco —
sólo el horno de
barro derrumbado en parte y un ventanal quebrado ya,
resistiéndose a morir empotrado en el muro que da a la
calle, el único de pie en medio de un baldío.

Arropado, en sábanas remendadas hasta el mila-


gro, veo pasar fantasmas sobre mi cabeza; me cubro los
ojos, temeroso. Abuelita duerme, tía Berta también.
Las velas no: aún están despiertas. Titilan en los
últimos fulgores que iluminan a San Jorge, San Roque,
lasdecenas de estampitas y ese Cristo, pobrecito de mi
alma, tan triste y tan solito; y su mirada. ¡Ah, mi Diosito
lindo y querido! No puedo dormir.
Desde lejos llega, ese grito que ya es parte de mi
pueblo. Como los sapos, el rumor constante de las ace-
quias, la brisaque hace flamear los álamos. Sí, ya es
parte del todo ese “ay, ay, ay mi vida” y luego, el canto

139
Leonardo Favio

estirado y dulce. Es inconfundible el grito alegre del


ciego Renzo. Sé de donde viene. Viene del cine con su
hermano. Mañana —como siempre— a la hora de la

siesta, cuando me vea sentado a la orilla de la acequia,


me dirá: “¡Nos vimos una cinta de Gardel de la gran
flauta! ” Y apoyado en su bastón de palo de durazno me

la contará de cabo a rabo, tal vez exagerando para

aumentar mi envidia.
Y así fue como, a través de su voz, vi mis pri-
meras películas.

(Inédito, 1996)

140
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Roberto Fontanarrosa

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Cuando Walter Jeremy Rathbone modeló e im-
pulsó a Roy T. Thomas hacia los umbrales de la fama,
no lo hizo por un elemental cariño por los animales sino
por pura desesperación.
La crisis del 30 había caído sobre la familia
Rathbone como una furiosa tormenta de nieve y su
padre, Estabel, perdió de la noche a la mañana todas las
esperanzas de enriquecerse. Estabel había sido siempre
pobre como una rata pero alentaba día a día, con te-
nacidad de inmigrante, el americano sueño de alcanzar
fortuna. La aciaga mañana del 14 de octubre de 1934,
el padre de Walter se despertó con la infausta nueva de

que las dos acciones de la United Westinghouse que


había comprado valían menos que una cucharada de
cocoa y que sus ambiciones de prosperar entre la sórdi-
da sociedad de Plymouth se habían esfumado como hu-
mo aventado en la borrasca. Para colmo, Walter perdió
aquella misma tarde el abono para viajar en ómnibus,
con lo que el mandoble del destino sobre la familia se
tornó demoledor. Con la vista vacía, fijos sus ojos sobre
la celeste pantalla del televisor, Walter J. Rathbone
comprendió que debía aguzar su ingenio si no quería
que él y su padre terminaran sus días en un asilo.
Y fue allí, en aquel momento de zozobra y de-
sasosiego, en tanto sostenía lánguidamente en su mano

143
Roberto Fontanarrosa

derecha una botella de cerveza cuando su embo-


tibia,

tado cerebro detectó la idea que estaba buscando. La


respuesta estaba allí, enfrente suyo, a dos metros tan
sólo, en pequeña pantalla que impregnaba de tintes
la

azulinos el comedor de la humilde casa. Era obvio que


algo faltaba en el mágico recuadro. Prestó atención.
Estaban poniendo una nueva entrega de uno de sus
personajes favoritos, Rin Tin Tin, pero ni siquiera la

magia de la TV podía engañar a aquel espectador aven-


tajado.
Rin Tin Tin ya no era el mismo, comprobó Wal-
ter, echándose hacia adelante en el desventrado sillón.

Su pelo, de común sedoso y esponjado, lucía ahora que-


bradizo y ralo y ni siquiera lo monocromo de la tele-
visión de aquellos años podía ocultar la enfermiza pa-
lidez de su paladar. La mirada del perro, otrora viva y
exultante, era ahora una mirada errática, vaga, con difi-
cultad para posarse en los objetos móviles. Con aflic-

ción, porque amaba a aquel animal, Rathbone se hincó


de rodillas casi con su nariz pegada a la pantalla para
estudiar al astro. Hasta el ladrido, aquel ladrido enérgi-
co, sano, resonante, que procuraban imitar todos los
niños de Plymouth cuando jugaban en la calle, ya no era
el mismo. Poco había quedado de ese ladrido de mo-

dulación cantora que, grabado en una placa de la Voice


Record Corporation en abril de 1928, vendiera más
copias que “Navidad Blanca” por Bing Crosby para la
misma época. Y algo convenció a Walter de que se ha-
llaba ante el ocaso del perro maravilloso: las escenas de
acción eran interpretadas por un doble. Para quien,
como Walter, algo conocía del mundo de la televisión,

no era difícil percatarse de la triquiñuela ya que el perro


que suplantaba a Rin Tin Tin cuando éste debía trepar

144
Historias de Hollywood: Roy T Thomas

a un tejado, caer por una barranca o soportar que un


alud de rocas cayera sobre sus dorsales, era un chi-
huahua de pelaje oscuro, sin duda originario de Mé-
xico. Por más esfuerzos que hacía el pequeño animal
por remedar los movimientos mayestáticos del astro, se
notaban su de entrenamiento y escuela. “Mexica-
falta

nos”, musitó Walter, condolido quizás por aquellos


sufridos extras que llegaban a Hollywood atravesando
la frontera por las noches, ocultos en camiones llenos
de estiércol, disimulados entre arreglos ornamentales de
cactus, y que luego morían como moscas por cinco dó-
lares o un plato de frijoles, a manos de los directores de
producción de la industria.
Aquella noche Rathbone no pudo conciliar el

sueño. Se la pasó caminando de un lado al otro del pe-


queño living de su casa, la misma cerveza tibia entre las
manos, hasta que el balazo con que su padre puso fin a
su desengaño trizó la calma de la noche como un ra-
malazo de impotencia.
Walter, él lo sabía, había tenido siempre una
particular relación con los animales. De niño podía tor-
cer el curso deuna columna de hormigas con el úni-
co imperativo de su silbido. Había conseguido el mila-
gro, ya adolescente, de enseñarle a repetir la palabra
“Quaker” a un canario, aunque éste se negaba luego a
demostrar tal suerte, aduciendo que el esfuerzo le afec-

taba la garganta. Y hasta había conseguido que una tor-


tuga, Ileana, le trajera los zapatoscuando él se lo soli-
citaba, siempre y cuando lo hiciera de buenas maneras.
Walter se había desilusionado un tanto cuando Ileana
demoraba una eternidad para traerle el calzado y en
muchas ocasiones aparecía con zapatos que pertenecían
a los vecinos, lo que le ocasionó innumerables peleas y

145
Roberto Fontanarrosa

contratiempos. Eso y la fulgurante patada que le aplicó


un mulo cenizo a quien procuró enseñarle que se su-
biera a una tapia, lo alejaron del adiestramiento de las
bestias domésticas.
Convencido embargo de que aquélla era una
sin

de las pocas habilidades de las que podía ufanarse a lo


largo de una vida que no le había sido pródiga en satis-
facciones, Rathbone comenzó misteriosamente a atisbar
por avenidas y callejones. El destino, por fin, lo
calles,

premió un 18 de mayo de 1934, ya cuando el otoño


oscurecía el atardecer junto a las arremolinadas aguas
del Delaware. Entreuna jauría de perros que cruzó la
avenida Tremont con escaso cuidado y comportamien-
to ruidoso, Rathbone creyó descubrir su objetivo. Se
trataba de un pincher pequeño, tal vez más pequeño
que lo que ambicionaba Walter, pero de buenos cuar-
tos traseros y cabeza noble. Y una lengua carnosa y
larguísima que colgaba, algo procaz, sobre los belfos
húmedos. El animal se entreveraba con los demás, exci-
tados todos ostensiblemente por la presencia de una
perra. La conducta del animal estudiado por Walter
era, si no vergonzosa, equívoca.

Una hora después, cuando la noche era un pié-


lago negro que apretaba a Plymouth como una tenaza,
Rathbone, entre puntapiés y manotazos audaces, pudo
desprender al animal de la jauría. Llegó a su aparta-
mento con el pincher en brazos, destrozadas sus ropas
por las dentelladas de los descontrolados animales, man-
chados sus pantalones y solapas por humedades pesti-
lentes..., pero feliz por la conquista.
De allí en más fue ímprobo el trabajo para dotar
al pincher de un bagaje mínimo de conocimientos para
que pudiera enfrentar con éxito el impertinente ojo de

146
Historias de Hollywood: Roy T. Thomas

una cámara de televisión. En más de una oportunidad


Rathbone cayó en el desaliento cuando el animal con-
fundía sus órdenes de sentarse, hacerse el muerto, saltar
sobre una mesa, fingir desinterés, cojear con tres de sus
patas o encrespar el pelo hasta parecer una cotorra.
Pensó seriamente en matarlo una tarde en que lo inicia-
ba en la vocalización, cuando llegó a sus oídos, desde la
magnética y monocorde voz de un locutor de radio una
noticia que lo dejó helado: Rin Tin Tin había sido
encontrado muerto en su casilla de madera de Beverly
Hills. La noticia no era muy clara, pues dentro de la

casilla había sido encontrado también un mapache,


desvanecido, el agua en su plato con iniciales no había
sido tocada y un hueso de goma que conservaba el as-
tro desde pequeño había desaparecido y sería halla-
do días después al pie del monumento a Abrahm Lin-
coln, en Boston. La novedad, aunque cruel, retempló a
Rathbone.
Durante dos años más pulió al pincher, consu-
miendo con morosidad de esclavo los pocos ahorros
que había reunido durante años trabajando de lavaco-
pas en una fábrica de cristales. Finalmente, un 13 de
octubre de 1935, el “Día de San Ignacio Inmisericorde”
para la congregación beata de Halifax, presentó a su pe-
rro, con el nombre artístico de Roy T. Thomas, a Frank
Mojardo, director general de los estudios Mountain &
Little Mountain. Cualquier iniciado en las lides cine-

matográficas se habría percatado de que las iniciales del

pupilo de Rathbone eran las mismas que las del recor-

dado Rin Tin Tin, a título de simbólico homenaje, pero


Mojardo no reparó en el detalle. Su cabeza era una
simple y fría máquina de calcular y consideró que Roy
T. Thomas podía hacer sus primeras armas en la tele-

147
Roberto Fontanarrosa

visión, como animal de reparto. No era esto lo que


ambicionaba Rathbone, pero su olfato de descubridor
de que aquél no era un mal comienzo.
estrellas le dijo

Con Roy metido en el aceitado engranaje de la Moun-


tain & Little Mountain, sólo habría que tomarse tiempo
para que el gran público lo descubriera.
Y pronto tuvo oportunidad la audiencia de
conocerlo. Fue cuando Roy, haciendo equilibrio sobre
sus dos patas traseras, alcanzó un plato lleno de naipes
a Randy, el ilusionista, en el “Show de Merly”, una tarde
como tantas del año 1935. Nadie pareció reparar en él,
salvo Rod M. Boettich, crítico del “Magician Affairs”,
quien le destinó un par de líneas, advirtiendo que el pa-
so de Roy había lucido más firme y elegante que el
mismísimo caminar de la orguUosa Merly. Bien sabía
Rathbone que aquel estiletazo no estaba destinado a
exaltar la labor de su pupilo sino a defenestrar a Merly
Leominster, pero la mordaz ironía de Boettich acerca-
ba, ciertamente, agua para su molino. Fue un golpe de
suerte. La Leominster no soportó el agravio y en el

show siguiente respondió airadamente al crítico tratán-

dolo de homosexual de izquierda, lo que era cierto y


aceptado, incluso por el Politburó. Cuando, en la pos-
terior entrega de “Magician Affairs”, Boettich volvió a
abofetear a Merly con lo mismo, Rathbone y Roy ya
habían sido despedidos del show.
Pero la semilla estaba echada y toda la farándu-
la de Hollywood comentaba el asunto. Al poco tiempo,
Custer W. Benetton, el zar de las películas de acción,
llamó a Rathbone para salir a cenar junto con su perro.
Fue una prueba de Roy se comportó como
fuego, pero
una caballero en la elegante mesa de “La Cote Basque”,
donde se suscribió el contrato de su próximo trabajo.

148
Historias de Hollywood: Roy T Thomas

El dinero no era mucho, pero compensaba, en parte, los


gastos de Rathbone y ponía al pincher compartiendo el
cartel con John Wayne, Robert Preston y una joven
inquietante que surgía, Teresa Farnum, quien con el
tiempo terminaría su carrera triunfal siendo la secre-
taria de Zero Mostel.
La película Caravana de carretas no fue un éxito
para pero obtuvo gran suceso en el público,
la crítica,

cosa habitual en los productos de Benetton, conside-


rado por los popes del espectáculo como “El buitre
sangriento del celuloide”. El casting registró a Roy T.
Thomas como “Perro Aquello no conformaba a
lE’.
Rathbone, pero su experiencia en el medio le dijo que
estaba en buen camino y su olfato percibirá, como el de
un tiburón hambriento, que el vil dinero grande nave-
gaba cercano. Roy compartió luego el reparto de Mon-
tañas de repugnancia con Lee Samella, donde hacía de
lobo; Hurgando en las narices, comedia con SaUy Vé-
neto, donde interpretaba a un gato, y otro par de pe-
lículas menores de la MCA.

Luego, el trabajo se cortó. La Segunda Guerra


Mundial requería toda la hojalata posible para las es-
cudillas que contenían la comida de las tropas de ultra-
mar y las clásicas “latas” de películas pasaron a tener un
costo inalcanzable para la industria.
Cuando ya Rathbone comenzaba a preocupar-
se aparecióuna propuesta desde el teatro. Roy debía
acompañar a Raoul Franciosa, el mismo de ¥ea horcha-
ta de la ira, en El arenque, una obra bastante hermética
de Eneas Semegunda. Rathbone pensó mucho la pro-
puesta. Aquella obra, sin duda alguna, no tendría nin-
guna trascendencia, no alcanzaría a juntar ni una doce-
na de espectadores y moriría en el anonimato de alguna

149
.

Roberto Fontanarrosa

sórdida sala de “off-Broadway” alimentada por el gusto


pervertido de un grupo de intelectuales.
Pero no había otra propuesta y el solo hecho de
que apareciera una noticia en las revistas especializadas
anunciando que Roy trabajaría secundando a Francio-
sa sería por demás prestigioso para el animal. Si bien
Rathbone moría por ver a su perro en el brillo incom-
parable de las marquesinas de Hollywood, comprendió
que el respeto que el mundo actoral profesaba por
Franciosa podría derramarse también, como un baño
de oro, sobre el lomo de su discípulo. Franciosa había
sido considerado como el “mejor actor dramático” del
año 1942, cuando hiciera de paralítico que co-
autista
me saltamontes en Oscura deidad y el mundo de la crí-
tica hablaba de él como “el seguro sucesor de Richard

Dru”.
Fue así como Roy Thomas accedió a las ta-
T.

blas, interpretando el perro vagabundo que acompaña


a Franciosa en El arenque, una lluviosa noche de es-

treno en marzo del 43


Casi durante un año Walter R. Rathbone se can-
só de visitar productores, directores y compañías cono-
cidas, buscando un trabajo digno para su estrella, en
tanto ésta perdía su tiempo en un sótano-concert para
15 butacas en el Soho. Por fin Erwin Manifiesto, dueño
de la Airline Fiesta y amigo personal de Howard Ru-
gues, quien había comprado por mera diversión la
O’Meaghan Pictures, lo llamó por teléfono para infor-
marle que había pensado en Roy para el personaje cen-
tral de su próximo éxito, Eoobie, the Dog. Rathbone
no podía creer lo que escuchaban sus oídos y una lluvia
de almíbar, polvo de. estrellas y luces multicolores se
abatió sobre él al escuchar la oferta. Por fin su perro

m
Historias de Hollywood: Roy T Thomas

maravilloso tendría laverdadera y ansiada oportunidad


en el séptimo arte, la instancia que lo pondría en los

umbrales de la fama definitiva y, quizá, del preciado


“Oscar”.
Tomó el tren nocturno a Rockland, ebrio de
euforia, hacia la ignota sala teatral donde Roy despil-
farraba su tiempo y su esfuerzo, para informarle que
debía ponerse al frente de un elenco de 476 actores
y
249 actrices. La noche del 15 de octubre de 1945 será
recordada siempre por Walter J. Rathbone pues la res-
puesta de Roy puso en su corazón una carga de acíbar,
contrariedad y amargura, carga a la que muchos médi-
cos atribuirían un año después la culpa de lo que le
ocurriera.
Roy fue franco y cortante con su entrenador.
Le hizo saber que había descubierto el verdadero tea-
tro, que había percibido el maravilloso sabor del con-

tacto con el público y que, gracias a los consejos


y al
sabio diálogo con Franciosa, había logrado desatar,
dentro de sí, el “muñeco” actoral y perceptivo del que
tanto hablaba Stanislavsky en sus libros. Rathbone
no lo pudo creer. Gritó, insistió, rogó, lloró y hasta
amenazó a Roy con llamar a la perrera. Roy le dijo
que El arenque ya bajaba de cartel, pero que había
comprometido con Franciosa su presencia para actuar
la temporada entrante en Hedda Gabler de Ibsen. Rath-

bone, esa misma noche, tomó el tren de vuelta a Ply-


mouth para informar a Manifiesto de la desconcertante
decisión de Roy.
De Roy T. Thomas no
supo más durante se
mucho tiempo. En 1965 reapareció su nombre, como
actor de reparto, en Ea balandra^ una obra experimen-
tal del escritor yugoslavo Voivodinic. Luego, su rostro
Roberto Fontanarrosa

se pierde para siempre, sospechándose incluso que va-


rió su nombre para no ser detectado por la industria.

De Walter J. Rathbone se conoció un año des-


pués la infausta nueva, en tipografía sagala condensa-
da 8, en las páginas interiores de un diario de Kingston.
Foobie, the Dog se filmó con éxito relativo en el

44, y la negativa de Roy T. Thomas posibilitó el aus-


picioso debut de un actor joven, de físico abusivo y ric-
tus de desagrado, que respondía al nombre de Víctor
Mature.

(Incluido en El mayor de mis defectos y otros cuentos,


Roberto Fontanarrosa, De la Flor, 1 990)
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EE0P0ED0 Í0RRE
MÍlSS0N
Beatriz Guido
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A mediados de abril de 1951, Ernesto Sábalo me
presentó a Leopoldo Torre Nilsson. La cita era para las
cinco de la tarde, pero él llegó a las cinco menos cuar-
to. Cuando abrí la puerta, supe que el hombre que ocu-
paba todo el vano y yo, estaríamos ligados para siempre
a la vida y a la muerte. Su mano no deja ni dejará de
apoyarse en la mía.
Mi primer encuentro fue una mentira. Dije,
mentí que había visto El crimen de Oribe en portugués.
El se sorprendió. Yo regresaba de Roma, después de
dos años y había publicado un libro de cuentos. Se tra-
taba de una fantasía que se haría realidad. Y Torre
Nilsson creyó en ella. Los dos buscamos que ese primer
encuentro, que esa primera fantasía se hiciera realidad
con todos su films.

“Ciudadano y cineasta genial, amó a sus amigos,


a los suyos y a su país por encima de todas las cosas.”
Creo que en esas palabras que escribieron sus amigos
sobre su tumba, está resumida toda su obra y toda su
personalidad.
Pienso que alguna vez voy a poder escribir, casi
como una necesidad de sobrevivirme o de sobrevivir-
nos, paso a paso su biografía. Hoy, cuando a las cinco
de la tarde siento que en mi casa comienza a sonar el
timbre y los cineastas jóvenes vienen en busca de resol-
Beatriz Guido

ver la incógnita de búsqueda de una


la imagen, la

expresión cinematográfica sin censura, con absoluta li-


bertad de expresión, comprendo que debo salir otra vez
de mí misma, de nuestra propia biografía, para contar,
para expresar su lucha, su trabajo y, como reza el título

de este libro Los films de Leopoldo Torre Nilsson, tratar

de marcar en cada libreto cinematogáfico cómo fueron


gestados y cómo se escribían. Leopoldo era un lector de
cuatro a cinco horas diarias: A las cinco y media o seis
de la mañana ya estaba despierto y al lado de su mesa
de luz tenía varios muchos en inglés, sobre
libros, lite-

ratura norteamericana. El era un apasionado de las bio-


grafías cinematográficas. Sus dos pasiones eran el cine y
la literatura. Inseparables.
Yo soy un escritor con visera, no sé hacer otra
cosa que escribir. Y él tenía también esa pasión tan
definida por el que muchí-
cine y el oficio de escribir
simas veces no sabíamos donde terminaba uno y donde
empezaba el otro. Leopoldo era un buscador de libre-
rías. A él le gustaba ir, revisar, descubrir. En nuestros
viajes —recuerdo Nueva York— se pasaba las horas en
“Brentano”, tratando de desentrañar y descubrir los
últimos libros, los últimos relatos, la penetración aními-
ca que después iba a infundir a sus personajes.
¿Cómo gestaba un film? A la mañana, él escri-

bía en papelitos con su membrete, la línea de aquél


film que deseaba hacer. Lo escribía en forma de cuen-
to. Después la leíamos y a las ocho de la mañana ya es-
taba en su oficina. Allí citaba a sus colaboradores más
inmediatos. En los últimos tiempos, sus hijos, Mórtola,
e inmediatamente llamaba al equipo. Anteriormente,
los colaboradores más cercanos fueron Grossi, Eichel-
baum, Mabel Itzcovich, Luis Pico Estrada, Becher,

m
Evocación de Leopoldo Torre Nilsson

Luna, hermanados por idéntica pasión. Creía firme-


mente en la realización de sus proyectos y se entregaba
en desesperadas luchas palaciegas.
Reescribía sus films todo el tiempo; pero sin em-
bargo, cuando la película se terminaba ya estaba casi
compaginada. El veía un film como si viera un cuento o
un poema. Es decir, cuando él la entregaba, la película
estaba casi armada. En el set, todo era un ballet, pero no
un de ensayo, sino una suerte de realización en
ballet
estado de vigilia. No se escuchaba un grito, no había una
contraorden. Leopoldo decía que prefería equivocarse,
antes que darle a su equipo la sensación de duda. Él lle-
gaba absolutamente seguro de aquello que tenía que ha-
cer, aunque estuviera dudando
y muriéndose por dentro.
El momento más placentero era la hora de ir a
los laboratorios Alex, a ver los “campeones”. En el ex-
tranjero sufrió porque no tenía a su gente, aunque se
llevó a muchos. Casi la mitad del equipo en Puerto
Rico, eran argentinos.
Yo recuerdo cuandofilmó La chica del lunes y
Los traidores de San Ángel. Tenía un camino abierto
sensacional. Vivíamos en un hotelito atrás del Plaza, en
Nueva York, en un hotel muy barato, una habitación
que nosotros habíamos arreglado con un Cristo colonial
que habíamos comprado en México. Pero para recibir
a los productores, porque él quería a todo trance con-
seguir un productor norteamericano, que al final lo
consiguió, para producir Martin Fierro, que era una de
sus grandes, entonces nos vestíamos elegantísimos, co-
mo podíamos, y de este hotelito, que estaba al lado de
una funeraria, él se cruzaba por la puerta de atrás del
Plaza y citábamos allí los productores, a tomar un cóc-
tel, para convencerlos de que en la Argentina se po-
Beatriz Guido

dían hacer películas, que no éramos aquella gente que


él tenía en la idea de que en las latas mandaban tierra

y papeles, en vez de negativo. Y así, en esa lucha cons-


tante, sin desfallecer, casi diría sin caídas, hacía ante-
salas.

Después de la Revolución Libertadora, Leo-


poldo comprendió que no había otra salida para el ci-
ne argentino, que fuera darle una ley de cine. El sa-
bía que la oferta y la demanda es una cosa imposible
para el cine de cualquier lugar del mundo y sobre to-
do en este país, con la imposibilidad de conquistar a
todo este tipo de público, sobre todo para el tipo de
Recuerdo exactamente
cine que él quería que se hiciera.
que durante un año y medio, viviendo ayudados por
May Nilsson de Torre, Polo Torres Ríos y Leopoldo,
junto a Carlos Hugo Christensen, hacía antesalas con
Aramburu, para tratar de sacar esa maravillosa ley que

produjo la “Generación del 60 ”.


Leopoldo fundó una sociedad, la A.D.P. en la
cual estaban Demare, Soffici y, sobre todo, el amigo
que lo acompañó durante todo ese tiempo, junto con
Christensen, que fue Tinayre. Extrañamente, Tinayre
era el que hacía las antesalas con él y que les gritaba
para decirles lo que significaba que no tuviéramos una
ley de cine.
Leopoldo fue un luchador, un denodado lucha-
dor, que quería a sus amigos y decía que había una sola
forma de amistad. Era gran amigo de los críticos. Era
hijo adoptivo de Calki; adoraba a Grossi, a Eichelbaum,
a Ferreira, a Sammaritano, a Couselo, adoraba a todo
ese núcleo que tanto había estado tan cerca de Terra.
Tenía una pasión muy intensa por sus hijos. Los iba a
recoger dos o tres veces por semana, los llenaba de

138
Evocación de Leopoldo Torre Nilsson

libros, los tenía muy junto a él y por sobre todas las


cosas era un hombre que no tenía pudor con sus sen-
timientos. Con su imagen adusta, que a veces producía
temor y daba la sensación de que no había acercamien-
to, era un hombre que no tenía ningún pudor en adorar

a su padre, en salir con su madre, en llevarlos con él, en


viajar con Fue un sindicalista en el amplio sentido
ellos.

de la palabra. Un hombre que luchó por sobre todas las


cosas por tener un cine industrial, pero a su vez era un
gran demócrata. Todos conocen su ideología política,
que era una ideología con defensa absoluta del indivi-
duo. Creía en la libertad absoluta del individuo. Era un
hombre que atacaba a la censura como a un roedor que
invade el cuerpo del hombre. No
un demagogo,
era
tenía un enorme desprecio por los demagogos. Fue muy
combatido por todos aquéllos que no vieron en él a un
hombre al que por sobre todas las cosas amaba las li-
bertades individuales, pero que también tenía un pro-
fundo sentido de la justicia universal. Era un libre-
pensador, es indudable, pero también tenía un enorme
respeto sobre el misterio y las profundidades de lo so-
brenatural. Venía de un hogar protestante-católico. Él
estaba marginado pero era respetuoso. Tenía grandes
amigos religiosos con los cuales no discutía, sino que los
admiraba, como el padre Quiles, padre Harpa y el
el

rabino Ackermann y sus parientes pastores de Lomas


de Zamora. Era un hombre al cual la justicia individual,
la problemática, lo apasionaba.
Leopoldo trabajó completamente ligado a la
producción, por eso no dejó nunca de filmar, porque él
no podía jamás traicionar al productor, porque decía
que hermanándose la dirección y la producción era la
única forma de seguir expresándose.
Beatriz Guido

Él decía que su película más completa era La


mano en la trampa. Decía que no podía decir cuál era la
que más le gustaba totalmente. A él le gustaban* escenas
de cada uno de sus films. Poseía una enorme compe-
netración con Alfredo Alcón. Y decía que si tenía que
hacer la vida de un gigante,
hacía con Alfredo y si
la

tenía que hacer la vida de un enano, también la hacía


con Alfredo. La relación entre ellos era más que una
hermandad, era una suerte de conductos sanguíneos en
la cual la amistad, la ternura, el roce, les bastaba. Una
mirada era suficiente para saber el sentido de la voz y el

gesto.
Era un hombre que no tenía el mal humor gra-
tuito.Recuerdo un día en que estábamos muy tristes:
regresamos de Berlín, en que La caída estuvo a punto de
ganar el primer premio y no lo ganó. Nosotros nece-
sitábamos terriblemente de ese premio en el exterior
para su estreno en Buenos Aires. Al llegar a Londres fue
a un quiosco de diarios y compró todos los diarios
franceses. Y en uno de esos diarios, en la primera pági-
na, decía: “Equivocación del jurado de Berlín. Obra
maestra La caida'\
Hubo gente que no le perdonó a Leopoldo su
antiperonismo que, hay que dejarlo bien sentado, era
un antiperonismo muy respetuoso. Él lo que odiaba
era todo aquello que significó el ostracismo de su padre

y de toda una generación. Pero era respetuoso del ta-


lento, se inclinaba ante el talento, aunque fuera de un
opositor.

(Incluido en Los films de Leopoldo Torre Nilsson,


Jorge Abel Martín, Corregidor, 1 980)

160
EL NA\CII/'\\IIE\J^0
DE C/í\lDIID/\
Niní Marshall
I Á- . 4>kA
como de Lumiton salté a EFA, y de Catita a
Así
Cándida, también de Romero pasé a las órdenes de Luis
Bayón Herrera, quien estaba enamorado de ese perso-
naje. Casi tanto como don Roberto Llauró.

Fue al presidente de la firma anunciadora de mi


programa radial a quien se le ocurrió llevar al cine el per-
sonaje, seguro de su éxito. El era director del flamante
sello de Julio Habló con Romero y éste intercedió
Joly.
ante la gente de Lumiton para que “me prestaran”.
Guerrico y Lofiego accedieron “siempre y cuan-
do no hiciera Catita” condición que no tuvo importan-
cia, pues el proyecto era otro.
La propuesta me pareció excelente, porque me
ofrecía la oportunidad de crear en la pantalla otro de
mis personajes, con una faceta más sensible. Más hu-
mana. Pensé que Cándida se prestaba para hacer algu-
na escena dramática. Era una forma de demostrar que
también servía para conmover.
Mi no tuvo límites cuando el director
alegría
aceptó filmar un tema mío que venía dándome vueltas
en la cabeza y que a Bayón lo entusiasmó.
Así surgió Cándida. El guión cinematográfico lo
hizo Hernán de Castro, pero mis diálogos, como fue ha-
bitual en la mayoría de las películas que hice, los escri-
bía y adaptaba yo.

163
Niní Marshall

Luis Bayón Herrera era un hombre muy inte-

ligente. Temperamental, sanguíneo, diría yo. Tenía cul-


tura, en particular literaria y era buen poeta. Cierta vez
me confesó que antes de llegar al país había estudiado
declamación con Margarita Moreno en España. En Ar-
gentina fue co-autor y co-director junto a Romero de
memorables temporadas de revistas. Después fue su
ayudante de dirección y como él, tenía un sentido intui-
tivo de lo popular. Una palabra que a muchos “snobs”
no les gustaba y que para mí es la base de toda obra lla-

mada a trascender, misma se hace con respeto.


si la

Lo importante es no confundir “popular” con


“populachero” o “chabacano”.
Bayón me intimidaba un poco. Era por su ca-
Se enojaba con cierta frecuencia y descargaba su
rácter.

malhumor con los extras, o con los técnicos de segundo


orden, a quienes trataba a los gritos:
—A ver ¡esa Gorda! ¡que venga caminando por el
costado!
—¡El narigón, que salga de allí, que lo van a sacar
de perfil!...

Yo que solía bromear con los compañeros du-


rante los descansos de filmación, me portaba con él co-
mo una santa y no tuve problemas en esa película. En
cambio en la segunda... Fue mientras rodábamos Los
celos de Cándida: recuerdo que un día Codecá y yo
teníamos que filmar el cierre del filme. El debía mostrar
unos pero fue verlo y verme, ambos en
escarpines...
camisón, ridículos con los escarpines... y empezar a
reírme. Augusto, que era tentado como yo, se contagió

y tuvimos que parar la filmación.


Bayón estaba enojado, pero hablaba con cor-
tesía.

164
El nacimiento de Cándida

—No dan cuenta que no podemos


se desperdiciar
celuloide...

—Tiene razón, Bayón, comprenda... pero...


Bueno... bueno... Ya pasó.
Yo me ponía seria. Pero era inútil. Lo veía a
Codecá y otra vez empezaba.
—¡Corten!
Otra vez la reprimenda. Mi promesa de no
volverme a reír y luego Codecá, los escarpines y... ¡el

ataque!
La escena se repitió tres o cuatro veces. Codecá
y yo estábamos congestionados. No podíamos más y lo
peor fue que habíamos contagiado a todos. Aída Luz
desternillándose en su de filmación. Los técnicos
silla

también. Todos, menos Bayón. Estaba fulo.


Revoleó algo y gritó, perdiendo la serenidad:
—¡Me voy! ¡No aguanto más! Cuando la señora
Niní Marshall termine de reírse, me avisan.
Y se fue. Enojado conmigo y con razón.
Después de reírme todo lo que quería, le fui a

pedir perdón: en el tono más zalamero que encontré.


—No se enoje Bayón conmigo. Es una enfer-
medad que tengo: me pongo a reír y no puedo parar...
(fNo me cree?
Yo no sé si me creyó lo de la enfermedad, pero
me pidió que me hiciera arreglar el peinado y el ma-
quillaje nuevamente. Me dolía la cabeza de tanto ti-
rarme de los pelos.

Esa anécdota pertenece a la segunda película de


esa serie. De la primera, o sea de Cándida, tengo otro
lindo recuerdo:
Hacíamos una de las primeras escenas del filme.
El estudio reproducía el dormitorio para mujeres del
Niní Marshall

Hotel de Inmigrantes. Estaba esperando que me llama-


ran para filmar cuando observé a una muchacha de
belleza singular. Alta, delgada, preciosa. De cabellos
negros, recogidos. Muy suave en sus movimientos.
Actuaba de extra. Me acerqué a ella y me regaló
una sonrisa, hermosa y amplia.
Le hablé a Bayón.
— ¿Reparó usted en la belleza de esa criatura?
Su cara produce verdadero placer. ¿Por qué no le dan
un papelito?
— Vamos a ver...

—Vamos, Bayón... sea bueno. Un rostro así


adorna la película.

La observó y coincidió conmigo.


Así fue como ZuUy Moreno tuvo su primer pe-
queño papel.
Cándida resultó algo digno. Realizada con un
guión, que aunque me alcancen las generales de la ley,

tenía un buen planteo y humanidad en su contenido.


Bayón Herrera hizo en aquella película auténtico
cine. La cámara más que fotografiar, sugirió estados de
ánimo, escenas costumbristas y sentimientos. En parti-
cular en la primera mitad del filme, las imágenes mos-
traron sin explicar captando el arribo de los inmigrantes
que llegaban a montones en la década del treinta.

Quedé muy contenta con el resultado. La in-

corporación de Cándida no podía haber sido


al cine
mejor. Sentí entonces que era un silencioso homenaje a
Francisca, mi gallega, que en su rincón español, jamás
imaginó haber sido mi fuente de inspiración.

(Incluido en Mis memorias, Niní Marshall en colaboración con


Salvador D'Anna, Editorial Moreno, 1985)

166
I

I,!;-

I
í‘
Historia de una pasión

Un día Carlos Hugo Christensen vino a ver-


me...
—Mechita, creo que he encontrado el libro para
que filmemos, por fin, juntos. Se trata de Safo, historia
de una pasión de Daudet. César Tiempo y Julio Porter
han hecho la adaptación y estoy muy entusiasmado con
la idea. Si aceptás el libro y que yo te dirija, Lumiton

está de acuerdo.
Me pareció que en sus palabras había un cierto
temor, basado en mi anterior rechazo para filmar con él
Los chicos crecen.
—Mirá, Hugo... El libro, lo leeré, aunque co-
nozco la obra, incluso la he visto en teatro, y en cuanto
a vos... te dije entonces y te repito hoy: no tuve ni tengo
ningún inconveniente en que me dirijas. Sos un mucha-
cho joven 26 años), talentoso, buen director y
(tenía
buena persona. Si entonces me negué, no fue por vos,
sino por que no era una película para mí.
— Gracias... Yo creí que lo habías dicho como
una salida elegante y que siendo una estrella como sos,
no querías un director tan joven.
— ¡Déjate de embromar!... Si el libro me gusta,
no hay nada más que decir...

769
Mecha Ortiz

Me dejó el guión y nos vimos unos pocos días


después.
—Hugo, leí la versión...

— ¿Te gustó?
— Me pareció un tema muy
i
Sí! audaz... sobre
todo en esta época que están de moda las novelas rosas

y las ingenuas. ¿Nosotros vamos a filmar Safo que pue-


de conmover hasta a Barón Biza o Pittigrilli? ¡Me pare-
ce que se nos puede ir la mano!
—La vamos a filmar con mucha calidad. Con
gran sensualidad, pero con elegancia. Si vos me decís
que no, la película no se hace. Pensálo... Están entusias-
mados desde Guerrico hasta Andreani que está ha-
ciendo la música. Sin Mecha Ortiz no hay Safo...
—Confío en vos... y en Dios, porque si sale mal,
vamos todos presos.
Había dado el “sí”, pero no por eso perdí mis
temores.
Leí y releí el guión varias veces. El tema era audaz,
pero Hugo tenía razón, estaba hecho con mucha dignidad.
Claro que todo dependía de cómo se filmara.
El personaje de “Selva” (Safo) me fue atrapando
poco a poco. Eso es una curiosidad que no me ha ocu-
rrido muchas otras veces y especialmente después del
estreno de esta película.

Carlos Hugo Christensen

Hugo más joven que tenía el cine


era el director
argentino hasta el momento. Pepe Guerrico lo conoció
en Splendid y se lo llevó a Lumiton para que colaborara
con Mugica en Asi es la vida.

170
La historia de Safo

Por ese momento vivía en Munro, frente a los


estudios y era un muchacho tan inteligente y de tantas
inquietudes, que poco después Guerrico le confió la
dirección de una película: El inglés de los güesos.
Fue una gran realización y tras un traspié, olvi-
dable, filmó Los chicos crecen que también fue un
“boom”. De cuatro películas, una fue buena y dos
fueron brillantes.
A
poco de empezar a trabajar juntos, se inició
entre nosotros una comunicación muy tierna y muchas
veces, hablábamos de sus comienzos.

Ay... Mechita. No sabés la emoción que sentí

el día que vi publicado mi primer cuento en la revista

El Hogar. Fue casi tan grande como cuando Joaquín de


Vedia insertó mis poesías en La Nación.
Su inquietud literaria lo acercó al mundo del es-
pectáculo.
—Un Mis sueños de mu-
día ingresé en la radio.
chacho santiagueño, hijo de padre danés, se empezaban
a cumplir. Tenía a mi cargo una compañía en Splendid.
Estaban, entre otros. Delia Garcés, Hugo Pimentel. El
autor era Muñoz Aspiri, pero el cine era mi pasión. Me
atraía hasta la obsesión.
El azar hizo el resto.

—Un día Gaché me presentó Pepe Guerrico y


a
poco tiempo después era ayudante de Mugica en Así es
la vida. Vivía en los sets, preguntando, averiguando, inte-
resándome por todo. Me importaban los enfoques, el rit-
mo, utilizar todos los medios técnicos que ofrecía en esos
momentos nuestra cinematografía... Así fui aprendiendo.
—Sos un gran director y estoy muy contenta de
trabajar con vos.
—Yo miedo que no fuera
tenía así... porque...

171
Mecha Ortiz

— (íNo me vas hablar otra vez de Los


a chicos
crecen}
—No nombres más que esos chicos ya son
los

adultos...

Safo provocó revuelos desde que se anunció la

filmación, incluso en el propio sello.


Christensen estaba cada vez más entusiasmado,
pero también más presionado por gente de Lumiton.
Afortunadamente Guerrico lo apoyó incondicio-
nalmente.
Les parecía que en sus estudios debían seguir la

línea de las películas ingenuas, las comedias rosas o de


costumbres y las cómicas, géneros éstos que les habían
dado muchas satisfacciones.
Hubopresiones y hasta no faltó quien le dijera

un día a Pepe Guerrico:


— ^Cómo permitís que se filme una película co-
mo Safo en Lumiton?
A veces me sentí muy mal. Parecía cómplice de
algo pecaminoso. Exageraban tanto, que por momentos
hasta me entraba la duda si estaba filmando algo por-
nográfico. No. Estaba segura que estaba haciendo una
película con categoría.
No obstante iba a ver todos los días lo que
filmábamos... ¡Por las dudas!...
Esos trozos de filmación, que veía en el mi-
crocine del estudio, ratificaban mi impresión: la pe-
lícula estaba bien hecha.
No he sido ni soy ninguna puritana y tampoco
me gusta que se eludan escenas que hacen al argumen-
to, creando un cine o un teatro dulzón con sabor a ce-
rezas (pese aque me encantan, refrescadas al hielo).
Pero siempre he pensado que todo lo que se hace arri-

172 .
La historia de Safo

ba de un escenario o para la pantalla, debe tener la se-

riedad y dignidad que impone el buen gusto.


A mí el desnudo innecesario me desagrada,
salvoque una auténtica obra de arte lo justifique y
no conozco muchos casos en los cuales sea impres-
cindible.

Argumento, adaptación y música

Antes y mientras se filmó Safo el sello puso a dis-


posición de Christensen todos los medios posibles para
hacer una película de gran nivel.
La novela de Alfonso Daudet era ya una garantía
y de ella se había hecho un guión libre, pero muy inte-
ligente, tarea que había sido encomendada a dos hom-
bres de mucho talento, grandes amigos míos. Me re-

fiero a César Tiempo y Julio Porten


La música la hizo George Andreani. No había
tenido ocasión de conocerlo personalmente, pese a que
había musicalizado con anterioridad El gran secreto.
El maestro Andreani había llegado a nuestro
país desde Francia tras la invasión alemana, huyendo,
dado su origen Había hecho la música de muchas
judío.
películas francesas y era uno de los favoritos de Du-
vivier en sus primeros films.

Tenía un talento fuera de serie y un espíritu crea-


tivo tan singular que el día que me hicieron escuchar el
vals, leit-motiv de Safo, no pude resistir la tentación de
besarlo.
Pese a que siempre hizo excelente música para
que Andreani llegó a demostrar toda
películas, pienso
su capacidad cuando compuso la sinfonía para El canto

173
Mecha Ortiz

del cisne. La misma es digna de figurar en el repertorio


de las mejores orquestas sinfónicas del mundo.
La fotografía había sido confiada a Alberto Tra-
verso y su nombre ya era toda una garantía. Ricardo
Conord, con su minuciosidad, hizo la escenografía, co-
pia fiel de la época en que se desarrollaba la acción.
El elenco lo integraron Mirtha Legrand, que sien-
do una primera figura había aceptado hacer un breve
papel, por gentileza. Hubo en el reparto nombres que
ya son historia en la cinematografía argentina: Nicolás
Pregues, Guillermo Battaglia, Eduardo Cuitiño, Miguel
Gómez Bao...
Pero... ¿y c\ galán?

Mi galán

Christensen buscaba un actor joven para hacer


elpersonaje de Raúl y que tuviera, aparte de capaci-
dad, el phisique du rol que requería el personaje de
muchacho, bien inocente, con aire ingenuo y también
pasional.
Tenía que dar, en forma muy visible, mucha me-
nos edad que yo y la mayoría de los consagrados eran
más o menos de mi camada o mayores.
Pensaron entonces encontrar un actor todavía
no muy conocido y hurgaron en los archivos, vieron pe-
lículas, hojearon revistas especializadas...
A
de una nota periodística, Guerrico y Hu-
raíz

go repararon en un joven actor que había actuado en


pequeños papeles en uno o dos films pero había hecho
radio, en un programa de mucha audiencia en su época:
Chispazos de tradición.

174
La historia de Safo

Se hicieron proyectar la película Doce mujeres,


donde trabajaba y se entusiasmaron. Lo llamaron y
aunque lo encontraron un poco “excedido de peso”, le
hicieron la propuesta. Primero harían una prueba, si
daba bien le ofrecerían ser mi galán, pagarle mil pe-
sos moneda nacional por su trabajo y una buena pro-
moción.
La única condición previa fue que perdiera unos
kilos.

El joven actor que soñaba con abrirse camino en


el cine, alternaba su trabajo con el de pintor de brocha
gorda y como él solía contarme siempre ‘‘con gorrito de
papel de diario en la cabeza', que era su forma de sub-
porque en lo nuestro, cuando se empieza, no
sistir, se

puede vivir de lo que pagan por lo que se trabaja.


La propuesta “lo hizo pellizcarse varias veces”
y
por supuesto aceptó inmediatamente, firmando contra-
to con Lumiton, política que usaba la empresa cuando
lanzaba a un debutante. Si tenía éxito, el sueldo del ac-
tor contratado era bajo en relación a su popularidad y
prestigio. Pese a que eranmuy amigos míos, debo con-
fesar que el sello nunca fue muy generoso con sus astros

y estrellas. Mucho menos, con los que empezaban.


Lógicamente, el joven aceptó, tras rescindir un
compromiso con Sono. Horas después, me habló Chris-
tensen.
—Mecha, ya tenemos tu galán... Se llama Ro-
berto Escalada.
— ¿Quién es?
—Un joven que puede ser un “gol”. El lunes,

empezamos a filmar y te lo presento.


Yo, sinceramente, no lo conocía o no lo recor-
daba.

173
Mecha Ortiz

Nos presentaron en el set y lo vi, no sólo muy


buen mozo —
como lo sigue siendo — sino con toda la
timidez y humildad que requería el personaje. Se pa-
recía, en más joven, a Santiago Arrieta.

—La señora Mecha Roberto Escalada,


Ortiz...

tu galán...
—Señora — Roberto— para mí un ho-
dijo es

nor... Me siento como esos chicos que van por primera


vez al colegio...

Anécdotas de filmación

Cuando empezamos a filmar Safo, Christensen


me pidió que viviera en el chalet que Lumiton poseía en
Munro, con él y con Escalada.
Era una especie de “concentración”, para evitar
invitaciones, salidas y compromisos que siempre sur-
gían. Además, era una forma de cuidarlo a Escalada, a
quien lo tenía a bife y ensalada, para que no engordara.
Me dieron una habitación en la que había mu-
cha luz y por eso me despertaba en cuanto amanecía.
Para evitarlo usaba un antifaz negro, para dormir, que
me habían traído de Estados Unidos. Todo inútil... Los
pájaros, desde muy temprano, empezaban a cantar y me
despertaban, aunque ello tenía por lo menos la belleza

y el encanto menos prosaico que las sobresaltantes alar-

mas de los relojes.


Era tal la cantidad de pájaros (nunca escuché
tantos juntos trinando en un solo árbol, una de cuyas
ramas daba sobre el cristal de mi ventana, sin persianas)
que terminaba sentándome en la cama. Al principio un
poco fastidiada y somnolienta y luego sonriendo embe-

176
La historia de Safo

lesada. ¡Qué suave es despertar así! Una noche, en cam-


bio, fueron gritos en lugar de los pájaros, los que llega-
ban desde el otro extremo de la casa, donde estaban los
cuartos de Christensen y Roberto Escalada.
(íQué pasa? me dije —
Me saqué — .
y el antifaz

comprobé que aún era de noche. Sin embargo, percibí


un extraño olor a quemado. Me levanté sobresaltada,
me puse el deshabillé todo lo rápido que pude, o mejor
dicho me lo fuiponiendo en el camino, mientras corría
hacia el cuarto de donde provenían los gritos.
De otra habitación salió Berta, mi maquilladora,
que frecuentemente se quedaba a dormir.
— ¿Qué pasa?...
No le contesté. Yo tampoco sabía. Sin golpear
siquiera, abrí la puerta del cuarto yuna humareda pa-
recía envolverlo todo. En pijama, Roberto y Hugo esta-
ban tratando de apagar un principio de incendio.
— ¡Traigan agua! — grité.

Unos minutos después habíamos sofocado lo


que pudo ser un desastre.

¿Se puede saber qué pasó? les dije con to- —
no de “madre” enojada sin saber quién era el culpable.

Fue este inconsciente me respondió Hu- —
go— que se ha quedado dormido con el cigarrillo pren-
dido. Yo estaba en el quinto sueño, cuando no sé por
qué o por quién, me desperté, sentí un olor a quemado
tremendo y abrí la puerta y lo vi rodeado de llamas.
— Si no hubiera sido por Hugo, no cuento el

cuento...
— Sos un irresponsable y un fumador empe-
dernido — agregué seriamente.
Como ellos me miraron, agregué para suavizar
las cosas.

177
Mecha Ortiz

— ¡Me han puesto nerviosa!... ¿Me dan un ci-

garrillo?
No puedo repetir lo que me dijeron.

(Incluido enMecha Ortiz por Mecha Ortiz,


Entrevistas con Salvador D’Anna y Elena B. de D'Anna,
Editorial Moreno, 1 982)

178
f

t
V.
—A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una
mujer como todas. Parece muy joven, de unos veinticinco
años cuanto más, una carita un poco de gata, la nariz chi-

ca, respingada, el corte de cara es... más redondo que ova-


lado, la frente ancha, los cachetes también grandes pero
que después se van para abajo en punta, como los gatos.

— ¿Y ojos?
los
—Claros, seguro que verdes,
casi los entrecierra
para dibujar mejor. Mira al modelo, la pantera negra del
zoológico, que primero estaba quieta en la jaula, echa-
da. Pero cuando la chica hizo ruido con el atril y la silla,

la pantera la vio y empezó a pasearse por la jaula y a


rugirle a la chica, que hasta entonces no encontraba
bien el sombreado que le iba a dar al dibujo.

¿El animal no la puede oler antes?

No, porque en la jaula tiene un enorme pe-
dazo de carne, es lo único que puede oler. El guardián
le pone la carne cerca de las rejas, y no puede entrar

ningún olor de afuera, a propósito para que la pantera


no se alborote. Y es al notar la rabia de la fiera que la

chica empieza a dar trazos cada vez rápidos, y más


dibuja una cara que es de animal y también de diablo.
Y la pantera la mira, es una pantera macho y no se sabe

si es para despedazarla y después comerla, o si la mira


llevada por otro instinto más feo todavía.

181
Manuel Puig

— ¿No hay gente en zoológico ese día?


el

—No, nadie. Hace


casi Los
frío, es invierno. ár-

boles del parque están pelados. Corre un aire frío. La


chica es casi la única, ahí sentada en el banquito plega-
dizo que se trae ella misma, y el atril para apoyar la hoja
del dibujo. Un poco más lejos, cerca de la jaula de la
jirafas hay unos chicos con la maestra, pero se van rápi-
do, no aguantan el frío.

— ¿Y no ella tiene frío?


—No, no acuerda se como en otro
del frío, está
mundo, ensimismada dibujando pantera. a la
— ensimismada no
Si está en otro mundo. está
Esa una contradicción.
es
— ensimismada, metida en
Sí, es cierto, ella está
el mundo que de eUa misma, y que apenas
tiene adentro
si lo está empezando a descubrir. Las piernas las tiene
entrelazadas, los zapatos son negros, de taco alto y grue-
so, sin puntera, se asoman las uñas pintadas de oscuro.
Las medias son brillosas, ese tipo de malla cristal de
seda, no se sabe si es rosada la carne o la media.
—Perdón pero acordate de lo que te dije, no
hagas descripciones Sabés
eróticas. que no conviene.
—Como Bueno,
quieras. sigo. Las manos de ella
están enguantadas, pero para llevar adelante el dibujo
se saca el guante derecho. Las uñas son largas, el

esmalte casi negro, y los dedos blancos, hasta que el frío


empieza a amoratárselos. Deja un momento el trabajo,
mete la mano debajo del tapado para calentársela. El
tapado es grueso, hombreras bien
de felpa negra, las

grandes, pero una felpa espesa como la pelambre de un


gato persa, no, mucho más espesa. ¿Y quién está detrás
de ella?, alguien trata de encender un cigarrillo, el vien-

to apaga la llama del fósforo.

182
El beso de la mujer araña

— (jQuién es?
—Esperá. Ella oye el chasquido del fósforo y se
sobresalta, seda vuelta. Es un tipo de buena pinta, no
un galán lindo, pero de facha simpática, con sombrero
de ala baja y un sobretodo bolsudo, pantalones muy
anchos. Se toca el ala del sombrero como saludo y se
disculpa, le dice que el dibujo es bárbaro. Ella ve que es
buen tipo, la cara lo vende, es un tipo muy comprensi-
vo, tranquilo. Ella se retoca un poco el peinado con la
mano, medio deshecho por el viento. Es un flequillo de
rulos, y el pelo hasta los hombros que es lo que se
usaba, también con rulos chicos en las puntas, como de
permanente casi.

—Yo me la imagino morocha, no muy alta,

redondita, y que se mueve como una gata. Lo más rico

que hay.
— ¿No era que no querías alborotar?
te

— Seguí.
— contesta que no
Ella Pero en se asustó. eso, al

retocarse el pelo suelta la hoja y el viento se la lleva. El


muchacho corre y la alcanza, se la devuelve a la chica y
le pide disculpas. Ella le dice que no es nada y él se da

cuenta que es extranjera por el acento. La chica le cuen-


ta que es una refugiada, estudió bellas artes en Buda-
pest, al estallar la guerra se embarcó para Nueva York.

El le pregunta si extraña su ciudad. A ella es como si

le pasara una nube por los ojos, toda la expresión de la

cara se le oscurece, y dice que no es de una ciudad, ella


viene de las montañas, por ahí por Transilvania.
—De donde Drácula. es
— Sí,montañas tienen
esas bosques oscuros,
donde viven las fieras que en invierno se enloquecen de
hambre y tienen que bajar a las aldeas, a matar. Y la
Manuel Puig

gente se muere de miedo, y les pone ovejas y otros ani-


males muertos en las puertas y hacen promesas, para
salvarse. A todo esto el muchacho quiere volver a verla

y ella le dice que a la tarde siguiente va a estar dibu-


jando ahí otra vez, como toda esa última temporada
cuando ha habido días de sol. unEntonces él, que es
arquitecto, está a la tarde siguiente en su estudio con
sus arquitectos compañeros y una chica colega también,

y cuando suenen las tres y ya queda poco tiempo de luz


y quiere largar las reglas y compases para cruzarse al
zoológico que está casi enfrente, ahí en el Central Park.
La colega pregunta adónde va, y por qué está tan
le

contento. El la trata como amiga pero se nota que en el


fondo ella está enamorada de él, aunque lo disimula.
— ¿Es un loro?
— No, de pelo castaño, cara simpática, nada del
otro mundo pero agradable. El sale sin darle el gusto de
decirle adónde va. Ella queda triste pero no deja que
nadie se dé cuenta y se enfrasca en el trabajo para no
deprimirse más. Ya en el zoológico no ha empezado
todavía a hacerse de noche, ha sido un día con luz de
invierno muy rara, todo parece que se destaca con más
nitidez que nunca, las rejas son negras, las paredes de
las jaulas de mosaico blanco, el pedregullo blanco tam-
bién, y grises los árboles deshojados. Y los ojos rojo san-
gre de las fieras. Pero la muchacha, que se llamaba
frena, no está. Pasan los días y el muchacho no la puede
olvidar, hasta que un día caminando por una avenida
lujosa algo le llama la atención en la vidriera de una
galería de arte. Están expuestas las obras de alguien que
dibuja nada más que panteras. En muchacho entra, allí

está frena, que es felicitada por otros concurrentes. Y


no sé bien cómo sigue.

184
El beso de la mujer araña

—Hacé memoria.
—Esperá un poco... No sé si es ahí que la salu-

da una que la asusta... Bueno, entonces el muchacho


también y la nota distinta a frena,
la felicita como feliz,
no tiene esa sombra en la mirada, como la primera vez.
Y la invita a un restaurant y ella deja a todos los críticos
ahí, y se van. EUa parece que pudiera caminar por la

calle por primera vez, como si hubiese estado presa y


ahora libre puede agarrar para cualquier parte.
—Pero Ueva él la a un restaurant, dijiste vos, no
para cualquier parte.
— no me Ay, exijas tanta precisión. Bueno, cuan-
do él se para frente a un restaurant húngaro o rumano,
algo así, ella se vuelve a sentir rara. El creía darle un
gusto llevándola ahí a un lugar de compatriotas de ella,

pero le sale el tiro por la culata. Y se da cuenta que a


ella algo le pasa, y se lo pregunta. EUa miente y dice que
le trae recuerdos de la guerra, que todavía está en pleno

fragor en esos momentos. Entonces él le dice que van a


otra parte a almorzar. Pero eUa se da cuenta que él,
pobre, no tiene mucho tiempo, está en su hora libre de
almuerzo y después tiene que volver al estudio. En-
tonces eüa se sobrepone y entra al restaurant, y todo
perfecto, porque el ambiente es muy tranquilo y comen
bien, y ella otra vez está encantada de la vida.
— él?

—El está contento, porque ve que ella se so-

brepuso a un complejo para darle el gusto a él, que él

justamente al principio lo había planeado, de ir ahí, pa-


ra darle un gusto a ella. Esas cosas de cuando dos se
conocen y las cosas empiezan a funcionar bien. Y él está
tan embalado que decide no volver al trabajo esa tarde.
Le cuenta que pasó por la galería de casualidad, lo que

m
Manuel Puig

él estaba buscando era otro negocio, para comprar un


regalo.
—Para colegala arquitecta.
— ^íCómo sabés?
—Nada, acerté no más.
lo -

—Vos, viste la película.


—No, aseguro.
te lo Seguí.
—Y dice que entonces pue-
la chica, la Irena, le

den ir a ese negoció. El enseguida lo que piensa es si le

alcanzará la comprar dos regalos iguales, uno


plata para
para el cumpleaños de la colega y otro para Irena, así
termina de conquistársela. Por la calle Irena le dice que
esa tarde, cosa rara, no le da lástima notar que ya está
anocheciendo, apenas a las tres de la tarde. El le pre-
gunta por qué le da tristeza que anochezca, si es porque
le tiene miedo a la oscuridad. EUa lo piensa y le contes-

ta que sí. Y él se para frente al negocio donde van, ella

mira la vidriera con desconfianza, se trata de una paja-


rería, lindísima, en las jaulas que se pueden ver desde

afuera hay pájaros de todo tipo, volando alegres de un


trapecio a otro, o hamacándose, o picoteando hojitas de
lechuga, o alpiste, o tomando a sorbos el agüita fresca,
recién cambiada.
—Perdoná... agua en
^^hay garrafa? la

— Sí, la yo cuando me abrieron para


llené ir al

baño.
—Ah, bien entonces.
está
— (fQuerés un poco?, está linda, fresquita.
— No, mañana no hay problema con mate.
así el

Seguí.
—Pero no Nos alcanza para todo
exageres. el día.

—Pero vos no me acostumbres mal. Yo me


olvidé' de traer cuando nos abrieron la puerta para la

186
El beso de la mujer araña

ducha, si no era por vos que te acordaste después está-


bamos sin agua.

—Hay de sobra, te digo... Pero al entrar los dos


a la pajarería es como si hubiese entrado quién sabe
quién, el diablo. Los pájaros se enloquecen y vuelan cie-
gos de miedo contra las rejitas de las jaulas, y se machu-
can las alas. El dueño no sabe qué hacer. Los pajaritos
chillan de terror, son como chillidos de buitres, no co-
mo cantos de pájaros. Ella le agarra la mano al mucha-
cho y lo saca afuera. Los pájaros enseguida se calman.
Ella le pide que la deje irse. Hacen cita y se separan
hasta la noche siguiente. El vuelve a entrar a la pajare-
ría, los pájaros siguen cantando tranquilos, compra un

pajarito para la del cumpleaños. Y después... bueno, no


me acuerdo muy bien como sigue, tengo sueño.
—Seguí un poco más.
—Es que con el sueño se me olvida la película,
(íqué te parece si la seguimos mañana?
—Si no te acordás, mejor la seguimos mañana.

—Con mate el te la sigo.

—No, mejor a la noche, durante el día no quie-


ro pensar en esas macanas. Hay cosas más importantes
en que pensar.
• • •

—yo no estoy leyendo y me quedo callado es


Si

porque estoy pensando. Pero no me vayas a interpretar


mal.
—No, No voy
está bien. atención,
te a distraer la
perdé cuidado.
—Veo que me entendés, agradezco. Hasta te lo

mañana.
—Hasta mañana. Que sueñes con frena.
—A mí me gusta más colega la arquitecta.

187
Manuel Puig

—Yo ya Chau.
lo sabía.
—Hasta mañana.

—Habíamos quedado en que él entró a la pa-


jarería y los pájaros no se asustaron de él. Que era de
ella que tenían miedo.
— Yo no te dije vos que
eso, sos lo pensaste.

— (íQué pasa entonces?


—Bueno, siguen viendo y
ellos se se enamoran.
A él ella lo atrae bárbaramente, porque es tan rara, por
un lado ella lo mima con muchas ganas, y lo mira, lo
acaricia, se le acurruca en los brazos, pero cuando él la
quiere abrazar fuerte y besarla ella se le escurre y ape-
nas si le deja rozarle los labios con los labios de él. Le
pide que no la bese, que la deje a ella besarlo a él, besos
muy tiernos, pero como de una nena, con los labios
carnosos, suavecitos, pero cerrados.
—Antes en nunca había sexo.
las películas

—Esperá, y vas a ver. La cuestión es que una


noche él la lleva de nuevo al restaurant aquel, que es no
de lujo pero muy pintoresco, con manteles a cuadros y
todo de madera, o no, de piedra, no, sí, ahora sé, aden-
tro parece como estar en una cabaña, y con lámparas a
gas y en las mesas simples velas. Y él levanta el vaso de
vino, un vaso de estilo rústico, y brinda porque esa
noche un hombre muy enamorado se va a comprome-
ter en matrimonio, si su elegida lo acepta. A ella se le

llenan los ojos de lágrimas, pero de felicidad. Chocan


los vasos y toman sin decir nada más, se agarran las
manos. De golpe ella se le retira: ha visto que alguien se
acerca a la mesa. Es una mujer hermosa, al primer vis-
tazo, pero enseguida después se le nota algo rarísimo en

m
E/ beso de la mujer araña

la cara, algo que da miedo y no


qué es. Porquese sabe
es una cara de mujer pero también una cara de gato.
Los ojos para arriba, y raros, no sé como decirte, el
blanco del ojo no lo tiene, el ojo es todo color verde,
con la pupila negra en el centro y nada más. Y el cutis
muy pálido, como con mucho polvo.
—Pero me decías que era linda.
— hermosa. Y por ropa
Sí, es que
la rara se nota
es europea, un peinado de banana todo alrededor de la
cabeza.
— ¿Qué es banana?
—Como un..., ¿cómo te puedo explicar?,un ro-
dete así como un tubo alrededor de la cabeza, que alza
la frente y sigue todo para atrás.
— No importa, seguí.
—Pero es que a lo mejor me equivoco, me pa-
rece que tiene como una trenza alrededor de la cabeza,
que es más de esa región. Y un traje largo hasta los pies,
una capa corta de zorros sobre los hombros. Y llega a la
mesa y la mira a frena como con odio, o no, una forma
de mirar como de quien hipnotiza, pero un mirar mal
intencionado de todas formas. Y le habla en un idioma
rarísimo, parada al lado de la mesa. Él, como le corres-

ponde a un caballero, se levanta, al acercarse una dama,


pero la felina ésta ni lo mira y le dice una segunda frase
a frena, frena le contesta en el mismo idioma, muy asus-
tada. El no entiende
una palabra de lo que se dicen.
ni
La mujer entonces, para que entienda también él, le
dice a frena “Te reconocí enseguida, tú sabes por qué.
Hasta pronto...” Y se va, sin haber siquiera mirado al

muchacho, frena está como petrificada, los ojos los tie-

ne llenos de lágrimas, pero turbios, parecen lágrimas de


agua sucia de un charco. Se levanta sin decir ni una pa-

189
Manuel Puig

labra y se envuelve la cabeza con un velo largo, blanco,

él deja un billete en mesa, y sale con ella tomándola


la

del brazo. No se dicen nada, él ve que ella mira con


miedo para Central Park, nieva despacito, la nieve
amortigua todos los ruidos y sonidos, los autos pasan
por la calle como deslizándose, bien silenciosos, el farol
de la calle ilumina los copos blanquísimos que caen,
muy lejos parece que se oyen rugidos de fieras. Y no
sería difícil que fuera cierto, porque a poca distancia de
ahí es donde está el zoológico de la ciudad, en el mismo
parque. Ella no sigue, le pide que la abrace. El la es-
trecha en sus brazos. Ella tiembla, de frío o de miedo,
aunque los rugidos parecen haberse aplacado. Ella dice,
apenas en un susurro, que tiene miedo de ir a su casa y
pasar noche sola. Pasa un taxi, él le hace señas de
la

parar, suben los dos sin decir una palabra. Van al depar-
tamento de él, en todo el trayecto no hablan. Llegan al
edificio, es una de esas casas de departamentos antiguas

muy cuidada, con alfombras, de techo de vigas muy al-


to, una escalera de madera oscura toda tallada y ahí a la

entrada al pie de la escalera una planta grande de pal-


mera aclimatada en una maceta regia. Ponele que con
dibujos chinos. La planta que se refleja en un espejo alto
de marco también muy trabajado, como los tallados de
la escalera. Ella se mira al espejo, se estudia la cara,
como buscando algo en sus facciones, no hay ascensor,
en el Los pasos en la alfombra no se
primer piso vive él.

oyen casi, como en la nieve. Es un departamento


grande, con todas cosas de fin de siglo, muy sobrio, era
el departamento de la madre del muchacho.

— ¿El qué hace?


—Nada, sabe que ella tiene algo adentro, que la
está atormentando. Le ofrece bebidas, café, lo que

m
El beso de la mujer araña

quiera. Ella no toma nada, le pide que se siente, tiene


algo que decirle. El enciende la pipa y la mira con esa
bondad que se le nota en todo momento. Ella no se
anima a mirarlo en los ojos, coloca la cabeza sobre las

rodillas de él. Entonces empieza a contar que había una


leyenda terrible de su aldea de la montaña, que siempre
la ha aterrorizado, desde chica. Y eso yo no me acuer-
do bien cómo era, algo de la Edad Media, que una vez
esas aldeas quedaron aisladas por la nieve meses y
meses, y se morían de hambre, y que todos los hombres
se habían ido a la guerra, algo así, y las fieras del bosque
llegaban hambrientas hasta las casas, no me acuerdo
bien, y el diablo se apareció y pidió que saliera una mu-
jer si querían que él les trajese comida, y salió una

mujer, la más valiente, y el diablo tenía al lado una pan-


tera hambrienta enfurecida, y esa mujer hizo un pacto
con el diablo, para no morir, y no sé qué pasó y la mujer
tuvo una hija con cara de gata. Y cuando volvieron los
cruzados de la Guerra Santa, el soldado que estaba
casado con esta mujer entró a la casa y cuando la fue a
besar ella lo despedazó vivo, como una pantera lo hu-
biese hecho.
—No entiendo muy confuso como
bien, es lo
contás.
—Es que memoria me
la Pero no importa. falla.

Lo que cuenta frena que sí me acuerdo bien es que


siguieron naciendo en la montaña mujeres pantera. De
todos modos ya ese soldado había muerto pero otro
cruzado se dio cuenta que era la mujer la que lo había
matado y la empezó a seguir y por la nieve ella se escapó
y primero eran pisadas de mujer las huellas que queda-
ban y al acercarse al bosque eran de pantera, y el cruza-
do la siguió y se metió al bosque que era de noche, hasta

m
Manuel Puig

que vio en la oscuridad los ojos verdes brillantes de


alguien que lo esperaba agazapado, y él hizo con la es-
pada y el puñal una cruz y la pantera se quedó quieta y
se transformó de nuevo en mujer, ahí echada medio
dormida, como
hipnotizada, y el cruzado retrocedió
porque oyó otros rugidos que se acercaban y eran las
fieras que la olieron a la mujer y se la comieron. El

cruzado llegó casi desfalleciente a la aldea y lo contó. Y


la leyenda es que la raza de las mujeres pantera no se
acabó y están escondidas en algún lugar del mundo, y
parecen mujeres normales, pero si un hombre las besa
se pueden transformar en una bestia salvaje.

¿Y ella es una mujer pantera?

Ella lo único que sabe es que esos cuentos la
asustaron mucho cuando era chica, y ha vivido siempre
con la pesadilla de ser una descendiente de aquellas
mujeres.
— ¿Y la del restaurant qué le había dicho?
—Eso es lo que le pregunta el muchacho. Y en-
tonces frena se echa en los brazos de él llorando y le
dice que esa mujer la saludó simplemente. Pero después
no, se arma de valor y cuenta que en el dialecto de su
aldea le dijo que recordara quién era, que de sólo verle
la cara se había dado cuenta que eran hermanas. Y que

se cuidara de los hombres. El se echa a reír. “No te das


cuenta”, le dice, “ellaque eras de esa zona, porque
vio
todos los compatriotas se reconocen, si yo veo un nor-
teamericano en la China también me acerco y lo saludo.
Y porque era mujer, y un poco chapada a la antigua, te
dijo que te cuidaras, ¿no te das cuenta?” Eso lo dice él,

y ella se tranquiliza bastante. Y tan tranquila se siente


que se empieza a dormir en los brazos de él, y él la

recuesta ahí en el sofá, le coloca un almohadón debajo

192
El beso de la mujer araña

de la cabeza, y le trae una frazada de su cama. Ella se


duerme. Entonces él se va a su pieza y la escena termi-
na que él en piyama y una robe de chambre buena pero
no de lujo, lisa, y la mira desde la puerta como duerme
y enciende la pipa y se queda pensativo. La chimenea
está encendida, no, no me acuerdo, la luz debe venir del
velador de mesa de luz de él. Cuando la chimenea ya
la

se está apagando frena se despierta, queda apenas una


brasa. Está ya aclarando.
—Se despierta de frío, como nosotros.
—No, cosa
otra la despierta, sabía que ibas a
decir eso.La despierta un canario que canta en la jaula,
frena primero siente miedo de acercarse, pero oye que
el pajarito estácontento y eUa se anima a acercársele. Lo
mira, y suspira hondo, aliviada, contenta porque el pa-
jarito no se asusta de eUa. Va a la cocina y prepara tos-

tadas, con mantequilla como dicen ellos, y cereales y...

—No hables de comidas.


—Y panqueques...
—De pido en
veras, te lo serio. Ni de comidas ni
de mujeres desnudas.
—Bueno, y despierta y lo él está feliz al ver que
eUa está tan a gusto en la casa y le pregunta si se quiere
quedar a vivir para siempre ahí.

— ¿El acostado todavía?


A

está
— Sí, ella le desayuno
llevó el cama. a la
—A mí nunca me gustó desayunarme recién le:

vantado, primero más que nada me gusta lavarme los


dientes. Seguí por favor.
—Bueno, él la quiere besar. Y ella no se le deja
acercar.
—Y tendrá mal aliento, que no se lavó los
dientes.

m
Manuel Puig

— vasSi te a burlar no tiene gracia que te

cuente más.
—No, por favor, te escucho.
—Él le repite si se quiere casar. Ella le contesta
que lo quiere alma, y que no quiere irse más
con toda el

de esa casa, se siente tan bien ahí, y mira y las cortinas


son de terciopelo oscuro para atajar la luz y para hacer
entrar la luz ella va y las corre y detrás hay otro cortina-
do de encaje. Se ve entonces toda la decoración de fin de
siglo. Ella pregunta quién eligió esas cosas tan lindas y

me parece que él le cuenta que está ahí presente la

madre, en todos esos adornos, que la madre era muy


buena y la hubiese querido a frena, como a una hija,

frena se acerca y le da un beso casi con adoración,


le

como se besa a un santo, ¿no?, en la frente. le pide Y


que nunca la deje, que ella quiere estar con él para siem-
pre, que lo único que quiere es poder despertarse cada
día para volver a verlo, siempre al lado de ella..., pero
que para ser su esposa de verdad le pide que le dé un
poco de tiempo, hasta que se le pasen todos los miedos...

Vos te das cuenta de lo que le pasa, ¿no?
—Que miedo de volverse pantera.
tiene
—Bueno, yo creo que que ella es frígida, tiene
miedo al hombre, o tiene una idea del sexo muy violen-
ta, y por eso inventa cosas.
— Espérate. Él acepta, y se casan. Y cuando Uega
la noche de bodas, ella duerme en la cama y él en el sofá.

—Mirando los adornos de la madre.


— vas Si te a reír no sigo, yo te la estoy contando
en porque a mí me gusta. Y además hay otra cosa
serio,

que no te puedo decir, que hace que esta película me


guste realmente mucho.

—Decime lo que sea, ¿qué es?

194
El beso de la mujer araña

—No, yo iba te a sacar el tema pero ahora veo


que y mí me da
te reís, a rabia, la verdad sea dicha.
—No, me gusta la película, pero es que vos te
divertíscontándola y por ahí también yo quiero inter-
venir un poco, ¿íQ das cuenta? No soy un tipo que sepa
escuchar demasiado, no?, y de golpe
^^sabés, me tengo
que estarte escuchando callado horas.
—Yo que creí para te servía entretenerte, y aga-
rrar elsueño.
— perfecto,
Sí, verdad, es la las dos cosas, me
entretengo y agarro sueño. el

— ¿Entonces?
—Pero, no parece mal, me
si te gustaría que fué-
ramos comentando un poco la cosa, a medida que vos
avanzás, así yo puedo descargarme un poco con algo.
Es justo, ¿no te parece?
— para burlarte de una
Si es que mí película a
me gustó, entonces no.
—No, mirá, podría que comentemos simple-ser
mente. Por ejemplo: a mí me gustaría preguntarte cómo
te la imaginás a madre del tipo.
la

— Si es que no te vas a reír más.


—Te lo prometo.
—A no sé, una mujer muy buena. Un en-
ver...

canto de persona, que ha hecho muy feliz a su marido y


a sus hijos, muy bien arreglada siempre.
— ¿Te la imaginás fregando la casa?
—No, la veo impecable, con un vestido de cue-
llo alto, la puntilla le disimula las arrugas del cuello.
Tiene esa cosa tan linda de algunas mujeres grandes,
que es ese poquito de coquetería, dentro de la seriedad,
por la edad, pero que se les nota que siguen siendo mu-
jeres y quieren gustar.

m
Manuel Puig

— Sí, está siempre impecable. Perfecto. Tiene


sirvientes, explota a gente que no tiene más remedio
que servirla, por unas monedas. Y claro, fue muy feliz
con su marido, que la explotó a su vez a ella, le hizo
hacer todo lo que él quiso, que estuviera encerrada en
su casa como una esclava, para esperarlo...
—Oíme...
— para esperarlo todas
... las noches a él, de vuelta
de su estudio de abogado, o de su consultorio de médico.
Y ella estuvo perfectamente de acuerdo con ese sistema,

y no se rebeló, y le inculcó al hijo toda esa basura y el hi-


jo ahora se topa con la mujer pantera. Que se la aguante.
— (íPero no te gustaría, la verdad, tener una ma-
dre así?, cariñosa, cuidada siempre en su persona...
Vamos, no macanees...

No, y te voy explicar por qué,
a si no en-
tendiste.
—Mirá, tengo sueño, y me da rabia que te salgas
con eso porque hasta que saliste con eso yo me sentía
fenómeno, me había olvidado de esta mugre de celda,
de todo, contándote la película.

—Yo también me había olvidado de todo.


— entonces?, ¿por qué cortarme
(^Y la ilusión, a

mí, y vos también?, ¿qué hazaña


a ésa? es
—Veo que tengo que hacerte un planteo más
claro,porque por señas no entendés.
—Aquí en oscuridad me hacés la me señas,
parece perfecto.
—Te voy a explicar.
— pero mañana, porque ahora me vino toda
Sí,

la mufa encima, mañana la seguís... Por qué no me


habrá tocado de compañero el novio de la mujer pan-
tera, .en vez de vos.

196
El beso de la mujer araña

—Ah, esa es otra historia, y no me interesa.


— ¿Tenés miedo de hablar de cosas? esas
—No, miedo no. Es que no me Yo ya interesa.
sé todo de aunque no me hayas contado nada.
vos,
—Bueno, conté que estoy acá por corrupción
te
de menores, con eso te 'dije todo, no la vayas de psicó-
logo ahora.
—Vamos, confesá que gusta porque fuma en
te
pipa.
—No, porque un es y compren-
tipo pacífico,
sivo.

—La madre eso todo.


lo castró, es
—Me gusta y Y vos gusta colega
basta. a te la

¿qué
arquitecta, detiene ésa?
guerrillera
—Me bueno, más que
gusta, pantera. la

—Chau, mañana me explicás por qué. Dejame


dormir.
—Chau.

—Estábamos en que se va a casar con el de la

pipa. Te escucho.
— qué ese tonito burlón?
ciPor
—Nada, contame, dale Molina.
—No, habíame del de pipa ya la vos, que lo
conocés mejor que queyo, vi la película.

—No conviene de
te el la pipa.
— ¿Por qué?
—Porque vos querés con lo no fines del todo
confesá.
castos, (íeh?,
—Claro.
—Bueno, gusta frena porque
a él le ella es frí-

gida y no la tiene que atacar, por eso la protege y la lleva

197
Manuel Puig

a la casa donde está la madre presente; aunque esté


muerta está presente, en todos los muebles, y cortinas y
porquerías, ¿no lo dijiste vos mismo?
— Seguí.
—Él si ha dejado todomadre en la casa
lo de la

intacto es porque quiere ser siempre un chico, en la ca-


sa de la madre, y lo que trae a la casa no es una mujer,
sino una nena para jugar.

Pero eso es todo de tu cosecha. Yo qué sé si la
casa era de la madre, yo te dije eso porque me gustó
mucho ese departamento y como era de decoración an-
tigua dije que podía ser de la madre, pero nada más. A
lo mejor él lo alquila amueblado.

Entonces me estás inventando la mitad de la
película.
—No, yo no invento, te lo juro, pero hay cosas
que para redondeártelas, que las veas como las estoy
viendo yo, bueno, de algún modo te las tengo que ex-
plicar. La casa, por ejemplo.

— Confesá que es la casa en que te gustaría vivir


a vos.
— Y ahora tengo que aguantar que
Sí, claro. te

me digas que dicen todos.


lo
—A voy decir?
ver... ciqué te a
—Todos me viene con mismo, ¡siem-
igual, lo
pre!
—¿Qué?

Que de chico me mimaron demasiado, y por
eso soy así, que me quedé pegado a las polleras de mi
mamá y soy así, pero que siempre se puede uno en-
derezar, y que lo que me conviene es una mujer, porque
la mujer es lo mejor que hay.
. — ¿Te dicen eso?

198
El beso de la mujer araña

— Sí, y eso les contesto... ¡regio!, ¡de acuerdo!,


ya que las mujeres son lo mejor que hay... yo quiero ser
mujer. Así que ahórrame de escuchar consejos, porque
yo sé lo que me pasa y lo tengo todo clarísimo en la

cabeza.
—Yo no lo veo tan claro, por lo menos como lo
acabás de definir vos.
—Bueno, no necesito que vengas a aclararme
nada, y si querés te sigo la película, y si no querés,
paciencia, me la cuento yo a mí mismo en voz baja, y
saluti tanti, arrivederci, Sparafucile.

— (-Quién Sparafucile? es
—No sabés nada de ópera, traidor de es el
Kigoletto.
—Contame y chau, que ahora quiero
la película

saber cómo sigue.


— ¿En qué estábamos?
—En noche de bodas. Que no
la él la toca.

—Así duerme en
es, él de y el sofá la sala, ah, lo
que no te dije esque han arreglado, se han puesto de
acuerdo, en que ella vaya a un psicoanalista. Y ella
empieza a ir, y va la primera vez y se encuentra con que
el tipo es un tipo buen mocísimo, un churro bárbaro.
— ¿Qué es para vos un tipo buen mocísimo?, me
gustaría saber.
—Bueno, es un morocho alto, de bigotes, muy
distinguido, frente amplia, pero con un bigotito medio
de hijo de puta, no sé si me explico, un bigote de can-
cherito, que lo vende. Bueno, ya que estamos, no es mi
tipo el que hace de psicoanalista.
— ¿Qué actor es?
—No me acuerdo, es un papel de reparto. Es
buen mozo pero muy flaco para mi gusto, si te interesa

m
Manuel Puig

saber, esos tipos que quedan bien con un traje cruzado,


o si es traje derecho tienen que llevar chaleco. Es un
tipo que gusta a las mujeres. Pero a este tal por cual algo
se le nota, no sé, de que está muy seguro de gustar a las
mujeres, que ni bien aparece... choca, y también le cho-
ca a Irena, ella ahí en el diván empieza a hablar de sus
problemas pero no se siente cómoda, no se siente al

lado de un médico, sino al lado de un tipo, y se asusta.


—Es notable la película.

— (^Notable de qué?, ¿de ridicula?


—No, de coherente, bárbara, No
está seguí. seas
tan desconfiado.
— empieza hablar de su miedo de no
Ella le a ser
una buena esposa y quedan en que la vez siguiente le va
a contar de sus sueños, o pesadillas, y de que en un sueño
se convirtió en pantera. Y todo tranquilo, se despiden,
pero la vez siguiente que le toca sesión ella no va, le mien-
te almarido, y en vez de ir al médico se va al zoológico,
a mirar a la pantera. Y ahí se queda como fascinada, ella
está con ese tapado de felpa negra pero con reflejos co-

mo tornasolados, y la piel de la pantera también es negra


tornasolada. La pantera se pasea en la jaula enorme, sin
sacarle la vista de encima a la chica. Y en eso aparece el

cuidador, y abre la puerta de la jaula que está a un costa-


do. Pero la abre apenas un segundo, le echa la carne y
vuelve a cerrar, pero distraído con el gancho de que traía

colgada la carne, se deja olvidada la llave en la cerradura


de la jaula. Irene ve todo, se queda callada, el cuidador
agarra una escoba y se pone a barrer los papeles y puchos
de cigarrillos que hay desparramados por ahí cerca de las
jaulas. Irena se acerca un poco, disimuladamente, a la
cerradura. Saca la Uave y la mira, una Uave grande, oxi-
dada,' se queda pensando, pasan unos segundos.

200
El beso de la mujer araña

— (iQué va hacer? a
—Pero va adonde cuidador y se la en-
está el
trega. El viejo, un tipo tranquilo de buen humor, se lo
agradece. Irena vuelve a la casa, espera que llegue el

marido, es ya la hora en que tiene que volver de la ofici-

na. Y a todo esto se me olvidó decirte que a la mañana


ella con todo cariño siempre le pone alpiste al canario,
y le cambia el agua, y el canario canta. Y llega por fin el
marido y ella lo abraza y casi lo besa, tiene un gran
deseo de besarlo, en la boca, y él se alborota, y piensa
que tal vez el tratamiento psicoanalítico le está hacien-
do bien a ella, y se acerca el momento de ser realmente
marido y mujer. Pero comete el error de preguntarle
cómo le fue esa tarde en la sesión. Ella, que no fue, se
siente pésima, culpable, y ya se le escurre de los brazos

y le miente, que sí fue y todo anduvo bien. Pero se le


escurre y ya no hay nada que hacer. El se tiene que
aguantar las ganas. Y al otro día está en el trabajo con
los otros arquitectos, y la colega que siempre lo está
estudiando, porque lo sigue queriendo, lo nota preocu-
pado y le dice de ir a tomar una copa a la salida, para
levantar el espíritu, y él no, dice que tiene mucho que
hacer, que se va a quedar después de hora y entonces
ellaque siempre lo ha querido le dice que se puede
quedar también ella a ayudarlo.
—Le tengo simpatía mina ésa. Qué cosas
a la
raras hay, vos no me has dicho nada de ella pero me
cayó simpática. Cosas raras de la imaginación.

Ella se queda ahí con él, pero no es que sea
una cualquiera, ella después que él se casó ya se resignó,
pero ahora lo quiere ayudar como amiga. Y ahí están
trabajando después de la hora. El salón es grande, hay
varias mesas de trabajo, de diseño, cada arquitecto tiene

201
Manuel Putg

una, pero ahora ya se han ido y está todo sumido en la


oscuridad, salvo la mesa del muchacho, que tiene un
vidrio y de abajo del vidrio viene la luz, entonces las
caras están iluminadas de abajo, y los cuerpos echan
una sombra medio siniestra contra las paredes, som-
bras de gigantes, y la regla de dibujo parece una espada
cuando él o la colega la agarran para trazar una línea.
Pero trabajan callados. Ella lo relojea de tanto en tanto,
y aunque se muere por saber qué es lo que lo preocupa,
no le pregunta nada.
— Está muy bien. Es respetuosa, discreta, será
eso que me gusta.
— Mientras tanto, Irena espera y espera y por fin
se decide y llama a la oficina. Atiende otra y le pasa
la

al muchacho. Irena está celosa, trata de disimular, él le


dice que la Uamó temprano para avisarle pero que ella
no estaba. Claro, ella se había ido de nuevo al zoológi-
co. Entonces como él la agarra en falta ella tiene que
quedarse callada, no puede contestar. Y él empieza a
llegar tarde seguido, porque algo le hace retrasar la lle-
gada a la casa.
— Está todo tan lógico, es fenómeno.
— Entonces en qué quedamos... ves que él es
bien normal, quiere acostarse con ella.
— No, escuchá. Antes él volvía con gusto a la ca-
sa porque sabía que ella no se iba a acostar, pero ahora
con el tratamiento hay posibilidad, y eso lo inquieta.
Mientras que si ella era como una nena, como al princi-
pio, no iban más que a jugar, como chicos. Y por ahí a
lo mejor jugando empezaban a hacer algo sexualmente.

— Jugando como chicos, ¡ay, qué desabrido!


— A mí eso no me suena mal, ves, de parte de tu
arquitecto. Perdóname que me contradiga.

202
El beso de la mujer araña

— ciQué no suena mal? te


—Que empezaran como jugando, sin tantos
bombos y platillos.

—Bueno, vuelvo a la película. Pero una cosa,


(ípor qué entonces él ahora se queda a gusto con la co-

lega?
— Y, supone que siendo casado no
porque se
puede pasar nada, la colega ya no es una posibilidad
sexual, porque aparentemente él ya está copado por la
esposa.
—Es todo imaginación tuya.
— vos también ponés de
Si tu cosecha, ¿por qué
no yo?
— Irena una noche
Sigo. está con la cena pre-
parada, y no llega. La mesa está puesta, con luz de
él

velas. Ella no sabe una cosa, que él, como es el aniver-

sario del día en que se casaron, ha ido a buscarla esa


tarde temprano a la salida del psicoanalista, y claro, no
la encuentra porque ella no va nunca. Y él ahí se entera

que ella no va desde hace tiempo y telefonea a Irena,


que no está en la casa, por supuesto como todas las
tardes ha salido, atraída irresistiblemente en dirección
al zoológico. El entonces se ha vuelto desesperado a la
oficina, necesita contarle todo a la compañera. Y se van
a un bar cerca a tomar una copa, pero lo que quieren no
es tomar, sino hablaren privado y fuera del estudio.
Irena cuando ve que se hace tan tarde empieza a pa-
searse por el cuarto como una fiera enjaulada, y llama a
la oficina. No contesta nadie. Trata de hacer algo para
entretenerse, está nerviosísima, se acerca a la jaula del
canario y nota que el canario aletea desesperado al sen-
tirla acercarse, y vuela como ciego de un lado a otro de

la jaulita, machucándose las alas. EUa no resiste un

203
Manuel Puig

impulso y abre la jaula y mete la mano. El pájaro cae


muerto, como fulminado, al sentir la mano acercarse.
Irena se desespera, todas sus alucinaciones vuelven, sale
corriendo, va en busca de su marido, solamente a él le

puede pedir ayuda, él la va a comprender. Pero al ir

hacia la oficina pasa inevitablemente por bar y los ve. el

Queda inmóvil, no puede dar un paso más, la rabia la


hace temblar, los celos. La pareja se levanta para salir,

Irena se esconde detrás de un árbol. Los ve que se sa-


ludan y se separan.
— ¿Cómo saludan?
se
—El besa en
la la mejilla*. EUa tiene un sombrero
de ala requintada. Irena no tiene sombrero, el pelo
enrulado le brilla bajo los faroles de la cañe desierta,
porque la está siguiendo a la otra. La otra toma un
camino directo a su casa, que es atravesando el parque,
el Central Park, que está ahí frente a las oficinas, es una

calle que a veces es como túnel, porque el parque tiene

como lomas, y este camino es recto, y está a veces


excavado en las lomas, es como una calle, con tráfico
pero no mucho, como un atajo, y un ómnibus que la
atraviesa. Y a veces la colega toma
ómnibus para no
el

caminar tanto, y otras veces va caminando, porque el


ómnibus pasa de tanto en tanto. Y la colega decide
caminar esta vez, para un poco ventilarse las ideas,

porque le explota la cabeza después de hablar con el

muchacho, él le ha contado todo, de Irena que no se


acuesta con él, de las pesadillas que tiene con las
mujeres panteras. Y esta tipa qué está enamorada del
muchacho, de veras se siente de lo más confundida,
porque ya se había resignado a perderlo, y ahora no,
está otra vez con esperanza. Y por un lado está con-
tenta, ya que no todo se perdió, y por el otro lado tiene

204
Ei beso de la mujer araña

miedo de ilusionarse de nuevo y después sufrir, de


quedarse con manos vacías todas las veces. Y va pen-
las

sando en todo eso, caminando rapidito porque hace


frío. No hay nadie por camino está
ahí, a los lados del
el parque oscuro, no hay viento, no se mueve una hoja,

lo único que se siente es pasos detrás de la colega, taco-


neo de zapatos de mujer. La colega se da vuelta y ve una
silueta, pero a cierta distancia, y con la poca luz no dis-

tingue quién es. Pero por ahí el taconeo cada vez se oye
más rápido. La colega se empieza a alarmar, porque vos
vistes como es, cuando has estado hablando de cosas de

miedo, como fantasmas o crímenes, uno está más im-


presionable, y se sugestiona por cualquier cosa, y esta
mujer se acuerda de las mujeres panteras y todo eso y se
empieza a asustar y apura el paso, pero está justo por la
mitad del camino, como a cuatro cuadras del final,

donde empiezan las casas porque termina el parque. Así


que si se pone a correr casi que es peor.
— ([Te puedo interrumpir, Molina?

— Sí, pero ya falta poco, por esta noche quiero

decir.

—Una cuestión que me sola, un poco. intriga


— ^Qué?
— (íNo vas enojar?
te a
—Depende.
—Es interesante Y después vos que-
saberlo. si

rés me preguntás mí.


lo a
—Dale.
— ¿Con quién frena o
te identificás?, cjcon la

arquitecta?
—Con qué
frena, Es protagonista,
te creés. la

pedazo de pavo. Yo siempre con heroína. la

—Seguí.

203
Manuel Putg

— vos Valentín, con quién?,


(íY perdido estás
porque muchacho
el parece un tarado.
te

— Con
Reíte. Pero nada de bur-
el psicoanalista.

las,yo respeté
te comentarios. Seguí.
tu elección, sin
—Después comentamos querés, o mañana.
lo si

— pero seguí un poco más.


Sí,

—Un poquito no más, me gusta dulce sacarte el


en lo mejor, así te gusta más la película. Al público hay
que hacerle así, si no no está contento. En la radio antes
te hacían siempre eso. Y ahora en las telenovelas.
—Dale.
—Bueno, estábamos en que mina no sabe si
esta
ponerse a correr o no, cuando por ahí los pasos casi no
se oyen más, el taconeo de la otra quiero decir, porque
son pasos distintos, imperceptibles casi, los que siente
ahora la arquitecta, como los pasos de un gato, o algo
peor. Y se da vuelta y no ve a la mujer, ¿cómo pudo
desaparecer de golpe?, pero cree ver otra sombra, que
se escurre, y que también enseguida desaparece. Y lo
que se oye ahora es el ruido de pisadas entre los mato-
rrales del parque, pisadas de animal, que se acercan.

-ciY?^
—Mañana seguimos. Chau, que duermas bien.
—Ya me vas las a pagar.
—Hasta mañana.
—Chau.
(Capítulo uno de El beso de la mujer araña,
Manuel Puig, Seix Parral, 1976)

206
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Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a
cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de
curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho,
han heredado del muerto taller de pintura su leyenda
de fastuosas orgías sobre el altar del arte.
La libertad de espíritu habitual a los grandes
actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que
hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no
pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante
el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estre-
llas de Hollywood.
Concluida la tarea del día, el estudio queda de-
sierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la

noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tu-


multo diario se prolongue todavía en una fiesta oriental.
Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina
ahora el más grande silencio.
Este silencio y esta impresión de abandono desde
semanas atrás se exhalan más particularmente del guar-
darropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que
daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran
plaza enarenada de todos los talleres.
Para anular los riesgos de incendios, el guar-
darropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su
gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas

209
Horado Quiroga

replegadas, en las noches claras la luna invade gran


parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde
no llega siquiera el chirrido de las máquinas revelado-
ras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores

muertos del film.

La impresión fotográfica en la cinta, sacudida


por la velocidad de las máquinas, excitada por la ar-

diente luz de los focos, galvanizada por la incesante


proyección, ha privado a nuestros tristes huesos de la

paz que debía reinar sobre Estamos muertos, sin


ellos.

duda; pero nuestro anonadamiento no es total. Una so-


brevida intangible, apenas cálida para no ser de hielo,
rige y anima nuestros espectros. Por el guardarropa en
paz deambulamos a la luz de la luna, sin ansias, sin pa-
siones ni recuerdos. Algo como un vago estupor se cier-
ne sobre nuestros movimientos. Pareceríamos sonám-
bulos, indiferentes los unos a los otros, si la penumbra
inmediata del recinto no fingiera un vago hall de man-
sión, donde los fantasmas de lo que hemos sido prosi-
guen un sutil remedo de vida.
No hemos agitado en vano el alma de las es-
trellas que nos sobreviven; no hemos dejado cien veces

dormir en sus brazos nuestro corazón, para que sus


films presentes no sean el comento nocturno de nues-
tros conciliábulos. Nuestro propio pasado — vida, lu-
chas y amores —
nos está cerrado. Nuestra existencia
arranca de un golpe de obturador. Somos un instante:
tal vez imperecedero, pero un solo instante espectral. El
film y la proyección que nos han privado del sueño eter-
no, nos cierran el mundo, fuera de la pantalla, a cual-
quier otro interés.

210
El puritano

Nuestra tertulia no siempre reúne, sin embargo,


a todos los visitantes del guardarropa. Cuando uno falta

a aquélla, ya sabemos que algún film en que actuó se


pasa en Hollywood.
— Está enfermo —
decimos nosotros Se ha — .

quedado en casa.
A la noche siguiente, o tres o cuatro después, el
fantasma vuelve a ocupar su sitio habitual en la com-
pañía que prefiere. Y aunque su semblante expresa fati-
ga y en su silueta se perciben los finos estragos de una
nueva proyección, no hay en ellos rastros de verdadero
sufrimiento. Diríase que durante el tiempo invertido en
el pasaje de su film, el actor estuvo sometido a un sueño

de seminconsciencia.

Cosa muy distinta sucedía con Ella (no quiero


nombrarla), la hermosa y vivida estrella, que una no-
che hizo en el guardarropa su entrada entre nosotros
—muerta.
No es para nadie una novedad el éxito que alcan-
zó en vida esta actriz en su brillante y fugaz carrera de
meteoro. De la mujer, poseyó las más ricas calidades. La
extrema belleza del rostro, del cuerpo, del sentimiento

—cualquiera de supremos dones pueden por sí


estos
solo derribar una alma femenina con su excesivo encan-
to. Ella, casi como un castigo, poseyó y soportó los tres.

Todo le fue acordado en su breve paso por el


mundo. Conoció las locuras del éxito, de la fortuna, de
la vanidad, de la adulación, del peligro. Sólo las locuras
del amor le fueron negadas.
Entre todos los hombres que se le rendían, a su
lado mismo o a través de dos mil leguas de clamor y

211
Horacio Quiroga

deseo, ella ofrecióse toda entera al único ser capaz de


desecharla: un puritano de principios morales inviola-
bles, que antes de conocer a la actriz había puesto su
honor en su esposa y su tierno hijo de diez meses.
No era fácil adivinar en un cuáquero de rancia
cepa como Dougald Mac Ñamara, el estado de sus sen-
timientos; pero a nadie hubiera sido grato soportar el
choque que en su corazón libraban sus principios aus-
teros con su culpable amor.
Ella lo había conocido en el estudio pues el afor-
tunado mortal poseía intereses en el cine. Y aunque ella
no había llegado a tenderle nunca los labios, sabía bien
que, de haberlo hecho, él le habría apartado los brazos
de su cuello, rígido y duro como elmismo deber. Las
razas rubias suelen dar de vez en cuando al mundo, uno
de estos admirables seres, eternamente incomprensibles
para los que tenemos la conciencia y los ojos más
oscuros.
Ella sabía bien que él la amaba; pero no como
un hombre, sino como un héroe. Y cuando un amante
usurpa para sí todo el heroísmo del amor, al otro no le
queda sino morir.
En suma: el padre de familia devolvió, amargo
hasta las heces, el cáliz de amor que ella le tendía con su
cuerpo. Y Ella, sin fuerzas para resistirlo, se mató.
Suicida, en efecto, no podía Ella disfrutar de
nuestra mansa paz, ni habíanle sido vedados el amor y
Su corazón latía siempre; y en sus ojos, pro-
el dolor.

fundamente excavados, no podíamos adivinar qué do-


sis de arsénico o de mortal amor los dilataba aun con
angustia.
Porque al revés de lo que pasaba con nosotros.
Ella, vivía a medias, sufría con fidelidad la pasión de sus

212
El puritano

personajes. Cuando nuestros films se exhibían, noso-


tros, como ya lo he advertido, desaparecíamos de la

tertulia. Ella, no. Permanecía recostada allí mismo,


arropada de con
expresión ansiosa y jadeante.
frío, la

Simulábamos no notar su presencia en tales casos; pero


cuando apenas concluida la proyección se incorporaba
en el diván, ella misma nos expresaba entonces su que-
branto.
— ¡Oh, qué —nos decía descubrién-
angustia!
dose — Siento todo que hago, como no
la frente . lo si

hubiera fingido en el estudio... Antes, yo sabía que al

concluir una escena, por fuerte que hubiera sido, podía


pensar en otra cosa, y reírme... Ahora, no... ¡Es como si

yo misma fuera el personaje!...


Bien. Nosotros habíamos llegado legalmente al

término de nuestros días, y nada les debíamos. Ella


había tronchado los suyos. Su vida inconclusa sufría un
que su fantasma cinematográfico se iba
fuerte déficit,
cobrando, escena tras escena, de lo que ella había
supuesto fingidos dolores...
Debía pagar. De su amor, nada nos había dicho,
hasta la noche en que al concluir su tarea murmuró
amargamente:

¡Si al menos... Si al menos pudiera no verlo!...

¡Oh! No nos era tampoco necesario recordar,


para que comprendiéramos el sufrimiento de la pobre
criatura: Noche tras noche, después de un mes de com-
pleta desaparición de Hollywood, Mac Ñamara asistía

desde la platea del Monopole, y sin faltar a una, a las

cintas de Ella.

Nunca hasta hoy la literatura ha sacado todo el

partido posible de tremenda situación entablada


la

cuando un esposo, un hijo, una madre, tornan a ver en

275
Horado Quiroga

la pantalla, palpitante de vida, al ser querido que per-


dieron. Pero jamás tampoco fue supuesta una tortura
igual a la de una enamorada que ve por fin entragarse al
hombre por quien ella se mató, y que no puede correr
delirante a sus brazos, no puede mirarlo, ni volverse
siquiera a él, porque toda ella y su amor no son ya más
que un espectro fotográfico.
Tampoco debía ser risueño lo que pasaba por el
corazón del puritano, cuya mujer e hijo dormían en
sosiego, pero cuyos ojos abiertos contemplaban viva a la
actriz. Hay sentimientos a los que no se puede dar cuer-

po verbal, mas que es posible seguir perfectamente con


los ojos cerrados. Los de Dougald Mac Ñamara perte-
necían a este género.
Para nosotros, sin embargo, únicamente la si-

tuación de Ella ofrecía vivo interés. Es muy triste cosa


haber muerto en vano, cuando la vida exige todavía lo
que ya no se le puede dar.

— ¡No es posible —dejaba ella escapar a veces


después de su trance — sufrir más de lo que sufro! ¡Tres
cuartos de hora viéndolo en la platea!... ¡Y yo, aquí!...
Insensiblemente, todos habíamos olvidado nues-
tros paseos a la luz de
luna y nuestros cuchicheos
la

sin calor, para no contemplar sino aquel tormento.


Presentíamos de un modo oscuro que Ella no podría
resistir las torturas que con una crueldad sin ejemplo
proseguía infligiéndole su vida trunca.
¡Morir de nuevo! ¿Pero nunca, nunca debía ha-
llar descanso quien lo buscó rendida más allá de la exis-

tencia,comprando con puñados de arsénico la parálisis

de su amor?
— ¡Oh, morir! —decía ella misma, oprimiéndo-
se la cara entre las manos. ¡Y no verlo, no verlo más!

214
El puritano

Pero del otro lado de la pantalla, Dougald Mac


Ñamara no apartaba sus ojos de ella.

Una noche, a la hora triste, mientras Ella yacía


inmóvil en el diván, semioculta por cuantos plaids ha-
bíamos podido echar sobre su cuerpo, la joven apartó
de pronto las manos de sus ojos.
—No está... — dijo lentamente — . Hoy no ha
venido...
La proyección de la cinta continuaba, pero la ac-

triz no parecía ya sufrir la pasión de sus personajes. To-


do se había desvanecido en la nada inerte, dejando en
compensación un sendero de lívida y tremenda angus-
tia, que iba desde una butaca vacía a un diván espectral.

Ni a la noche siguiente, ni a la otra, ni a las que


le sucedieron por un mes, Dougald Mac Ñamara volvió.

(^Debo advertir que desde media hora antes de


la exhibición en todas esas noches, nuestros labios per-
manecieron mudos, y que desde el primer chirrido del
film, nuestros ojos no abandonaban a la enferma?
También ella esperaba — ¡y de qué modo!
el comienzo de la proyección. Durante un largo rato
— el tiempo de buscarlo en la sala — ,
su rostro adel-
gazado por el suicidio lucía hasta lo fantástico de an-
siosa esperanza. Y
cuando sus ojos se cerraban por
fin. — ¡Mac Ñamara no había ido! — ,
el aplastamiento
agónico de sus rasgos sólo era comparable al delirio

anterior.
Nuevas noches se sucedieron, en vano. La bu-
taca del Monopole proseguía desierta.
En un austero hogar de cualquier alameda, un
hombre de principios rígidos debía de velar el sueño de
su casta esposa y su puro infante. Cuando se ha resisti-

do a una cálida boca que implora ser besada, se resiste


Horacio Quiroga

muy bien a una danzante ilusión de celuloide. Después


de un instante de flaqueza, Mac Ñamara no retornaría
más al Monopole.
Tal lo creíamos. Ella no expresaba ya sus deseos
de morir; se moría.
Una noche, por fin, al breve rato de iniciarse la

proyección, y mientras nosotros no perdíamos de vista


su semblante, sus manos de nuerta se arrancaron brus-
camente de los ojos. Súbitamente su rostro se iluminó
de felicidad hasta ese radiante esplendor de que sólo la

vida posee y tendiendo los brazos adelante


el secreto,

lanzó un grito. ¡Pero qué grito, oh Dios!


Lo ha visto... —nos dijimos nosotros — .
¡Ha
vuelto alMonopole!
Era más. Allá, en un lugar cualquiera del mun-
do, el puritano de rígidos principios acababa de pegarse
un tiro.

Hay algo, pues, superior a la Muerte y al Deber.


A dos pasos de nosotros, ahora, los amantes están estre-
chados. Nunca se separarán. El sofocó su amor impuro,
fue vencido temporalmente cuando iba a esconderse en
una butaca, y regresó por fin triunfal a su hogar austero.
Ahora está a su lado, en el diván.
Ella sonríe de dicha casi carnal, pura como su
muerte. Nada debe ya al destino y descansa feliz. Su vi-

da está cumplida.

(Incuido en Más allá, Horado Quiroga, Sodedad Amigos


del Libro Rioplatense, 1933)

216
Afirmación de muchos: ‘'Fulano es buen crítico.

Opina como yo\

Auténtico hijo de inmigrantes es el cine argen-


tino. Lo iniciaron Henri Lepage (belga), Eugenio Py
(francés) y Max Glucksmann (austríaco). Creció en ma-
nos de cuatro italianos: Mario Gallo, Federico Valle, Ati-

lio Lipizzi y Emilio Peruzzi. También participaron Ju-


lián de Ajuria (español) y Julio Raúl Alsina (uruguayo).

A veces, cuando sale la palabra F/N, el público


piensa que debería decir POR F/N.

Calki fue un gran intuitivo de la cultura. Sus


críticas resultaron breves obras literarias. Importaban o
interesaban más que las películas comentadas.

Cinematecos: tribus de cazadores de imágenes


en lugares oscuros.

2\9
Roland

Con el neorrealismo los italianos sintieron la vi-

da. Los franceses de la nouvelle vague la pensaron.

Cuando el empresario de televisión compró una


sala cinematográfica pasaba los avisos comerciales en
medio de los films.

Decía un productor que su cine era documental


porque pagaba con documentos a los artistas y técnicos.

Del celuloide viejo se hace, entre otras cosas,


pomadas para lustrar calzado. Cada vez que paso la

franela por mis zapatos pienso que estoy acariciando


alguna borrada imagen de Greta Garbo.

El cine sonoro actual se habrá perfeccionado


cuando vuelva a ser mudo.

En el cine, como en la pintura, hay un último


montaje: el de la mirada del espectador.

En el film mudo un bailarín no pasa de ser un


mimo.

En una misma persona suelen convivir el crítico

y el espectador común. Es difícil desdoblarse. Por lo

220
Keflexine

general, prevalece la opinión del crítico sobre el gusto


del espectador. Por eso circula mucha crítica divorciada
del interés y la comprensión del público.

Era un buen actor: no se parecía a sí mismo en


todas las películas.

Filosofía de Rashomon: nada es igual para todos.

Greta Garbo es pretérito perfecto del verbo sub-


yugar.

Hay dos clases de películas: las buenas y las in-

terminables.

¿Hubo algún modelo de automóvil que no haya


aparecido alguna vez en alguna película?

Juana de Arco pensaba filmar La pasión de Cari


Theodor Dreyer.

La boletería es la antesala del riesgo.

Las pequeñas cosas de la vida cotidiana se hicie-


ron grandes en la sencilla emoción de José A. Ferreyra.

221
Koland

Los franceses tomaron la bastilla un 14 de julio

en homenaje al film de René Clair.

Los que reparan en sus equivocaciones pueden


rectificarse, incluso si son directores de cine.

No saquemos conclusiones. La primera exhibi-


ción pública de los Lumiére coincidió con el día de los
Santos Inocentes.

Orson Welles comenzó a engordar su satisfacción


cuando hizo El ciudadano. Prosiguió obeso de gloria.

Platino, oro y rubí en la joyería de Hollywood a


partir del treinta: Jean Harlow, Rita Hayworth, Marilyn
Monroe.

(íPor qué no se premian los bodrios con bonetes


de burro de cartón y se pone a los realizadores en peni-
tencia de cara a su film?

Quién filmará Buenos Aires ciudad abierta}


(^Cuándo?

222
Reflexine

Regalo máximo del music hall al cine: su mejor


mimo, Chaplin.

Se compara a Woody Alien con Ingmar Berg-


man. Es como equiparar el talento al genio.

Seguramente Walt Disney, de chico, coloreaba


las historietas de las revistas infantiles.

Se ha comprobado que el cine influye muy poco


en el terreno de las ideas. Estas se defienden solas.

Si advertimos un cine prohibido para niños tam-


bién debemos reconocer niños prohibidos para el cine:

los fastidiosos.

Tenía muchos amigos, pero un día lo nombraron


director de un instituto de cine.

Todas las mujeres del mundo están en el cine de


Bergman.

Traducido a nuestro idioma Chaplin (Garlitos)


se llama Niní Marshall (Catita).

223
Roland

Una enfermedad se llama Hollywood. Marilyn,


como otras y otros, murió de ella.

Verdad enunciada por René Clair: '‘Lo que el ci-

ne nos pide es aprender a ver”.

Volveré del otro mundo para ver Ramho XXIIL

(Tomado de Keflexine, Roland,


Cine Club Núcleo-Chaney Ediciones, 1992)
Luis Sandrini
r

)/

o
Yo soy un gran admirador de Elias Alippi. Él era
actor y, desde luego, director de compañía “Muiño-
la

Alippi”. Me vio haciendo un sketch en una revista, en


el Teatro y me tomó. Al principio me dio pape-
Cómico
les pequeños pero, a los seis meses de estar en la com-

pañía, vino Los tres herretines.


Si leemos el reparto, mi papel es de los menos
importantes. En el hall del teatro se ponían todos los
retratos y, sobre la arcada para entrar al baño, ahí arri-

ba, pusieron el mío. Yo me enojé y fui a hablar con el

administrador.
— ¿No tienen otro lugar para ponerme mí? a
—Esas no son cosas suyas —me contestó.
Me enojé aún más: “me van a echar”, pensé “pe-
ro antes de que me echen, voy a hacer lo que me da la

gana en el muchacho, compadra-


escenario”. Cosas de
das. Cuando dirigía Alippi, había que hacer lo que él
decía y se acabó. Claro que, como lo admirábamos
mucho, todos le hacíamos caso. Pero, por culpa de ese
retrato, no sé por qué me dio por enojarme. Durante
un monólogo, yo contaba un partido de fútbol. Ese
día yo tenía una naranja y la traje a escena: a medida
que hablaba, contaba el partido, chupaba la naranja,
escupía y las atajaba de taquito, todo junto.
las semillas

Cada semilla era un aplauso. Vinieron todos los de la

227
Luis Sandrini

compañía a ver qué pasaba; yo no veía más que caras


por todos lados. Alippi se quedó muy duro, mirán-
dome, mirándome, mirándome...
Cuando terminé, fui a arreglar mi ropa porque
sabía que Alippi me echaba, indefectiblemente. Tenía
ya todo colgado y, entonces, entró Alippi. Me dijo:

— ¿Qué hacés?
—Como supongo que usted me va me a echar,
estoy arreglando la ropita.

—Cuando cosas están bien hechas, cuando


las

salen de adentro, se pueden hacer. Porque, puede que


no se me haya ocurrido a mí, pero... te felicito, i
Y seguís
en la compañía!
Cuando salía, se dio vuelta y, desde la puerta del
camarín, dijo:

—Vas a seguir haciendo lo de hoy, siempre.


La foto, por supuesto, la sacaron.
Después de eso pasé al cine para hacer Tango,
con Moglia Barth en Sono Film. Cuando vino el cine
parlante, se empezaron a buscar actores de teatro. Esa
es la razón por la que muchos, yo entre ellos, fuimos a
hacer Tango: la primera película realizada totalmente
con actores de Los diálogos del film eran de Car-
teatro.
los de la Púa, un gran amigo mío. El “Malevo” era un
hombre que decía las cosas a borbotones. Recuerdo
que cuando vino la Rasimi, la gran vedette, se la invitó
una vez a comer en La Cabaña y fuimos varios. Era una
mesa bastante grande. Algunos pidieron criadillas y la
vieja, que no sabía qué eran, preguntó:

— ¿Qu’est-ce que c’est criadillas}

Nadie animaba a responderle; entonces, Car-


se
los de la Púa, con toda la boca llena, dijo:
. — Caviar de toro, señora.

228
El retrato en la puerta de un baño

El mismo año de Tango, filmé en Lumiton la ver-

sión cinematográfica de Los tres berretines. Es un caso


curioso: en la película no figura el realizador. En algu-
nas partes Susini figura como director, pero la verdad es
que fue todo el equipo inicial de Lumiton el que se hizo
cargo de la realización. Dirigieron todos. Susini, Mugi-
ca, el doctor Guerrico, que se dedicó al sonido... Ha-

blaban entre todos; no chocaban en nada. Dirigían en


equipo. Creo que es la única película argentina (y, tal
vez, la única película del mundo) que no trae el nombre
del director.
En Los tres berretines yo creé un prototipo que
después se reiteró a lo largo de muchas películas: el

nombre era “Cachuso”. Después, para la radio, lo llamé


“Felipe” y, finalmente, hasta pasó a la televisión. Lo
hice durante veinticuatro años, tanto que tengo una
cantidad de dobles que salieron de ese personaje. Ca-
sualmente, lo probé en Los tres berretines, esa noche,
cuando lo de la naranja. No era un tartamudo, sino un
tipo que no sabía explicarse. Yo vivía en La Paternal,
donde estaba la cancha de Argentinos Juniors. La hin-
chada se juntaba en la esquina de casa: los muchachos
hablaban y hablaban, discutían. Pero había uno que no
sabía expresarse; era hincha rabioso, quería decirlo,
pero no le salía. Le decíamos el “Tarta”. Un buen día
pensé: “Qué lindo para hacerlo en el teatro”. Esa no-
che lo probé en Los tres berretines y después quedó co-
mo un prototipo. Yo quería crear un personaje como
los que hay en todas partes del mundo: Chaplin es un
prototipo; Cantinflas, en México; Sordi, en Italia; Fer-
nandel en Francia. Cachuso es el porteño de esquina.
Sabe que no es buen mozo, que no puede conquistar a
las mujeres. Cachuso quiere ser, pero es demasiado bue-

229
Luis Sandrini

no y se aprovechan de él. Cachuso es de barra; va últi-

mo, pero no se queda atrás. No tiene oficio, como no


tiene preparación; pero trabaja de todo. No se puede
calcular dónde vive porque, según los argumentos, ha
sido distintas cosas.
Ahora ya no lo hago más. Algunos críticos de-
cían que yo me repetía. En este país no permitieron
nunca el cómico exagerado, apayasado. No hubiéramos
podido ser como Los Hermanos Marx, no nos lo hu-
bieran permitido. Aquí nunca se usó el postre volador,
ése que se tira a la jeta y que, luego, con un dedo se
quita del ojo. Siempre hubo que hacer reír con el diá-
logo y con cierto ingenio. En cierto modo, es un ho-
menaje que me estoy haciendo a mí mismo: yo he
tenido que rebuscármelas con lo que traíamos del
teatro, porque el cómico estereotipado no existió en la
Argentina. Nosotros nunca utilizamos nada demasiado
grotesco. No fue permitido. Ahora ya todos lo sabe-
mos: lo cómico tiene un lenguaje. Sabemos que la pata-
da en el culo del vigilante siempre hace reír.

(Incluido en Reportaje al cine argentino (Los pioneros del


sonoro), M. Calistro, O. Cetrángolo, C. España, A. Insaurralde,
C. Landini, Editorial Crea, 1978)

230
EL COmE BA\CK
DE E/\SSIIE
Luis Saslavsky
Un día, descubrí que conservaba en Hollywood
un amigo de mis épocas de periodista. Se llamaba
Washington Robbins de Vigny. Este nombre que parece
inventado era verdadero. Había nacido en Haití y unas
gotas de sangre negra le daban una sonrisa brillante y
parecida quién sabe porqué, y evidentemente sin causa
y sin razón, a la de Federico García Lorca. Pese a las
oportunidades que se le presentan a quien vive veinte
años en Hollywood, Washington no abandonó jamás el

periodismo. Admiré esa pasión. Escribía en un español


correcto, pintoresco, colorido y barroco, pero no le in-
teresaba la literatura sino el periodismo y en su espe-
cialización: el cinematógrafo. Yo había escrito en un le-

jano entonces esa nota que titulé La fábrica llora de


noche. Recordaba el desconcierto de Washington cuan-
do la leyó: nunca había visto la parte amarga de Holly-
wood. Sólo veía su parte de sueño dorado.
El me presentó en el Coconut Grove a Daisy
Rosenfeld. El Coconut Grove era una hoite, mejor di-
cho un cabaret, ya que por hoite se entendía entonces
esos mínimos locales para bailar, que inventaron los
franceses. El Coconut Grove era pues un inmenso Hall
algo envejecido con sus palmeras plateadas que simu-
laban un oasis en el desierto y que ya estaba entonces
pasado de moda, pero que había sido el centro de la
Luis Saslavsky

vida social de la colonia cinematográfica entre los años


’25 y ’40.

Daisy Rosenfeld se había decidido a dar el gran


salto. Transformarse en productora independiente. Un
salto mortal. Paralelamente a Metro Goldwyn Mayer,
Paramount, Fox y otras grandes empresas, existían en
Hollywood los productores independientes. Daisy ha-
bía sido periodista, como Washington y como yo, ade-
más argumentista, también como yo, y finalmente agen-
te de intérpretes. Estaba casada entonces con uno de
sus representantes,un actor sudamericano que se lla-
maba Carlos de Velarde. Enamorada. Daisy se lanzaba
a la producción creyendo sobre todo en las condiciones
de Carlos y en la posibilidad de hacer de él una estrella.
Pero el amor no la enceguecía. Daisy sabía que una bri-
llante idea de producción y un elenco lo más impor-
tante posible debían acompañar a Carlos.
Olvidado entre los representados por Daisy es-

taba Dustin Bonwitt. Nadie ignoraba en Hollywood


que él era el dueño de Lassie, un colly de pastores esco-
ceses que había batido records de entradas haciendo
una carrera triunfal, pero después de doce películas, sus
últimas tres no dieron dinero. Bonwitt afirmaba que era
por falta de imaginación de los argumentistas y porque
Lassie había sido rodeada de elementos cada vez más
inferiores.
En vano Bonwitt pedía entrevistas en Fox, en
R.K.O. y en Universal. Hollywood es duro. El hombre
que había sido recibido en cierto momento por los pro-
ductores más importantes, que entraba a los estudios
llevando a Lassie con su collar y su cadena de oro, y
pasaba directamente a las oficinas de la dirección para
tomar un whisky y convidar al perro con un trozo de

234
El come back de Lassie

jamón de un sandwich de la bandeja de plata de los


ejecutivos —exceso de confianza recibido con carcaja-
das — ,
supo de antesalas, de largas esperas y finalmente
de la negativa de los porteros uniformados. Bonwitt
nunca creyó que el final de Lassie sería tan rápido. Con
su mujer tuvieron que mudarse del amplio chalet con
piscina de natación en Beverly Hills, a una modesta ca-
sa con un terreno para Lassie, detrás de Brown Valley.
La mujer de Dustin Bonwitt era austríaca. Había sido
e cuy ere en un circo. Con un rictus amargo en la boca,
hablaba de los momentos de éxito en su carrera y de su
aceptación final, cuando después de una caída y una
fractura de cadera, fue reemplazada por otra ecuyére.
Permanentemente le reprochaba a Dustin los errores
que él había cometido con Lassie. Ella había sido ene-
miga de que la perra fuese castrada.

Si no lo hubiesen hecho, ahora tendría cría, y

con otra perra igual a ella se podría hacer un remake de


uno de sus films.

No está dicho que haya un productor dis-
puesto a filmar una historia hecha por Lassie (un re-
make) y se la castró para poder trabajar sin problemas.

Así fue como engordó, hubo que matarla de
hambre cuidando su silueta, y por eso Lassie trabajó sin
ganas...
Finalmente Bonwitt se encerraba en su dormi-
torio y Fritzl (así se llamaba ella) dormía en el sofá del
living.

Hollywood despertó una mañana con una no-


ticia en los diarios que fue una recordada bomba: El

come back (retorno) de Gloria Swanson a la pantalla.


El come back seguía siendo el corazón y la sangre misma
de Hollywood: la esperanza de todas las actrices y los

23 ^
Luis Saslavsky

actores retirados. Volver a filmar, reencontrar el éxito

y ver su nombre brillando en las luces del Hollywood


Boulevard. Sueño que sueñan las estrellas apagadas,
porque no hay que olvidar que Hollywood es también
una ciudad de fantasmas que fueron y no son.
Ha sucedido pocas veces, pero cuando sucede,
Hollywood se conmueve seguramente más que con la
aparición de una nueva estrella. Así fue cuando William
Wyler anunció que filmaría una película con Gloria
Swanson como protagonista: Sunset Boulevard. Glo-
ria Swanson había sido, primero, bañista en las lejanas

épocas de Mac Sennet. Luego actriz de comedias bri-


llantes y dramáticas. “Estrella rutilante”, para hablar en
los términos de entonces, casada con un príncipe, y
luego con el marqués de la Falaise, despertaba la aten-
ción del público con su vida privada. Convertida en
mujer de negocios, con una tienda que vendía sus pro-
pios perfumes, pero alejada de la pantalla, ya no se vio
más su nombre en la cartelera de
cinematógrafos y
los
finalmente el silencio, un largo silencio... Reaparecía

ahora en lo que habría de ser la producción más impor-


tante del año: Sunset Boulevard. No como figura com-
plementaria, sino como protagonista absoluta, con el ac-

tor entonces de moda, el galán William Holden. Duran-


te semanas y semanas, los diarios y las revistas no ha-
blaron más que de come backs. Se barajaron nombres,
se dijo que también Silvia Sidney y Lila Lee retornaban
al cine. Estaban haciendo teatro, una en San Francisco

y la otra en Chicago. En una palabra, el come back esta-


ba en el aire. En las agencias se presentaban actrices y
actores olvidados, con la ilusión ardiendo en los ojos.
Daisy Rosenfeld pescó la onda. Revisando sus
archivos, sus colecciones de fotos, abrió el sobre en el

236
El come back de Lassie

que guardaba las fotografías Recordó que


de Lassie...

entre sus representados figuraba Dustin Bonwitt y


una mañana llegó en su Bmck verde a la casa, detrás de
Brown Valley.

Fritzl estaba en el jardín haciéndole hacer a


Lassie unos ejercicios. Bonwitt había salido a comprar
unas revistas ilustradas con las nuevas fotografías de
Gloria Swanson frente a los periodistas. Cuando vio el
Buick verde a la puerta de su casa, el corazón empezó
a darle tales golpes dentro del pecho, que tuvo mie-
do. Ya Fritzl estaba enterada del proyecto. Serena,
Daisy Rosenfeld lo expuso nuevamente ¡El come back
de Lassiel
Washington Robbins de Vigny me mantuvo al

corriente. Fundada la Rosenfeld Productions Company,


Daisy consiguió interesar a unos distribuidores, asegu-
rar el estreno y cobrar adelantos de los
de la película

dueños de una cadena de cinematógrafos que se ex-


tendía de costa a costa. Del Atlántico al Pacífico. Fue
con ese dinero y con el aporte monetario de un club de
madres, que se comenzó la película. Dustin Bonwitt no
cobraba por Lassie^ pero participaba con un alto por-
centaje en las ganancias. El argumento era de Daisy,
Dustin y un escritor austríaco, amigo de Fritzl, que co-
nocí. Descubrí que pertenecía a otro mundo. Era un
hombre culto, judío, exiliado de Austria unos días antes
de la no tuvo límites cuando
invasión nazi. Su sorpresa
se enteró de que yo había hecho en la Argentina una
versión cinematográfica de Mañana es domingo, pieza
teatral de su compatriota Leo Perutz, con el título

Historia de una noche y extraordinario éxito. El ignora-


ba que yo estaba en Hollywood contratado para volver
a filmarla allí. La obra de teatro había fracasado en

237
Luis Saslavsky

Viena. Me contó que él fue amigo de Perutz, quien es-


taba, a su vez, exiliado en Tel-Aviv. No sólo era un
hombre inteligente y refinado, sino conocedor de toda
la literatura moderna. Me hizo descubrir que se podía
estar en Hollywood, desconocido, perdido entre infe-

riores, siendo una persona de calidad.


Daisy completó el elenco. Ya la Rosenfeld Pro-
ductions había contratado en exclusividad y como co-
protagonista de Lassie a Carlos de Velarde. Lo conocí
por casualidad. Yo almorzaba en un restaurante cuando
vi entrar a Daisy con un hombre muy moreno y buen
mozo.
Los americanos tienen formas de educación dis-
tintas al resto del mundo. Me refiero a Europa y a la

Argentina. Un camarero se acercó para decirme que


la presidenta de la Rosenfeld Productions me invitaba
a su mesa. Acto seguido tomó mi plato, las copas, los
cubiertos, y los transplantó a la otra mesa. Me levanté,
pues, y terminé mi almuerzo con ellos.
Carlos de Velarde no era sudamericano. Había
nacido en California, hijo de portorriqueños y se ha-
bía criado en el “barrio latino” de Los Ángeles. Era lo
que en el Caribe llaman “un pocho”. Su español tenía
entonaciones norteamericanas y tuve la impresión de
que su inglés estaba lejos de ser perfecto. Pero Daisy
pensaba en todo. El ya tenía una profesora de fonética,
y ella me reveló quién sería la protagonista femenina:
Anita Louise.
Yo la había conocido años cuando era una
antes,
muchacha preciosa, controlada por una madre insopor-
table. Después de dos o tres matrimonios Anita Louise
era aún una mujer joven y atractiva que luchaba por
parecer lo que había sido. Contratada en Metro, tuvo

238
El come back de Lassie

papeles importantes, aunque creo que no llegó a los


protagonistas. Años después era protagonista en pelí-
culas de segundo orden. Con una risita desagradable
contaba cómo el príncipe consorte de Inglaterra, en-
tonces Felipe de Mountbatten, la había festejado cuan-
do estuvo en Hollywood. La madre de .\nita impidió
los amores de la muy joven pareja porque él no tenía
dinero.
—De todos modos —decía ella — yo no hubiese
llegado a ser reina de Inglaterra... ni él, a ser rey.
Fui invitado al primer día de filmación del come
back de Lassie. No
cómo, pero muy hábilmente,

Daisy Rosenfeld había conseguido una gran publicidad,
desde luego no comparable a la de Gloria Swanson,
aunque diarios y revistas publicaban sin cesar fotos de
Lassie en su regreso a la pantalla.
En el set había una mesa con copas de cham-
pagne y unos treinta invitados, la mayor parte perio-

distas y fotógrafos. Anita Louise y Carlos de Velarde


conversaban con ellos. Se esperó con impaciencia la
entrada de Lassie. La demora fue causada por el ma-
quillador. Después de discusiones se llegó a un acuerdo.
Disimuladas sombras negras alrededor de los ojos y

unas gotas de un líquido en que las hacía


las pupilas,

brillar. Dos peinadores, con sus máquinas, le daban a su

pelaje ligereza y un especial resplandor. Por fin Dustin


Bonwitt, acompañado por Daisy Rosenfeld, entró con
Lassie, maquillada, teñida y deslumbrante. Su aparición
fue saludada por los “flashes” de los fotógrafos, y un

aplauso cerrado de los obreros, los periodistas y de to-


dos los invitados. Mientras nosotros bebíamos el cham-
pagne, Lassie tomó un tazón de leche cuajada, su bebi-
da preferida, y luego comenzó el trabajo. Carlos de Ve-

239
Luis Saslavsky

larde hizo su primera escena con Anita Louise. Ambos


actuaron normalmente. Ella, con la experiencia de sus
cincuenta películas, él, como lo hacía en el teatro de afi-

cionados de su escuela, en Olvera Street, el “barrio lati-

no” de Los Ángeles.


Como en todas las películas de Lassie, tenía que
actuar un niño o una niña. Daisy había descubierto uno.
El hijo de otro matrimonio de su primer marido (todo
pasaba en familia). Este era un cameraman muy bien
pagado. Aportó al niño, adelantó unas sumas de dinero
y, de simple accionista, terminó por quedarse con la

película, porque la filmación se desarrolló entre enor-


mes dificultades. No recuerdo el nombre del director.
Se había comprometido a gastar un mínimo de pelícu-
la.Jamás conforme con las tomas, las repetía incesante-
mente. Los decorados planeados fueron reducidos y se
filmaba en exteriores reales que salían más baratos. Se
vio que Lassie no podía correr largos trechos, ni saltar
de un borde al otro de un precipicio, ni cruzar nadan-
do un río y tuvo que ser reemplazada por dobles, en
esas escenas. No fue difícil encontrar perros idénticos a
ella, pero el presupuesto comenzó a aumentar. El tiem-
po de filmación se alargaba. Se había hablado de cinco
semanas. Cuando se llegó a la cuarta y faltaba aún casi
la mitad del film, hubo un momento de desaliento, aun-
que también Sunset Boulevard, la película de William
Wyler, había duplicado sus semanas de filmación sin
estaraún terminada. Los come hacks eran delicados. Se
supo que se repetían escenas de Gloria Swanson que
no llegaban a satisfacer a William Wyler. Los dirigentes
del estudio estaban disgustados. El contrato de William
Holden tuvo que ser renovado a precio de oro. El agen-
te de Anita Louise exigió la suma normal por la prórro-

240
El come back de Lassie

ga del contrato, pero Daisy Rosenfeld y Dustin Bonwitt


la encontraron desorbitada. Se pidió al director que fil-

mase con una “doble” de espaldas. También las “do-


bles” exigían, de acuerdo con los reglamentos del sindi-
cato, sumas que desequilibraban el resto del presu-
puesto. Finalmente, con la ropa de Anita y una peluca
rubia, Daisy Rosenfeld la dobló. Anita fue citada una
última vez, para completar en un día, todos los prime-
ros planos que faltaban. El niño, que hasta entonces
había actuado con gracia y naturalidad, obligado a re-
petir las escenas, se mecanizaba y parecía un muñeco.
Lassie, cansada y exhausta, terminaba por echarse al

piso, cruzaba las patas delanteras, apoyaba en ella la

cabeza y no obedecía las instrucciones de Bonwitt.


Fritzl asistía a las filmaciones y cada vez que actuaban
los dobles de Lassie, clavaba sus ojos en los de su mari-
do. En un clima de desaliento y desesperación, se ter-
minó la película. El montaje fue particulamente difícil.
Los ladridos de Lassie eran imitados en la sala de do-
blaje, por un técnico especializado. Fue perfecto, pero

cobraba tanto como un primer actor. Para no recurrir


nuevamente a su ex marido, Daisy jugó el todo por el
todo y vendió un departamento que tenía en Los Ánge-
les. La suma, que era considerable, sirvió para ultimar
los detalles finales y, sobre todo, para los gastos de la

publicidad que Daisy y Bonwitt consideraban esencial.


Las calles de Hollywood, de Los Ángeles y de todos los
pueblos suburbanos, aparecieron cubiertas con fotos de
Lassie compitiendo con las de Gloria Swanson.
Fui invitado al Pocos días antes había
estreno.
sido el de Sunset Boulevard, uno de los éxitos más gran-
des de William Wyler y un triunfo de Gloria Swanson
en su come back. El de Lassie pasó casi inadvertido.

241
Luis Saslavsky

Definitivamente Lassie no interesó. Aunque era evi-


dente la pobreza de medios con que la película había
sido realizada, casi no se notaban las partes dobladas de
Anita Louise, ni las de Lassie. Tampoco la voz neta-
mente norteamericana y nasal que sustituía a la de Car-
los de Velar de. Así que el film no era muy diferente de
las producciones anteriores de Lassie. Hubo que acep-

tar que ese tipo de historia no agradaba al público, o

que Lassie ya no atraía a los niños. Pese a una escena


muy bien hecha en la que el niño parecía ahogarse
arrastrado por la corriente de un río, y Lassie desespe-
rada corría ladrando para avisar a sus patrones (ladri-

dos del técnico en doblaje) y luego nadaba a la par de


Carlos de Velarde, pudiendo así salvar al niño. El episo-
dio, filmado sin “dobles”, con los intérpretes en prime-
ros planos en la piscina de unos amigos de Dustin, era
aplaudido pero no pasaba de ahí. El público no con-
currió a ver el film...
Quedó una esperanza: ¡New York! En New
York marchaban las películas para niños —afirmaban
casi todos — e, inesperadamente, agregaban no haber
tenido mucha confianza en Hollywood. Ya estaba orga-
nizado el estreno en un cine, a unos cien metros de
Broadway. Los exhibidores del Este invitaban a las fi-

guras importantes que habían participado en la filma-

ción y a un periodista: Washington Robbins de Vigny,


pero surgió un problema. ¿Con quién se dejaba a Lassie?
El hotel en que se había reservado habitaciones, con
una rebaja casi increíble puesto que se trataba de uno
de los mejores hoteles, no' admitía perros aunque fuesen
“estrellas” de cine.
Yo vivía en una casita que alquilé sobre la playa,

en el camino a Palm Beach. Aunque aún no había llega-

242
El come back de Lassie

do verano hacía calor y me bañaba en el mar. Un ma-


el

trimonio negro, de una buena educación impresio-


nante, Mr. Lindsay y Olympia Home, hacían la lim-
pieza. Llegaban a las diez de la mañana en un Chevrolet
blanco. Bajaban todos sus instrumentos: aspiradora, en-
ceradora, plancha, lavarropas minúsculo y portátil y en
una hora quedaba la casa impecable. Olympia prepara-
ba el almuerzo que dejaba en Creo que es
la cocina.

desde entonces que como todo frío, porque nunca me


tomé el trabajo de calentarlo. La cena la guardaban en
la heladera. A la mañana siguiente, lavaban platos,
cubiertos, etc. En una hora terminaban y partían para
otra casa. Yo estaba obligado a hacer todas las compras,
el mercado y los artículos para la casa. Volví a vivir co-
mo un norteamericano y, en verdad, me gustaba.
Una mañana me llamó Washington por teléfono.
Tenía que pedirme un favor. Me preguntó si lo podía
recibir con Daisy, una hora después. Asentí muy intri-
gado. Llegaron puntuales, pero además con Bonwitt y
Fritzl. Era para preguntarme si yo podía albergar a

Lassie durante ocho días. Desconcertado, no supe qué


contestar. Siempre me han gustado los perros. Más aún,
mi vida me parece incompleta si no vive un perro a mi
lado. Poco a poco, se fue aclarando que no se trata-
ba solamente de ocho días. Bonwitt tomó la palabra,
constantemente interrumpido por Fritzl. Ellos partirían

a las dos semanas para Nueva York, pero desde el día


siguiente iban a instalarse en mi casa para que yo me
acostumbrase a Lassie y, sobre todo, para que ella se
acostumbrase a mí. Las primeras noches dormirían en
el living.

— ¡Pero no hay camas! — objeté. Daisy me con-


testó que si yo aceptaba, estaría todo solucionado en

243
Ltíis Saslavsky

quince minutos. Yo acepté. Entonces Daisy telefoneó a


una empresa que alquilaba camas, colchones, sábanas,
toallas, etc., y una hora después estaba todo prolija-

mente instalado en el living. Mi vida continuaría sin


molestia alguna en el dormitorio.
A la mañana siguiente llegaron en su auto
Bonwitt, Fritzl y Lassie. Casi simultáneamente llegó un
camioncito trayendo las latas con el alimento especia-
lizado de Lassie y siguió viniendo todas las mañanas.
Salimos a la playa y yo me dediqué a jugar con Lassie
que, naturalmente, prefería a sus dueños, aunque a la
hora de almorzar fui yo quien le alcanzó su alimento
concentrado, su leche cuajada y sus galletitas de postre.
Me miraba extrañada, pero comió todo. Después al-
morzamos nosotros una comida preparada por Olym-
pia y Lindsay Home, comida del sud, pollo frito con
miel, papas fritas con bananas y platos mejicanos...
'Yrom down south" —decía Olympia— ,

de abajo del
sud...de donde usted viene” y no estaba tan equivoca-
da. Poco a poco, Lassie pareció acostumbrarse a estar
conmigo, pero primera vez que Bonwitt y Fritzl
la

no vinieron a dormir, gimió toda la noche. Cuando


Olympia y Lindsay llegaron por la mañana, nos sen-
taron a los dos en su Chevrolet blanco y partimos hacia
la casa de Lassie. Bonwitt y Fritzl estaban por salir.

Lassie saltó del automóvil y ladrando ejecutó alrededor


de ellos una danza triunfal. Emocionados la abrazaban,
y con Lassie tranquilizada, volvimos todos juntos a casa.
Finalmente terminó por aquerenciarse. Es cierto que
con Olympia le hacíamos' trampas a su régimen. Lind-
say preparaba de tanto en tanto, en el jardín, un barbe-
cue, parecido a un asado criollo que los cuatro comía-
mos con igual placer, sentados alrededor del asador. Ni

244
El come back de Lassie

Lassie ni yo teníamos prejuicios raciales. Fue el perro


más cariñoso e inteligente que he conocido. Debía
dormir en una casilla al fondo del jardín, pero a media
noche entraba a mi cuarto y ladraba dos veces. Dos pe-
queños ladridos apenas perceptibles, para anunciarme
su presencia; yo sacaba una mano que Lassie lamía y
luego ella continuaba durmiendo al pie de la cama.
Desgraciadamente, cuando los Bonwitt regresa-
ron, mi separación de Lassie fue tristísima. A la mañana
siguiente de su partida, me desperté oyéndola ladrar; se
había escapado de su casa y traía en la boca un hueso de
goma, con el que jugaba conmigo en la playa. Flabía
vuelto para invitarme a hacerlo una vez más.
La película tampoco tuvo éxito en Nueva York.
Ese fracaso, con el que yo nada tenía que ver, de un tipo
de película que sólo me hacía sonreír y que nada me
importaba, me obsesionó y me deprimió, sin embargo,
durante mucho tiempo. Creo que por resultarme in-
comprensible.
No podía dejar de preguntarme: ¿por qué las

películas anteriores de Lassie atraían al público y por


qué no se repetía el fenómeno con ésta, que era idénti-
ca? Ni mejor ni peor. ¿Por qué esa sala semi vacía,
indiferente y fría? Nunca lo comprendí. Más aún, supe
que la primera película de Lassie la había hecho otro
perro, un macho, y que pese al cambio de sexo, el
colly

éxito continuó... Como se renovó años después cuando


nuevos productores volvieron a filmar las mismas histo-
rias (casi idénticas, con perros idénticos a Lassie), con

éxito monetario y con las salas llenas de chicos y gran-


des, que acudían en masa...
Fue la salvación de Bonwitt que tenía registrado
el nombre, lo que no le significó una fortuna, pero sí ga-

243
Luis Saslavsky

nancias como para recobrar un status de dignidad con


la pensión para perros que había instalado.
En cuanto a la película en cuestión fue pronto
olvidada. Para Anita Louise seguramente fue una pelí-

cula más, que romance de Daisy Ro-


ni recuerda. El
senfeld y Carlos de Velarde concluyó al poco tiempo.
Bonwitt y Eritzl agrandaron, comprando un terreno
vecino, su pensión para perros, que llamaron ''Lassies
Home\
Estando en París, recibí una tarjeta de Holly-
wood que había recorrido el mundo para encontrarme:
Nueva York, Buenos Aires,Punta del Este y París por
fin. Era una tarjeta blanca con bordes negros en una
cara, y una foto de Lassie en la otra. Una nota en letras
góticas decía: ''Lassie ha muerto. A todos los que la han
admirado y querido les enviamos esta fotografía de la
época en que era una estrella en el firmamento de
Hollywood. No la olvide.”
Tuve mucho tiempo esa fotografía en mi mesa
de trabajo. No sé cómo, viajando, la debo de haber per-
dido en algún cuarto de hotel. No la olvido, y es recor-
dándola que he escrito estas líneas.

(Incluido en La fábrica lloraba de noche, Luis Saslavsky, 1972)

246
Mario Soffici
i
Yo no actué en el cine mudo,
un pequeño salvo
ensayo en 16 milímetros que hice con José Gola, En-
rique Santos Discépolo y Francisco Martínez Allende
para comparar la actuación del actor desde el punto de
vista teatral y desde el punto de vista cinematográfico.
En Mendoza, hicimos unas escenas de Muñeca, de Ar-
mando Discépolo, sin ninguna modificación, en el patio
de camarines del Teatro Avenida. Filmamos esas esce-
nas y vimos la diferencia que había en la actuación, en
elmaquillaje y en todo. Eso fue lo único que hice en el
mudo. Como espectador, por supuesto, me interesaba
mucho. Tenía la sensación de que todo se reducía a los
títulos que se intercalaban para poder comprender la

película. (Títulos que González Castillo, el padre de


Cátulo Castillo, cambiaba, arreglaba, y muchas veces
hasta salvaba una película porque los hacía mucho
mejores de lo que eran en su origen fílmico.) Sin embar-
go, yo no creí que nosotros pudiéramos competir con
ese coloso que había surgido a raíz de la Guerra del 14,
Estados Unidos, que tenía extraordinaria fuerza.
Cuando apareció el sonoro, coincidimos con Jo-
sé Ferreyra, en España, en que cada país iba a tratar de
hacer su propia cinematografía: ya no se podía poner
porque mucha gente quería escu-
cartelitos ni títulos
char su propio lenguaje. Y así fue que en el año 29 le

249
Mario Soffici

dije a Ferreyra que cuando él hiciera alguna película,


yo iba a trabajar inclusive sin cobrarle, gratis, porque
creía que iba a haber una cinematografía argentina.
Primero trabajé con él en Muñequitas porteñas y des-
pués actué en El linyera, de Enrique barreta. Cuando
Ferreyra volvió a llamarme, le dije: “Mire Ferreyra, a
mí como actor no me interesa mayormente el cine. Me
interesa desde el punto de vista de un director, de ma-
nera que si usted quiere que yo trabaje en una nueva
película, se lo hago pero con un canje: trabajo sin
cobrarle, como hice la vez anterior, pero a cambio de
eso usted me va a dar algunas lecciones para que yo
sepa cómo enganchar una escena con otra.” Fue lo que
hice: Calles de Buenos Aires, en la que dirigí una esce-
na y escribí el diálogo. Acostumbrábamos improvisar.
Ferreyra tenía una idea y un cuadernito de diez cen-
tavos (de aquel entonces); escribía más o menos la sín-

tesisargumental y después la completaba con conver-


saciones e improvisaciones en el lugar. Ferreyra y yo
teníamos el mismo Hacer cine de corte in-
principio.
ternacional tenía relativamente poco valor; el caso era
mostrar lo nuestro, lo que nosotros veíamos, lo que
sentíamos. Coincidíamos a tal punto que él exageraba:
en aquel momento ya no veía cine extranjero porque
tenía miedo de imitarlo. Yo le decía: “es peligroso, Fe-
rreyra, lo que hace, porque de pronto va a descubrir el
paraguas”. Pero yo pensaba exactamente lo mismo y
siempre que pude traté de hacer un cine argentino, un
cine que estuviera alcance de mi vista y de mi sensi-
al

bilidad. Eso es todo, porque no de otro modo he con-


cebido al cine.

Ferreyra fue mi primer maestro. Y después, ba-


rreta: De cada uno de ellos aprendí, barreta era un

2^0
José Ferreyra y el nacimiento del cine argentino

hombre —por lo menos conmigo — absolutamente sin-

cero. Tuvimos algunas conversaciones que estaban al


borde de la discusión, barreta decía que él, como Güi-
raldes, veía al campo argentino desde una atalaya, que
no se había mezclado con la gente, que no sabía del su-
dor del peón y que envidiaba a los hombres que, como
yo y como otros de mi época, nos mezclábamos a comer
junto con la gente que luego trasladábamos al teatro o
al cine. En un determinado momento me dijo que él

había tratado de mezclarse con la gente pero sólo había


conseguido que le robaran todos los muebles de una
casa que había puesto en la Boca. Pero Enrique barreta
tenía una cosa espléndida: el concepto de la pampa, el
concepto del campo argentino como un enorme mar en
donde las carretasque llevaban seis percherones eran
“los transatlánticos de la pampa”, como las llamaba él.
Y además veía la infinitud de la tierra, lisa, llana, con
una proporción enorme de cielo y una pequeña propor-
ción de tierra (en realidad, por la distancia, es el efecto
óptico que uno capta).
Todo eso me sirvió de mucho. Puede que él ha-
ya influido en mí porque, a pesar de que me he criado
en Mendoza y en otras partes que no eran “pampa”, sin
embargo lo eran en otro sentido: los arenales de San
buis, la Pampa del Ceibo, que tenían un horizonte in-
terminable. Ahí está la similitud entre Ferreyra y ba-
rreta; coincidían ellos dos —
y yo en tercer lugar en —
aquello que dice Tolstoi: “el artista recoge una emoción
que trata de transmitir a los demás”.

(Tomado de: Reportaje al cine argentino (bos pioneros del

sonoro); M. Calistro, O. Cetrángolo, C. España, A. Insaurralde,


C. Landini, Editorial Crea, 1978)

231
Osvaldo Soriano
Yo era chico cuando mi padre me llevó a ver a
Gatica. Todo San Luis sabía que un día volvería para
mostrarnos sus corbatas guarangas y aquella sonrisa
prepotente. No recuerdo qué año era pero aún no había
perdido en Nueva York con el campeón del mundo. Mi
padre odiaba boxeo pero le gustaba leer las derrotas
al

de Gatica comentadas por La Prensa. Sobre todo si el


rival era Prada, que representaba a la gente decente.

En San Luis casi nadie lo recordaba porque se


había ido a la Capital de muy
Era cabecita negra,
pibe.
pero sus ojos verdes transmitían una vaga zozobra a
los plateístas del Luna Park. Pagaban para verlo caer y
cuando caía para los gorilas era Perón el que mordía el
polvo. Pero Gatica se levantaba siempre y seguía su vi-

da, abollado y feliz. Por las noches compraba todos


les

los diarios a los chicos del Bajo para que se fueran a


dormir temprano y cerraba los mejores boliches. Invi-
taba champán, cantaba boleros y se llevaba de prepo a
las mejores mujeres. No tenía el talento natural de Gar-

del, aunque llevara en la mirada el mismo asombro fugi-

tivo. Un de huérfano melancólico que se abre paso


aire

hacia un imposible. Y por entonces los imposibles pa-


recían posibles.
Así se nos apareció aquella mañana, de regreso a
su tierra natal. Hizo varias pasadas por la vuelta del
Osvaldo Soriano

perro en un Cadillac descapotable, mordiendo un ciga-


rro,agarrándose los tiradores. Iba ancho y contento con
su suerte que era la mejor que le podía tocar a un tipo
como él. Adelante, el Cadillac llevaba un lienzo celeste

y blanco que decía “Acá viene Gatica”, otro atrás, de-


cía “Ya pasó Gatica”. La gente aplaudía y le gritaba:
“¡Grande Tigre!”, porque allá no tenía los enemigos
que tenía en Buenos Aires. Mi padre me levantó sobre
sus hombros para que lo viera y aquella imagen huidiza
se me fijó para siempre.
Gatica no es un mito porque sabemos dema-
siado de él. No ambigüedad como
tiene misterio ni
tenía Gardel. Queda una parábola política que se con-
vierte en leyenda. La simetría de su ascenso y caída con
los lejanos años del peronismo “feliz”. Ahí, con esos
pliegues del paisaje argentino, Leonardo Favio cons-
truye una película aleccionadora e inolvidable. Porque
su Gatica no es Gatica sino lo que la generación de la
Resistencia hizo de él.

A lo largo de treinta años, Favio ha filmado la

vida y a la muerte con igual felicidad. Creó seres pe-


queños y sin metáfora que nunca antes habían tenido
lugar en el cine argentino. Tragedias de bailanta. Dra-
mas de provincia como El romance del Aniceto y la
Francisca^ El dependiente y Soñar, soñar. Películas de
pocas palabras con imágenes morosas de una abru-
madora belleza. También le dio sentido a las leyendas
populares: ]uan Moreira fue la rebeldía del hombre solo
que no pacta Nazareno Cruz y el lobo
ni se entrega;
reunía el imaginario del campo con los miedos argenti-
nos; por fin, Gatica es el eco mordaz de un tiempo
irreconocible que viene a cuestionar este presente ver-
gonzoso.

2 %
¡Mono las pelotas!

Pero la película es mucho más que eso: la mirada


de Favio es distante y cálida a la vez, como si aquel
chico de San Luis, que crece a la sombra del peronismo
paternalista, dibujara con su cara entumecida la alegría

ingenua y efímera de una clase vomitada por los subur-


bios el 17 de octubre de 1945. Sin embargo, lo que más
deslumbra hermosura de cada plano y la justeza de
es la
un diálogo insignificante, hecho de puteadas, ronqui-
dos y gritos. Esos silencios agobiantes que contrastan
con el cine a la moda hecho de clips y golpes de efecto.
Nunca, desde el lejano día en que las pronunció por
radio, las palabras de Evita moribunda habían sonado
tan desesperadas, tan cargadas de definitiva despedida.
Ese breve adiós, que yo había escuchado a los nueve
años en los pagos del MonOy señalaba el fin de una
ilusión. Por eso la terrible imagen de Gatica y Perón
ante el lecho de esa mujer que se muere, es una de las
más inolvidables del cine argentino. No son Gatica ni el
general los que se quedan solos sino millones dé ar-
gentinos que van a pasar a manos de una burocracia
arribista; es una época la que se acaba y otro drama el
que comienza. Favio lo ilustra con la Plaza de Mayo
bombardeada, con noticieros apócrifos, con las fotos
que arden en la hoguera y aquella exclamación de
Mateo, el personaje de No habrá más penas ni olvidoy
que tanto revuelo causó al salir la novela: “(...) yo siem-
pre fui peronista..., nunca me metí en política”.
Si en 1984, reproducida en la película de Héctor

Olivera, la frase sonaba a ironía, casi una década más


tarde subraya la dramática simbiosis entre peronismo y
marginalidad. Muerto sin haber conocido la política,
Gatica solía gritar el “ Viva Perón, carajo! ”, que fue con-
¡

traseña de las multitudes reducidas a la humillación

2^7
Osvaldo Soriano

y el silencio. Si algún comedido lo llamaba “Mono” o lo


trataba de igual a igual, enseguida le contestaba: “¡Mo-
no las pelotas!”. Ese personaje, y no el de la picaresca
porteña, es el que recupera Favio para conversar sobre
peronismos pasados y monigotes presentes. Por algo en
la película todo es transgresoramente azul y blanco,

igual que en los años de mi infancia. Sobre ese fondo se


mueve la historia de aquel analfabeto que sin saberlo
iba a simbolizar como nadie el imaginario peronista.
El país se ha desprendido de Perón y de los
odios que enfrentaron a otras generaciones. A punto tal
que Alvaro Alsogaray asistió al estreno de Gatica, tres
filas delante de dónde yo estaba sentado, sin provocar

una silbatina ni un insulto. Otro mérito para la pelícu-


la: aunque los referentes políticos se hayan vuelto man-

sos y ni siquiera el boxeo convoque a las multitudes de


antaño, el personaje funciona por sí mismo e invita al
debate: conmueve o indigna pero es imposible pasarlo
por alto.

El buen cine de aquí siempre tiene algún des-


cuido que hacerse perdonar. Favio tiende a la perfec-

ción: la banda sonora es deslumbrante; la sincroniza-


ción de voces, imperceptible; los decorados y vestuarios
impecables y el figurante más secundario parece un
comediante avezado. Ese profesionalismo pasional que
Favio introdujo hace tres décadas es la herencia de
grandes como Mario Soffici y Hugo del Carril, el mejor
homenaje a los que rompieron las convenciones del
“tú” y los teléfonos blancos. Tanta prolijidad sorpren-
derá sólo a los más jóvenes, que no conocían la obra de
uno de los más grandes realizadores del mundo. Cuan-
do se estrenó El romance, el elitista semanario Primera
Plana tituló su comentario con un seco y contundente

238
¡Mono las pelotas!

“Obra maestra”. Era una tragedia en blanco y negro,


con el aliento de un Shakespeare puebleril. Desde en-
tonces aquel cine de Favio, en video de segunda mano,
me ha acompañado en noches de insomnio y días de
gozo. Lo he visto boquiabiero preparar el
Moreira y
hace unos años me contó con gestos y música de fondo
su futura versión de Gatica. Nunca imaginé que me
dedicaría la película. No sé cómo se agradecen esos
gestos. No me ofendería si un día a mi hijo, que recién
empieza a narrar, le gustaran más las cintas de Favio
que los libros de su padre.
En el montaje ideal, Gatica duraba mucho más
de tres horas. Las necesidades de los exhibidores le re-
banaron algunos grandes momentos. Igual, me deslum-
bró su manera de esquivar la caricatura de Buenos
Aires.Que pueda intuirse un tren allá atrás, en la noche
del Riachuelo. Que a la vuelta de una esquina la pers-
pectiva sea un montón de fardos de avena. Que hubiera
pobres y sopa caliente a la salida del cabaré. También
que entre el sobrio Perón sentado en el Luna Park y el
exuberante payaso que no puede ir a River, la diferen-
cia que hace gente sea de cariño y no de plata.
la

El día que mi padre me alzó en brazos para ver


pasar a Gatica había presos políticos y comíamos pan ne-
gro. Para medio país, era una época terrible. Los otros
parecían felices así. De ese choque salieron cuarenta
años de desencuentros y de horror. El peronismo no su-
po hacer un país de consenso pero su metáfora ha inspi-
rado más obras perdurables que cualquier otro régimen.
Gatica, el Mono es la leyenda de una pasión irrepetible
que, ahora muerta, por fin se puede compartir.

(© Osvaldo Soriano, 1994)

239
“Los enfermos no creyeron en la muerte
de Rantes...”
Hombre mirando al sudeste, 1985

Todos somos “enfermos terminales”.


La conciencia de esta verdad puede paralizar de
miedo, o ayudar a tener una vida más plena.
Hugo fue de estos últimos.
Aprendí mucho siendo testigo de su lucha.
“A mí me va a salvar el arte”, le oí decir tantas
veces. Esa certeza ledaba fuerzas para desarrollar una
actividad que agotaría al más sano de los humanos.
Ese amor a la vida le permitió vivirla en el últi-
mo tramo con más goce y menos culpa que nunca.
“Estoy fantástico. He aprendido a vivir sin ren-
cor y sin melancolía. Antes, por ejemplo, no soportaba
los atardeceres de domingo. Ahora lo agradezco.”
A HugoSoto lo amaron y lo seguirán amando
millones de personas, en los lugares más dispares del
mundo.
Robert Redford me dijo una vez: “Es un actor
de cine privilegiado. Porque con ese rostro se nace. Te
envidio por haber encontrado un actor con esa más-
cara”.

263
Elíseo Subiela

Sin embargo, mientras era amado más allá del

“cholulismo”, Hugo estaba encerrado en su propia cár-


cel, totalmente solo.
Hugo Soto fue un ángel que para escapar del
infierno de la realidad no tenía más salida que el arte.

Como tantos.
Él la encontró.
Nos despedimos más o menos un mes antes de
su muerte.
Estaba con una llamativa paz.
A veces cerraba los ojos y sonreía.
Quizás recordara. Quizás estuviera empezando
a saber cosas que hasta entonces sólo había sospe-
chado.
Cuando salí de su departamento lloré por pri-

mera vez en todo este tiempo.


Lo que sucediera después sería sólo una anéc-
dota. Una noticia.
Eso que finalmente sucedió.
Los rituales sociales de la muerte siempre me
fueron ajenos.
Sus otros seres queridos quizás entiendan por
qué no presencié ningún “velorio”, ningún “entierro”.
Las cosas con Hugo han cambiado, pero no
en el sentido que estas ceremonias querrían conven-
cerme.
Si me resulta increíble la idea de que Hugo no va
a estar más, por algo será.

Hace tiempo sé que si estuviéramos más aten-


tos a esas sensaciones, seríamos personas más sabias y
felices.

Esas sensaciones también me dicen que el alma


de Hugo posiblemente esté a estas horas berreando en

2G4
La presencia de Hugo Soto

una nursery de alguna parte del mundo. En otro cuer-


po. Con otro nombre. Quizás con otro sexo.
Y algún día esa nueva “persona” se enfrentará
con una vieja película argentina, y sentirá una inexpli-
cable emoción cuando un tal Rantes lo mire desde esa
pantalla que es hasta aquí, la más formidable arma para
vencer la muerte.
En eso no nos equivocamos, Huguito.
Sé que con lo curioso que eras, no irías a per-
derte justamente ciertos “detalles” de tu “fallecimiento”.
Sé que te estás cagando de risa de los cables que
hablan de la “irreparable pérdida”, sé que debés estar
puteando entre otros al imbécil de un “prestigioso ma-
tutino” que llamó ayer por la tarde y le preguntó a mi
secretaria si “conocía el diagnostico” (sic).
Creo que supiste cuánto te quise. Y eso me per-
mitió a mí también despedirme en paz.
Sé que sentiste el amor de tantos y que ese amor
te dio paz en los difíciles momentos del “tránsito”.

Sé que estás sabiendo ahora de esto que escribo.


No en “el cielo”.

Acá nomás.
Muchos, gracias a Dios, sabemos dónde es eso.
Tomate un descanso. Es jodido para los que te
vamos a extrañar.
Pero yo no voy a cometer, a esta altura de mi
vida, la torpeza de pensar que te acabaste.
Un beso.

Hugo Soto, actor, artista plástico.


Protagonizó, entre otros filmes. Hombre miran-
do al sudeste (1985) y Últimas imágenes del naufragio,

263
Elíseo Subiela

ambos dirigidos por el autor de esta nota, escrita en


ocasión de su fallecimiento, en agosto de 1994, a la

edad de 42 años.

(© Elíseo Subiela, 1996)


Mi padre y yo vivimos juntos gran parte de su
carrera y, también, un tramo de la mía. Ambos sabíamos
(yo porque él me lo enseñó desde el vamos) que está-
bamos condicionados por la necesidad del éxito. El
fracaso comercial de un film nos hacía débiles y vulne-
rables frente al medio circundante, mientras que el po-
sible éxito nos fortalecía. Los dos queríamos hacer un
cine que nos dejara satisfechos desde el punto de vista
comercial y también artístico. Yo me sigo viendo como
un permanentemente ansioso por esa ecuación casi
ser
inalcanzable. En el caso de mi padre. Edad difícil, una
de su obras más ambiciosas, fue la que mayores disgus-
tos le acarreó. Tras muchos años de desasosiegos y ex-
clusiones, alcanzó aquella ecuación con Pelota de trapo.
Todo esto se me hace más vivo ahora porque La maffia
es otro de esos ejemplos de ecuación capaces de haber
alegrado a mi padre. Cada vez que tengo éxito no pue-
do dejar de sentir su voz que me dice: “Esta vez la pe-

gamos, Babsy"
Cuando los films eran solamente comerciales, o
solamente artísticos, no lo dejaban totalmente satisfe-

cho: es que sabía demasiado bien las malas consecuen-


cias que reportaban a su vida los éxitos parciales. A mi
padre —
a quien siempre veo como un hombre muy
existencial —
no lo conformaban ni la promesa de una

269
Leopoldo Torre Nilsson

gloria ni la sensualidad del dinero. Sabía que el presente


requiere algo más, como si efectivamente tuviera la sen-

sación metafísica de que gloria y dinero sirven sólo para


el futuro y a él, el futuro nada le importaba. Nunca he

encontrado otro ser semejante, con esa vital necesidad


de alimentar el presente.
Una vez fue llamado para dirigir El comisario de
Tranco Largo, una idea que no le gustaba nada. Hacía
casi un año y medio que no trabajaba y lo inquietaba
dilucidar si la empresa era o no solvente. Un enorme
desgano lo fue royendo durante los primeros días de fil-
mación. Pero al poco tiempo le pagaban la primera
cuota y entonces me dijo: “Mirá, tenemos que trabajar
fuerte. Esta gente se merece que hagamos algo bueno”.
Hasta me conminó a buscar ángulos raros, a planear
tomas que salieran de lo común. Sin embargo, su intui-
ción inicial era válida: no pudimos salvarla. Corría en-
tonces el año 1942.
En su extensa filmografía él separaba con mu-
cha precisión los films que quería de aquellos que abo-
rrecía. Como era muy orgulloso no le gustaban las crí-

ticas sobre aquellos que él sabía no eran buenos.

Procedía un poco como el padre que detesta los co-


mentarios sobre un hijo malo. Yo siento que en cada
obra suya hay una pasión puesta. El creía dejar una
huella en todas y cada una de ellas. Si revisamos sus
films menos buenos de pronto descubrimos una se-
cuencia donde se juega entero. Ahí está su sello incon-
fundible.
Sus títulos predilectos eran La vuelta al nido, La
luz de un fósforo, La mujer más honesta del mundo
(prohibida en su tiempo y perdido luego su negativo),
Pelota^ de trapo. Romance sin palabras. Edad difícil, De-

270
Esta vez la pegamos, Babsy

masiado jóvenes, Aquello que amamos y El crimen de


Oribe (cuya dirección compartimos).
Durante la filmación de El crimen de Oribe ocu-
rrió un episodio que revela cómo mi padre tenía todo
bien planeado de antemano. Fuimos al departamento
de Raúl de Lange en la galería Güemes, para arreglar las
condiciones de su contrato. Disponíamos para ello de
una modesta suma, apenas 9 mil pesos, pero suficientes
para cubrir seis días de actuación. Lange sólo había tra-
bajado anteriormente en Prisioneros de la tierra, y sus
recuerdos no lo conformaban demasiado: es que de
entrada, también le habían hablado de seis días y la cosa
se alargó luego de seis meses. Nos pidió, pues, cobrar
por día. “Si tiene dudas de lo que le digo, fije usted
mismo su cachet diario”, le dijo mi padre. Mesurado,
exigió 1.300 pesos. Su sorpresa fue mayúscula cuando
vio que en escasos cuatro días estaba liquidada su parte.
De modo, le dimos el cachet previsto inicial-
cualquier
mente. “¿Ve?, no hay que ser desconfiado”, lo chanceó
mi padre al despedirse.
Su carrera no estuvo, por cierto, sembrada de
rosas: pasó años sin filmar, siendo como era, un hombre
que vivía del cine. Las penurias económicas no le fue-
ron ajenas: es que, indudablemente, sus modos de tra-
bajo eran incompatibles con la gran industria. Odiaba
el star system, vestir lujosamente sus personajes, que le
leyeran los libretos y esas largas esperas aguardando la
terminación de algún decorado monumental. Esto acla-
ra que sistemáticamente fuera excluido por las empre-
sas de primera magnitud, cuando Amadori, Romero,
Soffici, Mugica y Demare eran los directores con status.

Una noche exhibíamos privadamente Ea mujer


más honesta del mundo, con intención de vendérsela a

271
Leopoldo Torre Nilsson

Curt Lowe. Casi de entrada, el espectador se enfrenta


con un típico patio de barrio. ''¿Un patio? ¿Quién quie-
re ver un patio?”, vociferó Lowe. Y se interrumpió la
proyección no sin antes sentenciar: “Toda película que
empieza con un patio es mala”.
Papá, en cambio, los amaba. Barracas era su
lugar predilecto para filmar. Detestaba hacerlo en Pa-
lermo Chico, el escenario habitual de aquella época.
Creo que alguna vez me dijo orgullosamente: “En mis
películas no hay teléfonos blancos”. Odiaba las esce-
nas con gobernantas tanto como a los rulos de Zully
Moreno.
Los actores que no tuvieran cara de tales eran
sus preferidos. Tipos que parecían salir de la calle, una
intuición que luego confirmaría el neorrealismo italia-
no. Por eso le gustaba tanto dirigir a José Gola.
Entre 1938 y 1945, la época de oro del cine na-
cional en América latina, algunas exigencias de los dis-
tribuidores lo enloquecían: es que para entrar en los
mercados continentales, si no asomaban Sandrini, Pepe
Arias o Libertad Lamarque, las canciones eran el susti-
tuto obligado. ¡Qué dolores de cabeza se agarraba! No
sabía cómo intercalarlas. Aquellas demandas explican
que en sus films, inusitadamente, siempre aparezca al-
guien cantando.
Su pasión por el cine arranca de su adolescencia,
cuando el padre vuelve a casarse y viaja con su familia a
Neuquén para instalar un hotel. Allí, al estilo de los
cuentos infantiles donde talla la madrastra, cumple fun-
ciones de pinche entre escobas y cacerolas. un buen Y
día se larga a Buenos Aires con su hermano Carlos, que
luego brillaría como director de fotografía. Nace en-
tonces su amistad con José A. Ferreyra y entre los tres.

272
Esta vez la pegamos, Babsy

en 1919, fundan la Compañía Argentina Cinemato-


gráfica Mayo.
El primer film de mi padre fue El puñal de
mazorquero (1921), basado sobre un cuento de Juana
Manuela Gorriti. Yo empecé con él en 1939, a los quin-
ce años. “Vení conmigo y aprendé cine me dijo — —
(íPara qué seguir una carrera convencional?” Y como
un carpintero enseña a su hijo los secretos del oficio, él
me reveló los suyos. Mis pininos fueron con El sobreto-
do de Céspedes, aunque apenas era un mirón asombra-
do. Recién en el 40 manejé la pizarra en La luz de un fós-
foro, A la vuelta de los años me vi ocupando el lugar de
mi padre con relación a mis dos hijos: Javier, el mayor,
fue mi segundo ayudante en El santo de la espada
(1969), y Pablo tuvo su iniciación en La maffia (1971).
Sin duda, la tradición se perpetúa.

(Publicado en la revista Panorama, 13 de abril de 1972)

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Homero Alsina Thevenet (Montevideo, 1922). Es uno
de los maestros de la crítica de cine en lengua española,
labor que ha desarrollado tanto en su país como en la

Argentina y España, desde las páginas de diarios y revis-


tas y a través de libros memorables. Entre éstos, pueden

citarse:Ingmar Bergman, un dramaturgo cinematográfi-


co (1964, con Emir Rodríguez Monegal), Crónicas de ci-
ne (1973), Chaplin, todo sobre un mito (1977), £/ cine:
gente, películas, hechos (1986), Cine sonoro americano y
los Oscars de Hollywood (1986), Hollywood y sus listas
negras (1992), Cinelecturas (1990). Ha publicado ade-
más recopilaciones de artículos y reflexiones sobre te-
mas diversos como Idna enciclopedia de datos inútiles
(1986), Segunda enciclopedia de datos inútiles (1987) y
Posdatas al mundo (1990). Actualmente dirige el suple-
mento cultural de El País de Montevideo.

Manuel Antín (Las Palmas, Chaco, 1926). Se inició co-


mo habiendo publicado poesía, teatro y nove-
escritor,

las como Los venerables todos, luego llevada a la panta-

lla por él mismo. Sus primeros pasos en el cine fueron

como guionista de cortometrajes de Rodolfo Kuhn. En-


tre sus propias realizaciones, se destacan los filmes so-
bre relatos de Cortázar: La cifra impar (1961), Circe
(1963) e Intimidad de los parques (1964) y su poética y

277
S

Sobre los autores

refinada versión de Don Segundo Sombra de Ricardo


Güiraldes (1969). Fue Director del Instituto Nacional
de Cinematografía durante el gobierno de Raúl Alfon-
sín, realizando una gestión que eliminó la censura, recu-
peró el crédito para nuevas realizaciones e impulsó la
proyección del cine argentino en el mundo.

Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900-1942). Uno de los


escritores argentinos más revulsivos de todos los tiem-
pos. Ingresó precozmente en el mundo literario con su
novela El juguete rabioso (1926), una historia de mar-
ginalidad, delitos y traiciones. La trilogía narrativa in-
tegrada por Los siete locos (1929), Los lanzallamas
(1931) y El amor brujo (1932) lo instaló definitivamente
entre los grandes novelistas de este país, por la origi-
nalidad de sus temas y la lucidez con que describe la
miseria y la soledad del hombre moderno. Su obra
incluye además los volúmenes de cuentos El jorobadito
(1933) y El criador de gorilas (1941); varias piezas
teatrales —
300 millones (1932), Saverio el cruel (1936)
y La isla desierta (1937), entre otras que tuvieron —
enorme repercusión a través de su estreno en el Teatro
del Pueblo; y las célebres Aguafuertes publicadas en el
diario El Mundo, un excepcional conjunto de notas
costumbristas que tuvieron en su época una enorme y
justificada popularidad.

María Luisa Bemberg (Buenos Aires, 1922-1995). Fue


productora y fundadora del Teatro del Globo e hizo su
primera incursión en cine como autora de los libros ci-

nematográficos de Crónica de una señora de Raúl de la

Torre y Triángulo de cuatro de Fernando Ayala. Tras dos


cortometrajes propios, donde ya era evidente su interés

21
Sobre los autores

por el mundo de la mujer, realizó cinco largometrajes


de creciente calidad: Momentos (1980), Señora de nadie
(1981), Camila (1983, obtuvo, entre otras distinciones,
una nominación al Oscar a la mejor película extranjera
en 1983), Miss Mary (1986) y De eso no se habla (1993).

Amelia Bence (Buenos Aires, 1919). Es una de las actri-

ces argentinas más grandes de todos los tiempos. Inte-

gró de niña el Teatro Infantil Labardén, pasó por el

Conservatorio Musical y de Arte Escénico y luego tra-


bajó en las compañías de Enrique Susini, Luis Arata,
Florencio Parravicini, Francisco Petrone y Mecha Or-
tiz.Hizo su primera aparición cinematográfica en La
fuga de Luis Saslavsky (1937), donde se reveló como
una actriz especialmente dotada para la pantalla. Sus
intervenciones en La vuelta al nido (1938) y La casa de
los cuervos (1941) confirmaron su talento y le abrieron

las puertas a papeles consagratorios en El tercer beso


(1942), Todo un hombre (1943), Los ojos más lindos del
mundo (1943), A sangre fría (1947), Danza de fuego
(1949) y Alfonsina (1937), entre otros filmes que le va-
lieron numerosas distinciones en la Argentina y en el
extranjero.

Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914). Maestro de


la ficción en lengua española, se consagró con su prime-

ra gran novela. La invención de Morel (1940). Ha escrito


otras igualmente memorables como El sueño de los
héroes (1934), Diario de la guerra del cerdo (1969), Dor-
mir al sol (1973) y Un campeón desparejo (1994); varios
libros de relatos excepcionales como La trama celeste

(1948), Historia prodigiosa (1936), El lado de la sombra


(1962), El gran Serafín (1967) e Historias desaforadas

279
Sobre los autores

(1986); un primer volumen de Memorias (1994) y, con


el seudónimo común de H. Bustos Domecq, varias
obras en colaboración con Jorge Luis Borges, con quien
mantuvo una célebre amistad. En 1990 recibió el Pre-
mio Cervantes de Literatura y ha sido varias veces can-
didato al Premio Nobel.

Armando Bó (Buenos Aires, 1915-1981). Actor, guionis-


ta,productor y director cinematográfico. Debutó como
actor en Ambición, de Adelqui Millar (1939). Luego de
participar en casi veinte películas de Carlos Borcosque,
Luis Bayón Herrera, Alberto de Zavalía y Julio Sara-
ceni, entre otros, fue el protagonista de la recordada Ve-
Iota de trapo de Leopoldo Torres Ríos (1948). En 1954
debutó como realizador con Adiós muchachos. Pero sin

duda aspecto más recordado y polémico de su trayec-


el

toria comienza con El trueno entre las hojas (1956),


donde se binomio de Bó con Isabel Sarli y ésta
funda el

realiza el primer desnudo completo del cine argentino.


A partir de allí, Bó construyó una filmografía personal
y audaz, que le valió persecuciones, prohibiciones, críti-
cas y, al mismo tiempo, la apertura a los mercados inter-
nacionales. Lujuria tropical (1962), La mujer del zapa-
tero (1964), Carne (1968), Liebre (1970) y Una mariposa
en la noche (1974) son algunos de sus filmes más recor-
dados y hoy convertidos en objetos de culto.

Jorge Luís Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986).


El más grande escritor argentino y uno de los autores
fundamentales del siglo XX: Lía escrito libros de poesía,
ensayos y cuentos, transgrediendo las reglas de cada
género y evitando deliberadamente la novela. Dentro
de su obra poética, se destacan: Fervor de Buenos Aires

280
Sobre los autores

(1923), huna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín


(1929), El otro, el mismo (1954), La rosa profunda (1975)
y La cifra (1981). Entre sus libros de cuentos, pueden
citarse: Historia universal de la infamia (1935), Ficciones
(1944), El aleph (1949) y El informe de Brodie (1970).
Sus célebres ensayos incluyen títulos como Inquisicio-
nes (1925), Evaristo Carriego (1930), Discusión (1932)
y
Otras inquisiciones (1952). Ha escrito varias obras en
colaboración con Adolfo Bioy Casares (ver ficha) y otros
autores, y ha realizado admirables traducciones
y pró-
logos de obras de grandes escritores de todos los tiem-
pos. Su obra ha ensanchado los límites de la lengua
española e influyó de manera decisiva en el pensamien-
to de este siglo. Salvo el Premio Nobel, que le fue nega-
do varias veces por motivos extraliterarios, ha obtenido
las máximas distinciones literarias.

Calkí (Seudónimo de Raimundo Calcagno, Buenos Ai-


res, 1906-1982). Ha sido uno de los críticos de cine más

personales y intuitivos de este país. Comenzó como di-


bujante desde 1936, tuvo a su cargo la página de cine
y,

del diario El Mundo donde impuso un estilo agudo y


elegante que luego continuó en las páginas de Rico Tipo

y Platea, entre otros medios. Ha publicado gran canti-


dad de ensayos dispersos en revistas y diarios, la novela
El límite (1969), el celebrado libro Los monstruos sagra-
dos de Hollywood (reeditado por última vez en 1976) y
una autobiografía: El Mundo una fiesta (1977). Fue
era
guionista, en colaboración, de La piel de zapa (de Bayón
Herrera, 1943), La suerte llama tres veces (ídem, 1943),
Apenas un delincuente (de Pregónese, 1949), Con el su-
dor de tu frente (de Viñoly Barreto, 1950) e Intimidad de
los parques (de Antín, 1964).

281
Sobre los autores

Jorge Carnevale (Buenos Aires, 1938). Escritor y uno


de los críticos de cine más perspicaces de la actualidad.
Como narrador ha publicado el volumen de cuentos
Detrás (1965) y las novelas Impostergable (1971) y Pues-
ta en limpio (1984), además de cuentos en varias anto-

logías del género. Se inició como crítico de cine en el

diario Noticias (1973), colaborando más tarde en El


Cronista Comercial, La Semana, Somos, Primera Plana,
El Observador, El Heraldo, Magazine, Clak y el suple-
mento cultural de Clarín, entre otros. Ha publicado,
además, Así se mira el cine hoy (1993). Es miem-
el libro

bro del Consejo Directivo de la Asociación de Cronistas


Cinematográficos y en la actualidad está a cargo de la
página de cine y video del semanario Noticias.

Abelardo Castillo (San Pedro, provincia de Buenos Ai-


res, 1935). Es el escritor emblemático de la llamado ge-
neración del ’60. Cuentista de excepción, ha publicado
libros fundamentales para el género como Las otras puer-
tas Cuentos crueles (1966), Las panteras y el tem-
plo (1976) y Las maquinarias de la noche (1992). Abor-
dó con igual maestría el teatro, a través de piezas de
gran repercusión internacional como El otro judas
(1961) e Israfel (1963), y la novela: El que tiene sed
(1985) y Crónica de un iniciado (1991). Dirigió la mí-
El escarabajo de oro y obtuvo las
tica revista literaria
siguientes distinciones: Casa de las Américas (1961),
Premio Internacional de la Unesco (1964), Primer Pre-
mio del Festival Mundial de Teatro (1965), Primer
Premio Municipal de Novela (1985/86) y Premio Na-
cional Esteban Echeverría. Ha publicado además ar-
tículos sobre arte y sociedad, recopilados en el volumen
Las palabras y los días (1988).

282
Sobre los autores

Julio Cortázar (Bruselas, 1914 - París, 1984). Es uno de


los escritores argentinos más importantes de todos los
tiempos. Sus libros de cuentos — Bestiario (1951), Final
del juego (1956), Las armas secretas (1964), Todos los
fuegos el fuego (1966), Octaedro (1974) y, entre otros.
Queremos tanto a Glenda (1980) —
abrieron caminos
inéditos para el género en todo el mundo. Su novela Ta-
yuela (1963) marcó un hito en la cultura de la época y
revolucionó la narrativa contemporánea. Sus novelas
posteriores — 62/Modelo para armar (1968) y Libro de
Manuel (1973) — como Los premios (1960) y
así las

obras juveniles publicadas póstumamente — Diverti-


mento (1950), Ll examen (1986) y Diario de Andrés Fa-
va (1995) — constituyen sorprendentes propuestas de
búsqueda y experimentación dentro del género. Ha es-
crito además deliciosos volúmenes de misceláneas como
Historias de cronopios y de famas (1962) y Los autonau-
tas de la cosmopista (1983, en colaboración con Carol
Dunlop); numerosos poemas que en buena medida están
recogidos en el volumen Salvo el crepúsculo (1984);
teatro —Los Robinson y otras piezas
reyes (1949), Adiós,
breves (1984) —
y una gran cantidad de ensayos sobre
arte y literatura, recopilados en los tres tomos de su
Obra crítica (1994). En 1996 se publicó su ensayo Ima-
gen de John Keats, hasta entonces inédito.

Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939). Es un nota-


ble escritor y hombre de cine. En 1958 fundó la revista
Flashback y más tarde se destacó como crítico a través
de sus notas en los semanarios Primera Plana y Pano-
rama. Debutó como director con el filme Puntos suspen-
sivos o Esperando a los que siguieron
bárbaros (1971), al

Los aprendices de brujo (1977), La guerra de un solo

283
Sobre los autores

hombre Altamar (1984), Guerreros y cautivas


(1981),
(1988) y, entre otros filmes, el documental Ciudadano
Langlois (1995). Además de numerosos artículos sobre
literatura y cine, ha publicado Borges y el cine
los libros

(1974) y Vudú urbano (1985). Actualmente reside en


París, dedicado al cine y a la actividad docente.

Hugo del Carril (Buenos Aires, 1912-1989). Se destacó


como cantor, actor, director y productor de cine, sien-
do uno de máximos exponentes de esta actividad en
los
Hispanoamérica. Debutó en cine cantando Tiempos vie-
jos en Los muchachos de antes no usaban gomina (1937).
Sus intervenciones posteriores en Tres anclados en París
(1938), Madreselva {193 S), La vida esun tango (1939) y
La vida de Carlos Gardel (1939) lo convirtieron en una
de las figuras preferidas por el público de la época. Se
inició como 900 (1949), de
director con Historia del
inusual madurez, y alcanzó su punto más alto con Las
aguas bajan turbias (1952), verdadero clásico del cine
argentino. Entre sus propias realizaciones, deben men-
cionarse también La Quintrala (1955), Más allá del olvi-
do (1956), Una cita con la vida (1958), Las tierras blan-
cas (1959) y La sentencia (1964).

Lucas Demare (Buenos Aires, 1907-1981). Uno de los


realizadores fundamentales del cine argentino. Su ca-
comenzó como bandoneonista del Trío
rrera artística
Irusta-Fugazot-Demare. Debutó en cine en España, co-
mo integrante del Trío, en la película Boliche\ luego in-
tervino en Ave sin rumbo y, cuando estaba a punto de
incursionar como director, se produjo en ese país la
guerra civil. De regreso a la Argentina, su debut como
realizador fue dirigiendo a Pepe Iglesias “El Zorro” en

284
Sobre los autores

Dos amigos y un amor (1938). Le siguieron Chingólo


(1940), El cura gaucho (1941), El viejo Hucha (1942) y
uno de los títulos insoslayables de la cinematografía
argentina: La guerra gaucha (1942). De enorme sensibi-
lidad para los temas sociales y la comedia costumbrista,
Demare dejó otros filmes inolvidables como Pampa bár-
bara (1944), Los isleros (1950), Mercado de Abasto
(1954), Detrás de un largo muro (1957) e Hijo de hom-
bre (1960). Junto a Enrique Muiño, protagonista de al-
gunas de sus películas más importantes, fue el fundador
de Artistas Argentinos Asociados, empresa para la cual
de sus filmes y trabajó en la producción
realizó varios
de numerosos filmes de Hugo Pregónese, Alberto de
Zavalía, Francisco Mugica y otros.

Leonardo Favío (Luján de Cuyo, Mendoza, 1938). Es


uno de los directores más originales y creativos de este
país. Luego de una infancia turbulenta y una adoles-

cencia en la que integró los elencos transhumantes de


varios radioteatros, debutó en cine como actor en El án-
gel de España (1957). Al año siguiente, Leopoldo Torre
Nilsson lo eligió para protagonizar su filme El secues-
trador^ papel que lo lanzó a la fama y le valió integrar los
elencos de numerosas películas como El jefe (1958), Ftn
de fiesta {1939), La mano en la trampa (1960), Los vene-
rables todos (1962) y El octavo infierno (1963). Debutó
como realizador con Crónica de un niño solo (1964),

sorprendente por la austeridad y la delicadeza para tra-


tar el tema de la niñez abandonada. Le siguieron el Ro-
mance del Aniceto y la Francisca... (1965) y El depen-
diente (1967), que confirmaron su talento y su vigorosa
personalidad. Elogiadas por la crítica, estas películas

fracasaron comercialmente y Favio inició una exitosa

283
Sobre los autores

carrera como compositor y cantante de temas populares


que tuvo su correlato cinematográfico en Fuiste mía un
verano (dirigida por Eduardo Calcagno, 1969) y Simple-
mente una rosa (realizada por Emilio Vieyra, 1971). Vol-
vió a la dirección con ]uan Moreira (1972) y Nazareno
Cruz y el lobo (1974), que fueron éxitos rotundos, y So-
ñar soñar (1976). Su última película es Gatica, el Mono
(1994), sobre la vida del boxeador, en el marco de una
espectacular reconstrucción de época.

Roberto Fontanarrosa (Rosario, 1944). Humorista grá-


fico excepcional y narrador de inusitado talento. Luego
de trabajar varios años en publicidad, en 1968 comen-
zó a publicar humor en la revista Boom de Rosario,
desde 1972 en la revista cordobesa Hortensia y a partir
de 1973 en el diario Clarín. Es autor de historietas insu-
perables como Inodoro Pereyra y Boogie, el Aceitoso,
libros que recopilan sus mejores chistes, como Fontana-
rrosa y los clásicos, Fontanarrosa de penal, Fontanarrosa

y el sexo y un libro en colaboración con Tomás Sanz: Pe-


queño Diccionario del Fútbol Argentino. Como narrador
posee una capacidad de observación y un olfa-
insólita

to paródico demoledor. Ha publicado las novelas Best


Seller y El área 18 y varios volúmenes de cuentos, entre
los que pueden mencionarse No sé si he sido claro. Uno
nunca sabe y El mayor de mis defectos. Actualmente pu-
blica en el semanario La Maga y el diario Clarín.

Beatriz Guido (Rosario, 1925-1988). Ha sido una escri-

tora sutil y una mujer profundamente ligada al cine a


través de un intenso y fructífero trabajo como argumen-
tistay guionista. La aparición de su novela La casa del
ángel —que obtuvo en los años ’50 el prestigioso Pre-

286
Sobre los autores

mió Emecé —
la ubicó entre las autoras más promiso-

rias. La versión cinematográfica de este libro por Leo-

poldo Torre Nilsson (1957) fue comienzo de una va-el

liosa colaboración entre ambos que se prolongó por


más de veinte años. Algunos de sus libros de ficción
más celebrados son El incendio y las vísperas, Escán-
dalos y soledades y Carta abierta a una madre. Su obra
teatral Homenaje a la hora de la siesta sirvió de base

para la película homónima de Torre Nilsson, la primera


producción argentina que compitió por el León del
Festival de Venecia. Participó, de manera exclusiva o en
colaboración, en los libros cinematográficos de casi to-
da la filmografía de Torre Nilsson (ver ficha más adelan-
te)y también en algunos de otros realizadores. Obtuvo
numerosas distinciones en la Argentina y el extranjero.

Níní Marshall (Buenos Aires, 1903-1996). Es la más


grande actriz cómica del cine argentino. Creadora, a
través de libretos propios, de una galería de personajes
inolvidables, alcanzó una popularidad sin precedentes
en la comenzó a hacer cine a instancias de Ma-
radio y
nuel Romero. Desde la pantalla, perfeccionó y amplió
su repertorio de personajes y extendió su fama a todo el
continente de habla castellana. Catita, Mónica, Cándida,
Doña Pola, la propia Niní se convirtieron en denomi-
nadores de tipos sociales, estudiados incluso en las uni-

versidades. Dentro de su vasta filmografía en la Argen-


tina,España y México, cabe citar: Mujeres que trabajan
(1938), Cándida (1939), Luna de miel en Río (1940),
Carmen (1943), Madame Sans Gene (1945), Una mujer
sin cabeza (1947), Yo no soy la Mata Hari (1949), Una
gallega en México 1949),
( de locura (1952), Una ga-
llega en La Habana (1955), Catita es una dama (1956) y

287
Sobre los autores

Cleopatra era Cándida (1964). Su labor le ha valido


numerosos premios en el país y en el extranjero.

Mecha Ortiz (Buenos Aires, 1901-1987). Ha sido una


de mayores figuras del teatro y el cine argentinos.
las

Luego de casi una década de labor teatral, Manuel Ro-


mero la convocó para interpretar a la Rubia Mireya en
Los muchachos de antes no usaban gomina (1937). Su be-
lleza y su voz tan personal la convirtieron en.una diva
absoluta formando, con Roberto Escalada, la pareja de
amantes más celebrada y polémica del cine argentino.
Fue la Margarita Gauthier en Margarita, Armando y su
padre (1939), la audaz protagonista de Safo, historia de
una pasión (1943) y de Madame Bovary (1947). Se des-
tacó también en El canto del cisne (1945), Camino del
infierno (1946), El precio de una vida (1947), Cartas de
amor (1951), Deshonra (1952) y Pájaros de cristal (1955),
entre otras. Obtuvo innumerables distinciones por su
trabajo en cine y paralelamente continuó una sólida y
exitosa carrera teatral. Cuando Torre Nilsson la llamó
para interpretar a la gitana de Poquitas pintadas (1974)

y a la anciana de Piedra libre (1976), demostró que se-

guía siendo una actriz excepcional.

Manuel Puig (General Villegas, 1932-México, 1990).


Es un narrador único dentro de la literatura contem-
poránea. Desde su primera novela. La traición de Rita
Hayworth (1968), ha escrito historias con la retórica y
la sensibilidad del folletín, la novela sentimental y las
películas de la época de oro del cine. Los diálogos son
la materia central de sus libros y en ellos los persona-
jes recurren a los lugares comunes del lenguaje para

alcanzar, no obstante, un grado de humanidad y de

288
Sobre los autores

verdad con escasos precedentes en la narrativa de este


siglo. Su profesión literaria ha corrido parejamente a su
intenso trabajo en cine, como ayudante y guio-
asistente,
nista. Vivió la mayor parte de su vida en el extranjero,
siendo uno de los pocos escritores argentinos que ha
alcanzado una verdadera proyección internacional. Ha
publicado, además: Boquitas pintadas (1969), The Bue-
nos Aires Affair {1973), El beso de mujer araña (1976,
la

llevada al cine por Héctor Babenco), Tuhis angelical


(1979), Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980),
Sangre de amor correspondido (1982) y Cae la noche
tropical (1988). Un libro recoge sus guiones para cine
La cara del villano y Recuerdo de Tijuana (1985). Se han
recopilado sus notas y críticas sobre cine y la actualidad
en los volúmenes Los ojos de Greta Garbo (1993) y Es-
tertores de una década, Nueva York '78 (1993).

Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1878-Buenos Aires,


1937). Maestro indiscutido del cuento rioplatense. Tuvo
una vida signada por la aventura y la tragedia muertes —
accidentales, suicidios de familiares y amigos y muchos
años vividos en la selva misionera —
experiencias que su-
,

po volcar en su obra con notable eficacia. Entre sus libros


de cuentos, deben citarse: Cuentos de amor, de locura y de
muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921),
La gallina degollada y otros cuentos (1925), Los desterra-
dos (1926) y Más allá (1935). Ha publicado además un
libro de poemas. Los arrecifes de coral (1901), novelas
como un amor turbio (1908) y Pasado amor
Historia de
(1929) y gran cantidad de artículos en revistas y diarios.
Durante la década del ’20 fue notorio su interés por el
cine, que se refleja en gran cantidad de críticas de pe-
lículas y la inclusión del tema en varios de sus cuentos.

289
Sobre los autores

Roland (seudónimo de Rolando Fustiñana, Buenos Ai-


res, 1915). Es uno de las figuras fundamentales de la

crítica cinematográfica, además de docente, museólogo

y pionero de los cineclubes en la Argentina. Se inició en


periodismo en la página de cine del diario Crítica en
1936, desempeñándose en ella hasta 1964. En 1942 fun-
dó elClub Gente de Cine y en 1949 la actual Cine-
mateca Argentina. Ha ejercido la crítica en numerosos
espacios de radio y televisión, tuvo a su cargo la cátedra
de historia del cine en la Universidad de La Plata y en
el Instituto Nacional de Cinematografía y ha sido direc-

tor del Museo Municipal del Cine Pablo Ducrós


Hicken. Ha publicado además el libro Reflexine, del
que se incluyen fragmentos en esta antología.

Luís Sandrini (Buenos Aires, 1905-1980). Ha sido uno


de los más grandes actores cómicos del cine argentino.
Luego de recibirse de maestro normal en San Pedro,
donde se había radicado su familia, volvió a Buenos
Aires para dedicarse a la actuación. Comenzó trabajan-
do de comparsa, payaso y tony en el circo de Rinaldi;
luego ingresó en la compañía teatral de Muiño y Alippi,
donde tuvo su consagración por su papel en Los tres be-
rretines. Sandrini volvió a hacer el personaje en la ver-

sión cinematográfica de esta obra (Enrique Susini,


1933), poco después de haber debutado en la mítica pe-
lícula Tango (1933). A lo largo de casi medio siglo de

actividad, llevó a la perfección un estilo cómico inimita-


ble y distintas variantes de un personaje que era, de al-
gún modo, su otro yo. Dentro de su extensa filmogra-
fía, pueden mencionarse sus memorables interpretacio-

nes en Riachuelo (1934), La muchachada de a bordo


(1936)', El cañonero de Giles (1937), El canillita y la

290
Sobre los autores

dama (1938), Chingólo (1940), La casa de los millones


(1942), El diablo andaba en los choclos (1946), Juan
Globo (1949), Cuando los duendes cazan perdices
(1935), La cigarra no es un bicho (1963), Bicho raro
(1965), Pimienta (1966), El profesor hippie (1969), La
valija (1971) y Asi es la vida (1977). En la época de oro

del cine argentino fue una de las figuras más populares


en toda Hispanoamérica.

Isabel Sarlí (Concordia, 1935). Ha sido la actriz emble-


mática de de Armando Bó y hoy continúa
las películas

siendo un mito viviente. Luego de ser elegida Miss


Argentina en 1955 y trabajar como modelo publici-
taria, fue convocada por Bó para protagonizar su ver-

sión de El trueno entre las hojas (1958), donde realizó

elya célebre y polémico desnudo que selló el comien-


zo de una larga asociación con este director. Es una de
las figuras argentinasque ha logrado mayor reper-
cusión en el extranjero y sus películas han sido estre-
nadas con gran éxito en todo el mundo. Eilmó siempre
a las órdenes de Armando Bó (ver ficha), a excepción
de Setenta veces siete (1962), donde fue dirigida por
Leopoldo Torre Nilsson, y su reciente reaparición
como protagonista de La dama regresa (1996), dirigida
por Jorge Polaco.

Luis Saslavsky (Santa Ee, 1908 - Buenos Aires, 1994).


Escritor y traductor, director, productor, argumentista y
adaptador cinematográfico, ha sido uno de los realiza-

dores más refinados del cine argentino. Eue correspon-


sal en Hollywood del diario La Nación, cargo que aban-

donó para trabajar como asesor costumbrista de la Me-


tro Goldwin Mayer y otras empresas norteamericanas.

291
Sobre los autores

Su incorporación definitiva al cine argentino fue con su


película Crimen a las tres (1935), que interesó a la críti-
ca por sus hallazgos formales. Luego seguirían algunos
títulos que se cuentan entre los clásicos del cine nacio-
nal:La fuga (1937), Puerta cerrada La casa del re-
cuerdo (1940), La dama duende (1945), Historia de una
noche (1941) y, entre otras. Las ratas (1964). A comien-
zos de los ’50 viajó a Europa y realizó en Francia y Es-
paña importantes películas, como La nieve estaba sucia
(1953) y la remake de Historia de una noche (1964). En
sus filmes son notables su dominio de la narración, la
capacidad para crear climas y las minuciosas recons-
trucciones de época. Entre otros libros, publicó La fá-
brica lloraba de noche (1972) donde reúne los recuerdos
de su rica trayectoria cinematográfica.

Mario Soffici (Italia, 1900-Buenos Aires, 1977). Realiza-


dor de notable jerarquía, se interesó por el cine casi des-
de sus comienzos. Trabajó como actor a las órdenes de
José A. Ferreyra en Muñequitas porteñas (1931) y luego
lo asistió en otros filmes hasta debutar como realizador
con El alma del bandoneón (1934). Entre sus películas
— casi siempre vinculadas a temas y personajes inequí-
vocamente argentinos y muchas veces basadas en obras
de la literatura —
hay verdaderos clásicos como Viento
norte (1937), Kilómetro 111 (1938), £/ viejo doctor (1939),
Héroes sin fama (1940), Tres hombres del río (1943) y
Barrio gris (1954). Pero sin duda Prisioneros de la tierra
(1939), para algunos la mejor película argentina de to-
dos los tiempos, y Rosaura a las 10 (1958) son sus filmes
más recordados. En varias de sus películas ha trabajado
también como actor. Ha recibido numerosos reconoci-
mientos a lo largo de su extensa carrera.

292
Sobre los autores

Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 1943). Ejerce desde


hace años el periodismo y es uno de los escritores ar-
gentinos más originales y celebrados de la actualidad.
Su obra narrativa se ha concentrado en un conjunto de
novelas donde se combinan la sátira, el grotesco, la
aventura, la política, la historia y una feroz crítica de
costumbres. Triste, solitario y final (1973), su primer
libro, lo consagró definitivamente; a partir de entonces,
su obra comenzó a publicarse en toda Hispanoamérica
y a traducirse en más de veinte países, habiendo sido ce-
lebrada por escritores de la talla de Italo Calvino. Sus
otras novelas son: No habrá más penas ni olvido (1978,
Uevada al cine con gran éxito). Cuarteles de invierno
(1980, cuenta con dos versiones cinematográficas), A
sus plantas rendido un león (1986), Una sombra ya pron-
to serás (1990), El ojo de la patria (1992) y La hora sin
sombra (1996). Ha publicado además dos libros donde
recopila sus memorables crónicas y artículos publica-
dos en diarios y revistas de diversos países: Artistas, lo-
cos y criminales (1984) y Rebeldes, soñadores y fugitivos
(1987); y un libro de crónicas sobre la infancia que tie-

nen como protagonista a su padre: Cuentos de los años


felices (1995). Soriano debió exiliarse durante la última
dictadura militar, viviendo en Bélgica y en Francia entre
1976 y 1984. Actualmente reside en la Argentina.

Elíseo Subíela (Buenos Aires, 1944). Es uno de los di-


rectores más originales y celebrados de la actualidad.
Luego de trabajar como asistente o ayudante en filmes
de Leonardo Favio, Armando Bó y otros, debutó con el
largomentraje La conquista del paraíso (1980), donde ya
se apreciaban hallazgos formales y conceptuales. Pero
sin duda la película que lo ubicó en el centro de la esce-

293
Sobre los autores

na fue Hombre mirando al sudeste (1985), una poética


reflexión sobre la condición humana que contó con la
recordada interpretación de Hugo Soto y fue premiada
en los Festivales de Toronto y San Sebastián, entre otras
distinciones. Sus películas posteriores, IJItimas imáge-
nes del naufragio (1989), El lado oscuro del corazón (1992)

y No te mueras sin decirme a dónde vas (1995) han afian-


zado su obteniendo gran éxito de público y
prestigio,
diversos reconocimientos internacionales.

Leopoldo Torre Nilsson (Buenos Aires, 1924-1978). Ha


sido uno de los grandes renovadores del cine argentino.
Hijo del célebre director Leopoldo Torres Ríos, sus pri-
meros pasos en cine fueron a las órdenes de su padre,
junto a quien trabajó desde los quince años, como asis-

tente, ayudante o guionista. En 1950, codirigió con To-


rres Ríos El crimen de Oribe, película que sorprendió
por su infrecuente calidad. Su debut como director en
exclusiva fue con el filme Días de odio (1954), basada en
el cuento Emma Zunz de Borges. Con Ea casa del ángel
(1956), basada en la novela de Beatriz Guido (ver ficha),
obtuvo una enorme repercusión internacional presen-
tándose en el Festival de Cannes, donde la crítica lo se-
ñaló como uno de los directorios más promisorios de
ese momento. Formado en la escuela intuitiva y de cor-
te popular de su padre. Torre Nilsson combinó estos
elementos con preocupaciones estéticas que inspiraron
a la generación posterior de cineastas argentinos. Den-
tro de su vasta filmografía, pueden citarse: El secues-
trador (1958), La caída (1959), Ein de fiesta (1960), La
mano en trampa {l9G\),La terraza (1963), El ojo que
la

espía (1966), Martín Fierro (1968), La maffia (1972), Los


siete locos (1973) y Boquitas pintadas (1974).

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Este libro
se terminó de imprimir
en el mes de octubre de 1996
en Indugraf,
Sánchez de Loria 2251,
Buenos Aires, República Argentina.
Aquí están la perspicacia costumbrista de
Arlty la imaginación de Cortázar. La tempra-
na iluminación de Quiroga y la lucidez im-
placable de Borges. El Felipe de Sandrini y la

Qdndida de Niní Marshall. El primer desnu-


do de Isabel Sarli contado por ella y Arman-
do Bó. La agudeza de Roland y el humor de
Alsina Thevenet. El talento de Fontanarrosa
parodiando sin saberlo a Saslavsky. El crítico

Carnevale luciéndose como narrador y Abe-


lardo Castillo descubriendo el parentesco en-
tre Chaplin y Poe. Demare cuenta la filma-
ción de La guerra gaucha y Mecha Ortiz el es-
cándalo de Safo. Puig y Favio reviven el
placer de contar películas y Subida confirma
la vigencia de Hugo Soto. Bioy Casares con-

fiesa sus amores no correspondidos con Loui-


se Brooks. Torres Ríos evocado por su hijo,

Torre Nilsson, y éste por su esposa, Beatriz


Guido. Se vuelve a proyectar Gatica, el Mono
a través de la crónica de Soriano. Calki cuen-

ta sus penurias como y María Luisa


crítico

Bemberg cómo se hizo directora. Cozarinsky

cruza un cine de París con la promiscuidad


de un cine de barrio porteño. Soffici rescata

la figura de José Ferreyra, mientras Hugo del

Carril evoca a cuatro personalidades míticas


del tango. Antín describe su fecunda amistad

con Cortázar y Amelia Bence cómo llegó a

filmar la vida de Alfonsina Storni.

Pase y vea: la función comienza cuando us-


ted abre el libro.
EXTRA
ALFAGUARA

El cine argentino cumplió cien años


y aquí están sus mejores historias.
Algunas que los grandes escritores
de este país han soñado, tomando el

cine como tema o escenario. Y otras


que son el testimonio directo de sus
protagonistas de todos los tiempos.
La cuidadosa selección estuvo a
cargo de Sergio Renán, una figura
indiscutible de la cinematografía
nacional y responsable de más de un
encuentro feliz entre el cine y la ISBN 950-51 - 259-9
literatura.

En sus primeros cien años, un


homenaje inédito al cine argentino,
donde se dan cita la inteligencia, el
humor y la memoria histórica.
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