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Cesare Beccaria Tratado de Los Delitos y de Las Penas
Cesare Beccaria Tratado de Los Delitos y de Las Penas
Beccaria
Tratado de los delitos y de
las penas
Al lector
Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador,
compilada por orden de un príncipe que reinaba hace doce siglos en
Constantinopla, envueltos en el fárrago voluminoso de libros preparados
por obscuros intérpretes sin carácter oficial, componen la tradición de
opiniones que una gran parte de Europa honra todavía con el nombre de
Leyes; y es cosa tan funesta como general en nuestros días, que una
opinión de Carpzovio, una antigua costumbre referida por Claro, un
tormento ideado con iracunda complacencia por Farinaccio, sean las
leyes a que con obediencia segura obedezcan aquéllos que deberían
temblar al disponer de las vidas y haciendas de los hombres. Estas leyes,
reliquias de los siglos más bárbaros, vamos a examinarlas en este libro
en aquélla de sus partes que se refiere al derecho criminal; y los
desórdenes de las mismas osaremos exponérselos a los directores de la
felicidad pública con un estilo que deje al vulgo no ilustrado e impaciente
la ingenua indagación de la verdad. La independencia de las opiniones
vulgares con que está escrita esta obra, se debe al blando e ilustrado
gobierno bajo el que vive el autor de ella.
Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que
rigen a los hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos
ficticios de la sociedad. No hay comparación entre la primera y las otras
dos fuentes, cuanto al fin principal de ella; pero se asemejan en que las
tres conducen a la felicidad en esta vida mortal. Considerar las relaciones
de la última de las tres clases, no significa excluir las de las dos clases
primeras; antes bien, así como hasta las más divinas e inmutables, por
culpa de los hombres de las falsas religiones y las arbitrarias nociones de
delicia y de virtud, fueron alteradas de mil modos distintos en sus
depravadas mentalidades, así también parece necesario examinar
separadamente de cualquier otra consideración lo que pueda nacer de las
meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por necesidad y
utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y
todo sistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la
que impulsa hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a
conformarse con los principios que impulsan a los hombres a vivir en
sociedad. Tenemos, por consiguiente, tres clases distintas de virtudes y
de vicios: religiosas, naturales, y políticas. Estas tres clases nunca deben
contradecirse; pero no todas las consecuencias y deberes que resultan
de una de ellas, derivan de las demás. No todo lo que exige la revelación
lo exige la ley natural; ni todo lo que exige la ley natural lo exige la mera
ley social; pero es importantísimo separar lo que resulta de los
convencionalismos expresos o de los pactos tácitos de los hombres,
pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse legítimamente de
hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser Supremo. Por
tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en
tanto que la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no la
obscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la
virtud religiosa será siempre pura y constante, por haber sido revelada
inmediatamente por Dios y conservada por él.
Si abrimos las historias, veremos que las leyes, que son, o que deberían
ser, pactos entre hombres libres, por lo general no han sido más que
instrumento de las pasiones de unos pocos, cuando no han nacido de
una necesidad fortuita y pasajera; es decir, que no han sido dictadas por
un frío estudioso de la naturaleza humana que concentrase en un solo
punto los actos de una multitud humana, considerándolas desde este
ángulo visual la máxima felicidad dividida entre el mayor número. Felices
son las poquísimas naciones que no aguardaron a que el lento
movimiento de las combinaciones y vicisitudes humanas, hiciese suceder
en el límite extremo de los males un encaminamiento hacia el bien, sino
que aceleraron con buenas leyes los tránsitos intermedios; y merece la
gratitud de los hombres el filósofo que desde la obscuridad de su
despreciado aposento de estudio, tuvo el valor de lanzar entre la multitud
las primeras semillas de las verdades útiles, largol tiempo infructuosas.
Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres
independientes y aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en
un continuo estado de guerra, así como de gozar una libertad inútil por la
incertidumbre de conservarla. Por eso, debieron sacrificar una parte de su
libertad para disfrutar del resto, seguros y tranquilos. La suma de todas
estas porciones de libertad sacrificadas al bien de todos, es lo que forma
la soberanía de una Nación, siendo el soberano su legítimo depositario y
administrador. Pero no bastaba formar este depósito; era preciso
defenderle de las usurpaciones de cada hombre en particular, pues el
hombre trata siempre de substraer del depósito, no sólo su porción
propia, sino que además procura usurpar las porciones de los demás.
Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el ánimo
despótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de
la sociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra
los infractores de las leyes.
Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la
mayoría no adopta principios estables de conducta ni se aleja del
principio universal de disolución que se observa en el Universo físico y
moral, sino con motivos que afectan inmediatamente a los sentidos y que
se presentan de continuo a la mente para contrapesar las fuertes
impresiones de las pasiones parciales que se oponen al bien universal,
sin que la elocuencia y las declamaciones, ni aun las más sublimes
verdades basten para refrenar por largo tiempo las pasiones excitadas
por las vivas sacudidas de los objetos presentes. De modo que fue la
necesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de su libertad y, por
tanto es cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el
depósito público más que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que
baste a inducir a los otros a defender el depósito mismo. El conjunto de
estas mínimas porciones posibles, forma el derecho de penar; todo lo
demás es abuso, y no justicia; es un hecho, y no ya derecho.
Consecuencias
La primera consecuencia de estos principios es que tan sólo las leyes
pueden decretar las penas de los delitos, sin que esta autoridad pueda
residir más que en el legislador, que es quien representa a la sociedad
entera, unida por un contrato social. Ningún magistrado (que es una parte
de la sociedad) puede con justicia infligir penas contra otro miembro de la
sociedad misma. Pero una pena aumentada más allá del límite fijado por
las leyes, o sea de la pena justa, sería otra pena más; de modo que el
magistrado no puede aumentar la pena establecida para un delincuente
ciudadano, aunque sea bajo el pretexto de un celo mal entendido o del
bienestar público.
Interpretación de las leyes
Cuarta consecuencia. Ni tampoco la autoridad de interpretar las leyes
penales puede residir en los jueces del orden criminal, por la misma razón
de que no son legisladores. Los jueces no han recibido las leyes de
nuestros antiguos padres como una tradición doméstica y un testamento
que sólo dejase a la posteridad el cuidado de obedecerlo; sino que le
reciben de la sociedad viva, o del soberano que la representa como
depositario legítimo del resultado actual de la voluntad de todos; es decir,
que las reciben no como obligaciones de un juramento antiguo, nulo
porque ligaba voluntades aun inexistentes, e inicuo, porque reducía a los
hombres desde el estado de sociedad al de rebaño, sino como efectos de
un juramento, tácito o expreso; hecho por las voluntades reunidas de los
súbditos vivos al soberano, como vínculos necesarios para refrenar y
regir el fermento interior de los intereses particulares. Tal es la autoridad
física y real de las leyes. Por consiguiente ¿quién será el intérprete
legítimo de la ley? ¿el soberano, que es el depositario de las voluntades
actuales de todos, o el juez, cuyo oficio es tan sólo determinar si tal o
cual hombre ha realizado ó no una acción contraria a las leyes?
Por esto vemos cuán útil sea la imprenta que hace depositario de las
santas leyes al público en general, y no a unos pocos, y cuando tenga de
disipado el tenebroso espíritu de cábala y de intriga que desaparece ante
las luces y las ciencias, aparentemente despreciadas, pero temidas en
realidad de los secuaces de aquellas tendencias. Tal es la razón de que en
Europa haya disminuído la atrocidad de los delitos que hacían gemir a
nuestros antiguos padres, unas veces tiranos y otras esclavos. El que
conozca la historia de hace dos o tres siglos y la nuestra, podrá ver como
del seno del lujo y de la molicie nacieron las virtudes más agradables,
tales como la humanidad, la beneficencia, la tolerancia de los errores
humanos. Y del mismo modo podrá ver cuáles fueron los efectos de
aquélla que equivocadamente se llama antigua sencillez y buena fe: La
humanidad gimiendo bajo la implacable superstición; la avaricia y la
ambición de pocos tiñendo de sangre humana las arcas del oro y los
tronos del Rey; las traiciones ocultas, los públicos estragos; cada uno de
los nobles tiranos de la plebe, los ministros de la verdad evangélica con
las manos manchadas de sangre, aquellas manos que día por día se
alzaban hacia el Dios de la mansedumbre ... Todo ello ha dejado de ser
obra de nuestro siglo ilustrado que algunos llaman corrompido.
De la detención
Un error no menos común que contrario a la finalidad social, que es el
convencimiento de la seguridad propia, es dejar que el magistrado
ejecutor de las leyes sea dueño de aprisionar a un ciudadano, de quitar la
libertad a un enemigo suyo por frívolos pretextos o de dejar impune a un
amigo a despecho de los indicios más fuertes de culpabilidad. La prisión
es una pena que necesariamente debe preceder a la declaración del
delito, a diferencia de cualquiera otra; pero este carácter distintivo suyo,
no le quita otro carácter esencial, a saber: que sólo la ley puede
determinar los casos en que un hombre pueda merecer la pena.
La ley por consiguiente indicará cuáles sean los indicios de un delito que
merezcan la custodia del reo, que le sometan a un examen y a una pena.
La fama pública, la fuga, la confesión extrajudicial, la de un compañero de
delito, las amenazas y la enemistad constante del ofendido, el cuerpo del
delito y otros indicios semejantes, son pruebas suficientes para hacer
que se detenga a un ciudadano. Pero estas pruebas deben estar
establecidas por las leyes, y no por los jueces, cuyas providencias se
oponen siempre a la libertad política, cuando no son proposiciones
particulares de una máxima general que conste en el código público. A
medida que las penas vayan siendo moderadas, que se acabe con la
desolación y escualidez de las cárceles, que la compasión de la
humanidad penetre a través de las puertas cerradas y gobierne a los
inexorables y endurecidos ministros de justicia, las leyes podrán
contentarse para detener a los ciudadanos con indicios que sean más
débiles.
Indicios y formas de los juicios
Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un
hecho: por ejemplo, la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las
pruebas de un hecho dependen unas de otras, o sea, cuando los indicios
sólo se prueban entre sí, cuanto mayores sean las pruebas que se
aduzcan, tanto menor será la probabilidad del hecho, porque los casos
que harían fallar las pruebas antecedentes, hacen fallar también las
subsiguientes. Cuando todas las pruebas de un hecho dependen por
igual de una sola, no aumenta el número de las pruebas ni disminuye la
probabilidad del hecho, porque todo su valor se resuelve en el de aquella
única de que depende. Cuando las pruebas son independientes una de
otra, o esa, cuando los indicios se prueban de otro modo que por sí
mismos, cuanto mayores pruebas se aduzcan, tanto más crecerá la
probabilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influye sobre
la otra. Estoy hablando de probabilidades en materia de delito,
probabilidades que deben ser ciertas, para merecer pena; pero se
desvanecerá la paradoja para quien considere que, rigurosamente
considerada, la certidumbre moral no es más que una probabilidad,
probabilidad de tal género que se llama certidumbre, porque todo hombre
de buen sentido consiente en ella necesariamente por una costumbre
nacida de la necesidad de obrar, y anterior a toda especulación. Por tanto,
la certidumbre que se requiere para considerar reo a un hombre, es la
misma que determina a todo hombre en los actos más importantes de la
vida. Las pruebas de un delito pueden distinguirse en perfectas e
imperfectas. Considero perfectas las que excluyen la posibilidad de que
alguien no sea reo de lo que se le atribuye; e imperfectas las que no la
excluyen. De entre las primeras, una sola es suficiente para la condena;
de las segundas, son necesarias para ello tantas cuantas basten a formar
una perfecta. Es decir, que si en cada una de éstas en particular es
posible que alguien no sea reo, mediante la unión entre sí sobre el mismo
sujeto es imposible que no lo sea. Obsérvese que las pruebas
imperfectas, de las cuales el reo puede justificarse, se hacen perfectas si
el sujeto sobre quien recaen deja de hacerlo. Pero esta certidumbre moral
de las pruebas es más fácil de sentir que de definir con exactitud. Por lo
cual yo creo óptima la ley que establece que el juez principal se halle
asistido de asesores tomados a la suerte, y no por elección, pues en este
caso será más segura la ignorancia que juzga por sentimientos que la
ciencia, que juzga por opinión. Cuando las leyes son claras y precisas, la
función del juez no consiste más que en comprobar un hecho. Si para
buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza, si para
presentar el resultado de ellas precisa claridad y precisión, para juzgar
del resultado mismo de las cosas, sólo se necesita un buen sentido
simple y ordinario, menos falaz que el de un juez acostumbrado a ver reos
en todo caso y que lo reduce todo a un sistema ordinario tomado a
préstamo de sus estudios. ¡Feliz la nación en que las leyes no sean una
ciencia!
Es una ley utilísima aquélla según la cual todo hombre debe ser juzgado
por sus iguales, porque cuando se trata de la libertad y fortuna de un
ciudadano, deben callar todos los sentimientos que inspira la
desigualdad, dado que en el juicio no deben obrar ni la superioridad con
que el hombre afortunado mira al infeliz ni el desdén con que el inferior
mira al superior. Pero cuando el delito sea una ofensa a tercero, entonces
el juez debería ser, por mitad, parte del reo y parte del ofendido. Entonces,
estando contrabalanceados todos los intereses particulares, que
modifican, incluso involuntariamente, las apariencias de las cosas, sólo
hablarían las leyes y la verdad. También es conforme a justicia que el reo
pueda excluir hasta un cierto punto a los que le sean sospechosos y que
esta recusación se le conceda sin obstáculo por algún tiempo, con lo cual
casi parecerá que el reo se condena por sí mismo. Públicos deben ser los
juicios y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso
sea el cemento único de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las
pasiones; para que el pueblo diga que no es esclavo y que se encuentra
defendido: sentimiento que inspira valor y que equivale a un tributo para
un soberano que comprende sus verdaderos intereses. No añadiré más
detalles ni cautelas de las que requieren semejantes instituciones. No
habría dicho nada si fuese necesario decirlo todo.
De los testigos
Un punto muy considerable en toda buena legislación es el de determinar
con exactitud la credibilidad de los testimonios y las pruebas del delito.
Todo hombre racional, quiero decir, que tenga cierta conexión entre sus
ideas y cuyas sensaciones sean conformes a las de los demás hombres,
puede ser testigo. La verdadera medida de su credibilidad, o sea de la
atención que puede merecer la deposición suya, no es otra sino el interés
que tenga en decir, o no decir, la verdad; de suerte que es frívolo el
motivo de rehusar el testimonio de las mujeres por causa de su propia
debilidad; pueril la aplicación a los condenados de los efectos de la
muerte real a la civil e incoherente la nota de infamia a los infames
cuando no tengan interés alguno en mentir. Entre los abusos de la
gramática que han influído no poco en los asuntos humanos, es notable
el que hacía nula e ineficaz la deposición de un reo ya condenado. Los
jurisconsultos peripatéticos decían que el reo ya condenado estaba
muerto civilmente y que un muerto no es capaz de acción alguna. Por
sostener esta bárbara metáfora, se ha sacrificado a muchas víctimas y
muy a menudo y con seria reflexión se ha disputado si la verdad debiera
ceder ante las fórmulas judiciales. ¿Con tal de que las deposiciones de un
reo condenado no lleguen a un punto que cierre el paso de la justicia?
¿por qué no habría de concederse, incluso después de la condena, tanto
a la extremada miseria del reo como al interés de la sociedad, un espacio
suficientemente enérgico que, aduciendo cosas nuevas que cambiasen la
naturaleza del hecho, puedan justificar al reo mismo o a otro con un
nuevo juicio? Las formalidades y ceremonias son necesarias en la
administración de la justicia, tanto porque no dejen nada al arbitrio de la
administración cuanto porque dan idea al pueblo de lo que es un juicio no
tumultuoso ni interesado, sino estable y regular, así como también porque
en los hombres, que son imitadores y esclavos de las costumbres, hacen
más eficaz impresión las sensaciones que los raciocinios. Pero a menos
de correr un peligro fatal, estas formalidades y ceremonias nunca podrán
ser fijadas por la ley de una manera que perjudique a la verdad, la cual,
por ser demasiado sencilla o demasiado complicada, necesita de alguna
pompa exterior que la concilie con el pueblo ignorante. Así pues, la
credibilidad de un testigo tendrá que disminuir en proporción con el odio,
la amistad o las relaciones estrechas que medien entre él y el reo. Es
necesario que halla más de un testigo, porque mientras uno afirma y otro
niega, nada hay de cierto y prevalece el derecho de que todos deben ser
creídos inocentes. La credibilidad de un testigo se hace tanto más
sensiblemente menor cuanto más crece la atrocidad de un delito, o la
inverosimilitud de sus circunstancias. Tales son, por ejemplo, la magia y
los actos gratuitamente crueles. Es muy probable que los hombres
mientan en la primera acusación, porque es más fácil que se combinen en
varios sujetos la ilusión de la ignorancia o el odio perseguidor, que no
que un hombre ejerza una potestad que Dios no ha dado o que ha quitado
a todo ser creado. Del mismo modo, en la segunda, porque el hombre
sólo es cruel en proporción con su interés, propio, con el horror o con el
temor concedido. Hablando propiamente, no hay ningún sentimiento
superfluo en el hombre; el sentimiento es siempre proporcional al
resultado de las impresiones sobre los sentidos. Del mismo modo, la
credibilidad de un testigo puede disminuir algunas veces, cuando el
testigo pertenezca a alguna sociedad particular cuyos usos y máximas
sean no bien conocidos o distintos de los públicos. Un sujeto de esta
clase, tendrá no sólo sus pasiones propias, sino también las ajenas.
¿Cuáles son los motivos que justifican las acusaciones y las penas
secretas? ¿la salud pública, la seguridad, el mantenimiento de la forma de
gobierno? ¡Pero qué extraña constitución aquélla en que el que es dueño
de la fuerza y de la opinión, más eficaz que aquélla, teme de cada
ciudadano! ¿La indemnidad del acusador? Entonces es que las leyes no
le defienden suficientemente y que los súbditos son más fuertes que el
soberano. ¿La infamia del delator? ¡Luego entonces se autoriza la
calumnia secreta y se castiga a la pública! ¡La naturaleza del delito! Si las
acciones indiferentes, si hasta las que sean útiles al público se llaman
delitos, las acusaciones y los juicios nunca son suficientemente secretos.
¿Podrá haber delitos, es decir, ofensas públicas, en que al mismo tiempo
no sea de interés para todos la publicidad del ejemplo, o sea la del juicio?
Yo respeto todo gobierno, sin hablar de ninguno en particular. Tal es a
veces la naturaleza de las circunstancias, que puede tomarse como caso
de extrema ruina suprimir un mal cuando éste sea inherente al sistema de
una nación. Pero si yo tuviese que dictar leyes nuevas en cualquier
abandonado rincón del Universo, antes de autorizar costumbre como ésta
me temblaría la mano, teniendo toda la posteridad ante mis ojos.
Preguntas sugestivas. Disposiciones
Nuestras leyes prohiben las preguntas que llaman sugestivas en un
proceso; es decir, aquéllas que, según dicen los doctores, interrogan
sobre la especie, cuando deben interrogar sobre el género en las
circunstancias de un delito; las preguntas, por tanto, que, teniendo una
conexión inmediata con el delito, sugieran al reo una respuesta inmediata.
Según los criminalistas, las preguntas deben, por decirlo así, envolver
espiralmente al hecho, en vez de dirigirse a él en línea recta. Los motivos
de este método obedecen a no sugerir al reo una respuesta que le
exponga a la acusación, o acaso también porque parece contra naturaleza
que el reo se acuse inmediatamente por sí mismo. Cualquiera que sea el
mejor de estos dos motivos, es de notar la contradicción de las leyes que
autorizan el tormento a la vez que la costumbre de que hablamos, porque
¿podrá haber alguna pregunta más sugestiva que el dolor? El primero de
estos motivos se presenta en el tormento, porque el dolor sugerirá al
hombre robusto una taciturnidad obstinada, a fin de cambiar la pena
mayor con la menor, y en cambio, al hombre débil le sugerirá la
confesión, para librarse del tormento presente, más eficaz entonces que
no el dolor venidero. El segundo motivo es evidentemente el mismo,
porque si una pregunta especial hace confesar al reo, contra el derecho
de naturaleza, los espasmos del dolor producirán este mismo efecto con
mayor facilidad; pero los hombres se gobiernan más por la diferencia de
los nombres que por la de las cosas. Finalmente, aquél que se obstinase
en no responder a las preguntas que se le dirigen, merece una pena fijada
por las leyes, y pena de las más graves que se le intimen, para que los
hombres no hagan fracasar la necesidad del ejemplo que deben al
público. Esta pena no será necesaria cuando sea indudable que un
determinado acusado haya cometido un determinado delito, de modo que
las preguntas sean inútiles, de igual manera que es inútil la confesión del
delito cuando hay otras pruebas que justifiquen la culpabilidad del sujeto.
Este último caso es el ordinario, porque la experiencia enseña que en la
mayor parte de los procesos los reos se mantienen en una posición
negativa.
De los juramentos
Una contradicción entre las leyes y los sentímíentos naturales del hombre
nace del juramento que se exige al reo, para que sea veraz aquél que tiene
el mayor interés en ser falso; como si los hombres pudiesen jurar
contribuyendo a su propia destrucción, como si la religión no callase, en
la mayoría de los hombres, cuando habla el interés. La experiencia de
todos los siglos ha hecho ver cuánto se ha abusado de este precioso don
del Cielo. ¿Y por qué motivo habrían de respetarle los malvados, si los
hombres tenidos por más prudentes le han infringido con frecuencia?
Son muy débiles, por hallarse muy remotos de los sentidos, por lo menos
para la mayoría, los motivos que la religión contrapone al tumulto del
temor y al amor a la vida. Los asuntos del Cielo se rigen por leyes muy
distintas de las que gobiernan los asuntos humanos. ¿Por qué
comprometer los unos con los otros? ¿por qué colocar a un hombre en la
terible condición de faltar a Dios o de contribuir a su propia ruina? La ley
que obligue a tal juramento, mandará a la vez ser o un mal cristiano o un
mártir. Poco a poco, el juramento se va convirtiendo en una simple
formalidad, con lo cual se destruye a la vez la fuerza de los sentimientos y
la de la razón, única prenda de honradez de la mayor parte de los
hombres. La inutilidad de los juramentos la ha hecho ver inútiles, y por
consigt1Íente perjudiciales, todas las leyes que se oponen a los
sentimientos naturales del hombre. Sucede con ellos lo mismo que con lo
que ocurre con los diques opuestos directamente al curso de un río, y
que pronto son destruídos o superados, o bien un remolino formado por
las aguas los corroe y mina insensiblemente.
Del tormento
Una crueldad, consagrada por el uso de la mayor parte de las naciones,
es el tormento del reo mientras se instruye el proceso, bien para obligarle
a confesar el delito, bien por causa de las contradicciones en que haya
podido incurrir, o para descubrir los cómplices que pueda haber tenido, o
por cierta metafísica e incomprensible purgación de infamia, o,
finalmente, por otros delitos en que pudiera haber incurrido, aun cuando
no se le acusara de ellos.
No puede llamarse reo a un hombre antes de la sentencia del juez, ni la
sociedad puede suprimirle la protección pública más que cuando este
resuelto que aquel hombre ha violado los pactos con los cuales se le
concedió la misma. ¿Cuál es, pues, el derecho, si no el de la fuerza, que
concede a un juez la facultad de penar a un ciudadano mientras se duda
si es verdaderamente reo o inocente? No es nuevo el siguiente dilema: o
el delito es cierto, o incierto: si es cierto, no le conviene otra pena sino la
que esté establecida por las leyes, siendo inútiles los tormentos, porque
es inútil la confesión del reo; si el delito es incierto, no se debe
atormentar a un inocente, pues tal es, según las leyes, todo hombre a
quien no se le ha probado delito alguno.
La ley que ordena el tormento, es una ley que dice: Hombres, resistid el
dolor; y si la naturaleza ha creado en vosotros un inextinguible amor
propio, si os ha concedido un derecho inalienable a defenderos, yo voy a
crear en vosotros un afecto enteramente contrario, es decir, un odio
heroico hacia vosotros mismos, y os mando que os acuséis, diciendo la
verdad, aunque sea entre el desgarramiento de los músculos y el
quebrantamiento de los huesos. Este infame crisol de la verdad es un
monumento aún en pie, de la legislación antigua y salvaje, cuando se
llamaba juicios de Dios a las pruebas del fuego y del agua hirviente y a la
incierta suerte de las almas, como si los eslabones de la eterna cadena
que inside en el seno de la Razón Primera a cada instante debiesen
soltarse y desordenarse por las frívolas creaciones humanas. La única
diferencia que media entre el tormento y las pruebas del fuego y del agua,
es que el éxito del primero dependerá siempre de la voluntad del reo,
mientras que el de las segundas deberá atribuirse a un hecho puramente
físico y extrínseco; pero esta diferencia es sólo aparente, y no real, pues
tampoco el hombre es libre de declarar la verdad entre los espasmos y
los destrozos, como no lo era entonces impedir sin fraude alguno los
efectos del fuego y del agua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es
proporcionado siempre a la fuerza de la impresión sensible de que
emana, pues la sensibilidad de todo hombre es limitada. Por tanto, la
impresión del dolor puede crecer a medida que, ocupándola toda, no deje
otra libertad al atormentado que la de elegir el camino más corto para
sustraerse de la pena en el momento presente. Entonces la respuesta del
reo es tan necesaria como las impresiones del fuego o del agua en este
caso. El inocente que sea sensible, será llamado reo, cuando él crea que
con esto puede hacer cesar el tormento. Toda diferencia entre ello
desaparece por la acción del mismo medio que se pretende emplear para
hallarla. Este es el medio seguro de absolver a los malvados robustos y
de condenar a los inocentes débiles. Tales son los fatales inconvenientes
de este pretendido criterio de verdad, pero criterio digno de un caníbal,
que los romanos, bárbaros también por más de un motivo, reservaban tan
sólo a los esclavos, víctimas de una virtud feroz demasiado alabada.
La indagatoria del reo se hace para conocer la verdad. Pero si esta verdad
difícilmente puede descubrirse en el aspecto, en el gesto, en la fisonomía
de un hombre tranquilo, mucho menos se descubrirá en un hombre en
quien las convulsiones del dolor alteren todos los signos por los cuales, a
pesar suyo, la verdad transpira en la mayoría de los hombres. Toda
acción violenta confunde y hace desaparecer las diferencias mínimas
entre los objetos por los cuales a veces se distingue lo verdadero de lo
falso.
Las leyes deben fijar cierto espacio de tiempo a la defensa del reo y a las
pruebas de los delitos; y el juez se convertiría en legislador si fuese él
quien debiese decidir del tiempo necesario para probar un delito. Del
mismo modo, los delitos atroces, cuya memoria queda en los hombres
cuando están probados, no merecen ninguna prescripción en favor del
reo que se haya sustraído a la justicia con la fuga. Pero los delitos
menores y obscuros deben, con la prescripción, suprimir la incertidumbre
de la suerte de un ciudadano, porque la obscuridad en que han estado
ocultos largo tiempo, elimina el ejemplo de impunidad y permite al reo la
posibilidad de ser mejor. Me bastará aludir aquí a estos principios, porque
el límite preciso de las prescripciones sólo puede fijarse para una
determinada legislación y en determinadas condiciones de cada
sociedad. Añadiré tan sólo que una vez probada en una nación la
moderación de las penas, las leyes que proporcionadamente a los delitos
disminuyan o aumenten el plazo de la prescripción, o el de las pruebas,
haciendo una parte de pena de la prisión preventiva y del destierro
voluntario, suministrarían una fácil división de algunas penas leves para
un gran número de delitos.
Atentados, cómplices, impunidad
Porque las leyes no castiguen la intención, no por ello un delito que
comience con algún acto que manIfieste la voluntad de realizarle, deja de
merecer una pena, aunque ésta sea menor que la debida a la ejecución
misma del delito. La importancia de prevenir el atentado autoriza la pena;
pero como entre el atentado y la ejecución puede haber intervalo, la pena
mayor, reservada para el delito consumado, puede dar lugar al
arrepentimiento. Otro tanto diremos cuando haya varios cómplices de un
delito y no todos sean ejecutores inmediatos, aunque por una razón
distinta. Cuando varios hombres se unen para un riesgo, cuanto tanto
mayor sea éste, tanto más buscarán que sea igual para todos, y por tanto
será más difícil hallar quien se contente con ser su ejecutor, corriendo un
riesgo mayor que los demás cómplices. La única excepción sería la del
caso en que al ejecutor del delito se le fijase un premio, pues entonces,
mediando una compensación por causa del riesgo mayor, la pena debería
ser igual. Estas reflexiones parecerán demasiado metafísicas al que no
considere cuán útil debe ser que las leyes procuren los menos motivos
posibles de acuerdo entre los compañeros de un delito.
Mitigación de las penas
De la simple consideración de las verdades hasta aquí expuestas, resulta
evidentemente que la finalidad de las penas no es atormentar y afligir a un
ser sensible, ni deshacer un delito ya cometido. En un organismo político
que lejos de obrar por pasión es el tranquilo modelador de las pasiones
particulares ¿puede albergarse crueldad tan inútil, instrumento del furor y
del fanatismo, o de débiles tiranos?
El que haya leído las historias ¿cómo no ha de llenarse de horror ante los
tormentos bárbaros e inútiles imaginados a sangre fría y ejecutados por
hombres que se tenían por sabios? ¿quién dejará de sentir estremecerse
todas sus partes más sensibles, contemplando los millares de infelices a
quienes la miseria, tolerada o querida de las leyes, que siempre han
favorecido a pocos y ultrajado a los demás, arrastraron a un desesperado
regreso al primer estado de naturaleza, o a quienes acusó de delitos
imposibles urdidos por la tímida ignorancia, o simplemente, reos tan sólo,
de ser fieles a sus principios, hombres dotados de los mismos sentidos, y
por tanto, de las mismas pasiones, lacerados con formalidades meditadas
o con lentos tormentos, jocundo espectáculo de una fanática multitud?
Para que una pena logre su efecto, basta con que el mal de la misma
exceda del bien que nace del delito; y en este exceso de mal debe tenerse
en cuenta la infalibilidad de la pena y la pérdida del bien que produciría el
delito. Todo lo demás es supérfluo y tiránico, por lo mismo. Los hombres
se gobiernan por la acción repetida de los males que conocen, y no por la
de los que ignoran. Tomemos dos naciones, en una de las cuales, en la
escala de las penas proporcionada a la escala de los delitos, la pena
mayor sea la servidumbre perpetua, y en la otra la roeda (Se refiere a un
particular método de ejecución sancionado por Carlos I de España y V de Alemania en el
año de 1532, el cual consistía en amarrar al reo a una gran rueda sobre la cual el
verdugo, haciendo uso de una gran barra de hierro, le golpeaba ocasionándole
severísimas fracturas en estómago y pecho, dejándole luego agonizar y morir sobre la
misma rueda. Cabe precisar que este tormento-ejecución tan sólo se aplicaba a hombres
condenados por delitos atroces. Este suplicio-ejecución fue aplicado al célebre Calas,
quien fuere condenado por el Parlamento de Toulouse en el año de 1762, y tiempo
después rehabilitado por el mismo Parlamento, después de que Voltaire demostrase su
inocencia, así como el gravísimo error judicial cometido en ese tristemente célebre
caso).
De la pena de muerte
La inútil probabilidad de suplicios, que no ha servido nunca para mejorar
a los hombres, me impulsa a examinar si la muerte sea verdaderamente
útil y justa en un gobierno bien organizado.
La pena de muerte causa una impresión que, con toda su fuerza, no suple
al pronto olvido, natural al hombre hasta en las cosas más esenciales, y
que se ve acelerado por las pasiones. Regla general : las pasiones
violentas sorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo, por lo cual
son aptas para producir revoluciones como aquéllas que hicieron de
hombres vulgares o bien persas o bien lacedemonios; pero en un
gobierno libre y tranquilo, las impresiones más bien deben ser frecuentes
que fuertes.
Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de
intensidad que basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien:
no hay nadie que reflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua
de su propia libertad por ventajosa que pueda resultarle la comisión de un
delito. De modo que la intensidad de la pena de esclavitud perpetua, o sea
de la perpetua prisión, puesta en lugar de la pena de muerte, tiene lo
suficiente para apartar a cualquiera del ánimo determinado de delinquir.
Añadiré que todavía hay más. Son muchísimos los que miran la muerte
con rostro tranquilo y firme: éste por fanatismo, aquél por vanidad que
casi siempre acompaña al hombre incluso más allá de la tumba; quien por
una última y desesperada tentativa de no vivir o de salir de la miseria.
Pero ni el fanatismo ni la vanidad gustan de estar entre cepos y cadenas,
bajo el látigo o bajo el yugo, o en una jaula de hierro en que el
desesperado no acaba sus males, sino que los comienza. Nuestro ánimo
resiste más a la violencia y a los dolores extremos, aunque pasajeros, que
al tiempo y al fastidio incesante, porque, por decirlo así, puede él
condensarse en sí mismo por un momento para resistir a los primeros
pero su vigorosa elasticidad no basta para resistir la larga y repetida
acción de los segundos. Con la pena de muerte cada ejemplo que se da a
la nación, supone un delito; y en la pena de servidumbre perpetua, en
cambio, un solo delito da muchísimos y duraderos ejemplos; y si es
importante que los hombres vean con frecuencia el poder de las leyes, las
condenas de muerte no deben distanciarse mucho unas de otras a través
del tiempo, de modo que suponen la frecuencia de los delitos. De lo cual
resulta que para que este suplicio sea útil, precisa que no ejerza sobre los
hombres toda la impresión que debiera, o, dicho de otra manera, que sea
útil y que no lo sea, al mismo tiempo. Al que dijera que la servidumbre
penal perpetua es tan dolorosa como la muerte, y, por tanto, igualmente
cruel, yo le respondería que, sumando todos los momentos infelices de la
servidumbre penal misma, lo sería acaso más, porque éstos se extienden
sobre toda la vida y aquélla ejerce toda su fuerza en un momento; siendo
ésta la ventaja de la servidumbre penal, que asusta más al que la ve que
al que la sufre, porque el que la ve considera toda la suma de los
momentos infelices; y en el que la sufre, la infelicidad del momento
presente le distrae de la infelicidad futura. Todos los males se agrandan
en la imaginación y el que los sufre encuentra compensaciones y
consuelos desconocidos o no creídos por los espectadores, que cambian
su sensibilidad propia por el ánimo encallecido del infeliz.
Pero aquél que ve ante sus ojos un gran número de años, o hasta todo el
curso de la vida, pasar en la servidumbre penal y en el dolor, frente a
frente de sus conciudadanos, con los que vive libre y sociable, pero él
esclavo de las leyes mismas que le protegían, hace una comparación útil
de todo ello con la incertidumbre del éxito de sus delitos y la brevedad del
tiempo en que aprovecharía sus frutos.
¿Qué deberán pensar los hombres cuando ven a los sabios magistrados y
a los graves sacerdotes de la justicia haciendo arrastrar, con indiferente
tranquilidad suya, a un reo hasta la muerte; y cuando un desgraciado
expira en las últimas angustias, esperando el golpe fatal, el juez, con
insensible frialdad y acaso con la secreta complacencia de su autoridad
propia, se dispone a gustar de los placeres y comodidades de la vida?
¡Ay!, dirán los desgraciados, ¡estas leyes no son más que pretextos de la
fuerza; y las meditadas y crueles formalidades de la justicia sólo son un
lenguaje convenido para inmolarnos con mayor seguridad como víctimas
destinadas en sacrificio al ídolo insaciable del despotismo! El asesinato,
que se nos predica como un terrible maleficio, ahora le vemos aquí usado
sin repugnancia y sin pudor. Aprovechemos el ejemplo. La muerte
violenta nos parecía una escena terrible según las descripciones que se
nos hacían, pero ahora vemos cómo es asunto de momentos. Y mucho
menos lo será en quien, sin esperarla, se ahorre casi todo lo que haya en
ella de doloroso.
Bando y confiscaciones
El que turba la tranquilidad pública, el que no obedece a las leyes, o sea,
a las condiciones bajo las cuales se soportan los hombres comerciando
entre sí y defendiéndose, los que deban ser excluídos de la sociedad, han
de ser pregonados en bando.
Parece que el bando debería ser publicado contra aquéllos que, estando
acusados de un delito atroz, cuentan con grandes probabilidades, aunque
no con la certidumbre, de ser realmente reos. Pero para esto sería
necesario laborar un estatuto lo menos arbitrario y lo más preciso que
fuese posible, condenando a bando a todo aquél que pusiera a la nación
en la fatal alternativa de temerle o de ofenderle, dejándole, no obstante, el
sagrado derecho de probar su inocencia. Por consiguiente, los motivos
de un bando debieran ser mayores contra un nacional que contra un
extranjero, contra un inculpado por primera vez que contra quien ya lo fue
varias veces.
Infamia
La infamia es una señal de la desaprobación pública que priva al reo de
los sufragios públicos, de la confianza de la patria y de la especie de
fraternidad que la sociedad inspira. Pero la infamia no depende del
albedrío de la ley. Por tanto, precisa que la infamia que aplica la ley sea la
misma que nace de las relaciones de las cosas, la misma que inspiran la
moral universal o la moral particular que dependa de los sistemas
relativos, legisladores de las opiniones vulgares y de la nación en
cuestión. Si la una es diferente de la otra, o la ley pierde la veneración
pública o las ideas de moralidad y de probidad se desvanecerán a
despecho de las reclamaciones, que nunca pueden resistir a los
ejemplos. Aquél que declare infame acciones que por sí mismas son
indiferentes, disminuirá la infamia de las acciones que verdaderamente
sean infamantes.
No sólo las artes de gusto y placer, que tienen como principio universal la
imitación fiel de la naturaleza, sino también la política misma, al menos la
verdadera y duradera, está sujeta a la máxima general que hemos
establecido, pues no es otra cosa que el arte de dirigir bien los
sentimientos inmutables de los hombres, haciéndoles útiles.
Prontitud de la pena
La pena será tanto más justa y útil cuanto sea más pronta y más vecina al
delito cometido. Digo más justa, porque ahorra al reo los tormentos
inútiles y fieros de la incertidumbre, que crecen con el vigor de la
imaginación y el sentimiento de la debilidad propia; digo más justa,
porque, siendo la privación de la libertad una pena, no puede preceder a
la sentencia, sino cuando la necesidad lo pide. La cárcel, por tanto, es la
simple custodia de un ciudadano mientras al reo se le juzga; y esta
custodia, siendo, como es, esencialmente penosa, debe durar el menor
tiempo posible y además debe ser lo menos dura que se pueda. El menor
tiempo de ella debe ser medido por la duración necesaria del proceso y
por la edad de quien tenga derecho a ser juzgado antes. La estrechez de
la cárcel sólo puede ser la necesaria para impedir la fuga del delincuente
o para que no oculte las pruebas de sus delitos. Todo el proceso debe
acabarse con la mayor brevedad posible. ¿Podrá haber contraste más
cruel que el de la indolencia del juez y las ansias de un reo, que las
comodidades y placeres de un magistrado insensible, por una parte, y,
por otra, las lágrimas y la demacración de un preso? Por lo general, el
peso de la pena y las consecuencias del delito deben ser lo más eficaces
para los demás y lo menos duras que sea posible para quienes la sufren,
pues no es posible llamar sociedad legítima a aquélla en que no sea
principio infalible el de que los hombres sólo han tratado de someterse a
los menores males posibles.
He dicho que la prontitud de las penas es más útil, porque cuanto menor
sea el tiempo que transcurra entre la pena y el delito, tanto más fuerte y
duradera será en el alma humana la asociación de estas dos ideas: delito
y pena, de tal suerte que insensiblemente se consideren, la una como
razón, y la otra como efecto necesario indefectiblemente. Está
demostrado que la asociación de las ideas es el cemento de toda la
fábrica de la inteligencia humana, sin el cual el placer y el dolor serían
sentimientos aislados y de ningún efecto. Cuanto más se alejan los
hombres de las ideas generales y de los principios universales, es decir,
cuanto más vulgares son, tanto más obrarán por las asociaciones más
inmediatas y próximas, olvidando las más remotas y complicadas, útiles
sólo para los hombres fuertemente apasionados del objeto a que tienden,
toda vez que la luz de la atención aclara tan sólo un objeto, dejando a los
demás a obscuras. Del mismo modo sirven a las mentalidades más
elevadas que han adquirido el hábito de descubrir rápidamente muchos
objetos de una vez, teniendo la facilidad de contrastar muchos
sentimientos parciales unos con otros, para que el resultado, que es la
acción, sea menos peligroso e incierto.
Asilos
Aun me quedan dos cuestiones que examinar, siendo una de ellas la de si
son justos los asilos y si es útil, o no, el pacto que las naciones hacen de
devolverse recíprocamente a los reos. Dentro de las fronteras de un país,
no debe haber lugar alguno independiente de las leyes, porque la fuerza
de las mismas debe seguir a cada ciudadano como la sombra sigue al
cuerpo. La impunidad y el asilo sólo se diferencian en más o menos; y
como la impresión de la pena más consiste en la impresión de la
seguridad de encontrarla que en su propia fuerza, los asilos invitan más a
los delitos que las penas los alejan de ellos. Multiplicar los lugares de
asilo es crear otras tantas pequeñas soberanías, pues donde no hay leyes
que mandan, allí podrán formarse leyes nuevas opuestas a la común y,
con ello, un espíritu opuesto al del cuerpo entero de la sociedad. Todas
las historias enseñan que de los asilos nacieron las grandes revoluciones
en los Estados y en las opiniones de los hombres. Algunos han sostenido
que donde quiera que se cometa un delito o sea una acción contraria a la
ley, pueda ser penado el delincuente, como si el carácter de súbdito fuese
indeleble, sinónimo, y hasta peor, que el de esclavo, como si uno pudiese
ser súbdito de un dominio y habitar en otro y como si sus acciones
pudiesen sin contradecirse, estar subordinadas a dos soberanos y a dos
códigos contradictorios a menudo. Algunos creen igualmente, que una
acción cruel, cometida en Constantinopla, por ejemplo, puede ser
castigada en París, por la razón abstracta de que quien ofende a la
humanidad merece tener por enemigo a la humanidad entera, con la
execración universal, y como si los jueces fuesen vindicadores de la
sensibilidad de los hombres, y no más bien de los pactos que les ligan
entre sí. El lugar de la pena es el lugar del delito, pues solamente en él, y
no en otros lugares, los hombres se ven forzados a ofender a un
particular para prevenir la ofensa pública. Un malvado que no ha roto los
pactos de una sociedad de la que no era miembro, puese ser temido, y,
por lo mismo, ser desterrado y excluído por la fuerza superior de aquella
sociedad misma, pero no puede ser castigado con las formalidades de la
ley, que son vindicadoras de los pactos, no de la malicia intrínseca de las
acciones.
Pero si sea útil entregarse recíprocamente los reos entre las naciones, no
me atreveré a decidirlo mientras las leyes más conformes a las
necesidades de la humanidad, las penas más suaves y extinguida la
dependencia del arbitrio y de la opinión, no aseguren la inocencia
oprimida y la virtud detestada; mientras la tiranía no venga del todo de la
razón universal, que siempre une los intereses del trono y de los
súbditos, confinada en las vastas llanuras de Asia. Aun cuando la
persuasión de no encontrar un palmo de tierra que perdone a los
verdaderos delitos, sería un medio eficacísimo de prevenirlos.
Del poner a precio la cabeza de los reos
La otra cuestión, de las dos a que aludíamos, es la de si es útil poner a
precio la cabeza de un hombre conocido como reo, y, armando el brazo
de cada ciudadano, hacer de ellos verdugos. O el reo se encuentra dentro
de los confines nacionales, o fuera de ellos. En el primer caso, el
Soberano estimula a los ciudadanos a cometer un delito y les expone a un
suplicio, cometiendo una injuria y una usurpación de autoridad en los
dominios de otro, y a la vez. autorizando de este modo a las demás
naciones para que hagan lo mismo con respecto a él. En el segundo caso,
muestra la misma debilidad. El que tiene fuerzas bastantes para
defenderse, no procura comprarlas. Además, el edicto poniendo precio a
la cabeza de un reo, trastorna todas las ideas de moral y virtud que el
menor soplo desvanece en el alma humana. Unas veces, las leyes invitan
a la traición; y otras la castigan. Con una mano, el legislador aprieta los
lazos de familia, de parentela, de amistad; y con la otra premia al que los
rompe y los desprecia; siempre contradictorio consigo mismo, ora invita
a la confianza el ánimo sospechoso de los hombres, ora siembra la
desconfianza en todos los corazones. En vez de prevenir un delito, hace
que nazcan cientos. Estos son los recursos de las naciones débiles cuyas
leyes no son más que reparaciones momentáneas de un edificio ruinoso
que cruje por todas partes. A medida que crece la ilustración en una
nación, la buena fe y la confianza recíproca se hacen necesarias en ella,
tendiendo siempre más a confundirse con la política verdadera. Los
artificios, las cábalas, los caminos obscuros e indirectos son más
previsibles y la sensibilidad general humilla la sensibilidad de cada uno
en particular. Hasta los siglos de ignorancia, en los cuales la moral
pública obliga a los hombres a obedecer a la privada, sirven de
instrucción y experiencia a los siglos ilustrados. Pero las leyes que
premian la traición y que suscitan una guerra clandestina, esparcen las
sospechas recíprocas entre los ciudadanos, se oponen a tan necesaria
reunión de la moral con la política, a que los hombres deberían su
felicidad, las naciones su paz y el universo algún intervalo mayor de
tranquilidad y reposo a los males que se ciernen sobre él.
Proporción entre los delitos y las penas
No solamente es interés común que no se cometan delitos, sino que sean
más raros en proporción con el mal que causan a la sociedad. Por
consiguiente, los obstáculos que detengan a los hombres de los delitos,
deben ser más fuertes a medida que sean contrarios al bien público y a
medida de los impulsos que arrantren a ellos.
Es decir, que debe haber proporción entre los delitos y las penas.
Si el placer y el dolor son los motores de los seres sensibles; si entre los
motivos que empujan a los hombres hasta las obras más sublimes, el
invisible Legislador puso el premio y la pena, de la inexacta distribución
del uno y de la otra nacerá la tanto menos observada contradicción
cuando más común es, de que las penas deben castigar los delitos que
hayan hecho nacer. Si una pena igual se impone a dos delitos que
ofenden a la sociedad desigualmente, los hombres no encontrarán
obstáculo más fuerte para cometer el delito mayor, si con ello va unida
una mayor ventaja.
Por ejemplo: aquél que vea establecida la misma pena de muerte a quien
mate a un faisán y a quien asesine a un hombre, o a quien falsifique un
documento importante, la ley no establecerá diferencia entre tales delitos
y destruirá sentimientos morales obra de muchos siglos y de mucha
sangre, lentísimos y difíciles de producirse en el alma humana, hasta el
punto de que se creyera que para la germinación de ellos hubiera sido
necesaria la ayuda de los motivos más sublimes y un gran aparato de
graves formalidades. Imposible es prevenir todos los desórdenes
posibles en el combate universal de las pasiones humanas. Estos
desórdenes, crecen en razón compuesta de la población y del cruce de
los intereses particulares, de modo que no es posible someterlos a una
dirección geométrica para la utilidad pública. En vez de la exactitud
matemática, en la aritmética política hay que servirse del cálculo de las
probabilidades. Si dirigimos una mirada a la historia veremos cómo
crecen los desórdenes con las fronteras del imperio; y mermando en la
misma proporción el sentimiento nacional, el impulso a delinquir crece en
razón del interés que toma cada cual en los propios desórdenes. Por esto,
la necesidad de agravar las penas va aumentando siempre. La fuerza,
semejante a la gravedad, que nos impulsa a nuestro bienestar, no se
retiene sino a medida de los obstáculos que se le oponen. Los efectos de
esta fuerza son la serie confusa de las acciones humanas. Si éstas
chocan recíprocamente y se ofenden entre sí, las penas, a las que yo
llamaría obstáculos políticos, impedirán el mal efecto sin destruir la causa
impelente, que es la misma sensibilidad inseparable del hombre; el
legislador obra como un hábil arquitecto, cuyo oficio es oponerse a las
direcciones ruinosas de la gravedad, colaborando con todas las que
contribuyen a la fuerza del edificio.
Medida de los delitos
Hemos visto que el daño a la sociedad es la verdadera medida de los
delitos.
Esta es una de las verdades palpables que, aun cuando no necesiten
cuadrantes ni telescopios para ser descubiertas, por estar al alcance de
cualquier mediana inteligencia, sin embargo, por una combinación
maravillosa de circunstancias, no han sido conocidas más que por
algunos contados pensadores, hombres de todas las naciones y de todos
los siglos. Pero si las opiniones asiáticas, las pasiones vestidas de
autoridad y de poder, muchas veces por insensibles estímulos, y otras
pocas por violentas impresiones sobre la tímida credulidad de los
hombres, disiparon las sencillas nociones que formaron acaso la primera
filosofía de las sociedades nacientes y a las que la luz de nuestros siglos
parece reconducir con mucha mayor firmeza que la que puede
suministrar un examen geométrico, con sus mil funestas experiencias y
por sus propios obstáculos, se equivocan los que creen que la verdadera
medida de los delitos está en la intención de quien los comete. La
intención depende de la impresión actual de los objetos y de la
disposición precedente de la mente, variando en todos los hombres, y
hasta en cada uno de ellos, con la velocísima sucesión de las ideas, las
pasiones y las circunstancias. Si así fuese, si se admitiese aquel error,
sería necesario formar, no sólo un código particular para cada ciudadano,
sino una nueva ley para cada delito. Con la mejor intención, algunas
veces los hombres causan el mayor mal a la sociedad y otras veces con
la más mala voluntad procuran el mayor bien.
Otros miden los delitos mas por la dignidad de la persona ofendida que
por la importancia de ellos respecto al bien público. Si fuese ésta la
verdadera medida de los delitos, toda irreverencia al Ser de los seres,
debería castigarse con mayor atrocidad que el regicidio, por ser la
superioridad de la naturaleza una compensación infinita a la diferencia de
la ofensa.
División de los delitos
Hay delitos que destruyen inmediatamente la sociedad o a quien la
representa; otros ofenden la seguridad particular de un ciudadano, en su
vida, sus bienes o su honor; y algunos otros son actos contrarios a lo que
cada cual está obligado a hacer o a no hacer en vista del bien público.
Todo el que lea con mirada filosófica los códigos y anales de las
naciones, hallará casi siempre que los nombres de virtud y de vicio, de
buen ciudadano y de reo, cambian con las revoluciones de los siglos, no
en razán de las mutaciones que acaecen en las circunstancias de los
países, y, por consiguiente, siempre conformes al interés común, sino en
razón de las pasiones y de los errores que agitaron sucesivamente a 1o's
distintos legisladores. Y muy a menudo verá que las pasiones de un siglo
forman la base de la moral de los siglos venideros; que las pasiones
fuertes, hijas del fanatismo y del entusiasmo, debilitadas y roídas,
digámoslo así, por el tiempo, que reducen todos los fenómenos físicos y
morales al equilibrio, poco a poco forman la prudencia del siglo y el
instrumento útil en manos de los fuertes y hábiles.
Delitos de lesa majestad
Los delitos llamados de lesa majestad, son los primeros de todos y los
mayores, por ser los más dañosos. Sólo la tiranía y la ignorancia, que
confunden los vocablos y las ideas más claras, pueden otorgar este
nombre, y por consiguiente, la mayor de las penas, a delitos de naturaleza
diferente, haciendo a los hombres, igual que en otras mil ocasiones,
víctimas de una palabra. Todo delito, aunque sea privado, ofende a la
sociedad; pero no todo delito procura la inmediata destrucción de ella.
Las acciones morales, lo mismo que las físicas, tienen su limitada esfera
de actividad, y están diversamente circunscritas, como todos los
movimientos de la naturaleza, del tiempo y del espacio; y sólo la
interpretación capciosa, que de ordinario es la filosofía de la esclavitud,
puede confundir lo que distinguió la verdad eterna en sus inmutables
relaciones.
Delitos contra la seguridad de los
particulares, violencias, penas de los
nobles
Tras los delitos de lesa majestad, van los delitos contra la seguridad de
los partículares. Como la seguridad de los particulares es el fin primario
de toda asociación legítima, no puede dejar de asignarse a la violación del
derecho de seguridad, adquirido por cada ciudadano, alguna de las penas
más considerables establecidas por las leyes.
Hay delitos que son atentados contra las personas y otros contra la
subsistencia. Infaliblemente, los primeros deben sufrir penas corporales.
Los atentados contra la seguridad' y la libertad de los ciudadanos, son
delitos de los mayores; y bajo esta clase entran no sólo los asesinatos o
hurtos cometidos por los plebeyos, sino también los de los grandes y los
magistrados, cuya influencia obra a mayor distancia y con mayor vigor,
destruyendo en los súbditos las ideas de justicia y de deber,
reemplazadas por la del derecho del más fuerte, tan peligroso finalmente
en quien le ejerce y en quien le sufre.
Ni los grandes ni los ricos deben poder poner precio a los atentados
contra el débil y el pobre, pues de otro modo las riquezas, que son premio
de la industria bajo la tutela de las leyes, degeneran en pasto de la tiranÍa.
No hay libertad cualquiera de las veces en que las leyes permiten que, en
determinados eventos, el hombre deje de ser persona y se convierta en
cosa; veríamos entonces el esfuerzo del poderoso para hacer surgir de la
multitud de combinaciones civiles, la que la ley da en su favor. Este
descubrimiento es el secreto mágico que cambia a los ciudadanos en
bestias de carga, pues tal es en manos del fuerte la cadena con que se
carga las acciones de los incautos y los débiles. Tal es la razón por la cual
en algunos gobiernos, que tienen todas las apariencias de libertad, la
tiranía se esconde o se introduce, imprevista, en cualquier ángulo
ignorado por el legislador, y en el cual insensiblemente arraiga y se
engrandece.
Por lo general, los hombres ponen los más sólidos diques a la tiranía
abierta; pero no ven el insecto imperceptible que los roe, abriendo al río
inundador un camino tanto más seguro cuanto más oculto.
¿Cuáles serán las penas, por consiguiente, debidas a los delitos de los
nobles, cuyos privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones?
Yo no examinaré aquí si esta distinción hereditaria entre nobles y
plebeyos es útil en un gobierno, o necesaria en las monarquías, ni si es
verdad que constituya un poder intermedio que limite los excesos de los
dos extremos, o si más bien forma un rango que, esclavo de sí mismo y
de los demas, encierra toda circulación de crédito y esperanza en un
círculo estrechísimo, como aquellas fecundas y amenas islas pequeñas
que resaltan en los arenosos y vastos desiertos de Arabia; así como
tampoco examinaré si es cierto que las desigualdades sean inevitables o
útiles en la sociedad y si es verdadero también que ella, la desigualdad
misma, deba residir más bien en las clases que en los individuos, es
decir, fijarse en una parte del organismo político, en vez de circular por
todo el mismo; perpetuarse, más bien que nacer y destruirse
incesantemente. Me limitaré tan rolo a las penas debidas a este rango
noble, asegurando que las penas deben ser las mismas para el primero y
el último de los ciudadanos. Para que sea legítima, toda distinción en los
honores o en las riquezas, supone una igualdad anterior fundada en las
leyes que consideran a todos los súbditos como igualmente dependientes
de ellas. Se debe suponer que los hombres, al renunciar a su natural
despotismo, hayan dicho: El que sea más industrioso, tenga honores
mayores y su fama resplandezca en sus sucesores; el que sea más feliz,
o más honrado, espere más aún, pero no tema menos que los otros
hombres violar los pactos que le han alzado. Verdad es que estos
decretos no se dieron en una asamblea del género humano, pero insiden
en las inmutables relaciones de las cosas; no destruyen las ventajas que
se suponen debidas a la nobleza, ni tampoco impiden sus
inconvenientes; lo que hacen es que las leyes sean formidables cerrando
el paso a la impunidad. A quien dijere que la misma pena otorgada al
noble y al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de
educación, por la infamia que extiende a una familia ilustre, yo le
respondería que la sensibilidad del reo no es medida de las penas, sino el
daño público, tanto mayor cuanto más favorecido está el que le causa; y
añadiría que la igualdad de las penas sólo puede ser extrínseca, por ser
realmente diversa en cada individuo; y que la infamia de toda una familia,
puede apartarse por el Soberano con demostraciones públicas de
benevolencia que haga a la familia del reo. ¿Quién ignora que las
formalidades sensibles sirven de razón al pueblo, crédulo y admirador?
Injurias al honor
Las injurias personales y contrarias al honor, que es la porción justa de
las simpatías que un ciudadano tiene derecho a exigir de los otros, deben
castigarse con la infamia.
Hay una notable contradicción entre las leyes civiles, celosas custodias
del cuerpo y bienes de cada ciudadano, más que de otra cosa alguna, y
las leyes de lo que se llama el honor, presididas en todo por la opinión.
Esta palabra de honor, es una de las que han servido de base a largos y
brillantes razonamientos, sin adherirse a ninguna idea fija y estable.
¡Mísera condición de las mentes humanas ésta de que las lejanísimas y
menos importantes ideas de los movimientos de los cuerpos celestes le
estén presentes con un conocimiento más preciso, que las vecinas e
importantísimas nociones morales, siempre fluctuantes y confusas,
según el viento de las pasiones las arrastra y las recibe y transmite la
ignorancia! Pero esta aparente paradoja desaparecerá al considerar que
así como las cosas muy próximas a los ojos se confunden, del mismo
modo la excesiva vecindad de las ideas morales hace que con facilidad se
mezclen con las muchísimas ideas simples que las componen,
confundiendo las líneas de separación necesarias al espíritu geométrico
que trata de medir los fenómenos de la sensibilidad humana. Y disminuirá
del todo la maravilla del indiferente indagador de las cosas humanas, que
sospechará acaso que no sea necesario tanto aparato de moral ni tantos
compromisos para hacer que los hombres sean libres y felices.
Este honor, por consiguiente, es una de aquellas ideas complejas que son
un agregado, no sólo de ideas simples, sino también de ideas igualmente
complicadas, que al presentarse de un modo vario ante la mente, unas
veces admiten y otras excluyen algunos de los elementos que las
componen, sin conservar más que algunas pocas ideas comunes, al
modo que las cantidades complejas algebraicas admiten un divisor
común. Para encontrar este común divisor en las válidas ideas que los
hombres se forman del honor, es necesaria una rápida mirada a la
formación de la sociedad.
De los duelos
De esta necesidad de los sufragios ajenos, nacieron los duelos privados,
cuyo origen se encuentra precisamente en la anarquía de las leyes. Se
pretende que estos duelos los desconoció la antigüedad, acaso porque
los antiguos no se reunían sospechosamente armados en los templos y
en los teatros, o con los amigos; acaso porque el duelo era un
espectáculo ordinario y común que daban al pueblo los gladiadores,
esclavos y envilecidos, de modo que los hombres libres desdeñaban ser
considerados y llamados gladiadores, al participar en combates
singulares. En vano los edictos de muerte contra todo aquél que aceptara
un duelo, trataron de extirpar esta costumbre, cuyo fundamento está en
algo que algunos hombres temen más que a la muerte, porque, privado de
los sufragios favorables de los demás, el hombre de honor se ve
expuesto a convertirse en un ser meramente solitario, lo cual es un
estado insufrible para un hombre social, o bien a convertirse en blanco de
los insultos y la infamia que con su acción repetida superan el peligro de
la pena. ¿Cuál es el motivo de que el pueblo bajo no se bata en duelo
tanto como los grandes? No sólo porque está desarmado, sino porque la
necesidad de los sufragios ajenos es menos común en la plebe que en
aquellos otros, que, siendo más elevados, se miran Con mayor sospecha
y envidia.
No será inútil repetir lo que han escrito otros, a saber: que el mejor
método de prevenir este delito, es castigar al agresor, o sea al que diera
ocasión al duelo, declarando inocente, en cambio, al que, sin culpa suya,
se ha visto obligado a defender lo que las leyes actuales no aseguran,
que es la opinión.
Hurtos
Los hurtos a que no va unida la violencia, deberían castigarse con pena
pecuniaria. Aquél que trata de enriquecerse con lo ajeno debería ser
empobrecido de lo propio. Pero como por lo común este delito es propio
de la miseria y la desesperación, el delito de tan infeliz porción de
hombres a quienes el derecho de propiedad (terrible y acaso no necesario
derecho) no ha dejado más que una existencia desnuda; como las penas
pecuniarias aumentan el número de los reos por encima del de los delitos
y quitan el pan a los inocentes como a los malvados, la pena más
oportuna de los hurtos sería aquella especie de servidumbre que pudiera
llamarse justa, o sea una servidumbre temporal del trabajo y de las
personas en favor de la sociedad ordinara, para resarcir con la propia y
perfecta dependencia del injusto despotismo usurpado sobre el pacto
social. Pero cuando el hurto vaya acompañado de violencia, la pena debe
ser también una aleación de castigo corporal con la servidumbre penal.
Otros escritores antes que yo han demostrado el desorden evidente que
nace de no distinguir bien las penas de los hurtos violentos de los no
violentos, estableciendo la absurda ecuación de una importante suma de
dinero con la vida de un hombre. Los delitos de que hablamos son de
naturaleza distinta; y es ciertÍsimo también en política el axioma
matemático de que entre cantidades heterogéneas hay un infinito que las
separa. Pero quizá no sea superfluo repetir lo que casi nunca se haya
cumplido. Las máquinas políticas conservan más que otra alguna el
movimiento recibido, siendo las más lentas en adquirir otro movimiento
nuevo.
Contrabandos
El contrabando es un verdadero delito que ofende al Soberano y a la
nación; pero su pena no debe ser infamante, porque cometerle no
produce infamia en la opinión públIca. ¿Pero por que este delito no
infama a sus autores, siendo como es, un hurto que se leo hace al
Príncipe, y por consiguiente, a la nacón misma? Responderé a esta
pregunta dlciendo que las ofensas que los hombres creen que no pueden
hacérseles, no les interesan tanto que baste para producir la indignación
pública contra el que las comete. Así es el contrabando. Los hombres a
quienes las consecuencias remotas impresionan muy poco, no
consideran el daño que puede acarrearles el contrabando, y hasta más
bien aprovechan sus ventajas presentes. Ellos no ven en el contrabando
más que el daño que recibe el Príncipe y no les interesa privar de sus
sufragios al contrabandista, igual que hacen con el que comete un hurto
privado, el que falsifica un documento y comete otros males de éstos. Es
un principio sensible evidente el de que todo ser sensible sólo se interesa
por los males que conoce.
(El comercio, la propiedad de los bienes, no son fin del pacto social, pero
pueden ser medio para llegar a él. Exponer a todos los miembros de la
sociedad a los males que se ha tratado de evitar con la constitución de
ella, sería subordinar los fines a los medios, lo cual es un paralogismo en
todas las ciencias, y sobre todo, en la política, paralogismo en que yo
mismo he caído en las ediciones precedentes, cuando decía que el
insolvente inculpable debiese ser tenido en custodia, como prenda de sus
deudas, o utilizado como esclavo trabajando a favor de sus acreedores.
Me avergüenzo de haber escrito tales palabras. Se me ha acusado de
sedición sin merecerlo. He ofendido los derechos de la humanidad, ¿y
nadie me lo ha reprochado? -Nota posterior del autor).
Se podría distinguir el dolo de la culpa grave, la culpa grave de la leve y la
leve de la inocencia completa; asignando al primero de estos casos las
penas de los delitos de falsificación; a la segunda, penas menores, pero
con privación de libertad; reservar al último caso la libre elección de los
medios de restablecerse, y en el tercero reservar a los acreedores la
libertad de la elección misma. Pero la distinción entre lo que sea grave y
leve en la culpa debe fijarse por la ley, ciega e imparcial, y no por la
peligrosa y arbitraria prudencia de los jueces. La fijación de los límites es
tan necesaria en la política como en las matemáticas, así en la medida del
público bien como en la de las dimensiones.
¡Cuán fácil sería para el cuidadoso legislador impedir gran parte de las
insolvencias culpables y remediar las desgracias de los inocentes
laboriosos! El registro público y manifiesto de todos los contratos y la
libertad de los ciudadanos para consultar los documentos respectivos,
bien ordenados; un banco público constituído con fondos prudentemente
tomados de los tributos sobre las mercancías buenas, destinado a
socorrer con sumas oportunas a los infelices e inculpables que lo
merecieran, no presentarían ningún inconveniente real, y, en cambio,
podrían producir ventajas innumerables. Pero las fáciles, las sencillas, las
grandes leyes que no aguardan más que la señal del legislador para
extender en el seno de las naciones la abundancia y la opulencia, leyes
que encontrarían himnos inmortales de reconocimiento de generación en
generación, son las menos conocidas y las menos deseadas, a pesar de
todo. Un espíritu inquieto y meticuloso, la tímida prudencia del momento
presente, la rígida prevención contra las novedades, se adueñan de los
sentimientos del que se ocupa de combinar la multitud de quehaceres de
los pequeños mortales...
De la tranquilidad pública
Finalmente, entre los delitos de la clase tercera que hemos presentado,
están los que van contra la tranquilidad pública y la quietud de los
ciudadanos, tales como los alborotos y tumultos en las calles públicas,
destinadas al comercio y tránsito de los ciudadanos, los discursos
fanáticos que excitan las fáciles pasiones de las multitudes curiosas,
envalentonadas por la curiosidad y por la frecuencia y número de los
oyentes y sobre todo por el obscuro y misterioso entusiasmo, no en
cambio, por la razón, clara y tranquila, que jamás obra sobre las grandes
masas de hombres.
Yo, por mi parte, no hallo excepción alguna para este axioma general, a
saber, que todo ciudadano debe saber cuándo es reo y cuándo inocente.
Si los censores, y en general, los magistrados arbitrarios son necesarios
en algunos gobiernos, ello se debe a la debilidad de la propia constitución
de éstos, y no a la naturaleza de un gobierno bien organizado. La
incertidumbre de la suerte propia, ha sacrificado más víctimas a la
obscura tiranía, que no la crueldad pública y solemne. Aquella rebela los
ánimos más que los envilece. El verdadero tirano siempre comienza
reinando sobre la opinión y el valor sólo puede llegar a resplandecer a la
clara luz de la verdad, en el fuego de las pasiones, o en la ignorancia del
peligro.
Del ocio político
Un gobierno sabio no sufre el ocio político en el seno del trabajo y de la
industria. Yo llamo ocio político a todo aquello que no contribuye a la
sociedad ni con el trabajo ni con la riqueza; a todo aquello que gana sin
perder nunca, a lo que, siendo venerado por el vulgo con admiración
estúpida, el sabio lo mira con desdeñosa compasión hacia sus víctimas;
lo que, careciendo del estímulo de la vida activa, que es la necesidad de
conservar o aumentar las comodidades de la vida, entrega todas sus
energías a las pasiones de la opinión, que no son las menos fuertes. Los
austeros declamadores han confundido este ocio con el ocio de Ias
riquezas acumuladas por Ia industria; por lo cual son Ias leyes las que
deben definir el ocio punible, no la austera y limitada virtud de algunos
censores. Políticamente hablando, no es ocioso el que goza de los frutos
de los vicios o las virtudes de sus antepasados, vendiendo por placeres
actuales el pan y Ia vida de la pobrez.a trabajadora; el que ejerce en paz Ia
tácita guerra de Ia industria con la opulencia, en vez de la guerra incierta y
sanguinaria con la fuerza. El ocio de que hablamos es necesario y útil a
medida que la sociedad se dilata y la administración se restringe.
Del suicidio y de los emigrantes
El suicidio es un delito que parece no poder admitir pena propiamente
dicha, supuesto que la pena no podrá recaer sino sobre inocentes o sobre
un cuerpo frío e insensible. Y si la pena, en estas condiciones, no puede
hacer ninguna impresión sobre los vivos, como no lo haría despedazar
una estatua, sería injusta y tiránica la pena, porque la libertad política de
los hombres supone necesariamente que las penas sean meramente
personales. Los hombres aman mucho la vida y todo cuanto les rodea les
confirma en este amor. La imagen seductora del placer, y la esperanza,
dulcísimo engaño de los mortales, por la cual soportan a grandes sorbos
el mal mezclado con algunas pocas gotas de contento, les seduce tanto
para que pueda temerse que la impunidad necesaria de un delito como
éste ejerza algún influjo sobre los hombres. Quien teme al dolor, obedece
a las leyes; pero la muerte extingue todas las fuentes que halla en el
cuerpo. ¿Cuál será pues, el motivo que alentará la mano desesperada del
suicida?
Aquél que se mata causa menos daño a la sociedad que el que se sale
para siempre de los límites de ella, pues aquél deja allí toda sus
substancias, mientras que éste se transporta a otro lugar con todo su
haber. Antes bien, si la fuerza de la sociedad consiste en el número de los
ciudadanos, al sustraerse a sí mismo y darse a una nación vecina, el
emigrante hace un doble daño que aquél que simplemente con la muerte
se aparta de la sociedad. Por consiguiente, la cuestión se reduce a saber
si es útil o perjudicial para las naciones dejar a los hombres la libertad
perpetua de ausentarse de la sociedad a que pertenecían.
Pero la seguridad y la libertad limitada sólo por las leyes, forman base
principal de esta felicidad, con lo que los placeres del lujo favorecen la
población y sin las cuales se convierten en instrumentos de tiranía. Al
modo que los animales más generosos y los pájaros, tan libres como son,
se alejan en las soledades y en los bosques inaccesibles, abandonando
las campiñas fértiles y risueñas al hombre que los acecha, así los
hombres huyen hasta de los placeres, cuando se los distribuye la tiranía.
Por consiguiente, está demostrado que la ley que encierra a sus súbditos
dentro de su país, es inútil e injusta; y lo será del mismo modo la que
ponga pena al suicidio, pues, aunque ésta sea una culpa que castiga
Dios, que es quien puede castigar hasta después de la muerte, el suicidio
no es delito ante los hombres, toda vez que la pena, en lugar de recaer
sobre el reo, cae sobre su familia: Si alguno me opusiese que la pena del
suicidio podría por lo menos, apartar de la muerte a algún hombre
determinado, yo le respondería que aquél que renuncia tranquilamente al
bien de la vida, que odia la existencia de aquí abajo, hasta el punto de
preferir a ella una eternidad infeliz, ni siquiera se disuadiría de su
resolución por la consideración de sus hijos y parientes.
Delitos de prueba dificil
Hay algunos delitos que son al mismo tiempo frecuentes en la sociedad y
difíciles de probar. Estos delitos son el adulterio, la Venus ática y el
infanticidio.
En cuanto al infanticidio (mediante el uso de este término, Beccaria más bien hace
referencia al aborto procurado), es también efecto de la inevitable
contradicción en que está colocada la mujer que ha cedido por debilidad
o por violencia. Quien se encontrase colocado en la disyuntiva de la
infamia o la muerte de un ser incapaz de sentir los males ¿cómo no
preferirá esta última solución a la miseria infalible a que quedarían
expuestos la madre y su hijo infeliz? La mejor manera de evitar este
delito, sería proteger con leyes eficaces la debilidad contra la tiranía, la
cual exagera los vicios que no pueden cubrirse con el manto de la virtud.
De un genero particular de delitos
El que lea este libro, advertirá que he omitido un género de delitos que ha
cubierto a Europa de sangre humana, y que ha alzado hogueras en que
servían de alimento a las llamas cuerpos vivos humanos, cuando era
alegre espectáculo y grata armonía para la ciega multitud oír los sordos y
confusos gemidos de los desgraciados, a través de los remolinos de
humo negro, humo de miembros humanos, entre el crujido de los huesos
carbonizados y el chirriar de las vísceras aun palpitantes. Pero los
lectores razonables tendrán en cuenta que el lugar, el tiempo y la materia,
no me permiten examinar la naturaleza de esta clase de delitos. Sería
ajeno y apartado de mi asunto demostrar que debe ser necesaria una
perfecta uniformidad de pensamiento en un Estado, en contra del ejemplo
de muchas naciones; y como opiniones que difieren entre sí solamente
por algunas sutilísimas y obscuras diferencias, harto lejanas de la
capacidad humana, pueden también perturbar el bien público, cuando una
no esté autorizada con preferencia a otras; y como la naturaleza de las
opiniones está compuesta de tal modo que mientras algunas, las
verdaderas, se aclaran y sobrenadan con el contraste, fermentando y
combatiendo juntas, las falsas se sumergen en olvido, y otras, mal
seguras en su desnuda substancia, requieren ser vestidas de autoridad y
de fuerza. Sería muy largo probar que, aunque parezca odioso, el imperio
de la fuerza sobre las mentalidades humanas, cuyas conquistas únicas
son la disimulación, y con ella el envilecimiento, aunque parezca
contrario al espíritu de mansedumbre y fraternidad aconsejado por la
razón y la autoridad que más veneramos, es también, después de todo,
necesario e indispensable. Todo esto debe creerse evidentemente
probado y conforme a los verdaderos intereses de los hombres, si hay
quien lo haga con reconocida autoridad. Yo no hablo más que de los
delitos que emanan de la naturaleza humana y de la naturaleza social,
pero no de los pecados, cuyas penas, incluso las temporales, deben
regirse por otros principios distintos de los de una limitada filosofía.
Falsas ideas de utilidad
Una fuente de errores y de injusticias son las falsas ideas de utilidad que
se forman los legisladores.
Del espíritu de familia
Tan funestas y autorizadas injusticias fueron aprobadas por hombres
hasta de los más ilustrados, y puestas en práctica por las Repúblicas más
libres, a consecuencia de haber considerado más bien la sociedad como
una reunión de familias que como una unión de hombres. Tenemos aquí
cien mil hombres, o sea veinte mil familias, compuestas, cada una de
cinco personas, incluyendo en ellas el jefe de la misma. Si la asociación
se hace por familias habrá veinte mil hombres y ochenta mil esclavos;
pero si la asociación es de hombres, habrá cien mil ciudadanos y ningún
esclavo. En el primer caso tendremos una República y veinte mil
pequeñas monarquías que la constituyen. En el segundo, el espíritu
republicano no sólo desaparecerá de las plazas públicas y en las
reuniones de la nación, sino que también desaparecerá entre los muros
domésticos, en que está gran parte de la felicidad o de la miseria de los
hombres. En el primer caso, como las leyes y las costumbres son efecto
de los sentimientos habituales de los miembros de la República, o sea de
los jefes de las familias, el espíritu monárquico se introducirá poco a
poco en la República misma y sus efectos sólo serán frenados por los
intereses opuestos de cada uno, pero no por un sentimiento que respire
libertad e igualdad. El espíritu de familia es un espíritu de detalle, que se
limita en pequeñeces. El espíritu regulador de la República, dueño como
es de principios generales, ve los hechos y los condensa en las clases
principales e importantes al bien de la mayoría. En la República de
familias, los hijos permanecen en la potestad del jefe, mientras éste viva,
estando obligados a esperar de la muerte del jefe una existencia que sólo
dependa de las leyes. Acostumbrado a obedecer y a temer en la edad más
juvenil y vigorosa, cuando los sentimientos se hallan menos modificados
por el temor de experiencia llamado moderación, ¿cómo podrían resistir a
los obstáculos que el vicio opone siempre a la virtud en las edades
decadentes en que hasta la disposición de ver los frutos se opone a los
cambios vigorosos?
Estos contrastes hacen que los hombres desdeñen seguir la virtud por
encontrarla confusa y revuelta, alejada en aquella lejanía que nace de la
obscuridad de los objetos, tanto físicos como morales. ¡Cuántas veces
cuando un hombre recuerda sus acciones pasadas, se asombra de
encontrarse poco honrado! A medida que la sociedad se multiplica, cada
miembro de ella se hace una parte más pequeña del todo y el sentimiento
republicano disminuiría proporcionalmente si las leyes no cuidaran de
reforzarle. Igual que los cuerpos humanos, las sociedades tienen límites
circunscritos, creciendo más allá de los cuales se peturbaba su propia
economía. Parece que la masa de un Estado debiera estar en razón
inversa de la sensibilidad de quienes le componen, pues de otro modo, si
crecieran la una y la otra, las leyes buenas encontrarían al prevenir los
delitos un obstáculo en el bien mismo que producen. Una República
demasiado grande, sólo se salva del despotismo, subdividiéndose y
unificándose en varias pequeñas Repúblicas federativas. ¿Pero cómo
puede obtenerse esto?; tan sólo podría lograrlo un dictador despótico
que tuviese el valor de Sila y tanto genio para edificar como el que tuvo
Sila mismo para destruir. Un hombre de esta clase, siendo ambicioso,
logrará la gloria de todos los siglos; y si es filósofo, las bendiciones de
sus ciudadanos le recompensarán de la pérdida de la autoridad, si es que
no hubiese llegado a ser indiferente a su ingratitud. A medida que se
debilitan los sentimientos que nos unen a la nación, los sentimientos
hacia los objetos que nos rodean se refuerzan. Por esto es por lo que bajo
el despotismo más fuerte, las amistades son más duraderas y más
comunes, o hasta del todo exclusivas las virtudes familiares, siempre
mediocres. Así se verá por parte de todos cuán limitado es el alcance de
la mayor parte de los legisladores.
El fisco
Hubo un tiempo en que casi todas las penas fueron pecuniarias (Refiérese
Beccaria a las leyes de los llamados pueblos bárbaros). Los delitos de los hombres
eran entonces el patrimonio del Príncipe; los atentados contra la
seguridad pública eran objeto de lucro, de modo que quien estaba
destinado a defenderla tenía interés en que se la ofendiera. Por
consiguiente, el objeto de las penas era un pleito entre el Fisco, (exactor
de las penas en cuestión) y el reo: un asunto civil, contencioso, privado
más bien que público, que daba al Fisco más derechos que los exigidos
por la defensa pública, y otros perjuicios al reo que aquéllos en que había
caído por necesidad del ejemplo. Así es que el juez era un abogado del
Fisco, más bien que un indiferente investigador de la verdad; un agente
del Erario, más bien que el protector y ministro de las leyes. Pero como
en este sistema el hecho de confesarse delincuente era confesarse
deudor del Fisco, propósito entonces del procedimiento criminal, la
confesión del delito, combinada de manera que favoreciese y no
perjudicase a las razones fiscales, se convirtió y todavía sigue
sucediendo así (pues los efectos continúan siempre mucho después que
las causas) en centro en torno del cual giraban todos los órdenes
criminales.
Cómo se previenen los delitos
Es mejor prevenir los delitos que penarlos. Tal es el fin principal de toda
buena legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de
felicidad o al mínimo de desgracia posible, hablando según los cálculos
de los bienes y males de la vida.
Pero los medios empleados hasta ahora, por lo general son falsos y
opuestos al fin que se persigue. No es posible reducir la turbulenta
actividad de los hombres a un orden geométrico sin irregularidad y
confusión. Lo mismo que las constantes y sencillísimas leyes de la
naturaleza no impiden que los planetas no se perturben en sus
movimientos, así también en las infinitas y opuestas atracciones del
placer y el dolor, tampoco las leyes humanas pueden evitar
perturbaciones y desórdenes. A pesar de todo, ésta es la quimera de los
hombres cuando tienen en sus manos el poder. Prohibir una multitud de
acciones indiferentes, no es prevenir los delitos que puedan nacer de
aquéllas, sino crear otros delitos nuevos; es tanto como definir a capricho
la virtud y el vicio, predicados antes como eternos e inmutables. ¿A qué
nos veríamos reducidos si se nos prohibiese todo aquello que puede
inducir a delito? Sería menester privar al hombre del uso de sus sentidos.
Por un motivo que haya que impulse a los hombres a cometer un
verdadero delito, hay mil que inducen a cometer las acciones indiferentes
llamadas delitos por algunas leyes malas; y si la probabilidad de los
delitos es proporcional al número de los motivos, ampliar la esfera de los
delitos es hacer crecer la probabilidad de cometerlos. La mayor parte de
las leyes sólo son privilegios, o sea tributos de todos a la comodidad de
algunos.
¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas,
y que toda la fuerza de la nación se encuentre condensada para
defenderlas, sin que, por el contrario, ninguna parte de la misma se
emplee en destruirlas. Haced que las leyes favorezcan menos a las clases
sociales que a los hombres mismos. Que los hombres las teman y que
sólo teman a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el temor de
unos hombres hacia otros es fecundo en delitos. Los hombres esclavos
son más viciosos, más libertinos, más crueles que los hombres libres.
Los hombres libres piensan en la ciencia, en los intereses de la nación,
admiran asuntos grandes y tratan de imitarlos; pero los hombres
esclavos, satisfechas con el día presente, buscan en el estrépito del
libertinaje una distracción al aniquilamiento en que se ven;
acostumbrados a la incertidumbre del éxito de todo, el de sus delitos se
hace problemático para ellos, en ventaja de la pasión que los determina.
Si la incertidumbre de las leyes recae sobre una nación indolente por su
clima, esta incertidumbre mantendrá y aumentará su propia indolencia y
torpeza; si recae en una nación voluptuosa, aunque activa, desperdiciará
su actividad en un infinito número de pequeñas combinaciones e intrigas
que esparcirán la desconfianza en todos los corazones y que harán de la
traición y el disimulo la base de la prudencia; y si recae sobre una nación
valerosa y fuerte, la incertidumbre quedará suprimida al fin, no sin formar
antes muchas oscilaciones desde la libertad a la esclavitud y desde la
esclavitud a la libertad.