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Los editores de revistas científicas y algunos coordinadores de monográficos (special issue editors)

pueden dar fe de lo difícil que resulta encontrar revisores comprometidos que colaboren en estos
procesos. En el caso de la Revista Comunicar se cuenta con un banco de 1058 revisores de 54
países, lo que permite enviar cada artículo que pasa el primer proceso de revisión en mesa
editorial a entre 8 y 12 revisores, pudiendo alcanzar una media de entre 4 y 6 revisiones efectivas
por artículo. Sin embargo, esto, lejos de ser la norma, es una excepción.

En la mayoría de los casos, las eternas dilaciones de los procesos editoriales se deben a que los
revisores no responden o -en el mejor de los casos- rechazan hacer la revisión. Esto hace que los
editores deban enviar a otros revisores el manuscrito, darles un tiempo prudencial para
responder, y así ad infinitum, lo que resulta óbice del cumplimiento de los tiempos de revisión,
ergo de la pérdida de vigencia y actualidad de la investigación, e incluso en artículos que terminan
por ser rechazados después de muchos meses -o años- que son condenados a no poderse enviar a
otra publicación, porque su contenido ha quedado obsoleto.

Más allá de que es un compromiso ético de todo investigador ayudar a las publicaciones científicas
y a nuestros colegas con revisiones bien hechas y a tiempo -o al menos a rechazar rápidamente la
invitación-, no es menos cierto que algo falla en la fórmula: el incentivo es, en la mayoría de los
casos, nulo o escaso. Aquí podemos entrar en el sempiterno debate de si las revistas que cobran
APC deben pagarles a los revisores, o si las agencias de evaluación del profesorado deben darle un
papel más significativo a este rol.

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