Está en la página 1de 11

Con los codos clavados.

Acodado sobre la mesa del vagón comedor, veía pasar sin más los

sembradíos de San José de Loria.

Un sol, apenas naciente, mezclaba los verdes de las hileras de los

yerbatales con el rojo arcilloso de aquella tierra salvaje.

Ni que, ni por que; ni esto, ni aquello; nada por agregar, o por decir; y sin

embargo; algo, mientras todo parecía irse hacia atrás como el tiempo; como

ese tiempo inexorable que no pararía para darme respiro; algo… (y yo

mismo lo sentía) no estaba tan claro, no al menos, cuando parecía que

huía… No estaba bien y lo sabía, ya que si así lo fuere,

se me ocurre, que no sentiría esta extraña pesadumbre.… es decir, no sé si

huía…. Pero sin que nadie me lo pregunte, sentía este nuevo moverme,

hacia otro lugar, como un escapar….Algo…. en mi cabeza, o en mi

corazón… en mi razonamiento, en mi alma…. Me movía, me gritaba….

Me exigía que arranque.

Esa sensación que nadie podía percibir, y que sin embargo tanto me

molestaba, era ya como un huésped bien conocido. Una visita azarosa y sin

embargo esperada (y desesperada). El reencuentro con una indómita parte

de mi ser, sobre el que parecía no tener el mas mínimo control.

Con el consabido traqueteo; como un hamacar quejoso del convoy cortando

aquel espacio selvático, se fueron acumulando sobre la vieja mesa del


vagón comedor los pocillos de café. En el aire flotaba un tufillo dulzón,

como de leche quemada, que parecía pegarse en cada palmo de furgón.

No sabía de que o de quien, o la razón por la que me iba, pero un atisbo

parecido a la duda, me pedía saltar fuera del tren…

Como si sintiese que ya no era necesaria aquella ceremonia migratoria sin

reglas, con los que había llenado mi vida.

En esta época del año, San José parecía explotar en infinitos tonos de

verde. Los palmares, como una frontera equinoccial, cortaban la insipiente

brisa caliente del amanecer Lorence y el grito de los guacamayos, traía

voces de misterio desde el corazón mismo de la espesura.

Para estas horas, Dorinda estaría hundiendo sus manos en el amasijo tibio.

Cuantas veces la había visto... como quien en silencio, admira una pintura

sin que nadie lo sepa..

Cruzados los brazos tras la nuca, callado, para que no se diese cuenta que

la contemplaba; casi sin hacer ruido al respirar, para que nada alterara el

goce de aquel rito repetido casi secularmente.

Desde la cama, a través del espacio que permitía la cortina corrida de la

cocina, cada día, asistía a aquel humilde banquete con que mi estima se

empalagaba. Se empalagaba, y se relamía...

De espaldas, apenas terciada sobre la mesa, toda esa región llamada

Dorinda se extendía bajo un camisón blanco de aopoì.


Sus largos brazos, escapaban por la bata, hasta terminar en finos dedos,

mezclados ahora entre la harina, mientras estiraba y recogía la masa,

mientras una ola fantástica bañaba y retiraba su cauce, y se enrollaba, y

volvía a alargar su mandato… su espacio afluente, su enorme crecida….

En cada ir y venir, la mitad de sus nalgas morenas, se asomaban por debajo

del deshilachado atuendo, apretándose y soltándose en el acompasar del

amasado, mientras bajo la sombra de sus axilas, sus pechos cobrizos se

ajustaban, marcando sobre la blanca tela, espacios de sombra, que

delataban la inquieta cúspide de sus pezones.

No tardaba mucho en descubrir mi estudiado voyerismo, lo que también

formaba parte de aquella ceremonia cándida y a la vez pagana.

Explotaba entonces en risas, y corría la cortina, mientras se enrojecía de

pudor, y lamentaba no saber guaraní para no desaprovechar nada de

aquella función privada de mohines y risas, de desenfado y vocablos

inexpugnables, donde el candor pudoroso de su juventud, nos incendiaba

sin remedio a cada paso….

Ahora mismo, estaría hundiendo sus manos en el amasijo, y no permitiría

que se le caiga ni una lágrima, ahora mismo, seguramente, no entendería el

porque de su abandono, y en eso.... estebábamos a la par...

En un ataque de razonamiento, deje de lado el personaje; la pose que

esgrimía hipócritamente, y que en realidad ni siquiera me consentía en

justificarme.
Si, probablemente no se permitiese derramar ni una lagrima. Lo cierto, era

que el tener o no esto en cuenta. El ensalzarla; el enrostrarle estas virtudes

de tesón; de orgullo nativo; de genuino instinto piadoso o auto superación,

en realidad, hoy, ahora mismo, mientras trataba de ver la escena desde un

costado, (aunque me sabia aún, lejos de un punto neutral) digo… todo ese

desarrollo, no servía para mejorar este malestar, que se parecía mucho a

una culpa.

Hacía años que venía escapando de eventos similares, rotulándolos

constantemente con diferentes nombres, y sin embargo hoy, (o por fin

hoy…) mientras el silbato del tren sonaban entre la boscaje, alejándose…

sentía que yo igualmente, (tal vez por primera vez)… me alejaba de mí.

El largo y repetido sonido de la bocina del tren, me saco por unos instantes

de la abstracción, y gire mi cabeza intentando enfocar tras la ventana del

vagón, el poblado que infería estaría cerca.

Un ¨Coronel Chindo¨ de letras viejas y gastadas se recortó sobre el cartel

cansino del pequeño andén.

Por estas comarcas, los pueblitos, como pequeños caseríos se reúnen

alrededor de improvisadas estaciones del ferrocarril, creciendo al costado

de ellas. Pueblos casi desconocidos, con férrea actitud de espera, como de


alguna manera, quedaba ahora en mí, esta espera de respuestas que me

debía, y que estaba dispuesto a saldar cuanto antes.

II

Como todos, tenía mis referentes. Indico… “referente”, algo que por

entonces no tenía un rotulo en especial, y que con el tiempo, y atreves de

diferentes conexiones, lo entendemos como sucesos que marcaron una

especial importancia en nuestro desarrollo, pero que en su allí, y su ahora,

se vivían tal vez de otra forma.

Lo que solemos traer como recuerdos, luego de muchos años de sucedido,

no son más que declaraciones de incidentes, a quien nuestro intelecto, se

encargó de moldear a la necesidad del momento, y que no siempre son el

reflejo fiel de lo acontecido. Regla esta, lo bastante general como para

abarcar ese “todo” con el que comencé este segmento del relato, en el cual

traslado (para presentarles) personas, que de alguna mera han dejado una

fuerte impronta en mí, y que hoy puedo denominar “referentes”, y entre los

cuales “Pico” al final de la cuenta, llevaba invariablemente las de ganar.

Si tuviera hoy que definirlo, (sonrisa….) y creo que es el mejor momento

para ello; diría para ser fiel a su estilo, que ostentaba la gracia de una

persona común.
No solo la lucía; la enarbolaba, la hacía brillar (aun cuando la mayoría,

escapaba de esa región habitual) como quien hace brillar ante sus

contendientes, el filoso brillo de su espada.

Pico, era por aquel entonces un amigo en común, un par (que

cronológicamente no lo era tanto, ya que me llevaba ocho o tal vez diez

años de diferencia) al que encontraba habitualmente en la mesa del café, y

puntualmente sentado a la mesa de la barra grande; y aquí valdría la pena

advertir, lo de la barra y el café.

Mi adolescencia transitó por el principio de la década del setenta, en donde

el café del barrio (o el bar) era el foro puntual donde se reunían diferentes

estamentos socioculturales. Estas diferentes categorías o grupos eran

ordinariamente nombrados como “ barra” y se podría decir, que existían

tres grandes clases que nucleaban a todas las otras sub clases posibles a

cada uno de los lugares donde se desarrollaban, y hago esta salvedad;

porque seguramente las subclases de un bar en el barrio de Mataderos no

serían las mismas, que las de un café en Palermo, sin embargo si estas tres

separaciones que obedecían precisamente a las edades de los que

conformaban aquel coro, y que eran tres; la barra chica, que era aquella

que oscilaba entre los dieciséis y los dieciocho años y en donde sus

integrantes eran por lo general estudiantes de secundaria (como lo era mi

caso) y que solían encontrarse sobre todo, cerca de los fines de semana, es

decir los viernes o sábados, generalmente por la tarde, y que servía para
ponerse de acuerdo en que se iba a hacer por ejemplo a la noche, o en los

días siguientes, algún cumpleaños, reunión bailable o evento deportivo .

La barra grande, compuesta por lo general por estudiantes universitarios,

asiduos asistentes, que se encontraban casi a diario, ya sea a estudiar, a

distenderse leyendo el diario, o a diagramar acciones en sus diferentes

militancias políticas y que han sido escenario de las más meritorias

discusiones que presencie (la mayoría de las veces en silencio).

Y la última, que era la barra mayor, la barra de los mayores del barrio,

jubilados o padres de familia que se juntaban a charlar o discutir alguna

noticia, para tomarse entre amigos y conocidos un vermut o café y en

algunos casos a jugar a las cartas o dados.

Como se puede apreciar, el café de barrio (por lo general reducto de

hombres) era realmente una institución no declarada. Un espacio continente

y presencial en donde podía verse reflejado, cada espacio de la sociedad, y

al que, se entraba desde niños, por lo general de la mano de nuestro

abuelos, para luego descubrir de adolescentes y servirnos, de las cosas que

aquel espacio multifuncional tenia para darnos; y en mi caso (y retomando

un poco el hilo que nos trajo hasta aquí) tener un referente como fue Pico.

Un personaje realmente complejo, como los tiempos que se corrían en los

setenta, pero dueño de innumerables herramientas de comunicación,

simples y claras, con las que construía sus puentes, hasta con sujetos como
yo, a quien con algunos años menos, trataba con el respeto de un par,

poniendo casi siempre más de un asombro, a la hora de escucharlo.

Digo de escucharlo, porque como dije antes había una diferencia de edad y

de linaje…. (si se me permite esta adjetivación) no solo no era

puntualmente mi amigo, sino que aparte…pertenecía a la barra grande.

Hoy entiendo que él, seguro deducía el momento de transición por el que

me hallaba, y podía ver, la sarta de triquiñuelas puestas en marcha para

poder estar más cerca de ellos, de la barra grande.

El café tenía códigos no escritos.

Códigos, que, a medida de ir descubriendo, nos abría las puertas de otros

espacios, de nuevos símbolos, que dan paso a nuevas preguntas y así

sucesivamente.

Algo como un escalafón invisible, pero aceptado, que nos permitía

avanzar, diferenciarnos; posicionarnos.

Todo un paradigma de lo que después, en el desandar de la vida misma, nos

presentaría la sociedad, para desarrollarnos en cualquier medio.

Hoy puedo recordar con sonrisa cada una, o alguna de aquellas cosas, un

buen ejemplo seria explicar la siguiente paradoja. Cualquier persona ajena

al barrio (por enunciarlo de alguna forma) podía llegar al café y sentarse en

cualquier mesa vacía, sin que esto sin entrar en reflexiones misteriosas, ya

que el mismo era un lugar público; pero…. (¿Siempre hay un pero no?)

Digamos que para el que leyese, o develase a tiempo aquellos códigos de


los que antes hable; entendería que a pesar de no haber una estricta norma

firmada, la primera mesa de la ventana era de la barra grande, como la

mesa doble del fondo, aquella que casi se pega a la vasera , casi cerca de la

entrada de los baños, era la de la barra mayor, y esto… no tenía discusión

posible .

Entender este secreto que nadie te diría, era fundamental para el comienzo

de un rango básico.

Para que comenzaran a mirarte, como a alguien que acepta y respeta una

ortodoxia natural y genuina, alguien en vía a ser un par.

Con esta idea perfectamente clara; mi consigna era, que no tardasen mucho

en darse cuenta de ello, y para eso intentaba cosas como llegar temprano,

para ver si encontraba vacía la mesa de la ventana, pedir un café, ver si

había un diario disponible, (aunque solo hiciese que lo leía) y esperar

pacientemente la entrada de alguno de los de la barra grande, para

desplegar entonces todo lo previsto para el caso. Todo estaba estudiado

con detenimiento.

Sabía que nadie me pediría que deje la mesa y me vaya a otra.

Hasta había pensado en la escena que sucedería, y como seria….

Más allá de quien sería; esperaba verlo atravesar la pesada doble puerta de

madera con pasamanos curvos de bronce, con un andar seguro y firme.

Traería un diario bajo su brazo o un libro, o probablemente ambas cosas, y

ni bien franqueara la puerta, instintivamente giraría su cabeza hacia la mesa


del fondo, ¡contra el ventanal… hacia su mesa! Entonces, la confusión (o

fastidio) duraría apenas lo que un destello, ni siquiera cambiaría su paso

hacia su destino y ahí casi como un relámpago entre el momento en que

detuviese su andar, ahí… casi frente a mí, me mirase por un santiamén de

segundo y orientase su paso a otra mesa, me levantaría, así naturalmente y

le cedería mi lugar.

No tardaría casi nada. Ni siquiera habría terminado su gentil negación a

ocupar esa mesa, que yo, ya habría levantado mi posillo vacío y el diario

para buscar otra ubicación cualquiera.

Tal vez, justo en ese giro, hasta descubriese una incipiente mueca de

asombro ocultada en su rostro, que sería apenas perceptible, ya que estaría

camino a otra mesa, con el sabor de mi secreto triunfo.

Y a decir verdad, mi empeño tuvo su recompensa, la que salvando algún

pequeño detalle fue tal cual lo había concebido.

Y fue precisamente con Pico con quien se cristalizo aquel propósito para el

que tanto había trabajado.

Recuerdo que ya había repetido esto de sentarme en su mesa un par de

veces, y que también, había dejado de hacerlo.

También podría gustarte