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SILVIA CITRO.

“VARIACIONES SOBRE LA CORPORALIDAD”.


En: Cuerpos significantes. Travesías de una etnografía dialéctica, Buenos Aires, Biblos,
2009, capítulo 2, pp. 43-82.

UNA FILOSOFÍA DESDE LOS CUERPOS: NIETZSCHE Y MERLEAU-PONTY

No nos corresponde a los filósofos separar el alma del cuerpo. [...] No somos
ranas pensantes, ni aparatos de objetivación y de registro sin entrañas; hemos de
parir continuamente nuestros pensamientos desde el fondo de nuestros dolores y
proporcionarles maternalmente todo lo que hay en nuestra sangre, corazón, deseo,
pasión, tormento, conciencia, destino, fatalidad. [...] No soy de los que tienen ideas
entre los libros —estoy acostumbrado a pensar al aire libre, andando, saltando,
escalando, bailando, sobre todo en montes solitarios o muy cerca del mar.
Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia

La ciencia manipula las cosas y renuncia a habitarlas. Saca de ellas sus


modelos internos, y operando con esos índices o variables las transformaciones
que su definición le permite, no se confronta sino de tarde en tarde con el mundo
actual [...]. Es necesario que el pensamiento de ciencia —pensamiento de
sobrevuelo, pensamiento del objeto en general— se vuelva a situar en un “hay”
previo y en el sitio, en el suelo del mundo sensible y del mundo trabajado, tal
como está en nuestra vida, para nuestro cuerpo; no ese cuerpo posible del que
fácilmente se puede sostener que es una máquina de información, sino este cuerpo
actual que llamo mío, el centinela que asiste silenciosamente a mis palabras y mis
actos [...1 en esta historicidad primordial el pensamiento alegre e improvisador de
la ciencia aprenderá a posarse en las cosas mismas y en sí mismo, llegará a ser
filosofía.
Maurice Merleau-Ponty, El ojo y el espíritu

La filosofía de Merleau-Ponty es una cita recurrente en los estudios antropológicos que


en los últimos veinte años abordaron la corporalidad. En el epígrafe se aprecia la
radicalidad de la propuesta fenomenológica: es necesario que la ciencia se sitúe en ese
“hay” previo, en el mundo vivido del cuerpo actual. El proyecto de una descripción
fenomenológica de todos los conceptos a priori de las ciencias se remonta a Edmund
Husserl. El universo de la ciencia se construye sobre ese mundo vivido y “si queremos
pensar rigurosamente la ciencia, apreciar exactamente su sentido y alcance,
tendremos, primero, que despertar esta experiencia del mundo del que ésta es la
expresión segunda” (Merleau-Ponty, 1993 [1945]: 8). Sólo de esta manera su
“pensamiento alegre e improvisador” aprenderá a posarse en las cosas mismas y
llegará a ser filosofía. Esta idea de un pensamiento alegre e improvisador nos conduce
a Nietzsche, otro autor clave para la revalorización del cuerpo en la filosofía occidental,
aunque raramente citado en los estudios antropológicos sobre el tema. Como se
advierte en el epígrafe, su La gaya ciencia o “ciencia alegre” también surgía de la
experiencia del cuerpo en el mundo.
Probablemente no sean una mera coincidencia las calificaciones de “alegre” e
“improvisador” en ambas filosofías; tal vez ellas sean metáforas que expresan el giro
que el pensamiento de Nietzsche y Merleau-Ponty provocarían: el encuentro de una
nueva mirada, un abordaje del mundo desde la corporalidad y, con él, la ruptura
radical con las tradiciones racionalistas anteriores que desvalorizaban el cuerpo.
Comencemos por Nietzsche y las razones que lo llevaron a proponer su otra
mirada. La dura crítica del autor a la racionalidad socrática, desarrollada por el
platonismo y retomada luego por la tradición judeo-cristiana, se basaba en que ellas
encarnaban la negación de la vida y del valor de lo sensible, instaurando el desprecio
hacia el cuerpo; de esta manera se constituyeron en una metafísica, una religión y
una moral que suplantaron e invirtieron los valores vitales. Según Eric Alliez y Michel
Feher (1991), en Platón puede encontrarse la oscilación entre dos modelos sobre el
vínculo entre el cuerpo y el alma: “El cautiverio de un alma de origen celeste en un
cuerpo-prisión, incluso en un cuerpo-tumba —la fórmula soma-séma— y el de la
dominación de un alma motivante sobre un cuerpo móvil” (48). Esta oscilación
respondería a que Platón se sitúa en la encrucijada entre dos tradiciones, la primera
“que se remonta a las sectas órficas y pitagóricas”, y la segunda “que preside la moral
pero también el sentido estético [...], eleva la domesticación del cuerpo por el alma al
rango de virtud cardinal, pero celebra también la gracia que se desprende de su
unión” (48).1
Así como la crítica de Nietzsche se centró en los planteos de la tradición socrática
y platónica, fue en una manifestación previa a ellos, en la tragedia griega antigua,
donde el autor encontró uno de los primeros referentes e ideales para su pensamiento.
Justamente aquella admirable “unidad” de “lo apolíneo y lo dionisíaco” (Nietzsche,
1997 [1886]), que la tragedia antigua encarnaba para él, se rompería a partir de la
filosofía socrática, que sometía la vida a la razón, lo dionisíaco a lo apolíneo, siendo
este último desnaturalizado a partir de su escisión. Lo apolíneo, característico del arte
del escultor y expresado en la epopeya, remite a lo figurativo, a la apariencia, el orden,
la medida, lo acabado, la razón, y funciona como principio de individuación; lo
dionisíaco, en cambio, característico de la música y expresado en la poesía lírica,
refiere a la fuerza, la desmesura, la renovación (lo inacabado), la vitalidad, y permite la
alianza entre los seres humanos y la fusión con la naturaleza para hallar la plenitud a
través de la danza y el éxtasis festivo. El “sueño” y “la embriaguez” son los “dos
estados fisiológicos” que permiten imaginar la antítesis de ambos “instintos” o
“tendencias” del arte.2 A pesar de su antítesis, para Nietzsche ambas tendencias se
necesitarían una a la otra y la tragedia griega constituía el ejemplo que testimoniaba
que esa unión era posible.
En textos posteriores, la revalorización de la corporalidad produce una
redefinición del sujeto que invierte los términos de las tradiciones clásicas. El espíritu
es considerado instrumento del cuerpo y éste, en cambio, es la “razón más grande”, la
voluntad que obra como “yo”:
El cuerpo es una razón en grande, una multiplicidad con un solo sentido, una guerra y una
paz, un rebaño y un pastor. Instrumento de tu cuerpo es también tu razón pequeña, hermano, la
que llamas espíritu: un instrumentillo y juguetillo de tu razón grande. Tú dices “Yo” y te

1 A partir de estas tradiciones se constituyeron dos vías de pensamiento: la “mística” y la “cívica”;


cuando Platón se ubica en la primera, se dirige especialmente al filósofo; cuando lo hace en la segunda,
al hombre político (Alliez y Feher, 1991: 48). Para el filósofo, la sumisión del cuerpo presagia la
liberación del alma y el acceso a la verdad. Esta línea será especialmente continuada por Plotino y se
vinculará también con las tradiciones místicas del cristianismo oriental. En la segunda vía, “el dominio
del cuerpo constituye a la vez la condición y la prueba de una capacidad para gobernar a los demás
hombres” y se basa en los principios de la dominación de lo activo sobre lo pasivo y la búsqueda del
justo medio (49). Evidencias de este control serán las idealizaciones de la moderación en la moral y de
la proporción en la estética. Para Alliez y Feher, esta segunda vía será profundizada por san Agustín y el
pensamiento cristiano occidental. Analizaremos también su incidencia en Descartes.
2 Según aclaración del traductor, trieb es el término alemán utilizado por Nietzsche. Habría que

entenderlo en un sentido muy amplio como “tendencia hacia”. Esto lo diferenciaría del término instinkt,
en tanto instinto más ligado a lo biológico, a la fijeza del fin y del objeto.
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enorgulleces de esa palabra. Pero la más grande —cosa que tú no quieres creer— es tu cuerpo y
su gran razón. El no dice Yo, pero obra como Yo. [...] El cuerpo creador se creó el espíritu como
una mano de su voluntad (Nietzsche, 1984 [1884]: 25).
Pasemos ahora a nuestro segundo autor, Merleau-Ponty. En su caso, la
confrontación con el racionalismo se centra especialmente en el dualismo cartesiano.
Para René Descartes (1989 [1649]), “el pensamiento proviene del alma” infundida por
Dios y “los movimientos y el calor” del cuerpo (84), que es lo que tenemos en común
con los animales. El hombre se identifica con el pensamiento, mientras que su cuerpo
es mera extensión, un objeto que es movido por el alma gracias “a una pequeña
glándula en el medio del cerebro [la glándula pineal] en la que el alma tiene su sede
principal” (102). En esta idea de un cuerpo móvil gracias a un alma motivante que lo
controla se aprecian las huellas del segundo modelo platónico. No obstante, lo
característico de las primeras obras de Descartes es el énfasis en un alma que durante
el acto de pensar se escinde del cuerpo, convirtiéndolo en el término no valorado de la
persona, a la manera de un “resto”: algo que se “posee” pero no lo que se “es”. La duda
metódica lo conduce a la primera intuición o verdad evidente (pienso, luego existo) y de
ahí se deriva el carácter de res cogitans del sujeto: “Conocí de aquí que yo era una
sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar, y que, para existir, no tiene necesidad
de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material, de suerte que este yo, es decir el
alma, no dejaría de ser como es” (27). Si bien Descartes reconocerá “el estrecho
vínculo del alma y el cuerpo que experimentamos todos los días”, es precisamente este
mundo de “la vida y las conversaciones ordinarias” una de las causas que hace que no
“descubramos, con facilidad y sin una profunda meditación, la distinción real entre
uno y otro” (citado por Le Bretón, 1995: 70). El testimonio de los sentidos resulta
engañoso,3 por lo que se postula una clara diferenciación entre el mundo de la vida y
aquel otro mundo verdadero, accesible gracias a la inteligencia y la meditación. Esta
postura representa la antípoda del método fenomenológico, el cual comenzará su
análisis en ese mundo de la vida, tal cual se presenta a los sentidos. En relación con
esta diferencia radical de los métodos, es significativo recordar el inicio de la tercera de
las Meditaciones metafísicas:
Ahora cerraré los ojos, me taparé las orejas, eliminaré todos mis sentidos, incluso borraré
de mi pensamiento todas las imágenes de las cosas corporales o, al menos, porque apenas puedo
hacerlo, las consideraré vanas o falsas (Descartes, citado por Le Breton, 1995: 73).
La razón debe luchar contra el cuerpo, contra sus imágenes vanas o falsas; las
prácticas del cuerpo nada tendrán que ver entonces con la comprensión del mundo; al
contrario, serán su obstáculo. Dentro de esta concepción en la que el cuerpo se
convierte en lo otro, lo diferente del verdadero ser, que sería la razón, se entiende que
una de las imágenes recurrentes de Descartes para referirlo sea la “máquina”, aunque
el cuerpo humano conserve el privilegio de ser la máquina más “perfecta” construida
por “artesano divino” (Le Breton, 1995: 78).
Retornemos a Merleau-Ponty. La opción por este sujeto cartesiano, en el caso de
la fenomenología, será la definición de “ser-en-el-mundo”. Para comprender esta
noción debemos remontarnos a una proposición clave de Husserl (1949 [1913]: 66-
69): la certeza del mundo, aquélla creencia originaria de que la realidad está “ahí
delante”, se me da a la experiencia perceptiva antes de todo pensar o, como sintetiza
Merleau-Ponty (1993), “el mundo está ahí previamente a cualquier análisis que yo
pueda hacer de él” (10). Las consecuencias de esta proposición son cruciales, pues
redefinen el cogito y la noción de sujeto, el cual pasa a considerarse inseparable del
mundo, pues siempre es un “ser-en-el-mundo”. Es decir, así como no hay conciencia

3 Como sugiere David Le Breton (1995), dos de los grandes inventos técnicos de la época de Descartes,
el telescopio y el microscopio, promovían esta idea de insuficiencia de los sentidos.
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sin sujeto, tampoco la hay sin mundo; existo porque hay un mundo, tengo evidencia
de mí y del mundo ineludiblemente. Se trata de una rigurosa bilateralidad: no puede
constituirse el mundo como mundo ni el yo como yo si no es en su relación. De este
modo, la fenomenología introducía la cuestión del otro y de la construcción
intersubjetiva del sentido del mundo, diferenciándose radicalmente de los planteos
racionalistas clásicos que centraban este problema exclusivamente en el individuo y
su razón.4
La propuesta de la descripción fenomenológica será intentar recuperar o captar
esta experiencia primera, previa al pensar, que tenemos con el mundo, y lo que
interesa destacar aquí es que esta experiencia es posible o se consuma a través del
cuerpo propio (Leib). En la filosofía de Merleau-Ponty, la noción de ser-en-el-mundo
implica justamente el reconocimiento de una dimensión “pre-objetiva” del ser de la
cual el cuerpo es el vehículo y que no podría reducirse ni a la res cogitans ni a la res
extensa, pues no es ni un “acto de conciencia” ni una “suma de reflejos” (99). El
cuerpo media todas nuestras relaciones con el mundo, por ello, para Merleau-Ponty,
no podría reducirse a un mero objeto, a algo que sólo “está” en el espacio y en el
tiempo, sino que será quien lo “habita” (156). Así, el cuerpo propio “tiene su mundo o
comprende su mundo sin tener que pasar por unas representaciones, sin
subordinarse a una «función simbólica» u objetivante” (158). En la descripción de los
fenómenos perceptivos, los hábitos motores y también de la afectividad, la sexualidad
o incluso de la percepción verbal, que Merleau-Ponty brinda en diferentes capítulos de
Fenomenología de la percepción, se evidencia esta particular comprensión del mundo a
través de la corporalidad:
Es el cuerpo el que “comprende” en la adquisición de la habitud. Esta fórmula podrá parecer
absurda si comprender es subsumir un dato sensible bajo una idea y si el cuerpo es un objeto.
Pero precisamente el fenómeno de la habitud nos invita a manipular de nuevo nuestra noción de
“comprender” y nuestra noción de cuerpo. Comprender es experimentar la concordancia entre
aquello que intentamos y lo que viene dado, entre la intención y la efectuación —y el cuerpo es
nuestro anclaje en un mundo (162).
Nuestra relación práctica con el mundo no se da en términos de un “yo pienso”
sino de un “yo puedo” (154). En aquello que “intentamos” nuestro cuerpo apunta
hacia un mundo, tratando de incorporarlo —desde movimientos sencillos como tomar
un objeto o desplazarnos por el espacio hasta hábitos complejos como utilizar
herramientas, manejar un auto, ejecutar un instrumento musical—; mover el cuerpo
“es apuntar a través del mismo, hacia las cosas, es dejarle que responda a la
solicitación que éstas ejercen en él sin representación ninguna (156). En el mundo
fenomenal, de la experiencia práctica, las cosas no generan en nosotros
representaciones sino que se presentan como “conjuntos, dotados de una fisonomía
típica o familiar”, y estas “fisonomías de los conjuntos «visuales» reclaman” o solicitan
de nosotros “cierto estilo de respuesta motriz” (161).
En suma, gracias a esta comprensión preobjetiva experimentada como una
concordancia entre sujeto y mundo, entre lo que intentamos y lo que viene dado,
logramos cierta estabilidad y generalidad en las prácticas cotidianas. Para Merleau-
Ponty, la idea de “concordancia” o “equilibrio” refiere a la tendencia, en términos
prácticos, a reducir los desequilibrios que nos presentan las situaciones. Uno de los
ejemplos citados es que al mirar un objeto nuestro propio cuerpo tiende a buscar la
mejor distancia posible, es decir, aquella que le permita visualizar tanto la totalidad
como sus diferentes partes. Sea como “sistema de potencias motrices o de potencias

4No se trata ni del idealismo del cogito cartesiano ni del sujeto trascendental kantiano que impone las
condiciones de posibilidad para que las cosas sean conocidas, pero tampoco es un realismo u
objetivismo en el que el mundo precede y trasciende al sujeto.
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perceptivas [...], nuestro cuerpo es un conjunto de significaciones vividas que va hacia
su equilibrio” (170), permitiéndonos así poseer nuestro mundo habitual pero, también,
formar nuevos núcleos de significaciones. Esto último sucede cuando “movimientos
antiguos se integran en una nueva entidad motriz” (por ejemplo, al lograr utilizar
eficazmente una nueva herramienta o aprender un paso de danza) o cuando “los
primeros datos de la vista se integran con una nueva entidad sensorial”; en ambos,
“nuestros poderes naturales alcanzan de pronto una significación más rica que hasta
entonces sólo estaba indicada en nuestro campo perceptivo o práctico, no se
anunciaba en nuestra experiencia más que como una cierta deficiencia, y cuyo
advenimiento reorganiza de pronto nuestro equilibrio y colma nuestra ciega espera”
(170).
Es pertinente agregar que la existencia de una forma de comprensión pre-objetiva
vehiculizada por la corporalidad aparece en otros desarrollos teóricos. Un caso es la
psicología genética de Jean Piaget (1964). En los primeros años de vida (hasta el año y
medio, aproximadamente) se desarrolla lo que Piaget denomina “inteligencia sensorio-
motriz”, como una inteligencia práctica. En este “estadio” el niño se relaciona con el
mundo a través de diferentes “esquemas de acción” (percepciones y movimientos
organizados) que constituyen la primera forma de conocimiento. Este esquema se
construye sobre la base de los reflejos y luego los hábitos de los primeros meses de
vida. En los inicios, casi no existe la diferenciación entre sujeto y objeto, ya que el niño
“refiere todo a sí mismo, o más concretamente a su propio cuerpo”. Recién al final de
la etapa, con la construcción de las categorías de objeto, espacio, tiempo y causalidad,
y la aparición del lenguaje, es decir de la función simbólica, el niño “se sitúa ya
prácticamente como un elemento o un cuerpo entre los demás, en un universo que ha
construido poco a poco y que ahora siente como algo exterior a él” (19). Pasa así del
“egocentrismo integral primitivo a la elaboración final de un universo exterior” (26).
Según Piaget, estos esquemas no se pierden sino que subsisten y son reestructurados
en los períodos de desarrollo posteriores. Desde este enfoque, podría postularse
entonces la persistencia de la inteligencia sensorio-motriz en ese ser-en-el-mundo que
describe la fenomenología.5 Asimismo, Lev Vygotsky plantea que “desde el punto de
vista filogenético y ontogenético el pensamiento y la comunicación a través del cuerpo
precede y se extiende siempre más allá del habla”; por tanto, sería erróneo ver la
praxis corporal como secundaria de la praxis verbal (Jackson, 1983: 328). Finalmente,
Howard Gardner (1987) también destaca la existencia simultánea de “múltiples
inteligencias”; distingue ocho tipos entre los que incluye la corporal-kinésica.
Como conclusión de esta primera presentación de los postulados de Nietzsche y
Merleau-Ponty, encontramos que ambos propondrán filosofías en las que la
corporalidad del sujeto es conocida y revalorizada. De esta forma, los dos se colocan
en la antítesis del sujeto cartesiano típico de la modernidad. Además, confrontarán,
aunque de maneras disímiles, con el modelo científico positivista. A partir de este
planteo inicial se deduce la siguiente pregunta: ¿de qué manera específica cada autor
construye la corporalidad y qué papel juega ella en la definición de la subjetividad en
su relación con el mundo? Como analizaré seguidamente, el sujeto hecho “carne” con
el mundo que Merleau-Ponty describe será muy diferente de la “voluntad de poder”
que caracteriza al sujeto nietzscheano, pues cada autor centrará su interés en
distintas experiencias de la corporalidad —la “percepción” de ese mundo que se nos
aparece y el “movimiento” que intenta transformarlo— y trazará caminos
metodológicos también diferentes. No obstante, pienso que en estas profundas

5 También un Hubert Dreyfus y Stuart Dreyfus (1999) so vinculan los planteos de Merleau-Ponty con la
ciencia cognitiva contemporánea.
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diferencias reside la riqueza de su combinación, a partir de una confrontación
dialéctica como la que ensayaré. Tal confrontación también permitirá plantear las
hipótesis sobre los rasgos constitutivos de la corporalidad que guían mi abordaje: la
experiencia de la “carne”, como vínculo del cuerpo con el mundo, y la de lo pulsional,
como poder desde el cuerpo sobre el mundo.

LA “CARNE”: HISTORIAS DE INVISIBILIZACIÓN Y EXOTIZACIÓN


Para ahondar en aquella experiencia originaria del mundo que la fenomenología
intenta captar, es útil recordar las reflexiones sobre la pintura que Merleau-Ponty
realiza en El ojo y el espíritu. Allí contrapone la actividad del pintor con la de aquella
“ciencia manipuladora” que, como señala en la cita inicial, “renuncia a habitar las
cosas”. La pintura, en cambio, abrevaría especialmente en esa “napa primaria” de la
experiencia que la fenomenología describe: “Sólo el pintor tiene el derecho de mirar
todas las cosas sin algún deber de apreciación”, a diferencia el escritor o el filósofo,
“quienes no pueden declinar las responsabilidades del hombre que habla” (Merleau-
Ponty, 1977 [1960]: 12). Asimismo, el pintor posee una particular relación cuerpo-
mundo pues “es prestando su cuerpo al mundo como el pintor cambia el mundo en
pintura” (15); esa relación también se evidencia en las apreciaciones de muchos
pintores acerca de que “las cosas nos miran” o que “debe[n] ser traspasados[s] por el
universo y no querer traspasarlo” (25). Así, para Merleau-Ponty la actividad del pintor
se convierte en arquetipo de la experiencia preobjetiva del mundo que la
fenomenología describe. Para comprender la elección de esta metáfora, es necesario
indagar en dos conceptos clave: la percepción como “comunión con el mundo” y la
“carne”. En el primer caso, la percepción implica una comunión en tanto el sujeto de
la sensación no es ni un pensador que nota una cualidad ni un medio inerte afectado
por ella sino “una potencia que co-nace (co-noce) a un cierto medio de existencia o se
sincroniza con él [...], es una cierta manera del ser del mundo que se nos propone
desde un punto del espacio, que nuestro cuerpo recoge y asume si es capaz de hacerlo
[...], la sensación es literalmente una comunión” (Merleau-Ponty, 1993: 228).
En la percepción no pensamos el objeto ni pensamos el pensante, somos del objeto y nos
confundimos con este cuerpo que sabe del mundo más que nosotros [...], vivo la unidad del sujeto
y la unidad intersensorial de la cosa, no los pienso como harán el análisis reflexivo y la ciencia
(253).
La experiencia de la percepción, donde sujeto y objeto constituyen potencias en
una relación de complicación, se convertirá para Merleau-Ponty en el locus de la
existencia: un modo de ser que es fundador de todo ser.
El concepto de carne surge en obras posteriores y es presentado como un medio
de superar la aparente paradoja que la corporalidad plantea. Esta paradoja consiste
en que el cuerpo es a la vez sensible y sintiente, visible y vidente, es decir que puede
convertirse en un cuerpo objetivo —cosa entre las cosas, pertenecer al orden del
objeto, a la manera de Descartes- pero es también inevitablemente un cuerpo
fenoménico —aquel que ve y toca las cosas-, pertenece al orden del sujeto. Para
Merleau-Ponty, el hecho de que generalmente se haya planteado esta paradoja de la
doble referencia de la corporalidad no es mera casualidad, pues lo que ella esconde es
que cada una “llama a la otra”, en tanto cuerpo y mundo se comunican
indefectiblemente por la “facticidad de la carne”. En un intento de ejemplificar la
experiencia de la carne, dirá que lo que tenemos es “una carne que sufre cuando está
herida y unas manos que tocan” y no un “cuerpo” en tanto objeto permanente de
pensamiento. En otras palabras, la carne hace referencia a un sintiente sensible que
no puede desligarse de su relación con un mundo; si bien este entramado de
relaciones puede llegar a especificarse como “un cuerpo”, es sólo a condición de ser
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pensado, objetivado, escindido de su condición exis- tencial de carne. En El ojo y el
espíritu esta especie de equivalencia, de unión y confusión entre cuerpo y mundo se
ilustra diciendo que el mundo está hecho con la misma “tela del cuerpo” y que el
cuerpo pertenece al “tejido del mundo”.
Mi cuerpo es a la vez vidente y visible. El que mira todas las cosas, también se
puede mirar, y reconocer entonces en lo que ve el “otro lado” de su potencia vidente.
El se ve viendo, se toca tocando, es visible y sensible para sí mismo [...]; es un sí
mismo por confusión, narcisismo, inherencia del que ve a lo que ve, del que toca a lo
que toca, del que siente a lo sentido; un sí mismo, pues, que está preso entre las cosas
[...]. Visible y móvil, mi cuerpo está en el número de las cosas, es una de ellas, per-
tenece al tejido del mundo y su cohesión es la de una cosa. Pero, puesto que ve y se
mueve, tiene las cosas en círculo alrededor de sí, ellas son un anexo o una
prolongación de él mismo, están incrustadas en su carne, forman parte de su
definición plena y el mundo está hecho con la misma tela del cuerpo. (Merleau-Ponty,
1977: 16-17)
En Lo visible y lo invisible, su obra postuma, Merleau-Ponty describe nuevamente
la paradoja del cuerpo y sitúa la carne como una especie de “principio encarnado” de
todos los seres visibles y tangibles:6
Si bien el cuerpo es cosa entre las cosas, es, en cierto sentido, más fuerte y más
profundo que ellas, y eso, decíamos, porque es cosa, lo cual significa que se destaca
entre ellas y, en la medida en que lo hace, se destaca de ellas. No es simplemente cosa
vista de hecho (yo no veo mi espalda), es visible por derecho, entra en el campo de una
visión a un tiempo ineluctable y diferida. Recíprocamente, si toca y ve, no es porque
tiene delante los seres visibles como objetos: están a su alrededor, llegan hasta a
invadir su recinto, están en él, tapizan sus miradas y sus manos por dentro y por
fuera. Si los toca y los ve, es únicamente porque, siendo de su misma familia, visible y
tangible como ellos, se vale de su ser como de un medio para participar del de ellos,
porque cada uno es arquetipo para el otro y porque el cuerpo pertenece al orden de las
cosas así como el mundo es carne universal. Ni siquiera hace falta decir, como acaba-
mos de hacerlo, que el cuerpo se compone de dos hojas, una de las cuales, la de lo
“sensible”, es solidaria del resto del mundo; no hay en él dos hojas o dos capas [...],
porque todo él, sus manos y sus ojos, no es más que aquella referencia a una
visibilidad y a una tangibilidad-patrón de todos los seres visibles y tangibles, que
tienen en él su semejanza y cuyo testimonio recoge por la magia que es el ver y el
tocar mismos. (Merleau- Ponty, 1970 [1964]: 172)
En resumen, gran parte de la obra de Merleau-Ponty se esfuerza por describir
aquella dimensión preobjetiva del ser, en la cual cuerpo y mundo se
II, “l’ara designarla [a la carne] haría falta el viejo término «elemento», en el
sentido que se emplea para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir,
en el sentido de una iiiHii general, a mitad de camino entre el individuo espacio-
temporal y la idea [...]. No hecho (i Kitmn do huchos, aunqun si lulheronte al lugar y
al ahora. Mucho más, inauguración del ilútulu y dul auíiulo, posibilidad y nxigonciu
del hocho, en una palabra, facticidad, lo que hace i|iu> un hocho «un hocho"
(MurluHii-l'onty, 11)70 [1ÍK>4|: 74).
comunican a través de la carne. Sobre esta experiencia primera se alzan la
reflexión, el pensamiento, que instalan la escisión sujeto-objeto y con ella todo el
edificio de las ciencias; la fenomenología, sin embargo, intentará siempre describir ese
suelo de la experiencia vivida.
A medida que describamos las representaciones de la experiencia cuerpo- mundo
entre hombres y mujeres tobas, encontraremos importantes semejanzas con el tipo de
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interrelaciones que el concepto de carne plantea. Sobre todo, porque los límites entre
mundo humano, “natural”, y del poder no humano resultan permeables y flexibles;
incluso veremos que la misma idea de límite es cuestionada, ya que a pesar de que
estos mundos se diferencian en el lenguaje, existencialmente están profundamente
conectados. Ejemplos de estas conexiones hallaremos al explorar sus concepciones de
salud, enfermedad y terapia, en los mitos, en las prescripciones relativas a las
mujeres, o también en la importancia atribuida a las “señas”, elemento que Wright
(1997) ha destacado. Ciertos episodios de la vida cotidiana —una dolencia o una
enfermedad, un sueño, el canto de un pájaro— tienen la propiedad de convertirse en
señas, es decir, de actuar a la manera de índice de otros acontecimientos. En la
interpretación de la seña y en las experiencias vividas que la antecedieron y la
siguieron se ponen en juego una serie de elementos que se van encadenando. Estos
elementos suelen abarcar desde vivencias corporales, pensamientos, relaciones con
las personas (yaqaya), con algunos animales (shigi- yak), con ciertos fenómenos
atmosféricos como el viento o la lluvia, hasta los encuentros personales (nachaGan)
con los seres poderosos (yaqaa) y los vínculos con el Dios cristiano, todos en un
mismo continuo existencial.
Uno de los estudios antropológicos clásicos sobre este tipo de representaciones
que vinculan estrechamente cuerpo-mundo es el análisis de Maurice Leenhardt (1961)
sobre la noción de cuerpo entre los canacos. Como evidencia de los profundos vínculos
entre cuerpo y naturaleza, el autor señala que el léxico utilizado para designar las
partes del cuerpo se corresponde también con el del reino vegetal.6 Finalmente, el
autor también describe mitos y prácticas rituales que relacionan la vida de las
personas con el árbol, revelando así una supuesta “identidad de estructura y una
identidad de sustancia entre el hombre y el árbol” (28). Leenhardt concluye que en
estas sociedades los mitos constituyen una realidad vivida y que involucran una
“identidad de sustancia” entre cuerpo y naturaleza: '
Cuando el hombre vive en la envoltura de la naturaleza y todavía no se ha
separado de ella, no se esparce en ella sino que es invadido por la naturaleza y
solamente a través de ella se conoce a sí mismo. No tiene una visión antropomórfica,
sino que queda sometido, por el contrario, a los efectos que produce una visión
indiferenciada que le hace abarcar el mundo total en cada una de sus
representaciones, sin que intente distinguirse él mismo de este mundo. Se podría
hablar de una visión cosmomór- fica. A sus ojos se corresponden, entonces, la
estructura de la planta y la estructura del cuerpo humano: una identidad de
sustancia los confunde en un mismo flujo de vida. El cuerpo humano está hecho de la
misma sustancia que verdea el jade, que forma las frondosidades, que hincha de savia
todo lo que vive, y estalla en los retoños y en las juventudes siempre renovadas. Y
porque se halla totalmente repleto de estas vibraciones del mundo, el cuerpo no se
diferencia de él. (Leenhardt, 1961: 35-36)
El trabajo de Leenhardt ha sido objeto de numerosas críticas pues tendía a una
interpretación casi literal de los datos de sus informantes, sin proble- matizar la
contextualización de los términos y, en general, la dimensión simbólica y polisémica
del lenguaje. Además, su idea de una “identidad de sustancia” estaba influida por el
modelo de Lucien Lévy-Bruhl sobre la “participación” en la “mentalidad primitiva”,
también ampliamente superado. Más allá de estas críticas metodológicas, cabe

6 Asimismo, las correspondencias cuerpo-mundo se ilustrarían en la palabra karo, que designa “al
elemento sustentador necesario a la realidad de diferentes seres y cosas”: karo karnn es el cuerpo
humano; pero kn.ro gi, el cuerpo del hacha (su mango) y karo rhe, el cuerpo del agua o masa del río,
para citar sólo algunos ejemplos (Leenhardt,, líHil: ¡M).
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destacar que autores como Le Breton (1995) o Csordas (1999) le reconocen a
Leenhardt haber captado esta concepción “holista” del cuerpo, característica de
muchas sociedades no occidentales. Así, su trabajo fue fundamental para instalar un
paradigma que opone ese “cuerpo de los otros” a las concepciones dualistas
predominantes en Occidente.7
He mencionado algunos fragmentos del texto de Leenhardt por las similitudes
que presentan con las ideas de Merleau-Ponty sobre la carne. Las imágenes de
Leenhardt de “un cuerpo repleto de las vibraciones del mundo”, que se “confunde en
un mismo flujo de vida”, resultan muy cercanas, por ejemplo, a las de Merleau-Ponty
acerca de que “el espesor del cuerpo, lejos de rivalizar con el del mundo, es, por el
contrario, el único medio que tengo para ir hasta el corazón de las cosas,
convirtiéndome en mundo y convirtiéndolas a ellas en carne” (Merleau-Ponty, 1970:
168). No se trata aquí, sin embargo, de postular solamente analogías simbólicas entre
estos autores sino de proponer una nueva mirada a partir de su confrontación.
Considero que aquella identidad y participación entre cuerpo y naturaleza que
Leenhardt intentaba describir para los canacos podría comprenderse mejor desde una
perspectiva fenomenológica, en tanto experiencia existencial de la carne y no, como se
hizo, en términos lógicos de categorías de entendimientos diferentes de las occidenta-
les o, más recientemente, como nociones de cuerpo radicalmente contrapuestas. A mi
juicio, tampoco alcanza con tratar estas relaciones cuerpo-mundo en su dimensión
meramente simbólica, pues esto ha conducido muchas veces a olvidar el
enraizamiento que los simbolismos poseen en la experiencia. Mi hipótesis es que
habría una experiencia fenomenológica de la carne común a diferentes culturales, lo
cual no implica, evidentemente, desconocer la diversidad de prácticas y concepciones
de la corporalidad, pero sí cambiar la perspectiva desde la cual la analizamos. Así, la
problemática de una experiencia común de la carne y, a la vez, de la diversidad de
cada cultura se replantearía de la siguiente manera: ¿por qué la experiencia de la
carne sería más visible en determinados contextos culturales —a partir de particulares
usos del lenguaje, de las prácticas y significaciones cotidianas, de los simbolismos
míticos y la vida ritual- mientras habría sido invisibilizada en la filosofía occidental
heredera del racionalismo y en las tradiciones culturales que se conformaron con las
burguesías europeas?
Ensayar la respuesta a estos interrogantes conduce ya no solamente a la filosofía
sino también a la historia. Sostener la existencia de un proceso de invisibilización de
la carne que se iniciaría alrededor del siglo XVII en la Europa occidental supone
postular que las cosas no siempre fueron así, que aquella experiencia de la carne
antes existió y fue visible, convirtiéndose luego en objeto de disputas y relaciones de
poder que buscaron negarla. En efecto, al menos hasta el Renacimiento,
predominaron concepciones sobre el vínculo cuerpo-mundo en las que la experiencia
de la carne sí era destacada. Tal es lo que acontece, por ejemplo, en ciertas
representaciones del cuerpo que emergen en el cristianismo, así como en las culturas
populares de la Edad Media y el Renacimiento.8 En las definiciones de Bajtín sobre el

7 Cito como ejemplo de este tipo de definiciones algunas consideraciones de Arthur Kleinman (1988) en
un trabajo de antropología médica. Para el autor, en “Occidente sobre todo n partir del modelo
biomédico”, el cuerpo constituye “una entidad discreta y objetiva [...] »«parada de los pensamientos y
emociones”, que funciona a la manera de una máquina; es también “secularizado y pertenece al
dominio privado del individuo”. En las sociedades “no uccidcntalus, en cambio, “el cuerpo es concebido
como un sistema abierto que vincula las relaciones .sociales al NI.’//”; un “balance: vital entre
elementos interrelacionados en un cosmos hnlístico |,..| lo emocional y cognitivo están integrados en
procesos corporales” y el propio ruci'i») "es parte orgánica de un mundo sacro y sociocéntrico, un
sistema comunicativo que Involucra intercambios con ION otro* (incluido lo divino)” (11).
8 Dado que no podré extenderme aquí en este punto, remito al trabajo de Le Bretón (1995) y también a
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cuerpo del carnaval “enredado y confundido con el mundo”, “fusionado con la
naturaleza” y “asimilado con el cosmos”, resuena la analogía con la carne de Merleau-
Ponty:
Notemos en fin que el cuerpo grotesco es cósmico y universal, que los elementos
que han sido señalados son comunes al conjunto‘del cosmos: tierra, agua, fuego, aire;
está directamente ligado al sol y a los astros, relacionado a los signos del Zodíaco y
reflejado en la jerarquía cósmica; este cuerpo puede fusionarse con diversos
fenómenos de la naturaleza [...] y puede asimismo cubrir todo el universo [...]. El
hombre asimila los elementos cósmicos (tierra agua, aire, fuego) encontrándolos y
expe- riemntándolos en el interior de sí mismo, en su propio cuerpo; él siente el
cosmos en sí mismo. (Bajtín, 1994 [1930]: 287, 302)
Seguramente, la visión cosmomórfica que Leenhardt describía para los canacos
no hubiera resultado tan exótica comparada con estas otras representaciones, aunque
sí, obviamente, si sólo se la coteja con el cuerpo-máquina de la modernidad, con ese
“objeto” singular que se “posee”. Esta última comparación fue, en efecto, la que eligió
hacer Leenhardt:
Al ignorar el melanesio que este cuerpo suyo es un elemento del cual es el
poseedor, se encuentra por ello mismo en la imposibilidad de discriminarlo. No puede
exteriorizarlo fuera de su medio natural, social, mítico. No puede aislarlo. No puede
ver en él a uno de los elementos del individuo [...]. El primitivo es el hombre que no ha
captado el vínculo que lo une a su cuerpo y ha sido incapaz, por tanto, de
singularizarlo. Se ha mantenido en esta ignorancia al vivir el mito de la identidad, que
él experimenta sin diferenciarlo y que se presenta desde entonces como el telón de
fondo sobre el cual se perfilan muchas formas míticas de su vida. (Leenhardt, 1961:
35-36)
En contraste con el autor, podríamos decir, por ejemplo, que muchos de los
filósofos racionalistas occidentales se han mantenido en la “ignorancia” al vivir el mito
del cuerpo-máquina y ser así incapaces de reconocer la carne con el mundo, que los
canacos o aquellos hombres y mujeres de las culturas populares de la Edad Media sí
reconocieron. Nuevamente, es importante situar aquí la intención que anima estas
comparaciones interculturales. No se trata de marcar analogías casuales sino de
avanzar en la argumentación de nuestra hipótesis. Considero que, en la base de estas
concepciones de la relación cuerpo-mundo que en algunos aspectos son similares, se
hallan ciertas experiencias que también poseen similitudes. La experiencia práctica de
la relación cuerpo-mundo entre los campesinos medievales europeos probablemente
tendría más semejanza, por ejemplo, con la experiencia práctica de los canacos de
Leenhardt; más semejanzas, al menos, que la que éstos tendrían con las relaciones
cuerpo-mundo de un burgués actual habitante de las ciudades europeas. Este tipo de
comparaciones entre contextos más ligados a los ciclos de la naturaleza en
contraposición con los urbanos tal vez resultan hoy demasiado simples y en efecto lo
serían si con ellas se buscaran modelos explicativos generales. No obstante, si lo que
se intenta es identificar sólo “algunas” dimensiones prácticas de la experiencia que
incidirían en ciertas similitudes presentes en diferentes culturas, la perspectiva no
tiene por qué resultar infructuosa de antemano. Probablemente, si algunas de estas
semejanzas hubiesen sido recordadas más a menudo, la antropología no habría
incurrido en algunos de sus excesos de exotización de los otros.
Retornemos entonces a la pregunta pendiente sobre los cambios producidos con
el avance de la burguesía. Si en ésta se consolida aquella ideología que tiacindía el

mi propio análisis (Citro, 2003, cap. 1) de las concepciones del cuerpo en el cristianismo, especialmente
en san Agustín, así como en Bajtín.
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cuerpo de la persona y del mundo, es porque una nueva serie de prácticas y por lo
tanto de mentalidades se estaban afianzando. La experiencia del cuerpo en el mundo
estaba cambiando, en tanto formaba parte de un proceso do transformación social
más amplio. A pesar do la complejidad de este proceso, señalaré sintéticamente
algunos tópicos que lo resumen, a partir del trabajo de José Luis Romero (1993).
Entre éstos, la proliferación de las actividades comerciales y productivas encaradas
por aquellos hombres “libres” que se desprenden de los lazos que los unían a sus
comunidades de origen y se lanzan a la aventura personal y a la búsqueda del ascenso
socioeconómico —la “carrera abierta al talento”, en términos de Eric Hobsbawm—; el
crecimiento de las ciudades y la creación de sus propias formas de gobierno, que
evocan tanto la ruptura con el medio natural como con las jerarquías sociales
heredadas; el avance del individualismo frente al papel que antes poseían los lazos
comunitarios y la tradición; la desacralización del mundo que irá minando los dogmas
cristianos; el desarrollo de las ciencias experimentales, que plantea una doble
disolución entre realidad sensible y realidad sobrenatural, por un lado, y entre el
hombre y la naturaleza, por el otro. La naturaleza se conforma entonces como un
objeto separado del sujeto, que puede ser conocido y dominado a través de la ciencia y
la técnica e, incluso, también admirado como objeto estético. Se trata de un proceso
similar, en términos estructurales, al que vive el cuerpo: es desacralizado
convirtiéndose en pura extensión o máquina, es objeto de conocimiento a partir de las
disecciones de cadáveres y el desarrollo del conocimiento anatómico, es objeto de
control a través de técnicas de disciplina- miento en diferentes instituciones y también
se convierte en objeto estético, especialmente en la pintura y escultura renacentistas.
La representación cartesiana del cuerpo-máquina se correspondía con su
utilización práctica como “herramienta”, como un “medio” que al ser disciplinado y
controlado en su funcionamiento, hasta en los más mínimos detalles, permitía
aumentar su utilidad y hacerlo así cada vez más eficaz para la producción capitalista.
De ahí, el proceso de alienación que vive el obrero a través de su trabajo fragmentario
y monótono en las fábricas. Para Marx, el obrero es enajenado del producto de su
trabajo, pero también de la misma actividad del trabajo la cual, de ahora en más, sólo
consumirá su fuerza física, sus movimientos. El propio cuerpo es convertido en una
máquina-herramienta separada del ser, escindido de muchos de sus saberes prácticos
que ya no serán requeridos, por la repetición mecánica de un mismo gesto productivo;
así, el trabajo capitalista “hace del ser genérico del hombre, tanto de la naturaleza
como de sus facultades espirituales genéricas, un ser ajeno para él, un medio de
existencia individual. Hace extraños al hombre su propio cuerpo, la naturaleza fuera
de él, su esencia espiritual, su esencia humana” (Marx, 1974:115). Foucault nos
recuerda que este disciplinamiento del cuerpo se extenderá no sólo a las nacientes
fábricas sino al conjunto del tejido social:
“El libro del cuerpo-máquina” se escribió simultáneamente en dos registros: “el
anatomo-metafísico”, del que Descartes había compuesto las primeras páginas y que
los médicos y filósofos continuaron, y “el técnico-político”, constituido por todo un
conjunto de reglamentos militares, escolares, hospitalarios y por procedimientos
empíricos y reflexivos para controlar las operaciones del cuerpo. (Foucault, 1987: 140)
Otro proceso fundamental para comprender los cambios en torno a la cor-
poralidad es la transformación de las costumbre de la vida cotidiana, primero entre las
capas cultivadas del Renacimiento y luego en la burguesía en general, que comienzan
a diferenciarse así de las culturas populares. Norbert Elias (1993) estudió este
importante aspecto de lo que denominó “proceso civi- lizatorio” a través del análisis de
los cambios en el comportamiento que, a partir del siglo xvi, pueden rastrearse en las

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actitudes frente a las necesidades naturales del cuerpo, las maneras de mesa y las
transformaciones de la agresividad. Según Elias:
Las coacciones sociales externas se van convirtíendo en coacciones internas, la
satisfacción de las necesidades humanas pasa poco a poco a realizarse en los
bastidores de la vida social y se carga de sentimientos de vergüenza y la regulación del
conjunto de la vida impulsiva y afectiva va haciéndose más y más universal a través
de una autodeterminación continua. (449)
El autodominio del individuo se convierte de esta manera en un rasgo
característico del burgués, enfatizado también por la ética ascética del protestantismo,
que para Max Weber (1998 [1905]) será crucial en el surgimiento del capitalismo. En
contraste con el autodominio del cuerpo y la emoción, Elias señala, por ejemplo, la
dimensión pasional, de dolor y goce en el propio cuerpo, implicada en la práctica de la
guerra y el misticismo en el mundo medieval. Justamente, analizaré luego cómo
Nietzsche reivindicaba aquella dimensión del valor y la fuerza, que hallaba en la
mentalidad de los varones germánicos y que se extendió a la caracterización de lo
masculino.
Para completar este análisis genealógico acerca de la concepción moderna del
cuerpo y la persona es necesario situar una de las críticas clave del pensamiento
feminista: en qué medida estas concepciones se corresponden con la imposición de un
modelo de masculinidad que invisibiliza la experiencia femenina. Retomaré
brevemente algunas de las críticas de Christine Battersby (1993) a la semántica
cognitiva de Mark Johnson y George Lakoff. Estos autores sostienen que uno de los
rasgos más penetrantes de la experiencia corporal es la percepción de nuestros
cuerpos “como un recipiente con límites”:
El self estaría dentro del cuerpo y sus límites “nos protegen y resisten contra las
fuerzas externas” y también “retienen las fuerzas internas de expansión”. Este tipo de
estructuras subyacentes del embodiment “forman y constriñen la imaginación vía
patrones de tipo gestáltico o esquemas que operan en un nivel preconceptual”; así, el
nivel más básico de la significación reside “sobre los esquemas de imaginación que se
levantan de la experiencia (universal) del embodiment”. (Citado por Battersby, 1993:
31)
Para Battersby, en cambio, esta experiencia del embodiment no podría
considerarse universal. Retomando a Irigaray, considera que la concepción de In
“identidad basada en contenedores espaciales, en sustancias y átomos” y en la
“repulsión o exclusión del no ser” es fundamentalmente parte del imaginario
masculino, y este modo se habría trasladado a la ciencia, a modelos que “privilegian la
forma, la solidez, la óptica y lo fijo” (34). Más allá de algunas críticas puntuales de
Battersby a Irigaray, la autora concuerda con que el modelo de self prevaleciente en
Occidente es masculino. De esta manera, “se perdió en nuestras culturas la tradición
alternativa de pensar la identidad basada en la fluidez” y “en la interpenetración del
ser con los otros”, tradición alternativa que sería más cercana a la experiencia
femenina (34-35).9 Siguiendo este modelo, podríamos sostener que la profunda

9 Para Irigaray, en la filosofía occidental y el psicoanálisis, la mujer ha sido concebida sólo como “lo
diferente a lo masculino”, sea “como carencia o como exceso”. En este sentido, Battersby sostiene que
no se trata de oponer la experiencia femenina de la fluidez e interpenetración a la masculina, en
términos esenciales. La experiencia femenina no constituiría ni la excepción al modelo masculino ni
tampoco debería proponerse como el ideal o norma de lo que debería ser; se trata de formas alternativas
de concebir la identidad que siempre han existido —aunque una de ellas haya sido la hegemónica— y
que requerirían ser integradas para construir una “nueva metafísica del ser”. Un planteo similar se
encuentra en la propuesta de Rita Segato (1997), aunque basada en el modelo lacaniano. Para esta
autora, existe la capacidad de circular por las posiciones posibles que la estructura de géneros
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interpenetración del cuerpo con el mundo que caracterizamos con Merleau-Ponty
retomaría estos aspectos invisibilizados de la experiencia que Irigaray y Battersby aso-
cian con lo femenino; en cambio, la resistencia y la confrontación con el mundo que,
como veremos, caracterizan a la voluntad de poder nietzscheana, tendrían más
elementos cercanos a la caracterización de lo masculino postulada por las autoras. En
el capítulo 8 profundizaré estos temas, al analizar cómo la experiencia fenomenológica
de apertura al mundo, de la carne, se intensificaría en las mujeres tobas.
Ahora bien, frente a esta breve genealogía del cuerpo moderno,10 cabe preguntarse
si la experiencia fenomenológica de la carne seguiría existiendo en nuestras
sociedades. Evidentemente, desde Merleau-Ponty, un autor que la describe desde su
experiencia cotidiana como europeo de mediados del siglo XX, la respuesta es que sí;
no obstante, es indudable que también existió un proceso de invisibilización de esa
experiencia en nuestras representaciones culturales hegemónicas. Paradójicamente,
entonces, si consideramos que la experiencia de la carne posee una amplia extensión
cultural, podrían invertirse las proposiciones que asignan el exotismo a los otros y
señalar que es la concepción del cuerpo-máquina la que resultaría exótica, en tanto
marcadamente diferente de las de otras sociedades. En efecto, ésta es la ideología que
emerge como creación particular de una tradición sociocultural, la de la burguesía
europea en su momento de consolidación, la cual intentaba borrar los lazos que
testimoniaban los vínculos de la corporalidad con el mundo, vínculos que, sin
embargo, se destacan en las representaciones de la persona de muchísimas otras
sociedades, no sólo aborígenes sino también en diferentes sistemas de creencias
orientales. La paradoja antes mencionada reside en que de aquella tradición
sociocultural provinieron los mayores intentos de erigir sus propias concepciones de
sujeto y de mundo (¡tan exóticas!) como norma universal: el colonialismo y aquella
“ciencia manipuladora” a la que Merleau- Ponty refería son ejemplos de tales intentos.
Tal vez uno de los argumentos más contundentes para corroborar esta hipótesis
de la persistencia de la carne aun en la modernidad provenga, paradójicamente, de
Descartes. Máximo exponente de la obsesión por controlar el cuerpo a través de la
razón e incluso por hacerlo desaparecer para evitar sus interferencias engañosas,
terminó reconociendo, sin embargo, que en la vida cotidiana eso era imposible de
lograr. Así, en sus últimos escritos, cuerpo y alma aparecen indisolublemente ligados
y las “pasiones del alma” (asentada principalmente en la glándula pineal) recorrerían
el cuerpo, en tanto “son causadas, mantenidas y fortificadas por un movimiento de los
espíritus” animales que transitan por nuestros nervios y sangre (Descartes, 1989
[1637]: 99). La pregunta por cómo se produce la acción de la res cogitans u alma sobre
el cuerpo y viceversa fue planteada a Descartes por una mujer, la princesa Isabel de
Bohemia. En su respuesta, Descartes le reconoce a Isabel la importancia del problema
que le presenta, al cual no se había dedicado antes, pues su “principal objetivo
consistía en probar la distinción que hay entre el alma y el cuerpo” (Granada, 1989:
xxvi). Así, de esta sutil y provocativa interferencia femenina en los cimientos de la
filosofia racionalista masculina, surge el Tratado de las pasiones del alma, escrito por
Descartes un año antes de su muerte, donde sostendrá que “el alma está
verdaderamente unida a todo el cuerpo”. De esta forma, el dualismo ontològico de la

presupone, no sólo en lo que atañe a los aspectos funcionales sino también en el registro de los afectos.
10 Cada vez que aluda a las representaciones “modernas” de la corporalidad, refiero a las
representaciones del dualismo y del cuerpo-máquina, las cuales emergieron como hegemónicas a partir
de los procesos socioculturales más amplios aquí analizados. Así, el término posee un valor de síntesis
analítica, pero no intenta, de ninguna manera, negar la existencia de otras representaciones de la
corporalidad dentro de ese período histórico. De hecho, los planteos de Nietzsche, Husserl y Merlonu-
Ponly, por ejemplo, son pullo du UHU porfndo.
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res cogitans y la res extensa, destinado inicialmente a consumar la desanimación y la
desantropo- morfización del mundo despojándolo de toda finalidad para ponerlo bajo
la tutela del pensamiento y el dominio de los hombre (no de las mujeres), pasa a ser
cuestionado en el ámbito de la realidad humana. No obstante este importante cambio,
el dualismo no dejará de ser una prescripción metodológica clave para “el” filósofo
racionalista: es necesario aquietar esas pasiones (que pasarán a vincularse
preponderantemente a lo femenino) y desconfiar de los datos de los sentidos para
alcanzar el verdadero saber.
La hipótesis del vínculo del cuerpo con el mundo
Después de este largo recorrido que nos ha llevado de la “carne” al cuerpo de los
otros y a la génesis del cuerpo occidental moderno con sus dimensiones masculinas y
fuimininuH, OH momento de extraer las conclusiones que guiarán nuestro trabajo. Por
un lado, la hipótesis de encontrar en la experiencia de la carne, en la imbricación
existencial del cuerpo con el mundo, un elemento común, un rasgo existencial de la
vida humana, aunque vivenciado con intensidades disímiles por hombres y mujeres de
diferentes épocas y lugares. Por otro, la certeza de que en la medida en que estos
mundos son diferencialmente construidos en cada cultura y hasta las mismas
prácticas cotidianas de los cuerpos son diferentes, aquella experiencia primaria de la
carne adquiere modos disímiles y, por lo tanto, podrá ser representada de diversas
maneras en las filosofías y concepciones culturales, incluso hasta ser enmascarada y
negada. Cuando la antropología olvida esta experiencia originaria y compartida de la
carne y, continuando con la tradición de Leenhardt, contrapone las concepciones
modernas del cuerpo con las no occidentales, lo que hace es oponer una determinada
ideología que invisibiliza el vínculo cuerpo-mundo con las representaciones culturales
de otras sociedades que no invisibilizan ese vínculo, presentándolas como
radicalmente diferentes de las del investigador. Cabe recordar aquí que trabajos más
recientes como el de Michel Lambek (1998) no sólo destacan este carácter fuertemente
ideológico de lo que se ha querido definir como “representación occidental del cuerpo”
sino que también analizan la presencia de tópicos como el dualismo o el
individualismo en sociedades aborígenes, las cuales solían caracterizarse como
totalmente extrañas a estas nociones.11 Por eso resulta imprescindible un análisis que
vincule las prácticas de las corporalidades de hombres y mujeres con los sistemas de
representaciones y con las luchas ideológicas por legitimarlas que acontecen en cada
contexto sociohistórico.
En resumen, a partir de este enfoque, por un lado, tenemos la posibilidad de
encontrar ciertas experiencias comunes, tal vez universales, de la corporalidad; por
otro, la advertencia de que la diversidad cultural siempre surge. Y si he dicho “tal vez”,
es porque hoy resulta difícil atreverse a hablar de universales, después de la
deconstrucción, la crítica poscolonial y la feminista. Sin embargo, si nos atrevemos a
nombrar este “tal vez”, es porque aquellas legítimas críticas de los universalismos
pueden volverse contraproducentes, teórica y políticamente, si terminan
impidiéndonos pensar de modo comparativo, si impiden plantear las similitudes entre
los seres humanos, si coartan los diálogos. Como Strathern y Lambek (1998) han
destacado, el hecho de que los paradigmas de cada cultura (y, agregaría, de los

11 Lambek propone pensar las relaciones cuerpo-mente como una tensión fundamental de la
experiencia humana, un problema inherente a la condición y a la capacidad de autorrefle- xión del ser
humano. Si bien el dualismo sería trascendido en la experiencia práctica, como la fenomenología ha
demostrado, para Lambek la distinción entre lo corpóreo y lo mental estaría presente de diferentes
maneras en las categorías de pensamiento de gran parte de las culturas; aunque cada una
conceptualizaría estos términos y sus relaciones de una forma particular, por ejemplo, en modelos
tripartitos de persona.
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géneros sexuales) sean “inconmensurables” no significa que sean “incomparables”;
que no exista una regla o norma común contra la cual medir o evaluar las diferencias
no implica que los diálogos sean imposibles y que dialogando encontremos ciertas
semejanzas, además de diferencias. Mi intención, entonces, no es erigir la fenome-
nología de Merleau-Ponty en una especie de referencia universal sino poner en diálogo
la particular sensibilidad de este europeo de la segunda posguerra para describir su
relación cuerpo-mundo, con las particulares sensibilidades de algunos hombres y
mujeres tobas -como Teresa Benítez, Chetole, Estela Medina, Roberto Yabaré, Miguel y
Víctor Velázquez, entre muchos otros-, quienes a partir de sus propias descripciones y
de sus prácticas me han permitido conocer algo de sus experiencias y
representaciones de las relaciones cuerpo-mundo. Posiblemente, desde la perspectiva
de la economía política del conocimiento que algunos todavía defienden, la legitimidad
asignada a los capitales simbólicos de unos y de otros resulte muy diferente, pero
¿acaso eso impediría el diálogo...? Todo lo contrario, para nosotros lo impulsa como
política de resistencia y disputa frente a esas perspectivas. Creo firmemente que esta
especie de relativismo dialógico es uno de los aportes que la mirada antropológica
sobre los otros -a menudo periféricos— y sobre sus saberes -a menudo soterrados—
puede brindar. Finalmente, es este juego de contrastes el que también permite
deconstruir nuestras propias concepciones científico- culturales, “proporcionándonos
alguna facultad crítica con que evaluar y comprender las suposiciones sacrosantas e
inconscientes que se construyen y surgen de nuestras formas sociales” (Taussig,
1992: 29). En nuestro caso, esta perspectiva dialógica es la que permite develar el
carácter socialmente construido de proposiciones sacrosantas de la modernidad, como
las del cuerpo- máquina y el dualismo.
Hechas estas aclaraciones, precisemos la doble dimensión que nuestra hipótesis
de la experiencia fenomenológica de la carne abarca: si bien los modos de percepción o
las técnicas cotidianas por las que nuestro cuerpo se mueve en el mundo son
diferentes según las culturas, todas éstas, a pesar de su diversidad, pondrían enjuego
indefectiblemente una dimensión preobjetiva del ser, por la cual podemos “habitar” el
mundo y nos hallamos unidos a él. Así, esta hipótesis es la que nos permitirá crear
uno de esos lugares de encuentro entre nuestra travesía filosófica y la etnográfica. En
las Meditaciones cartesianas la existencia de la carne puede ser borrada de nuestras
representaciones o ser puesta entre paréntesis, pero nunca logra ser eliminada como
dimensión existencia! del ser humano. Más allá de los intentos de la razón por
disciplinar el cuerpo, éste sigue revelándonos que posee su propia vida como parte
innegable de nuestra subjetividad, sea por su comprensión preobjetiva del mundo
como por aquellas pasiones cartesianas o, como enseguida veremos, por esa libido que
ya san Agustín reconocía y que reencontraremos en Nietzsche y en Freud. Es
momento, entonces, de explorar esta última faceta de la corporalidad, probablemente
otra de las dimensiones existenciales comunes, otro de nuestros lugares de encuentro.
Sin embargo, otra discusión nos aguarda antes do animarnos a enunciar tal
posibilidad.
Danza, voluntad de poder y pulsión
La confrontación inicial de Nietzsche con las tradiciones platónicas y el
cristianismo continuó hasta el positivismo científico. Nietzsche veía en la búsqueda de
un orden, de una verdad, y en el deseo de certeza de la ciencia, la sombra de las ideas
metafísicas de la tradición judeo-cristiana. En contraste, su gaya ciencia desechaba
todo deseo de certeza y se ejercitaba en la sospecha:
El grado de fuerza de un individuo (o de debilidad, para expresarse más
claramente) se manifiesta en la necesidad que tiene de creer para prosperar, de contar

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con un elmento “estable” lo más sólido posible porque se apoya en él [...]. En Europa el
cristianismo sigue siendo hoy necesario para la mayoría, porque en él se encuentran
todavía creencias [...]. Algunos siguen necesitando la metafísica; pero está también ese
impetuoso deseo de certeza que hoy estalla en las masas, bajo la forma cien- tífico-
positivista, ese deseo de poseer algo absolutamente estable [...].
Por el contrario, cabría concebir una autodeterminación alegre y fuerte, una
libertad en el querer, ante la cual un espíritu desecharía toda creencia, todo deseo de
certeza, por haberse ejercitado en mantenerse en equilibro sobre el ligero alambre de
la posibilidad, e incluso bailar además al borde del abismo. Un espíritu así sería el
espíritu libre por excelencia. (Nietzsche, 1995: 220, 222)
El “espíritu libre” y posteriormente el “superhombre” representarían a ese ser
humano que ha tomado conciencia —no sólo teóricamente sino vitalmente— de que
Dios ha muerto, que no hay un más allá y, en general, del carácter ficticio (creado) de
la trascendencia de lo bueno, lo bello y lo santo. En consecuencia, se descubrirá a sí
mismo con el poder de invertir los valores vigentes y crear otros nuevos. Esta actitud
de crítica y creación es el modelo que define la reflexión filosófica nietzscheana. En sus
últimos escritos, la crítica de los valores se extiende, adquiriendo un carácter
epistemológico más general: todos los valores constituyen “interpretaciones nuestras
introducidas en las cosas”, no existe por tanto “un sentido en el «en sí»”; se trata
simplemente de sentidos “de relación y de perspectiva” (Nietzsche, 2000 [1901]: 407).
Una de las primeras metáforas de Nietzsche para caracterizar a este nuevo
hombre es la del trovador provenzal, “síntesis de cantor, caballero y espíritu libre”
(citado por López Castellón, 1995: 15). Es bien conocida la recurrencia a la música y
al lirismo poético para expresar su nueva filosofía; tal vez ha sido menos recordado
que esa música debía ser una “canción de danza”, como sostenía Nietzsche: “Mi estilo
es una danza, un juego de simetrías de toda especie y un atropello y mofa de esas
simetrías” (ídem). En efecto, en el párrafo de La gaya ciencia antes citado se aprecia
que la danza simboliza el movimiento que realiza su ciencia, que se ejercita en
mantenerse en equilibro sobre el “ligero alambre de la posibilidad” y que incluso
“baila” al borde del abismo; “posibilidad” y “abismo que remiten a la no existencia de
certezas sobre el mundo. Sugestivamente, en el epílogo, aparece nuevamente la
metáfora del baile: los espíritus del libro le recuerdan al filósofo que “deje la música
fúnebre” y vuelva a entonar “una música que invite a bailar” (Nietzsche, 1995: 270).
En diferentes textos, la metáfora del baile vuelve a surgir, para exaltar la libertad y la
creación de ese nuevo sujeto:
Es tremendo el grado de resistencia que hay que vencer para mantenerse en la
superficie; se trata de la medida de la libertad, lo mismo en lo que se refiere a la
sociedad que a los individuos; poniendo la libertad como un poder positivo, como
voluntad de poder [...]. Hay que tener contra sí a los tiranos para ser tirano; esto es,
libre. No es pequeña ventaja tener sobre la propia cabeza cien espadas de Damocles:
así se “aprende a bailar” y se llega a la “libertad de movimientos”. (Nietzsche, 2000:
506)
El baile, en tanto símbolo de la libertad humana, se convierte en expresión de lo
más sublime que puede hallarse en el hombre:
Y una vez quise bailar como nunca había bailado aún; quise bailar allende todos
los cielos. Entonces ganasteis a mi más querido cantor. Y entonó su canto más
lúgubre y sombrío. ¡Ay! ¡Me zumbó en los oídos como el cuerno más fúnebre! ¡Cantor
mortífero, instrumento de maldad, tú el más inocente! Yo estaba dispuesto para el
mejor baile, y tú con tus notas mataste mi éxtasis. Sólo en el baile sé yo decir los
símbolos de las cosas más sublimes. (Nietzsche, 1984: 79)
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Al inicio de ese mismo libro, Así hablaba Zaratustra, Nietzsche presenta otra
metáfora del superhombre, en la cual también se aprecia el valor otorgado a la
creación. Me refiero a la idea del superhombre como “niño”. Tres transformaciones son
necesarias en el proceso de generación del superhombre: primero debe convertirse en
“camello”, para tomar sobre sí la pesada carga de la moral invertida; luego
transformarse en “león”, para criticar la moral del deber ser, del “tú debes”, y luchar
por el “yo quiero”, por “crearse una nueva libertad”; finalmente, se transforma en
“niño”, en el creador espontáneo de su propio juego, de los nuevos valores, pues “para
el juego de la creación, hace falta una santa afirmación: el espíritu quiere ahora su
voluntad, el que ha perdido el mundo quiere ganarse su mundo” (20).
En resumen, movimiento, baile, creación y juego son las principales imágenes
que simbolizan la actitud crítica que la filosofía nietzscheana implicaba. También me
interesa profundizar la concepción del baile como manifestación de lo sublime, la cual
aparece ya en las primeras reflexiones sobre lo dionisíaco:
Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una
comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a
volar por los aires bailando. Por sus gestos habla la transformación mágica [...], en él
resuena algo sobrenatural: se siente dios. (Nietzsche, 1997: 45)
El arte, en términos generales, era considerado por Nietzsche “la tarea suprema y
la actividad propiamente metafísica” del hombre. Sostenía que “sólo como fenómeno
estético está justificada la existencia del mundo (39, 31); de ahí que el artista fuese en
sus primeros escritos ese artista-dios creador de mundos. Estas reflexiones sobre el
arte y específicamente sobre la danza poseen una particular resonancia para quien
estudia estas manifestaciones y las practica. La frase antes citada, “sólo en el baile sé
yo decir los símbolos de las cosas más sublimes”, podría encontrarse expresada, con
sus propios modos, entre bailarines de diferentes culturas.
Repasemos brevemente algunas de estas fascinaciones que la danza ha ejercido
en el pensamiento occidental. Mary Wigman, una de las pioneras de la danza
expresionista alemana, sostenía que si ella pudiera decir con palabras lo que
expresaban sus danzas, no habría razón para bailar. Sachs (1980) también otorgó un
especial lugar a la danza; la consideraba “la madre de todas las artes” por ser la única
que “vive en el espacio y en el tiempo”, y sostenía que, “en esencia, la danza es
simplemente la vida en un nivel superior (13, 15). En muchos rituales, la danza y su
inevitable conjunción con la música constituyen las formas privilegiadas de contacto o
acceso al poder sagrado. El mismo Sachs nos recuerda algunas expresiones que
evidencian ese papel, por ejemplo, la del canto derviche que enuncia que “el que
conoce el poder de la danza tiene su morada en Dios”, o la de Jesucristo, según un
himno gnóstico: “Quien no baila desconoce el camino de la vida” (13-14). Susanne
Langer (1983 [1953], una de las pocas filósofas abocadas a la danza, señalaba que lo
característico de ese arte, su “ilusión primaria” distintiva, era “crear una región virtual
de poder”, es decir, crear la apariencia de poderes o fuerzas que actúan a través de los
gestos de los danzantes (38-39). Su planteo, influido por el pensamiento de Ernst
Cassirer sobre la conciencia mítica, se basaba en el papel de la danza en el mundo
tribal, en el cual los hombres vivían en “un mundo de poderes” que para Langer
determinaban el curso de los eventos humanos y cósmicos. Más allá de cierta
persistencia de los modelos de “mentalidad primitiva” en su propuesta, lo interesante
es que el primer reconocimiento de la idea de poder, en tanto fuerzas o impulsos,
surgiría de la experiencia del cuerpo humano y, por ende, su primera representación
habría sido a través de la danza.12 Los tempranos planteos de Rafael Karsten (1915)

12 Paul Spencer (1985) sostiene que en la teoría de Langer también existe una importante influencia del
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para los grupos chaqueños poseen algunas analogías. Según este autor, cuando en la
noche los espíritus se aproximaban a los poblados, lo hacían danzando; por eso,
imitando sus movimientos, voces o apariencias, los hombres podían controlarlos:
La magia de las danzas depende de la misma idea del poder mágico adscripto a la
voz humana y a ciertas partes del cuerpo humano. El cuerpo humano en sí mismo es
mágico debido al espíritu por el cuál éste es animado o, aun, por la energía vital y
psíquica con cual es llenado [...], a través de ciertos movimientos rítmicos del cuerpo,
parte de la energía latente en el organismo es soltada [...]. Estos movimientos, com-
binados con el canto [...] y el poderoso sonido de tambores o sonajas, se cree que
actúan irresistiblemente sobre los seres sobrenaturales que los indios intentan
influenciar. (34)
Más allá de los diferentes contextos culturales aludidos en estas reflexiones, un
núcleo significativo que persiste es el vínculo de la danza con alguna noción de poder,
tema fundamental que veremos reaparecer en nuestro análisis de las performances
tobas. Para ahondar en estos vínculos entre corporalidad, movimiento y poder, otro
concepto fundamental de Nietzsche que deseo mencionar es el de “voluntad de poder”.
Esta noción presenta no pocas dificultades. Por un lado, porque ha sido elaborada por
Nietzsche sobre todo en su último trabajo -La voluntad de poder (Ensayo de una
transmutación de todos los valores)-, que no había llegado a concluir ni a revisar, por lo
que el concepto presenta un tratamiento sumamente fragmentario. Por otro, a esta
situación se suman una serie de tergiversaciones, originadas en que los apuntes
manuscritos sufrieron un intencional recorte al ser editados por la hermana del
filósofo. Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu (1996) aclaran que “la voluntad de
poder no consiste en ningún anhelo ni en ningún afán de apoderarse de nada ni de
dominar a nadie, sino que es creación; es el impulso que conduce a hallar la forma
superior de todo lo que existe y a afirmar el eterno retorno que separa las formas
superiores, afirmativas, de las formas inferiores o reactivas”. Veamos una definición de
la voluntad de poder que destaca la dimensión orgánica de este impulso agente:
Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida instintiva
entera como la ampliación y ramificación de una única forma básica de voluntad -a
saber, de la voluntad de poder, como dice mi tesis-; suponiendo que fuera posible
reducir todas las funciones orgánicas a esa voluntad de poder, y que se encontrase en
ella también la solución del problema de la procreación y de la nutrición —es un único
problema-, entonces habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente toda
fuerza agente como: voluntad de poder. (Nietzsche, 1983 [1886]: 62)
Otro rasgo clave en torno a este concepto es su vinculación con las experiencias
de “goce y displacer” o “placer y dolor”. Es pertinente recordar que una de las críticas
de Nietzsche al cristianismo consistía en que éste proponía “no sufrir a cambio de no
gozar”, es decir, postulaba una “felicidad” en un más nllñ, el cual sólo se podía
alcanzar a cambio de destruir o aquietar las pasiones, la sensualidad y la voluntad.
Así, por ejemplo, caracterizará al cristianismo como “voluntad do oeimo” O "filoHof'ín
del miedo”. Kn oposición, toda su filosofía reside en una disposición a sufrir y gozar,
pues “en el dolor hay tanta sabiduría como en el placer” (Nietzsche, 1995: 193). Por
eso, entre sus arquetipos, además del trovador provenzal se hallan el héroe y guerrero,
personajes complementarios en su ideal filosófico en tanto encarnan los atributos del
noble medieval: “Lo único noble es el ocio y la guerra” (200). El tema del dolor aparece

pensamiento de Emite Durkheim, aunque ella no lo mencione. En el capítulo 7 analizaré cómo el


“poder” intrínseco otorgado a la danza se vincula con aquel “estado de efervescencia” ritual descripto
por Durkheim (1995), y que hacía que la “fuerza moral” de la sociedad se impusiera sobre los individuos
participantes.
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constantemente en sus textos y también en su vida, atravesada por diversas
experiencias de enfermedad; incluso la misma práctica filosófica será concebida como
“una cura regeneradora”: “En lo tocante a la enfermedad estaríamos tentados a
preguntarnos si es totalmente posible prescindir de ella. Sólo el gran dolor es el
liberador último del espíritu, el pedagogo de la gran sospecha” (40). En su último
trabajo, Nietzsche definía la dialéctica del placer y el dolor:
Si es verdad que la naturaleza íntima del ser es la voluntad de poder, si el goce
equivale a todo aumento de poder, y el displacer a todo ceñimiento de no poder resistir
[...], ¿no deberíamos considerar entonces el placer y el displacer como hechos
cardinales? ¿Puede existir la voluntad sin esta doble oscilación del sí y del no? [...]. La
criatura es voluntad de poder en sí misma y, por consiguiente, sentimiento del gozo y
la tristeza.
Sin embargo, la criatura tiene necesidad de los contrastes, de las resistencias;
por consiguiente, de las unidades que relativamente se sobreponen en poder.
(Nietzsche, 2000: 464)
De los diferentes párrafos sobre la voluntad de poder aquí seleccionados, me
interesa destacar dos cuestiones. En primer lugar, su caracterización como una
“fuerza agente” o “energía” que refiere a todas las funciones orgánicas (el “mismo
problema” de la procreación y la nutrición); se trata de una “sabiduría total del
organismo”, de la cual el “yo consciente” no es más que un instrumento (citado por
López Castellón, 1995: 15). En segundo lugar, esa fuerza que al aumentar o
desplegarse genera placer necesita también de la resistencia, de unidades que se
sobreponen a ella y generan displacer, pues una no puede comprenderse sin la otra:
“Y en cuanto cualquier fuerza sólo puede desplegarse contra resistencias, es necesario
en toda acción un ingrediente de displacer; no obstante, este displacer actúa como
estímulo vital, reforzando la voluntad de poder” (Nietzsche, 2000: 465). Es más, placer
y displacer no serían más que “juicios de valor de segundo orden que se deducen de
un valor dominante”, consecuencias de aquella voluntad de poder que busca su
aumento y que “no anhela el placer ni esquiva el displacer” (469).
La caracterización de la voluntad de poder como aquella energía propia del
cuerpo que en vez de obedecer a la razón hace que ésta la obedezca nos recuerda a la
libido que ya tan tempranamente san Agustín reconociera. Si bien el concepto
nietzscheano es mucho más amplio, comparte con el de san Agustín el carácter de
una fuerza corporal que no depende exclusivamente de la conciencia. No es extraño
que el “santo” y el que aceptara con placer identificarse con el “anticristo” se ocuparan
de una problemática semejante pero que valorarían en forma inversa. Lo que ambos
afirman es la importancia de esta energía propia del cuerpo: para uno, es fruto del
castigo del hombre que desobedeció a Dios;13 para el otro, es la fuerza que hace que
no deba obedecer a nadie más que a sí mismo, es la que lo hace sentirse dios.
Pocos años después de Nietzsche, las elaboraciones de Freud sobre el Trieb o
pulsión13 y sobre la libido retomarían estos tópicos, aunque sus desarrollos posean
sentidos específicos. Según una sintética definición del no menos complejo concepto
de pulsión, ésta refiere al “proceso dinámico consistente en un empuje [...] que hace
tender al organismo hacia un fin [...], una pulsión tiene su fuente en una excitación
corporal (estado de tensión); su fin es suprimir el estado de tensión que reina en la

13 San Agustín (1958) introduce la noción de libido, término “traducible como deseo o ganas y empleado
con más propiedad para los órganos de la generación, aunque sea término general para toda pasión
(962). Después del pecado original, de la desobediencia del hombre a Dios, el castigo que éste le habría
impuesto es la desobediencia del propio cuerpo a su voluntad.
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fuente pulsional; gracias al objeto, la pulsión puede alcanzar su fin” (Laplanche y
Pontalis, 1981: 324).
La pulsión es un “concepto límite entre lo psíquico y lo somático” que posee un
carácter determinante para la realidad psíquica, pues refiere a aquellas “fuerzas cuya
existencia postulamos en el trasfondo de las tensiones generadoras de las necesidades
del Ello” (326). La libido, para Freud, es la energía psíquica de la pulsión y
corresponde a su magnitud cuantitativa. El “fin” de la pulsión -de esta “fuerza que
ataca al organismo desde el interior” y “lo empuja a realizar ciertos actos” (326)— es la
satisfacción, aunque puede experimentar desviaciones o inhibiciones en sus caminos,
como la transformación en lo contrario, la orientación contra la propia persona, la
represión y la sublimación. El “objeto” de la pulsión es variable y contingente, y sólo es
elegido en su forma distintiva en función de las vicisitudes de la historia del sujeto.
Estas y otras características serán fundamentales para distinguir la pulsión de las
teorías biológicas sobre los instintos; asimismo, no se postulará detrás de cada tipo de
actividad su correspondiente fuerza biológica -como hacían las teorías del instinto—
sino que Freud tenderá a agruparlas en torno a oposiciones fundamentales (327). En
una primera etapa, se dividirán en “pulsiones sexuales” y de “autoconservación”; en
este sentido, recordemos que Nietzsche también mencionaba la idea de una misma
energía o fuerza agente que estaría en el fondo de la procreación y todo lo que refiere a
la conservación del organismo. Más tarde, Freud definirá ambos tipos de pulsiones
como “pulsiones de vida”, que se opondrán a un nuevo género pulsional, las
“pulsiones de muerte”, “aquellas que tienden a la reducción completa de las tensiones,
es decir a devolver al ser vivo al estado inorgánico” (336). Remitirá esta última
definición a dos personajes míticos, a la eterna lucha entre Eros y Tánatos: “El fin de
Eros consiste en crear unidades cada vez mayores y mantenerlas: es la ligazón; el fin
de la pulsión destructiva, por el contrario, es disolver los conjuntos y, de este modo,
destruir las cosas” (342). Freud extiende los principios que regían las pulsiones de
vida y de muerte al resto del mundo vital e incluso al inorgánico, “a los grandes
procesos vitales de asimilación y desasimilación; en último extremo [...], en el par
antitético que impera en el reino inorgánico: atracción y repulsión” (341). Como
señalan Laplanche y Pontalis (1981), “produce cierto embarazo designar con la misma
palabra pulsión lo que Freud, por ejemplo, describió y mostró en su acción al detallar
el funcionamiento de la sexualidad humana [...] y estos «seres míticos» que él ve
enfrentarse, no tanto al nivel del conflicto clínicamente observable como en una lucha
que va más allá del individuo humano, puesto que se encuentra en forma velada en
todos los seres vivos, incluso los más primitivos” (340). Si bien Freud señala cómo su
conceptualization se inspira en la biología, también reconoce las similitudes que pre-
senta con la filosofía de Arthur Schopenhauer, la cual, a su vez, retoma elementos del
budismo, como la idea del Nirvana. Así, el principio de Nirvana será entendido por
Freud como una de las “tendencias” del aparato psíquico “a reducir a cero o, por lo
menos, a disminuir lo más posible en sí mismo toda cantidad de excitación de origen
externo o interno” (294-296). Para las filosofías budistas o hinduistas, el deseo es la
causa del dolor humano, de ahí que deba suprimírselo para obtener la liberación o
estado de perfección supremo.
Es interesante destacar que en el caso de Nietzsche también nos hallamos ante
un intento de encontrar este tipo de vinculaciones que trascienden el mundo humano,
pues busca extender el mundo de deseos y pasiones al mundo orgánico en su
totalidad, como principio de causalidad. No obstante, para Nietzsche (2000: 61) la
voluntad de poder (que a su vez es continuación conceptual del Trieb dionisíaco) es la
que domina, constituyéndose en una fuerza interna que busca extenderse sobre el
mundo, una tendencia hacia la asimilación, la búsqueda de la ligazón y la unidad. Así
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como la pulsión de muerte freudiana se enraíza en algunas concepciones orientales y
de Schopenhauer, las pulsiones de vida poseerían ciertas afinidades con esta voluntad
de poder nietzscheana.
En suma, tanto en Nietzsche como en Freud surgió este impulso de buscar
principios que ligaran la corporalidad, los deseos y las pasiones de los sujetos con el
funcionamiento de 4a naturaleza, intentando identificar una lógica común. No es
casual que ambos autores, quienes desde diferentes perspectivas rompieron con las
certezas del individuo racional de la modernidad, cedan a estos impulsos
(“premodernos”, si se quiere) de revincular al sujeto con el mundo natural. Podría
agregarse también que es ésta una poderosa tendencia de la tradición filosófica
alemana, que se remonta al romanticismo y al idealismo que culmina en Hegel, en
tanto conlleva el tránsito desde un “misticismo naturalista” a un sistema filosófico que
intentaba conciliar dialécticamente espíritu y naturaleza. Tal vez, basta descentrarse
un poco de aquel “exótico sujeto moderno” para reencontrarse, desde representaciones
muy disímiles, con esta genérica tendencia a ligar la corporalidad del sujeto con ul
mundo.
Otra cuestión a analizar es cómo el dualismo pulsional propuesto por Freud se
relaciona con los principios que rigen el aparato psíquico y, fundamentalmente, con la
cuestión del placer:
El principio del Nirvana expresa la tendencia del instinto de muerte; el principio
del placer representa la aspiración de la libido, y la modificación de este último
principio, el principio de la realidad, corresponde a la influencia del mundo exterior.
(Freud, 1995 [1924])
Para Freud, el aparato psíquico se rige por dos principios opuestos: el del placer
(“que tiene por finalidad evitar el displacer y procurar el placer”) y el de realidad, que
modifica al anterior, imponiéndose “como principio regulador" pues “la búsqueda de la
satisfacción ya no se efectúa por los caminos más cortos sino mediante rodeos y
aplaza su resultado en función de las condiciones impuestas por el mundo exterior”
(Laplanche y Pontalis, 1981: 296, 299). El principio de Nirvana, sin embargo,
introduce cierta ambigüedad en este primer modelo. En efecto, en las primeras
definiciones de la pulsión Freud propone que la satisfacción proviene de la descarga,
la supresión de una tensión; se trata de un modelo homeostático en el que se tendería
a mantener constante el nivel de energía, pero a partir de 1920 la conceptualización
de la pulsión de muerte introduce el problema de una descarga radical. El problema
que se presenta en este punto es “saber si lo que Freud denomina principio de placer
corresponde a un mantenimiento de la constancia del nivel energético o a una
reducción radical de las tensiones al nivel más bajo” (298). Para estos autores, la
respuesta en la obra de Freud es ambigua; depende de si las pulsiones de muerte y el
principio de Nirvana que expresan serán entendidas como una manifestación peculiar
del principio de placer o como un principio que “va más allá” de él. A pesar de esta
ambigüedad, podría decirse que en ambos casos existe una cierta equivalencia entre
placer y reducción de tensiones. No obstante, Freud también señala los límites de su
hipótesis, pues reconoce que en las tensiones también hay placer:
De momento identificaremos este principio del Nirvana con el principio del placer-
displacer. Todo displacer habría, pues, de coincidir con una elevación; todo placer, con
una disminución de la excitación existente en lo anímico y, por tanto, el principio del
Nirvana (y el principio del placer que suponemos idéntico) actuaría por completo al
servicio de los instintos de muerte, cuyo fin es conducir la vida inestable a la esta-
bilidad del estado inorgánico, y su función sería la de prevenir contra las exigencias de
los instintos de vida de la libido de intentar perturbar tal recurso de la vida. Pero esta
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hipótesis no puede ser exacta. Ha de suponerse que en la serie gradual de las
sensaciones de tensión sentimos directamente el aumento y la disminución de las
magnitudes de estímulo, y os indudable que existen tensiones placientes y
distensiones displacientes. K1 estado de excitación sexual nos ofrece un acabado
ejemplo de tul inm'nii'nt,o placiente del estímulo y sesmamente no e.s el único.
MI placer y el clÍHplncur no puuilun Hor referidos, por tunto, al aumento y
la disminución de una cantidad a la que denominamos tensión del estímulo,
aunque, desde luego, presenten una estrecha relación con este factor. Mas no parecen
enlazarse a este factor cuantitativo sino a cierto carácter del mismo, de indudable
naturaleza cualitativa. Habríamos avanzado mucho en psicología si pudiéramos
indicar cuál es este carácter cualitativo. Quizá sea el ritmo, el orden temporal de las
modificaciones, de los aumentos y disminuciones de la cantidad de estímulo. Pero no
lo sabemos. (Freud, 1995 [1924])
Como han señalado Laplanche y Pontalis, esta relación entre los aspectos
cualitativos y cuantitativos o económicos del placer es una dificultad que tampoco es
resuelta en la obra de Freud, siendo la única probabilidad que insinúa la de
comprender estos aumentos y disminuciones de estímulos en función de su orden
temporal, del ritmo que estas modificaciones poseen. En Más allá del principio de
placer, Freud (1995 [1920]) ya había realizado una sugerencia similar:
“Probablemente, el factor decisivo, en cuanto a la sensación, es la medida del aumento
o la disminución en el tiempo”. La siguiente definición de Serge Leclaire también
enfatiza en esta cualidad temporal de las tensiones como rasgo definitorio del placer:
El tiempo del placer o del goce es ese tiempo de la diferencia entre un más y un
menos de tensión, diferencia inasible que constituye lo vivo del placer. La excitación o
excitabilidad de tipo sexual de la zona erógena se definiría, pues, como la propiedad
que tiene un lugar del cuerpo de ser el asiento de una diferencia inmediatamente
sensible (placer o displacer) y de poder registrar de alguna manera la marca de esa
diferencia. (Citado por Bernard, 1980: 137)
Como veremos en los capítulos 5 y 6, este tipo de redefiniciones sobre el placer
serán fundamentales para entender cómo éste se asocia a otras manifestaciones, más
allá de las sexuales, como las danzas, pues en estas últimas también existe un
“incremento placiente del estímulo”, una “diferencia entre un más y un menos de
tensión”, en tanto sensaciones que se inscriben con un “orden temporal”, un “ritmo”
en el propio cuerpo.
Para finalizar, quiero referirme al planteo de Nietzsche sobre esta problemática,
pues él advierte justamente las “confusiones en que caen los psicólogos” por no
diferenciar los tipos de placer-displacer posibles:
Suelen confundirse el displacer, en general, con una norma particular del
displacer, la del agotamiento, éste representa efectivamente una profunda
disminución y un rebajamiento de la voluntad de poder [...], existe: a) el displacer
como medio para excitar el refuerzo del poder, y b) el displacer que proviene del
despilfarro del poder; en el primer caso, estamos claramente ante un estímulo; en el
segundo, la consecuencia de una irritación excesiva. La incapacidad de resistencia es
propia de este segundo displacer: el reto a lo que resiste es propio del primero; el
único placer que se experimenta en el estado de agotamiento es el de adormecerse; el
placer, en el otro caso, es la victoria. Los psicólogos son
muy dados a confusiones por no separar estas dos formas de placer: la del
adormecerse y la del vencer. (Nietzsche, 2000: 470)

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Nos hallaríamos así frente a dos tipos de placer: el que proviene de la reducción
de las tensiones -“de adormecerse”, similar a la “pulsión de muerte”— y el que
proviene de enfrentarse a un estímulo que produce un aumento de la tensión, un
enfrentamiento que trae implícita la posibilidad de superar esa tensión y así “asir” ese
tiempo de goce o placer, esa diferencia entre un más y un menos de tensión. Por ello,
para Nietzsche:
La causa del placer no es la satisfacción de la voluntad [...] sino el hecho de que
la voluntad quiere avanzar y es siempre nuevamente dueña de lo que se encuentra a
su paso. El sentimiento gozoso se encuentra precisamente en la insatisfacción de la
voluntad, en el hecho de que la voluntad no vive satisfecha si no tiene un adversario y
una resistencia. (Nietzsche, 2000: 465-466)
Para el autor, la voluntad de poder no puede desligarse de las resistencias y el
displacer que el mundo le impone, el placer no deviene sólo de su satisfacción sino de
un placer si se quiere más último, el de siempre “avanzar”. Considero que la
perspectiva de Jacques Lacan sobre la pulsión y la lógica del deseo permite extender,
tal vez hasta sus últimos límites, las ideas que Nietzsche aquí insinúa. Lacan
distingue entre el destino final de la pulsión, su meta (goal), que sería la satisfacción, y
su propósito real (aim), el reproducirse a sí misma como pulsión, el camino en sí,
volver a su senda circular, continuarla hasta y desde la meta (Zizek, 2000 [1991]: 21).
Para Lacan, el desear emerge porque existe una relación imposible del sujeto con el
denominado objeto a. Este refiere al “objeto mítico” u “objeto causa de deseo”, a la
“presencia de un hueco, de un vacío” que se instaura en el sujeto a partir de la
primera experiencia de satisfacción (tal sería, por ejemplo, la satisfacción de la pulsión
oral del niño por medio del seno materno), pero justamente, en tanto ese primer objeto
queda “perdido” para el sujeto, es irrecuperable, y será esta carencia o falta
constitutiva la que genera el desear (Lacan, 1964, clase 14). “La pulsión al apresar su
objeto aprende en cierta manera que no es justamente por ahí que se satisface [...]. Si
distinguimos, al principio de la dialéctica de la pulsión [...], la necesidad de la
exigencia pulsional es precisamente porque ningún objeto de ningún Not, necesidad,
puede satisfacer la pulsión” (ídem). Por eso, la pulsión circula interminablemente en
torno al objeto causa de deseo, un objeto que nunca alcanza definitivamente: “Ningún
elemento satisfará jamás a la pulsión oral, a no ser contorneando el objeto que
eternamente falta” (ídem).
En conclusión, en Nietzsche, la falta de satisfacción era el estímulo para el
avance dentro de su ontología del superhombre, quien era guiado por esa voluntad
cuasiorgánica que definió como voluntad de poder-, en el psicoanálisis laca- niano, la
falta -se convierte en un elemento estructurante de otra ontología, la del sujeto
barrado, en tanto es un sujeto del inconsciente impulsado por sus pulsiones, las
cualcH circulan, bordean, ene objeto a puro nunca lo apresan definitivamente. Nos
hallamos así, probablemente, ante ontologías diferentes, niveles de registros distintos
acerca de qué es el placer o la satisfacción; no obstante, ambas plantean la
problemática de la falta en términos estructuralmente semejantes.14 Dada la
posibilidad de esta circulación interminable de lo pulsional en torno al objeto causa de
deseo, es necesario imponer un corte a la reflexión. Es momento de renunciar a
nuestro deseo/voluntad de saber qué es ese placer del cuerpo que aparece en la

14 Decimos que probablemente se trate de ontologías diferentes porque ]a problemática del placer en
psicoanálisis no aparece referida tanto a nuestros deseos conscientes sino fundamentalmente a los
inconscientes (Laplanche y Pontalis, 1981: 298-299). En el concepto de voluntad de poder de Nietzsche
es difícil establecer fehacientemente su carácter consciente, preconsciente o inconsciente; por un lado,
sería una fuerza netamente orgánica, pero, por otro, sería parte de la conciencia de aquellos
superhombres que el autor imaginaba.
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sexualidad y también en prácticas como las danzas para poder extraer algunas
conclusiones provisorias al respecto.
La hipótesis del poder desde el cuerpo sobre el mundo
Recapitularé brevemente el recorrido realizado hasta el momento, para arribar a
la formulación de la segunda hipótesis sobre la corporalidad. Las ideas nietzscheanas
iniciales sobre el movimiento corporal y el baile me llevaron a indagar en sus vínculos
con la noción de voluntad de poder y, luego, con aquella energía límite entre lo
somático y lo psíquico que empuja al hombre desde su interior, con la pulsión
freudiana. Posteriormente, analicé cómo esa energía/empuje/poder que parte desde el
cuerpo se vincula con las resistencias que el mundo le presenta y, por ende, con la
lógica del placer-displacer y del deseo, causa del dolor para las filosofías orientales,
impulso vital para Nietzsche, elemento constitutivo y estructurante del sujeto para el
psicoanálisis. Es preciso aclarar que no he intentado aquí homologar estos conceptos,
forzando o menospreciando sus diferencias teóricas; lo que sí he buscado plantear, en
cambio, son los elementos comunes que los atraviesan. Pienso que esos elementos
revelan otra de las problemáticas compartidas de la vida humana, otra de las
paradojas existenciales que cada cultura significa y valoriza de una manera particular.
Lo que denominaré entonces el problema de ese poder desde el cuerpo (esa peculiar
energía, empuje o pulsión) sobre el mundo y sus relaciones con la dialéctica del
placer-dolor y de la satisfacción- insatisfacción sería, según mi hipótesis, otra de estas
experiencias constitutivas de la corporalidad.15 No se trata de unlversalizar la
perspectiva psicoana- lítica, la nietzscheana, la de ciertas tradiciones orientales o de
cualquier otra índole sobre estas cuestiones, sino de tomarlas como ejemplos de
tratamientos posibles; ejemplos que, en nuestro caso, pondremos en diálogo con los
que hallamos en nuestra etnografía con los tobas. Especialmente cuando abordemos
algunas prácticas como las danzas de los ancianos y el gozo o ntonaGak que generan,
analizaremos las sensaciones y emociones que los movimientos corporales conllevan,
las significaciones de placer con que se asocian, así como un elemento clave que los
caracteriza: su capacidad para poner en juego un particular poder desde el cuerpo que
permite modificar el devenir del ser-en- el-mundo. En conclusión, comprender cómo
se construyen estos entramados de movimiento corporal, sensaciones, emociones y
poder entre los tobas y la eficacia que poseen es otro de los objetivos de la travesía
etnográfica. Sin embargo, mi hipótesis es que en este entramado particular también
opera esa experiencia común del poder desde el cuerpo sobre mundo, que subyace en
distintas culturas. Será éste, entonces, el segundo lugar en el que esperamos que
estas travesías filosóficas y etnográficas de los cuerpos se encuentren.
La dialéctica de los seres-en-el-mundo y la libertad
Efectuados ya estos recorridos por Merleau-Ponty y Nietzsche y por las
principales temáticas de investigación con las que los vincularé, expondré ahora
sintéticamente el eje que motivó su comparación inicial: cómo cada uno construye la
corporalidad del sujeto. Ambos autores recurrieron a metáforas artísticas para
ejemplificar sus filosofías: el pintor en Merleau-Ponty y el músico-bailarín en
Nietzsche. A partir de las concepciones de persona que tales metáforas encarnan,
señalo comparativamente sus rasgos característicos:
Ser-en-el-mundo Voluntad de poder (músico-bailarín)
(pintor)

15 Cada vez que refiera al “poder desde el cuerpo sobre el mundo” será haciendo alusión a esta
construcción teórica más extensa. Elijo esta caracterización porque los términos “pulsión” o “voluntad
de poder” implican remitir a los conceptos específicos de los autores, cuando lo que pretendo destacar,
en cambio, son estos elementos comunes y más genéricos que los atraviesan.
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Percepciones Visibilidad-tangibilidad Audición y sensaciones de movimiento
Experiencias Preobjetividad/prerreflexividad Crítica y creación, riesgo y disposición
que permiten cierta al placer y al dolor que permiten
generalidad y estabilidad con especificarse como diferente de otros
el mundo. sujetos (la prueba del “eterno retorno”).
Relación Cuerpo unido al mundo, Cuerpo con poder de transformación
cuerpo-mundo hecho “carne” con el mundo. del mundo y de sí mismo (“sentirse
dios”).
Actitud El mundo se revela, está “ahí Se sospecha de ese mundo, se lo
metodológica delante” para ser descripto tal critica y se intenta transformarlo.
como se presenta en la
experiencia.
Los elementos en que ambas filosofías difieren son precisamente los que marcan
la necesidad de su complementariedad, pues considero que la corporalidad del sujeto
abaren ambos modos de existencia: esa napa primaria de la experiencia perceptiva y
práctica que la fenomenología ha sabido describir, y ese modo activo y transformador
que Nietzsche buscaba develar. La corporalidad del ser se hace carne con el mundo
pero, también, otras veces se confronta con ese mundo que se le resiste, se moviliza e
intenta transformarlo. Así, las metáforas que cada autor privilegia en sus textos, el
pintor y el músico-bailarín, simbolizan las diferencias entre percepción y kinesis como
experiencias constitutivas de la corporalidad; diferencias que, vale la pena recordarlo,
ya se encuentran presentes en la articulación de las vías aferentes (sensitivas) y
eferentes (motrices-viscerales) que conforman la red de nervios de nuestro sistema
nervioso. Exploraré sucintamente estas diferencias entre percepción y kinesis en el
nivel de la experiencia.
Un primer elemento a señalar es que el énfasis de Merleau-Ponty en la
visualidad-tangibilidad no debe confundirse con la idea de un sujeto perceptivo
pasivo, adaptado a su mundo. Justamente, en una de las pocas menciones sobre el
baile en la obra de Merleau-Ponty, se destaca que el cuerpo no puede pensarse como
“vieja costumbre” o forma pasiva de la naturaleza, puesto que también posibilita crear
nuevas significaciones:
Si nuestro cuerpo no nos impone, como lo hace con el animal, unos instintos
definidos desde el nacimiento, sí es él, cuando menos, el que da a nuestra vida la
forma de generalidad y que prolonga en disposiciones estables nuestros actos
personales. [...] nuestra naturaleza no es una vieja costumbre, puesto que la
costumbre presupone la forma de pasividad de la naturaleza. El cuerpo es nuestro
medio general de poseer un mundo. Ora se limita a los gestos necesarios para la
conservación de la vida y, correlativamente, pro-pone a nuestro alrededor un mundo
biológico; ora jugando con sus primeros gestos y pasando de su sentido propio a un
sentido figurado, manifiesta a través de ellos un nuevo núcleo de significación: es el
caso de los hábitos motores, como el baile (Merleau-Ponty, 1993: 163-164).
Este fragmento de Merleau-Ponty nos conduce a reflexionar sobre la importancia
de la diferenciación entre ese cuerpo cotidiano con disposiciones estables —al que en
otros pasajes refiere como “centinela silencioso”— y ese cuerpo que, “jugando” con sus
gestos, crea nuevos núcleos de significación, como cuando danza. Desde una
perspectiva fenomenológica similar, Drew Leder describe el “cuerpo ausente” que
caracteriza las rutinas perceptivas y motrices de la vida cotidiana:
El cuerpo se transforma en una especie de instrumento que se mueve hacia algo
o para lograr algo [...], se convierte en invisible, transparente hacia el trabajo que
acompaña: la gente actúa desde el cuerpo hacia el objeto focal o fin [...], el cuerpo se
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retrae al fondo de la conciencia y se convierte en experiencialmente ausente (Citado
por Lewis, 1995: 228).
En estos casos en que el cuerpo es un “medio” para lograr un fin, una dimensión
instrumental práctica se pone enjuego en nuestros actos, lo cual permite designar
esos usos como “técnicas” Para dar un ejemplo, al caminar hacia un lugar
generalmente no pensamos en los movimientos que debemos hacer (el ser-en-el-
mundo no necesita pasar por “representaciones objetivas”) y muchas veces tampoco
“sentimos” nuestro cuerpo, salvo que irrumpa una sensación de dolor, un obstáculo
con el que tropezamos o, por ejemplo, que elijamos dirigir nuestra atención a las
sensaciones que nuestro movimiento de caminar nos provoca, por entretenimiento o
por placer. En estas últimas situaciones, se daría otra forma de embodiment: “El
cuerpo en sí mismo es puesto en primer plano de la conciencia, el cuerpo aparece para
el sujeto como tematizado, en un primer plano” (Leder, citado por Lewis, 1995: 228).
Para el autor, esto sucede cuando las cosas “van mal”, como en la enfermedad, los
daños o las lesiones. No obstante, considero que el cuerpo puede hacerse “presente”
no sólo a través del dolor sino también de otras sensaciones asociadas al placer,
aunque este placer muchas veces implica la percepción de sensaciones más genéricas
o difusas junto a un estado emotivo que abarca la totalidad del ser. En contraste, la
manera en que el dolor hace presente al cuerpo generalmente conlleva un registro más
consciente de las sensaciones involucradas; a menudo el dolor es sentido en alguna
parte del cuerpo.16 Sobre la base de estos diferentes modos en que el cuerpo puede
hacerse presente propongo el uso del término “inscripciones sensorio-emoti- vas”
(Citro, 1997a) para aludir a estas diferentes situaciones en que las dimensiones
sensoriales y emotivas de nuestras actuaciones son enfatizadas y, de alguna manera,
registradas por los sujetos, en tanto se inscriben diferencialmente, dejan huella, en su
devenir. Tal vez no sea casual, entonces, que esa atención al “cuerpo presente” que
aparece en la filosofía nietzsche- ana -sea por el placer que la música, el movimiento y
el baile pueden proveer o por sus experiencias de dolor físico- haya llevado al autor a
discurrir sobre la importancia de la dialéctica del placer-dolor en su definición de la
subjetividad. En Merleau-Ponty, en cambio, la atención a ese cuerpo “habitual”, que
de manera silenciosa e invisible para nuestra conciencia permite habitar el mundo, lo
llevó a enfatizar en la inextricable y preobjetiva unión cuerpo-mundo, constitutiva de
toda existencia. No obstante, repito, ambas dimensiones son ineludibles al reflexionar
sobre la corporalidad.
Un segundo elemento que deseo subrayar es que, pese a los distintos aspectos de
la corporalidad que Merleau-Ponty y Nietzsche destacan, existe un punto en el que sus
filosofías confluyen: la libertad que le asignan al ser humano. No es casual, entonces,
que ambos optaran por las metáforas del arte, en tanto la creatividad ha sido
identificada como uno de los espacios de libertad por antonomasia en la modernidad
occidental. Ya vimos la importancia del espíritu libre y el superhombre en la
concepción nietzscheana: a la par que se reconocen las pesadas influencias del
pasado, se postula un sujeto que puede sobreponerse a ellas y crear un nuevo mundo.
De hecho, su misma práctica filosófica demuestra esa posibilidad de superar aquellas
herencias -de un medio académico, una moral y una religión legitimados-. Es necesa-
rio recordar también la importancia del devenir: gran parte de su crítica a la filosofía
occidental residía en que ésta ponía el mundo real del devenir en función de un falso

16 Le Bretón (1995) observa que las sensaciones placenteras tienden a producir un efecto integrador de
la propia corporalidad, mientras que el dolor tiende a producir el efecto de escisión do nuestra imagen
corporal individual. En un trabajo anterior (Citro, 1997b) discutí más detalladamente estim diferente«
modos do embodiment.
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mundo estático y suprasensible, como si uno fuese sólo la “copia” de esa otra realidad
más verdadera (el modelo platónico). En efecto, sólo aceptando el devenir puede
otorgarse al sujeto un carácter constituyente y, por tanto, responsable del mundo. En
el caso de Merleau-Ponty (1993), la reflexión sobre la libertad ocupa un lugar clave; es
el título del último capítulo de La fenomenología de la percepción y, en mi opinión, uno
de los más bellos y esclarecedores del libro. Allí discute con el “análisis reflexivo y el
pensamiento objetivo” que sostienen que “el acto libre es posible o no lo es -o el
acontecimiento viene de mí, o viene impuesto desde el exterior” (450). Sin embargo,
como toda su obra se ha encargado de señalar, el error de este tipo de perspectivas es
que ignoran el orden de los fenómenos, aquella dimensión en la que “estamos
mezclados al mundo y a los demás inextricablemente” (461). No se trata entonces de
definir si existen o no “actos” libres, sino de ver la libertad “en situación”, en el flujo de
la existencia. Así, el autor puede seguir hablando de “libertad”, pues “nada me
determina desde el exterior”, pero, aclara, “no porque nada me solicita sino, al
contrario, porque de entrada estoy, soy, fuera de mí y abierto al mundo” (463). En esta
concepción se sigue reconociendo la incidencia del pasado, la historia, la cultura (ese
mundo ya constituido, aunque no completamente, que está ahí) pero no como
determinantes “externos” de un ser sino como lo constitutivo del “ser en situación”,
que puede asumir de diferentes maneras las situaciones. Estas reflexiones sólo
pueden entenderse en la medida en que tengamos presente la redefinición del ser que
la fenomenología propone:
¿Qué es, pues, la libertad? Nacer es a la vez nacer del mundo y nacer al mundo.
El mundo está ya constituido, pero nunca completamente constituido. Bajo la primera
relación, somos solicitados; bajo la segunda, estamos abiertos a una infinidad de
posibles. Pero este análisis es aún un abstracto, dado que existimos bajo las dos
relaciones a la vez. Nunca hay pues determinismo, ni jamás opción absoluta, nunca
soy una cosa ni nunca conciencia desnuda [...]. Todas las explicaciones de mi
conducta por mi pasado, mi temperamento, mi medio, son, pues, verdaderas, a
condición de que se consideren no como aportaciones separables, sino como
momentos de mi ser total del que me es permitido explicitar el sentido en diferentes
direcciones, sin que jamás pueda decirse que soy yo quien les da su sentido o si yo los
recibo de ellos. Soy una estructura psicológica e histórica. Recibí con la existencia una
manera de existir, un estilo. Todas mis acciones y mis pensamientos están en relación
con esta estructura [...]. Y sin embargo, yo soy libre, no pese a cutas motivado- nes o
más acá de las mismas, sino por su medio, pues esta vida significante, esta cierta
significación de la naturaleza y de la historia que yo soy, no limita mi acceso al
mundo, es, por el contrario, mi medio de comunicarme con él. (460-462)
Estas definiciones nos introducen en el último punto a discutir, preámbulo a su
vez del siguiente capítulo: los métodos a los que Merleau-Ponty y Nietzsche recurren y
mi propuesta de combinar dialécticamente una mirada cercana sobre el mundo tal
cual se nos revela y otra más distanciada que ejerce la sospecha y la acción crítica.
Precisamente, pienso que cuando Merleau-Ponty reconoce que “todas mis acciones y
pensamientos están en relación con esa estructura” constituida por las explicaciones
por mi pasado y mi medio, deja la puerta entreabierta a esta difícil combinación. Pero
antes es necesario caracterizar brevemente los métodos de ambos autores. Merleau-
Ponty, para reconstruir aquella napa originaria de nuestra experiencia con el mundo,
propone la paradójica y no menos discutida “reducción fenomenoló- gica”, basada en
la epoche husserliana: aquel movimiento de “poner en suspenso”, “fuera de juego”,
“entre paréntesis” o “desconectada” la actitud natural (Husserl, 1949: 71). ¿Por qué
decimos “paradójica”? Porque la actitud natural sería nuestra creencia en la realidad
del mundo —tenemos “certeza” del mundo y del yo ineludiblemente, por ello es una
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certeza constitutiva, una “creencia imaginaria”-, sin embargo, en lugar de permanecer
en esa actitud, deberíamos ponerla entre paréntesis para así llegar a captarla y
conocerla más completamente. Según Merleau-Ponty, una de las mejores definiciones
de la reducción es la de Eugen Fink, discípulo de Husserl, en tanto “asombro ante el
mundo”. A partir de la relectura existencialista que Merleau-Ponty efectúa sobre
Husserl, basándose en sus últimos trabajos, redefine la reducción como una actitud
que permite volver paradójico lo familiar, extraño lo dado como natural; asimismo,
sostiene que este movimiento nunca es total, pues “la mayor enseñanza de la
reducción es la imposibilidad de una reducción completa” (Merleau-Ponty, 1993: 13).
De esta forma, la reducción pierde algo de ese carácter misterioso e inaccesible que
muchas veces se le ha otorgado y se asemeja, en cambio, a uno de los consejos
prácticos de la etnografía, acerca de exotizar lo familiar y desexotizar lo diferente.
En suma, comparando sucintamente estas metodologías, encontramos: Merleau-
Ponty, siguiendo la tradición fenomenológica, pone entre paréntesis la certeza del
mundo, la actitud natural; Nietzsche propone “dudar” de toda certeza, sospechar o,
como gustaba decir, “filosofar con el martillo”. La única cuestión en la que convergen
es que ninguno cree totalmente en las supuestas certezas del mundo que creó el
racionalismo; uno, al poner entre paréntesis la creencia del mundo; el otro, al
sospechar del mundo tal como es presentado, como si algo escondiera. La divergencia
reside en lo que cada uno encuentra tras sus respectivas dudas: Merleau-Ponty se
reencuentra con el orden de los fenómenos prácticos, esa interrelación sujeto-mundo
de la que la carne es vehículo, esa experiencia perceptivo-kinésica previa a que el
mundo sea pensado; Nietzsche, al dudar de todas las certezas instituidas, encuentra
la historia de su conformación ideològica, el camino en que aquellos valores llegaron a
instituirse como tales. Con este movimiento, Nietzsche inaugura el método genealógico
en filosofía; en ese sentido la obra de Foucault, que retomaré en el capítulo siguiente,
se encuentra en una línea directa de descendencia -“soy simplemente nietzscheano”,
decía Foucault^. Pero también, en la base de este movimiento de genealogización
filosófica, Nietzsche encuentra un nuevo prototipo de sujeto: aquel que duda, destruye
y crea un nuevo mundo, es decir, encuentra al sujeto movilizado por su voluntad de
poder. Nuevamente, considero que cada movimiento reflexivo podría resultar
incompleto en sí mismo, pero juntos, en cambio, se enriquecen. Además, lo
interesante de esta comparación es que, después de ejercer sus diferentes maneras de
dudar, ambos autores se reencuentran con un sujeto corporizado, aunque de maneras
disímiles: hecho carne con el mundo o avanzando sobre ese mundo a partir de aquella
voluntad encarnada en la propia corporalidad. Después de dudar sobre ciertas
certezas del racionalismo, ambos encuentran otras certezas, las de la corporalidad: la
percepción y la habitud, en un caso; la energía-pulsión ligada al placer-dolor del
movimiento transformador, en otro.
Mis experiencias reflexivas y corporales -como música y bailarina convertida
luego en antropóloga, con intermitentes viajes de campo y numerosas horas sentada
frente a libros y computadoras— me llevaron a los autores aquí analizados. Dentro de
la filosofía moderna, ambos constituían dos de las opciones (y reacciones) más
importantes frente al sujeto dualista cartesiano. A pesar de las diferencias en sus
métodos, a medida que avancé en su comparación fue surgiendo la necesidad de
indagar en su posible combinación, intuyendo la posible riqueza que juntas
aportarían. Parte de esa sospecha se confirmó al encontrarme, tiempo después, con
algunos trabajos de Paul Ricceur (1976 [1969], 1982, 1999 [1965]). Su propuesta de
una “hermenéutica dialéctica” combina la “hermenéutica de la escucha” o “la
“interpretación recolec- tora” con la “hermenéutica de la sospecha” o “interpretación
reductiva”. La primera está representada por la fenomenología de la religión: Rudolf
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Otto, Johannes van der Leeuw, Mircea Eliade y los trabajos de Ricoeur sobre la
simbólica del mal; la segunda, por Nietzsche, Marx y Freud, a quienes Ricceur
denominó, en una bella y acertada expresión, “maestros de la sospecha”. Para finalizar
este capítulo, reseñaré entonces la perspectiva de Ricceur y cómo nos conduce a
replantear el devenir del ser-en-el-mundo en términos dialécticos, confrontando a
Merleau-Ponty y a Nietzsche.
En primer lugar, es conveniente situar el punto de partida de Ricoeur, bastante
alejado del que inició este libro. Mi investigación empezó con una pregunta por el
cuerpo, por la experiencia práctica; Ricceur, en cambio, comenzó por la problemática
de los signos y los símbolos. Para este autor, la función simbólica es condición de
posibilidad del yo, mientras que el ser-en-el-mundo es anterior a la reflexión y
precedería a la constitución de un yo enfrentado como sujeto a un mudo objetual. Si
bien “el sujeto que pregunta” pertenece a la realidad sobre la que se interroga, crea
una distancia entre el yo y los actos en los que se objetiva; por ello, sólo una
hermenéutica de los signos y los símbolos permitiría una cabal comprensión
ontològica (Cortés Morato y Martínez Riu, 1996). Como sostenía Hans-Georg Gadamer
(1992), el lenguaje es el que media toda relación con el mundo, la realidad es siempre
fruto de una interpretación.
En segundo lugar, es necesario precisar que la fenomenología de lo sagrado a la
que Ricoeur refiere difiere de la fenomenología de Merleau-Ponty, aunque poseen
ciertos puntos de partida comunes, como la preocupación metodológica por “describir
su objeto sin reducirlo” a explicaciones por sus causas, su génesis o su función. Para
Ricoeur, “lo sagrado” es ese “objeto” al cual la fenomenología de la religión apunta, ese
“algo” que el rito, el mito y la creencia “quieren significar” a través de sus símbolos
(Ricceur, 1999: 29). Conviene introducir aquí la definición de símbolo de Ricceur, para
comprender cómo se conectaría con su propuesta dialéctica. Define el símbolo en
torno a una doble dimensión: la semántica, por medio de la cual damos cuenta de la
significación a través de un movimiento que nos transfiere de una significación
“literal” o “primera” a una significación “segunda” (tomando como modelo de este
movimiento a la metáfora), y esta faz semántica reenvía a una “no semántica”, “ligada”
a distintas actividades “no simbólicas” o “prelingüísticas” que tienen sus “raíces en la
profundidad de la experiencia humana” (Ricceur, 1982: 25). En el caso de los símbolos
religiosos, la dimensión no semántica correspondería al carácter de potencia, poder o
fuerza que lo sagrado posee para el creyente. Es lo que Otto (1925) denomina
“numinoso”, el mysterium tremendum que aleja y fascina o atrae, y al que sólo se
puede acceder, de manera aproximada, por las sensaciones y los sentimientos que
provoca en los devotos.17 Ricceur (1982) también sostiene que en el análisis de los
sueños o del síntoma que realiza el psicoanálisis, sus simbolismos aparecen como
fenómenos fronterizos entre “el deseo y la cultura”, entre “la pulsión y sus legados
representativos o afectivos [...] entre un conflicto pulsional y un juego de significantes”
(16). Como conclusión, afirma entonces que el símbolo “titubea sobre la línea de
división entre bios y logos, confirma el enraizamiento primero del Discurso en la Vida”,
y si bien el simbolismo “exige ser llevado al lenguaje, no «pasa» totalmente a él, es
siempre del orden del poder, de la eficacia, de la fuerza” (19, 20).
Me he detenido en este análisis pues posee un peculiar valor para esta
investigación. Muestra cómo una reflexión que parte del símbolo y su significación, del
estatuto del lenguaje como mediador de toda realidad, al incorporar la mirada
fenomenológica se reencuentra con la experiencia de la corporalidad. Como expondré

17 La idea de que el simbolismo religioso se enraíza en experiencias vitales y aun fisiológica» comunes
npnrec«, do diversas formas, en Víctor Turner (1980) y Mary Douglas (1988).
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en el capítulo 7, los significantes de lo sagrado mencionados por Otto y Ricceur
(fuerza, poder, temor y fascinación) aparecen en las creencias y los símbolos religiosos
de los tobas, y se enraízan y son suscitados en experiencias no verbales: en sus
danzas y músicas rituales. Se trata siempre de continuos de experiencias perceptivo-
motrices, emotivas y de significación, que sólo pueden ser plenamente comprendidas
en sus vinculaciones y, como intentaré demostrar, estos vínculos son claves para
construir una teoría explicativa de la eficacia ritual.
Establecidas ya estas primeras referencias sobre la importancia del lenguaje en el
pensamiento de Ricoeur, regresemos a la combinación dialéctica que él propone. La
fenomenología implicaría una particular hermenéutica, en tanto permite “escuchar,
recolectar o restaurar un sentido” que se me ha dirigido como “mensaje”; se trata aquí
de lo que la palabra, el símbolo o también el gesto “dan o revelan”; pero existe también
un movimiento hermenéutico totalmente opuesto, el de los maestros de la sospecha
que buscan la “desmitificación”, “la reducción de ilusiones”, se trata de la voutnad por
“descifrar”, pues se sospecha que lo que es dado como verdad puede no serlo (Ricoeur,
1999 [1965]: 28). Según Ricceur, ya no se trataría de la duda cartesiana “sobre la
cosa” sino de la duda sobre la misma “conciencia”, pues para Nietzsche, Marx y Freud
“sentido y conciencia” ya no coincidirán, por ello crearon “una ciencia mediata del
sentido, irreductible a la conciencia inmediata del sentido” (33, 34).
Es preciso reconocer que tanto el movimiento de la revelación como el de la
sospecha se convierten en contradictorios si se los considera como “única” clave de
acceso al mundo, pues justamente lo que cada uno hace es conducirnos hacia
distintas dimensiones del mundo. Asimismo, se convierten en contradictorios si en el
movimiento de sospecha conservamos ciertos residuos de la noción cartesiana de
persona -convertida ahora en un sujeto determinado, sujetado, ya no por su
conciencia individual sino por las estructuras económicas o su inconsciente—, pues
evidentemente esta concepción contradice ese ser-en-el-mundo constituyente de la
fenomenología. Estas contradicciones metodológicas nos colocan frente a una
paradoja: lo único que justificaría la recurrencia a estos métodos contradictorios entre
sí es reconocer un carácter contradictorio a los seres humanos y a su relación con el
mundo, que torne necesarios ambos métodos. Es decir, si reconocemos que no nos
revelan mundos lógicamente inconmensurables sino diferentes dimensiones posibles
de ese mundo que está “ahí delante” de los sujetos. Sólo si nos redituamos en una
cuidadosa reinterpretación del ser-en-el-mundo —que no resulte incompatible con el
sujeto comprensivo de la hermenéutica y con los conflictivos procesos que los
maestros de la sospecha revelaron-, sólo de esta manera, decíamos, podremos
recuperar la riqueza descriptiva de la fenomenología y la riqueza explicativa de la
sospecha. Es cuestión, tal vez, de poner a dialogar a los maestros y agregar, no sin
timidez, algunas voces de nosotros, los aprendices.
Reconstruyamos entonces este carácter contradictorio que atribuyo al ser-en-el-
mundo Tomamos de la fenomenología la proposición de que no puede pensarse al ser
escindido de sus relaciones con el mundo, incluidos los otros seres, y, al menos en el
caso de sociedades como la toba, debe agregarse también a los no humanos dentro de
esos “otros” seres. De ahí en más, cuando utilice el término “intersubjetividad” haré
referencia a esta concepción extendida del ser-en-el-mundo, a esta dimensión
relaciona! de los seres humanos y no humanos que-, además, se encuentra
inevitablemente mediada por espacios y objetos particulares. Destacamos también el
papel de la preobjetividad en estas relaciones y, especialmente, la manera en que ésta
posibilita una cierta familiaridad y generalidad en nuestro vínculo con el mundo, cómo
nos permite “poseer” ese mundo que se nos revela y hacernos “carne” con él. Con
Nietzsche, nos introducimos en las hermenéuticas de la sospecha, esto es, la duda
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sobre cómo fue construido ese mundo que está ahí delante y los conflictos entre el
sujeto y su mundo. Esta dimensión conflictiva y los procesos de enmascaramiento
(psicológicos o ideológicos) que suelen ocultarla han sido puestos de relieve, de
diferentes maneras, por los tres maestros de la sospecha. En Nietzsche, el conflicto
surge porque la voluntad de poder se encuentra siempre con la resistencia del mundo,
incluida la de aquellos otros hombres con valores disímiles; es la inevitable dialéctica
del deseo y las resistencias, del placer y el displacer. En psicoanálisis, la confrontación
entre el principio de placer y el de realidad postula un conflicto semejante, aunque la
diferencia reside en que se trata de un conflicto internalizado, que crea un sujeto en sí
mismo conflictivo o en tensión, por la presencia siempre latente de lo inconsciente
reprimido en su psiquismo; he aquí la noción de sujeto barrado, a la que Lacan alude.
Podría decirse, así, que el yo emerge, en parte, de la conflictiva tensión entre los
impulsos del ello y del superyó. En Marx, el conflicto se postula en términos
económico-sociales, la lucha entre los que poseen y controlan los medios de
producción y los que sólo poseen su fuerza de trabajo, entre dominadores y
dominados, constituía el motor de la historia; una lucha que tendía a ser
enmascarada por formaciones ideológicas específicas. Así, lo que retomaré de estos
autores es la importancia otorgada a estos aspectos contradictorios y conflictivos, así
como algunas de sus hipótesis explicativas sobre los orígenes y las consecuencias de
estos conflictos en la vida intersubjetiva y social.18
Hechas estas aclaraciones, ¿es posible, entonces, redefinir el ser-en-el- mundo
desde estas diferentes posiciones? Creo que sí, pero sólo en la medida en que
reconozcamos que se trata de un mundo esencialmente dialéctico pues, al decir de
Hegel (1968: 76), en sus contradicciones se halla “la pulsación inminente del
automovimiento y de la vitalidad”, y es en estas contradicciones y en sus
consiguientes superaciones donde emerge el “devenir”. Sólo pensando dialécticamente
el mundo intersubjetivo este diálogo teórico es posible -o, si se quiere, a la inversa, es
este amplio diálogo teórico el que nos obligó a pensar dialécticamente la
intersubjetividad-. Así, esta perspectiva implica que “la negación, la resistencia y la
alteridad son tan fundamentales a la existencia humana como el orden, la seguridad y
la rutina” (Jackson, 1989: 26) y, como también postula Michael Taussig (1993), que
las tendencias a la alteridad coexisten con las tendencias a la mimesis. Sin esta
tendencia a la mimesis, sin las rutinas que nos permiten cierta estabilidad en el
mundo de la vida cotidiana, si no existiese la posibilidad de síntesis superadoras de
las contradicciones, sin esta tendencia a la búsqueda de acuerdos que permitan algún
grado de orden y seguridad, la vida social sería imposible; pero sin la alteridad, sin lo
inesperado y lo creativo, sin la resistencia y el conflicto, seguramente no seríamos
seres deseantes ni agentes de la historia. Por eso, la sociedad ha sido pensada
alternativamente como un organismo o sistema que tiende a funcionar eficaz y
regularmente o como grupos en una cuasiperma- nente tensión y conflicto. Como han
destacado Jean y John Comaroff (1991), la vida social suele aparecer en todo lugar en
forma dualista, “simultáneamente ordenada y desordenada”, y ésta sería una de las

18 Una crítica antropológica legítima, en muchos aspectos, a estas “grandes teorías” explicativas de la
modernidad es que estos autores han postulado conflictos típicos de los seres humanos (probablemente
más de los hombres) de la historia occidental (y tal vez más de la modernidad), los cuales sería erróneo
proyectar a hombres y mujeres de otros tiempos y culturas. No obstante, así como se ha demostrado lo
infructuoso que puede resultar aplicar mecánicamente esquemas de análisis marxista a determinadas
sociedades aborígenes, también ha sido suficientemente demostrado lo infructuoso que es obviar las
desigualdades y las dimensiones conflictivas de su vida social, así como las formaciones ideológicas que
las legitiman; lo mismo podría decirse de algunas reapropiaciones del psicoanálisis posestructura- lista
en antropología, que permiten explicar ciertas constantes en la construcción de las subjetividades
generizatlas que so dan en diversas culturas (Dorny, 1994; Segato, 2003).
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grandes confrontaciones entre las “perspectivas modernas y posmodernas” (30) del
mundo, pues cada una enfatiza uno de estos polos, en vez de preocuparse por
considerar ambos.
El mundo de la experiencia práctica que la fenomenología describe -las
percepciones y las rutinas de los hábitos que permiten establecer las relaciones entre
seres humanos, no humanos, espacios y objetos de una manera regular y más o
menos previsible- parece evocar aquella primera dimensión de la intersubjetividad y la
vida social. De ahí la recurrencia de metáforas que evidencian cierta idea de armonía y
unidad —“comunión”, “hacerse carne” con el mundo— Pero, como vimos, la
inmediatez de esa experiencia puede ser abierta por el lenguaje, ser objeto de reflexión
y, además, resultar profundamente conflictiva. En conclusión, pensar la
intersubjetividad dialécticamente implica que somos seres preobjetivos y reflexivos;
somos “uno” con el mundo y también escindidos y distanciados, por medio del
lenguaje reflexivo, de ese mundo; somos carne y, a la vez, resistencia con ese mundo;
somos constituidos por ese mundo previo en el cual nacemos e inevitablemente
morimos, pero también constituimos ese mundo en el cual nos es dado habitar.
Finalmente, en la intersubjetividad también se ponen de manifiesto las vinculaciones
entre lo particular y lo universal, pues a pesar de la diversidad de cuerpos y lenguajes,
si no existe una “condición humana común”, sería imposible el diálogo intercultural y,
por supuesto, el mismo trabajo de campo. Es en torno a estos conjuntos de tensiones
dialécticas constitutivas como en cada cultura se construye la vida intersubjetiva de
maneras peculiares.
En el capítulo siguiente intentaré mostrar cómo este contradictorio mundo
intersubjetivo puede ser abordado en una etnografía dialéctica de y desde los cuerpos.

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