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3 – Renovación y progreso
Una vez substraído el referente clásico-humanístico a la idea de retorno, ésta termina
por asumir nuevos contornos y contenidos. La idea del retorno, que habita en los
fermentos y pliegues religiosos del mundo cristiano, y que en parte opera en la
Reforma, es mucho más variada e indeterminada que aquella de los humanistas,
quienes tenían una idea relativamente simple del mundo antiguo. El retorno entendido
en términos religiosos es el retorno al cristianismo originario, al cristianismo bíblico, a
un cristianismo originario reinterpretado con los ojos de los humanistas. La idea de
que monjes, maestros de escuelas y estudiosos iletrados habían deformado la imagen
del mundo antiguo podía ser generalizada, y por lo tanto podía ser usada para
interpretar el mundo cristiano como fruto de una colosal traición del mensaje
evangélico. Sin duda, también se podía argumentar lo contrario, sostener que la idea
de desvirtuación religiosa estaba en la base del humanismo laico y clasicista: la crisis
del papado avignonense y los movimientos religiosos entre el Trecento y el
Quatrocento pueden haber tenido una función esencial en la formación del
humanismo literario.
La gran variedad y la relativa indeterminación del estado originario que los
movimientos religiosos exponen tienden a dar una fisonomía diversa a la propia
imagen de la modernidad como retorno. El estado originario es para algunos aquel del
hombre caído, que ningún instrumento puramente ritual o ninguna intervención
sacerdotal puede modificar. Pero el cristianismo originario es también aquel que
presupone el fin de los tiempos oscuros y de la ley ceremonial del pueblo hebreo. La
“libertad cristiana” puede ser entendida como total obediencia y completa impotencia
de la criatura en manos divinas o como confianza en la capacidad de amor de los
hombres. Los viejos temas proféticos del fin de los tiempos y de la palingénesis pueden
ser utilizados para interpretar un estado histórico (el nacimiento del cristianismo desde
el hebraísmo) nunca eternamente realizado y al cual se debe retornar. Los caracteres
palingenéticos atribuidos al estado originario tienden a transferirse directamente a los
tiempos modernos, donde aquel retorno debería operar. Una nueva devoción, hecha
de amor y liberada de la superestructura de la iglesia del clero, puede producir una
nueva naturaleza tocada por la gracia divina.
La antigüedad clásica a la cual miran los humanistas, juristas, historiadores,
diplomáticos, hombres políticos cultos (como un lugar al cual retornar) no es siempre
la misma: la Roma de Valla o Bruni no es la misma que aquella de los humanistas que
gravitan alrededor de los Visconti o en la corte papal, ni aquella de Maquiavelo o la de
Bodin, y ni siquiera aquella de Montaigne. Y la figura de hombre que es buscada en
esos diversos paisajes no es precisamente siempre la misma: de Petraca a Erasmo, a
Montaigne, el modelo humano varía, y mucho. Lo mismo sucede en el terreno
religioso. Ambos procesos tienen una relación, pero no clara y coherente. No es difícil
pensar que más allá de todas las tierras del retorno, existe otro territorio, una especie
de zona plana, sin ciudades ni edificios: o tal vez algo como el fundamento de los
edificios antes de que éstos surjan. No es difícil dar el nombre de “naturaleza” a una
matriz de este género, porque este significado de “naturaleza” existe en la herencia
clásica que manejan humanistas, teólogos, historiadores, políticos y juristas.
Esta metáfora de la naturaleza se hará popular en la filosofía que clásicamente se
conoce y se presenta como moderna. Descartes pensará en volver a la inteligencia
natural que se distribuye entre todos los hombres, y considerará la naturaleza como
absoluta uniformidad. Locke hablará de los fundamentos del edificio de nuestro
conocimiento y de nuestras creencias. Pero por todas partes, se comenzará a querer
desmontar los edificios doctrinales que las escuelas monásticas habían construido y
que teólogos y juristas habían utilizado en sus trabajos. Como los literatos de las cortes
se habían opuesto a los teólogos de la universidad y a los monjes retóricos, artesanos,
artistas, astrólogos y alquimistas creen ver en las estructuras del saber escolástico un
impedimento al justo reconocimiento de sus estatus. Hacer referencia a esas formas
del saber, y a su incompatibilidad, se convierte en un modo de refutar el saber
escolástico y de delinear la referencia a una nueva naturaleza originaria, de la cual es
posible libremente extraer saber y poder.
La filosofía moderna usará un instrumento importante para cumplir esta operación:
elaborará una teoría de los prejuicios. Existen errores sistemáticos, es decir, generales
y no ocasionales, que los hombres reiteran y de los cuales es posible liberarse: la teoría
baconiana de la Idola, aquella cartesiana de la duda metódica, o aquella spinoziana del
emerdatio intellectus, son distintos perfiles de esta teoría. La nueva filosofía se
propone delinear un itinerario de retorno a la naturaleza y un panorama de la misma al
cual hace referencia. Unos y otros son todo lo contrario a lo uniforme. Bacon era un
político con formación jurídica, entusiasta de las invenciones. Descartes partía de las
grandes construcciones de la geometría griega poseuclidíana. Spinoza buscaba fundir
una visión geométrica del mundo con una visión religiosa. Los contenidos de los
distintos filósofos no eran compatibles. Bacon no apreciaba las matemáticas y Spinoza,
como Hobbes, regresaba a Euclides (que Descartes no había considerado) como el
único modelo de saber matemático. Pero estos filósofos tenían en común una cosa: la
confianza en la construcción de un saber definitivamente libre de errores
fundamentales, de ilusiones fruto de la subjetividad, el acceso a la naturaleza como
fuente de un nuevo saber y un nuevo poder.
Este tipo de saber configuraba la situación nueva: el retorno, que era fundamento de
la modernidad, era un retorno no a un estado real, histórico, antes vivido, sino a un
estado ideal, originario, ya no recuperable directamente. Si, en cambio, a través de
algún itinerario a lo largo del saber existente. Este itinerario debía hacer surgir un
nuevo estado, dotado de nuevo equilibrio y distinto de todos los otros. Desde un cierto
punto de vista, el nuevo estado era estacionario, porque era una garantía contra los
prejuicios, contra los errores fundamentales que habían hecho recaer a la humanidad
en una ignorancia capaz de contaminar toda forma de saber. Por otra parte, la nueva
condición instaurada por el nuevo saber tendía a evolucionar: el nuevo saber era capaz
de desarrollo y de crecimiento. De esto nace la idea del progreso y de la modernidad
como progreso indefinido.
4 – La interpretación de la modernidad
Sería difícil atribuir una teoría coherente poderosa y no episódica del progreso, como
se encuentra en Condorcet, y aún en Voltaire, por no hablar de Locke, Descartes o
Bacon: mucho menos podría ser ella imputada a la cultura moderna literaria y
humanística, ni aun a aquella historiográfica y política. El fondo de la teoría de
Condorcet era una teoría de las formas de organización socioproductiva que derivaba
de la cultura del Settecento y de Turgot. Había en estas teorías un fuerte planteo
naturalista que tendía a hacer retroceder todo el debate sobre las relaciones entre
modernos y antiguos y sobre la degeneración de la cultura antigua, que había
caracterizado el momento originario de la cultura moderna. Parecía predominar el
esquema que vela surgir la sociedad moderna de las transformaciones internas de la
sociedad pastoral y agrícola: un esquema en el cual el referente bíblico resultaba
importante, la Biblia era, bajo este punto de vista, una suerte de texto de antropología
evolutiva, en tanto contenía la historia de un pueblo en la edad del pastoreo y del
patriarcado.
Turgot y Condorcet eran sólo dos representantes de un intento de interpelar el
carácter y la identidad de la edad moderna a partir de un marco teórico más general
(no sólo construido sobre la bipolaridad de antiguo y moderno) y en el que los campos
considerados eran mucho más amplios. En este marco los aspectos institucionales
tenían un significado particularmente importante. Turgot había puesto en relación las
formas sociales, las políticas, las económicas y el tipo de saber. Condorcet había dado
forma sistemática a estos principios, transformándolos en una teoría acabada.
Montesquieu había insistido sobre los aspectos institucionales, políticos y morales que
diferencian el mundo antiguo del moderno, y había adjuntado a dicho cuadro el
mundo oriental. La escena moderna constituía, en esta perspectiva, un modo global de
organización, en el cual se subrayaban en un momento elementos jurídicos, en otro
políticos, en otro económicos, etc. La individualización del tipo de estructura de la
sociedad moderna respecto a otros tipos de sociedad (en primer lugar, respecto a la
antigua) se convertía en uno de los modos por los cuales el tiempo moderno tomaba
explícitamente conciencia de sí mismo como tiempo moderno.
Dentro de esta estructura se desvanece la interpretación de la modernidad como
retorno a lo antiguo y, en general, como retorno, mientras cobra cuerpo y fisonomía
aquello que en la lógica del retorno aparecía como deformación o corrupción de lo
clásico. Es notorio que la Philosophie de L’histoire y después Essal sul le moeurs de
Voltaire, nacen del intento de responder a la pregunta de Madame de Chatelet sobre
la naturaleza y el significado del medioevo. Para Voltaire y Madame, aquel período
podía aparecer todavía como un tiempo oscuro dominado por la superstición y el
poder religioso. Sin embargo, en la misma obra de Voltaire asoma la idea de que en
aquella edad se sitúa la primera aparición de los tiempos modernos. Como tentativa de
ampliar el horizonte histórico tradicional, fundado en la Biblia y en la historia romana,
Voltaire dejaba atrás la contraposición entre antiguos y modernos, instituyendo en
cambio en el año mil el inicio de los tiempos nuevos. La edad moderna era un nuevo
acontecimiento histórico que tenía su origen en la barbarie. La vieja correlación entre
antiguos y modernos que había inspirado la famosa Querelle, se modificaba. Ahora el
problema de la correlación se asentaba entre la superioridad técnica del mundo
moderno y la supervivencia de la cultura literaria clásica. Los dos términos de la
correlación aparecían como el producto de dos historias diferentes, sucesivas en el
tiempo. Y el problema del arte constituía un típico problema de superposición de las
dos historias.
Dentro de esta perspectiva, los tiempos modernos ya no eran el comienzo de una
historia nueva, tampoco de un retorno, sino la madurez de una nueva historia. Si
Petraca, como Descartes, podían sentirse en el umbral de tiempos nuevos, Voltaire y
Hume se sentían en la plena madurez de la edad moderna. En esta situación, cuando
se asume la convicción de haber alcanzado la madurez del tiempo moderno, nacen los
intentos de diseñar la esencia y la verdadera naturaleza de lo nuevo. En este
momento, los programas explícitos e implícitos con los cuales los tiempos nuevos
habían propugnado el retorno (a una edad histórica determinada, a una imagen suya,
o a la naturaleza) eran reinterpretados, aproximados y acaso comprimidos en el
intento de hacer algo único, o de construir desde ellos una historia coherente.
Sistematizaciones como aquellas de Condillac o de Condorcet, son significativas desde
este punto de vista.
5 – Lo antimoderno
La consideración de la edad moderna como la culminación de una nueva historia, que
tiene orígenes propios en la crisis de la sociedad antigua, se convirtió en uno de los
instrumentos esenciales para el rechazo de la modernidad. Si aquello que expresaba la
modernidad era una historia totalmente nueva respecto de la historia antigua,
entonces fracasaba cualquier tentativa de reconducir lo moderno a lo antiguo. Se
podía incluso reconocer la superioridad de lo antiguo, sin que eso se convirtiera en un
peligro o amenaza. Una vez cerrado lo antiguo en el mismo, podía retomar legitimidad
la posición central de la Biblia. Si Voltaire había tratado de eliminar el cuento
historiográfico de Bossuet, la operación antimoderna se configuraba como intento de
devolverle centralidad a la Biblia. La diferenciación entre las dos historias, la clásica y la
moderno-barbárica, atemperaba la embarazosa superioridad del mundo clásico. Al
mismo tiempo, la historia moderna se convertía en una historia bárbara, en muchos
aspectos cercana a la barbárica historia del pueblo hebreo. Todo esto le servía a un
personaje como Herder para negar que el presente, su presente, la cultura del
Settecento, fuese la madurez de los tiempos modernos y para depositar en el futuro el
cumplimiento de la modernidad. Por esta vía, Herder negaba que la modernidad
coincidiese con aquello que Voltaire había colocado en el centro del tiempo nuevo:
Newton y el nuevo saber. El tiempo moderno debía encontrar su cumplimiento, su
propia centralidad, y la propia armonía interna; y debía encontrarla en el terreno
religioso.
El traslado de la maduración de los tiempos modernos hacia el futuro es uno de los
instrumentos para negar esta misma cultura que tenía la pretensión de ser cultura
moderna. Herder dará a este motivo un contenido esencialmente bíblico, que tendrá
inmensa fortuna y se convertirá en un ingrediente fundamental para interpretar la
cultura moderna como hija del protestantismo, o como fruto de la secularización de
los contenidos religiosos. Una operación análoga cumplirá Comte, relegando la edad
moderna clásica a la posición de época crítica, y ubicando en el futuro la llegada de una
época positiva, en la cual los tiempos modernos encontrarán la plenitud a través de la
conciliación de la religión y la ciencia. Un planteo similar cumple Marx, fundándose en
los modos de producción, que habían servido a Turgot y Condorcet para construir una
teoría del progreso contenida dentro de la modernidad, entendida ésta como un
estado estable.
En general, todas las teorías antimodernas criticaron aquella época que Comte llamaba
crítica por su pretensión de presentarse como la madurez de los tiempos nuevos,
haciendo hincapié en los orígenes medievales de la modernidad. Respecto al
medioevo, la modernidad había introducido escisión y rupturas, elementos negativos
que sólo el futuro podría subsanar. El futuro puede ser una nueva centralidad religiosa,
una ciencia conciliada con el sentimiento, un estado social, la revolución proletaria o
una transformación del espíritu del hombre. Lo importante es reconocer en la fase
inicial de la modernidad un momento de escisión, de anarquía, de alteración, de
reducción del espíritu a la materia. La recuperación de la tradición se enlaza a la
interpretación de la modernidad como una historia en sí, nueva, que tiene sus orígenes
particulares en el medioevo. La formulación de doctrinas antimodernas tenía cierta
conexión con el problema del arte. Algunos programas habían nacido sobre el terreno
de la cultura literaria y habían propuesto el retorno a lo antiguo entendido sobre todo
como ideal literario. Estos programas partían del presupuesto de que el único arte
posible era el clásico, al que se debía retornar. Pero la civilización moderna clásica se
había encontrado frente al problema de la posibilidad de pensar un arte propio y
justificarlo. ¿Era posible una poesía moderna, un teatro moderno, una épica moderna?
Los modelos clásicos continuaron actuando categóricamente, el único tipo de arte que
nace independiente del arte clásico fue la música y el teatro musical. Pero está claro
que las mismas formas de arte clásico que eran representadas tenían ahora otro tipo
de vida, formaban parte de otra cultura y eran gozadas de otro modo. El pasaje de la
poesía prosódica a la poesía métrica era un indicio importante, que se unía a la música
moderna y al teatro musical moderno. La misma prosa estaba mutando. El diálogo
filosófico declinaba junto con la prosa oratoria, mientras emergía el tratado escrito con
método, y rápidamente propuesto como género culto, pero de extensa lectura: un
hecho que favorecía la aceptación de la narración como género noble.
Las teorías antimodernas buscaron negar la posibilidad de crear un arte moderno
paralelo al antiguo. El arte moderno podrá ser sólo imitación del antiguo. En cierto
sentido, el neoclasicismo teorizó aquello que en gran parte había acontecido y
representa un núcleo teórico ampliamente presente en la cultura moderna. Pero
también teorizó la superioridad del arte antiguo como ideal inalcanzable, mientras
gran parte del clasicismo operante estuvo, construido sobre la ilusión de alcanzar
realmente el ideal clásico. Mientras los clasicistas tradicionales habían pensado
siempre en retomar los modelos clásicos para hacer aquello que Grecia y Roma habían
hecho, por ejemplo, para imitar la naturaleza, los neoclasicistas sostenían que la única
tarea posible era imitar el arte clásico. El problema de crear un arte moderno podía ser
afrontado sólo reconociendo la superioridad de lo clásico, y buscando su imitación.
El neoclasicismo generó dos consecuencias que no había provisto. Por un lado, una
teoría estética general, sobre la base de la cual el arte no es nunca imitación de la
naturaleza, sino siempre imitación de formas. Por el otro, es que el único arte
moderno posible es aquel que imita al arte clásico, entendido como un perfecto
sistema de formas. La consideración sobre la modernidad como decadencia abría un
espacio para otorgarle un lugar específico al arte moderno.
6 – La reabsorción de lo antimoderno
Los motivos que había enumerado Herder en su polémica contra la modernidad se
convirtieron en canónicos en las interpretaciones sucesivas de la edad moderna, que
frecuentemente fueron construida con materiales, tomados de aquella polémica, a
veces con el intento de anular sus efectos. Herder había insistido sobre aspectos de
escisión y disonancia que la cultura del Selcento y el Settecento contenía en su seno:
sobre la materialización y mecanización del hombre que esto implicaba. Pues bien,
precisamente, a estas acusaciones era necesario responder.
Muchas respuestas retomaban los términos de la posición herderiana: los orígenes de
la modernidad en la barbarie germánica, y el centro en torno al cual lo moderno podía
recuperar una unidad orgánica propia era un cristianismo renovado a través de los
caminos marcados por la Reforma. Germanismo y protestantismo estaban en la base
de la interpretación hegeliana. Si Herder, en pleno Settecento, podía indicar como
deber del futuro el cumplimiento de la modernidad, como nueva época histórica
nacida de la Roma caída y del mundo bárbaro-cristiano, Hegel podía presentar como
presente, o como futuro inminente, la realización de la perspectiva herderiana. En las
manos de Hegel, el tema de la libertad como característico de la edad moderna se
convertiría en lo central: el mundo moderno es el mundo de la libertad, del derecho
propio de todo hombre, pero además como interioridad. El germanismo
proporcionaba el modelo de la comunidad de los libres, mientras el protestantismo
aportaba las dimensiones de la interioridad. De esta manera, Hegel podía presentar la
cultura moderna satisfaciendo las condiciones planteada por Herder, los tiempos
modernos se convertían en una época histórica consumada, con un centro propio,
conciliada consigo misma, organizada.
El tema de la libertad y el de la confrontación de la libertad en el sentido moderno con
respecto a la libertad de los antiguos se había transformado en tema central, y en
parte constituía una herencia del mundo en el cual la cultura settecentesca había
tratado de entenderse a sí misma respecto al mundo clásico. Pero ahora ese tema era
absorbido en otros. Y ahora parecía que desde la modernidad era preciso encontrar
una fórmula interpretativa que uniera los diversos aspectos que la cultura del Seicento
y el Settecento había dejado emerger y con los cuales se había interpretado, para
garantizarse una férrea unidad. En la dirección abierta por Herder, el tiempo moderno
terminaba convirtiéndose en ese tiempo garantizador de la autocentralidad (en
sentido fuerte).
El propio mito del progreso era ahora reformulado en términos herderianos: si la
autocentralidad debía ser el carácter propio de las épocas históricas, ninguna época la
habría realizado tan perfectamente como la moderna. La antigua podía aparecer
simplemente como la prefiguración de la modernidad: una edad en la cual la
autocentralidad perfecta había sido realizada de modo ingenuo. Y el medioevo podía
ser entendido como el momento en el cual nace (de una manera no consciente
todavía) la nueva forma de libertad que solo los tiempos modernos harán madurar.
Las teorías propiamente historiográficas sobre la modernidad usarán las alternativas
que las posiciones heredianas, y los intentos de responder a ellas, habían puesto en
juego. La relación de oposición y de reordenación respecto a la antigüedad permitirá
que ésta sea considerada contemporáneamente como una realidad totalmente
distinta de la moderna (que goza en autonomía propia) aunque aquella, precisamente
por haberse ya cumplido, continúa actuando como modelo en el que la modernidad
también debe convertirse, para realizarse como época histórica autónoma. Dificultad
análoga presentará la correlación con el medioevo, ahora considerado como el
comienzo de la vivencia histórica que pone en escena a la modernidad, pero con la
necesidad de diferenciarse en el momento en el que alcanza la madurez.
Dificultades de este orden se encuentran en la base de las fórmulas genéricamente
historicistas, que reivindican de la cultura moderna en su madurez no tanto el
descubrimiento de la historia, sino el descubrimiento de la primacía del conocimiento
histórico. Esta tesis es todavía una heroica de las concepciones herderianas y hace de
la historia una forma de conocimiento que el espíritu tiene de sí mismo. El historicismo
tiende a interpretar la modernidad como una época que realiza la máxima apertura
hacia las otras épocas: dorada por lo tanto de una cultura que tiene, en la comprensión
de la realidad histórica de si y de las otras, su propia esencia. La edad moderna se
convierte en una época tendencialmente vacía, en la cual la autocentralidad coincide
con la comprensión con las otras.
La cultura historicista, sobre todo con Weber, parece retomar un tema en el cual la
cultura seicentesca y settecentesca se había reconocido. Ella vio en el nacimiento de la
ciencia moderna y en el desarrollo de la producción manufacturera, el carácter típico
de la modernidad. Pero también intentó ligar estos aspectos con el protestantismo
(según modelo típico de la posición antimoderna) y buscó una fórmula única a través
de la cual contener diversos aspectos de la cultura moderna clásica, como el
nacimiento del saber naturalístico y matemático moderno, el origen de la sociedad
industrial, la reforma protestante, etc. En esta encrucijada, nace la interpretación de la
modernidad como racionalización, según un esquema que transforma el obrar
historiográfico y sociológico, las construcciones metafísicas y los diagnósticos
filosóficos.
Existe un aspecto de la cultura antimoderna que se demostró más complejo y rebelde.
Es la interpretación del arte. La cultura antimoderna está estrechamente ligada al
clasicismo, el cual a su vez había planteado el problema del arte moderno de modo
dramático, negando, al parecer, la posibilidad de cualquier arte que no fuese el clásico.
Si quiere afirmarse no sólo como imitación del arte clásico, el arte moderno debe
ubicarse como antítesis de aquel. Debe abandonar el ideal de la perfección, atribuido
precisamente al arte clásico, para buscar más bien la expresividad. Debe reconocer
que el valor propio no está en la mesura, sino en la desmesura. Debe buscar no tanto
la afirmación de aquello que no vale, sino el predominio trágico e irónico de aquello
que vale. Debe atender no tanto a los héroes, sino a los hombres comunes. El arte
moderno concluye, por eso, definiéndose a través de la negación del arte clásico. El
presupuesto parece ser aún aquel clasicista, una vez eliminada la solución imitativa.
No tiene que asombrarnos que a partir de este derrotero se haya planteado el tema de
la imposibilidad del arte moderno, se comenzará con la muerte del arte. Cuando los
temas herderianos son utilizados para construir una teoría de la modernidad que
pretende ser positiva, una manera de salir de la imposición neoclásica (que considera
el arte antiguo como el único posible) es la de declarar la muerte del arte en la plena
madurez de los tiempos podernos. En este sentido se puede incluso utilizar la vieja
metáfora del arte como una actividad propia de la infancia de la humanidad. Pero los
temas herderianos emergerán de manera más notoria cuando se declare la
incompatibilidad de los dos componentes de esa perspectiva: la neoclásica y aquella
que hace del mundo moderno un nuevo acontecimiento histórico. Bastará insistir en el
hecho de que esto nuevo no se conciliará ya con el mundo clásico, bastará atribuir al
mundo moderno aquello que Herder atribuía a una sola de sus fases para hacer del
mundo moderno el lugar de la mecanización y de la escisión, privándolo de aquel
cumplimiento armónico que Herder le asignaba como futuro. Los tiempos modernos,
vistos como tiempos de la ciencia y de la industria, admitirán solo un arte
distorsionado, alusivo, destructivo.
7 – El fin de la modernidad
Las imágenes que las posiciones antimodernas daban de la modernidad la mostraban
colmada de tensiones, que anunciaban llevarla a su crisis. La problemática resultaba a
propósito del arte, que aventuraba configurarse como un aspecto trágicamente
imposible de la cultura moderna, o bien como expresión de su disolución. Y la
disolución podría sobrevenir, de no verificarse el futuro inminente de Herder, Hegel,
Comte o Spencer, o tantos otros, auspiciaban y preveían para la modernidad. Bastaba
que la base científica y tecnológica no tuviese el suplemento propio del espíritu para
que el fin de los tiempos modernos se hiciera realidad. El motivo herderiano, que había
hecho actuar al espíritu bárbaro y al desarrollo de la ciencia como dos componentes en
conflicto del espíritu moderno, está en la base de la espera del fin de la cultura
moderna: basta no proveer más una integración de ellos al interior de la modernidad.
El fin de los tiempos modernos estuvo anunciado de diversas maneras, pero siempre
como escisión: entre sistema solar convencional y sistema tradicional, entre barbarie y
desarrollo técnico, entre solidaridad orgánica y solidaridad segmentada, entre
racionalidad y valores. En el fondo de todo esto subyace la distancia estructural de la
modernidad, que la teoría antiluminista había subrayado. Y no por casualidad la base
estética es casi siempre uno de los ingredientes más importantes de la teorización de
la nueva época, la posmodernidad. La predicción del fin de la modernidad es casi
siempre fruto de interpretaciones históricas simplificadas, obtenidas reduciendo a una
única forma aspectos dispares y complejos de la realidad moderna y también desde
imágenes simplificadas de las propuestas alternativas a lo moderno, como la sociedad
primitiva, la comunidad medieval o las economías no industriales.
En realidad, muchos de los aspectos de la cultura moderna que anuncian marcar su fin
pertenecen en verdad a la cultura moderna clásica. El motivo de la crisis de la
modernidad resurge en Rousseau y se radicaliza en autores como Ricardo y Malthus,
surgidos de una amplia literatura sobre la crisis de la sociedad industrial en estado
naciente. Mientras, en cambio, fórmulas que identificaban la cultura moderna con la
expresión de la burguesía, con la racionalización introducida en toda forma de vida,
con el nacimiento de la sociedad mercantil, carecen de atención.
La polémica sobre la modernidad y sobre el fin de la misma es en gran medida una
polémica contra la sociedad industrial, vista con los ojos de la cultura tradicionalista,
aquella que tiene sus gérmenes en la cultura settecentesca. En gran parte, los
instrumentos de los cuales se sirve son aquellos formulados por dicha cultura: la
atribución de una escisión interna a la modernidad entendida esencialmente como
visión mecánica del mundo, el desplazamiento moderno de la idea de redención (y de
su cumplimiento) hacia el futuro, la negación de la autocontención para el realizarse
de la cultura moderna. Es obvio que estas teorías son un cuestionamiento a los
filósofos del progreso: pero se trata frecuentemente de teorías del progreso
construidas, en clave antimoderna o utilizando posiciones antimodernas.
Los usos valorativos del término “moderno” se presentan siempre de un modo
fácilmente criticable. Ellos tenderían a dar una ingenua valoración positiva en función
de algún orden cronológico para considerar el presente siempre mejor que el pasado.
Pero es obvio que, en la realidad, las teorías del progreso nunca son tan simples y
procuran considerar el presente producto del pasado, con algún contenido preciso: el
conocimiento científico, el mejoramiento económico, la ampliación de la libertad, etc.
Lo mismo hacen las teorías sobre el fin de la modernidad: intentan trasladar el acento
sobre el futuro, sobre la edad que sucederá a la modernidad. También en este caso no
es el simple esquema formal el que cuenta, sino determinados aspectos que son
atribuidos al futuro. Se puede tener la tentación de teorizar haciendo hincapié en la
correlación entre el ordenamiento cronológico implícito en estas categorías y los
contenidos a los cuales ellas se refieren, insistiendo sobre la teoría del progreso o
sobre la crítica de ella, sobre el desplazamiento de la atención hacia el presente como
fruto del pasado, o hacia el futuro como superación del presente y de sus problemas.
Pero no son éstos los aspectos importantes. Cuando se insiste sobre lo moderno en
cuanto tal, sobre lo posmoderno, cuando se especula sobre las simples relaciones
cronológicas, se hace hincapié, la mayoría de las veces, en interpretaciones simplistas
de las realidades que se quieren poner en confrontación. Se congela a la edad
moderna en una fórmula unitaria, esquelética, o se utilizan ciertos aspectos de la
cultura moderna como instrumentos de reconstrucción posmoderna: de la
hermenéutica a la teoría del arte. Es verdad que las categorías cronológicas
historiográficas se distorsionan rápidamente cuando pasan a localizarse. Así, la
antigüedad se ha convertido en la clásica, la edad moderna se ha convertido en un
período cronológico preciso y el nacimiento del medioevo ha exigido la necesidad de
distinguir nuestra cultura de aquella moderna clásica. En parte, se trata de accidentes
banales del uso lingüístico, como sucede a menudo.
Pero tal vez se trate también de alguna otra cosa. Ciertamente se podrían tomar los
conceptos historiográficos cronológicos en sentido puramente descriptivo y no
funcional y prestar atención sobre todo a los contenidos a los cuales estos conceptos
remiten. Pero es necesario no olvidar que son justamente las referencias cronológicas
las que en esos contenidos han servido sobre todo en la cultura que llamamos
moderna para darse un orden, o más de un orden. Esta cultura ha inventado la
antigüedad clásica como tierra del retorno, y después al medioevo como comienzo de
un nuevo acontecimiento histórico. Sin estas imágenes de ordenamiento cronológico,
la cultura moderna estaría privada de una estructura propia fundamental. Sólo sobre el
armazón de estas imágenes ella ha podido construir los mitos de la decadencia, del
retorno, de la reanudación, de la barbarie y de la civilización. Por otra parte, es
necesario reconocer que estos conceptos historiográficos funcionan como funcionan
otros conceptos historiográficos. A veces las entidades historiográficas se conocen sólo
por la diferencia: mundo antiguo y mundo moderno han comenzado a asumir
fisonomía cuando han comenzado a distinguirse, tal vez, a través de las improbables
perspectivas del retorno del segundo al primero. Después, sus imágenes se han
desvinculado de una primera relación ingenua. Se hicieron más independientes las
unas de las otras, hasta llegar a la tesis de la completa diferenciación entre un mundo y
otro. Una tesis que, tomada al pie de la letra, podría comportar la consecuencia de la
absoluta inaccesibilidad de una edad por parte de la otra. Pero en la práctica
historiográfica, estos conceptos siempre tienen un valor instrumental. Son usados
siempre (tal vez de un modo poco impropio y metafórico) para conocer objetos
dudosos, evanescentes, nunca directamente observables: aproximaciones y metáforas
son nuestro pan cotidiano. Pero aquello que no se debe hacer es olvidar estas cosas, y
tomar los objetos historiográficos y los conceptos relativos como entidades o
instrumentos seguros para construir sobre ellos teorías o programas, que a su vez
proyectan sobre el objeto histórico ulteriores simplificaciones. Los problemas de
nuestra cultura, de la correlación con nuestra herencia cultural reciente y con aquella
lejana pueden recibir cierta iluminación desde el conocimiento de esa herencia y de los
instrumentos con los cuales ella se ha formado y que nosotros conocemos. Pero de
este conocimiento no deriva ninguna solución obligada, ningún argumento a favor de
esta o aquella solución de los problemas de nuestra cultura: no es necesario, a partir
de esto, construir fetiches del pasado. No hay nada de malo en proponer recuperar a
Parménides o a Nietzsche: basta con decir que son recuperables, sin transformar en
figuras de cartón la edad antigua o la moderna con generalizaciones de poco valor.
Estas edades, como todas las realidades históricas, son situaciones complejas, sobre
las cuales se pueden hacer generalizaciones, pero de tipo historiográfico, sin ninguna
extrapolación en el dominio teórico.