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A todos ellos, desde Kamchatka, les damos las gracias por su trabajo.
Resumen: Este artículo se ocupa de la relación entre la Abstract: This article studies the Spanish Transition
transición española y el ciclo histórico comenzado en to Democracy and the political cycle started in Spain
2011- y después del 15-M-, estudiando sus respectivos after the public occupations of squares in May 15,
imaginarios de la temporalidad, sus horizontes de 2011. It studies their specific temporal imaginaries,
expectativas y sus espacios de experiencia (Koselleck). horizons of expectations and spaces of experience
Argumento que, en España, en el contexto actual, tienen (Koselleck). I will argue that, in today's Spain,
lugar prácticas memoriales de recuperación activa de memorial practices are addressing the recovery of
formas políticas y estéticas propias de los años setenta. political and aesthetical forms from the 1970s. To do
Para ello, resumo y discuto algunas de las últimas so, I will summarize and discuss academic
investigaciones alrededor de la transición española, así bibliography on the Spanish Transition to
como mis propios trabajos, para concluir que, si buena Democracy, including my own work, to argue that the
parte de la historiografía había construido un relato del intergenerational transmissions of memory that are
proceso en clave institucional y desmovilizadora, hoy, en happening today in public spaces claim that people's
el espacio público, están teniendo lugar transmisiones de struggle is key element to define the Transition as a
memoria intergeneracionales en las que el elemento clave a period, despite of many historians.
la hora de entender la transición es la contestación
popular.
Palabras Clave: Transición, 15-M, Generación, Key Words: Spanish Transition, 15-M, Generation,
Democracia. Democracy.
DOI: 10.7203/KAM.4.4296
1
Estas dos preguntas eran el título del coloquio que me llevó a Bordeaux en diciembre de 2012,
gracias a la amable invitación de François Godicheau, que desencadenó la escritura de este texto.
Agradezco a los presentes en aquella sesión sus preguntas y comentarios que he tratado de
incorporar a la redacción final de este trabajo. También quiero agradecer a Ulrich Winter la
oportunidad de presentar una segunda versión del texto en el Institut für Romanische Philologie de
Marburg el 10 de Julio de 2013, seguida de un estimulante turno de preguntas. Nunca hubiera
podido escribir este trabajo sino después de leer la carta de jubilación de mi madre, después de
KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014
ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 11-61 13
Germán Labrador Méndez
2 Muchos son los ámbitos en los que esta revisión se ha producido. Entre ellos, destacan algunos
trabajos, cuya referencia completa puede hallarse en la bibliografía final, como el de Durán Muñoz,
sobre los casos español y portugués en una perspectiva comparada (Contención y transgresión. Las
mobilizaciones sociales y el estado en las transiciones española y portuguesa) o el trabajo de Radcliff
(Making Democratic Citizens in Spain. Civil Society and the Popular Origins of the Transition)
sobre la importancia de los actores no estatales en el proceso de transición y particularmente la
sociedad civil. También son interesantes las aportaciones de Wilhemi a propósito del movimiento
anarquista (El movimiento libertario en la transción. Madrid 1975-1982), el de Rafael Quirosa-
Cheyrouze (La sociedad española en la transición), que ha tenido la virtud de reincorporar prácticas
poco atendidas, como las de los pacifistas y los ecologistas, el libro colectivo editado por Muñoz y
2007), por no hablar directamente de la bibliografía de primera hora3, presentan más bien
el año de 1976 como una fecha intensa, marcada por las movilizaciones populares, el
recrudecimiento de las huelgas, las convocatorias de las asociaciones de vecinos, la
emergencia de nuevas formas de hacer política y de nuevas luchas por la emancipación y la
incorporación de nuevos colectivos al antifranquismo. Todos estos fenómenos se ven
acompañados de un aumento de la violencia policial y paraestatal, como reflejan los Sucesos
de Vitoria del 3 de marzo de 1976, cuando la policía disparó contra los obreros reunidos
en asamblea en el interior de la iglesia de San Francisco de Asís, matando a cinco e hiriendo
a ciento cincuenta. Las manifestaciones masivas con motivo del entierro posterior [fig. 1],
incrementaron la carga emocional del momento, facilitando que este adoptase una forma,
con la que los sucesos posteriormente ingresarían en el imaginario histórico del periodo [fig.
2]4. Este ejemplo resulta importante para nosotros, porque opera también dentro de la
lógica narrativa del evento, pues después de Vitoria las cosas ya no volverían a ser iguales
(tal y como cierta narrativa historiográfica instituye) y, al tiempo, los sucesos de Vitoria
(como los atentados de Atocha de 1977) funcionan como uno de esos umbrales que sólo
pueden atravesarse en una dirección, y cuyo mantenimiento necesitamos para asegurar
psicológicamente que nuestra época y aquella permanecen discontinuas en el tiempo [fig.
3].
Sánchez León sobre las asociaciones de vecinos (Memoria ciudadana y movimiento vecinal. Madrid
1968-2008), o el estudio de caso de Domènech y Molinero sobre el asociacionismo obrero y
popular en Sabadell, releído en una lógica de luchas autónomas más allá de la estructura organizativa
de los partidos (Quan el carrer va deixar de ser seu: moviment obrer, societat civil i canvi politic).
Tampoco quiero dejar de mencionar la crónica generacional-personal de Pepe Ribas (Los 70 a
destajo. Ajoblanco y libertad).
3 Algunos ejemplos de ello son el libro colectivo producido por Espai en Blanc, que presenta
numerosos testimonios y documentos de luchas populares y marginales de los años setenta (Luchas
autónomas en los años setenta. Del antagonismo obrero al malestar social), u obras de primer
momento como Ciudad, democracia y socialismo de Manuel Castells, que evalua y estudia el trabajo
realizado por las asociaciones de vecinos, en tiempo real, o como el libro de fotografías del Equipo
Diorama que contiene las Pintadas del referendum. De nuevo, en el ámbito de Sabadell cabe
mencionar La huelga y la reforma. Sabadell, Metal, otoño 76. Otros testimonios de interés son el
singular panfleto (que quiere ser colectivo y anónimo) Madrid en Huelga. Enero de 1976 o el
diario-crónica generaciona de Emilio Sola (La Vaquería de la calle Libertad. Crónica callejera (y, al
parecer, sin políticos) de la transición hispana a la movida y a la democracia, que se suele decir).
4 El caso de Vitoria es muy importante para la temporalidad de la transición, porque, a pesar de que
con los sucesos se alude frecuentemente a la muerte de los cinco asambleistas, son las dimensiones
de la protesta posterior y la toma colectiva del espacio público con motivo del consiguiente entierro,
lo que hace saltar los acontecimientos a una dimensión desconocida, que es lo que caracteriza la
dimensión del evento político. En ese sentido, es pertinente el testimonio del Colectivo de Cine de
Madrid, cuyos miembros construyeron la narración fílmica del funeral que se conserva, y que luego
sería asociada al discurso institucionalista de la transición, eliminando las perspectivas de primera
persona contenidas en las entrevistas. “Tuvimos el atrevimiento de rodar el entierro de los
manifestantes muertos en Vitoria por disparos de la policía. Un oscuro episodio de la política
española que muchos han preferido olvidar. Las imágenes, ahora impresionantes, pero entonces
inconcebibles de miles de ciudadanos acompañando el entierro, conmocionaron a quien las viera”
(CCM).
El estudio de los
movimientos sociales y de la
acción de agentes políticos
no institucionales son las
palancas con que la
historiografía crítica ha
tratado de abrir la transición
más allá del paradigma
institucional, que explicaba
el proceso de cambio
democrático como uno
conscientemente dirigido a la Fig. 3. Vergara. “El misterioso agujero negro español.” El diario.es 8 dec. 2012.
acumulación progresiva de estabilidad política en un contexto entrópico 5, hecho del que se
derivaban naturalmente dos aspectos morales clave para la mitografía del periodo: primero,
la idea del carácter modélico de la transición y, en segundo lugar, su influencia psicosocial
como proceso que produce reconciliación nacional. Sin embargo, la bibliografía crítica
comienza subrayando la existencia de una amplia respuesta popular, no consensual y
reivindicativa, que sería canalizada por el propio proceso transicional o disuelta en las
instituciones después de 1982, cuando no traicionada por los propios representantes
democráticos. Ferrán Gallego asume la tesis de la movilización colectiva en El mito de la
transición y escoge justamente el año de 1976 para desarrollar su argumento central, según
el cual las limitaciones de la propia transición ya estaban inscritas en la desigualdad
existente entre las fuerzas del régimen y las de la oposición política, desigualdad inevitable
que definió todo el proceso, a pesar de que, al cabo, las intensas movilizaciones populares
de 1976 y de 1977 (que respondían, a la vez, y por este orden, primero a una lógica de
movilización ciudadana de identidades supra-partidistas y, segundo, a una lógica de
movilización de partido) consiguieron evitar una transición aún peor que la que hemos
conocido, la transición que las instituciones del régimen habían diseñado hacia una
democracia de marcos más estrechos y libertades más reducidas, donde todo estuviese más
atado y mejor atado.
Para Ferrán Gallego, la oposición jugaba con las piezas negras y, en esa coyuntura
histórica, la medida objetiva del éxito ciudadano consistía en forzar las tablas. Así, la
5 Desde el primer momento para algunas voces, las producción de un relato histórico sobre la
transición fue entendida como una tarea conscientemente dirigida a la producción de un conseso
cultural. Es decir, que los relatos historiográficos sobre el proceso tuvieron desde muy pronto una
funcionalidad dirigida a alimentar la fantasía nacional de la fundación justa y exitosa de una
democracia sobre un pacto adecuado y necesario. Particularmente afortunado encuentro el modo
en el que Pablo Sánchez León (2003) en su contribución a un libro colectivo (La memoria de los
olvidados) se preguntaba por las bases sociológicas que han permitido y reclamado el matenimiento
de un mismo relato sobre la transición durante varias décadas, señalando que sólo en la medida en
que otras experiencias y sujetos del periodo fuesen identificados sería posible abrir el campo de lo
pensable a propósito la transición. Mi trabajo participa de claves parecidas.
ciudadanía con su esfuerzo, y con el peso en sangre de su esfuerzo, habría hecho fracasar
varios proyectos reformistas, el último de ellos el dirigido por Arias Navarro, que entra en
crisis precisamente a partir de los Sucesos de Vitoria. Finalmente, las dimensiones del
desbordamiento ciudadano harán necesaria la aparición de un actor Suárez, y de un
proyecto reformista de mayor calado, que habría resultado impensable sin la concurrencia
de los distintos sucesos de esos años, y sin la discontinuidad que establecieron con las
restantes otras transiciones que imaginó el franquismo. A partir de entonces, Suárez tuvo
que otorgar atribuciones políticas cruzadas respecto de las masas populares (derechos de
facto), en una dialéctica de representación donde las calles y el estado (su representación en
los medios) se presentan como dos teatros políticos secuenciados, en los que, por separado,
se hacen presentes los dos grandes sujetos políticos imaginarios del momento: estado y
ciudadanía, Suárez y la gente, el pueblo y el soberano. Una viñeta de Peridis sirve para
visualizarlo [fig. 4]. Después del referéndum de diciembre de 1976, y hasta el pacto de
representación de las elecciones del 1977, Suárez fue capaz de identificar como
interlocutores ciertos partidos políticos, investirlos de reconocimiento y -en mi perspectiva-
transferir las nuevas formas de expresión política hacia un nuevo teatro de
(tele)representación parlamentaria, que, progresivamente y en los años siguientes, sabrá
pacificar los dos ámbitos de emergencia democrática centrales del momento: las
movilizaciones en espacios urbanos y los intercambios libres en una esfera pública en
construcción.
Pero esas experiencias demoenergéticas, de las que me hago cargo aquí, ¿dónde se
reflejan? ¿Qué archivo tienen, más allá de los relieves en sombra de un sujeto colectivo de
cuya concurrencia se necesita para explicar un periodo, pero al que resulta muy difícil de
acceder de modo directo? Hasta ahora he argumentado usando la viñeta de un caricaturista
político [fig. 4] y las imágenes tomadas por un grupo de contrainformación [fig. 1]
convertidas luego en icono epocal [fig. 2]. Cuando la historiografía convoca este tipo de
fragmentos de discurso suele hacerlo con afán pedagógico, para que cumplan el papel de la
tapicería en un coche, y subrayen, reforzándolos, los argumentos que emanan de la
estructura fuerte de la historia
(instituciones, estado e
intereses). Pero las fuentes
clásicas, como voy
argumentando, no siempre
recogen el lenguaje (verbal o
no) con el que los actores
históricos trataban de dar
sentido colectivo a sus
experiencias y, aún cuando lo
hacen, hay algo de la
historicidad de esos
fragmentos, de su capacidad
de remitir a los deseos sociales,
al eros político de una época,
que frecuentemente se escapa
de un análisis positivo. Fig. 5. Equipo Diorama. Otoño 1976. S.p.
Ese algo tiene que ver con el modo en que el lenguaje, o las imágenes, son capaces
de abrir el marco de lo que puede ser pensado, deseado y dicho6. Así, por ejemplo, el
6 Son muchas las influcencias que están detrás de esta idea de una crítica poética que tiene efectos
políticos, y que también pueda trabajar históricamente. Mencionaré, por la cercanía con la escritura
de este texto, las ideas de Didi-Huberman, a propósito del poder de la imagen. Didi-Huberman
sigue de cerca a Benjamin, y su noción de imagen poética cuando afirma que “el primer operador
político de la protesta, de la crisis, de la crítica o de la emancipación debe llamarse imagen en tanto
que se revele capaz de franquear el horizonte de las construcciones totalitarias” (Didi-Huberman 3,
mi traducción). Es decir, para Didi-Huberman, una imagen es todo aquello (verbal o no verbal) que
tiene la capacidad de producir una percepción de la realidad, de su composición, como algo que
puede ser superado en su descripción existente. Es decir, como todo aquel objeto (prácticas de
cultura) que desencadena procesos sensibles en los que se imaginan cosas nuevas (o mejor dicho, en
los que se imaginan otras cosas o se imaginan las cosas de otro modo). Pero sobre todo, como
objetos que permiten imaginar las cosas más allá de un determinado régimen de realidad o marco
conceptual establecido (lo que Didi-Huberman llama “las construcciones totalitarias”). En ese
sentido, los lectores de Jacques Rancière también se acordarán de las ideas del filósofo francés sobre
los efectos políticos de la imaginación poética, por su capacidad de desorganizar la realidad (el
reparto de lo sensible) y abrir nuevos modos de imaginarla, que, al tiempo, son modos de hacerla
suceder.
análisis de los resultados electorales en 1976 puede dar una idea sólida de cierta
sensibilidad ciudadana escéptica, sino hostil, ante el llamado referéndum de diciembre
(convocatoria con la que Suárez trataba de legitimar su proyecto de reforma sin ruptura,
basado en la modificación de la institucionalidad franquista, como paso previo a la
celebración inmediata de elecciones generales y apertura de un proceso constituyente).
Frente a otra clase de fuentes, además de documentarla, un graffiti nos da una estética de esa
misma sensibilidad, una puesta en forma, una poética, es decir, un modo de relacionar las
formas y con el tiempo [fig. 5].
En el banco de un parque, quizá en la Ciudad Universitaria de Madrid, y sobre su
superficie, alguien ha escrito con letras mayúsculas: “Me estoy ahogando. Reforma mi culo”.
Y, en el fondo de esta fotografía, tomada semanas antes del dicho referéndum, podemos ver
el paisaje conceptual cotidiano del otoño del 76, de tapias escritas y rescritas, cubiertas y
recubiertas por pintadas y por contra-pintadas. Esta pintada, cuando se la hace dialogar con
otros documentos (Equipo Diorama, Sempere), argumenta en favor de la existencia, en
1976, de un sujeto histórico no sólo opuesto al franquismo, sino profundamente enfrentado
a la transición, tal y cómo era diseñada por la ingeniería política gubernamental. Ante la
propuesta de una reforma de las cortes orgánicas, esta voz política de la ruptura niega, con
vehemencia, la posibilidad de una reforma y sospecha de los intereses ocultos que la
animan. Si, en el relato oficial, el lenguaje de la transición (v.g. el habla de Suárez, el habla de
Felipe) se habría caracterizado por la búsqueda de claridad, racionalidad y equilibrio, como
virtudes literarias necesarias para una lengua del consenso (Imbert: 1982 y 1990,
Bartolomé Martínez: 2006), documentos como este graffiti nos ponen sobre la pista de un
proceso de signo contrario. Y es que, al llegar el año de 1976, el espacio público se llena de
hablas corporales, obscenas, diseñadas para la negación cívica, humorísticas, paródicas,
deconstructivas... Parecería que los sujetos de cambio durante la transición no le ofrecen al
estado su comprensión y su aquiescencia (consenso y reconciliación) sino su indignación
radical e insobornable.
después se vive como el fin entero de un orden. Entre el verano de 2013 (cuando corregí este texto
por vez primera) y el otoño de 2012 (cuando lo escribí) el proceso se ha acelerado y los signos que
hacen visible este “retorno de/a la transición” sobre el que escribo, se han hecho omnipresentes.
Algunos meses más tarde, en mayo de 2014, cuando estoy arreglando las pruebas de edición,
afirmaría que a nivel de la cultura de estado, hay una implementación desesperada de los relatos
transicionales como la última barricada de la legitimidad del estado post-franquista, tal y como se
vio en los funerales de su factotum Adolfo Suárez, elogiado sin tasa por parte de todas las fuerzas
parlamentarias consensuales. A nivel de las esferas públicas de protesta derivadas del 15-M la
interpretación de que el ciclo transicional está cerrándose en nuestros días se ha hecho hegemónica
y ha dado lugar a un número creciente de documentales, películas, novelas y prácticas activistas a las
que planeo dedicarles ya un texto específico. En resumen: podemos constatar la existencia de dos
(¡al menos!) grandes comunidades de memoria sobre la transición española cuya lectura del
proceso es completamente contraria.
9 La noción de revolución política tuvo gran fuerza en los primeros días de las movilizaciones de
2011, inspirada por los éxitos de los movimientos cívicos de la Primavera Árabe (la revolución
tunecina y egipcia en aquellos momentos habían conseguido desplazar a sus respectivos dictadores
y parecían imparables). El día 18 de mayo en la plaza de Sol una multitud coreaba “ya ha empezado,
la revolución”. Ello resultaba novedoso, porque, exceptuando en algunos grupos minoritarios, y en
el mundo abertzale, el término revolución hacía tiempo que estaba ausente del vocabulario político
colectivo y del horizonte de sucesos democráticos, al menos desde la desaparición de la izquierda
rupturista y la renuncia formal del PCE al leninismo, es decir, desde la transición a la democracia.
Sin embargo en la ficción, la literatura, el cine, y el cómic, el término había vuelto a circular
evocadoramente, cargado de nuevas poéticas. Basta con pensar en el ejemplo de V. de Vendetta.
10 He investigado cómo, en las proximidades del referéndum del 76, se produce una irrupción
política del graffiti sin precedentes, una suerte de explosión estética que va a definir el paisaje
urbano postfranquista hasta después del 82. Sin embargo, ya en las elecciones de 1977, el PSOE
declaró su política de “paredes limpias” (Sempere). “Paredes limpias, pueblo mudo”: decía un
graffiti portugués en Oporto en verano de 2011.
11 El concepto y su uso son anteriores (vid. el blog del autor), pero es a partir de mayo de 2011 y de
la publicación del libro colectivo citado cuando adquieren toda su relevancia. En términos teóricos,
Martínez se inspira en un tipo de crítica de la ideología a través del lenguaje que recuerda el trabajo
de Victor Klemperer. Una precisión sobre mi uso del término: CT, Cultura de la Transición como
término puede mover a engaño, porque parecería apelar a aquella cultura generada durante el
proceso de transición a la democracia, a la que prefiero referirme como “cultura transicional,”
“cultura setentera” o, con el término más específico de “culturas alternativas de la transición
española”. Sin embargo, la lectura de la introducción del libro de Martínez deja claro que su uso del
término se refiere a la cultura que surge de la transición española a partir de la desmovilización de la
cultura transicional (15-16), de la que su libro apenas habla. CT, cultura de transición, sería la
cultura hegemónica de la democracia española después de 1982 y, propiamente, en mi lectura, la
cultura socialdemócrata, popularmente conocida como cultura progre.
permanente de la transición, sus mitos y sus fantasías y, entre ellas, la del riesgo de desunión
y la necesidad de volver al espíritu de la transición y de la Constitución que lo garantizaría,
precisamente manteniendo la relación de identidad entre cosas y palabras. Ese tiempo de
seguridad lingüística se entierra, insisto, con los ataúdes paródicos del 21 de mayo de 2011.
Los movimientos que, en los años previos, hicieron la larga travesía del desierto
político de la burbuja inmobiliaria, construyendo el vocabulario básico y las reclamaciones
que se socializarían en las plazas del 2011 ya habían interpelado la constitución desde esta
óptica. Se habían tomado en serio la literalidad de la Carta Magna, como Quijotes cívicos, al
“objetivar la ilusión” constitucionalista, “y sobre todo la relación con el mundo llamado real
que esta supone, lo que significa recordar que la realidad que nos sirve de medida de todas
las ficciones no es más que el referente reconocido de una ilusión (casi) universalmente
compartida” (Bourdieu, 2002: 65). Así, el Artículo 47 de la Constitución, que garantiza el
acceso de todos los españoles a una vivienda digna y protege la vivienda como un bien
común frente a la especulación, se convirtió en una poderosa herramienta argumentativa del
movimiento V de Vivienda y, posteriormente, de los grupos antidesahucios [fig. 13], al
objetivar la distancia entre su texto y el mundo al que remite. ¿Por qué no se cumplía el
lenguaje del texto fundacional de la democracia, cuya remisión ad literam constituye el
léxico último de la lógica política de la cultura democrática, más allá del que no cabe
discusión posible?
Por última vez: la distancia, que se percibía creciente, entre las palabras y las cosas,
objetivada a través de la crítica estética de la política, deshacía la conciencia de vivir en
democracia. La muerte de la democracia es así la declaración de que los principios morales
y el relato histórico que ha acompañado la imagen de la transición a lo largo de toda la
democracia ya no se comparten de manera hegemónica.
Sin embargo, el relato de la concordia, una vez omnipotente, no ha desaparecido.
Regresa con titulares del tipo “México firma su versión de los Pactos de la Moncloa”
(Prados, 2012). El discurso institucional trata de inyectar transición en el cuerpo social
como si fuese un anxiolítico, después de que la ciudadanía declarase la muerte de la
democracia. A modo de ejemplo, puede mencionarse la inclusión de “la transición
española” dentro de los atributos de la campaña de marketing llamada la Marca España (al
mismo nivel que la paella, el fútbol o la lengua), como parte de los valores sólidos de la
nación que deben contrarrestar el daño que la crisis está produciendo a su imagen
(Labrador, 2013b). Frente a estos retornos fantasmales son otras las lecturas de la transición
que se están socializando en las plazas y las asambleas, y, sobre todo, en la esfera digital,
donde los blogs, conversaciones, documentales recuperados, o páginas dedicadas a la
crítica política de la transición son múltiples, demostrando que la discusión sobre la
naturaleza del proceso es hoy algo relevante en términos civiles. Y, al igual que mi amigo,
mucha gente estaría utilizando de un modo crítico el imaginario de la transición española,
para tratar de conocer la naturaleza del presente. No en vano el primer número de la
colección de Cuadernos, del periódico eldiario.es (aparecido en junio de 2013) se tituló El
fin de la España de la transición, empleando la noción de cambio epocal como instrumento
analítico para el conocimiento del presente.
12El 27 de abril de 2014 era posible acceder a través de los siguientes links:
Leo Bassi. Francolandia
Parodia en El Intermedio
Parodia en Polonia “El régimen de Franco”
tres últimas décadas? ¿Han vivido los españoles mayoritariamente los treinta últimos años
pensando que la utopía política y la realidad cotidiana coincidían? ¿Cómo? ¿Desde cuándo
han llamado los españoles a la España contemporánea “la democracia” como se habla del
“franquismo” o de “la República”? ¿Desde 1982? ¿Debemos asumir que la temporalidad
abierta por 1982 ha sido socializada, desde entonces, como “la democracia” o, incluso, que
ello comienza desde antes, quizá desde las mismas elecciones de 1977? ¿Fue la democracia
un enunciado performativo (una ficción política) que empezó a cumplirse en el mismo
momento de enunciarse legislativamente, generando conciencia histórica, o tardó muchos
años en hacerlo, requirió de un proceso complejo y quizá no lo consiguió nunca de modo
completo y categórico? ¿Cuándo se empezó a hablar del tiempo post-1975 como de “la
democracia”, como un tiempo con una identidad propia, que se correspondía con un
desarrollo feliz y positivo del tardofranquismo? ¿En qué medida el impulso y ampliación
del término como concepto metahistórico se relaciona con el cumplimiento de los dos
puntos principales del proyecto socialdemócrata: la modernización asistencial del estado
franquista y la homologación europea?
Una cascada de preguntas semejante nos conduce a la cuestión de la legitimación
fundacional de la democracia por parte de sus usuarios. Esta fue una preocupación
compulsiva de finales de los años setenta: cabe recordar que, entonces, en las distintas
convocatorias electorales celebradas entre 1977 y 1982 la baja participación electoral (60%
para el referéndum constitucional, 68% para las primeras elecciones constitucionales de
1979 y 62% en las primeras municipales) era una evidente amenaza para la legitimación del
proceso, como lo era, además, la existencia de verdaderos agujeros negros electorales en
zonas amplias del territorio del estado, particularmente en las áreas nacionalistas y en
Euskadi, donde la elevada abstención y el mantenimiento de posiciones políticas de ruptura
hacen complicado leer los resultados electorales en términos institucionalistas. Algunas
investigaciones, desde las ciencias sociales, han subrayado el “apoyo incondicional de los
españoles a la democracia”, confundiendo, con frecuencia, la comprensión de la
democracia como cronotopo (lo que llaman democracia) y como ficción política (la
“verdadera democracia” que no es) (Linz y Stepan cit. en Montero, Gunther y Torcal,
1999: 112 y 137). Otros analistas han abordado la cuestión en términos más morales,
regañando a la ciudadanía por no abrazar entusiastamente el sistema de partidos y la
Constitución, actualizando argumentos de primera hora, que atribuyeron la alta abstención
registrada en los primeros comicios al “conformismo, la apatía política, la desorientación y
deficiencias de información” (Blas Guerrero, 1978:204), cuando no directamente a la
actitud narcisista de los jóvenes (De Miguel cit. en Sánchez León, 2003). Estos análisis son
capaces de imaginar o bien una población progresivamente esperanzada ante los proyectos
institucionales de transición democrática, o bien reticente frente a ellos, pero, en cualquier
caso, democráticamente analfabeta, desprovista de agencia política y de juicio propio e,
incluso, carente de conciencia de sus propios intereses y lealtades. En principio, una
descripción de conjunto así resultaría naturalmente compatible con una comprensión
intervencionista del proceso, en términos de ingeniería política y jurídica e intereses
foráneos (Morán, 1991, Garcés, 2012), aunque compartir tal descripción no requiere, en
realidad, postular la inexistencia ciudadana.
Porque el discurso de los españoles desafectos con el nuevo sistema democrático
también es compatible con la penetración social de otros discursos de la democracia, que se
caracterizan por defender la autonomía de la sociedad civil y la participación política de
base. Según datos del DATA un 77% de los encuestados creían, en el año de 1978, que “la
democracia es el mejor sistema para un país como el nuestro”, cifra que en 1980 baja al
69% y después del golpe de 1981 sube hasta el 81% (Montero, Gunther y Torcal,
1999:112). Pero, según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas, en ese mismo año
de 1978, sólo un 65% de los encuestados creían que “los partidos políticos son necesarios
para que funcione la democracia” (y sólo un 45% que “facilitan la participación política”).
El porcentaje seguirá bajando, hasta el 61% en 1980 y 1981. (Montero 69). Estos datos
propone que un 40% de la población creía en la viabilidad de una democracia sin partidos,
fuese ya una democracia de ciudadanos (asamblearia, participativa, republicano-libertaria),
o bien una democracia social (un estado de tipo socialista o comunista). En cualquier caso,
la falta de entusiasmo popular ante la elección de representantes desconocidos en listas
cerradas, siglas oscuras y partidos políticos de funcionamiento no democrático fue
permanente durante toda la transición política, en contraste con el clima de exaltación,
efervescencia e intensa actividad que ocupa a amplios sectores de la población en ese
mismo periodo. Y si tal vibración no aparece con facilidad en las encuestas es fácil rescatarla
a partir de los documentales que han representado la agencia y la voz de esa ciudadanía sin
representación que, como un bajo continuo, da unidad al periodo, desde la movilización
vecinal de La ciudad es nuestra, el documental de las asociaciones de vecinos de Madrid
(Calabuig y Cóndor 1974-1975), o desde la emergencia anarco-libertaria de 1977 filmada
por Artero y Nacarino en Madrid13 y por Video Nou en Barcelona, hasta llegar a la masiva
politización de la sociedad en su conjunto que, en 1980, registraron las cámaras de los
hermanos Bartolomé, con el modelo de La Batalla de Chile del chileno Patricio Guzmán en
la cabeza y, en el corazón, el temor a una involución política sangrienta. El archivo fílmico
ciudadano tiene proporciones relevantes e incluye los trabajos de agrupaciones como el
Colectivo de Cine de Madrid o el grupo de Barcelona Video Nou, así como películas de
13 En las imágenes filmadas por Artero y Nacarino del primer mitin de la CNT en España después
de la guerra, en San Sebastián de los Reyes, y ante un aforo de más de 50.000 personas, puede verse
el conflicto estético y político entre viejos cenetistas y jóvenes ácratas. El lenguaje poético de los
discursos visionarios de la mayor parte de los líderes permanece anclado en una retórica nostálgica
de los años treinta, mientras que, entre los jóvenes, se visualiza una pluralidad de nuevas estéticas,
junto con el retorno, modernizado, de la simbología histórica del anarquismo. Sin embargo, más allá
de esta clave generacional, se expresan conflictos de nueva cultura política horizontales, en lo que
podemos leer como el aprendizaje de las prácticas participativas. Así, por ejemplo, se improvisa una
asamblea general, donde micrófono en mano, los presentes hablan. Una compañera critica la
organización del acto, por su sentido vertical y por el poco papel dado a los asistentes: “yo no tengo
que hablar nada de Mujeres Libres, sólo quiero hacer una objeción a cómo se está desarrollando el
mitin, [...] algunos oradores no han respetado suficientemente a la militancia [...] que somos el
verdadero mitin.” (11'20''). Las imágenes de Video Nou son claro, un tono diferente, y se
corresponden a las Jornadas Libertarias del Parque Güell, la fiesta mayor de la acracia en los setenta.
directores como Joaquim Jordà, Llorenç Soler, Gonzalo García-Pelayo, Ventura Pons (o
incluso el cine social de Eloy de la Iglesia y los super-8 experimentales de Antonio Maenza).
La interesada confusión alrededor del término Desencanto tiene que ver con el décalage
producido entre la existencia de la ciudadanía desbordante que muestran estos documentos
(muy presente en las calles y en la esfera pública alternativa) y la falta de respaldo que esa
misma ciudadanía ofrecía al estado a través de los canales electorales habilitados para ello,
su negativa popular a regalarle la legitimidad democrática. Es impresionante comprobar
hasta qué punto lo que la gente pensaba que era (y lo que quería que fuese) vivir en
democracia tenía muy poco que ver con las nuevas instituciones del estado y con la noción
de participación política que estas instituciones formalizaban (Culpables por la literatura).
En un estudio anterior (“Ciudadanos sin que se les note”), argumenté que la
existencia de un déficit de representación era el problema estético y político dominante
durante la transición democrática. Mi tesis es que su irresolución hubo de generar una
pauta estructural que, en las décadas siguientes, se hereda. Esta determina, en lo electoral,
que, desde 1982, un segmento de la población (al que podemos aludir como “anti-
franquismo sociológico” y calibrar entre un 10 y un 15% del censo) mantenga una relación
instrumental con las instituciones democráticas, a las que acude puntualmente cuando
considera que su identidad civil se ve amenazada por una inminente involución
institucional. La movilización de ese sujeto político, cuya sensibilidad progresista no se
solapa con una identidad de partido, ha resultado clave, en el pasado, para el triunfo
electoral de opciones progresistas (1982, 1993, 2004, 2008). Son tesis muy fuertes para
resumirlas sin matices en un párrafo, pero lo que aquí me interesa recalcar es la existencia,
en los años setenta, de un sujeto político, de relieves amplios, difícil de estabilizar desde
parámetros institucionales. Este sujeto político en transición no sale, curiosamente, en la
foto de la transición14. La configuración social de su identidad y de sus valores, como
argumentaré, no se responde al perfil ni la identidad de las “clases medias” que fueron
14 La ya mencionada experiencia del colectivo de Cine de Madrid nos alerta sobre la dificultad de
que la transición como proceso político de base popular cristalice en un imaginario autónomo.
Hasta la aprobación de la libertad de prensa el proceso de informar gráficamente sobre los
acontecimientos políticos sucedidos en el espacio público era especialmente complejo y peligroso,
lo que condenó a la invisibilidad las tareas políticas de oposición cívica. La pulsión realista que
atraviesa la narración gráfica o el cine de la época debe entenderse en sintonía: la voluntad de
autores como Carlos Giménez de participar en la construcción de un imaginario estético del
periodo post-franquista, contando la actualidad en una perspectiva ciudadana con sus dibujos. A
pesar de que las prácticas informativas de los años setenta constituyeron toda una revolución, en
particular por las iniciativas de la Prensa Independiente y las revistas contraculturales, es llamativa la
precariedad de estos esfuerzos, desconocidos hasta fechas muy recientes. Gracias a la
democratización de internet, esos documentales finalmente han sido puestos a disposición pública.
Paradojas de la lógica transicional: aquellas imágenes que se subsumieron en el discurso
institucional de la serie La Transición (Prego), representando la acción de las fuerzas democráticas
fueron producto ya de la ficción (i.e. Operación Ogro) ya del trabajo de los propios grupos de
contra-información de la época. A ese propósito, en su página web, el Colectivo de Cine de Madrid
ofrece todo un relato de la privatización intencional del archivo ciudadano de la transición en los
años noventa. Un temprano reconocimiento de esta tarea lo encontramos en el documental de los
hermanos Bartolomé, que se abre con una entrevista a los miembros del Colectivo y el visionado de
algunas imágenes rodadas por ellos.
objeto de la ingeniería social del régimen franquista y del lenguaje de masas del partido
socialista en los años ochenta, y los pilares del pacto político libidinal del cronotopo
democrático, tal y como se representó en las elecciones de 1982.
No son los primeros estudios que lo plantean, pero por la cercanía con sus
argumentos, citaré tres artículos, dos de Sánchez León (2010, “Desclasamiento y
desencanto”) y otro de Jesús Izquierdo y Patricia Arroyo que, en este punto, comparten
una misma tesis. Ambos leen la transición a la democracia como un umbral de continuidad
entre el franquismo y el postfranquismo, posible en la medida en que el concepto central de
sus respectivas lógicas políticas (la modernización) no varía, así como tampoco lo hace su
marco histórico de referencia (el desarrollismo). La defensa de una dominante
modernizadora en la constitución de la identidad nacional (vivida después de 1975 como
dinámica de normalización permanente) ofrece la posibilidad de entender la experiencia
histórica española en continuidad progresiva desde el plan Marshall hasta la globalización
(Richardson, 2002) a través del papel que cumplen las nuevas clases medias como garantía
sociológica de la estabilidad política del país y de su orientación hacia una economía de
consumo (Sánchez León “Desclasamiento”). Estas clases medias nuevas habrían sido el
producto destacado de la ingeniería política franquista y la culminación de una serie de
actuaciones modernizadoras (industrialización, proceso de migración del campo a la
ciudad, ampliación de la función pública, transformación urbana...). Ambas culturas
políticas, el franquismo y la socialdemocracia no se habrían diferenciado demasiado a la
hora de privilegiar a este mismo sujeto histórico como interlocutor de su relato público (y
de su imaginario de la historia): por el camino, el compartido vector modernizador dejaba
de lado la memoria del mundo rural destruido, y con ella, la memoria de la represión y de la
guerra (Richards, 2010). Añado además: y la del impacto ecológico de la modernización.
Al situar la epopeya modernizadora como la narración vertebral de la historia
española de la segunda mitad del siglo XX, y al identificar a las clases medias como su
beneficiario, pero no como su protagonista, se desarrolla, en lo social, una ampliación del
argumento de Garcés sobre la cooptación política. Sociedad del bienestar, clase media y
mercado común formarían un todo inseparable, vinculado a la legitimación de la
democracia y, a través de ella, a la socialización de los beneficios materiales de la
modernización primero, y de la integración en Europa después. La participación en el
reparto del botín capitalista (fruto de la integración en el bando vencedor de la Guerra Fría)
habría generado, una generación más tarde, unas clases medias comprometidas con la
democracia, como otrora con el franquismo. Miguel Espinosa analizaba la circulación
compartida de bienes, dones, afectos y lealtades políticas, que estructura la identidad de las
“clases gozantes y las clases ociosas de la dictadura.” A estos grupos privilegiados se habrían
añadido otros “grupos de estatus” en los años setenta y, mediante las estructuras del estado
del bienestar, hasta una entera “clase social” en los años ochenta. La idea sería que este
sujeto político de clase media fue conformado por y se conformó con la democracia que le
ofrecieron porque, además, le ofrecieron más cosas.
Cuando Izquierdo y Arroyo reflexionan sobre la identidad del sujeto político ideal
de la transición mesocrática, nos lo presentan como un híbrido agro-urbano, aquejado de
desnucado por su mujer con la ayuda de un hueso de jamón raído y, el último, termina
abandonado por su hijo, heredero moral del abuelo republicano que se pasó treinta años
escondido como un topo. ¿No estarían esos tres personajes apuntando al desplazamiento
del paradigma machista del nacionalismo desarrollista basado en el consumo en favor de las
energías cívicas que la transición moviliza, se correspondan estas con los vientos humanistas
de la vieja memoria republicana, con la emancipación moral y sexual de las mujeres, con la
conexión popular con las economías morales de la sostenibilidad campesina o con las ansias
vitalistas de la juventud contracultural? ¿El final retorno al campo en la cinta de
Almodóvar, la transmisión de la memoria republicana de Mambrú y el cierre sepulcral de la
cripta de la Presa de Aldeadávila (verdadero transfer del entierro de Franco en Guadarrama
en un templo emblemático de la modernización) no están ofreciendo tres posibilidades de
re-instalar la identidad y la memoria del siglo XX español en el seno de dispositivos pos-
coloniales a cambio de desplazar del horizonte político al español mesocrático? Otro tanto
podríamos plantearnos a propósito del cine de los años setenta de Eloy de la Iglesia, Carlos
Saura, José Luis Garcia o Jaime Chávarri y su fresco de sujetos en transición y sujetos por
venir (niñas virtuosas, diputados queer, mujeres infieles, ragazzi di vita, finales de raza,
quinquis y yonkies, resistentes morales a la dictadura y todo tipo de faunas suburbanas). La
comedia humana del cine de la transición (cine, por otro lado, altamente realista y pegado a
lo histórico) hablaría de la plasticidad creativa de las identidades en los años setenta, lo que
más que con las clases medias se corresponde con los relieves de otro sujeto histórico: la
hidra democrática, uno de los nombres posibles para ese sujeto político en transición que
no sale, curiosamente, en la foto de la transición, pero sí en sus películas.
Los estudios culturales desde hace quince años y, fundamentalmente, en sede
norteamericana, han sometido a evaluación y a crítica las subjetividades de la transición
democrática (Loureiro, 2010; Medina; Moreiras, 2002; Resina, 2000; Vilarós, 1998, etc),
identificando una pluralidad semejante. Su trabajo no ha dudado en relacionar la mutación
de las estructuras políticas de la época con la de las estructuras de experiencia. Muestran, en
su conjunto, un tiempo caracterizado por la emergencia de subjectividades alternativas,
algunas de resistencia (vinculadas al archivo de memorias del franquismo) y otras de nuevo
cuño (plásticas, rupturistas, experimentales). Estos, y otros muchos investigadores, han
mostrado la existencia de una cultura en la transición, que no entra en los parámetros de la
CT, con independencia de que, en las décadas siguientes, sus creadores lo hayan hecho.
Esa cultura implica al cine realista de la transición, pero esta cultura no es sólo fílmica: la
constituyen otras formas estéticas ya citadas (el documental, las revistas contraculturales, la
sátira política, el arte urbano, los graffiti, el teatro alternativo...) y otras formas posibles,
también características del periodo (la narración gráfica, la poesía underground, la literatura
realista...). Estos géneros de la transición ofrecen una mirada a la época de plasticidad
inmensa y gran complejidad. Muestran un mundo de subjetividades en formación y en
lucha que no se corresponde en absoluto con el vaciamiento de la escena política y con la
naturalización de su sociología. La cultura transicional, es decir, aquella producida antes de
la institucionalización de la CT, tiene sus propios archivos. La marginalidad actual de
sírvase de tirar de la cadena”). Aquellos que no lo hacen son perseguidos por la policía (los
“guardianes de la democracia con urna y fusil en su cruzada contra los no creyentes”). Aquí
resultan transparentes el descrédito del sistema representativo, la relación entre el proceso
de transición y la violencia política, así como la valencia poderosamente negativa que, en ese
contexto, adquiere la palabra “democracia”. Desde los datos que proporciona este mural,
para los jóvenes de la transición la democracia es el discurso legitimador del estado
postfranquista.
Esta bivalencia entre una falsa democracia existente y una democracia verdadera por
venir reaparece obsesivamente en muchos textos de la época. Si vamos a un editorial de la
revista Ajoblanco, contemporáneo de la pintada, esto se hace todavía más claro:
Hay quien afirma que este país va encontrando la normalización [...]. A nosotros
nos parece que [no] [...] porque, después de 40 años de dictadura e imposiciones
fascistas, la España cotidiana no tiene interlocutores ni organizaciones; en su día
fueron todas acribilladas por la fuerza. Las fuerzas de izquierdas que actualmente
se esfuerzan por resurgir o nacer no pueden hacerlo con normalidad. Han de ir
pactando constantemente con el gobierno. [...] Libertad, nada de nada; el pueblo
no la tiene y si en algún momento la consigue, luego la paga muy cara (muertes-
multas-secuestros-amenazas). [...] El pueblo real necesita libertad [...] para realizar
asambleas en todos los lugares (Fábricas, Barrios, Pueblos y Ciudades);[...] para
poder crear [...] sus organizaciones y sus representantes auténticos; [...] sus
verdaderos objetivos y su política. Entonces [...] podremos creer en el proceso de
la reforma, en el proceso de la soberanía popular y en todas estas cosas que hoy,
sin ningún respeto y con toda la confusión del mundo, proclaman con tanto
orgullo los que no son ni pueden ser nunca Demócratas. Si han olvidado el
verdadero significado de Democracia nosotros no, así como tampoco tenemos
miedo a no ser olvidadizos (Ribas, 1976).
Las cursivas son mías. Señalan los lugares del texto donde el lenguaje oficial de la
transición a la democracia (normalidad, normalización, pacto, reforma, soberanía...) aparece
inflexionado en una perspectiva ciudadana. La lengua consensual de los años setenta es
presentada así como un discurso de la falsa democracia (“los que no son ni pueden ser
nunca demócratas”), opuesto al “verdadero significado de Democracia”. Si el estado en
transición asumía la posibilidad de crear la democracia sin la existencia previa de
ciudadanos, presuponiendo su aparición como efecto derivado de la acción de las
estructuras políticas adecuadas, este texto defiende la existencia de una ciudadanía sin
representación (“la España cotidiana”) a la que no se permite emerger. Desde la ya
mencionada importancia que estos jóvenes atribuyen a la conformación del espacio público
(a la unión entre urbanismo y política), que el propio título recoge (“Hyde Park”), el texto
reclama una democracia basada en el ejercicio de las libertades civiles y políticas, como
precondición para el desarrollo de una representación política legítima (“representantes
auténticos”).
El texto concluye expresando su propia poética de la historia. Afirma que existe un
nosotros que conoce “el verdadero significado de la palabra Democracia” porque no lo ha
olvidado. En ese, y en otros pasajes del texto (“en su día acribilladas por la fuerza”), la
alusión al imaginario histórico de los años treinta parece clara. Las experiencias políticas de
preguerra y, particularmente, la cultura cívica del anarquismo catalán que la revista
Ajoblanco toma por referente en esta época (Ribas, 2007), se identifican con la posibilidad
futura de una verdadera democracia. La frase “no tenemos miedo a no ser olvidadizos”
constituye una afirmación del poder de la memoria y del compromiso moral con ella, que
contradice la supuesta voluntad de olvido del pasado autoritario y de la tradición
democrática que habría resultado hegemónica en los años setenta, y que habría afectado
especialmente a la generación más joven. En efecto, en la transición, había sujetos que no
tenían miedo a la memoria. Esta actitud de orgullo ante el pasado no presupone la
continuidad inmediata entre los años treinta (“en su día”) y 1976. Nos habla más bien de un
diálogo con experiencias democráticas pasadas, que acuden, como imágenes dialécticas,
sobre el presente de 1976, abriéndolo políticamente.
16 Esta percepción es compartida por numerosos profesionales vinculados a los diversos ámbitos
del estado del bienestar, y, en mi opinión, en relación con una noción de servicio público está en la
base moral de las movilizaciones transversales de las llamadas mareas, a partir de 2012. Registro un
ragmento de la carta de jubilación de una profesora de instituto donde la conciencia de los umbrales
históricos y la temporalidad política se expresa, una vez más, a partir del cambio semántico. Las
cursivas son mías: “Y yo tampoco olvido que empecé como profesora de Bachillerato en 1975 en
juventud actual no toma su puesto para defender estas conquistas con el mismo vigor con el
que ellos las habían alcanzado (2:30-3:00). El ambulatorio no sólo es un servicio público, es
el símbolo espacial, localizado, del estado del bienestar en ese barrio. El ambulatorio era
una silenciosa metonimia de la democracia como cronotopo, lo que se hizo evidente al
recordar la historia de su conquista ante la hora de su pérdida. El posesivo (nuestro
ambulatorio) nos ilumina mucho sobre el tipo de sujeto político que habla (nosotros, los
vecinos, la “gente trabajadora”, los que “hemos luchado mucho”, los verdaderos
demócratas) y que, al hablar así, activa un entero relato alternativo de los años setenta,
basado en la capacidad ciudadana de obligar al estado a realizar concesione políticas,
capacidad que se ejerce más allá de la acción de partidos y organizaciones sindicales.
Es sólo un ejemplo local de una transformación más amplia en proceso, en el que los
relatos alternativos sobre la transición se multiplican, vinculados a la toma de conciencia de
que la democracia, como sistema, estaría colapsando. La experiencia de Sabadell se repite
en otros barrios, como en Otxarcoaga en Bilbao, donde se recuerda que “desde los 60 hasta
el 85, los años más fuertes” el barrio estuvo en lucha continua (“la gente se mató por
trabajar 8 horas”, “estábamos de huelga todos los días”) y que “se consiguieron muchas
cosas... que luego se han perdido” (15'10). Estos activistas despliegan así un relato de los
años setenta, que reclama la participación política comunitaria y que conecta las memorias
de aquel pasado con las demandas de un presente que reclama reactivar estrategias
análogas.
Hay muchos más matices en estos relatos, que muchas veces suenan melancólicos,
pero sólo deseo comentar uno más, un cambio semántico en marcha, que este mismo
documental registra cuando una vecina proclama: “siempre salgo a las manifestaciones y ¡a
todo lo que haya en contra de este cabrón de régimen!”. Al evaluar la situación política
actual desde una memoria activista recuperada, que mira la transición críticamente, el
cronotopo al que, hasta ahora, nos hemos referido como la democracia de pronto, y por
obra de la actualización de la memoria, comienza a ser denominado: el régimen. Este
término lo usaron los demócratas para referirse al franquismo a partir del momento en que
ellos empezaron a llamar democracia al postfranquismo. Pero, a finales de los años setenta,
el régimen era también cómo llamaban al postfranquismo los individuos que no lo llamaban
democracia y que, en muchos casos, tampoco se llamaban a si mismos los demócratas.
“ABAJO EL R€GIMEN. VIVA LA LUCHA DEL PUEBLO SIN MIEDO” estaba
escrito en la pancarta gigantesca que activistas del movimiento Juventud Sin Futuro
desplegaron en la Plaza del Sol en mayo de 2011. Como un hashtag en las redes sociales,
Vigo, en un momento histórico especialmente convulso, junto a muchos otros jóvenes compañeros,
conscientes de que se cerraba una época y se iniciaba un tiempo nuevo del que queríamos formar
parte activa. El 23‐F me sorprendió con un hijo de dos meses temiendo, más por él que por mí, que
el futuro democrático que tanto habíamos ansiado se hubiera terminado ya. [...] Un día en clase un
alumno, inocentemente, me preguntó el significado de la palabra “honrado” y entonces sí que sentí
que la cosa podía ser grave y que tendríamos que sostener este edificio para que no se cayese e
impedir que el embrutecimiento de la sociedad y las políticas privatizadoras acabasen con la mejor
institución española: la enseñanza pública, garantía de igualdad de oportunidades, espacio de
convivencia social y de tolerancia” (M.M.).
como parte de las contramemorializaciones del 18 de julio y del 23-F de los últimos años, y
en relación con la crítica de los mecanismos internacionales de pago de deuda
(deudocracia), la mención se extiende, como puede demostrar esta imagen, tomada en la
víspera de la huelga general del 14 de noviembre de 2012 en el centro de Madrid [fig. 19].
parece bastante clara. Una de sus interrelaciones la encontramos en que las reclamaciones
más recientes a propósito de los crímenes contra la humanidad cometidos en España tienen
que ver precisamente con casos sucedidos después de la muerte de Franco.
Fig. 21. Graffiti. Silueta de María Cruz Nájera. Facultad de Ciencias Políticas, UCM.
Fotografía del autor. 11 jun. 2013.
Esta otra experiencia de la pertura de los relatos del pasado se vivencia como un
retorno al pasado, antes que como un retorno de los pasados. Un inquietante graffiti de
Alberto de Pedro [fig. 22] reflexiona sobre el modo no lineal por el que el gran tiempo
nacional nos interpela: en el reloj de la historia de España el tiempo retrocede. Según el
cronograma, habríamos cruzado ya el umbral de 1977. Tal hora histórica es recordada con
una imagen que cita el memorial de Juan Genovés a los abogados asesinados en Atocha. En
el presente del graffiti ya no estamos en 1976: estamos más allá del cronotopo democrático.
Dentro del franquismo retornado el tiempo retrocede a toda prisa: nos quedan cuatro horas
solamente para que se cumpla el retorno a la medianoche sombría de 1936. Si la
experiencia de que la transición está volviendo servía para abrir activamente el presente
desde el pasado, esta otra experiencia de que estamos volviendo a la transición se asocia
más bien a la sensación contraria, la de que hoy se difuminan los umbrales
(acontecimientos) que habían construido la experiencia de la discontinuidad histórica entre
pasado y contemporaneidad y que, con ellos, se evapora la experiencia subjetiva de que las
cosas (ciertas cosas) nunca más iban a ser iguales después de aquello.
Fig. 22. Graffiti. Alberto de Pedro. Madrid Centro, Plaza de San Nicolás. Enero 2011.
Hoy parece que la puerta epocal de 1975 amenaza con abrirse. Ello permitiría mito-
poéticamente la posibilidad de la resurrección de los muertos. En este sentido, impresiona
la cantidad de menciones al retorno de Franco que vistas en las manifestaciones de los
últimos años, típicamente en cartones que afirman: “Españoles, Franco ha vuelto”.
También en los carteles falangistas, que piden “vuelva general”, con motivo de la jornada
de paros del 14 de Noviembre de 2012. Un mural madrileño fotografiado en 2013 nos
informa de la pérdida de entidad psicosocial de la transición como corte histórico, y
formaliza la experiencia estética del cambio semántico, con la que se abrían estas páginas
[fig. 23]. En este graffiti, frente a una imaginaria cámara de televisión, la silueta gigante pero
difusa de Arias Navarro, con el mismo gesto compungido con el que anunció la defunción
del dictador, nos da un mensaje inesperado: “Españoles, Franco ha vuelto”. La borrosa
silueta se ve conformada por letras y palabras: sus contornos los define el lenguaje político
al mismo tiempo que este lenguaje está siendo redefinido. En tonos rosas retornan nuevos,
triunfantes, viejos lemas políticos (“PP es fascismo”) mientras se disuelve, en azules, el
lenguaje que configuró la temporalidad democrática: las letras de “esta democracia” se
pierden en los relieves de la figura (“E D M C R C I A”). Al pie de la imagen, una niña
dibuja la escena y un lema ciudadano reza: “se siente uno pequeñito”. Al pie a la izquierda
una masa difusa se concreta tras una mirada cuidadosa: del volumen brotan los muertos
republicanos, unos junto a otros depositados en las fosas comunes del verano de 1936.
Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze
Carrión. Detalle 1
Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze
Carrión. Detalle 2
Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze
Carrión. Detalle 3
Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze Carrión.
Figura completa.
.
centro las experiencias políticas de las derrotas de aquellos que se negaron a llamarlo
democracia porque creían que no lo era:
Mil colegas quedan tiraos por el camino
y cuántos más van a quedar.
¿Cuánto viviremos,
cuánto tiempo moriremos,
en esta absurda derrota sin final?
¿Dos semanas, tres semanas,
o cuarenta mil mañanas?,
¡qué pringue,
la madre de dios!
¿Cuánto horror habrá que ver,
cuántos golpes recibir,
cuánta gente tendrá que morir?
La cabeza bien cuidada,
o muy bien estropeada
y nada...
¡nada que agradecer!
Dentro de nuestro vacío,
sólo queda en pie el orgullo,
por eso...
¡seguiremos de pie!
Mogollón de gente vive tristemente
y van a morir democráticamente,
y yo, y yo, y yo no quiero callarme.
La moral prohíbe que nadie proteste,
ellos dicen mierda y nosotros ¡amén!,
¡amén!, ¡amén!,
¡amén!, ¡a menudo llueve!
El presente se abre cuando comprendemos poéticamente la dialéctica histórica que
lo constituye. Articulando, fundando este grito, que abre y que estructura los umbrales de
las luchas ciudadanas después de 1970 en la España contemporánea, está la experiencia
política de la primera generación de jóvenes de la democracia, a la que he dedicado otros
trabajos (2008). La letra de la canción de La Polla convoca un relato entero alternativo de la
transición, que su grito inicial resume y expresa moralmente. Detrás de su rabia se
encuentra la experiencia de las vidas truncadas de una generación maldita, formada por
jóvenes que se negaron a asumir que democráticamente pudiese rimar con vivir tristemente
y trataron de demostrarlo. La muerte, nada metafórica, de esos amigos, entre ellos uno de
los miembros del grupo (Fernando Murua “Fernandito”), se sitúa en relación con las
condiciones políticas que hicieron posible que lo llamasen democracia sin que lo fuese a
principios de los años ochenta. Para los supervivientes de esa generación, el comienzo del
cronotopo democrático fue una “absurda derrota sin final”, detrás de la cual se sitúa la
memoria histórica de la represión y del estado (golpes y horror y muerte) y las promesas
futuras de que esa violencia se repita. La mentira, el olvido y “la moral” de la vida
democrática mayoritaria, hizo que estos sujetos, que nunca lo llamaron democracia,
experimentasen el pacto de sujeción política nacional cristalizado tras las elecciones de
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Resumen: A partir de un ejemplo de cultura underground Abstract: After describing an example of radical
de mediados de los años setenta, este texto reflexiona culture from the mid-1970s, this text reflects on the
sobre los límites de las narrativas convencionales y críticas limits of the conventional and critical narratives on the
sobre la instauración de la democracia en España debido a establishment of democracy in Spain and points to a
su sesgo politológico y plantea la existencia de un sociological metanarrative underlying them all. Such
metarrelato sociológico subyacente común. Su metanarrative is founded in a representation of the
fundamento es una representación de la clase media como middle class as a social layer capable of smoothening
estrato social que suaviza el conflicto social y garantiza la social conflict and securing economic and political
modernización económica y política. El artículo desvela modernization. The article reveals part of the process
una parte del proceso de cristalización, a partir de legados of cristallization of a mesocratic discourse in Spanish
anteriores, de un discurso mesocrático en la cultura culture that, following previous legacies, took place
española durante la dictadura franquista, al que during Franco´s dictatorship and which profitted
contribuyeron al unísono intelectuales favorables y from contributions by anti and pro-regime
contrarios al régimen, así como los primeros sociólogos intellectuals, including the first generation of academic
académicos. sociologists.
Palabras Clave: Cultura underground, generación, Key Words: Underground Culture, Spanish
transición. Transition, Generation.
DOI: 10.7203/KAM.4.4145
1 Este texto es producto de un proyecto más ambicioso en proceso de realización que lleva por
título: “La representación de las clases medias en la modernidad española”. Se presentó en una
primera versión en el congreso “Lost in Transitions. Representations and Political Cultures in the
Spanish Transition(s) to Democracy” celebrado en la Universidad de Princeton en marzo de 2010.
Mi agradecimiento a los organizadores, Ángel Loureiro y Germán Labrador, por su amable
invitación, así como a todos los participantes en la sesión de discusión. Fue también discutido en el
seminario del proyecto Euraca de Madrid en enero de 2014, y de nuevo agradezco a Patricia
Esteban en nombre de todo el proyecto y a los participantes la oportunidad de discutirlo en público
antes de plantearme una versión para publicación. Existe una publicación muy resumida de aquella
primera versión (Sánchez León, 2010b).
¿Cuál es dicha encrucijada? Ese breve texto de arranque da algunas pistas. No habla
de un lugar, de una topografía; la encrucijada se muestra más bien como un asunto
identitario. Hay dos sujetos que, al encontrarse, producen un escenario de encrucijada.
Topan dos antropologías, esa es la encrucijada. Noguerol claramente pertenece a la primera
de ellas, que se caracteriza, se nos dice, no por hallarse simplemente traumatizada sino
“ametrallada” por “traumas”. Si la situamos en su contexto de elaboración, la expresión
tiene mucho de un lenguaje que es con el que entonces se rememoraba la Guerra Civil de
los años treinta, y no tanto en relación con la metáfora como por el concepto que la
acompaña. Un ejemplo: cuando a comienzos de 1977 se reabrió la polémica sobre el
bombardeo de Guernica por la aviación alemana y finalmente se produjo el abandono de la
versión franquista —que había venido estableciendo que la localidad que simbolizaba las
tradiciones de autogobierno vascas había sido quemada por gudaris republicanos en su
retirada— el diario El País publicó un editorial en el que decía entre otras cosas que si ese
tipo de cuestiones “no se esclarecen, se pueden convertir en traumas síquicos [sic] de los
que luego nacen las enfermedades colectivas” (El País, 26/04/1977, cit. par Aguilar, 1996:
275).
Aunque no utiliza el término “fusilada”, que hubiera sido más directamente
evocador de la guerra de 1936, es claro que Noguerol está empleando un lenguaje bélico y
desde un posicionamiento de víctima. Pero no lo hace para referirse a su experiencia en la
guerra de 1936, sino a su educación bajo la dictadura. No tenemos por qué equiparar
educación franquista con guerra, ni está claro que Noguerol quiera decirnos que su
educación ha sido para él como para otros antes que él la guerra; lo que sí podemos
constatar es que tras ese ametrallamiento simbólico o estético el poeta ha sobrevivido para
contarlo. Ha sobrevivido, es decir, a los efectos de esa educación, efectos que hemos de
entender como morales, y por tanto arraigados en el sujeto. Utilizo el verbo sobrevivir
porque el autor, a diferencia de lo que sucede a menudo con quienes hablan de su
experiencia de vida bajo el franquismo, no incurre en retórica heroica ni tampoco abunda
en la victimización. De hecho, no resume su experiencia educativa como una resistencia
planteada desde un posicionamiento preclaro y ajeno a la cultura dominante; más bien
sugiere un proceso de toma de conciencia a partir de una situación originaria diferente.
Noguerol nos habla, desde fuera ya, de unos valores que parece que en su día compartió,
aunque reconociendo las marcas dejadas por la experiencia de alejamiento vivida en forma
de “trauma helado”.
Vayamos a lo que podemos saber sobre esa educación. Si uno es español o conoce la
historia reciente, la de antes de la transición, vinculará casi automáticamente dicha
educación con un calificativo: nacional-católica. Cuando el libro de Noguerol fue publicado
seguramente también algunos pudieron creer que el autor se refería a la educación nacional-
católica. Era éste un tema que entonces, a mediados de los años setenta, daba pie a
abundantes y expresivos ajustes de cuentas. Por ejemplo, en 1976 Enrique Miret
Magdalena, teólogo comprometido con la lucha contra la dictadura, en uno de los varios
textos que publicó reivindicando la necesidad de separar Iglesia de Estado —y que tituló
precisamente “La educación nacional-católica en nuestra posguerra”— ofrecía una
distanciada perspectiva sobre “la penosa educación religioso-patriótica” del primer
franquismo. En él afirmaba que a través de ella:
basándose en la religión —muy arraigada en buena parte de nuestras clases
medias y burguesas— se intentaba conseguir lo que se quería, poniendo esta
religión como pantalla que frenaba otros legítimos deseos, o como vehículo que
facilitaba la adquisición de determinadas posturas humanas y políticas (Miret
Magdalena, 1976: 5).
Antes de seguir adelante llamo la atención sobre el empleo del término clases
medias. La cita da a entender que se trata de un vocablo de uso convencional a mediados de
los años setenta; se emplea en plural, y refiere un grupo distinto, aunque análogo, a la
“burguesía” que se cita a continuación. Continúo. Miret afirma que dicha educación
reprime y reorienta conductas. También, como el editorial de El País sobre Guernica, habla
de que esta educación se basa en la mentira. Dice así que “casi parece hoy mentira la carga
religioso-política que suministró a las mentes infantiles la Iglesia patria, y por la cual se
explican muchas de las cosas que nos han ocurrido”. A continuación, resumiendo el
contenido de una serie de catecismos escolares de los años cuarenta, describe los
principales rasgos de esa educación: intolerancia en cuestiones de creencia, negación de la
libertad de pensamiento, visión unitaria y totalitaria de la sociedad, espíritu de Cruzada…, y
finalmente dos que nos interesan más: el paternalismo social —que define como la negación
de la autonomía de los individuos en la vida civil— y el tabú en cuestiones de sexualidad.
“Sería interminable”, sentencia, “la colección de datos negativos que contribuyen a formar
nuestra psicología erótica tan anormalmente reprimida” (Miret Magdalena, 1976: 15).
lleva por subtítulo El segundo franquismo, 1959-1975, dando a entender que esta segunda
etapa de la dictadura es cualitativamente diferente a la anterior. El editor arranca en su
introducción afirmando que en esa década España inició una “verdadera revolución social
y cultural” (Townson, 2009: 6). Sin necesidad de dar todo el crédito a este tipo de
interpretaciones que separan los sesenta del recorrido anterior del franquismo, es razonable
pensar que la educación de los niños españoles dejase de identificarse entonces sin más con
la descripción que ofrece Miret de la época dorada de la instrucción nacional-católica. El
propio Noguerol parece sugerir esto cuando dice que recibió una “educación de pus en la
dictadura” (el énfasis es mío), como dando a entender que podía haber otras educaciones
en ese período, o que el contexto en el que la recibió es el de la dictadura pero que la
educación recibida no era en cambio de la dictadura por existir ya una cierta autonomía
entre la dictadura y sus políticas educativas.
La cubierta del libro permite interpretar algo más sobre los límites que la influencia
de dicha educación nacional-católica pudo llegar a tener en el autor. La contraportada
trasera contiene una foto retocada en la que
se identifica claramente a un joven que
porta una estatuilla de Jesucristo en la mano.
La exhibición de la escultura señala que esa
educación ha dejado una huella en el
personaje, de manera que este vuelve sobre
el asunto de la religión, pero su actitud, lejos
de expresar dramatismo, es más bien lúdica,
y transmite una sensación de alejamiento de
los valores transmitidos. No parece pues
que la crucifixión o encrucijada de esa
generación tenga que ver con haberse
quedado negativamente pegada a una
educación nacional-católica.
La contraportada aporta más
material para interpretar dicha encrucijada.
En la composición del ilustrador aparece
una gran cruz que viene a tachar una serie
de términos, evidenciando rechazo. Entre
ellos los hay claramente vinculados a la educación católica: aparece de hecho el adjetivo
“católicos”, así como “primera comunión” y, ya no tan directamente pero sí relacionado
con la educación moral, términos como “certificado en buena conducta” o “uniforme”
(aunque esta es algo más anfibológica, puede ser sustantivo, pero también adjetivo), así
como una expresión alejada de lo religioso, pero no de la Formación del Espíritu Nacional
que debían cursar los jóvenes españoles en el bachillerato franquista: “sin novedad en El
Alcázar”. Ahora bien, junto a ellas hay otras que nos sitúan en otro terreno bien alejado,
como son “material antidisturbios”, “electroshock”, “polución”, “franco” (en minúscula),
“televisor”, así como “burocracia”, “ABC” y por último “IBM” y “nixon” (también en
minúscula). Son éstos términos que no proceden ni remiten a la escuela sino a la calle y la
Ahora bien, para poder avanzar en la comprensión de lo que decían los autores de
obras como ésta, tenemos que ir abandonando el sentido común que nos haría despachar la
expresión “educación de pus” sin más como sinónimo de instrucción nacional-católica.
Hemos para empezar que dejar de reducir el concepto de “educación” de la frase de
Noguerol al estricto campo de la instrucción escolar, de lo que tiene que ver con el ámbito
de un sistema educativo. Pues aquí educación parece querer decir algo más amplio, que
jurisdiccionalmente toca todos los aspectos de la vida cotidiana, algo que en el caso de los
menores incluye muy en primer término, además de la escuela, por ejemplo la familia. Si
incluimos espacios como el de la familia o la calle entramos de lleno en el universo la
“sociedad”; y una vez dentro de éste el término nacional-católico se nos queda pequeño
como calificativo. De hecho educación adquiere un nuevo ámbito semántico, que se
identifica mejor por medio del término “socialización”.
Hablar de socialización es hablar de procesos colectivos, es identificar grupos, de los
cuales uno es la familia, pero hay otros. Noguerol utiliza en su arranque especialmente uno,
que reúne edad y socialización: generación. La suya, dice, es una “generación”. Al igual que
“educación nacional-católica”, “generación” es un término que remite a un universo de
valores y prácticas distintivas compartidas por un grupo. La diferencia es que este concepto
sociológico, tal y como es empleado por el autor, supone la existencia de una identidad, es
decir, de una identificación con determinados valores. No es un simple concepto
clasificatorio “desde fuera”, sino que se emplea como un recurso de expresión identitaria.
De los que tienen grosso modo una misma edad o experiencia colectiva. Podemos creer o
negar que artistas como Noguerol constituyeran una generación, pero algunos como él así
lo creían a juzgar por sus propias palabras. Y la referencia no es a una generación de artistas.
Nos habla más bien de una cohorte demográfica. Noguerol se considera también
seguramente miembro de un grupo de poetas, pero su grupo referencial está formado por
aquellos que han sufrido el ametrallamiento de una educación de pus y han sobrevivido3.
Hasta aquí es lo que el texto ofrece de forma explícita, pero hay otra cosa que nos
ofrece también, tal vez de forma menos consciente. Al presentarse como miembro de una
generación que no es sólo ni en primer término literaria, Noguerol está ofreciendo una
reflexión sobre el mundo en el que vive que no es sólo estética o cultural. Al emplear el
término “generación” de la manera en que lo usa, la retórica de Xaime Noguerol incorpora
una clara dimensión sociológica. De hecho, al igual que la de otros autores y artistas de su
“generación”, su obra poética incorpora un imaginario de lo social, una representación de
la sociedad, incluso un cierto análisis sociológico.
¿Qué interés puede tener esto para nosotros hoy? Como mínimo, la idea deja
planteada la posibilidad de una investigación sobre las diferencias y especificidades en la
manera de concebirse esta “generación” como grupo, y de su posición en la sociedad,
respecto de otros. ¿Cómo veían los de la generación de Noguerol a los “otros”? Y a su vez,
3 Un ejemplo debería bastar para mostrar que Noguerol no es el único que escribe así sobre su
socialización, y para etapas posteriores a la infancia. Otro miembro de esa “generación”, Borja
Casani, afirma: “recuerdo parte de mi infancia y toda mi juventud como un cautiverio, donde todo
tipo de tarados, argumentando toda suerte de jilipolleces, intentaban hacerme la vida imposible”
(recogido en Tono Marínez, 2007, 21). El énfasis es mío. La cita se la debo a Fernán del Val.
¿cómo eran ellos vistos por esos “otros”? El asunto que a su vez preguntas como éstas
ponen sobre la mesa es uno mucho más relevante, en realidad urgente: ¿cómo se ha
insertado en la narrativa sobre la transición la representación de lo social? En otras
palabras, ¿hay o no hay un subtexto sociológico en las interpretaciones disponibles sobre
de la transición española, y si lo hay, qué efectos ha tenido hasta hoy la ausencia de su
reconocimiento?
4 Es la expresión cada vez más empleada, sobre todo desde que en 2009 la usó Alfonso Guerra en
un diálogo con Rodolfo Martín Villa y Teodulfo Lagunero sobre el legado de la transición. La más
reciente utilización de la expresión hasta el momento de cerrar este artículo en 2014 proviene del
hijo de Santiago Carrillo en el primer aniversario de la muerte del histórico líder del PCE.
como “una generación ametrallada por los traumas de una educación de pus en la
dictadura” tenemos que poner en cuarentena el sentido común y tomarnos en serio la
alteridad que encierran las voces de quienes nos precedieron. Aún así se argumentará que
dicha alteridad tiene un límite, y en este caso dicho límite se sitúa obviamente en la
identidad prodemocrática entonces y ahora: al igual que nosotros, los protagonistas de la
transición creían en la democracia, y ahí no hay alteridad que valga. Este tipo de argumento
abre a una polémica empírica, pues como mínimo hay que comprobar si en efecto la noción
de democracia que usaban los españoles de los setenta era la misma que la de los de
comienzos del siglo XXI. Mas, ya el hecho mismo de plantearla, fuerza a abandonar la
perspectiva normativa que desde hace treinta años trata de medir los resultados de la lucha
por la democracia en los años setenta desde estándares convencionales, ahistóricos, sobre
que son libertades, participación, corrupción, constitución, etc.
Conceptos como “democracia” tienen una historia y experimentan cambios
semánticos en el tiempo (Rosanvallon y Costopoulos, 1995; sobre España y para el siglo
XX, Fernández Sebastián, 2008). Poco tenemos de esta sensibilidad en la mayoría de los
nuevos relatos sobre la transición. Hay honrosas excepciones, y una es la que ofrece Ferrán
Gallego en un trabajo relativamente reciente (Gallego, 2008). En ella se plantea una
hermenéutica sobre el discurso que la burocracia franquista tenía de “democracia” a
comienzos de los años setenta, pues lo cierto es que el concepto estaba lejos de ser
monopolio de la oposición democrática. El contenido semántico que atribuye Gallego a
este concepto es interesante en sí mismo, pero lo es más aún si se entiende que la definición
franquista sirvió para elaborar un proyecto político de transición desde el régimen que —
según concluye Gallego— sólo fracasó en la medida en que la presión popular tras la
muerte de Franco lo volvió inviable, pero que en principio apelaba con posibilidades de
éxito a sensibilidades individuales y colectivas dentro y fuera del aparato burocrático.
Incluso es posible argumentar que cuando Xaime Noguerol emplea el término “democracia
anglosajona” de alguna manera se está haciendo eco de un contexto en el que se estaba
planteando la posibilidad de una “democracia a la española” distintiva de las homónimas
del norte de Europa.
Con esto quiero señalar algo tan sencillo como que la relevancia de estos conceptos
es que funcionan, no ya como guías para la acción política y social de los sujetos, sino como
referentes esenciales en la construcción de identidades colectivas. Era por referencia a
conceptos socialmente establecidos como actuaban los españoles de los años setenta, por
medio de los cuales se dotaban del “espacio moral”, en la definición de Charles Taylor
(1996), que les aseguraba un posicionamiento ante acontecimientos rutinarios o
inesperados. Si queremos saber cómo eran a este respecto los españoles que asistieron al
cambio democrático, en lugar de observar la cultura política de los años setenta desde
ideales de ciudadanía intemporales o desde las maneras convencionales actuales,
necesitamos una historia de los conceptos debidamente vinculada a experiencias de acción
social y expresión de identidad.
Y necesitamos una historia de los conceptos que incluya referentes más allá de la
dimensión política, es decir, de las nociones de democracia, ciudadanía, participación, etc.
Ya hemos visto que Xaime Noguerol empleaba un imaginario de lo social al definirse a sí
mismo y a otros. Esas representaciones, no hay que olvidar, son receptáculos de ideales
colectivos y “valoraciones fuertes” de tipo moral —en el sentido de Taylor— con las que
los sujetos se identifican o con las que clasifican a otros, pero también por medio de las
cuales reciben reconocimiento y son representados en el orden social. Hay por tanto que
entender estas representaciones sociales, no como ideas que tenía la gente, frente a lo cual
estaba “la realidad” estructural de lo que eran —obreros, burgueses, profesionales,
artistas…— sino como referentes con los que daban significado a sus actos y venían a
clasificar a otros sujetos sociales; en ese sentido dichas representaciones eran instituciones
(Douglas, 1996) y por tanto parte esencial de la realidad, con capacidad por tanto de
influencia no sólo sobre los procesos políticos sino sobre la propia configuración de las
relaciones estado-sociedad civil y el entramado institucional de la sociedad (Cabrera,
2001).
Analizar la influencia de estas representaciones es hacer algo muy distinto a ofrecer
un análisis de la estructura social de España a mediados de los años setenta vista por un
observador desde fuera, de lo cual tenemos una literatura bastante abundante. En cambio
no tenemos apenas estudios sobre los años setenta sensibles a esa otra perspectiva. La
tendencia dominante entre los sociólogos expertos en la época de la transición ha sido y
sigue siendo el estudio de los grupos como magnitudes sociales, no como representaciones
colectivas (p.e. De Miguel, 1998); por su parte, el interés por la cultura política no suele
incluir el de la influencia de esas representaciones en la articulación de la lucha política
(Morán, 1999). Los pocos títulos que parecen sensibles a los imaginarios sociales que
operaban en la época resultan decepcionantes desde la perspectiva que aquí se plantea
(Imbert, 1990). Esto no quiere decir que sepamos poco acerca de cómo se representaban
los españoles entonces su propia sociedad, su realidad social, su posicionamiento dentro de
ellas, los grupos a los que creían pertenecer, etc., pero lo que nos ofrecen los estudios tiene
más que ver con cómo opinaban los españoles acerca de estos asuntos que con qué
materiales lingüísticos elaboraban sus opiniones, a qué referentes morales y conceptuales
compartidos pero no siempre conscientes remitían sus discursos, para lo cual lo que
necesitamos es una hermenéutica contextualizada de textos de época. Entre ellos, el de
Xaime Noguerol.
Mi argumento es que estos imaginarios sociales instituidos fueron determinantes
para el desenlace de los acontecimientos de los años setenta en España; y que lo siguen
siendo hoy. Lo fueron entonces no porque aparezcan en textos marginales como el de
Xaime Noguerol, sino porque en realidad ningún actor significativo del período, individual
o colectivo, estaba por encima o desprovisto de un imaginario sociológico, con el cual
trataba de hacerse un mapa de su propia ubicación y sobre todo de las de otros grupos
ajenos en condiciones de actuar directamente o a través de representantes. Más aún, creo
razonable afirmar que dicho imaginario sociológico fundaba una parte relevante de las
clasificatorias políticas e ideológicas del período.
En el caso de la oposición al régimen, esto debería resultar evidente por lo que
sabemos del modus operandi de las organizaciones políticas de filiación marxista o pseudo-
marxista: todas ellas apoyaban sus agendas políticas en análisis que eran abiertamente
sociológicos, basados por cierto muy en primer término en imaginarios de tipo clasista
(Laiz, 1995). Pero además estas representaciones colectivas siguen teniendo relevancia hoy
también, aunque sea porque pasaron a formar parte, como una suerte de subtexto, de la
narración oficial de la transición. En efecto, en un sentido profundo pero que ha terminado
velado por el peso de los enfoques politológicos, el relato oficial sobre la transición posee la
credibilidad social y académica que posee porque hunde sus cimientos en una explicación
sociológica, y hay indicios sobrados en las narrativas de ese universo de imaginarios y
recursos retóricos. Todas ellas poseen en realidad un sustrato sociológico, un aporte de la
teoría social, en ocasiones explícito, en general más implícito, a menudo asumido de modo
irreflexivo. Dicho aporte sociológico define el marco estructural de la narrativa sobre la
transición por encima de variantes, de manera que a partir de él las interpretaciones pueden
ser divergentes en relación con los procesos políticos significativos del período. Sin el
concurso de ese sustrato sociológico común, por consiguiente, los relatos oficiales no
habrían podido desarrollar hipótesis en clave de sociología política, ni de cultura política, ni
de simple ciencia política ni menos de historia política.
La relevancia retórica y analítica de estas representaciones sociales debería estar
fuera de duda. Y sin embargo, este subtexto no ha sido hasta hoy identificado ni sometido a
crítica, y esto constituye otro límite importante de las narrativas que se consideran
alternativas a la dominante sobre la transición. Si hay un relato que reclama ser reconstruido
críticamente es el de las premisas sociales en que se apoyan las interpretaciones que nutren
tanto las versiones oficiales como las críticas sobre la transición política. Difícilmente podrá
haber relatos alternativos dignos de tal nombre sobre la transición española, capaces de
competir por la hegemonía con el relato convencional, mientras no se esté en condiciones
de ofrecer narrativas distanciadas de esos imaginarios sociales, de esas representaciones
convencionales sobre la sociedad española instituidas en los años setenta.
Aunque no se aspire a demolerla, para comprender esa fundamentación metapolítica
de los relatos de la transición hay que comenzar identificando dicho relato sociológico,
describiendo sus rasgos, tomando conciencia de su presencia y expansión por las narrativas
de época y sus secuelas en las interpretaciones apoyadas en ellas. ¿Cuál es el relato
sociológico que subyace a los relatos sobre la transición? ¿Sobre qué conceptos e hipótesis
y discursos sobre la sociedad española se apoya? ¿Cuándo y cómo se elaboró? Responder a
este cuestionario desborda las posibilidades de este texto; no obstante, al menos es posible
plantear una operación análoga a la que he ofrecido con los enfoques procedentes de la
ciencia política. Pues esta dimensión sociológica inserta en los relatos sobre la transición
remite también a un metarrelato, en este caso, el metarrelato sociológico de la transición
española a la democracia.
5 En cierta medida puede considerarse respuesta a esa otra expresión vulgar de la derecha nostálgica
de esos años, según la cual “con Franco se vivía mejor” que con la recién estrenada democracia. Un
ejemplo de su divulgación lo ofrece Francisco Umbral en uno de sus trabajos de reflexión sobre
cultura reciente: “Hubieran querido [los exiliados] que España fuese un lodazal donde sólo ellos
podían poner la luz (…) Pero España, aparte la modernización natural, hecha a pesar de Franco,
tenía ya su nueva cultura, al aire de los tiempos” (Umbral, 1996, 275).
6 El libro financiado por el gobierno autónomo del PP contiene frases que vinculan abiertamente el
franquismo con el desarrollo económico y el cambio social modernizador. Se dice así en él que “de
1939 a 1975 se instaura un período conocido como Franquismo que pasó por diversas etapas, una
larga de hambre conocida como postguerra, otra de apertura internacional, la más importante de
desarrollo económico”.
el desarrollo vino acompañado de un bajo interés por la política entre los nuevos españoles,
que desde temprano mostraron una preferencia por los temas socio-económicos, es decir,
por los niveles salariales, de consumo y estatus, manteniéndose en general dentro de la
moderación política; no es el único que lo ha planteado, entonces y después (Pérez Díaz,
1980; Sastre, 1997)7. Según su explicación, este rasgo cultural habría eventualmente
permitido a las elites políticas tomar durante la transición la iniciativa del proceso de
cambio democrático sin exponerse a excesiva contestación social. El subtexto sociológico,
como puede verse, funciona así como eje sobre el que se asienta la interpretación oficial de
la implantación de la democracia en España.
Hay muchas maneras de desmontar empíricamente el supuesto de que la nueva
cultura de los españoles surgida al calor del desarrollismo era esencialmente ajena a la moral
social franquista. Una es mostrar que la retórica del régimen estuvo bastante más al tanto de
lo que suele admitirse sobre los cambios que acompañaban el desarrollismo, adelantándose
a algunos de sus tópicos elementales, como el creciente desplazamiento de la producción
como eje estructurador las identidades sociales frente al consumo. Ya a fines de los años
cincuenta, por ejemplo, la OSE (Organización Sindical Española) estaba produciendo
discursos en los que se afirmaba que “los empresarios y obreros son, al mismo tiempo que
productores, consumidores de los bienes producidos”, concluyendo que “la Organización
Sindical como conjunto es, por el hecho de la afiliación masiva obrera, el gran sindicato de
los consumidores” (Amaya Quer, 2008: 520) 8.
Por mucho que estas proclamas suenen a mera propaganda, como mínimo muestran
una clara tendencia por parte del régimen a moldear, a través de discursos, políticas y
convenciones instituidas, la conciencia de los españoles en la dirección de una sociedad
civil adquisitiva y consumista. Visto así, el régimen no se limitaba a reprimir y coartar las
libertades de una población crecientemente desafecta, sino que el desarrollismo franquista
pudo calar profundamente sobre la configuración de valores socialmente compartidos. En
este punto de lo que se trata es ante todo de comprender que la legitimidad del régimen se
apoyaba en un imaginario social, o si se prefiere, en una teoría del orden social, una teoría
sociológica, por pobre que esta pudiera ser en términos teóricos. Por desgracia, no es
mucho lo que sabemos de esto, menos aún sobre los cambios experimentados por esa
teoría entre fines de los años cincuenta y mediados de los setenta.
Según acabo de mostrar, se dieron algunos cambios importantes, por ejemplo, en las
representaciones sociales dominantes, con un novedoso énfasis en la condición de
7 Santos Juliá resume el consenso a la perfección: aunque subraya que “era entre profesionales,
cuadros medios y directivos de empresa donde más extendidos se encontraban los valores
democráticos”, afirma que la emergencia de éstos “se produjo en el marco de una larga dictadura
establecida como resultado de una guerra civil, lo que evidentemente definió con esa peculiar
predilección por la paz y el orden el proceso de incorporación de los nuevos valores políticos”. Y
remata: “La percepción mayoritaria aparece cargada, pues, de un componente cínico: puesto que en
una sociedad que cambiaba a ojos vista en la dirección de los países europeos, el régimen no podría
perdurar más allá de la vida de Franco, ¿para qué movilizarse por su derrocamiento si hacerlo
implicaba un desorden radical y el riesgo de lo desconocido?” (Juliá, 1994, 182 y 184).
8 Una década más tarde los ideólogos del corporativismo podían incluso blasonar de que “porque
los asalariados son también consumidores, el sindicato se preocupa por los precios y nada le es
ajeno, nada de cuanto ocurre entre la economía y la política”.
9 Por cierto que este mismo autor consideraba que la “Seguridad social” era el principal factor de
armonización interclasista, según argumenta en otro artículo un poco posterior (Prieto, 1977).
10 No se ha hecho suficiente hincapié en que en España este discurso tenía tal vez una urgencia
mayor que en otros lugares por causa de la Guerra Civil, que fue presentada por uno y otro bando
en parte como un combate entre clases. Ello ayudaría a entender la reactivación recurrente de una
retórica supraclasista que no terminaba de superar el lenguaje clasista. Un ejemplo son estas
afirmaciones del propio Franco en Egea de los Caballeros en una concentración nacionalsindicalista
suficientemente es cómo desde fines de los años cincuenta se fue perfilando y desarrollando
un discurso que situaba a las clases medias imaginadas como el fundamento sociológico y
antropológico de un mundo superador de los conflictos sociales de la España
contemporánea.
En este extremo el franquismo no innovaba sino que culminaba una historia más
larga, tanto como la modernidad española. En efecto, al igual que en toda Europa
occidental, en España el liberalismo se configuró como algo más que un conjunto de
propuestas constitucionales y de estilos de hacer político. Poseía un imaginario social
propio y genuino, cuyo eje era el concepto de clases medias, normalmente en plural. Se
consideraba que las clases medias eran en cierta medida la aristocracia “natural” de un
mundo post-absolutista que reconocía derechos civiles y de participación política
vinculados a la propiedad (Sánchez León, 2007). Frente a un Antiguo Régimen que
separaba a los grupos ante la ley por medio del privilegio, el liberalismo seguía
reconociendo las diferencias sociales, pero sólo en términos económicos, y aconsejaba dar
el máximo protagonismo político no a la vieja aristocracia de la tierra y el privilegio sino a
las clases medias, que encarnaban los nuevos valores de actividad económica,
enriquecimiento individual sin menoscabo del bien común y movilidad ascendente, lo cual
las situaba en idóneas condiciones para mediar en las diferencias entre clases altas y bajas.
La alternativa era, o un gobierno dominado por la vieja aristocracia terrateniente, que no
conseguiría avances significativos en la producción de riqueza —con la consiguiente
agitación de un pueblo convertido en fundamento de soberanía—, o el gobierno popular,
con su supuesta natural tendencia al desorden.
El liberalismo no aspiraba a acabar en ese sentido con las diferencias de clase; al
contrario, asumía que las desigualdades naturales entre los hombres tenían que contar con
un adecuado correlato en la organización social, pero el sistema político debía funcionar
como un mecanismo adecuado de representación de unas clases por otras y al mismo
tiempo como un promotor de la riqueza colectiva e individual, de manera que un día todos
(los varones adultos) tendrían propiedad y cultura suficientes —consideradas marcas de la
capacidad para anteponer el interés común al particular— para granjearles a todos el
derecho al voto. En suma, el imaginario de las clases medias era un receptáculo que servía
para ubicar socialmente una serie de referentes morales en alza, y servía a la vez como telos
hacia el que se esperaba que la sociedad iría evolucionando con la implantación del
gobierno representativo.
En el caso de España, y por motivos que no vienen aquí al caso, la concepción de las
clases medias y los atributos a ella aparejados produjeron mucha más ambivalencia
discursiva, mucha más polémica acerca de su idoneidad, como bien recoge el artículo
mencionado —con esa reticencia a dar valor a las clases medias antes de Franco— y esto
marcó profundamente la trayectoria histórica del liberalismo. Los efectos de esta
singularidad en el largo plazo se hacen manifiestos en frases famosas como la de Manuel
Azaña quien, al establecerse en 1931 la república y con ella el sufragio universal, afirmó que
en 1958: “Las promesas hechas en los momentos difíciles para nuestra patria están cumpliéndose
hoy. La victoria nacional es una victoria de todos y para todos los españoles. En España no existe
ninguna clase vencida; todas las clases son vencedoras” (cit. par. Amaya Quer, 2008: 522).
“por fin en España gobiernan las clases medias”. Este suspiro tenía toda una carga de
profundidad, pues venía a decir que sólo con la democracia política se había cumplido el
sueño del liberalismo de dar el poder político a las clases medias. El problema es que esta
frase fue pronunciada en un contexto en el que otros lenguajes fuertemente clasistas
competían ya por las clasificaciones sociales. Por decirlo de otra manera —recordando
ahora las palabras de Miret Magdalena de los años setenta— donde Azaña y una
determinada cultura republicana veían clases medias, otros actores con capacidad
discursiva, como los líderes sindicales y de partidos obreros, veían más bien una avara,
miope, conservadora y explotadora “burguesía”. A la supuesta virtud, en fin, de un
gobierno de clases medias, otros discursos contraponían ya entonces la virtud de una clase
obrera desplazando a la “burguesía” por su incapacidad de realizar su función histórica de
modernizar el país económica, social, política y culturalmente.
Sobre este trasfondo y trayectoria, la revancha franquista tras la guerra de 1936,
erigida sobre la desarticulación de todo ese escenario institucional y discursivo heredado
del siglo XIX, consistió en tratar de edificar un nuevo orden social cuyo centro fueran de
manera definitiva las clases medias en tanto que superadoras de los enfrentamientos
políticos originados en las fuertes divisorias de clase del período anterior. Pero esto se hizo
precisamente negando el dictum liberal de que las clases medias debían ser la base social de
un gobierno representativo, con libertad de elección política, soberanía popular expresada
en un legislativo independiente y derecho individual al voto.
Este imaginario de clase media despolitizada y a la vez equiparada con los valores
centrales de orden y paz extensibles al conjunto de la sociedad son un producto de la
cultura dominante durante los años sesenta. Ya desde mediados de los años cincuenta la
literatura mesocrática promovida por el régimen se fue reformulando para efectuar una
ruptura con las imágenes heredadas de las clases medias (vid. p.e., Murillo Ferrol, 1959).
Pero la clave para comprender su originalidad contextual y su potencia como retórica se
encuentra en el hecho de que su extensión social no fue sólo un derivado de la propaganda
del régimen, sino que a ella contribuyó decisivamente asimismo la emergente oposición.
En efecto, lejos de ser cuestionada por la oposición, es decir, de producir un
rechazo como el que iban produciendo a lo largo de los sesenta muchos de los fundamentos
de legitimidad del régimen, este discurso mesocrático se incorporó con fuerza al discurso
antifranquista. Incluso puede decirse que fue el aporte de la oposición intelectual el que
terminó de darle forma y perfilarlo, llevándolo a cotas de formulación que el propio
régimen no llegó nunca a lograr.
Dicho discurso sobre la centralidad social de la clase media está íntimamente
imbricado con los orígenes de la oposición antifranquista. El personaje clave es, tanto en un
terreno ideológico y político como intelectual, incluso académico, Enrique Tierno Galván.
Tierno es considerado, junto con Aranguren y algunos de los de la llamada “generación del
56”, una de las piezas clave de la oposición a la dictadura. Fundador del Partido Socialista
del Interior, desde mediados de los años sesenta Tierno fue adoptando una postura de
creciente desafío abierto al régimen, que le llevó a perder su cátedra en derecho político en
1965, la cual no recuperaría hasta después de muerto Franco, y le obligaría a un periplo
laboral en el exilio en la segunda mitad de los años sesenta (sobre la figura y la obra de
Tierno Galván, Romero Ramos (2013), y Sánchez León (2014).
Esta faceta de la trayectoria de Tierno es bastante conocida; lo que es en cambio
mucho menos sabido es que este filósofo político y de la ética en realidad se convirtió en el
introductor de facto de la sociología en España, en un proceso que arranca ya de la segunda
mitad de los años cincuenta. En efecto, Tierno Galván se dedicó para empezar a divulgar
las teorías sociológicas funcionalistas en el rancio ambiente académico franquista; utilizó de
hecho el funcionalismo para acosar las fuentes y formas de reflexión sociológica de los
académicos profranquistas, oponiendo a lo que denominaba “ensayismo”, los principios de
las nuevas corrientes sociológicas del mundo académico angloparlante (Romero Ramos,
2004). Con el funcionalismo, abrazó toda una teoría de la modernización que entonces
tenía además en la reflexión sobre las clases medias un objeto de estudio privilegiado, en
textos bien reputados ya entonces como los de Wight Mills, Dahrendorf, Laski, etc.
Con estas herramientas y un bagaje anterior de reflexión sobre la cultura española
de su tiempo y la heredada de toda la singular modernidad española, Tierno elaboró desde
comienzos de los años sesenta una serie de propuestas teóricas y de interpretaciones
sociológicas sobre el rumbo de la sociedad española tras el impulso de los Planes de
Estabilización extendidos en forma ya de Planes de Desarrollo. El centro de toda esta
reflexión es el concepto de clase media, que fue perfilando a través de una serie de ensayos
sobre el cambio social modernizador.
Así, en su estudio de 1964 Humanismo y sociedad, Tierno ofrece una
caracterización de los países en función de su grado de subdesarrollo. Lo que caracteriza en
su esquema a los subdesarrollados es que se mantienen “en el estadio de la productividad
con preferencia al del consumo” (Tierno Galván, 2009, III: 130), o dicho en otros
términos, “no han rebasado la fase del capitalismo definida por el empresario como agente
de productividad y por un consumidor constantemente insatisfecho”. Lo que los países
subdesarrollados producen es un consumidor insatisfecho e infrarreconocido socialmente.
El cambio estructural consiste en “pasar de la productividad, en cuanto factor esencial, al
consumo”. España no entra para él en la categoría de subdesarrollado sino en la de
semidesarrollado o casi desarrollado, el cual está caracterizado por tener una “estructura
social en transición”. En ella predomina ya no obstante el consumidor satisfecho, que
necesita que las autoridades respondan adecuadamente a sus demandas como consumidor,
pero que en cambio no cuestiona el modelo productivo en su totalidad.
Pese a las diferencias ideológicas, no hace falta subrayar los ecos del discurso de la
OSE. Al igual que en la mitografía franquista, en su esquema lo característico de los países
subdesarrollados es la persistencia de fuertes divisorias de clase, que afectan a su vez a la
manera en que los grupos sociales se conciben unos respecto de otros. En otras palabras, al
entrar en la fase transitoria hacia el desarrollo, “se inicia la transformación del
“proletariado” y del concepto tradicional de clase basado en el enfrentamiento abierto”.
Más tarde dirá que
de este modo el concepto de “proletario” se convierte desde un punto de vista
preferencialmente psicológico cada vez más en expresión de diferencias de
actitudes que dependen del nivel de cultura personal y que no están tan
11“Constituye un grupo de estructura tan fluida que sólo es diferenciable desde posiciones extremas
—muy ricos y muy pobres— que van desapareciendo por el proceso de nivelación económica y de
socialización. En la medida en que pierde estructura aumenta los elementos psicológicos de
valoración, hasta el punto de que la oposición construida por Marx y Engels entre proletariado y
burguesía se convierte cada vez más en el mundo occidental en una oposición de carácter
psicológico, sin figuración estructural concreta. La reducción de la lucha de clases a tensión
psicológica individual convierte a la categoría clase en un instrumento intelectual de escaso alcance
sociológico” (Tierno Galván, 2009, III: 587).
políticas” de una sociedad (Tierno Galván, 2009, III: 1168). De ahí concluye nada menos
que es “la que sufre con más profundidad la ausencia de libertad”.
A partir de esta antropología mesocrática desarrollaría Tierno toda una teoría del
cambio político en España, una demoledora crítica del franquismo como orden
institucional, capaz tal vez de impulsar el desarrollo de las clases medias, pero incapaz de
dar respuesta adecuada a las demandas de ésta una vez extendida socialmente. Conviene
apreciar aquí que al hablar de clases medias Tierno no se está refiriendo a una realidad
social independiente de un campo semántico moral: lo que define a las clases medias no es
sólo ni tanto una actividad económica o una posición en la estructura social, sino
esencialmente un capital simbólico, que es el que le da valor distintivo como grupo. Uno de
los principales rasgos morales definitorios de esta clase media es, según Tierno, el “sentido
común”, que de alguna manera al extenderse socialmente cancela los grandes debates
existenciales de la modernidad española. El asunto no es baladí; con caracterizaciones como
ésta, Tierno Galván está fundando socialmente el final de los largos debates sobre “el
problema de España”, algo a lo que en esas fechas se dedicaban con denuedo también otros
intelectuales franquistas y antifranquistas (Juliá, 2004).
Un nuevo mundo necesita nuevas formas de conocimiento. En Conocimiento y
ciencias sociales (1966) argumenta que el sentido común es “la base de la sociología”
(Tierno Galván, 2009, III: 577), una zona intermedia entre las respuestas racionales y las
creencias irracionales que al parecer define la identidad del “español medio”, del hombre
medio en general, de ahí que venga su estudio a ocupar el que clásicamente correspondía a
la filosofía. Desde la sociología, sentencia, “se comprende que la convivencia es posible
porque produce sentido común, y se interpreta desde el sentido común” (Tierno Galván,
2009, III: 579).De aquí se destila el segundo rasgo moral definitorio de las clases medias,
que según Tierno es la aversión a la violencia como forma de expresión y demanda de
políticas. Esta obsesión no es nueva en el viejo profesor. Ya en 1963 había dedicado un
texto político entero titulado “Política y sentido común” a arremeter contra determinados
jóvenes radicales, que identificaba con el FELIPE (Frente de Liberación Popular), por su
supuesta propensión a abandonar el sentido común en la búsqueda de soluciones violentas
al cambio de régimen, y auguraba entonces ya que si no se ponían en marcha políticas
basadas en y promotoras del sentido común, tal vez no se podría evitar que se diera entre
los jóvenes un repunte de lógicas propias de consumidores insatisfechos12.
Que Tierno Galván pergeñó toda una reflexión sociológica en torno de un
imaginario de clases medias como sujeto legítimo del cambio democrático es algo que
debiera estar fuera de duda. También es cierto que, a pesar de su posición de autoridad
dentro de la oposición culta al franquismo, la divulgación de sus obras no fue excesiva.
Podría pasar, en fin, por otro sujeto marginal en la vida cultural e intelectual española de los
12 Aunque achacaba la situación a la mala gestión del desarrollo por las autoridades franquistas, el
texto está lleno de prejuicios hacia la emergente juventud radical que más tarde se vinculará al Mayo
del 68 francés. Afirma así que los protagonistas de esta actitud pro-revolucionaria son “hijos de
buenas familias”, “diplomáticos, aristócratas, hijos de altos jefes militares”… y mujeres jóvenes
(Tierno Galván 2009, III: 1030). La violencia no echa en cambio al parecer raíces en la educación
de los hijos de clase media.
años 60, aunque sin duda menos marginal que tipos como Noguerol en la de los setenta.
Pero, al igual que sucede con los poetas underground, no debemos engañarnos aquí. Pues
los contenidos de su propuesta sí alcanzaron prestigio, tanto en el seno de la cultura de
oposición como en el nivel más académico. Lo hicieron no de forma directa, sino por
mediación de la primera generación de sociólogos profesionales españoles, cuya puesta de
largo como expertos tuvo lugar alrededor de trabajos sobre las nuevas clases medias.
Me refiero en concreto a una tríada de sociólogos de primera hornada, Salvador
Giner, Salustiano del Campo y José Félix Tezanos, generacionalmente ubicados a caballo
entre el 56 y el 68, y que elaboraron sus tesis doctorales sobre clases medias. En el caso de
del Campo este interés ha perdurado en el tiempo conformando su perfil de especialización
profesional (Del Campo, 1988). Igual de interesante es la primera obra de Tezanos, cuyo
título sintomático es Las nuevas clases medias (Tezanos, 1973), una investigación sobre los
trabajadores de cuello blanco de la banca que subrayaba los rasgos planteados por Tierno
Galván en sus reflexiones, apoyándose en lo más granado de la sociología estructural-
funcionalista de la época.
Es esta primera generación de sociólogos propiamente dichos en España, desde
Salvador Giner a José María Maravall, pasando por Amando de Miguel y Víctor Pérez Díaz
—que han pasado a la historia como padres fundadores o primeros representantes egregios
de la sociología española según el patrón que se venía expandiendo por el mundo
académico europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial— la que con sus estudios
contribuyó decisivamente al metarrelato sociológico de la transición, edificando una imagen
de modernización estructural producida sin vinculaciones institucionales con el régimen
franquista. Merecen estudio aparte. Sólo subrayar aquí que el denominador común de
todos estos estudios es el supuesto, más que la conclusión, de que el auge de la clase media
revela la reducción de las desigualdades sociales en España, el aumento de la movilidad y de
la valoración de la cultura y la educación, el advenimiento de la sociedad de consumo y las
nuevas formas de ocio dirigido, así como el reclamo de una política de masas reacia a las
aventuras políticas arriesgadas. En palabras de Salvador Giner, las clases medias conforman
la “estructura social de la libertad” (Giner, 1980).
A comienzos de los años setenta la izquierda antifranquista poseía ya un acabado
imaginario mesocrático. No era, sin embargo, un signo distintivo. También entre la
burocracia tardofranquista se daba ese consenso. Un ejemplo que debería sobrar es el
discurso de José Ortí Bordás en 1970 en la apertura de un congreso organizado nada
menos que por el Instituto Internacional de Estudios de las Clases Medias, un think tank
abierto por el propio régimen. Bordás, perteneciente a la nueva hornada de burócratas del
Movimiento que no habían vivido la guerra y despuntaban como una prometedora solución
de recambio para las élites del régimen, afirmó entonces que “la Clase Media es
posiblemente hoy, política y culturalmente, la más decisiva e influyente en nuestro país”
(Ortí Bordás, 1970). La diferencia entre este discurso y el de opositores notables como
Tierno es que Ortí Bordás añadía: “entiendo que éste es un pueblo gobernado por su
mesocracia”. En cambio para la oposición, ese era justamente el problema de fondo,
expresado en la falta de políticas sociales verdaderamente niveladoras, y de libertades
expresivas de los nuevos valores de clase media.
respecto de una educación nacional-católica sino de todo un sistema moral más amplio y
que tenía todo un fundamento sociológico. Puede en este sentido ser entendida como la
expresión de un desclasamiento, siempre que demos a este concepto el sentido de romper
activamente con unas determinadas convenciones morales y con las prácticas sociales que le
van aparejadas, no el de simple pérdida de estatus.
Siempre que se sale de un mundo identitario es para entrar en otro, como nos
recuerda Alessandro Pizzorno (1986). De una lógica de desclasamiento como la que
planteo que experimentaron jóvenes radicales como Xaime Noguerol se esperaría que
produjera la entrada en otro círculo de reconocimiento igualmente de corte clasista; en este
caso lo esperable sería entonces su autoinclusión en el nivel directamente inferior dentro de
la escala social, es decir, el proletariado, la clase obrera, que entonces era un grupo
funcional y social realmente extendido y mayoritario en la sociedad española. Pero si la
perspectiva que he tratado de edificar tiene algún viso de credibilidad esto es algo que no
debería ser en absoluto esperable, ya que el imaginario de clase obrera se hallaba a la altura
de los años sesenta en plena retracción, condicionado cuando no desdibujado y marginado
por el peso de los valores y referentes de clase media.
Incluso a escala de discurso político esto era algo notorio y manifiesto a la muerte
de Franco, según pone de manifiesto la irrupción de un sujeto colectivo determinante para
la ruptura democrática con el franquismo, el llamado movimiento vecinal. Este convocó las
manifestaciones más exitosas y pobladas con diferencia del período anterior a la legalización
de los partidos políticos a comienzos de 1977. Pues bien, los observadores y participantes
(y los observadores-participantes) en dicho movimiento compartían ya entonces sin la más
mínima discrepancia la idea de que la característica esencial —y más atractiva, por
descontado— de este movimiento es que en su seno se diluían las identidades clasistas —a
traducir por obreristas o proletarias—— precisamente por la fuerte presencia en ella de
profesionales liberales que entonces eran clasificados como sujetos naturales de la clase
media (Villasante, 1976; Castells, 1983).
Si los jóvenes de los sesenta deseosos de desclasamiento no se insertaban en la
cultura de la clase obrera era debido a que el peso del imaginario mesocrático había a su vez
arraigado con fuerza en los valores de los trabajadores españoles. Como dice López Pintor,
uno de los rasgos distintivos de la cultura de los españoles de mediados de los años setenta
es que, en plena crisis económica y con unas expectativas bastante poco halagüeñas para el
país en conjunto, los recién estrenados ciudadanos decían entonces tener bastante confianza
en su futuro social y económico. Una de las paradojas de esta época consiste así en que una
inmensa mayoría de los trabajadores se sentía, bien participando, entrando con éxito o
pronosticando su inclusión en la clase media de la que huían en cambio minorías de jóvenes
“de clase media”. Los miembros de las clases trabajadoras en sentido estructural estaban
entonces convencidos de que estaban experimentando una movilidad ascendente o de que
debían ir adquiriendo los valores y convenciones de esas clases medias en cuyos rangos
aspiraban a incorporarse ellos (y en parte también sus hijos). En ese sentido, el
desclasamiento de jóvenes como Noguerol no podía realizarse con éxito hacia abajo, es
decir, hacia peldaños inferiores de la escala social.
Se trata de una hipótesis, pero que cuadra bastante bien con una explicación sobre
todo el ciclo de políticas del bienestar tardío de la España de los últimos treinta años. Esta
puede entenderse como basada en un consenso de partida de corte interclasista, nacional,
urdido por emulación de los niveles de bienestar imaginados como propios de las clases
medias y que hunden sus raíces en el desarrollismo franquista. Se trata de una hipótesis que
ayuda a comprender mejor determinadas continuidades en prácticas, valores colectivos por
encima de diferencias de cultura, identidad territorial, etc., que son normalmente
identificadas pero no siempre explicadas. Pero lo que aquí interesa son otras dimensiones
del asunto.
Por un lado, esta interpretación ofrece una visión distinta sobre las causas del
desencanto y su sociología durante la transición a la que aporta Teresa Vilaròs en su
conocido estudio (Vilaròs, 1998). Para esta autora, la crisis del fin del franquismo habría
supuesto el fin de la utopía sobre la que la oposición había construido parte de su discurso,
pero también implicó la súbita desaparición del referente por el que, por negación, la
oposición había construido su identidad a lo largo de los setenta, de manera que la
sensación de vacío dejada por esa doble ausencia —del paternal dictador y del sueño de
acabar con él— sería la fuente del desencanto colectivo. Ahora podemos ver el fenómeno
del desencanto desde una perspectiva más amplia y profunda, pues desde los años sesenta
ese discurso utópico había venido acompañado de otro bastante menos utópico, cuyo eje
era el horizonte de ascenso social mesocrático que había ido calando en una parte
importante de los españoles durante el desarrollismo independientemente de su
implicación en la oposición antifranquista, proceso que no desapareció sino que, al
contrario, más bien se exacerbó tras la muerte de Franco.
El desencanto no afectó por igual a toda la población, pero Vilaròs viene a sugerir
que en quienes más influyó, o al menos para quienes se convirtió más en encrucijada, fue
para quienes más habían moldeado su identidad con los discursos utópicos. Mi
planteamiento es distinto. Viene a decir que el desencanto es el efecto del choque entre
imaginarios utópicos y mesocráticos, un choque que se produjo irremediablemente con el
establecimiento de los pilares de la democracia representativa: elecciones, partidos y
constitución. Esta hipótesis necesita ser aún mejor perfilada, pero es posible de antemano
anticipar desde ella algunas conclusiones relevantes para el tema que vengo abordando.
Pues visto así, donde menos calaría la moral del desencanto sería entre quienes
venían convirtiendo en seña de identidad la huida de las convenciones mesocráticas en alza,
pues en ellos no se produciría un choque de imaginarios como el del resto de la población y
especialmente entre los miembros de la oposición emergente ya en los años sesenta. El
desencanto de la transición no tiene su caldo de cultivo ni su manifestación predominante
en personas como Noguerol y compañía, a pesar de lo cual se les adjudicó el apelativo de
“pasotas”, término con el que los sociólogos del 68 demonizaron a todos los jóvenes
radicales que no mostraban una postura aquiescente con las recién estrenadas instituciones
políticas representativas (De Miguel, 1979). Pero sigamos.
He dicho antes que estos jóvenes radicales no encontrarían en los ambientes sociales
dominantes entre los trabajadores de los años setenta el espacio vital alternativo adecuado a
su desclasamiento. Podían sin embargo tal vez haber tratado de recuperar el imaginario
clasista, obrerista y anti-mesocrático que había sin duda tenido una incidencia notoria en la
cultura política española en el primer tercio del siglo XX. Y sin embargo, tampoco había en
los años setenta condiciones para una suerte de desclasamiento, digamos, hacia atrás, pues
la memoria de los años treinta había sido cercenada por el cambio estructural, el éxodo
rural, y la descomposición de la cultura tradicional operados durante la larga dictadura. En
esto la experiencia juvenil durante la transición sería bastante semejante a la dominante,
dominada por la cesura cultural respecto del pasado traumático y sus protagonistas.
Una prueba indirecta de ello la tenemos de nuevo en el textito de Xaime Noguerol.
Este se sirve de figuras retóricas de corte bélico para expresar el drama de su construcción
identitaria. Semejante licencia literaria encontraría seguramente algunos públicos sensibles,
pero no desde luego entre los testigos de otra guerra, la de 1936-1939, quienes es probable
que reprochasen a Noguerol el atrevimiento de equiparar implícitamente aquella guerra
heroica y total con minucias como la educación en valores mesocráticos. No creo que el
mensaje de Noguerol se pudiera transmitir con facilidad hacia quienes habían vivido la
Guerra Civil, y ello es indicador de todo un profundo cambio de referentes y lenguaje entre
estos jóvenes de la transición respecto de la generación de sus padres.
Ni hacia abajo ni hacia atrás, entonces. Parece que al menos podía plantearse un
desclasamiento hacia fuera, es decir, estos jóvenes podían mirarse en el espejo de la
juventud de otros países. Como hemos visto, Noguerol relata sin embargo una experiencia
truncada, decepcionante en este terreno. Por sus palabras, aquí sí parece cuadrar un
término como el de “desencanto” entre los jóvenes desclasados moralmente como Xaime
Noguerol. En realidad lo que se nos señala no es un desencanto, sino dos. Primero está el
que parecen haber sufrido los jóvenes anglosajones respecto del sentido de la vida, del
deseo en general; después, el de los jóvenes españoles como Noguerol al percibir este
desencanto de sus iguales del norte de Europa. A la luz de lo que dejó escrito Xaime
Noguerol en 1978, los jóvenes de cuya generación él se considera representante o
representativo han sufrido “desencanto”, no respecto de la evolución de la alta política,
como sucedió en España al hilo de la implantación de la democracia, sino respecto de los
efectos morales de las libertades tal y como aparecen encarnados por otros jóvenes
extranjeros. Son los jóvenes nórdicos, vistos así, los que se acercan a ese otro grueso de
españoles adultos desencantados con la democracia recién instituida en España. Pero
justamente por contraste con los jóvenes españoles que se consideran irremediablemente
inadaptados.
La manera que tiene Noguerol de hablar de ese encuentro truncado con la
generación “hija de la democracia anglosajona” arroja otra luz significativa. Los adjetivos
escogidos son claramente negativos, mas no remiten de modo directo al universo semántico
de la política ni tampoco son estrictamente hablando términos referidos a cultura: el autor
habla de una generación “hastiada, desolada y sin deseos”. No dejan de ser términos que
por negación refieren a valores fuertes, de los que, por recuperar de nuevo a Taylor, dan
sentido a la vida, producen identidad. Noguerol nos está señalando que la razón última del
desencuentro con estos jóvenes de países con democracia se debe a algo más allá de las
diferencias políticas o culturales, algo que da sentido a esas otras dos dimensiones pero las
trasciende e integra.
13 Un destello sobre las secuelas de esta cultura plebeya, aunque debidamente segmentada y
convertida en producto de consumo cultural para el siglo XXI y más bien centrada en los
estereotipos a que dio pie, se refleja en la exposición “Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle”
acogida por el CCCB en 2009.
14 Es la impresión que deja también el recuerdo de activistas políticos de época, como Miguel
Romero, líder de la Liga Comunista Revolucionaria, un partido de inspiración trotskista, quien en
sus memorias identifica la cultura y la praxis de la última etapa de clandestinidad como presidida
entre la juventud radical por una profunda fraternidad, en efecto diluida durante el proceso de
transición, pero no por la nostalgia inconsciente de un pasado marcado por la autoridad sino
debido al auge de tendencias individualistas y arribistas entre propios y extraños. Vid. Equipo CCR
(2014: 77-80).
necesidad actual de recontar la transición tiene que ver con una profunda crisis de
legitimidad en la democracia posfranquista que coincide con una crisis económica sin
precedentes. Está en juego, en fin, todo el entramado económico-político que ha permitido
al imaginario mesocrático refundado por el desarrollismo franquista perdurar mucho
tiempo después de la dictadura, hasta el siglo XXI (López y Rodríguez, 2010). Como
mínimo, la experiencia de esos jóvenes debería interesar vitalmente a otros jóvenes a
quienes hoy también les está tocando desclasarse de forma irremediable, todo ello para
mayor conservación de los estándares de vida de sus padres quienes, tras pilotar la
transición, se apropiaron de sus beneficios de una manera tan prolongada y exclusiva que
los convierte en candidatos a ser la generación más exitosa, pero también más
autorreferencial y egoísta de la historia de Occidente.
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Luis Moreno-Caballud
UNIVERSITY OF PENNSYLVANIA · mluis@sas.upenn.edu
DOI: 10.7203/KAM.4.4298
1
A estos casos se podrían añadir otros muchos ejemplos de prácticas contraculturales en la
transición, como las del primer Almodóvar o las de la primera Fura dels Baus, por citar dos
especialmente conocidos.
infraestructuras urbanas. También había fiestas. Fiestas populares en las que divertirse
era ya ‘vivir de otra manera’, fiestas a veces ‘auto-gestionadas’ por los vecinos que,
hartos de décadas de secuestro franquista, comenzaban a tomar decisiones por sí
mismos sin esperar a nadie.
En esas fiestas revivía una tradición popular hedonista e irreverente que nunca
había estado del todo perdida, y que reaparecía como una de las muchas formas de
experimentación lúdica que los jóvenes de la generación del 75 ensayaron en esos
momentos de apertura. Lo peculiar de estos fenómenos colectivos, como la
recuperación del carnaval y de otras fiestas populares, es que no se inspiraban en
tendencias procedentes de Berkeley, Londres o Goa, sino en tradiciones autóctonas
revalorizadas por quienes buscan referentes de disidencia al tiempo que trataban de
potenciar las identidades culturales locales.
Al presentar algunos ejemplos de este tipo de operaciones contra-culturales en la
transición, trato de añadir materiales para enriquecer el ambicioso proyecto de
relectura histórica que Pablo Sánchez León y Germán Labrador han iniciado, con sus
fértiles investigaciones sobre la juventud transicional. Concretamente, Germán
Labrador ha estudiado las prácticas de ciertos grupos pertenecientes a la ‘cultura
underground’ juvenil que desde finales de los 60 intentan llevar a cabo una
democratización radical de la sociedad, reclamando a veces su filiación con el legado
republicano. Esta reclamación sería coherente, según Labrador, con la experiencia de
una modernidad “aplazada, incompleta, diferida, irresuelta” (2008: 743) hasta los años
de la transición democrática, y que antes sólo había comenzado a atisbarse en la década
de los 30, sufriendo, por supuesto, el parón de los años del franquismo. El estudio de
estas culturas underground le permite a Labrador establecer una lectura de toda esa
tradición moderna y burguesa que comienza en el romanticismo y llega hasta la
vanguardia. Dicha lectura, amparándose en la interpretación de la modernidad que hizo
Marshall Berman, afirma que del mismo modo que a España no le llegó plenamente su
modernización (capitalista) hasta los 60, tampoco le llegó plenamente la experiencia de
la modernidad, como despliegue de potencialidad creativa y al mismo tiempo sensación
de que ‘todo se desvanece en el aire, ni el ‘modernismo’ que es una respuesta a esa
experiencia.
Labrador enfatiza la capacidad del modernismo de responder al vértigo de la
modernización con la creación de comunidades ciudadanas capaces de “apropiarse del
sentido de su propio cambio” (2008: 742), lo cual puede entenderse como una forma
de democratización radical de una sociedad desde su base. La llegada de todo ese
impulso modernista ‘acumulado’, no completado en el momento de la segunda
República, se produciría entonces en los efervescentes años de la transición, y sería
recibida tanto por esos jóvenes poetas contraculturales o underground que estudia
Labrador, como por los jóvenes de la generación del 75 en general que experimentaron
con formas de auto-gestionar su vida cotidiana. Todos ellos fueron herederos de un
modernismo incompleto y juntos experimentaron también un nuevo agotamiento de
ese impulso modernista ante la ‘normalización’ de la sociedad española. Es decir, ante
su entrada en una lógica individualista y mercantilizada que vuelve a dificultar la
2Tomo esta idea del trabajo del filósofo Santiago López Petit. Tal vez la necesidad de distinguir
entre esos poderes diferentes, en cada caso, en cada contexto socio-lingüístico, sea, si se me permite
la reflexión metodológica, uno de los mejores acicates para la labor del historiador cultural, que
intentaría así medir las potencias relativas, las tensiones, las ‘colonizaciones’, los abusos, las
resistencias y las fugas que se producen en el multiforme y variable texto social.
basada en el consumo estoy dejando de lado otros efectos del ‘desarrollismo’. Los datos que aportan
tanto Riquer i Permanyer como Carme Molinero y Pere Ysàs (en el volumen editado por Jesús A.
Martínez) reflejan que la entrada de los tecnócratas del Opus Dei en el gobierno coincidió con un
crecimiento económico excepcional en el estado español, el segundo más rápido del mundo
(después de Japón) durante la década de los 60 (7.5 del PIB por año). Gracias a este crecimiento
económico “los españoles experimentaron en los años 60 y 70 una mejora notable en sus
Pero, curiosamente, al parecer, esta nueva procesión tampoco fue bastante para
algunos recalcitrantemente insatisfechos. Esa nueva vida apacible de clase media, con
su promesa de movilidad vía 600 y universidad, no fue suficiente para los que ansiaban
mayores transformaciones. Incluso los guateques se les quedaban pequeños. ¿Por qué?
Dos explicaciones se presentan a mano: la primera, que hemos oído bastantes veces,
afirma que el bienestar material no satisfacía a quienes querían además instituciones
democráticas que reconocieran las libertades formales. La segunda, que ha empezado a
sonar más durante los últimos años, señala que ciertos sectores de la población, además
de exigir también el reconocimiento de las libertades formales, comenzaron
(especialmente alrededor de los años 70, ya en la última etapa del franquismo) a
practicar formas de vida cotidiana que no se ajustaban a los valores de profesionalidad,
competencia, y éxito económico que regían las clases medias creadas por el
‘desarrollismo’ franquista.6
condiciones materiales de vida y en el acceso a ese conjunto de bienes” (los provistos por el Estado)
(Molinero y Ysàs, en Martínez 1999: 182). En particular es importante resaltar que el 20% de las
personas de las ‘clases populares’ consiguieron entrar en una movilidad social que transformó
sustancialmente sus vidas: “el hecho de que un porcentaje de personas procedentes de familias
obreras y campesinas se convirtieran en empleados, y que otras procedentes de familias de clase
media pudieran acceder a profesiones altamente cualificadas, supuso un cambio importante que
extendió la percepción de mejora y favoreció la integración social característica de los años 60 y 70”
(en Martínez 1999: 196).
Por otro lado, estos mismos autores cuestionan que haya que atribuir al gobierno dictatorial algún
mérito en el logro de estas mejoras, llegado a afirmar que “el crecimiento se dio ‘al margen de’ y no
‘a causa de’ la política franquista” (174). Lo que ocurrió, según ellos, fue que España se benefició de
la coyuntura de expansión capitalista global, y que una relativa liberalización de los mercados
favoreció las inversiones extranjeras. El turismo y las divisas enviadas por los trabajadores españoles
emigrados a Europa fueron también factores clave. En cuanto a la actuación del gobierno, los
historiadores citados enfatizan su favoritismo hacia la clase acomodada: “…the class bias of
government policy, which tended to underwrite those sectors of the economy which suffered
substantial losses –coal mining in Asturias, steel, transport, endangered banks, etc.- and to leave in
private hands those which made profits” (Riquer y Permanyer 263). A esto hay que sumar la
política de impuestos regresiva, que gravaba más el trabajo asalariado y el consumo que la
propiedad privada, y unos gastos sociales sensiblemente menores que los de cualquier país europeo.
Todo lo cual indica que el gobierno no tenía ninguna intención de favorecer la posible
redistribución de la riqueza.
En cualquier caso, a mi me interesa resaltar ahora la coincidencia de estas mejoras materiales con el
fortalecimiento de un nuevo modelo de éxito social, tal como lo explican Molinero e Ysàs: “La
cotidianidad experimentó un cambio radical. Para una mayoría bastante amplia, después de dos
décadas de escasez angustiosa, el eje vital se apoyó en la cadena trabajo-ingresos-consumo; era
necesario trabajar tanto como fuera posible para incrementar los ingresos y así poder adquirir los
bienes apetecidos, que por otro lado iban en aumento porque, además de que se partía de grandes
carencias, el sistema económico estaba generando nuevos productos de forma continuada. Para
amplios sectores de la población, la cantidad de bienes disponibles se convirtió en la medida del
éxito y del status social” (en Martínez 1999: 207).
6 En los últimos años se ha producido un viraje desde las interpretaciones de la transición española
centradas en el análisis del cambio en las instituciones políticas a aquellas que contemplan también
las transformaciones socio-culturales más amplias. Entre estas últimas se cuentan los trabajos de
Vilaròs, Subirats, Moreiras y Labrador. Desde la perspectiva de estos autores, que es la que a mí me
interesa aquí, la transición no es una especie de complemento político-institucional a la
En la película de José Luis Garci Las verdes praderas (1978), Alfredo Landa es
un self-made man de origen humilde que ha conseguido comprar un chalet para su
familia en la sierra madrileña, después de trabajar toda su vida como empleado de una
agencia publicitaria. Tras un fin de semana agobiante en su campestre segunda
residencia, con correspondiente atasco de salida, su cuñado snob que no deja de
burlarse de él, los niños alborotando y el trabajo atrasado que se ha tenido que llevar de
la oficina para terminarlo en domingo, Landa se siente tan profundamente frustrado
con su ‘éxito’ que, tras confesárselo a su comprensiva mujer, ésta prende fuego al
chalet. De noche, metidos en el coche con sus dos hijos, Landa y esposa contemplan las
llamas entre risotadas salvajes y exclaman jubilosos: “¡El próximo domingo nos
quedamos en casa a jugar a la oca!”.
Más allá de esta fantasía auto-destructiva de una clase media que no renunciará
tan fácilmente a su sueño de bienestar material (a pesar de la nostalgia que Garci pueda
sentir por los humildes juegos de mesa de su infancia), otros grupos sociales se
encuentran en situación mucho más propicia para experimentar con vidas alternativas a
los valores mesocráticos. Los jóvenes de la transición, notablemente, se interesarán por
formas de existencia en las que el individuo está no sólo abierto a cambios que
modifiquen su estatus económico o profesional, sino también sus estructuras de
pensamiento, su forma de desear, sus condiciones perceptivas, e incluso sus facultades
sensoriales. Y es entonces cuando vuelve el entierro de Genarín.
En efecto, a finales de los años 70, la Calle de la Sal congregó de nuevo a unos
pocos fieles durante la noche del jueves santo, y la procesión beoda comenzó así una
lenta pero segura rehabilitación en la era post-dictatorial7. Volvió la embriaguez, volvió
la ocupación colectiva del espacio público para celebrar un ritual no institucionalizado,
volvió el homenaje jocoso a un crápula que nunca practicó los valores de origen
calvinista (profesionalidad, competencia, éxito económico) que el Opus Dei había
potenciado en España. Volvió la fiesta, con el disfraz y el desorden de los sentidos.
Y no sólo en León: el entierro de Genarín debe ponerse en relación con otras
tantas manifestaciones ‘contra-culturales’ que proliferan entre los jóvenes de la
transición peninsular, como los conciertos del nuevo rock progresivo (‘Canet rock’ fue
un festival sonado en el 75), los espectáculos de’“teatro de calle’ (como los de Els
Comediants o La Fura dels Baus), los happenings de vanguardia, la rehabilitación de las
fiestas de carnaval que habían sido prohibidas por el franquismo, la experimentación
con drogas, la creación de comunas que se entendieron como ‘una alternativa a la
‘modernización’ ya conseguida por el ‘desarrollismo’ de los 60, sino que se trata de un momento en
el que el modelo cultural y social de la tecnocracia franquista está en crisis, y eso posibilita una
efervescencia en todos los ámbitos de la vida. Uno de los mejores documentos de época que reflejan
esa efervescencia de los que disponemos es el documental de los hermanos Bartolomé Después de…,
de 1981.
7 Iniciando un nuevo ciclo que llega hasta la actualidad. Hoy el Entierro de Genarín sigue
8Así lo proclamaba desde su título el libro de José María Carandell, Las comunas, una alternativa a
la familia (1977).
se había enterado9.
Ese, el de la vida cotidiana, va a ser el nuevo campo de batalla para los jóvenes
de la generación del 75. Un campo de batalla personal y político a la vez, en el que la
fecha de la muerte de Franco, o incluso la legalización de los partidos, o la celebración
de elecciones generales, no cambian tanto las cosas como aquella noche en que te
perdiste, cerraste los ojos y dejaste que alguien te echara algo en la bebida. Se trata de
otra política. Porque, como ha escrito Ángel Loureiro refiriéndose a esos años,
la política de un país no debe medirse sólo por sus grandes gestos y
manifiestos, por sus leyes y sus prohibiciones, sino también por el tipo de
ciudadanos que fomenta, por la medida en que posibilita que los individuos
se conviertan en agentes de sus propias vidas, por la multiplicidad y la
riqueza de relatos de vida que pone en circulación y que posibilita a sus
habitantes (2009: 7).
En los 70 se abre en España una multiplicidad de relatos de vida posibles,
especialmente para los jóvenes, que son los que aún no han tomado decisiones que
determinen irrevocablemente el argumento de sus derivas vitales 10 . Algunos de los
lenguajes y prácticas que usarán para construir esos relatos y esas derivas les llegarán
de París, Berkeley o Londres. Otros, como en el caso de la tradición del entierro de
Genarín, vienen de más cerca en el espacio, aunque en ellos resuenan ecos tiempos
pasados11.
9 Para entender mejor esto puede resultar útil recordar brevemente una anécdota que José María
Merino transmitió en su artículo “La estrella burlona” acerca de la presentación también en León
del libro colectivo Parnasillo de poetas apócrifos, que había escrito junto con Luis Mateo Díez y
Agustín Delgado. Merino explicaba cómo se había ideado la estratagema de que todos los asistentes
a la presentación se hicieran socios de Club Cultural de Amigos de la Naturaleza en el que se
celebraba, para así cumplir con la arbitraria exigencia del gobernador civil, que quería suspender el
acto (corría el año 1973). Pero la presentación, por lo demás, era la de un libro jocoso; todo él una
elaborada broma consistente en la invención de una serie de “poetas provinciales”, a cual más
estrafalario, de los que se ofrecía una pequeña biografía y una muestra de su ampuloso y risible
trabajo. Sin embargo, cuenta Merino, “la actitud del Gobierno Civil había teñido aquel acto de
simbología política, y los asistentes nos oían con impávida gravedad y ese talante serio y
ensimismado de quien es consciente de estar dando testimonio de libertad en difíciles
circunstancias”. En medio pues, de una seriedad extrema, Merino y compañía siguieron leyendo los
fragmentos que consideraban “más hilarantes” hasta que, tras muchos silencios, “alguien soltó una
risita” y el ambiente se distendió, convirtiendo el acto “(¡por fin!) en una jocosa comunicación”
(1998: 139).
Esta anécdota se podría leer como una especie de narración concentrada de cómo la risa dejó de ser
incompatible con la política en la España de la transición.
10 Sobre la juventud como grupo social que en el siglo XX se abre a la experimentación social, ver
el artículo de Agnes Heller.
11 Según Ordás, en el entierro de Genarín resuenan nada menos que los ancestrales cultos paganos
a la primavera de los que habla Frazer en La rama dorada.
12 Las prohibiciones del carnaval fueron frecuentes durante el franquismo y la transición. Para
detalles ver El carnaval secuestrado, de Alberto Ramos, que se centra en el carnaval de Cádiz. El
texto de Oscar Martín García aborda también tangencialmente la cuestión de la “aristocratización y
recatolización, e incluso militarización” de la fiesta popular, “con el fin de eliminar la huella y la
memoria de pasadas culturas y tradiciones colectivas” (2008: 275). El artículo “El franquismo y la
fiesta”, de Javier Escalera, aborda las mismas cuestiones desde una perspectiva general. Como dato
curioso, es interesante notar que todavía en 1981, por la tensión creada tras el intento de golpe de
estado de Tejero y sus cómplices, se produce una especie de “auto-censura” que hace que en el País
Vasco nadie se disfrace de guardia civil, según comentaba una noticia en el diario El País: “como
manifestación del hecho diferencial, ni un Tejero exhibió sus bigotes en el País Vasco, porque, en
ciertos temas, no está el horno para bollos” (Unzueta).
13 Caro Baroja en El carnaval (1979): “El Carnaval es una fiesta de corte antiguo que resucita
anualmente. Hoy queremos ser modernos ante todo e indicamos que ha muerto. Dicen las gentes
piadosas que, como último resto del paganismo, bien muerto está; pero es el caso que personas de
corte racionalista tampoco le han solido demostrar mucha simpatía. Al Carnaval no le mató ni el
auge del espíritu religioso ni la acción de "las izquierdas". Ha dado cuenta de él una concepción de
la vida que no es pagana ni anticristiana, sino simplemente secularizada, de un laicismo burocrático.
Diré, por mi parte, que mientras el hombre ha creído que, de una forma u otra, su vida estaba
sometida a fuerzas sobrenaturales o praeternaturales, el Carnaval ha sido posible. Desde el momento
en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a
ideas de "orden social", "buen gusto", etc., etc., el Carnaval no puede ser más que una diversión de
casino pretencioso. Todos sus encantos y turbulencias se acabaron” (10).
15 En este sentido, Jo Labanyi afirma: “Best and Lellner argue that the debate on postmodernism
began in France because the post-war period saw a rapid change from an archaic rural economy to
late capitalism, with industrialization taking place at the same time as the shift to a post-industrial
economy. The experience of anachronism and acceleration is even more acute in the case of Spain,
which in the 1940’s experienced a retrograde attempt at re-ruralization and the imposition of
obsolescent Catholic moral values, followed from 1959 by vertiginous economic take-off and
modernization, and since 1975 by even more precipitous change not only at the economic but also
at the political and cultural levels” (1995: 398).
De ahí que podamos decir que la sociedad española de los 70 se daba una confluencia de la
modernidad tecno-científica y burocrática con la postmodernidad: la muy reciente industrialización,
con su lenguaje del ‘desarrollo’ y el ‘progreso’ se topaba ya con una incipiente sociedad post-
industrial que ponía en duda la lógica temporal lineal y provocaba una (aparente) disolución de la
historicidad mediante la espectacularización de la cultura y los nuevos mass-media. En el caso del
carnaval y de los fenómenos de provocación o transgresión de ‘las costumbres’ que lo rodean,
veremos enseguida como por un lado las instituciones del estado-nación moderno tratan de
controlarlas y disciplinarlas con sus leyes, mientras que, al mismo tiempo, el creciente mercado del
entretenimiento comienza a favorecerlas y a convertirlas en objetos de consumo.
16 Gilles Deleuze sugirió la distinción entre las ‘sociedades disciplinarias’, tal como las había
entendido Foucault, y las ‘sociedades de control’ para explicar este tipo de fenómenos en los que es
poder no se ejerce limitando, identificando o acotando, sino más bien ‘modulando’, produciendo
una variación constante. En la deriva de las sociedades disciplinarias (basadas en las instituciones
‘cerradas’, como la cárcel, escuela, hospital, etc) a las sociedades de control, las formas de ejercer el
poder se flexibilizan, incorporando gran capacidad de asimilar su propia transgresión, porque son,
básicamente, mutantes. Para el caso de la transición española, existen destacados estudios que han
señalado la función de despolitización o normalización social que ejerció la fiesta, la transgresión
formal y la cultura del espectáculo, como por ejemplo, los de Subirats y Vilaros.
este número extra no van a impedir que tres años más tarde la misma revista publique
un dossier sobre la fiesta de las Fallas valencianas defendiendo la actualidad de su
carácter transgresor. Este dossier costó a la redacción de Ajoblanco diversas censuras,
amenazas de muerte y avisos de bomba (y, que se sepa, ninguna acusación de
anacronismo histórico). Entre otras cosas, por incluir definiciones de las Fallas como la
siguiente:
Un carnaval de fuego, una invitación a la calle, una semana de desinhibición
y desguace para los marginados, la gente de la huerta, los obreros portuarios,
las mariquitas impenitentes, las putas sin arrepentimiento, las tías marías que
harán un alto en el camino para oír el serial de las cuatro, las izquierdas que
se aburren pensando lo aburrido que será mandar cuando ellas manden, los
niños que no entienden los letreritos porque están en mozárabe...
O estas protestas contra la institucionalización de la fiesta fallera:
Lo que debiera ser locura, orgía, desenfreno, esperma, mierda, pasote y
ábrete de piernas corazón, se ha convertido en una estructura domesticada,
controlada, manipulada y atada (y bien atada, que dijo no sé quién) por esa
entidad facha de toda la vida (desde los cuarenta más o menos) que es la
Junta Central Fallera.
De estas palabras, y de los actos de venganza que suscitaron, se desprende que la
cuestión de la actualidad de las fiestas populares y su capacidad de transgresión era
para algunos no sólo un tema de análisis, sino también un campo de batalla. Había una
guerra por la sustracción de las fiestas populares de la influencia del franquismo que
venía ya de lejos. La dictadura había intervenido desde el principio activamente para
abortar o domesticar las fiestas, cometiendo notables labores de re-significación como
el cambiar el nombre de los famosos carnavales de Cádiz por el de ‘Fiestas Típicas
Gaditanas’. Pero además, y esto es lo interesante del asunto, el franquismo había sido
para España la cara visible de esa ‘vida moderna’ a la que se refiere Ramón Valdés, en
tanto que había reforzado los mismos procesos de burocratización y especialización de
la vida que el resto de estados promotores de la industrialización capitalista. En ese
sentido, quienes defendían unas fiestas transgresoras y no controladas por el gobierno
en los 70, se oponían al franquismo en su faceta dictatorial pero también, hasta cierto
punto, en su faceta modernizadora.
Pues, ¿en qué consiste más exactamente esa modernización que convierte la
fiesta en un anacronismo? Valdés menciona la especialización, que hace que sólo unos
pocos participen de ella mientras los otros miran (o sea, su espectacularización), pero
también la creación moderna de un tipo de identidad individual fija y abstracta: en las
sociedades urbanas e industrializadas, dice, “la república, la sociedad civil, no puede
aceptar el que seamos seres cambiantes, necesita contarnos, medirnos, identificarnos”.
En las sociedades rurales, en cambio, las fiestas de disfraces permitirían, como
anticipábamos, el “investirse de una personalidad distinta de la que habitualmente se
tiene”. En una aldea de Asturias, según el antropólogo asturiano, no tiene sentido
disfrazarse para buscar el anonimato (como se haría en la versión moderna y
17 De forma literal en el carnaval de Barcelona en 1978, cuya prohibición ocasionó una espontánea
manifestación y la consiguiente carga policial.
La Ley de Peligrosidad Social es descrita por el activista Armand de Fluviá (fundador del
Movimiento Español de Liberación Homosexual en 1970) en una entrevista para Disco Express
(1978) en los siguientes términos: “La Ley de Peligrosidad Social vino a sustituir en 1970 la ‘Ley de
Vagos y Maleantes’, ley establecida por la República en 1933-34, que fue la única ley republicana
que Franco mantuvo. Pero en esta ley no se incluía a los homosexuales y prostitutas, y el régimen ya
se encargó en 1954 de modificarla e incluirlos como ‘peligrosos sociales’ por el simple hecho de
serlo (...) ‘Esta es una ley especial que no establece penas, sólo medidas de seguridad para presuntos
delincuentes, para personas que ellos piensan que pueden delinquir (...) Es una ley, por tanto,
especial, con unos tribunales especiales y unos jueces especiales. No imponen penas, solo medidas
de seguridad en beneficio del ‘peligroso social’ para salvarle y reintegrarlo a una vida dentro de
nuestra digna sociedad” (2004: 26). Estas medidas incluían internamiento en centros de
“reeducación”, destierro y sometimiento a la vigilancia constante de la policía. Como veremos,
enseguida, esta ley fue muy importante para artistas de la contracultura libertaria de los 70 como
Nazario y Ocaña.
18 En Albacete, por ejemplo, se reivindican fiestas asequibles a todos, que no se hagan para ganar
dinero. En el 76, el colectivo juvenil Sagato, según ha documentado Martín García, “se queja de una
programación ferial en la que ‘nos lo dan todo hecho’ y ‘las fiestas se organizan desde arriba’. Desde
diferentes ámbitos de la sociedad albacetense se comenzaron a censurar unos festejos oficiales
carentes de sentido popular y ‘limitados a un cierto sector que puede pagarlos’”. Martín García ha
reproducido incluso una coplilla alusiva que circuló en la feria de septiembre del 75: Dicen que las
ferias son, ‘pa’ que se divierta el pueblo, yo debo ser un marciano, puesto que no me divierto. A mí,
para ir a los toros, no me llega el presupuesto, y para ir a la caseta, tengo que vender lo puesto”
(2008: 276).
19 En 1833, el “pobrecito hablador”, Mariano José de Larra, usaba esa expresión en su artículo “El
mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval” para satirizar la hipocresía de una sociedad para
él basada en el engaño y la apariencia. Casi dos siglos después los herederos remotos de la tradición
liberal que defendía Larra se apropian del disfraz y del carnaval como formas de subversión de las
‘buenas costumbres’ defendidas por la dictadura nacional-católica.
20 En la introducción a La Barcelona de los años 70 vista por Nazario y sus amigos.
21 Esto está documentado en la película relativamente reciente (2003) Underground. La ciudad del
arco iris, de Gervasio Iglesias. José Ribas recuerda un caso parecido de intercambio cultural entre
hippies californianos y jóvenes de Manresa: “los californianos intercambiaron con unos pocos
nativos experiencias contraculturales y grabaciones de Pink Floyd o King Crimson por bocatas. La
existencia de Fusioon, uno de los grupos más fascinantes de la progresía entre 1972 y 1975, no se
explicaría sin este intercambio de imaginarios” (2007: 304).
americanos (...), para recordar las falsetas y los aires flamencos” (2004: 16).
Este detalle es importante: los gitanos tocan y se divierten en las fiestas, Nazario
y los otros jóvenes payos se divierten también, pero, “como los americanos”, necesitan
parar el decurso espontáneo de la fiesta para poder después reproducirla
mecánicamente, y así aprender las técnicas que necesitan para participar en ella. Están
en otra frecuencia, en otro tempo. Buscan asimilar el duende, quieren aprender el
compás. Hay que imaginar ese piso de Nazario en Morón que compartían cuatro
melenudos, todos templando obsesivamente sus guitarras y rebobinando una y otra vez
la cinta de audio, intentando calcar el garabato informe de un rasgueo. Lo que para
unos era juerga para otros era también la adopción de un nuevo lenguaje. Y es que el
individuo moderno no quiere salir de sí mismo sólo durante un rato, y ni siquiera tres
días de fiesta seguidos le son suficientes: ese individuo quiere cambiar para siempre,
forjarse una nueva identidad que no es la que ha recibido de sus mayores.
Nazario era uno más de esos jóvenes del franquismo tardío que andaba
buscando referencias nuevas, formas de experimentación vital que podían venir tanto
de la música, como de la sexualidad, la política, la filosofía, el arte o las drogas. La fiesta
flamenca fue una de ellas durante un tiempo. Luego Morón se le quedó pequeño
(“necesitaba más marcha y más contactos con el mundo homosexual”), y marchó a
Sevilla para después pasar definitivamente a Barcelona. Había decidido ser otra
persona, y allí encontró a quienes la reconocieran, en un ambiente de carnaval
perpetuo que le permitió experimentar con multitud de disfraces. Pero esa etapa previa
de Morón, ese contacto con la fiesta flamenca, ocupa un lugar fundacional en el relato
que hace de su vida. De alguna manera, fue su primer contacto con un círculo ‘contra-
cultural’, y su primer paso en la construcción de una identidad personal distinta a la
heredada del ambiente patriarcal, utilitarista y consumista que dominaba la sociedad
española de los 60.
Pues aunque para él, ajeno a los vínculos tradicionales de trasmisión de la
cultura gitana, la fiesta flamenca no significara lo mismo que para sus anfitriones, no
dejó de recibirla como una influencia importante en su percepción de las cosas. La
diferencia, claro está, es que los gitanos hacían eso porque siempre lo habían hecho, era
un aspecto de sus vidas que, aunque abierto a los excesos, a la espontaneidad y la
catarsis, formaba parte de su ‘normalidad’, y, por más que se prolongara a veces, se
combinaba con periodos de trabajo o de otras actividades que no se veían
sustantivamente alteradas por esas interrupciones festivas. Para Nazario, en cambio,
según su relato auto-biográfico, esas fiestas parecen haber sido el inicio de un proceso
de constantes transformaciones vitales, sin vuelta atrás.
22
Entiendo por ‘sujeto autónomo’ aquel que se considera a sí mismo como la fuente de
organización principal del sentido de su existencia, atribuyéndose la última palabra sobre la
tradición o cualquier otra instancia con la que pueda dialogar (Dios, naturaleza, sociedad...). Por
supuesto la tradición filosófica y política que ha ido generando este tipo de posición es enorme y
complejísima, remontándose al humanismo renacentista, pero bebiendo también del racionalismo
del XVII, la ilustración del XVIII, el romanticismo y el liberalismo del XIX, por citar sólo las
cosmovisiones más cruciales. El historiador español Jesús Izquierdo (leyendo a Charles Taylor)
relaciona este tipo de “sujeto autónomo” con la idea del “ciudadano moderno”: “Los ciudadanos
modernos consensuamos (sentimos juntos) una manera de concebirnos –y de proceder- como
individuos soberanos en la determinación de nuestros intereses personales, como entidades cuyas
fuentes morales son autónomas, como sujetos dotados de una reflexividad sin parangón que nos
capacita para elegir nuestra identidad y distanciarnos de las tradiciones y las convenciones colectivas
en las que estaban atrapados quienes nos precedieron. Sentimos nuestra sociedad como un
agregado de voluntades individuales de la que uno, llegado el momento, puede voluntariamente
distanciarse. En suma, pensamos nuestra subjetividad a partir de la identificación con un yo
individual que consideramos parte del orden natural de las cosas” (2006: 628).
Lo interesante es que Izquierdo sitúa además esta concepción naturalizada del individuo en la
historia: “a pesar de esta apariencia antropológicamente ahistórica, nuestra identidad y sus atributos
son construcciones discursivas e históricas”, precisamente porque “somos lo que somos gracias a la
mediación de determinadas matrices lingüísticas, extraindividualmente construidas. En suma, somos
resultado de la intervención de un lenguaje colectivo e histórico, el lenguaje de la modernidad”
(2006: 629)
Cuando hablamos de ‘sujeto autónomo’, estamos hablando de la forma de subjetivización individuo-
céntrica’ creada por ese lenguaje histórico de la modernidad. No se trata, por tanto, de ningún
‘principio filosófico’ abstracto y desconectado del devenir histórico. Por el contrario, esa forma
histórica de subjetivación ha emergido de contingencias sociales específicas y en sólo en ellas se
miden sus efectos. En el caso de los años 70 españoles, yo estoy tratando de medir su influencia
sobre jóvenes que, como Nazario, crean círculos contraculturales en los que tratan de dotarse de
una identidad personal experimental. Me interesa especialmente que lo hagan a veces recurriendo a
prácticas que, como el Flamenco o las fiestas tradicionales, no están en ese momento del todo
transformadas por ese “lenguaje de la modernidad” que pone al sujeto en el centro. En estas
prácticas reconocemos la herencia de otras “matrices lingüísticas”, provenientes del mundo del
Antiguo Régimen en las que “ser uno mismo consistía en actuar como representante de un
determinado grupo” de modo que “el yo se encontraba fundido con el nosotros. El sujeto era un
miembro del grupo, y era en este núcleo donde adquiría su propio yo” (Izquierdo, 2001: 31).
Sobre la formación de la antropología individualista en el lenguaje de la modernidad y sus tensiones
con las formas de subjetivación colectiva premodernas, véase también “Ciudadanía y clase social
tras la comunidad”, de Izquierdo y Sánchez León.
Barcelona era una fiesta. La Ramblas, el Zeleste, la Plaza Real, el Born, todo
era una fiesta. Pero aunque cada día era una fiesta y para Ocaña cada día era
carnaval, porque se disfrazaba de mujer y se iba a cantar al café de la Opera,
se reservaban las mejores galas para el carnaval de verdad, los diez días de
febrero en los que todos nos disfrazábamos.
¿Significa eso que en esta fiesta perpetua no tiene en realidad cabida la fiesta
tradicional? ¿Cómo puede no quedar desvirtuado ese ‘carnaval de verdad’, aunque
para él se reserven ‘las mejores galas’, si todo el año es carnaval? ¿Supone esta
apropiación moderna la abolición de todo resto de cultura popular carnavalesca que
pudiera quedar?
No exactamente. Las cosas son más complicadas, porque eso que llamamos
‘fiesta tradicional’, como señalan tanto Chartier como Caro Baroja, Favre y E.P.
Thompson, es ya una realidad difusa que ha estado siempre sometida a múltiples
influencias, y que, como tal, es ella misma híbrida y multiforme. El concepto de
tradición es engañoso. Pensemos en esos gitanos de Morón que conoció Nazario.
Hemos asumido que sus fiestas son eventos ‘tradicionales’ en los que no se produce
una transformación del individuo, sino una reactivación de ciertos usos sociales
catárticos, una especie de ‘desorden controlado’. Pero estábamos simplificando para
enfatizar el contraste con la posición de Nazario. Debemos matizar ahora y darnos
cuenta de que por mucho que sea ‘tradicional’, esa fiesta no es una mera repetición de
lo mismo. Para pensar su diferencia, podemos compararla con la deriva que esa
‘tradición’ adoptará a los pocos años, según la explica el propio Nazario:
Dichas fiestas fueron el final de una época de artistas gitanos sólo conocidos
en círculos muy restringidos, alejados de circuitos de tablaos, teatros y
radios, que solían vivir de profesiones precarias y que actuaban en fiestas
familiares o fiestas organizadas por ‘señoritos’ que pagaban a los artistas para
actuar (2004: 15).
Es el final de una época y el comienzo de la historia de la comercialización
masiva del flamenco. Esta historia tenderá a convertir la fiesta flamenca en un
espectáculo, volviéndola más previsible, más estereotipada y conservadora. Debemos
darnos cuenta, entonces, de que por mucho que la fiesta flamenca operara antes de
dicha comercialización dentro de unos parámetros ‘tradicionales’, eso no significaba
que no pudiera ‘liberar’ formas de experimentación y de ruptura (sobre todo teniendo
en cuenta su marcado carácter improvisado), que son las que precisamente se echan en
falta cuando el mercado hace que los artistas comiencen a buscar las maneras fáciles de
complacer a quienes no participan (‘el público’). Antes, los payos tenían que tener
contactos para colarse en la fiesta y aprender con su esfuerzo la manera de seguir el
compás para participar. Ahora, son ellos los que marcan el compás, con sus palmas
torpes, abortando la posibilidad de experimentación.
Esa experimentación que permitía una tradición como la fiesta gitana, esos
devenires, fugas, fracturas irrepetibles de su cante y su baile, no son necesariamente
23
El escritor afro-americano Ralph Ellison, en un artículo en el que comparaba el flamenco con el
blues, inventó algunas formulas hermosas para describir estos improvisatorios devenires que se
producen sobre la base de una estructura tradicional: “Even one who doesn’t understand the lyrics
will note the uncanny ability od the singers presented here to produce pictorial effects with their
voices. Great space, echoes, rolling slopes, the charging of bulls, and the prancing and galloping of
horses flow in this sound much as animal cries, train whistles, and the loneliness of night sound
through the blues” (2003: 24).
24
Ese tipo de “hibridez” o “fusión” no garantiza nada de por sí, como demuestra la experiencia del
grupo de rock progresivo Smash, que se detalla en el citado documental Underground. La ciudad
del arco iris. En un momento de su corta carrera Smash empieza a colaborar con el guitarrista gitano
de flamenco Manuel Molina (que más tarde se haría famoso con el dúo Lole y Manuel), obteniendo
resultados experimentales e interesantes para ambas partes. Más adelante, sin embargo, los jóvenes
rockeros graban una canción llamada El garrotín, en la que mezclan música tradicional con un
formato más ‘pop’. Su productor quiso potenciar esa canción y esa vena más comercial, lo cual
produjo una serie de tensiones que acabaron por precipitar la separación de la banda.
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Introducción
En este artículo la autora trata de dar cuenta de un proceso social complejo, como es
la actual quiebra o crisis del relato hegemónico de la Transición española, a través de un
caso concreto, como es la causa penal internacional de la “Querella Argentina contra los
crímenes del Franquismo”. En la primera parte del texto se realiza una reconstrucción
socio-histórica del contexto de producción y consolidación del relato mítico de la
Transición en los primeros años de la democracia, para más adelante dar cuenta de las
posibles causas que en la actualidad han llevado a su quiebre o desborde, resumidas
principalmente en dos fenómenos fundamentales, como son la irrupción de los
movimientos por “la memoria histórica”, por un lado, y la crisis del Régimen del 78, por
otro. En la segunda parte, se da una primera aproximación al análisis del caso de la
“Querella Argentina” como un lugar destacado para dar cuenta de este proceso de
reelaboración histórica colectiva, un lugar que, por sus propias dinámicas y su propio
campo de juego, los cuales describimos, podría llegar a desempeñar una labor de
aceleración del quiebre del relato hegemónico y de potencial lugar de enunciación de
nuevas narrativas sobre la historia reciente de nuestro país.
complicidad con la ciudadanía, la cual también había producido una propia demanda
social de olvido y de reconciliación, posiblemente influenciada por un trauma todavía muy
profundo de la Guerra Civil y la Dictadura, por un deseo real y legítimo de acercarse por
fin a Europa y por el creciente individualismo y apoliticismo que comenzaba a desarrollarse
en la nueva sociedad de consumo española que se estaba dando en aquél momento.
En parte gracias al trabajo de asunción y reproducción del mismo por parte de las
élites académicas, políticas, periodísticas y culturales (Montoto, 2012) este discurso
dominante de la Transición fue consolidándose a lo largo de los años ochenta, para
confirmarse en la década posterior como el marco de sentido común del que la mayoría de
la ciudadanía haría uso para interpretar los hechos recientes de su pasado colectivo. Sin
embargo, en los últimos años muchos elementos marcan la pista de cierta ruptura que, si
bien todavía no está claro si podrá sustituir a ese relato mítico de la Transición, es posible ya
afirmar con seguridad que lo ha desbordado (Sánchez León, 2012).
Pero lo que más interesa destacar aquí es cómo todo este boom de la memoria acabó
dándose de bruces, inevitablemente, con el proceso de la Transición española,
posiblemente por dos razones fundamentales. Por un lado, debido a una saturación del
mercado académico y cultural de todos estos productos sobre la Guerra Civil y la primera
dictadura, ya palpable a finales de la primera década del siglo XXI, hasta el punto que el
escritor y columnista Isaac Rosa tituló a uno de sus libros ¡Otra maldita novela sobre la
Guerra Civil! (2007). El campo de la memoria de aquella época ya había dado sus frutos, y
comenzaba a plantearse la necesidad de mirar más allá de aquellos lejanos años en busca de
nuevas direcciones, como por ejemplo hacia las últimas décadas de la dictadura y de la
Transición. Hay que añadir, además, que el propio contexto franquista, represor y
dictatorial hasta el final de su régimen -los años setenta del siglo pasado-, permitía una
continuidad en estas narrativas, biografías o trayectorias de memoria, tanto en sus
productos culturales más mainstream como en las investigaciones académicas, más
rigurosas, haciendo lógica una ampliación de todas estas temáticas hasta el final de la
dictadura y los principios de la democracia.
Por otro lado, los movimientos de memoria y pro-derechos humanos se toparon
con la Transición ya no sólo como campo fértil de historias rescatables, sino como barrera
política, jurídica y social. Y es que, muchas de las demandas de las víctimas de la Guerra
Civil y la dictadura, elaboradas desde los marcos globales emergentes de Justicia
Transicional y Derechos Humanos (Pérez Bonet y Alija Fernández 2009; Teitel, 2003), no
podían ser satisfechas justamente por la lectura, tanto social como legal, que la Transición
otorgó al golpe militar, al conflicto armado y al posterior régimen de Franco. En este
sentido, son cuatro los mecanismos fundamentales de Justicia Transicional que
recomiendan las Naciones Unidas de cara al éxito de un proceso de cambio político,
normalmente de una situación de ausencia democrática a otra de Estado de derecho. El
primero es el derecho a investigar y restablecer oficialmente los hechos del pasado (verdad);
el segundo sería el derecho a condenar a los culpables de aquellos delitos no prescritos o de
Lesa Humanidad (justicia); el tercero corresponde al derecho a garantizar el debido
reconocimiento a las víctimas de las graves violaciones a los Derechos Humanos
(reparación); y el último se refiere al establecimiento de garantías duraderas de no
repetición. Respecto al primero, el derecho a la verdad, en España la Transición impuso,
como hemos apuntado, una política de olvido absoluto (Gil y Gil, 2009 en Chinchón,
2012). De este modo:
no se estableció nunca una política de Estado en materia de verdad, no existe
información oficial, ni mecanismos de esclarecimiento de la verdad. El modelo
vigente de “privatización” de las exhumaciones, que delega esta responsabilidad
a las víctimas y asociaciones, alimenta la indiferencia de las instituciones estatales
y conlleva dificultades metodológicas, de homologación y oficialización de la
verdad (De Greiff, 2014: 2).
El segundo mecanismo, el derecho a la justicia, se topa con la Ley de Amnistía, uno
de los hitos de la Transición, de 1977, y una judicatura española poco proclive a investigar
y condenar el franquismo, por su propio ADN franquista (Aguilar, 2013). En relación con
el tercero, el derecho a la reparación, ya hemos apuntado anteriormente al modelo de
abdicación del Rey Juan Carlos I, el exitoso surgimiento de nuevos partidos como
Podemos y los nuevos aires constituyentes demuestran el moribundo estado del Régimen
del 78, y la llegada de nuevos replanteamientos entorno a su nacimiento, es decir, en torno
a la Transición. Es en el momento en que el Régimen del 78 entra en una crisis profunda,
cuando los expertos y la ciudadanía vuelven la mirada a su contexto de producción, que no
es otro que el del proceso transicional. Esta lectura se da ahora con otros ojos, desde un
presente desmitificador -por la propia realidad sangrante en la que se vive-, buscando las
causas de muchos de los vicios del régimen justamente en su punto de partida. De este
modo, se producen las segundas grietas (las primeras las producen los movimientos
sociales por “la memoria histórica”, como decíamos) dentro del relato mítico de la
Transición. ¿Se había hecho todo tan bien en la Transición -como siempre se había
pensado- si teníamos una democracia low cost en donde resultaba tan fácil quitar derechos
y aplicar recortes? ¿Qué había pasado realmente en esos años? ¿Es la Transición una
victoria de la derecha franquista en vez de un proceso modélico de reconciliación? ¿Es la
Transición un periodo conflictivo y oscuro, con más de mil muertos en las calles, y no un
periodo de paz y consenso como nos han contado? De repente, la Transición se convierte
en ese oscuro objeto de deseo, en donde todas las personas tienen algo que decir al
respecto.
Todo ello, se da, además, en un contexto más amplio, de grandes cambios a nivel
general y global. Por un lado está el inevitable relevo generacional, es decir la llegada a la
palestra académica, política y mediática de una generación que no participó del proceso de
cambio político de los setenta, que ha vivido enteramente en democracia y que no
comparte ciertas pautas de la cultura política de la Transición y del Régimen del 78. Por
otro lado se produce la entrada de la sociedad española en un mundo nuevo, producto del
proceso de globalización (Beck, 1986), fuertemente vinculado a las nuevas tecnologías y a
nuevos flujos de personas, mercancías e información (Castells, 2001). Esta verdadera
revolución tecnológica ha configurado nuevas maneras de relacionarse que permiten
nuevas formas de comunicación y de construcción identitaria, que a su vez dan lugar a una
reconstrucción de la política desde espacios completamente distintos a los habituales en la
sociedad industrial (como pudieron ser durante todo el siglo XX los medios de
comunicación y la opinión pública, o los ámbito familiar y laboral, por citar los más
importantes).
De este modo surgen nuevos actores, nuevas demandas, nuevas narrativas, y nuevos
lugares de enunciación que resquebrajan hasta hacer estallar el relato homogéneo, cerrado y
robusto de la Transición que hasta hace pocos años nadie ponía en duda. Es así como, de
algún tiempo a esta parte, investigadores, artistas, periodistas, escritores o políticos –y, en
realidad, gran parte de la ciudadanía- reconfiguran y reelaboran nuevos relatos sobre el
periodo, como si de un puzzle se tratara, un puzzle que se hubiera vuelto a romper en sus
piezas y ahora pudiésemos volver a intentar encajarlas de otras muchas maneras.
Y es que la Transición está de moda. La encontramos en la literatura (Cercas, 2009;
Chirbes, 2011; Monedero, 2011), en las múltiples retrospectivas en el mundo del cine o
del arte (Reina Sofía, 2012; Ateneo de Madrid 2013, Sala Berlanga 2014), en la televisión
(Operación Palace, Cuéntame cómo pasó…) y en muchos de los discursos políticos
(Rubalcaba, 2013, Rajoy, 2014; Monedero, 2013) sólo por citar los espacios más
importantes. A veces se recupera para auparla aún más en un relato mítico, otras veces se
utiliza como fuente de todos los males de la democracia. En otras ocasiones, se utiliza como
habitat de relatos, culturas y biografías hasta hace poco no formuladas o investigadas, en un
descubrimiento constante de nuevas realidades del proceso transicional, a veces conectadas
con nuestro presente, otras no (Sánchez León, 2004; Labrador, 2009). En muchas
ocasiones, se mira hacía ella con nostalgia, en otras, con reproche, en no pocas, con
curiosidad. Pero en casi todas, con interés. El pasado reciente está siendo reelaborado.
Hay no obstante otros espacios en los que se está revisitando y reelaborando el
relato de la Transición, espacios menos conocidos, estudiados o tenidos en cuenta.
Espacios que se encuentran fuera de los ámbitos fundamentalmente hegemónicos, como la
cultura, la escuela o los medios de comunicación (Gramsci, 1971), pero que son altamente
interesantes para ahondar en los procesos de quiebre cultural y nuevas producciones
narrativas hoy en día, ya que permiten dar cuenta de otras miradas, otras perspectivas, y
otras dinámicas del proceso de reelaboración histórica que está teniendo lugar.
modelo transicional español no comparte la mayoría de las bases de los tratados ratificados
por España de Justicia Transicional y Derechos Humanos (Chinchón, 2012), funcionó
para los españoles y las españolas, por lo que no necesita un tratamiento posterior.
En relación al discurso de los Derechos Humanos, éste es el discurso más usado o
puesto en práctica por la mayoría de agentes sociales en el espacio social de la querella, lo
cual tiene mucho sentido al estar en un espacio de carácter jurídico-trasnacional. Los
agentes que despliegan mayoritariamente este discurso son las asociaciones de víctimas, los
abogados querellantes, los organismos internacionales (ONU, Amnistía Internacional..), la
judicatura argentina y los técnicos del proceso penal (forenses, juristas, peritos, científicos
sociales, y un largo etcétera). Según Ferrándiz (2014) en España se está produciendo un
incremento en el empleo del lenguaje de los Derechos Humanos, lo cual produce una
retraducción y una reapropiación de éste por parte de los sujetos, y una puesta en práctica
en contextos locales que cambian o modifican parte de su mensaje.
La lectura de la Ley de Amnistía, por ejemplo, aparece abiertamente enfrentada a la
lectura que de ella se hace en el discurso mítico de la Transición. En el marco de los
Derechos Humanos, la ley de Amnistía es definida como una ley de punto final que
principalmente cerró la posibilidad de juzgar a aquellos sujetos que cometieron crímenes de
Lesa Humanidad (crímenes imprescriptibles) durante la dictadura y la represión franquista,
más allá de amnistiar los presos políticos de la lucha antifranquista. En este sentido, es
significativo el número de presos que salieron de las cárceles franquistas con la ley de
Amnistía de 1977: de las decenas de centenares de presos políticos a la muerte del
dictador, sólo 89 salieron con esta ley (El País, 15 octubre 1977), ya que la gran mayoría
habían salido con los indultos y las amnistías anteriores. Así lo explica un portavoz de la
Coordinadora Estatal de apoyo a la Querella Argentina (CEAQUA) y ex-preso político, en
una rueda de prensa de su plataforma con motivo de la visita a España de la jueza argentina
que lleva el proceso: “En este país se construyó la democracia mirando para otro lado. Así
de sencillo. La clave de bóveda de la Transición es la elaboración de una ley de amnistía
cuando ya los presos políticos del franquismo estábamos en la calle y es una ley de amnistía
fundamentalmente dirigida hacia los represores franquistas”1. Además, desde el discurso de
estos agentes sociales, la Ley de Amnistía no se enmarca en un contexto de libertad y
voluntad popular, pero sí en uno de miedo, inestabilidad e incertidumbre: “En el 82 había
mucha gente aterrorizada por lo que podía pasar, y el ruido de sables era utilizado
sistemáticamente como una forma de presión política...” (Chato, Portavoz de CEAQUA,
rueda de prensa con motivo de la visita de la jueza argentina a España, 28 de mayo 2014).
La ley de Amnistía deja de ser una decisión consciente, deliberada y libre del pueblo
español, para convertirse en una estrategia de autoprotección del régimen franquista.
Por otro lado, esta lectura de la ley de Amnistía también contiene un relato sobre los
hechos anteriores a la Transición, un relato completamente diferente del empleado por los
agentes sociales que ponen en práctica el discurso mítico de la misma. En este sentido, la
guerra ya no es una tragedia causada por el conflicto y la desmesura política de la Segunda
1 Estas declaraciones de los portavoces de CEAQUA, y las que se reproducen en las siguientes
páginas, están recogidas en el trabajo de campo enmarcado en el proyecto de tesis doctoral de la
autora, todavía no publicado hasta la fecha.
como moroso con las demandas de las víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura no es una
novedad, siendo un discurso desplegado, por ejemplo, en las demandas de los llamados
“Niños de la URSS” (Devillard et al, 2001).
denominado como “narraciones afectadas”, donde los susurros, los miedos y los traumas
han reinado en gran parte de estas historias de vida.
Lo que se encuentra en todas estas personas es la inclusión en sus discursos y en sus
prácticas tanto de esta otra historia de España como también la historia dominante de
nuestro país, y en particular el relato mítico de la Transición. Y es que, los relatos nunca se
encuentran aislados unos de otros en la realidad y en la vida social de las personas, sino que
se entrelazan y atraviesan de mil maneras a los sujetos sociales, desembocando en procesos
de subjetivación densos y ambivalentes. De este modo, las víctimas del Franquismo han
sido, en un primer momento, víctimas del propio sistema dictatorial y de las propias
prácticas represoras: la represión física y simbólica, la muerte, la cárcel, el exilio, la tortura,
la pobreza, la exclusión, o el trauma son algunas de ellas. En un segundo momento, sin
embargo, llegaron a ser muchas de ellas (no todas) de nuevo víctimas y/o cómplices, esta
vez del proceso transicional y del sentido común impuesto o construido por el mismo
(tanto desde las élites, como desde la misma ciudadanía). Todo ello conllevó en cierta
medida a la desarticulación (impuesta o no) de importantes ejercicios de memoria, como
exhumaciones, homenajes o búsquedas, que se estaban dando en un número importante y
todavía desconocido en la actualidad. Algunos trabajos contemporáneos de historiadores y
expertos están abriendo todo este campo de investigación, como es el caso de la
historiadora Zoe de Keranga, que investiga las exhumaciones durante la Transición y que
confirma un número elevado de las mismas, centenares, en una dinámica de memoria
privada y familiar que, sin embargo, parece paralizarse a raíz del Golpe de Estado de 1981
y de la amenaza involucionista. Como ya sabemos, “no era el momento”.
Sin embargo, por el relato mítico de la Transición, tampoco lo fue más adelante. Y
no fue así porque el sentido común que se instauró en la democracia, ese marco de
interpretación hegemónica que mencionábamos al principio del artículo, no permitía un
lugar para las víctimas del franquismo, al estar ya “cerrado” ese capítulo para la sociedad
española. Así, en un ejercicio de auto-censura típico de los procesos de hegemonía, muchas
de las personas que habían sido represaliadas, volvieron a hablar de todo ello (si se hablaba)
en casa, entre susurros, con miedo y con vergüenza. Este sentido común les ha afectado
considerablemente y puede explicar –en parte- el opresivo y largo silencio de muchas de
estas personas respecto a muchas de estas cuestiones.
Se abre la posibilidad de que el marco de Derechos Humanos y la eficacia simbólica
que éste despliega, pueda generar un proceso de reelaboración de la historia de España por
parte de estos sujetos sociales, inaudito hasta la fecha. Este proceso de reelaboración puede
comenzar con un uso estratégico (consciente o inconsciente) de este marco de
interpretación por parte de las asociaciones de víctimas, importado desde el éxito de otros
movimientos de víctimas como en Argentina, Chile o Sudáfrica. En un segundo momento,
esta “utilización” podría, en algunas ocasiones, acabar desarrollando en ellos verdaderos
procesos de subjetivación que repercutan en el propio proceso identitario y
(auto)biográfico de la persona. Todo ello, a su vez, puede generar dinámicas de
empoderamiento y legitimación que les permita, por fin, definirse como interlocutores
válidos del proceso de reelaboración de las narrativas sobre nuestro país y nuestra historia.
Conclusión
Como se espera haber argumentado con rigurosidad a lo largo de todo el texto, el
contexto actual de crisis, quiebre y posibles replanteamientos del relato mítico de la
Transición es ya una realidad empírica, la cual conlleva, entre todas muchas cosas, una
relectura de las narrativas sobre la historia del siglo XX español. En este presente incierto
de nuevas miradas, nuevos actores y nuevas lugares de enunciación, considero
profundamente interesante y pertinente el estudio de caso de la “Querella Argentina” como
un espacio social con potencial para acelerar la descomposición del relato mítico e
intervenir en este nuevo contexto de reelaboración colectiva. Por un lado, este espacio
despliega un discurso ético-político, el discurso de Derechos Humanos, que podría hacer
frente de una manera eficaz al relato reconciliador de la transición en la pugna política y
discursiva en la que se encuentran. Por otro lado, este discurso y el propio proceso judicial
permite por primera vez en la historia española unos soportes (auto)biográficos a las
víctimas del franquismo, que podrían derivar en procesos de subjetivación y
empoderamiento como sujetos legítimos en el nuevo marco de interpretación histórica.
Todo ello podría, finalmente, desencadenar un proceso de democratización de la memoria
histórica nunca visto en la España contemporánea, dándole la vuelta a la famosa frase de
Winston Churchill, y reescribir, por fin, la historia desde el lugar de los vencidos.
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1 Es sabido que las diversas esferas –política, económica, cultural– no tienen por qué coincidir ni en
tiempos ni en formas, hecho señalado con gran acierto por Mainer y Juliá (2000: 81-85). En el caso
que nos ocupa, por ejemplo, es necesario tener presente que los cambios en la sociedad y la cultura
habían tenido lugar antes de la muerte de Franco. Como indica Pere Ysàs, “el crecimiento
espectacular del turismo y la numerosa emigración exterior (…) comportó la familiarización de
sectores relativamente amplios de la sociedad española con las formas de vida y con los valores
sociales y culturales predominantes en las democracias europeas” (Ysàs, 2006: 29).
2 Los modos de ambos de acercarse a la cuestión cultural son distintos; mientras que Mainer y Juliá
optan por centrarse en la alta cultura, Quaggio lleva a cabo una aproximación más cercana a la de
los estudios culturales.
(Trenzado, 1999)3.
Es este tipo de aproximaciones, que amplían el marco de las narrativas de la
Transición, las que nos guían en la tarea de observar el papel adoptado por
determinadas expresiones culturales durante unos años en los que la cultura adoptó un
papel determinante. Durante los años de la Transición, expresiones culturales como la
literatura, el cómic, el teatro, el cine y la música vehicularon ideas de cambio, y es por
ello que intentar desentrañar cómo eran y funcionaban en su contexto estas
expresiones nos sirve para entender, en toda su complejidad, esta época intensa y
dinámica4.
“una nueva forma de ser y de sentir, y un cierto estado de conciencia favorable a las ideas que
vertebran la transformación política: reconciliación social, recuperación de las libertades civiles y
políticas, y descentralización del estado” (2011: 9).
5 Para una mirada a las narrativas del cambio operadas en torno al cine documental de la época,
ejemplo, Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo y Josep Tarradellas tras su regreso a España implicó la
puesta en marcha de diversas estrategias de “acomodación” de unas figuras que, durante décadas,
habían permanecido excluidas no sólo del país sino también del discurso dominante. Para entender
algunos de los procesos de reciclaje emprendidos durante los años de la Transición con respecto a
Ibárruri, acudir a Benet (2013).
7 Revista surgida en 1978, fundada por un grupo de periodistas procedente de la conocida y por
entonces en crisis Triunfo, autocalificada como “la primera a la izquierda” y conformada por, entre
otros, César Alonso de los Ríos, Fernando Lara, Carlos Elordi, Antonio Elorza, Julia Luzán y,
durante un tiempo, Manuel Vázquez Montalbán.
8 El término ‘pasota’ aparecerá en la prensa desde finales de los años setenta para designar al
miembro de una joven generación caracterizada por encontrarse al margen de la vida política y de
las reivindicaciones sociales.
estilo de los términos empleados por el periodista Carlos Luis Álvarez “Cándido” en
un artículo de opinión sobre esta nueva generación de jóvenes coincidentes con la
promulgación de la Constitución española:
Los pasotas son los gaiteros del desfile reaccionario, van delante. Sus formas
aparecen vacías de toda intención histórica, porque, en el mejor de los casos,
su utopía, que nace de la contraposición entre el mundo que es y el que
debiera ser, es la de suspender todo pensamiento, como si el mundo,
fatalmente, ‘fuese destruyéndose a sí mismo’ (Cándido, 1980: 121)9.
Más allá del tono empleado, lo que estas alusiones evidenciaban era la
consideración de esa nueva generación como producto y síntoma de los cambios
sucedidos en esos pocos años10: los integrantes de esa recién llegada generación de
jóvenes, algunos de los cuales aún no alcanzaban su mayoría de edad durante los
últimos años de la década de los setenta, conformaban una nueva actitud ante la vida
que bien podía relacionarse con la nueva situación del país.
La consideración de la juventud en relación al cambio operado en los ámbitos
político, económico y social no era algo nuevo; como tampoco lo era la consideración
de los espacios específicamente creados para ella como síntomas y dinamizadores del
cambio. Desde mediados de los años setenta, si no antes, en cierta prensa de carácter
progresista se consideraría, por ejemplo, ciertos festivales de música como lugares en
los que ejercer una libertad de expresión inexistente en otras esferas de la vida social11.
En dichas crónicas, se insistía en el carácter abiertamente lúdico de unas jornadas en las
que parecían darse las condiciones adecuadas para la consecución de la soñada
democracia:
El pasado fin de semana, en Canet de Mar, se celebró la octava edición del
Festival de Canción, llamándose por primera vez de una forma distinta a las
anteriores y clásicas de Sis Hores de Cançó (Seis Horas de Canción). Por
primera vez también, en Canet, se incorporó decididamente el ingrediente
festivo, que se inició con una verbena popular el viernes por la noche, con
final quemado con ron en una madrugada playera. Por primera vez también,
todos los actuantes en Canet cobraron por igual, haciendo reparto de
9 El periodista aclaraba poco después: “no niego al «pasotismo» una realidad material y sociológica.
Lo que sí niego es que los hábitos y costumbres de esa juventud puedan quebrantar y menos
cambiar las normas sociales que rechazan” [Cándido, 1980: 121]).
10 La consideración de la juventud como un epítome de cambios estructurales en los medios fue ya
señalada por John Clarke, Stuart Hall, Tony Jefferson y Brian Roberts en “Subcultures, Cultures
and Class: A Theoretical Overview”, publicado originalmente en 1975 como Working Papers in
Cultural Studies 7/8, compilado al año siguiente por Hutchinson y reeditado después por
Stuart Hall y Tony Jefferson en el libro Resistance Through Rituals: Youth Subcultures in Post-war
Britain (Routledge). Hay traducción del libro al español con el título de Rituales de resistencia.
Subculturas juveniles en la Gran Bretaña de postguerra (Madrid: Traficantes de sueños, 2014).
11 En realidad, los festivales de música pop habían aparecido bastante antes. En concreto, son de
reseñar los festivales que, al estilo de los franceses, se desarrollaron en el Circo Price de Madrid
desde el 18 de noviembre de 1962, cuando se celebra el Primer Festival de Música Moderna; en él
actuaron grupos como Dick y Los Relámpagos, Los Tonys, Los Pekenikes y Los Estudiantes. Para
más información acerca de esta cuestión, acudir a Rodríguez “Rodri” (1999: 387-393).
12 A este respecto, Eduardo Haro Ibars y Marcelo Covián afirmaban respecto al Canet Rock de
1975: “Canet no ha sido una casualidad; ha sido el producto natural y necesario de un mundo
social existente que debía y debe encontrar medios de expresión multitudinarios e individuales”
(1975: 27).
13
Tal y como indica José Ignacio Cruz, las medidas asumidas por el régimen durante la década de
los sesenta con la intención de reorientar las políticas relativas a la juventud puestas en práctica hasta
entonces en un deseo por satisfacer a una nueva juventud no implicaron una modernización
significativa (2003-2004: 199).
14 La primera edición tuvo lugar en 1969, donde actuaron en el Tennis Club de Canet de Mar Lluís
Llach, Ovidi Montllor y Francesc Pi de la Serra. Tras ésta, se celebrarían otras en años sucesivos.
15 La sala Zeleste fue uno de los primeros espacios de conciertos habituales en Barcelona y desde
1973 jugaría un papel importante en la difusión del rock progresivo en la ciudad. Gómez-Font
(2011:86).
16 La actuación forma parte del recital que dieron Muntaner y Ovidi Montllor dentro de las fiestas
de los quintos de 1975 de Prats de Lluçanés. Los intérpretes de la nova cançó no se limitaban al
circuito de locales musicales, más específicos, sino que actuaban en todo tipo de eventos.
17 El nombre de Estadio del Fútbol Club Barcelona nació en 1965 tras consulta a los socios,
sustituyendo al de Estadio del Club de Fútbol Barcelona, empleado desde su inauguración en 1957.
La denominación Camp Nou, como también se le conocía popularmente no se oficializaría hasta la
temporada 2000/2001, tras nueva consulta a los socios.
18 Tal y como se indica en Gómez-Font (2011: 31), el primer disco de cançó que saca Edigsa al
la cançó en los Països Catalans 19 en España (el País Valencià, Les Illes Balears, Andorra
y Catalunya Nord). Asimismo, la presencia de los diversos lugares en los que tenían
lugar las diferentes actuaciones (desde escenarios improvisados, a salas específicas y
grandes auditorios -en los que, por ejemplo, tienen lugar las actuaciones de Lluis Llach
y Raimon en la parte final de la película-) certificaba la aceptación de una expresión
que ha conseguido imponerse frente a las cortapisas del gobierno franquista.
La consideración de esta expresión musical como un acto antifranquista era
señalado por algunos de los testimonios incluidos en la película, que indicaban la
posibilidad (o necesidad) de entender este tipo de recitales como mítines políticos; una
interpretación que por entonces se llevaba a cabo ya de manera habitual, tal y como lo
atestiguan los contraplanos de la respuesta del público en las actuaciones más
multitudinarias incluidas en esta última parte de la película (Lʼestaca de Lluis Llach,
Catalunya Comtat Gran, de Rafael Subirachs, y Jo vinc dʼun silenci, de Raimon, que
significativamente cierra el film)20.
Y es precisamente esta interpretación la que, al decir de una crítica de la época,
debían de hacer los asistentes que acudieron a la proyección del film en una sala de
cine de Barcelona. Al menos así lo constata la siguiente crónica del estreno de la
película en junio de 1976, aparecida en Diario de Barcelona:
Fuertes aplausos saludaron la aparición, en el principio, de banderas
catalanas en el festival de Canet, y volvieron a sonar cuando Pi de la Serra
cantó La cultura; Qualsevol nit portir el sol, de Sisa, fue seguida con mucha
atención y coreado su estribillo […]. El siguiente motivo de regocijo fue la
alusión al 5-0 del Barça, cantado por La Trinca, con chándal y en pleno
césped del Nou Camp. La aparición de cada cantante era invariablemente
aplaudida, pero Ovidi Montllor, con su Fera ferotge, hizo subir los
decibelios. [Se apreció] la ascensión de Subirachs, con su excelente
interpretación de Els segadors, acompañada con palmas por todo el
gallinero […]. Las salvas finales de aplausos las cosecharon [el luchador
antifranquista y procatalanista] Lluís M. Xirinachs y Raimon cuando aquel
apareció levantado en hombros por el público del Palacio de los Deportes y
este cantó Jo vinc d’un silenci, canción escogida con muy buen tino por los
realizadores. Verles a ambos en pantalla era poco menos que surrealista.
Quizá así se explica el vuelco del público, directo y sin manías, hacia La
19 Precisamente, el término había sido popularizado por los ensayos de 1962 Nosaltres, els
valencians y Qüestió de noms, escritos por uno de los entrevistados que aparecen en la película,
Joan Fuster.
20 En esta última parte del film, a las actuaciones de Llach y Subirachs, y antecediendo a la de
Raimon, que es ya de cierre, le sigue la de un Pau Riba que, por su apariencia (maquillado, con un
pequeño pañuelo al cuello), parece más bien un cantante glam; además, en vez de la guitarra
española, se presenta acompañado de dos guitarras (una la porta él), batería, saxofón y percusión.
Su presencia en la película resulta así una disonancia (también en el sentido musical) que viene a
atestiguar la deriva que algunos de los músicos que comenzaron su andadura musical ligados a la
nova cançó tomarían hacia cauces más heterodoxos; así lo certifican también sus palabras en la
entrevista previa a su actuación: a la pregunta de: “¿Crees que ayudas a la cultura catalana?”,
responde que sí, “destruyéndola”.
orden ministerial del 23 de abril de 1941 que había prohibido la proyección cinematográfica en
otro idioma que no fuera el español.
23 En realidad, la música progresiva había surgido a finales de los años sesenta (la aparición del
grupo Máquina! en 1969 es un hito a este respecto), si bien no es hasta mediados de los setenta
cuando, con la aparición de diversos festivales locales, alcanza una visibilidad mayor. Su foco
principal lo tendría en Barcelona, pero Sevilla sería también otro de los focos más importantes. Para
más información, acudir a Turtós (1995: 75-81).
24 En las críticas aparecidas tras su estreno sería oportunamente comparada con el conocido
documental musical Woodstock –como también los festivales, incluido el realizado en Canet, serían
comparados con los celebrados en Estados Unidos y Reino Unido.
25 También hay que señalar que este tipo de música, caracterizada por ser instrumental y por
16 mm que consigue carnet oficial de exhibición sin acudir a la trampa siniestra del «hinchado» al
formato mínimo reconocido de 35 mm. Esta circunstancia abre posibilidades a unos planteamientos
de producción y distribución hasta ahora inabordables y de indiscutible interés” (1976).
28 En estos momentos aparecían en la prensa mayoritaria artículos en los que se denunciaban las
perniciosas condiciones en las que se desarrollaban estos eventos (ver Costa, 1978: 60). Sin ir más
lejos, la crónica del festival aparecida en el diario El País, así lo hacía: “El pasado viernes tuvo lugar
un Festival de rock en Madrid. En una plaza de toros. Y hubo violencia. Los festivales de rock se
desarrollan en polideportivos, campos de deporte, frontones, campos de fútbol o plazas de toros.
Hasta el más negado puede encontrar una relación simbólica entre el marco y la violencia y
agresividad que se desarrollan en torno al mismo” (M. C., 1978: 32).
29 El rock urbano surge en Madrid, ciudad a la que se referirán varias canciones; en el documental,
sin ir más lejos, se incluyen dos temas que hacen alusión a la ciudad: Vallecas 1996, por Topo, y
Este Madrid, de Leño. La cuestión del espacio geográfico resulta interesante respecto a cómo ésta
moldea una identidad colectiva determinada; queda esta cuestión pendiente para sucesivos estudios
por la disminución en la producción tras la entrada en vigor del Real Decreto 3304/1983, de 28 de
diciembre conocida popularmente como Ley Miró).
actuaciones de:” y la sucesión de los nombres, sobrepuestos a imágenes, de cada uno de los grupos
participantes en el festival, a lo que le sigue el título “y 25.000 asistentes” sobrepuesto a una imagen
del público que usa el zoom out para abrir el foco y mostrar a la multitud.
Eso sí: en lo que sí coincidían estas propuestas (y algunas de las lecturas a las
que dieron lugar) es en la identificación entre democracia y juventud en España, que
tiene lugar en el ámbito de lo cultural34. Ciertas voces progresistas reclamaron el
cambio en un país en el que una determinada juventud parecía haber encontrado los
huecos suficientes para expresar unas inquietudes similares a las de los países
democráticos y parecían entender, como indica Sánchez León en su estudio de los
jóvenes durante la Transición, que:
por su cultura y su conciencia política, los jóvenes eran distintos. Lo que los
convertía en potencialmente peligrosos, lo que disparaba los prejuicios
contra ellos en un sentido que iba más allá del cálculo y la estrategia, era la
reunión de sus personas, en las personas de muchos de ellos, de una doble
singularidad: el estar abiertos a la exploración a la vez con la cultura y con la
política (2004: 172).
Aun con diversas maneras y objetivos diferentes, los tres documentales
analizados así certificaban esto último.
34 Esta idea, presente en algunas de las narrativas recientes sobre la Transición, hunde entonces sus
raíces en esta época. Por ejemplo, Quaggio: “Estos jóvenes urbanos, hijos de la modernización de la
España tecnocrática de los sesenta, proyectaban su presencia en el espacio urbano metropolitano de
la democracia” (2014: 193). Redactado ya el texto, hemos encontrado un artículo “Estigma y
memoria de los jóvenes de la transición”, escrito por el historiador Pablo Sánchez León, donde se
indica lo siguiente: “no hay una verdadera historia alternativa de la transición esencialmente porque
nadie ha sido capaz de identificar algún sujeto que encarnase en su trayectoria colectiva una salida
diferente para los acontecimientos entre 1975 y 1982 (o 1989). Lo que anima a estas páginas es la
pretensión de al menos esbozar con alguna evidencia la idea de que lo más parecido a ese sujeto
fueron los jóvenes españoles de la época, especialmente aquellos nacidos y socializados en medios
urbanos y pertenecientes a las clases medias” (2004: 165); el presente texto participa de esta
intención. Agradezco a Violeta Ros que me hiciera llegar este artículo.
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Vicente Sánchez-Biosca
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA · Vicente.sanchez@uv.es
Resumen: En junio de 1971, el PCE organizó un gran Abstract: In June 1971, the Spanish Communist Party
mitin político en las cercanías de París. En él se held a big rally in the outskirts of Paris. It aimed at
presentaban ante una masa de militantes, simpatizantes y introducing its leaders to a considerable mass of
antifranquistas dos líderes, Dolores Ibárruri (Pasionaria) militants, sympathisers or simply anti-Francoist
y Santiago Carrillo, que habían desempeñado un population living then in Europe. The two leaders who
importante papel en la historia de España y que se addressed this multitude were Dolores Ibárruri (known
preparaban para hacerlo en el futuro postfranquista. El as Pasionaria) and Santiago Carrillo. Both had played a
encuentro recibió una notable cobertura a través de la key role in the past, especially during the Spanish Civil
prensa y fue ampliamente fotografiado. Un film fue War and both were planning to do so in the next future.
rodado y montado por la Comisión de Cine de The rally was profusely covered by press and
Barcelona en colaboración con el colectivo francés photography; what’s more, a film was shot and edited by
Dynadia. El presente texto analiza las distintas a Catalonian film crew along with the French
dimensiones de este encuentro en relación con la táctica revolutionary association Dynadia. This text analyses the
del partido, la lucha contra la Dictadura y, en especial, el different dimensions at stake in the rally, from the Party
proceso de transferencia del carisma entre Pasionaria tactics perspective, as well as in relation to the Spanish
(un mito viviente del Comunismo) y Carrillo, quien a la Dictatorship. More specifically it takes into account what
sazón ejercía el control orgánico del PCE, pero no era might be called transference of charisma from a living
todavía reconocido como líder de masas. myth of Communism, Pasionaria, to the bureaucratic
leader, Carrillo.
Palabras Clave: Transición española, Historia del PCE, Key Words: Spanish Transition to Democracy, History
Carisma líderes políticos, Cine político, Cine e Historia. of the Spanish Communist Party, Charisma and Political
Leaders, Political Cinema, Cinema and History.
DOI: 10.7203/KAM.4.4471
Un film-acontecimiento1
A lo largo del primer semestre de 1971 se gestó y unos meses después vio la luz,
incluso si ésta fue en parte clandestina, un film singular en la historia del cine
independiente y político español: El mitin de París, también conocido por su título
francés, Paris, Juin 1971. Su tema fue un encuentro multitudinario convocado por el
PCE en las cercanías de la capital del Sena. Intervino en su factura un nutrido grupo de
profesionales que animaban desde 1967 la aparición y consolidación en España de un
cine alternativo que se situaría al margen tanto del modelo comercial como de las
distintas variedades del cine de autor. Aunque los orígenes de cualquier movimiento
clandestino son siempre etéreos y discutibles, es comúnmente admitido que el impulso
decisivo tuvo lugar con motivo de las Primeras Jornadas Internacionales de Escuelas de
Cinematografía celebradas entre el 1 y el 6 de octubre de ese año en Sitges (Pérez
Merinero 1973: 30; García-Merás 2007: 22-25; Berzosa 2009: 39-40; Fernández
Labayen & Prieto Souto 2011: 230; Prieto Souto 2013, 182-183, entre otros).
Coincide la bibliografía en señalar que en estas jornadas alboreaba una revisión de
aquella lejana contestación representada por las Conversaciones de Salamanca y su
diana actual se situaba tanto en la crítica del ya decadente Nuevo Cine Español como
del cine de autor en su acepción europea, cuya difusión había sido reforzada en ese
mismo año de 1967 por la legislación para las salas de Arte y Ensayo2. En el film citado
colaboraron partidarios de un modelo de cine político militante, empeñado en la
práctica de la contrainformación o la información de todo cuanto había sido excluido
de la órbita del régimen, mas no por ello eran sus artífices indiferentes a las cuestiones
formales, a saber, la estructura del film, el uso del directo, el trabajo de montaje y la
asincronía del sonido; cuestiones éstas ligadas a las vanguardias, cierto que algo difusas,
por las que serían también conocidos algunos de estos personajes3.
El mitin de París/ Paris, Juin 1971 movilizó a la Comisión de Cine de Barcelona
(CCB) que cargó sobre sus todavía estrechas espaldas la responsabilidad de su
realización y montaje4. Según rezan sus títulos de crédito, el productor fue Pere Ignasi
Fages y la realización aúna nombres tales como Pere Portabella, Carles Duran, Manel
Esteban o Brigitte Dornès, si bien las funciones de cada uno de ellos fueron muy
1Este texto ha sido concebido en el marco del proyecto I + D MINECO (La construcción
mediática del carisma de los líderes políticos en períodos de transformación social: del
Tardofranquismo a la Transición, HAR2012-32593). Agradezco al Archivo Histórico del PCE y a
su directora, Victoria Ramos Bello, su amabilidad y orientación en la consulta de sus documentos,
así como el permiso para reproducir imágenes. Igualmente, hago constar mi gratitud a ciné-archives
y a Marion por su ayuda al identificar una ficha de los equipos de rodaje franceses. Last but not
least, a Xosé Prieto Souto por la generosidad con la que compartió conmigo sus investigaciones en
curso.
2 Un creciente interés se manifiesta en los últimos años en torno a estos movimientos dispares sobre
los cuales hasta hace poco las referencias iniciales eran repetidas sin apenas comprobación ni trabajo
de archivo.
3 La división de este cine en estas dos posturas procede de García-Merás (2007:18) y debiera ser
5Nos consta, por ejemplo, que Portabella carecía de pasaporte y no pudo viajar a París, Brigitte
Dornès fue una, si no la mayor, responsable del montaje, Manel Esteban era el único desplazado a
París que poseía sólidos conocimientos de cámara y debió desempeñar mayores tareas… (Torrell,
2011: 62).
Semprún guionista de La guerre est finie (1966). Por mucho que los viejos mitos se
espolvorearan con algunas manifestaciones actuales contra el régimen de Franco por la
ejecución de Julián Grimau (1963) o la represión policial, el arcaísmo de esta
concepción era evidente y su capacidad de movilización declinaba. No fue así en 1971
y El mitin de París contribuyó a certificar este cambio en el que las noticias de o sobre
España adquirían un nuevo atractivo, incluso protagonismo, en los medios políticos y
de comunicación europeos6. Tras distribuirse clandestinamente por España en
cuarenta copias, el film señaló el camino a otras prácticas cinematográfico-políticas
(Torrell 2011: 58)7.
El caso es que la comisión organizadora del mitin acordó su realización
solicitando al responsable de prensa y propaganda, Federico Melchor, que hiciera las
gestiones pertinentes8. Estas le conducen, probablemente a partir de Andrés Sorel, a
Pere Fages que, como responsable de un organismo denominado Mesa Redonda de los
Jueves9, tenía abierta una oficina en la que recibía a periodistas internacionales
interesados en contactar con los movimientos antifranquistas (Berzosa 2009: 92). El
caso es que, según refiere en un informe para el PCE un tal Miguel Ángel, ayudante de
Melchor que no he podido identificar, las gestiones iniciales con la Comisión de Cine
quedan interrumpidas. Aquí la información, sin ser incompatible, presenta dos puntos
de vista: el del partido o, al menos, el de los responsables de la propaganda sensibles al
cine, y el de Fages. Según el primero, que recoge el informe de Miguel Ángel, los
responsables contactan con Isidro Romero (miembro del PCF de origen español) quien
les pone sobre la pista de un equipo de cineastas (del PCF, dice Miguel Ángel) llamado
Dynadia. Tras una entrevista con C. Diard (responsable del PCF), se acuerda que
Dynadia realice el rodaje. La primera previsión económica de 4500 Nuevos Francos
sólo permitiría rodar 1200 metros de film, por lo que se propone una ‘combine’ a
Miguel Ángel y a Antonio García del Pozo que permitiría obtener financiación para
unos 1200 metros más. Por su parte, y en este momento deben intervenir contactos
que el informe no registra, el 18 de junio se personan en París tres cineastas enviados
por la Comisión de Cine (sin duda Manel Esteban y Carles Duran están entre ellos,
además de Fages). Llegan con un equipo completo alquilado en París y unos 1000
metros de película. Una vez concluido el rodaje, Dynadia entrega el material rodado a
los responsables de la CCB para que el film sea montado, como estaba previsto, en
Barcelona, si bien guarda para sus archivos una copia de lo rodado. Según los primeros
6 Pere Fages señala en su entrevista publicada en la serie retrospectiva Crònica d’una mirada (2003)
que el interés periodístico por España renace a partir de las filmaciones clandestinas de finales de los
sesenta que integraban definitivamente la actualidad en clave periodística moderna. Este asunto
merece, sin duda, un trabajo específico.
7 Como señala Torrell, éste es el origen de El volti como distribuidora que más tarde difundiría
obras como Amnistía: una exposición que trata de España (1972), Mitin del PCE en Ginebra
(1973), 40º aniversari del PSUC (1976), San Cugat: primero de mayo (1973), Xirinachs (1974),
Manifestacions a Barcelona, 1 i 8 de febrer (1976), entre otras.
8 “Película sobre el mitin 20 junio 1971”, documento no fechado. Ref. 300-64.F.8-71, Emigración
10 Precisamente en estas fechas, Dynadia está en proceso de convertirse en Unicité (Unité, Cinéma,
Télévision, Audiovisel), mucho más próxima al partido, aunque su integración no se producirá
hasta 1976. Para un estudio del cine político y militante en Francia en torno a mayo del 68, la
referencia indiscutible es Layerle (2008).
11 Carme Molinero y Pere Ysàs (2007: 14 et passim) señalaron que una relación especular había
regido desde la posguerra entre cambios en el régimen y modificaciones en la estrategia franquista,
hasta el punto de que ambos fenómenos debían ser estudiados en estrecha observación. A ello se
añadía la estrategia recientemente iniciada por la organización de ser un partido “de masa” en la
“clandestinidad” apostando por “hacer realidad lo que negaba la legalidad” (Molinero & Ysàs,
2007: 23). El paso a la visibilidad sería paulatino y siempre marcado por golpes de efecto.
12 Sorprende esta afirmación porque el Proceso de Burgos data de principios de diciembre de 1970
y el indulto para las penas de muerte por el Consejo de Ministros franquista se produjo el 30 de
diciembre de 1970; por tanto, mediaba poco tiempo para que fuera verosímil diagnosticar tal
descenso en la protesta. En realidad, es más acertado interpretar en esas palabras un apremiante
deseo de encadenar la respuesta al juicio con una ofensiva que acabara con la dictadura.
Recordemos que el secuestro por ETA el día 2 de diciembre del Cónsul honorario de Alemania
Federal en España, Eugenio Beihl Shaeffer, había dado una considerable resonancia internacional al
conflicto. El final del secuestro y la hostilidad de la Alemania Federal hacia Franco pudieron ser
decisivos en el recular del franquismo.
13 Este grupo se había citado precisamente ese mismo día 20 de junio de 1971 en los bosques de
Marly en un modesto picnic que soñaba con ser respuesta al convocado por el PCE (Lilli 2007: 97-
98).
14 Cuestión nada desdeñable, pero a la cual no podemos atender en este texto, serían las escisiones
Burgos”, como sugiere un camarada, mientras otro define el horizonte como “ir hacia
los españoles”16; y un tercero lo denomina aludiendo explícitamente al futuro en
términos de “sacar al partido hacia las masas”. Lo cierto es que ya en el mes de enero,
cuando el Comité Ejecutivo del PCE acuerda la convocatoria de este acto, Mundo
Obrero (8.1.1971) explicita la necesidad de mantener la tensión movilizadora antes de
que se difumine. Por otra parte, una evaluación de resultados fechada el 14 de julio en
Zúrich define el acontecimiento como “una fecha decisiva, un empujón enorme para
sacar al P. a la legalidad, trabajando, como hemos trabajado, como si fuéramos un P.
legal, se ha roto en miles de españoles esa prevención y ese temor a lo clandestino y a la
represión” [todo sic]. El uso de este discurso no es casual y, aunque todos los informes
se refieren al funcionamiento de la militancia en Europa, no es arriesgado leer en su
lenguaje un presagio de la proyección de dicha estrategia sobre un eventual
comportamiento en el interior del país.
Esto nos lleva a la tercera cuestión, a saber, el proselitismo o la creciente
influencia del partido entre los no militantes. “El acto de París –dice con lenguaje
deportivo un militante– nos ha hecho mover nuestras articulaciones, que ya se estaban
anquilosando, y esa gimnasia nos ha abierto unas buenas perspectivas de trabajo”. Pues
bien, tal movilidad se refiere, como confirman innumerables notas, al papel jugado por
los no militantes en la organización y difusión alcanzada por la propaganda entre los
trabajadores españoles en Europa, remolacheros, temporeros, así como obreros
industriales, pues se advierte la conveniencia de “ruralizar” la organización en lugar de
limitar su influjo sobre los emigrantes del proletariado industrial.
A tenor de lo expuesto, el acontecimiento , como estrategia política y acto de
representación pública, cobra sentido en tres tiempos: antes de su celebración, es decir,
a partir de que la dirección del partido lo decide, en colaboración con el PCF, y la
maquinaria organizativa se pone en funcionamiento (preparación, movilización de
militantes, infiltración entre los emigrantes, decisión de consignas…), durante el acto en
el que se escenifica el cuasi mágico encuentro o reencuentro con los líderes del partido
de militantes, compañeros de viaje, simpatizantes o simples decepcionados del
franquismo, y después , mediante la difusión del material registrado, la circulación del
film montado, la difusión de fotos en Mundo Obrero y otras publicaciones y la
consiguiente modificación o prosecución de la estrategia política desplegada17. Todo
ello puesto al servicio de un esfuerzo de visibilización del partido y de exhibición de su
poderío. En suma, esta acción (que cabría denominar happening) debe ser tomada
como un proceso, aun cuando posea un momento de éxtasis.
16 Todos los informes que citamos proceden de la misma fuente y referencia. Sin embargo, salvo
rarísimas excepciones, carecen de nombre y fecha.
17 Recordemos que esta triple dimensión es propia del film-evento, según los señalaba Berthier
(2013).
18 Pueden consultarse los audios de los discursos en el Archivo del PCE, más largos, tediosos por
momentos o, en todo caso, con momentos de poca intensidad emotiva. Claro que, en directo y con
la presencia viva, la sensación había de ser distinta. No obstante, algunas secuencias del film que
focalizan actividades variadas, cantos, en el parque por parte de algunos grupos dejan oír al fondo la
voz de Pasionaria o de otros compañeros, lo que hace suponer que la descarga eléctrica de la líder
no debió ser permanente a lo largo de su intervención.
Como apuntábamos más arriba, Dolores era un icono del comunismo y del partido,
pero en absoluto quien lo dirigía con celo burocrático y mano firme desde hacía al
menos seis años. De esta tarea se encargaba Santiago Carrillo. Si las entrevistas
realizadas a pie de andén y registradas por las cámaras de los operadores de Dynadia,
habían declarado su entusiasmo por encontrar a Pasionaria, su imagen hierática,
atemporal, era uno de esos recuerdos heredados, afiliativos, que procedían para
muchos de un puñado de frases y de una efigie. Comparado con ella, Santiago Carrillo
era a la sazón apenas un nombre, un hombre de aparato. No existía a la sazón
iconografía susceptible de convertirlo en un ser digno de veneración. Precisamente,
una de las funciones de este mitin consistirá en abrir un espacio carismático entre las
masas a esta figura.
Un síntoma de tal aspiración se encuentra una vez más en los documentos
oficiales de la convocatoria. Al no estar destinados a atraer a las masas, son éstos menos
sensibles a la demagogia y equilibran la significación de los dos líderes. Incluso
siguiendo el orden de las intervenciones, Carrillo será mencionado antes que Dolores.
Nada de esto sucede, por el contrario, en la iconografía. Si se compara, para mayor
abundamiento, la versión corta del film, cuya duración no excede los 16’, depositada
en Ciné-archives, la cual fue verosímilmente concebida para su difusión en la Fête de
l’Humanité de 197119, ya no cabrá duda de que Dolores es la única protagonista del
discurso, en detrimento de un Carrillo que apenas aparece como imagen fija y en algún
cartel. Esto confirma que el montaje realizado por la Comisión de Cine de Barcelona,
fuera o no independiente del partido, está concebido para servir a la organización en el
interior, es decir, para expresar el apoyo de masas, del contenido táctico inmediato y
de las consignas que entonan Carrillo y Pasionaria. Ahora bien, ¿cómo se produce
esto? El trabajo de los montadores demuestra cómo el material filmado fue sometido a
una idea que lo rige y lo proyecta hacia adelante. Y tal idea, insisto, es coherente con la
intención del partido en ese momento concreto; una lógica en la que Carrillo era el
maestro de la política. Veamos cómo es tratada su intervención en el film.
Los audios del discurso de Carrillo prueban que el dirigente recorrió todos los
temas de la actualidad española, incluido el futuro inmediato. Combinó, además, con
efectividad cuestiones permanentes con tácticas para responder a la coyuntura.
Discurrió sobre la Sucesión a la Jefatura del Estado, el papel del Opus Dei frente a los
ultras, la represión, las cárceles, las nacionalidades oprimidas, ETA, e incluso propuso
un grito que pudiera sorprender entre los comunistas (“Viva España”). En suma, el
discurso de Carrillo, leído en su mayor parte, es en general algo moroso, aunque su
tono y algunas inflexiones sugieran lo contrario. Lo sobresaliente, sin embargo, del
montaje de El mitin de París es que la voz de Carrillo se desprende muy a menudo de
su imagen y la cámara va a buscar… a Dolores. Sobre el rostro de esta mujer en
primerísimo plano, se dejan oír las reflexiones del Secretario General. Tampoco se
19 Este montaje de 16’ contiene lo que de España se considera probablemente exportable para el
comunismo internacional: llegada a las estaciones, programa de fiesta con canciones, entrada
apoteósica de Dolores y su discurso inicial, canto de la Internacional, indicación sumaria de
intervención de Carrillo mediante cartón y foto fija. Véase el film.
democracia en ese camino. Si ante las masas los líderes ejercitan su fuerza para
estimular la acción, aquí ganan en razón y solidez argumentativa, desechan o intentan
deshacer viejos demonios asociados al comunismo y, sobre todo, se presentan
pensando en el futuro.
En la corta distancia, es la política y no la consigna lo que domina, el
razonamiento y la serenidad lo que debe triunfar. Estos fragmentos son una especie de
ten con ten, de pulso y concesiones, y muestran el inequívoco ascenso de Carrillo a la
condición de líder político axiomáticamente identificado con el partido. La cámara lo
reconoce sin vacilación como el protagonista (lo que, como vimos, no podía hacer en
su comparecencia ante la masa respecto a Dolores). Su discurso es fluido y locuaz, pero
metódico y pausado, que elabora mientras, sentado y con las piernas cruzadas, fuma
para escandir sus palabras, esbozando un estilo que se haría célebre entre los españoles
pocos años después. Dolores luce su vestimenta conocida, la misma con la que se
presentó ante las masas. También sentada, ocupa un lugar vicario. No es a ella a quien
corresponde plantear las tesis del partido. Aun si no hubiera sido así en todos los casos,
los montadores han decidido establecer una jerarquía en el valor de las palabras. Las
intervenciones de Pasionaria están, pues, supeditadas a las pautas marcadas por
Carrillo. Dolores recurre a tópicos sempiternos del comunismo poco marcados por el
presente, detalles que, siguiendo la lógica del pars pro toto, le sirven para enhebrar un
discurso muy general con apariencia de entronque en la actualidad. Una lectura atenta,
no obstante, permite vislumbrar la observación a la que Carrillo somete a su
compañera, aun si la compenetración entre ambos parece fuera de toda duda. Un
ejemplo puede ayudarnos a explicar la mecánica de esta escena. Sucede con motivo de
un tema espinoso para la estrategia del PCE, a saber: el que atañe a su apuesta por la
democracia “frente al fascismo” (Carrillo dixit) y establece el momento del socialismo,
último objetivo de los comunistas. Si este asunto resulta delicado es porque posponer o
difuminar la meta podría suponer una grieta entre Santiago y Dolores.
Un primer plano de Carrillo coincide con el arranque de su argumento y
permítasenos que citemos el fragmento completo:
El hecho de que el Partido Comunista luche hoy por la democracia frente al
fascismo, porque en las condiciones de España la democracia será un paso
muy grande adelante, no significa ni mucho menos que los comunistas
pensemos integrar ni nuestro partido ni la clase obrera ni las fuerzas
revolucionarias de los pueblos de España en la sociedad capitalista.
[Dolores, fuera de campo, repone] -¡Ah no, claro que no!
Nosotros no concebimos el desarrollo de la democracia en nuestro país más
que como una lucha, y una marcha hacia el socialismo y nuestro proyecto
fundamental, una vez conquistada la democracia, es luchar para que España
sea un país socialista, para que termine la explotación del hombre por el
hombre, para que la clase obrera, los campesinos, los intelectuales sean las
fuerzas dirigentes, decisivas de nuestro país.
Porque, en definitiva, en el contexto de la Europa y del mundo capitalista
actual, todo el desarrollo desde los diferentes puntos de vista, tanto
económico como cultural, España tiene que estar ligado a la marcha hacia el
socialismo en este país [sic].
El capitalismo español se ha quedado… muy enano y no está en condiciones
de competir con el capitalismo mundial. El socialismo es el régimen que
puede llevar nuestro país a un estado de desarrollo realmente moderno, y en
ese sentido nosotros, que, repito, luchamos hoy por la democracia y
consideramos que todo planteamiento hoy, en el día de hoy, de saltar del
régimen actual al socialismo es un planteamiento utópico, cuando no
demagógico, estimamos que, una vez conquistada la democracia, España
tiene una vía: esa vía es el socialismo. [Sic]
El primer plano citado da paso a un travelling de retroceso que amplía la visión
hasta mostrar al personaje de cuerpo entero. Sin embargo, lo que sorprende antes de
alcanzar el plano máster de ambos escogido por el emplazamiento de la cámara es el
control que Carrillo ejerce con sus ojos para incorporar en ese discurso al entrevistador
(tras cámara o al lado de ella) y a su compañera (a su izquierda, es decir, a nuestra
derecha como espectadores). Es como si Carrillo no tuviera certeza de que sus palabras
fuesen bien recibidas por Dolores, por lo que persigue una feliz expresión que
garantice la inequivocidad de la consigna a la vez que la aquiescencia de su Presidenta.
De hecho, la manera en la que Carrillo comienza exponiendo la insatisfacción de los
comunistas con sólo alcanzar la democracia y la mención de los objetivos máximos
puede ser interpretado como una captatio benevolentiae hacia su compañera. Calcular
la palabra e involucrar en ella a quien debe refrendarla sin por ello otorgarle
protagonismo ni sacrificar la diafanidad de la táctica muestra la capacidad de control, la
eficacia política de Santiago Carrillo, en este momento. Nada tenía de sencillo. El hecho
de que Dolores reaccione espontáneamente a ese introito del discurso con su coloquial
“¡Ah, no, claro que no!” prueba que Santiago no se ha equivocado. A continuación, la
intervención siguiente de Dolores confirma hasta qué punto esta mujer, segura en su
discurso, se muestra en estas intervenciones en petit comité más dependiente de su
compañero de lo que podíamos imaginar a tenor de su magno discurso ante las masas
(figuras 17-25). Si este documento expresa a las mil maravillas la intuición política de
Carrillo, no parece confirmar en menor grado la asistencia que los miembros de la
CCB, Brigette Dornès incluida, hicieron por él. Si deliberadamente o no, no nos toca a
nosotros dirimirlo.
Colofón y apertura
Evocábamos en un pasaje de este texto las palabras de Pere Ignasi Fages en las que
este activo hombre de imágenes recordaba el desinterés respecto a España en el circuito de
la actualidad internacional o, en otras palabras, el agotamiento de una iconografía ligada a la
guerra civil y a sus consecuencias. Europa ya no estaba en ese universo imaginario. Todo
empezó a cambiar cuando se difundieron las imágenes del encierro de intelectuales en
Montserrat que sería recogido en el film Muntanya (1970). Como si España hubiese
entrado con ellas, y con la respuesta al Proceso de Burgos, en la dieta icónica de la
modernidad abandonando la leyenda21. Desde entonces, Alemania se mostró atenta a la
recepción de planos clandestinos de la lucha contra el franquismo. Es muy posible que El
mitin de Paris represente sintéticamente el gran cambio operado en técnicas de grabación,
protagonistas políticos, estilos de discurso, rostros de la muchedumbre. La rudeza de
algunos de los asistentes captados por la cámara ofrece imágenes que cabe vincular con la
España profunda, de bocadillo de chorizo y bota de vino, de guitarras flamencas y
campesinos mellados; otras, en cambio, muestran a las nuevas generaciones de jóvenes que
ostentan unas reliquias distintas, como la efigie del Che Guevara y evocan otros modelos,
como las melenas de los sesenta o los pantalones acampanados (figuras 26-27).
21Desde luego, había obra documental con anterioridad que había interesado. Baste citar alguno de
los documentales de Llorenç Soler, como 52 domingos (1966) o El largo viaje hacia la ira (1969).
De lo que hablamos aquí es de una onda expansiva que cristalizó en ese momento y lo hizo sin
retorno.
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Resumen: Este artículo aborda la mirada cinematográfica Abstract: This paper focuses on the cinematic gaze
sobre las instituciones psiquiátricas y la concepción de la over the psychiatric institutions and the consideration
enfermedad mental del franquismo desde la óptica of mental illness during Francoism, as well as on the
antagónica que comenzó a promoverse desde distintos antagonistic position fostered during the Spanish
ámbitos sociales, políticos y culturales durante la Transition on a variety of social, political, and
transición española. Partiendo de una aproximación cultural milieus. After establishing a historical frame
histórica cuyo objetivo es contextualizar la concepción de with the aim of contextualising the conception of
la psiquiatría franquista se procede a continuación al Psychiatry during Francoism, the author proceeds to
análisis formal y temático de cuatro documentales clave de a formal and thematic analyse of four key
la transición española: El desencanto (J. Chávarri, 1976), documentaries from the Spanish Transition period.
El asesino de Pedralbes (G. Herralde, 1978) Animación
en la sala de espera (C. Rodríguez Sanz y M. Coronado,
1978-81) y Cada ver es... (A. García del Val, 1981).
Palabras Clave: franquismo, transición, reforma Key Words: Francoism, Spanish Transition,
psiquiátrica, cine documental. psychiatric reform, mental illness, documentary.
DOI: 10.7203/KAM.4.4283
Introducción
En 1974 el artista Darío Villalba organizó una exposición titulada Los
encapsulados en la madrileña Galería Vandrés. A caballo entre la fotografía, la escultura
y la instalación, la muestra consistía en una serie de objetos tridimensionales
compuestos por fotografías de gran formato encapsuladas en estructuras de metacrilato
transparente. Las imágenes mostraban los cuerpos y los rostros de enfermos mentales,
vagabundos y proscritos; excluidos, en suma, del orden de lo visible y de lo aceptable
en la sociedad española de la época. En muchos de los casos, las figuras habían sido
retratadas en actitud de postración, implorando, llorando o simplemente suspirando
con los ojos cerrados. Como ha apuntado Francisco Calvo Serraller (2007: 29):
al exponer ante nuestra mirada el testimonio gráfico de todos esos
sufrimientos particulares, Villalba nos trae lo que no queremos ver, o lo
socialmente invisible, obligándonos a rescribir la historia sin que nada se
pierda entre sus márgenes.
1Exposixión celebrada en el Museo Reina Sofía, 10-17 de abril 2007. Extraída de la web
Mirabiografías.
2 Esta es la hipótesis de partida de su tesis doctoral ¡La calle es nuestra! El documental de entrevista
durante la Transición (1975-1981) ( 2010). Véase también Gómez Vaquero (2012).
3 La relación entre los desarrollos de las instituciones psiquiátricas y el cine en España ha sido
abordada por María Herrera Giménez en su tesis doctoral (2011). Asimismo, pueden consultarse
sendos artículos de la autora en colaboración con Pedro Marset Campos, Carmen Llor Moreno y
Joaquín Cánovas Belchí (2011 y 2012).
4 Véase, por ejemplo: Comelles (1986), Aparicio y Sánchez (1997), González Duro (2008) y
Herrera Giménez (2011).
5 La ley española de 1931 contemplaba el ingreso por orden gubernativa o judicial, junto al ingreso
voluntario y a la modalidad por prescripción médica. Aparicio y Sánchez apuntan que “a pesar de la
intención declarada del internamiento como medio de tratamiento, en la mente del legislador
subyace con fuerza (...), la idea de peligrosidad y la identificación anomalía psíquica y peligrosidad.
El papel judicial queda reducido a un papel puramente burocrático frente a la relevancia que
adquiere el médico” (Aparicio y Sánchez, 1997).
6 La ley de Vagos y maleantes, que databa de 1933 y fue modificada en 1954 para incluir a
homosexuales y los “antisociales” que “en sus actividades públicas y propagandas, reiteradamente
inciten a la ejecución de delitos de terrorismo o de atraco y los que públicamente hagan la apología
de dichos delitos” (BOE 1954) estaba orientada a definir “estados de peligrosidad anteriores al
delito” (BOE 1970).
largo de la dictadura, periodo en que controló sistemáticamente, junto con Juan José
López Ibor, el acceso a las cátedras de psiquiatría en las universidades españolas, que
además solían pasar de padres a hijos. Desde su puesto como director del Dispensario
de Psiquiatría de Córdoba y a partir de su experiencia como psiquiatra forense, Castilla
del Pino fue testigo durante cuarenta años de las implicaciones inmediatas de la
inversión del binomio enfermedad mental = peligrosidad en peligrosidad = enfermedad
mental que la psiquiatría hegemónica impuso en la España de la inmediata posguerra y
el franquismo. En la línea de las actuaciones de tipo médico presididas por lo que
Salvador Cayuela (2009) denomina “la biopolítica del franquismo”7, Castilla del Pino
recuerda, entre otros muchos casos en los que le correspondió actuar como perito, el
de un informe
sobre una señora que había sido retenida en el manicomio durante un mes,
hasta que logró hacer llegar una carta a un abogado de Córdoba en la que le
daba cuenta de que se había internado a la fuerza y con un certificado
expedido por un médico que ni siquiera la había visto (2004: 119-120).
El autor también relata numerosos casos de novicias y seminaristas
diagnosticados de padecer enfermedades obsesivas o esquizofrenia en su vehemencia
por salir de las compañías religiosas “cuando, en el fondo, no lo deseaban”, según sus
superiores (2004: 94-95). Del mismo modo, Castilla del Pino refiere la flagrante
“psiquiatrización” de casos como Francisco Natera y Antonio Molina
―diagnosticados con la complicidad de psiquiatras como Vallejo Nájera, López Ibor,
o Luis Morales―, con el subsiguiente internamiento y sometimiento a tratamientos de
electrochoques y comas insulínicos que, en el caso de Molina, terminaron en suicidio.
Si las políticas psiquiátricas franquistas aportaron un sustrato (pseudo)científico a la
legitimación del nuevo orden moral establecido por la dictadura, la constatación de su
carácter represivo y moralizante habría de abonar el territorio para la progresiva
politización de un sector de la psiquiatría. En este sentido, afirma Castilla del Pino:
esta conciencia del sufrimiento concreto de tanta gente me convirtió en un
antifranquista rabioso. Todo lo que observaba remitía en última instancia a
ese régimen, capaz de mantener a muchos en la miseria extrema como forma
de asentar y defender el privilegio de unos pocos (Castilla del Pino, 2004:
165).
Las deplorables condiciones en que se encontraban los internos en los
psiquiátricos desencadenaron un movimiento de crítica al sistema asistencial español a
comienzos de la década de 1970. Al margen de la psiquiatría oficial y en sintonía con
las nuevas corrientes psiquiátricas que en Europa se estaban desarrollando desde hacía
7En su artículo, el autor analiza tres ámbitos de la “vida humana que, por su importancia capital
para los distintos ‘dispositivos bio-políticos’, se encuentran flanqueadas tanto por las ‘disciplinas’
como por los ‘mecanismos reguladores’”: el ámbito económico, ideológico-pedagógico y médico
social. (2009: 275-276).
10 Además de las traducciones de los textos de la antipsiquiatría mencionados, a los que seguirían
otros muchos, cabe mencionar la emisión en febrero de 1975, en la Segunda Cadena de Televisión
Española, del reportaje “Antipsiquiatría: experiencia en Castellón”, reseñado por Fernando Lara
(1975). Según Lara, “se trataba en este reportaje de emplear los métodos del `cine directo´ para
recoger una sesión de psicoterapia en el psiquiátrico de Castellón”.
11 Antonia del Rey Reguillo (2014) ha analizado minuciosamente la centralidad que ocupa
Leopoldo María Panero en El desencanto, principalmente a partir del trabajo de guión y montaje
del director sobre las significativas declaraciones de Michi Panero y Felicidad Blanc respecto a
Leopoldo María.
espaldas dos intentos serios de suicidio, ha pasado por la cárcel ―en razón de su
compromiso político y el consumo de hachís―, así como por infinidad de sanatorios y
manicomios, tras serle diagnosticadas sucesivamente una neurosis depresiva y una
esquizofrenia. Pese a no constituir un tema central en este documental, que orbita sobre
todo en torno a las relaciones familiares entre los Panero, la sombra de la locura que se
cierne sobre Leopoldo María planea a lo largo del filme, tanto en las alusiones cruzadas
de los Panero como en las referencias al encierro de Leopoldo María en distintos
centros psiquiátricos. Gracias a las secuencias en las que Chávarri nos permite
constatar el elevado nivel de autoconsciencia que se observa en las declaraciones de
Leopoldo María y en los diálogos entre él, su madre y su hermano Michi, El
desencanto se articula, más allá de las lecturas e interpretaciones posteriores, como
auténtico documento de una época en la que, como afirmaba en líneas anteriores, se
produce una toma de conciencia del hecho de que la delimitación de la enfermedad
mental guarda una relación intrínseca con el entorno social. Precisamente en el relato
que hacen los Panero de la llegada al manicomio de Leopoldo María, aparece uno de
los fantasmas que comenzaban a despuntar entonces en la sociedad española y que se
convertirían en tema central durante la transición: la destrucción del yo relacionada
con el consumo de drogas y el consiguiente choque frontal con las concepciones de la
‘normalidad’ que emanaban del franquismo. Así, en un momento dado, Leopoldo
recrimina a su madre que la razón de su internamiento no fuera su conato de suicidio,
sino el intento de consumir marihuana, revelando esa conexión implícita entre
desviación de la norma y enfermedad mental hegemónica durante el franquismo:
Lo peor de todo es [que] la razón de mi internamiento no fue mi suicidio,
[sic.] sino que a raíz de mi primer suicidio [sic.], yo, borracho de
barbitúricos, le dije a un tío mío (...): ¿tienes droga? Y entonces le llamó mi
madre y le dijo una frase digna de figurar en el Apocalipsis : lo peor no es
que se haya suicidado, lo peor es que se droga. Y entonces mi madre, para
desintoxicarme de algo que no intoxica, que es la grifa, (...) pues me metió en
una serie de sanatorios absolutamente interminable donde lo pasé
horrorosamente.
Y Michi corrobora: “No asimilas que un señor se suicide o tome grifa: eso entra
dentro de la bata blanca”. Obviamente, esta toma de conciencia que aparece en El
desencanto sobre los aspectos sociales e ideológicos que subyacen a las teorías
psiquiátricas no es ajena a la llegada de las nuevas corrientes de psiquiatría
anteriormente mencionadas, como tampoco lo es a la influencia del postestructuralismo
y el psicoanálisis. El propio Leopoldo María Panero fue, según Jorge Alemán, uno de
los primeros lectores de Lacan en España: “Me llamó poderosamente la atención (...) el
hecho de que por aquel entonces el único que había leído a Lacan en España era un
loco, Panero. Me encontré que el único interlocutor que tenía era un señor que se había
hecho famoso por la película del Desencanto , y que estaba camino de su locura... ”
12Sobre la relación de Leopoldo María Panero con la historia del movimiento lacaniano en España
véase Druet (2014). Para un estudio sobre la penetración del pensamiento foucaultiano en España
véase Galván (2010).
Desde este punto de vista, cabe recordar que El asesino de Pedralbes también
fue pionera en filmar el interior de una prisión, algo hasta entonces inédito en el cine
español. Para ello, director y productor contaron con el apoyo del Director de
Instituciones Penitenciarias Jesús Hedad y su sucesor, Carlos García Valdés, ambos
impulsores de la Reforma Penitenciaria (Losilla, 1997: 795). De manera similar, como
se verá a continuación, Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado contarían con la
imprescindible colaboración del personal medico-sanitario y asistencial del hospital
psiquiátrico de Leganés para rodar Animación en la sala de espera. En última instancia,
la proyección pública que alcanzó el El asesino de Pedralbes desencadenó una agria
polémica liderada por la prensa del régimen, que calificó el documental como
“sentimentaloide y exclusivamente chocante”, “repulsivo” y como “canallesca obra”
(Gómez Vaquero, 2010:343). En contrapartida, el diario Tele/eXpres se hizo eco de
un debate organizado en el Colegio de Abogados de Barcelona a raíz del:
tremendo impacto suscitado por el estreno de la película y debido a la
problemática jurídica, social y humana del caso Cerveto, que ha originado
una gran polémica a nivel ciudadano (Gómez Vaquero, 2010: 343)13.
La polémica en torno al documental de Gonzalo Herralde se producía, además,
en un contexto de intensa politización de los entornos penitenciarios, donde los presos
políticos consiguieron movilizar a los presos comunes a través de la COPEL
(Coordinadora de Presos en Lucha), por lo que las implicaciones del documental iban
mucho más lejos de la discusión sobre las instituciones psiquiátricas y la reforma
penitenciaria. Recordando que la filmación de El asesino de Pedralbes en la prisión de
Huesca había provocado un motín, Carlos Losilla (1998) afirma que:
el altercado resultó ser un símbolo perfecto de la situación del género
[documental] en la época: las altas instancias parecían cada vez más
asustadas ante la proliferación de documentales en el contexto del cine
español, y finalmente decidieron instaurar por la vía legal lo que a la larga
supondría la absoluta defunción de esta tendencia, es decir, la total
eliminación de las subvenciones para este tipo de films (Losilla, 1997: 795).
En cualquier caso, y en lo que respecta al tema que aquí nos ocupa “al iniciarse
la década de 1980, existía una conciencia social sobre la necesidad del cambio en
materia de asistencia psiquiátrica” que vino a unirse al “movimiento psiquiátrico que
reivindicaba un modelo asistencial desinstitucionalizador e integrado en la red sanitaria
general” (Aparicio y Sánchez, 1997: 141), que llegaría, aunque solo parcialmente, con
la Modificación del artículo 211 del Código Civil en 1983 y, posteriormente, con el
Informe de la Comisión Ministerial para la Reforma psiquiátrica de 1985 y la Ley
General de Sanidad de 1986.
Sea como fuere, las dos películas, estrenadas en 1981, que volverían a abordar la
cuestión de la enfermedad mental, ya fuera de manera frontal, como Animación en la
sala de espera, ya de manera más elíptica, como Cada ver es... lo hicieron desde
13Según Gómez Vaquero el coloquio, dirigido por Román Gubern, reunió a senadores, psiquiatras,
abogados con el director y el productor ejecutivo de la película.
planteamientos mucho más radicales que aquellos a los que el público medio estaba
acostumbrado, pues consiguieron adentrarse en el corazón de las instituciones
psiquiátricas, y desde allí, establecer un difícil equilibrio entre el horror y la ternura
que despertaban las personas retratadas en sus películas. Por lo radical de sus
planteamientos, pero también con motivo de los procelosos vericuetos burocráticos en
que se vieron inmersas, Animación en la sala de espera y Cada ver es... terminaron
quedando relegadas, como veremos, fuera de los circuitos de distribución comercial.
El documental de Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado puede
considerarse, al igual que Cada ver es... una de las películas malditas del cine español14.
Fue rodada a lo largo de tres años, entre 1978 y 1981, en el interior del Hospital
Psiquiátrico de Leganés y se estrenó en 1984 en un cine de Barcelona consagrado a la
exhibición experimental e independiente tras haberle sido denegado por el Ministerio
de Cultura el premio a la calidad y cualquier tipo de subvención (Gómez Vaquero,
2010: 346) 15 . Y es que, más allá de las reservas sobre el género documental que
comenzaron a manifestar las instituciones cinematográficas a finales de la década de
1970, Animación en la sala de espera realizaba un acercamiento a las instituciones
psiquiátricas y, sobre todo, a la enfermedad mental, totalmente inédito en la
cinematografía española y con escasos precedentes en el exterior16.
Desde su comienzo, la película establece las claves enunciativas y estéticas a
partir de las cuales se articulará la mirada de la cámara y, con ella, la del espectador: el
dispositivo se adentra en el recinto del psiquiátrico con un marcado movimiento de la
cámara hacia adelante, atravesando un sendero guarecido por una enredadera hasta
llegar al patio en el que se encuentran los internos, quienes serán los verdaderos
protagonistas de una película en la que la presencia del equipo de realización (cuerpo o
voz) es muy sutil y en la que el personal médico-sanitario está prácticamente ausente,
por no hablar de los representantes de los discursos de sobriedad a los que sí recurre,
como se recordará, Gonzalo Herralde en El asesino de Pedralbes .
A continuación, la cámara se adentra en uno de los pasillos interiores del
recinto, a través del que los internos se desplazan sin destino aparente. El tratamiento
que se le da a las imágenes favorece el efecto espectral que tan a menudo habrá de
aparecer sugerido a lo largo del filme: los sucesivos encadenados sobre el mismo
espacio, al que la cámara permanece anclada, dan la sensación de que los cuerpos
14 Así lo indican, más allá de las temáticas abordadas, las tardías fechas de sus estrenos y las cuotas
de taquilla alcanzadas. En 2012 cuenta con 1.979 espectadores, según la base de datos de películas
calificadas de Filmoteca Española; Cada ver es... con 5.430, frente a los 220.032 y los 89.761 de El
desencanto y El asesino de Pedralbes, respectivamente.
15 La autora reproduce la opinión de M. V. Longares, miembro de la Subcomisión de Clasificación,
quien alegó que se trataba de una “película de dificilísima distribución que se limita a narrar la vida
en el manicomio de Leganés, pero sin tomar parte en ningún sentido, ni aportar nada tampoco”.
16 Titicut Follies, de Frederic Wiseman, fue estrenada en 1967 y prohibida de inmediato. San
Clemente, de Raymond Depardon, apareció en 1982. Por lo demás, Gómez Vaquero (2010) cita el
estreno en salas españolas, durante aquellos años, de dos documentales que abordaban la cuestión
desde los planteamientos de la antipsiquiatría: Locos de desatar (Matti da Slegare, Marco
Bellocchio, 1975) y Asylum (Peter Robinson, 1972, estreno en España en 1975). Véase la reseña
de ambas películas escrita por Diego Galán (1972).
aparecen y desaparecen, como si de fantasmas se tratara. Por si fuera poco, las voces de
los internos, haciendo recuento del tiempo que llevan allí recluidos, comienzan a
superponerse a las imágenes de la cámara, por momentos desencadenada, mientras
recorre otros espacios del psiquiátrico. En este contexto, la canción que canta uno de
ellos, “cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras”, no puede cobrar mayor
fuerza expresiva.
En muchas ocasiones el espectador se verá confrontado con efectos de
extrañamiento, producidos a partir del ralentizado de imágenes, el tratamiento de las
voces y los sonidos naturales sacados de contexto o el uso de la animación plano a
plano, que le obligarán a reinterpretar lo que está viendo una vez concluida la escena.
De ese modo, cobra sentido lo que comienza como una percepción extraña, ajena a lo
real, tal vez asociada a la pesadilla de la locura. No se trata, por tanto, de imponer un
orden al discurso de los enfermos, de incluirlo en las categorías medico-psiquiátricas a
través de las que, en calidad de enfermo, la locura se vuelve aceptable para el orden
social. La operación de sentido que realizan Rodríguez Sanz y Coronado tiene que ver,
más bien, con un deseo de ver despojado del deseo de interpretar; un deseo de conocer
liberado del deseo de dominar (de ahí los planos de detalle, las tomas furtivas con la
cámara oculta, los barridos a distancia, los zooms sobre movimientos repentinos). Y
para ello recurren a una organización secuencial que no es argumentativa, como en los
documentales al uso, sino rítmica, poética y, de algún modo, mucho más cercana a los
discursos inconexos de los internos que al saber disciplinario sobre la enfermedad
mental.
Hay, por tanto, en Animación en la sala de espera, un acercamiento a la
enfermedad mental que, lejos de buscar paradigmas comprensivos o explicativos
ahondando en las biografías de los internos o en su entorno social, se orienta hacia la
observación del universo de la locura, coexiste con ella y, en última instancia, descarta
la posibilidad (o el deseo) de transformarla. Desde este punto de vista, la entrevista que
se desarrolla en los últimos momentos del film, con un interno que ha recibido el alta
médica, pone de manifiesto que su salida del psiquiátrico no se debe tanto a la cura
(pues el entrevistado manifiesta el mismo comportamiento exacerbado que al comienzo
del documental) como a un cambio en el modelo asistencial en el marco del cual es
factible para los enfermos mentales la vida fuera del manicomio.
Cada ver es..., la última película que abordaremos en las páginas de este artículo,
constituye, en primera instancia, un acercamiento a la vida y la persona de Juan Espada
del Coso, embalsamador del depósito de cadáveres de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Valencia cuyo devenir vital ha transcurrido en compañía de cuerpos
extintos conservados en formol. A pesar de que el filme presenta a Juan Espada como
un personaje cercano, que nos revela detalles de su vida pasada y presente, y dotado de
un gran sentido del humor, el tétrico contexto en el que se desarrollan las entrevistas y
lo insoportable, para el espectador medio, de la visión de los cuerpos embalsamados,
las trepanaciones que practica el Juan Espada y, en general, de todo lo que envuelve al
depósito de cadáveres, terminaron por levantar una oscura leyenda en torno al
personaje, a la película (que ha pasado a engrosar las listas del cine de culto), e incluso
17Parten de este planteamiento los análisis de la película realizados por Zumalde (1997) y Cerdán
(2001).
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Resumen: Las manifestaciones populares de 2011 en Abstract: Popular demonstrations in Madrid during 2011
Madrid propiciaron una nueva ola de análisis de la encouraged a new wave of reflection on the Spanish
transición y su cultura. Una de las antologías publicadas transition and its culture. One of the anthologies published
en 2010 es especialmente productiva para discutir in 2012 is especially productive to discuss theoretical and
aproximaciones teóricas y prácticas a este tema. Algunos practical approaches to the matter. Some contributors use
autores del volumen utilizan un tono revolucionario que a revolutionary tone that completely rejects the hegemonic
rechaza de plano la cultura hegemónica de la transición y, culture during the Spanish transition. Based on the
a partir de las reacciones populares contra el status quo, popular reaction against the status quo, they announce an
prevén un idílico volver a empezar de la cultura española. idyllic fresh starting for the national culture. However, a
Sin embargo, un análisis histórico de estas posiciones historical analysis of this claims exposes a disturbing and
muestra una relación inquietante y familiar que las conecta intimate connection that links them with the basis that
con las bases mismas de la cultura de la transición. A founded the culture of the transition. Through the analysis
través del análisis de este caso, el artículo propone el uso of this case, the article proposes the uses of historical,
de criterios históricos, económicos y políticos para economic and sociological criterion to recover a broad
recuperar una valiosa producción artística y crítica que critical and artistic production that during the Spanish
durante la transición fue desplazada a los márgenes de la transition was displaced to the margins of the official
cultura oficial. culture.
Palabras Clave: España, Transición, Industria cultural, Key Words: Spanish Transition, Culture Industry,
análisis histórico, crítica literaria Historical Analysis, Literary Criticism.
DOI: 10.7203/KAM.4.4299
Cruzando el paraíso
La crisis económica que se dibuja claramente en 2009 y se define brutalmente en los
años siguientes, impone a la clase media española un inesperado paisaje de desahucios,
emigración y falta de futuro. El abismo que se abre al frente contrasta con el horizonte que se
presentaba esperanzador pocos años atrás a un país perfectamente integrado a la cultura
europea, la España exitosa y ultramoderna que comenzó a dibujarse como un espejismo
convincente a comienzos de los años noventa. En esa época, el país había dejado atrás
milagrosamente el vergonzante pasado de atraso –asociado a la cultura del franquismo– y, por
fin, recuperaba un lugar soñado en el concierto de las potencias europeas que había sido
perdido siglos atrás con la decadencia del imperio. Las múltiples celebraciones que se llevan a
1
En otro nivel, la imagen de las generaciones que se suceden en el tiempo como los ciclos de la
naturaleza, ayuda a desdibujar los motores económicos, políticos e ideológicos de la Historia. Esto la
vuelve especialmente atractiva para los análisis antihistóricos que prefieren tomar distancia de
discusiones políticas.
cabo en 1992 confirman una inclusión en Europa que cubre distintas áreas de un imaginario
neoimperial modelado en la lógica despolitizada del neoliberalismo: Madrid es capital cultural
del continente, se celebran olimpíadas en Barcelona, la Expo en Sevilla, y se vuelve la vista a
Latinoamérica a quinientos años del “descubrimiento/encuentro de culturas”, al tiempo que las
empresas españolas comienzan un promisorio desembarco comercial sobre las maltratadas
economías en crisis de la región. En pocos años, las telecomunicaciones, la banca, las empresas
editoriales y el cine latinoamericanos dependen de decisiones tomadas por ejecutivos españoles
formados en las teorías empresariales de la eficiencia, la productividad y la mejora permanente.
El dinero fluye en la España ya desindustrializada por el PSOE en los años ochenta, se
reproduce con el aumento del precio de los inmuebles, se reparte en premios, subvenciones y
proyectos que alientan la construcción de una potente industria cultural que tiene a su
disposición un inmenso mercado hispanohablante en constante crecimiento al otro lado del
océano.
La producción cultural a escala industrial que se potencia a partir de 1992 se apoya en
imágenes de un progresismo estratégicamente amnésico: el periódico El País propone un tono
progresista que permite dialogar con Europa y Estados Unidos y mirar con cierto paternalismo
a las repúblicas latinoamericanas en crisis. Al mismo tiempo, una fluida relación entre
periodismo y literatura hace ingresar a los escritores a la plantilla permanente de los periódicos
y a los periodistas en el parnaso de las letras. Así, la planta de la Real Academia se renueva con
plumas que también firman columnas en los suplementos dominicales. El remozado campo
intelectual se articula productivamente para quienes ingresan en estas altas esferas y se asienta
sólidamente con un aceitado juego entre industria editorial, medios masivos y academia que
deja poco espacio a la disidencia. Se multiplican las aperturas de Institutos Cervantes y, con
ellos, se abren nuevos destinos posibles para la construcción de la imagen autoral de los
escritores españoles. La cultura oficializada por las industrias y respaldada por los organismos
oficiales produce novedosas oportunidades laborales para los autores, impensables en otros
países de habla hispana que atraviesan crisis económicas atados a organismos internacionales
que imponen durísimas políticas de ajuste. La industria cultural de España consigue en pocos
años construir una imagen del país en sintonía con los procesos sociales más importantes de
Occidente que no tenía desde la Guerra Civil.
Sin embargo, algunos estudios académicos no se fascinaron con este paisaje
ultramoderno que se regodeaba en una confortable amnesia. En las últimas décadas del siglo
XX y en la primera del XXI, con la revitalización de los estudios de memoria histórica, se
intensificó la producción de abordajes que ponían en cuestión la ruptura con el pasado que
operó la transición española. Títulos como El mono del desencanto, Exorcismos de la memoria,
Cultura herida o Intransiciones ponen en evidencia la existencia de un cuestionamiento radical
al milagro español y sus efectos festivos en la cultura posterior a los años noventa. Durante
décadas, este tipo de abordaje –que traza inconvenientes continuidades entre el pasado
incómodo y el presente perfecto– no recibió demasiada atención por parte de una cultura
inmersa en el éxito de su pertenencia al Occidente posmoderno, y circuló dentro y fuera de
España como apoyatura de las escasas lecturas sociopolíticas que hacían unos pocos
especialistas.
Con el paso del tiempo, la crisis económico-social que atraviesa el país en la segunda
década del siglo XXI revitaliza este debate y lo hace públicamente visible. Las voces se
potencian, especialmente en los espacios que internet ofrece para la discusión, y la transición
como problema cobra nuevamente una trascendencia que durante décadas no tuvo. La
invitación a reconsiderar este proceso incluye también a la producción cultural de las últimas
décadas y a sus mecanismos de consagración y exclusión. En este contexto de crisis y
desengaño sobre los logros de la transición española, aparece un libro profundamente crítico
que capta rápidamente la atención de un público amplio que no había querido o podido
escuchar las prevenciones de la crítica cultural disidente. La consideración de las premisas que
mueven el análisis que se despliega en ese volumen es útil para reflexionar sobre las alternativas
metodológicas que se plantean a quien emprenda un estudio de la cultura de la transición
española.
2 El libro nace en un contexto marcadamente influenciado por una cultura comercial en la que el
periodismo se ha vuelto una parte vital tanto en la discusión crítica y teórica como en las estrategias de
comercialización de productos culturales. La multiplicidad de aspectos sobre la cultura que el volumen
contempla complica la posibilidad de discutir cada uno de ellos con rigurosidad. Tomaremos como eje
el campo literario para considerar los posicionamientos generales del volumen e ilustrar otras posibles
lecturas.
3
El libro no se propone como un estudio académico formal y riguroso. Su estilo resuelto y desenfadado
pero también asertivo y sentencioso, lo ubica en una zona intermedia entre el periodismo y la
teorización, entre la nota de opinión y la divulgación sociológica. Este tipo de prosa en la que se mezclan
la opinión personal y la voz autorizada del especialista puede asociarse a la del articulismo que se
potencia en los periódicos españoles de gran difusión a partir de los años noventa y que fue vital para la
construcción de autoridad en el campo intelectual español contemporáneo al amparo de la industria
cultural (Winter, 2001: 297).
4
Echevarría recupera las tempranas posiciones de Vázquez Montalbán y Benet, que subrayaron la
problemática relación de los intelectuales españoles con el Estado durante el primer gobierno socialista.
El artículo es en realidad la reescritura de dos de sus textos que aparecieron en la revista Lateral,
señalados por Martínez como antecedentes críticos de la disidencia que para él recién ahora toma forma
públicamente.
como las bases sobre las que se construyen evocan de forma inquietante un pasado que los
autores estigmatizan y confían haber dejado atrás.
5
Si bien no se presenta en términos tan directos, sale a la luz cuando los autores se quejan de las
dificultades que enfrentan al intentar llevar adelante estudios culturales sobre España, en comparación
con el ejercicio de la profesión en países menos refractarios a estudios comparativos, sociológicos,
interdisciplinarios (cfr. Graham y Labanyi, 1994: 1-3; Jordan y Morgan-Tamosunas, 2000: 1-3).
Echevarría describe otro aspecto del problema, la configuración de un star system de escritores
auspiciado por la industria editorial y difundido a través de la prensa: “Es un secreto a voces que hay
autores ‘blindados’, con los que un periódico prefiere no correr el riesgo de tener un disgusto”
(Echevarría, 2005: 41).
6
Con cultura de la transición nos referiremos, en adelante y por comodidad expositiva, al concepto que
CT define, la cultura dominante del consenso en la que se imbrican profundamente la industria cultural
y la clase política, la cultura que a partir de los años noventa difunde una imagen superadora del atraso
español. La frase cultura de la transición convoca discusiones sobre la definición misma del proceso de
transición, sus distintas etapas y manifestaciones culturales, que exceden los límites de este trabajo.
la transición. De hecho, Martínez y Echevarría, así como los pocos referentes críticos que
identifican como antecedentes de su disidencia, están también inmersos en esa cultura que
enfrentan. Todos trabajaron para el diario El País o publicaron allí sus trabajos críticos. Si bien
esto parecería confirmar que no había márgenes en la cultura de la transición –tan poderosa que
fue capaz de publicar incluso a quienes la criticaban–, en realidad el libro echa en el olvido el
abundante corpus de producción crítica y académica que analizó la cultura española desde un
punto de vista alternativo a la dominante:7
[t]ras esas precarias fanfarrias de la fiesta posmoderna y su miserable legado político-
cultural tiene lugar otra escena. Es el relato de una España al margen, que habla
desde un exilio histórico, y desde nuevos exilios interiores y exteriores de la sociedad
actual. Son las voces que saben del atraso secular español; las que han redefinido la
memoria histórica y reformulado un proyecto político de signo radicalmente
democrático; son las que se adentraron con una mirada crítica en aporías de la
racionalidad moderna; las voces de la resistencia contra la mala tradición heredada.
La verdadera conciencia artística de la España transicional. Los portadores del
proyecto de una reforma todavía incumplida (Subirats, 2002: 85).
La perspectiva de Subirats sitúa históricamente la discusión sobre la cultura de la
transición claramente inserta en la larga tradición de atraso y conservadurismo española, más
allá de las condiciones estructurales de la época. Publicados cuando la transición española se
plantea como modélica y el país se vanagloria de su sintonía con la posmodernidad amnésica
que vive en el presente, los planteos historicistas de Subirats señalan la crisis antes de que se
haga públicamente visible. CT, en cambio, deja en el olvido treinta y cinco años de producción
crítica relevante que ya había sido silenciada antes por la cultura española más
institucionalizada. De hecho, para cada una de las características de la CT que el libro describe
puntualmente, existe una abundante serie de análisis que fue sistemáticamente invisibilizada por
la cultura dominante que el libro denuncia.
De la misma manera que no hay posibilidad de someter a crítica una novela sobre la
Guerra Civil con falangistas buenos, una novela repleta de sentimientos buenos y
cohesionadores, una película de Almodóvar o un disco de un cantautor chachi, se
carece de herramientas para emitir crítica ante un discurso político o un fenómeno
social (Martínez, 2012:17).
Sin embargo, aunque no son mayoritarias ni se difundieron en Babelia, ni en las revistas
subvencionadas por bancos, ni en los Institutos Cervantes, existen lecturas que explican con
claridad y fundamentación teórica cómo se pueden leer políticamente una película de
Almodóvar o una novela de Muñoz Molina con falangistas buenos y sentimientos
7
En los límites lógicos de esta lectura, señalaremos solamente ciertas voces que actuaron activamente en
la crítica cultural, a modo de ejemplo para ilustrar uno de los puntos ciegos de la propuesta de CT.
Tratar de delimitar el corpus de las voces que enfrentaron a la cultura de la transición –desde fines de los
sesenta hasta nuestros días– es una tarea vasta y necesaria.
cohesionadores, más allá de las habituales lecturas hagiográficas que los autores consagrados
reciben como parte de su promoción comercial.8 Las lecturas que sitúan provechosamente la
producción cultural en contextos históricos superadores de las tradicionales categorías
generacionales, de movimientos o autorales, han sido sistemáticamente desautorizadas,
desplazadas e invisibilizadas, especialmente a partir de los años noventa.9 Gran parte de los
problemas abordados en CT ya fueron trabajados antes por especialistas, pero el tono
fundacional del libro y su visión de la cultura de la transición como una entidad totalizadora y
sin fisuras, sugieren que estos estudios jamás han existido. De la misma manera, la exaltación de
las asambleas callejeras y su falta de territorialidad como estrategia para articular un discurso no
CT, invisibiliza otras formas críticas efectivas que las nuevas tecnologías habilitaron en los
últimos años como espacio de resistencia a la cultura dominante.10
El gesto de CT, que rechaza el indeseable pasado cercano, reproduce fantasmáticamente
uno de los movimientos fundacionales de la cultura de la transición: dejar atrás el franquismo –
y, de paso, el antifranquismo, con su insistencia en hablar del régimen, del pasado– con un gesto
renovador y fundacional, para encarar un futuro mejor, despojado de controversias políticas.
Santiago Auserón resume el espíritu inaugural en las calles madrileñas ante lo que se entiende
como el comienzo de una nueva época:
Una conciencia en la calle de que Madrid estaba vivo y de que había mucha gente
preparada. Fue como un toque de atención. Como decir: ¿Estamos todos en nuestros
puestos? Pues adelante… En esta ciudad parece que siempre hay que partir de cero
(Gallero, 1991: 2).
La voluntad de “partir de cero” todos juntos que aparece en la cita podría muy bien
funcionar para resumir el espíritu del llamado 15-M y su indeterminación programática hacia el
futuro. Sin embargo, Auserón está escribiendo en La luna de Madrid, revista emblemática de la
Movida madrileña. Sus palabras describen en 1984 un proyecto colectivo similar al que los
autores de CT reivindican en 2012: dejar el pasado atrás y encarar un futuro común con
entusiasmo y sin un programa político definido.
8
Jacqueline Cruz, por ejemplo, subraya las contradicciones ideológicas entre las imágenes de autores
categorizados como progresistas que producen obras ostentosamente reaccionarias. A diferencia de la
abundante producción crítica que alaba y glorifica escritores y obras, y funciona –en última instancia–
como un accesorio de la promoción editorial, este tipo de crítica necesita de abundantes pruebas para
poder hacer frente a las imágenes convencionalizadas del star system auspiciado por la industria.
9
Tratamos este proceso con más detalle en la Introducción de Recuerdos de Mágina.
10
En los últimos años han aparecido nuevas revistas académicas en internet, producidas con pocos
recursos pero con gran difusión. Este medio permite presentar voces alternativas a la cultura oficial a
través de una territorialización concreta –propia de la lógica científica pero muchas veces con un
lenguaje claro y libre de jerga elitista–, capaz de construir un discurso formal, coherente y fundamentado
que ofrezca una versión de la cultura española que confronte a la auspiciada por el omnipresente aparato
de la industria cultural.
11
Las dos antologías coordinadas por López de Abiada proveen abundantes datos sobre la
concentración editorial en los años noventa y analizan la progresiva bestsellerización de la literatura en
España, la impostura de los premios literarios y la lógica del márquetin, en comparación con el mismo
proceso estructural que tiene lugar en Alemania con características locales completamente diferentes.
12
La cita pertenece al primer editorial de Madriz, revista de historietas financiada por la Concejalía de la
Juventud del Ayuntamiento de Madrid. Era enero de 1983 y la Movida, auspiciada por el PSOE, se
percibe como dueña de una revolución intangible, indescriptible, con la mirada puesta en el futuro.
Todavía hoy es difícil defender los valores revolucionarios de un movimiento cultural casi sin
producción artística que dejaría, según predecía Cebrián en 1987, “un par de bares y unos
chascarrillos” y cuyos sobrevivientes se integran perfectamente a la cultura oficial, como la cara
transgresora de la sociedad española, que en su momento confirma, convenientemente, la modernización
del país (Cebrián, 1987: 47).
13
Loureiro niega la existencia de cualquier pacto de silencio u olvido en la transición y señala que sería
ridículo aplicar en el caso de España los análisis de Hugo Vezzetti sobre la connivencia de la sociedad
civil con la dictadura militar argentina (2002: 225). Juliá, por su parte, advierte el peligro que implica “la
creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años
después de la muerte de Franco” (2010b). Con “argentinización” se refiere a exigir juicio y castigo a los
culpables de crímenes imprescriptibles de lesa humanidad –según se entienden en el Estatuto de Roma
de la Corte Penal Internacional–.
14
Santos Juliá descalifica con tono socarrón las posiciones que llegan “desde varios departamentos de
lengua y filología románicas de las universidades europeas y americanas” armados de “lugares comunes
de los ‘cultural studies’ que han digerido a toda prisa variadas raciones de ‘French theory’” (2010a: 310-
11). El texto es especialmente útil para retratar el enfrentamiento de la academia española
tradicionalmente asentada, con las críticas que ponen en cuestión saberes y conceptos obsoletos que le
son necesarios para eternizar su poder.
15
Para asentar su definición, Martínez se acerca a la teoría e imagina las objeciones que pueden hacerse a
su descripción de la CT, a través de un “lector avispado” que la confronta inútilmente con la teoría de
Adorno (2012: 17). Sin embargo, no menciona a Gramsci, Bourdieu, Althusser ni a otros pensadores
marxistas cuyos análisis de la cultura y la ideología en las sociedades modernas explican largamente las
complejas relaciones de poder que en el libro se plantean con asombro como características exclusivas
de la sociedad española de la transición. Precisamente, el desprestigio de la teoría marxista es uno de los
pilares culturales de la revolución conservadora y de la cultura de la transición que se define en el libro
(cfr. Derrida, 1995 y Eagleton, 1998).
16
De hecho, el artículo de López no considera el problema en términos exclusivamente nacionales,
como recomienda enfáticamente el antólogo. Al contrario, considera que la hegemonía de la cultura de la
transición se debilita precisamente cuando los problemas derivados de la crisis “cada vez tienen menos
posibilidades de formularse en términos ‘españoles’” (2012: 88). Ese momento crucial anuncia el
retorno de la política: cuando la tensión entre economía y cultura no puede resolverse sin ella.
La reivindicación de la Historia
17
Bourdieu plantea la avanzada neoliberal de los años ochenta como una revolución conservadora y
delinea estrategias contra la lógica del pensamiento blando y el individualismo. Calhoun señala que la
globalización y el cosmopolitismo sólo son disfrutados por una elite y reivindica la vigencia de los
estudios de clase para entender los procesos sociales contemporáneos.
18
Eagleton desmonta las precarias pero extensamente difundidas prácticas del “pensamiento blando”
que pretende desactivar las lecturas sociohistóricas. Derrida emprende una sofisticada reivindicación del
marxismo que propone su permanencia fantasmática en la sociedad posmoderna.
19
Subirats señala en “Transición y espectáculo” cómo la falta de un pensamiento sociohistórico
contribuyó para llevar adelante la transición y en España: Miradas fin de siglo analiza sus nefastas
consecuencias. En Entre el ocio y el negocio, López de Abiada compila una serie de artículos que
abordan las consecuencias de los cambios en la industria editorial de la época.
20
Tono Martínez asocia la creciente despolitización de la novela española con la modernización y puesta
al día del país con la posmodernidad (1984: 70-71). Es este un gesto repetido en la crítica durante la
transición: los elogios a la España amnésica que derrocha Vattimo en el prólogo a la edición española de
La sociedad transparente se citan una y otra vez, junto con las notas de color de periódicos de Estados
Unidos y Francia que hablan, al fin, de Madrid (Villanueva, 1992: 3). El orgullo nacionalista de ser
ejemplo para el mundo deja de lado que el carácter ejemplar de España estaba dado por su rápida
adecuación a las necesidades del nuevo conservadurismo occidental, es decir, a la lógica despolitizada,
antihistórica y amnésica de la posmodernidad.
21
Véanse, por ejemplo, las encuestas sobre el futuro de la literatura española en la revista Ínsula de 1985
y 1989. Mainer, en 1988, desprecia claramente la estética irresponsable e infantil de la movida: “Los
filmes de Pedro Almodóvar –que, por debajo de su factura cómica, transpiran una desasosegante
amoralidad– pueden ser un buen emblema de esa vitalidad que se complace en el avulgaramiento de una
subcultura urbana pero que, en el fondo, es una desesperada búsqueda de la inocencia perdida”
(Mainer, 2002: 59).
22
Diez años después, Bértolo reflexiona sobre este proceso en el que el poder del dinero llevará la voz
cantante: “Ante todo parece necesario preguntarnos desde qué “anormalidad” se ha producido ese paso
a la “normalidad”. […] En el mundo literario español de hoy –escritores, críticos, editores, lectores– la
dominación de las reglas del mercado se lee en clave de normalidad. Lo normal es que el escritor entre
en el juego sucio de los premios. Lo normal es que los premios de relevancia (dotación económica) se
encarguen. Lo normal es que los jurados –normalmente críticos y escritores– pongan cara de bobos. Lo
normal es que el premio de la Crítica coincida con el premio Nacional y pueda darse el caso de que
ambos coincidan con el Planeta” (1994: 29-30).
Más allá de juicios y predicciones, la crítica coincide en una actitud expectante ante la
inminencia: se abre ante ella una nueva etapa de renovación cultural que implicará también
grandes transformaciones en el campo intelectual. Cuando estos cambios tomen forma
definitiva, hacia las celebraciones de 1992, con la consolidación de una industria cultural, el
tono de los artículos cambiará por completo y los juicios severos sobre el arte se volverán,
especialmente en las publicaciones más difundidas, cantos de adoración y alabanza.
Se genera entonces una vasta producción crítica que funciona como un sucedáneo del
pensamiento analítico y que actúa efectivamente como parte del aparato de promoción de los
productos de la industria. Los autores se consagran como estrellas en el lubricado sistema de
ventas, que incluye una batería de instancias posibles: premios dudosos, presencia ocasional o
perpetua en los medios masivos, cargos en instituciones, representaciones oficiales, viajes,
conferencias y cursos, reportajes, entre otras. En un contexto de superficialidad y simulacro, la
crítica se vuelve parte de las campañas de construcción de imagen de autor y obra, y rara vez se
atreve a ir más allá de las lecturas “sugeridas” por la empresa editora. Este proceso parece
reflejar la lógica del consenso como herramienta coercitiva que desplaza a los márgenes
cualquier posibilidad de disenso (Rancière, 2010: viii-1; Žižek, 2000: 38).
El espíritu de época de los años noventa propició el desprecio por la historia y la política
a la vez que alentó una moral individualista y superficial asociada a la lógica efímera del
consumo. Los críticos que trataron de resistir el avance de las lecturas superficiales del arte
tuvieron que trabajar en los márgenes de un sistema que se consolidó alrededor de la industria
cultural: la discusión ideológica e incluso teórica sobre la cultura se enfrentaba a la placidez
adormecedora del consenso y el pensamiento único que celebraba un arte superficial y
despreocupado, auspiciado con entusiasmo por el estado democrático y las grandes compañías
multinacionales que tomaron el control de las comunicaciones y el entretenimiento23. Aunque
la producción artística y crítica auspiciada por la industria y el Estado presenta el paisaje de una
transición modélica, la feliz concreción del milagro español y la exitosa consolidación de una
cultura moderna, europea y actualizada, celebrada internacionalmente; es posible rastrear otras
voces que trabajaron intensamente a contrapelo de las tendencias dominantes que difundían las
bondades del pensamiento único a través de distintos productos y difusores de la industria
cultural.
Por un lado, existe una producción teórica que aborda críticamente el proceso de la
transición española, pone en cuestión la superación del pasado franquista y subraya
continuidades históricas y silencios que pesan sobre la sociedad española contemporánea. Por
otro, hay un corpus de crítica que no acata las directivas de la industria cultural y plantea
posiciones alternativas, capaces de comprender la producción artística a partir de variables
23
Tono Martínez saluda esperanzado la liviandad de la literatura posmoderna: “El escritor comienza por
vindicar el arte de narrar y se complace en lo irónico y lo divertido, dejando atrás el mundo de la
denuncia, de lo trágico, de lo tremendo, de lo experimental […]. La N. de la P. implica una crítica y una
superación de la trascendentalidad” (1984: 68) (“N. de la P.” significa en el artículo novela de la
posmodernidad).
24
Para comprender la posmodernidad desde una perspectiva menos inmovilizadora, Jameson la define
como “un intento de pensar históricamente en una época que ha olvidado cómo se piensa
históricamente” (2001: 9). La cultura de la posmodernidad funcionó activamente para legitimar la
revolución conservadora, como un marco internacional jerarquizado desde las potencias de Occidente
con el que cada país dialogaba a su manera, según sus problemáticas locales. Las tendencias
antihistóricas, la desideologización y el individualismo benditos desde los grandes centros de la cultura
coinciden plenamente con las metas, amnésicas y desmovilizadoras, del consenso político como forma
de gobierno, que en España se percibe como una normalización institucional (Medina, 2002 24-25).
25
No pretendemos ser exhaustivos. Estamos relevando, a modo de ejemplo, una pequeña pero
significativa área de la cultura española y de la crítica que se ha hecho sobre ella en tiempos dominados
por la falta de análisis histórico-político, para evidenciar la existencia de un discurso opuesto a las
tendencias dominantes que ha sido sistemáticamente invisibilizado. Ya que CT plantea una visión de la
cultura de la transición que se identifica especialmente con la que se desarrolla bajo la industria cultural
masiva en los años noventa, señalamos algunas de las producciones críticas relevantes publicadas en ese
momento, que resultan indispensables para comprender la época.
26
Los dos libros configuran un productivo recorrido por la literatura española a partir de puntos de
vista sólidamente establecidos en la teoría literaria, que por su rigor analítico contrastan decididamente
con las historias de la literatura producidas por las grandes editoriales, enormes volúmenes que no pasan
de la enumeración superficial de autores y obras.
industria ha generado una producción de obras de fácil lectura y venta pero de escasa
proyección en el futuro.
La revisión de estos materiales junto con aportes teóricos más generales sobre la
sociedad española posfranquista, hace posible reconstruir una visión alternativa de la cultura de
la transición en el ámbito literario, que sitúa la producción cultural en coordenadas histórico-
políticas concretas y pone en evidencia las poderosas conexiones económicas que configuran el
entramado social de la época. Contra la lógica de cortes radicales abstractos que separan épocas,
movimientos y generaciones, estas lecturas establecen continuidades históricas relevantes que
ponen en evidencia procesos económicos, sociológicos, culturales e históricos que articulan la
sociedad española y son vitales para comprender su producción artística. Este punto de vista
permite abandonar la perspectiva culturalista que pretende entender al arte desconectado de
todo problema social, flotando en el mundo platónico de la Creación en el que los Autores
tertulian sobre lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero, ese mundo con excesivas mayúsculas que se
desprende de las reseñas de los suplementos culturales y de los artículos donde los escritores
narran anécdotas de su vida entre presentaciones y viajes de promoción de libros, conferencias
y cursos de verano.
La cultura de la transición –en estrecha sintonía con la cultura de la posmodernidad,
propiciada por la revolución conservadora– reivindica valores humanos indiscutibles como la
pluralidad y el consenso, y desplaza los análisis histórico-políticos, que amenazan con develar
los intereses económicos que subyacen detrás de su celebración del desarrollo, en un mundo
globalizado en el que domina la inequidad. Para desarticular estos discursos hegemónicos de
escaso vuelo teórico y construir críticas sólidas, fundamentadas e independientes, es necesario
reconstruir la potencia de la historicidad, recuperar el análisis político ideológico y trabajar
intensamente sobre los materiales del pasado. Durante décadas, estos acercamientos fueron
arrinconados y desprestigiados sistemáticamente como rémoras de un pasado indeseable –el de
la resistencia a la dictadura, el de las discusiones ideológicas, el de las utopías de izquierda–,
para reemplazarlos por la aparente multiplicidad del pensamiento fragmentado y débil, que en
realidad rechaza activamente la disidencia. Sin embargo, la magnitud de la crisis económica a
escala global conduce inevitablemente a retomar con urgencia perspectivas históricas,
sociológicas, económicas y políticas, capaces de dar explicaciones relevantes a problemas
trascendentes. Precisamente porque parte de ese trabajo alrededor de la cultura de la transición
ya ha sido hecho, es necesario rescatarlo, actualizarlo y difundirlo, para continuar la producción
de líneas de lectura coherentes y contrarrestar los efectos de décadas de olvido sistemático, de
lecturas fragmentarias y de la hegemonía de paradigmas inmovilizadores que recluyen las
producciones artísticas en ámbitos desconectados de sus condiciones materiales de producción.
En este sentido, la cultura de la transición ofrece un amplio campo de trabajo que
implica, forzosamente, volver la mirada hacia atrás para analizar el pasado, antes que dejarlo
atrás con alivio. La estrecha connivencia de la industria, los medios y las instituciones oficiales
que impulsó la formación del canon oficial, obliga a reconsiderar y poner en duda los procesos
de consagración de la época. Si las obras más jaleadas por el aparato de promoción de las
editoriales –que atraviesa los medios de comunicación, los suplementos culturales, las
instituciones oficiales y las universidades– han llegado a la cima del éxito gracias a la maquinaria
de la industria cultural, una crítica de la cultura de la transición debería poder explicar cómo
esos productos satisficieron las necesidades políticas de esa estructura económica de poder. Por
un lado, es necesario revisar el canon oficial para contextualizarlo históricamente –más allá de
las periodizaciones en generaciones, movimientos y sucesión de autores–estrella que impide
comprender las obras en relación con su época– y releer su sentido a la luz de los procesos
históricos que lo produjeron y celebraron. Por otro, es vital también recuperar la producción
artística y crítica que en ese mismo marco ha sido relegada al olvido, para mensurar el valor de
esa producción silenciada.
En este breve espacio, pasamos revista a unos pocos pero consistentes ejemplos que en
el campo literario dan testimonio de la resistencia a una cultura oficial que se impuso como
única. El vasto campo de la cultura ofrece la enorme tarea de recuperar y mensurar la
producción de distintas formas, prestigiosas o no, que corren el riesgo de perderse ante la
visibilidad aplastante del canon oficial. La mirada al frente, la esperanza en el futuro, sólo tiene
sentido si es posible explicar el pasado –dar cuenta de sus producciones y sus silencios–, antes
que negarlo como si fuera ajeno, ya que es parte de nuestra historia. Tenemos una deuda –en
términos éticos y políticos– con el pasado, esa leve fuerza redentora de la que habla Benjamin
cuando piensa las tareas de la Historia (1969: 254). Sólo a través de una memoria activa y
consciente, capaz de resignificar constantemente el pasado en el presente, es posible pensar el
futuro. La cultura de la transición, o la forma en que en España se lleva adelante la revolución
conservadora de fines del siglo XX, puede resistir, neutralizar e incorporar en su seno –ya lo ha
probado extensamente– los gestos transgresores y revolucionarios que amnésicamente
proponen vistosos cambios superficiales. Le resulta más incómoda la exploración analítica del
pasado, que implica, en última instancia, la discusión política del presente.
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Resumen: A partir del análisis comparativo de las Abstract: Through the comparative analysis of El vano
novelas El vano ayer (Rosa, 2004) y Anatomía de un ayer (Rosa, 2004) and Anatomía de un instante (Cercas,
instante (Cercas, 2009), este artículo propone una 2009), this paper points to the need of a critical
reflexión en torno a la necesidad de la interpretación interpretation of those fictions which seem to be creating
crítica de aquellos textos que, desde el ámbito de la new narratives about the process of transition to
narrativa, parecen estar aportando discursos sobre el democracy in Spain different to the hegemonic
proceso de la transición a la democracia en España discourse. Hence, the comparison between these two
diferentes a los que constituyen el relato hegemónico de novels will be presented in order to highlight to what
la misma. La comparación de estas novelas se presenta, extent the complexity of narrative forms does not
en este sentido, con la intención de poner en evidencia necessarily imply a critical review of the transitional
hasta qué punto la complejidad en las formas narrativas narratives, but sometimes it comes to confirm its original
de temática transicional no apunta necesariamente hacia ideological pattern.
una verdadera revisión crítica de la misma, sino que, en
ocasiones, viene a reafirmar su matriz ideológica más
básica.
Palabras Clave: Narrativa contemporánea, Transición Key Words: Contemporary Fiction, Spanish Transition,
española, consenso, Isaac Rosa, Javier Cercas. consensus, Isaac Rosa, Javier Cercas.
DOI: 10.7203/KAM.4.4523
1 La idea de este artículo surgió y fue desarrollada en conversación con la profesora Alexandra
Saum-Pascual entre septiembre y diciembre de 2014 en el marco de una estancia de investigación
llevada a cabo en la University of California Berkeley.
2 Rescatamos aquí la definición que Labrador propone para la etiqueta ‘memoria histórica’ con el
El análisis de este tipo de textos pretende señalar hasta qué punto algunas de las
elaboraciones narrativas, formalmente renovadoras, de la temática transicional no
necesariamente apuntan hacia una renovación ni hacia una verdadera revisión crítica
del discurso hegemónico sobre la misma, como pudo ser interpretado en un primer
momento, sino que además –y en no pocas ocasiones– vienen a reafirmar su matriz
ideológica más básica.
3 “La propuesta de Rosa es claramente reactiva, quiere establecer límites para las formas que están
contando el pasado reciente, entendiendo por éste el continuum histórico de acontecimientos,
mitos, relatos que unifican actualmente el siglo XX español bajo la categoría narratológica de
memoria histórica. La memoria histórica. La memoria histórica convoca y unifica en un mismo
teatro de problemas –Guerra Civil, posguerra, franquismo y transición–, en un gran dispositivo
histórico que define tomas de posiciones comunes para todos estos pasajes temporales, en la medida
en que sus figuras han sido capaces de movilizar parecidos afectos, por haber sido susceptibles de
contarse en los términos continuos de unos valores compartidos” (Labrador, 2011: 123).
4 Entendemos aquí la transición como una matriz de tiempo compleja que, según qué autores,
abarca el relato desde el tardofranquismo hasta la socialdemocracia. A la hora de abordarla como eje
histórico debe tenerse en cuenta un importante matiz con respecto a los límites cronológicos del
proceso. Si bien desde una perspectiva estrictamente política la transición como proceso de cambio
institucional de la dictadura a la democracia ha quedado limitado por la bibliografía entre 1975 y
1978 —desde la muerte del dictador hasta la aprobación de la Constitución— , la cronología
cambia a la hora de acercarse al proceso desde una perspectiva sociológica y cultural. Desde esta
segunda perspectiva, que es la que aquí adoptaremos, la visión del cambio político se amplía muy
considerablemente, y quedan establecidos unos límites aproximados que sitúan este proceso entre
La principal similitud que ambos textos presentan es el hecho de que los dos
abordan la representación literaria desde la dimensión conflictiva que el propio acto de
representar conlleva. Desde su dimensión metaficcional, ambas novelas se construyen
sobre el acto explícito de señalar la evidencia de un vacío en el relato histórico de la
transición. No obstante, es la diferente naturaleza de ese gesto narrativo en ambas
novelas lo que hace de estos dos textos dos propuestas que, en realidad, apuntan hacia
sentidos bien diferenciados de la revisión del pasado transicional.
En primer lugar, El vano ayer se presenta como una obra en marcha, como un
proceso de creación que se desarrolla en la misma medida en que la propia narración
va avanzando: “Renqueante, acaso falta de ritmo, la novela ha avanzado a brazadas
desiguales, arrojado a los pies del lector materiales enfermos, explicitado mecanismos
que normalmente son encubiertos por la habilidad manufacturera del novelista, el
andamiaje siempre se disimula tras hermosas cortinas” (Rosa 2004: 291). Desde esta
construcción, el texto trabaja en torno a la idea de la responsabilidad, por parte del
autor, de que su texto construya un sentido abierto que el lector –un lector crítico–
debe cerrar con su propio acto de lectura. En este sentido, la respuesta que este texto
ofrece ante el hueco en el discurso previamente señalado es, precisamente, el gesto de
finales de los años sesenta y finales de los ochenta, es decir, desde el inicio de proceso de
resquebrajamiento del régimen hasta la total integración de España en la Comunidad Económica
Europea.
hechos narrados tienen per se hace que esa figura de narrador-autor se presente como
un mero transmisor del sentido que estos tienen y que no es ya un constructo textual,
sino que proviene de fuera de la propia narración. Esta falta de espacio que el autor-
narrador deja a producciones de sentido del texto diferentes a la que él mismo impone
hace, en consecuencia, que la discusión sobre el sentido del acontecimiento histórico
que funciona como núcleo de la novela sea bloqueada.
dos novelas, esta reflexión se hace textualmente evidente a partir del juego explícito
con las expectativas del lector, o más bien con el lugar en que las expectativas que un
cierto imaginario cultural compartido en relación con el pasado colocan, de entrada, al
lector.
Ahora bien, más allá de las similitudes que presentan entre sí las dos novelas, el
núcleo ficcional elaborado en cada caso presenta una diferencia sustancial.
En El vano ayer hay una elección consciente de construir una ficción que gire en
torno a un episodio que la historia oficial no ha contado de manera demasiado prolija.
Este episodio remite al imaginario de la lucha antifranquista llevada a cabo en la
clandestinidad por el movimiento obrero y estudiantil, y busca ser transformada en
ficción sin perder su dimensión de verdad histórica:
En las páginas de un libro: oculta entre las páginas de un libro, tenaz como
flor desecada y en su interior prisionera de aniversarios, o lecturas
memorables […], en cualquier página de cualquier libro abandonado en los
estantes superiores a la espera de un moroso rescate […], Ciencias Sociales,
Historia de España, Siglo Veinte: el título puede ser elegido al azar o fruto
de varios meses de dedicación. Una vez escogido, podemos ayudarnos de
una lectura minuciosa y discriminadora o confiarnos a un veloz ojeo al
índice onomástico en el que seleccionar aquellos nombres menos
mencionados, y entre éstos, los desconocidos, los completamente
desconocidos, los olvidados, centrar la atención finalmente en uno de ellos y
probar suerte […]: esa despreciada anécdota que lleva décadas esperando
nuestra atención y que no ha merecido hasta hoy el trabajo dilatado de los
historiadores; ese cabo suelto que quizás sólo sea una breve mecha que
concluya en sí misma, pero que también podría conducirnos a una vida
singular, a una fábula no contada, a un misterio concentrado y a punto de
extinguirse con sus testigos, a una novela, al fin, a una novela (Rosa 2004: 9-
10).
La apuesta que hay detrás de esta novela es la de rescatar lo que, durante mucho
tiempo ha sido el envés (la “flor desecada”) del relato de los años del tardofranquismo:
el papel activo de la base social (obreros, estudiantes) en la lucha antifranquista que,
más allá del papel institucional desempeñado por la élite política, debería haber sido
uno de los principales elementos constituyentes de la memoria democrática española.
No obstante, la importancia decisiva que este colectivo tuvo en el proceso de cambio
político en España quedó fuera de la construcción mítica del relato transicional desde
bien temprano, y sólo en los últimos tiempos parece que empieza a ser relativamente
visibilizado. Es en este lugar del imaginario transicional donde la novela de Rosa se
ubica.
narrado ocurrió, en el plano de la realidad, ese día de febrero de 1965. Y no obstante, esto no
invalida el gesto de Rosa. Rosa, con esta historia, apunta a un vacío en el relato hegemónico de la
transición: la ausencia del papel histórico de la lucha antifranquista. Lo que importa es señalar este
hueco, y no tanto que dicha historia haya ocurrido tal y como él la narra. El gesto dice que podría
haber ocurrido, que de hecho historias similares han ocurrido, y que hay que señalar el silencio que
las recubre.
reformulación del relato sobre el lugar que algunas de las figuras centrales de la historia
oficial ocuparon en la trama del episodio golpista, así como el señalamiento insólito de
nuevas responsabilidades políticas sobre todo lo ocurrido en aquellos días –
especialmente en relación con la figura del Rey, por ejemplo– lo que constituye el gesto
de disentimiento que hay en la novela de Cercas. Un gesto de disentimiento que, no
obstante, queda formulado dentro de los términos del relato estadocéntrico que integra
el relato mítico de la transición.
coronel Tejero en el hemiciclo del Congreso, las balas de los guardias civiles
zumbaban a su alrededor y todos los demás diputados presentes allí –todos
menos dos: el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo– se tumbaban
en el suelo para protegerse del tiroteo. Por supuesto yo había visto decenas
de veces esa imagen, pero por algún motivo aquel día la vi como si la viese
por vez primera: los gritos, los disparos, el silencio aterrorizado del
hemiciclo y aquel hombre recostado contra el respaldo de su escaño de
presidente del gobierno, solo, estatuario y espectral en un desierto de
escaños vacíos. De repente me pareció una imagen hipnótica y radiante,
minuciosamente compleja, cebada de sentido: tal vez porque lo que todos
hemos visto muchas veces y pese a ello se niega a entregar su significado, de
repente me pareció una imagen enigmática. Fue ella la que disparó la alarma
(Cercas 2009: 17-18).
No obstante, detrás de la extensa construcción narrativa, y a pesar de ese gesto
de esmerada disección crítica de la anatomía del instante 23-F, no hay en la novela de
Cercas una lectura global del sentido que este episodio tiene en el imaginario colectivo
que difiera de la ya existente y apuntalada institucionalmente. Más allá de sus efectos
mediáticos, Anatomía de un instante no deja de ser una reformulación literaria, lúdica e
inocua del relato estadocéntrico de la transición, elaborada a partir de sus mismos
términos y sin aportar, en esencia, elementos nuevos a los propios elementos míticos
que ya lo caracterizan. Frente a lo propuesto en El vano ayer, en Anatomía de un
instante los personajes que conforman la trama de la novela son las figuras públicas e
icónicas ya conocidas por todos porque son parte de la historia aprendida: Suárez,
Carrillo, Gutiérrez Mellado, Tejero, Juan Carlos I son, en definitiva, actores
fundamentales del relato consolidado de la transición. Además de esto, la trama de la
novela se demora en su totalidad en los entresijos del relato político e institucional. De
este modo, el desvío que el texto de Cercas presenta con respecto al relato mítico –un
relato que es, como decíamos, fundamentalmente estadocéntrico, en tanto que
concentra la responsabilidad y el éxito del cambio político en España en el papel de la
élite política y en el escenario del ámbito institucional– consiste, esencialmente, en
ofrecer una versión diferente de las actuaciones de la élite dirigente y su
responsabilidad o no en el golpe de Estado. Este gesto, sin embargo, no cuestiona, en
sí, la perspectiva estadocéntrica del relato de la transición; es más, lo que se presenta
como un desvío espectacular, al final de la novela viene a reafirmar y consolidar su
versión más hegemónica.
6 Nos parece especialmente sugerente la interpretación que María José Naval propone de la novela
de Cercas a este respecto: “El planteamiento narrativo se hace arrancar de una reflexión
baudrillardiana sobre la suplantación de la realidad por su representación televisiva, en este caso la
suplantación del asalto al Congreso perpetrado el 23-F visto por televisión. No obstante, la
referencia prologal al simulacro, la novela relata la versión más oficial, documentada y favorable del
23-F: 'En fin, el franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo'.
Incorpora también Cercas el componente sentimental, el homenaje familiar y, por tanto,
autodescriptivo en parte. Así lo constatamos en el emotivo recuerdo del padre en las páginas finales,
recuerdo en el que los contextos históricos se hacen personales o viceversa: 'El 17 de julio de 2008,
La cita con la que abríamos este artículo apuntaba hacia la idea de que el estilo,
la elaboración de una forma literaria propia que rompa con las anteriores, no tenía por
qué ir vinculada necesariamente a una renovación en el contenido de los discursos. En
este sentido, hemos visto hasta qué punto la voluntad de desestabilizar el relato
histórico mediante la desestabilización de los propios esquemas narrativos de la ficción
tiene una finalidad distinta en los dos textos aquí trabajados. Tras este gesto
desestabilizador, cada uno de estos textos presenta, por tanto, una ideología literaria
diferente.
Un discurso narrativo presenta una determinada ideología en tanto que está
generado desde una matriz ideológica concreta y culturalmente reproducida. Las
propias reglas que articulan el discurso literario en los dos textos aquí estudiados
posicionan a la figura del autor como ‘autor intencional’ del discurso narrativo. La
posición del autor como sujeto de la enunciación propone una determinada
codificación de las ideas, creencias y legitimaciones producidas dentro de un
‘horizonte’ del lenguaje y de la cultura, que construye lo que Barthes denominó ‘mapas
de significado’ (Hall, 2010b: 235-236). El horizonte que, en este caso, acota la
producción de sentido de las novelas aquí estudiadas no es otro que el debate en torno
a la producción, reformulación u oposición a la idea de consenso. Entendemos esta
idea de consenso como un estado de cosas en el debate político y cultural en el que la
discrepancia y la crítica son consideradas, en cierto modo, un ejercicio de violencia
contra el bien común, en lugar de un ingrediente esencial de la democracia (Escudillo y
Ampuero, 2008: XIV). En este sentido, si la función de la ideología es, en última
instancia, fijar los límites mentales y estructurales, subordinando a ellos el visionado de
una película o la lectura de un texto, la idea del consenso es, sin lugar a dudas, la
piedra angular de la producción cultural española que trabaja sobre los imaginarios de
la transición.
La preocupación por las formas narrativas, es decir, por la estética a través de la
cual se vienen formulando las novelas de temática transicional, puede ser una de las
claves que nos permitan acercarnos a la ideología literaria de estos textos desde una
perspectiva útil para la elaboración de un análisis crítico complejo de los mismos.
Como apuntábamos al inicio, la atención especial a este tipo de textos responde
al hecho de que, temáticamente, el propio discurso sobre la transición ya constituye, en
sí, una forma de disensión consentida dentro de un canon cultural en constante
transformación (tal vez, posterior al 15M y como un efecto del mismo). Si bien la lógica
del consenso, en su función de imperativo cultural, hizo de la representación de la
transición un motivo literario poco pertinente y de escasa presencia mediática durante
la víspera del día en que Adolfo Suárez apareció por última vez en los perdiódicos [...] yo enterré a
mi padre.' Uno más de nuestros millones de padres que votaron a Suárez en 1977 'porque era como
nosotros' (p436). 'Era de pueblo, había sido de Falange, había sido de Acción Católica, no iba a
hacer nada malo, lo entiendes, ¿no?' (437)” (Naval, 2014:149-150).
7 Llama la atención las escasas novelas de temática transicional publicadas entre mediados de los
años 80 y finales de los 90. Escapan a esta generalización autores como Manuel Vázquez Montalbán
y Rafael Chirbes, cuya labor crítica en relación con la transición ha sido una constante a lo largo de
todo el periodo democrático.
Bibliografía citada:
Cabrera, Elena. “Antologar es un arma de la clase dominante”. El Estado Mental 4 (2014).
Cercas, Javier (2009). Anatomía de un instante. Barcelona: Mondadori.
Hall, Stuart (2010). “El redescubrimiento de la 'ideología': el retorno de lo reprimido en los
estudios de los medios”. Restrepo, Eduardo; Walsh, Catherine; Vich, Víctor (eds.)
Sin garantías. Trayectorias y problemáticas en estudios culturales. Lima: Envión
Editores: 155-192.
Hall, Stuart (2010b). “La cultura, los medios de comunicación y el 'efecto ideológico’”.
Restrepo, Eduardo; Walsh, Catherine; Vich, Víctor (eds.) Sin garantías.
Trayectorias y problemáticas en estudios culturales. Lima: Envión Editores: 221-
255.
Labrador, Germán (2011). “Historia y decoro. Éticas de la forma en las narrativas de la
memoria histórica”. Dorca, Toni (ed.) Contornos de la narrativa española actual
(2000-2010). Un diálogo entre creadores y críticos. Madrid: Iberoamericana-
Vervuert. 121-130.
Martín-Escudillo, Luis y Ampuero, Roberto (2007). “Introduction: Consensus and Its
Discontents”. Martín-Escudillo, Luis y Ampuero, Roberto (eds.) Post-Autoritarian
Cultures. Spain and Latin America's Southern Cone. Nashville: Vanderblit
University Press: XI-XXVII.
Naval López, María Ángeles (2013). “La Transición política española no ha tenido lugar.
Historia y medios de comunicación social en El día de Watusi de Francisco
Casavella”. Calvo Carilla, José Luis; Peña Ardid, Carmen; Naval López, María
Ángeles; Ara Torralba, Juan Carlos; Ansón Anadón, Antonio (coords.) El relato de
la Transición. La Transición como relato. Zaragoza: Prensas Universitarias de
Zaragoza; 147-178.
Rancière, Jacques (1996). El desacuerdo. Política y filosofía. Tucumán: Ediciones Nueva
Visión.
Ros Ferrer, Violeta. “Representaciones de la transición española en la novela actual: una
indagación en la configuración de la cultura democrática”. Olivar. Revista de
Literatura y Cultura Españolas, 20 (2013): 149-169.
Rosa, Isaac (2004). El vano ayer. Barcelona: Seix Barral.
Tras casi dos décadas, diez novelas y dos poemarios, en mayo de 2013, Marta Sanz
publicó su hasta entonces última novela. Se titulaba Daniela Astor y la caja negra
(Anagrama, 2013). Entre otras cosas, la novela recuperaba, desde el imaginario infantil de
una niña en 1978, uno de los múltiples y grandes vacíos en el relato de la transición
española: el de la mujer que, a finales de los años setenta, es denunciada, juzgada y
condenada por llevar a cabo su decisión de abortar.
Este vacío en el relato, este episodio no contado, es una de las múltiples teselas que
integran el gesto de reconstrucción de una narración colectiva y compleja del proceso
transicional en España. Algunas de estas teselas, incómodas en su mayoría, y que hacen que
contar la historia sea un poco más difícil, aún están a la espera de ser narradas. “Nosotros no
podemos convertir esta historia en un silencio —leemos hacia el final de la novela— porque
el silencio es un modo de subrayar las cosas, pero también de borrarlas”.
Justo un año después de la publicación de Daniela Astor y la caja negra, en mayo de
2014, la editorial Anagrama reeditaba La lección de anatomía (2008). Esta vez, Marta Sanz
contaba la historia de Marta Sanz, pero el escenario seguía siendo el mismo: los años de un
proceso de cambio político, económico y cultural que coinciden en el tiempo con el
proceso de formación e inserción en la vida adulta de toda una generación que, ahora,
empieza a construir su propia narración de aquellos años. Otra tesela más en la
construcción de este relato colectivo.
Trasladar de forma crítica este escenario vital propio al plano común de la
construcción de ficciones literarias. Crear narradores que permitan hablar de lo incómodo.
Contar lo que falta ser contado y pensado. Hablar de la china en el zapato. Este es el rasgo
de honestidad intelectual que hace de la producción narrativa de la autora un proyecto
éticamente comprometido con su presente.
DOI: 10.7203/KAM.4.4409
KAMCHATKA: Son muchas las novelas que, de un tiempo a esta parte, han tratado de
acercarse al periodo de cambio político en España desde la ficción. Pensamos en novelas
como Lo real (Anagrama, 2001), El día del Watusi, (Destino 2003) El vano ayer (Seix
Barral, 2004), Anatomía de un instante (Mondadori, 2009), Paseos con mi madre
(Tusquets, 2011), Todo está perdonado (Tusquets, 2011), El jardín colgante, (Seix Barral,
2012) o Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), entre muchas otras. Estas novelas
proponen volver la vista atrás, hacia acontecimientos, polémicas, formas de vida o incluso
recuerdos de los años 60, 70 y 80 en España. Desde tu punto de vista, ¿cómo se está
modificando el gran relato de la transición en la literatura de los últimos años? En términos
generales, ¿considerarías que ha habido una voluntad de cuestionar o, al menos, de
contarlo de otra manera desde la novela?
MARTA SANZ: Los autores nacidos en las décadas de los sesenta y de los setenta nos
hemos criado con el relato épico de la Transición española que tan persistentemente se
publicitó desde los medios de comunicación y las instancias políticas. La idea de una
Transición ejemplar, incruenta, exportable como modelo de cambio para otras dictaduras.
Frente a ese discurso oficial era necesario generar otro tipo de narraciones, probablemente
más violentas y descarnadas, que quizá abren las heridas cerradas en falso y vuelven a poner
ciertos muertos encima de la mesa: las víctimas de los francotiradores en las
manifestaciones, los asesinados por grupúsculos fascistas, la esperanza combinada con el
miedo que fermentaba en un sentimiento muy extraño en las casas de los militantes. Y poco
a poco la pérdida de la euforia y el entusiasmo. Los escritores que recuperamos ese
momento histórico lo hacemos desde el análisis y la preocupación política por el presente.
Me parece que no queremos caer en un ejercicio de nostalgia, sino en mostrar cómo de
aquellas lluvias llegaron estos lodos. Acabo de ver una película La isla mínima de Alberto
Rodríguez que, entre otras cosas, cuenta cómo el tránsito hacia la democracia se produjo
sin la correspondiente depuración de las fuerzas de seguridad del Estado y cómo esa
omisión conciliadora imposibilitó el normal funcionamiento de instituciones que son
intrínsecamente represivas: las manzanas podridas, los torturadores, se humanizan,
amparados en un colectivo que los acepta pese a las máculas del pasado, y a la vez que
recuperan su rostro humano normalizan la brutalidad en un estado de derecho en
construcción. Resulta estremecedor que ahora salgan a la luz historias como las de los niños
robados que, hoy por hoy, inspiran multitud de series de televisión que hacen de la
anécdota algo espectacular o melodramático. Productos que no invitan a la reflexión sobre
un periodo de nuestra historia reciente sobre el que aún tenemos muchas preguntas que
responder.
Desde un punto de vista literario, funciona una metáfora muy potente en las
narraciones sobre la Transición escritas por los nacidos en las dos décadas antes citadas:
nuestra pubertad, nuestra metamorfosis social y sexual, coincide con la supuesta
metamorfosis de un país que, con el tránsito hacia la democracia, llega a su mayoría de
edad. Las incertidumbres, los miedos y las esperanzas, las expectativas y los temores
constituyen un estado de conciencia individual y colectiva, biográfica e histórica, que
resulta muy sugerente a la hora de escribir. También la idea de que la memoria siempre es
el relato de la memoria y ese relato nunca es unívoco ni unilateral: está hecho de una
diversidad de fragmentos y miradas que lamentablemente en el caso de la Transición se
emborronaron con una mirada dominante idílica y publicitaria.
desde el presente, la polémica literaria parece solaparse con un momento en el que se está
produciendo un relevo generacional de las voces en relación a un cierto relato histórico.
¿Cómo te posicionarías en este debate?
MARTA SANZ: Creo que lo que hace Bértolo interviniendo en ese debate es procurar
que no se usurpe el significado de ciertas palabras y conceptos. Que no se suavice a Marx
para hacerlo “digerible” y “digestivo” en un mundo donde la violencia se ejerce desde el
poder, pero está estigmatizada si se ejerce desde cualquier otro lugar. Bértolo busca que no
se despolitice a Marx y que conceptos como “lucha de clases” y “clase” no se utilicen desde
una perspectiva light. Y resulta instructivo que sea un hombre de la generación de Bértolo
quien tome la palabra en un debate que se produce en el seno de una generación que vive
en un mundo brutal y que se enzarza en polémicas violentísimas y a menudo huecas por
ocupar un pequeño espacio en el campillo literario –el concepto “campillo literario”
también es de Bértolo- mientras que, en lo más profundo de nuestro ADN ideológico,
llevamos impresa la marca de la docilidad.
mujeres. Hacia la idea de que la cultura nunca es aséptica ni inofensiva. Siempre forma,
siempre condiciona, siempre transmite valores, creencias y actitudes que son obviamente
ideológicos y constituyen el ingrediente fundamental de lo que aspiramos a ser como
individuos. En el caso de esa novela se habla de cómo una adolescente en el año 78 en
España tiene una visión de sí misma, una aspiración, un deseo de performatividad física y
sentimental, que pasa por su asimilación del imaginario de las actrices del destape.
KAMCHATKA: En la mayoría de tus novelas la voz que narra se construye desde una
marcada primera persona, de carácter autobiográfico. De hecho, la Catalina de Daniela
Astor y la caja negra recuerda bastante a la Martita de La lección de anatomía, y en ambas
novelas tiene mucho peso la interacción y la evolución de esa niña que narra desde la mujer
adulta con el contexto concreto de los años 70 y 80 en España. ¿Cómo funciona el
elemento autobiográfico, en relación con el contexto histórico en el que se enmarca, dentro
de la construcción de estas dos novelas?
MARTA SANZ: En Daniela Astor y la caja negra el elemento autobiográfico se reduce
al hecho de que en la novela se retrata un contexto cultural que yo comparto con Catalina,
la protagonista del libro. En La lección de anatomía el asunto es un poco más complejo
porque Marta, la protagonista narradora de la novela, se presenta desnuda ante el lector con
la conciencia de que no hay mayor pose que la de mostrarse desnudo y a la vez sabiendo
que las poses, como gesto, son enormemente reveladoras. En los dos casos, se parte de la
idea de que intimidad y la identidad no son lo mismo: de que somos lo que somos por
cuestiones genéticas, familiares, de cuarto de estar y de mesa camilla, pero que sobre todo
somos lo que somos por lo que compartimos con nuestra comunidad, por el momento
histórico que nos toca vivir, por los lugares comunes que forman parte de nosotros… Me
interesa construir relatos y retratos donde lo importante no es la idiosincrasia personal, lo
individual, lo singular o lo excéntrico, sino la idea de que lo personal, lo individual, lo
singular y lo excéntrico solo tienen sentido en lo común. Tal vez por eso, la presencia de la
historia es tan importante en mis novelas.
1 Este film se ha realizado como parte del proyecto de investigación I+D+i “El cine y la
televisión en la España de la post-Transición (1979-1992)”, (CSO2012-31895), Ministerio
de Economía y Competitividad, Gobierno de España.
actuaban de catapultas que despedían nuevos ritmos, imágenes y sonidos desde los
márgenes, con el ansía de crear nuevos modelos de socialización entre la ciudadanía.
Aunque la plaga de las drogas se llevó por delante a algunos de estos creadores, unos pocos
terminaron instalándose en el mainstream que un día despreciaron. Otros simplemente,
desaparecieron o devinieron figuras de culto entre los cognoscieti de un determinado
ámbito artístico, quizá por falta de talento, quizá por carecer de las herramientas necesarias
para operar en ámbitos más amplios de comunicación de masas. A los que supieron navegar
la “ola del cambio”, el sistema los integró en su modus operandi y, hasta cierto punto,
también los contuvo. Negar hoy en día la importancia de la filmografía de Pedro Almodóvar
o la brillantez lírica de Carlos Berlanga es un sandez desinformada. Afirmar que Fabio
McNamara transmitía provocación, novedad y poco más también es innegable. Sin
embargo, también es cierto que ahora Alaska presenta un programa de televisión en una
cadena pública controlada por un partido de derechas—el Partido Popular—que ha sido
particularmente hostil con la mayoría de los creadores culturales de este país en los últimos
años y, además, ha actuado como estrella de un reality show en MTV junto a su
“performativo” marido Mario Vaquerizo. Los libros de García-Alix están día sí y día
también entre “lo recomendado” de una cadena de productos culturales como FNAC, que
aspira a determinar los parámetros del gusto cultural en aquellos países donde opera. Es
muy fácil acusar a estos actores culturales de la Transición de venderse al poder. También
es fútil argüir que el ser underground garantiza la independencia y transformarse en un
producto de consumo de masas fagocita tal condición. Igualmente, parece quizá erróneo re-
pensar excesivamente la Transición desde el prisma de la Movida. Aunque su impacto no
puede cuestionarse también es cierto que la mayoría de los telespectadores españoles veían
“Sábado noche” y no “La Edad de Oro”, y que muchos más personas acudieron a las salas
de cine a ver Loca academia de policía 2 o Top Gun que la maravillosa ¿Qué he hecho yo
para merecer esto!! Como cualquier movimiento o tendencia artística que genera un seísmo
en el status quo de un determinado tejido social, la Movida indudablemente es detectable
en el imaginario cultural de la España contemporánea, conviviendo con muchas otras cosas,
entre los vericuetos del llamado “otro cine” contemporáneo en películas como El Futuro de
Luis López Carrasco pero también en el más banal concurso de karaoke de cualquier
cadena de televisión. En otros términos, “La Movida” es parte de un gran tablero con fichas
y territorios movedizos, apareciendo y desapareciendo a oleadas, de manera inconsistente,
desde la heterogeneidad más absoluta, exactamente como nació en su día.
Este film propone un breve paseo por los espacios urbanos de Madrid donde nació
el mito/realidad/ficción de La Movida. Indaga por las esquinas, edificios y locales. Intenta
observar e intervenir. Observa para retratar el paso del tiempo en ese organismo cambiante
que es la ciudad de Madrid e interviene para moldear unos recuerdos que quizá no
tengamos pero construimos al encontrarnos de frente con los vestigios de algo que
deseamos haber vivido. Es por tanto un alegato político y también un tour turístico, una
búsqueda selectiva y una celebración de la casualidad. Abraza la contingencia guiando
nuestros pasos. Pregunta y no responde del todo. Responde preguntas que no se plantean.
Rezuma dudas pero también lanza inequívocos alaridos contra la homogeneización actual
de cualquier gran megalópolis globalizada. Finalmente, busca La Movida en aquellos
lugares donde puede que algún día estuviese, como coartada para hablar de la cotidianidad
del presente, el día a día de una ciudad en la que en estos momentos, en otros lares, alguien
quizá esté intentando cambiar las cosas como algunos de los mencionados artistas hicieron,
allá por los lejanos 80. Una de las cuestiones clave es: ¿los descubriremos a tiempo,
pudiendo disfrutarlos, desaparecerán sin dejar rastro o abrazarán el mainstream para ganar
visibilidad, transformándose solo en bocetos de lo que pudieron llegar a ser?