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Telling the Transition: Discourses and Imaginaries of

Political Change in Spain

Violeta Ros Ferrer


UNIVERSITAT DE VALÈNCIA · violeta.ros@uv.es

La imagen de la portada es un fotograma del largometraje El futuro. La película está


dirigida por Luis López Carrasco (Murcia, 1981) y transcurre, en su totalidad, en una fiesta
en un piso de Madrid, en 1982. La cámara atraviesa las habitaciones y nos ofrece distintos
planos, fragmentos de la fiesta, pero no es capaz de captar las conversaciones. Apenas
escuchamos murmullos, palabras sueltas y conversaciones cortadas. Escuchamos, eso sí, la
voz en off de Felipe González, que dice: “Ningún ciudadano debe sentirse ajeno a la
hermosa labor de modernización, de progreso y de solidaridad que hemos de realizar entre
todos. La colaboración de cada español dentro de su ámbito es imprescindible para lograr
el objetivo de sacar a España adelante”. En 1982 empezaba El futuro; un futuro que López
Carrasco agujerea. Quedémonos con el agujero negro del centro de la imagen.
Hace unos meses, siguiendo la propuesta de los editores de Kamchatka. Revista de
Análisis cultural, pusimos en marcha una convocatoria que llamaba a la participación en el
presente número. Lo que iba a ser un monográfico sobre la transición acabó siendo algo
mucho mejor: un monográfico sobre las formas de contar la transición. Acabó siendo, en
definitiva, un monográfico pensado para acercarnos a ese agujero negro en el centro de la
imagen; un monográfico pensado para pensar, desde muy diversas perspectivas, acerca de
los imaginarios y los discursos sobre el proceso de cambio político en España.
El trabajo aquí contenido está compuesto de muchas voces. Cada una de estas voces
se centra en el análisis de un aspecto diferente de ese imaginario transicional. Lo que buena
parte de los artículos aquí recogidos comparte es el gesto de reformular el relato sobre la
transición española que ha circulado institucional, cultural y socialmente durante muchos
años y de señalar de este modo su insuficiencia. En algunos casos, esto se hace a partir del

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análisis de aspectos concretos de la producción cultural de la transición; en otros, el foco
está en la producción cultural sobre la transición. En cualquier caso, lo que hay de implícito
y compartido en los once puntos que componen este monográfico es el ejercicio de rescatar
el sentido de las partes perdidas del relato sobre el proceso de cambio político ocurrido en
España desde finales de los años sesenta hasta mediados de los años ochenta. El ejercicio, en
definitiva, de asomarse al agujero negro del centro de la imagen.
Hay, a grandes rasgos, tres líneas en torno a las cuales hemos organizado los
artículos en función de su contenido. El monográfico se abre con una serie de textos que
tratan diferentes aspectos de la cultura de la transición desde una perspectiva amplia. En
primer lugar, a partir de la relación entre el proceso de la transición y el ciclo histórico
comenzado con el 15M, Germán Labrador, en “¿LO LLAMABAN DEMOCRACIA? La
crítica estética de la política en la transición española y el imaginario de la historia en el 15-
M”, reflexiona en torno a la apertura en España de un proceso de transmisiones de
memoria intergeneracionales en relación con la contestación popular. En el segundo
artículo, “Desclasamiento y desencanto. La representación de las clases medias como eje de
una relectura generacional de la transición española”, Pablo Sánchez León habla de los
límites de las narrativas oficiales sobre la transición y propone una reinterpretación en clave
generacional a partir del análisis del imaginario social construido sobre la clase media, así
como de las consecuencias que este imaginario tuvo en las trayectorias de desclasamiento
entre los jóvenes de los años setenta. Le sigue el texto de Luis Moreno-Caballud, “ ‘Todo el
año es carnaval’: tradiciones populares y contracultura en la Transición”, donde reflexiona
en torno a las formas contraculturales de la transición como la pervivencia simbólica de
culturas rurales y tradicionales, transformadas por el proceso de modernización ocurrido en
España en los años setenta y ochenta. En “Una mirada a la crisis del relato mítico de la
Transición: la “Querella argentina” contra los crímenes del franquismo” Marina Montoto se
acerca a la querella argentina contra los crímenes del franquismo como un espacio social
cuyo análisis puede ser de gran relevancia a la hora de revisitar el relato mítico de la
transición.
A esta primera línea de análisis general de los aspectos culturales de la transición le
sigue un más específica centrada en la producción audiovisual. Aquí encontramos el
artículo de Laura Gómez Vaquero, “De la reivindicación política a la industrial: la cultura
en la Transición a través de tres documentales musicales”, donde la autora propone el
acercamiento a una serie de documentales que dan cuenta de la emergencia y consolidación
de ciertas comunidades culturales cuyo posicionamiento crítico frente al status quo es
anterior a la explosión de la Movida. También “Santiago Carrillo 1971. Políticas en
transición y transferencia carismática”, donde Vicente Sánchez-Biosca, a partir del análisis
de una serie de materiales sobre el encuentro organizado por el PCE en París en junio de
1971, se centra en el estudio de la construcción de la imagen carismática del los líderes
Dolores Ibárruri y Santiago CarriLlo como estrategia de comunicación política en los años
previos al cambio institucional. En “El franquismo, la transición y la mirada documental
sobre la enfermedad mental”, Sonia García López nos acerca a la mirada sobre las
instituciones psiquiátricas y la concepción de la enfermedad mental heredada del
franquismo y promovida durante la transición a través del análisis de cuatro documentales

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clave de este periodo, que contribuyeron a articular una nueva perspectiva sobre dicho
tema.
Los últimos dos artículos del monográfico se concentran en el análisis de la
producción crítica y literaria. En “La mirada histórica. Estrategias para abordar la cultura de
la transición española”, Álvaro Fernández nos sitúa de lleno en el debate sobre la CT.
Fernández propone una lectura atenta de la nueva ola de análisis de la transición y su
cultura a partir del 15-M, y la recuperación de toda una línea de producción crítica y
cultural que, durante la transición y en los años posteriores, fue desplazada a los márgenes
de la cultura oficial. En el último de los artículos, “Narrativa y transición: renovación y
consenso en los discursos sobre la transición en la novela española”, yo misma hago una
propuesta de lectura de dos novelas sobre la transición publicadas en la última década, y
trato de reflexionar en torno al estado de renovación de los discursos sobre el cambio
político en España en la narrativa aparecida en los últimos años.
Finalmente, cierran el monográfico una entrevista realizada a la escritora Marta
Sanz, a propósito de la publicación de su hasta ahora última novela, Daniela Astor y la caja
negra, y el ensayo-documental de Vicente Rodríguez Ortega sobre el presente de los
espacios físicos de Madrid que fueron escenario de de la Movida, “Espectros de la Movida”.
Del diseño de la portada se ha hecho cargo Rosa de Juan.

A todos ellos, desde Kamchatka, les damos las gracias por su trabajo.

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Did they call it Democracy? Aesthetic Criticism of Politics
in Spanish Transition and the Imaginary of History of 15-M

Germán Labrador Méndez


PRINCETON UNIVERSITY ·labrador@princeton.edu

Profesor en Princeton University desde 2008. Anteriormente fue


docente en La Universidad de Salamanca y Universität Hamburg. En
2009 publicó Letras arrebatadas. Poesía y química en la transición
española (Madrid: Devenir) y en breve aparecerá publicado en Siglo
XXI Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura
en la transición española (1968-1984). Actualmente trabaja en la
antología Muerto el perro, se acabó la rabia. 25 poetas underground de
la transición española (Acuarela &Antonio Machado Libros) y en la
edición crítica del poemario Los muertos, de José Luis Hidalgo.
RECIBIDO: 4 DE NOVIEMBRE DE 2014
ACEPTADO: 28 DE NOVIEMBRE DE 2014

Resumen: Este artículo se ocupa de la relación entre la Abstract: This article studies the Spanish Transition
transición española y el ciclo histórico comenzado en to Democracy and the political cycle started in Spain
2011- y después del 15-M-, estudiando sus respectivos after the public occupations of squares in May 15,
imaginarios de la temporalidad, sus horizontes de 2011. It studies their specific temporal imaginaries,
expectativas y sus espacios de experiencia (Koselleck). horizons of expectations and spaces of experience
Argumento que, en España, en el contexto actual, tienen (Koselleck). I will argue that, in today's Spain,
lugar prácticas memoriales de recuperación activa de memorial practices are addressing the recovery of
formas políticas y estéticas propias de los años setenta. political and aesthetical forms from the 1970s. To do
Para ello, resumo y discuto algunas de las últimas so, I will summarize and discuss academic
investigaciones alrededor de la transición española, así bibliography on the Spanish Transition to
como mis propios trabajos, para concluir que, si buena Democracy, including my own work, to argue that the
parte de la historiografía había construido un relato del intergenerational transmissions of memory that are
proceso en clave institucional y desmovilizadora, hoy, en happening today in public spaces claim that people's
el espacio público, están teniendo lugar transmisiones de struggle is key element to define the Transition as a
memoria intergeneracionales en las que el elemento clave a period, despite of many historians.
la hora de entender la transición es la contestación
popular.
Palabras Clave: Transición, 15-M, Generación, Key Words: Spanish Transition, 15-M, Generation,
Democracia. Democracy.
DOI: 10.7203/KAM.4.4296

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Un amigo me envía un correo el 22 de mayo de 2011. Es su respuesta a uno


anterior, cuyo asunto dice “todos a Sol”. Sol se refería, claro, a la plaza de Madrid, en aquel
momento ocupada por una multitud de ciudadanos que, en un ambiente de euforia cívica,
allí y en decenas de otras ciudades, y a lo largo de la semana anterior, han establecido
acampadas, discuten en asambleas cómo quieren vivir juntos y rechazan los límites de un
sistema político y económico basado en la libertad de mercado y en la democracia
representativa. Las demandas que, en los días siguientes, se fueron concretando tenían por
eje la reclamación de la soberanía política popular, que habría sido escamoteada a la
ciudadanía por sus representantes electos. El lema de la manifestación del 15 de mayo que
dio inicio a las protestas lo resumía perfectamente: no somos mercancías en manos de
políticos y banqueros. Tres días después, en su Manifiesto Fantasma, los mismos individuos
afirmaban protestar por “el descrédito [...] de las instituciones que dicen representarnos
convertidas en meros agentes de administración y gestión, al servicio de las fuerzas del
poder financiero internacional” (VVAAb). En el grito Democracia Real Ya, cristalizaba su
voluntad política de salvar la distancia que, para ellos, se habría creado entre las formas
democráticas y sus contenidos, entre el espíritu original de la democracia y su
desnaturalización efecto de la captura de la política por parte del poder financiero, un
fenómeno característico de la globalización neoliberal (Genro, 2001).
La reclamación de una democracia real por venir servía para caracterizar como falsa
democracia aquella existente. Gracias a esta inflexión estética en el lenguaje, lo real
conocido se negaba como lo único real posible y lo utópico pasaba así a imaginarse como
real posible. El lenguaje estaba en movimiento: revolución, pueblo, ciudadano, democracia,
representación... el significado del conjunto del vocabulario político básico había cambiado
en cuestión de días, sino de horas. Estábamos asistiendo a una transformación del
vocabulario epocal, a un corte de lenguaje, del cual se tomaba conciencia a medida que las
concentraciones espontáneas de los primeros días desembocaron en un proceso
multitudinario que era colectivamente percibido como algo nuevo en el mundo (y
cualitativamente distinto a todo lo demás), algo que tenía el poder de cambiar la descripción
compartida de la realidad. Un acontecimiento, diríamos, siguiendo la teoría de Badiou, o la
de los propios manifestantes anónimos, quienes afirmaban, en ese mismo manifiesto, que
“esto [el 15-M] es un acontecimiento, y como tal un suceso capaz de dotar de nuevos
sentidos a nuestras acciones y discursos” (Puntos). A los indignados no parecía darles
miedo la teoría de la historia.
El sábado 21, la Puerta del Sol y las calles aledañas estaban desbordadas [fig. 0]. Un
día después, llega el mensaje de mi amigo que me dice que “esto es 1976”.

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Fig. 0. Puerta del Sol. 21 may. 2011


***
¿Pero qué quiere decir que esto (el evento 15-M, la experiencia de las calles
desbordadas de gente, de días de asambleas, de plazas y de campamentos...) es 1976? ¿Qué
significa esta fecha histórica, un año después de la muerte de Franco, en relación con lo
dicho y lo vivido en mayo de 2011? ¿Cuál es la relación, si la hay, del 15-M con el
postfranquismo? ¿Qué experiencias análogas, qué prácticas pueden servir para comparar el
movimiento popular de mayo de 2011 con el año de 1976? Si se considera, por ejemplo,
que las claves del 15-M son nuevas y que constituye un movimiento político inédito, por su
uso de las nuevas tecnologías y del espacio público, por su manejo de la información y de
los lazos comunitarios, por su conexión con olas de protestas más amplias (Primavera
Árabe, global Occupy Movement...), ¿qué sentido tenía para un espectador contemporáneo,
como mi amigo, remitir a un hecho histórico concreto, local, de significado difuso,
traducción difícil y consecuencias interpretativas por delimitar?1.

1
Estas dos preguntas eran el título del coloquio que me llevó a Bordeaux en diciembre de 2012,
gracias a la amable invitación de François Godicheau, que desencadenó la escritura de este texto.
Agradezco a los presentes en aquella sesión sus preguntas y comentarios que he tratado de
incorporar a la redacción final de este trabajo. También quiero agradecer a Ulrich Winter la
oportunidad de presentar una segunda versión del texto en el Institut für Romanische Philologie de
Marburg el 10 de Julio de 2013, seguida de un estimulante turno de preguntas. Nunca hubiera
podido escribir este trabajo sino después de leer la carta de jubilación de mi madre, después de
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Fig. 1. Colectivo de Cine de Madrid. Sucesos de Vitoria.


Fotografía 1976

1. ¿Qué es lo que quiere decir 1976? Historiografía y poética de la ruptura democrática


Un modo de comenzar a acotar esta comparación puede ser preguntarse por el
significado del año de 1976 para la historiografía de la transición a la democracia. Una
primera sospecha es que, desde el punto de vista de la historia oficial de la transición,
apenas signifique nada de verdad. Es una fecha que, en el calendario épico de los años
setenta, no luce ni la mitad que otras como 1977 (primeras elecciones democráticas), 1978
(constitución), 1981 (intento de golpe de estado), 1982 (victoria del partido socialista y fin
de la transición política). Sería, así, 1976 un año “aburrido”, rico en reuniones, crisis
ministeriales y luchas de poder, apasionante, en principio, para los historiadores del
calendario institucional del deshielo, porque, en ese año, campan todavía por las cortes los
dinosaurios franquistas, mientras las élites del régimen deshojan la margarita de la reforma:
1976 sería, por excelencia, uno de los años Victoria Prego.

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Fig. 2. Revista Triunfo. El fracaso de un reformismo. Portada.

Sin embargo, trabajos clásicos enfocados desde el estudio de los movimientos


sociales (Adell: 1989, Balfour: 1990, 1994) así como algunas investigaciones más recientes2

2 Muchos son los ámbitos en los que esta revisión se ha producido. Entre ellos, destacan algunos
trabajos, cuya referencia completa puede hallarse en la bibliografía final, como el de Durán Muñoz,
sobre los casos español y portugués en una perspectiva comparada (Contención y transgresión. Las
mobilizaciones sociales y el estado en las transiciones española y portuguesa) o el trabajo de Radcliff
(Making Democratic Citizens in Spain. Civil Society and the Popular Origins of the Transition)
sobre la importancia de los actores no estatales en el proceso de transición y particularmente la
sociedad civil. También son interesantes las aportaciones de Wilhemi a propósito del movimiento
anarquista (El movimiento libertario en la transción. Madrid 1975-1982), el de Rafael Quirosa-
Cheyrouze (La sociedad española en la transición), que ha tenido la virtud de reincorporar prácticas
poco atendidas, como las de los pacifistas y los ecologistas, el libro colectivo editado por Muñoz y

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2007), por no hablar directamente de la bibliografía de primera hora3, presentan más bien
el año de 1976 como una fecha intensa, marcada por las movilizaciones populares, el
recrudecimiento de las huelgas, las convocatorias de las asociaciones de vecinos, la
emergencia de nuevas formas de hacer política y de nuevas luchas por la emancipación y la
incorporación de nuevos colectivos al antifranquismo. Todos estos fenómenos se ven
acompañados de un aumento de la violencia policial y paraestatal, como reflejan los Sucesos
de Vitoria del 3 de marzo de 1976, cuando la policía disparó contra los obreros reunidos
en asamblea en el interior de la iglesia de San Francisco de Asís, matando a cinco e hiriendo
a ciento cincuenta. Las manifestaciones masivas con motivo del entierro posterior [fig. 1],
incrementaron la carga emocional del momento, facilitando que este adoptase una forma,
con la que los sucesos posteriormente ingresarían en el imaginario histórico del periodo [fig.
2]4. Este ejemplo resulta importante para nosotros, porque opera también dentro de la
lógica narrativa del evento, pues después de Vitoria las cosas ya no volverían a ser iguales
(tal y como cierta narrativa historiográfica instituye) y, al tiempo, los sucesos de Vitoria
(como los atentados de Atocha de 1977) funcionan como uno de esos umbrales que sólo
pueden atravesarse en una dirección, y cuyo mantenimiento necesitamos para asegurar
psicológicamente que nuestra época y aquella permanecen discontinuas en el tiempo [fig.
3].

Sánchez León sobre las asociaciones de vecinos (Memoria ciudadana y movimiento vecinal. Madrid
1968-2008), o el estudio de caso de Domènech y Molinero sobre el asociacionismo obrero y
popular en Sabadell, releído en una lógica de luchas autónomas más allá de la estructura organizativa
de los partidos (Quan el carrer va deixar de ser seu: moviment obrer, societat civil i canvi politic).
Tampoco quiero dejar de mencionar la crónica generacional-personal de Pepe Ribas (Los 70 a
destajo. Ajoblanco y libertad).
3 Algunos ejemplos de ello son el libro colectivo producido por Espai en Blanc, que presenta

numerosos testimonios y documentos de luchas populares y marginales de los años setenta (Luchas
autónomas en los años setenta. Del antagonismo obrero al malestar social), u obras de primer
momento como Ciudad, democracia y socialismo de Manuel Castells, que evalua y estudia el trabajo
realizado por las asociaciones de vecinos, en tiempo real, o como el libro de fotografías del Equipo
Diorama que contiene las Pintadas del referendum. De nuevo, en el ámbito de Sabadell cabe
mencionar La huelga y la reforma. Sabadell, Metal, otoño 76. Otros testimonios de interés son el
singular panfleto (que quiere ser colectivo y anónimo) Madrid en Huelga. Enero de 1976 o el
diario-crónica generaciona de Emilio Sola (La Vaquería de la calle Libertad. Crónica callejera (y, al
parecer, sin políticos) de la transición hispana a la movida y a la democracia, que se suele decir).
4 El caso de Vitoria es muy importante para la temporalidad de la transición, porque, a pesar de que

con los sucesos se alude frecuentemente a la muerte de los cinco asambleistas, son las dimensiones
de la protesta posterior y la toma colectiva del espacio público con motivo del consiguiente entierro,
lo que hace saltar los acontecimientos a una dimensión desconocida, que es lo que caracteriza la
dimensión del evento político. En ese sentido, es pertinente el testimonio del Colectivo de Cine de
Madrid, cuyos miembros construyeron la narración fílmica del funeral que se conserva, y que luego
sería asociada al discurso institucionalista de la transición, eliminando las perspectivas de primera
persona contenidas en las entrevistas. “Tuvimos el atrevimiento de rodar el entierro de los
manifestantes muertos en Vitoria por disparos de la policía. Un oscuro episodio de la política
española que muchos han preferido olvidar. Las imágenes, ahora impresionantes, pero entonces
inconcebibles de miles de ciudadanos acompañando el entierro, conmocionaron a quien las viera”
(CCM).

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El estudio de los
movimientos sociales y de la
acción de agentes políticos
no institucionales son las
palancas con que la
historiografía crítica ha
tratado de abrir la transición
más allá del paradigma
institucional, que explicaba
el proceso de cambio
democrático como uno
conscientemente dirigido a la Fig. 3. Vergara. “El misterioso agujero negro español.” El diario.es 8 dec. 2012.
acumulación progresiva de estabilidad política en un contexto entrópico 5, hecho del que se
derivaban naturalmente dos aspectos morales clave para la mitografía del periodo: primero,
la idea del carácter modélico de la transición y, en segundo lugar, su influencia psicosocial
como proceso que produce reconciliación nacional. Sin embargo, la bibliografía crítica
comienza subrayando la existencia de una amplia respuesta popular, no consensual y
reivindicativa, que sería canalizada por el propio proceso transicional o disuelta en las
instituciones después de 1982, cuando no traicionada por los propios representantes
democráticos. Ferrán Gallego asume la tesis de la movilización colectiva en El mito de la
transición y escoge justamente el año de 1976 para desarrollar su argumento central, según
el cual las limitaciones de la propia transición ya estaban inscritas en la desigualdad
existente entre las fuerzas del régimen y las de la oposición política, desigualdad inevitable
que definió todo el proceso, a pesar de que, al cabo, las intensas movilizaciones populares
de 1976 y de 1977 (que respondían, a la vez, y por este orden, primero a una lógica de
movilización ciudadana de identidades supra-partidistas y, segundo, a una lógica de
movilización de partido) consiguieron evitar una transición aún peor que la que hemos
conocido, la transición que las instituciones del régimen habían diseñado hacia una
democracia de marcos más estrechos y libertades más reducidas, donde todo estuviese más
atado y mejor atado.
Para Ferrán Gallego, la oposición jugaba con las piezas negras y, en esa coyuntura
histórica, la medida objetiva del éxito ciudadano consistía en forzar las tablas. Así, la

5 Desde el primer momento para algunas voces, las producción de un relato histórico sobre la
transición fue entendida como una tarea conscientemente dirigida a la producción de un conseso
cultural. Es decir, que los relatos historiográficos sobre el proceso tuvieron desde muy pronto una
funcionalidad dirigida a alimentar la fantasía nacional de la fundación justa y exitosa de una
democracia sobre un pacto adecuado y necesario. Particularmente afortunado encuentro el modo
en el que Pablo Sánchez León (2003) en su contribución a un libro colectivo (La memoria de los
olvidados) se preguntaba por las bases sociológicas que han permitido y reclamado el matenimiento
de un mismo relato sobre la transición durante varias décadas, señalando que sólo en la medida en
que otras experiencias y sujetos del periodo fuesen identificados sería posible abrir el campo de lo
pensable a propósito la transición. Mi trabajo participa de claves parecidas.

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ciudadanía con su esfuerzo, y con el peso en sangre de su esfuerzo, habría hecho fracasar
varios proyectos reformistas, el último de ellos el dirigido por Arias Navarro, que entra en
crisis precisamente a partir de los Sucesos de Vitoria. Finalmente, las dimensiones del
desbordamiento ciudadano harán necesaria la aparición de un actor Suárez, y de un
proyecto reformista de mayor calado, que habría resultado impensable sin la concurrencia
de los distintos sucesos de esos años, y sin la discontinuidad que establecieron con las
restantes otras transiciones que imaginó el franquismo. A partir de entonces, Suárez tuvo
que otorgar atribuciones políticas cruzadas respecto de las masas populares (derechos de
facto), en una dialéctica de representación donde las calles y el estado (su representación en
los medios) se presentan como dos teatros políticos secuenciados, en los que, por separado,
se hacen presentes los dos grandes sujetos políticos imaginarios del momento: estado y
ciudadanía, Suárez y la gente, el pueblo y el soberano. Una viñeta de Peridis sirve para
visualizarlo [fig. 4]. Después del referéndum de diciembre de 1976, y hasta el pacto de
representación de las elecciones del 1977, Suárez fue capaz de identificar como
interlocutores ciertos partidos políticos, investirlos de reconocimiento y -en mi perspectiva-
transferir las nuevas formas de expresión política hacia un nuevo teatro de
(tele)representación parlamentaria, que, progresivamente y en los años siguientes, sabrá
pacificar los dos ámbitos de emergencia democrática centrales del momento: las
movilizaciones en espacios urbanos y los intercambios libres en una esfera pública en
construcción.

Fig. 4. Peridis, 1977. S.p.


Apuro el argumento de Gallego: de este modo, en la debilidad de la transición
estaría su fuerza, que reside en la capacidad ciudadana de haberle arrancado a la derecha
concesiones (libertades, derechos, recursos...) que no estaban, ni por asomo, dentro de los
proyectos con los que el franquismo había diseñado su posterioridad. Con independencia
de que las conquistas de 1976 (nada menos que convocar un proceso constituyente) se
institucionalizasen limitadamente en la constitución de 1978 y limitadamente se
desarrollasen a partir de 1982, 1976 sería el año en que la lucha política urbana definiría
el suelo de la transición, es decir, la mínima oferta posible de pacto a una sociedad que,
mayoritariamente, no se encontraba representada dentro de las estructuras políticas del
régimen, del mismo modo que el año de 1978 marcará su techo (hasta aquí permite el
estado que pida la ciudadanía), y el de 1981 su sanción definitiva, el establecimiento militar
de límites interpretativos en las letras constitucionales.

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Pero esas experiencias demoenergéticas, de las que me hago cargo aquí, ¿dónde se
reflejan? ¿Qué archivo tienen, más allá de los relieves en sombra de un sujeto colectivo de
cuya concurrencia se necesita para explicar un periodo, pero al que resulta muy difícil de
acceder de modo directo? Hasta ahora he argumentado usando la viñeta de un caricaturista
político [fig. 4] y las imágenes tomadas por un grupo de contrainformación [fig. 1]
convertidas luego en icono epocal [fig. 2]. Cuando la historiografía convoca este tipo de
fragmentos de discurso suele hacerlo con afán pedagógico, para que cumplan el papel de la
tapicería en un coche, y subrayen, reforzándolos, los argumentos que emanan de la
estructura fuerte de la historia
(instituciones, estado e
intereses). Pero las fuentes
clásicas, como voy
argumentando, no siempre
recogen el lenguaje (verbal o
no) con el que los actores
históricos trataban de dar
sentido colectivo a sus
experiencias y, aún cuando lo
hacen, hay algo de la
historicidad de esos
fragmentos, de su capacidad
de remitir a los deseos sociales,
al eros político de una época,
que frecuentemente se escapa
de un análisis positivo. Fig. 5. Equipo Diorama. Otoño 1976. S.p.
Ese algo tiene que ver con el modo en que el lenguaje, o las imágenes, son capaces
de abrir el marco de lo que puede ser pensado, deseado y dicho6. Así, por ejemplo, el

6 Son muchas las influcencias que están detrás de esta idea de una crítica poética que tiene efectos
políticos, y que también pueda trabajar históricamente. Mencionaré, por la cercanía con la escritura
de este texto, las ideas de Didi-Huberman, a propósito del poder de la imagen. Didi-Huberman
sigue de cerca a Benjamin, y su noción de imagen poética cuando afirma que “el primer operador
político de la protesta, de la crisis, de la crítica o de la emancipación debe llamarse imagen en tanto
que se revele capaz de franquear el horizonte de las construcciones totalitarias” (Didi-Huberman 3,
mi traducción). Es decir, para Didi-Huberman, una imagen es todo aquello (verbal o no verbal) que
tiene la capacidad de producir una percepción de la realidad, de su composición, como algo que
puede ser superado en su descripción existente. Es decir, como todo aquel objeto (prácticas de
cultura) que desencadena procesos sensibles en los que se imaginan cosas nuevas (o mejor dicho, en
los que se imaginan otras cosas o se imaginan las cosas de otro modo). Pero sobre todo, como
objetos que permiten imaginar las cosas más allá de un determinado régimen de realidad o marco
conceptual establecido (lo que Didi-Huberman llama “las construcciones totalitarias”). En ese
sentido, los lectores de Jacques Rancière también se acordarán de las ideas del filósofo francés sobre
los efectos políticos de la imaginación poética, por su capacidad de desorganizar la realidad (el
reparto de lo sensible) y abrir nuevos modos de imaginarla, que, al tiempo, son modos de hacerla
suceder.

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análisis de los resultados electorales en 1976 puede dar una idea sólida de cierta
sensibilidad ciudadana escéptica, sino hostil, ante el llamado referéndum de diciembre
(convocatoria con la que Suárez trataba de legitimar su proyecto de reforma sin ruptura,
basado en la modificación de la institucionalidad franquista, como paso previo a la
celebración inmediata de elecciones generales y apertura de un proceso constituyente).
Frente a otra clase de fuentes, además de documentarla, un graffiti nos da una estética de esa
misma sensibilidad, una puesta en forma, una poética, es decir, un modo de relacionar las
formas y con el tiempo [fig. 5].
En el banco de un parque, quizá en la Ciudad Universitaria de Madrid, y sobre su
superficie, alguien ha escrito con letras mayúsculas: “Me estoy ahogando. Reforma mi culo”.
Y, en el fondo de esta fotografía, tomada semanas antes del dicho referéndum, podemos ver
el paisaje conceptual cotidiano del otoño del 76, de tapias escritas y rescritas, cubiertas y
recubiertas por pintadas y por contra-pintadas. Esta pintada, cuando se la hace dialogar con
otros documentos (Equipo Diorama, Sempere), argumenta en favor de la existencia, en
1976, de un sujeto histórico no sólo opuesto al franquismo, sino profundamente enfrentado
a la transición, tal y cómo era diseñada por la ingeniería política gubernamental. Ante la
propuesta de una reforma de las cortes orgánicas, esta voz política de la ruptura niega, con
vehemencia, la posibilidad de una reforma y sospecha de los intereses ocultos que la
animan. Si, en el relato oficial, el lenguaje de la transición (v.g. el habla de Suárez, el habla de
Felipe) se habría caracterizado por la búsqueda de claridad, racionalidad y equilibrio, como
virtudes literarias necesarias para una lengua del consenso (Imbert: 1982 y 1990,
Bartolomé Martínez: 2006), documentos como este graffiti nos ponen sobre la pista de un
proceso de signo contrario. Y es que, al llegar el año de 1976, el espacio público se llena de
hablas corporales, obscenas, diseñadas para la negación cívica, humorísticas, paródicas,
deconstructivas... Parecería que los sujetos de cambio durante la transición no le ofrecen al
estado su comprensión y su aquiescencia (consenso y reconciliación) sino su indignación
radical e insobornable.

2. Esto es como 1976: cultura efímera, democracia y espacio público


Quizá ahora nos hayamos acercado un poco a lo que mi amigo sentía al afirmar
que la explosión cívica de mayo de 2011 era como 1976. Una parte de la sociedad, como
demuestra este graffiti, en 1976, experimenta la quiebra de un sistema, el franquismo (más
popularmente conocido como el régimen), sostenido durante 40 años. Su colapso se
expresa no en su hundimiento como estado, como gestor de la realidad y dueño de la
policía y las cárceles, sino fundamentalmente en el fracaso de sus propuestas para
perpetuarse. El franquismo estaría colapsando en el momento en el que su producción de
continuidad (de herencia) se interrumpe por falta de recambios, tal y como nos cuenta
Rafael Chirbes en La caída de Madrid, dinámica además favorecida por la acción
desbordante de la ciudadanía.

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Una vez asumida de forma oficial su incapacidad de ofrecer continuidad, la


producción discursiva de discontinuidad histórica será, a partir de 1977, la tarea político-
cultural más importante del estado durante el periodo siguiente (Imbert, 1990). Tal tarea
funda la lógica cultural de la democracia española, proclamando su repentino nacimiento
ex nihilo y su permanente necesidad de producir lo nuevo. A partir de 1977, la
institucionalización de la discontinuidad (lo que entonces se llamaba “el orden
constitucional”) era una tarea paradójica pues, con frecuencia, chocaba con la percepción
cívica de que eran las continuidades estructurales las que definían el periodo. Declarar la
llegada de la democracia era una tarea tanto más urgente cuanto más se hacía presente la
continuidad del régimen7.
Como 1976, mayo de 2011 también abre una temporalidad nueva en el rechazo
cívico de un orden que no sabe gestionar
su reproducción. Tras tres años de
temporalidad de crisis, en el último año de
su mandato, el gobierno de Zapatero
adoptó como propias las llamadas
políticas de austeridad, un conjunto de
medidas económicas y sociales de corte
neoliberal e inspiración extranjera8, que
afectaban primariamente a aquellos
sectores de la sociedad que no habían sido
beneficiados por el boom del ladrillo de
los años anteriores. En ese contexto,
Fig. 6. Ya ha empezado. Fotografía del autor.
grietas de muy largo plazo, expresadas Puerta del Sol, 3 junio 2011.

7 Los hermanos Bartolomé construyen la poética de su documental a partir de la discontinuidad


entre la discursividad democrática y la percepción colectiva, y ello desde su propio comienzo, con
el subtítulo “La democracia ha venido”. El subtítulo se da implícito: “y nadie sabe cómo ha sido”.
En los distintos lugares y espacios políticos que el documental visita se puede observar la distancia
tensa entre las formas democráticas del postfranquismo y los contenidos autoritarios aún vigentes.
En los primeros veinte minutos numerosos entrevistados hablan explícitamente de ello, de la
relación entre democracia y tiempo.
8 Lo que inicialmente se pensaba como la crisis de la cultura política socialdemócrata dos años

después se vive como el fin entero de un orden. Entre el verano de 2013 (cuando corregí este texto
por vez primera) y el otoño de 2012 (cuando lo escribí) el proceso se ha acelerado y los signos que
hacen visible este “retorno de/a la transición” sobre el que escribo, se han hecho omnipresentes.
Algunos meses más tarde, en mayo de 2014, cuando estoy arreglando las pruebas de edición,
afirmaría que a nivel de la cultura de estado, hay una implementación desesperada de los relatos
transicionales como la última barricada de la legitimidad del estado post-franquista, tal y como se
vio en los funerales de su factotum Adolfo Suárez, elogiado sin tasa por parte de todas las fuerzas
parlamentarias consensuales. A nivel de las esferas públicas de protesta derivadas del 15-M la
interpretación de que el ciclo transicional está cerrándose en nuestros días se ha hecho hegemónica
y ha dado lugar a un número creciente de documentales, películas, novelas y prácticas activistas a las
que planeo dedicarles ya un texto específico. En resumen: podemos constatar la existencia de dos
(¡al menos!) grandes comunidades de memoria sobre la transición española cuya lectura del
proceso es completamente contraria.

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políticamente por multitud de labores colectivas previas (movimiento V de Vivienda,


colectivos de jóvenes precarios, redes ciudadanas, entornos asociativos contraculturales,
coordinadoras vecinales, acciones tecnopolíticas y hacktivismo...), producen una doble
quiebra mediante, primero, el desborde físico de los espacios a partir de movilizaciones
populares de carácter extensivo y, segundo, y al mismo tiempo, mediante un lenguaje
rupturista que, como los graffiti de la transición, hace emerger, en soportes efímeros, una
polifonía de voces nuevas (Labrador Méndez, 2013a). El 15-M como evento no puede
entenderse sin esa explosión de nuevas voces que someten a crítica y desdoblan el lenguaje
político constituido. Su lenguaje, desde el primer momento es performativo, y se enfoca
abiertamente a la producción activa de una temporalidad nueva, con proclamas del tipo:
“La revolución ya ha comenzado” o “Nobody expected the Spanish revolution” o “Ya ha
empezado” [fig. 6], , forzando así que advenga un evento político que no formaba parte,
hasta entonces, del imaginario político democrático. No sólo leían a Badiou, parecería que
también a Austin y a Lakoff (y a Rancière, con Fernández Savater) pues, en todo caso, los
indignados usaban sofisticadas nociones de teoría política y conocían el valor movilizador
de los enunciados performativos. Para crear lo nuevo, un nuevo lenguaje se requiere: para
que la revolución se haga posible, hay que comenzar por imaginarla, llamándola
revolución9.
También en el otoño de 1976, la multiplicación de las voces que gritaban desde las
paredes y en las calles tuvo el efecto de visibilizar a un sujeto político colectivo en el acto de
expresarse y de decir que no, en el acto de negar la realidad instituida para poder
nombrarla de otra forma10. En noviembre de 1976, en las páginas de Ajoblanco, una de las
revistas contraculturales que más y mejor trataron de explorar la recién ampliada libertad
de expresión, encontramos una teorización de este momento (Ribas, 1976). Se trata de un
número especial de la publicación, dedicado al derecho a la ciudad, aparecido tras cuatro
meses de secuestro, donde la crítica del urbanismo desarrollista del franquismo se ponía en
relación con la ausencia de una esfera pública libre. Los de Ajo veían que la organización
física de los espacios conlleva la institucionalización de un determinado modelo de sociedad

9 La noción de revolución política tuvo gran fuerza en los primeros días de las movilizaciones de
2011, inspirada por los éxitos de los movimientos cívicos de la Primavera Árabe (la revolución
tunecina y egipcia en aquellos momentos habían conseguido desplazar a sus respectivos dictadores
y parecían imparables). El día 18 de mayo en la plaza de Sol una multitud coreaba “ya ha empezado,
la revolución”. Ello resultaba novedoso, porque, exceptuando en algunos grupos minoritarios, y en
el mundo abertzale, el término revolución hacía tiempo que estaba ausente del vocabulario político
colectivo y del horizonte de sucesos democráticos, al menos desde la desaparición de la izquierda
rupturista y la renuncia formal del PCE al leninismo, es decir, desde la transición a la democracia.
Sin embargo en la ficción, la literatura, el cine, y el cómic, el término había vuelto a circular
evocadoramente, cargado de nuevas poéticas. Basta con pensar en el ejemplo de V. de Vendetta.
10 He investigado cómo, en las proximidades del referéndum del 76, se produce una irrupción

política del graffiti sin precedentes, una suerte de explosión estética que va a definir el paisaje
urbano postfranquista hasta después del 82. Sin embargo, ya en las elecciones de 1977, el PSOE
declaró su política de “paredes limpias” (Sempere). “Paredes limpias, pueblo mudo”: decía un
graffiti portugués en Oporto en verano de 2011.

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(entonces uno basado en el trabajo, el consumo, la circulación y la vigilancia), y que, por


ello, la imaginación de una sociedad democrática requería de la articulación de nuevos
espacios físicos (ágoras, plazas, parques, tribunas, murales...) que hagan posible la discusión
colectiva y donde los individuos puedan tomar la palabra para representarse a si mismos.
En aquel dossier, los jóvenes de Ajoblanco afirmaban que “un estado que prohíba o
canalice la discusión de sus plazas, es un estado que cierra la boca de su pueblo y quiere
construirse, con las palabras mudas de quienes le han dado el poder” (T.P. Carta a la
Redacción, 1976). En otro artículo del mismo dossier, los de Ajo insistían en la idea: “si de
verdad queremos democracia, hemos de variar incluso el concepto de pared/ciudad. Las
paredes [...] son del ciudadano. De todo aquel que tiene algo que decir. [...] La
clandestinidad se terminó. ¿Estamos o no en la democracia? Los centros ciudadanos, pues,
han de variar” (T.P. Nos encantan las ciudades pintarrajeadas, 1976). La participación
colectiva en la calle se ponía en relación con la verdad democrática y así, en 1976, para esos
mismos sujetos políticos que quebraban la legitimidad lingüística del régimen y de su
mercado de futuros, la cuestión de la construcción de la democracia de verdad (el término
es suyo) estaba directamente relacionada con la producción polifónica de lenguaje en el
espacio público, con su libre circulación, en las plazas y en las paredes de las plazas.
Lo artículos de una revista underground varias veces secuestrada se añaden a la
colección de materiales menores que he utilizado hasta aquí. Aquí termino de desarrollar un
argumento ya avanzado: con estos registros que apuntan a materialidades efímeras busco
recuperar un acceso directo a una experiencia histórica concreta, la de un sector de la
sociedad que, en el otoño de 1976 y mediante un lenguaje propio, experimenta que, entre
realidad y lenguaje, se ha instalado una distancia política insalvable, porque ese abismo
separa la política existente y la democracia verdadera por venir. Me he acercado a estos
materiales con el objeto expreso de que iluminen históricamente experiencias sucedidas
treinta y cinco años más tarde, pero, con ello, no pretendo afirmar que los dos momentos
(1976 y 2011) se reflejan, el uno como la copia del otro. Desde la perspectiva de la crítica
estética aplicada a la historia cultural, las formas que inscriben los modos concretos
mediante los que unos sujetos, en una época dada, trabajaban por expresarse como los
protagonistas de acontecimientos radicalmente nuevos, son susceptibles de iluminar tiempo
más tarde las experiencias de otros sujetos que también deben trabajar por expresarse como
protagonistas de acontecimientos sentidos como radicalmente nuevos. Quiere ser un modo
de dialectizar estos fragmentos efímeros de un pasado imperfecto (Benjamin, 2002).

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Y es que parecidos materiales (y


en ocasiones los mismos) con los que
unos sujetos trataban de definir la
identidad particular (y nueva) de un
momento histórico, a veces reemergen en
otros tiempos para ayudar a
representarlos. En este particular retorno
de las formas, sus nuevos usuarios, a
veces, tienen conciencia (y a veces no)
del modo que esos fragmentos
incorporan su propia historia estética, su
propia poética, su historia propia como
Fig. 7. El País, 17 mayo 2011. Captura Web. formas. Y, aunque el 15-M se ve a si
mismo como un movimiento sin
símbolos políticos pre-existente (Banderas republicanas y comunistas), y sin un imaginario
de la historia asociado a esos símbolos, el 17 de mayo de 2011 era posible encontrar
numerosos carteles con la silueta de una máscara de teatro con dos rayas cruzando en equis
la boca, en protesta por el apagón informativo que, según sus portadores, llevaban a cabo
los medios de comunicación, que, en plena campaña electoral, no informaban
correctamente del masivo rechazo de la ciudadanía a las leyes y a los tiempos electorales
[fig. 7]. Y, mientras el símbolo volvía, quizá no volvía la consciencia de que la larga, plural y
múltiple trayectoria de tal máscara, en España, está intrínsecamente vinculada, en su origen,
con las protestas cívicas de los años setenta y, concretamente, con la campaña en favor de la
libertad de expresión tras la encarcelación de Els Joglars, en represalia por su obra La
Torna, una sátira del estamento militar y una
revisión del asesinato de Puig Antich desde
una perspectiva demótica [fig. 8]. Volvían las
formas pero no su memoria. O dicho de otro
modo ¿qué tipo de memoria política
colectiva es la memoria de las formas?
Es obvio que mayo de 2011 y
noviembre de 1976 son temporalidades
diferentes, cada una con su propia lógica. Al
decir que el 15M era como 1976 tampoco
mi amigo quería decir que ambos momentos
fuesen el mismo, sino que uno se podía
iluminar en función del otro. Afirmar que el
15-M es como el 76 era un modo, el suyo, de
comenzar a intentar entender algo de lo que
el 15-M es. El amigo que me envía ese
Fig. 8. Cartel campaña en favor de la libertad expresión para El
mensaje es historiador. Y no uno cualquiera, Joglars. 1977.
sino alguien con gran sensibilidad por los

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movimientos sociales, los discursos sobre la


memoria, la filosofía del tiempo, el lenguaje y su
relación con las identidades colectivas. Es decir que,
a pesar de mi relato, el suyo no es el ojo cívico de
un ciudadano cualquiera sino el ojo crítico de
alguien entrenado precisamente en ver los cruces
entre temporalidad, lenguaje, política y estética, los
mismos cruces que yo he estado practicando hasta
aquí. Ello también quiere decir que lo que mi amigo
está viendo inevitablemente estaba contaminado por
lo que mi amigo creía ver.
Si dice Christian Salmon que nada hace más
feliz a un académico que comprobar que lo que
estudia realmente sucede delante de sus ojos (12),
reconozco que en mi caso también fue así, pues
mientras acababa de corregir exámenes en Nueva
York, yo me sentía feliz, feliz, como un paleontólogo
que hubiera visto renacer a un dinosaurio.
Fig. 9. Silueta republicana. Fotografía del autor. Puerta del
Sol, 3 junio 2011.

3. Crítica y crisis de la democracia española: el 15-M y los imaginarios del tiempo


Pero los historiadores de la cultura no son los únicos que quieren ir de visita a
Jurasic Park de tarde en tarde. Quizá de un modo menos erudito, y en una conversación
menos intensa con la bibliografía última, había mucha gente viendo dinosaurios moverse
por todas partes en las jornadas de mayo de 2011. Para el que las quisiese ver, Sol estaba
lleno de cifras poéticas convocando un imaginario de lo histórico, bien con carteles que
gritaban “va por ti, abuelo”, bien con una pancarta que decía “Madrid será la tumba del
neoliberalismo. ¡No Pasarán!” o bien con el icono rejuvenecido de la diosa republicana de
Madrid [fig. 9]. No tenían el rigor afirmativo (banderas rojinegras, tricolores, puños
cerrados) de los símbolos vedados por las asambleas, que priorizaron preservar el espíritu
inclusivo del movimiento incipiente aunque, entre los puntos aprobados en la asamblea del
20 de mayo, figurase, en el número quince, la “Recuperación de la Memoria Histórica y de
los principios fundadores de la lucha por la Democracia en nuestro Estado” (VVAA).
Y aunque los símbolos se enmascarasen, no por ello sus portadores dejaban de
acudir a las plazas con una fuerte visión de que el tiempo político que se estaba abriendo en
ellas entraba en un diálogo estructural con un tiempo político anterior, así como con un
tiempo futuro por venir. Y, a pesar de la dificultad para verbalizarlo (por parte tanto de
medios como de activistas), las imágenes de las plazas llenas de pueblo, en las proximidades
de los comicios locales del domingo 22, hacían pensar inevitablemente en otros comicios
sucedidos en otra primavera ochenta años antes, cuando las multitudes desbordaron las

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calles y las plazas proclamando la II República el 14


de abril de 1931 [fig. 10]. En ese lugar histórico se
colocaba al abuelo difunto del que algunos de esos
carteles hablaban y, desde allí, se le recomponía
orgulloso en la memoria. La experiencia de que los
pasados acuden sobre el presente, y que, desde allí,
los difuntos nos miran, forma parte sustancial de la
experiencia política del cambio histórico
revolucionario y acompaña la sensación de que el
presente se está abriendo y de que el lenguaje muda
sus significados, frente a nosotros, como si un
terremoto hubiese cambiado el aspecto del mundo
conocido, sacando, al tiempo, a la superficie los
fragmentos de mundos preexistentes.
Sin embargo, no eran los años treinta, ni la
Guerra Civil, el marco temporal de referencia Fig. 10. Cartel Proclamación de la República
dominante en las plazas. Una vez más, el manifiesto
fantasma sirve de referencia:
Debemos recuperar las palabras, resignificarlas para que no se manipule con el
lenguaje con la finalidad de dejar indefensa a la ciudadanía [...]. Los ejemplos de
manipulación del lenguaje son numerosos y constituyen una herramienta de
control y desinformación. Democracia Real significa poner nombres a la infamia
que vivimos [...]. Es preciso construir un discurso político capaz de reconstruir el
tejido social (VVAA).
Todo el vocabulario del párrafo incorpora una descripción histórica implícita que remite
con fuerza (recuperar, resignificar, reconstruir, secuestro...) a un momento original de
fundación, donde el tejido social estaba “construido”. Un tiempo donde las palabras y las
cosas coincidían, antes de confundirse en el babel neoliberal. ¿Y cuál sería, por cierto, ese
momento de seguridad denotativa sino la fundación democrática, prolongada en el
cronotopo socialdemócrata, el de los años de la infancia de los activistas que redactaron el
párrafo? En 2011, la expresión política colectiva de que una distancia insalvable separaba la
verdadera democracia de la falsa democracia del presente tenía que enfrentarse a un relato
del origen, incorporando el mito fundacional de 1978. En el manifiesto fantasma, la
transición se siente como el momento legítimo donde las palabras y las cosas coincidieron y
esa coincidencia inauguró la experiencia histórica de vivir en democracia. No era esta, como
insistiremos, la poética de los graffiti del otoño de 1976, pero el relato sí se aproximaba a
una visión colectiva del periodo, como la de Ferrán Gallego. La conciencia colectiva de
vivir en democracia naufragaba a partir de mayo de 2011 y, con ella, un imaginario de la
historia. Por ello, al reclamar la legitimidad de la fundación democrática se reclamaba la
obligación contemporánea de restañar la distancia entre la falsa política del presente y la
verdadera política por venir.

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Nuevos registros de materias efímeras


asociadas con la crítica estética de la política nos
servirán para argumentarlo. Desde los carteles
también se apelaba a la memoria familiar de una
época más reciente (“mamá esto es lo que me has
enseñado, gracias”), pero me interesa convocar
aquí una acción que se reprodujo en muchas
acampadas el 21 de mayo de 2011, y que tuvo
ecos varios, incluso en fechas posteriores. Se trata
del “entierro de la democracia”, una performance
en la que activistas vestidos de luto y portando
grandes ataúdes realizaron desfiles paródicos.
Reproduzco la imagen de uno de estos funerales:
tres activistas velan el sepulcro de la democracia y
dan muestras de dolor inconsolable [fig. 11].
Seguimos en el ámbito de lo que llamo la
crítica de la política a través de la estética, que, en
Fig. 11. EFE. 21 mayo 2011. Puerta del Sol esta ocasión, además, se lleva a cabo actualizando
un entero imaginario de la historia explícito.
Encima del sarcófago han escrito: “Democracia 1978-15M”. Con ello no buscan declarar
que el movimiento 15-M matase la democracia, pero sí que el 15 de mayo de 2011 la
democracia española se murió y representar que, al morirse, se cierra una época y empieza
otra distinta. La democracia se entiende aquí como un cronotopo (Koselleck, 1993), como
un periodo. El 15-M se entiende como un umbral (producto de un acontecimiento) que
interrumpe un modo de referirse a la realidad que había empezado en 1978, con la
Constitución, y había durado tres décadas. En ese cronotopo, nos dice la performance, se
naturalizaba un sistema político (la democracia) y un régimen moral (vivimos en una época
buena) en una descripción del presente. Esa identificación colapsa en las jornadas de mayo,
como ya he repetido varias veces.
Pero si después del franquismo viene
la democracia, ¿qué es lo que viene después
de la democracia? ¿La post-democracia?, ¿la
Segunda Transición?, ¿El Neofranquismo?,
¿la Tercera República?, ¿el IV Reich
alemán? ¿el fin del mundo? Manel
Fontdevila, un dibujante que, como Miguel
Brieva o Bernardo Vergara fue construyendo
desde comienzos de milenio una sensibilidad
quincemayista, se planteaba esta misma
cuestión, la de la posteridad epocal de la
democracia, en un tono muy poco Fig. 12. Fontdevila. “Después de la Boda”
halagüeño [fig. 12]. Eldiario.es 24 mayo 2013.

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Fig. 13. Wikipedia. Fotografía de Barcex, 16 feb. 2013.

En general las épocas históricas tienen problemas a la hora de proponer su


posteridad, pero esta relación, en la democracia española, ha sido especialmente
problemática. Como Fontdevila, muchos críticos han señalado la contradicción filosófica
que supone que la transición, un periodo dispuesto para ser incoativo, haya acabado
proponiendo una temporalidad dura, epocal. Esa paradoja sirve para nombrar uno de los
conceptos teóricos más fuertemente asociados al 15-M como evento, la noción de CT,
cultura de transición11. Cómo argumenta Guillem Martínez la democracia sólo
institucionaliza la lógica discursiva fundacional de la transición, y, con ella, la lógica
consensual. Una parte consustancial de la misma reside en la necesidad de actualización

11 El concepto y su uso son anteriores (vid. el blog del autor), pero es a partir de mayo de 2011 y de
la publicación del libro colectivo citado cuando adquieren toda su relevancia. En términos teóricos,
Martínez se inspira en un tipo de crítica de la ideología a través del lenguaje que recuerda el trabajo
de Victor Klemperer. Una precisión sobre mi uso del término: CT, Cultura de la Transición como
término puede mover a engaño, porque parecería apelar a aquella cultura generada durante el
proceso de transición a la democracia, a la que prefiero referirme como “cultura transicional,”
“cultura setentera” o, con el término más específico de “culturas alternativas de la transición
española”. Sin embargo, la lectura de la introducción del libro de Martínez deja claro que su uso del
término se refiere a la cultura que surge de la transición española a partir de la desmovilización de la
cultura transicional (15-16), de la que su libro apenas habla. CT, cultura de transición, sería la
cultura hegemónica de la democracia española después de 1982 y, propiamente, en mi lectura, la
cultura socialdemócrata, popularmente conocida como cultura progre.

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permanente de la transición, sus mitos y sus fantasías y, entre ellas, la del riesgo de desunión
y la necesidad de volver al espíritu de la transición y de la Constitución que lo garantizaría,
precisamente manteniendo la relación de identidad entre cosas y palabras. Ese tiempo de
seguridad lingüística se entierra, insisto, con los ataúdes paródicos del 21 de mayo de 2011.
Los movimientos que, en los años previos, hicieron la larga travesía del desierto
político de la burbuja inmobiliaria, construyendo el vocabulario básico y las reclamaciones
que se socializarían en las plazas del 2011 ya habían interpelado la constitución desde esta
óptica. Se habían tomado en serio la literalidad de la Carta Magna, como Quijotes cívicos, al
“objetivar la ilusión” constitucionalista, “y sobre todo la relación con el mundo llamado real
que esta supone, lo que significa recordar que la realidad que nos sirve de medida de todas
las ficciones no es más que el referente reconocido de una ilusión (casi) universalmente
compartida” (Bourdieu, 2002: 65). Así, el Artículo 47 de la Constitución, que garantiza el
acceso de todos los españoles a una vivienda digna y protege la vivienda como un bien
común frente a la especulación, se convirtió en una poderosa herramienta argumentativa del
movimiento V de Vivienda y, posteriormente, de los grupos antidesahucios [fig. 13], al
objetivar la distancia entre su texto y el mundo al que remite. ¿Por qué no se cumplía el
lenguaje del texto fundacional de la democracia, cuya remisión ad literam constituye el
léxico último de la lógica política de la cultura democrática, más allá del que no cabe
discusión posible?
Por última vez: la distancia, que se percibía creciente, entre las palabras y las cosas,
objetivada a través de la crítica estética de la política, deshacía la conciencia de vivir en
democracia. La muerte de la democracia es así la declaración de que los principios morales
y el relato histórico que ha acompañado la imagen de la transición a lo largo de toda la
democracia ya no se comparten de manera hegemónica.
Sin embargo, el relato de la concordia, una vez omnipotente, no ha desaparecido.
Regresa con titulares del tipo “México firma su versión de los Pactos de la Moncloa”
(Prados, 2012). El discurso institucional trata de inyectar transición en el cuerpo social
como si fuese un anxiolítico, después de que la ciudadanía declarase la muerte de la
democracia. A modo de ejemplo, puede mencionarse la inclusión de “la transición
española” dentro de los atributos de la campaña de marketing llamada la Marca España (al
mismo nivel que la paella, el fútbol o la lengua), como parte de los valores sólidos de la
nación que deben contrarrestar el daño que la crisis está produciendo a su imagen
(Labrador, 2013b). Frente a estos retornos fantasmales son otras las lecturas de la transición
que se están socializando en las plazas y las asambleas, y, sobre todo, en la esfera digital,
donde los blogs, conversaciones, documentales recuperados, o páginas dedicadas a la
crítica política de la transición son múltiples, demostrando que la discusión sobre la
naturaleza del proceso es hoy algo relevante en términos civiles. Y, al igual que mi amigo,
mucha gente estaría utilizando de un modo crítico el imaginario de la transición española,
para tratar de conocer la naturaleza del presente. No en vano el primer número de la
colección de Cuadernos, del periódico eldiario.es (aparecido en junio de 2013) se tituló El
fin de la España de la transición, empleando la noción de cambio epocal como instrumento
analítico para el conocimiento del presente.

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Un ejemplo segundo lo tenemos en las acciones de protestas ocurridas desde el 23


de febrero de 2012 en diversos puntos de la geografía española, dirigidas contra las
políticas de austeridad impuestas por los organismos financieros internacionales. En la
primera edición, al grito de “No al golpe de estado de los mercados”, numerosos colectivos
asociaron la actual crisis económica con el submito central de la transición modélica (el
intento de golpe de estado de Tejero como vacuna democrática, gracias a la acción arbitral
del rey). Las jóvenes activistas que aparecen en esta fotografía [fig. 14] propusieron una
deconstrucción queer del mito transicional, cuestionando el modelo hipermasculinizado del
guardia civil que “penetra” el cuerpo de la joven democracia introduciéndose en su cámara
de los representantes. Se trata de lo que Alberto Medina llama “el pacto libidinal de la
transición”, un teatro sado-masoquista basado en el “placer de la auto-renuncia”.
Encarnando, con sus disfraces, la posibilidad de un Tejero-trans, cuestionan las
figuraciones del nacionalismo español desestabilizando la masculinidad de su sujeto político
ideal, mediante las prótesis fálicas de esas armas de fuego que compensan fantásticamente
una castración política original. Hasta aquí, la acción supone una sátira estética del
imaginario político conservador, vecina de otros actos iconoclastas, impensables hace diez
años, pero hoy piezas de caza menores de la crítica estética política, como pueden ser “el
Valle de los Caídos inflable” de Leo Bassi, el Guiñol de Franco –“Paca La Culona”- en el
programa El Intermedio, o la imaginación iconoclasta del programa catalán Polonia12, o las
jornadas “Contra Franco” del verano del 2013 de una autoproclamada plataforma de
Artistas Antifascistas (Suscasas, 2013).

Fig. 14. Fotografía. Puerta del Sol. 23 feb. 2012.


Captura de internet.

12El 27 de abril de 2014 era posible acceder a través de los siguientes links:
Leo Bassi. Francolandia
Parodia en El Intermedio
Parodia en Polonia “El régimen de Franco”

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¿Lo llamaban democracia?

Si el 23-F, en el calendario litúrgico democrático


(entendida la democracia como religión civil), es una
estación memorial obligatoria (como el 11-M o como el
discurso del Rey en Nochebuena), hasta hace tres años
exenta de grandes polémicas, después de 2011 se ha
convertido en una fecha en disputa (como el 12 de
octubre, el 25 de noviembre o el 18 de julio), que grupos
de ciudadanos tratan de dotar activamente de sentido
más allá de la narrativa del estado, a través de contra-
memorializaciones populares en espacios públicos. Así, la
presencia de estos guardias travestidos formó parte de
una campaña más amplia de ciudadanos contra el 23-F Fig. 15. Tejerazo Tijeretazo.
Captura de internet, 4 dec. 2012.
Financiero y frente “al golpe de estado de los mercados.”
Asamblea de Logroño.
Estos interpretaban las políticas de eliminación de gasto
público y destrucción del estado del bienestar (los recortes) como una agresión a la
soberanía democrática, cometida con el objeto de transferir a la población las pérdidas de la
crisis. Empleando el símbolo del movimiento anti-recortes (unas tijeras en el interior de una
señal de prohibido) planteaban que existe una relación entre los tijeretazos del gobierno y el
tejerazo de 1981. Un año más tarde, “devolvían el golpe” [fig. 15].
El centro de la crítica volvía a ser la correcta comprensión de la constitución
española: tras la defensa durante décadas de su literalidad, como vimos, incumplida, y de la
imposibilidad de su reforma, en el tiempo record de semanas, los dos grandes partidos se
pusieron de acuerdo para incluir, con urgencia y en pleno verano, un artículo 135 que
consagraba la orientación del estado al pago prioritario de la deuda exterior. Decía el
manifiesto de la convocatoria de febrero de 2013:
El 23 de febrero de 1981 unos siniestros personajes opuestos al régimen
constitucional democrático protagonizaron, pistola en mano, un ataque a la
naciente democracia española asaltando el Congreso de los Diputados. Treinta
años más tarde, [...] en el mismo escenario, los “representantes” del pueblo [...]
nos traicionaban aprobando una reforma de la Constitución española que nadie
había solicitado, sin aceptar el más mínimo debate social y sin aprobación en
referéndum. [..] No es un símil forzado. Es el episodio que de manera más
evidente escenifica el golpe de estado que estamos viviendo. Solo que esta vez, no
lo protagonizan esperpénticos generales y guardias civiles, sino altos ejecutivos
impolutamente trajeados y adulados por políticos. Estamos viviendo un golpe de
estado financiero (“Manifiesto contra el golpe de estado financiero”).

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En el pasaje hay un uso muy fuerte de la poética al servicio de la imaginación


histórica, por la necesidad de expresar la gravedad de la situación actual de crisis de la
democracia, a través del paralelismo con el 1981. Al reclamar que su interpretación no es
un símil forzado quieren poner los sucesos ocurridos en España en el periodo en un mapa
más amplio de fenómenos en los que decisiones políticas de gran calado no tienen relación
con la voluntad popular, los resultados electorales o los programas políticos.

Fig. 16. Miguel Brieva. Mitos de la transición.


Cuadernos, 2.

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Por efecto de todas estas acciones de crítica política, al desmoronarse el mito de la


transición como principio compartido se hacía visible la estructura profunda de intereses y
relaciones que se habría mantenido unida y operativa de un lado a otro de 1975, hasta la
fecha. En un largo ciclo de protestas colectivas, a lo largo de dos años, la supraestructura
ideológica que habría mantenido viva la fachada de legitimidad se resquebraría dejando ver
el funcionamiento del matrix funcional del estado, interaccionando los intereses del capital
y el orden público. Esa era, al menos, la interpretación de Miguel Brieva en una de sus
alegorías políticas [fig. 16], con la que puede resumirse esta tarea de demolición simbólica
del discurso institucional de la democracia a través de la interpelación estética de su
imaginario del tiempo en los espacios públicos.
Hasta aquí, en realidad, sólo he introducido un tema, aunque complejo y con
articulaciones múltiples, explorando sus líneas de análisis fundamentales, que trataré de
reforzar en la segunda parte de este trabajo. A esta altura, espero haber argumentado
razonablemente que (a) existe un modo contrahegemónico de lectura política de la
transición española a la democracia a través de la crítica estética que formaliza la experiencia
política colectiva de percibir que, de pronto, entre lenguaje y realidad, se ha establecido una
distancia. Este modo de entender la transición es (b) especialmente sensible a determinados
aspectos que suelen ser los menos atendidos desde una óptica historiográfica, y que se
refieren a expectativas (ante la democracia por venir), a sujetos en transformación y a la
producción de lenguaje, pero, en especial, al modo por el cual los sujetos políticos
emergentes en una época son capaces de pensarse a si mismos en el proceso de representar
un cambio de temporalidad. Su reflexividad está, por tanto, en relación con el lenguaje con
el que una época se nombra a si misma y a su posterioridad, determinando su imaginario
histórico, De este modo, (c) la historiografía de la transición española no sólo debe ocuparse
del estudio de la discursividad del periodo sino también de sus imaginarios del tiempo, que
se asocian con afectos, energías estéticas y líneas de deseo. Este tipo de (d) conocimiento
histórico alternativo (no está diseñado para confirmar sino para abrir, no para fundar, sino
para deconstruir), permite hoy socializaciones determinadas (coincide con una versión
socializada de marcos historiográficos alternativos) que redefinen completamente el papel
del historiador, de la historia, y de la memoria tal y cómo se entendía en la democracia,
trasladando el protagonismo de esta actividad a las ágoras y las esferas públicas, físicas y
virtuales.

4. ¿Lo llamaban democracia? Emancipación política, mesocracia y legitimidad democrática.


¿Lo llamaban democracia? El título de estas páginas parecerá anacrónico, porque
alude a uno de los eslóganes más conocidos del movimiento 15M (lo llaman democracia y
no lo es), lema que señala el final de la identificación entre formas y contenidos, principios y
prácticas, ciudadanía y estado, cuya naturalización, como explicamos, define el cronotopo
que organiza la experiencia histórica española de las tres últimas décadas y que funda la
lógica de la “Cultura de Transición” (Martínez, 2012). De acuerdo con que, ahora, lo
llamen democracia. Pero ¿desde cuándo? ¿Y quiénes? ¿Ha sido la democracia, como
concepto metahistórico, un término compartido por la mayor parte de los españoles en las

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tres últimas décadas? ¿Han vivido los españoles mayoritariamente los treinta últimos años
pensando que la utopía política y la realidad cotidiana coincidían? ¿Cómo? ¿Desde cuándo
han llamado los españoles a la España contemporánea “la democracia” como se habla del
“franquismo” o de “la República”? ¿Desde 1982? ¿Debemos asumir que la temporalidad
abierta por 1982 ha sido socializada, desde entonces, como “la democracia” o, incluso, que
ello comienza desde antes, quizá desde las mismas elecciones de 1977? ¿Fue la democracia
un enunciado performativo (una ficción política) que empezó a cumplirse en el mismo
momento de enunciarse legislativamente, generando conciencia histórica, o tardó muchos
años en hacerlo, requirió de un proceso complejo y quizá no lo consiguió nunca de modo
completo y categórico? ¿Cuándo se empezó a hablar del tiempo post-1975 como de “la
democracia”, como un tiempo con una identidad propia, que se correspondía con un
desarrollo feliz y positivo del tardofranquismo? ¿En qué medida el impulso y ampliación
del término como concepto metahistórico se relaciona con el cumplimiento de los dos
puntos principales del proyecto socialdemócrata: la modernización asistencial del estado
franquista y la homologación europea?
Una cascada de preguntas semejante nos conduce a la cuestión de la legitimación
fundacional de la democracia por parte de sus usuarios. Esta fue una preocupación
compulsiva de finales de los años setenta: cabe recordar que, entonces, en las distintas
convocatorias electorales celebradas entre 1977 y 1982 la baja participación electoral (60%
para el referéndum constitucional, 68% para las primeras elecciones constitucionales de
1979 y 62% en las primeras municipales) era una evidente amenaza para la legitimación del
proceso, como lo era, además, la existencia de verdaderos agujeros negros electorales en
zonas amplias del territorio del estado, particularmente en las áreas nacionalistas y en
Euskadi, donde la elevada abstención y el mantenimiento de posiciones políticas de ruptura
hacen complicado leer los resultados electorales en términos institucionalistas. Algunas
investigaciones, desde las ciencias sociales, han subrayado el “apoyo incondicional de los
españoles a la democracia”, confundiendo, con frecuencia, la comprensión de la
democracia como cronotopo (lo que llaman democracia) y como ficción política (la
“verdadera democracia” que no es) (Linz y Stepan cit. en Montero, Gunther y Torcal,
1999: 112 y 137). Otros analistas han abordado la cuestión en términos más morales,
regañando a la ciudadanía por no abrazar entusiastamente el sistema de partidos y la
Constitución, actualizando argumentos de primera hora, que atribuyeron la alta abstención
registrada en los primeros comicios al “conformismo, la apatía política, la desorientación y
deficiencias de información” (Blas Guerrero, 1978:204), cuando no directamente a la
actitud narcisista de los jóvenes (De Miguel cit. en Sánchez León, 2003). Estos análisis son
capaces de imaginar o bien una población progresivamente esperanzada ante los proyectos
institucionales de transición democrática, o bien reticente frente a ellos, pero, en cualquier
caso, democráticamente analfabeta, desprovista de agencia política y de juicio propio e,
incluso, carente de conciencia de sus propios intereses y lealtades. En principio, una
descripción de conjunto así resultaría naturalmente compatible con una comprensión
intervencionista del proceso, en términos de ingeniería política y jurídica e intereses

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foráneos (Morán, 1991, Garcés, 2012), aunque compartir tal descripción no requiere, en
realidad, postular la inexistencia ciudadana.
Porque el discurso de los españoles desafectos con el nuevo sistema democrático
también es compatible con la penetración social de otros discursos de la democracia, que se
caracterizan por defender la autonomía de la sociedad civil y la participación política de
base. Según datos del DATA un 77% de los encuestados creían, en el año de 1978, que “la
democracia es el mejor sistema para un país como el nuestro”, cifra que en 1980 baja al
69% y después del golpe de 1981 sube hasta el 81% (Montero, Gunther y Torcal,
1999:112). Pero, según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas, en ese mismo año
de 1978, sólo un 65% de los encuestados creían que “los partidos políticos son necesarios
para que funcione la democracia” (y sólo un 45% que “facilitan la participación política”).
El porcentaje seguirá bajando, hasta el 61% en 1980 y 1981. (Montero 69). Estos datos
propone que un 40% de la población creía en la viabilidad de una democracia sin partidos,
fuese ya una democracia de ciudadanos (asamblearia, participativa, republicano-libertaria),
o bien una democracia social (un estado de tipo socialista o comunista). En cualquier caso,
la falta de entusiasmo popular ante la elección de representantes desconocidos en listas
cerradas, siglas oscuras y partidos políticos de funcionamiento no democrático fue
permanente durante toda la transición política, en contraste con el clima de exaltación,
efervescencia e intensa actividad que ocupa a amplios sectores de la población en ese
mismo periodo. Y si tal vibración no aparece con facilidad en las encuestas es fácil rescatarla
a partir de los documentales que han representado la agencia y la voz de esa ciudadanía sin
representación que, como un bajo continuo, da unidad al periodo, desde la movilización
vecinal de La ciudad es nuestra, el documental de las asociaciones de vecinos de Madrid
(Calabuig y Cóndor 1974-1975), o desde la emergencia anarco-libertaria de 1977 filmada
por Artero y Nacarino en Madrid13 y por Video Nou en Barcelona, hasta llegar a la masiva
politización de la sociedad en su conjunto que, en 1980, registraron las cámaras de los
hermanos Bartolomé, con el modelo de La Batalla de Chile del chileno Patricio Guzmán en
la cabeza y, en el corazón, el temor a una involución política sangrienta. El archivo fílmico
ciudadano tiene proporciones relevantes e incluye los trabajos de agrupaciones como el
Colectivo de Cine de Madrid o el grupo de Barcelona Video Nou, así como películas de

13 En las imágenes filmadas por Artero y Nacarino del primer mitin de la CNT en España después
de la guerra, en San Sebastián de los Reyes, y ante un aforo de más de 50.000 personas, puede verse
el conflicto estético y político entre viejos cenetistas y jóvenes ácratas. El lenguaje poético de los
discursos visionarios de la mayor parte de los líderes permanece anclado en una retórica nostálgica
de los años treinta, mientras que, entre los jóvenes, se visualiza una pluralidad de nuevas estéticas,
junto con el retorno, modernizado, de la simbología histórica del anarquismo. Sin embargo, más allá
de esta clave generacional, se expresan conflictos de nueva cultura política horizontales, en lo que
podemos leer como el aprendizaje de las prácticas participativas. Así, por ejemplo, se improvisa una
asamblea general, donde micrófono en mano, los presentes hablan. Una compañera critica la
organización del acto, por su sentido vertical y por el poco papel dado a los asistentes: “yo no tengo
que hablar nada de Mujeres Libres, sólo quiero hacer una objeción a cómo se está desarrollando el
mitin, [...] algunos oradores no han respetado suficientemente a la militancia [...] que somos el
verdadero mitin.” (11'20''). Las imágenes de Video Nou son claro, un tono diferente, y se
corresponden a las Jornadas Libertarias del Parque Güell, la fiesta mayor de la acracia en los setenta.

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directores como Joaquim Jordà, Llorenç Soler, Gonzalo García-Pelayo, Ventura Pons (o
incluso el cine social de Eloy de la Iglesia y los super-8 experimentales de Antonio Maenza).
La interesada confusión alrededor del término Desencanto tiene que ver con el décalage
producido entre la existencia de la ciudadanía desbordante que muestran estos documentos
(muy presente en las calles y en la esfera pública alternativa) y la falta de respaldo que esa
misma ciudadanía ofrecía al estado a través de los canales electorales habilitados para ello,
su negativa popular a regalarle la legitimidad democrática. Es impresionante comprobar
hasta qué punto lo que la gente pensaba que era (y lo que quería que fuese) vivir en
democracia tenía muy poco que ver con las nuevas instituciones del estado y con la noción
de participación política que estas instituciones formalizaban (Culpables por la literatura).
En un estudio anterior (“Ciudadanos sin que se les note”), argumenté que la
existencia de un déficit de representación era el problema estético y político dominante
durante la transición democrática. Mi tesis es que su irresolución hubo de generar una
pauta estructural que, en las décadas siguientes, se hereda. Esta determina, en lo electoral,
que, desde 1982, un segmento de la población (al que podemos aludir como “anti-
franquismo sociológico” y calibrar entre un 10 y un 15% del censo) mantenga una relación
instrumental con las instituciones democráticas, a las que acude puntualmente cuando
considera que su identidad civil se ve amenazada por una inminente involución
institucional. La movilización de ese sujeto político, cuya sensibilidad progresista no se
solapa con una identidad de partido, ha resultado clave, en el pasado, para el triunfo
electoral de opciones progresistas (1982, 1993, 2004, 2008). Son tesis muy fuertes para
resumirlas sin matices en un párrafo, pero lo que aquí me interesa recalcar es la existencia,
en los años setenta, de un sujeto político, de relieves amplios, difícil de estabilizar desde
parámetros institucionales. Este sujeto político en transición no sale, curiosamente, en la
foto de la transición14. La configuración social de su identidad y de sus valores, como
argumentaré, no se responde al perfil ni la identidad de las “clases medias” que fueron

14 La ya mencionada experiencia del colectivo de Cine de Madrid nos alerta sobre la dificultad de
que la transición como proceso político de base popular cristalice en un imaginario autónomo.
Hasta la aprobación de la libertad de prensa el proceso de informar gráficamente sobre los
acontecimientos políticos sucedidos en el espacio público era especialmente complejo y peligroso,
lo que condenó a la invisibilidad las tareas políticas de oposición cívica. La pulsión realista que
atraviesa la narración gráfica o el cine de la época debe entenderse en sintonía: la voluntad de
autores como Carlos Giménez de participar en la construcción de un imaginario estético del
periodo post-franquista, contando la actualidad en una perspectiva ciudadana con sus dibujos. A
pesar de que las prácticas informativas de los años setenta constituyeron toda una revolución, en
particular por las iniciativas de la Prensa Independiente y las revistas contraculturales, es llamativa la
precariedad de estos esfuerzos, desconocidos hasta fechas muy recientes. Gracias a la
democratización de internet, esos documentales finalmente han sido puestos a disposición pública.
Paradojas de la lógica transicional: aquellas imágenes que se subsumieron en el discurso
institucional de la serie La Transición (Prego), representando la acción de las fuerzas democráticas
fueron producto ya de la ficción (i.e. Operación Ogro) ya del trabajo de los propios grupos de
contra-información de la época. A ese propósito, en su página web, el Colectivo de Cine de Madrid
ofrece todo un relato de la privatización intencional del archivo ciudadano de la transición en los
años noventa. Un temprano reconocimiento de esta tarea lo encontramos en el documental de los
hermanos Bartolomé, que se abre con una entrevista a los miembros del Colectivo y el visionado de
algunas imágenes rodadas por ellos.

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objeto de la ingeniería social del régimen franquista y del lenguaje de masas del partido
socialista en los años ochenta, y los pilares del pacto político libidinal del cronotopo
democrático, tal y como se representó en las elecciones de 1982.
No son los primeros estudios que lo plantean, pero por la cercanía con sus
argumentos, citaré tres artículos, dos de Sánchez León (2010, “Desclasamiento y
desencanto”) y otro de Jesús Izquierdo y Patricia Arroyo que, en este punto, comparten
una misma tesis. Ambos leen la transición a la democracia como un umbral de continuidad
entre el franquismo y el postfranquismo, posible en la medida en que el concepto central de
sus respectivas lógicas políticas (la modernización) no varía, así como tampoco lo hace su
marco histórico de referencia (el desarrollismo). La defensa de una dominante
modernizadora en la constitución de la identidad nacional (vivida después de 1975 como
dinámica de normalización permanente) ofrece la posibilidad de entender la experiencia
histórica española en continuidad progresiva desde el plan Marshall hasta la globalización
(Richardson, 2002) a través del papel que cumplen las nuevas clases medias como garantía
sociológica de la estabilidad política del país y de su orientación hacia una economía de
consumo (Sánchez León “Desclasamiento”). Estas clases medias nuevas habrían sido el
producto destacado de la ingeniería política franquista y la culminación de una serie de
actuaciones modernizadoras (industrialización, proceso de migración del campo a la
ciudad, ampliación de la función pública, transformación urbana...). Ambas culturas
políticas, el franquismo y la socialdemocracia no se habrían diferenciado demasiado a la
hora de privilegiar a este mismo sujeto histórico como interlocutor de su relato público (y
de su imaginario de la historia): por el camino, el compartido vector modernizador dejaba
de lado la memoria del mundo rural destruido, y con ella, la memoria de la represión y de la
guerra (Richards, 2010). Añado además: y la del impacto ecológico de la modernización.
Al situar la epopeya modernizadora como la narración vertebral de la historia
española de la segunda mitad del siglo XX, y al identificar a las clases medias como su
beneficiario, pero no como su protagonista, se desarrolla, en lo social, una ampliación del
argumento de Garcés sobre la cooptación política. Sociedad del bienestar, clase media y
mercado común formarían un todo inseparable, vinculado a la legitimación de la
democracia y, a través de ella, a la socialización de los beneficios materiales de la
modernización primero, y de la integración en Europa después. La participación en el
reparto del botín capitalista (fruto de la integración en el bando vencedor de la Guerra Fría)
habría generado, una generación más tarde, unas clases medias comprometidas con la
democracia, como otrora con el franquismo. Miguel Espinosa analizaba la circulación
compartida de bienes, dones, afectos y lealtades políticas, que estructura la identidad de las
“clases gozantes y las clases ociosas de la dictadura.” A estos grupos privilegiados se habrían
añadido otros “grupos de estatus” en los años setenta y, mediante las estructuras del estado
del bienestar, hasta una entera “clase social” en los años ochenta. La idea sería que este
sujeto político de clase media fue conformado por y se conformó con la democracia que le
ofrecieron porque, además, le ofrecieron más cosas.
Cuando Izquierdo y Arroyo reflexionan sobre la identidad del sujeto político ideal
de la transición mesocrática, nos lo presentan como un híbrido agro-urbano, aquejado de

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un importante trastorno de personalidad poscolonial (la españolitud), que le impide


adquirir agencia, comunidad o genealogía, colonizado por los relatos de un pasado perfecto
impuesto, y culpabilizado por su aceptación material de la sujeción política al franquismo.
Se trataría de “un tipo de sujeto en un estado de esquizofrenia permanente, un estado
resultante de la superposición de diversos referentes culturales que oscilan entre lo
tradicional y lo moderno”. Desde los saberes producidos dentro del régimen, Sánchez León
explora el interés del homo mesocraticus para la ingeniería política antifranquista, como
potencial suavizador de la lucha de clases, demostrando cómo, desde las ciencias sociales,
se configura la utopía de una futura y democrática sociedad de clases medias. Esta
imaginación política llega a inscribirse en el cuerpo social produciendo un sujeto
desclasado, demediado en la distancia insalvable entre lo que los marxistas llamaban la clase
en sí (clase sociológica) y la clase para sí (imaginación sociológica de la clase social o
identidad social). El desarrollo de la sociedad española como sociedad de propietarios
(Observatorio Metropolitano de Madrid, 2010) no sería la menor de las patologías
derivadas de este desclasamiento. La identificación radical con los valores y hábitos ideales
de esa identidad impostada de clase media, en su conjunto, generaría una suerte de
“quijotismo mesocrático”, la esquizofrenia de un país donde los trabajadores se conciben
como propietarios pero donde sus hijos también son capaces de reclamar el cumplimiento
literal del artículo 47 de su constitución.
A pesar de la fuerza explicativa del relato mesocrático, si atendemos al cine y a la
novela del periodo en busca de las figuras que confirmen la centralidad explicativa de esta
lectura sociológica, el resultado podría ser decepcionante. La producción estética de la
época no parece identificar a los trabajadores (que se creen) propietarios como el sujeto
histórico virtuoso sobre cuyos hombros asentar la democracia: más bien reclama que, para
que la democracia se asiente, es necesario que se produzcan transiciones también en los
modos de subjetividad (aprender a cambiar en épocas de cambios) y muestra que
precisamente esos varones de clase media son los menos indicados para hacerlo. No resulta
sencillo argumentar en favor de la hegemonía cultural de las nuevas clases medias
propietarias (frente a las capacidades culturales de la privilegiada -pequeña- burguesía
ilustrada, desde Nueve cartas a Berta hasta Asignatura pendiente), ni mucho menos sobre
su capacidad de producir, desde sus valores mesocráticos, una dotación de sentido
afortunada para con su tiempo. ¿Cómo se comportan las supuestas clases medias nuevas
frente a los valores y complejidades de una transición española producida como suma de
umbrales de acontecimiento que exigen transformaciones subjetivas? ¿Quién encarnaría los
valores de la españolitud? ¿Sería el gris -y humanísimo- funcionario del mediometraje La
Cabina de Antonio Mercero (1974), el taxista de Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para
merecer esto? (1984) o el yerno de Fernando Fernán Gómez en Mambrú se fue a la guerra
(1986)?
Tomando los ejemplos de tres obras emblemáticas de tres directores tan distintos,
¿no resultaría relevante interpretar el trágico destino de los tres hombres mesocráticos que
aparecen en ellas? Recordemos que uno muere asfixiado en el fondo de una presa
hidroeléctrica (verdadero emblema del desarrollismo electro-franquista), otro fallece

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desnucado por su mujer con la ayuda de un hueso de jamón raído y, el último, termina
abandonado por su hijo, heredero moral del abuelo republicano que se pasó treinta años
escondido como un topo. ¿No estarían esos tres personajes apuntando al desplazamiento
del paradigma machista del nacionalismo desarrollista basado en el consumo en favor de las
energías cívicas que la transición moviliza, se correspondan estas con los vientos humanistas
de la vieja memoria republicana, con la emancipación moral y sexual de las mujeres, con la
conexión popular con las economías morales de la sostenibilidad campesina o con las ansias
vitalistas de la juventud contracultural? ¿El final retorno al campo en la cinta de
Almodóvar, la transmisión de la memoria republicana de Mambrú y el cierre sepulcral de la
cripta de la Presa de Aldeadávila (verdadero transfer del entierro de Franco en Guadarrama
en un templo emblemático de la modernización) no están ofreciendo tres posibilidades de
re-instalar la identidad y la memoria del siglo XX español en el seno de dispositivos pos-
coloniales a cambio de desplazar del horizonte político al español mesocrático? Otro tanto
podríamos plantearnos a propósito del cine de los años setenta de Eloy de la Iglesia, Carlos
Saura, José Luis Garcia o Jaime Chávarri y su fresco de sujetos en transición y sujetos por
venir (niñas virtuosas, diputados queer, mujeres infieles, ragazzi di vita, finales de raza,
quinquis y yonkies, resistentes morales a la dictadura y todo tipo de faunas suburbanas). La
comedia humana del cine de la transición (cine, por otro lado, altamente realista y pegado a
lo histórico) hablaría de la plasticidad creativa de las identidades en los años setenta, lo que
más que con las clases medias se corresponde con los relieves de otro sujeto histórico: la
hidra democrática, uno de los nombres posibles para ese sujeto político en transición que
no sale, curiosamente, en la foto de la transición, pero sí en sus películas.
Los estudios culturales desde hace quince años y, fundamentalmente, en sede
norteamericana, han sometido a evaluación y a crítica las subjetividades de la transición
democrática (Loureiro, 2010; Medina; Moreiras, 2002; Resina, 2000; Vilarós, 1998, etc),
identificando una pluralidad semejante. Su trabajo no ha dudado en relacionar la mutación
de las estructuras políticas de la época con la de las estructuras de experiencia. Muestran, en
su conjunto, un tiempo caracterizado por la emergencia de subjectividades alternativas,
algunas de resistencia (vinculadas al archivo de memorias del franquismo) y otras de nuevo
cuño (plásticas, rupturistas, experimentales). Estos, y otros muchos investigadores, han
mostrado la existencia de una cultura en la transición, que no entra en los parámetros de la
CT, con independencia de que, en las décadas siguientes, sus creadores lo hayan hecho.
Esa cultura implica al cine realista de la transición, pero esta cultura no es sólo fílmica: la
constituyen otras formas estéticas ya citadas (el documental, las revistas contraculturales, la
sátira política, el arte urbano, los graffiti, el teatro alternativo...) y otras formas posibles,
también características del periodo (la narración gráfica, la poesía underground, la literatura
realista...). Estos géneros de la transición ofrecen una mirada a la época de plasticidad
inmensa y gran complejidad. Muestran un mundo de subjetividades en formación y en
lucha que no se corresponde en absoluto con el vaciamiento de la escena política y con la
naturalización de su sociología. La cultura transicional, es decir, aquella producida antes de
la institucionalización de la CT, tiene sus propios archivos. La marginalidad actual de

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algunos de ellos no guarda relación con su capacidad de interpelar complejamente aquella


época.
Hasta fechas recientes no se ha producido una verdadera ampliación de las vidas
posibles en transición. Habría que añadir, además, la problemática entrada del vector de
género en la historiografía del periodo: las abstracciones sociológicas mesocráticas rara vez
son mujeres. Por último, las experiencias vitales del amplio mundo marginal, objeto
entonces de una reconfiguración sin precedentes, no están puestas en valor a la hora de
reflexionar en términos históricos sobre la transición a la democracia. En todos esos casos,
la tesis fundamental sobre la cooptación de las voluntades a través de la socialización del
bienestar y la naturalización de un discurso épico-nacional sobre la modernización, no se
confirman, al menos a propósito de los años setenta. Lo que no quiere decir que las
experiencias contra-hegemónicas fueran dominantes, sino que la transición, como todo
periodo, nos ofrece una pluralidad de experiencias y agencias representativas del mismo. En
nuestros términos, ello nos proporciona un sustrato cultural lo suficientemente amplio y
diverso para situar en él el anti-franquismo sociológico como un modo de experiencia
propia y distintiva de la transición a la democracia.

Fig. 17. Equipo Diorama. Otoño 1976. S.P.


Podemos volver entonces sobre nuestra pregunta: ¿todos lo llamaban democracia?
Acabamos de plantear que entonces había mucha gente que no tendría por qué hacerlo.
Para demostrar que, además, mucha gente activamente no lo hacía, basta con interpretar
otro graffiti, también aparecido en el otoño de 1976 [fig. 17]. Alude, de nuevo, al
referéndum de diciembre. La pintura tribal de la escena tiene su pequeña historia: una
televisión representa las directrices propagandísticas que conducen a unos alegres
ciudadanos hasta una urna-inodoro, donde depositan su voto (“por favor después de votar

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sírvase de tirar de la cadena”). Aquellos que no lo hacen son perseguidos por la policía (los
“guardianes de la democracia con urna y fusil en su cruzada contra los no creyentes”). Aquí
resultan transparentes el descrédito del sistema representativo, la relación entre el proceso
de transición y la violencia política, así como la valencia poderosamente negativa que, en ese
contexto, adquiere la palabra “democracia”. Desde los datos que proporciona este mural,
para los jóvenes de la transición la democracia es el discurso legitimador del estado
postfranquista.
Esta bivalencia entre una falsa democracia existente y una democracia verdadera por
venir reaparece obsesivamente en muchos textos de la época. Si vamos a un editorial de la
revista Ajoblanco, contemporáneo de la pintada, esto se hace todavía más claro:
Hay quien afirma que este país va encontrando la normalización [...]. A nosotros
nos parece que [no] [...] porque, después de 40 años de dictadura e imposiciones
fascistas, la España cotidiana no tiene interlocutores ni organizaciones; en su día
fueron todas acribilladas por la fuerza. Las fuerzas de izquierdas que actualmente
se esfuerzan por resurgir o nacer no pueden hacerlo con normalidad. Han de ir
pactando constantemente con el gobierno. [...] Libertad, nada de nada; el pueblo
no la tiene y si en algún momento la consigue, luego la paga muy cara (muertes-
multas-secuestros-amenazas). [...] El pueblo real necesita libertad [...] para realizar
asambleas en todos los lugares (Fábricas, Barrios, Pueblos y Ciudades);[...] para
poder crear [...] sus organizaciones y sus representantes auténticos; [...] sus
verdaderos objetivos y su política. Entonces [...] podremos creer en el proceso de
la reforma, en el proceso de la soberanía popular y en todas estas cosas que hoy,
sin ningún respeto y con toda la confusión del mundo, proclaman con tanto
orgullo los que no son ni pueden ser nunca Demócratas. Si han olvidado el
verdadero significado de Democracia nosotros no, así como tampoco tenemos
miedo a no ser olvidadizos (Ribas, 1976).
Las cursivas son mías. Señalan los lugares del texto donde el lenguaje oficial de la
transición a la democracia (normalidad, normalización, pacto, reforma, soberanía...) aparece
inflexionado en una perspectiva ciudadana. La lengua consensual de los años setenta es
presentada así como un discurso de la falsa democracia (“los que no son ni pueden ser
nunca demócratas”), opuesto al “verdadero significado de Democracia”. Si el estado en
transición asumía la posibilidad de crear la democracia sin la existencia previa de
ciudadanos, presuponiendo su aparición como efecto derivado de la acción de las
estructuras políticas adecuadas, este texto defiende la existencia de una ciudadanía sin
representación (“la España cotidiana”) a la que no se permite emerger. Desde la ya
mencionada importancia que estos jóvenes atribuyen a la conformación del espacio público
(a la unión entre urbanismo y política), que el propio título recoge (“Hyde Park”), el texto
reclama una democracia basada en el ejercicio de las libertades civiles y políticas, como
precondición para el desarrollo de una representación política legítima (“representantes
auténticos”).
El texto concluye expresando su propia poética de la historia. Afirma que existe un
nosotros que conoce “el verdadero significado de la palabra Democracia” porque no lo ha
olvidado. En ese, y en otros pasajes del texto (“en su día acribilladas por la fuerza”), la

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alusión al imaginario histórico de los años treinta parece clara. Las experiencias políticas de
preguerra y, particularmente, la cultura cívica del anarquismo catalán que la revista
Ajoblanco toma por referente en esta época (Ribas, 2007), se identifican con la posibilidad
futura de una verdadera democracia. La frase “no tenemos miedo a no ser olvidadizos”
constituye una afirmación del poder de la memoria y del compromiso moral con ella, que
contradice la supuesta voluntad de olvido del pasado autoritario y de la tradición
democrática que habría resultado hegemónica en los años setenta, y que habría afectado
especialmente a la generación más joven. En efecto, en la transición, había sujetos que no
tenían miedo a la memoria. Esta actitud de orgullo ante el pasado no presupone la
continuidad inmediata entre los años treinta (“en su día”) y 1976. Nos habla más bien de un
diálogo con experiencias democráticas pasadas, que acuden, como imágenes dialécticas,
sobre el presente de 1976, abriéndolo políticamente.

5. La cultura consensual de la democracia española y la memoria de una democracia por


venir.
Las páginas anteriores han tratado de mostrar que aquellos que más se identificaban
con el lenguaje cívico de la ruptura política alrededor de 1976 y 1977 no llamaban
democracia al periodo histórico que estaban viviendo (post-franquismo), ni al orden
político en transformación de los años siguientes (transición política), precisamente porque
disponían de un imaginario político propio (que, hasta cierto punto, era también un
imaginario de la historia), que sostenía una descripción alternativa de la democracia (la
democracia de verdad), basada en determinadas prácticas entonces restringidas (ejercicios
de las libertades civiles y políticas, autonomía cultural, democracia participativa, poder
ciudadano...). También he argumentado que ese espacio lo ocupaban sujetos y colectivos de
diversas procedencias y características, con interpretaciones alternativas de su época,
aunque no todos ellos con el mismo nivel de reflexividad que encontramos en la carta de
Ajoblanco recién analizada. Con el paso de los años, encontramos índices suficientes para
sugerir que estos mismos colectivos, sus miembros y los colectivos que recibieron su
herencia, tuvieron problemas para identificar, en los años ochenta, la democracia (como
cronotopo) con un imaginario político positivo. Y por ello, cabría proponer que esas
comunidades de discurso atraviesan las décadas democráticas ofreciéndonos un puente
entre la transición y el tiempo actual, sobre las aguas (en apariencia poco) turbulentas de la
historia española contemporánea. De este modo, las continuidades críticas de espacios
donde nunca lo llamaron transición pueden ofrecer un metarrelato de ese tercio de siglo
que no responda a los valores morales derivados del discurso de la modernización
permanente que lo estructuraría.
Si mi tesis es correcta, podrá serlo en la medida en que los dos metarrelatos
puedan estar inversamente relacionados: revisar los años ochenta desde la pregunta de
quiénes nunca lo llamaron transición es como preguntarse por los colectivos, espacios y
sujetos que no fueron suficientemente cooptados por la épica modernizadora. En 2004,
Rafael Chirbes hablaba de sus comienzos como autor y de su voluntad de ofrecer una
“novela pesimista que sirviera como contrapunto” de clima general de 1988, cuando

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“éramos un país eufórico, europeo, socialdemócrata-feliz”. Los límites de esa felicidad


fueron los de la modernización: un 10% de paro estructural, las tasas de pobreza endémica
nunca combatidas, la creación de grandes áreas de “regiones sin futuro” y los efectos
sociales del desmantelamiento del sector industrial (Observatorio Metropolitano de Madrid,
2010: 163-173).
Claro que la existencia de esos límites no se traduce inmediatamente en la de sujetos
políticos con agencia y tradiciones de memoria más allá de una creciente aparición de
bolsas de desconfianza pero, una vez más, algunos documentos permiten cruzar
productivamente esas tres esas cuestiones (agencia, memoria y desconfianza). Un ejemplo
nos lo proporciona el documental de Joaquim Jordà, Veinte años no es nada. En 1999,
Jordà filma lo que se hizo de las vidas de un puñado de obreros que, en la Catalunya de la
transición, durante las reconversiones de 1979, en vez de aceptar el cierre patronal,
decidieron ocupar la fábrica de Númax en la que trabajaban y gestionarla
comunitariamente. A pesar de que, inicialmente, las vidas contemporáneas de esas personas
no evidencian el impacto de aquella experiencia juvenil, lentamente la película deja ver
cómo allí adquirieron una ética del trabajo y una educación política que los marcaría como
ciudadanos. En 1979, aquellos jóvenes obreros habían acudido a Jordà para que, con los
restos de la caja de resistencia, filmase un documento de su experiencia colectiva (Númax
presenta, 1979). En 1999, el propio Jordà se puso en contacto con aquellos obreros para
filmar los efectos de esos Veinte años que median entre las dos cintas y que no son nada,
como dice el título, porque entre ellos se ha producido un divorcio colectivo entre historia
y memoria. Ese divorcio provocaba que muchos de los sujetos que vivieron la transición
con la conciencia de ser agentes y testigos de un tiempo nuevo, donde todo estaba por
hacer, separan, al recordarla, sus experiencias biográficas del registro histórico de la época,
como si sus vidas (lo que hacían con ellas) y “la transición” (como concepto metahistórico)
no tuviesen mucho que ver.
En un trabajo anterior (“Ciudadanos sin que se les note “), traté de argumentar que
la repetición sistemática de este fenómeno tiene relevancia explicativa. En esa cesura política
entre historia y memoria, entre biografía y democracia, reside el éxito psicosocial del
discurso institucional del consenso. En 1990, en un texto pionero, Balfur identifica ya esta
discontinuidad, y afirma que es producto, precisamente, de la desconexión de las memorias
obreras y la estructura de recuerdo colectiva15. Subliminarmente, tal cesura se basa en la
naturalización de la democracia existente como la única posible. De este modo, con
frecuencia, aquellos sujetos cuya identidad política en los años setenta (e incluso en los años
ochenta) se basaba un juicio moral del presente, desde el compromiso con un imaginario de
la democracia por venir, no han podido mantener operativa esta distinción, al carecer de un

15 “Para un observador extranjero sorprende la relativa carencia de reflexiones sobre la experiencia


del franquismo y las lecciones que se puedan derivar de ellas. Incluso parece a veces como si España
hubiera sufrido una amnesia colectiva en años recientes semejante a la que sufrió en la posguerra por
motivos muy distintos. El proceso de transición ha sido tratado sobre todo por los periodistas como
si fuera únicamente el resultado de negociaciones entre las elites políticas. Esta discontinuidad
aparente se acusa sobre todo en el caso del movimiento obrero” (Balfour 2, las cursivas son mías).

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imaginario de la historia que lo permitiese. Con motivo de la edición de un monográfico


sobre la transición en una revista cultural en Salamanca, intenté varias entrevistas con
militantes locales de organizaciones de izquierdas e impulsores de diversos experimentos
cooperativos. Al recordar aquella época, los entrevistados no se explicaban que ambas
cosas, las cooperativas y la militancia política, formaban parte de una misma forma (la suya)
de vivir en transición.

6. Después del 15-M: la memoria histórica de la transición a la democracia y su crítica estética.


A comienzos de 2012, la televisión pública emitió Las batallas del abuelo, un
interesante reportaje de Informe Semanal dedicado a las movilizaciones frente a crisis que
impulsan grupos de jubilados organizados políticamente después del 15M, los
autodenominados yayoflautas. Para la multitud de jóvenes reunidos en las acampadas, mayo
de 2011 constituyó, en muchos casos, la primera experiencia política verdadera (“ya era
hora de que por fin fuésemos contemporáneos de algo” me dirá una activista riojana en
verano de 2013). Sin embargo, para los yayoflautas acudir a las asambleas era hacerlo con el
bagaje de su juventud política, con sus memorias de luchas antiguas y de pasiones sociales
que, de pronto, se actualizaban. Cuando intervenían en las plazas destacaba su deseo de
comunicar intergeneracionalmente una experiencia política que, una y otra vez, remitía a la
escena fundacional de la transición: “y vendré todos los días que hagan falta para que la
juventud tenga nuestro apoyo, que ya luchamos en el franquismo, y esto, a mí al menos, me
parece que es una dictadura de los mercados y de las grandes multinacionales y de la
banca” (Elpais.com 2'13''-2'30''); “porque este es el espectáculo más hermoso que he visto
desde que tenía veinte tantos años: el espectáculo de la libertad y de la democracia” (2'31-
2'39'').

Fig. 18. Informe Semanal. Las batallas del abuelo.


Fotograma, 2'14.

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Mi impresión es que esta actualización transferencial de las memorias transicionales


de estos ciudadanos sin representación se incrementa a medida que el ciclo de protestas
crece y que crece, en él, la implicación de las personas con la edad suficiente como para
haber construido su identidad política juvenil en los muros, las calles y las plazas (y también
en las prisiones) de los años setenta. En junio de 2012, en vísperas del rescate de las cajas
de ahorros, un combativo yayoflauta recordaba públicamente que fue detenido “el día de
Navidad” de 1975, cuando él y otros compañeros pacifistas leyeron “un manifiesto contra el
servicio militar y por la objeción de conciencia dentro de una parroquia de Cataluña”. La
experiencia de salir a la calle de nuevo para protestar contra las políticas del gobierno frente
a la crisis hace que todas esas memorias retornen: “Jamás pensé que tuviera que volver a la
calle a luchar por nuestros derechos en España. Creí que esa época quedó superada tras la
dictadura de Franco” (Lucas, 2012).
Estas experiencias formaban el núcleo del citado documental de RTVE. En una de
sus escenas, ante un improvisado ataúd en el que simbólicamente se entierran a “las
víctimas de los recortes”, dos mujeres de Sabadell leen los carteles colocados por grupos de
vecinos en un ambulatorio destinado al cierre, por efecto también de las políticas de
recortes, en este caso impulsadas por la Generalitat. La transición y el presente se reunían
de nuevo a través de los efectos que este artefacto estético-político tiene de desencadenar un
proceso de remembranza. Treinta años más tarde, se cerraba la cesura entre memoria e
historia establecida en la identidad de estos ciudadanos [fig. 18]:
Los recortes en sanidad son genocidio social [dice el cartel] ¡pues porque se
muere la gente! Somos gente trabajadora, que hemos luchao mucho [...] [Hemos
decidido encerrarnos] para defender la sanidad pública, nuestro ambulatorio
que lo conseguimos en la clandestinidad, prácticamente en el franquismo y que
ahora estos demócratas de pacotilla, estos impresentables, nos lo han quitado
(2:15-2:20, cursivas mías).
Estamos en el antiguo cinturón obrero de Barcelona. Este, y otros comentarios que
vienen a continuación, se refieren al ciclo de huelgas que removió la zona, después de la
muerte de Franco, así como a la lucha contra la dictadura (Fábregas y Plaza, 1977 y
Domènech y Molinero, 2002). Uno de los entrevistados, para dar una idea de la seriedad de
aquellas luchas, recuerda cómo los vecinos arrojaban piedras y agua hirviendo a la policía
desde lo alto de una azotea. La vida profesional (y, en muchos casos, el ciclo biológico) de
aquellos luchadores antifranquistas se cumple mientras declina el ciclo histórico de la
transición y, al término de ambos, estas personas ven desaparecer los símbolos que habían
construido sus identidades políticas como ciudadanos y como miembros de otras
colectividades (en este caso de un barrio de inmigrantes)16. Sienten, además, que la

16 Esta percepción es compartida por numerosos profesionales vinculados a los diversos ámbitos
del estado del bienestar, y, en mi opinión, en relación con una noción de servicio público está en la
base moral de las movilizaciones transversales de las llamadas mareas, a partir de 2012. Registro un
ragmento de la carta de jubilación de una profesora de instituto donde la conciencia de los umbrales
históricos y la temporalidad política se expresa, una vez más, a partir del cambio semántico. Las
cursivas son mías: “Y yo tampoco olvido que empecé como profesora de Bachillerato en 1975 en

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juventud actual no toma su puesto para defender estas conquistas con el mismo vigor con el
que ellos las habían alcanzado (2:30-3:00). El ambulatorio no sólo es un servicio público, es
el símbolo espacial, localizado, del estado del bienestar en ese barrio. El ambulatorio era
una silenciosa metonimia de la democracia como cronotopo, lo que se hizo evidente al
recordar la historia de su conquista ante la hora de su pérdida. El posesivo (nuestro
ambulatorio) nos ilumina mucho sobre el tipo de sujeto político que habla (nosotros, los
vecinos, la “gente trabajadora”, los que “hemos luchado mucho”, los verdaderos
demócratas) y que, al hablar así, activa un entero relato alternativo de los años setenta,
basado en la capacidad ciudadana de obligar al estado a realizar concesione políticas,
capacidad que se ejerce más allá de la acción de partidos y organizaciones sindicales.
Es sólo un ejemplo local de una transformación más amplia en proceso, en el que los
relatos alternativos sobre la transición se multiplican, vinculados a la toma de conciencia de
que la democracia, como sistema, estaría colapsando. La experiencia de Sabadell se repite
en otros barrios, como en Otxarcoaga en Bilbao, donde se recuerda que “desde los 60 hasta
el 85, los años más fuertes” el barrio estuvo en lucha continua (“la gente se mató por
trabajar 8 horas”, “estábamos de huelga todos los días”) y que “se consiguieron muchas
cosas... que luego se han perdido” (15'10). Estos activistas despliegan así un relato de los
años setenta, que reclama la participación política comunitaria y que conecta las memorias
de aquel pasado con las demandas de un presente que reclama reactivar estrategias
análogas.
Hay muchos más matices en estos relatos, que muchas veces suenan melancólicos,
pero sólo deseo comentar uno más, un cambio semántico en marcha, que este mismo
documental registra cuando una vecina proclama: “siempre salgo a las manifestaciones y ¡a
todo lo que haya en contra de este cabrón de régimen!”. Al evaluar la situación política
actual desde una memoria activista recuperada, que mira la transición críticamente, el
cronotopo al que, hasta ahora, nos hemos referido como la democracia de pronto, y por
obra de la actualización de la memoria, comienza a ser denominado: el régimen. Este
término lo usaron los demócratas para referirse al franquismo a partir del momento en que
ellos empezaron a llamar democracia al postfranquismo. Pero, a finales de los años setenta,
el régimen era también cómo llamaban al postfranquismo los individuos que no lo llamaban
democracia y que, en muchos casos, tampoco se llamaban a si mismos los demócratas.
“ABAJO EL R€GIMEN. VIVA LA LUCHA DEL PUEBLO SIN MIEDO” estaba
escrito en la pancarta gigantesca que activistas del movimiento Juventud Sin Futuro
desplegaron en la Plaza del Sol en mayo de 2011. Como un hashtag en las redes sociales,

Vigo, en un momento histórico especialmente convulso, junto a muchos otros jóvenes compañeros,
conscientes de que se cerraba una época y se iniciaba un tiempo nuevo del que queríamos formar
parte activa. El 23‐F me sorprendió con un hijo de dos meses temiendo, más por él que por mí, que
el futuro democrático que tanto habíamos ansiado se hubiera terminado ya. [...] Un día en clase un
alumno, inocentemente, me preguntó el significado de la palabra “honrado” y entonces sí que sentí
que la cosa podía ser grave y que tendríamos que sostener este edificio para que no se cayese e
impedir que el embrutecimiento de la sociedad y las políticas privatizadoras acabasen con la mejor
institución española: la enseñanza pública, garantía de igualdad de oportunidades, espacio de
convivencia social y de tolerancia” (M.M.).

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como parte de las contramemorializaciones del 18 de julio y del 23-F de los últimos años, y
en relación con la crítica de los mecanismos internacionales de pago de deuda
(deudocracia), la mención se extiende, como puede demostrar esta imagen, tomada en la
víspera de la huelga general del 14 de noviembre de 2012 en el centro de Madrid [fig. 19].

Fig. 19. Graffiti. Madrid Centro.


Fotografía del autor. 13 nov. 2012.
En ese mismo otoño, un mes antes, Xosé Manuel Beiras -un histórico líder político
de la transición- la utilizó públicamente durante la campaña electoral gallega, en la que, a
imitación de la organización griega Syriza, lideraba una coalición política de base amplia
que, por vez primera en Galicia, unía colectivos de “izquierda rupturista” nacionalistas y no
nacionalistas (junto con ecologistas, feministas, asociaciones civiles diversas, etc), en torno al
rechazo de las políticas de austeridad y pago de la deuda. Entonces declaró: “Estamos al
final de un régimen en putrefacción” (Antena 3, 2012).
Las formas que cristalizaron la experiencia política rupturista de los años setenta
retornan. No estábamos acostumbrados a entender la transición a la democracia así, como
un proceso de lucha popular contra una falsa democracia impuesta verticalmente, pero es
exactamente ese el relato que se extiende en estos pocos últimos años, apoyado en una
memoria civil, poética, por más que quizá sea superficial, de los años setenta. Volvemos así
al principio. Mientras pasan los meses, la devaluación de la legitimidad democrática parece
acelerarse, y explorando la distancia existente entre legitimidad y autoridad, los ciudadanos
se movilizan. Algunas de las acciones más utópicas (“25-S. Toma el Congreso”, “Procés
Constituent a Catalunya”, “Proceso Constituyente”) ejercidas en los últimos años buscan
ocupar performativamente esa distancia. No resulta por ello extraño que estas acciones
hayan tratado de ser desacreditadas como “antidemocráticas”. Así, a propósito de la toma
del congreso declaró una portavoz del gobierno que “la última vez que se rodeó el congreso
fue por el intento de golpe de Estado” (Eldiario.es). Esta clausura “institucionalista” de los

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significados de la palabra democracia es coherente con el cierre e inmovilización de sus


instituciones, del que el blindaje policial permanente del Congreso de los Diputados resulta
buena muestra.
El retorno de los relatos históricos de la transición quiere producir también sus
formas nuevas, según las cuales episodios supuestamente aprisionados por los muros de la
transición vuelven a hacerse notar con fuerza en el presente [fig. 3], como demonios
liberados de sus cadenas: se desmantelan los tres pilares del estado socialdemócrata
(pensiones, educación y sanidad públicas), y mientras, iniciativas del gobierno discuten la
limitación de los derechos políticos básicos (de huelga, reunión, manifestación e
información), conquistados por la ciudadanía durante la transición (Chacón y Pardo,
2012). Los empresarios reclaman que se modifique la Ley de Huelga de 1979 “en periodos
que supongan un daño irreparable para la economía o la seguridad de personas y empresas”
(Sérvulo, 2011). El gobierno habla de “modular el derecho de manifestación” y de limitar la
difusión de imágenes de la autoridad, con el objeto de evitar denuncias de agresiones
policiales a manifestantes, al tiempo que la Generalitat catalana propone restringir el
derecho de reunión y de seguridad, regulados por leyes orgánicas.

Fig. 20. Fotografía Adán Ruiz de Hierro. EFE.


El país 3 mar. 2013.
La toma de conciencia de que existen riesgos de involución democrática activa
prácticas novedosas de recuperación de memoria, en un específico homenaje a las víctimas
de la violencia de estado durante la transición a la democracia. Dos ejemplos pueden ser
significativos: primero, la masiva asistencia a la manifestación en recuerdo de los obreros
asesinados en los sucesos de Vitoria del mes de marzo de 2013 (EFE, 2013)[fig. 20] y, en
segundo lugar, la presencia de stencils en las columnas de la Facultad de Ciencias Políticas
de la Universidad Autónoma de Madrid con los rostros, nombres e historias de los
estudiantes de esa misma facultad muertos durante la transición, fotografiados en junio de
2013 [fig. 21]. La relación de estos ejemplos con las acciones de los movimientos de
recuperación de memoria en los últimos años (así como con sus estéticas memoriales) me

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parece bastante clara. Una de sus interrelaciones la encontramos en que las reclamaciones
más recientes a propósito de los crímenes contra la humanidad cometidos en España tienen
que ver precisamente con casos sucedidos después de la muerte de Franco.

Fig. 21. Graffiti. Silueta de María Cruz Nájera. Facultad de Ciencias Políticas, UCM.
Fotografía del autor. 11 jun. 2013.

Esta otra experiencia de la pertura de los relatos del pasado se vivencia como un
retorno al pasado, antes que como un retorno de los pasados. Un inquietante graffiti de
Alberto de Pedro [fig. 22] reflexiona sobre el modo no lineal por el que el gran tiempo
nacional nos interpela: en el reloj de la historia de España el tiempo retrocede. Según el
cronograma, habríamos cruzado ya el umbral de 1977. Tal hora histórica es recordada con
una imagen que cita el memorial de Juan Genovés a los abogados asesinados en Atocha. En
el presente del graffiti ya no estamos en 1976: estamos más allá del cronotopo democrático.
Dentro del franquismo retornado el tiempo retrocede a toda prisa: nos quedan cuatro horas
solamente para que se cumpla el retorno a la medianoche sombría de 1936. Si la
experiencia de que la transición está volviendo servía para abrir activamente el presente
desde el pasado, esta otra experiencia de que estamos volviendo a la transición se asocia
más bien a la sensación contraria, la de que hoy se difuminan los umbrales
(acontecimientos) que habían construido la experiencia de la discontinuidad histórica entre
pasado y contemporaneidad y que, con ellos, se evapora la experiencia subjetiva de que las
cosas (ciertas cosas) nunca más iban a ser iguales después de aquello.

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Fig. 22. Graffiti. Alberto de Pedro. Madrid Centro, Plaza de San Nicolás. Enero 2011.

Hoy parece que la puerta epocal de 1975 amenaza con abrirse. Ello permitiría mito-
poéticamente la posibilidad de la resurrección de los muertos. En este sentido, impresiona
la cantidad de menciones al retorno de Franco que vistas en las manifestaciones de los
últimos años, típicamente en cartones que afirman: “Españoles, Franco ha vuelto”.
También en los carteles falangistas, que piden “vuelva general”, con motivo de la jornada
de paros del 14 de Noviembre de 2012. Un mural madrileño fotografiado en 2013 nos
informa de la pérdida de entidad psicosocial de la transición como corte histórico, y
formaliza la experiencia estética del cambio semántico, con la que se abrían estas páginas
[fig. 23]. En este graffiti, frente a una imaginaria cámara de televisión, la silueta gigante pero
difusa de Arias Navarro, con el mismo gesto compungido con el que anunció la defunción
del dictador, nos da un mensaje inesperado: “Españoles, Franco ha vuelto”. La borrosa
silueta se ve conformada por letras y palabras: sus contornos los define el lenguaje político
al mismo tiempo que este lenguaje está siendo redefinido. En tonos rosas retornan nuevos,
triunfantes, viejos lemas políticos (“PP es fascismo”) mientras se disuelve, en azules, el
lenguaje que configuró la temporalidad democrática: las letras de “esta democracia” se
pierden en los relieves de la figura (“E D M C R C I A”). Al pie de la imagen, una niña
dibuja la escena y un lema ciudadano reza: “se siente uno pequeñito”. Al pie a la izquierda
una masa difusa se concreta tras una mirada cuidadosa: del volumen brotan los muertos
republicanos, unos junto a otros depositados en las fosas comunes del verano de 1936.

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Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze
Carrión. Detalle 1

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Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze
Carrión. Detalle 2

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Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze
Carrión. Detalle 3

Fig. 23. Graffiti. Fotografía Marcos López. Madrid, Tabacalera. Julio de 2013. Mural de Ze Carrión.
Figura completa.
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7. Lo llaman democracia y no lo es: la historia poética de un eslogan


Las experiencias que he analizado en la última sección, y en otras partes de este
texto, se basan en la percepción colectiva de que se ha producido un desajuste entre las
formas y las experiencias a las que estas remiten. Este desarreglo poéticamente se puede
expresar bajo el signo de un vaciamiento, de una disolución, o de un retorno. La relación
entre temporalidad y estética en la modernidad es un asunto complejo. Baste con decir
aquí, con Marx, que, aunque la historia no se repite, las formas estéticas con las que
construye la comprensión histórica a través de la memoria sí pueden repetirse, produciendo
esa extraña sensación, como un aire de familia, entre épocas y entre formas de habitarlas. A
pesar del riesgo brumario, que genera esa clave estética para la acción política, el retorno de
esas formas permite la superación de una noción de historicidad, entendida como la
discontinuidad radical de los acontecimientos y las identidades. Al tiempo, y gracias a ello,
nos permite pensar en la existencia de sujetos históricamente discontinuos iluminados por
las mismas prácticas estéticas. O, dicho de otro modo, abre la posibilidad de que las formas
permitan heredar tradiciones más allá de sus comunidades de referencia.
Con frecuencia, la formalización de los procesos políticos se origina en el ámbito de
lo estético, lo que abre la posibilidad de pensarlos, también genera sus límites, y condiciona
su retorno histórico. Un buen ejemplo de ello lo constituye el eslogan del que tomo el título
de estas páginas: “lo llaman democracia y no lo es”. Como todo lema inscrito en el código
identitario de un movimiento social, tiene un origen oscuro y probablemente múltiple.
La mención más antigua que he podido datar lo encontré en una canción del cantautor
americano Bruce Cockburn, “Call it democracy. “ Esta canción pertenecía a su disco
World of Wonders (1986), un alegato lírico antiglobalización, escrito desde el mundo
estético y político del movimiento americano de los Derechos Civiles. “And they call it
democracy” (y lo llaman democracia), repite el estribillo de la canción de Cockburn.
Apenas cuatro años más tarde, el grupo de rock radical vasco La polla records, incluyó un
tema homónimo en su disco Ellos dicen mierda y nosotros amén (1990). Y tal canción
empezaba repitiendo tres veces el lema de Cockburn: “Le llaman democracia y no lo es,/ le
llaman democracia y no lo es, / alé a le alé, /alé a lé a lé, / le llaman democracia y no lo es./
¡Mierda!”.
Lo llaman democracia. Como hemos visto, este grito, en España, atraviesa dos
épocas manteniendo continuas las claves de una comunidad hermenéutica sin continuidad
sociológica definida. En él, se condensa una memoria alternativa de la transición, basada en
la crítica utópica de la democracia por venir. Es el retorno estético del grito el que garantiza
la continuidad histórica de un modo de pensar y de sentir políticamente, que va desde los
graffiti de la transición a las asambleas de mayo de 2011. Ese grito, que el público de La
Polla ha mantenido vivo, y que ha coreado en Euskadi o en Madrid en las manifestaciones
pro-Amnistía, contra la guerra de Irak o contra los abusos policiales, contra la política de
recortes o contra la política de desahucios, ese grito, a través de su capacidad de
iluminación poética, produce experiencia política en si mismo. Pero asociado a la canción
de Evaristo, además ofrece un entero relato alternativo de la transición, que pone en el

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centro las experiencias políticas de las derrotas de aquellos que se negaron a llamarlo
democracia porque creían que no lo era:
Mil colegas quedan tiraos por el camino

y cuántos más van a quedar.

¿Cuánto viviremos,
cuánto tiempo moriremos,

en esta absurda derrota sin final?

¿Dos semanas, tres semanas,

o cuarenta mil mañanas?,
¡qué pringue,
la madre de dios!
¿Cuánto horror habrá que ver,
cuántos golpes recibir,
cuánta gente tendrá que morir?

La cabeza bien cuidada,

o muy bien estropeada
y nada...
¡nada que agradecer!

Dentro de nuestro vacío,

sólo queda en pie el orgullo,
por eso...
¡seguiremos de pie!

Mogollón de gente vive tristemente

y van a morir democráticamente,

y yo, y yo, y yo no quiero callarme.

La moral prohíbe que nadie proteste,

ellos dicen mierda y nosotros ¡amén!,

¡amén!, ¡amén!,
¡amén!, ¡a menudo llueve!
El presente se abre cuando comprendemos poéticamente la dialéctica histórica que
lo constituye. Articulando, fundando este grito, que abre y que estructura los umbrales de
las luchas ciudadanas después de 1970 en la España contemporánea, está la experiencia
política de la primera generación de jóvenes de la democracia, a la que he dedicado otros
trabajos (2008). La letra de la canción de La Polla convoca un relato entero alternativo de la
transición, que su grito inicial resume y expresa moralmente. Detrás de su rabia se
encuentra la experiencia de las vidas truncadas de una generación maldita, formada por
jóvenes que se negaron a asumir que democráticamente pudiese rimar con vivir tristemente
y trataron de demostrarlo. La muerte, nada metafórica, de esos amigos, entre ellos uno de
los miembros del grupo (Fernando Murua “Fernandito”), se sitúa en relación con las
condiciones políticas que hicieron posible que lo llamasen democracia sin que lo fuese a
principios de los años ochenta. Para los supervivientes de esa generación, el comienzo del
cronotopo democrático fue una “absurda derrota sin final”, detrás de la cual se sitúa la
memoria histórica de la represión y del estado (golpes y horror y muerte) y las promesas
futuras de que esa violencia se repita. La mentira, el olvido y “la moral” de la vida
democrática mayoritaria, hizo que estos sujetos, que nunca lo llamaron democracia,
experimentasen el pacto de sujeción política nacional cristalizado tras las elecciones de

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1982, como un acto de violencia e imposición, y no como un pacto de complicidad. Esta


experiencia, por otro lado, fue normal en el mundo abertzale y en el ámbito del rock radical
vasco, donde nunca lo llamaron democracia, y donde la continuidad política y cultural
desde los años setenta hasta la actualidad ha sido la pauta natural.
Quizá gracias a no experimentar la entrada en la democracia como un acuerdo ni
un compromiso, tampoco lo experimentaron como un pacto de olvido. La marginalidad se
acepta a cambio del triunfo de la memoria a la que ese orgullo apunta: “Dentro de nuestro
vacío, sólo queda en pie el orgullo, [...] y yo no quiero callarme”. Cuando las derrotas no se
heredan, porque las comunidades políticas que las experimentaron ya no existen (como es
el caso de la juventud transicional), su experiencia difícilmente articula la acción política
consciente de las generaciones posteriores. Pero, en esos casos, todavía se heredan los
gritos, lo que quiere decir: las formas estéticas con la capacidad de gritar, es decir, de abrir
con su lenguaje y sobre otro lenguaje, sobre un lenguaje otro.
Si la memoria es un imperativo ético para con una “comunidad de los difuntos”
(Piedras), es porque se entiende que esta comunidad puede seguir hablando a través de
estos gritos. Con ellos, viaja una memoria subalterna e inexplícita (como voces que hablan
desde sitios muy lejos), de un lado a otro de la democracia española, hablando de otra
transición. De otra transición a otra democracia. A una democracia por venir.

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 11-61 61
Declassing and Disenchantment: the Representation of the Middle
Classes as Guideline for a Generational Reinterpretation of the
Transition to Democracy
Pablo Sánchez León
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO · psleon@gmail.com

Investigador en el Grupo de Historia Intelectual de la Política Moderna en la


Universidad del País Vasco. Investiga sobre el conflicto social en sus diversas
manifestaciones en el pasado español. Sobre la transición española ha
publicado entre otros el artículo “Radicalism without Representation: On the
Character of Social Movements in the Spanish Transition to Democracy” (en
G. Alonso y D. Muro (eds.), The Politics and Memory of Democratic
Transitions: the Spanish Case, Nueva York, 2011) y “Estigma y memoria de
los jóvenes de la transición” (en VV.AA., La memoria de los olvidados,
Valladolid, 2000). Es también coordinador de Ediciones Contratiempo.
RECIBIDO: 24 DE SEPTIEMBRE DE 2014
ACEPTADO: 25 DE NOVIEMBRE DE 2014

Resumen: A partir de un ejemplo de cultura underground Abstract: After describing an example of radical
de mediados de los años setenta, este texto reflexiona culture from the mid-1970s, this text reflects on the
sobre los límites de las narrativas convencionales y críticas limits of the conventional and critical narratives on the
sobre la instauración de la democracia en España debido a establishment of democracy in Spain and points to a
su sesgo politológico y plantea la existencia de un sociological metanarrative underlying them all. Such
metarrelato sociológico subyacente común. Su metanarrative is founded in a representation of the
fundamento es una representación de la clase media como middle class as a social layer capable of smoothening
estrato social que suaviza el conflicto social y garantiza la social conflict and securing economic and political
modernización económica y política. El artículo desvela modernization. The article reveals part of the process
una parte del proceso de cristalización, a partir de legados of cristallization of a mesocratic discourse in Spanish
anteriores, de un discurso mesocrático en la cultura culture that, following previous legacies, took place
española durante la dictadura franquista, al que during Franco´s dictatorship and which profitted
contribuyeron al unísono intelectuales favorables y from contributions by anti and pro-regime
contrarios al régimen, así como los primeros sociólogos intellectuals, including the first generation of academic
académicos. sociologists.
Palabras Clave: Cultura underground, generación, Key Words: Underground Culture, Spanish
transición. Transition, Generation.

DOI: 10.7203/KAM.4.4145

KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014


ISSN: 2340-1869 · PÁGS.63-99 63
Pablo Sánchez León

En 1978, la editorial La Banda de Moebius, una pequeña empresa relacionada con


la literatura ya entonces etiquetada de underground, publicó un librito de poemas y textos
cortos de un poeta que también hacía letras para grupos musicales; iba acompañado de
ilustraciones de Antonio Lenguas y fotografías del Equipo Yeti. El autor de la obra se
llamaba Xaime Noguerol (sobre este personaje, Labrador, 2005 y 2008). Como tantas otras
de esta editorial y este tipo de autores de la época, la obra no debió de vender más que unas
decenas largas de ejemplares. Un producto así no justifica en principio que se le dedique
gran atención ni desde la historia de la literatura ni desde la historia de la transición. No es,
aparentemente, un texto representativo de otra cosa que no sea la poesía habitualmente
clasificada como menor de mediados de los años setenta (Labrador, 2009). Y sin embargo,
textos como éste —de los que por otro lado hay un número abundante— por marginales
que parezcan, y en parte por virtud de ello, contienen mucho más que una propuesta
artística: en sus páginas se encuentran los arcanos de una potencial reescritura completa de
la transición española no sólo en términos estéticos, sino socio-culturales y políticos. Textos
como el de Noguerol están conformados por un tipo de lenguaje que desborda el marco
referencial, no sólo de las narrativas oficiales sobre la transición, sino también de las nuevas
interpretaciones que se presentan como alternativas y contrapuestas a éstas. Tratar de
justificar esta hipótesis es el cometido más elemental de este artículo1.

Escapar con vida como generación de una “educación de pus”


Irrevocablemente inadaptados, al que se añade el subtítulo entre paréntesis (Crónica
de una generación crucificada) arranca con esta especie de dedicatoria, testimonio o
invocación: “Una generación española, ametrallada por los traumas helados de una
educación de pus en la dictadura. Otra, generación hija de la democracia anglosajona,
hastiada, desolada y sin deseos” (Noguerol, 1978, 7). Con este verso expresivo, que hay
que suponer autobiográfico, Xaime Noguerol nos sitúa ante una encrucijada que
obviamente no es nuestra, sino suya. Desde la distancia, y haciendo un juego de palabras,
podemos alterar formalmente el subtítulo y releerlo como que esta obra nos ofrece un
acercamiento a la “historia de una encrucijada generacional”.

1 Este texto es producto de un proyecto más ambicioso en proceso de realización que lleva por
título: “La representación de las clases medias en la modernidad española”. Se presentó en una
primera versión en el congreso “Lost in Transitions. Representations and Political Cultures in the
Spanish Transition(s) to Democracy” celebrado en la Universidad de Princeton en marzo de 2010.
Mi agradecimiento a los organizadores, Ángel Loureiro y Germán Labrador, por su amable
invitación, así como a todos los participantes en la sesión de discusión. Fue también discutido en el
seminario del proyecto Euraca de Madrid en enero de 2014, y de nuevo agradezco a Patricia
Esteban en nombre de todo el proyecto y a los participantes la oportunidad de discutirlo en público
antes de plantearme una versión para publicación. Existe una publicación muy resumida de aquella
primera versión (Sánchez León, 2010b).

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Desclasamiento y desencanto

¿Cuál es dicha encrucijada? Ese breve texto de arranque da algunas pistas. No habla
de un lugar, de una topografía; la encrucijada se muestra más bien como un asunto
identitario. Hay dos sujetos que, al encontrarse, producen un escenario de encrucijada.
Topan dos antropologías, esa es la encrucijada. Noguerol claramente pertenece a la primera
de ellas, que se caracteriza, se nos dice, no por hallarse simplemente traumatizada sino
“ametrallada” por “traumas”. Si la situamos en su contexto de elaboración, la expresión
tiene mucho de un lenguaje que es con el que entonces se rememoraba la Guerra Civil de
los años treinta, y no tanto en relación con la metáfora como por el concepto que la
acompaña. Un ejemplo: cuando a comienzos de 1977 se reabrió la polémica sobre el
bombardeo de Guernica por la aviación alemana y finalmente se produjo el abandono de la
versión franquista —que había venido estableciendo que la localidad que simbolizaba las
tradiciones de autogobierno vascas había sido quemada por gudaris republicanos en su
retirada— el diario El País publicó un editorial en el que decía entre otras cosas que si ese
tipo de cuestiones “no se esclarecen, se pueden convertir en traumas síquicos [sic] de los
que luego nacen las enfermedades colectivas” (El País, 26/04/1977, cit. par Aguilar, 1996:
275).
Aunque no utiliza el término “fusilada”, que hubiera sido más directamente
evocador de la guerra de 1936, es claro que Noguerol está empleando un lenguaje bélico y
desde un posicionamiento de víctima. Pero no lo hace para referirse a su experiencia en la
guerra de 1936, sino a su educación bajo la dictadura. No tenemos por qué equiparar
educación franquista con guerra, ni está claro que Noguerol quiera decirnos que su
educación ha sido para él como para otros antes que él la guerra; lo que sí podemos

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS.63-99 65
Pablo Sánchez León

constatar es que tras ese ametrallamiento simbólico o estético el poeta ha sobrevivido para
contarlo. Ha sobrevivido, es decir, a los efectos de esa educación, efectos que hemos de
entender como morales, y por tanto arraigados en el sujeto. Utilizo el verbo sobrevivir
porque el autor, a diferencia de lo que sucede a menudo con quienes hablan de su
experiencia de vida bajo el franquismo, no incurre en retórica heroica ni tampoco abunda
en la victimización. De hecho, no resume su experiencia educativa como una resistencia
planteada desde un posicionamiento preclaro y ajeno a la cultura dominante; más bien
sugiere un proceso de toma de conciencia a partir de una situación originaria diferente.
Noguerol nos habla, desde fuera ya, de unos valores que parece que en su día compartió,
aunque reconociendo las marcas dejadas por la experiencia de alejamiento vivida en forma
de “trauma helado”.
Vayamos a lo que podemos saber sobre esa educación. Si uno es español o conoce la
historia reciente, la de antes de la transición, vinculará casi automáticamente dicha
educación con un calificativo: nacional-católica. Cuando el libro de Noguerol fue publicado
seguramente también algunos pudieron creer que el autor se refería a la educación nacional-
católica. Era éste un tema que entonces, a mediados de los años setenta, daba pie a
abundantes y expresivos ajustes de cuentas. Por ejemplo, en 1976 Enrique Miret
Magdalena, teólogo comprometido con la lucha contra la dictadura, en uno de los varios
textos que publicó reivindicando la necesidad de separar Iglesia de Estado —y que tituló
precisamente “La educación nacional-católica en nuestra posguerra”— ofrecía una
distanciada perspectiva sobre “la penosa educación religioso-patriótica” del primer
franquismo. En él afirmaba que a través de ella:
basándose en la religión —muy arraigada en buena parte de nuestras clases
medias y burguesas— se intentaba conseguir lo que se quería, poniendo esta
religión como pantalla que frenaba otros legítimos deseos, o como vehículo que
facilitaba la adquisición de determinadas posturas humanas y políticas (Miret
Magdalena, 1976: 5).
Antes de seguir adelante llamo la atención sobre el empleo del término clases
medias. La cita da a entender que se trata de un vocablo de uso convencional a mediados de
los años setenta; se emplea en plural, y refiere un grupo distinto, aunque análogo, a la
“burguesía” que se cita a continuación. Continúo. Miret afirma que dicha educación
reprime y reorienta conductas. También, como el editorial de El País sobre Guernica, habla
de que esta educación se basa en la mentira. Dice así que “casi parece hoy mentira la carga
religioso-política que suministró a las mentes infantiles la Iglesia patria, y por la cual se
explican muchas de las cosas que nos han ocurrido”. A continuación, resumiendo el
contenido de una serie de catecismos escolares de los años cuarenta, describe los
principales rasgos de esa educación: intolerancia en cuestiones de creencia, negación de la
libertad de pensamiento, visión unitaria y totalitaria de la sociedad, espíritu de Cruzada…, y
finalmente dos que nos interesan más: el paternalismo social —que define como la negación
de la autonomía de los individuos en la vida civil— y el tabú en cuestiones de sexualidad.
“Sería interminable”, sentencia, “la colección de datos negativos que contribuyen a formar
nuestra psicología erótica tan anormalmente reprimida” (Miret Magdalena, 1976: 15).

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Podemos quedarnos aquí; es decir, suponer que cuando Noguerol habla de


educación se refiere a esto, a una educación nacional-católica, y sería lo más propio del
sentido común: haría además coincidir la opinión negativa del autor con la que hemos
heredado de reflexiones críticas sobre esa educación, como la que ofreció en su día Miret
Magdalena. Ahora bien, nuestro autor no ha dicho nada de nacional-catolicismo. Sólo ha
dicho, y nada menos, que lo que ha recibido es “una educación de pus”. Podemos
interpretar esto de tres maneras, bien que esa educación es enfermiza ella misma, bien que
provoca enfermedad, o ambas cosas. No creo sin embargo que la hermenéutica más
refinada consiga por sí sola dilucidar el significado de “educación de pus” en este texto.
Lo único que nos puede ayudar a avanzar es situar el sintagma en el contexto del
libro. ¿De qué va esta obrita? Irrevocablemente inadaptados contiene poemas sobre música
rock, sobre drogas, viajes a Amsterdam e Ibiza…. Es un libro de cultura juvenil, va por tanto
dirigido a un público que tiene menos de treinta años en 1978. Ya sólo por eso no puede
haber sido escrito por alguien educado en los años cuarenta finales o cincuenta primeros; y
si así fuera, el público al que se dirige no lo fue. ¿Cuándo nació Xaime Noguerol? No en los
años treinta, ni siquiera en los cuarenta, sino ya en los cincuenta. El matiz es importante. Al
menos es lo que pensaba Miret Magdalena a mediados de los años setenta, porque en las
conclusiones de su articulito sobre los catecismos escolares franquistas aclara que “[e]se
bombardeo de ideas y preceptos retrógrados, bañados de obligación religiosa estricta, son
los que formaron las primeras generaciones de nuestra posguerra” (Miret Magdalena, 1976:
19)2.
Las primeras generaciones de nuestra posguerra. Por edad, Noguerol no puede
haber pertenecido a ellas. Esto no significa que se librase del todo de la educación nacional-
católica, pero la educación de la que habla tuvo lugar ya en la década de los años sesenta,
sobre la cual los relatos que hemos recibido son bastante diferentes, por no decir bastante
en contraste con los anteriores en numerosas materias, entre ellas la educación, y
especialmente la educación superior, sobre la que el consenso generalizado es que en esta
época la capacidad del régimen de controlar la conducta de los estudiantes entró en barrena
al tiempo que la expansión de la enseñanza secundaria obligatoria promovía un modelo de
escuela pública sobre el que la Iglesia tenía un control también decreciente (González
Calleja, 2009). En un sentido más general, los años sesenta son identificados con el
desarrollo de la urbanización y la industrialización, el aumento de los niveles de vida de los
españoles, la creación de un espacio de relaciones civiles, el avance de los convenios
colectivos entre trabajadores y empresarios, y también el incremento de las protestas
sociales y políticas, el impacto del concilio Vaticano II sobre las políticas educativas, etc. Un
reciente volumen de trabajos sobre esta época se titula precisamente España en cambio, y

2Y concluye: “Esta es la educación religioso-moral-patriótica que generalmente recibieron los niños


v adolescentes después de nuestra guerra civil (…) Y ésa es una de las causas fundamentales por las
que hemos permanecido política, humana y socialmente inmovilizados hasta hace poco, que es
cuando hemos empezado a despegar de esa estática estratificación social. El contacto con otras
perspectivas, a través de libros y viajes, han empezado a abrir nuevos horizontes a los españoles,
católicos o no”.

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lleva por subtítulo El segundo franquismo, 1959-1975, dando a entender que esta segunda
etapa de la dictadura es cualitativamente diferente a la anterior. El editor arranca en su
introducción afirmando que en esa década España inició una “verdadera revolución social
y cultural” (Townson, 2009: 6). Sin necesidad de dar todo el crédito a este tipo de
interpretaciones que separan los sesenta del recorrido anterior del franquismo, es razonable
pensar que la educación de los niños españoles dejase de identificarse entonces sin más con
la descripción que ofrece Miret de la época dorada de la instrucción nacional-católica. El
propio Noguerol parece sugerir esto cuando dice que recibió una “educación de pus en la
dictadura” (el énfasis es mío), como dando a entender que podía haber otras educaciones
en ese período, o que el contexto en el que la recibió es el de la dictadura pero que la
educación recibida no era en cambio de la dictadura por existir ya una cierta autonomía
entre la dictadura y sus políticas educativas.
La cubierta del libro permite interpretar algo más sobre los límites que la influencia
de dicha educación nacional-católica pudo llegar a tener en el autor. La contraportada
trasera contiene una foto retocada en la que
se identifica claramente a un joven que
porta una estatuilla de Jesucristo en la mano.
La exhibición de la escultura señala que esa
educación ha dejado una huella en el
personaje, de manera que este vuelve sobre
el asunto de la religión, pero su actitud, lejos
de expresar dramatismo, es más bien lúdica,
y transmite una sensación de alejamiento de
los valores transmitidos. No parece pues
que la crucifixión o encrucijada de esa
generación tenga que ver con haberse
quedado negativamente pegada a una
educación nacional-católica.
La contraportada aporta más
material para interpretar dicha encrucijada.
En la composición del ilustrador aparece
una gran cruz que viene a tachar una serie
de términos, evidenciando rechazo. Entre
ellos los hay claramente vinculados a la educación católica: aparece de hecho el adjetivo
“católicos”, así como “primera comunión” y, ya no tan directamente pero sí relacionado
con la educación moral, términos como “certificado en buena conducta” o “uniforme”
(aunque esta es algo más anfibológica, puede ser sustantivo, pero también adjetivo), así
como una expresión alejada de lo religioso, pero no de la Formación del Espíritu Nacional
que debían cursar los jóvenes españoles en el bachillerato franquista: “sin novedad en El
Alcázar”. Ahora bien, junto a ellas hay otras que nos sitúan en otro terreno bien alejado,
como son “material antidisturbios”, “electroshock”, “polución”, “franco” (en minúscula),
“televisor”, así como “burocracia”, “ABC” y por último “IBM” y “nixon” (también en
minúscula). Son éstos términos que no proceden ni remiten a la escuela sino a la calle y la

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prensa, y refieren a estructuras de poder político y económico, al Estado, la represión, las


nuevas tecnologías, el control social… Todo esto, se nos está diciendo, es a lo que el autor
se muestra “irrevocablemente inadaptado”. Con ello se nos está hablando como mínimo de
una doble socialización a la que estos términos son una suerte de ventana de entrada.
La encrucijada, el cruce, es entonces si acaso el de la vieja educación nacional-
católica y otras formas de socialización posteriores a los años cincuenta, y que nos sitúan de
plano en la esfera pública de la España del desarrollismo, incluso en las postrimerías del
régimen, a comienzos de los años setenta. Pues bien, es justamente a esa educación recibida
en la época del desarrollismo a la que Noguerol denomina “educación de pus”. Ya sólo esto
da repentinamente a su librito marginal un valor que no ha recibido. Deja planteada una
incógnita: ¿por qué a mediados de los años setenta un joven poeta podía considerar la
educación recibida de los sesenta o comienzos de los setenta algo a lo que apenas se podía
sobrevivir? La pregunta es relevante para empezar porque, si nos tomamos en serio la
imagen poética de Noguerol de una herencia educativa que “ametralla”, entonces quienes
fueron educados en los años cuarenta y cincuenta, en plena ortodoxia nacional-católica,
literalmente no habrían podido sobrevivir al ametrallamiento, entendiendo aquí sobrevivir
de esa manera que he planteado, como la toma de conciencia respecto de valores que
originariamente se han compartido y cuyo alejamiento comporta el reconocimiento de
traumas, sin el cual no se logra con éxito el distanciamiento moral.
Desde la perspectiva que sugiere Noguerol, estos otros españoles mayores que él
estarían tan negativamente pegados o condicionados por su educación nacional-católica
que hubieran tenido mucho más difícil contar con recursos para distanciarse de los traumas
de esa educación y convertir su experiencia infantil en fuente de inspiración creativa. Lo
que estoy planteando se aclara tal vez mejor con una pregunta contrafactual: ¿hubieran
podido unos niños educados en los años
cuarenta y cincuenta mostrarse, ya como
adolescentes, con la actitud ante la religión
que exhibe el protagonista de la fotografía
de la contraportada del libro de Noguerol?
Por cierto que de estos españoles
mayores que Noguerol nacidos en los años
treinta o cuarenta y educados en el
nacional-catolicismo es de donde se
reclutaba la elite política que, cuando
Noguerol vio su libro editado, estaba
pilotando la transición a la democracia en
España. Si queremos conocer algo que
sobre las diferencias entre estas dos
generaciones, algo que tal vez se nos ha
podido escapar y que no figura en los
relatos habituales sobre la transición,
debemos fijarnos en textos como
Irrevocablemente inadaptados.

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Ahora bien, para poder avanzar en la comprensión de lo que decían los autores de
obras como ésta, tenemos que ir abandonando el sentido común que nos haría despachar la
expresión “educación de pus” sin más como sinónimo de instrucción nacional-católica.
Hemos para empezar que dejar de reducir el concepto de “educación” de la frase de
Noguerol al estricto campo de la instrucción escolar, de lo que tiene que ver con el ámbito
de un sistema educativo. Pues aquí educación parece querer decir algo más amplio, que
jurisdiccionalmente toca todos los aspectos de la vida cotidiana, algo que en el caso de los
menores incluye muy en primer término, además de la escuela, por ejemplo la familia. Si
incluimos espacios como el de la familia o la calle entramos de lleno en el universo la
“sociedad”; y una vez dentro de éste el término nacional-católico se nos queda pequeño
como calificativo. De hecho educación adquiere un nuevo ámbito semántico, que se
identifica mejor por medio del término “socialización”.
Hablar de socialización es hablar de procesos colectivos, es identificar grupos, de los
cuales uno es la familia, pero hay otros. Noguerol utiliza en su arranque especialmente uno,
que reúne edad y socialización: generación. La suya, dice, es una “generación”. Al igual que
“educación nacional-católica”, “generación” es un término que remite a un universo de
valores y prácticas distintivas compartidas por un grupo. La diferencia es que este concepto
sociológico, tal y como es empleado por el autor, supone la existencia de una identidad, es
decir, de una identificación con determinados valores. No es un simple concepto
clasificatorio “desde fuera”, sino que se emplea como un recurso de expresión identitaria.
De los que tienen grosso modo una misma edad o experiencia colectiva. Podemos creer o
negar que artistas como Noguerol constituyeran una generación, pero algunos como él así
lo creían a juzgar por sus propias palabras. Y la referencia no es a una generación de artistas.
Nos habla más bien de una cohorte demográfica. Noguerol se considera también
seguramente miembro de un grupo de poetas, pero su grupo referencial está formado por
aquellos que han sufrido el ametrallamiento de una educación de pus y han sobrevivido3.
Hasta aquí es lo que el texto ofrece de forma explícita, pero hay otra cosa que nos
ofrece también, tal vez de forma menos consciente. Al presentarse como miembro de una
generación que no es sólo ni en primer término literaria, Noguerol está ofreciendo una
reflexión sobre el mundo en el que vive que no es sólo estética o cultural. Al emplear el
término “generación” de la manera en que lo usa, la retórica de Xaime Noguerol incorpora
una clara dimensión sociológica. De hecho, al igual que la de otros autores y artistas de su
“generación”, su obra poética incorpora un imaginario de lo social, una representación de
la sociedad, incluso un cierto análisis sociológico.
¿Qué interés puede tener esto para nosotros hoy? Como mínimo, la idea deja
planteada la posibilidad de una investigación sobre las diferencias y especificidades en la
manera de concebirse esta “generación” como grupo, y de su posición en la sociedad,
respecto de otros. ¿Cómo veían los de la generación de Noguerol a los “otros”? Y a su vez,

3 Un ejemplo debería bastar para mostrar que Noguerol no es el único que escribe así sobre su
socialización, y para etapas posteriores a la infancia. Otro miembro de esa “generación”, Borja
Casani, afirma: “recuerdo parte de mi infancia y toda mi juventud como un cautiverio, donde todo
tipo de tarados, argumentando toda suerte de jilipolleces, intentaban hacerme la vida imposible”
(recogido en Tono Marínez, 2007, 21). El énfasis es mío. La cita se la debo a Fernán del Val.

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¿cómo eran ellos vistos por esos “otros”? El asunto que a su vez preguntas como éstas
ponen sobre la mesa es uno mucho más relevante, en realidad urgente: ¿cómo se ha
insertado en la narrativa sobre la transición la representación de lo social? En otras
palabras, ¿hay o no hay un subtexto sociológico en las interpretaciones disponibles sobre
de la transición española, y si lo hay, qué efectos ha tenido hasta hoy la ausencia de su
reconocimiento?

Metarrelato y subtexto sociológico en la narrativa sobre la transición


En los últimos años el relato convencional sobre la transición elaborado desde fines
de los años setenta ha empezado a resultar insatisfactorio para públicos cada vez más
amplios y exigentes. Aunque con distintos énfasis y matices, la idea común a toda esa
literatura “oficial” es que la transición española a la democracia fue convenientemente
pilotada desde arriba por elites organizadas en partidos políticos que fueron capaces de
contener posibles estallidos sociales —en una época que era de crisis no sólo constitucional
sino también económica— gracias al consenso alcanzado por las fuerzas de la oposición
entre sí y con sectores de la vieja burocracia franquista que habían venido evolucionando
hacia posturas prodemocráticas (Maravall, 1982; Maravall y Santamaría, 1986; Colomer,
1991 y 1998; Gunther, 1992; Pradera, 1995; Powell, 2001; Paniagua, 2009). Desde
hace ya más de una década se han ido ofreciendo interpretaciones alternativas que destacan
por un lado el papel de las movilizaciones ciudadanas, y en general el protagonismo social
colectivo y “desde abajo” en la caída del régimen y la consolidación de la democracia, y por
otro la influencia de factores de moderación heredados de la etapa anterior que habrían
condicionado el alcance de los cambios políticos de la segunda mitad de los años setenta y
con posterioridad (respectivamente Tarrow, 1995; Bermeo, 1997; Durán, 2000; y
Rodríguez Ibáñez, 1987; Monedero, 2000 y 2011; Gallego, 2008).
A día de hoy, sin embargo, no puede decirse que exista una narración alternativa a la
que hasta hace poco monopolizaba el espacio público e institucional. De hecho, pese a sus
diferencias notables, el relato oficial y sus críticos comparten algunos rasgos comunes. Hay
uno que destaca a primera vista, y es el predominio de los enfoques politológicos en la
literatura oficial tanto como en la crítica. La narración oficial de la transición ha sido
efectuada desde la ciencia política, y ha sido desde ella desde donde se ha creado la imagen
de que el español es un ejemplo modélico de transición democrática (Colomer, 1991;
Gunther, 1992). Hay, es cierto, otra subdisciplina que cuenta con abundante literatura
acerca del período, la de la cultura política (López Pintor, 1982; Maravall, 1982; del Águila
y Montoro, 1984; Morán, 1999), pero su contribución no modifica sustancialmente el
escenario, más bien al contrario remata un armazón explicativo mantenido dentro de unos
límites, que podemos identificar gruesamente con la temática de la acción política,
entendida en clave individual o colectiva, o en forma de una combinación de ambas. La
historia política ha hecho a su vez de abnegada comparsa que apuntala o apostilla los
distintos relatos e interpretaciones, sean oficiales o alternativos, incorporando pequeños
toques ad hoc de contingencia, subjetividad, etc. (Tusell, 1997; Soto Carmona, 2005).
En principio, el predominio de los enfoques politológicos parece algo lógico: puesto
de lo que se trata de explicar es un proceso de cambio constitucional, es de esperar que las

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interpretaciones y explicaciones se centren en procesos de tipo político, tanto si van a favor


como si van en contra de la visión instituida como oficial o convencional. El problema es
que el terreno en el que concurren todos estos relatos está concebido de manera
fuertemente normativa. La versión oficial no ha estado tanto tratando de explicar la
transición cuanto de modelizarla, adecuarla a una norma o ponerla de ejemplo modélico.
Como diría Bauman, los expertos en transición no han operado como intérpretes, tratando
de ofrecer una entre otras varias maneras —todas ellas plausibles y tentativas— de hacer
comprensible el establecimiento de la democracia en España, sino que han operado como
legisladores de la realidad, decretando la unívoca adecuación de sus hipótesis a un proceso
que es visto como susceptible de una sola y excluyente explicación (Bauman, 2005).
Los relatos alternativos parciales o totales no han confrontado tampoco por su parte
esta dimensión epistemológica constitutiva del relato oficial; no se han dirigido a cuestionar
la posibilidad misma de explicar de forma normativa un acontecimiento tan singular como
es una transición. En lugar de centrar su interés en “deconstruir” el mito de la “transición
modelizable”, se han contentado hasta el momento con arremeter contra el mito de la
“transición modélica”. Al operar así han aceptado jugar en un terreno previamente acotado
y diseñado por los autores oficialistas, perdiendo de vista al hacerlo que las opciones
normativas en ciencias sociales no se originan en la simple oferta de teoría, sino en el
concurso también de otros factores extraintelectuales y psicosociales de tipo contextual de
los que no se libran los científicos sociales, como por ejemplo consensos culturales amplios
ajenos a la investigación y reflexión académicas que, entendidos como “sentido común”,
favorecen que las proposiciones normativas se mantengan en el tiempo —y lleguen incluso
a fomentar la elaboración de teorías muy sofisticadas— a pesar de resultar analíticamente
insostenibles en sus fundamentos (Pizzorno, 2007).
Si las propuestas críticas y alternativas acerca de la transición no consiguen hacer
mella en la interpretación oficial ello no se debe ante todo a que aquellas no posean fuerza o
rigor sino, en suma, a que lo que mantiene ésta en pie no es su coherencia sino el apoyarse
en un metarrelato vinculado al sentido común y que permanece inmune a las
interpretaciones teóricas y las evidencias contrarias. ¿Cuál es ese metarrelato en el que se
basa la visión oficial de la transición? Lo primero que podemos decir de éste es que ha ido
desplazándose con el tiempo: en los ochenta era mucho más eufórico y autocomplaciente
que ahora, pero la sintonía no ha cambiado con el acoso de las narraciones críticas, sólo el
énfasis. A día de hoy, queda sobradamente bien reflejado en la frase: “Se hizo lo que se
pudo”4. Este es el umbral inferior común denominador de toda la narración oficial sobre la
transición; pues, lejos de ser una conclusión como parece a simple vista, se trata de un a
priori, de un dictum de partida para cuya justificación se desata toda la artillería de
argumentos, interpretaciones, hipótesis, evidencias, etc. sobre las que se levanta el edificio
de la modelización.

4 Es la expresión cada vez más empleada, sobre todo desde que en 2009 la usó Alfonso Guerra en
un diálogo con Rodolfo Martín Villa y Teodulfo Lagunero sobre el legado de la transición. La más
reciente utilización de la expresión hasta el momento de cerrar este artículo en 2014 proviene del
hijo de Santiago Carrillo en el primer aniversario de la muerte del histórico líder del PCE.

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Es cierto que las críticas e interpretaciones supuestamente alternativas no comparten


este metarrelato; de hecho, toda su aportación teórica y empírica se justifica en el intento de
socavarla. Mas esto no significa que se encaren con ella, o al menos no de forma siempre
adecuada o eficaz. Para empezar, estas versiones críticas también están atravesadas por su
propio metarrelato, que se sintetiza en esta otra frase de mínimos: “No se hizo todo lo que
se pudo”. Se trata, como es manifiesto, de un metarrelato que consiste en una simple
negación del relato convencional, no en un “otro” relato, de ahí que a ese nivel no podamos
hablar de alternativa sino todo lo más de narración análoga pero invertida. Pero además,
estas narrativas contrarias a la oficial comparten en general con ella todo un modus
operandi intelectual: la impostación de estándares y valores actuales, del presente, al pasado
que se aspira a aprehender. Esto se expresa en un criterio de observación vicaria, es decir,
esos relatos que se presentan como alternativos surgen de preguntas elaboradas como si
quien las hace se situase en el seno del contexto que estudia (Aya, 1997):
¿qué habría hecho yo —es la pregunta que subyace a la mayoría de ellos—, por
contraste o analogía con lo que hicieron quienes estuvieron allí, de haber estado
presente, por ejemplo, en los Pactos de la Moncloa, en los despachos donde se
tomaron las decisiones clave de la transición, o en la calle como ciudadano…?
Se trata de preguntas legítimas, pero no de preguntas históricas; son preguntas que
sirven para expresar posicionamientos morales subjetivos, pero no para aumentar nuestro
conocimiento sobre el pasado. Tal es de hecho la función de los metarrelatos, cuya
limitación epistemológica consiste en que de forma implícita vienen a dar por supuesto que
entre el pasado y el presente sólo cambian los condicionantes de la acción humana, pero no
el sujeto en un sentido moral fuerte. El metarrelato cumple en suma la función de reducir el
campo de observación a los cambios en el contexto, al elenco de constricciones y
posibilidades que tienen los agentes históricos. Deja así un espacio para la discrepancia,
para la polémica, pero circunscrito a lo que rodea ese contexto, esa oferta de constricciones
y posibilidades para la acción. En suma, hasta el momento, las interpretaciones críticas lo
que han hecho ha sido cuestionar que no hubiera espacio para haber hecho otras cosas que
las que la interpretación convencional plantea que se hicieron.
Tal y como se ha terminado estableciendo, la polémica es por tanto empobrecedora;
no resulta suficientemente histórica. Asume que las constricciones y posibilidades, los
factores del contexto, sufren cambios, no son iguales hoy que en los años 70. Pero en
cambio no es sensible a que los sujetos también son históricos, de manera que no siempre
resultan intercambiables entre contextos. No se plantea, dicho de otra manera, que el
problema de la observación de la transición es que tal vez nadie de nosotros podría haber
estado allí, que no hay posición vicaria que ocupar, porque quienes vivieron aquel contexto
pueden haber sido sujetos constitutivamente diferentes a nosotros en valores esenciales o al
menos haber dado significados muy diferentes a conceptos y valores cruciales para dar
cuenta de las decisiones que tomaron.
Tomarse en serio esta posibilidad trasciende y transgrede lo que los relatos críticos
de la transición han ofrecido hasta el momento. Alguien podría decir que es una postura
demasiado radical que invita a una operación intelectual innecesaria, pero ahí está Xaime
Noguerol para recordarnos que, si queremos comprender el significado de una expresión

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como “una generación ametrallada por los traumas de una educación de pus en la
dictadura” tenemos que poner en cuarentena el sentido común y tomarnos en serio la
alteridad que encierran las voces de quienes nos precedieron. Aún así se argumentará que
dicha alteridad tiene un límite, y en este caso dicho límite se sitúa obviamente en la
identidad prodemocrática entonces y ahora: al igual que nosotros, los protagonistas de la
transición creían en la democracia, y ahí no hay alteridad que valga. Este tipo de argumento
abre a una polémica empírica, pues como mínimo hay que comprobar si en efecto la noción
de democracia que usaban los españoles de los setenta era la misma que la de los de
comienzos del siglo XXI. Mas, ya el hecho mismo de plantearla, fuerza a abandonar la
perspectiva normativa que desde hace treinta años trata de medir los resultados de la lucha
por la democracia en los años setenta desde estándares convencionales, ahistóricos, sobre
que son libertades, participación, corrupción, constitución, etc.
Conceptos como “democracia” tienen una historia y experimentan cambios
semánticos en el tiempo (Rosanvallon y Costopoulos, 1995; sobre España y para el siglo
XX, Fernández Sebastián, 2008). Poco tenemos de esta sensibilidad en la mayoría de los
nuevos relatos sobre la transición. Hay honrosas excepciones, y una es la que ofrece Ferrán
Gallego en un trabajo relativamente reciente (Gallego, 2008). En ella se plantea una
hermenéutica sobre el discurso que la burocracia franquista tenía de “democracia” a
comienzos de los años setenta, pues lo cierto es que el concepto estaba lejos de ser
monopolio de la oposición democrática. El contenido semántico que atribuye Gallego a
este concepto es interesante en sí mismo, pero lo es más aún si se entiende que la definición
franquista sirvió para elaborar un proyecto político de transición desde el régimen que —
según concluye Gallego— sólo fracasó en la medida en que la presión popular tras la
muerte de Franco lo volvió inviable, pero que en principio apelaba con posibilidades de
éxito a sensibilidades individuales y colectivas dentro y fuera del aparato burocrático.
Incluso es posible argumentar que cuando Xaime Noguerol emplea el término “democracia
anglosajona” de alguna manera se está haciendo eco de un contexto en el que se estaba
planteando la posibilidad de una “democracia a la española” distintiva de las homónimas
del norte de Europa.
Con esto quiero señalar algo tan sencillo como que la relevancia de estos conceptos
es que funcionan, no ya como guías para la acción política y social de los sujetos, sino como
referentes esenciales en la construcción de identidades colectivas. Era por referencia a
conceptos socialmente establecidos como actuaban los españoles de los años setenta, por
medio de los cuales se dotaban del “espacio moral”, en la definición de Charles Taylor
(1996), que les aseguraba un posicionamiento ante acontecimientos rutinarios o
inesperados. Si queremos saber cómo eran a este respecto los españoles que asistieron al
cambio democrático, en lugar de observar la cultura política de los años setenta desde
ideales de ciudadanía intemporales o desde las maneras convencionales actuales,
necesitamos una historia de los conceptos debidamente vinculada a experiencias de acción
social y expresión de identidad.
Y necesitamos una historia de los conceptos que incluya referentes más allá de la
dimensión política, es decir, de las nociones de democracia, ciudadanía, participación, etc.
Ya hemos visto que Xaime Noguerol empleaba un imaginario de lo social al definirse a sí

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mismo y a otros. Esas representaciones, no hay que olvidar, son receptáculos de ideales
colectivos y “valoraciones fuertes” de tipo moral —en el sentido de Taylor— con las que
los sujetos se identifican o con las que clasifican a otros, pero también por medio de las
cuales reciben reconocimiento y son representados en el orden social. Hay por tanto que
entender estas representaciones sociales, no como ideas que tenía la gente, frente a lo cual
estaba “la realidad” estructural de lo que eran —obreros, burgueses, profesionales,
artistas…— sino como referentes con los que daban significado a sus actos y venían a
clasificar a otros sujetos sociales; en ese sentido dichas representaciones eran instituciones
(Douglas, 1996) y por tanto parte esencial de la realidad, con capacidad por tanto de
influencia no sólo sobre los procesos políticos sino sobre la propia configuración de las
relaciones estado-sociedad civil y el entramado institucional de la sociedad (Cabrera,
2001).
Analizar la influencia de estas representaciones es hacer algo muy distinto a ofrecer
un análisis de la estructura social de España a mediados de los años setenta vista por un
observador desde fuera, de lo cual tenemos una literatura bastante abundante. En cambio
no tenemos apenas estudios sobre los años setenta sensibles a esa otra perspectiva. La
tendencia dominante entre los sociólogos expertos en la época de la transición ha sido y
sigue siendo el estudio de los grupos como magnitudes sociales, no como representaciones
colectivas (p.e. De Miguel, 1998); por su parte, el interés por la cultura política no suele
incluir el de la influencia de esas representaciones en la articulación de la lucha política
(Morán, 1999). Los pocos títulos que parecen sensibles a los imaginarios sociales que
operaban en la época resultan decepcionantes desde la perspectiva que aquí se plantea
(Imbert, 1990). Esto no quiere decir que sepamos poco acerca de cómo se representaban
los españoles entonces su propia sociedad, su realidad social, su posicionamiento dentro de
ellas, los grupos a los que creían pertenecer, etc., pero lo que nos ofrecen los estudios tiene
más que ver con cómo opinaban los españoles acerca de estos asuntos que con qué
materiales lingüísticos elaboraban sus opiniones, a qué referentes morales y conceptuales
compartidos pero no siempre conscientes remitían sus discursos, para lo cual lo que
necesitamos es una hermenéutica contextualizada de textos de época. Entre ellos, el de
Xaime Noguerol.
Mi argumento es que estos imaginarios sociales instituidos fueron determinantes
para el desenlace de los acontecimientos de los años setenta en España; y que lo siguen
siendo hoy. Lo fueron entonces no porque aparezcan en textos marginales como el de
Xaime Noguerol, sino porque en realidad ningún actor significativo del período, individual
o colectivo, estaba por encima o desprovisto de un imaginario sociológico, con el cual
trataba de hacerse un mapa de su propia ubicación y sobre todo de las de otros grupos
ajenos en condiciones de actuar directamente o a través de representantes. Más aún, creo
razonable afirmar que dicho imaginario sociológico fundaba una parte relevante de las
clasificatorias políticas e ideológicas del período.
En el caso de la oposición al régimen, esto debería resultar evidente por lo que
sabemos del modus operandi de las organizaciones políticas de filiación marxista o pseudo-
marxista: todas ellas apoyaban sus agendas políticas en análisis que eran abiertamente
sociológicos, basados por cierto muy en primer término en imaginarios de tipo clasista

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(Laiz, 1995). Pero además estas representaciones colectivas siguen teniendo relevancia hoy
también, aunque sea porque pasaron a formar parte, como una suerte de subtexto, de la
narración oficial de la transición. En efecto, en un sentido profundo pero que ha terminado
velado por el peso de los enfoques politológicos, el relato oficial sobre la transición posee la
credibilidad social y académica que posee porque hunde sus cimientos en una explicación
sociológica, y hay indicios sobrados en las narrativas de ese universo de imaginarios y
recursos retóricos. Todas ellas poseen en realidad un sustrato sociológico, un aporte de la
teoría social, en ocasiones explícito, en general más implícito, a menudo asumido de modo
irreflexivo. Dicho aporte sociológico define el marco estructural de la narrativa sobre la
transición por encima de variantes, de manera que a partir de él las interpretaciones pueden
ser divergentes en relación con los procesos políticos significativos del período. Sin el
concurso de ese sustrato sociológico común, por consiguiente, los relatos oficiales no
habrían podido desarrollar hipótesis en clave de sociología política, ni de cultura política, ni
de simple ciencia política ni menos de historia política.
La relevancia retórica y analítica de estas representaciones sociales debería estar
fuera de duda. Y sin embargo, este subtexto no ha sido hasta hoy identificado ni sometido a
crítica, y esto constituye otro límite importante de las narrativas que se consideran
alternativas a la dominante sobre la transición. Si hay un relato que reclama ser reconstruido
críticamente es el de las premisas sociales en que se apoyan las interpretaciones que nutren
tanto las versiones oficiales como las críticas sobre la transición política. Difícilmente podrá
haber relatos alternativos dignos de tal nombre sobre la transición española, capaces de
competir por la hegemonía con el relato convencional, mientras no se esté en condiciones
de ofrecer narrativas distanciadas de esos imaginarios sociales, de esas representaciones
convencionales sobre la sociedad española instituidas en los años setenta.
Aunque no se aspire a demolerla, para comprender esa fundamentación metapolítica
de los relatos de la transición hay que comenzar identificando dicho relato sociológico,
describiendo sus rasgos, tomando conciencia de su presencia y expansión por las narrativas
de época y sus secuelas en las interpretaciones apoyadas en ellas. ¿Cuál es el relato
sociológico que subyace a los relatos sobre la transición? ¿Sobre qué conceptos e hipótesis
y discursos sobre la sociedad española se apoya? ¿Cuándo y cómo se elaboró? Responder a
este cuestionario desborda las posibilidades de este texto; no obstante, al menos es posible
plantear una operación análoga a la que he ofrecido con los enfoques procedentes de la
ciencia política. Pues esta dimensión sociológica inserta en los relatos sobre la transición
remite también a un metarrelato, en este caso, el metarrelato sociológico de la transición
española a la democracia.

La representación de las clases medias, de la dictadura a la democracia


Así como el subtexto politológico de los relatos oficiales sobre la transición se
resume en esa idea implícita de “se hizo lo que se pudo”, el subtexto sociológico de la
transición española a la democracia se resume en un dicho de época que alcanzó fama como
forma convencional de referirse al conjunto de los cambios operados en la sociedad
española durante la dictadura. Se expresa en la idea de sentido común de que España se
modernizó “a pesar de Franco”. Con esta expresión se viene a indicar en esencia que la

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sociedad española experimentó cambios profundos durante el período de la dictadura, pero


que estos no fueron ni impelidos ni menos aún controlados por las autoridades franquistas.
De hecho, la función de la dictadura fue si acaso frenar, ralentizar una modernización que
tendría que haberse producido antes de no haber mediado la devastadora y traumática
guerra iniciada por los franquistas, y que podría haberse acelerado mucho más de no ser
por la obstaculización puesta por la dictadura.
Se trata de un tópico que se articuló a lo largo de la transición, y que contó con
numerosas plumas dispuestas a reivindicarla, desde Vázquez Montalbán a Francisco
Umbral5. Todavía hoy funciona como una suerte de consenso ampliamente compartido,
como demuestra, por ejemplo, el escándalo que tuvo lugar en 2010 en relación con los
libros sobre el pasado reciente dirigidos a inmigrantes que promovía la Generalitat
valenciana6. Sucesos como éste ponen de manifiesto que, si oponerse al metarrelato de la
transición política, al “se hizo lo que se pudo”, se convirtió durante mucho tiempo en una
tarea que condenaba normalmente al oprobio, a recibir acusaciones de radicalismo, de
maximalismo, de ingratitud, en este caso a lo que se expone uno es directamente a ser
tachado de nostágico neofranquista, de reaccionario.
Y sin embargo, es importante cuestionar ese metarrelato que nos hace asumir sin
demostración posible que la sociedad española se modernizó “a pesar de Franco”; pero no
para reivindicar un metarrelato contrario, que sostendría que lo hizo “gracias a Franco”,
sino para tomar distancia de los supuestos implícitos que hay detrás de esta manera de
concebir la sociedad española de la dictadura a la democracia, pues esta acarrea
consecuencias para nuestro conocimiento de la configuración moral de los españoles a las
puertas de la transición. Tras esta expresión se esconde para empezar una imagen
completamente teleológica de la modernización económica y social, contra la que en vano
se habría opuesto la fuerza de una política anti-moderna como la del Estado Nuevo
franquista. Viene a decir que la sociedad y la economía española estaban llamadas a
modernizarse como un proceso “natural”, de hecho caminaban en esa dirección
inexorablemente, pero fueron frenados por fuerzas externas. Y al hacer esto, viene a separar
moralmente a los españoles de la segunda mitad del siglo XX, o a una mayoría cualificada
de ellos, de la influencia del franquismo, librándola de toda influencia negativa por parte de
ella, limpiándola de contaminación con la cultura del régimen.
Este supuesto implícito es el fundamento extraintelectual sobre el que se ha
edificado toda la narrativa sociológica que acompaña la literatura de la transición, y que

5 En cierta medida puede considerarse respuesta a esa otra expresión vulgar de la derecha nostálgica
de esos años, según la cual “con Franco se vivía mejor” que con la recién estrenada democracia. Un
ejemplo de su divulgación lo ofrece Francisco Umbral en uno de sus trabajos de reflexión sobre
cultura reciente: “Hubieran querido [los exiliados] que España fuese un lodazal donde sólo ellos
podían poner la luz (…) Pero España, aparte la modernización natural, hecha a pesar de Franco,
tenía ya su nueva cultura, al aire de los tiempos” (Umbral, 1996, 275).
6 El libro financiado por el gobierno autónomo del PP contiene frases que vinculan abiertamente el

franquismo con el desarrollo económico y el cambio social modernizador. Se dice así en él que “de
1939 a 1975 se instaura un período conocido como Franquismo que pasó por diversas etapas, una
larga de hambre conocida como postguerra, otra de apertura internacional, la más importante de
desarrollo económico”.

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presenta ésta esencialmente como un proceso de creciente desafección de una inmensa


mayoría de los españoles respecto de la legitimidad de la dictadura como orden político. La
desafección política se muestra como una evolución que puede producirse con éxito y de
forma gradual porque se asume que en términos sociales era ya un proceso concluido
mucho antes de la caída del régimen, es decir, estaba sociológicamente efectuado,
culminado, realizado de antemano.
Es por ejemplo la tesis de López Pintor (1980) en su conocido estudio sobre la
cultura de los españoles en la transición. La palabra mágica es “legitimación pasiva”. Según
López Pintor el desarrollismo tuvo un efecto ambivalente: por un lado generó una nueva
sociedad urbana, con mayor capacidad adquisitiva, más cultura y expuesta a nuevos valores
de consumo y promoción social, pero al mismo tiempo otorgó al régimen dictatorial una
suerte de balón de oxígeno que le permitió aguantar un decenio más a pesar de que la
coalición de fuerzas sociales que lo había aupado había quedado fuertemente desdibujada y
en esencia invalidada por la nueva realidad social producida por el desarrollismo (López
Pintor, 1981: 17 y passim). La transición habría sido en esta literatura simplemente la
coronación de un proceso de desafección que, al coincidir con la entrada de nuevos sujetos,
de nuevas cohortes demográficas de obreros y clases medias, no tenía casi nada de
transformación endógena de las preferencias de los españoles y en cambio mucho de
avance de una nueva cultura, una nueva forma de socialización ocurrida, en efecto, bajo el
franquismo, pero en puridad nada franquista, sino en esencia prodemocrática y
antifranquista. El planteamiento ha devenido ya tan convencional, que a día de hoy son más
bien historiadores sociales quienes, a modo de comparsa de los sociólogos que la
edificaron, la divulgan (Juliá, 1994 y 2000).
Espero haber dejado entrever que el juego de tahúres que se monta con esta
narrativa consiste en confundir al lector haciéndole identificar el “antifranquismo”, un
posicionamiento ideológico-político consciente, con algo que si acaso habría que definir
como “a-franquismo”: una cultura libre al parecer de contaminaciones —en términos de
valores fuertes instituidos y compartidos de forma necesariamente menos consciente— con
el orden moral del régimen. En otras palabras, se nos intenta decir que ser políticamente
antifranquista implicaba haber previamente roto con los valores sociales y morales
instituidos por el régimen; y se nos dice esto respecto de un régimen que sabemos que
estaba dotado de todo un sistema de encuadramiento organicista de la población y con una
capacidad sin precedentes de penetración “infraestructural” —en expresión de Michael
Mann (1991)— sobre los hábitos y costumbres de quienes vivieron bajo su dominación.
Pero el objetivo de este artículo no es enfrentarse en campo abierto con esta mitología. Es
otro, menos ambicioso, pero no menos incisivo. Por recuperar su hilo inicial, conviene
recordar que justo ese retrato ofrecido por López Pintor o Santos Juliá sobre una nueva
socialización cultural —que en esos y otros autores no consigue disimular una valoración
totalmente positiva del fenómeno— es para Xaime Noguerol el mundo en el que se
desarrolla su educación o socialización “de pus”. Ni que decir tiene que no se encontrarán
relatos de historiadores sobre los sesenta mínimamente sensibles al calificativo del poeta.
López Pintor reconoce con todo una influencia de la dictadura sobre la nueva
sociedad española fruto del “desarrollismo”: al efectuarse dentro de un régimen represivo,

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el desarrollo vino acompañado de un bajo interés por la política entre los nuevos españoles,
que desde temprano mostraron una preferencia por los temas socio-económicos, es decir,
por los niveles salariales, de consumo y estatus, manteniéndose en general dentro de la
moderación política; no es el único que lo ha planteado, entonces y después (Pérez Díaz,
1980; Sastre, 1997)7. Según su explicación, este rasgo cultural habría eventualmente
permitido a las elites políticas tomar durante la transición la iniciativa del proceso de
cambio democrático sin exponerse a excesiva contestación social. El subtexto sociológico,
como puede verse, funciona así como eje sobre el que se asienta la interpretación oficial de
la implantación de la democracia en España.
Hay muchas maneras de desmontar empíricamente el supuesto de que la nueva
cultura de los españoles surgida al calor del desarrollismo era esencialmente ajena a la moral
social franquista. Una es mostrar que la retórica del régimen estuvo bastante más al tanto de
lo que suele admitirse sobre los cambios que acompañaban el desarrollismo, adelantándose
a algunos de sus tópicos elementales, como el creciente desplazamiento de la producción
como eje estructurador las identidades sociales frente al consumo. Ya a fines de los años
cincuenta, por ejemplo, la OSE (Organización Sindical Española) estaba produciendo
discursos en los que se afirmaba que “los empresarios y obreros son, al mismo tiempo que
productores, consumidores de los bienes producidos”, concluyendo que “la Organización
Sindical como conjunto es, por el hecho de la afiliación masiva obrera, el gran sindicato de
los consumidores” (Amaya Quer, 2008: 520) 8.
Por mucho que estas proclamas suenen a mera propaganda, como mínimo muestran
una clara tendencia por parte del régimen a moldear, a través de discursos, políticas y
convenciones instituidas, la conciencia de los españoles en la dirección de una sociedad
civil adquisitiva y consumista. Visto así, el régimen no se limitaba a reprimir y coartar las
libertades de una población crecientemente desafecta, sino que el desarrollismo franquista
pudo calar profundamente sobre la configuración de valores socialmente compartidos. En
este punto de lo que se trata es ante todo de comprender que la legitimidad del régimen se
apoyaba en un imaginario social, o si se prefiere, en una teoría del orden social, una teoría
sociológica, por pobre que esta pudiera ser en términos teóricos. Por desgracia, no es
mucho lo que sabemos de esto, menos aún sobre los cambios experimentados por esa
teoría entre fines de los años cincuenta y mediados de los setenta.
Según acabo de mostrar, se dieron algunos cambios importantes, por ejemplo, en las
representaciones sociales dominantes, con un novedoso énfasis en la condición de

7 Santos Juliá resume el consenso a la perfección: aunque subraya que “era entre profesionales,
cuadros medios y directivos de empresa donde más extendidos se encontraban los valores
democráticos”, afirma que la emergencia de éstos “se produjo en el marco de una larga dictadura
establecida como resultado de una guerra civil, lo que evidentemente definió con esa peculiar
predilección por la paz y el orden el proceso de incorporación de los nuevos valores políticos”. Y
remata: “La percepción mayoritaria aparece cargada, pues, de un componente cínico: puesto que en
una sociedad que cambiaba a ojos vista en la dirección de los países europeos, el régimen no podría
perdurar más allá de la vida de Franco, ¿para qué movilizarse por su derrocamiento si hacerlo
implicaba un desorden radical y el riesgo de lo desconocido?” (Juliá, 1994, 182 y 184).
8 Una década más tarde los ideólogos del corporativismo podían incluso blasonar de que “porque

los asalariados son también consumidores, el sindicato se preocupa por los precios y nada le es
ajeno, nada de cuanto ocurre entre la economía y la política”.

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consumidores en competencia con la tradicional como productores. Pero es posible ir más


lejos y plantearse esos cambios como parte de una emergente antropología mesocrática.
Pues el imaginario sociológico de la dictadura tenía por centro un discurso sobre las clases
medias. Herencia de la cultura del liberalismo anterior a la Guerra Civil, dicho imaginario
experimentó también una evolución en la dictadura, convirtiéndose en preciado objeto de
reflexión, no sólo normativa sino también histórica, hasta desembocar en una novedosa
identificación de la clase media con el conjunto de la sociedad, con el sujeto legítimo de una
sociedad desarrollada.
Un buen resumen de ese trayecto de largo plazo sobre esta clase media imaginada lo
tenemos en un artículo publicado en 1972 en la Revista de Estudios Políticos y
significativamente titulado “Mesocracia y política”. Destacan por un lado los rasgos que se
atribuyen a ese sujeto colectivo —las clases medias— en el artículo: el autor subrayaba como
cualidades su “denodado trabajo”, el ofrecer “equilibrio” y “paz social”, y el “espíritu de
ponderación” que encarna, atributo que le permite hacer de “intermedio entre las
posiciones sociales clasiales” (sic). A continuación ofrece un recorrido por el siglo XIX y el
XX subrayando la presencia en diversos contextos de las clases medias, pero también de
sus problemas, que resume en el “”handicap” del individualismo y la desunión que la
aquejaba”. Frente a este azaroso pasado, gracias a la nueva constelación de asociaciones y
formas de encuadramiento heredadas y perfeccionadas por la legislación de fines de los
años sesenta, la clase media podía por fin alcanzar una preponderancia que es a la vez social
y política, y por ende cultural. El autor concluía:
Se augura a las clases medias un, cada día, más brillante papel en la vida
sociopolítica de España: en el último tercio de siglo, muchos de los dirigentes del
país, ministros, subsecretarios, etc. militan en la mesocracia y no parece
aventurado afirmar que este fenómeno se acentuará en los lustros que restan al
siglo en curso (Prieto, 1972, 227)
Sin un sueño mesocrático como el que aquí se exhibe no podría haber existido la
frase famosa de los últimos tiempos de la dictadura según la cual, “después de Franco, las
instituciones”9. Este sueño no era tanto la presencia de la clase media en la política sino, en
palabras del autor del artículo el hecho de que, al ser la clase media una potencial
“suavizadora de las luchas clasiales”, su extensión por el todo social la situaban por fin en la
posición de “ser la “clase social”” por antonomasia, el referente de toda la sociedad en
conjunto.
Es bien conocido que esta idea de superación del imaginario de clases enfrentadas,
de un juego de suma cero en las relaciones sociales, era constitutiva del régimen franquista,
que se inspiraba en ello en una larga literatura fascista10. Lo que no ha sido rastreado

9 Por cierto que este mismo autor consideraba que la “Seguridad social” era el principal factor de
armonización interclasista, según argumenta en otro artículo un poco posterior (Prieto, 1977).
10 No se ha hecho suficiente hincapié en que en España este discurso tenía tal vez una urgencia

mayor que en otros lugares por causa de la Guerra Civil, que fue presentada por uno y otro bando
en parte como un combate entre clases. Ello ayudaría a entender la reactivación recurrente de una
retórica supraclasista que no terminaba de superar el lenguaje clasista. Un ejemplo son estas
afirmaciones del propio Franco en Egea de los Caballeros en una concentración nacionalsindicalista

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suficientemente es cómo desde fines de los años cincuenta se fue perfilando y desarrollando
un discurso que situaba a las clases medias imaginadas como el fundamento sociológico y
antropológico de un mundo superador de los conflictos sociales de la España
contemporánea.
En este extremo el franquismo no innovaba sino que culminaba una historia más
larga, tanto como la modernidad española. En efecto, al igual que en toda Europa
occidental, en España el liberalismo se configuró como algo más que un conjunto de
propuestas constitucionales y de estilos de hacer político. Poseía un imaginario social
propio y genuino, cuyo eje era el concepto de clases medias, normalmente en plural. Se
consideraba que las clases medias eran en cierta medida la aristocracia “natural” de un
mundo post-absolutista que reconocía derechos civiles y de participación política
vinculados a la propiedad (Sánchez León, 2007). Frente a un Antiguo Régimen que
separaba a los grupos ante la ley por medio del privilegio, el liberalismo seguía
reconociendo las diferencias sociales, pero sólo en términos económicos, y aconsejaba dar
el máximo protagonismo político no a la vieja aristocracia de la tierra y el privilegio sino a
las clases medias, que encarnaban los nuevos valores de actividad económica,
enriquecimiento individual sin menoscabo del bien común y movilidad ascendente, lo cual
las situaba en idóneas condiciones para mediar en las diferencias entre clases altas y bajas.
La alternativa era, o un gobierno dominado por la vieja aristocracia terrateniente, que no
conseguiría avances significativos en la producción de riqueza —con la consiguiente
agitación de un pueblo convertido en fundamento de soberanía—, o el gobierno popular,
con su supuesta natural tendencia al desorden.
El liberalismo no aspiraba a acabar en ese sentido con las diferencias de clase; al
contrario, asumía que las desigualdades naturales entre los hombres tenían que contar con
un adecuado correlato en la organización social, pero el sistema político debía funcionar
como un mecanismo adecuado de representación de unas clases por otras y al mismo
tiempo como un promotor de la riqueza colectiva e individual, de manera que un día todos
(los varones adultos) tendrían propiedad y cultura suficientes —consideradas marcas de la
capacidad para anteponer el interés común al particular— para granjearles a todos el
derecho al voto. En suma, el imaginario de las clases medias era un receptáculo que servía
para ubicar socialmente una serie de referentes morales en alza, y servía a la vez como telos
hacia el que se esperaba que la sociedad iría evolucionando con la implantación del
gobierno representativo.
En el caso de España, y por motivos que no vienen aquí al caso, la concepción de las
clases medias y los atributos a ella aparejados produjeron mucha más ambivalencia
discursiva, mucha más polémica acerca de su idoneidad, como bien recoge el artículo
mencionado —con esa reticencia a dar valor a las clases medias antes de Franco— y esto
marcó profundamente la trayectoria histórica del liberalismo. Los efectos de esta
singularidad en el largo plazo se hacen manifiestos en frases famosas como la de Manuel
Azaña quien, al establecerse en 1931 la república y con ella el sufragio universal, afirmó que

en 1958: “Las promesas hechas en los momentos difíciles para nuestra patria están cumpliéndose
hoy. La victoria nacional es una victoria de todos y para todos los españoles. En España no existe
ninguna clase vencida; todas las clases son vencedoras” (cit. par. Amaya Quer, 2008: 522).

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“por fin en España gobiernan las clases medias”. Este suspiro tenía toda una carga de
profundidad, pues venía a decir que sólo con la democracia política se había cumplido el
sueño del liberalismo de dar el poder político a las clases medias. El problema es que esta
frase fue pronunciada en un contexto en el que otros lenguajes fuertemente clasistas
competían ya por las clasificaciones sociales. Por decirlo de otra manera —recordando
ahora las palabras de Miret Magdalena de los años setenta— donde Azaña y una
determinada cultura republicana veían clases medias, otros actores con capacidad
discursiva, como los líderes sindicales y de partidos obreros, veían más bien una avara,
miope, conservadora y explotadora “burguesía”. A la supuesta virtud, en fin, de un
gobierno de clases medias, otros discursos contraponían ya entonces la virtud de una clase
obrera desplazando a la “burguesía” por su incapacidad de realizar su función histórica de
modernizar el país económica, social, política y culturalmente.
Sobre este trasfondo y trayectoria, la revancha franquista tras la guerra de 1936,
erigida sobre la desarticulación de todo ese escenario institucional y discursivo heredado
del siglo XIX, consistió en tratar de edificar un nuevo orden social cuyo centro fueran de
manera definitiva las clases medias en tanto que superadoras de los enfrentamientos
políticos originados en las fuertes divisorias de clase del período anterior. Pero esto se hizo
precisamente negando el dictum liberal de que las clases medias debían ser la base social de
un gobierno representativo, con libertad de elección política, soberanía popular expresada
en un legislativo independiente y derecho individual al voto.
Este imaginario de clase media despolitizada y a la vez equiparada con los valores
centrales de orden y paz extensibles al conjunto de la sociedad son un producto de la
cultura dominante durante los años sesenta. Ya desde mediados de los años cincuenta la
literatura mesocrática promovida por el régimen se fue reformulando para efectuar una
ruptura con las imágenes heredadas de las clases medias (vid. p.e., Murillo Ferrol, 1959).
Pero la clave para comprender su originalidad contextual y su potencia como retórica se
encuentra en el hecho de que su extensión social no fue sólo un derivado de la propaganda
del régimen, sino que a ella contribuyó decisivamente asimismo la emergente oposición.
En efecto, lejos de ser cuestionada por la oposición, es decir, de producir un
rechazo como el que iban produciendo a lo largo de los sesenta muchos de los fundamentos
de legitimidad del régimen, este discurso mesocrático se incorporó con fuerza al discurso
antifranquista. Incluso puede decirse que fue el aporte de la oposición intelectual el que
terminó de darle forma y perfilarlo, llevándolo a cotas de formulación que el propio
régimen no llegó nunca a lograr.
Dicho discurso sobre la centralidad social de la clase media está íntimamente
imbricado con los orígenes de la oposición antifranquista. El personaje clave es, tanto en un
terreno ideológico y político como intelectual, incluso académico, Enrique Tierno Galván.
Tierno es considerado, junto con Aranguren y algunos de los de la llamada “generación del
56”, una de las piezas clave de la oposición a la dictadura. Fundador del Partido Socialista
del Interior, desde mediados de los años sesenta Tierno fue adoptando una postura de
creciente desafío abierto al régimen, que le llevó a perder su cátedra en derecho político en
1965, la cual no recuperaría hasta después de muerto Franco, y le obligaría a un periplo

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laboral en el exilio en la segunda mitad de los años sesenta (sobre la figura y la obra de
Tierno Galván, Romero Ramos (2013), y Sánchez León (2014).
Esta faceta de la trayectoria de Tierno es bastante conocida; lo que es en cambio
mucho menos sabido es que este filósofo político y de la ética en realidad se convirtió en el
introductor de facto de la sociología en España, en un proceso que arranca ya de la segunda
mitad de los años cincuenta. En efecto, Tierno Galván se dedicó para empezar a divulgar
las teorías sociológicas funcionalistas en el rancio ambiente académico franquista; utilizó de
hecho el funcionalismo para acosar las fuentes y formas de reflexión sociológica de los
académicos profranquistas, oponiendo a lo que denominaba “ensayismo”, los principios de
las nuevas corrientes sociológicas del mundo académico angloparlante (Romero Ramos,
2004). Con el funcionalismo, abrazó toda una teoría de la modernización que entonces
tenía además en la reflexión sobre las clases medias un objeto de estudio privilegiado, en
textos bien reputados ya entonces como los de Wight Mills, Dahrendorf, Laski, etc.
Con estas herramientas y un bagaje anterior de reflexión sobre la cultura española
de su tiempo y la heredada de toda la singular modernidad española, Tierno elaboró desde
comienzos de los años sesenta una serie de propuestas teóricas y de interpretaciones
sociológicas sobre el rumbo de la sociedad española tras el impulso de los Planes de
Estabilización extendidos en forma ya de Planes de Desarrollo. El centro de toda esta
reflexión es el concepto de clase media, que fue perfilando a través de una serie de ensayos
sobre el cambio social modernizador.
Así, en su estudio de 1964 Humanismo y sociedad, Tierno ofrece una
caracterización de los países en función de su grado de subdesarrollo. Lo que caracteriza en
su esquema a los subdesarrollados es que se mantienen “en el estadio de la productividad
con preferencia al del consumo” (Tierno Galván, 2009, III: 130), o dicho en otros
términos, “no han rebasado la fase del capitalismo definida por el empresario como agente
de productividad y por un consumidor constantemente insatisfecho”. Lo que los países
subdesarrollados producen es un consumidor insatisfecho e infrarreconocido socialmente.
El cambio estructural consiste en “pasar de la productividad, en cuanto factor esencial, al
consumo”. España no entra para él en la categoría de subdesarrollado sino en la de
semidesarrollado o casi desarrollado, el cual está caracterizado por tener una “estructura
social en transición”. En ella predomina ya no obstante el consumidor satisfecho, que
necesita que las autoridades respondan adecuadamente a sus demandas como consumidor,
pero que en cambio no cuestiona el modelo productivo en su totalidad.
Pese a las diferencias ideológicas, no hace falta subrayar los ecos del discurso de la
OSE. Al igual que en la mitografía franquista, en su esquema lo característico de los países
subdesarrollados es la persistencia de fuertes divisorias de clase, que afectan a su vez a la
manera en que los grupos sociales se conciben unos respecto de otros. En otras palabras, al
entrar en la fase transitoria hacia el desarrollo, “se inicia la transformación del
“proletariado” y del concepto tradicional de clase basado en el enfrentamiento abierto”.
Más tarde dirá que
de este modo el concepto de “proletario” se convierte desde un punto de vista
preferencialmente psicológico cada vez más en expresión de diferencias de
actitudes que dependen del nivel de cultura personal y que no están tan

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condicionadas por diferencias económicas profundas (Tierno Galván, 2009, III:


606).
Toda concepción fuerte de clase social ha desaparecido en pro de un sistema de
estatus más fluidos cuyo eje referencial es la clase media11.
A continuación en ese mismo año de 1964, redacta un ensayo titulado Acotaciones
cuyo centro es el concepto de bienestar. En su definición bienestar significa “comodidad”,
pero asimismo “un nivel de consumo suficiente para que la conciencia de clase no sea
“mauvaise conscience”” o falsa conciencia. Y añade: “el ámbito del bienestar exige que
aquello que en general se entiende por necesidades primarias y secundarias queden
cubiertas para todos con un mismo índice de eficacia, todos han de tener nevera, lavadora,
coche” (Tierno Galván, 2009, III: 401). También significa “un nivel de consumo estético y
de ocio semejante, al menos en los niveles mínimos”, así como “confianza en los poderes de
este mundo”. Más adelante, en 1966, afirmará que lo propio de una sociedad desarrollada
es la “toma de conciencia del derecho al bienestar” material (Tierno Galván, 2009, III:
606).
La dimensión política de esta propuesta teórica es evidente: Tierno está perfilando la
base social para una coalición reformista que tenga visos de superar la dictadura, y en ella el
eje es la clase media. Por esas mismas fechas, en el número 1 de la revista Cuadernos de
Ruedo Ibérico, concede una entrevista programática en el curso de la cual propone la
“incorporación de las clases medias” a la movilización antifranquista (“Diálogo con el
profesor”, 1965). Poco más de dos años después, una vez expulsado del PSOE en enero
de 1968, presenta el programa del PSI, en un boletín clandestino titulado El socialista en el
interior. En él respalda abiertamente por ejemplo a las Comisiones Obreras definiéndolas
frente a la UGT como “el principal instrumento de lucha que tiene la clase trabajadora para
mejorar el nivel de vida, para reivindicar sus derechos y conseguir las libertades
democráticas sindicales” apoyando la construcción de “un poderoso sindicato
democrático, unitario y no partidista”.
Pues bien, dedica el segundo artículo programático a reflexionar sobre “El
socialismo y las clases medias”, en el cual resume los argumentos que ha ofrecido en otras
obras, como que la tendencia constante en Occidente es a la disminución de la distancia
entre los niveles económicos, etc. Pero va más allá: combate a quienes desde la izquierda
piensan que la clase media no se define por atributos propios sino por la presencia de las
dos grandes clases enfrentadas —el “proletariado” y “los ricos”—, y opina que por el
contrario estamos ante “el estrato social que se caracteriza por protagonizar con más fuerza
que el proletariado y la alta burguesía las contradicciones morales y las contradicciones

11“Constituye un grupo de estructura tan fluida que sólo es diferenciable desde posiciones extremas
—muy ricos y muy pobres— que van desapareciendo por el proceso de nivelación económica y de
socialización. En la medida en que pierde estructura aumenta los elementos psicológicos de
valoración, hasta el punto de que la oposición construida por Marx y Engels entre proletariado y
burguesía se convierte cada vez más en el mundo occidental en una oposición de carácter
psicológico, sin figuración estructural concreta. La reducción de la lucha de clases a tensión
psicológica individual convierte a la categoría clase en un instrumento intelectual de escaso alcance
sociológico” (Tierno Galván, 2009, III: 587).

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políticas” de una sociedad (Tierno Galván, 2009, III: 1168). De ahí concluye nada menos
que es “la que sufre con más profundidad la ausencia de libertad”.
A partir de esta antropología mesocrática desarrollaría Tierno toda una teoría del
cambio político en España, una demoledora crítica del franquismo como orden
institucional, capaz tal vez de impulsar el desarrollo de las clases medias, pero incapaz de
dar respuesta adecuada a las demandas de ésta una vez extendida socialmente. Conviene
apreciar aquí que al hablar de clases medias Tierno no se está refiriendo a una realidad
social independiente de un campo semántico moral: lo que define a las clases medias no es
sólo ni tanto una actividad económica o una posición en la estructura social, sino
esencialmente un capital simbólico, que es el que le da valor distintivo como grupo. Uno de
los principales rasgos morales definitorios de esta clase media es, según Tierno, el “sentido
común”, que de alguna manera al extenderse socialmente cancela los grandes debates
existenciales de la modernidad española. El asunto no es baladí; con caracterizaciones como
ésta, Tierno Galván está fundando socialmente el final de los largos debates sobre “el
problema de España”, algo a lo que en esas fechas se dedicaban con denuedo también otros
intelectuales franquistas y antifranquistas (Juliá, 2004).
Un nuevo mundo necesita nuevas formas de conocimiento. En Conocimiento y
ciencias sociales (1966) argumenta que el sentido común es “la base de la sociología”
(Tierno Galván, 2009, III: 577), una zona intermedia entre las respuestas racionales y las
creencias irracionales que al parecer define la identidad del “español medio”, del hombre
medio en general, de ahí que venga su estudio a ocupar el que clásicamente correspondía a
la filosofía. Desde la sociología, sentencia, “se comprende que la convivencia es posible
porque produce sentido común, y se interpreta desde el sentido común” (Tierno Galván,
2009, III: 579).De aquí se destila el segundo rasgo moral definitorio de las clases medias,
que según Tierno es la aversión a la violencia como forma de expresión y demanda de
políticas. Esta obsesión no es nueva en el viejo profesor. Ya en 1963 había dedicado un
texto político entero titulado “Política y sentido común” a arremeter contra determinados
jóvenes radicales, que identificaba con el FELIPE (Frente de Liberación Popular), por su
supuesta propensión a abandonar el sentido común en la búsqueda de soluciones violentas
al cambio de régimen, y auguraba entonces ya que si no se ponían en marcha políticas
basadas en y promotoras del sentido común, tal vez no se podría evitar que se diera entre
los jóvenes un repunte de lógicas propias de consumidores insatisfechos12.
Que Tierno Galván pergeñó toda una reflexión sociológica en torno de un
imaginario de clases medias como sujeto legítimo del cambio democrático es algo que
debiera estar fuera de duda. También es cierto que, a pesar de su posición de autoridad
dentro de la oposición culta al franquismo, la divulgación de sus obras no fue excesiva.
Podría pasar, en fin, por otro sujeto marginal en la vida cultural e intelectual española de los

12 Aunque achacaba la situación a la mala gestión del desarrollo por las autoridades franquistas, el
texto está lleno de prejuicios hacia la emergente juventud radical que más tarde se vinculará al Mayo
del 68 francés. Afirma así que los protagonistas de esta actitud pro-revolucionaria son “hijos de
buenas familias”, “diplomáticos, aristócratas, hijos de altos jefes militares”… y mujeres jóvenes
(Tierno Galván 2009, III: 1030). La violencia no echa en cambio al parecer raíces en la educación
de los hijos de clase media.

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años 60, aunque sin duda menos marginal que tipos como Noguerol en la de los setenta.
Pero, al igual que sucede con los poetas underground, no debemos engañarnos aquí. Pues
los contenidos de su propuesta sí alcanzaron prestigio, tanto en el seno de la cultura de
oposición como en el nivel más académico. Lo hicieron no de forma directa, sino por
mediación de la primera generación de sociólogos profesionales españoles, cuya puesta de
largo como expertos tuvo lugar alrededor de trabajos sobre las nuevas clases medias.
Me refiero en concreto a una tríada de sociólogos de primera hornada, Salvador
Giner, Salustiano del Campo y José Félix Tezanos, generacionalmente ubicados a caballo
entre el 56 y el 68, y que elaboraron sus tesis doctorales sobre clases medias. En el caso de
del Campo este interés ha perdurado en el tiempo conformando su perfil de especialización
profesional (Del Campo, 1988). Igual de interesante es la primera obra de Tezanos, cuyo
título sintomático es Las nuevas clases medias (Tezanos, 1973), una investigación sobre los
trabajadores de cuello blanco de la banca que subrayaba los rasgos planteados por Tierno
Galván en sus reflexiones, apoyándose en lo más granado de la sociología estructural-
funcionalista de la época.
Es esta primera generación de sociólogos propiamente dichos en España, desde
Salvador Giner a José María Maravall, pasando por Amando de Miguel y Víctor Pérez Díaz
—que han pasado a la historia como padres fundadores o primeros representantes egregios
de la sociología española según el patrón que se venía expandiendo por el mundo
académico europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial— la que con sus estudios
contribuyó decisivamente al metarrelato sociológico de la transición, edificando una imagen
de modernización estructural producida sin vinculaciones institucionales con el régimen
franquista. Merecen estudio aparte. Sólo subrayar aquí que el denominador común de
todos estos estudios es el supuesto, más que la conclusión, de que el auge de la clase media
revela la reducción de las desigualdades sociales en España, el aumento de la movilidad y de
la valoración de la cultura y la educación, el advenimiento de la sociedad de consumo y las
nuevas formas de ocio dirigido, así como el reclamo de una política de masas reacia a las
aventuras políticas arriesgadas. En palabras de Salvador Giner, las clases medias conforman
la “estructura social de la libertad” (Giner, 1980).
A comienzos de los años setenta la izquierda antifranquista poseía ya un acabado
imaginario mesocrático. No era, sin embargo, un signo distintivo. También entre la
burocracia tardofranquista se daba ese consenso. Un ejemplo que debería sobrar es el
discurso de José Ortí Bordás en 1970 en la apertura de un congreso organizado nada
menos que por el Instituto Internacional de Estudios de las Clases Medias, un think tank
abierto por el propio régimen. Bordás, perteneciente a la nueva hornada de burócratas del
Movimiento que no habían vivido la guerra y despuntaban como una prometedora solución
de recambio para las élites del régimen, afirmó entonces que “la Clase Media es
posiblemente hoy, política y culturalmente, la más decisiva e influyente en nuestro país”
(Ortí Bordás, 1970). La diferencia entre este discurso y el de opositores notables como
Tierno es que Ortí Bordás añadía: “entiendo que éste es un pueblo gobernado por su
mesocracia”. En cambio para la oposición, ese era justamente el problema de fondo,
expresado en la falta de políticas sociales verdaderamente niveladoras, y de libertades
expresivas de los nuevos valores de clase media.

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La consecución de un marco político y de libertades que garantizase que España


estuviera gobernada por unas clases medias identificadas con el grueso de la población
estaba en la base del consenso tácito de la oposición. Al menos una manera de entender la
transición, y una manera relevante desde una historia de las representaciones sociales,
estaría dibujada en este sueño colectivo. Ahora bien, para que dicho sueño adquiriese fuerza
retórica debía lograr persuadir de que esas clases medias eran cualquier cosa menos un
producto del franquismo y de sus políticas de desarrollo. Al igual que en otros terrenos, la
“realidad” desmiente tal pretensión: una parte relevante, crucial y predominante de la
oposición antifranquista surgió de las entrañas del propio régimen en su evolución, desde
las comisiones obreras, cuyos cuadros surgieron o pasaron por las filas del sindicalismo
vertical corporativo y sus escuelas de mando a las asociaciones de vecinos, legisladas y
fomentadas por las propias instituciones del régimen en un primer momento, pasando por
los principales intelectuales antifranquistas, que en general contaron con orígenes falangistas
o nacional-católicos (Fishman, 1990; Díaz, 1992).
Las clases medias en auge en los años sesenta fueron factor y signo del desarrollismo
franquista, no de una sociedad civil ajena a la dictadura ni menos de unas actitudes
antifranquistas. Lo relevante aquí no es sin embargo la “verdad histórica” del tema sino que,
en la medida en que no hemos tomado conciencia de la relevancia de estos imaginarios
sociales y de su imbricación en la cultura española de la dictadura a la democracia, no
hemos sido capaces de comprender procesos de construcción de identidad como el que
nos ofrece Xaime Noguerol en la entrada de su librito de poemas.

Poética del desclasamiento frente a moral del desencanto


Tal vez he dado una vuelta un tanto larga, pero me parecía que era la única manera
de hacer ahora creíble el argumento que me proponía exponer. Comencé afirmando que un
texto marginal como el que abre Irrevocablemente inadaptados, de Xaime Noguerol,
esconde en realidad algunos arcanos importantes sobre la transición española a la
democracia. Después he continuado diciendo que los relatos disponibles sobre la transición
poseen un subtexto sociológico sin un distanciamiento del cual es imposible obtener un
marco alternativo de interpretaciones; por último he esbozado los contornos de un universo
de convenciones morales en expansión centradas en un imaginario de clase media y que
funcionaría como eje conceptual de todo el metarrelato que atraviesa las narrativas sobre el
cambio democrático en España.
Pues bien, la relevancia de textos como el de Noguerol reside en que contienen
rastros del único discurso sobre la transición producido en el contexto mismo de la
transición que está elaborado desde una perspectiva consciente de alejamiento de esas
convenciones morales compartidas que configuraban la cultura de clase media dominante
en la España de entre los años sesenta y setenta. Cuando Noguerol habla de una “educación
de pus”, a lo que hace mención es al elenco de valores que nutrían el imaginario
mesocrático puesto de largo tanto por las autoridades franquistas cuanto por la cultura de
oposición.
Podemos ahora volver, al observarla desde este prisma, sobre la encrucijada de esa
identidad generacional de la que hablaba Noguerol. La huida de estos jóvenes no era

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respecto de una educación nacional-católica sino de todo un sistema moral más amplio y
que tenía todo un fundamento sociológico. Puede en este sentido ser entendida como la
expresión de un desclasamiento, siempre que demos a este concepto el sentido de romper
activamente con unas determinadas convenciones morales y con las prácticas sociales que le
van aparejadas, no el de simple pérdida de estatus.
Siempre que se sale de un mundo identitario es para entrar en otro, como nos
recuerda Alessandro Pizzorno (1986). De una lógica de desclasamiento como la que
planteo que experimentaron jóvenes radicales como Xaime Noguerol se esperaría que
produjera la entrada en otro círculo de reconocimiento igualmente de corte clasista; en este
caso lo esperable sería entonces su autoinclusión en el nivel directamente inferior dentro de
la escala social, es decir, el proletariado, la clase obrera, que entonces era un grupo
funcional y social realmente extendido y mayoritario en la sociedad española. Pero si la
perspectiva que he tratado de edificar tiene algún viso de credibilidad esto es algo que no
debería ser en absoluto esperable, ya que el imaginario de clase obrera se hallaba a la altura
de los años sesenta en plena retracción, condicionado cuando no desdibujado y marginado
por el peso de los valores y referentes de clase media.
Incluso a escala de discurso político esto era algo notorio y manifiesto a la muerte
de Franco, según pone de manifiesto la irrupción de un sujeto colectivo determinante para
la ruptura democrática con el franquismo, el llamado movimiento vecinal. Este convocó las
manifestaciones más exitosas y pobladas con diferencia del período anterior a la legalización
de los partidos políticos a comienzos de 1977. Pues bien, los observadores y participantes
(y los observadores-participantes) en dicho movimiento compartían ya entonces sin la más
mínima discrepancia la idea de que la característica esencial —y más atractiva, por
descontado— de este movimiento es que en su seno se diluían las identidades clasistas —a
traducir por obreristas o proletarias—— precisamente por la fuerte presencia en ella de
profesionales liberales que entonces eran clasificados como sujetos naturales de la clase
media (Villasante, 1976; Castells, 1983).
Si los jóvenes de los sesenta deseosos de desclasamiento no se insertaban en la
cultura de la clase obrera era debido a que el peso del imaginario mesocrático había a su vez
arraigado con fuerza en los valores de los trabajadores españoles. Como dice López Pintor,
uno de los rasgos distintivos de la cultura de los españoles de mediados de los años setenta
es que, en plena crisis económica y con unas expectativas bastante poco halagüeñas para el
país en conjunto, los recién estrenados ciudadanos decían entonces tener bastante confianza
en su futuro social y económico. Una de las paradojas de esta época consiste así en que una
inmensa mayoría de los trabajadores se sentía, bien participando, entrando con éxito o
pronosticando su inclusión en la clase media de la que huían en cambio minorías de jóvenes
“de clase media”. Los miembros de las clases trabajadoras en sentido estructural estaban
entonces convencidos de que estaban experimentando una movilidad ascendente o de que
debían ir adquiriendo los valores y convenciones de esas clases medias en cuyos rangos
aspiraban a incorporarse ellos (y en parte también sus hijos). En ese sentido, el
desclasamiento de jóvenes como Noguerol no podía realizarse con éxito hacia abajo, es
decir, hacia peldaños inferiores de la escala social.

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Se trata de una hipótesis, pero que cuadra bastante bien con una explicación sobre
todo el ciclo de políticas del bienestar tardío de la España de los últimos treinta años. Esta
puede entenderse como basada en un consenso de partida de corte interclasista, nacional,
urdido por emulación de los niveles de bienestar imaginados como propios de las clases
medias y que hunden sus raíces en el desarrollismo franquista. Se trata de una hipótesis que
ayuda a comprender mejor determinadas continuidades en prácticas, valores colectivos por
encima de diferencias de cultura, identidad territorial, etc., que son normalmente
identificadas pero no siempre explicadas. Pero lo que aquí interesa son otras dimensiones
del asunto.
Por un lado, esta interpretación ofrece una visión distinta sobre las causas del
desencanto y su sociología durante la transición a la que aporta Teresa Vilaròs en su
conocido estudio (Vilaròs, 1998). Para esta autora, la crisis del fin del franquismo habría
supuesto el fin de la utopía sobre la que la oposición había construido parte de su discurso,
pero también implicó la súbita desaparición del referente por el que, por negación, la
oposición había construido su identidad a lo largo de los setenta, de manera que la
sensación de vacío dejada por esa doble ausencia —del paternal dictador y del sueño de
acabar con él— sería la fuente del desencanto colectivo. Ahora podemos ver el fenómeno
del desencanto desde una perspectiva más amplia y profunda, pues desde los años sesenta
ese discurso utópico había venido acompañado de otro bastante menos utópico, cuyo eje
era el horizonte de ascenso social mesocrático que había ido calando en una parte
importante de los españoles durante el desarrollismo independientemente de su
implicación en la oposición antifranquista, proceso que no desapareció sino que, al
contrario, más bien se exacerbó tras la muerte de Franco.
El desencanto no afectó por igual a toda la población, pero Vilaròs viene a sugerir
que en quienes más influyó, o al menos para quienes se convirtió más en encrucijada, fue
para quienes más habían moldeado su identidad con los discursos utópicos. Mi
planteamiento es distinto. Viene a decir que el desencanto es el efecto del choque entre
imaginarios utópicos y mesocráticos, un choque que se produjo irremediablemente con el
establecimiento de los pilares de la democracia representativa: elecciones, partidos y
constitución. Esta hipótesis necesita ser aún mejor perfilada, pero es posible de antemano
anticipar desde ella algunas conclusiones relevantes para el tema que vengo abordando.
Pues visto así, donde menos calaría la moral del desencanto sería entre quienes
venían convirtiendo en seña de identidad la huida de las convenciones mesocráticas en alza,
pues en ellos no se produciría un choque de imaginarios como el del resto de la población y
especialmente entre los miembros de la oposición emergente ya en los años sesenta. El
desencanto de la transición no tiene su caldo de cultivo ni su manifestación predominante
en personas como Noguerol y compañía, a pesar de lo cual se les adjudicó el apelativo de
“pasotas”, término con el que los sociólogos del 68 demonizaron a todos los jóvenes
radicales que no mostraban una postura aquiescente con las recién estrenadas instituciones
políticas representativas (De Miguel, 1979). Pero sigamos.
He dicho antes que estos jóvenes radicales no encontrarían en los ambientes sociales
dominantes entre los trabajadores de los años setenta el espacio vital alternativo adecuado a
su desclasamiento. Podían sin embargo tal vez haber tratado de recuperar el imaginario

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clasista, obrerista y anti-mesocrático que había sin duda tenido una incidencia notoria en la
cultura política española en el primer tercio del siglo XX. Y sin embargo, tampoco había en
los años setenta condiciones para una suerte de desclasamiento, digamos, hacia atrás, pues
la memoria de los años treinta había sido cercenada por el cambio estructural, el éxodo
rural, y la descomposición de la cultura tradicional operados durante la larga dictadura. En
esto la experiencia juvenil durante la transición sería bastante semejante a la dominante,
dominada por la cesura cultural respecto del pasado traumático y sus protagonistas.
Una prueba indirecta de ello la tenemos de nuevo en el textito de Xaime Noguerol.
Este se sirve de figuras retóricas de corte bélico para expresar el drama de su construcción
identitaria. Semejante licencia literaria encontraría seguramente algunos públicos sensibles,
pero no desde luego entre los testigos de otra guerra, la de 1936-1939, quienes es probable
que reprochasen a Noguerol el atrevimiento de equiparar implícitamente aquella guerra
heroica y total con minucias como la educación en valores mesocráticos. No creo que el
mensaje de Noguerol se pudiera transmitir con facilidad hacia quienes habían vivido la
Guerra Civil, y ello es indicador de todo un profundo cambio de referentes y lenguaje entre
estos jóvenes de la transición respecto de la generación de sus padres.
Ni hacia abajo ni hacia atrás, entonces. Parece que al menos podía plantearse un
desclasamiento hacia fuera, es decir, estos jóvenes podían mirarse en el espejo de la
juventud de otros países. Como hemos visto, Noguerol relata sin embargo una experiencia
truncada, decepcionante en este terreno. Por sus palabras, aquí sí parece cuadrar un
término como el de “desencanto” entre los jóvenes desclasados moralmente como Xaime
Noguerol. En realidad lo que se nos señala no es un desencanto, sino dos. Primero está el
que parecen haber sufrido los jóvenes anglosajones respecto del sentido de la vida, del
deseo en general; después, el de los jóvenes españoles como Noguerol al percibir este
desencanto de sus iguales del norte de Europa. A la luz de lo que dejó escrito Xaime
Noguerol en 1978, los jóvenes de cuya generación él se considera representante o
representativo han sufrido “desencanto”, no respecto de la evolución de la alta política,
como sucedió en España al hilo de la implantación de la democracia, sino respecto de los
efectos morales de las libertades tal y como aparecen encarnados por otros jóvenes
extranjeros. Son los jóvenes nórdicos, vistos así, los que se acercan a ese otro grueso de
españoles adultos desencantados con la democracia recién instituida en España. Pero
justamente por contraste con los jóvenes españoles que se consideran irremediablemente
inadaptados.
La manera que tiene Noguerol de hablar de ese encuentro truncado con la
generación “hija de la democracia anglosajona” arroja otra luz significativa. Los adjetivos
escogidos son claramente negativos, mas no remiten de modo directo al universo semántico
de la política ni tampoco son estrictamente hablando términos referidos a cultura: el autor
habla de una generación “hastiada, desolada y sin deseos”. No dejan de ser términos que
por negación refieren a valores fuertes, de los que, por recuperar de nuevo a Taylor, dan
sentido a la vida, producen identidad. Noguerol nos está señalando que la razón última del
desencuentro con estos jóvenes de países con democracia se debe a algo más allá de las
diferencias políticas o culturales, algo que da sentido a esas otras dos dimensiones pero las
trasciende e integra.

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Antes de extraer conclusiones sobre esto es obligado incorporar aquí un colectivo


hacia el que los jóvenes de los setenta sí podían dirigirse en su desclasamiento. Me refiero al
peldaño social inferior a la clase obrera, el lumpen. El viejo “Cuarto estado” del siglo XIX
había sufrido también importantes transformaciones bajo los efectos del desarrollismo,
recomponiéndose desde unas lógicas económicas que no han sido objeto de análisis, y
reproduciéndose con fuerza en los márgenes del orden social de la mano del éxodo rural13.
Sin necesidad de esperar a mayores resultados sobre un tema descuidado, es posible afirmar
sin temor a error que todo ese universo social se hallaba entonces en plena reestructuración
en sus prácticas y contornos morales debido, entre otras cosas, a la aparición de nuevas
formas de socialización, marcadas muy especialmente por el consumo de drogas.
En el lumpen, los Noguerol sí hallarían una posible alternativa vital, aunque entrar
en ese mundo podía suponer pagar un elevado precio en salud física y mental. La atracción
de los jóvenes de los setenta por ese universo en transformación y ebullición es innegable, y
da una fundamentación sociológica a un término tan de época como underground.
Conviene no obstante matizar este acercamiento al mundo social marginal. El
desclasamiento hacia la “bohème” no tenía nada de novedoso a esas alturas del siglo XX: de
hecho parece ser una tendencia natural en las generaciones de la modernidad (Marcus,
1993). Lo que no está tan claro, sin embargo, es que en España ese tipo de desclasamiento
—más abajo o en las afueras del mundo obrero— contase con una memoria tan continua y
definida como como en otros contextos europeos, como el francés. Sabemos muy poco
sobre la pervivencia de focos de cultura urbana marginal durante la dictadura, pero
podemos admitir de partida que en el contexto de los años setenta el acercamiento al
lumpen estuvo particularmente tensionado por la ausencia de tradiciones sólidas en las que
apoyarse. Durkheim habría predicho que el resultado de ese periplo identitario tenía que
ser la anomia; y en efecto, para muchos de estos jóvenes la autodestrucción se convirtió en
una opción, fuera o no a raíz de un proceso de acercamiento al “cuarto mundo”, como
también la locura se terminó imponiendo (Labrador, 2008).
Es importante introducir aquí un último quiebro. Pues parecería que se está dando
por descontado justamente lo primero que hay que explicar: es decir, por qué en última
instancia estos jóvenes “huían” de los valores de clase media en los que habían sido
educados. Una parte de esta respuesta hay que buscarla en el hecho de que el propio
imaginario mesocrático era, en la versión instituida bajo el desarrollismo, también un
universo moral sin tradición sólida en la que apoyarse, y esto hacía que necesariamente
proliferasen las contradicciones entre discursos y prácticas, entre ideales y
comportamientos. He aquí una singularidad de esa cultura social emergente: al tratarse de
un mundo moral aún en construcción, el efecto-salida podía llegar a ser muy fuerte, mucho
mayor que en otros contextos nacionales donde el reinado de los valores mesocráticos
estaba más asentado históricamente (sobre Gran Bretaña véase Wahrman, 1995). La otra

13 Un destello sobre las secuelas de esta cultura plebeya, aunque debidamente segmentada y
convertida en producto de consumo cultural para el siglo XXI y más bien centrada en los
estereotipos a que dio pie, se refleja en la exposición “Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle”
acogida por el CCCB en 2009.

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mitad de la explicación, lógicamente, es la que remite al comienzo de este texto: ser


socializado en valores de clase media bajo una dictadura fuertemente reaccionaria añadía a
las contradicciones discursivas de la emergente antropología mesocrática otra decisiva entre
predicados de libertad individual y ausencia de libertades colectivas. Esta sería una buena
traducción del término “educación de pus” de Noguerol. Y el problema para jóvenes como
él era que huir de una educación en valores de clase media sin tradición y bajo una
dictadura que estaba logrando extenderlos por el todo social equivalía a no tener adonde ir.
Ni siquiera al extranjero, donde la juventud parecía asumir de modo aquiescente la ausencia
de alternativas.
Llegados a este punto cobra sentido la definición de la experiencia vital de esta
generación como poética. El desclasamiento sería, para muchos de estos jóvenes de los
setenta, un proceso casi tan forzoso como necesariamente creativo, por mucho que lo
creativo y lo destructivo o autodestructivo funcionasen a menudo en ellos como una
dialéctica. Creación no es aquí un término estético, es decir, no es que la creación (artística)
viniera a suplir la ausencia de otras actividades de socialización sino que, dado que los
grupos a los que estos jóvenes podían acercarse estaban siendo socializados en valores
mesocráticos o carecían de tradiciones de comunicación, sus opciones vitales tenían que ser
en gran medida inventadas. En un escenario de constricciones como éste, las fronteras entre
la creación artística y la creación de alternativas morales estaban llamadas a desdibujarse
para muchos jóvenes hasta resultar intercambiables.
El nexo crucial entre ambas sería la política, o más acertadamente lo político. Pues la
actividad expresamente política de la juventud radical de los setenta está fuera de dudas. Lo
original es que ésta no estuvo dominada por formas de participación entonces ya definidas
como “convencionales” por los sociólogos de la época cuando clasificaban la actividad
política de los ciudadanos, es decir, ejerciendo el voto y opinando sino que nutrió una parte
importante de las experiencias asamblearias y de movilización alternativa de la época
(Maravall, 1982b). Muchos de estos jóvenes fueron a parar a los Nuevos Movimientos
Sociales que comenzaban entonces a despuntar, cuyo eje eran cuestiones de identidad, de
crítica de la vida cotidiana y de las costumbres establecidas y la reivindicación de
alternativas morales… (Sánchez León, 2010; en general, Calhoun, 1993). Frente a lo que
plantea Vilarós, estos jóvenes no parecían experimentar el “mono” del paternalismo
franquista desaparecido, sino el claro deseo de enterrarlo junto con el resto de las
instituciones de la dictadura y así establecer un mundo de relaciones de solidaridad
igualitaria14. Y es que la percepción que del contexto tenían estos jóvenes radicales era que
en el terreno moral la sociedad española no había experimentado cambios profundos con la
transición sino al contrario, la consolidación y fijación de un imaginario que aquí he

14 Es la impresión que deja también el recuerdo de activistas políticos de época, como Miguel
Romero, líder de la Liga Comunista Revolucionaria, un partido de inspiración trotskista, quien en
sus memorias identifica la cultura y la praxis de la última etapa de clandestinidad como presidida
entre la juventud radical por una profunda fraternidad, en efecto diluida durante el proceso de
transición, pero no por la nostalgia inconsciente de un pasado marcado por la autoridad sino
debido al auge de tendencias individualistas y arribistas entre propios y extraños. Vid. Equipo CCR
(2014: 77-80).

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definido como mesocrático, producto agregado de aportaciones franquistas y


antifranquistas desde los años sesenta.
La encrucijada de jóvenes como Noguerol habría consistido en suma en la necesidad
sentida de construir su identidad transgrediendo, no ya pautas culturales establecidas u
opciones políticas en auge, sino los imaginarios morales instituidos y sobre los que éstas se
asentaban. Es decir, las convenciones morales del franquismo sociológico, que seguían
perfectamente activas tras la muerte de Franco. En otro lugar he tratado de señalar que esta
postura colectiva derivada de una encrucijada generacional volvía potencialmente contra
ellos, no sólo a las sensibilidades profranquistas sino asimismo a las antifranquistas que
entonces se movilizaban en la calle y se movían en los despachos estableciendo los
acuerdos-marco de la transición (Sánchez León, 2003). Pues ambas tenían en común haber
sido educadas en el nacional-catolicismo y socializadas con éxito en valores mesocráticos.
El destino de gente como Xaime Noguerol pasó así a depender en muy buena medida del
desaprecio que cosecharon entre los del 68.

Conclusiones: entonces y ahora


Irrevocablemente inadaptados es un título que tiene algo de premonitorio. Anticipa
un cierto desenlace para esa “generación” de jóvenes de la transición que dejaron registrado
un discurso configurado desde el intento de desclasamiento. Sin necesidad de exagerarlo, se
trata de un destino marcadamente contrario al de los de la generación del 68. Estos, tras
pactar con la burocracia tardofranquista, pilotaron la transición y aseguraron su estatus
social en una clase media reforzada con la consolidación del Estado del bienestar y
extendida definitivamente como patrón moral de la democracia posfranquista. También
monopolizaron el relato oficial sobre la misma. Era de esperar entonces que las narrativas
sobre la transición disponibles hayan borrado toda huella de la experiencia colectiva de una
juventud radical por la que sentían incomprensión cuando no vergüenza y repudio. El
problema es que el olvido instituido sobre toda esa generación menor en edad ha calado
entre los nuevos autores más jóvenes que vienen elaborando una sugerente crítica de toda la
pauta cultural posfranquista, haciéndoles caer en el espejismo de que entre la muerte de
Franco en 1975 y el triunfo de la socialdemocracia en 1982 no hubo procesos relevantes
de producción de una cultura alternativa a la que finalmente se terminó imponiendo
(Martínez, 2012).
Aunque hayan sido borrados de las narrativas oficiales y no figuren normalmente
en las alternativas, lo cierto es que algunos de estos jóvenes que sobrevivieron a una
“educación de pus” dejaron en obras, por menores y marginales que puedan parecer, todo
un conjunto de testimonios de inadaptación a la democracia posfranquista en construcción.
Ya sólo eso son razones suficientes para reivindicarlos como objeto de estudio hoy. Más
aún, en la medida en que pueden considerarse los únicos sujetos con capacidad de discurso
posicionados de manera crítica contra las pautas culturales y políticas dominantes durante
la transición, toda reescritura sobre aquella época que, pretendiendo ser alternativa a la
oficial, no los tenga en cuenta ofrecerá un relato pobre por anacrónico y presentista.
Pero hay algo más que vuelve rabiosamente actuales a desconocidos que, como
Xaime Noguerol, fueron jóvenes transgresores en los años setenta. Y es que nuestra

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Pablo Sánchez León

necesidad actual de recontar la transición tiene que ver con una profunda crisis de
legitimidad en la democracia posfranquista que coincide con una crisis económica sin
precedentes. Está en juego, en fin, todo el entramado económico-político que ha permitido
al imaginario mesocrático refundado por el desarrollismo franquista perdurar mucho
tiempo después de la dictadura, hasta el siglo XXI (López y Rodríguez, 2010). Como
mínimo, la experiencia de esos jóvenes debería interesar vitalmente a otros jóvenes a
quienes hoy también les está tocando desclasarse de forma irremediable, todo ello para
mayor conservación de los estándares de vida de sus padres quienes, tras pilotar la
transición, se apropiaron de sus beneficios de una manera tan prolongada y exclusiva que
los convierte en candidatos a ser la generación más exitosa, pero también más
autorreferencial y egoísta de la historia de Occidente.

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94 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 63-99
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ISSN: 2340-1869 · PÁGS.63-99 99
‘Carnival lasts all year’: Popular Traditions and Counter-culture in the
Spanish Transition

Luis Moreno-Caballud
UNIVERSITY OF PENNSYLVANIA · mluis@sas.upenn.edu

Profesor en la Universidad de Pennsylvania, ha publicado numerosos


artículos sobre cultura española en el siglo XX y XXI. Ha editado La
imaginación sostenible: culturas y crisis económica en la España
actual (2012), un número monográfico de la Hispanic Review, en
torno a las prácticas culturales, que en el contexto, de la crisis
económica, han jugado un rol como alternativa al ethos del
individualismo y la competencia. Ha seguido desarrollando esta línea
de investigación en su libro Cultures of anyone. Studies on Cultural
Democratization in the Spanish Neoliberal Crisis, que publicará
Liverpool University Press en primavera de 2015. Mantiene el blog
Culturas de cualquiera.

RECIBIDO: 10 DE NOVIEMBRE DE 2014


ACEPTADO: 14 DE DICIEMBRE DE 2014

Resumen: El momento de generalizada experimentación Abstract: The generalized experimentalism of the


vital de los años 70 y primeros 80 en el estado español Spanish 70’s and 80’s is often thought in terms of
tiende habitualmente a pensarse en términos de ‘modernization’ and ‘Transition to Democracy’. But it is
“modernización” o “transición a la democracia”, pero es also the moment when some symbolic rests of rural and
también el momento en el que ciertos restos simbólicos traditional cultures and deeply changed by the massive
de culturas rurales y tradicionales profundamente migration to cities were rescued by some avant-garde
transformadas por la masiva emigración campo-ciudad artists and young underground practices. The article
son rescatados por artistas de vanguardia y jóvenes proposes a contribution to that way of study, analyzing
contraculturales. Propongo una contribución al estudio how the traditional culture was revisited by avant-garde
de esta línea de reivindicación de un poso cultural and young counter-culture.
tradicional revisitado desde la vanguardia y la
contracultura juvenil en la Transición a través de tres
calas en instancias culturales diversas.
Palabras Clave: Transición, carnaval, tradición popular, Key Words: Spanish Transition to Democracy,
contracultura. Carnival, Popular Tradition, Counter-Culture.

DOI: 10.7203/KAM.4.4298

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123 101
Luis Moreno-Caballud

El momento de generalizada experimentación vital de los años 70 y primeros 80


en el estado español tiende habitualmente a pensarse en términos de ‘modernización’ o
‘transición a la democracia’, pero es también el momento en el que ciertos restos
simbólicos de culturas rurales y tradicionales profundamente transformadas por la
masiva emigración campo-ciudad son rescatados por artistas de vanguardia y jóvenes
contraculturales. En un primer desarrollo de este fenómeno, antes de que la
generalizada despolitización, mercantilización y espectacularización de La Movida
convierta en hegemónicas las formas del pastiche postmoderno, la apropiación
contracultural de tradiciones rurales o populares mantiene un fuerte potencial
subversivo y, en cierto sentido, democratizador. Así lo corroboran los constantes
intentos del último franquismo por prohibir las fiestas de carnaval en las ciudades o la
capacidad perturbadora (incluso para un cierto “progresismo” bienpensante) que
tenían figuras como la del travesti y performer Ocaña, emigrado rural a Barcelona que
mezclaba la vanguardia más transgresora con la recuperación de las tradiciones
populares andaluzas.
Propongo una contribución al estudio de esta línea de reivindicación de un poso
cultural tradicional revisitado desde la vanguardia y la contracultura juvenil en la
transición a través de tres calas en instancias culturales tan variadas como son el
resurgimiento del ritual tabernario ‘el entierro de Genarín’ en el León de los ‘70, el
interés en la ‘fiesta popular’ que en esos años muestra la revista libertaria Ajoblanco o el
redescubrimiento de la fiesta flamenca por parte del underground sevillano, del que
formaron parte gente como el grupo de rock progresivo Smash, o el dibujante de
comics Nazario1.
En un plano general, es sobre todo la fiesta popular y su epítome, el carnaval, lo
que suscita un interés en la juventud de la transición por esas tradiciones abandonadas
por el ‘progreso’ moderno. La fiesta rural en tanto que juego de adopción temporal de
una identidad que no se tiene, choca de frente con la voluntad disciplinaria de
controlar mediante la identificación que es común tanto al último franquismo como a
las instituciones de la primera democracia. Pero la apropiación contracultural de la
tradición popular lleva además al extremo esa mutación de las identidades, al convertir
el carnaval en forma de vida perenne del individuo moderno, más allá de lo que era una
transgresión ritualizada de comunidades tradicionales que después volvían a su
normalidad. La contracultura propone algo tremendamente desestabilizador: ‘todo el
año es carnaval’. Tan sólo la mercantilización postmoderna, ya hacia mediados de los
80, será capaz de domesticar esa mezcla salvaje de tradición y vanguardia que por unos
años creó un importante caldo de cultivo para una cultura popular “agro-urbana” en el
estado español, de la que queda hoy poca memoria.

1
A estos casos se podrían añadir otros muchos ejemplos de prácticas contraculturales en la
transición, como las del primer Almodóvar o las de la primera Fura dels Baus, por citar dos
especialmente conocidos.

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‘Todo el año es carnaval’

Memoria de una transición ‘agro-urbana’ y contracultural


Pues efectivamente, de todas las transiciones de la transición quizás no la más
triste, pero sí una de las más subterráneas fue la que hizo el mundo rural español, o lo
que quedaba de él a la altura de los años 70. El claro signo urbano del desarrollismo
franquista y su liberalización capitalista había hecho que esa transición comenzara ya en
los años 50, con la emigración masiva del campo a la ciudad. Entre 1955 y 1975 seis
millones de españoles (el 20% de la población) se mudaron de provincia. De ellos, dos
millones emigraron a Madrid, un millón ochocientos mil a Barcelona y un millón y
medio a Europa. Desaparecieron del campo el 60% de los pequeños agricultores y el
70% de los jornaleros. Al mismo tiempo, las ciudades españolas de más de 100.000
habitantes pasaron de ser veinte (en 1960) a cuarenta (en 1975) (ver Labanyi y
Martínez). El fenómeno de la transformación del mundo rural, por lo tanto, no puede
ser entendido como algo que le pasó sólo al campo, sino como un acontecimiento
determinante también para la ciudad. Porque además, el poso socio-cultural de esa
España rural no deja de estar activo cuando la oleada migratoria decrece, ya en los 70.
Las ciudades españolas de la transición albergan pueblos, son pueblos ellas mismas
porque en ellas vive gente ‘de pueblo’.
Esto último, sin embargo, no es lo que la memoria hegemónica de la
‘modernización’ española nos ha legado (y por eso la transición de esa España que
podríamos llamar ‘agro-urbana’ es subterránea, al menos lo es para nuestro presente).
Más bien tenemos imágenes de espectacular transformación urbana (escaparates,
sociedad de consumo, filas de 600’s en la Castellana de Madrid), o bien de atávico
pintoresquismo rural (los pueblos que ‘todavía’ tienen burros, que ‘todavía’ sacan el
agua de la fuente, etc…). La conjunción de esos dos mundos, sin embargo, ha calado
menos en el imaginario colectivo. Y cuando lo ha hecho, ha sido dentro de unos
parámetros falaces, claramente heredados del discurso oficial franquista: el choque
entre el campo y la ciudad edulcorado por un moralizante (a la par que imposible)
‘menosprecio de corte y alabanza de aldea’. Así, en el cine de ‘paletos’ y de ‘suecas’, el
españolito rural siempre acaba volviendo intacto a su verdad moral campesino-
patriarcal, tras haberse dado una vuelta por el mundo corrupto de la ciudad y sus
placeres.
Existen por supuesto otras imágenes más interesantes de esa España híbrida, de
esa transición agro-urbana; imágenes e imaginarios producidos a veces en esas
barriadas de aluvión en las que se concentraban los millones de emigrados rurales a las
ciudades, que a veces se auto-representaban como territorios descuidados y
abandonados a su suerte por las instituciones. El fenómeno de las Asociaciones de
Vecinos vino a articular esta auto-representación y a exigir un mejor destino para esos
espacios ‘donde la ciudad cambia su nombre’ (según el título de la obra de Francisco
Candel, figura clave para la construcción de una dignidad ‘agro-urbana’ de los
emigrantes rurales en Cataluña). Junto a la memoria latente de un agro humillado y
subdesarrollado en el pasado, surgía así una conciencia colectiva de los ‘barrios’ como
lugares en los que se reivindicaba una ‘cultura popular’ capaz de cambiar el presente.
Significativamente, no todo eran protestas y peticiones de mejoras en las

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Luis Moreno-Caballud

infraestructuras urbanas. También había fiestas. Fiestas populares en las que divertirse
era ya ‘vivir de otra manera’, fiestas a veces ‘auto-gestionadas’ por los vecinos que,
hartos de décadas de secuestro franquista, comenzaban a tomar decisiones por sí
mismos sin esperar a nadie.
En esas fiestas revivía una tradición popular hedonista e irreverente que nunca
había estado del todo perdida, y que reaparecía como una de las muchas formas de
experimentación lúdica que los jóvenes de la generación del 75 ensayaron en esos
momentos de apertura. Lo peculiar de estos fenómenos colectivos, como la
recuperación del carnaval y de otras fiestas populares, es que no se inspiraban en
tendencias procedentes de Berkeley, Londres o Goa, sino en tradiciones autóctonas
revalorizadas por quienes buscan referentes de disidencia al tiempo que trataban de
potenciar las identidades culturales locales.
Al presentar algunos ejemplos de este tipo de operaciones contra-culturales en la
transición, trato de añadir materiales para enriquecer el ambicioso proyecto de
relectura histórica que Pablo Sánchez León y Germán Labrador han iniciado, con sus
fértiles investigaciones sobre la juventud transicional. Concretamente, Germán
Labrador ha estudiado las prácticas de ciertos grupos pertenecientes a la ‘cultura
underground’ juvenil que desde finales de los 60 intentan llevar a cabo una
democratización radical de la sociedad, reclamando a veces su filiación con el legado
republicano. Esta reclamación sería coherente, según Labrador, con la experiencia de
una modernidad “aplazada, incompleta, diferida, irresuelta” (2008: 743) hasta los años
de la transición democrática, y que antes sólo había comenzado a atisbarse en la década
de los 30, sufriendo, por supuesto, el parón de los años del franquismo. El estudio de
estas culturas underground le permite a Labrador establecer una lectura de toda esa
tradición moderna y burguesa que comienza en el romanticismo y llega hasta la
vanguardia. Dicha lectura, amparándose en la interpretación de la modernidad que hizo
Marshall Berman, afirma que del mismo modo que a España no le llegó plenamente su
modernización (capitalista) hasta los 60, tampoco le llegó plenamente la experiencia de
la modernidad, como despliegue de potencialidad creativa y al mismo tiempo sensación
de que ‘todo se desvanece en el aire, ni el ‘modernismo’ que es una respuesta a esa
experiencia.
Labrador enfatiza la capacidad del modernismo de responder al vértigo de la
modernización con la creación de comunidades ciudadanas capaces de “apropiarse del
sentido de su propio cambio” (2008: 742), lo cual puede entenderse como una forma
de democratización radical de una sociedad desde su base. La llegada de todo ese
impulso modernista ‘acumulado’, no completado en el momento de la segunda
República, se produciría entonces en los efervescentes años de la transición, y sería
recibida tanto por esos jóvenes poetas contraculturales o underground que estudia
Labrador, como por los jóvenes de la generación del 75 en general que experimentaron
con formas de auto-gestionar su vida cotidiana. Todos ellos fueron herederos de un
modernismo incompleto y juntos experimentaron también un nuevo agotamiento de
ese impulso modernista ante la ‘normalización’ de la sociedad española. Es decir, ante
su entrada en una lógica individualista y mercantilizada que vuelve a dificultar la

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‘Todo el año es carnaval’

posibilidad de que se formen grupos ciudadanos con voluntad y capacidad de asumir


colectivamente las riendas de su propio presente.

Dos procesiones que se encuentran y chocan en la España franquista


Pero retrocedamos a 1957, por un momento. A las 12 de la madrugada del
jueves santo dos grupos de gente, uno pequeño y otro grande, se aglutinaron en las
calles de la ciudad de León. El primero lo hizo según una tradición que se remonta al
siglo XVII: cuatro hombres vestidos con hábitos negros (‘papones’ de la Cofradía del
Dulce Nombre de Jesús Nazareno) comenzaban en la plaza de San Marcelo la llamada
‘Ronda de Jesús’ que, como cada año, recorrería la ciudad con esquila, clarín y timbal,
despertando a todo el mundo al grito de ‘levantaos, hermanitos de Jesús, que ya es
hora’. De esta forma, los cofrades alertaban de que la procesión ‘de los Pasos’ tendría
lugar al día siguiente, Viernes Santo, para conmemorar la muerte de Jesús de Nazaret.
En cuanto al otro grupo, también se reunía de acuerdo con una tradición anual,
si bien más reciente. Cinco mil personas aquella madrugada del 57, según el dato
transmitido por el escritor Julio Llamazares, se presentaron en la muy cercana Calle de
la Sal con el similar propósito de conmemorar una defunción. Pero en este caso no se
trataba de la muerte de un mesías, sino de Genaro Blanco y Blanco, vendedor de pieles
de profesión y gran consumidor de orujo por devoción, figura notoria del mundo
prostibulario y crápula leonés, que había fallecido atropellado por el camión de la
basura cuando orinaba junto a la muralla de la ciudad, en la mañana del viernes santo
de 1929.
Las dos procesiones comienzan su recorrido a la misma hora nocturna. Una, la
Ronda de Jesús, avanza solemnemente, con su música austera y repetitiva, con su aura
de duelo y misticismo. La otra, la de Genarín, zigzaguea ebriamente entre los gritos,
coplillas y canturreos de sus beodos participantes. Ambas realizan un ciclo de paradas
que jalonan su discurrir. La Ronda se detiene primero ante el Ayuntamiento, donde es
tradicional que el alcalde y sus ayudantes la reciban con pastas, mistela y puros.
Después, los del Dulce Nombre se presentan también en el Palacio Episcopal, ante el
Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo y, en la Subdelegación de Defensa, que
les saluda en nombre de las Fuerzas Armadas. La otra comitiva, la del llamado ‘entierro
de Genarín’, más bien evita la cercanía de las sedes del poder civil, religioso y militar, y
asocia cada una de sus ocho Estaciones no sólo con episodios de la vida y la muerte de
Genaro, sino también con las calles y plazas en los que tuvieron lugar, y en las que se
detiene: Calle de la Sal, Carretera de los Cubos, Plaza Mayor, Cuesta de Carvajal, etc.
Cada uno de estos espacios ocasiona una parada para recitar un poema alusivo y beber,
siempre, más y más orujo. En un momento del tránsito, todos los asistentes se ponen de
rodillas y cantan a coro una saeta: ‘Perdona, Genaro, al camión. Perdona, Genaro,
perdónale, Señor’.
Es la España de la dictadura franquista. Como no se puede estar en dos sitios a la
vez, durante la Semana Santa del León dictatorial uno tiene que elegir entre acompañar
a los cuatro papones o a la festiva comparsa. Entre marchar al paso fúnebre del tambor
prestando reconocimiento a las autoridades del mundo y al rey supremo del

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Luis Moreno-Caballud

trasmundo, o entregarse a la disolución de los sentidos en conmemoración de un


legendario rufián al que las madres de León utilizaban como ‘hombre del saco’, cuando
querían meter miedo a sus hijos. Hay que imaginarse la divergencia entre los posibles
olores, los sonidos, los ritmos que acompañarían a una y otra opción. El adormecedor
sonsonete de los que salen para reafirmarse en lo que son, y el estridente clamor de los
que se entregan a la noche fluctuante del orujo. El cuerpo rígido ante el Redentor o
despendolado por el alcohol, el gesto de cumplimiento rutinario o el movimiento
espasmódico y casi involuntario, la piel lívida bajo el hábito o sudorosa por el disfraz.
La seriedad y la risa. La mirada de soslayo que busca confirmar el orden, o la
complicidad de quienes se desordenan juntos.
Como no se puede estar en dos sitios a la vez, hay que elegir entre esos dos
mundos, que a veces, como imagina Llamazares, se cruzan por accidente y, tal vez, se
contemplan mutuamente con sorpresa:
Cinco mil profesionantes fervorosos, encabezados por un carro de bueyes
lleno de botellas de orujo, que a la altura de la Catedral se cruzaron con la
menguada procesión religiosa oficial, compuesta apenas por un centenar de
beatas, el cuadro de los papones y un hato de canónigos adormilados (1981:
99).
Pero en esa España dictatorial un encuentro tal no es inocuo, sino que puede
tener consecuencias determinantes para una de las partes. Porque se trata de un choque
entre poderes desiguales, y porque no es el mismo el poder de quien ataca y de quien
se resiste2. Así, aquella madrugada de 1957, iba a cerrar un ciclo de 27 años en el que
los dos rituales se habían disputado el protagonismo en las calles leonesas, pues el
gobernador civil prohibió en ese año y hasta nuevo aviso el entierro de Genarín, ante el
revuelo que había causado el crecimiento exponencial de sus participantes durante las
últimas ediciones. Uno de los causantes de tal decisión fue el periodista local
‘Lamparilla’, que publicó una nota acerca del burlesco pasacalles titulada “Entre curdas
y gamberros”. En sus palabras leemos la prepotencia de quien se sabe tan respaldado
por el poder, que puede permitirse ser condescendiente con cualquier intento de
transgresión:
Me habían alarmado con la noticia. Parecía revestir incluso alguna insolente
gravedad, como un desafío a cosas muy metidas en la entraña del pueblo
español. Algo así, además, como si una vergonzante y vergonzosa
manifestación de izquierdismo pretendiese levantar cabeza. Imitando
aquellas “valerosas hazañas” de ciertos republicanos hace años de ensuciar
de tiza y mala ortografía las paredes o colocar un letrerote zafio en una
estatua respetable.
Pero no deben alarmarse quienes me alarmaron. El vinazo y el mal gusto,

2Tomo esta idea del trabajo del filósofo Santiago López Petit. Tal vez la necesidad de distinguir
entre esos poderes diferentes, en cada caso, en cada contexto socio-lingüístico, sea, si se me permite
la reflexión metodológica, uno de los mejores acicates para la labor del historiador cultural, que
intentaría así medir las potencias relativas, las tensiones, las ‘colonizaciones’, los abusos, las
resistencias y las fugas que se producen en el multiforme y variable texto social.

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aliados, hicieron todo. Mal gusto, chabacanería y alcoholismo. Cuando se les


pase el efecto de éste, comprenderán los actores su grotesca y repelente
acción. Una acción como si el alcohol acabase por hacerles manchar de
jugos pestilentes la alfombra de un salón. Les expulsarían de él y llamarían a
la criada para corregir desperfectos.
‘Lamparilla’ trataba en su nota a los de Genarín como niños pequeños, y el
gobernador hizo lo propio: siguiendo la sugerencia del gacetillero, expulsó a los
borrachos del ‘salón’, que en este caso era la vía pública. La gran familia leonesa, y la
gran familia española en general, podía seguir su apacible vida, con todas sus
reconfortantes seguridades y tradiciones. El orden volvía a imperar: Ayuntamiento,
Episcopado y Fuerzas Armadas velaban por que así fuera, y cada cual podía ocupar de
nuevo su sitio en la procesión oficial.

Dios, dinero y resurrección de Genarín


Pero, ¿cuál era exactamente esa ordenada disposición de la vida española? Es
preciso señalar que, a pesar de que el lugar de cada cual había sido en principio
rígidamente asignado, aquel año de 1957 traía ciertas promesas de prosperidad
económica, que auguraban la posibilidad de algunos cambios. Y es que no sólo estaba
hecho el presente español de las sentidas celebraciones de Semana Santa (esa Semana
Santa que el diario ABC describía en ese mismo año como “una meditación colectiva,
una transida reviviscencia de la calle de la Amargura y de la senda del Calvario”). La
vida, como muy bien sabían los recién nombrados ministros del Opus Dei, podía ser a
la vez tradición y modernidad: Dios y dinero 3 . Y desde que ellos comenzaron a
impulsar la ‘modernización’ del país mediante su apertura a los flujos del capitalismo
mundial, la vida era también para cada vez más gente disfrutar de un frigorífico, una
lavadora, un coche, o una televisión; era asistir al fútbol y a los toros, e incluso, con un
poco de suerte, comprarse un chalet en la sierra. Y si esto último resultaba mucho
pedir, al menos irse a trabajar a Suiza, mandar dinero a la familia, y esperar que los
hijos de uno fueran a la universidad para hacerse banqueros, notarios o doctores. Pues,
en efecto, el tiempo pasó y, si bien no todos los españoles lograron pertenecer a alguna
de las 51 familias que en 1974 controlaban todavía la mitad de los consejos de
administración de las grandes empresas nacionales 4 , sí es cierto que muchos
consiguieron comprarse un Seat 600 y formar parte de una nueva procesión: la de los
atascos que se originaban cada fin de semana en Madrid y Barcelona para escapar de la
ciudad al campo5.

3 Véase el libro de Alfonso Botti, Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España (1881-1975).


4 El dato está extraído del trabajo editado por Jesús A. Martínez, Historia de España, Siglo XX.
5 En mi intención de perfilar de modo genérico y ágil la emergencia de una cultura de clase media

basada en el consumo estoy dejando de lado otros efectos del ‘desarrollismo’. Los datos que aportan
tanto Riquer i Permanyer como Carme Molinero y Pere Ysàs (en el volumen editado por Jesús A.
Martínez) reflejan que la entrada de los tecnócratas del Opus Dei en el gobierno coincidió con un
crecimiento económico excepcional en el estado español, el segundo más rápido del mundo
(después de Japón) durante la década de los 60 (7.5 del PIB por año). Gracias a este crecimiento
económico “los españoles experimentaron en los años 60 y 70 una mejora notable en sus

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Pero, curiosamente, al parecer, esta nueva procesión tampoco fue bastante para
algunos recalcitrantemente insatisfechos. Esa nueva vida apacible de clase media, con
su promesa de movilidad vía 600 y universidad, no fue suficiente para los que ansiaban
mayores transformaciones. Incluso los guateques se les quedaban pequeños. ¿Por qué?
Dos explicaciones se presentan a mano: la primera, que hemos oído bastantes veces,
afirma que el bienestar material no satisfacía a quienes querían además instituciones
democráticas que reconocieran las libertades formales. La segunda, que ha empezado a
sonar más durante los últimos años, señala que ciertos sectores de la población, además
de exigir también el reconocimiento de las libertades formales, comenzaron
(especialmente alrededor de los años 70, ya en la última etapa del franquismo) a
practicar formas de vida cotidiana que no se ajustaban a los valores de profesionalidad,
competencia, y éxito económico que regían las clases medias creadas por el
‘desarrollismo’ franquista.6

condiciones materiales de vida y en el acceso a ese conjunto de bienes” (los provistos por el Estado)
(Molinero y Ysàs, en Martínez 1999: 182). En particular es importante resaltar que el 20% de las
personas de las ‘clases populares’ consiguieron entrar en una movilidad social que transformó
sustancialmente sus vidas: “el hecho de que un porcentaje de personas procedentes de familias
obreras y campesinas se convirtieran en empleados, y que otras procedentes de familias de clase
media pudieran acceder a profesiones altamente cualificadas, supuso un cambio importante que
extendió la percepción de mejora y favoreció la integración social característica de los años 60 y 70”
(en Martínez 1999: 196).
Por otro lado, estos mismos autores cuestionan que haya que atribuir al gobierno dictatorial algún
mérito en el logro de estas mejoras, llegado a afirmar que “el crecimiento se dio ‘al margen de’ y no
‘a causa de’ la política franquista” (174). Lo que ocurrió, según ellos, fue que España se benefició de
la coyuntura de expansión capitalista global, y que una relativa liberalización de los mercados
favoreció las inversiones extranjeras. El turismo y las divisas enviadas por los trabajadores españoles
emigrados a Europa fueron también factores clave. En cuanto a la actuación del gobierno, los
historiadores citados enfatizan su favoritismo hacia la clase acomodada: “…the class bias of
government policy, which tended to underwrite those sectors of the economy which suffered
substantial losses –coal mining in Asturias, steel, transport, endangered banks, etc.- and to leave in
private hands those which made profits” (Riquer y Permanyer 263). A esto hay que sumar la
política de impuestos regresiva, que gravaba más el trabajo asalariado y el consumo que la
propiedad privada, y unos gastos sociales sensiblemente menores que los de cualquier país europeo.
Todo lo cual indica que el gobierno no tenía ninguna intención de favorecer la posible
redistribución de la riqueza.
En cualquier caso, a mi me interesa resaltar ahora la coincidencia de estas mejoras materiales con el
fortalecimiento de un nuevo modelo de éxito social, tal como lo explican Molinero e Ysàs: “La
cotidianidad experimentó un cambio radical. Para una mayoría bastante amplia, después de dos
décadas de escasez angustiosa, el eje vital se apoyó en la cadena trabajo-ingresos-consumo; era
necesario trabajar tanto como fuera posible para incrementar los ingresos y así poder adquirir los
bienes apetecidos, que por otro lado iban en aumento porque, además de que se partía de grandes
carencias, el sistema económico estaba generando nuevos productos de forma continuada. Para
amplios sectores de la población, la cantidad de bienes disponibles se convirtió en la medida del
éxito y del status social” (en Martínez 1999: 207).
6 En los últimos años se ha producido un viraje desde las interpretaciones de la transición española

centradas en el análisis del cambio en las instituciones políticas a aquellas que contemplan también
las transformaciones socio-culturales más amplias. Entre estas últimas se cuentan los trabajos de
Vilaròs, Subirats, Moreiras y Labrador. Desde la perspectiva de estos autores, que es la que a mí me
interesa aquí, la transición no es una especie de complemento político-institucional a la

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En la película de José Luis Garci Las verdes praderas (1978), Alfredo Landa es
un self-made man de origen humilde que ha conseguido comprar un chalet para su
familia en la sierra madrileña, después de trabajar toda su vida como empleado de una
agencia publicitaria. Tras un fin de semana agobiante en su campestre segunda
residencia, con correspondiente atasco de salida, su cuñado snob que no deja de
burlarse de él, los niños alborotando y el trabajo atrasado que se ha tenido que llevar de
la oficina para terminarlo en domingo, Landa se siente tan profundamente frustrado
con su ‘éxito’ que, tras confesárselo a su comprensiva mujer, ésta prende fuego al
chalet. De noche, metidos en el coche con sus dos hijos, Landa y esposa contemplan las
llamas entre risotadas salvajes y exclaman jubilosos: “¡El próximo domingo nos
quedamos en casa a jugar a la oca!”.
Más allá de esta fantasía auto-destructiva de una clase media que no renunciará
tan fácilmente a su sueño de bienestar material (a pesar de la nostalgia que Garci pueda
sentir por los humildes juegos de mesa de su infancia), otros grupos sociales se
encuentran en situación mucho más propicia para experimentar con vidas alternativas a
los valores mesocráticos. Los jóvenes de la transición, notablemente, se interesarán por
formas de existencia en las que el individuo está no sólo abierto a cambios que
modifiquen su estatus económico o profesional, sino también sus estructuras de
pensamiento, su forma de desear, sus condiciones perceptivas, e incluso sus facultades
sensoriales. Y es entonces cuando vuelve el entierro de Genarín.
En efecto, a finales de los años 70, la Calle de la Sal congregó de nuevo a unos
pocos fieles durante la noche del jueves santo, y la procesión beoda comenzó así una
lenta pero segura rehabilitación en la era post-dictatorial7. Volvió la embriaguez, volvió
la ocupación colectiva del espacio público para celebrar un ritual no institucionalizado,
volvió el homenaje jocoso a un crápula que nunca practicó los valores de origen
calvinista (profesionalidad, competencia, éxito económico) que el Opus Dei había
potenciado en España. Volvió la fiesta, con el disfraz y el desorden de los sentidos.
Y no sólo en León: el entierro de Genarín debe ponerse en relación con otras
tantas manifestaciones ‘contra-culturales’ que proliferan entre los jóvenes de la
transición peninsular, como los conciertos del nuevo rock progresivo (‘Canet rock’ fue
un festival sonado en el 75), los espectáculos de’“teatro de calle’ (como los de Els
Comediants o La Fura dels Baus), los happenings de vanguardia, la rehabilitación de las
fiestas de carnaval que habían sido prohibidas por el franquismo, la experimentación
con drogas, la creación de comunas que se entendieron como ‘una alternativa a la

‘modernización’ ya conseguida por el ‘desarrollismo’ de los 60, sino que se trata de un momento en
el que el modelo cultural y social de la tecnocracia franquista está en crisis, y eso posibilita una
efervescencia en todos los ámbitos de la vida. Uno de los mejores documentos de época que reflejan
esa efervescencia de los que disponemos es el documental de los hermanos Bartolomé Después de…,
de 1981.
7 Iniciando un nuevo ciclo que llega hasta la actualidad. Hoy el Entierro de Genarín sigue

celebrándose y ha alcanzado proporciones realmente inusitadas, llegando a reunir a más de 15.000


personas en sus últimas ediciones (Chuecos). La popularidad es tal que la vida de Genarín ha sido
convertida en largometraje: Bendito canalla, la verdadera historia de Genarín (Nacho Chueca, 2008).

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familia’8, la proliferación de publicaciones y grupos de música underground , el new


age, el ecologismo, los viajes a la India… Todas estas manifestaciones se presentan
como maneras de salirse de la ‘procesión oficial’, que se percibe como nacional-católica
y, a la vez, capitalista, pues no debemos olvidar que en aquel momento no era tan fácil
diferenciar entre esos elementos: quiénes eran jóvenes en los años 70 a menudo
entendían como partes de un mismo engranaje los valores de la sociedad de consumo y
la subordinación a unas instituciones políticas no elegidas democráticamente, pues
habían heredado todo en un mismo lote. De tal manera que incluso cuando surjan las
nuevas instituciones de la democracia representativa, algunos de esos jóvenes van a
seguir queriendo escapar de una oficialidad que todavía consideran anclada en un clima
moral que detestan (ver sobre esto, de nuevo, los trabajos de Sánchez León y
Labrador).
La resurrección del entierro de Genarín en la transición constituirá una
oportunidad más para intentar esquivar la identificación como ciudadano ‘de provecho’
y consumidor en potencia que el capitalismo y las instituciones políticas que lo
defienden proyectan sobre los jóvenes. Es una fiesta en la que, por un rato, se olvida la
obligación de ganarse la vida, de hacer una buena carrera, de ser ‘serio’. Es una fiesta
para reírse de lo serio, para celebrar lo desastroso, lo no productivo, lo que no sirve
para nada, y al mismo tiempo para dejar de ser quien se es.
Pero, ¿tienen, en cualquier caso, suficiente poder los jóvenes de la transición
para esquivar esas identidades que sobre ellos se quieren proyectar? Tienen, sin duda,
más capacidad para negociar que los del 57, pero la suya es todavía una negociación
desigual, como lo demuestra la reaparición de las prohibiciones estatales del entierro de
Genarín incluso después de la muerte de Franco.
El apócrifo intelectual provincial leonés Sabino Ordás, escribe un artículo
interesante al respecto en el diario Pueblo, en 1978. Se pregunta por la tolerancia del
régimen al entierro durante su primer etapa, hasta el año 57: “su carácter jocoso”, dice,
“el hecho de que sus concelebrantes fuesen bohemios inofensivos, borrachones de
casta y elementos variopintos del ‘lumpen’ despolitizado, abonaba, según pienso, la
tolerancia civil” (1985: 88). Pero Ordás explica también que no va a poder
corresponder a la invitación de la “juventud risueña y vitalista” leonesa a participar en
el entierro de ese mismo año, pues éste ha sido prohibido “por orden gubernativa”: “a
pesar de los vientos democráticos”, dice (y recordemos que se trata de un artículo del
78, tres años después de la muerte del dictador), “no se levantó la vieja proscripción”
(1985: 89). Llamazares, por su parte, señala también que en su resurrección a finales de
los 70 “el Entierro volvió a cruzar las calles de costumbre flanqueado de lejos por las
miradas vigilantes de un cordón de policías” (1981: 103). Todo apunta, entonces, a
que en algún momento las autoridades habían dejado pensar como el ‘Lamparilla’ y de
considerar ‘apolítico’ e ‘inofensivo’ el ritual: no sólo el situacionismo sabía ya que la
verdadera revolución se producía en la vida cotidiana, al parecer el franquismo también

8Así lo proclamaba desde su título el libro de José María Carandell, Las comunas, una alternativa a
la familia (1977).

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se había enterado9.
Ese, el de la vida cotidiana, va a ser el nuevo campo de batalla para los jóvenes
de la generación del 75. Un campo de batalla personal y político a la vez, en el que la
fecha de la muerte de Franco, o incluso la legalización de los partidos, o la celebración
de elecciones generales, no cambian tanto las cosas como aquella noche en que te
perdiste, cerraste los ojos y dejaste que alguien te echara algo en la bebida. Se trata de
otra política. Porque, como ha escrito Ángel Loureiro refiriéndose a esos años,
la política de un país no debe medirse sólo por sus grandes gestos y
manifiestos, por sus leyes y sus prohibiciones, sino también por el tipo de
ciudadanos que fomenta, por la medida en que posibilita que los individuos
se conviertan en agentes de sus propias vidas, por la multiplicidad y la
riqueza de relatos de vida que pone en circulación y que posibilita a sus
habitantes (2009: 7).
En los 70 se abre en España una multiplicidad de relatos de vida posibles,
especialmente para los jóvenes, que son los que aún no han tomado decisiones que
determinen irrevocablemente el argumento de sus derivas vitales 10 . Algunos de los
lenguajes y prácticas que usarán para construir esos relatos y esas derivas les llegarán
de París, Berkeley o Londres. Otros, como en el caso de la tradición del entierro de
Genarín, vienen de más cerca en el espacio, aunque en ellos resuenan ecos tiempos
pasados11.

La doble muerte del carnaval según Ajoblanco


Significativamente, este tipo de reapropiaciones de las tradiciones populares en
clave contracultural, se encuentran con problemas peculiares, que otras líneas de fuga

9 Para entender mejor esto puede resultar útil recordar brevemente una anécdota que José María
Merino transmitió en su artículo “La estrella burlona” acerca de la presentación también en León
del libro colectivo Parnasillo de poetas apócrifos, que había escrito junto con Luis Mateo Díez y
Agustín Delgado. Merino explicaba cómo se había ideado la estratagema de que todos los asistentes
a la presentación se hicieran socios de Club Cultural de Amigos de la Naturaleza en el que se
celebraba, para así cumplir con la arbitraria exigencia del gobernador civil, que quería suspender el
acto (corría el año 1973). Pero la presentación, por lo demás, era la de un libro jocoso; todo él una
elaborada broma consistente en la invención de una serie de “poetas provinciales”, a cual más
estrafalario, de los que se ofrecía una pequeña biografía y una muestra de su ampuloso y risible
trabajo. Sin embargo, cuenta Merino, “la actitud del Gobierno Civil había teñido aquel acto de
simbología política, y los asistentes nos oían con impávida gravedad y ese talante serio y
ensimismado de quien es consciente de estar dando testimonio de libertad en difíciles
circunstancias”. En medio pues, de una seriedad extrema, Merino y compañía siguieron leyendo los
fragmentos que consideraban “más hilarantes” hasta que, tras muchos silencios, “alguien soltó una
risita” y el ambiente se distendió, convirtiendo el acto “(¡por fin!) en una jocosa comunicación”
(1998: 139).
Esta anécdota se podría leer como una especie de narración concentrada de cómo la risa dejó de ser
incompatible con la política en la España de la transición.
10 Sobre la juventud como grupo social que en el siglo XX se abre a la experimentación social, ver
el artículo de Agnes Heller.
11 Según Ordás, en el entierro de Genarín resuenan nada menos que los ancestrales cultos paganos
a la primavera de los que habla Frazer en La rama dorada.

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no presentaban. Así, cuando los jóvenes de la transición querían, por ejemplo,


experimentar con sustancias prohibidas, la policía los metía en la cárcel, pero nadie les
decía: las drogas ya no existen. Por otro lado, cuando los jóvenes querían carnaval, a
menudo los gobernadores civiles se lo prohibían 12 , pero, además, los eruditos les
advertían: el carnaval ha muerto. Los jóvenes querían fiesta popular, pero se les
aseguraba: eso ya no existe13.
Seducidos por el potencial anti-autoritario, contestatario y burlesco de esas
tradiciones, algunos participantes de la cultura libertaria barcelonesa de los 70 querían
no sólo ir al carnaval (notablemente, al de Sitges o al de Vilanova), sino también
teorizar y reivindicar esas y otras fiestas como una forma de expresión de libertad y una
posibilidad de experimentación. Así, la revista Ajoblanco, estandarte y canalizador de
los discursos del mundo libertario ibérico durante la transición, publica en 1978 un
número especial sobre “Teatro y fiestas populares”, en el que dos jóvenes estudiosos
del teatro y la antropología (Santiago Trancón y Oriol Romaní) se acercan al profesor
Ramón Valdés, a quien consideran “uno de los antropólogos más prestigiosos del
panorama actual español”, para preguntarle qué es la “fiesta popular” y qué queda de
ella. Valdés afirma que la fiesta popular (y el carnaval por antonomasia) es aquella que
hace un “uso creativo de la crisis”, y en la que es posible “investirse de una
personalidad distinta de la que habitualmente se tiene”. Seguramente eso sonó bastante
bien a la mayoría de lectores los de Ajoblanco. Pero Valdés tiene también malas
noticias: ese tipo de fiesta es sólo propia de las “sociedades rurales”. Afirma:
el término fiesta popular yo lo reservaría para aquellas fiestas que carecen de
espectadores, que son auténticamente fiestas de participación generalizada
del pueblo en su conjunto y en donde el divorcio entre espectadores

12 Las prohibiciones del carnaval fueron frecuentes durante el franquismo y la transición. Para
detalles ver El carnaval secuestrado, de Alberto Ramos, que se centra en el carnaval de Cádiz. El
texto de Oscar Martín García aborda también tangencialmente la cuestión de la “aristocratización y
recatolización, e incluso militarización” de la fiesta popular, “con el fin de eliminar la huella y la
memoria de pasadas culturas y tradiciones colectivas” (2008: 275). El artículo “El franquismo y la
fiesta”, de Javier Escalera, aborda las mismas cuestiones desde una perspectiva general. Como dato
curioso, es interesante notar que todavía en 1981, por la tensión creada tras el intento de golpe de
estado de Tejero y sus cómplices, se produce una especie de “auto-censura” que hace que en el País
Vasco nadie se disfrace de guardia civil, según comentaba una noticia en el diario El País: “como
manifestación del hecho diferencial, ni un Tejero exhibió sus bigotes en el País Vasco, porque, en
ciertos temas, no está el horno para bollos” (Unzueta).
13 Caro Baroja en El carnaval (1979): “El Carnaval es una fiesta de corte antiguo que resucita

anualmente. Hoy queremos ser modernos ante todo e indicamos que ha muerto. Dicen las gentes
piadosas que, como último resto del paganismo, bien muerto está; pero es el caso que personas de
corte racionalista tampoco le han solido demostrar mucha simpatía. Al Carnaval no le mató ni el
auge del espíritu religioso ni la acción de "las izquierdas". Ha dado cuenta de él una concepción de
la vida que no es pagana ni anticristiana, sino simplemente secularizada, de un laicismo burocrático.
Diré, por mi parte, que mientras el hombre ha creído que, de una forma u otra, su vida estaba
sometida a fuerzas sobrenaturales o praeternaturales, el Carnaval ha sido posible. Desde el momento
en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a
ideas de "orden social", "buen gusto", etc., etc., el Carnaval no puede ser más que una diversión de
casino pretencioso. Todos sus encantos y turbulencias se acabaron” (10).

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mirantes y un grupo de actores no se ha producido todavía.


Este divorcio, aclara después, es algo propio de la “civilización urbana”, que
implica una “especialización y compartimentación de las actividades”: “la religión se
retira a la iglesia, el drama al teatro, el arte se encierra en la sala de exposiciones... Para
todo tenemos especialistas, hasta para divertirnos” (VVAA, 1978: 50).
Malos tiempos para el carnaval, entonces. Y por si quedaba alguna duda, unas
páginas antes, en el mismo número especial de Ajoblanco y en otra entrevista, titulada
“El teatro ha muerto”, Federico Jiménez Losantos y Alberto Cardín, afirman que
también el teatro, entendido como “rito”, como lugar “señalado y sacralizado”, es algo
que pertenece al pasado. Sin embargo, explican que esto es así, porque el teatro “ha
perdido su lugar específico como algo separado de la vida (moderna)”, es decir, porque
se ha identificado plenamente con ella: “la vida es teatro, todos hacemos teatro en la
vida, representamos papeles, etc. Una idea clásica española, muy calderoniana, asumida
por todos nosotros, y que habría que poner en conexión con el desprestigio actual del
teatro” (VVAA, 1978: 8).
Recapitulemos un momento estas afirmaciones aparentemente contradictorias: la
fiesta popular ya no existe porque se ha separado de la vida, convirtiéndose en un
‘compartimento’ moderno más, y el teatro ritual ha muerto también, pero porque se ha
identificado totalmente con la vida moderna, perdiendo su espacio propio. ¿Separación
e identificación pueden, entonces, resultar igualmente letales para estos fenómenos?
Sabemos que ‘teatro ritual’ y ‘fiesta popular’ no tienen porque significar lo mismo, pero
en este caso parece que se están pensando como algo muy parecido: una especie de
estado de excepción en el que se transgreden las normas de la convivencia cotidiana y
se adoptan identidades distintas a las habituales 14 . Y sin embargo, las causas de
defunción de este tipo de transgresiones se atribuyen a procesos aparentemente
opuestos de la ‘vida moderna’: la creación de identidades compartimentadas rígidas y la
‘teatralización’ de toda identidad. Tenemos entonces una vida moderna que, a la vez,
condena la transgresión teatral-carnavalesca a un gueto especializado y la convierte en

14 En un pequeño texto de 1935 titulado “Conversation above the Corso. Recollections of a


Carnival-time in Nice” Walter Benjamin se preguntaba por la posibilidad de que el carnaval siguiera
provocando ese Ausnahmezustand (estado de excepción) en una sociedad que parecía haber
perdido el sentido de lo ordinario. Mientras Benjamin y un par de amigos conversan sobre el
carnaval, ven pasar las carrozas del Corso de Niza, con sus enormes muñecos grotescos. Uno de los
contertulios insiste en la incapacidad de esas máscaras para sorprender o salir de lo ordinario en la
sociedad de consumo: “Don’t a lot of those giant criatures look as if they’d just left their spot in the
atrium of a department store to tag along with the carnival procession? Just look at that group of
carts coming from the left! You must admit they look like an armed formation in the advertising
campaign of a shoe company” (2002: 27). A pesar de lo alejado del contexto del que proviene la
cita (y a pesar de las polémicas implicaciones del concepto de Ausnahmezustand, que Benjamin
tomó de Carl Schmitt), la percepción de esta inconsistencia de las transgresiones ‘tradicionales’ con
la sociedad de consumo es similar a la que encontramos en los textos procedentes de Ajoblanco. Se
plantea también en el texto la cuestión de la espectacularización: el día anterior, se afirma, la
multitud había utilizado eso mismos gigantes de cartón como parapetos para atacar a los
espectadores que no participaban en la fiesta, tratando de romper la distinción entre actores y
espectadores

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su mecanismo primordial de actuación.


Lo cual, como trataré de mostrar, es perfectamente posible en una sociedad
como la de los años 70 españoles, que mantenía la ejecución con garrote vil al tiempo
que comenzaba a desarrollar una importante industria mediática y del ocio masivo. En
una sociedad que se ha ‘modernizado’ a toda velocidad y en la que una importante
parte de la población ha saltado del analfabetismo a ver la televisión sin pasar por la
escritura, es perfectamente posible que la férrea compartimentación burocrática de la
modernidad capitalista se solape con su posterior versión ‘posmoderna’, mucho más
fluida15. De esta forma, las dos defunciones de la fiesta popular y del teatro pueden
interpretarse como consecuencia de dos enemigos distintos, pero no del todo
incompatibles entre sí: la sociedad disciplinaria que recluye a la transgresión en un
ámbito acotado, y la cultura posmoderna que la disuelve por todas partes. El resultado,
para los intelectuales entrevistados en el especial de Ajoblanco, es, en cualquier caso, el
mismo: la transgresión festiva está muerta16.
Este dictamen, sin embargo, no parece afectar demasiado a los jóvenes que
quieren apropiarse de la fiesta popular y del carnaval en el presente agitado de la
España de los años 70. De hecho, los propios debates sobre las dificultades de
‘traducción’ y los anacronismos que se cometen al apropiarse de esas tradiciones
forman parte de una zona de producción cultural que no va a dejar de crear discursos,
prácticas y foros de debate alrededor de ellas. Véase el propio Ajoblanco: las
reflexiones sobre la obsolescencia del teatro y las fiestas populares que encontramos en

15 En este sentido, Jo Labanyi afirma: “Best and Lellner argue that the debate on postmodernism
began in France because the post-war period saw a rapid change from an archaic rural economy to
late capitalism, with industrialization taking place at the same time as the shift to a post-industrial
economy. The experience of anachronism and acceleration is even more acute in the case of Spain,
which in the 1940’s experienced a retrograde attempt at re-ruralization and the imposition of
obsolescent Catholic moral values, followed from 1959 by vertiginous economic take-off and
modernization, and since 1975 by even more precipitous change not only at the economic but also
at the political and cultural levels” (1995: 398).
De ahí que podamos decir que la sociedad española de los 70 se daba una confluencia de la
modernidad tecno-científica y burocrática con la postmodernidad: la muy reciente industrialización,
con su lenguaje del ‘desarrollo’ y el ‘progreso’ se topaba ya con una incipiente sociedad post-
industrial que ponía en duda la lógica temporal lineal y provocaba una (aparente) disolución de la
historicidad mediante la espectacularización de la cultura y los nuevos mass-media. En el caso del
carnaval y de los fenómenos de provocación o transgresión de ‘las costumbres’ que lo rodean,
veremos enseguida como por un lado las instituciones del estado-nación moderno tratan de
controlarlas y disciplinarlas con sus leyes, mientras que, al mismo tiempo, el creciente mercado del
entretenimiento comienza a favorecerlas y a convertirlas en objetos de consumo.
16 Gilles Deleuze sugirió la distinción entre las ‘sociedades disciplinarias’, tal como las había

entendido Foucault, y las ‘sociedades de control’ para explicar este tipo de fenómenos en los que es
poder no se ejerce limitando, identificando o acotando, sino más bien ‘modulando’, produciendo
una variación constante. En la deriva de las sociedades disciplinarias (basadas en las instituciones
‘cerradas’, como la cárcel, escuela, hospital, etc) a las sociedades de control, las formas de ejercer el
poder se flexibilizan, incorporando gran capacidad de asimilar su propia transgresión, porque son,
básicamente, mutantes. Para el caso de la transición española, existen destacados estudios que han
señalado la función de despolitización o normalización social que ejerció la fiesta, la transgresión
formal y la cultura del espectáculo, como por ejemplo, los de Subirats y Vilaros.

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este número extra no van a impedir que tres años más tarde la misma revista publique
un dossier sobre la fiesta de las Fallas valencianas defendiendo la actualidad de su
carácter transgresor. Este dossier costó a la redacción de Ajoblanco diversas censuras,
amenazas de muerte y avisos de bomba (y, que se sepa, ninguna acusación de
anacronismo histórico). Entre otras cosas, por incluir definiciones de las Fallas como la
siguiente:
Un carnaval de fuego, una invitación a la calle, una semana de desinhibición
y desguace para los marginados, la gente de la huerta, los obreros portuarios,
las mariquitas impenitentes, las putas sin arrepentimiento, las tías marías que
harán un alto en el camino para oír el serial de las cuatro, las izquierdas que
se aburren pensando lo aburrido que será mandar cuando ellas manden, los
niños que no entienden los letreritos porque están en mozárabe...
O estas protestas contra la institucionalización de la fiesta fallera:
Lo que debiera ser locura, orgía, desenfreno, esperma, mierda, pasote y
ábrete de piernas corazón, se ha convertido en una estructura domesticada,
controlada, manipulada y atada (y bien atada, que dijo no sé quién) por esa
entidad facha de toda la vida (desde los cuarenta más o menos) que es la
Junta Central Fallera.
De estas palabras, y de los actos de venganza que suscitaron, se desprende que la
cuestión de la actualidad de las fiestas populares y su capacidad de transgresión era
para algunos no sólo un tema de análisis, sino también un campo de batalla. Había una
guerra por la sustracción de las fiestas populares de la influencia del franquismo que
venía ya de lejos. La dictadura había intervenido desde el principio activamente para
abortar o domesticar las fiestas, cometiendo notables labores de re-significación como
el cambiar el nombre de los famosos carnavales de Cádiz por el de ‘Fiestas Típicas
Gaditanas’. Pero además, y esto es lo interesante del asunto, el franquismo había sido
para España la cara visible de esa ‘vida moderna’ a la que se refiere Ramón Valdés, en
tanto que había reforzado los mismos procesos de burocratización y especialización de
la vida que el resto de estados promotores de la industrialización capitalista. En ese
sentido, quienes defendían unas fiestas transgresoras y no controladas por el gobierno
en los 70, se oponían al franquismo en su faceta dictatorial pero también, hasta cierto
punto, en su faceta modernizadora.
Pues, ¿en qué consiste más exactamente esa modernización que convierte la
fiesta en un anacronismo? Valdés menciona la especialización, que hace que sólo unos
pocos participen de ella mientras los otros miran (o sea, su espectacularización), pero
también la creación moderna de un tipo de identidad individual fija y abstracta: en las
sociedades urbanas e industrializadas, dice, “la república, la sociedad civil, no puede
aceptar el que seamos seres cambiantes, necesita contarnos, medirnos, identificarnos”.
En las sociedades rurales, en cambio, las fiestas de disfraces permitirían, como
anticipábamos, el “investirse de una personalidad distinta de la que habitualmente se
tiene”. En una aldea de Asturias, según el antropólogo asturiano, no tiene sentido
disfrazarse para buscar el anonimato (como se haría en la versión moderna y

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‘adulterada’ del carnaval), “porque son cuarenta personas y saben inmediatamente


quién es quién. El sentido de la fiesta allí es el de la adopción, el del juego con otra
identidad, eso que en nuestra sociedad está proscrito” (VVAA, 1978: 52).
Proscrito por ese sector del establishment que reacciona ante las identidades
ambiguas o fluctuantes echando mano a la pistola, o a la Ley de Peligrosidad Social (y
frente a ellos está la juventud airada, que no se resigna a la defunción de la fiesta)17.
Pero no proscrito por ese otro sector no menos poderoso que ya ha comprendido que,
al fin y al cabo (como decían Losantos y Cardín), la vida es un teatro, y que el teatro se
vende bien. Estos últimos son los que se dan cuenta de que la fiesta, como cualquier
otra transgresión, no hay que prohibirla, sino venderla. Y frente a ellos habrá también
quienes reivindiquen fiestas gratuitas y se lamenten por cómo la mercantilización acaba
produciendo a la larga un efecto similar al de la prohibición: reduce el espíritu
transgresor y experimentador de la gente, mutila también, al fin y al cabo, esa
posibilidad de “investirse con una personalidad distinta de la que habitualmente se
tiene”18.
En cualquier caso, para entender cómo en general se produce la reivindicación
de la fiesta popular y el carnaval en la contra-cultura de los 70 españoles tenemos que
señalar que su ‘anacronismo’ fundamental (de esos que a antropólogos como Ramón
Valdés y Caro Baroja les ponían nerviosos), es el haber convertido la excepcionalidad
de esos festejos en una aspiración cotidiana. Pues, en efecto, a diferencia de lo que
ocurría en las ‘sociedades rurales’, para la contra-cultura de la transición el carnaval de
tres o cuatro días no es suficiente. Porque, para algunos jóvenes de los 70, como decía

17 De forma literal en el carnaval de Barcelona en 1978, cuya prohibición ocasionó una espontánea
manifestación y la consiguiente carga policial.
La Ley de Peligrosidad Social es descrita por el activista Armand de Fluviá (fundador del
Movimiento Español de Liberación Homosexual en 1970) en una entrevista para Disco Express
(1978) en los siguientes términos: “La Ley de Peligrosidad Social vino a sustituir en 1970 la ‘Ley de
Vagos y Maleantes’, ley establecida por la República en 1933-34, que fue la única ley republicana
que Franco mantuvo. Pero en esta ley no se incluía a los homosexuales y prostitutas, y el régimen ya
se encargó en 1954 de modificarla e incluirlos como ‘peligrosos sociales’ por el simple hecho de
serlo (...) ‘Esta es una ley especial que no establece penas, sólo medidas de seguridad para presuntos
delincuentes, para personas que ellos piensan que pueden delinquir (...) Es una ley, por tanto,
especial, con unos tribunales especiales y unos jueces especiales. No imponen penas, solo medidas
de seguridad en beneficio del ‘peligroso social’ para salvarle y reintegrarlo a una vida dentro de
nuestra digna sociedad” (2004: 26). Estas medidas incluían internamiento en centros de
“reeducación”, destierro y sometimiento a la vigilancia constante de la policía. Como veremos,
enseguida, esta ley fue muy importante para artistas de la contracultura libertaria de los 70 como
Nazario y Ocaña.
18 En Albacete, por ejemplo, se reivindican fiestas asequibles a todos, que no se hagan para ganar

dinero. En el 76, el colectivo juvenil Sagato, según ha documentado Martín García, “se queja de una
programación ferial en la que ‘nos lo dan todo hecho’ y ‘las fiestas se organizan desde arriba’. Desde
diferentes ámbitos de la sociedad albacetense se comenzaron a censurar unos festejos oficiales
carentes de sentido popular y ‘limitados a un cierto sector que puede pagarlos’”. Martín García ha
reproducido incluso una coplilla alusiva que circuló en la feria de septiembre del 75: Dicen que las
ferias son, ‘pa’ que se divierta el pueblo, yo debo ser un marciano, puesto que no me divierto. A mí,
para ir a los toros, no me llega el presupuesto, y para ir a la caseta, tengo que vender lo puesto”
(2008: 276).

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Larra (en un contexto muy diferente), “todo el año es carnaval”19.

Una reapropiación contracultural de la fiesta flamenca: el joven Nazario


Pondré un ejemplo ilustrativo de este tipo de apropiación o de ‘traducción
cultural’: Nazario Luque Vera, más conocido como Nazario a secas, que se convertiría
en un agente fundacional del comix underground español, habitual de la escena
libertaria de Barcelona y compañero de correrías del travesti, pintor y emigrado rural
Ocaña, tuvo una importante experiencia de la fiesta popular en su juventud, cuando,
recién terminados sus estudios de magisterio, le destinaron a Morón de la Frontera para
dar clases en una escuela. Según él mismo ha contado 20, en esa localidad entró en
contacto con un círculo de gitanos y artistas de flamenco que se reunía alrededor del
guitarrista Diego del Gastor, famoso en la época por dar clases de música a todos los
hippies que acudían a pedírselo. Y es que Morón albergaba una de esas bases militares
americanas que el franquismo había tenido que aceptar a cambio de su entrada en el
club de los países más o menos ‘respetables’ de Occidente, y por ese foco de extranjería
no sólo entraban aviones, sino también músicas e ideas no menos veloces. Morón
produjo de esta manera a finales de los 60 una sub-cultura híbrida de rock y flamenco,
de hippies y gitanos, que era como una especie de pescado mutante que hubiera nacido
entre los residuos del bombardero americano estrellado en Palomares: un daño
colateral con el que el régimen tenía que lidiar21.
Esta conjunción accidental permitió que jóvenes ‘payos’ como Nazario y otros
melenudos, que probablemente nunca hubieran entrado en fiestas gitanas, siguieran el
camino de sus hermanos yankees y fueran admitidos en ellas. Nazario reconoce que a
él, de hecho, nunca le había interesado el flamenco, porque lo identificaba con la
música comercial que se oía en la radio. Eran muchos años de secuestro franquista, y de
bombardeo con un folclorismo nacionalista y domesticado. Pero cuando Nazario
descubrió que había un flamenco que no sonaba en la radio sino en fiestas gitanas “que
podían durar tres noches y tres días seguidos si los asistentes eran del pueblo y amigos
de los artistas”, y que “se aguantaban combinando bebida y chocolate (hachís)”, su
percepción cambió. Se compró una guitarra y se puso a aprender, asistiendo a esas
fiestas a veces con un magnetófono en el que sus amigos y él grababan la música
disimuladamente para después reproducirla una y otra vez en su casa: “como los

19 En 1833, el “pobrecito hablador”, Mariano José de Larra, usaba esa expresión en su artículo “El
mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval” para satirizar la hipocresía de una sociedad para
él basada en el engaño y la apariencia. Casi dos siglos después los herederos remotos de la tradición
liberal que defendía Larra se apropian del disfraz y del carnaval como formas de subversión de las
‘buenas costumbres’ defendidas por la dictadura nacional-católica.
20 En la introducción a La Barcelona de los años 70 vista por Nazario y sus amigos.
21 Esto está documentado en la película relativamente reciente (2003) Underground. La ciudad del

arco iris, de Gervasio Iglesias. José Ribas recuerda un caso parecido de intercambio cultural entre
hippies californianos y jóvenes de Manresa: “los californianos intercambiaron con unos pocos
nativos experiencias contraculturales y grabaciones de Pink Floyd o King Crimson por bocatas. La
existencia de Fusioon, uno de los grupos más fascinantes de la progresía entre 1972 y 1975, no se
explicaría sin este intercambio de imaginarios” (2007: 304).

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americanos (...), para recordar las falsetas y los aires flamencos” (2004: 16).
Este detalle es importante: los gitanos tocan y se divierten en las fiestas, Nazario
y los otros jóvenes payos se divierten también, pero, “como los americanos”, necesitan
parar el decurso espontáneo de la fiesta para poder después reproducirla
mecánicamente, y así aprender las técnicas que necesitan para participar en ella. Están
en otra frecuencia, en otro tempo. Buscan asimilar el duende, quieren aprender el
compás. Hay que imaginar ese piso de Nazario en Morón que compartían cuatro
melenudos, todos templando obsesivamente sus guitarras y rebobinando una y otra vez
la cinta de audio, intentando calcar el garabato informe de un rasgueo. Lo que para
unos era juerga para otros era también la adopción de un nuevo lenguaje. Y es que el
individuo moderno no quiere salir de sí mismo sólo durante un rato, y ni siquiera tres
días de fiesta seguidos le son suficientes: ese individuo quiere cambiar para siempre,
forjarse una nueva identidad que no es la que ha recibido de sus mayores.
Nazario era uno más de esos jóvenes del franquismo tardío que andaba
buscando referencias nuevas, formas de experimentación vital que podían venir tanto
de la música, como de la sexualidad, la política, la filosofía, el arte o las drogas. La fiesta
flamenca fue una de ellas durante un tiempo. Luego Morón se le quedó pequeño
(“necesitaba más marcha y más contactos con el mundo homosexual”), y marchó a
Sevilla para después pasar definitivamente a Barcelona. Había decidido ser otra
persona, y allí encontró a quienes la reconocieran, en un ambiente de carnaval
perpetuo que le permitió experimentar con multitud de disfraces. Pero esa etapa previa
de Morón, ese contacto con la fiesta flamenca, ocupa un lugar fundacional en el relato
que hace de su vida. De alguna manera, fue su primer contacto con un círculo ‘contra-
cultural’, y su primer paso en la construcción de una identidad personal distinta a la
heredada del ambiente patriarcal, utilitarista y consumista que dominaba la sociedad
española de los 60.
Pues aunque para él, ajeno a los vínculos tradicionales de trasmisión de la
cultura gitana, la fiesta flamenca no significara lo mismo que para sus anfitriones, no
dejó de recibirla como una influencia importante en su percepción de las cosas. La
diferencia, claro está, es que los gitanos hacían eso porque siempre lo habían hecho, era
un aspecto de sus vidas que, aunque abierto a los excesos, a la espontaneidad y la
catarsis, formaba parte de su ‘normalidad’, y, por más que se prolongara a veces, se
combinaba con periodos de trabajo o de otras actividades que no se veían
sustantivamente alteradas por esas interrupciones festivas. Para Nazario, en cambio,
según su relato auto-biográfico, esas fiestas parecen haber sido el inicio de un proceso
de constantes transformaciones vitales, sin vuelta atrás.

‘Todo el año es carnaval’: vanguardia de la tradición y tradición de la vanguardia


Ese es el sentido nuevo que los jóvenes de la transición le dan a la fiesta
tradicional: la entienden como una puerta de entrada a una transformación permanente,
no sólo como un desahogo pasajero que se repite cíclicamente para desaparecer cada
vez. Se manejan ideas de desinhibición, liberación, y emancipación que son típicas del
discurso individualista moderno. En la autobiografía de José Rivas, el fundador y

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coordinador de Ajoblanco, se habla a menudo de gente que ‘estaba muy liberada’ y no


tanto pensando en alguien que durante un rato se comportara desinhibidamente para
después volver a un estado anterior, sino sustantivando el verbo: uno no sólo se libera
en un momento dado, sino que después pasa a ser un liberado, un enrollado, o a veces,
un moderno. En este sentido, la fiesta es una más de las experiencias vitales que le
permiten al individuo moderno ir moldeando su subjetividad de forma autónoma,
liberándose de aquellos rasgos de su personalidad que no le gustan y sustituyéndolos
por otros22.
Desde esta perspectiva, ¿cómo no querer que todo el año sea carnaval? Para los
que llevan al extremo ese deseo, como atestigua Carlos Mir, el carnaval de febrero se
convierte meramente en una ‘ocasión especial’, dentro de un constante estado de
disfraz:

22
Entiendo por ‘sujeto autónomo’ aquel que se considera a sí mismo como la fuente de
organización principal del sentido de su existencia, atribuyéndose la última palabra sobre la
tradición o cualquier otra instancia con la que pueda dialogar (Dios, naturaleza, sociedad...). Por
supuesto la tradición filosófica y política que ha ido generando este tipo de posición es enorme y
complejísima, remontándose al humanismo renacentista, pero bebiendo también del racionalismo
del XVII, la ilustración del XVIII, el romanticismo y el liberalismo del XIX, por citar sólo las
cosmovisiones más cruciales. El historiador español Jesús Izquierdo (leyendo a Charles Taylor)
relaciona este tipo de “sujeto autónomo” con la idea del “ciudadano moderno”: “Los ciudadanos
modernos consensuamos (sentimos juntos) una manera de concebirnos –y de proceder- como
individuos soberanos en la determinación de nuestros intereses personales, como entidades cuyas
fuentes morales son autónomas, como sujetos dotados de una reflexividad sin parangón que nos
capacita para elegir nuestra identidad y distanciarnos de las tradiciones y las convenciones colectivas
en las que estaban atrapados quienes nos precedieron. Sentimos nuestra sociedad como un
agregado de voluntades individuales de la que uno, llegado el momento, puede voluntariamente
distanciarse. En suma, pensamos nuestra subjetividad a partir de la identificación con un yo
individual que consideramos parte del orden natural de las cosas” (2006: 628).
Lo interesante es que Izquierdo sitúa además esta concepción naturalizada del individuo en la
historia: “a pesar de esta apariencia antropológicamente ahistórica, nuestra identidad y sus atributos
son construcciones discursivas e históricas”, precisamente porque “somos lo que somos gracias a la
mediación de determinadas matrices lingüísticas, extraindividualmente construidas. En suma, somos
resultado de la intervención de un lenguaje colectivo e histórico, el lenguaje de la modernidad”
(2006: 629)
Cuando hablamos de ‘sujeto autónomo’, estamos hablando de la forma de subjetivización individuo-
céntrica’ creada por ese lenguaje histórico de la modernidad. No se trata, por tanto, de ningún
‘principio filosófico’ abstracto y desconectado del devenir histórico. Por el contrario, esa forma
histórica de subjetivación ha emergido de contingencias sociales específicas y en sólo en ellas se
miden sus efectos. En el caso de los años 70 españoles, yo estoy tratando de medir su influencia
sobre jóvenes que, como Nazario, crean círculos contraculturales en los que tratan de dotarse de
una identidad personal experimental. Me interesa especialmente que lo hagan a veces recurriendo a
prácticas que, como el Flamenco o las fiestas tradicionales, no están en ese momento del todo
transformadas por ese “lenguaje de la modernidad” que pone al sujeto en el centro. En estas
prácticas reconocemos la herencia de otras “matrices lingüísticas”, provenientes del mundo del
Antiguo Régimen en las que “ser uno mismo consistía en actuar como representante de un
determinado grupo” de modo que “el yo se encontraba fundido con el nosotros. El sujeto era un
miembro del grupo, y era en este núcleo donde adquiría su propio yo” (Izquierdo, 2001: 31).
Sobre la formación de la antropología individualista en el lenguaje de la modernidad y sus tensiones
con las formas de subjetivación colectiva premodernas, véase también “Ciudadanía y clase social
tras la comunidad”, de Izquierdo y Sánchez León.

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Barcelona era una fiesta. La Ramblas, el Zeleste, la Plaza Real, el Born, todo
era una fiesta. Pero aunque cada día era una fiesta y para Ocaña cada día era
carnaval, porque se disfrazaba de mujer y se iba a cantar al café de la Opera,
se reservaban las mejores galas para el carnaval de verdad, los diez días de
febrero en los que todos nos disfrazábamos.
¿Significa eso que en esta fiesta perpetua no tiene en realidad cabida la fiesta
tradicional? ¿Cómo puede no quedar desvirtuado ese ‘carnaval de verdad’, aunque
para él se reserven ‘las mejores galas’, si todo el año es carnaval? ¿Supone esta
apropiación moderna la abolición de todo resto de cultura popular carnavalesca que
pudiera quedar?
No exactamente. Las cosas son más complicadas, porque eso que llamamos
‘fiesta tradicional’, como señalan tanto Chartier como Caro Baroja, Favre y E.P.
Thompson, es ya una realidad difusa que ha estado siempre sometida a múltiples
influencias, y que, como tal, es ella misma híbrida y multiforme. El concepto de
tradición es engañoso. Pensemos en esos gitanos de Morón que conoció Nazario.
Hemos asumido que sus fiestas son eventos ‘tradicionales’ en los que no se produce
una transformación del individuo, sino una reactivación de ciertos usos sociales
catárticos, una especie de ‘desorden controlado’. Pero estábamos simplificando para
enfatizar el contraste con la posición de Nazario. Debemos matizar ahora y darnos
cuenta de que por mucho que sea ‘tradicional’, esa fiesta no es una mera repetición de
lo mismo. Para pensar su diferencia, podemos compararla con la deriva que esa
‘tradición’ adoptará a los pocos años, según la explica el propio Nazario:
Dichas fiestas fueron el final de una época de artistas gitanos sólo conocidos
en círculos muy restringidos, alejados de circuitos de tablaos, teatros y
radios, que solían vivir de profesiones precarias y que actuaban en fiestas
familiares o fiestas organizadas por ‘señoritos’ que pagaban a los artistas para
actuar (2004: 15).
Es el final de una época y el comienzo de la historia de la comercialización
masiva del flamenco. Esta historia tenderá a convertir la fiesta flamenca en un
espectáculo, volviéndola más previsible, más estereotipada y conservadora. Debemos
darnos cuenta, entonces, de que por mucho que la fiesta flamenca operara antes de
dicha comercialización dentro de unos parámetros ‘tradicionales’, eso no significaba
que no pudiera ‘liberar’ formas de experimentación y de ruptura (sobre todo teniendo
en cuenta su marcado carácter improvisado), que son las que precisamente se echan en
falta cuando el mercado hace que los artistas comiencen a buscar las maneras fáciles de
complacer a quienes no participan (‘el público’). Antes, los payos tenían que tener
contactos para colarse en la fiesta y aprender con su esfuerzo la manera de seguir el
compás para participar. Ahora, son ellos los que marcan el compás, con sus palmas
torpes, abortando la posibilidad de experimentación.
Esa experimentación que permitía una tradición como la fiesta gitana, esos
devenires, fugas, fracturas irrepetibles de su cante y su baile, no son necesariamente

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apropiables como momentos de la transformación de un sujeto 23 . Son más bien


maneras en las que la propia tradición, también ella, puede “investirse de una
personalidad distinta de la que habitualmente tiene”. Y es que no hace falta ser persona
para constituir una realidad mutante: la fiesta flamenca, a pesar de su periodicidad y su
carácter convencional es una realidad cultural con una amplia zona de incertidumbre
en los años 70 españoles. A esa zona de incertidumbre, que hace que sucedan cosas
interesantes, es a la que Nazario contempla con nostalgia cuando habla del “fin de una
época”: la comercialización del flamenco tenderá a volverlo todo más aburrido, más
redundante, incluso cuando se lance a incorporar ‘novedades’ como la fusión con la
música pop24.
¿Qué es entonces tradición y qué es vanguardia? Una posible frontera sería la
aparición de ese sujeto ‘moderno’ que se considera autónomo y para el cual tradiciones
como el carnaval o la fiesta popular son oportunidades para reinventarse a sí mismo,
más allá de las determinaciones sociales. Esa sería la pre-condición de la vanguardia: un
individuo que decide hacer coincidir arte y vida, hacer de su vida una obra de arte. El
problema es que nada sale de la nada, y por eso los materiales que el vanguardista tiene
a mano para construirse a sí mismo son siempre ‘tradicionales’: transmitidos,
heredados, marcados por el uso que otros han hecho de ellos. Está entonces esa otra
vanguardia que sabe reconocer cuáles son las tradiciones que albergan ciertas zonas de
incertidumbre en las que se produce algo que no es necesariamente lo nuevo, sino ese
‘poner las cosas del revés’ que permite escapar al aplastamiento de lo redundante.
No hay, pues, un corte claro, sino una encrucijada móvil que convoca al
carnaval ‘tradicional’, ‘pre-moderno’ (o a lo que pueda quedar de él en los años 70
españoles), y al nuevo carnaval reapropiado por el individuo moderno para su
transformación personal. Los jóvenes de la transición, en su deseo de experimentación,
se interesan por tradiciones en las que encuentran una chispa de apertura y posibilidad,
y las reinterpretan desde su lenguaje de transformación subjetiva, sin importarles
demasiado la posible incongruencia.
Quieren carnaval, sí, pero todo el año.

23
El escritor afro-americano Ralph Ellison, en un artículo en el que comparaba el flamenco con el
blues, inventó algunas formulas hermosas para describir estos improvisatorios devenires que se
producen sobre la base de una estructura tradicional: “Even one who doesn’t understand the lyrics
will note the uncanny ability od the singers presented here to produce pictorial effects with their
voices. Great space, echoes, rolling slopes, the charging of bulls, and the prancing and galloping of
horses flow in this sound much as animal cries, train whistles, and the loneliness of night sound
through the blues” (2003: 24).
24
Ese tipo de “hibridez” o “fusión” no garantiza nada de por sí, como demuestra la experiencia del
grupo de rock progresivo Smash, que se detalla en el citado documental Underground. La ciudad
del arco iris. En un momento de su corta carrera Smash empieza a colaborar con el guitarrista gitano
de flamenco Manuel Molina (que más tarde se haría famoso con el dúo Lole y Manuel), obteniendo
resultados experimentales e interesantes para ambas partes. Más adelante, sin embargo, los jóvenes
rockeros graban una canción llamada El garrotín, en la que mezclan música tradicional con un
formato más ‘pop’. Su productor quiso potenciar esa canción y esa vena más comercial, lo cual
produjo una serie de tensiones que acabaron por precipitar la separación de la banda.

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 101-123 123
Regarding the Fall of Mythical Narratives On Spanish Transition: the
‘Argentinian Complaint” against francoist crimes

Marina Montoto Ugarte


UNIVERSIDAD COMPLUTENSE · mmontotougarte@ucm.es

Licenciada en Sociología (UCM) en 2012, y Máster de Antropología


Social y Cultural (UCM) en 2013, con un trabajo final sobre la
construcción hegemónica del discurso de la Transición española.
Actualmente se encuentra realizando la tesis doctoral "La lucha por la
historia legítima: pugnas y procesos de subjetivación en la querella
argentina contra los crímenes del franquismo”. Investiga también sobre
discursos y culturas militantes en el Estado Español, y es integrante del
colectivo Memorias en red.

RECIBIDO: 1 DE NOVIEMBRE DE 2014


ACEPTADO: 13 DE DICIEMBRE DE 2014
Resumen: Este artículo es una primera aproximación al Abstract: This article is a first approach to the analysis
análisis de un espacio social, tradicionalmente no definido of a social space that traditionally have not been
como producto cultural, pero que, como cualquier otro, defined as a cultural product, but, as anyone else,
revisita y reformula desde la perspectiva actual de crisis el revisits and reformulates from the current perspective
relato mítico de la Transición. La querella argentina contra of the crisis the mythical story of the Transition, The
los crímenes del franquismo, y el espacio social que Argentina complaint against the crimes of Francoism,
genera, es un producto cultural diferente, por sus propias and the social space that it generates, is a different
dinámicas y su propio campo de juego, y hace que sea cultural product by its own dynamics and its own
necesario seguir su proceso con una mirada atenta y field that makes necessary to analyze the process
diferente, prometiendo enriquecer un debate ya abierto carefully and with a different look, promising enrich
en la literatura académica, como es el actual proceso de the already opened debate in the academic literature,
reelaboración colectiva sobre la historia del siglo XX en as it is the current process of collective reelaboration
España. of the history of the twentieth century in Spain.
Palabras Clave: Transición española, Derechos Humanos, Key Words: Spanish Transition, Human Rights,
discursos sociales, Régimen del 78, sujetos sociales, Social Discourses, 78th Regime, Social Subjects,
Querella Argentina. Argentinian Complaint.
.
DOI: 10.7203/KAM.4.4303

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Marina Montoto Ugarte

El sociólogo puede tentarse de entrar en el juego, de tener la


última palabra en las querellas de palabras diciendo lo que
realmente ocurre con las cosas. Si, como pienso, lo que le
incumbe como propio es describir la lógica de las luchas a
propósito de las palabras, se comprende que tenga problemas
con las palabras que debe emplear para hablar de esas luchas.

PIERRE BOURDIEU, 1987

Introducción
En este artículo la autora trata de dar cuenta de un proceso social complejo, como es
la actual quiebra o crisis del relato hegemónico de la Transición española, a través de un
caso concreto, como es la causa penal internacional de la “Querella Argentina contra los
crímenes del Franquismo”. En la primera parte del texto se realiza una reconstrucción
socio-histórica del contexto de producción y consolidación del relato mítico de la
Transición en los primeros años de la democracia, para más adelante dar cuenta de las
posibles causas que en la actualidad han llevado a su quiebre o desborde, resumidas
principalmente en dos fenómenos fundamentales, como son la irrupción de los
movimientos por “la memoria histórica”, por un lado, y la crisis del Régimen del 78, por
otro. En la segunda parte, se da una primera aproximación al análisis del caso de la
“Querella Argentina” como un lugar destacado para dar cuenta de este proceso de
reelaboración histórica colectiva, un lugar que, por sus propias dinámicas y su propio
campo de juego, los cuales describimos, podría llegar a desempeñar una labor de
aceleración del quiebre del relato hegemónico y de potencial lugar de enunciación de
nuevas narrativas sobre la historia reciente de nuestro país.

El relato mítico de la Transición.


Todas las sociedades construyen y ponen en relación relatos y narrativas sobre los
procesos políticos y sociales más importantes de su historia colectiva (Halbwachs, 2004).
Es una necesidad social ordenar todo ese caos infinito de hechos, fechas o procesos, en un
relato que haga una selección de ellos, los enmarque y los dote de sentido. Si bien es cierto
que siempre se encuentra una pluralidad de relatos sobre un mismo período, en muchas
ocasiones uno de ellos se consolidará, conformándose como el relato hegemónico, como el
relato de verdad, primando sobre los otros, convirtiéndose en el marco de memoria
histórica dominante (Aguilar, 2007; Halbwachs, 2004).
En el caso español, dentro de los procesos políticos y sociales más importantes de
nuestro país se encuentra la Transición española. En los discursos a posteriori sobre el
proceso transicional se produjo la consolidación y reproducción de un relato que, aún
alejado de la realidad historiográfica (Gallego, 2008), por las circunstancias de inestabilidad
política, incertidumbre y conflicto que se vivió en esos años, se consolidó como un mito.
Este relato mítico de la Transición contiene a su vez dos narrativas fundamentales. En
primer lugar, ha incorporado un relato sobre el proceso transicional: éste da cuenta de la
manera en que se dio el proceso de cambio político en los años setenta. Afecta sólo a los

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hechos acontecidos de lo que se ha llamado Transición: dentro de la literatura


historiográfica mayoritaria, desde el atentado a Luis Carrero Blanco en 1973 hasta la
victoria del Partido Socialista Obrero Español en 1982.
En este sentido, cabe destacar que el contexto de conflicto, miedo y coacción
simbólica que se vivió durante la Transición, con una extendida sensación de amenaza de
una posible involución política (Oñate, 1998) hizo que, como he planteado en otra parte:
desde las élites políticas se mantuviese una ficción en torno al uso del consenso,
del diálogo y de la libertad durante esos años. Esta necesidad impuso una lectura
del proceso transicional fuertemente positiva, que se fue consolidando, sin
embargo, a lo largo de los años, sin criticarse o reflexionarse a posteriori. Es por
eso que, dentro del discurso asumido de la Transición española (…)
encontramos un relato de la misma que define el proceso como “modélico” y
“pacífico”, en torno a cuatro significantes o anclajes importantes: la idea de
consenso, la figura de la monarquía, el papel de la Constitución, y la figura de las
élites políticas o de la propia sociedad civil española (Montoto y Vázquez, 2013).
Este discurso funcionó durante todo el período transicional, pero de una manera
mucho más enérgica después del golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981. Así pues, el
mito de la Transición se pudo instaurar en el sentido común de las y los españoles, por el
que “España logró, contra pronóstico y por una suerte de batallitas, hazañas, y
heroicidades, pasar de la dictadura a la democracia por consenso y sin violencia” (Escolar,
2013: 5). Nos encontramos, entonces, con un proceso transicional en la que la necesidad
acaba convirtiéndose en virtud, en el que ese medio (un uso ideológico del consenso y el
diálogo que tiene como objetivo, en un primer momento, poder superar ese miedo, esa
amenaza de un golpe involucionista) acabó convirtiéndose en fin en sí mismo. He aquí el
origen del relato mítico de nuestra democracia: el miedo.
En segundo lugar, este relato mítico de la Transición también incorpora, y esto es
fundamental, la lectura implícita o explícita sobre hechos anteriores fundamentales de la
historia colectiva de España –es decir, la Segunda República, la Guerra Civil y la Dictadura-
que se impuso en esos años, los del cambio político. Aquí, encontramos la imposición (o
consenso, dependiendo de los espacios sociales) de una interpretación histórica que tilda la
Guerra Civil de drama humano y fraticida, en el que “todos fuimos culpables”, en donde se
mira con equidistancia a los dos bandos. En estas circunstancias trágicas, la única manera
de superar ese tremendo trauma es no mirar hacia el pasado, olvidar y perdonar, en un
ambiente de “reconciliación” definitiva, por el cual la memoria de la guerra sólo es utilizable
para decir “Nunca Más” (Juliá, 2003). En este contexto, la Guerra Civil se asocia de una
manera mucho más fuerte con la Segunda República que con la Dictadura; república
definida como un periodo oscuro de inestabilidad, conflicto y polarización, definido por
algunos autores como la época de “la política absoluta” (Pérez Díaz, 1993).
Es conveniente, en este punto, matizar que todo este proceso no fue solamente –ni
mucho menos- un proceso impuesto en su sentido más coercitivo, como podría
interpretarse en una lectura simple del poder de arriba abajo, por el que unas élites políticas
imponen determinadas lecturas sobre ciertos hechos a una población que simplemente
recibe ese discurso. Todo este fenómeno social pudo llevarse a cabo justamente por una

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complicidad con la ciudadanía, la cual también había producido una propia demanda
social de olvido y de reconciliación, posiblemente influenciada por un trauma todavía muy
profundo de la Guerra Civil y la Dictadura, por un deseo real y legítimo de acercarse por
fin a Europa y por el creciente individualismo y apoliticismo que comenzaba a desarrollarse
en la nueva sociedad de consumo española que se estaba dando en aquél momento.
En parte gracias al trabajo de asunción y reproducción del mismo por parte de las
élites académicas, políticas, periodísticas y culturales (Montoto, 2012) este discurso
dominante de la Transición fue consolidándose a lo largo de los años ochenta, para
confirmarse en la década posterior como el marco de sentido común del que la mayoría de
la ciudadanía haría uso para interpretar los hechos recientes de su pasado colectivo. Sin
embargo, en los últimos años muchos elementos marcan la pista de cierta ruptura que, si
bien todavía no está claro si podrá sustituir a ese relato mítico de la Transición, es posible ya
afirmar con seguridad que lo ha desbordado (Sánchez León, 2012).

Los movimientos por la recuperación de “la memoria histórica”


Dar cuenta de las causas de este quiebre profundo en el relato mítico y fundacional
de la joven democracia española es un trabajo difícil, ya que éstas son múltiples y complejas,
a lo que se suma la complicación de tratarse de una realidad viva y cambiante cada día, de
manera que los científicos sociales estamos siendo testigos de un proceso que no ha hecho
más que comenzar, y en donde, queramos o no, nosotros también intervenimos desde el
ámbito académico. Por ello, lo que viene a continuación sólo consiste en un intento parcial
de contextualizar y explicar esta crisis y los replanteamientos del relato dominante.
En primer lugar, hay que remontarse a la llegada del nuevo siglo, y a las primeras
asociaciones memorísticas y pro-derechos humanos que, casi sesenta años después,
denunciaron el absoluto desamparo de las víctimas y los familiares de la Guerra Civil y la
dictadura franquista (en este primer momento, sobre todo en su primera etapa, la más dura y
represiva). Se trata de la llegada de lo que luego se ha denominado en España como el
movimiento por la “memoria histórica”, irrupción promovida, en su mayoría, por los nietos
y las nietas de esas víctimas. Fue justamente un nieto de un republicano quien el 8 de
octubre de 2000, en la localidad leonesa de Priaranza del Bierzo, desenterró, con el apoyo
de la que sería poco después la Asociación Por la Recuperación de la Memoria Histórica,
los restos de su abuelo y de doce represaliados más, siendo el primero en identificar a un
familiar represaliado mediante la prueba de ADN. El impacto mediático, la constitución de
la asociación en diferentes regiones, y la localización de muchas más fosas y demandas de
exhumación (muchas aún no satisfechas a día de hoy) de decenas de miles de desaparecidos
–palabra eficaz, importada desde los procesos de justicia transicional del Cono Sur y de los
nuevos marcos globales de Justicia Universal-, supuso un verdadero boom de memoria
histórica primero en el campo mediático, luego en el campo social, y más tarde en el campo
político y jurídico.
Este boom tuvo un acompañante y altavoz predilecto en toda esta primera década de
los 2000, como fue la cultura. Y es que tanto el mercado cultural como el ámbito académico
se llenaron de productos ligados a la recuperación de la memoria de la guerra civil y la
dictadura, productos de muy diverso tipo, tanto de unas corrientes ideológicas como de

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otras, y pensadas para un público profundamente diverso. En el ámbito de las industrias


culturales, encontramos novelas (Cercas, 2001; Chacón, 2002; Moa, 2003; Grandes, 2007;
Rosa, 2007), documentales (Armengou, 2004; García-Alix, 2007), o películas (Cuerda,
1999: Uribe, 2002; Del Toro, 2006), pero también programas de televisión como Cine de
Barrio. En la academia, damos paso a una verdadera explosión de investigaciones y
publicaciones, tanto desde la historiografía (Aróstegui, 1996, 2004; Juliá, 2004; Casanova,
2008; Izquierdo y Sánchez León, 2006), como desde otras muchas ciencias sociales
(Aguilar, 2008; Ferrándiz, 2010, 2014) o científicas (Etxeberría, 2009). Este fenómeno de
explosión de un verdadero mercado de la memoria es además fortalecido por un fenómeno
parecido y paralelo que a finales del siglo XX ya se ha instaurado en Europa, de auge y
consolidación de las temáticas de la historia y memoria europea en los mismos ámbitos ya
mencionados, con respecto a hechos históricos fundamentales para ella como la segunda
guerra mundial o la caída del bloque soviético, contexto de mirada al pasado y re-visitación
que ha llegado a ser criticado por ciertos sectores culturales y académicos (Nora, 1984;
Todorov, 2000).
Este proceso de impulso social y cultural de la memoria histórica tuvo sus propias
traducciones institucionales, la más importante en el año 2007, con la aprobación en el
Congreso de los Diputados, en esos momentos de mayoría socialista, del proyecto de ley
52/2007, “por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de
quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura” (B.O.E.
27/12/2007), más comúnmente conocida como la “Ley de Memoria Histórica”. Esta ley
daba por fin una cobertura legal a las demandas de las asociaciones de víctimas,
reconociendo por primera vez de manera oficial el estatuto de víctima también a todas
aquellas personas que habían sufrido la represión del bando franquista en la Guerra Civil y
la Dictadura; planteaba además reformas importantes en relación a lugares de memoria
controvertidos como “El valle de los caídos” y denunciaba la existencia de placas, estatuas y
monumentos franquistas no acordes con un estado democrático y necesarios de ser
eliminados.
Sin embargo, el texto tenía importantes limitaciones. En primer lugar, acaba
subrayando el carácter familiar y privado de las víctimas, esquivando el marco de
“Crímenes de Lesa Humanidad” de las Naciones Unidas, que son crímenes cometidos
contra toda la sociedad, negando así el deber del Estado español como garante del
cumplimiento de las políticas de Justicia Transicional y Derechos Humanos aprobadas en
la comunidad internacional unas décadas antes, muchas de ellas ratificadas por España. Por
otro lado, la ley se fundamenta enormemente todavía en el espíritu de reconciliación de la
Transición, y por ende en su relato hegemónico, como reza su prólogo:

El espíritu de reconciliación y concordia, y de respeto al pluralismo y a la


defensa pacífica de todas las ideas, que guió la Transición, nos permitió dotarnos
de una Constitución, la de 1978, que tradujo jurídicamente esa voluntad de
reencuentro de los españoles, articulando un Estado social y democrático de
derecho con clara vocación integradora (B.O.E. 27/12/2007).

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Pero lo que más interesa destacar aquí es cómo todo este boom de la memoria acabó
dándose de bruces, inevitablemente, con el proceso de la Transición española,
posiblemente por dos razones fundamentales. Por un lado, debido a una saturación del
mercado académico y cultural de todos estos productos sobre la Guerra Civil y la primera
dictadura, ya palpable a finales de la primera década del siglo XXI, hasta el punto que el
escritor y columnista Isaac Rosa tituló a uno de sus libros ¡Otra maldita novela sobre la
Guerra Civil! (2007). El campo de la memoria de aquella época ya había dado sus frutos, y
comenzaba a plantearse la necesidad de mirar más allá de aquellos lejanos años en busca de
nuevas direcciones, como por ejemplo hacia las últimas décadas de la dictadura y de la
Transición. Hay que añadir, además, que el propio contexto franquista, represor y
dictatorial hasta el final de su régimen -los años setenta del siglo pasado-, permitía una
continuidad en estas narrativas, biografías o trayectorias de memoria, tanto en sus
productos culturales más mainstream como en las investigaciones académicas, más
rigurosas, haciendo lógica una ampliación de todas estas temáticas hasta el final de la
dictadura y los principios de la democracia.
Por otro lado, los movimientos de memoria y pro-derechos humanos se toparon
con la Transición ya no sólo como campo fértil de historias rescatables, sino como barrera
política, jurídica y social. Y es que, muchas de las demandas de las víctimas de la Guerra
Civil y la dictadura, elaboradas desde los marcos globales emergentes de Justicia
Transicional y Derechos Humanos (Pérez Bonet y Alija Fernández 2009; Teitel, 2003), no
podían ser satisfechas justamente por la lectura, tanto social como legal, que la Transición
otorgó al golpe militar, al conflicto armado y al posterior régimen de Franco. En este
sentido, son cuatro los mecanismos fundamentales de Justicia Transicional que
recomiendan las Naciones Unidas de cara al éxito de un proceso de cambio político,
normalmente de una situación de ausencia democrática a otra de Estado de derecho. El
primero es el derecho a investigar y restablecer oficialmente los hechos del pasado (verdad);
el segundo sería el derecho a condenar a los culpables de aquellos delitos no prescritos o de
Lesa Humanidad (justicia); el tercero corresponde al derecho a garantizar el debido
reconocimiento a las víctimas de las graves violaciones a los Derechos Humanos
(reparación); y el último se refiere al establecimiento de garantías duraderas de no
repetición. Respecto al primero, el derecho a la verdad, en España la Transición impuso,
como hemos apuntado, una política de olvido absoluto (Gil y Gil, 2009 en Chinchón,
2012). De este modo:
no se estableció nunca una política de Estado en materia de verdad, no existe
información oficial, ni mecanismos de esclarecimiento de la verdad. El modelo
vigente de “privatización” de las exhumaciones, que delega esta responsabilidad
a las víctimas y asociaciones, alimenta la indiferencia de las instituciones estatales
y conlleva dificultades metodológicas, de homologación y oficialización de la
verdad (De Greiff, 2014: 2).
El segundo mecanismo, el derecho a la justicia, se topa con la Ley de Amnistía, uno
de los hitos de la Transición, de 1977, y una judicatura española poco proclive a investigar
y condenar el franquismo, por su propio ADN franquista (Aguilar, 2013). En relación con
el tercero, el derecho a la reparación, ya hemos apuntado anteriormente al modelo de

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reparaciones “privatizadas”, a la que sumamos la dificultad por parte de las víctimas de


obtener un reconocimiento oficial por parte del Estado (cosa que otras víctimas, por
ejemplo las de terrorismo, sí consiguen). Finalmente, sobre las garantías de no repetición,
parece que la depuración y la profesionalización de las fuerzas armadas, y el profundo
deseo de los españoles de vivir en democracia, ha hecho del Estado español un país estable
y con garantías democráticas. De todo ello, podemos concluir que la Transición
comenzaba a ser un hecho crucial para la memoria histórica (Bernecker y Sören, 2009) y
los movimientos de memoria comenzaban a ponerla sobre la mesa, tanto como barrera que
superar, como fuente infinita de nuevos relatos.

La crisis del Régimen del 78


La otra causa fundamental del quiebre del relato dominante de la Transición ha sido
la crisis de su propio régimen político al que –en cierto sentido- este discurso sustentaba: el
llamado “Régimen del 78”, es decir el régimen político resultante del proceso de
Transición y el que ha definido nuestro modelo de democracia estos primeros cuarenta
años de post-dictadura. Este régimen se fragua, como todos, como la cristalización de unas
contradicciones históricas, económicas y sociales no del todo resueltas en el periodo
transicional. En primer lugar se encuentra un modelo territorial del famoso “café para
todos”, donde el llamado Estado de las autonomías “fomentó el sentido político
particularista en áreas donde no existía previamente y nunca llegó a satisfacer a una parte de
los ciudadanos de las nacionalidades históricas que sí tenían un sentido identitario propio”
(Franco, 2013: 74 en Montoto y Vázquez, 2013). En segundo lugar se encuentra un
modelo político con un monarquía marcadamente personalista -hasta tal punto que muchas
personas se declararon juancarlistas más que monárquicas- y un bipartidismo cocinado,
con un sistema electoral que se ha calificado de proporcional y que, sin embargo, se basa en
una fórmula escasamente representativa (Lago y Montero, 2005, citado en Montoto y
Vázquez, 2012). Respecto al modelo social, se terminó de desarrollar un régimen de
bienestar de tipo mediterráneo, corporativista y familiarista, basado en el pacto social entre
los diferentes actores de la sociedad y de la economía (Naldini, 2006) y en la
desmovilización de la ciudadanía.
La crisis económica global que explotó en 2008, y –sobre todo- la gestión de la
misma por los dos partidos mayoritarios, han hecho estallar estos consensos o engranajes
del régimen del 78 en mil pedazos (Montoto y Vázquez, 2013). Por un lado, el modelo
territorial se ha visto incapaz de poder incorporar las demandas crecientes de mayor
autodeterminación de los nacionalismos periféricos (sobre todo en Catalunya). Por otro
lado, la gestión de la crisis por parte de las élites políticas recetando más austeridad y
recortes para la ciudadanía ha abierto una profunda grieta entre un clase política
-acomodada y salpicada de escándalos de corrupción- y unas mayorías sociales cada vez
más empobrecidas, abriendo una profunda herida en el bipartidismo, en donde el pacto
social se habría roto en un principio más por arriba que por abajo. La ruptura desde abajo
tampoco se hizo esperar y, con el surgimiento del 15M, ya en el año 2011, se pone en
movimiento una cultura política nueva que en poco tiempo hace temblar los cimientos del
Régimen 78 y de la Cultura de la Transición (Martínez, 2012; Delgado, 2014). La

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Marina Montoto Ugarte

abdicación del Rey Juan Carlos I, el exitoso surgimiento de nuevos partidos como
Podemos y los nuevos aires constituyentes demuestran el moribundo estado del Régimen
del 78, y la llegada de nuevos replanteamientos entorno a su nacimiento, es decir, en torno
a la Transición. Es en el momento en que el Régimen del 78 entra en una crisis profunda,
cuando los expertos y la ciudadanía vuelven la mirada a su contexto de producción, que no
es otro que el del proceso transicional. Esta lectura se da ahora con otros ojos, desde un
presente desmitificador -por la propia realidad sangrante en la que se vive-, buscando las
causas de muchos de los vicios del régimen justamente en su punto de partida. De este
modo, se producen las segundas grietas (las primeras las producen los movimientos
sociales por “la memoria histórica”, como decíamos) dentro del relato mítico de la
Transición. ¿Se había hecho todo tan bien en la Transición -como siempre se había
pensado- si teníamos una democracia low cost en donde resultaba tan fácil quitar derechos
y aplicar recortes? ¿Qué había pasado realmente en esos años? ¿Es la Transición una
victoria de la derecha franquista en vez de un proceso modélico de reconciliación? ¿Es la
Transición un periodo conflictivo y oscuro, con más de mil muertos en las calles, y no un
periodo de paz y consenso como nos han contado? De repente, la Transición se convierte
en ese oscuro objeto de deseo, en donde todas las personas tienen algo que decir al
respecto.
Todo ello, se da, además, en un contexto más amplio, de grandes cambios a nivel
general y global. Por un lado está el inevitable relevo generacional, es decir la llegada a la
palestra académica, política y mediática de una generación que no participó del proceso de
cambio político de los setenta, que ha vivido enteramente en democracia y que no
comparte ciertas pautas de la cultura política de la Transición y del Régimen del 78. Por
otro lado se produce la entrada de la sociedad española en un mundo nuevo, producto del
proceso de globalización (Beck, 1986), fuertemente vinculado a las nuevas tecnologías y a
nuevos flujos de personas, mercancías e información (Castells, 2001). Esta verdadera
revolución tecnológica ha configurado nuevas maneras de relacionarse que permiten
nuevas formas de comunicación y de construcción identitaria, que a su vez dan lugar a una
reconstrucción de la política desde espacios completamente distintos a los habituales en la
sociedad industrial (como pudieron ser durante todo el siglo XX los medios de
comunicación y la opinión pública, o los ámbito familiar y laboral, por citar los más
importantes).
De este modo surgen nuevos actores, nuevas demandas, nuevas narrativas, y nuevos
lugares de enunciación que resquebrajan hasta hacer estallar el relato homogéneo, cerrado y
robusto de la Transición que hasta hace pocos años nadie ponía en duda. Es así como, de
algún tiempo a esta parte, investigadores, artistas, periodistas, escritores o políticos –y, en
realidad, gran parte de la ciudadanía- reconfiguran y reelaboran nuevos relatos sobre el
periodo, como si de un puzzle se tratara, un puzzle que se hubiera vuelto a romper en sus
piezas y ahora pudiésemos volver a intentar encajarlas de otras muchas maneras.
Y es que la Transición está de moda. La encontramos en la literatura (Cercas, 2009;
Chirbes, 2011; Monedero, 2011), en las múltiples retrospectivas en el mundo del cine o
del arte (Reina Sofía, 2012; Ateneo de Madrid 2013, Sala Berlanga 2014), en la televisión
(Operación Palace, Cuéntame cómo pasó…) y en muchos de los discursos políticos

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Una mirada a la crisis del relato mítico

(Rubalcaba, 2013, Rajoy, 2014; Monedero, 2013) sólo por citar los espacios más
importantes. A veces se recupera para auparla aún más en un relato mítico, otras veces se
utiliza como fuente de todos los males de la democracia. En otras ocasiones, se utiliza como
habitat de relatos, culturas y biografías hasta hace poco no formuladas o investigadas, en un
descubrimiento constante de nuevas realidades del proceso transicional, a veces conectadas
con nuestro presente, otras no (Sánchez León, 2004; Labrador, 2009). En muchas
ocasiones, se mira hacía ella con nostalgia, en otras, con reproche, en no pocas, con
curiosidad. Pero en casi todas, con interés. El pasado reciente está siendo reelaborado.
Hay no obstante otros espacios en los que se está revisitando y reelaborando el
relato de la Transición, espacios menos conocidos, estudiados o tenidos en cuenta.
Espacios que se encuentran fuera de los ámbitos fundamentalmente hegemónicos, como la
cultura, la escuela o los medios de comunicación (Gramsci, 1971), pero que son altamente
interesantes para ahondar en los procesos de quiebre cultural y nuevas producciones
narrativas hoy en día, ya que permiten dar cuenta de otras miradas, otras perspectivas, y
otras dinámicas del proceso de reelaboración histórica que está teniendo lugar.

La Querella Argentina contra los Crímenes del Franquismo: ¿puede un proceso


penal internacional reelaborar la historia colectiva?
Es aquí donde adquiere interés la Querella Argentina contra los Crímenes del
Franquismo. Esta querella, presentada por familiares de asesinados y desaparecidos durante
la dictadura franquista y por diversas asociaciones argentinas y españolas el 14 de abril de
2010 en Buenos Aires, surge desde la frustración de muchos de los colectivos de memoria
en España, al encontrar trabas judiciales de todo tipo en el intento de procesamiento del
régimen franquista en nuestro país que se dio desde 2008 al 2012 (Chinchón, 2012). En
este sentido, tras las limitaciones ya mencionadas de la ley de Memoria Histórica del PSOE,
ya desde 2007 se busca, desde los movimientos sociales memorísticos y las asociaciones de
víctimas, la aplicación de los mecanismos de verdad, justicia y reparación, a través de la
jurisdicción española. En este contexto, el juez Baltasar Garzón instruyó la famosa Causa
contra los Crímenes del Franquismo (2008-2012), por la que será acusado de
prevaricación por Falange Espanola, y, en consecuencia, apartado de su cargo por el
Consejo General del Poder Judicial. Si bien en el Auto del 27 de Febrero de 2012 el
Tribunal Supremo absolvió de esa acusación al juez Garzón, cerró de manera temporal la
posibilidad de juzgar los crímenes del Franquismo en España.

En este contexto, muchas de las asociaciones que habían interpuesto querellas y


denuncias en España, cruzaron el charco para probar suerte en Argentina. La elección de
este país, y no otro u otros tribunales supra-estatales, estaba motivada por varias razones. En
primer lugar, por la relación del propio país argentino con España, vinculados
estrechamente por una historia común y los diversos flujos migratorios que la acompañan,
siendo fundamental el exilio político de la ciudadanía de uno y otro país en sus respectivas
fechas de dictadura y represión (en España, de 1939 a 1977; en Argentina, de 1976 a
1983). En segundo lugar, por las actuaciones de tribunales de países extranjeros amparados
en las nuevas leyes de Justicia Universal, que se dieron a lo largo de la última década del

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siglo XX y la primera del Siglo XXI, en relación al procesamiento de diferentes dictaduras


del Cono Sur (entre ellas, Argentina desde, paradójicamente, la justicia española). Se
entendía, en un relato de viaje de ida y vuelta, que Argentina podría hacer por las víctimas
del franquismo lo que España había hecho por las víctimas de la dictadura cívico-militar
argentina (Baby, 2011).
Durante estos primeros cuatro años (2010-2014) la Querella Argentina se ha ido
transformando en una causa penal internacional de gran envergadura. Se documentan en la
actualidad más de trescientos querellantes y muchos más denunciantes de varios países, que
cuentan con una gran coordinadora internacional de apoyo (la Coordinadora Estatal de
Apoyo a la Querella Argentina o CEAQUA), la cual engloba varias plataformas
internacionales y otras cuantas sub-estatales, a su vez formadas por asociaciones de
memoria histórica y derechos humanos, y colectivos de víctimas del franquismo de todo
tipo: ex-presos políticos torturados, familiares de personas desaparecidas, de niños robados,
o de trabajadores-esclavos, víctimas del exilio o preventorios, y un largo etcétera. Todos
estos colectivos, al movilizarse, argumentar y sumar esfuerzos, ponen en circulación nuevos
relatos y narrativas sobre la Guerra Civil, la dictadura franquista y la Transición,
produciendo verdaderas narraciones de resistencia (Martínez, 2013) que chocan contra el
relato mítico de la Transición.
Mi argumento es que es una labor necesaria adentrarse en el estudio de este tipo de
espacios sociales, tradicionalmente no definidos como productos culturales, pero que,
como cualquier otro, revisitan y reformulan, desde la perspectiva actual, el relato mítico de
la Transición. La querella argentina contra los crímenes del franquismo, y el espacio social
que genera, es un producto cultural diferente, por sus propias dinámicas y su propio campo
de juego, que hace que sea necesario seguir su proceso con una mirada atenta que promete
enriquecer el debate despertado en los otros campos culturales ya mencionados.
Por otro lado, –y esto es fundamental- una de las dimensiones más interesantes de
estas narraciones de resistencia es que despliegan unos discursos de gran eficacia simbólica,
como es el caso de los discursos de Derechos Humanos, hasta el punto de que es posible
argumentar que un proceso penal internacional puede ofrecer el potencial simbólico para
reelaborar de manera eficaz la historia colectiva de España. Eficacia simbólica quiere decir
aquí la capacidad de ciertos discursos, por tratarse de discursos producidos en lugares de
enunciación de expertos, de prestigio o de autoridad, de encontrar gran complicidad en los
agentes que reciben como válido o verdadero ese discurso (Bourdieu, 2008).
En el caso de los discursos que beben del marco jurídico de los Derechos Humanos,
nos encontramos con una fuerte eficacia social debida, en primer lugar, a su legalidad y
legitimidad a nivel internacional, y a la manera en que su contenido constituye en sí mismo
un envite para la movilización o desmovilización de los agentes sociales (Devillard y Baer,
2010). En segundo lugar, el marco jurídico de los Derechos Humanos invoca un campo
político determinado, como es el de la "comunidad internacional", y un campo simbólico,
como es el de "Justicia Universal" que está cobrando cada vez más fuerza en el ámbito
internacional, con procesos como la condena de los regímenes de Chile, Argentina, u otros
países sudamericanos, como ya hemos subrayado (Baby, 2011; Barros, 2013). Ello otorga a
esa comunidad internacional un papel de "arbitraje" eficaz e interesante en las cuestiones

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que nos conciernen, así como una capacidad de “oficialización” e “institucionalización”


sólo equiparables a un poder legislativo o ejecutivo. Este desplazamiento de la comunidad
nacional (España) a la comunidad internacional y al lenguaje de Derechos Humanos
permite además un nuevo lugar de reconocimiento para los colectivos de memoria
histórica, ya que, si bien la crisis económica ha relegado en un segundo plano los debates
sobre la memoria histórica, la gestión de esta misma crisis por parte de los partidos políticos
a través de recortes fundamentales de derechos civiles, políticos y sociales permite una
posible rearticulación de la lucha “por la memoria histórica” en esa lucha “por los derechos
humanos” de la querella, pudiendo derivar en una pugna política que pueda obtener una
mejor recepción e identificación en la ciudadanía española en este contexto actual de
recorte de derechos y polítización general de los mismos.
En tercer lugar, las denuncias en pos de la Justicia Universal y los Derechos
Humanos tienen una gran capacidad de objetivar sus quejas y des-singularizar la relación
entre los actantes (Boltanski, 1990), ya que transforman con facilidad los conflictos
personales (una tortura, un robo) en conflicto categoriales (represión política), arma
poderosa a la hora de tener posibilidad de éxito del llamado a la opinión pública. Por
último, las acciones colectivas que "reproducen interpretaciones del pasado, (…) al mismo
tiempo contribuyen a transformar las condiciones que harán (o no) posibles nuevos
campos de sentido, que le otorgan a la memoria su poder de construir versiones
contrahegemónicas" (Piper e Iguiñez, 2013). Las víctimas del franquismo podrían acabar
teniendo, entonces, la llave de la reelaboración de nuestra historia.
Es importante, por otro lado, matizar esta posible eficacia o efectividad social del
discurso de los Derechos Humanos en el contexto español de la Querella Argentina. En
primer lugar, en España encontramos una débil cultura de los derechos humanos, en donde
muchos colectivos como Amnistía Internacional (2008) o la Asociación Pro Derechos
Humanos de España (2007) llevan años denunciando o visibilizando la falta de educación y
cultura en Derechos Humanos que encontramos tanto en el poder legislativo -todavía faltan
por aplicar o incluir leyes de Derecho Penal Internacional en el marco jurídico española-,
como en la administración pública -encontramos una ausencia sintomática de temarios de
formación en Derechos Humanos en los cuerpos de seguridad del Estado, en la judicatura
española, en los planes de estudio de educación secundaria y universitaria-. Todo ello
conlleva posibles dificultades a la hora de recibir como legítimo el discurso de la Querella
Argentina. En segundo lugar, hay que constatar que la herida social que dejó la dictadura
franquista es diferente respecto a los casos de los países del Cono Sur en una cosa
fundamental, como es la variable temporal, ya que el tiempo transcurrido –mucho más
largo en el caso español- de muchos de los crímenes cometidos por el franquismo puede
difuminar y debilitar esta huella de nuestro pasado.

El discurso mítico de la Transición Vs el discurso de los Derechos Humanos


En la Querella Argentina y en el espacio simbólico que genera se puede observar
una pugna clara por la historia legítima de la España del siglo XX. En este ring de boxeo
histórico, encontramos dos discursos fuertemente enfrentados, los dos con una alta eficacia

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social y la posibilidad de ser entendidos como discursos de verdad: el discurso mítico de la


Transición, y el discurso de Derechos Humanos. En interesante subrayar que los dos
discursos parten de entender la Transición como barrera: una como muro de contención, y
otra como muro a derribar. En las próximas páginas planteo un análisis más profundo de
cada uno de esos relatos.
En relación al primer discurso, el discurso hegemónico de la Transición, apuntado
brevemente en el inicio del artículo en sus principales características, lo que aquí interesa
ahora son las propiedades particulares que adquiere este discurso en el marco jurídico y
político de la querella. En primer lugar, una de sus claves fundamentales es el peso legal,
político y simbólico que otorga este relato a la Ley de Amnistía, promulgada el 15 de
Octubre de 1977. Para los agentes sociales que ponen en práctica el discurso mítico de la
Transición en el espacio social de la querella -los partidos políticos, los jueces españoles, y
los medios de comunicación- la Ley de Amnistía es definida como la voluntad popular de
una sociedad libre (el dictador Francisco Franco murió en 1975), en un ejercicio cristiano
de perdón, reconciliación y mirada hacia el futuro. Así por ejemplo la embajadora española
ante la Organización de las Naciones Unidas, Ana Menéndez, contestó con estas palabras al
relator de la Comisión de Derechos Humanos Pablo de Greiff, en una reunión reciente en
Ginebra:
No estamos ante una ley de punto final otorgada por la dictadura perdonándose
a sí misma, sino una ley adoptada por los partidos parlamentarios
democráticamente elegidos y plenamente conscientes de la importancia del paso
que están dando. (…) Solo a través del olvido y el perdón era posible la
reconciliación (Menéndez, 2014).
Esta versión sobre la Ley de Amnistía siempre conlleva la lectura implícita de la
Guerra Civil como consecuencia trágica de esa polarización política desmesurada e
ingobernable durante la Segunda República, en la que tanto unos como otros tuvieron
parte de la culpa.
En segundo lugar, en este discurso hegemónico de la Transición aplicado a la
Querella todo lo que sea hablar de la Guerra Civil y la Dictadura es abrir viejas heridas,
volver a un discurso “guerracivilista”, desenterrar un pasado que sólo puede volver a
provocar crispación y conflicto. Es decir, que la crítica a la Transición lleva directa e
inevitablemente a otro contexto de conflicto e inestabilidad. En palabras del portavoz del
PP en la Comisión Constitucional: “Tenemos que salir de la dinámica de guerra. No
cuenten con nosotros para dividir a esa sociedad (…) y para poner en riesgo lo mejor que
hemos hecho como sociedad, que es la Transición” (La Vanguardia, 25 de Mayo 2013).
Por último, ante el aumento de las presiones internacionales sobre España para iniciar
mecanismos profundos de verdad, justicia y reparación (Informes de Amnistía
Internacional 2012, 2013; Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas 2002,
2014) el gobierno español ha operado con otro reajuste interesante, como es el cambio de
un régimen de Transición modélico a un régimen de Transición “único” o singular
(Delgado, 2014). En palabras de la embajadora de España ante la ONU: “La Transición
española es también un caso especial, porque constituye un caso de reconciliación nacional
sin justicia penal” (Menéndez, 2014, la cursiva es mía). En otras palabras, sin bien el

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modelo transicional español no comparte la mayoría de las bases de los tratados ratificados
por España de Justicia Transicional y Derechos Humanos (Chinchón, 2012), funcionó
para los españoles y las españolas, por lo que no necesita un tratamiento posterior.
En relación al discurso de los Derechos Humanos, éste es el discurso más usado o
puesto en práctica por la mayoría de agentes sociales en el espacio social de la querella, lo
cual tiene mucho sentido al estar en un espacio de carácter jurídico-trasnacional. Los
agentes que despliegan mayoritariamente este discurso son las asociaciones de víctimas, los
abogados querellantes, los organismos internacionales (ONU, Amnistía Internacional..), la
judicatura argentina y los técnicos del proceso penal (forenses, juristas, peritos, científicos
sociales, y un largo etcétera). Según Ferrándiz (2014) en España se está produciendo un
incremento en el empleo del lenguaje de los Derechos Humanos, lo cual produce una
retraducción y una reapropiación de éste por parte de los sujetos, y una puesta en práctica
en contextos locales que cambian o modifican parte de su mensaje.
La lectura de la Ley de Amnistía, por ejemplo, aparece abiertamente enfrentada a la
lectura que de ella se hace en el discurso mítico de la Transición. En el marco de los
Derechos Humanos, la ley de Amnistía es definida como una ley de punto final que
principalmente cerró la posibilidad de juzgar a aquellos sujetos que cometieron crímenes de
Lesa Humanidad (crímenes imprescriptibles) durante la dictadura y la represión franquista,
más allá de amnistiar los presos políticos de la lucha antifranquista. En este sentido, es
significativo el número de presos que salieron de las cárceles franquistas con la ley de
Amnistía de 1977: de las decenas de centenares de presos políticos a la muerte del
dictador, sólo 89 salieron con esta ley (El País, 15 octubre 1977), ya que la gran mayoría
habían salido con los indultos y las amnistías anteriores. Así lo explica un portavoz de la
Coordinadora Estatal de apoyo a la Querella Argentina (CEAQUA) y ex-preso político, en
una rueda de prensa de su plataforma con motivo de la visita a España de la jueza argentina
que lleva el proceso: “En este país se construyó la democracia mirando para otro lado. Así
de sencillo. La clave de bóveda de la Transición es la elaboración de una ley de amnistía
cuando ya los presos políticos del franquismo estábamos en la calle y es una ley de amnistía
fundamentalmente dirigida hacia los represores franquistas”1. Además, desde el discurso de
estos agentes sociales, la Ley de Amnistía no se enmarca en un contexto de libertad y
voluntad popular, pero sí en uno de miedo, inestabilidad e incertidumbre: “En el 82 había
mucha gente aterrorizada por lo que podía pasar, y el ruido de sables era utilizado
sistemáticamente como una forma de presión política...” (Chato, Portavoz de CEAQUA,
rueda de prensa con motivo de la visita de la jueza argentina a España, 28 de mayo 2014).
La ley de Amnistía deja de ser una decisión consciente, deliberada y libre del pueblo
español, para convertirse en una estrategia de autoprotección del régimen franquista.
Por otro lado, esta lectura de la ley de Amnistía también contiene un relato sobre los
hechos anteriores a la Transición, un relato completamente diferente del empleado por los
agentes sociales que ponen en práctica el discurso mítico de la misma. En este sentido, la
guerra ya no es una tragedia causada por el conflicto y la desmesura política de la Segunda

1 Estas declaraciones de los portavoces de CEAQUA, y las que se reproducen en las siguientes
páginas, están recogidas en el trabajo de campo enmarcado en el proyecto de tesis doctoral de la
autora, todavía no publicado hasta la fecha.

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República, sino la consecuencia de un golpe de Estado cívico-militar a un Estado


democrático y de derecho que, al no triunfar en sus primeros días, se convierte en una
contienda militar de tres años de duración. En esta lectura de la Guerra Civil, la victoria de
estos últimos y la instauración de una dictadura desembocó en un enorme acto
sistematizado de represión, violencia y muerte, un acto que conlleva graves violaciones de
Derechos Humanos (Auto del Juez Garzón, 16 de Noviembre 2008; Amnistía
Internacional, 2012; De Greiff, 2014). En palabras de una hija de exiliados políticos de la
Guerra Civil encontramos este mensaje de una manera clara y concisa: “He oído a dos
ministros españoles decir el año pasado, el señor Margallo y el señor Gallardón, en vez de
hablar de los deportados españoles, decían: disidentes españoles. Ellos fueron disidentes,
sus familiares, ellos fueron los que asaltaron un gobierno democráticamente elegido”. (Elsa,
portavoz de CEAQUA, Ronda de la dignidad en la Plaza del Sol, mayo 2014).
En tercer lugar, en contra de los gritos al cielo y de las acusaciones de
“guerracivilismo” y de crispación que algunos agentes sociales despliegan desde el discurso
mítico de la Transición, las personas que denuncian la represión franquista como Crímenes
de Lesa Humanidad consideran que no se dará un verdadero cierre del proceso histórico
hasta que se sepa toda la verdad sobre los hechos, se enjuicie a los culpables y se repare a
las víctimas. De este modo, exigir el cumplimiento de las recomendaciones de la
Comunidad Internacional no es volver a abrir heridas, ya que –en un ejemplo metafórico-
hasta que “las fosas de los desaparecidos permanezcan cerradas, las heridas siempre
permanecerán abiertas” (Declaración de un familiar de un desaparecido a las puertas de la
Audiencia Nacional, 29 de mayo 2014). En palabras del relator ante la comisión de
Derechos Humanos de la ONU, Pablo de Greiff, esto se traduce, en el lenguaje jurídico de
la Justicia Universal, en la imprescriptibilidad de esos crímenes. Lo vemos respecto al caso
de la desaparición forzada:
Además de los estándares internacionales que establecen la imprescriptibilidad
de los delitos de lesa humanidad, el derecho internacional establece que, en
relación con los casos de desaparición forzada, los plazos de prescripción deben
contar a partir del momento en que cesa la desaparición forzada, es decir, desde
que la persona aparece con vida o se encuentran sus restos. El Relator Especial
nota con preocupación que durante la visita, de forma consistente, las
autoridades (españolas) negaron el carácter continuado de la desaparición
forzada, presentando este principio como un sinsentido jurídico (De Greiff,
2014)
Por último, en contra de la imagen de la España, primero modélica, y luego “única”
que manejan los agentes sociales que ponen en circulación el discurso hegemónico de la
Transición, los agentes sociales que se enmarcan en el discurso de Derechos Humanos,
presentan la imagen de una “España deudora”, atrasada en el ejercicio de reparar a las
víctimas de las violaciones de Derechos Humanos cometidas en su territorio y en el
ejercicio de garantizar el conocimiento de la verdad a toda la ciudadanía: “Partimos de la
base de que se cometieron en España uno de los mayores genocidios que se cometieron en
el Siglo XX, ignorado, tapado, hurtado a las nuevas generaciones” (Carlos Slepoy, abogado
de la CEAQUA, rueda de prensa, 30 de Mayo 2014). Esta imagen del gobierno español

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como moroso con las demandas de las víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura no es una
novedad, siendo un discurso desplegado, por ejemplo, en las demandas de los llamados
“Niños de la URSS” (Devillard et al, 2001).

Las (nuevas) víctimas del franquismo, ¿las (otras) víctimas de la Transición?

Naturalmente que la Transición tuvo cosas


positivas, pero tiene un pecado de origen tan
terrible, tan tremendo, que ha dejado a la mitad
de esta sociedad absolutamente desamparada.

CARLOS SLEPOY, abogado de la CEAQUA, 2014.


Respecto a los discursos sociales y los sujetos que los ponen en circulación, es
necesario matizar que estos discursos no se encuentran en la sociedad en “estado puro”,
expuestos y formulados como acabamos de presentarlos. Todo lo contrario, estos relatos y
narrativas son puestos en práctica, como ya hemos señalado, por determinados agentes
sociales en contextos situados. La mayoría de la literatura académica sobre la historia
reciente de nuestro país ha centrado su análisis, por un lado, en un abordaje ligado a
mecanismos macro, generales o abstractos, siendo limitada para recoger la riqueza subjetiva
de los actores que han formado parte de esa historia (Devillard et al, 1995); por otro lado,
se han recogido testimonios, memoria y recuerdos sin analizar en profundidad el contexto
de producción de todos esos discursos y sin reconstruir la génesis social de los mismos
(Bourdieu, Passeron y Chamboredon, 1998). Es importante señalar, por el contrario, que
los agentes sociales no aplican ni “mecánicamente” ni “maquiavélicamente” los discursos,
sino que los ponen en circulación en función de sus estrategias, su cultura política de
origen, su contexto presente, sus posiciones cambiantes o sus intereses particulares,
conscientes o inconscientes, que pueden ser de todo tipo. A modo de conclusión de este
artículo, voy a reflexionar sobre la relación entre discursos, sujetos y realidad dentro de los
sujetos querellantes, y de la constitución de un nuevo colectivo en torno a ella, como es el
de "Víctimas del Franquismo”.
La gran mayoría de las personas que se han querellado en la causa penal
internacional de Buenos Aires llevan encima de sus hombros, como enormes menhires
invisibles, otras narrativas sobre las historia de nuestro país. Son relatos incorporados o
encarnados, reformulados en historias de vida, de lucha, de traumas o silencios y hasta, en
algunos casos, en enfermedades, en un claro proceso de somatización de la otra historia,
que no ha podido salir de esos espacios de síntoma o marginalidad hasta hace una década.
Pueden ser víctimas directas de la represión, como encarcelados, torturados, familiares de
desaparecidos y niños robados, trabajadores-esclavos y un largo etcétera. O pueden ser
víctimas indirectas de ella, como muchos nietos con una historia familiar basada en el
silencio y en el trauma, personas que todavía hoy en día arrastran un estigma de “rojos” en
su localidad, o muchas familias todavía con miedo. En algunos casos son verdaderas
“narraciones de resistencia” como apuntaba Martínez (2013), en un claro posicionamiento
de lucha y de resistencia, en donde suele haber un claro marco político detrás,
acompañándoles. En otros, sin embargo, se asemejan en mayor medida a lo que he

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denominado como “narraciones afectadas”, donde los susurros, los miedos y los traumas
han reinado en gran parte de estas historias de vida.
Lo que se encuentra en todas estas personas es la inclusión en sus discursos y en sus
prácticas tanto de esta otra historia de España como también la historia dominante de
nuestro país, y en particular el relato mítico de la Transición. Y es que, los relatos nunca se
encuentran aislados unos de otros en la realidad y en la vida social de las personas, sino que
se entrelazan y atraviesan de mil maneras a los sujetos sociales, desembocando en procesos
de subjetivación densos y ambivalentes. De este modo, las víctimas del Franquismo han
sido, en un primer momento, víctimas del propio sistema dictatorial y de las propias
prácticas represoras: la represión física y simbólica, la muerte, la cárcel, el exilio, la tortura,
la pobreza, la exclusión, o el trauma son algunas de ellas. En un segundo momento, sin
embargo, llegaron a ser muchas de ellas (no todas) de nuevo víctimas y/o cómplices, esta
vez del proceso transicional y del sentido común impuesto o construido por el mismo
(tanto desde las élites, como desde la misma ciudadanía). Todo ello conllevó en cierta
medida a la desarticulación (impuesta o no) de importantes ejercicios de memoria, como
exhumaciones, homenajes o búsquedas, que se estaban dando en un número importante y
todavía desconocido en la actualidad. Algunos trabajos contemporáneos de historiadores y
expertos están abriendo todo este campo de investigación, como es el caso de la
historiadora Zoe de Keranga, que investiga las exhumaciones durante la Transición y que
confirma un número elevado de las mismas, centenares, en una dinámica de memoria
privada y familiar que, sin embargo, parece paralizarse a raíz del Golpe de Estado de 1981
y de la amenaza involucionista. Como ya sabemos, “no era el momento”.
Sin embargo, por el relato mítico de la Transición, tampoco lo fue más adelante. Y
no fue así porque el sentido común que se instauró en la democracia, ese marco de
interpretación hegemónica que mencionábamos al principio del artículo, no permitía un
lugar para las víctimas del franquismo, al estar ya “cerrado” ese capítulo para la sociedad
española. Así, en un ejercicio de auto-censura típico de los procesos de hegemonía, muchas
de las personas que habían sido represaliadas, volvieron a hablar de todo ello (si se hablaba)
en casa, entre susurros, con miedo y con vergüenza. Este sentido común les ha afectado
considerablemente y puede explicar –en parte- el opresivo y largo silencio de muchas de
estas personas respecto a muchas de estas cuestiones.
Se abre la posibilidad de que el marco de Derechos Humanos y la eficacia simbólica
que éste despliega, pueda generar un proceso de reelaboración de la historia de España por
parte de estos sujetos sociales, inaudito hasta la fecha. Este proceso de reelaboración puede
comenzar con un uso estratégico (consciente o inconsciente) de este marco de
interpretación por parte de las asociaciones de víctimas, importado desde el éxito de otros
movimientos de víctimas como en Argentina, Chile o Sudáfrica. En un segundo momento,
esta “utilización” podría, en algunas ocasiones, acabar desarrollando en ellos verdaderos
procesos de subjetivación que repercutan en el propio proceso identitario y
(auto)biográfico de la persona. Todo ello, a su vez, puede generar dinámicas de
empoderamiento y legitimación que les permita, por fin, definirse como interlocutores
válidos del proceso de reelaboración de las narrativas sobre nuestro país y nuestra historia.

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Conclusión
Como se espera haber argumentado con rigurosidad a lo largo de todo el texto, el
contexto actual de crisis, quiebre y posibles replanteamientos del relato mítico de la
Transición es ya una realidad empírica, la cual conlleva, entre todas muchas cosas, una
relectura de las narrativas sobre la historia del siglo XX español. En este presente incierto
de nuevas miradas, nuevos actores y nuevas lugares de enunciación, considero
profundamente interesante y pertinente el estudio de caso de la “Querella Argentina” como
un espacio social con potencial para acelerar la descomposición del relato mítico e
intervenir en este nuevo contexto de reelaboración colectiva. Por un lado, este espacio
despliega un discurso ético-político, el discurso de Derechos Humanos, que podría hacer
frente de una manera eficaz al relato reconciliador de la transición en la pugna política y
discursiva en la que se encuentran. Por otro lado, este discurso y el propio proceso judicial
permite por primera vez en la historia española unos soportes (auto)biográficos a las
víctimas del franquismo, que podrían derivar en procesos de subjetivación y
empoderamiento como sujetos legítimos en el nuevo marco de interpretación histórica.
Todo ello podría, finalmente, desencadenar un proceso de democratización de la memoria
histórica nunca visto en la España contemporánea, dándole la vuelta a la famosa frase de
Winston Churchill, y reescribir, por fin, la historia desde el lugar de los vencidos.

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Marina Montoto Ugarte

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From Political to Industrial Vindication: Culture during the Spanish Transition
through the Analysis of Three Music Documentaries

Laura Gómez Vaquero


UNIVERSIDAD CAMILO JOSÉ CELA · laura.g.vaquero@gmail.com

Profesora en el Grado de cine de la Universidad Camilo José Cela y


Doctora en Historia del cine. Ha publicado Las voces del cambio. La
palabra en el documental durante la transición en España (2012) y
coeditado los libros Piedra, papel y tijera: collage y cine documental
(2009) y El espíritu del caos. Representación y recepción de las
imágenes durante el franquismo (2009). Ha participado en congresos
nacionales e internacionales y escrito más de 40 textos para revistas,
catálogos y libros colectivos. Es Jefa de Redacción de Secuencias.
Revista de Historia del Cine. Sus áreas de investigación son el cine
documental, las relaciones entre cine y mujer y el cine español de los
años 60 y 70, con especial atención a la consideración de las prácticas
cinematográficas en el marco de la producción cultural del momento.

RECIBIDO: 10 DE NOVIEMBRE DE 2014


ACEPTADO: 14 DE DICIEMBRE DE 2014
Resumen: La Movida ha quedado en el imaginario Abstract: The Madrilenian scene has remained in the
colectivo como la manifestación más evidente de la collective memory as the clear evidence of the
consecución de la libertad de expresión, por la que se attainment of freedom of expression after the years of
apostó durante los años de transición de la dictadura a la transition from dictatorship to democracy in Spain.
democracia. Sin embargo, antes de la explosión de este However, before the eruption of this cultural
fenómeno cultural, otros habían sido calibrados en phenomenon, some others had been appreciated in
términos similares. El acercamiento a los documentales similar terms. The purpose of this article is to study
musicales La nova cançó (1976), Canet Rock (1976) y three music documentaries: La nova cançó (1976),
Nos va la marcha (1979) nos permitirá comprobar cómo, Canet Rock (1976) y Nos va la marcha (1979). This
durante la segunda mitad de los años setenta, estos will allow us to see how, during the second half of the
fenómenos musicales surgidos en los márgenes eran seventies, these musical phenomena that had erupted
considerados lugares donde ejercer la democracia de from the margins were considered to be places where
manera efectiva; podremos también observar cómo, con la to practice democracy in a real way; it will also remain
progresiva incorporación del país a las cada vez más clear how, with the gradual incorporation of the
estrictas dinámicas de la sociedad de consumo, el country to increasingly stringent dynamics of the
elemento aglutinador de estas comunidades pronto dejaría consumer society, the unifying force within these
ya de ser político y pasaría a ser cultural. communities would mutate from politics into culture.
Palabras Clave: Transición, cultura, documental musical, Key Words: Spanish Transition, culture, music
nova cançó, música progresiva, rock urbano. documentary, nova cançó, progressive rock, urbanoʼ
rock.
.
DOI: 10.7203/KAM.4.4344

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 147-164 147
Laura Gómez Vaquero

Por qué observar la producción cultural: la existencia de varias ‘transiciones’


Desde el fin del periodo denominado de transición política han aparecido
numerosos estudios que se han acercado a esta etapa histórica con la intención de
desentrañar algunas de las claves de la transformación que, en pocos años, asumió el
país. Algunas de estas aproximaciones a la cuestión se han centrado en las decisiones
adoptadas por los actores políticos durante dicha etapa, al considerarla consecuencia
directa de estas; como indica Jaime Porras Ferreyra, “para estos autores, arribar a una
democracia no es el resultado de un proceso de transformación en lo económico o en
lo cultural sino el fruto de las relaciones entre las élites políticas, que realizaban
reuniones y acuerdos con base a cálculos estratégicos” (2008: 91).
Sin embargo, a este tipo de aproximaciones se han sumado otras que
contemplan la necesidad de ampliar la mirada e integrar a otros que, aun alejados del
centro de poder (y, en ocasiones, quizá precisamente por ello), configuraron y
promovieron un estado proclive al cambio en esos años.
Precisamente, el ámbito de la cultura se nos ofrece como uno de los espacios
más interesantes a la hora de entender las diferentes “transiciones” que tuvieron lugar
durante los años setenta y primeros ochenta en España1. No ya sólo porque la práctica
cultural constituye un lugar de cristalización y promoción de una considerable
variedad de mentalidades y actitudes gracias a su heteroglosia (Stam, 2001: 354), que
permite la convivencia de mensajes acordes al orden hegemónico y de otros que lo
contradicen; también porque la cultura constituyó durante esos años un síntoma de la
eficacia de los procesos democratizadores del país.
Es esta última idea, junto con la intensa politización de la vida social durante los
años de cambio sociopolítico en España, la que ha promovido, desde muy temprano,
lecturas que ponían en relación diversos sectores culturales con las dinámicas
sociopolíticas (un ejemplo de ello es VV.AA. [1986]). Sin embargo, no es hasta hace
unos quince años que, de manera consciente y sistemática, se han explicado los años de
la transición desde presupuestos que incluían de una manera determinante la actividad
cultural. A este respecto, es obligado mencionar los estudios sobre las políticas
culturales de la época emprendidos por los historiadores Carlos Mainer y Santos Juliá
(Mainer, 2006; Mainer y Juliá, 2000) y por la estudiosa de la cultura Giulia Quaggio
(Quaggio, 2014)2, así como otros más específicos que indagan en las interacciones
entre las lógicas del cambio político y determinadas instituciones de la cultura de masas

1 Es sabido que las diversas esferas –política, económica, cultural– no tienen por qué coincidir ni en
tiempos ni en formas, hecho señalado con gran acierto por Mainer y Juliá (2000: 81-85). En el caso
que nos ocupa, por ejemplo, es necesario tener presente que los cambios en la sociedad y la cultura
habían tenido lugar antes de la muerte de Franco. Como indica Pere Ysàs, “el crecimiento
espectacular del turismo y la numerosa emigración exterior (…) comportó la familiarización de
sectores relativamente amplios de la sociedad española con las formas de vida y con los valores
sociales y culturales predominantes en las democracias europeas” (Ysàs, 2006: 29).
2 Los modos de ambos de acercarse a la cuestión cultural son distintos; mientras que Mainer y Juliá

optan por centrarse en la alta cultura, Quaggio lleva a cabo una aproximación más cercana a la de
los estudios culturales.

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De la reivindicación política a la industrial

(Trenzado, 1999)3.
Es este tipo de aproximaciones, que amplían el marco de las narrativas de la
Transición, las que nos guían en la tarea de observar el papel adoptado por
determinadas expresiones culturales durante unos años en los que la cultura adoptó un
papel determinante. Durante los años de la Transición, expresiones culturales como la
literatura, el cómic, el teatro, el cine y la música vehicularon ideas de cambio, y es por
ello que intentar desentrañar cómo eran y funcionaban en su contexto estas
expresiones nos sirve para entender, en toda su complejidad, esta época intensa y
dinámica4.

Narrativas del cambio: mirar al pasado vs mirar al futuro5


Los años de transición de la dictadura a la democracia fueron momentos de
evidente revisión histórica. La visita a determinados momentos históricos que hasta
entonces habían sido relatados de una manera única y dirigista o directamente
desterrados de la versión oficial fue una labor necesaria para la consecución del cambio.
Los posicionamientos desde los que esta tarea se llevó a cabo fueron diversos.
Algunos acercamientos apostaron por la continuidad y, en este sentido, se dedicaron a
salvaguardar y actualizar, hasta donde era posible, los relatos que habían conformado el
discurso franquista hasta esos momentos. Sin embargo, en mayor número, y
especialmente a partir del proceso de renovación legislativa respecto a aspectos como la
censura, aparecieron otros que se propusieron cuestionar los relatos legados. Su
principal objetivo era desacreditar las narrativas sobre la historia impuestas por el
régimen franquista y, a un mismo tiempo, centrar la atención en aspectos de la historia
reciente del país que hubieran sido conscientemente tergiversados o desatendidos. Esta
tarea implicaría la deconstrucción de los mitos y creencias promovidos por el régimen
pero, también, la instauración de los momentos fundacionales y los nuevos actores de
una renovada memoria colectiva6.
De manera paralela, y con mayor asiduidad según se hace más patente el cambio

3 Pese a que su foco de atención se centra en el tardofranquismo (y el de el presente texto en los


años del cambio político), el texto de Vicente Sánchez-Biosca sobre “Las culturas del
tardofranquismo” resulta asimismo clave para entender los cambios sucedidos desde la muerte de
Franco; como él mismo afirma: “en los años sesenta germinaron muchas de las claves culturales (…)
que, sin incurrir en simplificaciones teleológicas, estallaron (es decir, se impusieron y extendieron
entre la población) en los años eufóricos de conquista de las libertades” (2007: 109).
4 Refiriéndose al cine, Palacio, por ejemplo, indica que este fue capaz de trasladar durante esos años

“una nueva forma de ser y de sentir, y un cierto estado de conciencia favorable a las ideas que
vertebran la transformación política: reconciliación social, recuperación de las libertades civiles y
políticas, y descentralización del estado” (2011: 9).
5 Para una mirada a las narrativas del cambio operadas en torno al cine documental de la época,

acudir a Gómez Vaquero (2012).


6 A este respecto, la incorporación a la vida política del país de exiliados políticos como, por

ejemplo, Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo y Josep Tarradellas tras su regreso a España implicó la
puesta en marcha de diversas estrategias de “acomodación” de unas figuras que, durante décadas,
habían permanecido excluidas no sólo del país sino también del discurso dominante. Para entender
algunos de los procesos de reciclaje emprendidos durante los años de la Transición con respecto a
Ibárruri, acudir a Benet (2013).

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Laura Gómez Vaquero

político, se emprende una labor de observación y problematización de lo que está


sucediendo en los diversos ámbitos durante esos años. La conciencia de estar viviendo
un momento excepcional incita a los medios a ocuparse de cada uno de los distintos
sucesos que parecen jugar un papel determinante en la nueva etapa que está
atravesando el país. Junto a las miradas críticas al proceso (que las hubo), surgieron
otras que se planteaban en términos más optimistas respecto al cambio.
El resultado de todo esto es la presencia en los medios de determinados eventos
y personajes que, considerados como epítomes de lo que está ocurriendo en el país,
adquieren una visibilidad inédita. A lo largo de la segunda mitad de los años setenta,
determinados fenómenos culturales llegarían a ser definidos como manifestaciones de la
libre expresión, ya hubieran surgido como un ejercicio de resistencia en un contexto
poco permeable (el caso de la nova cançó, ligada a la lucha catalanista y antifranquista),
ya constituyeran espacios de libertad semejantes a los existentes en los países
democráticos occidentales (los festivales de rock progresivo) o incluso se plantearan en
términos de la incorporación del país a las dinámicas del capitalismo (el rock urbano,
que busca abandonar los márgenes de una industria deficiente). Más allá de las
particularidades, estos fenómenos anunciaron algunos de los elementos que serán
básicos en la conformación de una identidad nacional basada en la modernidad que ya
desde comienzos de los años ochenta será habitual.

Las generaciones del cambio: la juventud y los festivales como vanguardia de la


transformación social
Un artículo de la revista La Calle7, publicado en noviembre de 1978 en la
sección de “Sociedad. Jóvenes”, describe una nueva generación de jóvenes que, con 15
años, están “de vuelta de todo”. Pertenecientes a “la generación del rollo, de la píldora,
el porro y el ‘psé’, que sueltan a la menor de cambio”, son retratados como “chicos de
barrio” que “creen en el amor, en la amistad y no en la política” y para quienes la
guerra civil es “agua pasada que los mayores suelen esgrimir como amenaza del ‘cómete
eso: en la guerra, tu padre y yo lo pasamos muy mal’” (Claret y Luzan, 1978: 30, 31).
La prensa se acercaba de manera ambigua a estos miembros de una nueva
generación que, con un argot propio y una tendencia al “pasotismo”8, parecía renegar
del pasado y desconfiar del futuro. Pese a que el tono empleado en las crónicas y
referencias fue variado, la mirada sobre estos nuevos jóvenes tendió a relacionarlos con
el desencanto (político) que, según los medios, se había esparcido en parte de la
sociedad española, desilusionada con los resultados del cambio político iniciado años
antes. En ocasiones, se les achacó una actitud acomodaticia y renuente al cambio, al

7 Revista surgida en 1978, fundada por un grupo de periodistas procedente de la conocida y por
entonces en crisis Triunfo, autocalificada como “la primera a la izquierda” y conformada por, entre
otros, César Alonso de los Ríos, Fernando Lara, Carlos Elordi, Antonio Elorza, Julia Luzán y,
durante un tiempo, Manuel Vázquez Montalbán.
8 El término ‘pasota’ aparecerá en la prensa desde finales de los años setenta para designar al

miembro de una joven generación caracterizada por encontrarse al margen de la vida política y de
las reivindicaciones sociales.

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De la reivindicación política a la industrial

estilo de los términos empleados por el periodista Carlos Luis Álvarez “Cándido” en
un artículo de opinión sobre esta nueva generación de jóvenes coincidentes con la
promulgación de la Constitución española:
Los pasotas son los gaiteros del desfile reaccionario, van delante. Sus formas
aparecen vacías de toda intención histórica, porque, en el mejor de los casos,
su utopía, que nace de la contraposición entre el mundo que es y el que
debiera ser, es la de suspender todo pensamiento, como si el mundo,
fatalmente, ‘fuese destruyéndose a sí mismo’ (Cándido, 1980: 121)9.
Más allá del tono empleado, lo que estas alusiones evidenciaban era la
consideración de esa nueva generación como producto y síntoma de los cambios
sucedidos en esos pocos años10: los integrantes de esa recién llegada generación de
jóvenes, algunos de los cuales aún no alcanzaban su mayoría de edad durante los
últimos años de la década de los setenta, conformaban una nueva actitud ante la vida
que bien podía relacionarse con la nueva situación del país.
La consideración de la juventud en relación al cambio operado en los ámbitos
político, económico y social no era algo nuevo; como tampoco lo era la consideración
de los espacios específicamente creados para ella como síntomas y dinamizadores del
cambio. Desde mediados de los años setenta, si no antes, en cierta prensa de carácter
progresista se consideraría, por ejemplo, ciertos festivales de música como lugares en
los que ejercer una libertad de expresión inexistente en otras esferas de la vida social11.
En dichas crónicas, se insistía en el carácter abiertamente lúdico de unas jornadas en las
que parecían darse las condiciones adecuadas para la consecución de la soñada
democracia:
El pasado fin de semana, en Canet de Mar, se celebró la octava edición del
Festival de Canción, llamándose por primera vez de una forma distinta a las
anteriores y clásicas de Sis Hores de Cançó (Seis Horas de Canción). Por
primera vez también, en Canet, se incorporó decididamente el ingrediente
festivo, que se inició con una verbena popular el viernes por la noche, con
final quemado con ron en una madrugada playera. Por primera vez también,
todos los actuantes en Canet cobraron por igual, haciendo reparto de

9 El periodista aclaraba poco después: “no niego al «pasotismo» una realidad material y sociológica.
Lo que sí niego es que los hábitos y costumbres de esa juventud puedan quebrantar y menos
cambiar las normas sociales que rechazan” [Cándido, 1980: 121]).
10 La consideración de la juventud como un epítome de cambios estructurales en los medios fue ya

señalada por John Clarke, Stuart Hall, Tony Jefferson y Brian Roberts en “Subcultures, Cultures
and Class: A Theoretical Overview”, publicado originalmente en 1975 como Working Papers in
Cultural Studies 7/8, compilado al año siguiente por Hutchinson y reeditado después por
Stuart Hall y Tony Jefferson en el libro Resistance Through Rituals: Youth Subcultures in Post-war
Britain (Routledge). Hay traducción del libro al español con el título de Rituales de resistencia.
Subculturas juveniles en la Gran Bretaña de postguerra (Madrid: Traficantes de sueños, 2014).
11 En realidad, los festivales de música pop habían aparecido bastante antes. En concreto, son de

reseñar los festivales que, al estilo de los franceses, se desarrollaron en el Circo Price de Madrid
desde el 18 de noviembre de 1962, cuando se celebra el Primer Festival de Música Moderna; en él
actuaron grupos como Dick y Los Relámpagos, Los Tonys, Los Pekenikes y Los Estudiantes. Para
más información acerca de esta cuestión, acudir a Rodríguez “Rodri” (1999: 387-393).

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beneficios. Posiblemente, éste haya sido, en todos los sentidos, el primer


Canet de la democracia (Batista, 1978: 28).
Más allá de la consideración de estos eventos colectivos como simples lugares de
esparcimiento, se les distinguía una capacidad para visibilizar determinadas actitudes y
expresiones contraculturales 12. Es la capacidad de congregación y convivencia, así
como la participación activa de los asistentes lo que confería a esta reunión un cariz
inédito, ausente en otro tipo de productos culturales. Así lo consideraba Manuel
Vázquez Montalbán, en referencia a las Sis Hores de Cançó celebradas en Canet de
Mar el verano de 1975:
[El cantante] Pi de la Serra dio el toque final a una fiesta democrática cuyos
principales protagonistas ya no eran los cantantes. Era un público vital,
concienciado, que daba un definitivo sentido histórico a un acto que podía
haber empezado y terminado como una manifestación más de poder
juvenícola y que, en cambio, había ido más allá y se había convertido en un
delirante testimonio democrático con música y letra (Vázquez Montalbán,
1975:19).
Frente a los espacios que el régimen franquista había creado para el
esparcimiento controlado de una juventud cada vez más interesada en dinámicas
similares a las disfrutadas por las juventudes de los países democráticos y a la ausencia
de un reconocimiento real de las necesidades de este sector de la sociedad13, estos
lugares se presentaban como islas en las que ensayar lo que una parte de la población
reclamaba: la libertad de expresión.
Es con el objetivo de captar esos lugares excepcionales que surgen de manera
temprana los primeros testimonios audiovisuales sobre festivales musicales. Ya sea en
forma de homenaje a aquellos que se lanzaron (y aún continuaban haciéndolo) a
promocionar estos espacios para la expresión de sentimientos críticos con la oficialidad
(La nova cançó), de testigo fehaciente y lúdico de las extraordinarias condiciones en las
que tienen lugar esos encuentros colectivos (Canet Rock) o de acto de afirmación de
una expresión cultural dejada de lado por una industria aún por hacer y que ya se
anuncia como polarizada (Nos va la marcha), estas películas pretendieron visibilizar una
serie de lugares que, desde los (distintos) márgenes, modificaban una realidad social
que en absoluto era monolítica.
Su análisis nos proporcionará nuevas claves para identificar los términos en los
que eran referidas estas manifestaciones culturales y nos permitirá comprobar cómo ya,
durante la segunda mitad de los años setenta, existían unas comunidades culturales

12 A este respecto, Eduardo Haro Ibars y Marcelo Covián afirmaban respecto al Canet Rock de
1975: “Canet no ha sido una casualidad; ha sido el producto natural y necesario de un mundo
social existente que debía y debe encontrar medios de expresión multitudinarios e individuales”
(1975: 27).
13
Tal y como indica José Ignacio Cruz, las medidas asumidas por el régimen durante la década de
los sesenta con la intención de reorientar las políticas relativas a la juventud puestas en práctica hasta
entonces en un deseo por satisfacer a una nueva juventud no implicaron una modernización
significativa (2003-2004: 199).

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De la reivindicación política a la industrial

articuladas en torno a estos fenómenos musicales que se posicionaban de manera crítica


respecto al statu quo; así cómo, con la progresiva incorporación del país a las cada vez
más estrictas dinámicas de la sociedad de consumo, el elemento aglutinador pronto
dejaría ya de ser político (la oposición al franquismo) y pasaría a ser cultural (la
pertenencia al ámbito underground ).

La cultura como reivindicación política. La nova cançó (Francesc Bellmunt, 1976)


En julio de 1975 tiene lugar una nueva edición del festival Sis Hores de Cançó
en Canet de Mar, Barcelona14. En él actúan artistas como Teresa Rebull, Marina Rosell,
María del Mar Bonet, Ovidi Montllor, Rafael Subirats y Pi de la Serra, entre otros.
Tal evento tendrá un registro documental en la película realizada por Francesc
Bellmunt, con la participación en el guión del periodista musical Ángel Casas, quien
también llevará a cabo las entrevistas. Sin embargo, el film, de título La nova cançó, no
se plantearía como un simple registro de lo acaecido en este evento, sino que
pretenderá dar constancia de la magnitud de un fenómeno que, ya desde sus
comienzos, había sido interpretado desde presupuestos que trascendían los
estrictamente musicales. Concebida como un acercamiento a este fenómeno musical
surgido a finales de los cincuenta y con proyección nacional e internacional desde los
sesenta, la película llevará a cabo un homenaje a la nova cançó como expresión cultural
capaz de movilizar y dar voz a determinados sentimientos políticos de carácter
nacionalista.
Así se plantea ya desde un comienzo: junto a los títulos de crédito iniciales y con
una melodía de guitarra sonando de fondo, se suceden diversas imágenes en las que,
entre la multitud, se destacan aquellos asistentes al evento que, ya sea paseando en
grupo, sentados o echados en el césped, llevan señeras, barretinas y bandas con la
bandera catalana en la frente. A partir de estas imágenes introductorias, se irán
alternando dos tipos de escenas que también contribuirán a identificar a la nova cançó
con la reivindicación nacionalista: unas corresponden a las actuaciones más
significativas de algunos de los representantes de la nova cançó, tenidas lugar dentro y
fuera del festival; las otras están dedicadas a interrogar a diversos personajes de la
industria musical, la cultura y la política catalana sobre el fenómeno.
Con respecto a las primeras, a lo largo del film hacen su aparición varios
intérpretes de la cançó: Francesc Pi de la Serra, quien convenientemente abre la
película tras los títulos de crédito cantando La cultura (que, como dice la letra, “es una
palabra delicada, tan peligrosa como la dinamita” y que, además, rima “con futura
apertura y dictadura”); Jaume Sisa, que interpreta la popular Qualsevol nit pot sortir el
sol ante un auditorio vacío en la sala Zeleste15; Ramón Muntaner, cantando Cançó de

14 La primera edición tuvo lugar en 1969, donde actuaron en el Tennis Club de Canet de Mar Lluís
Llach, Ovidi Montllor y Francesc Pi de la Serra. Tras ésta, se celebrarían otras en años sucesivos.
15 La sala Zeleste fue uno de los primeros espacios de conciertos habituales en Barcelona y desde

1973 jugaría un papel importante en la difusión del rock progresivo en la ciudad. Gómez-Font
(2011:86).

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carrer en Prats de Lluçanés16; La Trinca, que, ataviados con chándals, interpretan


Botifarra de pagès en pleno Estadio del Futbol Club Barcelona17; Ia & Batiste, quienes
cantan Sifòn en un escenario improvisado; Ovidi Montllor interpretando La fera
ferotge en Prats de Lluçanés; el cantante de las Islas Baleares Uc, cantando ante la
cámara La presó de Nàpols; M.ª del Mar Bonet con Abril, en L´Hospitalet de
Llobregat; Lluis Llach en el Palau dels Esports de Barcelona, interpretando Lʼestaca;
Pere Figueres, que canta Pres dʼaquest país sóc; Rafael Subirachs y su Catalunya
comtat gran, basada en el romance del siglo XVII Els segadors, en el Sis Hores de
Cançó en Canet de Mar; Pau Riba, tocando una versión eléctrica de Noia de
porcellana; y Raimon en el Palau dels Esports, con la popular -aunque apenas
interpretada en directo por motivos de censura- Jo vinc dʼun silenci.
Como hemos indicado, a estas actuaciones se le suman entrevistas a diversas
personalidades de la cultura catalana como, por ejemplo, Joan Miró, que insiste en que
el poder de la cançó catalana reside en su capacidad para ser directa, y Salvador
Espriú, que reflexiona acerca de la relación entre el poeta y la música; pero también, a
aquellos que han colaborado de alguna manera a la difusión de esta expresión musical,
como el periodista Manuel Vázquez Montalbán, quien encuentra la razón de su éxito
en el apoyo que ésta ha recibido de una burguesía catalana interesada en esta expresión
de la lengua propia y conocedora de la canción francesa, Claudi Martín, por entonces
director de la Editora General Societat Anònima Edigsa18, y algunos de los intérpretes
que después realizarán su actuación (el caso de Lluis Llach, Pau Riba y Raimon); y, por
último, también a figuras que han colaborado de manera activa a la conservación y
defensa de la identidad catalana como, por ejemplo, Jordi Puyol (quien indica la
importancia de las capas mixtas de la sociedad en la promoción de manifestaciones que
reafirman la identidad catalana), el que fuera fundador del Partido Socialista del País
Valenciano (PSPV) en 1962, Vicent Ventura, y hasta el carismático futbolista del Barça
Carles Rexach.
Ambos tipos de escenas cumplían el objetivo principal del film: evidenciar la
existencia de una cultura catalana consistente. Ésta se encontraba así pues representada
por distintas personalidades que acreditaban la existencia (y resistencia) de una cultura
propia que tenía su mejor representación en esos recientes y reconocidos intérpretes
del ámbito de la música que aparecían en el largometraje interpretando algunos de sus
éxitos. Pero también evidenciaban el alcance de un fenómeno que, teniendo su foco
principal en Barcelona, se había expandido con relativa facilidad a los lugares
adyacentes, tal y como lo evidenciaban las diversas secciones dedicadas en la película a

16 La actuación forma parte del recital que dieron Muntaner y Ovidi Montllor dentro de las fiestas
de los quintos de 1975 de Prats de Lluçanés. Los intérpretes de la nova cançó no se limitaban al
circuito de locales musicales, más específicos, sino que actuaban en todo tipo de eventos.
17 El nombre de Estadio del Fútbol Club Barcelona nació en 1965 tras consulta a los socios,

sustituyendo al de Estadio del Club de Fútbol Barcelona, empleado desde su inauguración en 1957.
La denominación Camp Nou, como también se le conocía popularmente no se oficializaría hasta la
temporada 2000/2001, tras nueva consulta a los socios.
18 Tal y como se indica en Gómez-Font (2011: 31), el primer disco de cançó que saca Edigsa al

mercado es Espinàs canta a Brassens (1962), de Josep Maria Espinàs.

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la cançó en los Països Catalans 19 en España (el País Valencià, Les Illes Balears, Andorra
y Catalunya Nord). Asimismo, la presencia de los diversos lugares en los que tenían
lugar las diferentes actuaciones (desde escenarios improvisados, a salas específicas y
grandes auditorios -en los que, por ejemplo, tienen lugar las actuaciones de Lluis Llach
y Raimon en la parte final de la película-) certificaba la aceptación de una expresión
que ha conseguido imponerse frente a las cortapisas del gobierno franquista.
La consideración de esta expresión musical como un acto antifranquista era
señalado por algunos de los testimonios incluidos en la película, que indicaban la
posibilidad (o necesidad) de entender este tipo de recitales como mítines políticos; una
interpretación que por entonces se llevaba a cabo ya de manera habitual, tal y como lo
atestiguan los contraplanos de la respuesta del público en las actuaciones más
multitudinarias incluidas en esta última parte de la película (Lʼestaca de Lluis Llach,
Catalunya Comtat Gran, de Rafael Subirachs, y Jo vinc dʼun silenci, de Raimon, que
significativamente cierra el film)20.
Y es precisamente esta interpretación la que, al decir de una crítica de la época,
debían de hacer los asistentes que acudieron a la proyección del film en una sala de
cine de Barcelona. Al menos así lo constata la siguiente crónica del estreno de la
película en junio de 1976, aparecida en Diario de Barcelona:
Fuertes aplausos saludaron la aparición, en el principio, de banderas
catalanas en el festival de Canet, y volvieron a sonar cuando Pi de la Serra
cantó La cultura; Qualsevol nit portir el sol, de Sisa, fue seguida con mucha
atención y coreado su estribillo […]. El siguiente motivo de regocijo fue la
alusión al 5-0 del Barça, cantado por La Trinca, con chándal y en pleno
césped del Nou Camp. La aparición de cada cantante era invariablemente
aplaudida, pero Ovidi Montllor, con su Fera ferotge, hizo subir los
decibelios. [Se apreció] la ascensión de Subirachs, con su excelente
interpretación de Els segadors, acompañada con palmas por todo el
gallinero […]. Las salvas finales de aplausos las cosecharon [el luchador
antifranquista y procatalanista] Lluís M. Xirinachs y Raimon cuando aquel
apareció levantado en hombros por el público del Palacio de los Deportes y
este cantó Jo vinc d’un silenci, canción escogida con muy buen tino por los
realizadores. Verles a ambos en pantalla era poco menos que surrealista.
Quizá así se explica el vuelco del público, directo y sin manías, hacia La

19 Precisamente, el término había sido popularizado por los ensayos de 1962 Nosaltres, els
valencians y Qüestió de noms, escritos por uno de los entrevistados que aparecen en la película,
Joan Fuster.
20 En esta última parte del film, a las actuaciones de Llach y Subirachs, y antecediendo a la de

Raimon, que es ya de cierre, le sigue la de un Pau Riba que, por su apariencia (maquillado, con un
pequeño pañuelo al cuello), parece más bien un cantante glam; además, en vez de la guitarra
española, se presenta acompañado de dos guitarras (una la porta él), batería, saxofón y percusión.
Su presencia en la película resulta así una disonancia (también en el sentido musical) que viene a
atestiguar la deriva que algunos de los músicos que comenzaron su andadura musical ligados a la
nova cançó tomarían hacia cauces más heterodoxos; así lo certifican también sus palabras en la
entrevista previa a su actuación: a la pregunta de: “¿Crees que ayudas a la cultura catalana?”,
responde que sí, “destruyéndola”.

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nova cançó; es la magia de la sensación de ver a la realidad cotidiana


reincorporarse a otro medio de comunicación (Jaraba, 1976: 21).
Lo cierto es que el estreno de la película de Bellmunt, casi un año después de la
celebración del festival, se llevó a cabo en un contexto que favorecía semejante
respuesta del auditorio: en el seno del Congrés de Cultura Catalana, celebrado en
Montjuïc entre los años 1975 y 1977, que comprendía como su objetivo principal
reivindicar y reforzar la cultura catalana en sus diversas manifestaciones tras un largo
periodo de ‘anormalidad’21.
Es así como la película (al igual que el movimiento musical del que se ocupa y el
festival sobre el que centra su metraje) movilizó sentimientos ligados a la reivindicación
política doblemente: a través de la presencia (y homenaje) de aquellos que forman y
han formado parte de la expresión de la cultura catalana; y mediante la constancia de su
propia visibilidad. Respecto a este último aspecto, hay que tener presente que La nova
cançó es, junto con la película La ciutat cremada (Antoni Ribas, 1976), el primer
largometraje filmado y estrenado en catalán; la película certificaba el cambio sucedido
en relación a uno de los aspectos que serán considerados como de mayor relevancia de
la reivindicación catalanista (y que ligaría a la nova cançó con la película documental):
el uso público de la lengua propia22.

La cultura como lugar de libertad. Canet Rock (Francesc Bellmunt, 1976)


Frente a la evidente reivindicación en pro de la cultura catalana presente en La
nova cançó, el documental que Bellmunt y Casas realizaron en momentos coincidentes,
de título Canet Rock, posee un carácter menos específico.
La película se concibió como un acercamiento en exclusiva a la edición del 26 y
27 de julio de 1975 del festival celebrado en paralelo a Sis Hores de Cançó en Canet
de Mar, de nombre Canet Rock, donde se aglutinarían grupos y cantantes que, por
resultar más heterogéneos, no tenían cabida en el dedicado a la cançó. Sin embargo,
esta exclusividad no sería la única diferencia entre ambas propuestas: si en La nova
cançó el foco se dirigía principalmente a los ejecutantes de dicho fenómeno musical y a
aquellas figuras significativas que podían interpretarlo como una manifestación más de
la reivindicación catalanista, en Canet Rock la atención se centra en las actuaciones del
evento, pero también, y de manera mucho más significativa que en La nova cançó, en
aquellos que han acudido a participar en este acontecimiento colectivo. Es así que el
largometraje da cuenta no sólo de la existencia la música progresiva en España23 a

21 El manifiesto surgido de Congrés de 1977 se encuentra disponible en la página de la Fundación


del Congrés de Cultura Catalana.
22 La implantación del decreto ley sobre las lenguas regionales el 31 de octubre de 1975 derogó la

orden ministerial del 23 de abril de 1941 que había prohibido la proyección cinematográfica en
otro idioma que no fuera el español.
23 En realidad, la música progresiva había surgido a finales de los años sesenta (la aparición del

grupo Máquina! en 1969 es un hito a este respecto), si bien no es hasta mediados de los setenta
cuando, con la aparición de diversos festivales locales, alcanza una visibilidad mayor. Su foco
principal lo tendría en Barcelona, pero Sevilla sería también otro de los focos más importantes. Para
más información, acudir a Turtós (1995: 75-81).

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través de las actuaciones de Orquesta Platería, Barcelona Traction, Jordi Sabatés,


Gualberto, Fusioon, Iceberg, Lole y Manuel, Pau Riba, Orquesta Mirasol, Grup Eina,
Ia & Batiste y Companya Electrica Dharma, sino también de una juventud con su
propia manera de acercarse a él y que aparece de manera habitual en pantalla.
Realizada al estilo del cine directo practicado previamente en documentales
musicales sobre festivales como Monterey Pop (Donn Alan Pennebaker, 1968),
Woodstock (Michael Wadleigh, 1970) y Gimme Shelter (Albert y David Maysles y
Charlotte Zwerin, 1970)24, la película de Bellmunt trasladaba, como éstas, la
experiencia de dichos eventos; pero también evidenciaba la intención de representar
una generación de jóvenes que, aglutinados en torno a un acontecimiento concreto,
podían satisfacer y compartir sus inquietudes en un espacio que, como indicaba uno de
los asistentes entrevistados para la película, se podía equiparar a “una lata de conservas:
libertad provisional en un espacio provisional, pero prometedor de futuro; es un
futurible”.
En La nova cançó, los contraplanos correspondientes al público asistente a las
actuaciones (planos) se reducían a las ocasiones en las que el tema interpretado tenía
una marcada carga simbólica, como el caso de Lʼestaca, Catalunya comtat gran y Jo
vinc dʼun silenci (que, como hemos visto en el apartado anterior, se encontraban
además presentes en la parte final del documental). Sin embargo, en Canet Rock, los
asistentes tienen, desde un primer momento, un mayor protagonismo; esto es así hasta
el punto de que, en determinadas escenas, la actuación del grupo correspondiente
quedará en fuera de campo, permaneciendo únicamente la música en directo como
acompañamiento a las actitudes de los asistentes mostrados en la banda de imagen (es
el caso, por ejemplo, de la actuación del grupo Barcelona Traction)25.
La presencia de esta nueva generación en pantalla es predominante durante toda
la primera mitad del largometraje y en la actuación final. Además, estos se muestran de
manera más acusada en su singularidad al haberse empleado planos más cercanos que
los peculiarizan dentro de la masa concurrente. Se muestran así sus gestos, su manera
de vestir, sus actitudes y su forma de bailar, mientras en algún momento las fuerzas del
orden, representadas por guardias civiles, observan el desarrollo del evento con
curiosidad e incluso, como corrobora una de las escenas, esbozando una sonrisa ante el
paso de una joven en bikini acompañada de otras dos (mientras en la banda sonora se
escucha de fondo la actuación correspondiente). Es de este modo que se dibuja un
espacio de permisividad inédito donde no sólo se acude a escuchar música, sino
también a poner en práctica todo tipo de actividades lúdicas (como dice una chica
sentada en la playa, “me he emborrachado… he dado vueltas, he encendido candelas,
me he desnudado y además he visto el festival”).
Tal y como las críticas de la época indicaban, Canet Rock certificaba la

24 En las críticas aparecidas tras su estreno sería oportunamente comparada con el conocido
documental musical Woodstock –como también los festivales, incluido el realizado en Canet, serían
comparados con los celebrados en Estados Unidos y Reino Unido.
25 También hay que señalar que este tipo de música, caracterizada por ser instrumental y por

tratarse de temas largos, favorecía este tipo de operaciones.

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existencia de espacios al margen de la represión y la censura26. La película daba cuenta


de una actividad que, pese a las dificultades, se hizo posible. Es quizá el deseo de
apoyar esta iniciativa lo que llevó a los responsables del film a situar como escena de
apertura la actuación improvisada de Sisa, cuya participación en el festival había sido
prohibida y que, sentado en la explanada donde había tenido lugar el festival, a plena
luz del día y entre los pocos asistentes que aún quedaban entre los desperdicios tras los
excesos de la noche, interpreta La primavera i l’estiu.
Resulta significativo que, en términos generales, la informalidad, tanto del
público que acudió al festival y se expresó ante la cámara como de la película, fue en
general valorada positivamente por la crítica como una manera nueva de expresarse,
ajena a la represión existente hasta entonces, pero también de hacer cine (documental).
Asimismo, la circunstancia de proyectarse una película como ésta, que no había sido
filmada en el formato oficial (se había realizado en 16 mm), fue también celebrada por
parte de la prensa como un paso más hacia la diversificación propia de un Estado
democrático27. La evidencia de sucesos como estos (la celebración del festival y la
proyección de la película) parecía certificar la posibilidad real de ese “futurible”
apuntado por uno de los entrevistados en el film.

La cultura como industria. Nos va la marcha (Manuel Gómez Pereira, Raimundo


García Fernández y José Manuel Berastegui Rubio, 1979)
Poco más de tres años después de la primera edición de Canet Rock, el 22 de
septiembre de 1978 se celebra en la plaza de toros de Vista Alegre, en Madrid, el
festival Rocktiembre, celebrado con la intención de recaudar fondos para el
autogestionado Sindicato de Músicos de Madrid. En él actúan grupos como Mad,
Topo, Teddy Bautista, Cucharada y Leño, pertenecientes a lo que se denominaba
“rock urbano” o “rock bronca”, un movimiento musical con Madrid como punto
neurálgico, caracterizado por el autodidactismo y el do-it-yourself.
Contagiados de este espíritu, tres jóvenes (Gómez Pereira, García Fernández y
Berastegui) filmarían las actuaciones del festival Rocktiembre 78, así como varias
entrevistas a promotores de este tipo de música; en concreto, a: Mariscal Romero,
responsable de varios programas dedicados al rock emitidos por la emisora de onda
media Radio Centro y precursor del mítico sello discográfico Chapa; Teddy Bautista,
líder de Los Canarios en los años sesenta, que después conectó con la música
progresiva y que en esos momentos se encuentra ligado a los grupos de rock urbano; el
locutor del programa en Onda 2 FM de Radio España Champú, peine y brillantina y
Dinamita, Rafael Abitbol; y Jesús Ordovás, director y presentador de programas

26 Parte de estos espacios, vinculados a la música, están también representados en el film: en un


momento de la película, la cámara pasea por los puestos en los que se venden, entre otras cosas, las
revistas alternativas Star (de historietas) y Vibraciones (musical).
27 J. E. Lahosa, por ejemplo, afirmó: “Para la historia industrial «Canet Rock» es el primer film de

16 mm que consigue carnet oficial de exhibición sin acudir a la trampa siniestra del «hinchado» al
formato mínimo reconocido de 35 mm. Esta circunstancia abre posibilidades a unos planteamientos
de producción y distribución hasta ahora inabordables y de indiscutible interés” (1976).

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musicales en la misma emisora entre 1975 y 1979 y colaborador de las revistas


Triunfo, Ajoblanco, Disco-Express y Vibraciones, entre otras.
Por una parte, Nos va la marcha pretende contrarrestar la ausencia de alusiones
(o la presencia de alusiones negativas) al rock urbano en los medios mayoritarios28.
Pues no son los medios consolidados los que apoyaban a este tipo de manifestación
musical, sino un grupo de individuos que se van abriendo camino en los diversos
ámbitos de la pseudoindustria y que, como los grupos a los que patrocinan,
aprovechaban los espacios que el sistema no era capaz de cubrir para desenvolverse,
ajenos (para bien y para mal) a las leyes de un mercado que en España iba afectando a
todos los ámbitos de la vida cultural.
Por otra, y más allá del registro de un evento que apenas recibiría la atención de
los medios, el largometraje pretende constatar la existencia de este conglomerado
musical surgido al margen de la industria mayoritaria y denunciar, gracias a la
presencia de los entrevistados, la dificultad que estos grupos tienen para situarse en una
industria insuficiente y cada vez más polarizada. Así lo indica, por ejemplo, Teddy
Bautista en la entrevista que precede a las imágenes de su actuación en el festival: el
principal problema que se les ha presentado a la hora de llevar a la práctica esta
iniciativa surgida de algunos de los grupos que forman parte de la programación ha
sido, junto a la falta de experiencia, la necesidad de inventar una infraestructura
inexistente.
Logradas con esfuerzo y satisfacción las libertades reclamadas, ahora queda la
puesta en marcha de una política cultural que contemple la inserción de todo tipo de
expresiones culturales a través de la creación de infraestructuras. Así pues, las
reivindicaciones adquieren otro matiz –lo que no implica que tengan implicaciones
políticas: es bien sabido que la hegemonía cultural se define en términos económicos y
políticos-. Los defensores y difusores de este nuevo tipo de música presentes en la
película reivindican la creación de cauces que permitan la integración de las
manifestaciones culturales surgidas en los márgenes de la hegemonía cultural.
Sin embargo, es precisamente la inexperiencia y el amateurismo que
caracterizaban al rock urbano en esos momentos, fruto de ese posicionamiento
(involuntario) al margen, los que, al parecer de algunos de sus defensores, dotaban de
crédito a esta expresión musical. La modestia en el alcance y el localismo que ha
caracterizado al rock urbano hasta entonces29, y que denuncian de manera continua los

28 En estos momentos aparecían en la prensa mayoritaria artículos en los que se denunciaban las
perniciosas condiciones en las que se desarrollaban estos eventos (ver Costa, 1978: 60). Sin ir más
lejos, la crónica del festival aparecida en el diario El País, así lo hacía: “El pasado viernes tuvo lugar
un Festival de rock en Madrid. En una plaza de toros. Y hubo violencia. Los festivales de rock se
desarrollan en polideportivos, campos de deporte, frontones, campos de fútbol o plazas de toros.
Hasta el más negado puede encontrar una relación simbólica entre el marco y la violencia y
agresividad que se desarrollan en torno al mismo” (M. C., 1978: 32).
29 El rock urbano surge en Madrid, ciudad a la que se referirán varias canciones; en el documental,

sin ir más lejos, se incluyen dos temas que hacen alusión a la ciudad: Vallecas 1996, por Topo, y
Este Madrid, de Leño. La cuestión del espacio geográfico resulta interesante respecto a cómo ésta
moldea una identidad colectiva determinada; queda esta cuestión pendiente para sucesivos estudios

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participantes en el documental, permite de manera paralela a los entrevistados construir


argumentos de defensa relacionados con la autenticidad. Al menos así parecía
desgranarse de las palabras del entrevistado Mariscal Romero, quien establecía una
dicotomía entre la música underground (considerada como buena música) y la música
comercial (apreciada como mala por encontrarse bajo los dictados del mercado); al
tiempo que aludía, en términos esperanzadores, a la llegada de gente joven a la radio
que, como él mismo, por encontrarse ajena a la manipulación de las grandes
discográficas, podía identificar y apoyar de manera más clara este tipo de música.
Más allá de impresiones concretas, son evidentes los términos en los que se
valora y contextualiza esta expresión musical frente a las anteriores abordadas en el
presente texto: la reivindicación se emprende ahora desde presupuestos estrictamente
industriales.
La consecución de un espacio más plural donde tengan cabida las
manifestaciones surgidas al margen de la hegemonía cultural (e industrial) tendrá su
manifestación más fehaciente poco tiempo después, cuando una gran cantidad de
músicos (pero también pintores, diseñadores de moda, dibujantes de cómic y cineastas
jóvenes), que han desarrollado una corta trayectoria con los medios que tenían a su
alcance, accedan a espacios que hasta entonces habían estado reservados a otro tipo de
manifestaciones culturales. Por entonces, los grupos de rock urbano, conformados por
jóvenes que luchaban por hacerse un hueco en la música, practicaban el
autodidactismo y representaban la consecución de una nueva época quedarán
desdibujados en un conglomerado que hace gala de su modernidad30. Pero eso ya es
otra historia…

Transición cultural: de la reivindicación política a la industrial


En plena eclosión de la Movida madrileña (1983), un artículo acerca del
fenómeno de los conciertos de rock se expresaba en los siguientes términos:
Desde la desaparición del anterior jefe del Estado hasta nuestros días, los
conciertos de rock and roll se han ido convirtiendo en las manifestaciones
populares por excelencia. En pocas ocasiones, como en los espectáculos
citados, el pueblo llano y sencillo ha conseguido adueñarse de su propio
terreno, desinhibiéndose de buena parte de las frustraciones cotidianas,
vistiendo aunque solo sea durante unas horas de la mejor forma imaginada,
fumando lo que apeteciera aún antes de la despenalización del hachís,
magreando descaradamente a la persona amada o a la recién conocida. Los
conciertos de rock han sido las auténticas fiestas de la transición política y
ello pese a los organizadores, pese a las casas de discos y, con frecuencia,

donde se contemple la puesta en relación de la geografía (simbólica) y la expresión musical que, en


el caso de la nova cançó, la música progresiva y el rock urbano resultan evidentemente interesantes.
30 Ello coincidirá además con la práctica desaparición del cine documental en los medios (en parte

por la disminución en la producción tras la entrada en vigor del Real Decreto 3304/1983, de 28 de
diciembre conocida popularmente como Ley Miró).

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De la reivindicación política a la industrial

pese a la crítica (Harguindey, 1983: 69)31.


Sin embargo, es precisamente la consideración de los festivales y conciertos de
rock como un fenómeno con importantes implicaciones socioculturales la que llevó a
que ciertas críticas, tras su estreno en el Cine Dúplex de Madrid el 12 de mayo de
1979, echaran en falta en Nos va la marcha la presencia del “protagonista principal del
«rollo»”: el público (Bueno, 1979)32. Lo cierto es que la ausencia de esa parte
receptora en el film bien pudiera ser indicativa de la perspectiva adoptada para
acercarse a este fenómeno en la película: ya no se pretende mostrar cómo un tipo de
música sirve de espacio para la expresión de nuevas conductas, sino, sobre todo,
reivindicar la necesidad de que dicho fenómeno underground, y por ello considerado
como espontáneo y auténtico, pueda integrarse en una industria musical cada vez más
polarizada.
En La nova cançó, el deseo de homenajear una determinada práctica cultural se
inserta dentro de la reivindicación de tipo político y, en concreto, nacionalista; el
fenómeno de la cançó en Catalunya ya había trascendido lo meramente musical, y la
película contribuyó a convertir dicho fenómeno en un epítome de la reivindicación
nacionalista (tal y como quedará después en la memoria colectiva). Por su parte, en
Canet Rock, la certificación de la existencia del festival como un espacio de libertad
sirvió para reclamar la generalización de dicha condición en el resto del país; esto se
hizo principalmente a través de la presencia de aquellos que, junto a los intérpretes de
la música progresiva, serían también protagonistas de la película: los asistentes33. Por
último, en Nos va la marcha, la atención al fenómeno del rock urbano tiene objetivos
más prácticos: dejar de pertenecer a una marginalidad que, hasta entonces, se había
interpretado en términos de resistencia desde un punto de vista mayoritariamente
sociopolítico y que ahora es, principalmente, industrial y cultural. Lo cierto es que,
como podemos colegir de la letra de la canción que pone punto y final a la película,
interpretada por Leño y de título Este Madrid (“bebemos, fumamos y nos colocamos.
Tenemos plena libertad”), la situación había cambiado; en estos momentos, tal y como
indica Giulia Quaggio en relación a los jóvenes del momento:
Su energía, orientada hacia el renacimiento cultural, se concentró en
pequeños grupos sociales, salidas nocturnas y locales, música rock o pop.
Los primeros pasos en la senda de la recuperación y apropiación de la nueva
realidad conllevaron una relación diferente con la música de masas en tanto
que medio e instrumento capaz de posibilitar originales signos de
identificación colectiva (2014: 193).

31 El periodista acababa recomendando: “Olvídese de los prejuicios, ignore su edad y anímese a


asistir a un concierto de rock. Es uno de los pocos momentos auténticamente libres que podrá vivir”
(70).
32 Esto no es del todo así pues éste queda parcialmente incluido en la película en las secuencias

iniciales y en las finales.


33 Este protagonismo queda patente al final del film: la película cierra con el letrero “Con las

actuaciones de:” y la sucesión de los nombres, sobrepuestos a imágenes, de cada uno de los grupos
participantes en el festival, a lo que le sigue el título “y 25.000 asistentes” sobrepuesto a una imagen
del público que usa el zoom out para abrir el foco y mostrar a la multitud.

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Eso sí: en lo que sí coincidían estas propuestas (y algunas de las lecturas a las
que dieron lugar) es en la identificación entre democracia y juventud en España, que
tiene lugar en el ámbito de lo cultural34. Ciertas voces progresistas reclamaron el
cambio en un país en el que una determinada juventud parecía haber encontrado los
huecos suficientes para expresar unas inquietudes similares a las de los países
democráticos y parecían entender, como indica Sánchez León en su estudio de los
jóvenes durante la Transición, que:
por su cultura y su conciencia política, los jóvenes eran distintos. Lo que los
convertía en potencialmente peligrosos, lo que disparaba los prejuicios
contra ellos en un sentido que iba más allá del cálculo y la estrategia, era la
reunión de sus personas, en las personas de muchos de ellos, de una doble
singularidad: el estar abiertos a la exploración a la vez con la cultura y con la
política (2004: 172).
Aun con diversas maneras y objetivos diferentes, los tres documentales
analizados así certificaban esto último.

34 Esta idea, presente en algunas de las narrativas recientes sobre la Transición, hunde entonces sus
raíces en esta época. Por ejemplo, Quaggio: “Estos jóvenes urbanos, hijos de la modernización de la
España tecnocrática de los sesenta, proyectaban su presencia en el espacio urbano metropolitano de
la democracia” (2014: 193). Redactado ya el texto, hemos encontrado un artículo “Estigma y
memoria de los jóvenes de la transición”, escrito por el historiador Pablo Sánchez León, donde se
indica lo siguiente: “no hay una verdadera historia alternativa de la transición esencialmente porque
nadie ha sido capaz de identificar algún sujeto que encarnase en su trayectoria colectiva una salida
diferente para los acontecimientos entre 1975 y 1982 (o 1989). Lo que anima a estas páginas es la
pretensión de al menos esbozar con alguna evidencia la idea de que lo más parecido a ese sujeto
fueron los jóvenes españoles de la época, especialmente aquellos nacidos y socializados en medios
urbanos y pertenecientes a las clases medias” (2004: 165); el presente texto participa de esta
intención. Agradezco a Violeta Ros que me hiciera llegar este artículo.

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162 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 147-164
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Laura Gómez Vaquero

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164 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 147-164
Santiago Carrillo 1971. Policies in Transition and Transference of Charisma

Vicente Sánchez-Biosca
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA · Vicente.sanchez@uv.es

Catedrático de Comunicación Audiovisual en la Universitat de València e


Investigador Principal del proyecto La construcción mediática del carisma de
los líderes políticos del Tardofranquismo a la Transición. Ha sido profesor
invitado en numerosas universidades (Paris, III, Paris, I, Paris-Est, NYU, Sao
Paulo, Montreal, entre otras) y dirigió la revista Archivos de la Filmoteca entre
1992 y 2012. Sus últimos libros son Cine y guerra civil española: del mito a la
memoria (2006), Cine de historia, cine de memoria. La representación y sus
límites (2006), El pasado es el destino: propaganda y cine del bando nacional
en la guerra civil (con R.R. Tranche, 2011). Pueden consultarse sus textos de
libre acceso en el repositorio de la UV.
RECIBIDO: 10 DE NOVIEMBRE DE 2014
ACEPTADO: 14 DE DICIEMBRE DE 2014

Resumen: En junio de 1971, el PCE organizó un gran Abstract: In June 1971, the Spanish Communist Party
mitin político en las cercanías de París. En él se held a big rally in the outskirts of Paris. It aimed at
presentaban ante una masa de militantes, simpatizantes y introducing its leaders to a considerable mass of
antifranquistas dos líderes, Dolores Ibárruri (Pasionaria) militants, sympathisers or simply anti-Francoist
y Santiago Carrillo, que habían desempeñado un population living then in Europe. The two leaders who
importante papel en la historia de España y que se addressed this multitude were Dolores Ibárruri (known
preparaban para hacerlo en el futuro postfranquista. El as Pasionaria) and Santiago Carrillo. Both had played a
encuentro recibió una notable cobertura a través de la key role in the past, especially during the Spanish Civil
prensa y fue ampliamente fotografiado. Un film fue War and both were planning to do so in the next future.
rodado y montado por la Comisión de Cine de The rally was profusely covered by press and
Barcelona en colaboración con el colectivo francés photography; what’s more, a film was shot and edited by
Dynadia. El presente texto analiza las distintas a Catalonian film crew along with the French
dimensiones de este encuentro en relación con la táctica revolutionary association Dynadia. This text analyses the
del partido, la lucha contra la Dictadura y, en especial, el different dimensions at stake in the rally, from the Party
proceso de transferencia del carisma entre Pasionaria tactics perspective, as well as in relation to the Spanish
(un mito viviente del Comunismo) y Carrillo, quien a la Dictatorship. More specifically it takes into account what
sazón ejercía el control orgánico del PCE, pero no era might be called transference of charisma from a living
todavía reconocido como líder de masas. myth of Communism, Pasionaria, to the bureaucratic
leader, Carrillo.
Palabras Clave: Transición española, Historia del PCE, Key Words: Spanish Transition to Democracy, History
Carisma líderes políticos, Cine político, Cine e Historia. of the Spanish Communist Party, Charisma and Political
Leaders, Political Cinema, Cinema and History.

DOI: 10.7203/KAM.4.4471

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 147-164 165
Vicente Sánchez-Biosca

Un film-acontecimiento1
A lo largo del primer semestre de 1971 se gestó y unos meses después vio la luz,
incluso si ésta fue en parte clandestina, un film singular en la historia del cine
independiente y político español: El mitin de París, también conocido por su título
francés, Paris, Juin 1971. Su tema fue un encuentro multitudinario convocado por el
PCE en las cercanías de la capital del Sena. Intervino en su factura un nutrido grupo de
profesionales que animaban desde 1967 la aparición y consolidación en España de un
cine alternativo que se situaría al margen tanto del modelo comercial como de las
distintas variedades del cine de autor. Aunque los orígenes de cualquier movimiento
clandestino son siempre etéreos y discutibles, es comúnmente admitido que el impulso
decisivo tuvo lugar con motivo de las Primeras Jornadas Internacionales de Escuelas de
Cinematografía celebradas entre el 1 y el 6 de octubre de ese año en Sitges (Pérez
Merinero 1973: 30; García-Merás 2007: 22-25; Berzosa 2009: 39-40; Fernández
Labayen & Prieto Souto 2011: 230; Prieto Souto 2013, 182-183, entre otros).
Coincide la bibliografía en señalar que en estas jornadas alboreaba una revisión de
aquella lejana contestación representada por las Conversaciones de Salamanca y su
diana actual se situaba tanto en la crítica del ya decadente Nuevo Cine Español como
del cine de autor en su acepción europea, cuya difusión había sido reforzada en ese
mismo año de 1967 por la legislación para las salas de Arte y Ensayo2. En el film citado
colaboraron partidarios de un modelo de cine político militante, empeñado en la
práctica de la contrainformación o la información de todo cuanto había sido excluido
de la órbita del régimen, mas no por ello eran sus artífices indiferentes a las cuestiones
formales, a saber, la estructura del film, el uso del directo, el trabajo de montaje y la
asincronía del sonido; cuestiones éstas ligadas a las vanguardias, cierto que algo difusas,
por las que serían también conocidos algunos de estos personajes3.
El mitin de París/ Paris, Juin 1971 movilizó a la Comisión de Cine de Barcelona
(CCB) que cargó sobre sus todavía estrechas espaldas la responsabilidad de su
realización y montaje4. Según rezan sus títulos de crédito, el productor fue Pere Ignasi
Fages y la realización aúna nombres tales como Pere Portabella, Carles Duran, Manel
Esteban o Brigitte Dornès, si bien las funciones de cada uno de ellos fueron muy

1Este texto ha sido concebido en el marco del proyecto I + D MINECO (La construcción
mediática del carisma de los líderes políticos en períodos de transformación social: del
Tardofranquismo a la Transición, HAR2012-32593). Agradezco al Archivo Histórico del PCE y a
su directora, Victoria Ramos Bello, su amabilidad y orientación en la consulta de sus documentos,
así como el permiso para reproducir imágenes. Igualmente, hago constar mi gratitud a ciné-archives
y a Marion por su ayuda al identificar una ficha de los equipos de rodaje franceses. Last but not
least, a Xosé Prieto Souto por la generosidad con la que compartió conmigo sus investigaciones en
curso.
2 Un creciente interés se manifiesta en los últimos años en torno a estos movimientos dispares sobre

los cuales hasta hace poco las referencias iniciales eran repetidas sin apenas comprobación ni trabajo
de archivo.
3 La división de este cine en estas dos posturas procede de García-Merás (2007:18) y debiera ser

entendida como tendencial y no como una frontera intransitable.


4 El film está disponible online aquí: El mítin de París / Paris, Juin 1971.

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Santiago Carrillo 1971

distintas5. No obstante, la empresa habría sido imposible sin la colaboración en varios


momentos de profesionales del colectivo francés Dynadia, próximo al PCF, ya que sus
técnicos, muchos de los cuales habían ya intervenido en los États généraux du cinéma
en 1968, poseían una considerable experiencia en las estrategias del cine político, tanto
en la agitación y la filmación a pie de calle como en el trabajo de propaganda ligado a
un partido comunista, en su caso el francés (Barthonat 2009). Por su parte, a pesar de
constituir la columna vertebral del film y aportar sus protagonistas, Pasionaria y
Santiago Carrillo, el PCE no ejerció control sobre su factura ni impuso condiciones de
ningún orden, salvo las que derivaban de preservar el anonimato de algunos
entrevistados que habían de regresar a España una vez concluido el encuentro. Cierto
es que, como sucedía con Dynadia en París, los responsables y participantes en el
proyecto se hallaban en la esfera de influencia del PSUC y algunos incluso militaban en
sus filas. Tampoco puede dejar de mencionarse que el PCE obtendría beneficios
ideológicos y políticos de la difusión de la cinta a través de sus sedes europeas y que
algunos de sus responsables, directos o indirectos, tuvieron los ojos atentos al rodaje y
montaje. Con todo, El mitin de París nada tuvo de film orgánico e incluso es dudoso
que en el seno de la dirección del partido hubiera a la sazón una verdadera sensibilidad
hacia el cinematógrafo y una comprensión de su potencial propagandístico al margen
de un reducido grupo. Por otra parte, apenas transcurridos unos años de su difusión,
los grandes cambios de estrategia política, consignas y alianzas que Santiago Carrillo
impulsó en el partido tornarían obsoleto el contenido de esta película, pudiendo
incluso resultar inconveniente su difusión.
Así pues, el reto político del partido en el parque Montreau de Montreuil y la
realización de este film colectivo pusieron a prueba tanto la organización del PCE
como la débil infraestructura de la CCB y la tenacidad personal de sus miembros.
Ambos fenómenos son complementarios pues se influyen mutuamente, pero también
hemos de reconocerlos como jalones de historias autónomas, analizables por separado,
uno desde el ámbito político, otro desde el cinematográfico. De lo que no cabe duda es
de que el celuloide actúa aquí como una caja de resonancia, pero también condiciona y
transforma un acontecimiento histórico que reunió en las afueras de París un sector
insólitamente numeroso del exilio español, integrado no sólo por comunistas, sino por
antifranquistas sin apellidos a los que se unía un nuevo ejército de emigrantes laborales
que ya no pertenecía a la generación de los derrotados de la guerra civil; eran ésos que
habían abandonado España durante los años sesenta en busca de mejores condiciones
laborales y que se estaban convirtiendo en opositores al régimen. La capacidad de
convocatoria del PCE en Europa alcanzó en esa fecha su cénit y marcaría un punto de
inflexión cuyas consecuencias se habrían de hacer sentir también en el interior. Ya no
eran las historias de excombatientes del antifascismo de 1936 que aún recreaba
Frédéric Rossif en 1963 en su célebre Mourir à Madrid y que tanto enervaron al Jorge

5Nos consta, por ejemplo, que Portabella carecía de pasaporte y no pudo viajar a París, Brigitte
Dornès fue una, si no la mayor, responsable del montaje, Manel Esteban era el único desplazado a
París que poseía sólidos conocimientos de cámara y debió desempeñar mayores tareas… (Torrell,
2011: 62).

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Semprún guionista de La guerre est finie (1966). Por mucho que los viejos mitos se
espolvorearan con algunas manifestaciones actuales contra el régimen de Franco por la
ejecución de Julián Grimau (1963) o la represión policial, el arcaísmo de esta
concepción era evidente y su capacidad de movilización declinaba. No fue así en 1971
y El mitin de París contribuyó a certificar este cambio en el que las noticias de o sobre
España adquirían un nuevo atractivo, incluso protagonismo, en los medios políticos y
de comunicación europeos6. Tras distribuirse clandestinamente por España en
cuarenta copias, el film señaló el camino a otras prácticas cinematográfico-políticas
(Torrell 2011: 58)7.
El caso es que la comisión organizadora del mitin acordó su realización
solicitando al responsable de prensa y propaganda, Federico Melchor, que hiciera las
gestiones pertinentes8. Estas le conducen, probablemente a partir de Andrés Sorel, a
Pere Fages que, como responsable de un organismo denominado Mesa Redonda de los
Jueves9, tenía abierta una oficina en la que recibía a periodistas internacionales
interesados en contactar con los movimientos antifranquistas (Berzosa 2009: 92). El
caso es que, según refiere en un informe para el PCE un tal Miguel Ángel, ayudante de
Melchor que no he podido identificar, las gestiones iniciales con la Comisión de Cine
quedan interrumpidas. Aquí la información, sin ser incompatible, presenta dos puntos
de vista: el del partido o, al menos, el de los responsables de la propaganda sensibles al
cine, y el de Fages. Según el primero, que recoge el informe de Miguel Ángel, los
responsables contactan con Isidro Romero (miembro del PCF de origen español) quien
les pone sobre la pista de un equipo de cineastas (del PCF, dice Miguel Ángel) llamado
Dynadia. Tras una entrevista con C. Diard (responsable del PCF), se acuerda que
Dynadia realice el rodaje. La primera previsión económica de 4500 Nuevos Francos
sólo permitiría rodar 1200 metros de film, por lo que se propone una ‘combine’ a
Miguel Ángel y a Antonio García del Pozo que permitiría obtener financiación para
unos 1200 metros más. Por su parte, y en este momento deben intervenir contactos
que el informe no registra, el 18 de junio se personan en París tres cineastas enviados
por la Comisión de Cine (sin duda Manel Esteban y Carles Duran están entre ellos,
además de Fages). Llegan con un equipo completo alquilado en París y unos 1000
metros de película. Una vez concluido el rodaje, Dynadia entrega el material rodado a
los responsables de la CCB para que el film sea montado, como estaba previsto, en
Barcelona, si bien guarda para sus archivos una copia de lo rodado. Según los primeros

6 Pere Fages señala en su entrevista publicada en la serie retrospectiva Crònica d’una mirada (2003)
que el interés periodístico por España renace a partir de las filmaciones clandestinas de finales de los
sesenta que integraban definitivamente la actualidad en clave periodística moderna. Este asunto
merece, sin duda, un trabajo específico.
7 Como señala Torrell, éste es el origen de El volti como distribuidora que más tarde difundiría

obras como Amnistía: una exposición que trata de España (1972), Mitin del PCE en Ginebra
(1973), 40º aniversari del PSUC (1976), San Cugat: primero de mayo (1973), Xirinachs (1974),
Manifestacions a Barcelona, 1 i 8 de febrer (1976), entre otras.
8 “Película sobre el mitin 20 junio 1971”, documento no fechado. Ref. 300-64.F.8-71, Emigración

Interior, el Míting de Montreuil Caja 97/1.


9 Creada a partir de la contestación al régimen por la Iglesia catalana llamada Capuchinada, en 1966

(Berzosa 2009: 43-44).

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Santiago Carrillo 1971

cálculos, se espera disponer de una copia montada para el 10 de septiembre.


El informe es revelador del conocimiento e interés que despierta en cierto sector
del partido la Comisión de Cine, en la que reconoce –tal vez algo abusiva o
interesadamente– a camaradas, atribuyéndole una dependencia política de la
Coordinadora de Fuerzas (Cataluña) que gestionaba un circuito alternativo de
exhibición. Puesto que la CCB no pertenece al PSUC, y Dynadia, aunque más cercana
al PCF, tampoco está orgánicamente incorporada a él10, Miguel Ángel parece haber
sido encargado de buscar una garantía política. Propone éste que Dynadia esté presente
en Barcelona durante el montaje, si bien esta ‘supervisión’ se hace pasar como
disposición a colaborar y no como estrategia de control. Mediante este ojo atento tal
vez podría tener el partido una más exacta información sobre la propia CCB. Sea como
fuere, los catalanes aceptan el encargo o la responsabilidad y el rodaje se realiza en
régimen de coproducción: 4500 frs. Dynadia, 1000 frs aproximadamente del Partido y
la CCB cargando con el gasto de material y viajes. A estas alturas se abre una disyuntiva
sobre la que ‘Miguel Ángel’ debería aconsejar al partido: o bien éste aparece como
productor de la película, con lo que debería cubrir cuanto había invertido la Comisión,
además del montaje y el costo de cada copia, o bien el partido cede el material rodado
por Dynadia y la Comisión se hace cargo del montaje. En opinión de ‘Miguel Ángel’,
ésta es la opción preferible, porque, actuando así, la organización sólo figuraría
cediendo material y encargaría copias para guardarlas, alquilarlas o venderlas “a
amigos” (Cuba, Chile…), siendo tarea de la Comisión obtener copias para su circuito
interior o incluso venderla “a algún burgués español” [sic)]. Miguel Ángel concluye
afirmando que quien invierte el dinero es Foges [por Fages] y recomienda esta segunda
alternativa porque “políticamente es más adecuada”.
Desde luego, ésta es, según toda probabilidad, la versión interna del partido,
bastante interesada, pues incurre en la contradicción de presentar la obra como una
coproducción cuando, a renglón seguido, se reconoce a Fages como quien corre con
todos los gastos. Además, las declaraciones retrospectivas del productor insistirán en la
independencia de la obra respecto al partido, no sólo al final, sino como condición
impuesta desde el arranque del proyecto. Pese a todo, el informe alumbra algunos
aspectos significativos de la importancia que concedían los responsables de la
propaganda del PCE al film en curso. La montadora enviada a Barcelona fue Brigitte
Dornès, cofundadora de Dynadia en 1968 e incorporada a Unicité desde su creación
en 1971, pronto compañera sentimental de Fages. El hecho de que Dornès mostrara
una total sintonía con la CCB y la colaboración tuviera un futuro prolongado cuando
Fages se exilió en Francia, tras su detención en noviembre de 1971, es revelador de las
afinidades entre esos actores sociales y políticos, cuyas diferencias, no obstante, sería
apresurado ignorar.
Lejos de agotarse en esta ya compleja significación, el acto-film tenía otros

10 Precisamente en estas fechas, Dynadia está en proceso de convertirse en Unicité (Unité, Cinéma,
Télévision, Audiovisel), mucho más próxima al partido, aunque su integración no se producirá
hasta 1976. Para un estudio del cine político y militante en Francia en torno a mayo del 68, la
referencia indiscutible es Layerle (2008).

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objetivos y tuvo otras repercusiones. Constituyó un desafío del PCE al régimen de


Franco, pues no había escapado a Carrillo la indecisión, y posiblemente luego la
debilidad, mostrada por la dictadura ante la campaña nacional e internacional contra el
Proceso de Burgos (1970), ante la que el régimen había acabado cediendo al conmutar
las penas de muerte a los condenados. El PCE no dudó en diagnosticar, según su
inveterada costumbre, que la inclinación de esa rodilla suponía la inminencia del fin,
puesto que el declinar de Franco era ya evidente. Esta vez no le faltaba razón. Una
estrategia más audaz se imponía: provocar un cara a cara que identificara
antifranquismo y PCE11. Además, el partido se jugaba mucho en ese tour de force, no
sólo en su intento de hegemonizar los movimientos de oposición antifranquista,
propiciando alianzas y ganando zonas de influencia, sino también apuntando y
preparando el definitivo desembarco de sus dirigentes en España. No cabe duda si
observamos las estrategias de visibilidad que se sucedieron en los años siguientes,
también acompañadas por filmaciones: las más importantes, la de Ginebra en junio de
1974 y la de Roma, en diciembre de 1975. Por último, desde la perspectiva orgánica,
Santiago Carrillo exhibió su poder en Montreuil, cerrando filas ante la reciente escisión
provocada por Enrique Líster, expulsado del partido en junio de 1970, y, lo que era
más importante, ensayaba una estrategia de presentación pública ante la militancia, la
oposición en general y el enemigo franquista. Cualquiera que fuera su intención en ese
momento, no es arriesgado interpretar esta comparecencia como el origen de una
ofensiva carismática que ya no conocería tregua durante todo el período de la
transición, en el que el personalismo de las decisiones llegó a ser total. En este sentido,
el baño de masas de Montreuil desempeñaría un papel insustituible, ya que el control
burocrático del partido estaba en sus manos desde hacía mucho tiempo.
Así pues, El mitin de París constituye lo que podría denominarse un film-
acontecimiento, a saber: un texto en el que cristalizan fenómenos políticos, ideológicos,
propagandísticos, cinematográficos y carismáticos, cada uno de los cuales podría
generar una reflexión histórica y analítica independiente. Nancy Berthier utilizó esa
expresión sustituyéndola más tarde por film-evento para referirse a “aquellos filmes que
han entrado en la historia del cine por vincularse de manera estrecha con un contexto
sociopolítico determinado. Son películas que constituyen en sí unos acontecimientos
históricos, y cuyo sentido se vincula más a la Historia que a la historia del cine. Como
tales, se inscriben en las memorias colectivas constituyendo unos puntos de referencia,
de fijación, de cristalización memorística” (Berthier 2007:53). Se apoya la autora en un
fenómeno de la historia reciente: el resurgimiento de la noción de acontecimiento,
arrinconado durante décadas, para postular el ‘événement’ como un aspecto creador,
pues constituye el ‘trozo del tiempo’ que cristaliza un antes, un durante y un después y

11 Carme Molinero y Pere Ysàs (2007: 14 et passim) señalaron que una relación especular había
regido desde la posguerra entre cambios en el régimen y modificaciones en la estrategia franquista,
hasta el punto de que ambos fenómenos debían ser estudiados en estrecha observación. A ello se
añadía la estrategia recientemente iniciada por la organización de ser un partido “de masa” en la
“clandestinidad” apostando por “hacer realidad lo que negaba la legalidad” (Molinero & Ysàs,
2007: 23). El paso a la visibilidad sería paulatino y siempre marcado por golpes de efecto.

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Santiago Carrillo 1971

que transforma por completo la dimensión de lo posible (Farge, 2002).


¿En qué sentido cabe considerar El mitin de París como un film-
acontecimiento? De entrada, no todos los fenómenos que hemos enumerado son
inmediatamente reconocibles, o más exactamente legibles, en las imágenes fílmicas que
han sobrevivido. O no, en todo caso, sin el conocimiento de cuanto supuso la
preparación del acto y su filmación, las estrategias que lo prepararon, el proceso de su
conversión en acto, su plasmación en imágenes, las aportaciones externas, su
evaluación política e ideológica y las medidas subsiguientes en la estrategia política y
cinematográfica. Sobre algunos de estos fenómenos, se impone una lectura sintomática
e indicial, en la que menudos detalles revelan caudales más profundos y casi
impenetrables. En torno a otros, las cosas son más evidentes.
De este inagotable film, me limitaré a interrogar en lo que sigue un aspecto. Será
éste aportar algunas reflexiones en torno a las estrategias que el film contiene y la
historia del acto refrenda sobre las formas del carisma político de dos líderes tan
distintos, pero a la altura de 1971 tan complementarios, como Dolores Ibárruri
(Pasionaria) y Santiago Carrillo. Deliberadamente o no, el montaje definitivo del film
refuerza la estrategia del partido y ejerce, incluso ante la imprevisión e indiferencia de
muchos de sus dirigentes, un papel decisivo en el ascenso de la estrella de Carrillo al
primer plano público y de masas, una forma de carisma que conduciría de la pre-
transición, donde esta película se inscribe, a la transición misma. Mas ¿quiénes eran
estos dos agentes políticos en 1971?
Para los españoles, se trataba de dos figuras del pasado (la guerra civil, el exilio,
el partido) que se precipitaban sobre el presente y anunciaban su retorno, es decir, su
decisión de jugar un papel decisivo en el futuro de España. El tiempo pondría límites
bien distintos a cada uno de ellos y el conocimiento histórico de la vida del partido ya
podía en aquel entonces ofrecer pistas sobre esos límites. No era el caso, sin embargo,
del público del film, de los asistentes al acto y de la propaganda esparcida en ese
instante preciso. Sea como fuere, la iconografía respectiva de los líderes, su palabra, su
relación con las masas, siendo reconocibles para unos y míticas para otros, adquiere
una función nueva para la que junio de 1971 era un ensayo general. Carrillo, por su
parte, constituía la figura emergente que tomó aquí definitivamente la iniciativa de la
política pública del PCE. El acontecimiento y el film tienen, pues, lugar en una
coyuntura en que la identificación entre la estructura orgánica del partido y su persona
era máxima, pero precede, y quizá desencadena, el proceso de negociaciones políticas,
intuiciones pragmáticas y personalismo frenético que duraría una década. Sin embargo,
para llegar a una cabal comprensión de lo que estaba latente es preciso atravesar la
tupida selva del film-acontecimiento ante el cual las imágenes y las palabras debían
definirse. Vayamos, pues, con los hechos que componen este acontecimiento.

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Acontecimiento, coyuntura, objetivos


El mitin del PCE fue a la vez una gran apuesta de visibilidad respeto al pasado
inmediato de clandestinidad del PCE y un punto de no retorno para el inminente
futuro que los dirigentes imaginaban ya en territorio español. Denominarlo mitin es,
con todo, inexacto, a menos que no incorporemos al acto político el sentido de
“encuentro” que posee el término inglés “meeting”. Pues, efectivamente, se trató de
una jornada planificada como un acto de confraternización, que incluía comida,
manifestaciones en el parque, despliegue de pancartas, folletos y consignas, y que sería
coronada por los discursos de Jacques Duclos, el anfitrión, Dolores Ibárruri y Santiago
Carrillo. Dolores hablaba a las masas por vez primera desde finales de los años cuarenta
y lo hizo gracias a una autorización especial para viajar desde la URSS, donde, aunque
presidenta del Partido, se hallaba alejada de la vida política activa. Carrillo, por su
parte, había intervenido poco antes en Ivry en un mitin de solidaridad con Vietnam,
pero su presencia en actos a cielo abierto era todavía muy incipiente.
En un primer momento, se barajó la posibilidad de un mitin-concierto, mas la
idea fue desechada en beneficio de un acto político, “a palo seco”, como lo tildó en
román paladino el autor de un informe interno que, por demás, saludaba la decisión
como un éxito. Esa orientación, sin embargo, no iba en menoscabo del espíritu de
camaradería característico de las tradicionales fêtes de l’Humanité organizadas
anualmente por el PCF en el mes de septiembre, donde las actuaciones, muestra de
libros, etc. apuntaban a lo cívico más que a lo estrictamente político. Claro que la
situación en España era distinta a la que afrontaba el PCF: la clandestinidad y el hecho
de celebrar el acto en otro país no eran las diferencias menos importantes. En realidad,
el acto de Montreuil no venía solo, sino que coronaba una semana de solidaridad con
España organizada por los comunistas franceses entre el domingo 13 y el domingo 20
de junio. Quizá la prueba más irrefutable de la solidaridad que reinó entre ambos
partidos y sus círculos sea la circulación excepcional de los trenes que transportaban a
los españoles al lugar del encuentro precisamente en una jornada de huelga convocada
por los sindicatos ferroviarios franceses, haciendo una significativa excepción con sus
camaradas españoles.
La documentación preparatoria del mitin por parte de las organizaciones locales
del partido revela la coyuntura de la que el acto surgía, los objetivos que se le asignaban
y las expectativas que cabía esperar de él. En primer lugar, no era Francia la única
implicada en la estrategia de presentación pública; era Europa en su conjunto. Las
células de muy distintas ciudades europeas fueron movilizadas y dejan constancia
escrita de sus preparativos: Alemania, Francia, Reino Unido, Suiza, Holanda, Bélgica,
Francia, Suiza, entre otros países y múltiples ciudades, incluso minúsculas, en su
interés muestran su dinamismo en la empresa programada. Igualmente reveladoras por
su complementariedad con las anteriores son las valoraciones del mitin que no se hacen
de esperar. En los primeros días después de celebrado, éstas son extensas y
pormenorizadas y a ellas se une Mundo Obrero. Según se infiere de ambas fuentes, tres
móviles animaron la convocatoria: en primer lugar, dar una respuesta institucional
contundente a la escisión protagonizada por Enrique Líster y los prosoviéticos por él

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encabezados; en segundo, recuperar el impulso alcanzado por la movilización


antifranquista ante el Proceso de Burgos que, según señalan militantes y dirección, da
la sensación de haber decaído en los últimos meses12; por último, ampliar la presencia
del partido entre los nuevos núcleos de emigración económica que se habían esparcido
por Europa. Vale la pena detenerse brevemente en estos puntos a fin de identificar con
mayor precisión la atmósfera que el partido analizaba, así como sus planes y
aspiraciones.
En primer lugar, la respuesta a la escisión de Líster, a pesar de la modesta
envergadura del desgarro producido13, apuntaba en una dirección estratégica al poner
sobre el tapete el margen de autonomía de los partidos comunistas occidentales
respecto a la URSS, una polémica abierta tras la invasión de Praga por las fuerzas del
Pacto de Varsovia en 1968 y que determinó el distanciamiento definitivo de Carrillo
del PCUS14. Por demás, la propaganda franquista trató de aprovechar la coyuntura
para presentar un partido dividido al que creía así poder combatir con mayor eficacia.
El equilibrio no era sencillo de mantener. Baste recordar que Dolores, revestida de un
aura trágica por haber entregado su hijo Rubén a la patria del proletariado en la más
gloriosa gesta imaginable (el sitio de Stalingrado), era un icono soviético incuestionable
y, aunque había dado su apoyo a Carrillo e incluso condenó en su intervención de
Montreuil el “fraccionismo”, nada podía dar por sentado el cauteloso Santiago. Es muy
posible que el carácter decorativo de Pasionaria en los órganos de dirección del partido
facilitara pasar por alto esta contradicción entre su posición y su devoción a la Unión
Soviética, pero eso no garantizaba un futuro franco al Secretario General.
Más importancia reviste la segunda cuestión. “El acto fue un acierto –concluye
un informe firmado por un tal Dositeo= F, sin fecha–, que vino a cubrir el vacío
existente entre la gran movilización por la amnistía y contra la represión durante el
proceso de Burgos, con un descenso vertiginoso después, que puso una vez más de
manifiesto la debilidad orgánica de los comités del P. en la región parisina”15. Lejos de
ser una apreciación marginal, los ecos de ese temor de recesión en la movilización de
masas se dejan oír en otros documentos e informes que apuestan por “repetir lo de

12 Sorprende esta afirmación porque el Proceso de Burgos data de principios de diciembre de 1970
y el indulto para las penas de muerte por el Consejo de Ministros franquista se produjo el 30 de
diciembre de 1970; por tanto, mediaba poco tiempo para que fuera verosímil diagnosticar tal
descenso en la protesta. En realidad, es más acertado interpretar en esas palabras un apremiante
deseo de encadenar la respuesta al juicio con una ofensiva que acabara con la dictadura.
Recordemos que el secuestro por ETA el día 2 de diciembre del Cónsul honorario de Alemania
Federal en España, Eugenio Beihl Shaeffer, había dado una considerable resonancia internacional al
conflicto. El final del secuestro y la hostilidad de la Alemania Federal hacia Franco pudieron ser
decisivos en el recular del franquismo.
13 Este grupo se había citado precisamente ese mismo día 20 de junio de 1971 en los bosques de

Marly en un modesto picnic que soñaba con ser respuesta al convocado por el PCE (Lilli 2007: 97-
98).
14 Cuestión nada desdeñable, pero a la cual no podemos atender en este texto, serían las escisiones

izquierdistas del PCE, de tendencia maoísta, que comienzan a producirse en 1968.


15 Informe, Archivo del PCE, Emigración Política, caja 97/1. Las citas en adelante son literales,

incluidas las iniciales y las faltas de ortografía o puntuación.

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Burgos”, como sugiere un camarada, mientras otro define el horizonte como “ir hacia
los españoles”16; y un tercero lo denomina aludiendo explícitamente al futuro en
términos de “sacar al partido hacia las masas”. Lo cierto es que ya en el mes de enero,
cuando el Comité Ejecutivo del PCE acuerda la convocatoria de este acto, Mundo
Obrero (8.1.1971) explicita la necesidad de mantener la tensión movilizadora antes de
que se difumine. Por otra parte, una evaluación de resultados fechada el 14 de julio en
Zúrich define el acontecimiento como “una fecha decisiva, un empujón enorme para
sacar al P. a la legalidad, trabajando, como hemos trabajado, como si fuéramos un P.
legal, se ha roto en miles de españoles esa prevención y ese temor a lo clandestino y a la
represión” [todo sic]. El uso de este discurso no es casual y, aunque todos los informes
se refieren al funcionamiento de la militancia en Europa, no es arriesgado leer en su
lenguaje un presagio de la proyección de dicha estrategia sobre un eventual
comportamiento en el interior del país.
Esto nos lleva a la tercera cuestión, a saber, el proselitismo o la creciente
influencia del partido entre los no militantes. “El acto de París –dice con lenguaje
deportivo un militante– nos ha hecho mover nuestras articulaciones, que ya se estaban
anquilosando, y esa gimnasia nos ha abierto unas buenas perspectivas de trabajo”. Pues
bien, tal movilidad se refiere, como confirman innumerables notas, al papel jugado por
los no militantes en la organización y difusión alcanzada por la propaganda entre los
trabajadores españoles en Europa, remolacheros, temporeros, así como obreros
industriales, pues se advierte la conveniencia de “ruralizar” la organización en lugar de
limitar su influjo sobre los emigrantes del proletariado industrial.
A tenor de lo expuesto, el acontecimiento , como estrategia política y acto de
representación pública, cobra sentido en tres tiempos: antes de su celebración, es decir,
a partir de que la dirección del partido lo decide, en colaboración con el PCF, y la
maquinaria organizativa se pone en funcionamiento (preparación, movilización de
militantes, infiltración entre los emigrantes, decisión de consignas…), durante el acto en
el que se escenifica el cuasi mágico encuentro o reencuentro con los líderes del partido
de militantes, compañeros de viaje, simpatizantes o simples decepcionados del
franquismo, y después , mediante la difusión del material registrado, la circulación del
film montado, la difusión de fotos en Mundo Obrero y otras publicaciones y la
consiguiente modificación o prosecución de la estrategia política desplegada17. Todo
ello puesto al servicio de un esfuerzo de visibilización del partido y de exhibición de su
poderío. En suma, esta acción (que cabría denominar happening) debe ser tomada
como un proceso, aun cuando posea un momento de éxtasis.

16 Todos los informes que citamos proceden de la misma fuente y referencia. Sin embargo, salvo
rarísimas excepciones, carecen de nombre y fecha.
17 Recordemos que esta triple dimensión es propia del film-evento, según los señalaba Berthier

(2013).

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Liderazgo carismático y transferencia


Si bien el liderazgo interno de Carrillo no podía ser cuestionado en el PCE, el
mitin de Montreuil tuvo por objeto sancionar su control y llevarlo a las masas, ésas que
entonces no habían sido necesarias a las tácticas del partido, ni acaso accesibles a su
propaganda. El líder orgánico vivía en lo que Gregorio Morán denominó su década de
oro (1965-1975), en la que el partido se identifica enteramente con su persona:
De 1965 a 1975 (…) estamos ante la década prodigiosa de Santiago Carrillo;
sus saberes taumatúrgicos, su experiencia política, su habilidad maniobrera,
su sensibilidad analógica, todo va a exhibirse en ellos, o más exactamente,
ahora aparecerán en todo su esplendor, sin limitaciones ni corsés. Serán diez
años en los que el conjunto de lo que constituye la vida y la función de un
partido dependerán de su persona (Morán 1986: 408).
En realidad, el estilo organizativo de Carrillo cambiará a partir de este momento:
los congresos son sustituidos por reuniones de un Comité Central ampliado, los
intelectuales (Manuel Sacristán, Alfonso Sastre...) van desprendiéndose de la dirección
sustituidos por “intelectuales orgánicos”. Carrillo iniciará, además, una activísima
política de diplomacia y de alianzas entre los partidos comunistas del mundo (desde su
viaje a China en 1972 hasta su aproximación al PCI). Sin embargo, para lo que ahora
nos compete, a fin de consumar en el dominio público lo que era un hecho
incontrovertible en el organizativo, Santiago precisa del apoyo carismático de Dolores,
emblema del PCE y del comunismo internacional y, a la postre, inofensiva
competencia. Así pues, la instrumentalización de la maquinaria del partido y sus
dispositivos afines (en este caso el film) es la matriz que revela todos los demás aspectos
que confluyen en la coyuntura. Y el protagonismo de Carrillo en esta jornada será el
aspecto más evidente de su exhibición ante los partidos del antifranquismo, la
Dictadura y los demás líderes.
El trabajo de la propaganda para el mitin parte de un supuesto, en realidad una
constatación: el comunismo es Dolores, el PCE es Dolores. Y ambos asertos no son, en
realidad, sinónimos, aunque se hallen muy próximos: si la identidad del comunismo
con esta figura matriarcal hunde sus raíces en la guerra civil española, también se nutre,
y del sacrificio de su hijo a la URSS, cual pietà proletaria de la Segunda Guerra
patriótica. Por demás, aun cuando Dolores se encuentre en 1971 fosilizada, la
autoridad de su refrendo en el Comité Ejecutivo era fundamental y es un gesto de
perspicacia sacarla de su letargo familiar para pasearla, como se hace con los santos,
ante una muchedumbre antifascista. Dice acertadamente Vicente Benet (2014: 45): “La
Pasionaria anciana deviene objeto de conmemoración, casi en un sentido literal. Se
trata de un icono depositario de memoria, de la tradición revolucionaria, un cuerpo
donde se condensa, e incluso podríamos decir, se petrifica, el pasado”. Ciertamente,
quizás de ahí deriva el valor, a la par que la inocuidad, de invocarla con su presencia.
Digámoslo de otro modo: la organización del PCE es de Carrillo; el carisma de masas
heroico y patético, en cambio, es, en el imaginario de los militantes, simpatizantes o
simplemente antifranquistas, todavía patrimonio de Dolores.

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Varios fenómenos testimonian tal centralidad en ámbitos distintos de este


proceso que concluye en el mitin. Las pancartas transportadas y exhibidas en el
parque, su centralidad cuando habla Carrillo (figuras 1-2), los carteles y las hojas
volanderas que anunciaban la convocatoria insisten en publicitar el encuentro con el
aliciente de la silueta de esta mujer convertida en leyenda (figuras 3-6); el baño de
masas recogido por las cámaras con sonido directo cuando Dolores irrumpe en el
parque y sube al estrado es inequívoco de la expectación que su mera presencia
despierta. Las cámaras móviles que tratan de apresar sus movimientos se encuentran en
pleno frenesí, se agitan en los brazos de los operadores que las utilizan. A fuer de
buscar proximidad, los planos se ven permanentemente obstruidos por gentes que se
colocan delante de los objetivos e impiden la visión y dificultan el enfoque. Si esto
sucede con los planos finalmente rescatados para el montaje, podemos imaginar qué no
habría sucedido en medio del caos de la filmación. La excitación ante el deseado
contacto físico con la líder es tal que las mejores técnicas del directo ensayadas por los
camarógrafos franceses para manifestaciones y tumultos no pueden siquiera dar
resultados de calidad, aunque sí consiguen hacer de la necesidad virtud, es decir:
transmiten el júbilo reinante. Cuando Dolores logra zafarse de la multitud de
camaradas, amigos y admiradores y sube al estrado, numerosos contraplanos confirman
que los asistentes estaban dispuestos a su vez a inmortalizar el acto con sus cámaras
fotográficas ligeras que apuntan indefectiblemente a ese mito vivo. No es extraño, pues,
que la iconografía del encuentro sea inagotable. Haber preservado en el film este
instante de turbación es de enorme valor, porque confiere una dimensión temporal a
algo que la foto fija no está en condiciones de ofrecer. El montaje sonoro incorpora,
para mayor abundamiento, los gritos de entusiasmo, de manera que todo confluye en la
sensación de éxtasis.

Figuras 1-2. Fuente: Archivo del PCE

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Santiago Carrillo 1971

Figuras 3-6. Fuente: Archivo del PCE


Por otra parte, la posición de su discurso, ya en el estrado, no conmociona
menos a la cámara que trata de fijarla: un zoom la proyecta sobre las masas, la voz de
saludo se reitera por tres veces (“Yo os saludo a todos, a todos, a todos”) en expresión
de madre emocionada (figuras 7-8). Por fin, cuando estamos convencidos de que la
palabra, su ansiada palabra, va a hacer irrupción, Pasionaria da un giro inesperado y
solicita a sus camaradas se unan a ella en el canto de La Internacional. Con prioridad,
pues, respecto a la palabra, se instala la imagen, el gesto, la consigna, el himno con el
que la líder invita a su auditorio a fundirse en un acto compartido de mitología. Nada
ejemplificaría mejor el aura mágica de un dirigente político-religioso que estos gestos
refrendados por aplausos, gritos y ovaciones. Una vez concluido el canto, ahora sí, la
palabra de Dolores se abre camino, pero para volar hacia el pasado. Su recuerdo es
memoria colectiva de antifascistas y comunistas, héroes de la guerra y voluntarios
contra las dictaduras; pero también evoca lo que los comunistas consideran su
prehistoria, los hitos del espíritu revolucionario. Así son sus primeras palabras:

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Camaradas y amigos franceses y españoles. Al saludaros con el alma en esta


impresionante reunión de solidaridad para con nuestro pueblo en su lucha por
el restablecimiento de la democracia en España me es difícil sustraerme a la
emoción del recuerdo. Hace treinta y cinco años, toda una vida, en el verano de
1936, yo vine aquí, a París, a este París de la gran Revolución, al París de la
Comuna y de las grandes luchas obreras y de la democracia. Y fue aquí, en esta
Francia que tradicionalmente ha apoyado la lucha de todos los pueblos por la
libertad, donde se organizaron las primeras brigadas de voluntarios que fueron a
España a luchar en las trincheras de la República comportándose como
verdaderos héroes.
Y más tarde, cuando para Francia llegaron los días sombríos de la legión
hitleriana, en la resistencia francesa participaron heroicamente los españoles que
apenas habían dejado las armas y que sabían ya lo que el fascismo representaba
para los pueblos. [cursiva mía].

Figuras 7-8. Fotogramas del film


Los momentos de la intervención de Dolores que el film ha escogido retener de
su largo discurso son pasionales y cíclicos. Los cineastas han entresacado lo más
dramático, pues son conscientes de que su discurso es, a fin de cuentas, menos decisivo
que su presencia18; su pañuelo alrededor de su cabeza, su moño, su vestido oscuro, su
rostro en el que las marcas del envejecimiento encubren el tiempo transcurrido por la
lucha, tal vez porque Dolores jamás pareció joven, quizá también porque su atuendo y
su atractiva voz no cambiaron apenas. Si una estela mágica, un rayo celeste, encanta a
los presentes, éste queda representado en la irradiación de una mujer que aunó
símbolos, gestos, mitos de la resistencia combinándolos con el dolor de una madre.
Ahora bien, la atracción ejercida sobre las masas compuestas por militantes,
exiliados, trabajadores y emigrantes no revela necesariamente las tripas de la
organización, la estrategia del partido, los planes inminentes de abatirse sobre España.

18 Pueden consultarse los audios de los discursos en el Archivo del PCE, más largos, tediosos por
momentos o, en todo caso, con momentos de poca intensidad emotiva. Claro que, en directo y con
la presencia viva, la sensación había de ser distinta. No obstante, algunas secuencias del film que
focalizan actividades variadas, cantos, en el parque por parte de algunos grupos dejan oír al fondo la
voz de Pasionaria o de otros compañeros, lo que hace suponer que la descarga eléctrica de la líder
no debió ser permanente a lo largo de su intervención.

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Como apuntábamos más arriba, Dolores era un icono del comunismo y del partido,
pero en absoluto quien lo dirigía con celo burocrático y mano firme desde hacía al
menos seis años. De esta tarea se encargaba Santiago Carrillo. Si las entrevistas
realizadas a pie de andén y registradas por las cámaras de los operadores de Dynadia,
habían declarado su entusiasmo por encontrar a Pasionaria, su imagen hierática,
atemporal, era uno de esos recuerdos heredados, afiliativos, que procedían para
muchos de un puñado de frases y de una efigie. Comparado con ella, Santiago Carrillo
era a la sazón apenas un nombre, un hombre de aparato. No existía a la sazón
iconografía susceptible de convertirlo en un ser digno de veneración. Precisamente,
una de las funciones de este mitin consistirá en abrir un espacio carismático entre las
masas a esta figura.
Un síntoma de tal aspiración se encuentra una vez más en los documentos
oficiales de la convocatoria. Al no estar destinados a atraer a las masas, son éstos menos
sensibles a la demagogia y equilibran la significación de los dos líderes. Incluso
siguiendo el orden de las intervenciones, Carrillo será mencionado antes que Dolores.
Nada de esto sucede, por el contrario, en la iconografía. Si se compara, para mayor
abundamiento, la versión corta del film, cuya duración no excede los 16’, depositada
en Ciné-archives, la cual fue verosímilmente concebida para su difusión en la Fête de
l’Humanité de 197119, ya no cabrá duda de que Dolores es la única protagonista del
discurso, en detrimento de un Carrillo que apenas aparece como imagen fija y en algún
cartel. Esto confirma que el montaje realizado por la Comisión de Cine de Barcelona,
fuera o no independiente del partido, está concebido para servir a la organización en el
interior, es decir, para expresar el apoyo de masas, del contenido táctico inmediato y
de las consignas que entonan Carrillo y Pasionaria. Ahora bien, ¿cómo se produce
esto? El trabajo de los montadores demuestra cómo el material filmado fue sometido a
una idea que lo rige y lo proyecta hacia adelante. Y tal idea, insisto, es coherente con la
intención del partido en ese momento concreto; una lógica en la que Carrillo era el
maestro de la política. Veamos cómo es tratada su intervención en el film.
Los audios del discurso de Carrillo prueban que el dirigente recorrió todos los
temas de la actualidad española, incluido el futuro inmediato. Combinó, además, con
efectividad cuestiones permanentes con tácticas para responder a la coyuntura.
Discurrió sobre la Sucesión a la Jefatura del Estado, el papel del Opus Dei frente a los
ultras, la represión, las cárceles, las nacionalidades oprimidas, ETA, e incluso propuso
un grito que pudiera sorprender entre los comunistas (“Viva España”). En suma, el
discurso de Carrillo, leído en su mayor parte, es en general algo moroso, aunque su
tono y algunas inflexiones sugieran lo contrario. Lo sobresaliente, sin embargo, del
montaje de El mitin de París es que la voz de Carrillo se desprende muy a menudo de
su imagen y la cámara va a buscar… a Dolores. Sobre el rostro de esta mujer en
primerísimo plano, se dejan oír las reflexiones del Secretario General. Tampoco se

19 Este montaje de 16’ contiene lo que de España se considera probablemente exportable para el
comunismo internacional: llegada a las estaciones, programa de fiesta con canciones, entrada
apoteósica de Dolores y su discurso inicial, canto de la Internacional, indicación sumaria de
intervención de Carrillo mediante cartón y foto fija. Véase el film.

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priva la cámara de mostrarla cuando, con apoyado gesto, se coloca el pañuelo


alrededor de su cabeza en ese día de viento. El rostro de Dolores atrapa la cámara, su
fotogenia posee un poder inmenso, incluso cuando no habla, y es ésa la imagen que los
cineastas han decidido retener.

Figuras 9-16. Fotogramas del film


Planteémoslo de otra manera: esos planos podrían haberse tomado en cualquier
momento de la jornada, quizá con excepción de alguno de ellos que revela la
copresencia de Carrillo en el momento del discurso; en cambio, los montadores han
decidido ubicarlos como refrendo y sanción a las palabras del Secretario General. Tal
combinación de lo más eficaz de la palabra y lo más percutiente de la imagen
condensan la operación que se está produciendo en ese mismo momento: un intento de
transferencia del carisma, un reforzamiento, merced a una imagen-icono, del discurso
de quien todavía no había comparecido como el hombre del partido ante las masas
(figuras 9-16). Los montadores lo saben o lo intuyen y contribuyen a producirlo.
Carrillo será el gran vencedor de esa batalla contra nadie que ya no podía jugarse en las
reuniones del Comité Central, en Congresos ni en Ejecutivos restringidos. El partido se
estrechaba en torno a su líder, tal vez en detrimento de sus órganos, pero se

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Santiago Carrillo 1971

ensanchaba hacia las masas fronterizas de simpatizantes. Y las páginas de Mundo


Obrero ponderarán retrospectivamente los logros de Carrillo en el encuentro dándole
un protagonismo que no hacían suponer las expectativas, en ocasiones incluso
silenciando a Pasionaria, como si su papel ya no fuera, en esa nueva esfera, tan
imprescindible.

Cercanías o la intimidad política


El mitin de Paris es un film variado en estilos, aunque no sea nuestro cometido
analizarlos en estas páginas. Hay fragmentos de reportaje, filmados por al menos dos
equipos (de sonido e imagen) de Dynadia en la estación, durante las intervenciones y a
lo largo de la sesión festiva de la comida y del parque20. No parece fácil discernir en la
actualidad qué fue registrado por las cámaras españolas, aunque es razonable pensar
que fueron éstas las que filmaron fragmentos de entrevistas o declaraciones de diversos
dirigentes de las nacionalidades oprimidas, antiguos presos, a corta distancia, en
interiores. Entre ellos, destaca, por su complementariedad con los temas tratados en los
mítines de Santiago y Dolores, las entrevistas realizadas a estos dos dirigentes. En
ocasiones, incluso los carteles que dan entrada a un tema cualquiera introducen
indistintamente sus palabras ante las masas, cuyo objetivo es suscitar emoción, y los
fragmentos a puerta cerrada, rodados en una mansión que había sido legada por
Fernand Léger al PCF, en las que el tono de razonamiento expositivo y de programa
político toma la delantera.
El montaje de la CCB ha preservado estos fragmentos, muy llamativos porque en
ellos Dolores y Santiago han sido captados al alimón y mediante una sola cámara. Por
consiguiente, las intervenciones se realizan con ambos sentados uno al lado del otro
mientras la cámara se ve obligada a describir panorámicas para seguir al hablante en
cada ocasión en que toma la palabra, combinándolas con movimientos de
aproximación a los rostros. La opción del corte directo no parece, pues, técnicamente
factible. Así pues, en un clima de mayor distensión y ante una cámara que podríamos
denominar “amiga”, los dos dirigentes discurren en serena reflexión. Se comportan
éstos ahora como ideólogos y tácticos, didácticos transmisores de un programa para el
futuro que debe ser conocido por sus seguidores y por aquéllos a los que esperan
convencer. Tratan de presentarse como marxistas, pero sobre todo como
antifranquistas cuyo objetivo primero es derrocar a la dictadura apoyándose en
sectores de la población que nada tienen de comunistas. Si no el tono, los temas sobre
los que departen son a la postre los mismos que acompañan los actos de masas: la
monarquía, el Ejército, la Iglesia, las alianzas tácticas, permitiéndose también, para el
militante, tratar sobre los objetivos últimos, el socialismo, y la función táctica de la

20Un documento disponible en Ciné-archives da cuenta de fragmentos de rodaje de los equipos de


Jean-Claude Brisson (probablemente todos de sonido) y Philippe Laïk (imagen). También se
conservan numerosos descartes y fragmentos, muchos en mal estado, en los Archives
Départementales de Seine-Saint-Denis (Bobigny). Como nos comunicó una de sus responsables,
sorprende la descompensación entre este material filmado y la escasa documentación escrita
existente al respecto, aunque una investigación específica quizá podría aportar nueva luz.

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democracia en ese camino. Si ante las masas los líderes ejercitan su fuerza para
estimular la acción, aquí ganan en razón y solidez argumentativa, desechan o intentan
deshacer viejos demonios asociados al comunismo y, sobre todo, se presentan
pensando en el futuro.
En la corta distancia, es la política y no la consigna lo que domina, el
razonamiento y la serenidad lo que debe triunfar. Estos fragmentos son una especie de
ten con ten, de pulso y concesiones, y muestran el inequívoco ascenso de Carrillo a la
condición de líder político axiomáticamente identificado con el partido. La cámara lo
reconoce sin vacilación como el protagonista (lo que, como vimos, no podía hacer en
su comparecencia ante la masa respecto a Dolores). Su discurso es fluido y locuaz, pero
metódico y pausado, que elabora mientras, sentado y con las piernas cruzadas, fuma
para escandir sus palabras, esbozando un estilo que se haría célebre entre los españoles
pocos años después. Dolores luce su vestimenta conocida, la misma con la que se
presentó ante las masas. También sentada, ocupa un lugar vicario. No es a ella a quien
corresponde plantear las tesis del partido. Aun si no hubiera sido así en todos los casos,
los montadores han decidido establecer una jerarquía en el valor de las palabras. Las
intervenciones de Pasionaria están, pues, supeditadas a las pautas marcadas por
Carrillo. Dolores recurre a tópicos sempiternos del comunismo poco marcados por el
presente, detalles que, siguiendo la lógica del pars pro toto, le sirven para enhebrar un
discurso muy general con apariencia de entronque en la actualidad. Una lectura atenta,
no obstante, permite vislumbrar la observación a la que Carrillo somete a su
compañera, aun si la compenetración entre ambos parece fuera de toda duda. Un
ejemplo puede ayudarnos a explicar la mecánica de esta escena. Sucede con motivo de
un tema espinoso para la estrategia del PCE, a saber: el que atañe a su apuesta por la
democracia “frente al fascismo” (Carrillo dixit) y establece el momento del socialismo,
último objetivo de los comunistas. Si este asunto resulta delicado es porque posponer o
difuminar la meta podría suponer una grieta entre Santiago y Dolores.
Un primer plano de Carrillo coincide con el arranque de su argumento y
permítasenos que citemos el fragmento completo:
El hecho de que el Partido Comunista luche hoy por la democracia frente al
fascismo, porque en las condiciones de España la democracia será un paso
muy grande adelante, no significa ni mucho menos que los comunistas
pensemos integrar ni nuestro partido ni la clase obrera ni las fuerzas
revolucionarias de los pueblos de España en la sociedad capitalista.
[Dolores, fuera de campo, repone] -¡Ah no, claro que no!
Nosotros no concebimos el desarrollo de la democracia en nuestro país más
que como una lucha, y una marcha hacia el socialismo y nuestro proyecto
fundamental, una vez conquistada la democracia, es luchar para que España
sea un país socialista, para que termine la explotación del hombre por el
hombre, para que la clase obrera, los campesinos, los intelectuales sean las
fuerzas dirigentes, decisivas de nuestro país.
Porque, en definitiva, en el contexto de la Europa y del mundo capitalista
actual, todo el desarrollo desde los diferentes puntos de vista, tanto

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Santiago Carrillo 1971

económico como cultural, España tiene que estar ligado a la marcha hacia el
socialismo en este país [sic].
El capitalismo español se ha quedado… muy enano y no está en condiciones
de competir con el capitalismo mundial. El socialismo es el régimen que
puede llevar nuestro país a un estado de desarrollo realmente moderno, y en
ese sentido nosotros, que, repito, luchamos hoy por la democracia y
consideramos que todo planteamiento hoy, en el día de hoy, de saltar del
régimen actual al socialismo es un planteamiento utópico, cuando no
demagógico, estimamos que, una vez conquistada la democracia, España
tiene una vía: esa vía es el socialismo. [Sic]
El primer plano citado da paso a un travelling de retroceso que amplía la visión
hasta mostrar al personaje de cuerpo entero. Sin embargo, lo que sorprende antes de
alcanzar el plano máster de ambos escogido por el emplazamiento de la cámara es el
control que Carrillo ejerce con sus ojos para incorporar en ese discurso al entrevistador
(tras cámara o al lado de ella) y a su compañera (a su izquierda, es decir, a nuestra
derecha como espectadores). Es como si Carrillo no tuviera certeza de que sus palabras
fuesen bien recibidas por Dolores, por lo que persigue una feliz expresión que
garantice la inequivocidad de la consigna a la vez que la aquiescencia de su Presidenta.
De hecho, la manera en la que Carrillo comienza exponiendo la insatisfacción de los
comunistas con sólo alcanzar la democracia y la mención de los objetivos máximos
puede ser interpretado como una captatio benevolentiae hacia su compañera. Calcular
la palabra e involucrar en ella a quien debe refrendarla sin por ello otorgarle
protagonismo ni sacrificar la diafanidad de la táctica muestra la capacidad de control, la
eficacia política de Santiago Carrillo, en este momento. Nada tenía de sencillo. El hecho
de que Dolores reaccione espontáneamente a ese introito del discurso con su coloquial
“¡Ah, no, claro que no!” prueba que Santiago no se ha equivocado. A continuación, la
intervención siguiente de Dolores confirma hasta qué punto esta mujer, segura en su
discurso, se muestra en estas intervenciones en petit comité más dependiente de su
compañero de lo que podíamos imaginar a tenor de su magno discurso ante las masas
(figuras 17-25). Si este documento expresa a las mil maravillas la intuición política de
Carrillo, no parece confirmar en menor grado la asistencia que los miembros de la
CCB, Brigette Dornès incluida, hicieron por él. Si deliberadamente o no, no nos toca a
nosotros dirimirlo.

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Vicente Sánchez-Biosca

Figuras 17-25. Fotogramas del film


Es un solo ejemplo. El parámetro se repite en diversas ocasiones y Carrillo no fallará
jamás a su control de la situación comunicativa. No en vano había dirigido al partido hasta
ese punto y sus movimientos de los años siguientes mostrarían su enorme flexibilidad y
recursos, si bien el coste del personalismo pasaría factura más adelante al partido y, mucho
después, a sí mismo. Un lector atento de este film, pues, puede extraer consecuencias muy
relevantes sobre la estructura del PCE en 1971, sobre la escisión entre estructura orgánica e
iconicidad y sobre la ingente labor que este film pudo hacer (al menos, así lo intentó) para
dar el paso al nuevo PCE de masas. Dolores, en este nuevo marco, entona un cúmulo de
frases hechas, palabras oídas y antiguas consignas; además, ya no transfiere, como lo haría
ante la masa, ese poder de iluminación que tenía a cielo abierto. No apresa a la cámara ni la
electriza, no convulsiona. En este nuevo espacio, Santiago, el líder, se iba a encontrar como
pez en el agua. Es la antesala, aun si relativamente alejada, de los debates parlamentarios no
agitativos, de las ruedas de prensa, de los debates entre políticos de distintos signo. En
suma, el reverso de la moneda de cuanto se jugaba en el mitin. Que Carrillo acabara por
funcionar adecuadamente en el espacio televisivo no es probablemente un dato banal a la
luz de cuanto estas escenas ilustran. La nueva política entrañaba nuevos soportes, nuevos
estilos, un nuevo carisma. Mas éste no podía imponerse solo.

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Santiago Carrillo 1971

Colofón y apertura
Evocábamos en un pasaje de este texto las palabras de Pere Ignasi Fages en las que
este activo hombre de imágenes recordaba el desinterés respecto a España en el circuito de
la actualidad internacional o, en otras palabras, el agotamiento de una iconografía ligada a la
guerra civil y a sus consecuencias. Europa ya no estaba en ese universo imaginario. Todo
empezó a cambiar cuando se difundieron las imágenes del encierro de intelectuales en
Montserrat que sería recogido en el film Muntanya (1970). Como si España hubiese
entrado con ellas, y con la respuesta al Proceso de Burgos, en la dieta icónica de la
modernidad abandonando la leyenda21. Desde entonces, Alemania se mostró atenta a la
recepción de planos clandestinos de la lucha contra el franquismo. Es muy posible que El
mitin de Paris represente sintéticamente el gran cambio operado en técnicas de grabación,
protagonistas políticos, estilos de discurso, rostros de la muchedumbre. La rudeza de
algunos de los asistentes captados por la cámara ofrece imágenes que cabe vincular con la
España profunda, de bocadillo de chorizo y bota de vino, de guitarras flamencas y
campesinos mellados; otras, en cambio, muestran a las nuevas generaciones de jóvenes que
ostentan unas reliquias distintas, como la efigie del Che Guevara y evocan otros modelos,
como las melenas de los sesenta o los pantalones acampanados (figuras 26-27).

Figura 26. Fotograma del film

21Desde luego, había obra documental con anterioridad que había interesado. Baste citar alguno de
los documentales de Llorenç Soler, como 52 domingos (1966) o El largo viaje hacia la ira (1969).
De lo que hablamos aquí es de una onda expansiva que cristalizó en ese momento y lo hizo sin
retorno.

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Figura 27. Fuente: Archivo del PCE


En virtud de la variedad de estilos ensayados, el film recoge las tendencias de la
época, desde el realismo de la toma directa hasta la cuidada composición de un discurso
programático del partido, desde el debate a varias voces compuesto en el plano hasta el
montaje de símbolos. En esa variedad reside precisamente su valor documental único y la
dificultad de apresarlo bajo una única perspectiva.
Sin ser un film de partido, El mitin de París sirvió al PCE y, más concretamente, a la
estrategia de Santiago Carrillo en aquel momento; sin ser un film político experimental ni
televisivo, es sensible a unas prácticas fílmicas heredadas de la movilización de mayo del 68;
por no haber sido rodado en España, pero tratar de españoles, esboza y profetiza una
fantasía de libertad que se aglutinaba en torno al PCE y que no cesaría de hacerlo en los
años siguientes hasta su legalización en abril de 1977. Un detalle más puede ser revelador:
el 14 de marzo de 1974, Carrillo hacía su presentación en hotel Lutétia de París. Su
director de imagen era Pere Fages, quien desde marzo de 1972 era miembro del PSUC y
acompañó a Carrillo a Bruselas para la reunión de partidos comunistas de Europa
Occidental. Gregorio Morán (1986: 492) lo percibe con nitidez: “Pere Fages será el
hombre puente para esta nueva imagen del secretario general del PCE”. Pues bien, en junio
de 1971, con Carrillo actuando como demiurgo, pero sin que nadie siguiera sus
instrucciones ni sus deseos, se manifestaba por primera vez, ante los españoles en diferido y
ante la comunidad internacional abiertamente, una nueva y radiante fuerza: la fuerza del
PCE.

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Santiago Carrillo 1971

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188 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 165-188
Francoism, the Spanish Transition and the documentary gaze at
mental illness

Sonia García López


UNIVERSIDAD CARLOS III · sogarcia@hum.uc3m.es

Doctora por la Universitat de València y profesora de Comunicación


Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid, donde forma
parte del grupo de investigación TECMERIN (Televisión y Cine:
Memoria, Representación e Industria). Recientemente ha publicado el
libro Spain is US. La guerra civil española y el cine del Popular Front:
1936-1939 (PUV, 2013). También es autora de Ser o no ser. Ernst
Lubitsch (Paidós, 2005) y coeditora, junto a Laura Gómez Vaquero,
del volumen colectivo Piedra, papel y tijera: el collage en el cine
documental (Ocho y Medio / Textos Documenta, 2009).
RECIBIDO: 5 DE OCTURE DE 2014
ACEPTADO: 10 DE DICIEMBRE DE 2014

Resumen: Este artículo aborda la mirada cinematográfica Abstract: This paper focuses on the cinematic gaze
sobre las instituciones psiquiátricas y la concepción de la over the psychiatric institutions and the consideration
enfermedad mental del franquismo desde la óptica of mental illness during Francoism, as well as on the
antagónica que comenzó a promoverse desde distintos antagonistic position fostered during the Spanish
ámbitos sociales, políticos y culturales durante la Transition on a variety of social, political, and
transición española. Partiendo de una aproximación cultural milieus. After establishing a historical frame
histórica cuyo objetivo es contextualizar la concepción de with the aim of contextualising the conception of
la psiquiatría franquista se procede a continuación al Psychiatry during Francoism, the author proceeds to
análisis formal y temático de cuatro documentales clave de a formal and thematic analyse of four key
la transición española: El desencanto (J. Chávarri, 1976), documentaries from the Spanish Transition period.
El asesino de Pedralbes (G. Herralde, 1978) Animación
en la sala de espera (C. Rodríguez Sanz y M. Coronado,
1978-81) y Cada ver es... (A. García del Val, 1981).
Palabras Clave: franquismo, transición, reforma Key Words: Francoism, Spanish Transition,
psiquiátrica, cine documental. psychiatric reform, mental illness, documentary.

DOI: 10.7203/KAM.4.4283

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 189-207 189
Sonia García López

Introducción
En 1974 el artista Darío Villalba organizó una exposición titulada Los
encapsulados en la madrileña Galería Vandrés. A caballo entre la fotografía, la escultura
y la instalación, la muestra consistía en una serie de objetos tridimensionales
compuestos por fotografías de gran formato encapsuladas en estructuras de metacrilato
transparente. Las imágenes mostraban los cuerpos y los rostros de enfermos mentales,
vagabundos y proscritos; excluidos, en suma, del orden de lo visible y de lo aceptable
en la sociedad española de la época. En muchos de los casos, las figuras habían sido
retratadas en actitud de postración, implorando, llorando o simplemente suspirando
con los ojos cerrados. Como ha apuntado Francisco Calvo Serraller (2007: 29):
al exponer ante nuestra mirada el testimonio gráfico de todos esos
sufrimientos particulares, Villalba nos trae lo que no queremos ver, o lo
socialmente invisible, obligándonos a rescribir la historia sin que nada se
pierda entre sus márgenes.

Darío Villalba. Los encapsulados .1


Tal vez fue esta la primera vez que la enfermedad mental se convirtió en objeto
de reflexión y en elemento fundamental de un proceso creativo en la España de Franco.
En cualquier caso, no se trató de un fenómeno aislado pues, en los años posteriores,
marcados por el fin de la dictadura y la transición a la democracia, una serie de
documentales pusieron de manifiesto el deseo de escuchar a los alienados, de entender

1Exposixión celebrada en el Museo Reina Sofía, 10-17 de abril 2007. Extraída de la web
Mirabiografías.

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sus circunstancias en el contexto más amplio de la coyuntura social española y, en


última instancia, de darles la palabra. Un deseo que, sin lugar a dudas, constituyó una
de las más radicales formas de cuestionamiento de los discursos autoritarios y de los
dogmas sobre la enfermedad, la criminalidad y la peligrosidad propugnados por los
discursos públicos, que habían calado en la sociedad a lo largo de casi cuatro décadas.
Como afirma Laura Gómez Vaquero, la eclosión misma de un género cinematográfico
como el documental de entrevista resulta sintomática de un momento en el que, por
encima de todo, la sociedad española sentía una necesidad acuciante de tomar la
palabra después de cuarenta largos años de silencio2. Del mismo modo, los obstáculos
que las experiencias cinematográficas más radicales de la década, que sin duda ocupan
un lugar de honor en la historia maldita del cine español, encontraron en las
dependencias del recientemente creado Ministerio de Cultura bajo el gobierno de
UCD, resultan sintomáticas también de las tensiones y los espacios de lucha que se
vivieron en el dominio de las prácticas e instituciones culturales y recibieron un golpe
de gracia con la llegada del primer gobierno socialista.
A tenor de lo expuesto, en las páginas que siguen se pone en juego una
discusión sobre la visión antagónica respecto a las concepciones de la enfermedad
mental y el lugar que habían desempeñado las instituciones psiquiátricas durante el
franquismo que comenzó a promoverse desde distintos ámbitos sociales, políticos y
culturales durante la transición española. Si bien durante los años de la dictadura la
concepción de la psiquiatría “era más restringida y se centraba fundamentalmente en el
campo de la teoría psiquiátrica” (Aparicio y Sánchez, 1997: 125), en su parte doctrinal,
durante los últimos años del franquismo y los primeros años de la democracia se
produjo una toma de conciencia de la ideología y las implicaciones en el orden social
de la psiquiatría, tanto por parte de los profesionales de la disciplina, como desde
diversos ámbitos de la esfera cultural y la opinión pública, como el arte, los medios de
comunicación y el cine 3. El cine documental, una forma fílmica a la que a menudo
subyacen proyectos de cambio social, contribuyó a articular una nueva mirada sobre la
enfermedad mental que se hacía eco, al tiempo que lo promovía, del debate social,
cuestionando el orden moral, científico y jurídico a partir del cual se sentaron las bases
de la exclusión social durante el régimen.
El objetivo que persigue este artículo es sin duda ambicioso y arriesgado, por
cuanto la exploración de la mirada cinematográfica sobre la enfermedad mental y las
instituciones psiquiátricas requiere un cierto equilibrio entre áreas de conocimiento tan
distantes como son el cine y psiquiatría. Por lo demás, la elaboración de un panorama
del estado de la cuestión de la psiquiatría española, siquiera en el periodo del
tardofranquismo, excede con mucho los límites de esta contribución, por lo que me

2 Esta es la hipótesis de partida de su tesis doctoral ¡La calle es nuestra! El documental de entrevista
durante la Transición (1975-1981) ( 2010). Véase también Gómez Vaquero (2012).
3 La relación entre los desarrollos de las instituciones psiquiátricas y el cine en España ha sido

abordada por María Herrera Giménez en su tesis doctoral (2011). Asimismo, pueden consultarse
sendos artículos de la autora en colaboración con Pedro Marset Campos, Carmen Llor Moreno y
Joaquín Cánovas Belchí (2011 y 2012).

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Sonia García López

limitaré a resaltar algunos aspectos que, a mi entender, contribuyen a iluminar los


temas abordados en las películas que ocupan un lugar central en este estudio,
emplazando a la lectura de otros trabajos en los que esta cuestión se desarrolla en
profundidad4.
En cualquier caso, resulta insoslayable el hecho de que psiquiatría franquista
marcó una cesura con respecto a los impulsos modernizadores introducidos durante la
II República por el denominado “costado médico de la generación del 27” (Aparicio y
Sánchez, 1997: 133). Fundamentalmente, durante el franquismo se invirtió el
razonamiento que imperaba en la jurisdicción sobre el internamiento en psiquiátricos
(Decreto de 3 de junio de 1931)5, a la que subyacía la identificación entre anomalía
psíquica y peligrosidad. De este modo, pasó a generalizarse en muchos casos la
“patologización” de los sujetos a los que se consideraba “peligrosos” (por sus ideas, su
conducta o su rebeldía), pero a los que no se les podía imputar ningún delito 6 ,
considerándoles como enfermos mentales susceptibles de encierro. Autores como
Dualde Beltrán (2004), González Duro (2008), Castilla del Pino (2004) o Cayuela
(2009) han llamado la atención sobre la relación entre las políticas represivas de la
dictadura franquista y las actuaciones en el ámbito “médico-social” (Cayuela 2009:
275). Ya durante la guerra civil, un cuerpo de médicos militares liderados por Antonio
Vallejo Nájera, entonces Jefe de Servicios Psiquiátricos de los Ejércitos Nacionales,
habían proporcionado al régimen un sustrato científico para la legitimación de la
Cruzada que se basaba en las ideas sobre la regeneración de la raza inspiradas por la
eugenesia (Dualde Beltrán, 2004; González Duro, 2008). De acuerdo con semejantes
doctrinas:
[en el] ámbito médico-social (...) el individuo es objeto de toda una serie de
medidas que persiguen la maximización de las fuerzas productivas de la
nación, así como la «normalización» de las conductas consideradas como
‘patológicas’, diagnósticos psiquiátricos que en el contexto de la posguerra
civil adquirirán —es decir, más de lo «usual»— una clara finalidad
legitimadora (Cayuela 2009: 275-276).
Como relata en sus memorias el psiquiatra disidente durante el franquismo
Carlos Castilla del Pino (2004), el reinado de Antonio Vallejo Nájera se extendió a lo

4 Véase, por ejemplo: Comelles (1986), Aparicio y Sánchez (1997), González Duro (2008) y
Herrera Giménez (2011).
5 La ley española de 1931 contemplaba el ingreso por orden gubernativa o judicial, junto al ingreso

voluntario y a la modalidad por prescripción médica. Aparicio y Sánchez apuntan que “a pesar de la
intención declarada del internamiento como medio de tratamiento, en la mente del legislador
subyace con fuerza (...), la idea de peligrosidad y la identificación anomalía psíquica y peligrosidad.
El papel judicial queda reducido a un papel puramente burocrático frente a la relevancia que
adquiere el médico” (Aparicio y Sánchez, 1997).
6 La ley de Vagos y maleantes, que databa de 1933 y fue modificada en 1954 para incluir a

homosexuales y los “antisociales” que “en sus actividades públicas y propagandas, reiteradamente
inciten a la ejecución de delitos de terrorismo o de atraco y los que públicamente hagan la apología
de dichos delitos” (BOE 1954) estaba orientada a definir “estados de peligrosidad anteriores al
delito” (BOE 1970).

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largo de la dictadura, periodo en que controló sistemáticamente, junto con Juan José
López Ibor, el acceso a las cátedras de psiquiatría en las universidades españolas, que
además solían pasar de padres a hijos. Desde su puesto como director del Dispensario
de Psiquiatría de Córdoba y a partir de su experiencia como psiquiatra forense, Castilla
del Pino fue testigo durante cuarenta años de las implicaciones inmediatas de la
inversión del binomio enfermedad mental = peligrosidad en peligrosidad = enfermedad
mental que la psiquiatría hegemónica impuso en la España de la inmediata posguerra y
el franquismo. En la línea de las actuaciones de tipo médico presididas por lo que
Salvador Cayuela (2009) denomina “la biopolítica del franquismo”7, Castilla del Pino
recuerda, entre otros muchos casos en los que le correspondió actuar como perito, el
de un informe
sobre una señora que había sido retenida en el manicomio durante un mes,
hasta que logró hacer llegar una carta a un abogado de Córdoba en la que le
daba cuenta de que se había internado a la fuerza y con un certificado
expedido por un médico que ni siquiera la había visto (2004: 119-120).
El autor también relata numerosos casos de novicias y seminaristas
diagnosticados de padecer enfermedades obsesivas o esquizofrenia en su vehemencia
por salir de las compañías religiosas “cuando, en el fondo, no lo deseaban”, según sus
superiores (2004: 94-95). Del mismo modo, Castilla del Pino refiere la flagrante
“psiquiatrización” de casos como Francisco Natera y Antonio Molina
―diagnosticados con la complicidad de psiquiatras como Vallejo Nájera, López Ibor,
o Luis Morales―, con el subsiguiente internamiento y sometimiento a tratamientos de
electrochoques y comas insulínicos que, en el caso de Molina, terminaron en suicidio.
Si las políticas psiquiátricas franquistas aportaron un sustrato (pseudo)científico a la
legitimación del nuevo orden moral establecido por la dictadura, la constatación de su
carácter represivo y moralizante habría de abonar el territorio para la progresiva
politización de un sector de la psiquiatría. En este sentido, afirma Castilla del Pino:
esta conciencia del sufrimiento concreto de tanta gente me convirtió en un
antifranquista rabioso. Todo lo que observaba remitía en última instancia a
ese régimen, capaz de mantener a muchos en la miseria extrema como forma
de asentar y defender el privilegio de unos pocos (Castilla del Pino, 2004:
165).
Las deplorables condiciones en que se encontraban los internos en los
psiquiátricos desencadenaron un movimiento de crítica al sistema asistencial español a
comienzos de la década de 1970. Al margen de la psiquiatría oficial y en sintonía con
las nuevas corrientes psiquiátricas que en Europa se estaban desarrollando desde hacía

7En su artículo, el autor analiza tres ámbitos de la “vida humana que, por su importancia capital
para los distintos ‘dispositivos bio-políticos’, se encuentran flanqueadas tanto por las ‘disciplinas’
como por los ‘mecanismos reguladores’”: el ámbito económico, ideológico-pedagógico y médico
social. (2009: 275-276).

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una década, como la “Antipsiquiatría” de Cooper y Laing8 o el movimiento italiano de


la “Psiquiatría alternativa” liderado por Franco Basaglia, muchos militantes de la
izquierda política que desarrollaban su trabajo en hospitales psiquiátricos organizaron
un movimiento de oposición que se articuló desde una coordinadora integrada por los
jóvenes psiquiatras de la llamada “generación del 72” (Aparicio y Sánchez, 1997;
Menéndez Osorio, 2005). Frente a la psiquiatría oficial, inscrita en el “modelo médico-
científico-natural”, que establecía un origen exclusivamente somático o constitucional
en la enfermedad mental y consideraba al enfermo mental como un enajenado
prácticamente incurable (González Duro, 2004), las nuevas corrientes psiquiátricas
pusieron de manifiesto las implicaciones ideológicas y de orden social derivadas de la
psiquiatría. En consecuencia, la lucha por las libertades democráticas se aunó con la
reivindicación de la liberación y dignificación del enfermo mental que buscaba terminar
con los manicomios como lugares de encierro y marginación (Menéndez Osorio,
2005).

La mirada documental sobre la enfermedad mental durante la transición


En este contexto de profundo cambio social marcado por el paso de la dictadura
a la democracia y, con él, de cuestionamiento de las instituciones que sostenían el
discurso autoritario del franquismo, las prácticas cinematográficas que me propongo
considerar aquí abordaron, de distinta forma y desde distintas ópticas, una buena parte
de los problemas apuntados en las páginas previas. Como veremos, tanto la inversión
del binomio anomalía psíquica = peligrosidad en peligrosidad = anomalía psíquica
como el problema de la delimitación de la enfermedad mental y su relación intrínseca
con el entorno social aparecen (aunque con muy distinto sentido) en El desencanto
(Jaime Chávarri, 1976) y en El asesino de Pedralbes (Gonzalo Herralde, 1978), dos
películas en las que toma cuerpo el debate social existente por entonces en torno a la
psiquiatría y a los trastornos mentales. Por su parte, Animación en la sala de espera
(Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado, 1978-1981) y Cada ver es... (Ángel
García del Val, 1981) se erigen en testimonio del fracaso de aquel debate,
especialmente si consideramos, por una parte, el ostracismo al que fueron destinadas
por las instituciones culturales en nuestro país y, por otra, de manera más importante,
el hecho de que la reforma psiquiátrica llegó a producirse solo parcialmente, y con
muchas limitaciones, en 1985 bajo la forma de informe de una comisión ministerial9.
En cualquier caso, todas ellas ofrecieron herramientas para repensar la enfermedad
mental y la psiquiatría en España, y todas ellas participaron (con mayor o menor
proyección en ámbitos extracinematográficos) del debate sobre la función de las
instituciones psiquiátricas que se desarrolló durante la transición en diversos ámbitos

8 El libro de David Cooper Psiquiatría y antipsiquiatría fue traducido y publicado en España en


1972 por la editorial Paidós. Ese mismo año la editorial Fundamentos publicó Antipsiquiatría. Una
controversia sobre la locura, de H. Heyward y M. Varigas.
9 Véase Aparicio y Sánchez (1997: 142).

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sociales y mediáticos10; varias de estas películas sufrieron problemas de censura y de


distribución y, en algunos casos, como veremos, no solo constituyeron aportaciones a
un debate previamente existente, sino que contribuyeron a desencadenarlo. Por estos
motivos podemos pensar que se trata de filmes que, más allá de sus indudables valores
expresivos, constituyen excelentes fuentes para la comprensión de aspectos clave de la
historia social española durante la época abordada.
Así, El desencanto, una película clave en el cine de la Transición, cuenta la
historia de la familia de Leopoldo Panero, poeta oficial del régimen franquista, desde la
perspectiva de los 12 años transcurridos desde su muerte, acaecida en 1962. En ese
lapso de tiempo sus tres hijos han alcanzado la edad adulta, mientras que su esposa,
Felicidad Blanc, se ha convertido en una mujer moderna, autónoma y conectada con la
realidad social e intelectual española. Sin embargo, el retrato familiar que compone
Chávarri en El desencanto muestra, como
afirma Michi Panero, el menor de los tres
hijos, algo sórdido, en pleno proceso de
descomposición. Se trata de una familia de
la burguesía ilustrada del franquismo venida
a menos tras la muerte del padre. Pero la
ausencia de la figura paterna no solo supone
la desintegración del estado de bienestar en
que vivían los Panero, sino un
cuestionamiento profundo, por parte de su
esposa y sus tres hijos, del modelo
patriarcal que sustentaba la familia.
En ese relato ocupa un lugar central
la figura de Leopoldo María, el segundo
hijo, pese a lo dilatado de su aparición en
escena, que no se produce hasta
aproximadamente a mitad del metraje11. En
el momento del estreno del documental
Leopoldo María cuenta 28 años y es ya un
reconocido poeta que ha integrado la
antología Nueve novísimos poetas españoles
editada por José María Castellet y publicada
por Barral en 1970. Además, lleva a sus

10 Además de las traducciones de los textos de la antipsiquiatría mencionados, a los que seguirían
otros muchos, cabe mencionar la emisión en febrero de 1975, en la Segunda Cadena de Televisión
Española, del reportaje “Antipsiquiatría: experiencia en Castellón”, reseñado por Fernando Lara
(1975). Según Lara, “se trataba en este reportaje de emplear los métodos del `cine directo´ para
recoger una sesión de psicoterapia en el psiquiátrico de Castellón”.
11 Antonia del Rey Reguillo (2014) ha analizado minuciosamente la centralidad que ocupa

Leopoldo María Panero en El desencanto, principalmente a partir del trabajo de guión y montaje
del director sobre las significativas declaraciones de Michi Panero y Felicidad Blanc respecto a
Leopoldo María.

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espaldas dos intentos serios de suicidio, ha pasado por la cárcel ―en razón de su
compromiso político y el consumo de hachís―, así como por infinidad de sanatorios y
manicomios, tras serle diagnosticadas sucesivamente una neurosis depresiva y una
esquizofrenia. Pese a no constituir un tema central en este documental, que orbita sobre
todo en torno a las relaciones familiares entre los Panero, la sombra de la locura que se
cierne sobre Leopoldo María planea a lo largo del filme, tanto en las alusiones cruzadas
de los Panero como en las referencias al encierro de Leopoldo María en distintos
centros psiquiátricos. Gracias a las secuencias en las que Chávarri nos permite
constatar el elevado nivel de autoconsciencia que se observa en las declaraciones de
Leopoldo María y en los diálogos entre él, su madre y su hermano Michi, El
desencanto se articula, más allá de las lecturas e interpretaciones posteriores, como
auténtico documento de una época en la que, como afirmaba en líneas anteriores, se
produce una toma de conciencia del hecho de que la delimitación de la enfermedad
mental guarda una relación intrínseca con el entorno social. Precisamente en el relato
que hacen los Panero de la llegada al manicomio de Leopoldo María, aparece uno de
los fantasmas que comenzaban a despuntar entonces en la sociedad española y que se
convertirían en tema central durante la transición: la destrucción del yo relacionada
con el consumo de drogas y el consiguiente choque frontal con las concepciones de la
‘normalidad’ que emanaban del franquismo. Así, en un momento dado, Leopoldo
recrimina a su madre que la razón de su internamiento no fuera su conato de suicidio,
sino el intento de consumir marihuana, revelando esa conexión implícita entre
desviación de la norma y enfermedad mental hegemónica durante el franquismo:
Lo peor de todo es [que] la razón de mi internamiento no fue mi suicidio,
[sic.] sino que a raíz de mi primer suicidio [sic.], yo, borracho de
barbitúricos, le dije a un tío mío (...): ¿tienes droga? Y entonces le llamó mi
madre y le dijo una frase digna de figurar en el Apocalipsis : lo peor no es
que se haya suicidado, lo peor es que se droga. Y entonces mi madre, para
desintoxicarme de algo que no intoxica, que es la grifa, (...) pues me metió en
una serie de sanatorios absolutamente interminable donde lo pasé
horrorosamente.
Y Michi corrobora: “No asimilas que un señor se suicide o tome grifa: eso entra
dentro de la bata blanca”. Obviamente, esta toma de conciencia que aparece en El
desencanto sobre los aspectos sociales e ideológicos que subyacen a las teorías
psiquiátricas no es ajena a la llegada de las nuevas corrientes de psiquiatría
anteriormente mencionadas, como tampoco lo es a la influencia del postestructuralismo
y el psicoanálisis. El propio Leopoldo María Panero fue, según Jorge Alemán, uno de
los primeros lectores de Lacan en España: “Me llamó poderosamente la atención (...) el
hecho de que por aquel entonces el único que había leído a Lacan en España era un
loco, Panero. Me encontré que el único interlocutor que tenía era un señor que se había
hecho famoso por la película del Desencanto , y que estaba camino de su locura... ”

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(Druet, 2014: 1) 12 . A este respecto, resultan reveladoras las palabras de Leopoldo


María sobre él y su familia, en torno a la hora y veinte minutos de metraje:
Si yo hago un análisis aplicado a mi familia, me enseña cosas como que mi
hermano Michi es un esquizofrénico. La esquizofrenia es una cosa preciosa y
mi hermano Michi, por eso, es un ser encantador. (...) El otro es un
paranoico y la paranoia es bastante desagradable. Significa dudar, es la
locura que lo pasa mal. (...) Y yo creo que he sido el chivo expiatorio de toda
mi familia. El símbolo de todo aquello que detestaban de ellos mismos, pero
que estaba en ellos mismos y estaba más que en mí. Lo que pasa es que la
locura, o la sinrazón, o la desviación de la norma, de lo que se deduce no es
de la palabra, sino del gesto. Y como a nivel de gestos he sido más
desrazonado que ellos, por eso me han convertido en el chivo expiatorio. Sin
embargo, a nivel de pensamientos... en fin, más vale callarme sobre ese tema.
Por otra parte, la centralidad que Chávarri le otorga a Leopoldo María en su
relato sobre los Panero, destacando su importancia en el núcleo familiar una vez
muerto el padre, parece residir en el radical cuestionamiento de la autoridad paterna
que este personaje lleva a cabo y en su firme voluntad de “desmontar la leyenda épica”
de la familia, según sus propias palabras. No es extraño, pues, que, como ha planteado
Jo Labanyi de forma crítica (2011), El desencanto haya sido interpretada con
posterioridad en clave metafórica y que se entendiera la figura del padre ausente como
un trasunto de la dictadura que entonces se extinguía (Minguet Batllori, 1997; Martín
Vilarós, 1998). Pero si, más allá de lecturas metafóricas, tomamos la película en toda su
literalidad, lo que encontramos es, de todos modos, el devenir de una familia instituida
como ejemplar por el régimen (como lo indica el monumento conmemorativo y la
ceremonia dedicada al poeta Leopoldo Panero en Astorga) hacia una deriva destructiva
que emana, precisamente, de la herencia paterna: “Me destruyo para saber que soy yo y
no soy todos ellos”, dirá Leopoldo María citando al poeta Artaud. Si del poema de
homenaje a su padre que el mayor de los vástagos, Luis, lee al comienzo del film, se
desprende una crítica a la esquizofrenia de la institución familiar franquista (Gómez
Vaquero, 2010), la figura de Leopoldo María puede ser entendida como su síntoma,
pues son su significación política, su actitud rebelde respecto a las convenciones
familiares y sociales y su radical concepción de la realidad y del sujeto presente en su
propuesta poética, las que le conducen al manicomio antes de que le haya sido
diagnosticado el trastorno que, precisamente, habría de padecer de por vida: la
esquizofrenia.
Muy distinto es el caso de José Luis Cerveto, conocido como “el asesino de
Pedralbes”, planteado en el documental de Gonzalo Herralde. La película parte de una
crónica de sucesos plagada de detalles morbosos, típica de un diario como El caso,
para inscribirla en el contexto de una investigación seria promovida a través de la forma
documental. Sobre la base fundamental del relato en primera persona de Cerveto, el

12Sobre la relación de Leopoldo María Panero con la historia del movimiento lacaniano en España
véase Druet (2014). Para un estudio sobre la penetración del pensamiento foucaultiano en España
véase Galván (2010).

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recurso a profesionales que hablan desde discursos


de sobriedad como el derecho, la medicina o la
filosofía se combina aquí con testimonios de vecinos
y conocidos del convicto, condenado a dos penas de
muerte por el asesinato en 1974 de un matrimonio
de la alta burguesía catalana. Además, a lo largo del
metraje descubrimos que Cerveto (procedente, a
diferencia de los Panero, de una familia marginal) es
pedófilo y que manifiesta una agresividad e impulso
de matar incontrolable en circunstancias
determinadas. El propio Cerveto es consciente de su
conducta enfermiza y llega a convertir su
intervención en el documental en un alegato para
que se cumpla la pena de muerte que le ha sido
impuesta y que finalmente fue conmutada por
cadena perpetua.
El documental apunta un origen ambiental,
social, en el trastorno de Cerveto al reconstruir su
biografía desde la infancia, marcada por el
abandono, los malos tratos y los abusos sexuales. Sin embargo, la radicalidad del gesto
que encontramos en el filme de Gonzalo Herralde no consiste tanto en matizar una
conducta criminal estableciendo un contexto de comprensión de la conducta del
asesino, sino en darle la palabra al propio José Luis Cerveto (algo impensable durante
la dictadura) y poner de manifiesto, a través de su discurso, el fracaso de la concepción
de la enfermedad mental en la que se había venido sustentando la psiquiatría española.
Los planteamientos somáticos en torno al origen de la enfermedad mental habían
dejado al margen los componentes ambientales y sociales en un contexto de represión
que necesariamente había de provocar complejos traumas en los sujetos más
vulnerables. Así, el cartel de la película, que fue representante de España en el Festival
Internacional de Cine de San Sebastián en 1978, enfatizaba la dicotomía entre el
tratamiento dado por los medios de comunicación a Cerveto y el que se le otorgaba en
el documental:
La prensa lo calificó de: homosexual, sádico, asesino... la justicia lo condenó
y... Por primera vez, un condenado a muerte, José Luis Cerveto, tiene la
oportunidad de manifestarse ante la opinión pública.
Por lo demás, como el realizador puso de manifiesto en varias ocasiones, el
documental:
pretendía, en realidad, poner en evidencia la simpleza e ineficacia de un
sistema penal que no contemplaba ningún tipo de iniciativa rehabilitadora,
así como despertar en el espectador la reflexión en torno al lugar que la
sociedad asigna a personalidades tan complejas como esta (Gómez Vaquero,
2010: 342).

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Desde este punto de vista, cabe recordar que El asesino de Pedralbes también
fue pionera en filmar el interior de una prisión, algo hasta entonces inédito en el cine
español. Para ello, director y productor contaron con el apoyo del Director de
Instituciones Penitenciarias Jesús Hedad y su sucesor, Carlos García Valdés, ambos
impulsores de la Reforma Penitenciaria (Losilla, 1997: 795). De manera similar, como
se verá a continuación, Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado contarían con la
imprescindible colaboración del personal medico-sanitario y asistencial del hospital
psiquiátrico de Leganés para rodar Animación en la sala de espera. En última instancia,
la proyección pública que alcanzó el El asesino de Pedralbes desencadenó una agria
polémica liderada por la prensa del régimen, que calificó el documental como
“sentimentaloide y exclusivamente chocante”, “repulsivo” y como “canallesca obra”
(Gómez Vaquero, 2010:343). En contrapartida, el diario Tele/eXpres se hizo eco de
un debate organizado en el Colegio de Abogados de Barcelona a raíz del:
tremendo impacto suscitado por el estreno de la película y debido a la
problemática jurídica, social y humana del caso Cerveto, que ha originado
una gran polémica a nivel ciudadano (Gómez Vaquero, 2010: 343)13.
La polémica en torno al documental de Gonzalo Herralde se producía, además,
en un contexto de intensa politización de los entornos penitenciarios, donde los presos
políticos consiguieron movilizar a los presos comunes a través de la COPEL
(Coordinadora de Presos en Lucha), por lo que las implicaciones del documental iban
mucho más lejos de la discusión sobre las instituciones psiquiátricas y la reforma
penitenciaria. Recordando que la filmación de El asesino de Pedralbes en la prisión de
Huesca había provocado un motín, Carlos Losilla (1998) afirma que:
el altercado resultó ser un símbolo perfecto de la situación del género
[documental] en la época: las altas instancias parecían cada vez más
asustadas ante la proliferación de documentales en el contexto del cine
español, y finalmente decidieron instaurar por la vía legal lo que a la larga
supondría la absoluta defunción de esta tendencia, es decir, la total
eliminación de las subvenciones para este tipo de films (Losilla, 1997: 795).
En cualquier caso, y en lo que respecta al tema que aquí nos ocupa “al iniciarse
la década de 1980, existía una conciencia social sobre la necesidad del cambio en
materia de asistencia psiquiátrica” que vino a unirse al “movimiento psiquiátrico que
reivindicaba un modelo asistencial desinstitucionalizador e integrado en la red sanitaria
general” (Aparicio y Sánchez, 1997: 141), que llegaría, aunque solo parcialmente, con
la Modificación del artículo 211 del Código Civil en 1983 y, posteriormente, con el
Informe de la Comisión Ministerial para la Reforma psiquiátrica de 1985 y la Ley
General de Sanidad de 1986.
Sea como fuere, las dos películas, estrenadas en 1981, que volverían a abordar la
cuestión de la enfermedad mental, ya fuera de manera frontal, como Animación en la
sala de espera, ya de manera más elíptica, como Cada ver es... lo hicieron desde

13Según Gómez Vaquero el coloquio, dirigido por Román Gubern, reunió a senadores, psiquiatras,
abogados con el director y el productor ejecutivo de la película.

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planteamientos mucho más radicales que aquellos a los que el público medio estaba
acostumbrado, pues consiguieron adentrarse en el corazón de las instituciones
psiquiátricas, y desde allí, establecer un difícil equilibrio entre el horror y la ternura
que despertaban las personas retratadas en sus películas. Por lo radical de sus
planteamientos, pero también con motivo de los procelosos vericuetos burocráticos en
que se vieron inmersas, Animación en la sala de espera y Cada ver es... terminaron
quedando relegadas, como veremos, fuera de los circuitos de distribución comercial.
El documental de Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado puede
considerarse, al igual que Cada ver es... una de las películas malditas del cine español14.
Fue rodada a lo largo de tres años, entre 1978 y 1981, en el interior del Hospital
Psiquiátrico de Leganés y se estrenó en 1984 en un cine de Barcelona consagrado a la
exhibición experimental e independiente tras haberle sido denegado por el Ministerio
de Cultura el premio a la calidad y cualquier tipo de subvención (Gómez Vaquero,
2010: 346) 15 . Y es que, más allá de las reservas sobre el género documental que
comenzaron a manifestar las instituciones cinematográficas a finales de la década de
1970, Animación en la sala de espera realizaba un acercamiento a las instituciones
psiquiátricas y, sobre todo, a la enfermedad mental, totalmente inédito en la
cinematografía española y con escasos precedentes en el exterior16.
Desde su comienzo, la película establece las claves enunciativas y estéticas a
partir de las cuales se articulará la mirada de la cámara y, con ella, la del espectador: el
dispositivo se adentra en el recinto del psiquiátrico con un marcado movimiento de la
cámara hacia adelante, atravesando un sendero guarecido por una enredadera hasta
llegar al patio en el que se encuentran los internos, quienes serán los verdaderos
protagonistas de una película en la que la presencia del equipo de realización (cuerpo o
voz) es muy sutil y en la que el personal médico-sanitario está prácticamente ausente,
por no hablar de los representantes de los discursos de sobriedad a los que sí recurre,
como se recordará, Gonzalo Herralde en El asesino de Pedralbes .
A continuación, la cámara se adentra en uno de los pasillos interiores del
recinto, a través del que los internos se desplazan sin destino aparente. El tratamiento
que se le da a las imágenes favorece el efecto espectral que tan a menudo habrá de
aparecer sugerido a lo largo del filme: los sucesivos encadenados sobre el mismo
espacio, al que la cámara permanece anclada, dan la sensación de que los cuerpos

14 Así lo indican, más allá de las temáticas abordadas, las tardías fechas de sus estrenos y las cuotas
de taquilla alcanzadas. En 2012 cuenta con 1.979 espectadores, según la base de datos de películas
calificadas de Filmoteca Española; Cada ver es... con 5.430, frente a los 220.032 y los 89.761 de El
desencanto y El asesino de Pedralbes, respectivamente.
15 La autora reproduce la opinión de M. V. Longares, miembro de la Subcomisión de Clasificación,

quien alegó que se trataba de una “película de dificilísima distribución que se limita a narrar la vida
en el manicomio de Leganés, pero sin tomar parte en ningún sentido, ni aportar nada tampoco”.
16 Titicut Follies, de Frederic Wiseman, fue estrenada en 1967 y prohibida de inmediato. San

Clemente, de Raymond Depardon, apareció en 1982. Por lo demás, Gómez Vaquero (2010) cita el
estreno en salas españolas, durante aquellos años, de dos documentales que abordaban la cuestión
desde los planteamientos de la antipsiquiatría: Locos de desatar (Matti da Slegare, Marco
Bellocchio, 1975) y Asylum (Peter Robinson, 1972, estreno en España en 1975). Véase la reseña
de ambas películas escrita por Diego Galán (1972).

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aparecen y desaparecen, como si de fantasmas se tratara. Por si fuera poco, las voces de
los internos, haciendo recuento del tiempo que llevan allí recluidos, comienzan a
superponerse a las imágenes de la cámara, por momentos desencadenada, mientras
recorre otros espacios del psiquiátrico. En este contexto, la canción que canta uno de
ellos, “cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras”, no puede cobrar mayor
fuerza expresiva.
En muchas ocasiones el espectador se verá confrontado con efectos de
extrañamiento, producidos a partir del ralentizado de imágenes, el tratamiento de las
voces y los sonidos naturales sacados de contexto o el uso de la animación plano a
plano, que le obligarán a reinterpretar lo que está viendo una vez concluida la escena.
De ese modo, cobra sentido lo que comienza como una percepción extraña, ajena a lo
real, tal vez asociada a la pesadilla de la locura. No se trata, por tanto, de imponer un
orden al discurso de los enfermos, de incluirlo en las categorías medico-psiquiátricas a
través de las que, en calidad de enfermo, la locura se vuelve aceptable para el orden
social. La operación de sentido que realizan Rodríguez Sanz y Coronado tiene que ver,
más bien, con un deseo de ver despojado del deseo de interpretar; un deseo de conocer
liberado del deseo de dominar (de ahí los planos de detalle, las tomas furtivas con la
cámara oculta, los barridos a distancia, los zooms sobre movimientos repentinos). Y
para ello recurren a una organización secuencial que no es argumentativa, como en los
documentales al uso, sino rítmica, poética y, de algún modo, mucho más cercana a los
discursos inconexos de los internos que al saber disciplinario sobre la enfermedad
mental.
Hay, por tanto, en Animación en la sala de espera, un acercamiento a la
enfermedad mental que, lejos de buscar paradigmas comprensivos o explicativos
ahondando en las biografías de los internos o en su entorno social, se orienta hacia la
observación del universo de la locura, coexiste con ella y, en última instancia, descarta
la posibilidad (o el deseo) de transformarla. Desde este punto de vista, la entrevista que
se desarrolla en los últimos momentos del film, con un interno que ha recibido el alta
médica, pone de manifiesto que su salida del psiquiátrico no se debe tanto a la cura
(pues el entrevistado manifiesta el mismo comportamiento exacerbado que al comienzo
del documental) como a un cambio en el modelo asistencial en el marco del cual es
factible para los enfermos mentales la vida fuera del manicomio.
Cada ver es..., la última película que abordaremos en las páginas de este artículo,
constituye, en primera instancia, un acercamiento a la vida y la persona de Juan Espada
del Coso, embalsamador del depósito de cadáveres de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Valencia cuyo devenir vital ha transcurrido en compañía de cuerpos
extintos conservados en formol. A pesar de que el filme presenta a Juan Espada como
un personaje cercano, que nos revela detalles de su vida pasada y presente, y dotado de
un gran sentido del humor, el tétrico contexto en el que se desarrollan las entrevistas y
lo insoportable, para el espectador medio, de la visión de los cuerpos embalsamados,
las trepanaciones que practica el Juan Espada y, en general, de todo lo que envuelve al
depósito de cadáveres, terminaron por levantar una oscura leyenda en torno al
personaje, a la película (que ha pasado a engrosar las listas del cine de culto), e incluso

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al propio director. Con todo, la radicalidad de la propuesta de García del Val no


estriba tanto en la crudeza de las imágenes mostradas, sin duda muy duras, como en los
recursos formales y expresivos que despliega el filme17.
Desde este punto de vista, resulta muy significativo el arranque de la película, en
el que se encuentra, por lo demás, una referencia directa al mundo de las instituciones
psiquiátricas. La cámara introduce gradualmente al espectador en el que será el
escenario privilegiado del filme, el depósito de cadáveres de la Facultad de Medicina de
Valencia. La música atonal y estructurada a partir de numerosas disonancias se
superpone a las imágenes, rodadas con poca luz, cámara en mano o con encuadres fijos,
pero escorados, que desafían la centralidad de la perspectiva. A medida que avance la
narración también serán habituales los contrapicados, los planos de detalle
descontextualizados y el montaje sonoro. Poco a poco, las imágenes nos van
conduciendo a un sótano que más adelante se revelará como el susodicho depósito de
cadáveres. Una de las principales características de este primer segmento de la película,
que funciona como introducción y se desarrolla antes de la aparición de los títulos de
crédito, es la renuncia a la continuidad y a los nexos causales entre distintas secuencias.
Así, las imágenes que conducen al depósito darán paso a la primera intervención (en
off) de Juan Espada, que relata una anécdota curiosa, por llamarla de algún modo:
sobre la imagen de una foto de bodas, el trepanador relata cómo, al haber fallecido su
hermana cuando él contrajo matrimonio con su esposa (ahora también difunta), decidió
pegar una foto suya, más antigua, a la foto nupcial para restituir, tijeras y cola mediante,
su presencia en el enlace. Pero, lejos de mostrar la gravedad para la que música y
montaje nos vienen preparando, el personaje zanja el relato con un “¡y chimpún!”
haciendo gala de la naturalidad y el humor con el que Espada del Coso se ha
confrontado a la muerte a lo largo de su vida. Por último, y de nuevo, sin solución de
continuidad, la cámara se desplazará a la calle a través de una serie de planos
contrapicados que muestran edificios altos. Y por corte directo, el espectador será
conducido al psiquiátrico de Bétera, donde se producen
una serie de imágenes (que resultan inquietantes, entre
otros motivos, por la ausencia de sonido natural y la música
que las acompaña) de los internos deambulando por los
alrededores del hospital. Se observan numerosos primeros
planos de los internos, incluso podemos ver a una mujer
vestida con un abrigo bajo el que muestra parte de su
desnudez. Nuevo corte y encontramos a Juan Espada
abriendo el depósito en el que los muertos están
conservados en formol y sacando uno de ellos, siempre con
la música dominando la imagen. Aparece el título en los
créditos.
Como veremos a lo largo de la narración, las

17Parten de este planteamiento los análisis de la película realizados por Zumalde (1997) y Cerdán
(2001).

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imágenes de los alienados que aparecen al principio no se repiten después, de modo


que su presencia en el relato, más allá de su poder sugestivo, no deja de resultar
enigmática. Sin embargo, es interesante su vinculación con universo de la otredad
radical que representan los muertos en la película de García del Val y que, de otra
manera, representa también Juan Espada del Coso. Según las palabras del director,
Espada es “un vencido del ejército republicano, de 24 dioptrías a los 18 años y
hospicio desde la infancia, único superviviente de una brigada de casi niños que luchó
en el Ebro y actualmente empleado en un depósito de cadáveres”18. Sin embargo, la
película no se focalizará de manera especial en las circunstancias que han convertido a
Juan Espada en un personaje en cierto modo marginal, como tampoco se entrará a
discutir la cuestión del internamiento en instituciones psiquiátricas, a pesar de tratarse
de aspectos trabajados por el director en otros momentos de su carrera. La otredad es
presentada en Cada ver es... como algo que forma parte de nuestra realidad pero que,
lejos del deseo normalizador, no necesariamente ha de abandonar su lugar otro en el
imaginario social. No es otro el mensaje lanzado por la señal que precede a los títulos
de crédito: NO PENSAR, PELIGRO DE MUERTE, donde pensar vendría a significar
algo así como ubicar algo en la categoría de lo pensable o de lo decible,
desproveyéndolo de la fuerza magmática que posee todo lo que escapa a la razón.
En aras de su radicalidad, Cada ver es… padeció el castigo de las instituciones
cinematográficas y se encontró envuelta en una polémica que duró más de dos años y
que terminó por sentenciarla como la película maldita en la que se ha convertido: de la
manera más rocambolesca, la Dirección General de Cinematografía bajo el Gobierno de
UCD dio al filme la clasificación “S” (prevista para el cine erótico), alegando que el
formato de 16 mm no cumplía los requisitos de calidad mínimos y cerrándole así las
puertas a su distribución en salas comerciales y al régimen de subvenciones estatales
programado por el incipiente gobierno socialista, así como la participación en el festival
de Venecia, en el que había sido preseleccionada19.

18Expediente Adm. 429-81 N, cfr. Imanol Zumalde (1997).


19Los problemas de distribución y exhibición de la película han sido detallados por Imanol
Zumalde (1997).

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Publicidad Cada ver es. 1981


A lo largo de este artículo hemos podido constatar el modo en que las cuatro
películas abordadas dan cuenta de una serie de miradas diversas y complejas sobre la
enfermedad mental y las instituciones psiquiátricas emprendidas por el cine
documental durante la transición española. Desde el punto de vista del debate surgido,
primero en los ámbitos medico-psiquiátricos, y después en muchos otros como la
expresión artística, los medios de comunicación o los círculos intelectuales, podemos
inscribir los filmes estudiados en dos momentos distintos: El desencanto y El asesino
de Pedralbes, que aparecieron en un momento de debate candente en torno a las
instituciones psiquiátricas y penitenciarias, contribuyeron a alimentar la discusión
sobre la necesidad de cuestionar las definiciones de la enfermedad mental heredadas
del franquismo; por otra parte, Animación en la sala de espera y Cada ver es..., que
vieron la luz cuando ya existía una conciencia sobre la necesidad de cambiar los
modelos asistenciales, ofrecieron propuestas radicales que revelaban la necesidad de un
planteamiento expresivo alejado de los discursos hegemónicos para poder rozar
siquiera el mundo de aquellos seres por tanto tiempo excluidos del orden social. Desde
este punto de vista, los documentales de Chavarri y de Herralde pueden ser
considerados como documentos fílmicos de una época que cuestionó el pasado
franquista y, con él, los saberes (en un sentido foucaultiano) que, como es el caso de la
psiquiatría, le dieron sustento; por su parte, los documentales de Rodríguez Sanz y
Coronado y García del Val se revelaron, sencillamente, incompatibles con el nuevo
modelo que comenzaba a consolidarse.

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204 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 189-207
El franquismo, la transición y la mirada…

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Sonia García López

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206 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 189-207
El franquismo, la transición y la mirada…

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 189-207 207
La mirada histórica

The Historical Gaze. Strategies to address the Culture of Spanish


Transition
Álvaro Fernández
QUEENS COLLEGE, NEW YORK · alvaro.fernandez @qc.cuny.edu

Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctor por Stony


Brook University. Ha trabajado como docente e investigador en la
Universidad de Buenos Aires y la Universidad de La Plata en Argentina.
Actualmente es profesor de literatura y cine en Queens College de la City
University of New York. Estudia las significaciones políticas de las formas de
la memoria histórica, especialmente en obras donde esta aparece menos
destacada.
RECIBIDO: 1 DE NOVIEMBRE DE 2013
ACEPTADO: 11 DE DICIEMBRE DE 2014

Resumen: Las manifestaciones populares de 2011 en Abstract: Popular demonstrations in Madrid during 2011
Madrid propiciaron una nueva ola de análisis de la encouraged a new wave of reflection on the Spanish
transición y su cultura. Una de las antologías publicadas transition and its culture. One of the anthologies published
en 2010 es especialmente productiva para discutir in 2012 is especially productive to discuss theoretical and
aproximaciones teóricas y prácticas a este tema. Algunos practical approaches to the matter. Some contributors use
autores del volumen utilizan un tono revolucionario que a revolutionary tone that completely rejects the hegemonic
rechaza de plano la cultura hegemónica de la transición y, culture during the Spanish transition. Based on the
a partir de las reacciones populares contra el status quo, popular reaction against the status quo, they announce an
prevén un idílico volver a empezar de la cultura española. idyllic fresh starting for the national culture. However, a
Sin embargo, un análisis histórico de estas posiciones historical analysis of this claims exposes a disturbing and
muestra una relación inquietante y familiar que las conecta intimate connection that links them with the basis that
con las bases mismas de la cultura de la transición. A founded the culture of the transition. Through the analysis
través del análisis de este caso, el artículo propone el uso of this case, the article proposes the uses of historical,
de criterios históricos, económicos y políticos para economic and sociological criterion to recover a broad
recuperar una valiosa producción artística y crítica que critical and artistic production that during the Spanish
durante la transición fue desplazada a los márgenes de la transition was displaced to the margins of the official
cultura oficial. culture.

Palabras Clave: España, Transición, Industria cultural, Key Words: Spanish Transition, Culture Industry,
análisis histórico, crítica literaria Historical Analysis, Literary Criticism.

DOI: 10.7203/KAM.4.4299

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 209-232 209
Álvaro Fernández

En el estudio de la cultura española contemporánea, los episodios históricos parecen


adquirir trascendencia, volverse más reales, concretos y palpables cuando quienes los atraviesan
son percibidos como una generación. Esta categoría resulta práctica por un lado como
referencia para resumir en un concepto operativo el espíritu de una época y, por otro, para
diluir relevantes conexiones históricas y sociales que cruzan el campo intelectual en un
momento dado o a través del tiempo. Aunque es habitual que quien utiliza el concepto de
generación advierta que no resulta efectivo, preciso, ni convincente, esta categoría analítica
vuelve recurrentemente traída a cuento por voces de lo más diversas para referirse a episodios
históricos y a sus protagonistas, que terminan incluidos en una categoría convencional que los
desconecta de procesos sociales más amplios que son vitales para comprenderlos 1 . En los
últimos años, la figura social del indignado se ha integrado a la flamante categoría de la
generación mejor preparada, un concepto que resume económicamente una perspectiva de la
crisis de comienzos del siglo XXI. La idea de generaciones que se suceden en el tiempo es
también funcional a la de vanguardias que desafían airadamente el pasado y auguran
transformaciones radicales.
En el contexto de la España contemporánea, profundamente afectada por políticas de
memoria y olvido, es interesante considerar las estrategias que se utilizan para recuperar el
pasado en función de las necesidades del presente. La publicación de un libro especialmente
crítico sobre la cultura española de los últimos años, se vuelve especialmente útil como ejemplo
–tanto por su amplia difusión e impacto como por su interesante visión del pasado– para
considerar propuestas analíticas y evaluar su efectividad. Aunque antes de entrar en estas
reflexiones sería interesante revisar el contexto en el que después de unos años inolvidables de
renovado esplendor optimista, estalla una crisis que obliga a torcer la mirada para reconsiderar
el pasado cercano.

Cruzando el paraíso
La crisis económica que se dibuja claramente en 2009 y se define brutalmente en los
años siguientes, impone a la clase media española un inesperado paisaje de desahucios,
emigración y falta de futuro. El abismo que se abre al frente contrasta con el horizonte que se
presentaba esperanzador pocos años atrás a un país perfectamente integrado a la cultura
europea, la España exitosa y ultramoderna que comenzó a dibujarse como un espejismo
convincente a comienzos de los años noventa. En esa época, el país había dejado atrás
milagrosamente el vergonzante pasado de atraso –asociado a la cultura del franquismo– y, por
fin, recuperaba un lugar soñado en el concierto de las potencias europeas que había sido
perdido siglos atrás con la decadencia del imperio. Las múltiples celebraciones que se llevan a

1
En otro nivel, la imagen de las generaciones que se suceden en el tiempo como los ciclos de la
naturaleza, ayuda a desdibujar los motores económicos, políticos e ideológicos de la Historia. Esto la
vuelve especialmente atractiva para los análisis antihistóricos que prefieren tomar distancia de
discusiones políticas.

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La mirada histórica

cabo en 1992 confirman una inclusión en Europa que cubre distintas áreas de un imaginario
neoimperial modelado en la lógica despolitizada del neoliberalismo: Madrid es capital cultural
del continente, se celebran olimpíadas en Barcelona, la Expo en Sevilla, y se vuelve la vista a
Latinoamérica a quinientos años del “descubrimiento/encuentro de culturas”, al tiempo que las
empresas españolas comienzan un promisorio desembarco comercial sobre las maltratadas
economías en crisis de la región. En pocos años, las telecomunicaciones, la banca, las empresas
editoriales y el cine latinoamericanos dependen de decisiones tomadas por ejecutivos españoles
formados en las teorías empresariales de la eficiencia, la productividad y la mejora permanente.
El dinero fluye en la España ya desindustrializada por el PSOE en los años ochenta, se
reproduce con el aumento del precio de los inmuebles, se reparte en premios, subvenciones y
proyectos que alientan la construcción de una potente industria cultural que tiene a su
disposición un inmenso mercado hispanohablante en constante crecimiento al otro lado del
océano.
La producción cultural a escala industrial que se potencia a partir de 1992 se apoya en
imágenes de un progresismo estratégicamente amnésico: el periódico El País propone un tono
progresista que permite dialogar con Europa y Estados Unidos y mirar con cierto paternalismo
a las repúblicas latinoamericanas en crisis. Al mismo tiempo, una fluida relación entre
periodismo y literatura hace ingresar a los escritores a la plantilla permanente de los periódicos
y a los periodistas en el parnaso de las letras. Así, la planta de la Real Academia se renueva con
plumas que también firman columnas en los suplementos dominicales. El remozado campo
intelectual se articula productivamente para quienes ingresan en estas altas esferas y se asienta
sólidamente con un aceitado juego entre industria editorial, medios masivos y academia que
deja poco espacio a la disidencia. Se multiplican las aperturas de Institutos Cervantes y, con
ellos, se abren nuevos destinos posibles para la construcción de la imagen autoral de los
escritores españoles. La cultura oficializada por las industrias y respaldada por los organismos
oficiales produce novedosas oportunidades laborales para los autores, impensables en otros
países de habla hispana que atraviesan crisis económicas atados a organismos internacionales
que imponen durísimas políticas de ajuste. La industria cultural de España consigue en pocos
años construir una imagen del país en sintonía con los procesos sociales más importantes de
Occidente que no tenía desde la Guerra Civil.
Sin embargo, algunos estudios académicos no se fascinaron con este paisaje
ultramoderno que se regodeaba en una confortable amnesia. En las últimas décadas del siglo
XX y en la primera del XXI, con la revitalización de los estudios de memoria histórica, se
intensificó la producción de abordajes que ponían en cuestión la ruptura con el pasado que
operó la transición española. Títulos como El mono del desencanto, Exorcismos de la memoria,
Cultura herida o Intransiciones ponen en evidencia la existencia de un cuestionamiento radical
al milagro español y sus efectos festivos en la cultura posterior a los años noventa. Durante
décadas, este tipo de abordaje –que traza inconvenientes continuidades entre el pasado
incómodo y el presente perfecto– no recibió demasiada atención por parte de una cultura
inmersa en el éxito de su pertenencia al Occidente posmoderno, y circuló dentro y fuera de

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España como apoyatura de las escasas lecturas sociopolíticas que hacían unos pocos
especialistas.
Con el paso del tiempo, la crisis económico-social que atraviesa el país en la segunda
década del siglo XXI revitaliza este debate y lo hace públicamente visible. Las voces se
potencian, especialmente en los espacios que internet ofrece para la discusión, y la transición
como problema cobra nuevamente una trascendencia que durante décadas no tuvo. La
invitación a reconsiderar este proceso incluye también a la producción cultural de las últimas
décadas y a sus mecanismos de consagración y exclusión. En este contexto de crisis y
desengaño sobre los logros de la transición española, aparece un libro profundamente crítico
que capta rápidamente la atención de un público amplio que no había querido o podido
escuchar las prevenciones de la crítica cultural disidente. La consideración de las premisas que
mueven el análisis que se despliega en ese volumen es útil para reflexionar sobre las alternativas
metodológicas que se plantean a quien emprenda un estudio de la cultura de la transición
española.

CT: de Madrid al cielo


La solidez de la imagen de la España exitosa y europea está inexorablemente atada a la
suerte del modelo económico que la propició: así, cruza potente los años de asentamiento de las
políticas neoliberales en Occidente y luego se debilita y resquebraja con la crisis que afecta al
sistema financiero internacional a partir de 2009. Los efectos del brutal endeudamiento del país
y sus consecuencias concretas vividas por los ciudadanos de a pie muestran el implacable rostro
de un sistema económico que deja atrás los beneficios del amnésico milagro español. Las
impopulares políticas de ajuste alientan las primeras manifestaciones masivas que ponen
públicamente en cuestión la legitimidad de las instituciones españolas. La toma de Puerta del
Sol en 2011 le da visibilidad pública a un novedoso actor social, el indignado, que produce y
consume un discurso crítico al sistema político-económico español. Estos cuestionamientos
radicales a la institucionalidad democrática se reproducen a través de internet e instalan
públicamente una clase de críticas a la monarquía y a la clase política que hasta ese momento
habían sido propiedad exclusiva de los márgenes del espectro político. De acuerdo con la
costumbre estadounidense de caracterizar episodios históricos con acrónimos, los
asentamientos de Puerta del Sol se designan rápidamente como el 15-M. A partir de esta efusiva
marea crítica que invade espacios públicos concretos y virtuales, se delinea también una
perspectiva para considerar la cultura española. El libro CT Cultura de la Transición, editado
en 2012 por Guillem Martínez, recoge una serie de vigorosos artículos breves que son
productivos para caracterizar la cultura española de las últimas décadas, pero también para
considerar limitaciones y puntos ciegos de la metodología de análisis que utiliza el volumen. Si
bien la brevedad y el estilo de los textos toma distancia de los análisis académicos, la voluntad
totalizadora que lo mueve, algunas referencias a la teoría cultural para sustentar sus afirmaciones
y, especialmente, el efecto que el libro tiene en un amplio espectro de lectores, amerita la
consideración de ciertos presupuestos sobre los que parte de los artículos se asientan, dada su

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inequívoca afinidad con la cultura a la que enfrentan2. Su virulencia y su crítica radical a la


cultura española del pasado cercano son especialmente útiles para poner en evidencia ciertas
estrategias analíticas recurrentes tanto en la crítica periodística como en la académica a la hora
de abordar producciones culturales, estrategias que el volumen comparte con la cultura a la que
demoniza. El éxito del libro en distintos campos, incluido el de la crítica profesional, resulta
especialmente provechoso para visibilizar un debate que, aunque iniciado muchos años atrás,
ahora tiene resonancia y un público dispuesto a valorarlo, posiblemente gracias a la crisis
económica y sus abrumadoras consecuencias. Los puntos ciegos de este ataque radical a la
cultura de la transición, esas zonas que voluntaria o inconscientemente quedan sin considerar,
son especialmente productivos para diseñar estrategias efectivas de trabajo en el análisis de la
cultura española contemporánea.
El antólogo propone considerar la cultura de la transición en conjunto, definida a través
de un acrónimo (CT), como punto de partida para abarcar una etapa que evidentemente el
libro desea cerrar y superar. Este concepto abarcador servirá como disparador para que los
autores de los artículos definan en sus respectivas áreas de trabajo los efectos de una cultura
hegemónica totalizadora y excluyente que limita las actuaciones políticas y culturales a través de
la acción combinada de medios masivos monopólicos y estamentos políticos, empresariales y
culturales. Así, a lo largo del libro toma forma, delineada desde distintos niveles y espacios
sociales, la figura de la CT: un paradigma cultural dominante que a partir de una lógica de
consenso democrático habría desplazado, invalidado e invisibilizado posicionamientos críticos y
expresiones culturales alternativas que pusieran en cuestión las bases de su existencia. En su
lugar, se habría consagrado una producción cultural e intelectual que más allá de discusiones
superficiales, confirmaría la validez de un sistema de apariencia democrática abocado a la
reproducción del orden social establecido y a impedir el disenso que lo cuestione.
Cada artículo funciona para confirmar esa entidad imperceptible pero omnipresente, ese
proceso totalizador que durante las últimas décadas habría definido, diseñado, administrado y
reproducido la cultura española. La CT se describe alternativamente a lo largo del volumen
como patología (Martínez, 2012: 14), como consolidación de un patrimonio cultural intocable
que delimita un área excluyente de discusión (Torné, 2012: 57), como adaptación de la cultura
a las lógicas del mercado que implica la despolitización y la neutralización de cualquier postura
problemática (Echevarría, 2012: 36), como un punto de concertación en el que la izquierda
adopta el programa político, económico y social de la derecha (Campabadal, 2012: 67), como
una variación hispana de la cultura de masas (Acevedo, 2012: 162), como el único hábitat
cultural posible en la transición y como un delirio del que los españoles acaban de despertar

2 El libro nace en un contexto marcadamente influenciado por una cultura comercial en la que el
periodismo se ha vuelto una parte vital tanto en la discusión crítica y teórica como en las estrategias de
comercialización de productos culturales. La multiplicidad de aspectos sobre la cultura que el volumen
contempla complica la posibilidad de discutir cada uno de ellos con rigurosidad. Tomaremos como eje
el campo literario para considerar los posicionamientos generales del volumen e ilustrar otras posibles
lecturas.

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(Gopegui, 2012: 207). La variedad de las caracterizaciones confluyen en la sigla, la confirman y


delinean como una entidad ominosa y siniestra que controla, censura y margina con la potencia
de una tremenda dictadura articulada a través de implacables instituciones represivas.
Administrado desde el poder hacia las bases oprimidas de la sociedad, este sistema de control se
habría operado a través de la connivencia de los medios masivos con la clase política en
ejercicio. Su carácter absoluto y omnipresente habría impedido concebir cualquier forma
legítima de oposición: los medios producirían una realidad secretamente limitada que incluye
disensos, críticas y antagonismos previstos, y dejan fuera las críticas de fondo que cuestionarían
este sistema de producción de lo real. Se construye así la imagen de una entidad totalizadora de
la que recién después de 35 años se despierta colectivamente en los sucesos públicos de 15 de
mayo de 2011.

CT: de cara al futuro


El libro, que se produce inspirado por la efervescencia de las movilizaciones callejeras, le
da entidad y relevancia a dos acrónimos que desde el presente se vuelven la consigna de los
tiempos de cambio que se avecinan: CT y 15-M. El primero condensa un poder omnímodo
contra el que el segundo se levanta icónicamente para desenmascararlo, señalarlo e iniciar un
nuevo camino, liberador y liberado de los lastres del pasado.
Los artículos son breves y directos, hacen foco en casos particulares que sirven de
ejemplo para definir la cultura de la transición, y no abundan en referencias bibliográficas. Más
bien, confían en la complicidad con el lector, con la seguridad de poder evocar un universo de
referencias comunes en el que las denuncias sobre el pasado cercano funcionan efectivamente
sin necesidad de la carga probatoria que requeriría un acercamiento científico 3 . De todas
maneras, el libro efectivamente elabora hipótesis y explicaciones que ocasionalmente confronta
con postulados teóricos de la crítica cultural y establece el origen de su posición disidente, en
unos pocos antecedentes de la resistencia contra la cultura homogeneizadora de la transición.
Así, Guillem Martínez define a la CT como un concepto que surge del malestar respecto de la
cultura española posterior a 1975 y que puede hallarse en unas pocas voces aisladas que fueron
capaces de articular una crítica:
Son puntos de vista escasos, exóticos, formulados por Gregorio Morán (El precio de
la Transición, 1992), Manuel Vázquez Montalbán (El escriba sentado, 1996),
Sánchez Ferlosio -un señor muy citado, por lo que veo, en este volumen y al que, por
tanto, deberíamos enviar un jamón-, Juan Aranzadi (El escudo de Arquíloco, 2001),

3
El libro no se propone como un estudio académico formal y riguroso. Su estilo resuelto y desenfadado
pero también asertivo y sentencioso, lo ubica en una zona intermedia entre el periodismo y la
teorización, entre la nota de opinión y la divulgación sociológica. Este tipo de prosa en la que se mezclan
la opinión personal y la voz autorizada del especialista puede asociarse a la del articulismo que se
potencia en los periódicos españoles de gran difusión a partir de los años noventa y que fue vital para la
construcción de autoridad en el campo intelectual español contemporáneo al amparo de la industria
cultural (Winter, 2001: 297).

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e Ignacio Echevarría en los primeros números de Lateral (1992) (Martínez,


2012:13).
Según Martínez, ese concepto difuso que permanecía en estado embrionario, disperso en
estos textos, crece, se formula y se difunde a través de internet recién a partir de las protestas
por la crisis económica y puede enunciarse gracias a los aportes de la antropología cultural, las
teorías de la recepción, la teoría de los marcos y los culture studies (Martínez, 2012:13). La
cultura española habría estado subvencionada por el Estado a cambio de jugar un rol
meramente propagandístico y de no cuestionar el sistema político español, articulado a partir de
la lógica del consenso democrático. En su artículo, Ignacio Echevarría refuerza esta imagen de
una cultura producida sistemáticamente como producto comercial, cuyas aristas conflictivas
han sido prolijamente limadas y puestas fuera de la vista del público consumidor. Con la virtual
desaparición del disenso radical, la cultura española se habría homologado con la del mundo
capitalista y despojada de toda virulencia antisistema, habría sido captada por la lógica del
consumo propia de la industria cultural que la produce4.
En la mayoría de los artículos del volumen se considera a los sucesos denominados 15-
M como el punto de inflexión en el que la CT pierde su capacidad totalizadora a partir del
cuestionamiento radical del que es objeto en el centro de Madrid. El movimiento adquiere la
dimensión modélica de una estrategia para escapar de las poderosas y omnipresentes
estructuras de la CT porque se niega a identificarse, a tomar posiciones permanentes, a
transformarse en una alternativa política dentro del sistema de partidos. Los artículos del libro
están profundamente imbuidos de la euforia inaugural de las movilizaciones callejeras, escritos
con una mirada esperanzada puesta en el futuro, desde la certeza de asistir a un cambio de
época, al fin de un periodo que recién ahora puede definirse claramente en voz alta y dar por
sentado gracias a la consolidación social de esta postura disidente que se hace visible en los
medios masivos. Invariablemente, las esperanzas de cambio están puestas en una cultura nueva
que se estaría gestando a partir de las variables que ofrece internet, un espacio moderno,
cambiante y alternativo donde las relaciones de poder tradicionales se desestabilizan y es
posible difundir ideas, opiniones y puntos de vista novedosos. El episodio 15-M se presenta
como prueba de la eficacia de la red para difundir una posición alternativa a la cultura de masas,
y como el modelo de resistencia a la cultura diseñada desde las cimas del poder.
Impulsado por los vientos de cambio, el libro considera el pasado con un gesto
descalificador que tácticamente lo engloba para dejarlo atrás y olvidarlo, con la sola excepción
de los escasos antecedentes que reconoce como posiciones críticas a la CT. Sin embargo, si se
lee desde una perspectiva histórica, tanto los posicionamientos de la mayoría de los artículos

4
Echevarría recupera las tempranas posiciones de Vázquez Montalbán y Benet, que subrayaron la
problemática relación de los intelectuales españoles con el Estado durante el primer gobierno socialista.
El artículo es en realidad la reescritura de dos de sus textos que aparecieron en la revista Lateral,
señalados por Martínez como antecedentes críticos de la disidencia que para él recién ahora toma forma
públicamente.

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 209-232 215
Álvaro Fernández

como las bases sobre las que se construyen evocan de forma inquietante un pasado que los
autores estigmatizan y confían haber dejado atrás.

Déjà vu: el enemigo dentro de mí


Desde la perspectiva de los estudios culturales sobre España, CT puede entenderse
como una escritura catártica que pone en escena directa y rápidamente una serie de saberes que
circulan en la disciplina como sobreentendidos. Efectivamente, muchos especialistas podrían
coincidir en que existe una imagen convencional de España que funciona tanto en los medios
masivos como en la academia y que para el futuro de un investigador, crítico o periodista, no es
conveniente escribir en contra de ella.5
Aunque la antología podría considerarse como una denuncia de la cultura de la
transición y sus efectos represivos y masificadores, el planteo básico del volumen propone un
contradictorio acercamiento al problema.6 De hecho, la postura vanguardista del libro deja de
lado, con un gesto involuntariamente amnésico, un pasado al que rechaza de plano pero con el
que mantiene similitudes inquietantes. Aunque parezca paradójico, las propuestas de CT son,
según su propia nomenclatura y estilo, muy CT, una duplicación de las actitudes y
metodologías de ese tiempo que se repudia. Naturalmente, si los autores tienen razón sobre la
omnipresencia de esa cultura dominante en la que vivieron inmersos durante los últimos treinta
y cinco años, no es extraño que estén atravesados por ella y que, por ende, invada, condicione y
contamine sus escritos. Es tan utópico suponer que es posible deslindarse sencillamente de los
efectos de una cultura hegemónica difundida a lo largo de casi cuarenta años como creer que
después de la muerte de Franco, la nación pudo modernizarse a ritmo vertiginoso sin que
quedara en la sociedad española ninguna huella de otros casi cuarenta años, los del fascismo
nacional católico.
El libro se articula así en una contradicción: por un lado, plantea una totalidad opresiva,
la CT, de la que era imposible escapar. Por otro, su discurso se instala en un punto de vista
exterior a ella, al que se llega a partir de un episodio único, el 15-M, que provoca un despertar,
un cambio tan radical e inverosímil como el del milagro español, base y sostén de la cultura de

5
Si bien no se presenta en términos tan directos, sale a la luz cuando los autores se quejan de las
dificultades que enfrentan al intentar llevar adelante estudios culturales sobre España, en comparación
con el ejercicio de la profesión en países menos refractarios a estudios comparativos, sociológicos,
interdisciplinarios (cfr. Graham y Labanyi, 1994: 1-3; Jordan y Morgan-Tamosunas, 2000: 1-3).
Echevarría describe otro aspecto del problema, la configuración de un star system de escritores
auspiciado por la industria editorial y difundido a través de la prensa: “Es un secreto a voces que hay
autores ‘blindados’, con los que un periódico prefiere no correr el riesgo de tener un disgusto”
(Echevarría, 2005: 41).
6
Con cultura de la transición nos referiremos, en adelante y por comodidad expositiva, al concepto que
CT define, la cultura dominante del consenso en la que se imbrican profundamente la industria cultural
y la clase política, la cultura que a partir de los años noventa difunde una imagen superadora del atraso
español. La frase cultura de la transición convoca discusiones sobre la definición misma del proceso de
transición, sus distintas etapas y manifestaciones culturales, que exceden los límites de este trabajo.

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la transición. De hecho, Martínez y Echevarría, así como los pocos referentes críticos que
identifican como antecedentes de su disidencia, están también inmersos en esa cultura que
enfrentan. Todos trabajaron para el diario El País o publicaron allí sus trabajos críticos. Si bien
esto parecería confirmar que no había márgenes en la cultura de la transición –tan poderosa que
fue capaz de publicar incluso a quienes la criticaban–, en realidad el libro echa en el olvido el
abundante corpus de producción crítica y académica que analizó la cultura española desde un
punto de vista alternativo a la dominante:7
[t]ras esas precarias fanfarrias de la fiesta posmoderna y su miserable legado político-
cultural tiene lugar otra escena. Es el relato de una España al margen, que habla
desde un exilio histórico, y desde nuevos exilios interiores y exteriores de la sociedad
actual. Son las voces que saben del atraso secular español; las que han redefinido la
memoria histórica y reformulado un proyecto político de signo radicalmente
democrático; son las que se adentraron con una mirada crítica en aporías de la
racionalidad moderna; las voces de la resistencia contra la mala tradición heredada.
La verdadera conciencia artística de la España transicional. Los portadores del
proyecto de una reforma todavía incumplida (Subirats, 2002: 85).
La perspectiva de Subirats sitúa históricamente la discusión sobre la cultura de la
transición claramente inserta en la larga tradición de atraso y conservadurismo española, más
allá de las condiciones estructurales de la época. Publicados cuando la transición española se
plantea como modélica y el país se vanagloria de su sintonía con la posmodernidad amnésica
que vive en el presente, los planteos historicistas de Subirats señalan la crisis antes de que se
haga públicamente visible. CT, en cambio, deja en el olvido treinta y cinco años de producción
crítica relevante que ya había sido silenciada antes por la cultura española más
institucionalizada. De hecho, para cada una de las características de la CT que el libro describe
puntualmente, existe una abundante serie de análisis que fue sistemáticamente invisibilizada por
la cultura dominante que el libro denuncia.
De la misma manera que no hay posibilidad de someter a crítica una novela sobre la
Guerra Civil con falangistas buenos, una novela repleta de sentimientos buenos y
cohesionadores, una película de Almodóvar o un disco de un cantautor chachi, se
carece de herramientas para emitir crítica ante un discurso político o un fenómeno
social (Martínez, 2012:17).
Sin embargo, aunque no son mayoritarias ni se difundieron en Babelia, ni en las revistas
subvencionadas por bancos, ni en los Institutos Cervantes, existen lecturas que explican con
claridad y fundamentación teórica cómo se pueden leer políticamente una película de
Almodóvar o una novela de Muñoz Molina con falangistas buenos y sentimientos

7
En los límites lógicos de esta lectura, señalaremos solamente ciertas voces que actuaron activamente en
la crítica cultural, a modo de ejemplo para ilustrar uno de los puntos ciegos de la propuesta de CT.
Tratar de delimitar el corpus de las voces que enfrentaron a la cultura de la transición –desde fines de los
sesenta hasta nuestros días– es una tarea vasta y necesaria.

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Álvaro Fernández

cohesionadores, más allá de las habituales lecturas hagiográficas que los autores consagrados
reciben como parte de su promoción comercial.8 Las lecturas que sitúan provechosamente la
producción cultural en contextos históricos superadores de las tradicionales categorías
generacionales, de movimientos o autorales, han sido sistemáticamente desautorizadas,
desplazadas e invisibilizadas, especialmente a partir de los años noventa.9 Gran parte de los
problemas abordados en CT ya fueron trabajados antes por especialistas, pero el tono
fundacional del libro y su visión de la cultura de la transición como una entidad totalizadora y
sin fisuras, sugieren que estos estudios jamás han existido. De la misma manera, la exaltación de
las asambleas callejeras y su falta de territorialidad como estrategia para articular un discurso no
CT, invisibiliza otras formas críticas efectivas que las nuevas tecnologías habilitaron en los
últimos años como espacio de resistencia a la cultura dominante.10
El gesto de CT, que rechaza el indeseable pasado cercano, reproduce fantasmáticamente
uno de los movimientos fundacionales de la cultura de la transición: dejar atrás el franquismo –
y, de paso, el antifranquismo, con su insistencia en hablar del régimen, del pasado– con un gesto
renovador y fundacional, para encarar un futuro mejor, despojado de controversias políticas.
Santiago Auserón resume el espíritu inaugural en las calles madrileñas ante lo que se entiende
como el comienzo de una nueva época:
Una conciencia en la calle de que Madrid estaba vivo y de que había mucha gente
preparada. Fue como un toque de atención. Como decir: ¿Estamos todos en nuestros
puestos? Pues adelante… En esta ciudad parece que siempre hay que partir de cero
(Gallero, 1991: 2).
La voluntad de “partir de cero” todos juntos que aparece en la cita podría muy bien
funcionar para resumir el espíritu del llamado 15-M y su indeterminación programática hacia el
futuro. Sin embargo, Auserón está escribiendo en La luna de Madrid, revista emblemática de la
Movida madrileña. Sus palabras describen en 1984 un proyecto colectivo similar al que los
autores de CT reivindican en 2012: dejar el pasado atrás y encarar un futuro común con
entusiasmo y sin un programa político definido.

8
Jacqueline Cruz, por ejemplo, subraya las contradicciones ideológicas entre las imágenes de autores
categorizados como progresistas que producen obras ostentosamente reaccionarias. A diferencia de la
abundante producción crítica que alaba y glorifica escritores y obras, y funciona –en última instancia–
como un accesorio de la promoción editorial, este tipo de crítica necesita de abundantes pruebas para
poder hacer frente a las imágenes convencionalizadas del star system auspiciado por la industria.
9
Tratamos este proceso con más detalle en la Introducción de Recuerdos de Mágina.
10
En los últimos años han aparecido nuevas revistas académicas en internet, producidas con pocos
recursos pero con gran difusión. Este medio permite presentar voces alternativas a la cultura oficial a
través de una territorialización concreta –propia de la lógica científica pero muchas veces con un
lenguaje claro y libre de jerga elitista–, capaz de construir un discurso formal, coherente y fundamentado
que ofrezca una versión de la cultura española que confronte a la auspiciada por el omnipresente aparato
de la industria cultural.

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La mirada histórica

España sigue siendo diferente


En su breve intervención para caracterizar la cultura de la transición, Martínez subraya
aspectos de su definición que considera centrales. Uno de ellos es la particularidad del caso
español: la CT sería un fenómeno local que no puede compararse con ningún otro en el
mundo. De esta manera, se hace plausible considerarlo a través de categorías locales como la de
las generaciones y no recurrir a la vasta teoría disponible sobre la cultura contemporánea que
circula alrededor del mundo. De hecho, en los variados artículos de CT, las explicaciones sobre
los procesos socioculturales que atraviesa España pocas veces se conectan con los avatares
históricos, sociales y económicos europeos y occidentales. Sin embargo, las transformaciones
culturales descriptas en el libro son homologables a las de otros países, con las particularidades
propias de la sociedad española. Los efectos de la revolución conservadora que comienza en los
años ochenta y se apoya en una nueva distribución del trabajo a nivel internacional y en un
desarrollo tecnológico acelerado son globales, aunque en cada país actúen de manera distintiva
según las características de sus estructuras socioeconómicas. La progresiva concentración de la
cultura en unas pocas empresas que han transformado las producciones artísticas en mercancía
y han redefinido el rol de los intelectuales en las sociedades no es una particularidad española.11
La consideración de España como caso aislado, desconectado de los procesos históricos,
económicos y sociales internacionales constituyó una de las principales defensas de la
producción cultural conservadora del país desde los tiempos de la autarquía franquista. La
Movida de los ochenta funda también su originalidad en la defensa de que España es diferente y
de que lo que pasa en Madrid no puede compararse con lo que sucede en otra ciudad del
mundo:
En el corto espacio de diez años, los madrileños nos hemos mamado así, de sopetón,
más novedades que un neoyorkino en toda su existencia […], todas aquellas cosas
que en otros territorios supusieron la culminación cultural de generaciones enteras
desde que en los años cincuenta apareciera el primer rock and roll […]. Todos los
fenómenos han podido ser visualizados en un tiempo récord. La ciudad ha
interiorizado y diluido en sí misma todas estas experiencias como lo hacían las
ciudades pioneras del oeste (Martínez, 1984: 70).
Los promotores de la Movida plantean una refundación de Madrid, percibida como un
nuevo amanecer que deja todo atrás, especialmente el incómodo pasado cercano. La imagen de
la capital franquista que mira al extranjero con ansias de modernizarse, se diluye rápidamente
bajo la mirada de Tono Martínez ante la seductora y conveniente idea de que todo ha cambiado
de golpe. Son los tiempos del milagro español que invita a creer que en el futuro todo será

11
Las dos antologías coordinadas por López de Abiada proveen abundantes datos sobre la
concentración editorial en los años noventa y analizan la progresiva bestsellerización de la literatura en
España, la impostura de los premios literarios y la lógica del márquetin, en comparación con el mismo
proceso estructural que tiene lugar en Alemania con características locales completamente diferentes.

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Álvaro Fernández

distinto. Se construye así la imagen de la capital cosmopolita y pujante, exitosa y democrática


que décadas más tarde CT denunciará acertadamente como impostura:
Madriz es mucho Madrid. En esta ciudad pasan cosas muy fuertes. Ha surgido una
cultura urbana con una vitalidad, una fuerza y unas peculiaridades que se dan en
pocos lugares del mundo. Con la llegada de la libertad, la imaginación se ha
desbordado […]. La movida madrileña […] es una auténtica revolución cultural. El
futuro está cargado de promesas. La ciudad se hace más libre, la imaginación se
adueña de la calle –porque la calle es de todos– y avanza irresistible sobre lo muerto y
las caducas viejas glorias de la cultura oficial (Madriz, 1983: 3)12.
El tono adánico de esos años se consolida a través de la reivindicación de la diferencia
que impide comparaciones indeseables y de la disolución del incómodo pasado cercano para
entronizar la mirada expectante hacia un futuro prometedor. Años más tarde, los defensores de
la amnesia institucional invocarán el carácter inefable de España para impedir comparaciones
con otros países que habían avanzado en la construcción de revisiones críticas de dictaduras
criminales13.
El aislamiento de España en su propia lógica de cortes generacionales y amnesias
reparadoras, constituyó una estrategia crucial para bloquear la llegada de críticas y teorías que
expliquen sus fenómenos culturales insertos en un contexto mayor que el de las poco operativas
periodizaciones locales 14 . De hecho, la definición de CT como cultura de la transición
española, opresiva y totalizadora, manipulada desde las esferas de poder para construir una
realidad que limite los horizontes de lo posible, podría explicarse de forma más verosímil y
teóricamente fundamentada como la cultura hegemónica que se reproduce a través de aparatos

12
La cita pertenece al primer editorial de Madriz, revista de historietas financiada por la Concejalía de la
Juventud del Ayuntamiento de Madrid. Era enero de 1983 y la Movida, auspiciada por el PSOE, se
percibe como dueña de una revolución intangible, indescriptible, con la mirada puesta en el futuro.
Todavía hoy es difícil defender los valores revolucionarios de un movimiento cultural casi sin
producción artística que dejaría, según predecía Cebrián en 1987, “un par de bares y unos
chascarrillos” y cuyos sobrevivientes se integran perfectamente a la cultura oficial, como la cara
transgresora de la sociedad española, que en su momento confirma, convenientemente, la modernización
del país (Cebrián, 1987: 47).
13
Loureiro niega la existencia de cualquier pacto de silencio u olvido en la transición y señala que sería
ridículo aplicar en el caso de España los análisis de Hugo Vezzetti sobre la connivencia de la sociedad
civil con la dictadura militar argentina (2002: 225). Juliá, por su parte, advierte el peligro que implica “la
creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años
después de la muerte de Franco” (2010b). Con “argentinización” se refiere a exigir juicio y castigo a los
culpables de crímenes imprescriptibles de lesa humanidad –según se entienden en el Estatuto de Roma
de la Corte Penal Internacional–.
14
Santos Juliá descalifica con tono socarrón las posiciones que llegan “desde varios departamentos de
lengua y filología románicas de las universidades europeas y americanas” armados de “lugares comunes
de los ‘cultural studies’ que han digerido a toda prisa variadas raciones de ‘French theory’” (2010a: 310-
11). El texto es especialmente útil para retratar el enfrentamiento de la academia española
tradicionalmente asentada, con las críticas que ponen en cuestión saberes y conceptos obsoletos que le
son necesarios para eternizar su poder.

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ideológicos de estado. La utopía de construir una visión alternativa en la horizontalidad que


ofrece la calle y luego internet podría pensarse como una forma de cultura subalterna que se
organiza a través de una dinámica rizomática deleuziana –sin líderes ni representantes, sin
posicionamientos políticos definidos que impide cualquier tipo de identificación15.
En otro nivel, el volumen también está en plena sintonía con la cultura de la transición
cuando deja de lado las teorías sociopolíticas que pondrían en evidencia productivas tensiones
que articulan la cultura. Un solo artículo, el de Isidro López (no casualmente, el que aborda las
relaciones entre economía y cultura), concluye con que el fin de la CT implica el retorno de la
política en un escenario del que había sido desterrada 16 . El resto de los textos mira
esperanzadamente a la indeterminación de las manifestaciones callejeras como una benéfica
negación de la política partidaria y, en consecuencia, de la cultura de la transición. La falta de
organización programática, de proyectos, de estructuras partidarias aparecen en el libro como
virtudes ante una visión negativa de la actividad política que se asemeja a la que sirve de base
tanto para el consenso que caracteriza a la cultura de la transición, como para la cultura del
desencanto y la Movida.
Así, la propuesta de CT que pretende criticar la cultura de la transición, se articula sobre
las bases dominantes de su pensamiento: la falta de historicidad, el rechazo de los
posicionamientos políticos, la constitución de un punto de vista inaugural que deja el pasado
atrás, la consideración de España como un espacio único e inefable en relación con el mundo,
que debe analizarse solo con herramientas teóricas locales y que impide comparaciones
indeseables que lleven a conclusiones de corte político. Así como la cultura de la transición
reivindicaba una inverosímil autonomía respecto del régimen franquista, la enunciación de CT
trata de poner distancia con un sistema al que reproduce sintomáticamente.

15
Para asentar su definición, Martínez se acerca a la teoría e imagina las objeciones que pueden hacerse a
su descripción de la CT, a través de un “lector avispado” que la confronta inútilmente con la teoría de
Adorno (2012: 17). Sin embargo, no menciona a Gramsci, Bourdieu, Althusser ni a otros pensadores
marxistas cuyos análisis de la cultura y la ideología en las sociedades modernas explican largamente las
complejas relaciones de poder que en el libro se plantean con asombro como características exclusivas
de la sociedad española de la transición. Precisamente, el desprestigio de la teoría marxista es uno de los
pilares culturales de la revolución conservadora y de la cultura de la transición que se define en el libro
(cfr. Derrida, 1995 y Eagleton, 1998).
16
De hecho, el artículo de López no considera el problema en términos exclusivamente nacionales,
como recomienda enfáticamente el antólogo. Al contrario, considera que la hegemonía de la cultura de la
transición se debilita precisamente cuando los problemas derivados de la crisis “cada vez tienen menos
posibilidades de formularse en términos ‘españoles’” (2012: 88). Ese momento crucial anuncia el
retorno de la política: cuando la tensión entre economía y cultura no puede resolverse sin ella.

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Álvaro Fernández

La reivindicación de la Historia

Sólo tendrá el privilegio de encender una chispa de


esperanza el historiador que esté firmemente convencido de que
ni los muertos estarán a salvo del enemigo, si llega a vencer. Y
este enemigo no ha dejado de salir victorioso.
WALTER BENJAMIN, ILUMINACIONES

La difusión de una imagen de la globalización asociada al fin de la Historia y de las


discusiones políticas, y la naturalización de un nuevo orden mundial globalizado formaron parte
de la avanzada ideológica de la revolución conservadora en las últimas décadas del siglo XX.17
El predominio de una cultura antihistórica y antipolítica afectó seriamente los estudios sociales a
escala internacional: ganaron espacio el pensamiento blando y los estudios culturales
desentendidos de variables históricas y sociológicas 18 . En profunda consonancia con estos
tiempos, la transición española está asentada en una plácida indiferencia ante la historia y la
política que se impuso a escala global, al tiempo que un proceso de concentración de capitales a
escala global facilitaba el crecimiento de las empresas de comunicación y entretenimiento –un
proceso que profundizó este desinterés por el pasado– 19 . Esta sintonía de la cultura de la
transición con la cultura occidental permitió legitimar la imagen del milagro español tanto
dentro como fuera del país: gran parte de la producción crítica hispanista naturalizó la lógica del
consenso, de la superficialidad y el simulacro, del desprecio por la discusión política, como
parte de una novedosa estética posmoderna española que certificaba la modernización del país y
su puesta al día con los procesos culturales del mundo desarrollado20. La concentración del
poder económico así como su control sobre la producción de información, arte y

17
Bourdieu plantea la avanzada neoliberal de los años ochenta como una revolución conservadora y
delinea estrategias contra la lógica del pensamiento blando y el individualismo. Calhoun señala que la
globalización y el cosmopolitismo sólo son disfrutados por una elite y reivindica la vigencia de los
estudios de clase para entender los procesos sociales contemporáneos.
18
Eagleton desmonta las precarias pero extensamente difundidas prácticas del “pensamiento blando”
que pretende desactivar las lecturas sociohistóricas. Derrida emprende una sofisticada reivindicación del
marxismo que propone su permanencia fantasmática en la sociedad posmoderna.
19
Subirats señala en “Transición y espectáculo” cómo la falta de un pensamiento sociohistórico
contribuyó para llevar adelante la transición y en España: Miradas fin de siglo analiza sus nefastas
consecuencias. En Entre el ocio y el negocio, López de Abiada compila una serie de artículos que
abordan las consecuencias de los cambios en la industria editorial de la época.
20
Tono Martínez asocia la creciente despolitización de la novela española con la modernización y puesta
al día del país con la posmodernidad (1984: 70-71). Es este un gesto repetido en la crítica durante la
transición: los elogios a la España amnésica que derrocha Vattimo en el prólogo a la edición española de
La sociedad transparente se citan una y otra vez, junto con las notas de color de periódicos de Estados
Unidos y Francia que hablan, al fin, de Madrid (Villanueva, 1992: 3). El orgullo nacionalista de ser
ejemplo para el mundo deja de lado que el carácter ejemplar de España estaba dado por su rápida
adecuación a las necesidades del nuevo conservadurismo occidental, es decir, a la lógica despolitizada,
antihistórica y amnésica de la posmodernidad.

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La mirada histórica

entretenimiento al compás de la comercialización de nuevos productos derivados de la


revolución informática, afectarán radicalmente el paisaje cultural de Occidente a partir de los
años noventa.
Años antes de que este proceso vertiginoso se iniciara, España salía de la dictadura
franquista y la sociedad se adaptaba a un proceso de reestructuración institucional y cultural. Si
tomamos el caso de la literatura española, un breve recorrido por algunos procesos que suceden
en pocas décadas es capaz de ilustrar claramente la creciente importancia de considerar
perspectivas histórico-políticas en los estudios culturales. A mediados de los años ochenta, los
textos críticos que discuten el futuro de la literatura española después de la dictadura, trazan la
figura fantasma de una generación anunciada, la nueva narrativa, de la que todavía no se sabe
nada: ni quiénes la integran ni qué estética la caracteriza. Sólo existe la certeza de la inminencia
de un cambio que producirá un corte con la literatura del pasado, a la que se daba por obsoleta
después de la muerte de Franco. El tono de la crítica de la época es severo y decidido: con un
criterio y un estilo que pocos años después se volverá improcedente, las descripciones del
paisaje cultural español desprecian abiertamente la superficialidad rayana en la estupidez de las
películas de Almodóvar y, cuando se refieren a Muñoz Molina y Marías, los caracterizan como
escritores menores, en el límite de la intrascendencia 21. Claramente, el espíritu de la época
reivindica estéticas centradas en el individuo, en el ámbito privado, y desestima el compromiso
social y político como una injerencia indebida de las estructuras partidarias sobre la autonomía
del arte que condicionó la producción literaria española bajo el franquismo. Sin embargo,
todavía gran parte de la crítica relaciona literatura con contenido, profundidad, mensaje y estilo,
y rechaza visceralmente la mala calidad y la intrascendencia de la cultura light. Paralelamente, el
mercado asoma como un elemento crucial –aunque el poder que detente pocos años después
para determinar qué debe entenderse como literatura española es algo que la crítica del
momento no puede siquiera imaginar–, y algunos críticos celebran el regreso a la “narratividad”,
también considerada como una “normalización” de las relaciones de la literatura con el
mercado, después de la distancia con el público que supuso el experimentalismo22.

21
Véanse, por ejemplo, las encuestas sobre el futuro de la literatura española en la revista Ínsula de 1985
y 1989. Mainer, en 1988, desprecia claramente la estética irresponsable e infantil de la movida: “Los
filmes de Pedro Almodóvar –que, por debajo de su factura cómica, transpiran una desasosegante
amoralidad– pueden ser un buen emblema de esa vitalidad que se complace en el avulgaramiento de una
subcultura urbana pero que, en el fondo, es una desesperada búsqueda de la inocencia perdida”
(Mainer, 2002: 59).
22
Diez años después, Bértolo reflexiona sobre este proceso en el que el poder del dinero llevará la voz
cantante: “Ante todo parece necesario preguntarnos desde qué “anormalidad” se ha producido ese paso
a la “normalidad”. […] En el mundo literario español de hoy –escritores, críticos, editores, lectores– la
dominación de las reglas del mercado se lee en clave de normalidad. Lo normal es que el escritor entre
en el juego sucio de los premios. Lo normal es que los premios de relevancia (dotación económica) se
encarguen. Lo normal es que los jurados –normalmente críticos y escritores– pongan cara de bobos. Lo
normal es que el premio de la Crítica coincida con el premio Nacional y pueda darse el caso de que
ambos coincidan con el Planeta” (1994: 29-30).

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Más allá de juicios y predicciones, la crítica coincide en una actitud expectante ante la
inminencia: se abre ante ella una nueva etapa de renovación cultural que implicará también
grandes transformaciones en el campo intelectual. Cuando estos cambios tomen forma
definitiva, hacia las celebraciones de 1992, con la consolidación de una industria cultural, el
tono de los artículos cambiará por completo y los juicios severos sobre el arte se volverán,
especialmente en las publicaciones más difundidas, cantos de adoración y alabanza.
Se genera entonces una vasta producción crítica que funciona como un sucedáneo del
pensamiento analítico y que actúa efectivamente como parte del aparato de promoción de los
productos de la industria. Los autores se consagran como estrellas en el lubricado sistema de
ventas, que incluye una batería de instancias posibles: premios dudosos, presencia ocasional o
perpetua en los medios masivos, cargos en instituciones, representaciones oficiales, viajes,
conferencias y cursos, reportajes, entre otras. En un contexto de superficialidad y simulacro, la
crítica se vuelve parte de las campañas de construcción de imagen de autor y obra, y rara vez se
atreve a ir más allá de las lecturas “sugeridas” por la empresa editora. Este proceso parece
reflejar la lógica del consenso como herramienta coercitiva que desplaza a los márgenes
cualquier posibilidad de disenso (Rancière, 2010: viii-1; Žižek, 2000: 38).
El espíritu de época de los años noventa propició el desprecio por la historia y la política
a la vez que alentó una moral individualista y superficial asociada a la lógica efímera del
consumo. Los críticos que trataron de resistir el avance de las lecturas superficiales del arte
tuvieron que trabajar en los márgenes de un sistema que se consolidó alrededor de la industria
cultural: la discusión ideológica e incluso teórica sobre la cultura se enfrentaba a la placidez
adormecedora del consenso y el pensamiento único que celebraba un arte superficial y
despreocupado, auspiciado con entusiasmo por el estado democrático y las grandes compañías
multinacionales que tomaron el control de las comunicaciones y el entretenimiento23. Aunque
la producción artística y crítica auspiciada por la industria y el Estado presenta el paisaje de una
transición modélica, la feliz concreción del milagro español y la exitosa consolidación de una
cultura moderna, europea y actualizada, celebrada internacionalmente; es posible rastrear otras
voces que trabajaron intensamente a contrapelo de las tendencias dominantes que difundían las
bondades del pensamiento único a través de distintos productos y difusores de la industria
cultural.
Por un lado, existe una producción teórica que aborda críticamente el proceso de la
transición española, pone en cuestión la superación del pasado franquista y subraya
continuidades históricas y silencios que pesan sobre la sociedad española contemporánea. Por
otro, hay un corpus de crítica que no acata las directivas de la industria cultural y plantea
posiciones alternativas, capaces de comprender la producción artística a partir de variables

23
Tono Martínez saluda esperanzado la liviandad de la literatura posmoderna: “El escritor comienza por
vindicar el arte de narrar y se complace en lo irónico y lo divertido, dejando atrás el mundo de la
denuncia, de lo trágico, de lo tremendo, de lo experimental […]. La N. de la P. implica una crítica y una
superación de la trascendentalidad” (1984: 68) (“N. de la P.” significa en el artículo novela de la
posmodernidad).

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La mirada histórica

histórico-políticas. Todo un sector de la crítica mantuvo posiciones sólidas frente al avance de


una cultura superficial y sensiblera, profundamente antihistórica, estilísticamente mediocre,
pero jaleada y publicitada por los medios masivos, asociados a la industria que la producía. La
abundancia de una crítica complaciente, adaptada a las necesidades del mercado, mucho más
difundida y, por eso, autorizada, hace que no resulte fácil visualizar análisis más valiosos, serios
y fundamentados que pusieron en duda los cimientos de la cultura española exitista de los años
noventa, cuando todavía la crisis económica no había puesto en evidencia sus debilidades.
Muchos de ellos se encuentran dispersos en revistas especializadas que sólo pueden encontrarse
en hemerotecas, en artículos incluidos en antologías de difícil acceso, en libros ya agotados y de
escasa distribución en un mercado sometido al incesante ritmo de las novedades. La crítica
menos complaciente con los resultados de la transición española no ha sido compilada, editada,
publicitada, difundida ni impuesta por las editoriales hegemónicas, porque devuelve una
imagen del país que contradice las bases mismas en las que se asientan su filosofía empresarial
(el milagro español, la calidad de sus autores y obras consagrados, la natural inserción de
España en la comunidad europea, la visión del pasado como cerrado, inofensivo y desprovisto
de sentido político).
En la crítica cultural, una antología de la resistencia a la cultura de la transición pondría
en evidencia el esfuerzo de formados profesionales por recuperar la perspectiva histórica en
tiempos dominados por la retórica superficial de la posmodernidad.24 En la cultura amnésica
determinada por la revolución conservadora triunfante en Occidente, la disidencia intentó
recuperar el valor de las discusiones histórico-políticas que señalan las tramoyas que sostienen
los esplendores del simulacro y la superficialidad, y sacan a la luz sus motivaciones económicas,
la inconfesada base material sobre la que se asienta una cultura que la industria presenta
románticamente como inefable. Una revisión rápida de esa imaginaria biblioteca de la resistencia
pondría sobre la mesa de trabajo parte de un corpus valioso y variado que contribuye a restituir
el pensamiento histórico allí donde se han pintado cronologías, movimientos, generaciones y
autores consagrados, que se suceden al ritmo de las novedades en la mesa de ventas de las
librerías, según la lógica de la maquinaria de producción en serie de cultura25.

24
Para comprender la posmodernidad desde una perspectiva menos inmovilizadora, Jameson la define
como “un intento de pensar históricamente en una época que ha olvidado cómo se piensa
históricamente” (2001: 9). La cultura de la posmodernidad funcionó activamente para legitimar la
revolución conservadora, como un marco internacional jerarquizado desde las potencias de Occidente
con el que cada país dialogaba a su manera, según sus problemáticas locales. Las tendencias
antihistóricas, la desideologización y el individualismo benditos desde los grandes centros de la cultura
coinciden plenamente con las metas, amnésicas y desmovilizadoras, del consenso político como forma
de gobierno, que en España se percibe como una normalización institucional (Medina, 2002 24-25).
25
No pretendemos ser exhaustivos. Estamos relevando, a modo de ejemplo, una pequeña pero
significativa área de la cultura española y de la crítica que se ha hecho sobre ella en tiempos dominados
por la falta de análisis histórico-político, para evidenciar la existencia de un discurso opuesto a las
tendencias dominantes que ha sido sistemáticamente invisibilizado. Ya que CT plantea una visión de la
cultura de la transición que se identifica especialmente con la que se desarrolla bajo la industria cultural

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Si tomamos como ejemplo el campo literario, se puede registrar una sólida,


fundamentada y lúcida resistencia a la cultura que prestigiaban los grandes emporios editoriales.
Contra el avance de una literatura de alta legibilidad administrada por las compañías y
jerarquizada por sus periódicos, se levantaron las voces de quienes defendieron la vigencia y
relevancia de una literatura realista capaz de dialogar activamente con su entorno social. Si bien
la estética de la posmodernidad dominante a escala internacional reivindicaba la convivencia de
distintas producciones sin distinción de jerarquías, el realismo fue públicamente denostado por
escritores y críticos que airadamente reclamaban una renovación y puesta al día del arte
literario; un reclamo bajo el que yace la reivindicación de un arte amnésico, desconectado de la
realidad, de la crítica social y de la historia. Una sólida revisión de esta problemática se
encuentra en los artículos de Oleza y Caudet, recopilados ahora en volúmenes que permiten
articular sus trabajos en un continuo histórico coherente y productivo 26 . Los artículos de
Bértolo, lamentablemente dispersos en diferentes publicaciones, registran un punto de vista
intransigente respecto a las propuestas estéticas de la nueva narrativa condicionadas por el
mercado, un fenómeno que el crítico registró, desmenuzó y puso en evidencia como simulacro
superficial desde los comienzos del fenómeno. En 1995, la antología de Monleón reúne una
serie de artículos valiosos y prolijamente fundamentados que analizan críticamente la cultura de
la transición, y ya ponen en evidencia el rol dominante de El País en la configuración de la
impostura de un campo intelectual sólido, progresista y convenientemente asentado en la lógica
del consenso. El análisis histórico político vertebra la mayoría de los artículos, que sacan a la luz
la trama soterrada de la cultura dominante en el momento en que el libro se publica. De la
misma manera, las antologías que coordina López de Abiada analizan el fenómeno editorial
español y exhiben el poderoso contexto extraliterario que condiciona la consagración de las
obras de la nueva narrativa: el sospechoso sistema de premios y concursos, la lógica del best-
seller, las claves del éxito comercial de autores españoles en el extranjero, los procesos de
concentración empresarial y la radical modificación de los criterios de producción y venta de
literatura, entre otros factores determinantes. Los artículos de estas antologías ponen en
evidencia el envés de la literatura consagrada por el desarrollo de la industria editorial y revelan
su trama comercial así como la precariedad de sus planteos existenciales –que en general no van
más allá de simulacros de profundidad y reflexión sesuda sobre intrascendencias varias–. Acín
registra los efectos de este fenómeno y considera que las esperanzas puestas en la nueva
narrativa durante los años ochenta terminan en el fracaso, ya que se han cumplido los peores
augurios de la crítica más pesimista: el desarrollo de la literatura light bajo la protección de la

masiva en los años noventa, señalamos algunas de las producciones críticas relevantes publicadas en ese
momento, que resultan indispensables para comprender la época.
26
Los dos libros configuran un productivo recorrido por la literatura española a partir de puntos de
vista sólidamente establecidos en la teoría literaria, que por su rigor analítico contrastan decididamente
con las historias de la literatura producidas por las grandes editoriales, enormes volúmenes que no pasan
de la enumeración superficial de autores y obras.

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La mirada histórica

industria ha generado una producción de obras de fácil lectura y venta pero de escasa
proyección en el futuro.
La revisión de estos materiales junto con aportes teóricos más generales sobre la
sociedad española posfranquista, hace posible reconstruir una visión alternativa de la cultura de
la transición en el ámbito literario, que sitúa la producción cultural en coordenadas histórico-
políticas concretas y pone en evidencia las poderosas conexiones económicas que configuran el
entramado social de la época. Contra la lógica de cortes radicales abstractos que separan épocas,
movimientos y generaciones, estas lecturas establecen continuidades históricas relevantes que
ponen en evidencia procesos económicos, sociológicos, culturales e históricos que articulan la
sociedad española y son vitales para comprender su producción artística. Este punto de vista
permite abandonar la perspectiva culturalista que pretende entender al arte desconectado de
todo problema social, flotando en el mundo platónico de la Creación en el que los Autores
tertulian sobre lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero, ese mundo con excesivas mayúsculas que se
desprende de las reseñas de los suplementos culturales y de los artículos donde los escritores
narran anécdotas de su vida entre presentaciones y viajes de promoción de libros, conferencias
y cursos de verano.
La cultura de la transición –en estrecha sintonía con la cultura de la posmodernidad,
propiciada por la revolución conservadora– reivindica valores humanos indiscutibles como la
pluralidad y el consenso, y desplaza los análisis histórico-políticos, que amenazan con develar
los intereses económicos que subyacen detrás de su celebración del desarrollo, en un mundo
globalizado en el que domina la inequidad. Para desarticular estos discursos hegemónicos de
escaso vuelo teórico y construir críticas sólidas, fundamentadas e independientes, es necesario
reconstruir la potencia de la historicidad, recuperar el análisis político ideológico y trabajar
intensamente sobre los materiales del pasado. Durante décadas, estos acercamientos fueron
arrinconados y desprestigiados sistemáticamente como rémoras de un pasado indeseable –el de
la resistencia a la dictadura, el de las discusiones ideológicas, el de las utopías de izquierda–,
para reemplazarlos por la aparente multiplicidad del pensamiento fragmentado y débil, que en
realidad rechaza activamente la disidencia. Sin embargo, la magnitud de la crisis económica a
escala global conduce inevitablemente a retomar con urgencia perspectivas históricas,
sociológicas, económicas y políticas, capaces de dar explicaciones relevantes a problemas
trascendentes. Precisamente porque parte de ese trabajo alrededor de la cultura de la transición
ya ha sido hecho, es necesario rescatarlo, actualizarlo y difundirlo, para continuar la producción
de líneas de lectura coherentes y contrarrestar los efectos de décadas de olvido sistemático, de
lecturas fragmentarias y de la hegemonía de paradigmas inmovilizadores que recluyen las
producciones artísticas en ámbitos desconectados de sus condiciones materiales de producción.
En este sentido, la cultura de la transición ofrece un amplio campo de trabajo que
implica, forzosamente, volver la mirada hacia atrás para analizar el pasado, antes que dejarlo
atrás con alivio. La estrecha connivencia de la industria, los medios y las instituciones oficiales
que impulsó la formación del canon oficial, obliga a reconsiderar y poner en duda los procesos
de consagración de la época. Si las obras más jaleadas por el aparato de promoción de las

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editoriales –que atraviesa los medios de comunicación, los suplementos culturales, las
instituciones oficiales y las universidades– han llegado a la cima del éxito gracias a la maquinaria
de la industria cultural, una crítica de la cultura de la transición debería poder explicar cómo
esos productos satisficieron las necesidades políticas de esa estructura económica de poder. Por
un lado, es necesario revisar el canon oficial para contextualizarlo históricamente –más allá de
las periodizaciones en generaciones, movimientos y sucesión de autores–estrella que impide
comprender las obras en relación con su época– y releer su sentido a la luz de los procesos
históricos que lo produjeron y celebraron. Por otro, es vital también recuperar la producción
artística y crítica que en ese mismo marco ha sido relegada al olvido, para mensurar el valor de
esa producción silenciada.
En este breve espacio, pasamos revista a unos pocos pero consistentes ejemplos que en
el campo literario dan testimonio de la resistencia a una cultura oficial que se impuso como
única. El vasto campo de la cultura ofrece la enorme tarea de recuperar y mensurar la
producción de distintas formas, prestigiosas o no, que corren el riesgo de perderse ante la
visibilidad aplastante del canon oficial. La mirada al frente, la esperanza en el futuro, sólo tiene
sentido si es posible explicar el pasado –dar cuenta de sus producciones y sus silencios–, antes
que negarlo como si fuera ajeno, ya que es parte de nuestra historia. Tenemos una deuda –en
términos éticos y políticos– con el pasado, esa leve fuerza redentora de la que habla Benjamin
cuando piensa las tareas de la Historia (1969: 254). Sólo a través de una memoria activa y
consciente, capaz de resignificar constantemente el pasado en el presente, es posible pensar el
futuro. La cultura de la transición, o la forma en que en España se lleva adelante la revolución
conservadora de fines del siglo XX, puede resistir, neutralizar e incorporar en su seno –ya lo ha
probado extensamente– los gestos transgresores y revolucionarios que amnésicamente
proponen vistosos cambios superficiales. Le resulta más incómoda la exploración analítica del
pasado, que implica, en última instancia, la discusión política del presente.

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228 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 209-232
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232 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 209-232
Narrative and Transition: Renovation and Consensus in the
Discourses about Transition in the Spanish Fiction
Violeta Ros Ferrer
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA · violeta.ros@uv.es

Tras completar la licenciatura en Filología Hispánica y un master en


Estudios Hispánicos Avanzados, es investigadora en formación dentro
del programa FPU en el Departamento de Literatura Española de la
Universitat de València. Realiza su tesis doctoral sobre las
representaciones de la transición española en la narrativa
contemporánea. Ha publicado sobre ello el artículo “Representaciones
de la transición española en la novela actual: una indagación en la
configuración de la cultura democrática” (Olivar, 2014).

RECIBIDO: 5 DE NOVIEMBRE DE 2014


ACEPTADO: 13 DE DICIEMBRE DE 2014

Resumen: A partir del análisis comparativo de las Abstract: Through the comparative analysis of El vano
novelas El vano ayer (Rosa, 2004) y Anatomía de un ayer (Rosa, 2004) and Anatomía de un instante (Cercas,
instante (Cercas, 2009), este artículo propone una 2009), this paper points to the need of a critical
reflexión en torno a la necesidad de la interpretación interpretation of those fictions which seem to be creating
crítica de aquellos textos que, desde el ámbito de la new narratives about the process of transition to
narrativa, parecen estar aportando discursos sobre el democracy in Spain different to the hegemonic
proceso de la transición a la democracia en España discourse. Hence, the comparison between these two
diferentes a los que constituyen el relato hegemónico de novels will be presented in order to highlight to what
la misma. La comparación de estas novelas se presenta, extent the complexity of narrative forms does not
en este sentido, con la intención de poner en evidencia necessarily imply a critical review of the transitional
hasta qué punto la complejidad en las formas narrativas narratives, but sometimes it comes to confirm its original
de temática transicional no apunta necesariamente hacia ideological pattern.
una verdadera revisión crítica de la misma, sino que, en
ocasiones, viene a reafirmar su matriz ideológica más
básica.

Palabras Clave: Narrativa contemporánea, Transición Key Words: Contemporary Fiction, Spanish Transition,
española, consenso, Isaac Rosa, Javier Cercas. consensus, Isaac Rosa, Javier Cercas.

DOI: 10.7203/KAM.4.4523

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Violeta Ros Ferrer

El estilo es la agenda principal para imponerse a la generación


anterior. Pero no necesariamente el contenido del discurso.
ELENA CABRERA

1. Representar la transición: nuevos sentidos en el discurso narrativo sobre el


proceso de cambio político en España1

La proliferación de discursos sobre la transición española en los últimos años ha


neutralizado, con una intensidad creciente, el contenido crítico de los mismos. En un
contexto de demanda social de memoria, como el que se ha dado en el Estado español
a finales de los años 90 y principios de los 2000, la interacción entre los discursos
sobre el pasado reciente y las nuevas dinámicas de producción cultural que generaron
el boom de la memoria histórica2 resulta del todo evidente.
En el marco de estas dinámicas, la Guerra Civil –foco temático en primera
instancia– ha dado paso a la transición como escenario predilecto de la nueva ficción
de temática histórica. Sin formularse necesariamente como tal –es decir, sin recurrir de
forma obligada a los códigos de la literatura de la memoria, ni de la ficción histórica–,
las numerosas novelas aparecidas en los últimos años que de distintas maneras
tematizan el periodo transicional constituyen, hoy por hoy, una de las formas más
potentes de producción de nuevos sentidos sobre el pasado y de configuración de un
imaginario cultural sobre dicho periodo. Pero insistimos: la proliferación de novelas
sobre la transición no implica necesariamente la construcción de un discurso crítico en
torno a ella. Más allá de que, en un primer momento, la aparición de las primeras
novelas podía leerse como un síntoma de la caída del mito de la transición, la
recurrencia de este tema en la narrativa actual nos obliga a realizar un análisis más
complejo. Un análisis que comprenda e impulse nuevas formas de leer los textos que
veníamos leyendo hasta el momento y, también, el desarrollo de nuevas estrategias de
lectura de los textos que, sin duda, irán surgiendo en adelante.
El objetivo de nuestra investigación es entender cuál es la naturaleza y el
verdadero estado de renovación de los discursos sobre la transición que la narrativa
más reciente ha producido y sigue produciendo en España. Este planteamiento excede
de forma evidente los límites y los objetivos particulares de este texto. Lo que aquí se
pretende exponer es la parte de nuestra investigación que comprende el análisis de una

1 La idea de este artículo surgió y fue desarrollada en conversación con la profesora Alexandra
Saum-Pascual entre septiembre y diciembre de 2014 en el marco de una estancia de investigación
llevada a cabo en la University of California Berkeley.
2 Rescatamos aquí la definición que Labrador propone para la etiqueta ‘memoria histórica’ con el

objetivo de entender y resaltar la importancia del relato de la transición y su representación y


elaboración a través de la literatura como uno más entre los discursos de la cultura:
“Entiendo el sintagma 'memoria histórica' como una categoría narratológica que opera como un
régimen de representación del pasado, que propone una sintaxis histórica donde incardinar el
republicanismo y las experiencias antiautoritarias del siglo XX español en la configuración
simbólica del presente. En la medida en la que aspira a la hegemonía cultural, supone una
superación de la lógica fundacional de la transición como tiempo cero” (Labrador, 2011:123).

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Narrativa y transición

serie de novelas, ya icónicas, que se ofrecen a sí mismas a partir de la clave de la


renovación formal.
Por ‘renovación formal’ entendemos aquí la voluntad de romper con los
esquemas y códigos tradicionales de la representación narrativa que, explícitamente,
presentan algunos textos. El gesto de ruptura formal, entendido como un gesto
repetido a lo largo de toda la modernidad cuenta con su propia tradición y es fácil caer
en un uso vacío del mismo. Las formas de ruptura pueden ser muy variadas y obedecer
a lógicas muy diversas entre sí, y su resultado suele generar el calificativo de
experimental , que trataremos de evitar aquí por su carácter ambiguo y poco
explicativo. No obstante, y este es el rasgo que aquí se pretende rescatar, siempre
implica una voluntad de alteración, reordenación o superación de los esquemas
compositivos heredados de la novela decimonónica que, con alteraciones mínimas, han
sido y siguen siendo conservados por buena parte de la producción narrativa española
contemporánea. En términos generales, tales esquemas están relacionados con la
preservación de una cierta linealidad temporal en la construcción de la acción, la
ordenación cronológica de los hechos que la componen, el respeto a las formas y
estatutos más tradicionales de narrador, la clave metaliteraria, etc.

El análisis de este tipo de textos pretende señalar hasta qué punto algunas de las
elaboraciones narrativas, formalmente renovadoras, de la temática transicional no
necesariamente apuntan hacia una renovación ni hacia una verdadera revisión crítica
del discurso hegemónico sobre la misma, como pudo ser interpretado en un primer
momento, sino que además –y en no pocas ocasiones– vienen a reafirmar su matriz
ideológica más básica.

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Violeta Ros Ferrer

2. Lecturas enfrentadas: El vano ayer y Anatomía de un instante

Acerquémonos, desde este punto, a dos novelas cuya presencia en el canon


narrativo de los últimos años ocupa, respectivamente, dos lugares muy específicos: El
vano ayer (Rosa, 2004) y Anatomía de un instante (Cercas, 2009). El vano ayer fue
recibida, en su momento, como una de las primeras formulaciones narrativas de la
posmemoria y funcionó como un referente destacado a la hora de proponer una ética
de la representación del pasado dictatorial en España3. Anatomía de un instante tuvo,
por su parte, una gran resonancia mediática porque llamó la atención sobre el carácter
problemático de uno de los episodios centrales de la transición, y reabrió, en un
momento en el que no existía, un debate mediático en torno al carácter irresuelto de lo
ocurrido en el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Precisamente a causa de este
lugar privilegiado, una lectura enfrentada de ambas novelas puede resultar explicativa a
la hora de pensar el tipo de relación que se establece, en cada uno de los casos, entre el
discurso narrativo sobre la transición y el relato hegemónico de la misma. Es más:
puede ayudar a entender por qué en un caso estamos ante una novela que
verdaderamente desestabiliza el relato mítico de la transición a partir de una
determinada operación con la ficción, mientras que, en el otro, asistimos a un ejercicio
falsamente performativo de ese acto de desestabilización dado que la propia
construcción del discurso narrativo acaba invalidándolo como tal.
Proponemos esta aproximación a partir del acercamiento a dos aspectos muy
concretos que afectan a la composición de ambas novelas. El primer aspecto tiene que
ver con las similitudes formales que presentan ambos textos en tanto que se proponen a
sí mismos como un proceso de construcción narrativa que, mediante el señalamiento
de sus propios límites, busca la desestabilización explícita del propio acto de
representación de un episodio concreto y problemático del pasado histórico. El
segundo está relacionado con la naturaleza del episodio histórico elegido como núcleo
en cada una de las novelas y con el estatuto que cada uno de estos episodios ocupa en
el imaginario colectivo de la transición española4.

3 “La propuesta de Rosa es claramente reactiva, quiere establecer límites para las formas que están
contando el pasado reciente, entendiendo por éste el continuum histórico de acontecimientos,
mitos, relatos que unifican actualmente el siglo XX español bajo la categoría narratológica de
memoria histórica. La memoria histórica. La memoria histórica convoca y unifica en un mismo
teatro de problemas –Guerra Civil, posguerra, franquismo y transición–, en un gran dispositivo
histórico que define tomas de posiciones comunes para todos estos pasajes temporales, en la medida
en que sus figuras han sido capaces de movilizar parecidos afectos, por haber sido susceptibles de
contarse en los términos continuos de unos valores compartidos” (Labrador, 2011: 123).
4 Entendemos aquí la transición como una matriz de tiempo compleja que, según qué autores,
abarca el relato desde el tardofranquismo hasta la socialdemocracia. A la hora de abordarla como eje
histórico debe tenerse en cuenta un importante matiz con respecto a los límites cronológicos del
proceso. Si bien desde una perspectiva estrictamente política la transición como proceso de cambio
institucional de la dictadura a la democracia ha quedado limitado por la bibliografía entre 1975 y
1978 —desde la muerte del dictador hasta la aprobación de la Constitución— , la cronología
cambia a la hora de acercarse al proceso desde una perspectiva sociológica y cultural. Desde esta
segunda perspectiva, que es la que aquí adoptaremos, la visión del cambio político se amplía muy
considerablemente, y quedan establecidos unos límites aproximados que sitúan este proceso entre

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Narrativa y transición

2.1. Similitudes formales del gesto narrativo

La principal similitud que ambos textos presentan es el hecho de que los dos
abordan la representación literaria desde la dimensión conflictiva que el propio acto de
representar conlleva. Desde su dimensión metaficcional, ambas novelas se construyen
sobre el acto explícito de señalar la evidencia de un vacío en el relato histórico de la
transición. No obstante, es la diferente naturaleza de ese gesto narrativo en ambas
novelas lo que hace de estos dos textos dos propuestas que, en realidad, apuntan hacia
sentidos bien diferenciados de la revisión del pasado transicional.
En primer lugar, El vano ayer se presenta como una obra en marcha, como un
proceso de creación que se desarrolla en la misma medida en que la propia narración
va avanzando: “Renqueante, acaso falta de ritmo, la novela ha avanzado a brazadas
desiguales, arrojado a los pies del lector materiales enfermos, explicitado mecanismos
que normalmente son encubiertos por la habilidad manufacturera del novelista, el
andamiaje siempre se disimula tras hermosas cortinas” (Rosa 2004: 291). Desde esta
construcción, el texto trabaja en torno a la idea de la responsabilidad, por parte del
autor, de que su texto construya un sentido abierto que el lector –un lector crítico–
debe cerrar con su propio acto de lectura. En este sentido, la respuesta que este texto
ofrece ante el hueco en el discurso previamente señalado es, precisamente, el gesto de

finales de los años sesenta y finales de los ochenta, es decir, desde el inicio de proceso de
resquebrajamiento del régimen hasta la total integración de España en la Comunidad Económica
Europea.

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no ofrecer un sentido cerrado que lo tape, ya que es en el propio acto de señalamiento


de ese hueco en el que la novela concentra su sentido:
¿De qué se trata entonces? ¿Suficiencia del autor? No, evidentemente.
Quizás el hartazgo ante cierta escritura de plantilla –por otra parte,
perfectamente respetable– que trampea al lector con los viejos recursos ya
conocidos: intrigas dosificadas, elementos dispuestos con helada
premeditación, motivos repetidos con un compás exacto, ambigüedades
afinadas, o ese meritorio runrún que destilan ciertas novelas y del que
salimos con sensación de desvalimiento, de haber sido llevados de la mano
por alguien que considera que no sabemos andar. Y que nadie vea en esta
declaración una ingenua pretensión iconoclasta, ni una contribución –por
otra parte no solicitada– al tosco e interesado debate sobre el fin de la novela
y etcétera. Quizás, más probable, estamos ante una confesión de invalidez, el
recurso deconstructivo de quien no sabe, no puede o no quiere construir
(Rosa 2004: 291-292).
Anatomía de un instante, en cambio, se presenta como el resultado, enunciado a
posteriori, de un proceso de indagación histórica ya concluido en el momento de su
enunciación, y con un sentido ya cerrado por la voz narrativa que lo enuncia. El texto
de Cercas se ofrece al lector dentro de un marco de interpretación previamente
acotado por la propia estructura del texto, que empieza y acaba con dos reflexiones
sobre el propio proceso de construcción del mismo, casi a modo de manual, que
explica cómo debe ser leído y comprendido. De este modo, a través de la voz del
narrador, la novela sella el agujero que parecía haber abierto, en un principio, en el
relato histórico de la transición:
Así es como decidí escribir este libro. Un libro que es, antes que nada –más
vale que lo reconozca desde el principio– el humilde testimonio de un
fracaso: incapaz de inventar lo que sé sobre el 23 de febrero, iluminando con
una ficción su realidad, me he resignado a contarlo. El propósito de las
páginas que siguen consiste en dotar de una cierta dignidad a ese fracaso.
Esto significa de entrada no arrebatarles a los hechos la fuerza dramática y el
potencial simbólico que por sí mismos poseen, ni siquiera su inesperada
coherencia y simetría y geometría ocasionales; significa asimismo intentar
volverlos un poco inteligibles, contándolos sin ocultar su naturaleza caótica
ni borrar las huellas de una neurosis o una paranoia o una novela colectiva,
pero con la máxima nitidez, con toda la inocencia de la que sea capaz, como
si nadie los hubiese contado antes o como si nadie los recordase ya […]
(Cercas, 2009: 25).
En ambos textos, el autor se formaliza dentro de la narración, si no como
personaje, sí como una función visible y que muestra sus acciones y elecciones. No
obstante, el carácter actancial que la figura del autor tiene en ambas narraciones
funciona, en cada una de ellas, de forma opuesta: en el texto de Rosa, el autor-narrador
reivindica su voluntad explícita de no construir un sentido sobre lo narrado o al menos
un cierto descreimiento sobre ese proceso de construcción de sentido que implica, en
realidad, toda narración. En el texto de Cercas, la confianza plena en el sentido que los

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hechos narrados tienen per se hace que esa figura de narrador-autor se presente como
un mero transmisor del sentido que estos tienen y que no es ya un constructo textual,
sino que proviene de fuera de la propia narración. Esta falta de espacio que el autor-
narrador deja a producciones de sentido del texto diferentes a la que él mismo impone
hace, en consecuencia, que la discusión sobre el sentido del acontecimiento histórico
que funciona como núcleo de la novela sea bloqueada.

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2.2. Operaciones de sentido sobre el imaginario de la transición

La complejidad formal de la construcción narrativa en ambos casos apuntala dos


operaciones de sentido sobre el imaginario transicional muy distintas entre sí. Esto se
hace más evidente si, desde esta perspectiva, nos acercamos a su contenido temático.
El objetivo inicial y aparente de ambas novelas es construir un núcleo ficcional
que, temáticamente, trate de desestabilizar los discursos social, cultural y
mediáticamente consolidados acerca de la transición. En ambos casos, el núcleo
ficcional se presenta a partir de material de archivo, de documentos cuya fiabilidad
queda garantizada porque no tienen estatuto de ficción, sino que son aportados como
documentación externa a la narración que verifica lo narrado. En el caso de El vano
ayer, en su búsqueda de un argumento válido el narrador-autor aporta numerosas
fuentes historiográficas, hasta que da con él en una cita de Carreras Ruiz y Carnicer (La
Universidad española bajo el régimen de Franco [1939-1975], Institución Fernando el
Católico, 1991, pág. 327) (Rosa, 2004:13). En el caso de Anatomía de un instante, el
origen de la narración se sitúa en el visionado de una imagen congelada, extraída de la
famosa grabación emitida por Televisión Española en la que se puede ver la entrada de
Tejero al Congreso: el gesto de Adolfo Suárez petrificado en su escaño mientras las
balas de los guardias civiles zumban a su alrededor (Cercas, 2009: 17-18).

En ambos casos, asimismo, los códigos de la metaficción se ponen al servicio de


un ejercicio de cuestionamiento de la versión oficial de un relato histórico; los dos
textos comparten la voluntad inicial de someter un relato histórico ya cerrado a un
proceso de ficcionalización que lo reabra, y que ofrezca una lectura distinta a la que
obliga el sentido hegemónicamente configurado. En ambos casos, hay una visión
compleja de la historia y un rechazo a la participación literaria en la reproducción de
un relato histórico incompleto; como también hay una reflexión compartida sobre el
lugar que la ficción ocupa en la configuración de imaginarios sobre el pasado. En las

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dos novelas, esta reflexión se hace textualmente evidente a partir del juego explícito
con las expectativas del lector, o más bien con el lugar en que las expectativas que un
cierto imaginario cultural compartido en relación con el pasado colocan, de entrada, al
lector.
Ahora bien, más allá de las similitudes que presentan entre sí las dos novelas, el
núcleo ficcional elaborado en cada caso presenta una diferencia sustancial.

En El vano ayer hay una elección consciente de construir una ficción que gire en
torno a un episodio que la historia oficial no ha contado de manera demasiado prolija.
Este episodio remite al imaginario de la lucha antifranquista llevada a cabo en la
clandestinidad por el movimiento obrero y estudiantil, y busca ser transformada en
ficción sin perder su dimensión de verdad histórica:
En las páginas de un libro: oculta entre las páginas de un libro, tenaz como
flor desecada y en su interior prisionera de aniversarios, o lecturas
memorables […], en cualquier página de cualquier libro abandonado en los
estantes superiores a la espera de un moroso rescate […], Ciencias Sociales,
Historia de España, Siglo Veinte: el título puede ser elegido al azar o fruto
de varios meses de dedicación. Una vez escogido, podemos ayudarnos de
una lectura minuciosa y discriminadora o confiarnos a un veloz ojeo al
índice onomástico en el que seleccionar aquellos nombres menos
mencionados, y entre éstos, los desconocidos, los completamente
desconocidos, los olvidados, centrar la atención finalmente en uno de ellos y
probar suerte […]: esa despreciada anécdota que lleva décadas esperando
nuestra atención y que no ha merecido hasta hoy el trabajo dilatado de los
historiadores; ese cabo suelto que quizás sólo sea una breve mecha que
concluya en sí misma, pero que también podría conducirnos a una vida
singular, a una fábula no contada, a un misterio concentrado y a punto de

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extinguirse con sus testigos, a una novela, al fin, a una novela (Rosa 2004: 9-
10).
La apuesta que hay detrás de esta novela es la de rescatar lo que, durante mucho
tiempo ha sido el envés (la “flor desecada”) del relato de los años del tardofranquismo:
el papel activo de la base social (obreros, estudiantes) en la lucha antifranquista que,
más allá del papel institucional desempeñado por la élite política, debería haber sido
uno de los principales elementos constituyentes de la memoria democrática española.
No obstante, la importancia decisiva que este colectivo tuvo en el proceso de cambio
político en España quedó fuera de la construcción mítica del relato transicional desde
bien temprano, y sólo en los últimos tiempos parece que empieza a ser relativamente
visibilizado. Es en este lugar del imaginario transicional donde la novela de Rosa se
ubica.

De una forma más precisa, el núcleo ficcional de El vano ayer recupera la


historia nunca contada de la desaparición de dos personas –el profesor Julio Denis y el
estudiante André Sánchez– en febrero de 1965, a raíz de una revuelta universitaria
ocurrida en Madrid que fue duramente reprimida por la policía franquista. Es esta, por
tanto, una historia de persecución política, violencia de Estado y brutalidad policial,
con un anclaje histórico y documental concreto en los años más duros de la lucha
antifranquista5 que, como el propio título apunta, busca, además, señalar las

5 En cualquier caso, se trata de un “anclaje histórico y documental concreto” que funciona en la


ficción como tal. Las referencias a la historicidad de lo acontecido en la novela de Rosa se hacen, en
este artículo, desde este plano. Es decir, dichas referencias no apuntan a que los dos hechos que
funcionan respectivamente como núcleo de las novelas que tratamos hayan, efectivamente, ocurrido.
Sabemos que el 23-F Tejero entró al Congreso y que algo ocurrió ese día. Sin embargo, el lector no
sabe, al menos en un principio, si la historia central de la novela de Rosa tiene un anclaje real, si lo

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continuidades que ese pasado de violencia y autoritarismo tiene en un presente pacífico


y democrático, codificándolas de forma explícita en los elementos que componen su
discurso narrativo:
Desde hace una decena de páginas, prescindiendo de la habitual distancia y
respeto hacia la obra en marcha, un grupo de radicalizados lectores acosa al
autor con el propósito, con la exigencia, de que introduzca un personaje
(incluso sugieren perfiles biográficos que, creen ellos, lo harán más aceptable
en el transcurso de la novela) no previsto por el autor: un personaje que
tense la intención de esta novela desde el referido ayer hasta el mañana
engendrado, es decir, el hoy presente; un personaje que, según estos
impertinentes lectores, amplíe la idea central de que el vano ayer ha
engendrado un mañana vacío, mediante un trastoque de términos: el brutal
ayer, dicen, ha engendrado un mañana (por hoy) brutal. Un personaje que,
según me ordenan con malas palabras, actúe como portavoz de estos
lectores (que parecen ser minoría, pese a su ruido) y reproduzca sus afilados
argumentos, que en resumen, serían éstos: todavía hoy no se ha perdido la
huella de cuarenta años de policía franquista; aquella escuela marcó a varias
generaciones de guardianes del orden; la débil transición (incluso renuncian
a la mayúscula, Transición) no sólo no exigió responsabilidades a los
funcionarios represores, sino que los mantuvo en sus puestos […].
Argumentos que, indican, deberían ser explicitados mediante un relato
hinchado de ejemplos de brutalidad policial en el presente, de los que los
mencionados lectores no han olvidado enviarme cientos de denuncias
supuestamente reales que describen casos de delincuentes menores que se
llevan una paliza o son humillados en los calabozos, inmigrantes que antes
de ser expulsados del país son golpeados y vejados (y me adjuntan un
informe de una curiosa organización llamada Amnistía Internacional),
ciudadanos pacíficos que recriminan la brutalidad de un agente y acaban en
comisaría conociendo en carne propia esa brutalidad […] (Rosa, 2004: 189-
190).
Frente a todo esto, Anatomía de un instante se construye en torno al intento –
que se declara a sí mismo ya fallido de antemano– de dilucidar qué es realidad y qué
ficción en la versión pública y oficial de lo ocurrido el 23-F. El motivo escogido para la
construcción de esta novela implica la tematización de uno de los episodios
fundamentales que integran el relato institucional y mediático de la transición.
El personaje autor presenta una extensísima y muy detallada narración en
términos de documental sobre los hechos, los personajes, los antecedentes y las
consecuencias del golpe de Estado del 23-F. Es precisamente la reconstrucción y

narrado ocurrió, en el plano de la realidad, ese día de febrero de 1965. Y no obstante, esto no
invalida el gesto de Rosa. Rosa, con esta historia, apunta a un vacío en el relato hegemónico de la
transición: la ausencia del papel histórico de la lucha antifranquista. Lo que importa es señalar este
hueco, y no tanto que dicha historia haya ocurrido tal y como él la narra. El gesto dice que podría
haber ocurrido, que de hecho historias similares han ocurrido, y que hay que señalar el silencio que
las recubre.

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reformulación del relato sobre el lugar que algunas de las figuras centrales de la historia
oficial ocuparon en la trama del episodio golpista, así como el señalamiento insólito de
nuevas responsabilidades políticas sobre todo lo ocurrido en aquellos días –
especialmente en relación con la figura del Rey, por ejemplo– lo que constituye el gesto
de disentimiento que hay en la novela de Cercas. Un gesto de disentimiento que, no
obstante, queda formulado dentro de los términos del relato estadocéntrico que integra
el relato mítico de la transición.

Como decíamos más arriba, todo el engranaje narrativo se arma sobre la


reflexión en torno al gesto congelado, y ya mítico, de Adolfo Suárez: “cualquier
destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el
momento en que el hombre sabe para siempre quién es” (Cercas, 2009: 18). Sobre la
imagen de este gesto se proyecta una reflexión sobre el carácter ambiguo de los límites
entre Historia y ficción en la construcción mediática del 23-F:
Pero no fue la aparatosa discrepancia entre mi recuerdo personal del 23 de
febrero y el recuerdo al parecer colectivo lo que más me llamó la atención y
me produjo el pálpito presuntuoso de que la realidad me estaba reclamando
una novela, sino algo mucho menos chocante, o más elemental– aunque
probablemente vinculado a aquella discrepancia–. Fue una imagen obligada
en todos los reportajes televisivos sobre el golpe: la imagen de Adolfo Suárez
petrificado en su escaño mientras, segundos después de la entrada del

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coronel Tejero en el hemiciclo del Congreso, las balas de los guardias civiles
zumbaban a su alrededor y todos los demás diputados presentes allí –todos
menos dos: el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo– se tumbaban
en el suelo para protegerse del tiroteo. Por supuesto yo había visto decenas
de veces esa imagen, pero por algún motivo aquel día la vi como si la viese
por vez primera: los gritos, los disparos, el silencio aterrorizado del
hemiciclo y aquel hombre recostado contra el respaldo de su escaño de
presidente del gobierno, solo, estatuario y espectral en un desierto de
escaños vacíos. De repente me pareció una imagen hipnótica y radiante,
minuciosamente compleja, cebada de sentido: tal vez porque lo que todos
hemos visto muchas veces y pese a ello se niega a entregar su significado, de
repente me pareció una imagen enigmática. Fue ella la que disparó la alarma
(Cercas 2009: 17-18).
No obstante, detrás de la extensa construcción narrativa, y a pesar de ese gesto
de esmerada disección crítica de la anatomía del instante 23-F, no hay en la novela de
Cercas una lectura global del sentido que este episodio tiene en el imaginario colectivo
que difiera de la ya existente y apuntalada institucionalmente. Más allá de sus efectos
mediáticos, Anatomía de un instante no deja de ser una reformulación literaria, lúdica e
inocua del relato estadocéntrico de la transición, elaborada a partir de sus mismos
términos y sin aportar, en esencia, elementos nuevos a los propios elementos míticos
que ya lo caracterizan. Frente a lo propuesto en El vano ayer, en Anatomía de un
instante los personajes que conforman la trama de la novela son las figuras públicas e
icónicas ya conocidas por todos porque son parte de la historia aprendida: Suárez,
Carrillo, Gutiérrez Mellado, Tejero, Juan Carlos I son, en definitiva, actores
fundamentales del relato consolidado de la transición. Además de esto, la trama de la
novela se demora en su totalidad en los entresijos del relato político e institucional. De
este modo, el desvío que el texto de Cercas presenta con respecto al relato mítico –un
relato que es, como decíamos, fundamentalmente estadocéntrico, en tanto que
concentra la responsabilidad y el éxito del cambio político en España en el papel de la
élite política y en el escenario del ámbito institucional– consiste, esencialmente, en
ofrecer una versión diferente de las actuaciones de la élite dirigente y su
responsabilidad o no en el golpe de Estado. Este gesto, sin embargo, no cuestiona, en
sí, la perspectiva estadocéntrica del relato de la transición; es más, lo que se presenta
como un desvío espectacular, al final de la novela viene a reafirmar y consolidar su
versión más hegemónica.

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A pesar la abundancia de personajes y lo abrumador de los datos históricos


aportados, la figura de Suárez tiene una función central como elemento de la narración.
Es a partir de la reflexión en torno a ella que la novela cobra, en su final, un sentido
muy específico. Y lo hace deslizándose desde la obsesión del narrador por construir un
discurso históricamente riguroso sobre el pasado hacia la enunciación de una serie de
declaraciones pertenecientes al plano de lo sentimental. Esta operación de
deslizamiento del sentido de lo colectivo a lo particular se produce a partir de la
elaboración de esa identificación simbólica final entre Suárez y la figura del padre del
autor-Cercas, que parece anular todo el distanciamiento crítico que la novela parecía
haberse esforzado tanto por construir y propone una lectura muy específica, y bastante
poco crítica, del proceso transicional:
Lo entendí. Creo que esa vez lo entendí. Y por eso unos meses más tarde,
cuando su muerte y la de resurrección de Adolfo Suárez en los periódicos
formaron una última simetría, la última figura de esta historia, yo no pude
evitar preguntarme si había empezado a escribir este libro no para intentar
entender a Adolfo Suárez sino para intentar entender a mi padre, si había
seguido escribiéndolo para seguir hablando con mi padre, si había querido
terminarlo para que mi padre lo leyera y supiera que por fin había
entendido, que había entendido que yo no tenía tanta razón y él no estaba
tan equivocado, que yo no soy mejor que él, y que ya no voy a serlo (Cercas
2009: 437).

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La novela de Cercas da al 23-F un sentido borgiano: el 23-F como instante,


como una suerte de aleph, en el que el sentido último de la transición está condensado
y cifrado. Este sentido, explícitamente puesto en relación con la elaboración cultural y
generacional del pasado transicional, se alinea perfectamente con la versión más
neutralizadora de la idea de la reconciliación y el consenso, dado que reduce el gesto
de revisión del pasado a un acto de “comprensión”, y no a un ejercicio crítico. Leída de
este modo, lo que la novela de Cercas propone es, en realidad, un ejercicio crítico que
acaba invalidándose a sí mismo, de la misma manera que acaba invalidando cualquier
posibilidad crítica y cualquier mecanismo de producción de sentido diferente sobre el
pasado transicional a esa idea de consenso:
En fin, el franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia
no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los
setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida
catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo
haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por
edad no intervinimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco
para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos
cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres (Cercas,
2009: 434)6.

6 Nos parece especialmente sugerente la interpretación que María José Naval propone de la novela
de Cercas a este respecto: “El planteamiento narrativo se hace arrancar de una reflexión
baudrillardiana sobre la suplantación de la realidad por su representación televisiva, en este caso la
suplantación del asalto al Congreso perpetrado el 23-F visto por televisión. No obstante, la
referencia prologal al simulacro, la novela relata la versión más oficial, documentada y favorable del
23-F: 'En fin, el franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo'.
Incorpora también Cercas el componente sentimental, el homenaje familiar y, por tanto,
autodescriptivo en parte. Así lo constatamos en el emotivo recuerdo del padre en las páginas finales,
recuerdo en el que los contextos históricos se hacen personales o viceversa: 'El 17 de julio de 2008,

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3. Nuevas dinámicas en la producción cultural: el consentimiento del disenso

La cita con la que abríamos este artículo apuntaba hacia la idea de que el estilo,
la elaboración de una forma literaria propia que rompa con las anteriores, no tenía por
qué ir vinculada necesariamente a una renovación en el contenido de los discursos. En
este sentido, hemos visto hasta qué punto la voluntad de desestabilizar el relato
histórico mediante la desestabilización de los propios esquemas narrativos de la ficción
tiene una finalidad distinta en los dos textos aquí trabajados. Tras este gesto
desestabilizador, cada uno de estos textos presenta, por tanto, una ideología literaria
diferente.
Un discurso narrativo presenta una determinada ideología en tanto que está
generado desde una matriz ideológica concreta y culturalmente reproducida. Las
propias reglas que articulan el discurso literario en los dos textos aquí estudiados
posicionan a la figura del autor como ‘autor intencional’ del discurso narrativo. La
posición del autor como sujeto de la enunciación propone una determinada
codificación de las ideas, creencias y legitimaciones producidas dentro de un
‘horizonte’ del lenguaje y de la cultura, que construye lo que Barthes denominó ‘mapas
de significado’ (Hall, 2010b: 235-236). El horizonte que, en este caso, acota la
producción de sentido de las novelas aquí estudiadas no es otro que el debate en torno
a la producción, reformulación u oposición a la idea de consenso. Entendemos esta
idea de consenso como un estado de cosas en el debate político y cultural en el que la
discrepancia y la crítica son consideradas, en cierto modo, un ejercicio de violencia
contra el bien común, en lugar de un ingrediente esencial de la democracia (Escudillo y
Ampuero, 2008: XIV). En este sentido, si la función de la ideología es, en última
instancia, fijar los límites mentales y estructurales, subordinando a ellos el visionado de
una película o la lectura de un texto, la idea del consenso es, sin lugar a dudas, la
piedra angular de la producción cultural española que trabaja sobre los imaginarios de
la transición.
La preocupación por las formas narrativas, es decir, por la estética a través de la
cual se vienen formulando las novelas de temática transicional, puede ser una de las
claves que nos permitan acercarnos a la ideología literaria de estos textos desde una
perspectiva útil para la elaboración de un análisis crítico complejo de los mismos.
Como apuntábamos al inicio, la atención especial a este tipo de textos responde
al hecho de que, temáticamente, el propio discurso sobre la transición ya constituye, en
sí, una forma de disensión consentida dentro de un canon cultural en constante
transformación (tal vez, posterior al 15M y como un efecto del mismo). Si bien la lógica
del consenso, en su función de imperativo cultural, hizo de la representación de la
transición un motivo literario poco pertinente y de escasa presencia mediática durante

la víspera del día en que Adolfo Suárez apareció por última vez en los perdiódicos [...] yo enterré a
mi padre.' Uno más de nuestros millones de padres que votaron a Suárez en 1977 'porque era como
nosotros' (p436). 'Era de pueblo, había sido de Falange, había sido de Acción Católica, no iba a
hacer nada malo, lo entiendes, ¿no?' (437)” (Naval, 2014:149-150).

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un tiempo7, la repentina y recurrente presencia del tema transicional en la producción


narrativa hoy no obedece a una lógica diferente. La operación, no obstante, es algo más
refinada.
La ampliación de la noción operativa de consenso según las necesidades
políticas e ideológicas de un momento cultural concreto constituye una operación
básica de toda sociedad en el contexto del capitalismo avanzado. El núcleo consensual
ha absorbido todo lo que se situaba en su periferia, asimilando de este modo, y sin
barrera alguna, las diferentes formas de disensión y haciendo crecer, progresivamente,
una cultura de centro característicamente inocua (Hall, 2010: 159). Para pensar sobre
este proceso, resulta útil recordar aquí el modo en que Rancière emplea el término
policía:
[…] Emplearé la palabra policía y el adjetivo policial en ese sentido amplio
que es también un sentido “neutro”, no peyorativo. […] La policía es, en su
esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de
parte de las partes. Pero para definir esto hace falta en primer lugar definir la
configuración de lo sensible en que se inscriben unas y otras. De este modo,
la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones
entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace
que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es
un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y tal
otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso
y otra al ruido (Rancière 1996: 43-45).
Lo policial, en este sentido, sirve como noción abstracta para explicar el modo
en que esta idea de consenso define la configuración de un marco de interpretación de
lo pensable y de lo decible en el sistema cultural concreto de la España democrática. En
este sistema, la policía, selecciona el lugar y la función que cada elemento juega en el
conjunto del orden de lo visible y lo decible, y configura, en cada caso, lo que queda
dentro y fuera del consenso. La transición, como matriz histórica y conjunto de relatos,
constituye, en este sentido, una unidad temática ya plenamente insertada y acomodada
en ese orden de lo visible y lo decible; aún así, sería una ingenuidad no tener en cuenta
que sólo lo es cuando se visibiliza, o se dice, de una determinada manera que caiga
siempre dentro de ese orden policial, perfectamente marcado y acotado. Porque lo que
cae fuera se convierte en ruido.
Para entender en toda su complejidad las relaciones establecidas entre las
diferentes representaciones de la transición en la narrativa actual, se hace necesario por
tanto el trabajo sobre una serie de perspectivas críticas que atiendan a las implicaciones
ideológicas que ese marco de sentido previamente acotado imprime a la interpretación
de cada uno de los textos. La finalidad de esta labor crítica es la de establecer el grado
de ruptura que el discurso sostenido por cada uno de ellos presenta con respecto a los

7 Llama la atención las escasas novelas de temática transicional publicadas entre mediados de los
años 80 y finales de los 90. Escapan a esta generalización autores como Manuel Vázquez Montalbán
y Rafael Chirbes, cuya labor crítica en relación con la transición ha sido una constante a lo largo de
todo el periodo democrático.

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discursos previamente aceptados y puestos en juego en etapas anteriores.


Desde la perspectiva que concede al plano de lo formal una atención especial, es
posible proponer tres líneas de reflexión básicas que nos ayuden a pensar sobre las
implicaciones ideológicas del texto narrativo. La primera de estas líneas consiste en
pensar de qué modo el cambio en los relatos generados sobre los años 70 y 80 en
España está siendo acompañado por nuevas apuestas estéticas que subrayen, desde la
propia torsión de los códigos de la narrativa, un quiebre con discursos y relatos
anteriores. La segunda, y tomando para el análisis únicamente aquellos textos que,
efectivamente, optan por trasladar esta ruptura con el relato hegemónico a la
renovación formal del discurso narrativo, habría que pararse a considerar hasta qué
punto hay en ellos una verdadera interpelación a los relatos hegemónicos. Es decir –y
vendría entonces la tercera línea de reflexión–, habría que observar de cerca cómo se
posicionan ideológicamente estos textos con respecto a las formas hegemónicas de
narrar y representar el pasado reciente, y si los términos, y la disposición de los
elementos en los que presentan su relato de la transición difieren o no de los, del relato
institucional. Esta es la triple reflexión a la que hemos sometido el análisis de las
novelas El vano ayer y Anatomía de un instante en este artículo.
La ausencia de producción de nuevos sentidos no puede, en sí, constituir una
crítica a una obra literaria en su totalidad, como artefacto narrativo. Sí puede, en
cambio, constituir una crítica al lugar que esta obra ocupa en un determinado canon
narrativo y en una determinada coyuntura histórica y cultural, en tanto que la
complejidad narrativa, la voluntad de una renovación en las formas de contar, vacía de
contenido crítico el discurso que sostiene, convirtiéndose en “un vano ejercicio de
señalación en el que un estilo pretendidamente ingenioso acaba consiguiendo que se
mire al dedo que señala antes que al objeto señalado” (Rosa, 2009: 265). En la
dinámica de producción de nuevos discursos narrativos sobre la transición, y según lo
expuesto, esta operación parece del todo evidente.

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250 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 233-251
Narrativa y transición

Bibliografía citada:
Cabrera, Elena. “Antologar es un arma de la clase dominante”. El Estado Mental 4 (2014).
Cercas, Javier (2009). Anatomía de un instante. Barcelona: Mondadori.
Hall, Stuart (2010). “El redescubrimiento de la 'ideología': el retorno de lo reprimido en los
estudios de los medios”. Restrepo, Eduardo; Walsh, Catherine; Vich, Víctor (eds.)
Sin garantías. Trayectorias y problemáticas en estudios culturales. Lima: Envión
Editores: 155-192.
Hall, Stuart (2010b). “La cultura, los medios de comunicación y el 'efecto ideológico’”.
Restrepo, Eduardo; Walsh, Catherine; Vich, Víctor (eds.) Sin garantías.
Trayectorias y problemáticas en estudios culturales. Lima: Envión Editores: 221-
255.
Labrador, Germán (2011). “Historia y decoro. Éticas de la forma en las narrativas de la
memoria histórica”. Dorca, Toni (ed.) Contornos de la narrativa española actual
(2000-2010). Un diálogo entre creadores y críticos. Madrid: Iberoamericana-
Vervuert. 121-130.
Martín-Escudillo, Luis y Ampuero, Roberto (2007). “Introduction: Consensus and Its
Discontents”. Martín-Escudillo, Luis y Ampuero, Roberto (eds.) Post-Autoritarian
Cultures. Spain and Latin America's Southern Cone. Nashville: Vanderblit
University Press: XI-XXVII.
Naval López, María Ángeles (2013). “La Transición política española no ha tenido lugar.
Historia y medios de comunicación social en El día de Watusi de Francisco
Casavella”. Calvo Carilla, José Luis; Peña Ardid, Carmen; Naval López, María
Ángeles; Ara Torralba, Juan Carlos; Ansón Anadón, Antonio (coords.) El relato de
la Transición. La Transición como relato. Zaragoza: Prensas Universitarias de
Zaragoza; 147-178.
Rancière, Jacques (1996). El desacuerdo. Política y filosofía. Tucumán: Ediciones Nueva
Visión.
Ros Ferrer, Violeta. “Representaciones de la transición española en la novela actual: una
indagación en la configuración de la cultura democrática”. Olivar. Revista de
Literatura y Cultura Españolas, 20 (2013): 149-169.
Rosa, Isaac (2004). El vano ayer. Barcelona: Seix Barral.

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 233-251 251
Violeta Ros Ferrer
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA · Violeta.ros@uv.es

Tras casi dos décadas, diez novelas y dos poemarios, en mayo de 2013, Marta Sanz
publicó su hasta entonces última novela. Se titulaba Daniela Astor y la caja negra
(Anagrama, 2013). Entre otras cosas, la novela recuperaba, desde el imaginario infantil de
una niña en 1978, uno de los múltiples y grandes vacíos en el relato de la transición
española: el de la mujer que, a finales de los años setenta, es denunciada, juzgada y
condenada por llevar a cabo su decisión de abortar.
Este vacío en el relato, este episodio no contado, es una de las múltiples teselas que
integran el gesto de reconstrucción de una narración colectiva y compleja del proceso
transicional en España. Algunas de estas teselas, incómodas en su mayoría, y que hacen que
contar la historia sea un poco más difícil, aún están a la espera de ser narradas. “Nosotros no
podemos convertir esta historia en un silencio —leemos hacia el final de la novela— porque
el silencio es un modo de subrayar las cosas, pero también de borrarlas”.
Justo un año después de la publicación de Daniela Astor y la caja negra, en mayo de
2014, la editorial Anagrama reeditaba La lección de anatomía (2008). Esta vez, Marta Sanz
contaba la historia de Marta Sanz, pero el escenario seguía siendo el mismo: los años de un
proceso de cambio político, económico y cultural que coinciden en el tiempo con el
proceso de formación e inserción en la vida adulta de toda una generación que, ahora,
empieza a construir su propia narración de aquellos años. Otra tesela más en la
construcción de este relato colectivo.
Trasladar de forma crítica este escenario vital propio al plano común de la
construcción de ficciones literarias. Crear narradores que permitan hablar de lo incómodo.
Contar lo que falta ser contado y pensado. Hablar de la china en el zapato. Este es el rasgo
de honestidad intelectual que hace de la producción narrativa de la autora un proyecto
éticamente comprometido con su presente.

DOI: 10.7203/KAM.4.4409

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 257-263 257
Marta Sanz

KAMCHATKA: Son muchas las novelas que, de un tiempo a esta parte, han tratado de
acercarse al periodo de cambio político en España desde la ficción. Pensamos en novelas
como Lo real (Anagrama, 2001), El día del Watusi, (Destino 2003) El vano ayer (Seix
Barral, 2004), Anatomía de un instante (Mondadori, 2009), Paseos con mi madre
(Tusquets, 2011), Todo está perdonado (Tusquets, 2011), El jardín colgante, (Seix Barral,
2012) o Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), entre muchas otras. Estas novelas
proponen volver la vista atrás, hacia acontecimientos, polémicas, formas de vida o incluso
recuerdos de los años 60, 70 y 80 en España. Desde tu punto de vista, ¿cómo se está
modificando el gran relato de la transición en la literatura de los últimos años? En términos
generales, ¿considerarías que ha habido una voluntad de cuestionar o, al menos, de
contarlo de otra manera desde la novela?

MARTA SANZ: Los autores nacidos en las décadas de los sesenta y de los setenta nos
hemos criado con el relato épico de la Transición española que tan persistentemente se
publicitó desde los medios de comunicación y las instancias políticas. La idea de una
Transición ejemplar, incruenta, exportable como modelo de cambio para otras dictaduras.
Frente a ese discurso oficial era necesario generar otro tipo de narraciones, probablemente
más violentas y descarnadas, que quizá abren las heridas cerradas en falso y vuelven a poner
ciertos muertos encima de la mesa: las víctimas de los francotiradores en las
manifestaciones, los asesinados por grupúsculos fascistas, la esperanza combinada con el
miedo que fermentaba en un sentimiento muy extraño en las casas de los militantes. Y poco
a poco la pérdida de la euforia y el entusiasmo. Los escritores que recuperamos ese
momento histórico lo hacemos desde el análisis y la preocupación política por el presente.
Me parece que no queremos caer en un ejercicio de nostalgia, sino en mostrar cómo de
aquellas lluvias llegaron estos lodos. Acabo de ver una película La isla mínima de Alberto
Rodríguez que, entre otras cosas, cuenta cómo el tránsito hacia la democracia se produjo
sin la correspondiente depuración de las fuerzas de seguridad del Estado y cómo esa
omisión conciliadora imposibilitó el normal funcionamiento de instituciones que son
intrínsecamente represivas: las manzanas podridas, los torturadores, se humanizan,
amparados en un colectivo que los acepta pese a las máculas del pasado, y a la vez que
recuperan su rostro humano normalizan la brutalidad en un estado de derecho en
construcción. Resulta estremecedor que ahora salgan a la luz historias como las de los niños
robados que, hoy por hoy, inspiran multitud de series de televisión que hacen de la
anécdota algo espectacular o melodramático. Productos que no invitan a la reflexión sobre
un periodo de nuestra historia reciente sobre el que aún tenemos muchas preguntas que
responder.
Desde un punto de vista literario, funciona una metáfora muy potente en las
narraciones sobre la Transición escritas por los nacidos en las dos décadas antes citadas:
nuestra pubertad, nuestra metamorfosis social y sexual, coincide con la supuesta
metamorfosis de un país que, con el tránsito hacia la democracia, llega a su mayoría de
edad. Las incertidumbres, los miedos y las esperanzas, las expectativas y los temores
constituyen un estado de conciencia individual y colectiva, biográfica e histórica, que
resulta muy sugerente a la hora de escribir. También la idea de que la memoria siempre es

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Entrevista

el relato de la memoria y ese relato nunca es unívoco ni unilateral: está hecho de una
diversidad de fragmentos y miradas que lamentablemente en el caso de la Transición se
emborronaron con una mirada dominante idílica y publicitaria.

KAMCHATKA: Más allá del mercado, de la mediatización del propio debate


transicional y de las secuelas del boom de la memoria en literatura, ¿considerarías que este
tipo de novelas están aportando formas de narrar el pasado sustancialmente diferentes a las
propuestas narrativas surgidas desde finales de los 80 hasta finales de los 90?
MARTA SANZ: Algunas sí. Otras no.

KAMCHATKA: En tu libro de ensayos No tan incendiario (Periférica, 2014),


defiendes que los géneros literarios deberían estar en constante transformación, en la misma
medida en que lo están las propias ideas. De este modo, apuntas, se evita que acaben por
convertirse en meros recipientes de ideologías dominantes. Si tuvieras que escoger una,
¿qué novela de los últimos años considerarías que ha problematizado el mito de la
transición desde una voluntad explícitamente formal de transformar los propios códigos del
género?
MARTA SANZ: Una de las ideas fundamentales de No tan incendiario es la de que la
forma es ideológica: las formas de prestigio o las formas populares en un determinado corte
de la historia están condicionadas por el discurso dominante que, en el tiempo que nos ha
tocado vivir, es el neoliberalismo, la ideología del Sillicon Valley y esa cosa aterradora,
dulce e intrínsecamente violenta que se llama capitalismo filantrópico. Desde esta
perspectiva, todos los productos culturales de éxito podrían ser objeto de desconfianza por
parte de receptores críticos. Se trata de cuestionar la idea neoliberal de la cultura como
producto, de la cultura como espectáculo y del lector como cliente al que hay que
complacer. Se trata de arriesgarse a no complacer generando artefactos que provoquen
inquietud, incomodidad hablando del precio de las patatas, de las máculas de la realidad, a
través de géneros y de propuestas retóricas que inviten a la reflexión, que irriten, que
descoloquen a los receptores. Por el cómo y por el qué de la propuesta. Sincrónica e
indisolublemente. Se trata de intervenir “modestamente” en la realidad y en el propio
estatus de la literatura a través de las historias que contamos cuestionando, por ejemplo, la
frase hecha de que las novelas han de “contar historias”. En este sentido, yo creo que
novelas como El vano ayer son absolutamente ejemplares.

KAMCHATKA: Sobre la cuestión generacional. Hace unas semanas Costantino


Bértolo publicaba un artículo en la revista El Estado Mental donde problematizaba las
implicaciones ideológicas del debate literario en clave generacional. Más allá de los
problemas que presenta el propio hecho de dividir la producción literaria en generaciones,
en el caso de las novelas que ficcionalizan episodios o aspectos concretos de la transición

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Marta Sanz

desde el presente, la polémica literaria parece solaparse con un momento en el que se está
produciendo un relevo generacional de las voces en relación a un cierto relato histórico.
¿Cómo te posicionarías en este debate?
MARTA SANZ: Creo que lo que hace Bértolo interviniendo en ese debate es procurar
que no se usurpe el significado de ciertas palabras y conceptos. Que no se suavice a Marx
para hacerlo “digerible” y “digestivo” en un mundo donde la violencia se ejerce desde el
poder, pero está estigmatizada si se ejerce desde cualquier otro lugar. Bértolo busca que no
se despolitice a Marx y que conceptos como “lucha de clases” y “clase” no se utilicen desde
una perspectiva light. Y resulta instructivo que sea un hombre de la generación de Bértolo
quien tome la palabra en un debate que se produce en el seno de una generación que vive
en un mundo brutal y que se enzarza en polémicas violentísimas y a menudo huecas por
ocupar un pequeño espacio en el campillo literario –el concepto “campillo literario”
también es de Bértolo- mientras que, en lo más profundo de nuestro ADN ideológico,
llevamos impresa la marca de la docilidad.

KAMCHATKA: El núcleo ficcional de Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013)


cuenta la historia de una mujer que, a finales de los años setenta, decide abortar contra la
voluntad de su marido. La novela se publica en mayo de 2013, más o menos en el mismo
periodo de tiempo en que el ex Ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón presenta su
propuesta de Reforma de la Ley del Aborto. ¿Apunta esta coincidencia hacia la necesidad
de una violencia simbólica ejercida a través de la literatura como respuesta a un contexto
intrínsecamente violento, por oposición a la idea de la cultura como herramienta al servicio
del consenso?
MARTA SANZ: Querida Violeta, yo no podría haberlo dicho mejor que tú.

KAMCHATKA: En uno de sus libros, Jacques Rancière subrayaba la noción de


desacuerdo como el elemento constitutivo de la noción de democracia y, al mismo tiempo,
señalaba su ausencia como una falta estructural en las socialdemocracias contemporáneas.
¿Qué papel crees que ha jugado la cultura, y en especial cierto tipo de novelas, en la
desactivación de esa necesaria dosis de desacuerdo en el caso de la cultura de la
socialdemocracia española, particularmente en relación con el mito de la transición? Y, en
concreto, ¿qué papel crees que han jugado ciertos novelistas canónicos, especialmente en
relación con las formas de memoria que han propuesto desde la literatura?
MARTA SANZ: Frente a la obsesión posmoderna por disolver dicotomías,
“conceptualmente espurias”, que colocan el lenguaje, la hiperonimia y las figuras retóricas
en un primer plano de la polémica política y literaria, creo que debemos aportar
argumentos para recuperar la relación antitética entre los conceptos como vida/literatura
(Munro, Yourcenar, y la evidencia de que en último término todo cae del lado de la vida y
de la realidad, todo termina formando parte de nosotros y nosotros no somos papel ni
hombre de lata: carne, sangre y víscera, un elevadísimo porcentaje de agua mineral sin gas)

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Entrevista

realidad/ficción; publicidad/crítica; víctima/verdugo; revolución/evolución y/o


regeneracionismo; gobierno/empresa; marketing/filantropía (el caso de Coca-cola y los
acuíferos en la India); padre/amigo; centro/periferia; autor/lector; lo autobiográfico/lo
imaginativo… Al final, yo tengo la sospecha de que la desactivación del desacuerdo, el
reblandecimiento del límite y el prestigio de la labilidad y la morbilidad –ideológica y
textual-, así como de eslóganes tan queridos por la crítica literaria como el de “la verdad de
la mentiras”, tienen como objetivo último la construcción de una falacia políticamente
interesada: la de que no existe la dicotomía rico/pobre –incluso la dicotomía
izquierda/derecha- en un momento en el que en Occidente se acentúa la brecha de la
desigualdad.
La “democracia digital”; los productos y la iconografía de Sillicon Valley; el
desprestigio de los contenidos; el desplazamiento del foco de atención desde los modos
ideológicos de decir hacia el soporte –supuestamente aséptico y ecuménico- de la elocución
digital; o los procesos de beatificación mediática de santos laicos como Steve Jobs son las
puntas del iceberg de un discurso hegemónico: el neoliberalismo. Se trata de poner de
manifiesto esas nuevas formas de autoritarismo enmascarado, que paradójicamente son
asumidas por escritores y activistas de izquierda mientras se devalúan conceptos como
democracia y educación, y se lima la posibilidad transformadora de los proyectos culturales.
Tal vez, con un sentido del humor que sea carcajada y no ironía, deberíamos enriquecer
nuestro léxico con palabras que ahora nos aterran: lo apocalíptico y lo integrado, o el
ludismo del temerario Capitán Swing... Yo creo que sería conveniente evidenciar los límites
y las contradicciones subrayando en rojo la existencia de fronteras reales que no pueden
difuminarse ni convertirse en eufemismo por mucho que lo mestizo, lo heterogéneo, lo
mutante, lo queer, lo flexible y lo polivalente, los gallifantes y los abejonejos, sean valores
consagrados por la publicidad. Como se decía en el anuncio de Coca-cola: “Para los de
arriba, para los de abajo; para los gordos, para los flacos…” Mi propia producción literaria
utiliza a veces las consignas violentas de esa falsa labilidad. Porque, aunque posiblemente
sea la única actividad reflexiva y creativa que merezca la pena, resulta muy difícil hacer un
ejercicio de abstracción de las coordenadas ideológicas del tiempo que a uno le toca vivir
para sacar a la luz los elementos de esa ideología invisible que es como La carta robada de
Poe: precisamente por tenerla delante de los ojos, no la podemos ver. Tal vez, más allá de
profilaxis y proteccionismos extremos –como los que se practican con los niños- haya que
restablecer la dimensión positiva del conflicto como elemento de cambio y crecimiento.

KAMCHATKA: La construcción narrativa de Daniela Astor y la caja negra provoca un


choque de relatos. Por un lado, está la narración del drama familiar desde la perspectiva
infantil de Daniela Astor y, por otro, está el discurso cultural sobre el cine del destape que
propone el documental La caja negra. ¿Hacia dónde quieres apuntar con esta puesta en
paralelo de discursos?
MARTA SANZ: Hacia la relación que existe entre la realidad y sus representaciones,
entre el yo construido -en este caso de las mujeres- y la iconografía cultural sobre las

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 257-263 261
Marta Sanz

mujeres. Hacia la idea de que la cultura nunca es aséptica ni inofensiva. Siempre forma,
siempre condiciona, siempre transmite valores, creencias y actitudes que son obviamente
ideológicos y constituyen el ingrediente fundamental de lo que aspiramos a ser como
individuos. En el caso de esa novela se habla de cómo una adolescente en el año 78 en
España tiene una visión de sí misma, una aspiración, un deseo de performatividad física y
sentimental, que pasa por su asimilación del imaginario de las actrices del destape.

KAMCHATKA: En la mayoría de tus novelas la voz que narra se construye desde una
marcada primera persona, de carácter autobiográfico. De hecho, la Catalina de Daniela
Astor y la caja negra recuerda bastante a la Martita de La lección de anatomía, y en ambas
novelas tiene mucho peso la interacción y la evolución de esa niña que narra desde la mujer
adulta con el contexto concreto de los años 70 y 80 en España. ¿Cómo funciona el
elemento autobiográfico, en relación con el contexto histórico en el que se enmarca, dentro
de la construcción de estas dos novelas?
MARTA SANZ: En Daniela Astor y la caja negra el elemento autobiográfico se reduce
al hecho de que en la novela se retrata un contexto cultural que yo comparto con Catalina,
la protagonista del libro. En La lección de anatomía el asunto es un poco más complejo
porque Marta, la protagonista narradora de la novela, se presenta desnuda ante el lector con
la conciencia de que no hay mayor pose que la de mostrarse desnudo y a la vez sabiendo
que las poses, como gesto, son enormemente reveladoras. En los dos casos, se parte de la
idea de que intimidad y la identidad no son lo mismo: de que somos lo que somos por
cuestiones genéticas, familiares, de cuarto de estar y de mesa camilla, pero que sobre todo
somos lo que somos por lo que compartimos con nuestra comunidad, por el momento
histórico que nos toca vivir, por los lugares comunes que forman parte de nosotros… Me
interesa construir relatos y retratos donde lo importante no es la idiosincrasia personal, lo
individual, lo singular o lo excéntrico, sino la idea de que lo personal, lo individual, lo
singular y lo excéntrico solo tienen sentido en lo común. Tal vez por eso, la presencia de la
historia es tan importante en mis novelas.

KAMCHATKA: ¿Consideras que una voz narrativa femenina –o, al menos,


destestosteronizada– puede aportar algo específico a la hora de proponer un relato
alternativo, o de rescatar una parte del relato silenciado, tratándose, especialmente, de un
relato tan cerrado –y, en ocasiones, quizás demasiado fálico– como es el de los años de la
transición?
MARTA SANZ: Yo creo en la diferencia entre los hombres y las mujeres. Somos
construcciones diferentes desde un punto de vista biológico e histórico. Por supuesto
político. El hecho de asumir que la diferencia existe –igual que existe una diferencia entre
ricos y pobres, o entre analfabetos e ilustrados- no significa que yo quiera que tal diferencia
se convierta en desventaja. Ahora me interesa mucho cómo se conectan los polos débiles de
las oposiciones reales: mujeres, pobres, analfabetos… Me interesa porque es una conexión
que tiene que ver con el injusto funcionamiento de las cosas hoy y desde tiempos

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262 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 257-263
Entrevista

inmemoriales. Tener conciencia de esa desventaja es el modo de poder cambiar. Me


parecen dañinos los espejismos de igualdad, las fantasías de que no existen los límites.
Vivimos inmersos en una poética de la labilidad, de lo líquido, de lo fronterizo que es
ideológicamente interesada en la medida en que pretende limar las aristas de conflictos que
tendrían que estallar si queremos que las cosas cambien. Me gusta la metáfora de que hay
que romper las lunas de los escaparates: me encantaría que mis libros surtiesen ese efecto.
Desde esa perspectiva, tanto los escritores como las escritoras tenemos formación y
habilidad para impostar voces ajenas, construir ambientes, dialogar en un libro, narrar con
estilo violento, almibarado, abigarrado, desnudo o ampuloso en función de lo que
queramos contar. Sin embargo, creo que las mujeres, por razones de desventaja histórica e
incluso de justa ira, vamos a enfocar temáticamente asuntos que quizá los hombres no han
sentido nunca como chinas en el zapato y nosotras sí. Yo escribo de lo que me duele. Por
otro lado, esa misma desventaja histórica nos coloca en la posición de intentar ser más
agresivas respecto a los géneros tradicionales de comunicación social: los géneros en los que
nos hemos formado y con los que nos hemos construido, pero en los que solo hemos
llevado la voz cantante de forma minoritaria y a menudo mimética con el lenguaje del
poder. Esa mímesis con el discurso dominante masculino era tal vez la única forma de ser
valorada, integrada, en un canon expulsivo para nosotras. Fracturar los géneros, fracturar el
lenguaje, escribir feo de lo feo, es un posicionamiento ideológico que posiblemente ahora
sea más reconocible en la escritura femenina. Aunque no siempre, también hay escritoras
muy conservadoras desde todos los puntos de vista.

KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014


ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 257-263 263
Vicente Rodríguez Ortega
UNIVERSIDAD CARLOS III · vrortega@hum.uc3m.es

La Movida es uno de los prismas interpretativos fundamentales de la Transición. La


historia oficial (o más bien oficializada desde la contemporaneidad) nos cuenta que durante
comienzos de los 80 Madrid se transformó en un irreverente crisol de propuestas de diversa
índole. Una serie de figuras dispares y heterogéneas rompieron con el traumático pasado
franquista y modernizaron una sociedad anquilosada que carecía de la capacidad de beber
de las vetas culturales que ganaban notoriedad en otros países. Así, el cine de Pedro
Almodóvar, Eloy de la Iglesia o Iván Zulueta, la fotografía de Alberto García-Alix, Gorka de
Duo, Miguel Trillo o Ouka Leele, la pintura de los/las Costus, Guillermo Pérez Vilalta,
Ceesepe o Sigrido Martín Begué y la música de bandas como Alaska y los Pegamoides, Los
Secretos, Radio Futura, Nacha Pop, Parálisis Permanente, Aviador Dro o Kaka de Luxe
actuaron como la punta de un iceberg mucho más profundo que socavaba los principios
constitutivos de una sociedad en pleno cambio. Fanzines como “La Pluma Eléctrica”,
“Mental” y “Ediciones Moulinsart”, programas de televisión como “La Edad de Oro”, y
“La Bola de Cristal” o locutores de programas musicales de radio tornados mecenas
conceptuales de esta ruptura (Julio Ruiz, Jesús Ordovás o Gonzalo Garrido, entre otros)

1 Este film se ha realizado como parte del proyecto de investigación I+D+i “El cine y la
televisión en la España de la post-Transición (1979-1992)”, (CSO2012-31895), Ministerio
de Economía y Competitividad, Gobierno de España.

KAMCHATKA Nº4 · DICIEMBRE 2014


ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 265-267 265
Vicente Rodríguez Ortega

actuaban de catapultas que despedían nuevos ritmos, imágenes y sonidos desde los
márgenes, con el ansía de crear nuevos modelos de socialización entre la ciudadanía.
Aunque la plaga de las drogas se llevó por delante a algunos de estos creadores, unos pocos
terminaron instalándose en el mainstream que un día despreciaron. Otros simplemente,
desaparecieron o devinieron figuras de culto entre los cognoscieti de un determinado
ámbito artístico, quizá por falta de talento, quizá por carecer de las herramientas necesarias
para operar en ámbitos más amplios de comunicación de masas. A los que supieron navegar
la “ola del cambio”, el sistema los integró en su modus operandi y, hasta cierto punto,
también los contuvo. Negar hoy en día la importancia de la filmografía de Pedro Almodóvar
o la brillantez lírica de Carlos Berlanga es un sandez desinformada. Afirmar que Fabio
McNamara transmitía provocación, novedad y poco más también es innegable. Sin
embargo, también es cierto que ahora Alaska presenta un programa de televisión en una
cadena pública controlada por un partido de derechas—el Partido Popular—que ha sido
particularmente hostil con la mayoría de los creadores culturales de este país en los últimos
años y, además, ha actuado como estrella de un reality show en MTV junto a su
“performativo” marido Mario Vaquerizo. Los libros de García-Alix están día sí y día
también entre “lo recomendado” de una cadena de productos culturales como FNAC, que
aspira a determinar los parámetros del gusto cultural en aquellos países donde opera. Es
muy fácil acusar a estos actores culturales de la Transición de venderse al poder. También
es fútil argüir que el ser underground garantiza la independencia y transformarse en un
producto de consumo de masas fagocita tal condición. Igualmente, parece quizá erróneo re-
pensar excesivamente la Transición desde el prisma de la Movida. Aunque su impacto no
puede cuestionarse también es cierto que la mayoría de los telespectadores españoles veían
“Sábado noche” y no “La Edad de Oro”, y que muchos más personas acudieron a las salas
de cine a ver Loca academia de policía 2 o Top Gun que la maravillosa ¿Qué he hecho yo
para merecer esto!! Como cualquier movimiento o tendencia artística que genera un seísmo
en el status quo de un determinado tejido social, la Movida indudablemente es detectable
en el imaginario cultural de la España contemporánea, conviviendo con muchas otras cosas,
entre los vericuetos del llamado “otro cine” contemporáneo en películas como El Futuro de
Luis López Carrasco pero también en el más banal concurso de karaoke de cualquier
cadena de televisión. En otros términos, “La Movida” es parte de un gran tablero con fichas
y territorios movedizos, apareciendo y desapareciendo a oleadas, de manera inconsistente,
desde la heterogeneidad más absoluta, exactamente como nació en su día.
Este film propone un breve paseo por los espacios urbanos de Madrid donde nació
el mito/realidad/ficción de La Movida. Indaga por las esquinas, edificios y locales. Intenta
observar e intervenir. Observa para retratar el paso del tiempo en ese organismo cambiante
que es la ciudad de Madrid e interviene para moldear unos recuerdos que quizá no
tengamos pero construimos al encontrarnos de frente con los vestigios de algo que
deseamos haber vivido. Es por tanto un alegato político y también un tour turístico, una
búsqueda selectiva y una celebración de la casualidad. Abraza la contingencia guiando
nuestros pasos. Pregunta y no responde del todo. Responde preguntas que no se plantean.
Rezuma dudas pero también lanza inequívocos alaridos contra la homogeneización actual
de cualquier gran megalópolis globalizada. Finalmente, busca La Movida en aquellos

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Espectros de la movida

lugares donde puede que algún día estuviese, como coartada para hablar de la cotidianidad
del presente, el día a día de una ciudad en la que en estos momentos, en otros lares, alguien
quizá esté intentando cambiar las cosas como algunos de los mencionados artistas hicieron,
allá por los lejanos 80. Una de las cuestiones clave es: ¿los descubriremos a tiempo,
pudiendo disfrutarlos, desaparecerán sin dejar rastro o abrazarán el mainstream para ganar
visibilidad, transformándose solo en bocetos de lo que pudieron llegar a ser?

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