Está en la página 1de 8

Desafiar al silencio con

dibujos
Aurora Villaseñor
Fotografía de Víctor Benítez
Verónica Gerber va por la vida percatándose del
más exiguo de los signos en lealtad a su propósito
de ampliar el espectro en el que leemos.
Verónica Gerber fija la mirada durante escasos segundos en algún punto
del infinito, después enfoca rápidamente en otra dirección; luego vuelve a
cambiar su objeto de inspección como si el movimiento veloz de sus ojos
diáfanos trazara líneas imaginarias o diagramas parecidos a los que emplea
para entender el mundo.

Lo más probable es que, desde que decidió estudiar en Escuela Nacional


de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda y posteriormente una
maestría en historia del arte en la Universidad Nacional Autónoma de
México, el hemisferio derecho de su cerebro haya sido el más estimulado,
pues es el encargado de los impulsos creativos. Sin embargo, es claro que
su pensamiento también tiene mucho en común con el engranaje al que
responden las matemáticas.

Verónica tiene el don dar orden a su realidad inmediata bajo la teoría de


conjuntos. Esa que echó mano de los diagramas circulares de John Venn
para explicar que el universo contiene una serie de conjuntos con una
infinidad de posibilidades para conectarse.

Sin pretenderlo, su lógica matemática le ha facilitado explicar su visión,


tanto de las crisis ecológicas, como de rupturas amorosas, o del ánimo que
pesa en los exiliados que huyen de turbulencias políticas.

Pero las estructuras conceptuales son apenas una de las plataformas que
emplea en su continua transgresión del lenguaje. Para entender a Verónica
Gerber, que se considera una “artista visual que escribe”, tendríamos que
comenzar por reconocer la posibilidad de desafiar al silencio con dibujos,
pues la cualidad comunicativa no es exclusiva de las palabras.

“En mi quehacer todo está detrás del silencio, en un espacio en que el


lenguaje no es suficiente, sea visual o sea escrito. Mis proyectos buscan
poner el lenguaje al límite porque me parece que el presente nos está
exigiendo entender cuestiones que a veces no somos del todo capaces de
percibir y discernir, y pienso que eso está relacionado con nuestra
incapacidad lectora”, explica.

Gerber va por la vida percatándose incluso del mas exiguo de los signos en
lealtad a su propósito de ampliar el espectro en el que hasta ahora hemos
leído. Dentro de su obra hay varias clasificaciones, una de ellas son las
escrituras visuales, libros objeto donde los textos funcionan como piezas
visuales, libros en los que diagramas, fotografías y dibujos cuentan una
historia sin necesidad de palabras.

“Entiendo la escritura como un soporte más para hacer un proyecto, y cada


proyecto de algún modo va determinando la forma en la que va a
mostrarse colado por mis ojos a los lectores, o espectadores, o
lectoespectadores. Lo que me importa es poner en el límite las
herramientas”, dice

Su obra refleja la voz interna de una Verónica Gerber que comunica ideas
y pesares jugando a sustituir las letras por símbolos distintos. Con ese
mismo juego creó nueve libros (Conjunto vacío, Tercera persona, Los
hablantes, Trail, Mudanza, Invisible, Homesick, Espacio negativo y La
Compañía), tres espacios narrativos, que son instalaciones y performance
literario-visuales (Palabras migrantes, Conferencia
secreta, e Invisible_indecible), seis Traducciones visuales, constituidas por
series de dibujos, pinturas, y animaciones (La signifiación del silencio, El
vacío amplificado, Poema invertido, Exhumación, Escritura de
tiempo, y Diagramas de silencio), y siete murales efímeros que diseñó en
vidrio, muro y vinil, ayudándose del carboncillo, la pintura acrílica, el
grafito y lápices de colores (El vacío amplificado, Los hablantes 1, Los
hablantes 2, Poema invertido, Biblioteca ciega, Historia del
tiempo, y Prosa del observatorio).
La sensación de desamparo que imprimió en su libro Conjunto
vacío (Almadía 2015) le valió el III Premio Internacional de literatura
Aura Estrada en 2013. El proyecto que concursó bajo el título “Diagrama”
y al que posteriormente cambiaron el nombre para su publicación, surgió
de la autobiografía pero germinó en la ficción.

Ahonda en los estragos que el exilio ha dejado en quienes experimentaron


su violencia, a través de la historia de una joven confundida que no define
si quiere situarse en la literatura o en las artes visuales y que, al igual que
Gerber, vive en un país al que sus padres llegaron huyendo de la dictadura
argentina.

Francisco Goldman, el fundador del galardón en honor a su fallecida


esposa, la también escritora Aura Estrada, describió el trabajo de Verónica
Gerber así:
“Ella escribe con una luminosa intimidad; su novela es ingeniosa,
brillante, conmovedora, profundamente original. Leerla me hizo sentir que
se había recompuesto el mundo”.

Antes de ser un libro, La Compañía (Almadía 2019) fue una exposición.


El más reciente de sus proyectos comenzó luego de que aceptara la
invitación de los curadores de arte contemporáneo Willy Kautz y Daniel
Garza Usabiaga a realizar una pieza abierta relacionada con Zacatecas,
pues en noviembre de 2018 se celebraría en esa ciudad la Bienal FEMSA.
Un certamen de artes visuales que desde 1992 se realiza en México para
impulsar la creación, y que paralelo al concurso adapta instalaciones. La
suya se llamó La máquina distópica.

Consistió en una fotonovela con paisajes de Nuevo Mercurio, un sitio al


norte de Zacatecas al que la caída de meteoritos hace millones de años
condenó al extractivismo de mercurio. El impacto convirtió sus campos en
yacimientos enriquecidos por este metal que atrajo a las corporaciones
mineras durante la Segunda Guerra Mundial (1939- 1945).

A eso se sumó una crisis ecológica después de que el entonces presidente


de México, Manuel Ávila Camacho (1940- 1946), se comprometiera a
ayudar a combatir las dictaduras nazi-fascistas permitiendo que México
exportara su producción de mercurio hacia Estados Unidos.
Para reflexionar sobre las consecuencias que el desastre ecológico trajo
consigo. Verónica Gerber adaptó el cuento El huésped, de la escritora
zacatecana Amparo Dávila. Intervino el texto cambiándole el nombre a los
personajes, moviendo el tiempo a futuro y modificando la narración rumbo
a la segunda persona.

“Cuando decidí poner reemplazar el huésped con una compañía, lo que


quería era cambiar el modo en que se ha leído ese cuento desde que fue
publicado y sugerir otras maneras de entender las posibilidades del
artefacto narrativo que ella propuso ahí. La idea es que, en lugar de que
llegue un huésped a aterrorizar la casa de una mujer con sus hijos, sea una
compañía la que llegue a violentar un pueblo”.

La Compañía, que terminó siendo el título de su versión del libro, resultó


ser un personaje tan preciso como abierto a distintas interpretaciones.
“Si tú piensas en la compañía, puedes pensar en primer lugar en la persona
que tienes a lado, tu pareja. También podrías pensar en las compañías
productoras de millones de objetos que nos acompañan día con día, como
los celulares”, dice. “También está esa compañía que a veces se anida sin
que queramos en el cuerpo y que solemos llamar enfermedad. Y esa
enfermedad puede ser consecuencia de los desastres ecológicos, por la
forma en la que trabaja la industria, excavando y devastando la Tierra. Eso
repercute en el cuerpo de quienes la habitan, sean personas o animales”.

“La máquina” es otra de las criaturas que conforman la historia, en el libro


aparece como elementos gráficos sobre las fotografías. Estos símbolos
vienen de la Máquina estética del artista zacatecano Manuel Felguérez.
“Me interesaba mucho la máquina como un guiño futurista. Es decir, la
maquinaria construida por seres humanos para devastar la tierra y para
poder extraer recursos naturales. La compañía en términos abstractos hace
eso, pero quien lleva a cabo la labor son las máquinas y los seres humanos.
Con ella intento poner en entredicho la estructura patriarcal de la
industria”, explica. “Nunca oímos hablar de una máquina cuidando niños,
las máquinas extraen mercurio, oro. Son modificaciones para generar
desconcierto y mirar desde un lugar crítico la normalidad de la revolución
industrial y el desarrollismo al que estamos acostumbrados”.

Si decidió apropiarse de las obras de ambos artistas fue para rendirle


homenaje a la genealogía que la ha ido forjando, pero también porque le
parecía importante respetar el contexto y el lugar al que pretendía llegar.
Al no ser zacatecana, eligió ver a través de los ojos de Amparo Dávila y de
Manuel Felguérez ese rincón del mundo donde cactus, nopales, palmas y
biznagas se extienden por interminables kilómetros de terracería.

Cuando terminó la exposición continuó su investigación leyendo reportes


de los que extrajo fragmentos que complementó con diagramas,
fotografías y testimonios. Este material constituyó la sección B del libro,
un ejercicio documental que denuncia la industria en torno a los
yacimientos del metal, la voracidad de las compañías mineras, la mancha
urbana que fue transformando a Nuevo Mercurio, y finalmente su
devastación.

“Aunque están separadas, ambas secciones conviven en mi cabeza y en mi


experiencia, porque lo que las separa no es una idea demasiado fuerte. El
proyecto podría ser interpretado como ficción, pero también como trabajo
documental”, explica. “Yo no quería hacer esa división, no quería tener
sólo una visión: la ficción o lo documental. Es por eso que en el libro está
todo”.

Tomó un año lograr que la exposición adquiriera las dimensiones


pertinentes para entrar en un libro y dejar en manos de los
lectoespectadores transformarlo infinitamente.
Mientras tanto, Verónica Gerber arquea las cejas flanqueadas por caireles
encogidos, fija la mirada en el sitio donde comenzó la conversación y se
cierra un diagrama.

*Fotografia de portada: Víctor Benítez

También podría gustarte