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Maurice Leenhardt

-..,. IDO

La persona y el mito
en el mundo melanesio
Do kamo
Paidós Básica

Últimos títulos publicados

38. H. M. Feinstein - La formación de William James


39. H. Gardner - Arte, mente y cerebro
40. W. H. Newton-Smitb - La racionalidad de la ciencia
41. C. Lévi-Strauss - Antropología estructural
42. L. Festinger y D. Katz - Los métodos de investigación en las ciencias sociales
43. R. Arrillaga Torrens - La naturaleza del conocer
44. M. Mead - Experiencias personales y científicas de una antropóloga
45. C. Lévi-Strauss - Tristes trópicos
46. G. Deleuze - Lógica del sentido
47. R. Wuthnow - Análisis cultural
48. G. Deleuze - El pliegue. Leibniz y el barroco
49. R. Rorty, J. B. Schneewind y Q. Skinner - La filosofía en la historia
50. J. Le Goff - Pensar la historia
51. J. Le Goff - El orden de la memoria
52. S. Toulmin y J. Goodfield - El descubrimiento del tiempo
53. P. Bourdieu - La ontología política de Martin Heidegger
54. R. Rorty - Contingencia, ironía y solidaridad
55. M. Cruz - Filosofía en la historia
56. M. Blanchot - El espacio literario
57. T. Todorov - Crítica de la crítica
58. H. White - El contenido de la forma
59. F. Rella - El silencio y las palabras
60. T. Todorov - Las morales de la historia
61. R. Koselleck - Futuro pasado
62. A. Gehlen - Antropologia fisica
63. R. Rorty - Objetividad, relativismo y verdad
64. R. Rorty - Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos
65. D. Gilmore - Hacerse hombre
66. C. Geertz - Conocimiento local
67. A. Schütz - La construcción significativa del mundo social
68. G. E. Lenski - Poder y privilegio
69. M. Hammersley y P. Atkinson - Etnografía. Métodos de investigación
70. C. Solís - Razones e intereses
71. H. T. Engelhardt - Los fundamentos de la bioética
72. E. Rabossi y otros - Filosofía de la mente y ciencia cognitiva
73. J. Derrida - Dar (el) tiempo 1. La moneda falsa
74. R. Nozick - La naturaleza de la racionalidad
75. B. Morris -Introducción al estudio antropológico de la religión
76. D. Dennett - La conciencia explicada. Una teoría interdisciplinar
77. J. L. Nancy - La experiencia de la libertad
78. C. Geertz - Tras los hechos
79. R. R. Aramayo, J. Murguerza y A. Valdecantos - El individuo y la historia
80. M. Augé - El sentido de los otros
82. T. Luckmann - Teoría de la acción social
83. H. Jonas - Técnica, medicina y ética
84. K. J. Gergen - Realidades y relaciones
86. M. Cruz (comp.) - Tiempo de subjetividad
87. C. Taylor - Fuentes del yo
88. T. Nagel - Igualdad y parcialidad
91. K. R. Popper - El mito del marco común
92. M. Leenhardt - Do kamo
Maurice Leenhardt

Do kamo
La persona y el mito
en el mundo melanesio

Pró~ogo de Andreu Viola Recasens

A Diputació
W Barcelona
xarxa de municipis
Servei de Biblioteques
Título original: Do kamo. La personne et le mythe dans le monde mélanésien
Publicado en francés por Gallimard, París

Traducción de M. 1. Marmora y S. Saavedra


Revisión técnica y notas de Andreu Viola Recasens

Cubierta de Mario Eskenazi

1 4 edición en lengua española: Buenos Aires, Eudeba, 1961


2 4 edición, Buenos Aires, Centro Argentino de Etnología Americana, 1984
1 4 edición en Paidós, 1997

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright»,
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y
la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1947 Y 1971 by Éditions Gallimard, París


© de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona
y Editorial Paidós, SAICF,
Defensa, 599 - Buenos Aires.

ISBN: 84-493-0343-5
Depósito legal: B-4.593-1997

Impreso en Novagrafik, S.L.,


Puigcerda, 127 - 08019 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain


SUMARIO

PRÓWGO, Andreu Viola Recasens ................................ 9


INTRODUCCIÓN . . . . . . • . . . . . . • • . . . . . • . . . . . . . • . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . 27
PRESENTACIÓN DEL MELANESIO . . • . . . . . • • • . . . . • • . . . . . . • . . . . . . • • • . . . 29

1. Verbum mentis ............................................. 31


2. Noción del cuerpo .......................................... 35
El cuerpo y la gramática ...... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Partes del cuerpo y mundo mineral y vegetal. . . . . . . . . . . . . . . .. 39
Designación del cuerpo ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
3. El viviente y el muerto .... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
El kamo ................................................. 45
El bao. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . .. ................. ..... ...... 48
Viviente y bao .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
El difunto ............................................... 52
Ninguna nada en la muerte .... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
El suicidio vengador de la evasión .......................... 55
Las resurrecciones ........................................ 58
Conclusión ................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
4. Delimitación mitológica y estratificaciones culturales ........... 61
El espacio ............................................... 62
El olor. . . . ....... ........ ... . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . 65
El difunto y la morada de los muertos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
La danza de los dioses: el baria ............................ 69
El mito de Pijeva ......................................... 71
El culto del antepasado y el culto del hábitat . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
5. Vida afectiva y totemismo. . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
Toma de conciencia de la identidad de las existencias ......... 76
Primera segmentación en la representación cosmomorfológica:
la pareja y el mundo genético ............................ 78
La representación totémica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
Disolución de la representación 'totémica .................... 83
6. El tiempo ................................................. 87
Computación del tiempo ....... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
Computación y ritual ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
I:.a cuenta de los días .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
El tiempo y la existencia .................................. 94
7. La sociedad y el altar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 101
Clan materno y clan paterno. Linaje de vida, linaje de poder ... 102
Dualidad, paridad, simetría .... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 105
El lazo orgánico y el lazo mítico en el parentesco. . . . . . . . . . . .. 110
La estructura de la sociedad ............................... 111
La choza y el altar ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 113
8 DO KAMO

8. Las formas míticas en las jefaturas .................. . . . . . . .. 115


El respeto al jefe ........................................ 116
Los modos de prestación ................................. 118
Las funciones del jefe .................................... 120
Jefaturas y máscaras .... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 128
Conclusión ....... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 130
9. La palabra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 131
El término no ........................................... 131
El término eweke: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 136
La palabra que permanece (tradición, mito, estatuto) .... . . . .. 136
El verbo .................... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 138
Representación de la palabra en estética ..... . . . . . . . . . . . . . .. 140
Palabra y lenguaje ....................................... 141
La palabra, manifestación de fuerza conceptual y creadora por la
cual el ser se afirma ....... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 142
10. La palabra constructiva .................................... 145
El parentesco de franca expresión ......................... 145
La palabra a cualquier precio y el caso del mal paso. . . . . . . .. 147
La palabra y la fijación de cualidades o estados ............. 149
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 150
11. Estructura de la persona en el mundo melanesio .............. 153
Nombre y denominación. El nombre y la personalidad. . . . . .. 155
Integridad de la personalidad ....... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 157
El mito totémico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 158
La individualización de la persona por el cuerpo ............ 160
La desagregación de la persona. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 163
Estructura de la persona ................................. 165
12. El mito ............... :.................................. 167
Regresión del pensamiento mítico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 168
Regresión del mito y de la ética totémica ................... 170
Pensamiento mítico y racionalidad ......................... 171
Mito e historia .......................................... 173
El mito melanesio y el mito en la civilización. . ... . .. . . . . . .. 176
Mito y palabra .......................................... 178
Mentalidad mítica ....................................... 179
Las mitologías .......................................... 184
Mito y racionalidad, modos complementarios del conocimiento 186

ÍNDICE ANALíTICO Y DE NOMBRES .. 189


PRÓLOGO

DO KAMO: EL REDESCUBRIMIENID DE UN CLÁSICO


DE LA ANTROPOLOGÍN

Maurice Leenhardt (1878-1954) ha sido un autor prácticamente desconoci-


do en España hasta hoy. Lamentablemente, ni siquiera en Francia se le ha he-
cho justicia, a juzgar por el relativo olvido en el que han caído sus obras, mu-
chas de las cuales no han vuelto a ser reeditadas. Las historias de la
antropología de autores anglófonos suelen ignorarle, y las de autores france-
ses apenas le dedican unas pocas líneas. Sin embargo, esta falta de reconoci-
miento parece hoy inconcebible, teniendo en cuenta algunos de los principa-
les datos de su vida y de su obra: fue el heredero intelectual predilecto de Mareel
Mauss"a quien sustituyó en su legendaria Cátedra de Religiones Primitivas
de la École Pratique des Hautes Études de París en 1941; fue el padre de la
antropología oceanista en Francia, con la fundación de la Société des Océa-
nistes y del Institut Franc;ais d'Océanie; también ha sido el autor con mayor
experiencia sobre el terreno de toda la historia de la antropología francesa,
y por último, nos ha legado una de las etnografías (Do kamo) más complejas y
originales de la década de los cuarenta. Si su obra no ha alcanzado la proyec-
ción que merecía ha sido, en gran medida, por su carácter heterodoxo y atípi-
co, que desafía el tradicional encasillamiento en escuelas teóricas. Como ha
señalado el principal analista de su obra, James Clifford, 2 Leenhardt es un
autor ban el penser, a quien por su condición de misionero evangélico, por su
orientación fenomenológica y por su peculiar estilo etnográfico (bastante ale-
jado de los cánones de su época), resulta bastante difícil hacerle encajar en
las clásicas taxonomías de paradigmas teóricos.

1. Una versión previa y sensiblemente diferente de este prólogo fue incluida en catalán
como estudio introductorio a una breve selección de artículos de Maurice Leenhardt publi-
cada bajo el título de La persona a les societats primitives (Barcelona, Icaria, 1995).
2. El estudio de James Clifford (1982) constituye el análisis más profundo y sugerente
de la vida y la obra de Leenhardt, aunque en algunas ocasiones tiende a sobrevalorar la ac-
tualidad de su legado etnográfico. Para profundizar en la biografía de Leenhardt y en su co-
rrespondencia personal, puede resultar útil la lectura de las obras de su hija Roselene (Dousset-
Leenhardt, 1980; Dousset-Leenhardt, 1984). Habría que añadir a estas referencias los núme-
ros monográficos de las revistas Objets et Mondes (Musée de I'Homme, París, verano de 1977)
y Journal de la Société des Océanistes (París, vol. 34, nOS 58-59, 1978), consagrados a la obra
de Leenhardt al cumplirse el centenario de su nacimiento.
10 ANDREU VIOLA RECASENS

MAURICE LEENHARDT, ANTROPÚWGO y MISIONERO

Un elemento clave para entender determinados recelos hacia la obra de Leen-


hardt sería, evidentemente, su condición de misionero protestante. A pesar de
que misioneros como R. H. Codrington o Carl Strehlow habían publicado al-
gunas obras fundamentales para la etnología posterior de Oceanía, y de que
antropólogos de principios de siglo de la talla de Haddon, Seligman o Rivers
habían colaborado estrechamente en Melanesia con misioneros (aprovechan-
do la mayor experiencia previa sobre el terreno y la mejor preparación lin-
güística de estos últimos), la publicación en 1922 de la obra fundacional de
la antropología profesional contemporánea, ws argonautas del Pacífico Occi-
dental, de Bronislaw Malinowski, alteraría de forma drástica esta relación. La
profesionalización de la antropología, y la consiguiente pretensión de los an-
tropólogos de ser reconocidos como intérpretes privilegiados, cuando no ex-
clusivos, del hombre primitivo, les obligaba a desmarcarse radicalmente de
sus potenciales competidores, los viajeros, los funcionarios coloniales, y muy
especialmente de los misioneros, quienes por su dominio de las lenguas nati-
vas (bastante superior al de los antropólogos, por lo menos hasta la Segunda
Guerra Mundial) se hallaban en mejor disposición para cuestionar la autori-
dad de los antropólogos.
En todo este proceso, como es sabido, la obra de Malinowski habría de ju-
gar un papel destacado, y su animadversión personal hacia W. J. V. Saville, de
la London Missionary Society, contribuyó decisivamente a desprestigiar la cre-
dibilidad intelectual de los misioneros, presentándolos como fanáticos inca-
paces de entender las culturas nativas (Barker, 1992; Pulman, 1990; Thomas,
1989a). De esta manera, se configuraría uno de los mitos fundacionales de la
antropología académica, según el cual el antropólogo sería un observador pri-
vilegiado, científicamente objetivo y libre de prejuicios, cuya presencia no pro-
vocaría ninguna distorsión en la sociedad estudiada, en contraste con la ima-
gen del misionero intolerante y dogmático (Clifford, 1983:27).
Este estigma profesional perjudicó, indudablemente, la proyección acadé-
mica de Leenhardt, a quien en más de una ocasión se ha tratado de descalifi-
car con la malévola etiqueta de misionero «aficionado» a la antropología. Poco
pareció importar a sus detractores que el mismísimo Marcel Mauss dijera de
él en cierta ocasión que estaba más libre de prejuicios que todos los etnólogos
y sociólogos de su época (Dousset-Leenhardt, 1977:111).*
La actitud de Leenhardt como misionero ante las culturas nativas de Nue-
va Caledonia nunca se correspondió con el estereotipo del conversor funda-
mentalista, sino que, por el contrario, su heterodoxo empeño en estudiar y de-
fender la mitología y el ritual nativos con el tiempo le hicieron ganarse la
hostilidad de su propia Iglesia (la Société des Missions Évangéliques de Pa-
rís), y la de los misioneros católicos de la isla, que llegaron a acusarle en 1938
de «neopaganismo», por incitar a los canacos a mantener sus cultos tradicio-
nales (Clifford, 1982:168). Para entender esta heterodoxia de Leenhardt hay que
tener presente la decisiva influencia de su padre, pastor protestante que des-

* No fue éste el único comentario elogioso que Mauss dedicó a Leenhardt; en 1929, en
una intervención en la Société Franc;:aise de Philosophie, Mauss le calificó como «uno de nues-
tros mejores sabios franceses» (Mauss, 1929:107).
PRÓLOGO 11

de su plaza de profesor de geología en la facultad de Teología protestante de


Montauban se convertiría en un enérgico defensor del evolucionismo darwi-
nista en una época en la que dicha teoría todavía era considerada en medios
religiosos como poco menos que una herejía.
Esto no significa, sin embargo, que nunca se produjeran interferencias en-
tre sus intereses misionales y la perspectiva etnográfica. Esta tensión, como
ha remarcado Clifford (1982), late en toda su obra, aunque no habría que bus-
carla tanto en el terreno de las creencias religiosas, en el cual Leenhardt de-
mostró una asombrosa tolerancia, como en ciertas actitudes morales marca-
damente puritanas. Así, por ejemplo, en una reseña (1931) de The Sexual Lite
ot Savages de Malinowski, se mostró escandalizado por la justificación fun-
cionalista de la promiscuidad premarital (que Leenhardt calificaba como «in-
moralidad primitiva»), y condenó la insistencia de Malinowski en los aspectos
sexuales como una invitación al «libertinaje», realizando toda una apología
de la familia cristiana (Clifford, 1982:147). También es muy significativo su si-
lencio a propósito de los ritos homosexuales de iniciación, ampliamente do-
cumentados en Nueva Caledonia (Herdt, 1984:12). Y tampoco hay que olvidar
la satisfacción con que resaltaba en Gens de la Grande Terre que los canacos,
en quienes Leenhardt tendía a proyectar sus propios valores de puritanismo
y religiosidad,3 no consumieran ningún tipo de estimulante antes de la llega-
da de los europeos (Leenhardt, 1937:206).4
Tras una estancia ininterrumpida en Nueva Caledonia entre 1902 y 1926,
Leenhardt regresó a París, cada vez más distanciado de la jerarquía de su Igle-
sia y con un creciente interés por la etnología. La condición de misionero de
Leenhardt, en un ambiente académico profundamente laico y de tradición po-
sitivista, como el de la Francia de entreguerras, no era precisamente ventajo-
sa para facilitar su inserción en los círculos antropológico~ parisinos tras su
retomo de Nueva Caledonia. Pero su experiencia de veinticinco años de traba-
jo de campo continuado en Melanesia, despertó inmediatamente el interés de
Lévy-BruhI y Marcel Mauss, quienes le abrieron las puertas del mundo uni-
versitario. En una escuela antropológica como la francesa, marcada por el im-
pacto sangrante de la Primera Guerra Mundial, que había frustrado el trabajo
de campo de toda una generación, la llegada de Leenhardt con su dilatadísi-
ma experiencia sobre el terreno y un dominio portentoso de varias lenguas

3. En diversas cartas a sus padres durante los primeros tiempos de su estancia en Nueva
Caledonia, Leenhardt había llegado a comparar a los canacos nada menos que con los he-
breos del Antiguo Testamento. Precisamente éste es el aspecto más controvertido de su obra,
puesto que antropólogos que han trabajado posteriormente en Nueva Caledonia, como An-
dré Haudricourt y Alban Bensa, o incluso algún intelectual nativo, le acusan de haber visto
relaciones «míticas» o «sagradas» allí donde había una actitud mayormente pragmática.
4. Al margen de cualquier valoración moral, el dato parece ser rigurosamente cierto. Nueva
Caledonia sería, junto con alguna de las islas Salomon, el único archipiélago de Melanesia
(y prácticamente de toda Oceanía) en el cual no parece haberse consumido históricamente
el kava (bebida elaborada con raíces de Piper methysticum, de efectos relajantes y anestési-
cos); curiosamente, el consumo de kava se está generalizando en Nueva Caledonia durante
los años 90, introducido por inmigrantes de las islas Vanuatu (Chanteraud, 1996). Por otra
parte, Nueva Caledonia también sería el único archipiélago (junto con Vanuatu) de toda Me·
lanesia donde nunca se ha practicado la masticación de betel (mezcla de nueces de la palme-
ra Areca y de hojas de Piper betle, de efectos estimulantes) (Marshall, 1987).
12 ANDREU VIOLA RECASENS

melanesias, constituyó un acontecimiento excepcional, muy celebrado por


Mauss, preocupado por las graves limitaciones de las investigaciones erudi-
tas de gabinete y por su creciente descrédito en los círeulos académicos britá-
nicos. Leenhardt para Oceanía, Alfred Métraux en el continente americano y
Mareel Griaule en Africa se convertirían en las figuras emblemáticas de la pri-
mera generación de field-workers franceses.
Si el impresionante conocimiento de primera mano de las culturas nativas
acumulado en Nueva Caledonia por Leenhardt atrajo de inmediato la curiosi-
dad de Mauss y Lévy-Bruhl, éste a su vez quedó fascinado ante la descomunal
erudición de ambos sabios. Comenzaría así una intensa relación de amistad
y colaboración intelectual, que daría lugar a innumerables e interminables
charlas, únicamente interrumpidas por la muerte de Lévy-Bruhl en 1939 y por
la de Mauss en 1950. La colaboración fue, contra lo que a veces se ha señalado,
mucho más profunda y fructífera con Mareel Mauss, contribuyendo decisiva-
mente a completar la formación teórica de Leenhardt y a reforzar sus brillan-
tes (aunque anárquicas) intuiciones con una base de rigor metodológico. En
cierta manera, la obra de Leenhardt se podría considerar como una aplica-
ción etnográfica del colosal proyecto de Durkheim y Mauss de reconstruir la
historia cultural de las categorlas del espíritu humano: la propiedad, el cuer-
po, el mito, el tiempo, la magia, el sacrificio, la muerte, el arte o la persona.
La perspectiva de Mauss se basaba en una monumental erudición desde la cual
edificaba grandes tipologías históricas y comparativas; Leenhardt, en cambio,
aportaba el punto de vista indígena, el minucioso desciframiento de la cosmo-
visión melanesia a través del lenguaje y la mitología. Como resultado de esta
colaboración, en 1933 Leenhardt se convierte en ayudante de Cátedra de Mauss
en la École Pratique des Hautes Études, yen 1941 le sustituye definitivamente
en su Cátedra de Religiones Primitivas.
Leenhardt no creó escuela, aunque de sus clases surgieran figuras tan bri-
llantes (y heterodoxas como él mismo) como Michel Leiris. La razón fundamen-
tal para explicar el ostracismo intelectual al que ha sido condenado Leenhardt
en Francia,s cabe atribuirla a la mutua hostilidad con quien sería su sucesor
en la Cátedra a partir de 1951: Claude Lévi-Strauss. Leenhardt no vio con bue-
nos ojos la candidatura de Lévi-Strauss a ocupar su plaza, pero el apoyo de
Georges Dumézil sería a la postre decisivo. Lévi-Strauss nunca le perdonó su
oposición. Antes que polemizar con Leenhardt, prefirió ignorarle a lo largo
de toda su obra, a pesar de que la temática de títulos tan clásicos como El
pensamiento salvaje, El totemismo en la actualidad, o las Mitológicas ofrecía
innumerables oportunidades para el debate con su antecesor.
Curiosamente, la comparación de sus respectivas obras, pese a evidenciar
diferencias radicales (de entre las cuales podríamos destacar el énfasis de Leen-

5. La expresión no es tan exagerada como podría parecer a primera vista. Por citar un
ejemplo, en 1971 el CNRS de París organizó un ambicioso coloquio internacional sobre «La
noción de persona en el Africa negra», que podría haber sido una inmejorable ocasión para
debatir a fondo las ideas de Leenhardt. Pero en la práctica, de las 33 intervenciones registra·
das durante el coloquio (comprendiendo tanto estudios de casos etnográficos como reflexio-
nes teóricas), tan sólo en tres se le mencionaba fugazmente, a pesar de que, para mayor es-
carnio, entre los participantes había una mayoritaria representación de la École des Hautes
Études en la que Leenhardt había desarrotlado toda su actividad académica (Dieterlen, 1973).
PROLOGO 13

hardt en la emotividad del pensamiento «primitivo», por contraste con el ca-


rácter lógico postulado por Lévi-Strauss), también aporta analogías interesan-
tes, que han motivado que en Estados Unidos Leenhardt haya sido visto por
algunos aspectos de su obra como un estructuralista avant la lettre (Clifford,
1982:177; Wagner, 1980:690).6 En cambio, el estructuralismo francés no se ha
identificado con su obra, y sin hacer de ella una crítica serena y sistemática,
la ha metido en el mismo saco que a Lévy-Bruhl y la ha condenado a las tinie-
blas. Con la apropiación por parte de Lévi-Strauss del legado intelectual de
Marcel Mauss, se consumaría la expulsión de Leenhardt del árbol genealógi-
co oficial de la antropología francesa (Rabinow, 1983:206).

LEENHARUT y NUEVA CALEDONIA

Tampoco se puede decir que la elección de Nueva Caledonia como área de


trabajo y estudio haya facilitado precisamente la difusión de la obra de Leen-
hardt. Además de ser la más desconocida y remota de todas las colonias fran-
cesas de ultramar, el hecho de estar inmersa en una extensa región (Melane-
sia) anglohablante y cuya literatura etnográfica ha sido producida casi
exclusivamente en inglés,' ha provocado que Nueva Caledonia haya sido, por
lo menos hasta la traducción de Do kamo al inglés en 1979, terra incognita
para los oceanistas anglófonos, como reconocía abiertamente un renombrado
especialista norteamericano (Wagner, 1980:690).
Nueva Caledonia, situada unos 2.000 kilómetros al sur de las islas Trobriand,
está integrada por la isla principal (la Tierra Grande, de 16.000 krn2 de super-
ficie) y por las islas Loyauté, de una extensión total de '4.000 km2 • La pobla-
ción de este conjunto de islas, conocida genéricamente por la denominación
«canacos» (kanak, palabra de origen maorí cuyo significado sería «ser huma-
no»), presenta una importante diversidad lingüística (a principios de siglo se
hablaban 36 lenguas diferentes) y cultural, puesto que las islas Loyauté y la
costa oriental de la isla principal se caracterizan por las evidentes influencias
culturales recibidas de Polinesia, mientras que el sur sería mucho más próxi-
mo culturalmente a Australia y Nueva Guinea, y el norte presentaría signifi-
cativos rasgos indonesios. A causa de esta acusada diversidad etno-cultural

6. Una lectura apresurada y superficial de la obra de Leenhardt podría situar a dicho


autor, por su uso recurrente de conceptos como «totemismo» o «participación», en la obso-
leta tradición de pensamiento antropológico contra la cual reaccionó Lévi-Strauss. Pero la
concepción leenhardtiana según la cual el parentesco canaca, la organización social. o inclu-
so la propia persona, estarían constituidos no tanto por individuos o grupos concretos como
por un sistema de relaciones abstractas, es de una sorprendente modernidad y constituye
un claro precedente del estructuralismo (Clifford, 1982:177). Esta afinidad es muy acusada
en el análisis de Leenhardt de los intercambios matrimoniales, de los sustantivos duales ca-
nacos o de las relaciones de oposición y complementariedad entre categorías nativas como
karo y lcamo o kamo y bao.
7. Piénsese, por ejemplo, en autores de la talla de Rivers, Haddon, Seligman, Malinows-
ki, Hocart, Fortune, Gregory Bateson o Margaret Mead, por no citar más que los principales
nombres de la primera mitad del siglo xx. La abrumadora hegemonía de la antropología bri-
tánica en Melanesia hasta la Segunda Guerra Mundial, y de la norteameric;:ana (sin olvidar
la creciente producción australiana) desde entonces, ha relegado a la literatura etnográfica
en otros idiomas a un papel meramente anecdótico.
14 ANDREU VIOLA RECASENS

propiciada por su situación geográfica, Nueva Caledonia es un caso peculiar


que no encaja fácilmente en los estereotipos de primitivismo comúnmente aso-
ciados a Melanesia. 8
Nueva Caledonia fue anexionada por Francia en 1853. Desde 1863 fue utili-
zada como colonia penitenciaria, a la cual fueron enviados 20.000 prisioneros
(entre ellos, 4.000 de los detenidos durante los sucesos de la Comuna de París).
Pero a partir del descubrimiento de importantísimos yacimientos de níquel
(1867), cromo y cobalto (1875), las autoridades metropolitanas comenzaron a
replantearse su futuro. Para asegurarse de que ningún movimiento secesionista
pudiera arrebatarle en el futuro la soberanía de aquel valioso enclave minero,'
el gobierno francés comenzó a repoblar la isla con población asiática y fran-
cesa (concediendo tierras a los ex presidiarios para que se asentaran como co-
lonos). En 1941, la mitad de la población europea residente en Melanesia ya
estaba concentrada en Nueva Caledonia (Brookfield, 1972:93).
La población nativa de las islas, diezmada por sucesivas epidemias (gripe,
viruela, sarampión), fue confinada a partir de 1868 en reservas controladas
por la Gendarmería, de las cuales no se podía salir sin una autorización espe-
cial, y que algún autor ha denominado «kanakstans» por su evidente simili-
tud con los «bantustans» del sistema sudafricano de apartheid. Mezclados en
las reservas entre grupos de distintos lenguajes o incluso de clanes enemista-
dos desde tiempos remotos (para quebrar así su cohesión social y cultural),
privados de la mayor parte de sus tierras, y reclutados en forma compulsiva
para trabajar en las plantaciones de café de los colonos franceses, los canacos
que encontró Leenhardt a su llegada a Nueva Caledonia en 1902 posiblemente
parecían los últimos restos de una cultura agonizante. Esta imagen era plena-
mente aceptada por los colonos y las autoridades metropolitanas, convenci-
dos de que la cultura nativa estaba inexorablemente sentenciada a desapare-
cer por las «leyes de la historia». Precisamente por ello, el empeño de Leenhardt
por preservar y dignificar la cultura canaca comenzó a despertar las sospe-
chas de sus compatriotas, y con el tiempo se traduciría en una abierta hostili-
dad hacia la presencia de antropólogos en las islas. 9

8. Melanesia (o Austro-Melanesia, incluyendo a los aborígenes australianos), fue caracte·


rizada como «área cultural» por la oscura pigmentación de sus habitantes -que dio nombre
a la región- y sobre todo por su supuesto primitivismo: bandas y tribus relativamente igua-
litarias, con sistemas económicos, políticos y rituales muy rudimentarios, en contraste con
la centralizada y jerárquica organización social polinesia (Sahlins, 1963). Las poblaciones
nativas de Australia, Tasmania o Nueva Guinea se habían convertido desde el auge de! evolu-
cionismo en e! ejemplo por antonomasia de «fósiles vivientes», en algo así como un vestigio
de lo que pudo haber sido el grado cero de la cultura (Hiatt, 1996); no es ninguna casualidad
que Durkheim (1912) se valiera de los aborígenes australianos para reconstruir los hipotéti-
cos orígenes de la religión en los albores de la humanidad; tampoco lo es que las principales
expediciones (como la de Rivers y Haddon al estrecho de Torres en 1901 o la de Thumwald
en 1906), organizadas con el propósito de estudiar las diferencias psíquicas entre «civiliza-
dos» y «primitivos», se dirigieran precisamente a Melanesia. Pero en la actualidad, la artifi-
ciosa dicotomía entre Me!anesia y Polinesia en cuanto «áreas culturales» está siendo some-
tida a revisión y discusión (Keesing y JoIly, 1992; Thomas, 1989b), y uno de los argumentos
esgrimidos es que archipiélagos como Nueva Caledonia o las islas Fiji serían, en la práctica,
inclasificables en una u otra.
9. En palabras del antropólogo Alban Bensa: .... Los europeos residentes en Nueva Cale-
donia jamás han aceptado, ni siquiera asimilado, los trabajos de Leenhardt. Han seguido con-
siderando a los canacos, a través del fantasma australiano referente a los aborígenes, como
PRÓLOGO 15

Aunque el talante paternal y especulativo de los escritos de Leenhardt pue-


da parecer hoy cualquier cosa menos subversivo, las sospechas de los colonos
y las autoridades no iban totalmente desencaminadas. A partir de 1968, estu-
diantes canacos en París comienzan a radicalizarse y a reivindicar la indepen-
dencia del archipiélago, adoptando un discurso muy influido por el marxis-
mo y sumamente crítico con el papel de las Iglesias. De este movimiento
surgirían partidos como el PALIKA (Parti de Libération Kanak), el sindicato
USTKE (Union Syndicale des Travailleurs Kanaks Exploités) o incluso el FNLKS
(Front National de Libération Kanak Socialiste), que optaría por la lucha ar-
mada contra el régimen colonial. A pesar de la orientación marxista de dichas
organizaciones, la obra de Leenhardt se convirtió para ellas en un valioso re-
curso simbólico, muy citado en sus comunicados. Así, por ejemplo, las deman-
das de recuperación de territorio o de enseñanza en lengua nativa citan explí-
citamente las interpretaciones de Leenhardt sobre la relación mítica del canaco
con su tierra, o sus innumerables disquisiciones sobre la sutileza de las len-
guas nativas y la necesidad de preservarlas (Bourdieu y Bensa, 1985:72-73; Tho-
mas, 1989a:124).
He aquí una de las principales paradojas de Leenhardt: por una parte, la
denuncia del brutal impacto del colonialismo y de su nefasta secuela de de-
sestructuración de las sociedades nativas, calificada de «desastre humano»;
por otra, sus actividades de proselitismo religioso, que en el contexto de la si-
tuación colonial inevitablemente habrían de legitimar la presencia francesa
en las islas y profundizar dicho proceso de desestructuración cultural. Por un
lado, el etnógrafo dispuesto a defender y ensalzar la mitología y las tradicio-
nes de los canacos; por 'otro, el misionero dedicado a erradicar la poliginia
o los excesos de los festivales pilú, y a inculcar una visión desencantada (<<an-
tropomórfica», en palabras del propio Leenhardt) del mundo. ¿Cómo se pue-
den reivindicar la autonomía y la responsabilidad personales y, al mismo tiem-
po, condenar sus efectos disgregadores sobre la colectividad? ¿No incurriría
esta actitud contradictoria en cierta «nostalgia imperialista» consistente, se-
gún Rosaldo (1989), en lamentar la pérdida de aquella alteridad supuestamen-
te «pura» que uno mismo ha ayudado a destruir? El creciente distanciamien-
to de Leenhardt de las actividades evangélicas a partir de los años treinta y
su definitiva dedicación a la antropología, probablemente no fueran ajenos a
todas estas contradicciones.

Do KAMO. LA OBRA MAESTRA DE LEENHARDT

En conjunto, la obra de Leenhardt es relativamente extensa, dispersa y de-


sigual. Su obra antropológica está integrada por siete libros y medio centenar

primitivos comedores de raíces, sin ningún interés y que han de desaparecer o bien integrar-
se -en el nivel más bajo- en la sociedad colonial (... ). Los libros de Leenhardt y de los muy
escasos etnólogos posteriores no han tenido ningún efecto sobre estos prejuicios. Para la Nueva
Caledonia blanca. el etnólogo es un agitador potencial, que aporta malas ideas a los canacos
e inventa valores nativos respetables con el único propósito de culpabilizar a los colonos»
(Bourdieu y Bensa, 1985:73-74). Un ejemplo de esta marcada hostilidad es el atentado sufri-
do hace algunos años por el antropólogo francés Jean Guiart.
16 ANDREU V¡.oLA RECASENS

de artículos repartidos entre las principales revistas de pensamiento y cien-


cias sociales de la Francia de entreguerras, a los cuales habría que añadir otros
nueve libros y centenares de artículos de carácter estrictamente misional (véase
Clifford [1982] para una bibliografía exhaustiva). Por lo que a su producción
antropológica se refiere, las primeras obras se resienten de notables deficien-
cias, entre las cuales destacan su todavía limitado bagaje teórico o la persis-
tencia de determinados resabios evolucionistas, que le llevaban a concebir la
relación entre el pensamiento «primitivo» y el «civilizado» en términos dema-
siado lineales. Mayor interés presenta su obra maestra de 1947, Do kamo, que
ha resistido mucho mejor el paso del tiempo.
El lector podrá apreciar a lo largo de esta obra la extraordinaria riqueza
de la información etnográfica, manejada por Leenhardt con innegable maes-
tría. Do kamo se articula (como el resto de su obra, aunque de forma más sóli-
da) en torno a dos ejes temáticos, el mito y el lenguaje, en cuya intersección
Leenhardt creyó encontrar la clave para entender la construcción canaca de
la persona y, en definitiva, la lógica del pensamiento nativo. Precisamente el
prodigioso dominio de varios lenguajes neocaledonianos (en una época en que
la inmensa mayoría de antropólogos se veían obligados a recurrir a intérpre-
tes en su trabajo de campo) convierte a Leenhardt en un autor excepcional den-
tro del contexto de su época. 10 Este dominio magistral le permitió utilizar el
lenguaje nativo como herramienta analítica para penetrar hasta los más pro-
fundos recovecos de la mitología y el simbolismo de los canacos, a través de
las más sutiles metáforas, las asociaciones de ideas, o los desplazamientos se-
mánticos. En su análisis del lenguaje, Leenhardt alterna la perspectiva sincró-
nica para estudiar en forma sistémica la terminología de parentesco, los sus-
tantivos duales o las oposiciones y complementariedades entre parejas de
conceptos como karo-kamo o kamo-bao, en un estilo próximo a la etno-
semántica, con la perspectiva diacrónica para estudiar la transformación del
significado de determinados conceptos por efecto del colonialismo, la evange-
lización o las transformaciones sociales, en una línea reminiscente de la re-
construcción del vocabulario de las instituciones indoeuropeas realizada por
Émile Benveniste o por el propio Mauss.
El papel central que las metáforas ocupan en la obra de l..eenhardt, en cuanto
nódulos de significado en el pensamiento nativo, y en cuanto recurso para tra-
ducir dicho pensamiento, constituye un estímulo y a la vez un inconveniente
para su lectura; un estímulo, en la medida en que la estructura metafórica con-
densa los valores fundamentales de una cultura (Fernández, 1974; Lakoff y John-
son, 1980), y también en la medida en que las metáforas son susceptibles de
múltiples interpretaciones, negociaciones y relecturas: nos dan, por lo tanto,
una visión más pluralista y dinámica de la cultura que la del viejo estructural-
funcionalismo de inspiración parsoniana y su concepción monolítica y deter-
minista de la acción de los sistemas normativos y los mecanismos de control
social sobre el individuo. Pero también un inconveniente, puesto que las metá-
foras son, por definición, polisémicas y ambiguas. En este sentido, la obra de

10. Un ejemplo bastante espectacular de este dominio abrumador es su Vocabulaire el


grammaire de la langue houailou, que al publicarse en 1935 despertó el entusiasmo de Mauss.
En dicha ohra se recogían más de 5.000 definiciones rawnadas de conceptos nativos.
PROLOGO 17

Leenhardt no es de lectura fácil, especialmente si se está acostumbrado a la


claridad y el esquematismo de las monografías británicas clásicas. Así lo han
constatado sus desconcertados lectores anglófonos, alguno de los cuales no
ha dudado en calificar su estilo de «críptico» (Wagner, 1980:691).
Al igual que otros autores de la tradición durkheimiana, como Hubert o
Hertz, la obra de Leenhardt no ha sido conocida en el mundo académico an-
glohablante hasta épocas muy recientes. Una de las razones fundamentales para
entender este sorprendente desconocimiento habría que atribuirla a los rece-
los que la antropología clásica francesa ha despertado entre sus colegas bri-
tánicos por su bagaje filosófico (Karady, 1988:32), visto como metafísico, es-
peculativo y alejado de la tradición inglesa clásica, más empírica y pragmática.
La aspiración de Leenhardt (frecuentemente repetida y ensayada a lo largo de
su obra) de llegar a «pensar como un canaco» no podía sino motivar la des-
confianza o el sarcasmo de autores británicos como Evans-Pritchard, quien
caricaturizaría años después este tipo de razonamientos con la expresión «si
yo fuera un caballo» (Evans-Pritchard, 1965:48).*
Con todo, no deja de ser curioso que una obra tan compleja y fascinante
como Do kamo no haya sido traducida al inglés hasta el año 1979 (es decir,
32 años después de su publicación y 25 después de la muerte de su autor), y
que, habiendo sido ignorada por la mayoría de los oceanistas, haya desperta-
do un más que notable interés de los teóricos de la antropología reflexiva o
dialógica (etiquetada por sus detractores, no sin cierto desdén, como "posmo-
derna»). La revalorización de la concepción hermenéutica de la antropología
(como reacción al empirismo cientifista de los principales paradigmas teóri-
cos desde los años cincuenta), la desmitificación de la autoridad etnográfica
-que ha permitido una relectura más serena de las etnografías escritas por
misioneros-, y el redescubrimiento de la antropología francesa del periodo
de entreguerras y especialmente de autores como Michel Leiris, Marcel Griaule,
o el propio Leenhardt, serían algunas de las principales razones de este reco-
nocimiento. Prueba de este interés es que los principales ideólogos de la an-
tropología reflexiva hayan consagrado trabajos a la obra de Leenhardt (Clif-
ford, 1977; Clifford, 1980; Clifford, 1982; Crapanzano, 1979; Rabinow, 1983).
Una de las coincidencias más remarcables entre la obra de Leenhardt y la
corriente postestructuralista norteamericana es la referente al papel d~ los
informantes dentro del texto etnográfico. Por contraste con los hábitos de la
antropología clásica, los informantes de Leenhardt tienen nombres propios,
rasgos personales distintivos, y voz propia dentro del texto, les oímos dialogar
con el etnógrafo, abandonando de esta manera la característica ventriloquia
etnográfica; no constituyen una masa anónima (los nuer, los trobriandeses) y
deshumanizada, como suele suceder en las etnografías «autoritarias» (Clifford,
1983:39-40; Crapanzano, 1980:23; Marcus y Cushman, 1982:32-33).

* También Malinowski (1944:29) se había expresado en este sentido años antes, en un pá-
rrafo que podría constituir toda una declaración de principios teórico-metodológicos de la
antropología social británica: «Tratando con gentes de una distinta cultura, es siempre peli-
groso dejarse influir por la empatía. que conduce habitualmente a conjeturar lo que otra
persona debería haber pensado o sentido. El principio fundamental del investigador de campo
(...), es que las ideas, emociones y conatos no llevan perennemente una existencia críptica,
escondida en las inexplorables honduras, conscientes o inconscientes, del espíritu. Toda psi·
cología seria (... ) s6lo puede trabajar con observaciones de una conducta exteríorizada... ».
18 ANDREU VIOLA RECASENS

Los «transcriptores» de Leenhardt (él utilizaba esta denominación, que para


los reflexivistas podría ser una metáfora de la actividad etnográfica, para re-
ferirse a sus informantes más cualificados, a quienes solía pedir que le escri-
bieran o dibujaran mitos y acontecimientos), que desempeñan un papel clave
dentro de su obra, constituirían, junto a otros casos famosos como Ogotem-
meli (el informante dogon de Griaule) o George Hunt (el informante kwakiutl
de Boas), los precedentes más directos de la etnografía dialógica postulada
por los reflexivistas (Clifford, 1983:44-45).
Por otra parte, la reflexión sobre la persona, que constituye el principal hilo
conductor de la obra leenhardtiana, sería otro importante nexo intelectual con
las inquietudes teóricas del pensamiento posmoderno. A partir de los años
ochenta, la crítica postestructuralista y deconstruccionista del paradigma de
sujeto racional y unitario (característico del pensamiento moderno occiden-
tal) ha generado una ingente bibliografía desde la filosofía, el psicoanálisis
y, por supuesto, las ciencias sociales. 1I Por ello, las polémicas en torno a la
«muerte del sujeto», la identidad y la alteridad, la cuestión de la responsabili-
dad y la autonomía de las decisiones individuales (agency), o el propio debate
entre individualismo y comunítarismo, han vuelto a situar a la persona, en cuan-
to categoría filosófica, en el centro de las discusiones contemporáneas.

LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA PERSONA

El origen del interés de la antropología por el concepto de persona se re-


montaría indudablemente hasta Durkheim y su proyecto de sociologizar las
categorías filosóficas del pensamiento occidental. De esta manera, en lAs for-
mas elementales de la vida religiosa, y siguiendo su característico «antiindivi-
dualismomilitante.>t ~ille.wir.e y )J.ensa~l984:536\.pllrkhe.im cuestionaba la
concepción de la persona como un «átomo metafísico e indisoluble» y discer-
nía entre los conceptos de individualidad y persona, entendiendo que el ele-
mento esencial de esta última estaría constituido por «aquello que hay de so-
cial en nosotros» (Durkheim, 1912:253-254).
El clásico artículo de Marcel Mauss sobre la persona (1938)12 se inscribe
en este ambicioso proyecto durkheiminiano de estudiar las categorías del es-
píritu humano (tomadas tanto de Aristóteles como de Kant), en una perspecti-
va histórica y transcultural. A pesar de las múltiples referencias a los zuñi nor-
teamericanos, a la India brahmánica, a la antigua China o a los aborígenes
australianos, el propósito fundamental de aquel artículo era ofrecer una vi-
sión panorámica de las transformaciones del concepto de persona en Occidente,

11. Para una visión panorámica de la literatura de la última década sobre la construc-
c;:ión cultural de la persona véanse, entre otros, Carrithers y otros (1985); Cazeneuve (1995);
ÚstOr y otros (1992), y White y Kirkpatrick (1985).
12. Dicho articulo constituye, junto al célebre Ensayo !Obre el don, el articulo sobre el
sacrificio (escrito conjuntamente con Hubert) y el estudio de las formas primitivas de clasi-
ficación (coescrito con Durkheim), una de las aportaciones fundamentales de la obra de Mauss;
sin embargo, el reconocimiento de estos otros trabajos ha sido mucho más inmediato, mien-
tras que el articulo sobre la persona, a causa de su temática un tanto atípica, no ha sido ple-
namente valorado hasta los años ochenta. A propósito de este articulo, véanse Beillevaire
y Bensa (1984) y Allen (1985).
PRÓLOGO 19

para demostrar que no es una entidad innata y destacar su carácter de cons-


trucción cultural e histórica.
Dicho artículo de Mauss no fue, contrariamente a lo que podría parecer,
el origen del interés de Leenhardt por la persona, que ya había sido motivo
de conjeturas en obras anteriores (en sus Notes d'ethnologie néo-calédonienne de
1930, por ejemplo, ya se analizaba la relación entre el nombre y la persona).
Más que un nuevo tema de investigación o un método de análisis, lo que este
articulo aportó a Leenhardt fue una confirmación de sus intuiciones y un estí-
mulo para desarrollarlas. En realidad, como ha señalado James Clifford, la
reflexión de Leenhardt sobre la persona se debe no tanto a razones teóricas
como a las propias necesidades de la praxis evangélica, que planteaban inte-
rrogantes en torno a las condiciones y las consecuencias del paso del indivi-
duo canaco de la condición de personaje (en el sentido de Mauss [1938] a la
de persona cristiana.
Para Leenhardt, el pensamiento melanesio no establecía distinciones níti-
das entre el sujeto y el objeto, entre el yo y la naturaleza circundante, entre
los vivos y los muertos. Se trataría, por lo tanto, de un pensamiento cosmo-
mórfico, en el que, a través del mito, el canaco experimenta en su interior la
sustancia de la naturaleza: la vida fluye indistintamente a través de cuerpos
humanos, animales, vegetales o minerales. El paisaje, percibido como una en-
tidad viva, no se limita a rodear al individuo, sino que en cierta manera le in-
vade. El personaje, desvinculado de los atributos occidentales de un ego o de
un cuerpo, se reconoce a sí mismo como participante en situaciones míticas
yuxtapuestas, sin experiencia alguna de un itinerario personal o de una iden-
tidad individual. Pero con el colonialismo, la escuela y la evangelización irrum-
pe en Nueva Caledonia otra cosmovisión, de carácter antropomórfico, que sin
desplazar totalmente al cosmomorfismo, se superpondrá a él, e introducirá
progresivamente una distinción radical entre sujeto y objeto, entre el yo y la
naturiileza, entre vivos y muertos-:Este'desencantamiento'del muñdo, por re-
tomar la famosa expresión weberiana, se traduciría en una disolución de los
mitos totémicos que cimentaban y regulaban las relaciones dentro y entre
los clanes y linajes. Desde ese momento, los antepasados serán identificados
individual y no colectivamente; los sustantivos duales se convertirán en me-
ros agregados de individuos; el personaje, en definitiva, se emancipará del mito
para devenir finalmente do kamo, «verdadera'persona» .
. ¿Cuál es este elemento catalizador aportado por la escuela y el cristianis-
mo que permitió la eclosión de la persona, reprimida por el mito hasta ese
momento? Cuando Leenhardt le formula esta pregunta al viejo Boesoú, obtie-
ne una respuesta sorprendente: el cuerpo. Sorprendente, puesto que un viejo
prejuicio, muy arraigado entre los misioneros, los viajeros y algunos etnólo-
gos evolucionistas, atribuía a los «primitivos» en general (y a los melanesios
en particular) una incapacidad casi congénita para la abstracción a la vez que
una actitud marcadamente materialista ante el mundo circundante. Sorpren-
dente, en definitiva, porque el cuerpo, delimitado como concepto e identifica-
do con un yo individual, parece una entidad natural, innata, cuando es, de he-
cho, una categoría cultural (Knauft, 1989:201). Esta respuesta condujo a
Leenhardt a recoger la idea de Durkheim (1912:252), para quien el cuerpo se-
ría el factor de individuación necesario para fragmentar y diferenciar el alma
de la colectividad.
20 ANDREU VIOLA RECASENS

¿Cuál sería, en definitiva, la principal aportación de la obra de U;enhardt?


Si Marcel Mauss nos ha aportado una erudita demostración del proceso his-
tórico a través del cual la persona se ha llegado a reificar en la tradición occi-
dental, al ser identificada con una esencia individual y unitaria, Leenhardt po-
dría ser considerado, a partir de su experiencia melanesia, como el fundador
de una teoría de la personalidad «no euclidiana ni cartesiana» (pereira de Quei-
roz, 1971:37). En Nueva Caledonia, siguiendo el magistral análisis de Leenhardt,
la persona presenta un carácter divisible y difuso, relacional e irreductible a
la individualidad. Las emociones, que para nosotros son la expresión más ín-
tima de la identidad individual, en Melanesia son percibidas como exteriores
al individuo (Fajans, 1985), mientras que las relaciones interpersonales, más
que un campo de manifestación de la persona son, para los nativos de Ocea-
nía, la persona propiamente dicha (Howard, 1985; Knauft, 1989; Salmond, 1995):
la persona no sería para los Canacos nada más (y nada menos) que la intersec-
ción de las múltiples relaciones familiares, sociales y rituales que enmarcan
la vida del individuo. Si la persona es el nombre, como Leenhardt ha repetido
a lo largo de su obra, el complejo sistema de denominaciones de los canacos,
en el que cada individuo posee múltiples nombres, en función de quien le nom-
bra y del contexto en que lo hace, ilustraría esta concepción transaccional y
relacional de la persona. 13

LEENHARDT VERSUS LÉvy-BRUHL

Uno de los sambenitos que más ha perjudicado la proyección intelectual


de la obra de Leenhardt, junto con el estigma de su condición de misionero,
ha sido la falaz idea de considerarle un mero divulgador de las teorías de Lévy-
Bruhl. Indudablemente, en la obra de Leenhardt se detecta una notable influen-
cia de la tradición fenomenológica (especialmente intensa en su concepción
del pensamiento mítico, reminiscente de la obra de Emst Cassirer l4 o inclu-
so de la metafísica de Heidegger).ls Pero no hay que perder de vista que, a di-

13. Resulta interesante constatar que, si bien bastantes de los principales paradigmas
de la psicología contemporánea (con alguna ilustre excepción, como la de G. H. Mead) han
contribuido a reforzar cierta concepción esencialista y reificada de la personalidad, en la
actualidad esta idea está siendo cuestionada por algunos autores muy familiarizados con
la literatura antropológica, como Jerome Bruner, quien, recurriendo a ejemplos etnográfi-
cos, ha propuesto una interpretación transaccional de la identidad personal mucho más cer-
cana a la esbozada por Leenhardt en referencia a los canacos (Bruner, 1987). De hecho, un
estudio transcultural de la persona como el de Leenhardt cuestiona muchas de las premisas
de la psicología occidental, como la identificación entre personas y seres humanos, la rela-
ción entre el yo, la identidad personal y la experiencia, o el vinculo aparentemente indisolu-
ble entre el cuerpo y la identidad individual (Moore, 1994:32-33).
14. Ernst Cassirer (1874-1945), filósofo alemán de orientación neokantiana, autor de obras
como Filosofía de las formas simbólicas (1923-1929) y Mito y lenguaje (1925), cuya huella es
omnipresente en Do kamo. Cabría buscar sus principales influencias sobre la obra de Leen-
hardt en la concepción del pensamiento mítico como esencialmente emotivo, y en su inter-
pretación del mito y el lenguaje como dos fenómenos inseparables analíticamente, resultan-
tes del mismo proceso psíquico.
15. En realidad, Heidegger no aparece citado explícitamente en ninguna obra de Leen-
hardt, pero la influencia del filósofo alemán es evidente en Do kamo; mientras preparaba
dicha obra solía mantener frecuentes conversaciones sobre filosofía de la religión con su
yerno, el islamista Henry Corbin, renombrado traductor de Heidegger al francés (Clifford.
PROLOGO 21

ferencia de Lévy-Bruhl o de cualquier otro fenomenólogo de gabinete, la obra


de Leenhardt no arranca de ninguna especulación libresca sobre la naturale-
za humana, sino de una dilatadísima experiencia personal sobre el terreno y
de una intensa y empática convivencia con aquellos «primitivos» a los que nun-
ca podría contemplar como meros especímenes exóticos.16
Pero a pesar de las profundas diferencias que les separaban en el terreno
de las ideas, un persistente y desinformado estereotipo ha venido presentan-
do y despachando a Leenhardt como un simple «discípulo» de Lévy-Bruhl. Así,
por citar tan sólo un par de ejemplos, Duvignaud (1973:95) le califica como
«el discípulo más importante de Lévy-Bruhh, y Remo Guidieri le considera
«discípulo, admirador y continuador de los prejuicios de Lévy-Bruhh (Guidieri
1984:57). En realidad, la actitud reverente con que trataba siempre a Lévy-Bruhl
(a quien llamaba «maestro») tenía mucho más de demostración de respeto casi
filial (dada la diferencia de edad entre ambos) que de reconocimiento de deu-
da intelectual. Tanto la obra de Leenhardt como su copiosa correspondencia
con Lévy-Bruhl están plagadas de comentarios críticos respecto a las princi-
pales ideas de su supuesto «maestro»: especialmente conceptos tan controver-
tidos como el de mentalidad «prelógica» o el de «participación mística», y la
concepción tan simplista que Lévy-Bruhl tenía del mito, serían objeto de las
más enconadas discrepancias.
Paradójicamente, Lévy-Bruhl fue aceptando progresivamente la mayor parte
de las críticas de Leenhardt, cuya huella es bastante evidente en su obra pós-
tuma de 1949, los famosos Carnets. Una lectura atenta de esta obra, especial-
mente si se contrasta con las obras de Lévy-Bruhl de los años veinte, puede
aYudar a dilucidar quién influyó realmente en quién en esta relación. Las afir-
maciones más contundentes de Lévy-Bruhl a propósito de la «participación»
y la mentalidad «prelógica», formuladas en su obra de 1910 Les fonctions men-
tales dans les sociétés inférieures, y matizadas en las obras posteriores, son
finalmente desechadas, de manera que en los Carnets se rechaza el concepto
«prelógico» y se renuncia a presentar la «participación» como una ley, admi-
tiendo así las principales críticas de Leenhardt (Leenhardt, 1949:IX-X). Y el
propio Leenhardt, en la introducción de Do kamo, tras el homenaje de rigor
a Lévy-Bruhl, también se desmarca de ese hombre primitivo esbozado por las
especulaciones de los .. filósofos» de gabinete, cosificado y despojado de su hu-
manidad por la aplicación etnocéntrica de conceptos inadecuados, y totalmente
ajeno, en definitiva, a los individuos de carne y hueso que encuentra el etnó-
grafo sobre el terreno.

1982:250). Pierre Bourdieu ha sugerido no sin cierto sarcasmo que la influencia de Heideg·
ger condujo al antropólogo francés a descubrir en los canacos a sus particulares pre·socrdticos
(Bourdieu y Bensa, 1985:71).
16. Una anécdota puede documentar el profundo respeto y compromiso personal de Leen-
hardt hacia los canacos y su disgusto ante ciertas formas de exotismo incapaces de recono-
cer en el otro su humanidad. En 1931 participó junto a Paul Rivet y Lévy-Bruhl en la organi-
zación de la Exposición Colonial de Vincennes, que incluyó un pabellón dedicado a Nueva
Caledonia. Al descubrir que se había organizado a sus espaldas una exhibición circense de
canacos (presentándolos como .danzantes caníbales»), montó en cólera y llevó el caso hasta
la Liga de Derechos Humanos, consiguiendo al fin impedir aquel bochornoso y degradante
espectáculo (Clifford, 1982:159).
22 ANDREU VIOLA RECASENS

Precisamente las últimas páginas de Do kamo aportan una nítida refuta-


ción de la idea de una mentalidad «pre-lógica» como estadio evolutivo infe-
rior, o de cualquier discontinuidad esencial entre nuestro pensamiento y el
de los llamados «primitivos». En ellas presenta Leenhardt el conocimíento «ob-
jetivo» y el «afectivo» como «dos elementos estructurales de toda mentalidad»,
es decir, como formas de conocimiento paralelas, contemporáneas y comple-
mentarias, para terminar preguntándose si realmente estamos tan alejados de
los melanesios descritos a lo largo de su obra. 17 Desde esta perspectiva un mí-
nucioso ejercicio de fenomenología nativa como el aportado por la obra de
Leenhardt nos puede ayudar a discernir mejor cuánto hay de esencia, y cuán-
to de contingencia, en nuestra propia concepción de la persona, y a cuestio-
nar, en definitiva, por su reduccionismo y su artificiosidad, la concepción car-
tesiana del individuo racional, unitario y autónomo.

ANDREU VIOLA RECASENS


Profesor de Antropología Social
Universidad de Barcelona

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17. A diferencia de otros etnólogos de su época, Leenhardt era muy consciente de los riesgos
de un racionalismo llevado hasta el límite, y por ello reivindicaba el mito como potencial
contrapeso a «nuestra mentalidad saturada de lógica •. Meses antes de su muerte, y con el
traumático recuerdo de la Segunda Guerra Mundial todavía en mente, I..eenhardt escribiría:
« .•• El carácter de primitivismo no se debe tanto al predominio del pensamiento mítico, como
al predominio absoluto de uno u otro de estos modos de pensamiento (el mito o la razón).
Si entre los primitivos fue el predominio del mito, entre nosotros puede ser por el contrario
el predominio de la racionalidad el que nos ha conducido, no al auténtico arcaísmo, sino a
uno peor, el de una nueva barbarie. Nada es más "lógico" y más lleno de racionalidad que
las lúcidas argumentaciones de Hitler, o los planes de un totalitarismo absoluto. Y a través
de esta lógica, el hombre vuelve a un estado de bárbaro primitivismo infinitamente más cruel
que aquel que se pudo vivir en los orígenes... » (citado por Pereira de Queiroz [1971:35). Esta
idea también aparece, aunque matizada, en el último capítulo de la presente obra.
PRÓLOGO 23

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nic Peoples, Londres, 1950).
"Préface», selección de textos y edición de Les Carnets de Lucien Lévy-Bruhl,
París, Presses Universitaires de France, 1949 (trad. ingl.: The Notebooks on
Primitive Mentality, Nueva York, 1975).

CUADERNOS DE NOTAS Y CORRESPONDENCIA

El voluminoso corpus documental generado por Leenhardt durante su tra-


bajo de campo ha sido editado en formato microficha por el Institut d'Ethno-
logie de París. De entre la documentación disponible, destacarían las siguien-
tes referencias:

- Recensement ethnologique de la vallée de Houai10u.


- Lettres écrites de Nouvelle-Calédonie a son pere, 1902-1920.
Carnets, Nouvelle-Calédonie, 1905-1919.
- Cahiers de notes manuscrits en Houai'lou, Nouvelle-Calédonie, 1906-1917.
INTRODUCCION

Lévy-Bruhl, cuya memoria es digna de todo homenaje de admiración y afec-


to, ha trazado un cuadro magistral de la mentalidad primitiva; uno de sus más
ilustres discípulos, el fenomenólogo Van der Leeuw, en Holanda, ha continua-
do su concepción última al mostrar que lo primitivo no era una característica
privativa de los hombres que vivieron en las primeras edades del mundo y que
nosotros somos tan primitivos como modernos. I Es un punto de vista que
continúa la línea de trabajos inaugurada por Lévy-Bruhl.
Pero, ¿por qué de todas estas investigaciones el público sólo ha tomado en
cuenta el momento espectacular en que se descubre al hombre librado a las
participaciones e incapaz de coordinarlas?
Se debe ello a que ha quedado fijado, en la opinión general, cierto tipo de
primitivo tan alejado de lo verosímil como lo están tantos bronces que repre-
sentan al hombre prehistórico en burdos gestos de bruto. Este primitivo de
literatura no existe. Tampoco es real el primitivo de los filósofos, porque está
hecho con piezas separadas, de diversas procedencias, y elegidas por el inves-
tigador. Únicamente tiene valor teórico; como los hombres desmontables de
los laboratorios de anatomía, es útil para la demostración de la mecánica men-
tal o social; pero no tiene existencia de por sí. Lévy-Bruhl se esforzó en reme-
diar los peligros de este análisis, limitando su observación a dos o tres grupos
cercanos en el espacio y dando así, al hombre que describía, la mayor homo-
geneidad posible.
A pesar de esto, cuando encontramos un hombre perteneciente a uno de
estos grupos, o cuando advertimos en él algunos de los aspectos que la filoso-
fía ha puesto en evidencia, la explicación analítica no corrobora enteramente
la experiencia, porque aleja de nosotros a este hombre, lo clasifica y separa
con epítetos que lo aíslan: místico, prelógico, mágico, etc., mientras que en la
experiencia, nosotros, que vivimos en su vecindad y le hablamos en su lengua,
no lo sentimos tan alejado. En realidad, nuestro contacto con el otro no se es-
tablece por análisis; lo captamos en su totalidad; podemos, de una sola vez,
trazar el esquema de lo que hemos visto por una silueta o un detalle simbóli-
co que lleva en sí todo el conjunto y que refleja la forma verdadera de su ser.
Ésta se nos escapa si consideramos al otro solamente a través de las catego-
rías de nuestro entendimiento.
Nuestro propósito es buscar esta forma de ser, observando al melanesio
en su vida profunda: cómo aprehende al mundo; cómo se reconoce en él, cómo
se dirige, se singulariza y presta apoyo a una sociedad que se ha mantenido
en vigencia durante milenios; cómo, en suma, en la era actual, llega a descu-
brir su propia persona, hecho que lo arranca definitivamente de la primitividad.
El sentido de estos comportamientos, viejos y nuevos, no se explica única-

1. G. VAN DER LEEUW, L'homme primitif el la religion, pág. 163.


28 DO KAMO

mente por la acción de las instituciones con las cuales están en relación, sino
que se revela más bien a través de las formas míticas de la vida y de los inasi-
bles mitos que las determinan.
Rechazar estos mitos porque son inconscientes y porque no pueden ser si-
tuados alIado de los grandes mitos clásicos que nos han dado la noción litera-
ria del mito, o negarles el nombre de mito porque la orientación del espíritu
indígena nos parece más mística que mítica, son dos actitudes que nos expo-
nen por igual a no captar, por parecemos informe, la materia misma que se
ofrece a nuestro estudio. Por esta razón profunda, el público no ha compren-
dido la verdadera enseñanza de las investigaciones sobre la mentalidad pri-
mitiva.
Esto es lo que experimentaba el venerado profesor Marcel Mauss, siempre
atento al movimiento de las ideas, el día que declaró:
«El gran esfuerzo que hemos hecho en lo que respecta a la "ritología" ca-
rece de equilibrio, porque no hemos realizado el correspondiente esfuerzo acer-
ca de la mitología».2 Había captado esta inquietud de los etnólogos, pues és-
tos se encuentran con formas míticas que no están preparados para analizar.
No se atreven a ver detrás de ellas «mitos vividos», según una expresión que
no halla cabida entre los mitólogos de la tradición clásica.
Es forroso, pues, para estudiar al melanesio, buscar a través de las formas
míticas de su vida qué significa para él el mito. Entre nosotros este término
está cargado de una densa historia, en cuyo transcurso la significación inicial
ha sido alterada y casi olvidada. Pero, ¿podemos dudar en devolvérsela cuan-
do sorprendemos al mito, como sucede en el mundo primitivo, realizándose
plenamente con una frescura en la que ni narraciones ni ritos están fijados
con precisión, donde todo en él vibra todavía por el acontecimiento o la emo-
ción que le dieron origen? El mito otorga a la vida del melanesio formas que
sobrepasan en significado todo lo que lo exterior nos puede revelar.
En estas páginas no hay ninguna teoría que guíe al lector para captar este
significado y comprender la mentalidad mítica de los pueblos denominados
primitivos, sino un lento caminar a través de los senderos canacos, a través
del pensamiento de los insulares, de su noción de espacio, de tiempo, de socie-
dad, de palabra, de personaje, hasta llegar a su evolución moderna, en la que
se ve el trabajo de individuación de la persona y se destacan los elementos
estructurales de su mentalidad que antes no se percibían.
Se tendrá así del mito melanesio y tal vez del mito, simplemente, una vi-
sión más perspicaz, y a su luz se comprenderá mejor lo que el canaco quiere
significar cuando enuncia:

do kamo
el hombre en su autenticidad.

2. Bu/letin de l'Institut Franfais de Sociologie, 9 de junio de 1933, pág. 112.


PRESENTACIÚN DEL MELANESIO

El melanesio ocupa actualmente algunos puntos de la Nueva Guinea Orien-


tal y el rosario de archipiélagos que se desgrana y se curva en una línea para-
lela a las costas de Australia, encerrando de esta manera al Mar de Coral. Re-
presenta un antiguo grupo humano, pero, hacia el sur, en Nueva Caledonia,
se ha cruzado con un grupo más antiguo todavía, al que se llama austromela-
nesio. La antropología física ha demostrado cómo el neocaledonio tiene en su
estructura física, esqueleto y músculos, detalles que recuerdan los del hom-
bre de Neanderthal y que son aún más primitivos que los de este hombre de
la prehistoria. Su mandíbula cuadrada, sus órbitas, sus pies de dedos gordos
curvados -lo que explica por qué, hoy en día, los canacos golpean la pelota
de fútbol con los dedos sin torcérselos- y muchas otras particularidades, han
llevado a Sarasin a ver en ellos un grupo distinto de aquel que alcanza al Horno
sapiens. Pales, que sólo los ha estudiado sobre la base de unos hermosos ejem-
plares traídos a París como fusileros victoriosos desde Bir-Hakeim hasta Al-
sacia, no tiene reparos en calificar antropológicamente a estos héroes de fósi-
les vivientes.
Desde el punto de vista cultural, el aislamiento de estos hombres en su isla
ha sido lo bastante grande para que el estudio de su lengua y de sus costum-
bres ofrezca todavía un interés real. También se descubren allí rastros de mi-
graciones diversas y diferencias entre la cultura del Norte y la del Sur. Pero,
tanto unas como otras, tienen suficiente antigüedad para que sus diversos ele-
mentos hayan sido asimilados de tal suerte, que tipo humano y tipo cultural
presentan actualmente cierta homogeneidad. Estos diferentes aportes se dis-
tinguen, sin embargo, en la observación; forman por lo menos tres capas prin-
cipales: una recuerda en sus detalles cuanto concierne a los australianos, o
quizá a los tasmanianos; otra está formada de elementos traídos por los mela-
nesios o los papúes, o aun quizá por los polinesios; además, una tercera capa
y otra más quizá, imprecisas, cuyos rastros culturales se hallan representados
por las terrazas regadas, por el alto relieve, y por el culto de los antepasados.
Hay allí rastros indonesios, como los que reconocemos en la lengua, en algu-
nos términos del vocabulario, en algunas desinencias de pronombres, en la
numeración, etc. Todas estas capas no han sido delimitadas claramente y re-
quieren dilucidación. La observación de ellas ayuda, de todos modos, a dis-
cernir mejor qué es lo más antiguo.
Ello equivale a expresar hasta qué punto el estudio de las formas míticas
de la vida del austromelanesio es propicio para aclarar un poco el comporta-
miento de un tipo de hombre que se ha convenido en llamar primitivo.
CAPfTULO 1

VERBUM MENTIS

Una leyenda nos informa acerca del origen de la inteligencia en el hombre:


mientras paseaba, el dios Gomawe encontró a dos personajes que no podían
responder a sus preguntas y ni siquiera expresarse. Como juzgara que tenían
el cuerpo vacío, capturó dos ratas, a las que les extrajo las entrañas; volvió
junto a los hombres, les abrió el vientre y colocó allí las vísceras de las ratas:
intestinos, corazón e hígado. En cuanto la herida hubo cerrado los dos hom-
bres empezaron a hablar y a comer, y cobraron fuerzas.
La leyenda no dice que los hombres «pensaron» pero indica que sabiduría
y palabra subieron de sus entrañas y confirieron valor a estos seres antiguos y
apagados.
Gomawe, según el folklore, es un dios que llegó a Nueva Caledonia desde
ultramar. Posiblemente, el relato de su intervención en favor de la inteligencia
de los canacos sea tan sólo el recuerdo de la llegada de inmigrantes de cultura
superior, cuyo impacto amplió el espíritu de los aborígenes. Por supuesto, a
ningún indígena se le ocurre esta interpretación. Sabe, por experiencia, que
del fondo de sus entrañas le llegan las certidumbres. Y al escuchar la aventu-
ra de su antepasado con vísceras de rata sólo percibe una interferencia plena-
mente mítica, la justificación de aquello que él experimenta en la emoción,
y la razón del orden que conoce. Por otra parte, su lengua se lo recuerda con
toda naturalidad. Hasta hace pocos años, cuando se le preguntaba a un cana-
co, que supiera algo de francés, acerca de las opiniones de alguna persona del
lugar, contestaba gravemente:
-Moi connais pas le ventre pour elle.!
y si fuera algo más evolucionado diría, con su incapacidad de pronunciar
el matiz de una vocal acentuada seguida de una muda, como en la palabra pen-
sée (pensamiento):
-Moi connais pas la pense pour elle. 2
Traducción fiel de su lengua. La fórmula más común para consultar la opi-
nión de alguien, sigue siendo hoy:
-lié na poe i? ¿Cuál es tu vientre?
El término vientre no es, en absoluto, trivial, puesto que designa para el
indígena todo continente redondeado y, específicamente, la pared abdominal,
la de la choza redonda, etc. En su condición de continente, el vientre es la sede
del pensamiento; pero no cumple, de por sí, ningún papel en la función del
pensar.

1. Mí no conoce el vientre para ella.


2. Mí no conoce el pensamiento para ella.
32 DO KAMO

El pensamiento procede de las vísceras, vibrátil conjunto cuyo órgano prin-


cipal es el corazón, we nena. De nena derivan diversos vocablos que indican
los estados emotivos correspondientes a nuestras expresiones: corazón al des-
nudo, corazón desgarrado, deprimido, compartido, etc. Pero, mientras nosotros
designamos estos estados por adjetivos o predicados, el caledonio los toma
por lo que ellos significan en sí mismos y los designa con locuciones que co-
rresponden a verbos de estado:
nena were = entrañas angustiadas - estar desolado.
nena visape = entrañas ladeadas - dudar.
Son fórmulas análogas a las australianas cuando expresan, por ejemplo,
la distensión después de la tensión sacramental:
atnita ulpilima = el relajamiento de los intestinos contraídos por la emo-
ción religíosa. 3
Opresiones, angustias, palpitaciones, dilataciones, manifiestan el movimien-
to del pensamiento presa de una revelación, de un apaciguamiento.
De tal manera la lengua refleja concretamente los pródromos afectivos del
pensamiento, semejantes en todos los pueblos; entre los negros del Gabón el
verbum mentis se forma en el bajo vientre y busca una salida por la boca. 4
Y, con mayor elegancia, dice el salmista a Dios: «Tu ley está en mis entrañas».5
Ante esto podemos preguntarnos si el pensamiento primitivo es únicamen-
te emotivo. Más allá del dominio visceral, ¿no muestra la lengua algún dato
del trabajo cerebral, algún nexo con la reflexión mental?
Hasta ahora no conozco en la lengua de Houailou sino una sola palabra
en la cual la cabeza por sí misma desempeña un papeL Se encuentra en el tex-
to de un antiguo canto:
goani = cabeza sobre un plano en declive, cabeza mal inclinada.
Se trata de una imagen de la obsesión. Algunos guerreros quisieron repe-
tir un ataque sorpresivo que había sido afortunado y fallaron; se les dijo:
geve goani wara i poe = vosotros cabeza inclinada sangre de tortuga
La tortuga tiene la costumbre, según se cuenta, de acudir al lugar donde
se ha derramado sangre de otra tortuga; sorprendida por el hombre, corre la
misma suerte que la anterior, y ofrece así la imagen de aquel que marcha a
su perdición: ilustración de la aventura de los guerreros que, obsesionados por
la victoria, quisieron reeditarla y lo perdieron todo. No cabe duda de que la
traducción castellana de goani es «pensar en», «acordarse de»; pero en nues-
tro idioma son términos activos. «Cabeza inclinada» indica una posición a la
vez que una manera de ser. En español la expresión se compone de un sustan-
tivo y de un participio. En lengua indígena se trata de una palabra compuesta,
pero que nos da, en un solo vocablo, una imagen, la silueta del obseso. Esta
palabra no es ni sustantivo ni verbo; pero, conjugada con el pronombre, desig-
na un estado: yo obsesión (yo estoy en estado de obsesión). A esta forma verbal
la denominamos verbo de estado. En realidad, corresponde a un predicado;
pero esta función de predicado, ahí donde nosotros usamos sustantivos o ver-
bos, y otras categorías gramaticales, revela precisamente uno de los aspectos

3. M. MAUSS, La priere, pág. 166.


4. BRITEMIEUX, Les Sacié tés Secretes au Mayombe, pág. 105.
5. Salmo 40,9.
VERBUM MENTIS 33

esenciales del pensamiento de los melanesios. El sujeto y el objeto están mal


separados: «mi cabeza mal inclinada, mi estado de ánimo, yo mismo» no son
sino diversos aspectos de un mismo estado: goani.
En un comienzo habíamos pensado que esta palabra, que contiene el voca-
blo cabeza, implicaría cierta afirmación de trabajo cerebral, pero no es así;
la cabeza no es, en este caso, sino un receptáculo opaco o transparente de
imágenes.
La expresión más halagadora para calificar a un orador de límpido y flui-
do discurso es «cabeza hueca». Lejos de tener, como entre nosotros, un senti-
do despectivo, es una fórmula de alabanza: evoca el árbol hueco cuyo tronco,
acostado sobre depresiones infranqueables, hace de acueducto y lleva más allá
de éstas las aguas del riego.
En cambio, si el canaco busca aprehender su pensamiento y ve que ningu-
na sugestión lo aclara convenientemente, dice:
na moro na goa nya = mi cabeza es dura, consistente; y con esto quiere
indicar un estado semejante al del hombre que, obnubilado por la fatiga o la
incomprensión, permanece en un estado de opacidad.
Pero si ha entrevisto la idea y no puede expresarla, dice entonces:
no do piri yenya = ella demasiado pegada en mí.
No se trata ya de la cabeza, sino del ser entero; de adherencias que retie-
nen algo presentido, pero todavía no sentido, ni aun percibido. Éstas se sitúan
en el dominio afectivo, al que hemos sido llevados de vuelta sin haber podido
ver el pensamiento evadirse de él.
Hay, sin embargo, una expresión que se emplea actualmente con más fre-
cuencia que nena para designar el acto de pensar, y es nexai o nege. Ne es un
prefijo colectivo, xai es una forma gutural de kai, el canasto de juncos; ge sig-
nifica el contenido de un canasto de riquezas. En las islas Loyauté, los térmi-
nos tenge, cenga, indican todos los recipientes fibrosos: vísceras huecas, estó-
mago, vejiga, matriz, corazón y también las fibras trenzadas de un cesto. 6 El
pensamiento es un objeto, un dato, una inspiración, una revelación, un hallaz-
go sentido en ese continente visceral o percibido en un recipiente trenzado como
un canasto. Hay que imaginarse que una cosa en un canasto deja de ser parte
de un conjunto, puesto que se encuentra circunscrita por las fibras trenzadas

6. Así, en una sola lengua, la de Lifú, encontramos:


tenge ma = recipiente de riquezas, riquezas;
tenge teng = el mismo sentido;
tenge na an = recipiente estómago;
tenge na a = recipiente matriz;
(en Maré: cenga na' napa = recipiente del nacer);
tenge mada = recipiente de la sangre, ovulación;
tenge timida = recipiente de lágrimas;
teuge eweki! = recipiente de palabras, el corazón en sentido figurado.
tenge meci = recipiente de vitalidad, enfermo;
tenge mecin = recipiente de los horrores de la muerte;
tenge ieni = recipiente echador de maleficios, el brujo.
Hoy estos conceptos antiguos dejan paso a una formulación conceptual más abstracta,
en lugar de (eñe meci: tene mee, enfermo; tene indica la posesión, tene i eni, poseedores de
maleficios. Estas nuevas fórmulas, dentro de algunas generaciones, habrán hecho olvidar
completamente las antiguas.
34 DO KAMO

y, por lo tanto, separada del conjunto, y diferente. En la isla de Lifú la arena


de la playa y esta misma arena en un canasto constituyen dos categorías de
arena y se designan con un nombre distinto.
Esta fibra trenzada es, por lo tanto, semejante a un cordel colocado alrede-
dor de algo que se quiere retener. En el espíritu del indígena viene a corres-
ponder a un primer ensayo de delimitación de contorno. En muchas lenguas
melanesias se encuentra esta noción de recipiente fibroso como sostén del ob-
jeto o la imagen. El empleo de nexai y de nege parece señalar un primer es-
fuerw hacia la objetividad en la expresión del pensamiento.
La experiencia actual lo confirma. Estos términos han caído hoy en desu-
so y ceden el paso a tanexai y algunas veces a tavinena. El morfema ta signifi-
ca «estar allÍ»:
tanexai = estar allí, conjunto fibras o contorno.
tavinena = estar allí, ir, entrañas.
Este morfema prefijo tiene innumerables consecuencias. Semejante a un
jalón que marca una posición nueva, indica el nuevo lugar del actor. Anterior-
mente, el canaco no estaba en la acción; sumergido en el raudal de imágenes
que lo urgían, estaba determinado por ellas.
Hoy la situación se ha invertido. El canaco está allí, fa, frente al raudal de
imágenes, recorta su desenvolvimiento, decide y elige. Y a partir de este mo-
mento las virtualidades o los comportamientos suscitados por las diversas im-
presiones no podrán ya ser formuladas por estos términos, a la vez sustantivo
y verbo de estado, como nexai y nena. En la actualidad exigen términos que
indiquen acción. Se originan, pues, auténticos verbos activos.
Los canacos colocan hoy un prefijo más en estas palabras: el morfema vi,
que significa ir. De esta manera la acción es continua y se prolonga hasta aquel
punto en que su movimiento desaparece en la aparente estabilidad de las co-
sas en el horizonte, y sólo entonces se transparenta el acto en su generalidad.
Así se encuentra hoy en la lengua:
nexai: conjunto fibra, circunscribir, pensar.
tanexai: estar allí, pensar, reflexionar.
vitanexai: el pensamiento.
Pero esta sucesión es algo nuevo. Hace cuarenta y cinco años los términos
genéricos o abstractos eran escasos. Los hemos visto aparecer y acrecentarse,
siguiendo siempre este proceso, por la acción de la cristianización.
Antes del advenimiento de esta era moderna, nena y nexai bastaban al len-
guaje indígena. Es posible que nexai, procediendo de esta noción de recipien-
te fibroso, técnica conceptual aparentemente propia de los melanesios, haya
sido inspirada a los caledonios por inmigrantes.
Como quiera que sea, estos dos términos nos retienen totalmente en el do-
minio afectivo en el que se mueve el pensamiento primitivio. Acabamos de com-
probarlo. Encontraremos la mejor ilustración de esto observando cómo reac-
ciona el caledonio frente al mundo que lo rodea.
CAPÍTUW 2

NOCIÚN DEL CUERPO

El melanesio tiene de su cuerpo una representación a la vez empírica, esté-


tica y mítica. Como esta última es la más difícil de captar, vamos a ver cómo
discierne los aspectos exteriores del cuerpo, cómo distingue y designa sus par-
tes, cómo conoce su sustancia y, en definitiva, cómo nombra al cuerpo mismo.
Entre el primer momento y aquel en que llega a comprender que su cuerpo
y él mismo no son sino uno, hay un abismo; es el mismo abismo que separa
al primitivo del hombre moderno.
El canaco tiene una representación muy precisa del cuerpo externo. Cono-
ce su superficie, lo recorta con la mirada para marcar las partes, le da un nom-
bre a cada una de ellas tal como nosotros hacemos con el hipocondrio o con
la región lumbar, o como haría el anatomista con un plexo o con el triángulo
de Scarpa. Tiene una determinada manera de ver; manera de ver de médico,
que circunscribe regiones y manera estética de ver, que no analiza, pero capta
conjuntos, discierne el contorno de las masas y puede inspirar el dibujo de ellas.
Pero es visión limitada y no supera aquella que el primitivo tiene del mun-
do. Esta visión primera se desarrolla solamente en dos dimensiones. Es un
detalle que es indispensable tener presente. El canaco no ha logrado destacar
del conjunto la tercera dimensión, ignora la profundidad.!
Puesto que, sin esta profundidad, no puede situar las perspectivas, su arte
recurre a una convención. El artista desarrolla la realidad del modelo sobre
un plano. En las esculturas se ven los diversos componentes del rostro y un
gran disco por encima de la cabeza. Al no poder marcar los planos en sus dife-
rentes profundidades, el artista, simplemente, los ha superpuesto: encima de
la frente una franja que representa el turbante; por encima de ella, el disco,
que representa la nuca. Después de desplegar estos planos sería necesario, para
lograr el volumen, imitar el procedimiento de los juegos infantiles de cons-
trucción en cartón y replegar los motivos de la escultura. El cráneo se coloca-
ría detrás de la cara y el turbante se encontraría así sobre la cabeza.
El artista emplea en la escultura este procedimiento infantil y lo usa tam-
bién en el dibujo que traza con rasgo preciso sobre bambúes.
Una parte difícil de caracterizar en el cuerpo, porque carece de contorno,
es el tronco. El canaco lo representa con un largo rectángulo; a cada lado de
éste, dos paralelas yuxtaponen un pequeño espacio junto al área rectangular:
estas dos pequeñas cintas indican los costados invisibles del tronco, los flan-
cos. El artista ha desarrollado el tronco: el frente en el centro y los flancos
a cada costado, como postigos de un tríptico. 2 Ahora bien: sucede que a este

1. Véase nuestra obra L'art ócéanien, Éd. du Chene.


2. Véase nuestra obra LEENHARDT, Gens de la Grande Terre, pág. 99, fig. 8.
36 DO KAMO

tronco, cuya redondez no puede reproducir porque ignora la profundidad y


el juego de perspectivas que ésta permite, tampoco puede designarlo en su len-
gua, ya que ésta no ofrece ninguna expresión para significar el tronco en su
generalidad. El idioma detalla la superficie del tronco: sobre la cara anterior,
el esternón y el vientre; sobre la posterior, la espalda y la región lumbar; so-
bre el costado, los flancos; y todas estas palabras, y otras más, designan todas
las regiones del tronco. Pero el término genérico no existe en la lengua del ca-
naco, del mismo modo que no figura, en su obra artística, el relieve con pro-
fundidad; el verdadero relieve. Así, en el primitivo, la expresión de la profun-
didad en estética y la expresión de generalidad en la lengua corresponden a
movimientos paralelos del espíritu. El desarrollo de la expresión verbal y el
de la expresión estética corren parejos. La primera interpreta con fidelidad
lo que la segunda representa de manera concreta. Existe una corresponden-
cia entre ellas, demasiado olvidada en nuestra cultura occidental, cuyo estu-
dio es muy valioso para poder penetrar en el conocimiento del melanesio.

EL CUERPO Y LA GRAMÁTICA

La gramática melanesia ilustra esta correspondencia y ofrece un ejemplo


curioso en lo que respecta a las partes del cuerpo. Cuando se trata de expre-
sar la pertenencia o la posesión, propone el empleo de un pronombre perso-
nal átono como sufijo del nombre, algo así como un enclítico:

cabeza-mi
madre-mi
adorno-mi;

o bien el uso de una partícula que separe la persona y el objeto:

padre de mí
ombligo de mí
estera de mí.

No hay casi variante en la elección de esta dos modalidades que conducen


a la división de las palabras en dos clases: en la primera, en la que el pronom-
bre se usa como sufijo del nombre, pareciera que lo poseído fuera parte inte-
grante del poseedor; objeto y sujeto se confunden. En la segunda, por el con-
trario, hay una distancia entre ellos.
Esta clasificación permite muy finos matices. Así, las fórmulas «madre-mi»,
«padre de mÍ», indican claramente el lazo orgánico que me une a mi madre
y el lazo diferente que me liga a mi padre y toman concreta la relación que
implican estos lazos. La fórmula pronominal elegida puntualiza, pues, el modo
de posesión y la situación del objeto, y expresa la relación del objeto con su
poseedor. En esta relación es donde las fórmulas crean la imagen y adquieren
su valor. Estas expresiones corresponden, pues, a figuras que nuestras lenguas
de Occidente no pueden verter. Cuando digo mi madre, mi padre, no reproduz-
co de ninguna manera el esquema que esboza el melanesio cuando dice madre-
mi, padre de mí.
NOCIÓN DEL CUERPO 37

Este esquema hubo de llamar la atención de los observadores.


Codrington, el obispo misionero anglicano que dio a conocer por primera
vez las lenguas melanesias, 3 había llegado a la conclusión de que los nombres
de la primera clase, con el pronombre en sufijación, comprendían a los sus-
tantivos que se relacionan con el ser humano.
Los sociólogos, a su vez, se sintieron atraídos por esta clasificación. Les
pareció que ofrecía una posibilidad de interpretación exacta de ciertas insti-
tuciones de las sociedades inferiores. Lévy-Bruhl encontró en esta sufijación
de los pronombres personales una ilustración muy acertada de que «el yo no
está rigurosamente delimitado por la superficie exterior del cuerpo... hay iden-
tificación entre el objeto poseído y la persona que posee. .. y este objeto forma
parte de la individualidad».4 En estas expresiones se vuelven a encontrar los
caracteres esenciales de la participación, propia de la mentalidad primitiva.
Pero los términos yo, persona, individualidad, empleados repetidamente en
una misma página, no son, sin embargo, sinónimos. ¿No podría su yuxtaposi-
ción hacer creer a los poco informados que la persona, por ejemplo, tan bien
representada por el pronombre personal, tiene un papel efectivo en esta adhe-
sión del objeto al yo?
Estas diversas conclusiones nos conducen a un terreno resbaladizo. Para
evitar este peligro es necesario llevar más adelante la investigación.
El examen de varios centenares de sustantivos en las treinta y seis lenguas
o dialectos del archipiélago caledonio, me ha dado la certeza de que la rela-
ción entre el objeto y el yo no está siempre marcada por el pronombre perso-
nal. Así, el conjunto visceral (excepción hecha del hígado), el conjunto psíqui-
co, el dominio afectivo, todo ese mundo particular en el que se ejerce el juego
emotivo y donde las reacciones más elementales del yo se manifiestan, debe-
rían inspirar un vocabulario en el que t040s los sustantivos pertenecieran a
la primera clase. Sin embargo, los sustantivos que corresponden a este orden
orgánico o psíquico pertenecen casi todos a la segunda clase.
Se dice:

pie-mi ........................................................................................... corazón de mí


vientre-mi ................................................................................. entrañas de mí
cabeza-mi ................................................................................. pensamiento de mí
aparejo (él el barco) ....................................................... barco de mí
vida-mi (mi descendencia) ....................................... vida de mí (mi propia vida)
tótem-mi .................................................................................... dios de mí
rastro-mi ................................................................................... palabra de mí.

Sobre estos pocos ejemplos, fácilmente multiplicables, ya no se puede de-


cir que en los sustantivos de primera clase el pronombre personal, usado como
sufijo, indica una sustancialidad semejante del objeto y de su poseedor. ¿Aca-
so mi corazón, mis entrañas, mi pensamiento, mi palabra, no son objetos tan
personales como la huella de mis pasos o mi descendencia?

3. CODRINGroN, The Melanesian Languages, 1885.


cI.:expression de la possession dans les langues mélanésiennes». en Mé·
4. LÉvy.BRUHL.
moires de la Société de Linguistique de Paris. t. XIX.
38 DO KAMO

La hipótesis de una clasificación de los sustantivos en función del ser hu-


mano no se confirma, pues, pero si se disponGn todos los sustantivos de la pri-
mera clase sobre una pizarra se los ve agruparse por sí mismos según ciertas
categorías próximas. y las divisiones son:

los sustantivos que caracterizan la fisonomía (cabeza, cara, nariz, porte, ete.);
los sustantivos que dibujan el contorno o marcan los rasgos (las partes del
cuerpo, los huesos largos, las ramas y el tronco del árbol, el aparejo de la
piragua);
los sustantivos que singularizan y caracterizan la individualidad (los ador-
nos personales: plumas - para el árbol: la flor y el fruto);
los sustantivos que sitúan en el clan materno o en el dominio mítico (los
parientes por línea materna, el tótem);
los sustantivos que corresponden a sustitutos del hombre (la efigie, la des-
cendencia, el hígado).

y en este modo de agrupar se revela algo muy distinto de una distribución


inspirada en consideraciones psicológicas sobre el ser.
Se trata de una visión del cuerpo análoga a la que se ha observado más
arriba en el artista melanesio, cuando yuxtapone al rectángulo que represen-
ta el tronco, otro, que es el costado, o cuando superpone a la cabeza un disco,
que es la nuca. El indígena ve los contornos y todos los detalles que quiebran
o realzan la línea: miembros, nariz, aparejo del barco, antenas de la langosta;
pero abarca en una misma mirada el rasgo o la relación que singularizan el
objeto observado o el cuerpo; el rasgo: la pluma, éolocada en los cabellos del
tío uterino; la relación; el parentesco materno, etcétera.
Todo esto lo percibe sin un trasfondo, sin la intervención de la profundi-
dad, porque no hace uso de la tercera dimensión. Pone en un mismo plano al
tío materno cuando ve al sobrino, o al abuelo cuando ve al nieto, o cualquier
otra persona en reciprocidad de posición. Agrupa todo esto en la misma vi-
sión tal como entre nosotros el artista dispone los elementos alrededor de un
retrato para ambientarlo o, mejor aún, como el caricaturista, siguiendo su mé-
todo, destaca a su gusto las notas para encerrar en una silueta la verdadera
síntesis de una persona. El indígena tiene así una visión a la vez realista e in-
telectual, una manera de percibir sintéticamente al cuerpo y a su personaje
en su apariencia típica. Compone, con lo que ve, una silueta, y ésta es la que
da forma a la representación que el canaco tiene del cuerpo humano.
La gramática se había encargado de transponer los aspectos de esta forma
al lenguaje, y a continuación clasificó los sustantivos según que el objeto ad-
hiriese por contacto directo o por conexión. Nuestros ojos captan el contacto
directo, y es clara la regla gramatical que expresa este modo de ver. La dificul-
tad comienza cuando se trata de una conexión, pues podemos engañamos so-
bre la naturaleza de la relación que ha retenido el pensamiento mítico del ca-
naco. En este orden es también donde proliferan lo que a nosotros nos parecen
excepciones, mientras que se trata de relaciones establecidas en perfecta lógi-
ca melanesia. Por ejemplo: el hígado es un sustantivo de la primera clase, mien-
tras que todas las vísceras son de la segunda. Pero es el órgano esencial que
se arranca a la víctima para llevarlo al altar. Es el sustituto de la víctima. Como
NOCIÓN DEL CUERPO 39

tal, se lo ve semejante al hombre, y la gramática le da el tratamiento que con-


cierne al hombre.
Por el contrario, el ombligo es sustantivo de segunda clase; no se dice
ombligo-mi, sino de mí; mientras que a nuestros ojos es parte integrante de
la faz ventral, a los ojos del melanesio queda como recuerdo del cordón umbi-
lical, como signo viviente de la augusta filiación materna. Señala una relación,
y la gramática tiene, para destacarla, una modalidad posesiva particular.

PARTES DEL CUERPO Y MUNDO MINERAL Y VEGETAL

Conocemos la muy segura representación que tiene el melanesio de su cuer-


po externo. ¿Cómo discierne y nombra los principales elementos, y cómo co-
noce su sustancia? Las dos preguntas son conexas y no se sabria cómo sepa-
rarlas.
Las principales partes del cuerpo se agrupan en tres elementos, cada uno
con su título y su definición:

la envoltura de superficie: la piel, kara (término que significa también la


corteza);
la masa de carne y músculos: pié, que indica lo consistente o la nudosidad,
la pulpa o el núcleo del fruto;
las partes duras del cuerpo: el esqueleto, que comprende los huesos cortos
o largos, ju, término que designa también el corazón de la madera y los frag-
mentos de coral, llamados por los colonos tubo de pipa, que se amontonan
en las riberas o sobre los arrecifes como osario del mar;
los huesos envolventes péré, el cráneo y también la uña, la conchilla terres-
tre o marina, la calabaza, y, por extensión, la botella de vidrio.

En todas estas definiciones del cuerpo las vísceras no cuentan. Tienen su .


origen y su papel esencial en otro dominio.
No hay que deducir de esto que el canaco ignora toda fisiología; sostiene
que los alimentos sólidos y liquidos disponen de dos tubos para entrar en el
cuerpo: el esófago y la laringe, y da como prueba de ello el hecho de que sóli-
dos y liquidos también tienen dos salidas para su evacuación.
Pero esto les interesa menos que el papel de las entrañas en la emotividad.
Es ahí, en ese dominio afectivo, donde está el campo real de sus vibraciones.
La falta de vísceras en el cuerpo de los primeros hombres encontrados por
Gomawe, al mismo tiempo que es de extrema importancia en la vida conscien-
te del hombre vivo, también representa una indicación preciosa.
Las vísceras tienen cada una su nombre:

los riñones y todas las glándulas internas, cuya forma lo justifique, llevan
el nombre de un fruto de apariencia análoga (como entre nosotros la nuez de
Adán). Solamente el hígado, cuyo folklore rebasa los límites de Melanesia, tie-
ne un nombre específico;
el pulmón recuerda las hojas selladas y estriadas de rojo del árbol totémi-
co kimi (Semencarpus atra);
los intestinos son torzales de lianas.
40 DO KAMO

¿Acaso es por azar que la mayoría de los nombres de las partes internas
del cuerpo procede del reino vegetal?
¿Se trata solamente de analogías de formas? ¿O hay quizá en este hecho
una significación profunda que será necesario aclarar? Esta nomenclatura ve-
getal no es, en absoluto, obra del azar. Ella revel,a tan sólo una identidad de
estructura y una identidad de sustancia entre el hombre y el árbol.
Tal nomenclatura es el resultado de la visión mítica que tiene el melane-
sio. Él ignora lo que nosotros entendemos por mito. Más aún, desconoce lo que
nosotros entendemos por identidad. Pero aprehende muchos aspectos del mun-
do a través de su visión mítica y establece identificaciones por la mediación
de representaciones que nosotros no podemos imaginar, y que son míticas: así,
esa identidad de estructura y de sustancia entre el mundo vegetal y él mismo.
Esta identidad es tan grande que se podría presentar al melanesio compor-
tándose como impulsado por el mito de la identidad. Estamos en presencia
de este mito; no está formulado, pero lo vemos articularse a través de muchas
formas míticas de la vida melanesia. Bástenos escuchar al canaco en sus con-
versaciones cotidianas:

Un viejo protesta ante un gendarme por el reclutamiento de su hijo, de-


II);asiado joven para los pesados trabajos de los blancos. Palpa los brazos
de su hijo y dice:
-Mira'éstos brazos, son agua
No habla en sentido figurado. El niño, a sus ojos, es igual al brote del
árbol, acuoso primero, y luego, con el tiempo, leñoso y duro.
También el brote amarillea y se seca si la s·avia llega a faltarle. Y el ca-
naco dice, c'uando habla de un niño raquítico:
-Crece amarillo.
Si un joven elegante destaca, soberbio y reluciente porque se ha untado
con aceite de coco, las muchachas de Melanesia admiran en él esa dosis de
humedad que da a la carne su frescura, y piensan:
-El agua, la savia se transparenta bajo la piel.
Tampoco ellas hablan en sentido figurado sino que están persuadidas,
como sus antepasados lo estaban, de que la misma savia primaveral hincha
las yemas de los árboles y las fibras del ser humano. Lo que entre nosotros,
en un proceso secular, se ha tornado poesía, sigue siendo entre los canacos
realidad vivida.
El árbol mismo intérviene en la existencia para bien de los miembros
humanos de la familia. Hay gran cantidad de narraciones en las que un jo-
ven sube hacia la selva, discierne entre el oquedal el árbol de los antepasa-
dos o algún otro árbol de la misma especie. Si, al tirar su hacha contra el
tronco, ésta no se clava en el árbol, dice: .
-No es mi padre ni mi madre.
y va más lejos, hacia un árbol semejante. Balancea el hacha y la tira.
Ésta se clava en el tronco. Y he aquí que una voz humana sale del interior
del árbol:
-¿Eres mi hermano menor?
-Sí, he venido a llamarte. Quisiera que me hicieras una choza. 5

5. LEENHARUf, Documents néo-calédoniens, pág. 426.


NOCIÚN DEL CUERPO 41

Hay gran cantidad de narraciones análogas.


Este relato nos conduce a la mitología. Todo canaco sabe que su antepasa-
do ha salido de tal tronco de la selva. Todo melanesio conoce la leyenda que
señala en ciertos frutos redondos no comestibles, suspendidos de los árboles,
otros tantos descendientes de la primera generación. Y nadie olvida la aventu-
ra de las parejas en desacuerdo: uno de los dos corta la discusión y desapare-
ce. Toma a su árbol inicial y retoma su lugar de fruto. Queda allí, como ima-
gen mítica, suspendido a los ojos de todos durante generaciones. Estos relatos
antiguos nos ilustran sobre la convicción, que permanece en el corazón de los
caledonios, de que una misma sustancia lleva en sí la forma del cuerpo huma-
no, tanto como la del vegetal. Pero este mito de la identidad no está formulado
en las narraciones mitológicas; es vivido y sentido en las fibras del ser, so-
lamente.
Penetremos más hondo: no siempre es posible medir la distancia que sepa-
ra el relato de la realidad. Veamos a un recién nacido que extiende el meconio
sobre sus primeros pañales de bala sor. A su alrededor las parteras se mues-
tran satisfechas. Por este acto, el niño ha dado la seguridad de su vitalidad:
el meconio es un resto de corteza vieja, semejante a aquellas que, húmedas
y podridas, se desprenden de los árboles en la selva y caen. El niño se ha de-
sembarazado de los restos fibrosos de su primera existencia en el seno mater-
no; ahora una corteza nueva, fresca, subsiste única en él: la corteza que es la
condición de su salud y de su vida. Si ésta llega alguna vez a ser evacuada,
en una última deposición, la vida se detiene y el hombre está condenado.
En otra parte he relatad06 la emoción de uno de mis ayudantes indígenas
una noche en que cuidábamos a un hombre por el que sentíamos gran afecto.
Mi ayudante me presentó sobre una fuente de j1,lIlco tres bolas negruzcas que
acababa de recoger cuando el enfermo se aliviaba. Y conmovido, los ojos hú-
medos, dijo en voz muy baja:
-Mira, es la corteza, todo ha terminado.
Estaba convencido de la naturaleza de lo que acababa de recoger; pero más
allá de su error milenario, tenía razón, puesto que a pesar de mis pobres es-
fuerzos con la esparteína o el aceite alcanforado, nuestro amigo se apagó en-
seguida. Había perdido la corteza de su vida.
Deseoso de controlar este valor de la corteza pedí una vez a los alumnos
de mi escuela que me trajeran las cortezas que pudieran tener en sus cestos.
No les pregunté si las tenían, lo que hubiera podido incitarlos a negar. Me man-
tuve en el plano del que considera natural que un melanesio tenga un pedazo
de corteza en el cesto en el que guarda sus enseres personales; ese cesto abier-
to del que nada es robado nunca. Todos aquellos que tenían una corteza la pre-
sentaron con gravedad. Sus padres habían insistido en que las llevaran, o bien
ellos mismos lo habían querido, como algo conocido que los siguiera en lo des-
conocido del establecimiento misional. Y guardaban un infinito respeto hacia
ese pedazo de madera que los ligaba por tantas fibras de su ser, y por todas
las propias fibras de la madera, a la tradición de los ascendientes matemos
poseedores de su vida.
La piedad de esta gente en sus diversos comportamientos, fuese con res-

6. Gens de la Grande Terre, pág. 85.


42 DO KAMO

pecto a la corteza del moribundo o a la de los cestos, hacía palpable la identi-


dad que experimentaban.
Frente a estas actitudes precisas, ¿no vemos tomar un nuevo sentido a esta
mitología del árbol cuya vacuidad temíamos hace un instante? Pues ya no sa-
bemos dónde se halla, en el corazón del melanesio, el límite de la realidad mí-
tica y el de la realidad empírica. El árbol plantado el día del nacimiento en
el agujero donde se entierra el cordón umbilical puede corresponder verdade-
ramente a una realidad semejante a la de la vida del niño. La costumbre del
caledonio de alejar del pueblo a un extranjero diciéndole: «Tú no tienes aquí
tu árbol», atestigua fehacientemente que el árbol confiere al hombre su auten-
ticidad social y cívica. Y el melanesio, cuya mitología es pobre, nos ofrece algo
mejor que narraciones maravillosas; nos permite penetrar, alIado de él, en
el seno mismo de una realidad donde las formas míticas de su vida se mani-
fiestan a simple vista, donde las expresiones de su lenguaje tienen una sonori-
dad mítica, a través de la cual el mito aparece verdaderamente como una rea-
lidad vívida.

* * *
No se puede objetar lo que se ha vivido, pero se podría hacer una observa-
ción si no se acepta el término mito que nosotros empleamos. Se podría adu-
cir que este vocabulario, común al hombre y a la planta, procede menos de
una identidad inicial que de una visión antropomórfica del mundo. El hom-
bre se proyecta en el mundo y una visión antropomórfica de éste lo ayuda a
reencontrarse en sus detalles, a referirlos a sí mismo y a nombrarlos.
La objeción es importante, pero concierne a culturas ya secularizadas y
evolucionadas. El melanesio está lejos de tal estadio. No refiere la naturaleza
a sí mismo; no tiene de ella una visión antropomórfica.
Su manera de hablar ilustra con mayor amplitud esta carencia. Es usual
en Occidente decir que «un árbol está muerto» para designar su fin. Dicha afir-
mación procede de un concepto genérico de muerte que cubre todos los ani-
quilamientos de que somos testigos. Este concepto le falta al melanesio. Para
él, sólo el hombre y el animal mueren, y hay que escatimar este significado.
El árbol sucumbe porque está seco o podrido, o porque está caído. Aunque
de la misma sustancia del ser humano, tiene, sin embargo, un modo de exis-
tencia diferente, un modo al que la palabra muerte no podría convenir en nin-
gún momento.
No existe un paralelismo de vida entre el cuerpo humano y el vegetal, sino
solamente una identidad de sustancia. Si el canaco hablase por analogía, o
de acuerdo con una concepción antropomórfica, no cabe duda de que llegaría
hasta el fin de la analogía o del antropomorfismo y que diría en su lengua que
el árbol. análogo al hombre, muere del mismo modo que éste. Pero su lengua
no revela ningún pensamiento de tal género. Nunca se dice que un árbol ha
muerto.
No existe un antropomorfismo para sustituir la realidad del lenguaje míti-
co empleado por el canaco. Y en esa falta de antropomorfismo descansa una
de las razones profundas de esas especiales situaciones que los filósofos han
mostrado como características de la mentalidad primitiva: la ausencia de dis-
NOCIÚN DEL CUERPO 43

tancia entre gentes y cosas, la adherencia del objeto y del sujeto, y todas las
participaciones en un mundo que el ojo ve únicamente en dos dimensiones.
Hay que pensar, en efecto, que no es el melanesio quien ha descubierto el ár-
bol, sino el árbol el que se le ha revelado, como sucede con el objeto en el ori-
gen de todo conocimiento. Cuando el hombre vive en la envoltura de la natura-
leza y todavía no se ha separado de ella, no se esparce en ella, sino que es
invadido por la naturaleza y solamente a través de ella se conoce a sí mismo.
No tiene una visión antropomórfica, sino que queda sometido, por el contra-
rio, a los efectos que produce una visión indiferenciada que le hace abarcar
el mundo total en cada una de sus representaciones, sin que intente distinguirse
él mismo de este mundo. Se podría hablar de una visión cosmomórfica.
A sus ojos se corresponden, entonces, la estructura de la planta y la estruc-
tura del cuerpo humano: una identidad de sustancia los confunde en un mis-
mo flujo de vida.
El cuerpo humano está hecho de la misma sustancia que verdea en el jade,
que forma las frondosidades, que hincha de savia todo lo que vive, y que esta-
lla en los retoños y en las juventudes siempre renovadas.
y porque se halla totalmente repleto de esta vibración del mundo, el cuer-
po no se diferencia de él.

DESIGNACIÚN DEL CUERPO

¿Cómo denominan, pues, a este cuerpo del cual tienen una representación
externa, no derivada de la naturaleza? LD designan con un vocablo: karo, y este
vocablo conviene a muchas expresiones que permiten captar, en el conjunto,
su sentido propio.
Así, se dice:

Karo rhii: el cuerpo del agua, que es la masa del río.


Karo so: el cuerpo de la danza. Es el poste esculpido alrededor del cual
se desarrollan las evoluciones de los bailarines.
Karo bara: el cuerpo del temor. Se designa con este nombre el ramo con
el que las mujeres se hacen una pantalla para no ver más al hermano mayor,
tabú, y para no ser vistas por él.
Karo boe: el cuerpo de la noche. Es la Vía Láctea, esqueleto del cielo.
Karo nevo: el cuerpo del agujero. Es el vacío o el abismo (nada rodeada
de algo).
Karo gi: el cuerpo del hacha, es decir, su mango.
Karo pli: el cuerpo de los guerreros (cuerpo de ejército).
Karo kamo: el cuerpo del hombre, la persona.
Karo tapere: el cuerpo de la mesa, su pie. La expresión no concierne a la
silla, pues ésta tiene barrotes; se la ve como árbol.

En una palabra, el término karo designa al elemento sustentador necesa-


rio a la realidad de tales seres y de tales cosas. El melanesio que empuña su
herramienta o que fija un poste para dar un eje a la rueda de bailarines tiene
esa noción de que el cuerpo es un sostén. Es una noción técnica del cuerpo.
44 DO KAMO

¿Cómo ir más allá de esta primera noción y superarla para que el melane-
sio se sienta apoyado sobre su propio cuerpo?
La cuestión es fútil, porque el canaco no se la propone. No puede ni siquie-
ra imaginársela, pues todavía no se ha separado a sí mismo del mundo y no
tiene, por lo tanto, una representación completa de su cuerpo. Una represen-
tación, para ser completa, supone necesariamente la existencia de un conteni-
do. Y el contenido propio del cuerpo continúa siendo indefinible para el me-
lanesio.
Vida, emotividad, pensamiento, proceden unos y otros del mundo visceral,
que es tan 'semejante al mundo vegetal. Cuerpo orgánico, cuerpo psicológico,
se envuelven el uno en el otro.
La identidad de sustancia que el canaco ha experimentado sobre un único
plano, a través de un conocimiento mítico del mundo, le impide hacer una cla-
sificación; le falta, sobre todo, la noción de profundidad. Sería necesario que
el melanesio añadiera a la representación plástica de un cuerpo que cumple
el papel de sostén, la noción de un yo ligado al organismo. Pero esto es pedirle
lo imposible. ¿Cómo podría conocer este yo, un yo cuyas modalidades se espe-
cifican en el ejemplo clásico del durmiente, quien se deja acusar de ladrón
por un robo que se ha cometido, durante su sueño, en una aldea lejana, y quien
se dejará condenar sin acudir a la invocación de la coartada que lo justifica-
ría? Él ignora, en efecto, lo que ha podido hacer en el misterio de un desdobla-
miento ocurrido durante el sueño.
¿Cómo ligar, en una sola, estas dos existencias: la del yo y la del cuerpo?
De esta manera el cuerpo del melanesio se halla arrastrado, por un lado,
a los comportamientos respetuosos del mundo y de~a disciplina social-como
se verá más adelante en la austera conducta de la pareja durante la siembra
de los campos- y, por otra parte, se halla arrastrado a aventuras inimagina-
bles, a través de su participación con los seres y las cosas.
Al ignorar el melanesio que este cuerpo suyo es un elemento del cual él
es el poseedor, se encuentra por ello mismo en la imposibilidad de discrimi-
narlo. No puede exteriorizarlo fuera de su medio natural, social, mítico. No
puede aislarlo. No puede ver en él a uno de los elementos del individuo.
Dijimos, al comienzo de este capítulo, que existe un abismo entre el mo-
mento en que el canaco da un nombre a su cuerpo y aquel en que sabe que
su cuerpo y él son sólo uno.
Hemos llegado ahora al borde de este abismo.
El melanesio se mantiene más acá del abismo desde hace milenios y por
ello su actitud ofrece una forma de definición del primitivo: el primitivo es
el hombre que no ha captado el vínculo que lo une a su cuerpo y ha sido inca-
paz, por lo tanto, de singularizarlo. Se ha mantenido en esta ignorancia al vi-
vir el mito de la identidad, que él experimenta sin diferenciarlo y que se pre-
senta desde entonces como telón de fondo sobre el cual se perfilan muchas
formas míticas de su vida.
Hoy, en contacto con todas las riquezas culturales y religiosas que noso-
tros los occidentales podemos aportar a otros pueblos, muchos melanesios han
franqueadQ este abismo. En su momento, los volveremos a encontrar.
CAPíTULO 3

EL VIVIENTE Y EL MUERTO

Si el melanesio no ha podido delimitar su cuerpo ni circunscribirlo para


separarlo del mundo, no debe sorprendernos comprobar que también distin-
gue mal entre estas dos oposiciones que nos parecen evidentes: el viviente y
el muerto. Este último es necesariamente el difunto y, por lo general, el difun-
to deificado. Tanto es así que yo hubiese podido sustituir el título por la fór-
mula: el hombre y el dios. Pero hombre no es un término primitivo y veremos
que no tiene traducción en melanesio. Y dios es un vocablo incierto, pues no
se sabe si se trata de un dios mitológico, de un difunto deificado o de un dios
de alguna otra clase. Sin embargo, si no olvidamos que por dios entendemos
a este difunto deificado, yo propondría por título: el viviente y el dios. Sería
un modo de volver al título primitivo, explicitándolo. Trataremos de averiguar,
pues, en este estudio, a través del difunto deificado y del viviente, qué formas
reviste la muerte a los ojos del melanesio y cuáles son las interferencias que
estas formas tienen con su mentalidad.

EL KAMO

El canaco tiene una noción técnica del cuerpo: es un sostén. ¿Qué es lo que
soporta? Como no podemos responder con una palabra española, demos el tér-
mino indígena y tratemos de traducirlo: soporta el kamo, o sea el pronombre
ka, el que, y mo, viviente, «el que vive». El término se emplea sin distinción
de género y en el sentido más indefinido, como se hace en nuestra lengua cuan-
do se dice: hay una persona en la puerta, o hay alguien, o un quidam, o un
personaje. No es ésta, sin embargo, una traducción adecuada. Kamo corres-
ponde a un predicado que indica la vida, pero que no implica ni contorno ni
naturaleza. Animal, vegetal, personaje mítico, si son revestidos de cierta hu-
manidad por las circunstancias, pueden ser considerados kamo, lo mismo que
el hombre.
Podemos darnos cuenta de esto si observamos la actitud del canaco para
con los grandes cuadrúpedos: caballo, toro, perro, que fueron introducidos en
su isla en la que sólo trotaba un ratoncito. Un autor cuenta, en 1854, cómo la
nobleza de porte del perro de una misión, y el temor que inspiraba, llevó a
los indígenas a considerar al animal como a un jefe. Le ofrecieron solemne-
mente presentes, ñames, taros, cañas de azúcar, acompañados de los discur-
sos usuales. 1

1. BRAINNE, La Nouvelle-Calédonie, 1854, pág. 85.


46 DO KAMO

Medio siglo más tarde, yendo a ver a mis alumnos en el trabajo, los encon-
tré sentados, y los bueyes, junto a ellos, con el. hocico sobre el arado. Los jóve-
nes nos explicaron:
-No quieren caminar. Estamos esperando a que tengan ganas.
y hablaban sin sombra de malicia, persuadidos de que era necesaria la ar-
monía de su buena voluntad aunada a la de estos dos kamo, personajes bovi-
nos, para restablecer concierto en el trabajo.
Esa lentitud de los alumnos de la escuela para diferenciar al animal do-
méstico de los personajes humanos es sugestiva. Cuando dicha juventud cuenta
leyendas, habla de kamo y el kamo vuela, nada, desaparece bajo tierra sin que
se especifique necesariamente si es de pronto pájaro, pez o difunto. El narra-
dor sigue al personaje en sus aventuras y éste no cambia de estado cuando
cambia de aspecto; sufre metamorfosis y se asemeja a un personaje dotado
de rico vestuario que modifica sin cesar sus atavíos.
A pesar del elemento maravilloso que parecen contener y que contienen
estas narraciones, no son sino episodios de la vida canaca narrada en un len-
guaje de figuras y símbolos. El canaco está acostumbrado a la flexibilidad de
este término kamo que le permite seguir al ser viviente a través de todas estas
metamorfosis. Ésta es una manera de ver que no resulta posible para noso-
tros en virtud de nuestro concepto de hombre, pero que llega a serlo a través
de una más amplia representación de lo humano. En efecto, al melanesio le
basta una mirada para otorgar humanidad a un animal. ¿No es ésta, acaso,
la aventura de mi amigo, el canaco rabi? Tabi devuelve al mar un tiburón que
de un salto ha caído dentro de su canoa porque en el momento de abatirlo con
el hacha percibe la mirada humana de la bestia y adivina en él a un antepasa-
do. 2 Se identifica así con Poindi, el protagonista de 16s cuentos novelados: "Un
pescador saca cuidadosamente un pez luna que ha picado en su sedal. Cuan-
do lo mira, el pez luna muestra una mirada de hombre. Entonces el pescador
lo desengancha dulcemente y lo echa otra vez al agua».3
En los relatos totémicos se dice tanto «el macho», «el lagarto» o simple-
mente «esta persona el lagarto». Estaríamos tentados de ver en esta expresión
una fórmula de respeto y de rectificarla escribiendo «Maese lagarto» según
el estilo de los fabulistas. Pero esta expresión no corresponde en absoluto al
estilo canaco.
El kamo es un personaje vivo que se reconoce menos por su contorno de
hombre que por su forma o, podríamos decir, por su «aire de humanidad».
En esta forma, y no en el rasgo exterior, existe el personaje. Lo humano
sobrepasa así todas las representaciones físicas del hombre. No es percibido
objetivamente, sino que es sentido. Encierra en sí mismo las nociones estéti-
cas y afectivas que son propias del hombre y que el canaco experimenta como
tales. Es este conjunto viviente y humano lo que él expresa con la palabra kamo.
Si por ventura el canaco encuentra a un hombre que actúa de manera in-
humana, declarará: «no es kamo», que nosotros podríamos traducir por: «no
es un hombre»_ Por otra parte, para alabar a un hombre particularmente bello
y bueno, el canaco no duda en reconocer en él lo humano en forma plena y
lo llama: do kamo, es decir, verdaderamente humano.

2. LEENHARDT, Notes d'Ethnologie néo-calédanienne, pág. 189.


3. MARIOTTI, Cantes de Paindi, págs. 190-207.
EL VIVIENTE Y EL MUERTO 47

Es importante observar esta noción de humano que sobrepasa la imagen


física del hombre y la del personaje, pues explica este deseo de autenticidad
humana que el canaco requiere de las gentes que lo rodean y, por contraste,
ayuda a comprender esa extraña sensación que lo turba cuando tiene frente
a sí a un hombre vivo que no le parece revestido de los rasgos esenciales de
lo humano: un ser vivo inauténtico.
Sucede, en efecto, en Melanesia, que los muertos se mezclan con los vivos.
Un fusilero canaco, en 1915, dejó su isla por primera vez y desembarcó en Sid-
ney. La animada multitud que vio en las calles lo dejó estupefacto y escribió:
«Se diría que los muertos pasean junto a los vivos». No era, en su espíritu,
una metáfora. Hacia la misma época, un marino caledonio ve desde su navío
sobre un muelle de las Nuevas Hébridas, a uno de sus parientes desaparecido
desde hacía mucho tiempo y que él creía muerto. Queda turbado, ¿es una apa-
rición? Su pariente le reconoce y le sonríe. Entonces el marino, inclinado so-
bre el empalletado, le pregunta con gran emoción:
-¿Eres kamo, humano viviente, o eres dios?
El caso está previsto en la costumbre para aquellos que, tenidos por muer-
tos, vuelven a tomar su lugar en el pueblo. Existe un protocolo. Una vez que
el que retorna se ha hecho reconocer en los aledaños de su casa, lo ciñen con
bandas de balasor -tela de corteza-o Así, rodeado de estas fibras, que son
fibras de vida, el canaco se reintegra al clan y penetra en su casa.4
Este protocolo, instituido en la mayoría de las islas, manifiesta de manera
segura la incertidumbre general del indígena sobre la autenticidad del ser que
tiene cerca de sí. Ella determina en él una gran reserva que sorprende y choca
muchas veces al viajero, y explica la actitud de los caledonios a la llegada de
Cook y sus marinos. Forster, naturalista de la expedición, escribe:

«Raramente nos acompañaban en nuestras incursiones; si pasábamos


cerca de sus cabañas y si les hablábamos, nos respondían. Pero si conti-
nuábamos nuestro camino sin dirigirles la palabra no nos prestaban
atención».5

No se trataba, de ningún modo, de indiferencia o indolencia de parte de


los caledonios, sino que era la actitud expectante total frente a esta visita inu-
sitada de humanos llegados de horizontes vacíos. ¿Se trataba de seres huma-
nos auténticos? Los caledonios no dudaron de su inautenticidad, y a este ser
disfrazado de humano le negaron la categoría de kamo. De esto hace más de
un siglo y medio; pero todavía hoy, si se le pregunta en su lengua a un caledo-
nio que entra en un comercio de la ciudad de Numea lo que va a buscar, con-
testa que va a comprar un kara bao; es decir, que va a comprar una piel de
dios. Pues «piel de dios», es la denominación que ha persistido, desde Cook
y sus sucesores, para la vestimenta europea.

4. Existe toda una mítica de la fibra que no ha sido jamás estudiada. Tal vez descubra-
mos que muchas cintas de las víctimas o de los muertos, antes de ser objetos estéticos o téc-
nicos, han sido auxiliares preciosos, símbolos de la vida para ayudar al pasaje de un estado
a otro.
S. Citado por RIENZI, L'Univers, vol. 3, pág. 428.
48 DO KAMO

Los primeros blancos desembarcados en la isla fueron confundidos con di-


funtos deificados, muertos que volvían a visitar su antigua morada; no ya kamo,
sino bao. 6 Conviene estudiar ahora este término complejo.

ELBAO

Lo traducimos comúnmente por dios. Pero este vocablo, dios, está tan car-
gado de significaciones diversas, que es necesario observar los usos que se
hacen del término bao para conocer el contenido que adopta en su traducción
por dios.
Se pueden clasificar en tres aspectos los momentos en que se sorprende
en los labios del canaco la palabra bao: aspecto nefasto, fasto y humano.

NEFASTO. Cuando, por ejemplo, un joven se despierta una mañana con una
mancha blanquecina sobre la mejilla Antaño se hubiera tratado de un comienzo
de erupción cutánea u otro accidente análogo; hoy podría ser lepra. Interro-
gado, el joven responde simplemente que un bao lo ha herido. Y no hay ningu-
na duda de que el dardo invisible de un dios lo ha tocado en ese lugar. Pues
el dios tiene siempre dardos minúsculos en la mano. A veces, introduce esas
armas en los cadáveres para cargarlos de veneno. 7
El bao aparece en la noche e inspira los mismos terrores que un aparecido.
Es la causa de desapariciones misteriosas, de los ahogamientos y de otros in-
fortunios que les ocurren a los vivos.
Todo temor en la oscuridad; toda manifestación insólita, anomalía, ruidos
o fuegos fatuos es obra de un dios. •

FASTO. En el aspecto fasto, el bao es el dios atávico al que se ruega en el


altar. El ritual de esta plegaria es simple. Cuando el vapor comienza a escapar
de la marmita de los sacrificios, el sacrificador ql,lita con la mano izquierda
la tapa hecha de corteza y la mantiene levantada mientras que él mismo, incli-
nado sobre el vapor que lleva sus palabras, dirige a los dioses su súplica: «Os
llamo a vosotros, padres, abuelos, hermanos mayores y todos los dioses, con
el fin de que consideréis este ñame cocido aquí para vosotros... ».

6. Leenhardt se refiere en los anteriores párrafos al trágico destino del capitán Cook, sa-
crificado en 1779 en la bahía de Kealakekua al ser identificado por los nativos con el dios
Lona. Este famoso suceso, resultado de un cúmulo de coincidencias y circunstancias par-
ticulares, ha sido analizado extensamente por Marshall Sahlins, Islas de historia. lA muerte
del capitán Cook. Metáfora, antropología e historia. Barcelona, Gedisa, 1988 [1985]. Más re-
cientemente, se ha generado una notable polémica en torno a la interpretación de aquel epi-
sodio histórico, al cuestionar el antropólogo de origen cingalés Gananath Obeyesekere la ver-
sión de Sahlins, The Apotheosis of Captain Cook: European Mythmaking in the Pacific,
Princeton University Press, 1992; dicho autor, por su parte, ha replicado con una nueva obra:
How «Natives» Think: About Captain Cook, for Example, University of Chicago Press, 1995.
(N. del r.)
7. Este temor subsiste. En un entierro cristiano que yo presidía, al inclinarme sobre la
fosa, comprobé que el ataúd ya no estaba. Lentamente di la vuelta a la fosa y percibí una
galería cavada en el costado, en la que habían deslizado el ataúd. Era, según parece, un me-
dio para engaiiar a los bao que vendrían durante la noche a hundir sus dardos en la tierra
removida para tocar el cadáver y cargarse de sus venenos. Con el recurso de la galería, los
dardos no podrían conseguir el objetivo.
EL VIVIENTE Y EL MUERTO 49

El bao es el antepasado buscado, abuelo o abuela. Hay, a menudo, bajo el


techo de las altas chozas cónicas, una especie de repisa rodeada de una baran-
da, en la cual están suspendidos gran cantidad de balasores polvorientos. El
canaco que busca la soledad y la meditación se acuesta allí arriba, en lo que
él llama «la cama con barrera». Y allí, en medio de los balasores y de su ac-
ción mágica, busca las visiones y espera, sobre todo, las revelaciones. Enton-
ces, el dios viene a su encuentro y lo instruye. Y al otro día el canaco, ya re-
suelto, puede contar lo que ha visto o lo que sabe:

Yo estaba acostado,
dormido profundamente.
Vi un dios -el dios dardo-, el dios largo.
Lo vi hacer un horno.
Él aseguró la derecha. 8

Esto significa que un dios ha revelado a su devoto la derrota del enemigo


y le ha concedido la visión del horno donde aquél sería asado.
Se busca también la bendición del dios atávico capturando el espíritu del
antepasado en el altar, en una lucha encarnizada que se libra durante el tran-
ce. y el dios, vencido hacia la aurora, revela al valiente su secreto.
A este dios benevolente se le atribuye, en general, el orden original de las
cosas; no se trata en modo alguno de una creación ex nihilo; pero los bao han
creado las islas, por ejemplo, arrojando en el mar la tierra que habían envuel-
to en una hoja de taro, etc... Los bao han poseído el fuego. Lo han robado cuan-
do la ocasión se presentaba. Pero todo este papel etiológico disminuye, por
otra parte, a medida que avanzamos hacia el sur de Melanesia, lo que parece
revelar folklores importados.

HUMANO. Con el aspecto humano, el dios gusta de llevar una vida análoga
a la del hombre, y parece feliz intentando algunas escapadas. Se complace en
tomar, por ejemplo, la figura de un marido, suplantarlo y provocar así enredos.
La mujer dios, o diosa, no es menos inclinada a ese juego. Así es como (tiem-
po ha), una de ellas se presenta en casa de un canaco, un buen hombre, con
los rasgos de la esposa que ella acaba de ahogar. Como es tarde, el hombre
la recibe diciendo:
-Por fin llegas, pero, ¿qué estabas haciendo? El niño no ha cesado de re-
clamar el pecho.
La mujer toma al niño y le ofrece el seno.
Durante la noche, mientras la pareja duerme, uno a cada lado del hogar
según la costumbre, el hombre se despierta y atiza el fuego. Percibe en la pe-
numbra a su mujer que duerme y ronca; piensa:
-¿Por qué ronca, ella que no ronca nunca?
La mujer, sorprendida porque oye hablar, se levanta:
-¿Por qué haces brillar así el fuego? -dice con tono de reproche.
En las noches que siguen se producen diversos incidentes análogos. La mu-
jer parece temer la claridad ~el fuego en la oscuridad. Una vez, a la luz de

8. Documents néo-calédoniens, págs. 255, 257.


50 DO KAMO

la llama, el hombre advierte de nuevo a la esposa que duerme y que ronca.


No tiene cuerpo; es solamente una cara que ronca.
-Es eso -dice- lo que da de mamar a mi hijo. Esta mujer es una diosa.
La madre de mi hijo no está aquí.
y entonces comenzará el drama, el drama que hará morir a la mujer dios
y traerá otra vez a la esposa verdadera.
Esta narración no sólo ilustra acerca de la vida de estos dioses y diosas
que no han sabido crear todavía un paraíso, sino que implica dos detalles que
desbordan el folklore melanesio.
En primer lugar, en su aparición el dios no tiene cuerpo. No es sólo un de-
talle de leyenda. He visto jóvenes, en momentos de crisis, que se sentían lla-
mados por su antepasado dios y decían:
-Veo a mi abuelo... veo sus manos, veo su cabeza.
Jamás designaron el cuerpo o los miembros. Esta visión del dios reducida
a la cabeza y las extremidades se vuelve a encontrar en otros lugares y, según
dicen, hasta en China.
En cuanto al ronquido, se trata de un atributo divino. Sólo los dioses ron-
can. Se me ha asegurado que en Madagascar también roncan. 9 Hay un mis-
terio del ronquido, considerado sagrado. Se encuentra hasta en Europa, don-
de parece tener un papel de vínculo con el mundo infernal, como en el extraño
relato de Ramuz, en su libro Derborance, en el que una mujer ve a su marido,
rescatado de un alud, roncar, y ella desaparece finalmente con él bajo las mor-
tajas de la montaña.
Estaríamos en condiciones de concluir, frente a estos datos, que el melane-
sio deifica a sus antepasados, que les atribuye una Yida análoga a la que lleva-
ban mientras estaban vivos y que llama bao a este ser en definitiva bastante
incoloro. Así es como se concibe comúnmente la formación de la divinidad en-
tre los primitivos.
Pero esto sería demasiado fácil y ligero. El pensamiento del melanesio re-
quiere una mayor observación. Nos resta averiguar cuándo este antepasado
deificado comienza a ser dios o, para ser más precisos, cuándo comienza a
ser llamado bao.
El examen no descubre ningún proceso de deificación. Es más: antes de
parecernos dios, el antepasado era ya un bao. ¿Qué significa entonces bao?
Un día, en ocasión de un entierro en un pueblo cristianizado, vi un canaco
hacer señas a otro de llevar el muerto. Dijo a media voz:
"Lleva el bao».
Lo que entendí por: lleva el dios.
Sorprendido por esta intrusión de un dios en la ceremonia que yo presi-
día, observé con cuidado lo que podía suceder, quizá sin yo saberlo. Pero no
hubo más que el difunto atado en su estera. Y supe enseguida que tanto el cuer-
po del hombre muerto como el hombre muerto mismo se llamaban bao.
No se trata de dios, ni de sostén, ni de restos fúnebres. Ninguna diferencia,
ninguna distancia entre el cadáver y el dios. Estas nociones se superponen.
El bao es todo esto.
Durante el tiempo que sigue al de la muerte se teme al cadáver dios. Más

9. Conversación con H. Rusillon.


EL VIVIENTE Y EL MUERTO 51

tarde, el recuerdo penoso del muerto se borra y el de la personalidad del di-


funto se afirma. Los últimos funerales, que tienen lugar tres o cuatro años des-
pués del deceso, parecen consagrar este cambio. Como manera de levantar el
duelo, la muchedumbre va a bailar la danza de los dioses, señalando con este
gesto de alegría que el difunto está, de ahora en adelante, en la morada donde
se unirá a las danzas sin fin de los dioses. Entonces el que dirige la fiesta con-
voca a la gente de los alrededores:
-Levantaos todos -dice-; venid para la danza de nuestros hombres po-
dridos con olor de grasa rancia y que están en las cavidades de las rocas y
los troncos de los árboles, los dos de Boawe...
y cita los nombres de los difuntos.
En este momento en que nosotros, con nuestros conceptos, veríamos afir-
marse la deificación del difunto por un envío a los Campos Elíseos, el discur-
so del maestro de ceremonias nos quita toda ilusión. En su espíritu, imagen
del cadáver e imagen del dios no se han disociado todavía. Su pensamiento
fluctuante va de una a otra y, en este movimiento, da forma a la noción de bao.
Seguramente para el canaco el cadáver no tiene, en toda esta situación, la
importancia que reviste para nosotros. El cadáver se disolverá por sí mismo
y aún se lo ayudará para ello. Todos los ritos de los primeros funerales -des-
composición apresurada por sumersión, incineración, momificación- no son
en toda Melanesia sino medios de abreviar el período difícil de la presencia
del cadáver. Éste, por lo tanto, no es conservado, ni lo designa ningún término
específico. Está adherido solamente por un tiempo efímero al bao. Veremos
que en todo este asunto el cadáver no es más que un incidente.

VIVIENTE y BAO

El bao no comienza su existencia en el instante del último suspiro del vi-


viente. Coexiste ya con él. Hay vivientes a los que se les llama bao. De la gente
prestigiosa o extraña, de los viejos, se dice que son bao. Cuando un niño que
gateaba me tocó los zapatos como para darse cuenta de esta anomalía en un
país de gente descalza, oí a su madre reprenderlo:
-No toques, es un bao.
Las opiniones prudentes de los viejos o de las personas fuera de lo común,
la tradición que ellos puedan representar, sobrepasan la sociedad actual, la
desbordan y la dominan. Su sabiduría participa de aquella que se halla me-
diante el contacto con los antepasados y los dioses. Esta sabiduría les confie-
re un lugar en la sociedad intemporal que coexiste con la sociedad actual y
proporciona a ésta un lugar en lo invisible.
Se comprenderá mejor su papel si nos detenemos un instante a observar
de qué manera los melanesios cuentan sus generaciones. Sólo recuerdan cua-
tro: el nieto, el hijo, el padre y el abuelo, lo que en nuestro lenguaje europeo
sería hijo, padre, abuelo, bisabuelo. Si un nieto llega a conocer en vida a su
bisabuelo, no lo llamará su bisabuelo sino su hermano. Pues la sociedad cuen-
ta cuatro generaciones y a través de los siglos son siempre grupos de cuatro
generaciones que se superponen unos en otros. Los miembros de la sociedad,
de cuatro en cuatro generaciones se encuentran en la misma posición. El bisa-
52 DO KAMO

buelo es, de este modo, el nieto del grupo precedente de cuatro generaciones.
Su status no cambiará si vive lo suficiente como para ver aparecer, cuatro ge-
neraciones después de él, a un bisnieto, del que no será bisabuelo sino herma-
no. Así es como se encuentra, muy a menudo, a un niño que camina junto a
un viejo encorvado:
-¿Es tu abuelo? -se le pregunta.
-No, es mi hermano.
Pero a ese hermano el niño lo considera un bao y le habla como a un bao.
Cuando ese hermano mayor haya muerto, el menor irá al altar para seguir pro:-
curando de la misma manera, y aún más, su compañía y su apoyo. No rezará
al abuelo sino al hermano.
Ahora bien; existe una costumbre en ocasión de las plegarias que se hacen
en el altar durante las fiestas de la cosecha. No se ruega al linaje de los ante-
pasados, «padre, abuelo», sino que se invoca a las capas sucesivas de genera-
ciones ascendentes, representadas por los hermanos. Todas las plegarias de
interés clánico se dirigen a los hermanos mayores.
De tal modo, estos dos hermanos separados por ochenta años -bisnieto
y bisabuelo- ilustran una relación de parentesco en la que lo afectivo no tie-
ne punto de apoyo físico evidente. Se apoya un poco en la inteligencia. La vida
intelectual del abuelo y la del niño se desenvuelven en el mismo marco, pero
una sube, y la que desciende presta toda su claridad, claridad de la vejez, cla-
ridad de un dios, de un bao, para iluminar esta ascensión. No hay duda de que
se trata aquí de un primer movimiento afectivo cuya base no es orgánica: es
el embrión de una relación espiritual asentada, en vida del abuelo, sobre su
condición de bao, y confirmada, cuando haya cesado de vivir, por su estado
de bao. Estamos, por fin, en condiciones de comprender el papel y la naturale-
za de los dioses melanesios, los bao.
Gracias a ellos, que desbordan del mundo actual, la vida es enfocada en
su perennidad. No cesa jamás: es positiva con los humanos, negativa con los
bao; éstos participan de uno y otro modo de vida, y son el apoyo permanente
del hombre y de la sociedad.
Los bao no han nacido de una representación mítica, y menos aún de un
mito, sino de un esfuerzo de intelección frente a la observación de la vida físi-
ca que declina, mientras la vida interior se mantiene en su frescura perma-
nente a través de la sabiduría del anciano, o del consejo de los dioses. Y por-
que procede de una intelección, será posible la labor mitopoiética que permitirá
un día describir la vida del díos y crear una mitología. Pero el bao melanesio
está aún lejos de este momento.

ELDIFUNTO

Ya estamos capacitados para comprender la condición del anciano bao cuan-


do ha cesado de vivir y llega a ser cadáver-dios.
Por de pronto este bao requiere un lugar nuevo en relación con la sociedad
y con el hábitat.
Mientras vivía, tenía en la sociedad un cuerpo sólido que era como su re-
vestimiento social, con el que desempeñaba su papel. Al ser privado de este
EL VIVIENTE Y EL MUERTO 53

revestimiento se vuelve inactual; no tiene ya función en la sociedad: es un de-


functus. El difunto, en este sentido, no es un muerto, es un desafectado. Du-
rante todo el período de transición, ocupado por la disolución del cadáver, es
siempre ese difunto. y esta noción de difunto es capital para mantener el or-
den establecido de la sociedad. Ella proporciona un status provisional a los
seres en estado de carencia social. Por ejemplo, cuando se reconoce como loco
a un hombre, su locura puede provocar desastres por la violación inconscien-
te de los tabúes. La sociedad se encarga entonces de separar a este hombre
que ya no tiene valor social. No utilizará medios compulsivos, sino que se reu-
nirá para una gran comida de duelo, y honrará al loco con funerales sociales.
A partir de este momento, los actos de éste estarán neutralizados. Él mismo
ya no será sino un defunctus, un desafectado de la sociedad; un difunto, pero
de ninguna manera un muerto.
Por otra parte, que alguien sea defunctus antes de haber terminado la fun-
ción que le es propia, es una anomalía inconcebible. Por ello, cuando la madre
muere antes de dar a luz al niño que lleva en su vientre, la leyenda se apodera
de su existencia para que pueda terminar su función. Se narra en emocionan-
tes términos el cuidado que esta mujer tiene por su niño. Su papel en la socie-
dad no ha terminado: continúa en ultratumba. Cuando el niño es grande y des-
cubre por sí el día y el mundo, la madre lo envía al mundo de los vivos:
-¡Ah, hijo mío, vas a partir, y yo me quedaré aquí! ¡No nos veremos másPo
La madre coloca en el brazo del niño un brazalete blanco, lo ciñe con una
cuerdecilla de pelo de murciélago y le entrega tesoros que serán las pruebas
de su autenticidad cuando encuentre a los miembros de su clan.
y desde el preciso instante en que su función maternal ha terminado, la
madre se retira a las tinieblas y se toma verdaderamente difunta.
Ya sea para el hombre, para la madre, o para el niño, la idea de desafecta-
ción social corresponde entonces, entre los melanesios, a lo que nosotros lla-
mamos difunto.
Pero el status del difunto es provisional; el defunctus, si se nos permite la
expresión, debe resultar refunctus; el desafectado debe ser reafectado, pero
en condiciones nuevas. La primera consistirá en encontrarle un lugar en el
espacio:
-Bailad -dice el maestro de ceremonias- la danza de estos hombres po-
dridos que están en las rocas y en los troncos de los árboles.
Estas rocas, estos troncos corresponden en la selva a una primera división
del espacio. Hay un hábitat de los vivos y un hábitat de los difuntos. Esta divi-
sión irá muy lejos en las sociedades evolucionadas, hasta regiones coloreadas
y paraísos, pero entre los melanesios es ínfima. Las rocas y los troncos dé ár-
bol se hallan en la vecina maleza, y ésta queda consagrada por su presencia.
Pero en este sitio el difunto puede encontrar un papel que desempeñar y pue-
de ser reafectado a una función nueva que trascenderá a la sociedad
En tal sitio, desde ese momento, los vivos erigen sus altares y consultan
al bao. Allí se cumple, ante nuestros ojos, la obra de deificación.
El bao domina la sociedad, la conduce y asegura su existencia. El bao, que
nos parecía tan estrechamente ligado al anciano, al cadáver, toma cierta for-

10. Documents néo·calédoniens, pág. 233.


54 DO KAMO

ma de dios. La sociedad se compone de vivos y dioses. Unos y otros se hallan


en intercambio constante.
Esta concepción del bao obliga a cierta revisión de nuestro lenguaje etno-
lógico corriente. Generalmente se habla de ritos de separación, lo que signifi-
ca destacar el aspecto negativo de un movimiento que termina, no obstante,
de manera positiva: estos ritos señalan la separación para con el género de
vida de los vivos, pero, sobre todo, la anexión definitiva de un pariente al mun-
do trascendente que va a enriquecer, sobre el que se apoya el mundo de los
humanos. .

NINGUNA NADA EN LA MUERTE

¿Podemos deducir, pues, que el canaco no conoce la muerte? La pregunta


habría parecido absurda, de haber sido propuesta al comienw; pero se impo-
ne, después de una investigación sobre el bao.
Surge también en la mente de todo aquel que tiene ocasión de hablar con
los melanesios.
Puede suceder que se le pregunte a uno de ellos:
-¿Dónde está este hombre?
-Está enfermo.
-¿Realmente enfermo?
-No, su piel solamente.
Esto significa que este hombre nada puede contra el estado mórbido de
su cuerpo, el cual acaba de sucumbir. En realidad, el hombre está muerto, pero
a los ojos de los melanesios continúa su existencia. Este relato ilustra el si-
guiente hecho: su lengua no contiene término alguno que traduzca con preci-
sión el verbo morir. No se muere. Sólo se está en un estado diferente, según
se goce de salud o se esté en estado de transición. Dos términos, pei y me, indi-
can esta forma negativa. Pei significa tanto estar enfermo como estar muerto.
No hay ningún término genérico que designe la enfermedad. Cada diátesis tiene
su nombre particular. Me significa inerte, desvanecido. De un miembro seco,
de un fuego extinguido, se dice que están me. Es conveniente agregar que me
no pertenece a las lenguas austromelanesias. Es un morfema infinitamente
augusto y antiguo que proviene de Malasia. ¿Será quizá el que ha llegado has-
ta nosotros sobreviviendo en el juego de ajedrez cuando damos mate, no dan-
do muerte al rey, precisamente, sino reduciéndolo a la nada?
Para especificar realmente el estado de muerte, es necesario recurrir a su-
perlativos que indiquen la plenitud definitiva del estado en el cual se encuen-
tra el que ha transitado. Podemos darnos cuenta de ello cuando oímos al indí-
gena que habla el pidgin english de Oceanía, el bichelamar. Hay en esta habla
términos occidentales que significan morir, matar, etc. Pero el indígena igno-
ra su contenido, y refuerza y precisa su pensamiento, diciendo:
Está muerto, terminado verdaderamente (he die finish true).
Dos jovencitas de las Nuevas Hébridas disputan, y una de ellas, sin argu-
mentos ya, amenaza diciendo:
-Me kill you dead -yo matar tú de muerte-, mostrando que a la idea de
matar era necesario agregar la de muerte.
EL VIVIENTE Y EL MUERTO 55

Vale decir que la idea de muerte no existe. No se muere en Melanesia, sino


que, para usar una expresión popular francesa muy justa y que se acerca al
pensamiento melanesio, «on défunte».lI
No existe ninguna idea de aniquilamiento en la muerte. El canaco no pue-
de confundir la muerte con la nada. Tal vez encontraríamos una idea cercana
a la nada en el término seri, que indica la situación del hombre embrujado
o maldito, abandonado por sus ascendientes, los bao; un hombre perdido, aso-
cial, que se siente inexistente y sufre un verdadero aniquilamiento. La nada
es para él, a lo sumo, una negación social, que no participa en forma alguna
de la idea que el canaco se hace de la muerte. Ésta se le aparece como un esta-
do negativo de la vida y una forma diferente de la existencia. Por tal razón,
cuando las condiciones psíquicas de la existencia son demasiado difíciles en
el mundo, el canaco no teme buscar en otra existencia condiciones mejores
para la vitalidad de su psiquismo.

EL SUICIDIO VENGADOR DE LA EVASIÓN

El suicidio desempeña un papel importante en la sociedad. Jamás repre-


senta un salto hacia lo desconocido. Es la búsqueda de una existencia trascen-
dente al mundo, y, por lo tanto, liberada de las limitaciones de éste. Quizá haya
alguna dificultad para imaginárselo, y es necesario conocer algunos ejemplos
ilustrativos característicos para darse cuenta de este aspecto del suicidio, de-
sacostumbrado entre nosotros.
El etnólogo Malinowski cita el caso de la joven mujer de un polígamo de
las islas Trobriand. Sorprendida en galante compañía e insultada por toda la
familia de su marido, fue a ponerse su más hermoso atuendo y a adornarse
con las alhajas más preciosas. Después trepó al gran cocotero de la plaza del
pueblo. Encomendó a una anciana el cuidado de su hijita, que quedó sentada
al pie del árbol, y se tiró, a la vista de todos, desde lo alto de éste. 12
¿Se trataba acaso de una valerosa autoejecución, de una especie de haraki-
ri? Uno no se adorna, sin embargo, para el castigo...
En la misma isla, otra mujer, «gentil, meritoria y trabajadora», dice el autor,
fue acusada e insultada por el marido celoso. Entonces también ella se ornó
con sus joyas, subió a un cocotero y gritó a su esposo:
-Mírame. Me has insultado. Me voy a matar.
El hombre se precipitó para retenerla, pero no había llegado al tronco del
árbol cuando la mujer se dejaba caer al suelo. Murió instantáneamente.
En otro sitio, un mujer de edad, insultada y golpeada por su esposo; al que
había reprochado su infidelidad, no vaciló en absorber la vesícula biliar de
un pez muy venenoso: murió con una rapidez fulminante. El suicidio fue me-
nos espectacular que los ya citados. ¿Implican, empero, estas muertes trági-
cas, una desesperación de vivir?
A dos mil kilómetros hacia el sur, en Nueva Caledonia, se encuentran dra-
mas semejantes. La leyenda abunda en relatos de suicidios de esposas humi-

11. .Se difunta». (N. del T.)


12. MALINOWSKI, La vie sexuelle des Mélanésiens, pág. 126.
56 DO KAMO

lIadas y engañadas en los que el cocotero, más escaso en esta isla, casi no tie-
ne función. En lugar de precipitarse desde lo alto del tronco al vacío, la gente
se cuelga de la viga familiar. Ya pesar de poseer cantidad de cordajes diver-
sos, recurren siempre, para este fin, al balasor afelpado, la tela de corteza.
Es el caso de la esposa de Lerexu. Se entera de que su marido había acep-
tado, durante una gran fiesta, compartir la torta de una amiga que lo invitó.
«Toma una tela de corteza -dicen los narradores-, rasga una cinta y la
ata a una viga. En un nudo corredizo, hecho en el centro del cordón, introduce .
su cabeza y con el pie, pasado por una presilla hecha en los extremos, tira.
Estrangulada, da vuelta sobre sí misma.»13
Otra, en las mismas circunstancias de infidelidad de su marido, se revuel-
ca en el polvo negro con el que se cubren los guerreros y así, virilmente ador-
nada, desliza la cabeza en el lazo de balasor y, mientras su niño llora de ham-
bre, gira con la garganta contraída, sin habla.
¿Leyendas y cuentos, solamente? En realidad, episodios de la vida canaca.
Hace pocos años una mujer joven se ahorcó. Vi a un anciano canaco acercarse
al marido, consternado frente al cadáver de su esposa, y le oí decir:
-¡Ah!, querías esconder tu conducta liviana. Ahora la muerte de tu mujer
te ha denunciado. ¿Qué harás en adelante? ¿Por qué le has hecho eso a tu mujer?
Esta escena dolorosa me dio la explicación de esos desconcertantes suici-
dios de mujeres jóvenes, cubiertas con los más ricos atuendos: la esposa ul-
trajada se destruye para entrar en la vida incorpórea donde tendrá el don de
la ubicuidad. Sus adornos, el polvo negro de los guerreros, son los símbolos
rituales que establecen la unión con los antepasados invisibles, son la carta
de crédito que situará y respaldará a la difunta el'!. el otro mundo, donde ten-
drá el don de la ubicuidad y muchas otras facilidades de acción. La esposa
engañada se arroja confiada en el más allá para liberarse así de las limitacio-
nes terrestres, para poder acosar al marido con su venganza y mantenerlo en
el temor. Se mata para convertirse en una Erinnia. Y no deja de haber en esto
un salvaje refinamiento.
Los hombres no utilizan esas venganzas dramáticas. Creen en su fuerza,
que les permite medidas menos severas para con ellos y más crueles para con
sus mujeres.
Llevaba yo un día a uno de ellos que casi había matado a golpes a su mu-
jer. Una vez en mi casa, bruscamente, cambió de parecer:
-Déjame volver -me dice- no he terminado de pegarle.
Sin embargo, de ser necesario, recurren al castigo supremo. Un tal Isaka,
cristiano neófito, no aceptaba que su esposa continuara la existencia de mu-
jer liviana en la que se complacía. Como ella se empecinara, el marido tomó
una navaja y, colocándose delante de ella, se cortó la garganta.
El terror en el que la viuda vivió después, el miedo.extendido a todo el pue-
blo, las palabras mismas de los ancianos, fueron para mí pruebas de que no
se trataba de una simple desesperación, sino de una sorprendente mezcla, en
la que el desgraciado, resuelto como cristiano a no emplear más la violencia,
y sin saber mucho más sobre las exigencias de su nueva fe, había intentado
conciliar las cosas trasladándose al otro mundo.

13. Documents néo-calédoniens, pág. 199.


EL VIVIENTE Y EL MUERTO 57

Los hombres se refugian en este mundo invisible cuando quieren evitar ha-
llarse ante la vergüenza y vencer más cómodamente a los burlones. Así un jefe
de Nueva Guinea, convertido en el hazmerreír de todo el pueblo en razón de
una torpe aventura, no dudó en absorber savia de crotón, empleada por los
canacos para atontar a los peces. Por suerte, un amigo le administró un eméti-
co saludable y, después de esta seria amenaza de trascendental venganza con-
tra los maledicientes, el jefe pudo volver dignamente a ocupar su lugar entre
los vivos.
¿Es este amigo oportuno tan sólo resultado de la casualidad? La pregunta
es lógica, porque los hombres utilizan en verdad la casuística en el suicidio.
En Nueva Caledonia presencié el caso de un joven jefe que no podía conquis-
tar el corazón de una bella. Se colgó de un balasor podrido que se rompió en-
seguida. Tomó entonces un veneno, pero también ahí había un confidente que
le hizo ingerir el antídoto. Oí que el sobreviviente, más tarde, le decía a la joven:
-Me ~e matado por ti.
y ella, despreciativa:
-¿Y por qué no estás muerto?
Los hombres, por lo tanto, menos espontáneos y absolutos que las muje-
res, han buscado rodeos al suicidio. Le quitan hoy su carácter trágico y lo uti-
lizan con fines melodramáticos.
No obstante, todos esos héroes han renunciado a la vida con una facilidad
desconcertante. El bienestar material del que gozan no ha sabido retenerlos.
Las razones del corazón los han guiado. La vitalidad de todos ellos procedía
de su salud afectiva, y ésta se manifiesta sustentada no por su energía sino
por la rectitud y la dignidad sociales. Un accidente que quiebra esta rectitud
o el hallarse ante una vergüenza que altere esta dignidad, hacen que la vida
en la tierra pierda su valor.
El suicidio es, pues, para ellos, un modo de traslado del estado viviente al
estado de bao, estado invisible y liberado del cuerpo, en el que, por haber fran-
queado las leyes de este mundo, puede a la vez decuplicar su poderío y reco-
brar su dignidad por la realización de la venganza.
Buscan en la muerte un medio de perseverar en su ser; de afirmarlo con
mayor eficacia de lo que las condiciones de este mundo les permitían; de res-
tituirle no un lugar sino el rol que había perdido en esta sociedad; un rol temi-
ble por desarrollarse sobre el plano trascendente contra el cual la sociedad
se torna impotente.
No se puede encontrar un ejemplo más claro de la perennidad de la exis-
tencia a los ojos del canaco. Si la invisibilidad correspondiera a la nada, el
canaco no se precipitaría en ella para afirmar su psiquismo desfalleciente o
intensificar su acción. La existencia tiene para él los dos aspectos: visible e
invisible. Ellos no corresponden a lo que llamamos comúnmente estado viviente,
estado mortal, pero sí al estado viviente encarnado y, si nos atreviéramos, al es-
tado viviente trascendente. Estos dos estados participan de la misma realidad;
no se oponen.
Como contraprueba de estas observaciones podemos ver hoy, sobre otro
plano, un traspaso de una existencia a otra sin recurrir a los métodos heroi-
cos que nos precipitarían en un mundo trascendente.
Si tenemos en cuenta que la decisión del suicida ha "nacido de su impoten-
58 DO KAMO

cia social, hallaremos, en el fenómeno social de la colonización, una situación


paralela. La colonización ofrece, en efecto, recursos que toman inútil la eva-
sión trágica en la muerte. Basta un traspaso a la sociedad de los blancos. Esta
sociedad participa, para el canaco, de un misterio que él sitúa más allá del
mar; representa otro mundo. Refugiarse en ella significa cortar las amarras
que nos ligan a la vida de la tribu. ¿Las cosas no marchan? El indígena huye
al centro europeo y allí ofrece sus servicios. De este modo esquiva la ley de
la tribu; si le parece, hasta puede informar al jefe de los blancos acerca de
los secretos del clan; denunciar y satisfacer, con hábiles calumnias, una ven-
ganza de la que el blanco, con sus decisiones o juicios será, sin saberlo, el eje-
cutor. El indígena sufre también una influencia que modifica su ser. Si vuelve
a la aldea ya no se adapta a las costumbres antiguas; no es ya él mismo; hasta
parece un poco extraño; participa, a la vista de todos, de la existencia del blanco
con quien ha preferido vivir; ya no comparte la antigua existencia del grupo.
No se trata en absoluto de asimilar estas dos formas de existencia terrenal
a dos modos de existencia corporal y trascendente de los que el suicidio se
nos revela como un gozne. No hay ninguna relación entre ellos, pero se obser-
va un paralelismo que era necesario destacar.
Gracias a la colonización, el indígena puede encontrar, sin matarse, el me-
dio de una venganza trascendente, en cierto modo, a la tribu. Pero el choque
de esta misma colonización trae también la desintegración del grupo. La so-
ciedad indígena va a conocer lo que había ignorado siempre: el desaliento. Así,
el canaco de Nueva Caledonia sufrió antaño el choque del presidio instalado
en su isla. Luego ha retrocedido frente a la invasión de los rebaños de los ga-
naderos, y se ha soterrado en el fondo de sus valleS para morir. ¿Es que tam-
bién iba a descubrir el suicidio por miseria?
Un europeo, al que se había concedido un predio, había fijado un plazo a
los indígenas para evacuar el pueblo natal, lugar que les había pertenecido
desde siempre. Después de amenazar, fue a ver una mañana si los ocupantes
expulsados habían partido. Encontró las chozas vacías; pero comprobó con ho-
rror que, suspendido de una cuerda en la viga de la vivienda del jefe, giraba
el cuerpo del viejo amo del pueblo.
El europeo tuvo que enterrarlo en su tierra.
-Está allí todavía, dicen los indígenas.
El antepasado ha quedado en su tierra. ¿Ejercerá venganza sobre el blan-
co usurpador?
Mientras se espera este acontecimiento, que reavivará la antigua creencia,
parece seguro que esta existencia del antepasado abandonado en su suelo no
posee la fuerza que tiene la existencia de los suicidas vengadores. Es una reli-
quia. Pero este mismo carácter confirma cuán vivaz y real era la representa-
ción del canaco, en la que ninguna oposición existía entre el mundo de los vi-
vos y el de los difuntos.

LAs RESURRECCIONES

Esta ausencia de oposición es importante. Explica el comportamiento del


canaco, que es el mismo con los vivos que con aquellos cuya existencia es tras-
EL VIVIENTE Y EL MUERTO 59

cendente. Tiene remedios contra la enfermedad y recetas contra la muerte, a


la que puede llegar a dominar. Para asegurarse de ello es suficiente escuchar
el relato de los innumerables mitos sobre la resurrección. No hay asesinato
injusto, no hay infortunio familiar sin la intervención de la tía paterna, que
es quien posee los secretos:
Ella va, dicen las leyendas, descubre las víctimas, sopla en la boca y en las
orejas, escupe hierbas mágicas, hace tragar algunas...
-¿Te sientes fuerte? -pregunta.
-Sí.
-Come un poco de este ñame.
La víctima come y vomita.
-Chupa esta caña de azúcar. Apóyate sobre esta piedra.
Poco a poco la víctima recobra vigor.
Éstos son los mitos de la resurrección... en la medida en que resucitar es
retornar de la nada de la muerte. Pero nuestras víctimas canacas no estaban
de ninguna manera en esta nada, y si las resurrecciones son tan abundantes,
ello se debe a que nadie estaba muerto en el sentido en que nosotros lo en-
tendemos.

CONCLUSIÚN

Estamos en la realidad mítica. ¿Acaso hemos dejado de estarlo desde el


momento en que quisimos captar el sentido de los términos kamo y bao?
Es sólo a través de esta realidad mítica que se hace posible comprender
tal ausencia de la noción de muerte, como aniquilamiento del ser, que consti-
tuye nuestra noción clásica de la muerte. Sólo a través de esta realidad mítica
se hace posible renunciar a las oposiciones que integran la base de nuestro
entendimiento: vida, muerte; animado, inanimado; sí, no. Tales oposiciones im-
piden muy a menudo al etnólogo penetrar en el espíritu de las gentes a las
que se dirige.
Pero esta ausencia de concepto de la muerte en los melanesios revela tres
aspectos importantes de su mentalidad:
1. Ninguna oposición entre vivo y muerto. Por consiguiente, ni animado ni
inanimado. No hay contradicciones en la naturaleza; solamente hay contras-
tes. Además, si bien el espíritu es sensible a los contrarios, puede no ser sensi-
ble al principio de contradicción, y debemos aceptarlo.
2. Si no hay aniquilamiento, ni muerte, ni animado ni inanimado verdade-
ros, no puede haber ahí ningún esquema causal en el dominio exclusivo de
lo inanimado. Se lanza una piedra. No es ella, objeto inanimado, la que produ-
ce una contusión. El esquema causal es siempre viviente. De donde se adivi-
nan las extraordinarias interferencias mágicas o míticas.
3. Finalmente, allí donde nosotros vemos continuidad de vida o su ruptu-
ra, el melanesio ve perennidad. Ninguna delimitación posible; ni fin, ni muer-
te, ni pasado, ni porvenir. El canaco permanece en lo actual, inserta en lo ac-
tual la's formas míticas de su vida.
Así, la muerte, aspecto de la vida, participa del personaje y del dios, del
kamo y del bao.
60 DO KAMO

Uno y otro nos han llevado a un terreno que está más acá de los dioses a
los que estamos acostumbrados, más acá de las oposiciones que marcan los
contornos de nuestros conceptos; a un dominio en el que nosotros experimen-
tamos toda la rigidez de nuestro pensamiento para vencer las contradicciones
que nos detienen y para aceptar recurrir al lenguaje del mito con el fin de pe-
netrar en el pensamiento melanesio. La realidad mítica sigue siendo para no-
sotros el objeto más difícil de captar.
CApfTUW 4

DELIMITACIÓN MIlOWGICA
y ESTRATIFICACIONES CULTURALES

El estudio del término bao ha revelado una noción del ser cuya existencia
se confunde con la del hombre en su más sucinta manifestación física, como
el viejo; o del hombre sin vida, como el cadáver; o superior y extraño a la sa-
ciedad, como los primeros navegantes.
A esta representación indiferenciada se opone la que se halla difundida en
la mayor parte de Melanesia y en el mundo entero: el cadáver es considerado
una envoltura o despojo, como la piel que los animales abandonan después
de la muda. Los antepasados deificados están en un Hades.
Estas dos representaciones corresponden a dos culturas diferentes. Sin em-
bargo, las ceremonias religiosas de los melanesios presentan tal homogenei-
dad que todo rastro de estas diferencias parece, a primera vista, borrarse. Es
necesario ir más allá de la observación exterior para discernirlas y separarlas.
En efecto, de un extremo al otro de Melanesia se afirma el culto de los an-
tepasados. En Nueva Caledonia las osamentas están dispersas y los cráneos
alineados con cuidado en un recoveco inaccesible. Sólo un hombre, que lleva
apretada en su cintura «la hierba del consuelo», es admitido para disponer
esos cráneos, sin tocarlos, interponiendo una corteza entre ellos y su mano
con el fin de evitar todo contacto directo. Y mientras él trabaja, otros hombres
soplan en caracoles marinos para advertir a los dioses que se están ocupando
de su receptáculo anterior. En las Nuevas Hébridas se modela con tierra, so-
bre el cráneo, la cara del difunto, y se la pinta; o bien el cráneo se adorna y
fija sobre una representación del cuerpo con todos los atributos de la riqueza
del difunto que corresponden con la jerarquía que le es asegurada en el más
allá. En Buka, en las islas Salomón, se incinera al muerto, y su mujer lleva
los huesos a un lugar secreto. Se sabe de una tribu de Nueva Guinea cuyos
miembros devoran a los padres ancianos, quienes consideran un acto de res-
peto de parte de sus hijos el que éstos los coman.
La conservación del cráneo después de una larga disección del cuerpo, o
los métodos rápidos de hacer desaparecer a éste incinerándolo o comiéndolo,
son procedimientos diversos que testimonian la misma preocupación por ter-
minar con el cadáver y encontrar un nexo mejor con el antepasado en su nue-
va y deificada existencia.
Sin embargo, otras tradiciones menos espectaculares no concuerdan en
modo alguno con este culto atávico. En el norte de Melanesia, aportes de la
mitología indonesia de la serpiente conducen a confusiones con una serpien-
te totémica, y los etnólogos ingleses no dudan en considerar a la serpiente como
el dios de Melanesia. En el sur, en Nueva Caledonia, junto al culto generaliza-
62 DO KAMO

do de los antepasados, se mantiene todavía un culto de las montañas o de la


naturaleza. En la isla de lluailu llega inclusive a narrarse que el culto de los
antepasados es posterior al otro, y se cita a un tal Eriguru como el primero
que cesó de rogar a las montañas para dirigirse a los antepasados. Efectiva-
mente, conoCÍ hace tiempo a un viejo que no tenía otro culto que el de la mon-
taña, y que me recitó su plegaria.
No basta con comprobar la existencia de estos dos cultos y la preeminen-
cia actual del culto de los antepasados. Lo que interesa es analizar el signifi-
cado de estos hechos. Estos cultos corresponden, tal vez, a capas culturales
muy diferentes, y si pudiéramos distinguir con cierta aproximación la más an-
tigua, encontraríamos el marco en el que caben muchos de los datos primiti-
vos que hemos anotado. Conviene, entonces, delimitar estas observaciones por
medio de los recursos que ofrecen los aspectos míticos locales o la mitología.
Los datos que hemos obtenido ya, en este terreno, son de dos clases:

noción del cadáver dios, noción de envoltura o de despojo

permanencia de los difuntos en las existencia de un Hades donde vi-


cercanías del hábitat de los vivos, ven los difuntos.

Podemos agregar:

papel del olor cadavérico en algu- carencia de este papel en otros


nos mitos, relatos.

Estos datos revelan dos series de tradiciones con muchas interferencias en-
tre ellas. Del juego de éstas es posible desde ya extraer tres consideraciones
útiles para guiar una investigación. Una de ellas concierne a la mayor o me-
nor amplitud de la noción de espacio; la otra, al recuerdo más o menos impor-
tante del olor cadavérico; la tercera, a la representación más o menos inteligi-
ble del difunto en la morada de los muertos.
Resulta evidente que cuanto más grande es la distancia entre el cuerpo y
el ser, más alejada está la mentalidad primitiva, en la que las diferenciaciones
son mínimas, y menor todavía es la distancia entre el hombre y el mundo.

EL ESPACIO

Cuanto menos diferenciada está la noción de cadáver y de dios, menos dife-


renciado es el espacio en el que se hallan los vivos y los difuntos.

Yendo del norte al sur de Melanesia se ve disminuir el espacio en el que


se mueven los vivos y los difuntos.
En el norte, las aventuras de los seres humanos se desarrollan a través de
un vasto mundo, ya subterráneo, ya sobre la superficie de la tierra, ya en una
zona superior: el cielo. Entre los kiwai, asimismo, estos tres estratos se reú-
nen simbólicamente en el poste de la choza, cuyas raÍCes se cree que están su-
mergidas en las regiones inferiores, y la cúspide toca el cielo.
DELIMITACIÓN MITOLÓGICA Y ESTRATIFICACIONES CULTURALES 63

En Buka, en las islas Salomón, el mundo inferior también tiene estratos.


Esta distribución procede de una visión orgánica del mundo en la que la zona
inferior corresponde a los pies y el cielo a la cabeza.
Se adivina en estos detalles un eco apagado de las grandes mitologías, en
las que el mundo objetivo está en relación con el cuerpo humano, y en las que
convergen el macrocosmos y el microcosmos. Pero tomar demasiado literal-
mente este acercamiento sería exagerado: la dimensión de este espacio se man-
tiene a la medida de quien lo necesita. Si un hombre tiene algo que ver con
el mundo superior hacia el cual lo atrae un interés pasional, he aquí que el
cielo se halla al alcance de la flecha que él le lanza. Las otras flechas se enca-
jan unas a otras y pronto establecen una comunicación que permite ir de la
tierra al Cielo. El mismo procedimiento de la flecha se encuentra también en
América. El espacio se revela así sin dimensiones propias: es esencialmente
cualitativo.
Es también discontinuo. Los antepasados deificados desaparecen hacia re-
giones que les son particulares, en islas cuyo recuerdo es mantenido por los
mitos, y que nadie ha visto jamás. Tal la isla Bolotrú, de la gente de las Fiji,
o la isla Suné de la gente de las Salomón. Podríamos creer que estas islas son
irreales, y lo son en efecto, pero lo que el melanesio tiene por irreal es nuestra
geografía y no su mundo mítico. Una extraña aventura acaecida hace algunos
años a la gente de Buka los obligó a revisar sus creencias sobre el lugar de
permanencia de sus antepasados dioses, en la isla Suné. Un barco venía cada
mes a las costas de Buka y traía mercancías que los indígenas adquirían pre-
surosamente. Los comerciantes blancos de Buka les decían que el barco venía
de Sidney, el puerto australiano. Ello originó una confusión en el espíritu de
los indígenas entre el nombre de la ciudad de Sidney y el de la isla de los dio-
ses, Suné. No dudaron de que el barco era un envío de sus antepasados de Suné
y las mercancías un don del favor ancestral y divino. Un día, al sobrevenir un
incidente, se les prohibió el acceso a bordo. Protestaron, aduciendo que este
navío les pertenecía de alguna manera pues ellos eran hijos de tales dioses.
Hubo discusión, resistencia, agitación, y la administración, creyendo ingenua-
mente en una revuelta, envió tropas para una acción policial. Sin embargo, sólo
se trataba de explicar a estos indígenas la calidad y la naturaleza del puerto
de Sidney, que no era el paraíso de la isla Suné, por lo que el buque de carga
no tenía ninguna relación mítica.!
Si los administradores de Buka hubieran conocido las formas míticas de
la vida indígena, habrían comprendido la actitud de estas gentes. Habrían sa-
bido que en las escuelas misionales de los alrededores se había observado ya
la propensión de los alumnos a situar así, fuera del espacio, los lugares geo-

1. La creencia nativa (muy extendida en toda Melanesia desde finales del siglo XIX) según
la cual los espíritus de los antepasados les enviarían barcos cargados de alimentos, herra-
mientas y mercancias, constituye uno de los rasgos característicos de los movimientos de
revitalización conocidos en la literatura antropológica como cultos cargo, y que han sido in-
terpretados como una reacción a las rupturas (tanto en la cosmovisión como en las prácticas
cotidianas) introducidas por el colonialismo. Para un análisis más detallado, véase el clásico
estudio de Peter Worsley, Al son de la trompeta final. Un estudio de los cultos «cargo» en Me-
lanesia, Madrid, Siglo XXI, 1980 [1957], Y muy especialmente el capítulo 6 (págs. 193-201),
donde se revisa el movimiento de Buka mencionado por Leenhardt. (N. del r.)
64 DO KAMO

gráficos que se les enseñan. Conocemos la sorpresa de los fusileros malgaches


cristianos al franquear, antaño, el canal de Suez. La vista del monte Sinaí, la
vecindad de Palestina, concretan bruscamente ante sus ojos la existencia, en
el espacio, de Tierra Santa. Sorprendidos, escriben a sus casas contando que
han pasado cerca de esos lugares, y sus familias se maravillan de que dichos
sitios tengan ubicación sobre la tierra.
Esta convicción de una realidad mítica que experimentan -como la de la
isla de Suné-, o esta convicción de una realidad en la que creen -como la
de Jerusalén o del Sinaí que se les enseñó (y se ve aquí que experimentar 'y
creer tienen sentidos que se complementan)-, revelan, pues, la facilidad que
poseen para representarse las cosas fuera del espacio, aun cuando sean del
conocimiento general, como la ciudad de Sidney, o de realidad palpable, como
el barco.
Así, tanto la gente de Suné como los fusileros cristianos ofrecen el más claro
ejemplo de una concepción mítica del espacio. Éste se presenta como un con-
junto heterogéneo de lugares cuya existencia se prueba por la presencia cor-
poral. Allí donde no existe esta reacción de la sensibilidad frente a la resisten-
cia del medio físico, el espacio no existe. El barco de Suné es una visión que
ha tomado cuerpo, actualizándose y concretándose en el espacio donde vive
el canaco, espacio cuyos puntos extremos son el canaco y el buque. Al desapa-
recer en el horizonte, el navío ha salido del espacio, y sólo tiene existencia en
la voluntad todopoderosa de los antepasados y los dioses.
Los melanesios del sur no tienen cosmogonía ni mundo de tres capas. Sin
duda, hay entre ellos hijos del sol y un mundo subterráneo; pero de ahí a una
amplia cosmogonía, o aun a mitos solares, come pretende Frobenius, hay una
gran distancia. Es preciso escuchar a los indígenas y comprenderlos. Enton-
ces, con la mayor naturalidad, se ve a las hijas del sol transformarse en las
hijas del día o, simplemente, en las jóvenes que vienen del este. Y el este, allá,
comprende todo el horizonte del mar, con la gloria de la aurora.
Un joven, cuenta una leyenda caledonia, se aventura en el mar sobre una
calabaza ligada a la playa por un hilo que un viejo tenía en sus manos. El jo-
ven llega a las comarcas donde el cielo toca el mar y sus islas. Una joven lo
distingue, admira la calabaza y su ocupante y marcha a su encuentro. Pero el
viejo, desde la playa, tira del hilo. La joven se lanza eri persecución del barco
y del joven inasible. Lo alcanza en la ribera, donde lo desposa.
Las hijas del sol son resplandecientes, pero no descienden del cielo; noso-
tros las llamaríamos hijas del Levante, o simplemente levantinas.
El mundo subterráneo, en el norte de Melanesia, ha ofrecido más recursos
a la imaginación que el mundo superior. Las aldeas subterráneas se multipli·
can. Una tradición que atraviesa de isla en isla las Nuevas Hébridas y llega
a las islas Loyauté, supone vías de acceso difíciles, puentes sobre los abismos,
extensiones de agua, dificultades; en una palabra, se torna trabajosa la llega·
da a esa morada. Frente a tantas reminiscencias, un sabio alemán no titubea
en encontrar en Malekula, en las Nuevas Hébridas, un laberinto que recuerda
al mito cretense. 2
Pero en el sur de Melanesia estas tradíciones se debilitan, se pierden ocho-

2. D. C. Fox, Paideuma, t. l, cuaderno 8, págs. 381·394.


DELIMITACIÓN MITOLÓGICA Y ESTRATIFICACIONES CULTURALES 65

can con otras preexistentes. A pesar de algunas variaciones -morada subte-


rránea y, entre los nenemas, aldeas submarinas- la generalidad de los rela-
tos y discursos de duelo confirman la topografía local en la que se confunde
el hábitat de los muertos con el de los vivos. No hay islas de los dioses; el hábi-
tat tiene sus divisiones y su ordenamiento. Los dioses no se van a moradas
a las que no llega la mano del canaco, es decir, fuera del espacio en que él mis-
mo se mueve. Los difuntos están siempre allí, los dioses existen mezclados con
los vivos y el espacio entre unos y otros aparece mal diferenciado. Se trata de
un mundo en el que el espacio está reducido y mal delimitado. Queda tan cir-
cunscrito que no puede sostener muchas de las representaciones que noso-
tros atribuimos a los austromelanesios, pero que ellos no tienen. 3

EL OLOR

Cuanto menos diferenciados estdn el caddver y el dios, más conserva el dios


su olor cadavérico.
El olor desempeña entre los autromelanesios un papel que excede al que
nosotros podemos imaginar. Hay un «olor de vida». Con el término bomu
-«que huele a vida,.- se expresan todos los malos olores de los productos
de la pesca, peces y crustáceos, productos de la leche, derramamientos de san-
gre, hedores del recién nacido no lavado. Lo que participa de este olor se torna
a menudo tabú; muchos dramas conyugales tienen por única causa la cólera
del marido que percibe en el aliento de su hijo el olor de un camarón que la
madre le ha dado a comer, puesto que el pequeño no debe tener ningún con-
tacto con estos objetos que huelen a vida.
Hay también un «olor de muerte». No conocemos ningún término que lo
traduzca en oposición a bomu. Este olor no está constituido exclusivamen-
te por la fetidez de la putrefacción, sino por el que pueden conservar las
osamentas desecadas o todo lo que está irremediablemente privado de vida.
Es el olor del esqueleto abandonado en la montaña, al que se da el nom-
bre de «osamenta de los dioses». Es el olor de los difuntos y de los dioses,
a quienes les queda asignado, pues en los discursos del maestro de ceremo-
nias de las fiestas del pilÚ,4 realizadas al finalizar el duelo, tres o cuatro

3. Citemos, por ejemplo, la noción de expiación, que se pretende encontrar por todas partes
como uno de las indicios más generalizados de vida religiosa y que Hertz ha estudiado tan
a fondo entre los polinesios. En los pueblos menos evolucionados se reduce a una devolu-
ción del mal a su lugar de origen, a un transporte mítico o figurado. No hay trazas de preo-
cupación análoga en los neocaledonios. En caso de incesto, la gente, horrorizada, abandona
el pueblo y va a vivir más lejos, dejando a los incestuosos continuar su vida allí donde están.
Ni el suelo ni el hábitat han sido contaminados, pero el orden del mundo está turbado. No
hay en este asunto más espacio que aquel en el que se mueven los habitantes que van a fijar
sus chozas un poco más lejos. Sería necesaria una noción más amplia de espacio para soste-
ner, pues, una representación según la cual el mal viene de un lugar y debe volver a él.
4. El pilú era la principal ceremonia canaca, con motivo de la cual se reunían diversos
clanes durante unos días para intercambiar dones, banquetes, discursos y danzas rituales;
Marcel Mauss, basándose en los datos de l..eenhardt, vio en esta institución un equivalente
del célebre potlatch de la costa noroeste americana (<< Ensayo sobre los dones», en Sociología
y Antropología, Madrid, Tecnos, 1971 [1924], pág. 179). Para un análisis más detenido de di-
cha ceremonia, véase el artículo de l..eenhardt «La fete du Pilou en Nouvelle-Calédonie», en
L'Anthropologie, vol. 32 (1922), págs. 221-263. (N. del r.)
66 DO KAMO

años después de la muerte, se designa a los bao como «las gentes de olor rancio».
La morada de los muertos está llena de estos efluvios. Nadie que no haya
adquirido este perfume especial puede penetrar allí. Es el olor el que lo iden-
tifica. En algunos relatos de las Nuevas Hébridas sucede que una persona quie-
re descender al Hades para intentar llevarse un ser querido; su primer cuida-
do es dejar podrir en el agua algún animal totémico, rata o lagarto; se unta
con este líquido pútrido, que penetra en sus poros, y sólo envuelto en estos
olores puede circular entre los dioses sin despertar sospechas.
Olor de vida, olor de muerte: dos realidades a la vez sensibles y míticas.
El olor de vida corresponde a una mítica que dicta ciertos tabúes y un com-
portamiento en sociedad; el olor de muerte tiene un papel'll1ás importante en
los mitos que traducen la existencia de los difuntos.
En muchos relatos de las Nuevas Hébridas los dioses se perturban cuando
husmean en su morada el olor de un vivo. En Nueva Caledonia los detalles
son más precisos: el olor de muerte se adquiere e intensifica con la antigüe-
dad del deceso. Después de la muerte, el difunto se zambulle desde lo alto de
un acantilado y penetra en un lugar subterráneo después de hacer verificar
su derecho, que garantizan sus orejas de lóbulo perforado. Entra en el lugar
en el que están los dioses, pero éstos no lo ven y él mismo no los distingue,
porque no es todavía un verdadero muerto, pues conserva algunos efluvios del
olor de vida. Los efluvios de vida importunan a los dioses y alteran su alimen-
to. Entonces se quejan de que un recién llegado se halle entre ellos sin estar
en situación regular. Arrojan un trozo de alimento. Si el recién llegado lo atra-
pa en su boca, ha comido el alimento de los dioses; por este hecho se transfor-
ma y adquiere, en adelante, el mismo olor que ,distingue a sus compañeros.
Si avanzamos hacia el norte de Melanesia, las condiciones se modifican.
Ya no se habla de olor de muerto, no se lucha contra él. Si se emplean hierbas
odoríferas, toronjil u otra, la intención no es disimular la pestilencia, sino ha-
cer uso de las hierbas amadas por los difuntos para tomarlos favorables. En
las islas Salomón, los arqueros cuelgan estas hierbas a la espalda, a fin de evi-
tar las sorpresas por detrás. El viajero que quiera descender al Hades y con-
fundir a los dioses, que pueden oler en él a un vivo, no se unta de agua pútrida
como en las Nuevas Hébridas, sino con el jugo de una de las hierbas amadas
por aquéllos. El tallo de esas mismas hierbas es el que se coloca junto al niño
a quien depositan sobre la tierra durante los trabajos agrícolas. Estas plantas
fragantes tienen, pues, un uso afectivo y mágico por encima de su cualidad
aromática y su interés técnico. 5
El olor de la descomposición participa todavía del dominio de la vida. Es
importante que el recién llegado no lo conserve en el Hades. Se afirma que
ese ser, muy débil durante los primeros tiempos de su estancia entre los muer-
tos, se va fortificando a medida que desaparece su pestilencia cadavérica. Es
necesario, por ello, no confundir los dos olores.
Parece que esta noción de olor cadavérico, inherente al dominio de los di-

5. Datos extraídos de una conferencia del padre O'Reilly, pronunciada en la École des
Hautes Études. Esperamos la próxima publicación de los preciosos documentos que este sa-
cerdote ha presentado de una misión etnológica en las islas Salomón. Nos referimos a me-
nudo, cuando hablamos de estas islas, a lo que él mismo amablemente nos comunicara.
DELIMITACION MITOLOGICA y ESTRATIFICACIONES CULTURALES 67

funtos y de los dioses, ha desaparecido en el norte de Melanesia. En el sur,


por el contrario, olor de vida y olor de muerte sirven para distinguir a los hu-
manos que viven una vida positiva, de aquellos que continúan su existencia
en un estado negativo.

EL DIFUNTO Y LA MORADA DE LOS MUERTOS

Cuanto más diferenciados están el cadáver y el dios, mejor se precisa la idea


de vida aparente del difunto en un Hades y se prepara un dualismo entre el
cuerpo y el ser.

El caledonio no se incomoda en absoluto al hablar de los difuntos, ya que


éstos guardan a sus ojos la unidad de su ser. En el fondo, sólo difieren de los
vivos en que son vivientes negativos, colocados en condiciones opuestas. Ellos
actúan durante la noche, comen bichos y serpientes que los vivos desdeñan.
Estos detalles son familiares al relator, quien no manifiesta ninguna molestia
al hablar de este mundo en el que los muertos y los vivos están mezclados e
influyen de igual manera sobre la emoción de los oyentes.
Así, el niño antes mencionado (pág. 53), que dejará la tumba materna don-
de ha nacido, e irá a unirse a su padre que lo espera afuera, según dice la le-
yenda, «llora». La madre se deshace en lágrimas junto con éL Pero el jefe y
el abuelo, al oír los sollozos, acuden y permanecen en la entrada de la choza-
tumba. Sólo distinguen los lloros y gemidos del niño; no oyen los de la madre.
El pequeño se levanta mientras la madre le habla:
-Darás a tu padre mi mejor adiós. Adiós, hijo mío.
El niño sale llorando. Su padre y su abuelo lo reciben y lloran juntos.
Todo esto se desarrolla como en la vida. La madre difunta desempeña su
papel sin que su inexistencia provoque inverosimilitud. No se percibe el cará-
cer imaginario de la narración. Se escucha con la impresión de estar en la rea-
lidad, y el efecto producido no proviene, de'ninguna manera, de un artificio
literario, sino de la extraordinaria sinceridad del narrador, que se ha trasla-
dado a la tumba, vive su mito y lo expresa en un relato tan adecuado al relato
de los sucesos de la vida que el oyente se siente por un instante con él y expe-
rimenta, como él, la realidad de ese mundo invisible.
Del mismo orden, pero infinitamente más evolucionada, es la historia del
hombre de las islas Salomón, enamorado de TubÚD, la hija mayor del jefe, que
podríamos traducir por la infanta. Tubún muere. El que secretamente la ama
no participa del duelo. Se esconde en un árbol y observa los funerales, y la
inmersión del cuerpo en alta mar, como corresponde allí a la nobleza. Por la
noche el hombre parte, halla sobre las olas el punto de la inmersión, se sumer-
ge y trae a TubÚD. Ya en tierra, trata de reanimarla. Ella habla, pero él, lleno
de prudencia ante los peligros de un retomo demasiado rápido a la vida, ad-
vierte a la que ama:
-¡Chist!... no me nombres.
Si al volver a la vida ella lo reconociera, o lo llamara por su nombre, lo
volvería a situar de pronto en la sociedad de los vivos, de la que acaba de eva-
dirse por haberse colocado en un estado mágico o sagrado para cumplir su
68 DO KAMO

hazaña. La joven podría desvanecer el encanto bajo cuyo efecto, como fuera
del tiempo, actuó el enamorado, quien se vería por ello imposibilitado de ter-
minar la resurrección. ws que vuelven a la vida son débiles y Thbún, abando-
nada a sí misma, recaería en una muerte definitiva esta vez. 6
Ante tales relatos se comprende que el canaco dude a veces al no saber si
su interlocutor es hombre vivo o difunto. El ser que existe es tan real a sus
ojos si aparenta forma humana como si, por vía de evanescencia orgánica, se
hace invisible. El cadáver no manifiesta más que un estado, y no se le presta
atención por sí: las representaciones del ser viviente o del cadáver dios, kamo
o bao, guardan una total unidad.

* * *
Muy otra es la impresión que dejan los relatos provenientes de grupos en
los que el cadáver y el ser deificado se diferencian. El ser es aprehendido a
través de su envoltura corporal, tanto que cuando la abandona y no tiene ya
forma, pierde su unidad Es conveniente darle consistencia para que pueda
ser nuevamente aprehendido. Pero la tarea es incómoda. Ningún folklore del
mundo lo ha logrado, y el melanesio no constituye excepción.
Aparecen entonces, como en otras mitologías, los Hades que ofrecen una
pálida réplica del hábitat y del conjunto de los seres vivos. En las aldeas sub-
terráneas, las chozas son semejantes a las de los vivos y están dispuestas de
acuerdo con el mismo orden que tienen en la superficie. Todos los difuntos
se muestran allí conformistas. De no haber testimoniado su conformidad so-
cial no habrían sido admitidos. Esta conformidé¡d está señalada por un signo
corporal: oreja perforada, spectum (palillo en la nariz); objetos significativos
en la mano. En una región de Nueva Guinea, durante el día, las osamentas ya-
cen en el suelo; durante la noche se unen y todo el pueblo de muertos, vive.
En otras, los muertos tienen una existencia apagada, carecen de vida pasio-
nal, extrañan la superficie de la tierra y están celosos de los vivos. Entraña
peligro descender a sus Hades y existen prescripciones para no despertar sos-
pechas; es importante no comer nada de lo que allí se encuentra, pues si la
comida del vivo confiere el estado de vida, la del muerto confiere el de muer-
te. En una palabra, se requiere toda la atención del visitante. Esto es lo que
olvidó un viudo que había logrado encontrar a su esposa en la morada subte-
rránea. La condujo hasta cerca de la salida pero, en su apuro, olvidando que
su mujer todavía no había comido del alimento de los vivos y continuaba sien-
do una muerta, la tiró del brazo. Y el brazo quedó colgando de su m?:.u mien-
tras la mujer se hundía.
Una indiscutible fuerza conceptual preside este relato y dirige la imagina-
ción dentro de marcos lógicos. La diferenciación del cuerpo y del ser es lleva-
da hasta la disociación completa, y la antigua unidad mítica se quiebra. Cuan-
do toda realidad mítica desaparece, la mitología de estos Hades se encuentra
vaciada de su contenido profundo, y no es más que fantasía intelectual o uno
de los modos a través del cual se va a precisar la noción de un dualismo del
cuerpo y del ser.

6. Según los documentos del padre O'REILLY.


DELIMITACIÓN MITOLÓGICA Y ESTRATIFICACIONES CULTURALES 69

No agregaríamos esta última aserción, que extiende demasiado los efectos


inmediatos de la diferenciación observada, si los neocaledonios de hoy en día
no nos hubieran ofrecido un ejemplo reciente. Ellos, que mantenían sin saber-
lo, en el fondo de su noción del cadáver dios, la unidad del ser, se complacen
hoy en reducirlo a un alma. Cuando han enterrado a un muerto suelen colo-
car un espejo sobre la tumba. Esperan un momento y he aquí que la tumba
se sacude, el muerto se levanta a medias fuera del sepulcro y exhala un suspi-
ro. Después se desliza de nuevo y definitivamente en la tumba. Se advierte en-
tonces que el espejo ha sido empañado por el aliento del muerto. Es la prueba
de su partida hacia el más allá.
Tal costumbre proviene del ejemplo de los javaneses musulmanes introdu-
cidos desde hace cuarenta años como trabajadores en Numea. Aportaron a los
canacos, ya preparados por una cristianización tal vez imprudentemente im-
pregnada de neoplatonismo, estos ecos debilitados y groseros de Indonesia o
de Malasia.
El advenimiento inesperado de este dualismo en el seno de un pueblo de
mentalidad todavía a medias mítica, confirma lo que nuestras tres observa-
ciones buscaban dilucidar: la distancia entre cuerpo y ser, entre el olor cada-
vérico y su olvido, entre la construcción del Hades y los difuntos insertos en
la morada de los vivos, corresponde a la amplitud o a la fragilidad de la no-
ción de espacio, en una mentalidad dada. No porque lo primitivo o la debili-
dad califiquen esta mentalidad, sino porque ésta, totalmente afectiva, no ha
adquirido todavía un poder suficiente de conceptualización.
Del norte al sur de Melanesia, este estrechamiento del espacio permite cla-
sificar las diversas tradiciones y descubrir con seguridad las que proceden
de una mentalidad menos evolucionada o más antigua.
Estas observaciones aclaran la aserción de los neocaledonios sobre la an-
terioridad del culto de las montañas y del hábitat. El culto de los antepasados
exigía una diferenciación más grande entre el difunto y el mundo de los vivos:
requería una singularización del cadáver por la que se establecía de pronto
una distancia entre los humanos y la muerte. El recuerdo del antepasado Erí-
guru, fundador del clan del mismo nombre, continúa siendo precioso, porque
permite fechar la introducción de un culto hoy tan general, que se podría creer
único. Pero esta misma adatación señala el umbral más allá del cual los datos
son más antiguos, detalles en muchas supervivencias más allá del tiempo que
concierne a los antepasados, en tanto que se distinguen y son independientes
del mundo que los rodea. Así, las estratificaciones culturales están mezcladas
unas con las otras y es imposible separarlas si no se establece un orden en
los documentos contradictorios que estudiamos.

LA DANZA DE LOS DIOSES: EL BORlA

Las fiestas del Pilú en Nueva Caledonia ilustran estas mezclas. Un protoco-
lo estricto dicta el orden de las ceremonias. Las danzas son el fruto de un lar-
go ejercicio; los sexos están netamente separados. No obstante, la fiesta se cie-
rra con una danza en la que los hombres y las mujeres giran juntos durante
toda la noche, alrededor de un poste, en un baile sin relación de estilo con los
70 DO KAMO

precedentes, sin adornos especiales, y que no es más que un pisoteo pesado


y rítmico. Esta danza marca el instante de separación con respecto a los di-
funtos, los seres .con olor a grasa rancia que están entre las rocas.
La danza se llama boria, nombre tomado de la que los difuntos bailan in-
cansablemente, durante la noche, en las desnudas landas o sobre las áridas
alturas.
«Bailamos el boria imitando a los dioses.»
Se trata, sin duda, de una réplica y a la vez de una prefiguración de esta
ocupación de los difuntos.
Los lugares de tierra pobre en que bailan los muertos deificados, los baos,
son innumerables. Su ronda es animada, y arrastra a la naturaleza que la ro-
dea en un torbellino que sólo el alba detiene. Los indígenas designan estos si-
tios en los que montañas, árboles y dioses giran sin cesar, como lugares de
la danza Pijeva. Pero nadie puede precisar si Pijeva designa la danza, el lugar
o un ser cualquiera. Los difuntos bailan también bajo tierra en un sitio donde
no se los admite sino después de haberse zambullido en el mar desde lo alto
de un acantilado y de haberse presentado a la entrada de una gruta submari-
na donde los recibe un guardián que verifica si tienen el lóbulo de la oreja
perforado. No existen entradas a esta morada en las montañas del país: todas
están en el mar.
Los discursos fúnebres narran la carrera del difunto hacia el acantilado
desde donde se precipitará en las olas.
«Él corre, llega a Tuho, hacia lo bajo, Pati, donde golpea y se sumerge. Dijo
adiós desde allá arriba... y desciende en los giros del remolino, allá en Moai
y en Niwinirhe.»
La última palabra, Niwinirhe, significa tragar agua. Pero en otra oración
fúnebre el orador dice:
«Se ha ido girando, lejos de la palabra que habíamos dicho (nuestros con-
tratos), ha ido a Api (en el mar) y danza en Nedemari».
Nedemari está sobre la tierra firme. El muerto ha vuelto, pues, a lugar seco,
a un sitio donde danzan los dioses. Danza nocturna al aire libre, tradicional
en Nueva Caledonia. Sin embargo, este difunto que sube a las viejas landas
para bailar, ¿no parece más bien un bao que se evade de una tradición marina
y nueva para reencontrar a los suyos en la vieja costumbre de bailar al aire
libre?
El indígena de hoy habla todavía de la danza Pijeva, así se realice sobre
la tierra o bajo ella. La piedra mágica revelada a un hombre en sueños por
un pariente difunto, proviene también de la danza del muerto y se la designa
como piedra boria.
«Piedra que danza en el boria del hombre muerto.»
El torbellino nocturno -de rocas, difuntos y árboles- no ha nacido, pues,
de una imaginación picaresca. El boria tiene un sentido, y el pensamiento en-
cuentra ahí una fuente de revelaciones. No se conocen revelaciones análogas
que se apoyen en el Pijeva.
No hay duda ninguna de que existe una tradición de la danza boria, como
existe una de la Pijeva. Queda por saber cómo estas dos tradiciones han llega-
do a confundirse bajo el vocablo único de Pijeva.
DELlMITACIÚN MITOLÚGICA y ESTRATIFICACIONES CULTURALES 71

EL MITO DE PIJEVA

En el norte de la isla, a doscientos kilómetros de Huailu, se encuentran los


elementos que nos permiten extraer estos datos contradictorios. Muchos de-
talles, obtenidos en ese folklore de narraciones muy libres que las ancianas
han confiado a la señora l..eenhardt, revelan la existencia de un mito antiguo
que debió representar un papel considerable. Y comprenderemos, en definiti-
va, que Pijeva es un dios.
En la morada subterránea el recién llegado es descubierto por su olor, que
molesta a los dioses a la vez que les altera el alimento. Estos dioses se arrojan
sin cesar una naranja de especie no comestible, que es verde, madura o seca
según se la arrojen dioses jóvenes, adultos o viejos. El ser vivo que desciende
al Hades para una rápida visita, no distingue nada; pero el hombre-pájaro que
aquél ha llevado como guía, atrapa la naranja que los dioses se arrojan y la
entrega a su compañero para que la muerda. Inmediatamente los ojos de éste
se adaptan y adquiere la visión de los muertos. De la misma manera, si el hom-
bre pájaro devuelve un difunto a la superficie terrestre, lo golpeará con la mis-
ma naranja y éste volverá a adquirir la visión de los vivos.
Además, en su perpetua danza acompañada por este juego de pelota, los
dioses se entregan a ejercicios rítmicos y coloreados:
«Que sean blancos», se pide, y todos los dioses son blancos.
«Que sean rojos, negros, etc.», y todos los dioses obedecen. Hay muchas
variantes.
Estos movimientos de conjunto parecen estar en relación con cantidad de
ejercicios rítmicos o danzas de los pilús.
En Gomen subsistía todavía hasta hace algunos años la danza hia, que es
uno de los términos que significan danza en Polinesia. Simboliza a muertos
que están encamados por hombres con una serpiente de madera en la boca,
imagen del alimento de los difuntos. Estos muertos avanzan sobre un camino
en el que hay tendidos tres hilos, obstáculos que tienen por fin invitarlos a
cambiar de opinión y a volver sobre sus pasos, y,a la vida. Si persisten en su
idea y continúan el camino, llegan frente a un personaje cubierto de puntas,
que son otros tantos ojos, y este personaje los abate con una hoja de bananero
desplegada. Desde ese momento están muertos, son dioses y pueden ir a vivir
a los pueblos submarinos. Este personaje cubierto de ojos es Pijeva. 7
Parece que hubiera allí dos temas, referentes a dos mitos distintos: el de
los dioses de la pelota danzarina en la morada subterránea; y el del paraíso
submarino con Pijeva. Pero no importa; estos fragmentos de mitos, así como
el ritual de la danza hia, que Pijeva preside, son hasta ahora únicos en medio
de'la floración de mitos de la vida del alma que abundan en el archipiélago
caledonio y están en relación con las máscaras, la escultura en relieve, el gran
aparato de las danzas ceremoniales. Es el conjunto cultural que se concentra
en un mismo lugar de difusión, al noreste de la isla, entre Hienghéne y Bélep.
Esta naranja, alimento de inmortalidad, este dios de mil ojos, nos llevan
muy lejos de Melanesia meridional. Atestiguan una migración de pueblos de
alta cultura y diferentes aportes, pues nada asegura que todos estos detalles
participen al mismo ritmo y correspondan a la misma época.

7. Véase Notes d'Ethnologie néo-calédonienne. pág. 220.


72 DO KAMO

Este desbrozamiento intentado en el fárrago mítico de los neocaledonios


ha permitido extraer una tradición mitológica que proviene de una cultura que
se ha extendido al mundo caledonio. Pero éste ha rechazado, diluido, transfor-
mado los elementos nuevos para poder absorber una parte de ellos. El mito
de Pijeva ha sufrido la misma suerte que las máscaras y el relieve: magníficos
en el norte, degeneran hasta convertirse en pobres trabajos sin arte, a medida
que descienden hacia el sur. De la misma manera, Pijeva, dios de la hoja verde
y abierta de bananero, que hace pensar en el hacha sagrada, ha perdido su
mito y hasta su condición de dios al extenderse hacia el sur. Su nombre, que
preside las danzas, va a confundirse con el de las danzas de los muertos: hace
veinte años, el indígena de Huailu ya no sabía, cuando hablaba de la danza
de los muertos, si debía llamarla Pijeva o boria.
Ya no hay ser mítico superior, gran dios Pijeva, paraísos submarinos, di-
funtos con un viaje a emprender, ni tampoco antepasado deificado y singula·
rizado para llegar a ser persona a la que se ruega nombrándola. No existe ya
visión alguna que abarque un espacio considerable. La Caledonia actual pare-
ce haber olvidado todo esto.

EL CULTO DEL ANTEPASADO Y EL CULTO DEL HÁBITAT

Por cierto que les queda el culto de los antepasados, con los cráneos ali-
neados y cuidados y las plegarias clásicas, dirigidas ora a los hermanos ma-
yores, ora a los padres:
-Os llamo abuelo, hermano mayor y todos Jos antepasados dioses (o los
bemu, tutelares) ...
Pero semejante plegaria es fruto de una larga intelección que conduce has-
ta la singularización del cadáver y la representación del antepasado que con-
tinúa una existencia propia.
No debe sorprendernos que la tradición asegure que este culto no es el mis-
mo de antaño sino obra de Eriguru, el remoto antepasado del clan de ese nom-
bre. El pensamiento concentrado ahora en el hombre, y quizá también un en-
durecimiento, comienzan a alejar al canaco del terreno afectivo en el que la
emotividad creaba una participación con toda la naturaleza.
Con el culto de los antepasados, el mundo melanesio pierde sus formas mÍ-
ticas, pero esta secularización está lejos de haber avanzado: los dioses danzan
a veces en la morada subterránea, pero continúan siempre su ronda con las
piedras y los árboles, en lugares áridos, durante la noche. Siempre hay paisa-
jes que pertenecen menos a los antepasados definidos que a los difuntos anó-
nimos, los innumerables dioses. Las crestas en las que se perfilan árboles ex-
traños, como casuarinas o araucarias, son las avenidas por donde pasean. En
un espacio discontinuo, el hombre ha creado una gran división: aquella donde
la naturaleza reverdece, y la tierra fértil es fácil para los vivos, y aquella don-
de la tierra es árida, estéril o bien boscosa y solitaria, difícil para los vivos
y favorable para los muertos. El hombre elige allí las cavidades de las rocas
y los troncos huecos para alojar al bao, cadáver dios, que no se distinguirá
más del conjunto de llanuras o montañas del hábitat.
Y, sin duda por eso, el viejo caledonio, algo despreocupado de la mitología
DELIMITACIÓN MITOLÓGICA Y ESTRATIFICACIONES CULTURALES 73

compleja, se dirigía al mundo de su terruño cuando quería elevar su plegaria,


evocando el hábitat y todo lo que contiene: descendencia, árboles importan-
tes, hogar, senderos, y los símbolos de la vida, que son los retoños, los de la
seguridad, que son la almohada; los de la duración, tales como la solidez del
hueso, etcétera.

Hijos de los hermanos de Aa y de Ya


Fundamento de la casa y de Pama
Árbol julia y dabu
Cenizas y brasero
Retoño y brotes
Vías secretas (sendero) y eficiencia
Almohada y piedra del hogar
Hueso y vida. 8

El bao, cadáver dios, pertenece a este estadio en el que el hombre participa


todavía del mundo, al punto de no poder distinguirse de él.
Sobre las cimas de las montañas se acumulan montones de piedras para
que las cosechas aseguren montones iguales de víveres. Estos túmulos, cuyas
piedras representan los víveres apetecidos, se erigen para que los dioses, los
bao, desde las oquedades de las rocas o de los árboles, los vean y actúen en
favor de la cosecha. Son signos, modelos, escritura, que los bao saben inter-
pretar. Existe el culto de !'as montañas y del hábitat, pero es necesario separar
del término montaña la idea de grandes montes, de alturas inaccesibles que
en Asia se representan por machos cabríos. Dicho culto de las montañas abar-
ca todo este conjunto que constituye el hábitat, donde están la fuente, las tie-
rras de cultivo, los lugares resguardados, los muertos y los vivos. El cadáver
es algo de este conjunto, pues así como no se lo distingue del dios, no se lo
distingue del mundo; forma parte de él y no se sabe dónde desaparece. Un día
hubo una epidemia; se descubrió que una piragua, arrastrada hasta una calle
arbolada, se apoyaba sobre una punta de roca que afloraba en este lugar y que
era respetada. Un sabio lo notó y dijo:
-La enfermedad existe aquí porque el dios Rahrae sufre. Ved la piragua
que se apoya sobre su diente.
Retirada la piragua, el dios Rahrae dejó de sufrir y de manifestar su cólera
por medio de la epidemia. ¿Acaso conocemos las formas que los dioses pue-
den revestir en esta identidad de los hombres con el mundo? La tradición fija
las formas -la punta de la roca es el diente de uno de ellos, y la cumbre de
la montaña es la cabeza de otro- o bien determina por el trueno el sitio de
donde parte su voz.
Esta toponimia no es, de ninguna manera, índice de un antropomorfismo
cuya representación no puede corresponder al sustrato mental de un primiti-
vo, sino la señal de esa visión mítica que el hombre tiene de su identidad con
el mundo. Ella modela su pensamiento, y le oculta la noción de sus límites
o de los límites de sus dioses.

8. El texto se encuentra en nuestro libro Langues et dialectes austro-mélanésiens, pág. 143.


CAPiTULO S

VIDA AFECTIVA Y lUfEMISMO

La incursión en la mitología y el examen metódico de todos los datos míti-


cos recogidos nos han mostrado la existencia de tres capas culturales: una,
en relación con el mito de Pijeva, degenerado y casi olvidado en algunas regio-
nes; otra, que comprende el culto de los antepasados. Ambas necesitan nocio-
nes relativamente desarrolladas, un espacio de cierta extensión y la singulari-
zación del cadáver. Y más allá de estas dos culturas se percibe una tercera
en la que el espacio está reducido al mínimo, en la que el cadáver no está sin-
gularizado, en la que el hombre se dirige al conjunto de su hábitat con sus
montañas donde están sus muertos, sus árboles, sus fuentes, sus casas, su ho-
gar. Vive indeterminado en la envoltura de este mundo limitado, que es el suyo.
En una sociedad antigua y homogénea como la melanesia, donde el culto de
los antepasados tiene actualmente preeminencia, la separación de estas ca-
pas permite delimitar lo que pertenece a las dos culturas más avanzadas, la
de Pijeva y la de los antepasados, para dejar aparecer más claramente una cul-
tura cuyos rastros se manifiestan en muchos comportamientos y en el lengua-
je. Vemos a través de ella al hombre incapaz todavía de expandirse en el mun-
do, sino invadido por éste.
El austromelanesio vive indeterminado en la envoltura de la naturaleza.
No se proyecta sobre la naturaleza sino que es invadido por ella. Y a través
de ella se conoce a sí mismo.
No es él quien descubrió el árbol sino más bien el árbol el que se le ha
revelado. Incapaz de tener una visión antropomórfica de la naturaleza, queda
sometido, por el contrario, a los efectos de una visión sin diferenciación preci-
sa. No hay distancia entre gentes y cosas; el objeto se adhiere al sujeto; parti-
cipaciones imprevistas se manifiestan en un mundo en el que el ojo, todavía
no acostumbrado a captar la profundidad, no ve más que bajo dos dimensio-
nes. El canaco abraza así al mundo total en cada una de sus representaciones
y no se separa a sí mismo de este mundo; no se hace del mundo una imagen
heterogénea y discontinua, como nos sucede a nosotros, sino una imagen ho-
mogénea o, para decirlo mejor, una imagen cosmomórfica. A sus ojos la roca,
la planta, el cuerpo humano proceden de estructuras análogas; una identidad
de sustancia los confunde en un mismo flujo de vida.
Pero el canaco no habla, a este respecto, de vida; habla de viviente, predica-
do que le basta para designar el atributo esencial de toda existencia que tenga
delante de sí. Aunque la vida se manifieste por una realidad orgánica y psíqui-
ca que hay que tener en cuenta, no aparece como un principio diferenciado.
Permanece en el fondo de esta identidad entre él y el mundo que el melanesio
experimenta tan fuertemente. La vida es la realidad. Ahora bien, el canaco, pre-
76 DO KAMO

cisamente, no toma en cuenta la vida, sino que la ignora; pero capta al vivien-
te, al mundo y a sí mismo a través de la única identidad:

viviente = viviente.

Esta identidad es vivida por él, pero no percibida. Ella le impide poner un
límite entre el mundo y él mismo. Facilita la participacion y la metamorfosis
y previene todo esfuerzo del hombre por encerrar en él la experiencia que tie-
ne el desarrollo de su propia existencia. Este desarrollo transcurre en la natu~
raleza. Los actos del hombre en su aspecto psíquico o psicológico son aconte-
cimientos en la naturaleza. El canaco los observa como si estuvieran fuera de
él, exteriorizados. Él opera así con su existencia: la sitúa en un objeto, en un
ñame, por ejemplo, para lograr a través de ese ñame algún conocimiento al
identificarse con él.

TOMA DE CONCIENCIA DE LA IDENTIDAD DE LAS EXISTENCIAS

El hombre que toma un ñame en su mano no lo hace como si se tratara


de cualquier objeto. 1 Tampoco lo toma con la solemne gravedad del que reci-
be un objeto sagrado. Se inclina sobre él, busca el lugar más sólido en la débil
contextura del largo tubérculo, desliza su mano bajo la extremidad que recibe
el nombre de cabeza, para sostenerla y evitar que se quiebre bajo su propio
peso. Lo toma con la delicadeza que se emplea para llevar un recién nacido,
cuya cabeza se sostiene por temor a que ésta caiga. Asir mal un ñame es tan
grave como sostener mal a un niño. El torpe es apartado y reemplazado, exac-
tamente como se aleja al torpe que sostiene mal al niño. Durante mi primera
visita a Nueva Caledonia, hace más de cuarenta años, quedé maravillado con
los bellos ñames de cerca de dos metros de largo que los canacos me ofrecían
en la playa de la isla. Levanté uno por una extremidad -por cierto, con ese
gesto occidental de quien sopesa un comestible- y lo dejé enseguida caer en
su lugar. El murmullo de estupor de la gente y las miradas horrorizadas me
revelaron que acababa de cometer una falta. Por suerte, el tubérculo no se ha-
bía roto y la incorrección fue atribuida a mi joven inexperiencia.
Hoy, pese a que el pueblo está muy evolucionado y el ritual del ñame muy
atenuado, se juzga todavía acerca de la fineza de una persona y su tacto por
la manera de llevar un ñame, como se juzga de la delicadeza de la mujer por la

1. Con el nombre genérico de ñame se designan diversas especies de tubérculos de la fa·


milia de las dioscoreacias; las más importantes en Nueva Caledonia son la Dioscorea alata,
la Dioscorea esculenta, la Dioscorea bulbifera, la Dioscorea pentaphylla, y la Dioscorea numo
mularia. El ñame y otro tubérculo, el taro (Colocasia esculenta), constituyen la base de la
horticultura y la alimentación en Melanesia, yen torno a ambos cultivos se ha desarrollado
toda una compleja serie de rituales (véase para un análisis clásico B. Malinowski, Coral Caro
dens and their Magic, Londres, 1935; trad. casto de la primera parte de la obra: El cultivo
de la tierra y los ritos agrícolas en las islas Trobirand, Barcelona, Labor, 1977). Para un análi-
sis más detenido (y bastante crítico con las ideas de Leenhardt) del papel del ñame en el sim-
bolismo y la mitología de los canacos, véase André G. Haudricourt, • Nature et Culture dan s
la civilisation de l'igname: l'origine des clones et des clans», en L'Homme, vol. IV, n.o 1 (1964),
págs. 93-104. (N. del r.)
VIDA AFECTIVA Y TOTEMISMO 77

manera con que levanta a un niño. El ñame requiere la delicadez que requiere
un niño y además la ternura que la mujer pone al tomarlo.
Porque el ñame es una cosa humana. Nacido en la tierra donde los antepa-
sados están disueltos y como en estado difuso, es la carne de los antepasados.
Durante la fiesta de las primicias se lo adorna como a un hombre, con un som-
brero especial, abalorios de conchillas y plantas mágicas. Los hombres lo co-
men solemnemente después del sacrificio.. Se lo consume siempre en silencio,
pues no es respetuoso hablar durante la ingestión del ñame. El ñame hace la
carne de los hombres, su fuerza, su virilidad. La primera unión de los esposos
está precedida por la ingestión ritual de un ñame que la mujer ha preparado..
Es un elemento de vida que se da a los que vuelven a ella para asegurar su
completo restableci~iento.
El ñame es el sello viviente en los contratos; se da un ñame para sellar un
contrato y se lleva un ñame nuevo para prorrogarlo o deshacerlo.. Sobre el ñame
se pronuncian discursos:
«Este ñame se ha mantenido firme en tierra. Su punta"ha crecido y se ha
nutrido descendiendo derecho como un falo en la tierra movible. Su cabeza
es bien redondeada, su cuerpo ventrudo, su extremidad se asemeja a la cola
de una anguila. Y nuestro país llegó a ser una morada apacible para sentarse
y distenderse, para colocar los morillos de un hogar. Y fue así a causa de esa
boca vuestra, ambos dueños de este ñame •.
También es el sello de los mensajes. Un día, al querer definir yo lo que ha-
bía observado del papel viviente del ñame, tomé uno, en ocasión de una fiesta,
y lo delegué solemnemente a un jefe lejano junto con el mensaje de devolver
a unos hombres que había capturado.. Tres años después, pasando por la re-
gión donde vivía ese jefe, fui a verlo. Me hacen esperar en un patio. Después
traen un ñame. Por fin llega el jefe.
-Este ñame -dijo- es aquel que me enviaste... -y su discurso continuó
según la costumbre.
Aquel ñame, sin lugar a dudas, se renueva en cada estación, pero se consi-
dera que es uno en su continuidad.
El ñame es la forma de la vida de los contratos y de los mensajes.
En los momentos de duelo, se presenta a los deudos un ñame y se les explica:
-Ved, tiene extremidad, tiene cabeza.
y los acongojados deudos saben que si bien la extremidad muere en la tie-
rra, de la cabeza, por el contrario, surgen retoños y nacen nuevos ñames. El
ñame ofrecido es, pues, símbolo de la vida que se perpetúa, y esta imagen de
la vida que surge de nuevo es lo que da aliento en las condolencias.
El tubérculo, que ha sido enterrado como plantón cuando se prepara el cam-
po, desaparece en provecho de los nuevos tubérculos. Es la imagen del difun-
to. Así, un marido volvía a encontrar a su viuda en sueños:
-Soy un viejo ñame, decía.
El ñame antiguo da a luz al nuevo; el nuevo fortalece la carne del hombre;
la virilidad del hombre valoriza el mundo; la muerte del hombre devuelve a
éste a la tierra con los antiguos ñames, sus antepasados. El ciclo de la existen-
cia del hombre está encerrado en el ciclo del ñame.
La expresión de este ciclo no corresponde a una metáfora, como se podría
pensar; este ciclo es la proyección sobre el ñame de la existencia del hombre.
78 DO KAMO

El hombre ignora su propia existencia. No la puede captar, pero la discierne


a través de esta imagen percibida en el ñame como en una especie de pantalla
de un teatro de sombras. Su existencia es, a sus ojos, idéntica a la de los ña-
mes, y el profundo sentimiento de identificación con la naturaleza que experi-
menta le confirma que este ciclo corresponde a la realidad. Se diría que apre-
hende su identificación a través de un mito que no ha formulado ni captado,
pero que él vive. Este mito, vivido, aunque lejos todavía de ser formulado, le
impide circunscribir en sí mismo la experiencia que tiene del desarrollo d~ .
su propia existencia.
Se pueden encontrar múltiples ejemplos semejantes que muestran al ca-
naco identificándose con otros vegetales para circunscribir en ellos otros as-
pectos de su existencia y conocerlos por este intermedio. Es conocida la gran
difusión de la costumbre del árbol de vida plantado en el agujero donde se
entierra la placenta. El árbol se conservará floreciente mientras el hombre viva
y, a la muerte de éste, se marchitará.
En la isla de Lifú la representación de la pubertad está dada a través de
la imagen ofrecida por la raíz aérea del pandanus. Las raíces salen del tronco
en tallo firme y redondeado en la punta. Se elige una de ellas, se cuida su ex-
tremidad y se vigila su crecimiento; el día que se adhiere al suelo, pronta a
penetrar en tierra, es declarado maduro para el casamiento el joven adoles-
cente cuya pubertad ella representaba. .
Así, a través de tal identificación con la naturaleza, en estas experiencias
humanas circunscritas a un vegetal, el canaco adquiere sus primeros conoci-
mientos de la existencia y de sí mismo.

PRIMERA SEGMENTACIÓN EN LA REPRESENTACIÓN COSMOMORFOLúGICA:


LA PAREJA Y EL MUNDO GENÉTICO

Esta identificación, cuyos efectos se observan fácilmente cuando se trata


del hombre solo frente a la naturaleza, hará surgir dificultades cuando se tome
en cuenta el conjunto de los campos cultivados y de los jardines. En verdad,
la identidad va a pasar a segundo plano, se modificará; interesa observar esta
modificación.
Existe una identidad de estructura entre la mujer que da a luz y la tierra
fecundada. Esta atribución a la mujer de un valor de fecundidad en los culti-
vos es un lugar común en la etnología. La costumbre de muchos pueblos del
mundo certifica lo bien fundado de esta atribución.
Pero este dato tan simple exige ser revisado porque no es suficiente en Me-
lanesia. La observación de los ritos de fecundación del campo nos muestra
a los hombres entregándose a grandes esfuerzos en el flanco de la montaña
para abrir el camino hacia la plantación. Desbrozan un camino, siguen un tra-
zado en zig-zag semejante al rastro del lagarto. Porque es necesario, para el
éxito de la fecundidad, que el lagarto venga a pasearse por el campo.
En otras ceremonias se entierra en ese campo ramilletes de hojas de un
árbol, el kuni (Semen carpus atra), una especie de resinero. Estos ramilletes
han sido preparados en un lugar que es único en la región, allí donde el lagar-
to habita después de los casamientos que lo han atraído. Su domicilio es una
VIDA AFECTIVA Y TOTEMISMO 79

roca sagrada. Los remilletes han sido puestos en contacto prolongado con la
piedra del lagarto. Y así, cargados de virtudes, son llevados hacia los cultivos.
Pero, ¿qué es este lagarto? ¿Qué son estas hojas? El lagarto es un tótem.
Las hojas pertenecen al árbol kuni, cuyo fruto es también un tótem. En el cam-
po, el lagarto representa al hombre; las hojas, a la mujer. El hombre tiene, pues,
tanta relación con el crecimiento de la planta como la mujer. Encontramos,
por lo tanto, al mismo tiempo, a la pareja y al tótem.
Este encuentro es inesperado y como corremos el riesgo de extraviarnos
en las interpretaciones, conviene observar un instante la presencia de esta pa-
reja para comprender su significado en los cultivos, en los que la mujer, por
lo general, se encuentra sola. Esta presencia origina una pregunta incidental.
¿Está allí la pareja porque los melanesios, más instruidos que muchos pue-
blos llamados primitivos, conocen el papel de los esposos en la generación?
¿Habrán conferido a la pareja, con elegancia y exactitud, el valor de fecundi-
dad acordado a la mujer sola? No. No es eso. El melanesio ignora el papel esen-
cial del hombre en la transmisión de la vida. Los casos de partenogénesis, que
él imagina fácilmente, no lo sorprenden en absoluto. Los etnólogos han escri-
to y discutido acerca de esta ignorancia, pero sus discusiones son vanas y la
misma mitología la confirma Así, en las islas Salomón, una serpiente mítica
vive bajo tierra y desempeña el papel de gran dios. Ella reparó, en los oríge-
nes, que su hermano, solo en la superficie de la tierra, vivía y cultivaba mal.
Le dio para ayudarlo primero el fuego, y luego un niño varón. Pero el niño ig-
noraba tanto las artes agrícolas como las domésticas. El dios serpiente creó
entonces a la mujer, única competente en todos esos terrenos. Se evidencia,
por consiguiente, que la mujer no ha sido hecha para el hombre sino por cau-
sa del niño. Su tardía llegada en esta narración no es admisible sino en un
mundo en el que el hombre no tiene función inmediata en la generación. 2
Los esposos melanesios no conocen la consecuencia precisa de su unión,
que es la procreación; pero conocen la consecuencia general, que es la trans-
formación psíquica y psicológica de ambos. El esposo no es un generador; es
un fortificador, y esa fortificación que él lleva a cabo es un hecho suficiente-
mente considerable como para que el indígena la haya retenido. De ello dedu-
ce que la mujer casada está en estado de recibir las simientes de los niños
cuando atraviesa un neo, lugar sagrado de la maleza donde estas simientes
viven. ,
El interés sociológico de este papel dé fortificador es grande. Desplaza un
tanto la base orgánica del matrimonio en las sociedades, y explica también
las actitudes sorprendentes del esposo y el padre: la culpabilidad del esposo
si la mujer llega a morir antes del nacimiento de un hijo; su culpabilidad, tam-
bién, si la esposa no da a luz. Toda la familia, entonces, intenta atenuar el mal
por medio de regalos a la familia de la mujer.
Además, la solicitud del esposo por la esposa es profunda, pues toma par·
te en todas sus penurias durante el parto, antes de éste y después, merced a
un ritual complicado, incluido en la categoría de los ritos de covada. La aten-
ción del padre por el niño es, en algunos casos, enternecedora. Vela por él, aun
cuando no esté allí, un poco como el padre amerindio, que arroja astillitas de

2. Véase Fox, The Threshold of the Pacific, pág. 83.


80 DO KAMO

madera en el agua cuando pasa un vado con el fin de que el espíritu del niño
pueda prenderse allí y seguirlo sin ahogarse. Siempre ha sorprendido a los
viajeros este extraordinario desarrollo de una especie de responsabilidad con-
yugal y de la solicitud paterna, en los pueblos primitivos que ignoran la pro-
creación y no pueden apoyar su conducta sobre ninguna base biológica.
Pero estos viajeros olvidan el valor del lazo mítico que estrecha a la pareja:
un primitivo no desposa a una mujer sin antes haberse asegurado del buen
estado de todas las relaciones de los tótems comprometidos en el cruzamien-
to de vida de los dos clanes. Olvidan, sobre todo, el valor de lazo psicológico
que une a la pareja, independientemente del lazo mítico. El hombre y la mujer
en Melanesia no son dos seres opuestos; el término que emplean en su lengua
indica que se tienen por «complementarios» el uno del otro, y esta noción de
«complementariedad» agrega a su unión una estabilidad psicológica de la mejor
calidad.
Por esto, su solidaridad continúa afirmándose en los cultivos. La obra de
fecundidad de la tierra pertenece tal vez a la mujer, pero la posibilidad de éxi-
to de esta fecundidad recae sobre el hombre. La obra general de fecundación
de los cultivos no es exclusiva de la mujer sola, sino de la pareja. Y por ello.
una y otra de estas dos partes están sujetas a las mismas prescripciones y a
los mismos tabúes.
Establecido así el papel de la pareja, ¿qué sucede con esa identidad con
la naturaleza que el hombre y la mujer, cada uno por sí, experimentan tan fuer-
temente? ¿Acaso va a desempeñar un papel, tal como se vio en el hombre cuando
descubre su existencia a través del ñame?
La pareja no puede experimentar esta identidad. Su experiencia es otra,
de orden genético, y en este terreno particular es donde experimenta una iden-
tidad nueva entre ella y la tierra fecunda, entre la gestación de las cosechas
y la gestación de la mujer. El mismo poste esculpido, koea, se planta cerca
de la choza hacia el fin del embarazo, y en los campos hacia el fin de la madu-
ración de los ñames.
Pero hay una diferencia entre la identidad general del hombre y del mundo
-que no es inferida ni nombrada por el hombre, y que nosotros conocemos
solamente por las costumbres mentales y psicológicas que da al indígena-
y la identidad de la tierra y de la pareja. Ésta se halla circunscrita a un terre-
no determinado; se experimenta en el transcurso del ritmo de los cultivos y
en el de la vida de la pareja, y determina comportamientos que requieren la
atención de todo el ser. Esta identificación no se halla separada, sino que está
en los fundamentos de una representación mítica de todo un conjunto genéti-
co que comprende a los hombres y al mundo, y que se podría designar con
el nombre de representación totémica.

LA REPRESENTACIÓN TOTÉMICA

El tótem melanesio adopta una imagen muy humilde. Es el lagarto del bos-
que vecino al hábitat, la serpiente marina de la ribera, el gusanito negro que
pulula en los ribazos de los taros, una hierbecita familiar que crece cerca de
las chozas. Es el punto que palpita y marca la vida en la masa inerte del mun-
VIDA AFECTIVA Y TOTEMISMO 81

do. Nada da esta impresión con más fuerza que el geco caledonio, especie muy
antigua y muy torpe. Hace tiempo coloqué uno de ellos cerca de mi casa para
observarlo: lanza un sonido gutural roh, que anuncia, según dicen los indíge-
nas, la lluvia, y se relame el hocico con una lengua muy áspera, pero rosada,
como la lengua humana. Toma el color de la rama sobre la cual se sostiene
y se queda días enteros aparentemente sin movimiento. Sólo velan sus ojos.
Inmóvil sobre los grandes troncos inmóviles, representa al ser viviente que se
hace uno con la selva. Se comprende que el canaco haya establecido una rela-
ción entre la vida en la naturaleza y el lagarto.
Poco importa, por otra parte, este aspecto del tótem, pues cambia con la
región. Alrededor del tótem toman cuerpo algunos datos que permiten a la vez
una primera representación de la vida afectiva y su primer ordenamiento.
Porque preside la fecundidad de los campos, el tótem es el amo de los víve-
res y de las virtudes de los víveres. Hay todo un ritual totémico en los cultivos,
en la presentación de las cosechas. En las casas mantiene su presencia una
escultura o la concha más elevada de la flecha de la choza;3 y esta concha se
encuentra en miniatura en los adornos de los hombres, de las herramientas
y en los ñames. Estas insignias honoríficas que hoy subsisten, no son más que
un pálido reflejo del prestigio del tótem, según el folklore, cuando la calidad
del alimento le servía de medio para adoptar la figura de hombre. Así, en las
islas Banks se cuenta el mérito de aquella anguila que miraba a un joven desi-
lusionado de la sociedad de los hombres. l!ste comía, sentado al borde del agua,
dejando que las migajas de su alimento se desparramaran a su alrededor. La
anguila se desliza fuera del agua y come algunas migas; de pronto su cuerpo
se fortalece, se endereza, se trueca en un hermoso hombre, en un amigo que
hará del joven desilusionado un héroe vencedor. En otro lugar, otros hombres
han comido una anguila. Las piernas inmediatamente les flaquean, se retuer-
cen y se alarga el cuerpo. Se convierten en anguila y escapan en el agua! Así,
tanto cuando se trate de estas metamorfosis míticas como de la metamorfosis
del ñame en carne y en virilidad del hombre, el tótem, mediante el artificio
del alimento, da su forma a la vida del hombre.
Porque preside la vida genética, el tótem se confunde con el dominio gené-
tico mismo. El lagarto, el fruto del kuni, son figuraciones sexuales y represen-
tan, también, el papel de tótems importantes. El sexo, en las lenguas melane-
sias, no tiene un nombre específico. Se lo designa por una fórmula posesiva:
«el suyo». No se distingue de otro modo que no sea desde el ángulo de la pose-
sión personal. Pero el sexo es el tótem mismo. El nombre del tótem no debe
ser pronunciado jamás delante del que participa de él. Interpelar a alguien

3. Leenhardt se refiere aquí a la peculiar disposición de las viviendas canacas tradicio-


nales, estructuradas en torno a un gigantesco poste central, por encima del cual se elevaban
el tejado cónico de entre dos y tres metros de altura, y las llamadas flechas terminales, de
cuya aguja superior se colgaban las conchas a las que alude el autor. A lo largo de su obra,
Leenhardt emplea en diversas ocasiones la organización del espacio y de los símbolos do·
mésticos como metáfora, o más exactamente como microcosmos de la sociedad y la cosmo·
visión canacas, idea que será desarrollada años después por el estructuralismo. Para un análisis
más profundo de la vivienda canaca, véase Roger Boulay, La maison Kanak, París, Parenthe-
ses, 1991. (N. del r.)
4. CODRINGTON, The Melanesians, págs. 375-396.
82 DO KAMO

por el nombre de su tótem es una inconveniencia; es arrojar a la persona en


un estado emocional semejante al de aquel a quien se arranca el último velo.
El así interpelado declarará en su lengua:
- Él decir yo.
Lo que significa: «me ha citado a mí mismo, me ha nombrado, ha revelado
lo más íntimo de mí». Este yo puesto al desnudo por la interpelación no es
exactamente el yo personal, porque participa del tótem, tanto como del grupo.
Pero facilita el advenimiento del yo personal.
Así, en todo el conjunto afectivo de la sexualidad en la que domina, el tó-
tem ofrece un apoyo favorable a la aparición de un yo personal.
Porque a través de la sexualidad, el tótem preside la vida orgánica, psíqui-
ca y, en muchos aspectos, psicológica del hombre; es el amo de la vida afecti-
va en la sociedad. Así como entre nosotros el sexo ha conducido a la división
de los géneros, entre los melanesios el tótem condujo a la división de la socie-
dad en clanes. Al clan que tiene necesidad de un aporte de vida corresponde
el clan que puede asegurar este aporte por el recurso del tótem. Las alianzas
entre clanes por matrimonio marcan esta transmisión de la vida totémica por
las mujeres. De generación en generación, ellas ahondan el canal por donde
corre, de clan en clan, el flujo totémico que es la vida perpetua de la sociedad.
Esta vida transferida es una vida confiada. Es, para cada uno, un depósito. La
custodia de este depósito en el clan o en casa de los miembros del clan se re-
suelve en conductas que obligan a un cierto control de sÍ. Son los elementos
seguros de una primera disciplina sexual y de una primera disciplina social.
A esta división de la sociedad corresponde también una primera división
territorial. Grupos y clanes tienen un lugar que es el suyo. Aldeas, hábitat, tie-
nen cada uno su lugar, y sus diversas partes corresponden cada una a una fun-
ción particular. El diseño de la sociedad está hecho sobre el suelo, y se com-
prueba que sólo hay que prolongar las líneas para llegar, en el seno de otros
pueblos, a la extraordinaria división del espacio que tanto se admira entre los
indígenas americanos, donde todo está sometido a las especies animales toté-
micas: puntos cardinales, colores, elementos, estaciones, tribus, disposición
en el interior, etc. Todo el espacio es captado, clasificado, utilizado, pero no
como espacio, pues se está lejos de una visión abstracta del mismo. El espacio
no ha sido todavía abstraído; es captado bajo la forma de una especie de fuer-
za a disposición de los tótems.
Así, por esta división de la sociedad que determina, el tótem contribuye
a edificarla sobre una base en la cual una manera de culto de la vida y una
disciplina serán las garantías de la estabilidad a través de las circunstancias.
Este desarrollo de un yo psicológico posible o de un orden social, bajo la
égida del tótem, está condicionado por la identidad con el mundo que los me-
lanesios experimentan tan fuertemente. Incapaces de aislarla, la han captado
a través de un mito totémico. El tótemismo puede ser llamado por unos repre-
sentación colectiva; por otros, mito de la sexualidad, o de la nutrición, o de la
la vida orgánica: es todo eso. El mito totémico ha sido para el melanesio un pri-
mer modo de conocimiento del mundo genético, es decit, de toda la vida afec-
tiva. Interesa darse cuenta de que más allá del tótemismo se vuelve a encontrar
esta identidad, que es la clave del comportamiento mental y afectivo de aquellos
que llamamos primitivos; también es la clave de su comportamiento religioso.
VIDA AFECTIVA Y TOTEMISMO 83

El término «identidad,. es de uso difícil y su empleo nos lleva a lo abstrac-


to. El tótemismo nos permite percibir, a travé·s del mito, la identidad bajo un
aspecto concreto, pues permite comprender más simplemente esta vibración
que lleva al hombre a sentir el mundo dentro de él, a sentirse formado por
el mundo mucho antes de proyectarse en él. Lo que podríamos resumir como:
antes del antropomorfismo, el cosmomorfismo. De éste proceden las identifi-
caciones del hombre con la naturaleza, aspectos de identidad vivida, que ma-
nifiestan los primeros esfuerzos del hombre en busca de sí mismo.
El efecto del mito de la identidad vivido en el mundo humano, no está siem-
pre ligado al tótemismo. A través de éste pudimos discernido más claramen-
te, pero nada atestigua que sean inseparables uno del otro. El mito de la iden-
tidad continúa siendo vivido bajo ciertos aspectos, mientras que el mito
totémico ha muerto desde hace mucho tiempo.

DISOWCIÚN DE LA REPRESENTACIÚN rorÉMICA

Pero esa muerte es lenta y nunca total. Libera energías que no se distin-
guían por medio de la fabulación del tótem. Éste, intemporal y siempre con-
temporáneo, subsiste durante todo el tiempo en que dominan en el pensamiento
Jas formas míticas. Se agota a medida que en el espíritu crece la intelección
de la vida. Así, en América se lo ve fijarse en la rigidez del blasón; en Australia
se dispersa en tótems individuales y en Melanesia se puede seguir bajo diver-
sos aspectos el proceso de su disolución.
Vive todavía en los relatos: el lagarto de Koné es aún hoy realidad. Repre-
senta al tótem irritado, al monstruo que aterroriza al hombre. Contrapuesto
a este viejo mito, otro lagarto, el de Ururo, manifiesta la misma maldad; quie-
re perseguir su presa hasta una casa en lo alto de la roca donde se ha refugia-
do, y pide que se lo eleve con lianas. Los huéspedes de la casa lo hacen, pero
como gente moderna que son, fijan a la extremidad de la liana un gancho de
hierro al rojo. El lagarto-tótem, que viene del fondo de las edades, ignora el
metal y se precipita sobre el anzuelo ardiente. Esto ocasiona su perdición. No
se trata, de parte de los canacos, que lo mataron con ayuda de herramientas
de nuestra edad de hierro, del mismo coraje demostrado por el caballero cuando
echa por tierra a la Tarasca, pero sí del tótem en vías de transformarse en mons-
truo legendario y, por consiguiente, de disolverse.
Además, tan real es el lagarto, que se ha tornado paternal, al confundirse
con el bosque y prestar socorro a una madre de familia que no tenía a nadie
que le cuidara el hijo cuando iba a los cultivos. Entonces la selva descendía
y arrullaba al niño. En ocasión de la presentación del niño a los parientes por
línea materna, el lagarto está allí, con la selva a su espalda. Majestuoso ancia-
no, obstruye una parte de la entrada; pero cuando se aparta, se descubren de
pronto en un magnífico montón, los presentes de víveres y regalos. La conduc-
ta de este buen lagarto ilustra hoy la de muchos abuelos.
El mito totémico sigue siendo actual en muchos relatos en los que el lagar-
to representa al prometido. La jovencita horrorizada le da un hachazo, lo echa
al horno y la prueba del fuego lo transforma en un príncipe encantado. Las
variantes del bestiario totémico son muchas: la anguila representa en el sur
84 DO KAMO

de las Nuevas Hébridas el mismo papel que el lagarto en Nueva Caledonia y


que la serpiente en las vecindades de Indonesia. Pero se trata siempre del tema
de la pasión victoriosa, fijado entre nosotros por el relato, que fue un mito an-
tes de vaciarse en los cuentos de la Bella y la Bestia.
El tótem también se disuelve en contacto con los dioses. Habíamos indica-
do el ascenso del culto de los antepasados y mostrado la formación de los dio-
ses. Como estos últimos corresponden a representaciones imprecisas, sucede
que se los reviste de formas tomadas del tótem. En tal región, el nombre del
dios, el del tótem, el de la montaña, son iguales. Ello significa que la tradición
no ha cedido ante las novedades atávicas, sino que ha acomodado al antepasa-
do adaptándolo a las formas acostumbradas del tótem, cuando aquél ha que-
rido tomarse dios principal. Estas formas totémicas prestadas a los dioses,
por lo demás, son para los etnólogos fuente infinita de dificultades, pues no
siempre se puede hacer la división entre lo que pertenece al tótem y lo que
corresponde al dios.
También hallamos al tótem en la tradición del animal amigo y protector
del clan. La tradición del tiburón como sobrino del mejillón no se ha olvidado
todavía, pero el tiburón pierde muchos de los atributos que antaño lo mante-
nían en el dominio de la vida genética. Ha tomado la figura de un ser noble,
valiente, y cura todavía ciertas enfermedades. Pertenece al clan de la gente de
Bayes, la cual cuenta con su ayuda en las necesidades, pero no lo tiene ya por
un tótem. Está en vías de ser un animal protector.
Pero la disolución totémica ofrece el más grande interés en el seno de la
sociedad que está en evolución.
El tótem se mantiene todavía como fuente de la 'Vida, apoyo de toda la afec-
tividad y causa del respeto que se tiene por la espalda y la nuca del tío mater-
no, que son sus receptáculos. Sin embargo, desde hace cien años sus altares
han ido desapareciendo lentamente; los lugares totémicos han sido profana-
dos por la colonización; las prohibiciones están casi todas levantadas. Se po-
dría pensar que el totemismo ha muerto.
Pero ésta sería una visión superficial.
los equilibrios sociales no han sido todavía fuertemente conmovidos. La
costumbre del matrimonio exogámico conserva su solidez; la disciplina sexual
se mantiene en lugar de honor, aun cuando el nombre del tótem pierde su ca-
rácter sagrado y se convierte, a veces, en un elemento del vocabulario obsce-
no. Pero las jóvenes madres, aun las cristianas, saben que la vida totémica no
es cosa absolutamente vana, y no aceptan que su marido se niegue a ofrecer
un regalo al tío materno y buscar su bendición para la salud del niño. los en-
fermos, finalmente, tienen también la preocupación real del tótem y lo nom-
bran. Cuando han agotado el recurso de los doctores blancos, no dudan en bus-
car el remedio de la gran tradición. El más evolucionado de los ordenanzas
de la administración, educado a la francesa, puede ignorar todo el pasado al
que pertenece, todo lo concerniente a la tierra de la que ha sido desarraigado;
pero algún resto de pol,-:o natal siempre le queda adherido para recordarle que
si adelgaza es porque el lagarto de Cibei se ha deslizado en él. En su búsqueda
de la hierba de Cibei se aventurará en los senderos perdidos de las tradiciones
para reencontrar algunas migajas del tótemismo. Descubrirá infracciones que
ha cometido cuando la civilización lo maravillaba. Al tío materno, al que ha-
VIDA AFECTIVA Y TOTEMISMO 85

bía descuidado tanto, irá a ofrecerle su más hermoso traje a la moda de los
blancos para volver a vestirse él mismo a la manera de antaño y llevar la vida
que los tótems establecen o, simplemente, para morir con ellos. s
Estos retornos no devuelven la vida al tótem, pero confirman que la tradi-
ción nacida del tótemismo ha dejado una huella muy honda en el comporta-
miento de los canacos.
Parece que al mito totémico sucede hoy un culto de la vida. Este culto man-
tiene la realidad que el antiguo mito expresaba y continúa asegurando a la
sociedad la cohesión afectiva que tenía.
Podemos preguntamos si el totemismo de los austromelanesios no ha sido
importado como lo han sido tantas costumbres de las ceremonias del pilú. Pero
hay que destacar que ya existía en la época de la recolección, cuando las mu-
jeres mantenían pequeños altares cerca de las colonias de plantas comestibles.
En esa época no había ni cultivos en terrazas ni culto de los antepasados. Las
leyendas más antiguas son las que tienen también tótems como tema esencial.
y estos tótem s son los mismos que viven en los relatos de antaño: cangrejo,
lagarto, gusano y manzana de kuni, bichos o frutos familiares.
Ningún trabajo de intelección se ha realizado para estructurar con ellos
una organización compleja, como sucedió en América. Este totemismo tam-
poco ha degenerado y suscitado conflictos sociales, como sucede en otros lu-
gares entre el clan paterno y el materno. Malinowski ofrece una muy buena
descripción de esta desavenencia en las islas Trobriand. Lejos de allí, en Ma-
dagascar esta lucha sorda se resume toda en un dicho: el tío materno cae bajo
la azagaya del sobrino.
Este antagonismo no encuentra ningún punto de apoyo en la sociedad ca-
ledonia. El totemismo, en relación con ella, parece haberse mantenido en lo
que era desde el origen: un conjunto mítico que ayuda al hombre a captar la
realidad del mundo genético y a ordenar su relación con él. Esto le confiere
el doble interés de informamos acerca de la naturaleza del totemismo en ge-
neral y sobre un modo importante de aprehensión de las realidades psíquicas
a través del pensamiento mítico.

5. Véase LEENHARur, Notes d'ethnologie néo·calédonienne, pág. 212.


CAPtTUW 6

EL TIEMPO

El hombre y el mundo, vivos y muertos, dioses y tótems, desempeñan cada


uno su propio papel, pero sin límites precisos; los contornos quedan difumi-
nados. Al examinarlos se percibe la identidad que borra las diferencias; en el
espíritu del hombre son como esos espejos deformantes colocados en galerias,
y que desorientan a los visitantes. Es necesario ahora un estudio de la noción
de tiempo. Sólo esto podría aportar un elemento de coherencia a la embarazo-
sa multitud de observaciones y revelar cómo el canaco ordena en su espíritu
el desarrollo de los fenómenos y de los acontecimientos de los que es testigo,
cómo sitúa los hombres y las cosas, y cómo se sitúa a sí mismo en el mundo.
Luego de examinar rápidamente su calendario y la manera en que computa
el tiempo, buscaremos enseguida si, en su discurso, expresa el tiempo y cómo,
en definitiva, el tiempo corresponde a su misma existencia.

COMPUTACIÓN DEL TIEMPO

El canaco se refiere a la alternancia del día y de la noche, de las lunas y


de las estaciones, para colocar en el tiempo los fenómenos exteriores, su suce-
sión y su época. El ritmo de las manifestaciones climáticas, marinas, agríco-
las, técnicas o rituales le proporciona un calendario. Pero éste tiene existencia
real tan sólo si se apoya en un ritual que le dé forma. Conviene determinar
rápidamente la representación que el canaco puede tener de los astros y de
los acontecimientos que marcan las estaciones, sobre los que apoya los perío-
dos de su calendario, y saber, luego, lo que un rito puede agregar a un ritmo
de la naturaleza que el indígena experimenta como si estuviera grabado en
él. Estos datos preliminares facilitarán la continuación de nuestro estudio.
En lo que concierne a los astros, las nociones del sol y del día se superpo-
nen. Tres términos designan al sol; sólo uno es un sustantivo que significa el
sol en su redondez matinal y vespertina. Los otros dos son verbos, que indican
el estado de la irradiación y el de la claridad solar. La irradiación correspon-
de al período alrededor del cenit; se puede, en cierto aspecto, decir que el ca-
naco cuenta los días por cenites. La claridad corresponde a una duración más
indefinida. Está, sin duda, cortada por las noches, pero éstas no le quitan su
unidad en una prolongada visión del espíritu, y el término que la designa, ne-
daa, puede corresponder a nuestras expresiones «un día» o «en los días de an-
taño», con la diferencia de que nosotros escribimos «días de antaño», en plu-
ral, mientras que el melanesio escribiría en singular, pues él distingue «claridad
actual, claridad antigua».
88 DO KAMO

La noche se designa también por un verbo de estado, boe, que no se con-


funde con la noción de sombra.
Estos términos de estado que designan el día y la noche indican que el ca-
naco no da un nombre específico a los diversos momentos del tiempo solar,
sino que los califica. Ello está preñado de inconvenientes, si se persigue otor-
gar una medida a las divisiones del tiempo. En la práctica, revela el talento
del canaco para apreciar los momentos de diversa luminosidad. Tiene un jue-
go de expresiones variadas que designan los cortos instantes del crepúsculo.
Se sabe que en los trópicos la noche cae en una media hora. Pero esta media
hora abarca una gama de luminosidades decrecientes. El caledonio las distin-
gue todas:
El azul oscuro se adhiere al nivel de los tallos de hierba (el suelo se ensom-
brece, la noche se acerca).
Las pestañas de los ratones de campo se mueven (comienzan a salir de su
agujero).
La oscuridad favorable a la salida de los dioses (el paisaje no es más que
sombras).
Se camina a tientas sobre la hierba sagrada (son pisados, sin saberlo, luga-
res sagrados, es noche cerrada).
Los matices han sido marcados con una aproximación de minutos. Es una
técnica de la vida que basta al viejo melanesio para lograr una mayor exacti-
tud frente a la joven generación educada en el horario del reloj. Pero estamos
lejos de una medida de tiempo.
El melanesio observa el ritmo que la luz del sol comunica al mundo, y se
adapta a ella. Pero no tiene una noción verdadera del sol. Las mitologías del
sol en estas islas trasladan representaciones de la vida más allá del horizonte
marino del este. «En la aurora, dice la leyenda, los rayos son los hijos del sol.
Cuando éste asciende, ellos rehúsan seguirle. El sol se levanta, pero pierde algo
de su brillantez.» La idea de calor no es ligada de manera precisa al astro: los
australianos niegan que el sol distribuya calor, porque es frío en invierno. En
las islas Salomón, por el contrario, el calor solar participa del calor humano;
es la obra de una familia: cuando el hijo se ocupa de él el sol resplandece; cuan-
do el anciano padre lo toma a su cargo, es pálido.
Todos estos detalles indican una representación del sol muy imprecisa, en
la que la distancia entre el astro y el hombre queda muy reducida. Las len-
guas en las que el sol no tiene más que un nombre, ofrecen seguramente una
mayor facilidad para ver en él un punto de apoyo favorable a una división del
tiempo.
Muy distinta es la condición de la luna. Ella tiene un solo nombre. El rit-
mo que su claridad comunica al mundo está reducido al corto período de la
luna llena. Ésta anima por un instante la vida social de los pueblos que viven
al aire libre. «Todas las danzas provienen de la agitación durante la luna», ex-
plicaba el jefe Bula de Lifú. Con el crecimiento de la luna coincide la subida
de la savia; a la luna llena y a la luna nueva corresponden las grandes mareas.
Estos ritmos son demasiado especiales para que hayan dado a la luna todo
el valor que los hombres le atribuyen. La mitología no habla nunca de ello.
El valor de la luna descansa sobre el ritmo de sus retornos. La luna es la
amiga de los agricultores y de los pescadores, esperada como una señal: es
EL TIEMPO 89

la aparición de un tiempo que comienza. En la isla de Maré un clan está en-


cargado de vigilar su aparición en la época de los cultivos. Se espera su refle-
jo en el mar. Desde el momento en que se lo percibe, un heraldo corre a adver-
tir al jefe, y las danzas y los trabajos se organizan. La luna ofrece una primera
fecha. Con ella, pues, se relacionan los momentos de emprender una acción.
También el comienzo del mes corresponde a una apertura. Se expresa: ahora
es el momento de, o: es la luna de tal fenómeno que se produce. Por este artifi-
cio los meses tienen nombres que son perífrasis:

luna de las primicias comidas por los jefes


luna de la construcción de las chozas
luna de la madurez de los frutos
luna del desbrozamiento
luna de la recolección de las semillas
luna de la roturación de los campos
luna de la lluvia
luna de los retoños de ñame
luna de la pesca
luna con la que nadie se aventura en el mar; etcétera.

El número de los meses no está definido. En una cuerda que sirve de ayu-
da mnemónica para los trabajos del año no se cuentan más que diez nudos.
Sin embargo, la fiesta de las primicias en la que los jefes comen los ñames
nuevos no se hace sino una vez al año.! A lo largo de la cuerda anudada, el
melanesio cuenta los meses de actividad y desdeña los meses vacíos.
La duración del mes es indiferente. Si la acción comenzada con la luna se
acaba antes que ésta finalice, se descansará. Si, por el contrario, la actividad
comenzada desborda sobre la luna siguiente, ésta se une a la precedente para
formar con ella una sola duración de tiempo: el tiempo de esta actividad.
La luna representa muy bien el papel de un almanaque. Indica los perío-
dos de los cultivos, de pesca, de caza, de las construcciones. Pero el canaco
no ha sabido ver en la regularidad de su aparición la ocasión de una división
precisa del tiempo, y menos aún una medida. La noción del tiempo no se dis-
tingue de la de período, y el tiempo queda en el espíritu del melanesio como
esencialmente cualitativo.
Las estrellas, por la regularidad de su retorno y de su posición, tienen un
papel considerable. Los australianos inician su estación de cultivo con la apa-
rición de las Pléyades. Los kiwai de Nueva Guinea datan todos sus meses a
partir de las desapariciones sucesivas, detrás del horizonte, de diversas estre-
llas, algunas de las cuales son muy poco conocidas por los profanos. Los mo-
vimientos de báscula de las constelaciones les sirven también de índice de tiem-
po de acción. Son astrónomos natos.
La mayor parte de los melanesios parecen hoy ignorar o haber perdido es-
tas tradiciones. Al interrogarlos, se percibe en ellos un número considerable
de observaciones que han hecho sobre el estado del cielo según la estación,

1. Se juega a la concha do antes de la comida de los nuevos ñames. El año es el tiempo


que transcurre de una concha a la otra, nedo.
90 DO KAMO

ya se trate de estrellas o de manchas oscuras cerca de la Cruz del Sur. Su ca-


lendario astronómico ha debido ser importante, pero exigiría, para ser con-
servado, una tradición que las actuales generaciones no serían capaces de
mantener.
Únicamente Venus permanece como reloj para la comida de la noche y guar-
da un nombre en relación con esta función. Pero entre los nenemas, y en Lifú,
lleva un nombre extraño a la lengua del país; es el objeto de una ofrenda de
burao cuando se abre el horno, y parece que hubiera respecto de ella una tra-
dición venida de otra parte, que se encuentra también en América Central.
La estrella que por la mañana precede el ascenso de Venus es considerada
como la verdadera anunciadora del día (no pude averiguar su nombre, a pesar
de mis indagaciones). Está situada entre Marte y Venus. Estas tres estrellas
tienen una historia.
Durante la noche ascienden, con algunos minutos de intervalo, desde el mis-
mo punto del horizonte, al este, y parecen al comienzo seguir el mismo trayec-
to. Una leyenda de Nueva Guinea habla de un marino inquieto en su piragua
perdida. La noche cae, y el astro Magaveia se eleva sobre el mar:
-Detente un momento -dice el marino-; déjame tomarme de ti y subire-
mos juntos.
Pero Magaveia responde:
-Espera. Nuestro amigo Deboroia estará pronto aquí.
Más tarde surge Deboroia. El marino repite su requerimiento.
Deboroia contesta:
-Espera, Maratomtom estará pronto aquí.
Maratomtom, que es Venus, lo toma y él gana ef cielo, donde se casa... Lo
que significa: manteniendo la proa hacia esas estrellas, se divisa la tierra que
está más allá del horizonte oriental del país y se recala allí; etcétera.
Ahora bien, en el sur de Melanesia, entre los caledonios, que no son un pue-
blo de marinos, una leyenda análoga se encuentra alterada y, sin duda, incom-
prendida hoy. Se burlan de un marino perdido que, ál advertir la tercera estre-
lla, le suplica que se detenga para que pueda enganchar a ella su piragua. La
estrella consiente y lo lleva al cielo. Se ha olvidado, de este modo, con la colo-
nización, el sentido originario de la historia, que recuerda que el marino ha-
bía llegado a una isla oriental, Uvea -en lengua huailú Punda-, es decir, el
origen del día, el levante. Así está atestiguado el gran papel de estas tres estre-
llas en las migraciones antiguas de los argonautas del Pacífico.
La segunda estrella, que precede a Venus, tiene también para los caledo-
nios, que son habitantes de tierra adentro, un papel muy importante. Si se debe
partir al alba, es decir, a la salida de Venus, es necesario prepararse cuando
aparezca la segunda estrella.
Junto a estos tres grupos de astros, sol, luna, estrellas, es superfluo agre-
gar los innumerables indicios que el melanesio encuentra en la naturaleza para
conocer el tiempo propicio para una acción determinada: planta, flor, anima-
les, nubes, agujeros negros del firmamento, etc. Las flores de eritrina son la se-
ñal de la caza de los murciélagos. Las flores amarillas del guayaco son la se-
ñal de la caza del hombre. Señalan, según parece, el momento en que el hom-
bre estará más gordo y digno de ser comido.
EL TIEMPO 91

Pero todos estos fenómenos del cielo o de la tierra no son más que signos.
Indican el tiempo favorable de una acción, el de un periodo indeterminado,
que se agotará sin que uno se cuide de ello.

COMPUTACIÓN y RITUAL

Frente a estos ritmos tan fuertemente sentidos por el melanesio, que en-
cuentra en la naturaleza tantos indicios para iniciar una cuenta de tiempo, nos
podemos preguntar qué puede agregar un rito.
Hay en las islas de Melanesia dos modos de existencia que es necesario
tener en cuenta. En ciertos islotes o en ciertos altos valles viven grupos redu-
cidos: una familia o un clan pequeño. Su aislamiento es relativo, puesto que
ellos viajan cuando se presenta la oportunidad, pero el lapso de su soledad
es inmenso. En estos pequeños grupos, hijos, nietos y ancianos viven próxi-
mos; y los más jóvenes recogen las tradiciones de la observación de los indi-
cios de la naturaleza. Los ritos son de una gran simplicidad. En las islas gran-
des, por el contrario, grupos numerosos pierden este contacto estrecho con
la naturaleza. Para los indicios se dirigen al que tiene a su cargo prescribir
el tiempo de los cultivos y que, además, posee autoridad. Un rito se organiza
y se convierte en el signo suficiente para abrir a la multitud el tiempo de los
cultivos. Toda la piedad que antes acompañaba la observación de esos ritmos
de la naturaleza, toda la comunión que estaba en el fondo del sentimiento de
identidad del hombre y del mundo, toda esta emotividad, ya no funciona en
cada uno. Todo esto recae sobre aquel que está a cargo de este ritual; cuida
canteros en miniatura que prefiguran los campos, y cada nuevo trabajo que
cumple allí marca para estos cultivadores el tiempo de comenzar el mismo
trabajo. Estos canteros en miniatura son verdaderos calendarios en acción. Por
ello, el tiempo cuyo comienzo anuncia este sacerdote toma un valor nuevo, pues
es proclamado por su boca. La fecha del trabajo de cultivo, indicada por la
luna o por la aparición de una flor, ya no tiene su apoyo en un fenómeno de
la naturaleza sino que, en cierto modo, ha sido transpuesta en la voluntad de
un hombre investido de este cargo. El establecimiento de una fecha está en
vías de ser trascendido.
El cultivo, en adelante, alcanzará buenas cosechas en virtud únicamente
del tiempo favorable querido por los dioses. Aquí nos encontramos con la idea
mitológica completa: el tiempo es favorable al cultivo porque es la repetición
de un tiempo durante el cual el sacerdote ha hecho producir bien su pequeño
cantero, o porque es la repetición de un tiempo más augusto en el que los dio-
ses han permitido ya buenas cosechas. En este tiempo que acaba de ser pro-
clamado está encerrada, pues, toda realidad y toda eficacia. Interesa entonces
asegurar el buen desenvolvimiento de este tiempo por medio de prescripcio-
nes que alejen los peligros, como, por ejemplo, los períodos de abstinencia con-
yugal durante el crecimiento de los ñames.
La observación del rito ha venido a suplir a la observación de la naturaleza.
Es, en parte, un retroceso, pero también es un comienzo de generalización.
«Los hechos de conciencia son objetivados», decía Hubert, «porque acontecen
92 DO KAMO

a la vez en la conciencia de muchos, que descubren al mismo tiempo su con-


cordancia y su fatalidad. »2
El problema es saber cuál será el desarrollo de este rito. Ocurre que la ma-
gia o el mito absorben las actividades hasta el punto de que el trabajo mágico
sobrepasa al trabajo técnico. En Caledonia, el cultivo de los ñames necesita
más o menos ocho días de ritos por uno de trabajo. La herramienta ha cedido
su lugar al altar. Pero si el rito cumple con su verdadero papel, marcará sola-
mente un tiempo que es igual para todos, sin que tenga en su origen otra cosa
que una primera generalización, un esfuerzo de abstracción.
De tal modo, en una región donde nadie puede comenzar un cultivo antes
de que el jefe haya terminado los suyos, un jefe de Bayes, con un modo de vida
ya evolucionado, se dio cuenta de que el ritmo de los cultivos de la gente co-
mún era retardado porque no se podía plantar antes de que él mismo hubiera
terminado de limpiar sus campos quemando la maleza cortada y seca, lo que
demandaba dos meses de espera. Este jefe resolvió, pues, dar este mes al hom-
bre común, prefigurando, desde su comienzo, el incendio por un fuego simbó-
lico. Sin ocuparse de si su desbrozamiento ha sido quemado o no, declara so-
lemnemente «que él lo quema». Y hace flamear un haz de paja que ha recogido
religiosamente bajo la estera de su choza.
Su iniciativa crea un ritual que ya no depende de sus propios cultivos. El
lazo sagrado entre su cultivo, su persona, su estera, y los cultivos de su gente,
no está roto -puesto que prende fuego a las pajas de su propia choza- pero
se modifica. El jefe ha dado una fecha para inaugurar el trabajo de los cam-
pos, y esta fecha ha sido liberada del carácter mítico con que se la rodeaba;
los caracteres de realidad y de eficiencia ligados a ~e tiempo van a atenuarse.
En realidad el jefe de Bayes ha secularizado el rito y al mismo tiempo secula-
rizado el tiempo al que él daba comienzo.
Pero queda todavía una gran distancia entre esta manera de fechar el tiem-
po y una medida del mismo. Y esta distancia el melanesio no la ha franqueado.

LA CUENTA DE ws olAs
Cuando se trata de contar alguna división del tiempo, el día, por ejemplo,
el canaco puede conseguirlo, pero ¡con qué esfuerzo!
Sin duda, recurre primeramente a las imágenes que ofrece la naturaleza.
Dice «en una guiñada de ojos», «como un relámpago», exactamente como no-
sotros decimos «en un abrir y cerrar de ojos». Para un tiempo un poco más
largo la costumbre es tomar como base el que demora una antorcha en consu-
mirse. Con la ayuda de antorchas de hojas de coco mide, por ejemplo, el tiem-
po que separa la puesta del sol y la salida de la luna. Se dice que la luna se
levantará en una o en tres antorchas. Se mide también una pequeña distancia
según el número de antorchas quemadas durante la marcha.
La tarea se complica cuando se trata no ya de un período indeterminado,
representado por una paja quemada, sino solamente de contar los días. Para

2. HUBERT, «La représentation du temps», en Annuaire de l'École des Hautes Études, 1905,
pág. 37.
EL TIEMPO 93

representarlos es necesario un dato concreto; los cinco dedos ofrecen una ma-
nera de contarlos hasta cinco, y para seguir más allá, una nueva serie de cinco
días constituye una unidad de tiempo. Se trata de dar una realidad a esta nue-
va serie; se la concretará encerrándola entre dos acontecimientos, colocándo-
la entre un comienzo y un fin.
Para hablar más claro, esta serie forma un bloque en·el espíritu del cana-
co, y este bloque está fijado entre dos operaciones: al comienzo de la serie de
cinco días el sacerdote celebra un sacrificio; al final de estos cinco días la gente
baila o se baña.
Del mismo modo el médico cura a su enfermo. Su acción se ejerce en esta
serie que representa una unidad de tiempo. Ejecuta los ritos del sacrificio al
comienzo y hacia el quinto día el enfermo tomará un baño ritual que marcará
el fin de este primer tiempo.
Los cinco días transcurridos entre estas dos operaciones constituyen, pues,
una entidad, un bloque con el que el canaco se maneja, sin tener la preocupa-
ción de utilizar los números.
Cuando se trata, por ejemplo, de fijar una inauguración para dentro de cinco
días, el canaco, en espíritu, toma sus bloques de cinco días, los proyecta en
el porvenir e inserta cada uno entre dos actos que lo concretan: el sacrificio
al comienzo y la danza al final. Si repite esto cuatro veces, comprendemos que
la inauguración tendrá lugar en cuatro veces cinco días. Pero ellos dicen en
su lenguaje que tendrá lugar dentro de cuatro sacrificios y cuatro danzas.
Para comprender bien este mecanismo es necesario representárselo como
un paisaje, a la manera de los cuadros de unidades y decenas, figurados por
las imágenes en la aritmética de los niños. Supongamos un paisaje tropical.
En primer plano, un viejo sentado, rodeado de mástiles diversos y madera es-
culpida. Delante de él, una marmita de barro puesta sobre tres morillos de
piedra y el vapor escapándose del recipiente; es el sacrificio. Más allá, el pai-
saje se confunde: maleza, idas y venidas de gente; un poco más lejos, hombres
que saltan y bailan: un bloque de cinco se ha acabado. Luego, en perspectiva,
otro viejo sentado y otros mástiles... más allá una maleza y seres humanos,
después la agitación de una gran danza: es el segundo bloque de cinCo. Siem-
pre en esta perspectiva, un tercer cuadro; después un cuarto. Es un paisaje
que el hombre retiene en su mirada interior y con el que ha fijado para sí la
inauguración para dentro de cuatro sacrificios y cuatro danzas.
Estas unidades de tiempo no se dividen. Son realmente bloques; son maci-
zas, rústicas, y confirman la regla que Hubert había notado ya antiguamente:
«Los intervalos comprendidos entre dos fechas críticas asociadas son cada
una por sí continuas e indivisibles. Duración abstracta y duración concreta
se identifican».3
En lenguaje concreto llamaremos a estos intervalos bloques, con el fin de
mantenemos lo más cerca posible del pensamiento melanesio.
Vemos que este pensamiento se desarrolla sobre un plano espacial aun cuan-
do se trata del tiempo. Va de un bloque al otro a través de los paisajes, ya se
trate de cinco días de ceremonias, de cinco días de cuidados mágicos, o de cinco
días de ritos de cultivo o de pesca, o del corte de un árbol para piragua, o de
su transporte, o de una preparación de guerra, o de un rito familiar.

3. Ibid., pág. 11.


94 DO KAMO

Esta enumeración, a nuestros ojos de europeos, podría representarse con


un esquema de puntos en el que cada uno figurara un bloque. Pero el canaco,
a quien se lo mostráramos, protestaría contra nuestro gráfico, porque todos
nuestros puntos serían semejantes, mientras que para él son desiguales. Unos
deben ser gruesos; otros, pequeños, pues a sus ojos hay bloques llenos y va-
cíos, períodos de cinco días que parecen muy largos -tan cargados están de
acontecimientos-, y períodos de cinco días huecos y vacíos que se olvidan o
que se saltan. Aun así, la medida aparentemente precisa de cinco días corres-
ponde a un período y no tiene nada de riguroso en la aplicación práctica; bas- -
ta un día de lluvia para provocar una postergación de las actividades para el
día siguiente y dar seis días al bloque de cinco. De manera que no hay verda-
deramente medida ni cálculo. Aun con estos primeros números de uno a cin-
co, la visión del tiempo contado permanece esencialmente discontinua y cua-
litativa. Y a pesar de toda su fineza para observar los signos de la naturaleza
y su sensibilidad para experimentar en él sus ritmos, el canaco, en su intento
de ordenar los días que siente que deben ser enumerados o contados, perma-
nece siempre en esta visión afectiva que se entretiene en el contenido del blo-
que de cinco días, en el mayor valor de esto, en lo más insignificante de aque-
llo; lo que está aquí, lo que está allá, y él no puede alcanzar la fijación de un
número que sea un p"unto de apoyo verdadero para el pensamiento.

EL TIEMPO Y LA EXISTENCIA

Si su manera de contar -su computación del ti-;mpo- es tan grosera, ¿pue-


de el melanesio llegar en su lenguaje a expresar el tiempo? 1.0 consigue en
cierta medida, pero su gramática se reduce, como sus cálculos, a esquemas
que resultan muy simples, una vez que se h~ podido diseñar su gráfico.
Se ha observado que el canaco toma en cuenta ciertos lapsos y descuida
otros; toma éste y deja aquél aquí, allá. Estos dos adverbios ofrecen una ima-
gen importante. Para concebirla hay que poner en relación un sujeto y un pre-
dicado; o, para ser más simples, yo y mi acción. Yo estoy aquí, ¿y mi acción?
Está tal vez por hacerse y se halla delante de mí, o está acabada y se sitúa
detrás de mí, o se está cumpliendo y se adhiere a mí. A nuestros ojos de euro-
peos, esto es simple y corresponde a tiempos definidos que expresamos por
el juego de nuestra gramática usual.
Pero el melanesio, ¿puede hacer lo mismo? ¿Puede decir cómodamente,
como nosotros: esto se halla detrás de mí, esto se sitúa delante, esto se adhiere
a mí? El yo del melanesio, ¿dónde está?
Recordemos el estudio sobre su cuerpo (supra, cap. 2). Ignora su cuerpo
e ignora dónde puede estar él mismo durante su sueño. El yo psicológico y
el cuerpo físico no se corresponden siempre. Su yo no tiene estabilidad. ¿Cómo
podría preguntarse y decretar: esto está aquí, delante, detrás, acá?
Lejos estoy de ensayar con esto un j\lego. El melanesio ilustra esta posi-
ción incierta de su yo cuando cuenta una leyenda. Se observa que a menudo
rehúsa su relato con el pretexto de que ha olvidado algunos nombres topográ-
ficos, o porque no es momento de darlos. ¿Por qué esta reticencia?
Porque no puede contarlo dejando su espíritu allí donde él está, delante
EL TIEMPO 95

de un auditorio. Es necesario que se transporte, en su lenguaje, al lugar mis-


mo en el que se desarrolla el relato. Se coloca en el centro, allá, a lo lejos. Y
desde ese momento todas las direcciones que formula en el curso de su histo-
ria van a partir de él o van a converger en él, sin que nada sea contradictorio
en relación con el lugar ficticio que ocupará. De ahí su negativa a contar cuando
ha olvidado nombres de la topografía de los lugares del relato; no sitúa ya los
datos en relación con el centro, no sabe ya qué adverbios de lugar emplear,
y si es conveniente decir, por ejemplo, más arriba, o más abajo, más allá o más
acá, etc. Se siente inexacto, está realmente perdido en el aire geográfico del
relato; no puede transportarse ni menos aún transportar a su auditorlo al es-
pacio en el que se mueve su leyenda, y ésta ya no existe para él. El más sucinto
relato de una leyenda exige, pues, una verdadera gimnasia del espíritu.
Lo mismo sucede cuando trata de expresarse en la vida cotidiana. Hay que
establecer la relación entre la acción y el sujeto; en vez de situar la acción en
relación a sí, sujeto, yo, es el sujeto, el yo, el que va a transportarse hacia ade-
lante, o hacia atrás de la acción, según las necesidades. La lengua de Lifú ofre-
ce así un ejemplo muy notable de esa trayectoria del yo, de su transporte al
tiempo de la acción.
Un gráfico ilustrará esa trayectoria del yo (fig. 1), o sea: la acción y yo, yo
hacer.

Yo hacer

por mí

FIGURA 1. El yo alrededor de la acciún.

La acción delante de mí; no: yo haré; sino: la acción y yo somos enviados


a lo lejos por to: ir. Este morfema actúa como un propulsor que proyecta al
actor y a la acción, hacia el porvenir.
La acción está detrás, transcurrida. Yo me coloco como espectador para
contemplarla; por mí ha sido hecha, con sentido de algo cumplido.
En otras lenguas, el yo se presenta bajo dos formas: una, en primera perso-
na, al comienzo de la frase; la otra, en tercera persona, al final de la frase. Se
dice: yo hago el mí. La acción está englobada así por el sujeto, y el yo no tiene
que desplazarse. Solamente habrá una partícula que indica la duración, ma.
Esta duración intercalada entre yo y la acción indica que la acción está delan-
te de mí; esta duración indicada después de la acción significa que la acción
está detrás de mí.
El esquema lo ilustra:
96 DO KAMO

duración indetenninada ma
• haré el mí

duración indeterminada ma
yohago~-EE-----------------------~.~elmí
FI(,I KA 2

Esta duración no implica tiempo. Se la emplea en frases que nos parecen


en futuro o en pasado como:
Ha dado a luz lejos: Na vi eri ro ka to mai.
O en otras frases que nos parecen en presente como:
¿Por qué no comes?: ¿Ge ma da ara xiye?
O aun en frases en las que se puede confundir la idea de duración y la de
distancia:
¿Dónde vives?: ¿Na ma towe na wemoa xii?
Lo que podría traducirse por: ¿Dónde estará tu casa?
De manera que esta indicación de duración no implica tiempo. En estas
diversas fórmulas no existe de ningún modo el tiempo, las lenguas melane-
sias no lo expresan. El tiempo queda indiferenciado. Y por un juego de morfe-
mas, como el que expresa la duración, estas lenguas sitúan la acción. El suje-
to hacia adelante, el porvenir; hacia atrás, el aspecto cumplido. Pero no hay
realmente ni futuro ni pasado.
Estos morfemas, antiguos verbos u otras palabras gastadas por el uso, mues-
tran la imposibilidad en que el canaco se encueqtra para captar el tiempo; re-
velan su esfuerzo por delimitar algunos momentos de la duración y conser-
varlos en virtud de la cualidad que para él poseen. Hemos indicado que si se
representaran en gráficas estos tiempos de calidad que el canaco toma en cuen-
ta, sería necesario trazar puntos de tamaño desigual, y resultaría más exacto
inspirarse para esta notación en las medidas musicales, con cada período fi-
gurado por una medida indicada con una nota -negra, blanca o redonda-,
y entre las medidas colmadas, pausas. De este modo se marcaría el ritmo de
la vida de un canaco y de sus valores, pero de ningún modo la continuidad
de un tiempo que él no vive ni sospecha. Las partículas tienen por función
jalonar los momentos de calidad por la notación de una medida con sus ca-
racteres y sus signos, e indicar de ese modo, hacia adelante o hacia atrás, pau-
sas que marcan la relación de duración, la distancia que separa estos momen-
tos de acción del sujeto. No hay idea de transcurso o de futuro porque todo
este conjunto es abarcado por una sola mirada; lo que lo excede no es tomado
en cuenta y queda fuera del espacio y del tiempo. Se podría decir que el sujeto
ignora la distinción entre presente y pasado, y que, por lo tanto, emplea un
procedimiento único que correspondería al tema de un aoristo.
En cuanto a esa forma del pronombre que engloba la acción, en lugar de
girar alrededor de ella, es sin duda, una forma más estática (véase fig. 3).
Pero el canaco obtiene este estado al agrupar drásticamente el yo y el mí.
El mí, ¿es una primera persona o es un tercero al que yo miro? Se podría pre-
tender que el canaco habla a la vez en primera y en tercera personas. Observa-
ción seguramente exacta. La objetivación es una operación más clara y fácil
EL TIEMPO 97
acción de hacer
yo" • el mí

wa
go" • nagenya

FIGURA 3. El pronombre envuelve la acción.

en tercera persona que en primera o en segunda. Constituyen el estado y la


acción de la tercera persona un conjunto que se destaca cómodamente sobre
un fondo oscuro. ¿Habrá tal vez un proceso que vaya de la tercera persona a
la primera? Lo descubrimos en el niño. Sea cual fuere, esta locución del len-
guaje canaco que encierra la acción y la duración en una forma pronominal
de dos personas pone en evidencia lo siguiente: que el pronombre sujeto es
el término esencial de esas frases, y que la acción y su posición en el tiempo
sólo son modalidades de la propia existencia del sujeto mismo.
Es la primera conclusión útil a la que nos lleva nuestra investigación. Cuan-
do se trata del calendario o del cómputo del tiempo, podemos deducir sin difi-
cultad que el tiempo es discontinuo y captado cualitativamente y, por lo tan-
to, no tiene realidad, sino para aquel que la aprecia. Pero cuando se trata del
hombre, no ya del grupo, sino del hombre en su persona, no existe otro ele-
mento para reconocer el tiempo, más que la propia experiencia de ese hom-
bre. Así, entramos en un dominio completamente personal. Quizá encontrare-
mos ahí respuesta a la pregunta que originó nuestra investigación: ¿Cómo, en
definitiva, corresponde el tiempo a la existencia misma del melanesio?
Si el sujeto se transporta no puede ser más allá de la distancia o de la du-
ración indicada por las partículas en uso, como la partícula ma, o fuera del
círculo descrito por los traslados del yo en la lengua de Lifú. Esta duración
es la que la experiencia revela. Ahora bien, el campo de investigación del ca-
naco es exiguo. El tiempo en el que se mueve no excede lo que puede experi-
mentar y concebir, del mismo modo que el espacio no supera los horizontes
que abarca.
La posición de parentesco del hijo y del bisabuelo, descrita anteriormente,
es una notable ilustración. No se puede considerar al bisabuelo vivo como un
escapado de la IlDche de los tiempos, pero es inactual dentro de esta sociedad.
Ante este caso imprevisto de un miembro de la sociedad que pierde su lugar
al llegar a la ancianidad, el canaco transforma lo que está fuera de su repre-
sentación conceptual; actualiza al viejo trayéndolo a la generación presente
y llamándolo hermano. Todo vuelve al orden (véase supra, pág. 51).
Esto nos acerca a lo que se comprueba en la permanente actualidad del
mito. Sabemos, por ejemplo, que el tótem es siempre un contemporáneo. El
canaco vive en el sentimiento de su identidad con el tótem, y se transporta
al dominio totémico con una facilidad desconcertante para quien no esté ad-
vertido. ¿Acaso no imita al tótem en sus danzas? ¿No queda emocionado y he-
rido íntimamente como si se hablara de él, cuando se habla desconsiderada-
mente de su tótem? y cuando cuenta un detalle de la vida del tótem, ¿no coloca
en su narración la partícula ma para marcar que hay un lapso o una distancia
entre lo actual en que él está y lo actual totémico adonde se transporta?
98 DO KAMO

Pero la presencia del indígena, cuando me habla, y la presencia del tótem


en el lugar donde lo ubica, son dos acontecimientos simultáneos en la actuali-
dad, situados simplemente sobre dos planos paralelos. Mi interlocutor se mueve
a la vez sobre dos planos; está en el plano del tótem y en el suyo propio, al
mismo tiempo. Suele suceder que esta facilidad de mover su pensamiento a
través de dos tiempos diferentes hace surgir evidentes contradicciones y que,
al oírlas, nuestra reacción nos haga aparecer como escépticos ante los ojos
de los canacos. Entonces ellos, seguros de lo que ven en su espíritu, discier-
nen nuestra imposibilidad de seguirlos en otro plano, en otro tiempo, y dicen
con convicción:
-Es verdad para nosotros, pero no para vosotros los blancos.
Su comportamiento frente a los hechos históricos es muy distinto. Tal, por
ejemplo, el acontecimiento que significó la llegada de los blancos a Nueva Ca-
ledonia hace más de ciento cincuenta años. Este acontecimiento no pertenece
a la experiencia de los hombres actuales; está en relación con otros hombres
y con una época anterior, pero que no es completamente inaccesible, puesto
que muchos objetos que les pertenecieron subsisten todavía: una tela tejida,4
una costumbre, un paisaje, un relato. Pero muchos detalles faltan. El indígena
dice: na tanenui, que traducimos en activo: él ha olvidado, cuando en realidad
esto significa: está en la opacidad, el acontecimiento está en la opacidad. como
si estuviera más allá del agua profunda. La mirada del canaco no puede ver
a través de la historia, como no ve a través del agua profunda. Y entonces, des-
pués de los choques que representó la adaptación al blanco, el acostumbrarse
a los datos nuevos suprime la historia que antes de haberse constituido ya se
desgaja en leyendas. Hasta el mito mismo viene a adosarse, como aquel del
fuego en el que el hurto del tizón se opera favore6do por una francachela con
alcohol para intercambio. Así, de un acontecimiento tan importante como el
de la llegada de los blancos no he podido recoger jamás datos históricos, sino
tan sólo leyendas. Los jóvenes no se interesan por las palabras extranjeras que
han entrado en su lengua; no delimitan; no buscan los relatos de los más an-
cianos; de tal modo han cambiado las cosas, que les parece que los viejos cho-
chean. Los jóvenes se sitúan cada uno en su tiempo; los viejos también están
cada uno en el suyo. A los ojos de los jóvenes, ya no hay sucesión, sino sola-
mente una serie de generaciones que, en capas superpuestas, se rechazan en
la noche. Todo el pasado, toda la historia, se traduce por esta idea de recomienzo,
de repetición, de renovación, que los indígenas formulan con el adverbio xi-
reamana: largo tiempo y otra vez largo tiempo, del mismo modo como se di-
ría: más allá de las montañas y de otras montañas, de los horizontes y de otros
horizontes.
Para hablar de historia sería necesario poder expresarse en pasado. Y he-
mos visto que todas las formulaciones del tiempo que nos son familiares no
tienen ninguna correspondencia entre los melanesios.
Pero estas partículas como ma, en los recientes ejemplos, nos permiten com-
prender mejor lo que pasa en el espíritu del melanesio, en su búsqueda in-
consciente del tiempo.

4. Una vez que quisieron hacerme un regalo valioso me ofrecieron un pedazo de tela de
algodón; la primera tela que fuera antaño introducida entre los canacos y que conservaban
en el cesto sagrado como una reliquia.
EL TIEMPO 99

Esta partícula marca la duración que separa actualmente al sujeto y al acon-


tecimiento, lapso que el sujeto reabsorbe transportándose al acontecimiento.
A cada relación entre un acontecimiento y el indígena, corresponde un lap-
so especial. De modo que cada acontecimiento al que se transporta tiene su
tiempo propio, que es también el del indígena mismo. Estos tiempos no se agre-
gan uno tras otro, como en una serie lineal, sino que están yuxtapuestos y el
indígena se encuentra ya en uno, ya en otro, o simultáneamente en muchos
a la vez. 5
Un esquema proyectará mayor claridad sobre esta representación: sea ego
la posición del indígena, quien está en relación en el curso de los días o en
el mismo momento, con T el tótem; con D, el antepasado dios; con U, que signi-
fica la interferencia del grupo uterino; con P, el misterio de las potencias pa-
sionales, etcétera.

T D ...,..._U~r--_P_,....._ _ ego

FIGURA 4

Imaginemos por un momento a un individuo civilizado enfrentado, en lo


más profundo de su ser, con estos datos diferentes. Los clasificará para redu-
cir la complejidad que representa el conjunto de los mismos y, por el hecho
de haber establecido un orden, los dominará, elegirá y actuará. En un gráfico
podría situarlos sobre una línea dividida donde se sucedería la continuidad
de los dominios del mundo y, más allá, los dominios psíquicos y metafísicos.
Cerca de sí mismo, ego, vendrían a continuación: P, las potencias pasionales;
U, la interferencia familiar; más allá y bajo el signo del infinito, D, los dioses
y T, los tótems.

FIGURA 5

5. Véase «Le temps et la personnalité chez les Canaques., Revue philosophique, 1937.
100 DO KAMO

El canaco, de ningún modo clasifica sus dominios y tampoco los elige, pero
en el impulso hacia la acción se transpprta a ellos. Si necesita, por ejemplo,
el consejo de los dioses, se transporta a D; en el altar, durante el trance, va
en busca de su dios, lucha con él. Su dios lo posee, él posee a su dios; en ade-
lante marchará con esta nueva fuerza en él.
Si su vitalidad es débil se transporta a T, hacia el tótem. Por medio de pin-
turas se hace igual a él, se identifica con él, encuentra consuelo en su comunión.
En la emoción pasional ya no es él mismo; se sabe maduro por efecto de
los filtros, que son hierbas totémicas o revelaciones atávicas. Transportado al .
dominio del Dueño del misterio pasional P, sigue el impulso sexual que ha sido
dirigido de este modo.
Cada vez que actúa, pues, se encuentra transportado a otros tantos domi-
nios espacio-temporales en los que se afirman los móviles que van a determi-
narlo. Pero estos móviles no le son propios: le son impuestos. Puede estar si-
multáneamente en cada uno de estos dominios espacio-temporales, lo que
explicaría muchas de sus actitudes indecisas.
Así, cada uno de los tiempos yuxtapuestos a los que el sujeto se transporta
es un tiempo de carácter mítico, y estos dominios en los que su espíritu se
extiende son los que nosotros llamaremos espacio-míticos. Corresponden a una
mentalidad mítica. Todo lo que no es empírico o técnico, pero que correspon-
de a la afectividad profunda del indígena, entraña la realidad de este tiempo
mítico en el que el melanesio se encuentra a sí mismo, encuentra su personali-
dad, el tiempo en el que, en definitiva, se determina su existencia misma. En
la mentalidad melanesia, noción de tiempo y noción de ser no se distinguen
una de otra.

Al comenzar dijimos que sólo un estudio de la noción de tiempo puede apor-


tar un elemento de coherencia en esta embarazosa multitud de observaciones.
Hemos visto el tiempo relacionado, en la vida práctica, con una cualidad, lo
que hace imposible todo pensamiento tendiente a relacionarlo con una medi-
da geométrica. Hemos visto al melanesio ignorante de su cuerpo, incapaz de
clasificarlo objetivamente, incapaz de tener una historia y siempre presa de un
sentimiento de identidad con el mundo, que le impide ser él mismo.
Sin embargo, el melanesio no habría vivido milenios en medio de tantas
imposibilidades de no haber podido adquirir, un poco por sí mismo, esta ex-
periencia mítica del tiempo, y ser ayudado por ella.
Por ella, en efecto, existe. Es el hombre de su dios o el hombre de su tótem,
o el hombre de alguna otra potencia. Pero por estas potencias o estas existen-
cias aberrantes, él es poderoso: es. Y al comenzar a ser él mismo va a poner
un poco de orden en este su encuentro con el mundo, empezando por el grupo
al que pertenece.
CAPÍTULO 7

LA SOCIEDAD Y EL ALTAR

La observación del tiempo conduce a descubrir al melanesio encerrado en


un dominio espacio-mítico. Este dominio merece estudio, pues es a través de
la sociedad, su marco, sus altares y los nombres de los miembros que la com-
ponen como se distinguirá claramente su realidad.
Si nos alejamos de los pueblos actuales de Nueva Caledonia, cuyo ordena-
miento ha sido trastornado por la colonización, para perdemos en la maleza,
en esas regiones donde el ganado de las gentes civilizadas ha expulsado a la
población melanesia y hace desaparecer las chozas, se perciben a menudo, so-
bresaliendo de la hierba pisoteada, grupos de piedritas dispuestas en triángu-
lo. Unas están en el medio de una elevación circular de tierra: es el antiguo
montículo de la choza, y estas piedras son los rastros de un antiguo hogar;
fueron plantadas para soportar la marmita. Otras semejantes están en el sue-
lo llano. A menudo hay, cerca de ellas, arbustos de esencias especiales, cordi-
Hnas y crotos, especies muy resistentes a las sequías, a los ciclones, al fuego,
como símbolos de permanencia y duración. Son los restos de un altar: cerca
de los arbustos sagrados, sostenían la marmjta de los sacrificios. De todo el
antiguo hábitat que animaba estos paisajes con los mástiles y sus banderolas,
subsisten únicamente estos dos grupos de monillos: las piedras del altar y las
del hogar. Quizá hurgando la tierra se encontrarán restos de alfarería, peda-
zos de vasos iguales que servían para la cocina familiar o para la cocción ri-
tual de los manjares ofrecidos a los antepasados.
Es instructivo atravesar estos espacios devastados, donde la piedra guarda
el rastro de la vida. Después, cuando se llega a una aldea de hoy,1a variedad
de la vegetación de frutos aprovechables y plantas simbólicas, y las empaliza-
das de palma trenzadas, dispuestas a lo largo de las avenidas medio destrui-
das, impiden captar el conjunto y comprender dónde está el alma de esta aglo-
meración moderna. Pero, si se tiene en los ojos el esquema vislumbrado en
la maleza, donde los dos grupos de piedras recuerdan los dos fuegos, enton-
ces el pueblo se perfila; se reconoce la disposición de las chozas, se distinguen
a través de los árboles de coco y de los diversos árboles las esencias masculi-
nas y las femeninas dispuestas en su lugar para que la pareja esté representa-
da cuando alguien se dirija a los dioses.
Más allá de los jardines, en tomo de ellos, las sabanas, los bosques, la mon-
taña. Constituyen lo que allá se llama la maleza y que los indígenas denomi-
nan kaxo, el lugar de los espíritus. En los recovecos de las rocas o de la selva,
siempre escondidos y a menudo inaccesibles, hay lugares consagrados donde
la relación con los invisibles está asegurada: altares o emplazamientos de crá-
neos. El lugar de los cráneos es el verdadero punto de apoyo del dominio espa-
102 DO KAMO

cial y social del grupo. Un detalle de la leyenda de la virgen de Nekliai ofrece


una clara ilustración.
El jefe de Neaciwe llega a un valle nuevo con la esperanza de conquistar
a la joven que, según la tradición, debe ser su mujer:
-¿Dónde están escondidos -dice-los abuelos maternos? Quiero ir a pre-
sentarles una ofrenda.
La madre indica el horizonte.
-Allá. En la punta de esa roca.
Se allega allí y no vuelve hasta la noche.
¿Qué hizo durante esa incursión en la montaña? Convencido de que su via-
je y su empresa matrimonial no eran seguros si no participaba del suelo y del
grupo, fue en busca de los cráneos sustraídos a las miradas; entró en el domi-
nio espacio-mítico donde esperaba encontrar a los antepasados maternos dei-
ficados, actualizar el tiempo de éstos haciéndolo suyo, y descender luego al
valle foráneo con la soltura y seguridad de un hombre que tomara posesión
de él bajo la protección de los dioses locales.
Ilustra a nuestros ojos de qué modo el paisaje social y el paisaje natural
se complementan: el hábitat de un grupo no tiene por límite las empalizadas
de la vivienda o las fronteras marcadas sobre el suelo, sino que comprende
todo el dominio sobre el cual se ejerce la irradiación de los antepasados, dio-
ses o tótems. Paisajes, diseño del pueblo, sociedad, difuntos y seres míticos
forman un conjunto, no solamente indivisible sino también prácticamente in-
diferenciado: queremos decir con esto que entre nosotros se estudiaría la geo-
grafía del lugar, el grupo, la mitología; pero operar aquí de la misma manera
sería intentar disecciones parciales que matarían.lo viviente. Ahora bien, una
sociedad no puede ser observada sino en vida.
La sociedad melanesia se presenta así en grupos diversamente compactos,
pues viven separados los unos de los otros en valles o en islotes. La gente de
la aldea presenta una apariencia de vida ordenada y bien ritmada, pero la je-
rarquía apenas se distingue entre ellos. Los antiguos viajeros se sorprendían
antaño de que el jefe fuera semejante a los otros y de que su prestigio no se
revelara a sus ojos sino lentamente, a medida que discernían las señales de
respeto de las que estaba rodeado. A decir verdad, no se distinguía a primera
vista a nadie que se destacara del grupo, y la gente no parecía tener vida pro-
pia fuera de éste.
Tal representación correspondía a la realidad. El melanesio está ligado por
todas las fibras de su ser a su grupo; no vale sino por el grupo y por el lugar
exacto que en él ocupa. Se lo califica de acuerdo con este lugar, y no tiene rea-
lidad sino por él y por el papel que le es acordado. Es uno de los personajes del
gran juego del grupo, y este juego es el que debe asegurar la perpetuación
del grupo y su gloria.

CLAN MATERNO Y CLAN PATERNO. LINAJE DE VIDA, LINAJE DE PODER

Esta perpetuación de la vida está asegurada por un intercambio perma-


nente entre dos clanes, aunque el matrimonio no tenga como fin, entre los ca-
nacos, la fecundación de la mujer por el hombre, pues el hombre ignora su
LA SOCIEDAD Y EL AL T AR 103

papel en el asunto. La mujer se encuentra encinta cuando atraviesa regiones


determinadas, selvas o lugares solitarios, neo,1 donde abundan genes míticos
que la penetran sin ella saberlo. La tarea del marido consiste en poner a la
mujer en estado psíquico o psicológico para recibir los genes, enviados por
la benevolencia de los antepasados o de los tótems. El marido es el responsa-
ble de la feliz llegada del niño, pues si la mujer llega a morir encinta será per-
seguido por el fantasma de la muerta y se hallará en situación difícil. En una
leyenda, la esposa encinta se cuelga porque ha conocido una aventura galante
de su esposo. En estado de fantasma lo persigue durante una noche en tooo
lugar en que se esconde y le tiende con los brazos el feto:
-Toma este niño, está cubierto de humedad, está frío.
El desgraciado viudo huye aterrorizado.
El matrimonio no está fundado, pues, sobre un dato biológico, sino sobre
un acuerdo social que comporta una responsabilidad. La relación entre espo-
sos es conforme a una disciplina de inspiración mítica. Los ritos de la covada
aparecen como recuerdos de esta responsabilidad y de esta disciplina.
El estado de marido no corresponde, sin embargo, más que a un aspecto
de la vida del hombre en la sociedad. El matrimonio no depende de él; gravita
enteramente alrededor del tío materno, el kanya, lo que significa el materno
o el uterino. ~l es quien decide el intercambio; él insufla vida al niño; él es
el eje de toda la organización de la sociedad sobre el plano de la vida afectiva.
Se conoce el tema inicial de estas sociedades arcaicas: dos hombres inter-
cambian sus hermanas. Ignoran su papel de generadores, y por lo tanto no
pueden reconocer en sus respectivos hijos la propia vida orgánica. Por el con-
trario, es en el hijo de las respectivas hermanas en quien ven circular su san-
gre, que es también la de su propia madre. Por este motivo bendicen y miman
al hijo de la hermana; este sobrino es su sangre, mientras que sus propios hi-
jos, a los que quieren por cierto, afectan menos las fibras de su ser. Su hija
desposará a este sobrino, hijo de su hermana; y la hija de ésta desposará al
propio hijo de aquellos hombres. Este intercambio, perpetuado durante gene-
raciones, mantendrá un equilibrio permanente entre los grupos interesados.
Proyectado sobre un plano, ~ste tema ofrece un esquema en el que dos es-
pirales se desarrollan y se entrecruzan regularmente. Representan la circula-
ción de las mujeres intercambiadas y, en ellas, la circulación, entre los clanes,
del flujo de vida surgido de los dos hombres iniciales o de sus tótems. Parece,
pues, que en cada generación los dos padres son recíprocamente los tíos ute-
rinos del hijo de su hermana, su yerno, o de la hija de su hermana, su nuera. 2

1. Véase infra, pág. 110, el sentido de o.


2. En este análisis de Leenhardt del parentesco canaco, las coincidencias con el paradig-
ma estructuralista resultan evidentes. Se trata de un planteamiento sistémico de una remar-
cable modernidad, tanto más sorprendente por provenir de un fenomenólogo mucho más
interesado por las experiencias que por las estructuras, puesto que responde a un esfuerzo
de abstracción encaminada a analizar relaciones, en vez de individuos o grupos concretos,
y que para autores como James Clifford, Jean Guiart o Roy Wagner constituiría un clarísi-
mo precedente de la obra de Lévi-Strauss. El artículo fundacional de la antropología estruc-
turalista (véase Lévi·Strauss: .EI análisis estructural en lingüística y en antropología», en
Antropología estructural, Barcelona, Paidós, 1987) había sido publicado en Estados Unidos
en el verano de 1945, cuando ya prácticamente estaba concluida la redacción de Do kamo,
y Leenhardt apenas pudo incluir una nota a pie de página mencionando su existencia; por
104 DO KAMO

De cada lado de estas espirales que marcan el canal de vida, dos perpen-
diculares marcan la continuidad de los niños varones. Los hombres no circu-
lan. Las rectas representan el clan en su aspecto masculino (fig. 6).
Sin embargo, estas rectas no pueden ser hechas de un trazo. Si lo fueran,
su línea continua parecería representar una sucesión de padres y de hijos del
clan, una filiación orgánica; ésta no existe, puesto que el padre ignora su pa-
pel en la reproducción. Conviene entonces trazar en cada curva de las espira-
les maternas un traro que se destaque, pendiendo como una arteriola que se
separa de la arteria y se coloca en el lugar de ésta. Este traro representa al
hijo varón, salido de la sangre materna. Su repetición forma, sobre el esque-
ma, una línea discontinua marcada por guiones (fig. 7). Si el esquema fuera
en colores cada uno de estos traros tendría la coloración de la espiral a la que
se liga. Si imaginamos que una de esas espirales es roja y la otra azul, los guio-
nes serían alternativamente rojos y azules. Esta línea bicolor y disGontinua
representa exactamente al clan masculino y su duración. El clan está asegura-
do por la continuidad de los hijos mayores y hermanos mayores (los jefes), to-
dos sobrinos del clan materno y, en cada generación, alternativamente, de san-
gre azulo de sangre roja. Su renovación a través del tiempo forma una sucesiqn
en la cual cada uno de sus miembros depende del clan materno en su fondo
vital, y es independiente en la virilidad de sus manifestaciones sociales. La
gloria del clan consiste en manifestar su poder invitando a los uterinos a ve-
nir para exaltar el valor de la vida que han d~do a· sobrinos valientes y que
merecen su bendición. Toda la exultación de los potlatch 3 se refiere a estas
dos intenciones. .
Tal es el movimiento de los clanes, recíprocamente maternos y paternos,
que constituyen la sociedad.
Pero es importante observar que en estos intercambios y desarrollos cada

otra paFte, no hay que olvidar que buena parte de la presente obra ya había sido publicada
en años anteriores en forma de artículos como «Le temps et la persorinalité chez les Cana-
ques de la Nouvelle-Calédonie» (1937) o «La personne mélanésienne» (1942). El interés de
Leenhardt por e! parentesco canaco se remonta hasta su misma llegada al archipiélago en
calidad de misionero y al rechaw inicial que le provocaron prácticas nativas corno los matri-
monios concertados, que entonces le parecieron una simple «compra de novias», basada más
en intereses «políticos» que afectivos. Pero poco a poco, aquel sis~ema que había irritado
al misionero despertaría la curiosidad intelectual del etnólogo, dispuesto a reconstruir su
lógica. (N. del r.)
3. Potlatch es un concepto clásico de la etnología, tornado de las culturas indígenas de
la costa noroeste de América del Norte. Dicha institución consistía en una ceremonia inter-
clánica, en e! transcurso de la cual tenía lugar un intercambio competitivo y ostentoso de
regalos y discursos entre los respectivos líderes de cada clan o linaje. Este fenómeno llamó
poderosamente la atención de los etnólogos desde principios de siglo, en gran parte a causa
de la generalización por aquellas fechas de la destrucción de regalos corno práctica habi-
tual. yel concepto de potlatch comenzó a utilizarse corno categoría transcultural. El propio
Marcel Mauss, cuya interpretación de! potlatch corno hecho social total en el célebre Essai
sur le don (1924) se convertiría en una referencia fundamental de la etnología contemporá-
nea, aplicó dicho concepto a determinadas ceremonias melanesias, corno el pilú de los cana-
coso Para un análisis en profundidad del concepto y de su trayectoria en e! pensamiento et-
nológico, es una referencia obligada la obra de Isabelle Schulte-Tenckhoff, Potlatch: Conquéte
et Invention. Réflexion sur un concept anthropologique, Lausanne, Éditions d'en Bas, 1986.
(N. del r.)
LA SOCIEDAD Y EL ALTAR 105

A B A B

FIGURA 6. Esquema de los illtercambios F¡WRA 7. Esquema de grupo cldnico, o el


de mujeres, o linajes de vida entre las cIa- linaje discontinuo que representa el clan.
sesAyB.

miembro tiene un sitio, tan netamente definido que no puede ocupar otro. Las
jóvenes de una fraternidad desposan a los jóvenes de la fraternidad corres-
pondiente; los tíos matemos velan para que el canal de la vida se desarrolle
armoniosamente; los jefes aseguran el orden del conjunto. La continuidad es
tal que pronto se comprende el secreto de esta permanencia: ningún miembro
existe por sí mismo ni tiene existencia propia; es siempre elemento de una dua-
lidad: el sobrino y el tío materno, el abuelo y el nieto, el padre y el hijo, etc.,
se presentan como entidades, expresados por sustantivos en dual. Mientras
que nosotros vemos en ellos dos individuos, el canaco ve una relación. Intere-
sa, pues, conocer estas entidades para comprender la estructura de tales so-
ciedades.

DUALIDAD, PARIDAD, SIMETRÍA

Inhábil para la generalización tal como nosotros la entendemos, el canaco


está obligado, en su discurso, a situar sucesivamente los objetos y los seres
106 DO KAMO

humanos cuyas imágenes pasan por su espíritu. Recurre a muchas partículas


que matizan la frase, marcan las direcciones, dan perspectiva a un término,
exaltan otro e indican hasta el contorno de las dualidades y paridades huma-
nas. 4 Esta indicación particular es obra del dual.
Un ejemplo conocido ilustra esta función. Un abuelo y su nieto se presen-
tan en el borde de una avenida. Un hombre sentado dentro de su casa, los ad-
vierte e interpela:
-Nedui dui duarii dui xe Asawa.
La traducción yuxtalineal de esta frase da:
nedui = conjunto en el espacio, a la vista, de dos hombres unidos por una
relación;
dui = el estado de dos hombres unidos por una relación;
duarii (dua arii) - dua = el estado de dos hombres unidos por una rela-
ción de parentesco; arii = sagrado. Es decir: dos hermanos;
Asawa = de Asawa, clan, montículo o dominio.
Esta traducción palabra por palabra puede retomarse bajo la siguiente for-
ma: conjunto paridad, paridad general, paridad hermanos, paridad general de
Asawa.
Así se manifiesta claramente la marcha del pensamiento del dueño de casa;
tiene delante de sí un paisaje social donde se comprueba una paridad. Para
captarla con precisión e identificar los personajes jalona este conjunto como
lo haría un agrimensor, con las miras. Las estacas que coloca .son los duales:
dui, dui, dui. Así recortados, delimitados y nombrados con su título de origen,
los dos visitantes son vistos en su justo lugar; pueden ser acogidos. El dual
ayuda entonces al canaco a situar las paridades humanas en los diferentes do-
minios: espacial, social y de parentesco.
Se comprende que este mismo canaco trate de situar en el lenguaje corriente,
de una manera menos extensa y por lo tanto más elíptica, las paridades que
encuentra a cada instante en la vida. Una fórmula simplificada las designará;
se expresará en un vocablo referido a un sustantivo dual. Tiene un papel par-
ticular en los parentescos clásicos, donde están reunidas, en un solo término,
las paridades abuelo y nieto, tío y sobrino, tía y sobrino; las dualidades madre
e hijo, padre y hombre que forma parte de su linaje, el hijo, etc. No es ni uno
ni otro de los dos personajes que se perciben o significan en este término, sino
el lazo que los une.
El canaco, que no capta por el juego de la inteligencia sobre el plano del
conocimiento, sino que aprehende directamente en una reacción afectiva. no
retiene ni a uno ni a otro de los dos personajes, sino a un tercero conocido
por la calificación que le es atribuida. Este tercer personaje constituye una
entidad: tío uterino y sobrino. abuelo y nieto, que son obstinadamente dos a
nuestros ojos. no forman a los ojos del canaco sino un todo homogéneo. Son
los elementos de una paridad. El vocablo que los designa no está compuesto

4. Empleamos los dos términos en las siguientes condiciones: Dualidad: cuando la base
de la relación parece orgánica, madre e hijos, hermano y hermana, y también sobre otro pla-
no: padre e hijo, marido y mujer. Paridad: cuando los dos elementos están en posición de
reciprocidad, iguales en derechos, y constituyendo una réplica el uno del otro. Ejemplo: tío
uterino y sobrino. Todo este pasaje sobre los duales ha sido extraído de nuestro artículo:
«La personne mélanésienne-, en Annuaire de l'École des Hautes Éludes, 1941-1942.
LA SOCIEDAD Y EL ALTAR 107

por sus dos nombres yuxtapuestos sino por la agregación al dual del nombre
de uno de ellos solamente. Así:
duaeri: abuelo y nieto, el par nieto.
duamara: tío y sobrino, el par sobrino.
lue foen (lengua de Lifú): los esposos, el par mujer.
O bien será como en las islas Fiji, el orden inverso: abuelo y nieto se dirá
el par abuelo; tío y sobrino, el par tío.
Esta formación no deja de tener relación con la conocida en las lenguas
arcaicas indoeuropeas, en las que el dual designa el objeto nombrado, mien-
tras que el otro objeto, segundo elemento del par, que se supone conocido, queda
sobreentendido. 5 Pero en Melanesia, la elección del término que se conserva
procede de una alternativa que no pertenece a la gramática.
En su primer aspecto, que es el más general, la elección de este elemento
no está determinada por una prioridad de potencia. Son las mujeres, los hi-
jos, los sobrinos, los que representan el potencial de vida y la realidad capta-
da a través del simbolismo totémico. El pensamiento canaco, en su esfuerzo
de aprehensión social, es guiado por el mito. Se diría que éste purifica los ele-
mentos esenciales y los sintetiza como un catalizador. 6
Su formulación en el lenguaje sólo tomará en cuenta un nombre, el que
comporta la realidad mítica, la fuente de vida, la promesa de vida, los perso-
najes de la rama materna, los niños: elegante fabricación conceptual que pro-
cede enteramente de lo afectivo y a través de la cual se percibe el espíritu que
ha presidido el ordenamiento de la sociedad melanesia toda, organizada en
el respeto a la perennidad de la vida.
Bajo el segundo aspecto, no es el nombre del niño sino el del anciano el
que se toma en cuenta; el nombre del sobrino se debilita cuando se afirma
el del tío, etc.
Así, en las islas Fiji:
veitukani = paridad abuelo y nieto, está formado por tuka, abuelo.
veivungoni = paridad tío y sobrino, está formado por vungo, el tío. 7
Parece que se operó un cambio en el pensamiento de los nativos de las Fiji,
al mismo tiempo que la sociedad daba prioridad al elemento poder. La histo-
ria fijiana, en efecto, pone en evidencia que la cultura polinesia viene a super-
ponerse al antiguo sustrato melanesio. No es ya el mito totémico sino el del
poder y el de los dioses el que opera en el espíritu el trabajo de catálisis. Es

5. Agradecemos a M. J. BLOCH el que nos lo haya señalado. En sánscrito: Mitra por Mitra
en tanto que doble, es decir Mitra y Varuna. Ahani, el día en tanto que doble, es decir el día
y la noche. En griego Kastor, en tanto que doble, designa a Cástor y pólux. Véase GAUTHIOf,
.Du nombre duel., en Festschrift V, Thomsen págs. 131, 132.
6.• Si se inocula pepsina de pollo a un pepsinógeno de puerco, este pepsinógeno da ori-
gen a pepsina de pollo... La sustancia formada es idéntica a la que ha servido de catalizador»
(J. R. ROSTAND, .Virus et protéines», Revue de Paris, 1939). Sin duda, los gramáticos tienen
términos precisos para explicar el juego de los elementos psíquicos que influyen sobre la
formulación del pensamiento y, por consiguiente, en la formación de palabras; pero nos ha
parecido que el lenguaje biológico facilitaba aquí nuestra tarea al expresar por analogía lo
que nosotros queríamos decir.
7. Este último término ha perdido connotaciones recientemente. Antes significaba la re-
ciprocidad: el tío tenía categoría para emplearlo en favor del sobrino. Véase HOCART, Lau Is-
lands, pág. 33.
108 DO KAMO

la misma fabricación conceptual que la anterior, y proviene también de lo afec-


tivo; pero comporta esta vez más majestad que elegancia (castas y reyes temi-
dos de Fiji). Replegado sobre sí, determina el conservadurismo, su grandeza
y su esclerosis. Ya no desborda hasta dar lugar a estallidos vitales.
Se podría creer que la formación de estos sustantivos está dictada por la
preocupación del número dos y la inquietud de mantenerlo en evidencia. Para
nosotros, dual significa siempre dos, pero no tenemos más que un solo con-
cepto de dos, el del número formado por 1 + 1. Hay otro aspecto en el que
dos existe sin estar concebido bajo ese aspecto numeral: no se piensa particu-
larmente en dos cuando se dice: una pareja, tú y yo, el segundo del navío; dos
está implícito en esta fórmula, pero no siempre se lo toma en cuenta. En di-
versas lenguas de Melanesia, se puede observar un modo de expresión análo-
go entre los canacos, que no expresan ningún número en el dual: dos está ausen-
te en el término enunciado. Así, la lengua de Mare da un matiz a la expresión
del número dos y a la del dual: rue, dos, bushengone, dual, los dos. Pero sería
necesario conocer la trayectoria de estos términos en el espacio y en el tiem-
po para deducir una indicación precisa sobre su sentido original. Y en los sus-
tantivos duales de Mare, en lugar de un radical numérico se emplea el voca-
blo ace, que significa, propiamente, cosa en sí, objeto. Indicará entonces, para
nosotros, en un conjuntó simétrico, la entidad. Y en lugar de formar sustanti-
vos que puedan traducirse, como los que acabamos de ver, los dos, abuelo y
nieto, o el par nieto, los habitantes de Mare se contentan con decir: cosa nieto,
cosa sobrino.
ace buaien = cosa nieto = entidad abuelo nieto.
ace anuen = cosa sobrino = entidad tío uterido sobrino.
ace tenen = cosa hijo = dualidad madre hijo.
Así, dualidad, paridad, están tan límpidas en el espíritu del indígena cuan-
do coloca las dos personas en relación bajo el signo de cosa, como cuando los
coloca bajo el signo de dos. La única relación que lo impresiona es la relación
en ace, cosa, o du, dos; el hecho es que un nieto implica un abuelo, y un sobri-
no, un tío. Unos y otros son complementarios. El canaco no descubre que los
dos elementos forman una entidad; «experimenta», «siente» la relación que
los une, la toma en cuenta, la nombra.
Por otra parte, para ayudarnos a comprender estas entidades, quizá poda-
mos pensar que una de ellas, al menos, corresponde a una forma de vida co-
mún en nuestras zonas rurales. ¿No hemos visto acaso, allí donde se han man-
tenido las costumbres rústicas, que en la granja los hombres y las mujeres
trabajan, pero en los prados, bajo los árboles, se percibe a la vieja abuela con
su tejido, y cerca de ella un niño o dos, y a su alrededor algún ave o cabra que
ella cuida? ¿O bien, al abuelo con uno o dos muchachos y los bueyes vigilados
mientras pacen? Estos grupos son una de las formas animadas del paisaje de
las campiñas: la silueta de los viejos y de los niños que se dedican juntos a
pequeños trabajos que los adultos no sabrían atender. En las islas de Melane-
sia el abuelo y el nieto están así, sobre la alfombra de gramilla, a la sombra
de los árboles de coco. Están en el pueblo mientras todos los adultos se en-
cuentran en los campos o en la pesca. La vida intelectual de ambos se desa-
rrolla en el mismo marco, pero una sube, y la que desciende proporciona toda
su claridad para iluminar esta ascensión. Son una entidad; constituyen a los
LA SOCIEDAD Y EL ALTAR 109

ojos de todos una paridad, y nadie tiene necesidad del número dos para desig-
nar esta figura en el paisaje, la cosa abuelo y nieto. La relación que los une
es una imagen de perennidad social.
El radical numérico de las expresiones en dual es tan poco necesario para
la formulación de estas imágenes de paridad, que un estudio atento revelaría
hasta el carácter extraño de estos radicales en las lenguas melanesias. Todos
estos duales marcados por du, lu, li, mu, etc., son de origen indonesio y consti-
tuyen el rastro de una migración a Melanesia de un pueblo que tenía en su
lengua el uso del número. Y las viejas expresiones: cosa abuelo nieto, atesti-
guan que los melanesios de antaño no tenían necesidad de numerar los pe-
queños conjuntos que designaban.
Es necesario saber representarse a un pueblo que no numere; que juzgue
sobre superficies o valores, como el pastor que no cuenta sus corderos, pero
sabe si le falta uno; a un pueblo que en su mentalidad no refiere todo a la no-
ción de unidad, de uno. Estos extraños duales melanesios tienen quizá una sig-
nificación que es importante destacar.
Se ha notado ya el enorme papel de la dualidad en el pensamiento del ca-
naco, y Lévy-Bruhlllegó hasta a escribir la expresión: dualidad unidad. En to-
dos los dominios melanesios se encuentra este mismo aspecto de cosa en pa-
reja. s El profesor norteamericano Kraffe, que intentó ofrecer en francés una
breve mitología universal, anota el carácter extrañamente dual de la mitolo-
gía melanesia. Se trata siempre de dos hermanos, ya sean dos mujeres o dos
hombres. 9 La observación de Kraffe es justa, pero no nos sorprende en abso-
luto. Sabemos ciertamente que la sociedad en Melanesia está edificada sobre
la base de la paridad. Pero tenemos inconvenientes en damos cuenta de hasta
qué punto uno, en estos pueblos, no tiene la cualidad de unidad. Su caracterís-
tica es la de ser el otro.
De un hombre se dice: el otro hombre. En un pueblo cada casa es la otra
casa. El otro es la fracción de un conjunto; uno es una fracción de dos: no tie-
ne cualidad de unidad, pero sí de alteridad. Es más cómodo decir que uno es
un elemento de la pareja; y que la pareja, el par, la dualidad, desempeñan en
todas las construcciones del espíritu del canaco el papel de unidad de base.
Se aclara así mucho este aspecto del lenguaje en el que el canaco de Huai-
lú habla a la vez en primera y tercera persona, «yo hago el mi», o esta defor-
mación del habla caledonia por un indígena de las islas Loyauté: «yo hacerle»
por «yo hago». Es normal que un pueblo que en su lengua no puede decir con
precisión «yo» no pueda tampoco retener la unidad.

8. Leenhardt había desarrollado este análisis de la dualidad en el lenguaje y el pensa-


miento de los canacos en un artículo previo (<<l.a personne mélanésienne», Annuaire de l'Ecole
Pratique des Hautes Etudes (Melun), 1941·1942, págs. 5-36; trad. catal., incluida en la recopi-
lación de artículos de Leenhardt publicada bajo el título La persona a les societats primiti·
ves, Barcelona, Icaria, 1995). Numerosas culturas melanesias (especialmente de la familia
lingüística papú, pero también de la familia austronesia) emplean sistemas binarios de nu·
meración, cuya lógica resulta bastante evidente en algunos de los ejemplos canacos que nos
ofrece Leenhardt. Para un análisis más detenido de la construcción cultural del número en
una cultura melanesia, véase J. Mimica,/ntimations ol/nlinity. The Mythopoeia 01 the /qwa·
ye Counting System and Number, Oxford, Berg, 1988. (N. del r.)
9. Véase Kraffe, Mythologie universelle, págs. 392 y 393.
110 DO KAMO

Así, en toda la técnica de la vida melanesia, la noción de dualidad se en-


cuentra bajo la forma de simetría: la pareja conyugal ha trabajado el suelo
para encontrar ahí la imagen de su propia figura. Las calles extendidas una
alIado de la otra representan al hombre y a la mujer. Las esculturas antiguas
de las puertas representan a cada lado un elemento de la pareja. Toda la vida
social trabaja sobre el ritmo de los intercambios y la lengua está esmaltada
de formas en dual.
El melanesio tiene costumbre de ver en las cosas un conjunto, pero este
conjunto no sobrepasa en su espíritu los dos aspectos de complementarios,
de correspondencia, simetría, alteridad y bilateridad. Son aspectos de alter-
nancia que reunidos dan la fisonomía del equilibrio. Equilibrio, estabilidad,
norma, todos estos estados que en nuestra mentalidad trabajada por la cultu-
ra del número, llevamos de buena gana a la noción de uno, son siempre vistos
por el canaco como compuestos de dos y bajo la forma de una paridad o, me-
jor, de una simetría. Pues lo que uno capta en una simetría es la relación entre
los dos elementos, que están generalmente en reciprocidad de posición.
Esto implica seguramente una sociología diferente de la nuestra. Está ba-
sada sobre el ritmo y no sobre el número; sobre la cadencia de las alternan-
cias y no sobre la medida cuantitativa; sobre el juego de las relaciones entre
elementos cuya simetría se revela a través del tiempo (abuelo y nieto, etcétera).

EL LAZO ORGÁNICO Y EL LAZO MíTICO EN EL PARENTESCO

Si bien estos sustantivos duales nos permiten cBmprender bastante la so-


ciedad melanesia, nuestra familiaridad con los lazos orgánicos del parentes-
co amenaza, de todos modos, con falsear nuestra información. Ésta continúa
siendo precaria mientras no haya sido delimitada por la observación lingüística.
Tomemos en cuenta, por ejemplo, la palabra hijo. Decimos que el hijo del
padre desposa a la hija de la hermana del padre, o que el padre y el hijo for-
man una entidad traducida por un sustantivo dual, etc. Pero esto sólo es exac-
to si hemos explicado primeramente el sentido de la palabra que traducimos
por hijo. Así, en el lenguaje actual, hijo se dice o, mientras que el antiguo tér-
mino ole se ha dejado para las crías de los grandes cuadrúpedos importados
por los europeos. Sin embargo, el plural pale continúa designando con honor
a los hijos. Ole, pale, son palabras compuestas; o y el plural pa significan hom-
bre; le indica un producto. Ole pani e quiere decir: hombre producto madre
él. La lengua no expresa, pues, que la mujer tenga propiamente un hijo, sino
que ella produce un fruto, un hombre. Sucede lo mismo con el sustantivo dual
duanoro que expresa la entidad «los dos padre e hijo»; pero ni el padre ni el
hijo se designan en este vocablo. Oro es el hombre en su continuidad marital,
fraternal o paternal. La viuda que llora a su marido exclama: «Au oro nya!».
¡Ay, mi hermano! Oro en lugar de padre e hijo expresa una visión 10 que une
en un conjunto a la generación que asciende con la que desciende. Ninguna
palabra puede dar esta imagen en nuestro idioma.

10. Neduanoro, los dos, padre e hijo, jefe mayor y joven; conjunto de continuidad, y no
exactamente relación paternal y filial.
LA SOCIEDAD Y EL ALTAR 111

Se comprende, ante estos ejemplos, lo inseguro de nuestras traducciones.


Ahí donde nosotros hablamos de padre e hijo, el melanesio habla de hombres
de dos generaciones; ahí donde nosotros vemos relaciones filiales, él ve rela-
ciones sociales; nosotros contemplamos un paisaje familiar, él observa un pai-
saje social. Nosotros seguimos un esquema de relaciones orgánicas y él capta
relaciones que juzga, contra toda evidencia, míticas como la del padre y el hijo,
del marido y la mujer.
De manera que el esquema sociológico que habíamos podido establecer y
que nos parecía claro, aparece ahora como velado por un halo mítico. Revela
una sociedad no de parientes en el sentido exacto, sino de hombres y mujeres
unidos menos por la afectividad de los lazos orgánicos que por la de relacio-
nes sociales y míticas que los clasifican en paridades diversas. 11

LA ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD

¿No hemos percibido este ritmo, que en nuestra mentalidad se refiere a dos,
cuando el hombre, presa de un deseo o de una preocupación, se transporta
hasta el tiempo de su dios o de su tótem? El dominio espacio-mítico en el que
se desarrolla el acontecimiento que hará de este hombre un ser cargado de
poder es también el dominio en el que dos seres, el mítico y el humano, se
funden y hacen sólo uno.
La proyección de este dominio que buscamos a través de la sociedad es per-
cibida ahora como dibujándose netamente a través de estas realidades socia-
les revelaaas por los sustantivos duales. La proyección bajada del lugar del
acontecimiento totémico u otro; es decir, surgida del tiempo actualizado del
tótem, atraviesa las capas de generaciones vivientes y, en su línea, une como
dos puntos correspondientes al ascendente y el descendente, directo o lateral,
abuelo y nieto (fig. 8), tío y sobrino.

Tótem

FIGURA 8. Dominio espacio-mítico.

11. Un esquema que marcara solamente estas relaciones daría el tipo de cada sociedad.
Desde que escribimos estas líneas en 1942, Lévi-Strauss ha tratado de presentar algunos de
estos esquemas en interesantes gráficos en «I:analyse structurale», Word, agosto de 1945.
(Trad. cast.: «El análisis estructural en lingüística y en antropología», en Antropología es·
tructural, Barcelona, Paidós, 1987).
112 DO KAMO

Forman desde ese momento un conjunto simétrico. Su paridad determina


la delimitación de un espacio socio-mítico en el que están circunscritos estos
dos seres cuya identidad ha sido revelada por la proyección del tiempo en el
espacio social. Entonces, por el canal que les corresponde, se va a renovar sin
cesar el acontecimiento que permite al hombre actualizar el tiempo de su dios
o tótem, y hacerlo suyo. Pues el tío materno es el hábitat del tótem y el sobri-
no asegurará la renovación de este hábitat. El abuelo es el que se traslada al
tiempo del dios y su nieto renovará la misma experiencia. Del mismo modo
sucede con la entidad padre e hijo, cuando representa a los jefes.
En definitiva, esta proyección del dominio socio-mítico inicial revela la ver-
dadera estructura de la sociedad melanesia. Es una estructura por pares de
personajes, en relación el uno con el otro. Dibujada sobre un plano, daría pe-
queñas superficies elípticas con dos focos, imbricándose las unas en las otras,
como la imagen de un tejido celular (fig. 9).

FIGURA 9. Imbricación de los dominios espacio-míticos, como un tejido celular.

Es una estructura dual. Ella otorga su morfología a esta sociedad. Esta es-
tructura nos revela la realidad subyacente del flujo de la vida materna, base
orgánica captada ya sea por intermedio del mito totémico o del antepasado
deificado, aprehendido en el curso del traslado del hombre al tiempo del dios.
Estas paridades son delimitaciones en el anonimato del ,grupo. No se-extien-
den al infinito. Están encerradas en un espacio dado que ocupan los vivos y
los muertos del clan. Aseguran momentos «estáticos» necesarios para su vida;
apoyos mediante los cuales se establecen correspondencias o encuentros, se
cierran los circuitos, se ensanchan los espacios y, en definitiva, se crea una
organización social.
No se puede olvidar esta representación mítica de la cual procede la socie-
dad, porque el canaco no la olvida, y se refiere a ella a cada instante.
LA SOCIEDAD Y EL ALTAR 113

LA CHOZA Y EL ALTAR

Dejemos ahora descender hasta el suelo esta proyección, que ha llevado


claridad a la masa del grupo. Llega hasta el hábitat y une en una misma línea
la choza y el altar (fig. 10).
Tótem o dios

dominio espacio-mítico
altar

FIGURA 10. Proyección hasta la choza y el altar.

y como en el grupo esta proyección ha ayudado a discernir un dominio


socio-mítico que ha constituido la estructura de la sociedad, se observa que
alrededor de estos dos puntos -la choza y el altar-, se sitúan diversos luga-
res sagrados, y se ordena, en realidad, todo un dominio espacio-mítico que ilus-
tra, para nosotros, la estrecha noción de espacio que estas gentes tienen. El
montículo de la choza es sagrado en su parte posterior; es la morada de los
tótems; sobre los lados lleva diversas pértigas en relación con los cultivos; de-
lante, cerca de la entrada de la choza, las piedras sagradas y un altar. Hay plan-
tas simbólicas a cada lado de la puerta. Delante de la choza, un sitio, el boeka-
se, desnudo, barrido y con grandes palos clavados. En un seto que es cuidado
como un macizo en un parque, el altar del clan. Es digno de destacarse que
la choza del clan, el clan mismo y el altar llevan el mismo nombre, moaro; sólo
el altar se designa con la forma de un predicado: 12 ka moa ro; es decir, que es
el moaro, como para indicar que la existencia profunda del clan y de su choza
central no está en su grandeza aparente sino en esta realidad percibida en el
altar y de donde proviene toda la confianza y todo el dinamismo de la gente
del clan. El lugar en el que está agrupado todo el conjunto de la choza y de
su altar y que es el centro de todo hábitat es llamado allí el nepeneva, el fondo
del país. Es decir, que todo el país se apoya sobre este lugar y procede de él.
Pero el mismo país no es un espacio vaCÍo y no tiene existencia en todos los
lugares; no existe sino en los lugares donde viven grupos humanos en relación
con el clan inicial. Termina ahí donde terminan estos grupos. Alrededor, el pai-
saje se esfuma en una imagen borrosa que envuelve un mundo mítico. Es el
kaxo, el lugar de los espíritus. Así, la noción de país, en el canaco, encubre
un poco su noción de espacio. Se había definido esta noción de espacio (véase
supra, pág. 64) como «un conjunto heterogéneo de lugares cuya existencia está

12. Véase Gens de la Grande Terre, pág. 28.


114 DO KAMO

probada por la existencia corporal». Del mismo modo, el país no es, de ningu-
na manera, un terruño, término que puede implicar una continuidad territo-
rial; pero sí un conjunto heterogéneo de lugares animados por grupos huma-
nos unidos entre ellos por el nexo del altar y del clan. Se llama neva; es decir,
conjunto de hombres.
Todos estos espacios diversos, calificados por la realidad humana que en-
trañan, no tienen otro nexo entre sí que el altar; es el altar el que los mantiene
unidos en el pensamiento del hombre. Es el lugar donde el hombre se retira
para dejar que su mirada siga una proyección bajada del plano de los tótems
y de los dioses, que atraviesa los dominios socio-míticos, con su paridad en
la que se vuelven a encontrar la generación ascendente y la declinante, atra-
viesa la gran choza moaro donde se discuten los intereses del clan, y toca, por
último, el altar en el que el hombre está sentado. Transportándose así a este
elevado dominio de seres míticos o de dioses, encuentra suficiente lugar de
retroceso y altura para ver en una misma perspectiva este conjunto de domi-
nios socio-míticos, de generaciones, de chozas y de altar. Su pensamiento toma
vigor y puede abarcar el mundo del cual procede.
El melanesio ve, así, el mundo que lo rodea, bajo dos aspectos; uno real,
el otro mítico, que se imbrican el uno con el otro, sin ninguna brecha que per-
mita percibir entre ellos distancia o profundidad gracias a la cual fuera posi-
ble separarlos y distinguirlos. y cuando uno ha visto al canaco retirarse sobre
una tarima consagrada de su choza para esperar allí la revelación en medio
de objetos mágicos; o sentado ante el altar, inmóvil a la espera del vapor que
llevará su voto; o en trance, luchando con el espíritu que quiere aprehender;
cuando se lo ha visto consultando a sus antepasadQs aun en casos en los que
la administración colonial espera su respuesta -sin imaginar adónde ha ido
a buscarla-, se comprende claramente que el altar es el verdadero punto de
apoyo de su pensamiento, porque es el punto de apoyo del mundo social y del
mundo espacial. Es en el altar donde el canaco se busca a sí mismo. Es alrede-
dor del altar donde su sociedad se concentra y guarda su ordenamiento.
CAPíTULO 8

LAS FORMAS MtTICAS EN LAS JEFATURAS

Si la estructura de la sociedad está compuesta por los mencionados domi-


nios socio-míticos y la del hábitat por dominios espacio-míticos, el conjunto
de tales dominios no deja de ser difuso, a menos que haya un personaje que
se destaque y domine el ordenamiento práctico. Este personaje existe; es el
que los mayores denominan, con un sustantivo en plural:
paxani = las generaciones
y sus compañeros lo llaman:
orokau = hijo mayor y hermano.
Son diferentes denominaciones que se traducen por Jefe.
Toda la sociedad gravita alrededor de este personaje. Sobrino del clan ute-
rino, es el honor de la sangre materna; hijo heredero de los antepasados, es
la garantía de permanencia de los beneficios de éstos. No tiene función de go-
bierno y no manda. Su presencia vuelve sensible a todos la realidad mítica
de los tótems y de los antepasados; es «su presencia» y, por esta cualidad, pre-
side todas las conductas del clan. La gran choza es la suya; el altar es el suyo.
Delega, para el servicio de este altar, a su hermano menor. Pero no hay oposi-
ción entre un grupo de jefes y un grupo de sacerdotes; todo hombre puede re-
mitirse a sus antepasados y es una manera universal de sacerdocio la que rei-
na en esta sociedad. El jefe guarda, pues, sus prerrogativas para el altar del
clan y puede oficiar si lo desea. No emplea la magia; atrae hacia él a los magos:
-Busco en cada familia -arenga el gran jefe Mindia- un par de hombres
que tengan inquietud por la adivinación, verdaderos, adivinos que hablen con
misterio, que preparen la victoria.
Sacerdote y mago obedecen al jefe.
Se comprende, pues, que el papel esencial de este jefe es representado a
través de las formas míticas. Conviene conocerlas, observando las diversas je-
faturas. .
Éstas ofrecen tres maneras diferentes:
En una, la autoridad procede de la palabra.
En otra, emana de un mito que preside un sistema de castas.
En la tercera, se apoya en las sociedades secretas y en la máscara.
Para guiarnos en nuestra observación, buscaremos sucesivamente en los
dos primeros modos de jefatura:
¿Por qué señal de respeto se reconoce al jefe?
¿Cuáles son los modos de prestación?
¿Cuál es la función del jefe y la esencia de su autoridad?
116 DO KAMO

EL RESPETO AL JEFE

La pregunta no es ociosa. Los primeros viajeros que visitaron Melanesia


se sorprendieron de que ningún signo distinguiera a los jefes. Forster destaca-
ba que uno de ellos vivía como el resto de sus compatriotas.
Más de un siglo después yo escuchaba las lamentaciones del jefe Amane,
que se oponía a llevar los galones que el gobierno colonial había pensado dar
a todos los jefes para establecer entre ellos jerarquías y emulaciones.
-¿Galones yo? ¿Una señal? ¿Y por qué? ¿Acaso no saben que soy el jefe?
Tenía razón, pues en la sociedad canaca nadie se equivoca con respecto al
jefe.
En una leyenda, un abuelo envía a una mensajera para que sustraiga a su
nieto que está en un pueblo alejado. Ésta objeta:
-¿Cómo reconoceré al niño?
-Se evidenciará por sí mismo, pues los hijos de los jefes se distinguen siem-
pre entre los otros niños.'
La ausencia de oropeles en el jefe no proviene de que ignore su dignidad,
sino de que él está, por el contrario, a los ojos de todos, magníficamente en-
vuelto en ella.
A decir verdad, el jefe no se distingue a los ojos de un europeo, porque ese
jefe no existe como el europeo se lo figura. Para descubrir la importancia del
jefe es necesario observar la sociedad melanesia por dentro.
En el pueblo mismo se levanta, en lo alto de una avenida, sobre el montícu-
lo culminante, la vivienda principal. Los europeos dicen: la casa del jefe; pero
los canacos dicen el moa ro, el clan, la choza de los hombres, de los cuales el
primero es el jefe. Hecha de paja y de madera, lleva, en la cima de su techo
cónico, una viga esculpida con la cabeza bifronte de un antepasado que con-
templa el páís entero. Debajo, una flecha formada por conchillas blancas; la
hierba totémica está encerrada en la concha de la cima. Abajo, en la choza,
a cada lado de la puerta, las jambas en bajo relieve representan a menudo a
la pareja. Delante de ellas se eleva un pequeño altar. En el interior del edificio
hay mascarones y postes esculpidos. Siempre el mismo tema: rostros diversos
que son representaciones de antepasados cuya presencia señalan.
La construcción de esta gran choza ha exigido un esfuerzo de tres o cuatro
años. La inauguración ha sido solemne; los escultores, cosa notable, son los
primeros en franquear el umbral. Ellos, que han tenido la tarea de asegurar
la presencia permanente del antepasado, son los únicos calificados para inau-
gurar las relaciones que se establecerán, en adelante, entre las efigies atávi-
cas y los vivos. Los escultores entran, se instalan y comienzan a marcar un
ritmo. A continuación los hombres penetran bailando en la choza, van, vienen,
representan la mímica del trabajo y depositan a los pies del jefe un ñame y
una banderola de balasor.
-Que esta banderola -dicen- sea el esqueleto de la casa y le asegure cons-
tancia y fuerza.
La huella de la danza ha levantado la prohibición de la choza nueva y de
ahora en adelante será el lugar en el que los hombres se mantendrán alrede-

1. Documents néo-calédoniens, pág. 119.


LAS FORMAS MíTICAS EN LAS JEFATURAS 117

dor del jefe. Sabemos' que en su nombre, moa ro, está encerrado todo lo que,
por otra parte, caracteriza al altar.
En el interior de la choza, un gran poste central del tipo de las esculturas
en madera es designado, a menudo, como símbolo del clan. Cuando dos o tres
clanes se alían construyen una choza con dos o tres de estos grandes postes
centrales que provienen de un árbol, hOUp,2 que desempeña un papel en las
leyendas. A menudo, los antepasados se retiraron al árbol cuando su muerte
y luego volvieron a salir para fundar su clan. El jefe sale de allí, él es el poste
central. E'.l es aquel en quien están vivas todas las realidades míticas por las
que se distinguen el árbol de la selva, el antepasado esculpido en las paredes
de la choza, el altar y todo lo que representa la vida del clan.
Sin embargo, si no se está sobre aviso, no se percibe claramente quién es
el jefe en el grupo. En este marco estético, nada distingue al que lo preside.
Pero si podemos entrar en los patios cercados sin tener aspecto de extranje-
ros, sin inhibir con nuestra sola presencia el libre juego de los comportamien-
tos usuales, veremos, en toda Nueva Caledonia, a las mujeres andar en cuatro
patas delante del cuñado mayor, como también delante del marido, que es una
especie de hermano mayor. Todavía se ve a los hermanos inclinarse delante
del hermano mayor.
Se adivina el sentido. Exponerse, por estar erguido, a sobrepasar la augus-
ta cabeza del mayor, es insolencia e impiedad. Si se da el caso de que el mayor
está sentado en el borde de un sendero, la circulación se interrumpe. Es forzo-
so, para el que pasa, hermano o primo, obligado a utilizar el camino, detener-
se y llamar la atención de aquél exclamando discretamente:
-Hermano mayor, haceos alto.
Hoy, por la casuística inherente a las disciplinas demasiado severas, ante
este llamado, el mayor baja la cabeza y benévolamente se suprime, cerrando
los ojos.
El hermano mayor de la rama mayor de los grupos familiares del clan, o
el de la rama más poderosa, es considerado como el mayor del clan. Es el oro-
kau: el gran hijo.
. Este último término es el que los blancos traducen allá por jefe; está lleno
de un contenido vivo, fraternal y filial, que tiene una correspondencia íntima
en lo más profundo del alma canaca. Jamás se piensa que un jefe es una «ca-
beza», según la etimología del término entre nosotros. El jefe no es la cabeza
de un gobierno, sino que aquellos en quienes delega las distintas funciones
son la «faz» de una actividad particular. Aquel, por ejemplo, que los colonia-
les llaman «el jefe de guerra» es solamente «el rostro» de la guerra. Y aquel
a quien se llama simplemente jefe es, de hecho, el mayor de una fatría clánica;
es decir, de toda la parentela del lado paterno.
Por el hecho de poseer este título de mayor, el prestigio del gran hijo es
total, y puede transformarlo en autoridad absoluta. Puede hacer lo que quie-
ra, y antaño, en condiciones determinadas, comerse a alguien de la vecindad.
El jefe no viola jamás los derechos de su gente. Para él son sus hermanos.
-Cuando hablo mi lengua -me decía uno de los más destacados, Henri
Neseline-llamo a mi gente «mis hermanos»; cuando hablo en francés me di-
cen que debo llamarlos «mis súbditos».

2. Madera de Nueva Caledonia, de color rojizo, utilizada para todo tipo de trabajo. (N. del t.)
118 DO KAMO

Por esto el jefe, temido por su carácter sagrado de primogénito todopode-


roso, provoca, sin embargo, menos miedo que afecto.
Un testigo antiguo, el padre Lambert, en el siglo pasado, hizo un relato en-
ternecedor de esta afección por el jefe, referido al retorno de uno de ellos:
« Unos le apoyan la frente sobre los hombros; los otros sobre los brazos;
otros se postran a sus pies, y todos exhalan suspiros y vierten lágrimas. Tal
en los textos sagrados Raquel al recibir a Tobías y llorar sobre su cuello, plo·
rans super collum».3
Tanto romanticismo llama a la prudencia.
Sin embargo, en mi propia escuela, al hablar yo severamente de un joven
«hijo grande» -en realidad joven heredero del gran jefe de la región, Mindia-,
vi empalidecer a mis muchachos, y a las niñas dejar correr las lágrimas. Tuve
que dulcificar mis palabras. El padre Lambert tenía razón al hablar de la
ternura.
El honor que recibe el jefe es el que corresponde a todos los hermanos ma-
yores. No hay en estas islas melanesias esclavos o multitudes serviles constre-
ñidas a ritos convencionales que transforman el honor en etiqueta. Las masas
conquistadas entran en la categoría de los segundones. Practican la reveren-
cia para con todo mayor, como para con el gran jefe, que no es más que uno
de ellos.
La primacía de la estatura del hijo grande es la afirmación práctica de su
supremacía social. Poner esta primacía de relieve es el arte que se practica
en todo encuentro y toda vez que se quiere honrar. Y se ha extendido hasta
el primer magistrado de los blancos, gran hijo de Francia. Un jefe de alta ta-
lla, Amane, ya citado anteriormente, se sentó en una silla próxima cuando se
le presentó un gobernador no tan alto como él y ~ue lo esperaba de pie. Por
esta inconveniencia fue castigado. Me explicó después:
-El gobernador es pequeño. Me senté para ser más pequeño y para que
el gobernador fuera grande.
Las postraciones y reverencias proporcionan un aspecto del paisaje social
de Melanesia. Son ritual vivido, y este ritual, en definitiva, procede del altar,
donde durante las fiestas de las primicias no se ruega a los antepasados direc-
tos sino a los hermanos mayores.
El gran hijo es la actualización viviente de este grupo invisible de los ma-
yores difuntos. No hay rito ni etiqueta que singularicen la jefatura temporal,
pues ésta reviste una forma mítica que presenta a la reverencia que la rodea
como un marco natural de honor. La jefatura se reduce al hijo mayor y, por
causa de su estado, él es la garantía de seguridad social y la encarnación del
potencial de la misma.

Los MODOS DE PRESTACIÚN

Este potencial del clan se enriquece con el libre esfuerzo de todos en bene-
ficio de la gloria común, que es el móvil y el fin de la acción. La vitalidad se
afirma en una vida amplia y estética y exalta la gloria del clan personificada
en el hijo mayor.

3. P. LAMBEIIT, Moeurs et superstitions des néo·calédoniens, pág. 119.


LAS FORMAS MíTICAS EN LAS JEFATURAS 119

En consecuencia, toda la economía del país gravita alrededor de este últi-


mo, que preside la distribución de las grandes prestaciones.
En una leyenda que trata de una choza por edificar, cuya erección requiere
por lo menos tres meses, oímos decir al jefe:
«Cada uno de vosotros llevará un poste, una solera, etcétera... ». «Apenas
oyen estas palabras se sienten tocados; incitados a actuar rápidamente, se le-
vantan, cortan, traen, llevan, descargan, amontonan, miden, plantan, terminan
la choza. Y todo esto fue hecho en un solo día, porque el gran hijo había habla-
do a la cara del pueblo.»4
Si se observa el carácter afectivo de esta respuesta a la orden dada para
erigir la choza que se terminó en un día, se comprenderá el carácter semejan-
te de los diversos homenajes ofrecidos al jefe. No se le da algo que se le deba,
en el sentido económico de la palabra, sino desinteresados presentes en me-
moria de un servicio que él ha prestado. Él mismo rinde homenajes semejan-
tes a los clanes que lo han favorecido.
Durante la cosecha, todos los años, recibe con gran solemnidad las primi-
cias. No porque la tierra le pertenezca, pues es propiedad de los antiguos ocu-
pantes y es inalienable. El jefe no es una autoridad territorial, pero recibe las
primicias porque es el hijo grande, la garantía de equilibrio por la que los gran-
des hermanos mayores invisibles se mantienen favorables a los cultivos y a
la vida del pueblo.
Estas primicias, estas ofrendas que nosotros, en nuestra lengua endureci-
da, encerramos en los términos sujeción, obligación, tributo y prestación, son
designados por el caledonio en su lengua con una sola palabra, que se traduce
por don de amabilidad: evie. 5 Este término es esencial, pues los canacos lo ad-
judicaron desde un principio al impuesto de capitación cuando fue estableci-
do. Las dificultades de las estadísticas dieron dureza a esta expresión y el ca-
naco, desconcertado por toda las exigencias de la administración, abandonó
el término para sustituirlo por un vocablo amorfo, el apo, corrupción de la
palabra impuesto. La vieja imagen que bastaba para promover el gesto ha sido
sustituida por un concepto vaCÍo y una obligación. El donativo al jefe es un
presente de amabilidad porque dar, en Melanesia, no significa abandonar a
fondo perdido un objeto. Dar es ofrecer de sí, es cumplir el acto que establece
la correspondencia con el otro e incitarlo, a su vez, a ofrecer de sí. Dar es in-
tercambiar. Amar es intercambiar. Cuando, con gran ceremonial los herma-
nos (entiéndase: el pueblo) ofrecen sus primicias al jefe, saben que el hijo grande
no sería ya el mismo si no ofreciera, a su vez, a cada uno el equivalente de
lo que ha recibido.
Este equilibrio de los aportes, esta réplica del gesto de cada uno, es más
que una compensación y un equilibrio; representa una circulación, reflejo de
la vida social que circula entre los miembros del clan. Objetos preciosos, bra-
zaletes de conchillas, hachas de jade, son también tesoros o joyas que, en oca-
sión de los casamientos, van y vienen de jefatura en jefatura, reflejo de la vida
diplomática que circula entre los clanes.
Esta circulación, que viene a suplir lo que nosotros llamamos «riqueza pú-

4. Documents néo·calédoniens, pág. 106.


5. Pronunciar e como eu en heure en francés.
120 DO KAMO

blica» y «tributo», no procede de la prestación, en el sentido jurídico y estric-


to d~ la palabra.
Ella marca un movimiento constante de intercambios, que son «ofrendas
recíprocas» y atestiguan que el lazo que une con el jefe es el de la fidelidad
y que la sociedad entera, en plena vitalidad y ordenamiento, está basada so-
bre la ofrenda.
Siempre el mismo gesto que ante el altar. La palabra «prestación» endure-
ce un gesto que no se hace sino por afectividad. 6

LAs FUNCIONES DEL JEFE

L En Nueva Caledonia

El jefe es quien preside esta circulación de dones. Cada intercambio entre


clanes no vale sino por la definición que de él da el hijo grande. Su palabra
sitúa el acto y lo ubica en el tiempo. El acto mismo no está en el intercambio
sino en la palabra que suscita. El acto es una palabra. Cabe, pues, al jefe pro-
nunciar en cada ocasión las palabras rituales adecuadas y el discurso que pone
en evidencia el acto y le da sentido.
Esta delicada tarea exige competencia y arte. No todo presunto heredero
es apto para poseerlas. Un jefe no se improvisa. El gran hijo, en su juventud,
recibe una formación. Los consejeros que lo rodean sabrán siempre algún de-
talle de la historia o de la tradición jurídica para ayudarlo cuando sea necesa-
rio. Pero en la palabra nadie lo puede suplir.
En un bosquecillo aislado se libra, en su juv€fu.tud, a lo que se llama «el
cesto de palabra», kaimoano. Ello exige del alumno el aliento, signo de resis-
tencia, y la memoria, exigencia de fidelidad a la tradición. Si no es hombre
de largo aliento, capaz de recitar de memoria, y sin respirar, frases de veinte
líneas, es alejado y sustituido por un hermano segundo, un sobrino y hasta
por un adoptado (poco importa, pues la filiación orgánica no se tiene en cuen-
ta). Éste representará el papel de hijo grande. El uso de la palabra que éste
aprende no es el arte oratorio y no se trata de que sea exactamente un orador.
La palabra es la leyenda, las convenciones, las imágenes afectivas que evocan
duelos y victorias en todo clan. Todo esto está expresado en antiguas fórmu-
las estereotipadas, a las que se añaden símbolos nuevos para actualizar el dis-
curso. La palabra es semejante a la sustancia social del clan. Veamos, por ejem-
plo, el recuerdo de una derrota del enemigo:

6. A lo largo de este acápite se pueden encontrar ecos del magistral Essai sur le don de
Marce! Mauss, especialmente por lo que se refiere al carácter personal, inalienable yobliga·
torio de las prestaciones y contraprestaciones en una relación de reciprocidad. Pero Leen·
hardt parece desmarcarse un tanto de su maestro al enfatizar el carácter afectivo y, por con· ,
siguiente, desinteresado, de dichas donaciones. La huella maussiana parece más evidente en
otros textos de! autor, y un ejemplo interesante sería su análisis de la deuda entre los cana·
cos (véase «La propiété et la personne dans les sociétés archalques», Joumal de Psychologie
Normale el Pathologique [Parísl 1952, págs. 278-292; trad. cataL, incluida en: La persona a
les societats primitives, Barcelona, Icaria, 1995), que ya aparece esbozado hacia ei.Jinal del
capítulo 10. Por otra parte, la imagen de la circulación continua de objetos preciosos como
--nreuiO para crear y ma"ntener un'slstema" de reláclOnesafplomáticas entre los distintos-cla-
nes es reminiscente de la interpretación de Malinowski del ku/a en las Trobriand. (N. del r.)
LAS FORMAS MíTICAS EN LAS JEFATURAS 121

Escapan desmenuzados.
Huyen en derrota.
Huyen y se quiebran en pedazos.
Huyen. Uno va solo,
otros se escapan' de a' dos,
otros en grupos de tres,
en pareja de esposos, en grupo de padre e hijo.
Se dispersan dominados por el estupor,
cada uno por su lado, ignorantes de lo que piensan los otros.
Huyen, tienen miedo de ellos mismos.
Están enloquecidos.
Huyen, golpeando el vacío (un agujero) en las tinieblas.
Huyen y piensan en las frases de antaño,
en las primeras palabras,
al principio del asunto.
Eran palabras que se decían,
comienzos,
estimaciones,
palabras fuertes,
dominadoras,
discursos fáciles
que' se elevaban hasta el cielo.
El orador que se escucha
habla para enorgullecerse,
se eleva a sí mismo,
se insinúa,
interrumpe, deshace lo que está hecho,
deshace al que habla tímidamente,
al que se mantiene calmo,
al contemporizador...
Huyen, se disputan, buscan golpearse..
Huyen y se hacen preguntas.
Van y observan.
Huyen y se avisan,
huyen e interrogan, agitados.
Huyen, prestos a la disputa,
huyen, y buscan de dónde viene la cólera,
huyen, y sus palabras se apresuran amargas,
Huyen, tristes y malos.
Piensan con tristeza en su país. 7

Cuando, por primera vez, el hijo grande sube a la tribuna y pronuncia un


discurso de presentación, la exaltación del auditorio llega al colmo: bailan y
escanden las frases. Un nuevo hijo aparece; en su vigor y talento se afirma
no solamente el brillo del clan sino también la excelencia de la vida emanada
de la rama maternaL La madre y las tías del hijo grande exultan en su gloria de
generadoras.

7. Documents néo·calédoniens, pág, 293,


122 DO KAMO

Mientras que, apartados en la vecindad, los tíos maternos reciben los ho-
menajes de los parientes del hijo grande:
-Recibo vuestros víveres -agradece uno de ellos-; pensad en nuestros
sobrinos, son la palabra que nosotros habíamos dicho.
La palabra es la vida otorgada por el clan materno; está encarnada en el
hijo grande.
Allá arriba, sobre el estrado, aquél arenga todavía. Declama de un tirón.
como si jamás tomara aire. nombres de clanes que, transcritos. cubrirían pá- .
ginas, y expresa un conjunto de imágenes que encanta a la multitud, pero que
la traducción apenas reflejaría.
El día en que el hijo grande sube a la tribuna, el jefe, su padre, ya no sube
más. A partir de ese momento no hablará sino desde lo bajo, desde el estrado
y con voz contenida. Su tranquilo discurso se escuchará como el de un sabio.
Los jefes canacos saben envejecer.
Estas tradiciones languidecen hoy.
Pero un día se vio que un viejo las retomaba, burlándose de la reserva im-
puesta a su edad.
Era en 1915. Francia esperaba un gesto de sus colonias. ¿Darían soldados
los canacos, considerados salvajes e inasimilables? La experiencia jamás ha-
bía sido intentada. En los villorrios, la masa dudaba. Entonces Mindia, el vie-
jo jefe. reunió a su pueblo, trepó sobre un zócalo de piedra_yapoyó los brazos
contra un mástil. Retuvo el aliento, y sin retomarlo, clamó en el tono de antaño:
-Arengo, hablo a la boca de este pueblo que danza. que se mueve, que des-
borda y se agita semejante a un hormigueo de grillos. La multitud se precipi-
ta, los rostros se exaltan con el ruido de las flechas y mazas entrechocadas.
Danzad. armas al hombro, adornadas con follajes mágicos.
»Mi pueblo se expande. se sacude, se disloca. se desmorona y quiebra, hace
volar la vida por los aires o la obliga a aletargarse, como el euforbio en los
agujeros del agua. El adversario se esconde a ras del suelo y es barrido como
una llama al viento.
»En cuanto al enemigo -aquí nombró a los alemanes y actualizó su
discurso-o Si, desde su país, algún varón interviene, se desliza bajo las raíces
de las palabras secretas y quiebra los hilos de araña que sostienen al país...
»Entonces, arengad a vuestro turno, llamad a los fuertes, corred y, en ple-
na unidad de acción, sin separación entre vuestras alas, id, incendiad, perse-
guid al fugitivo, pisoteadlo...
Todo esto. dicho con una profusión de nombres propios, nombres de cla-
nes, recuerdos de guerras y todo el vocabulario antiguo que tiene resonancias
en el corazón del melanesio. La palabra es arrojada no como una oleada de
orador, sino como la materia de generaciones, guardada en el hijo grande. En-
tonces la palabra conmueve a las masas, las mujeres quieren que los hombres
sean héroes y los hombres se alistan. Así se formó el primer batallón de fusi-
leros del Pacífico.
Pero desde las antípodas hasta Francia el camino es largo. Las severidades
del invierno, la inactividad en los campos y las enfermedades fatigan los cora-
zones. Los caledonios sienten que les hace falta retomar coraje. Entonces se
vuelven hacia el hijo grande, el hijo de Mindia. alistado con ellos:
-Arenganos como el viejo jefe.
LAS FORMAS MíTICAS EN LAS JEFATURAS 123 .

El joven ha estado en el colegio de Numea. No sabe nada de los valores


del terruño. Humillado por su ignorancia, escribe a su padre:
-Envía tu discurso.
El discurso, transcrito no sin inconvenientes, llega a Francia. Y el hijo de
Mindia, dejando a un lado toda vanidad de hombre evolucionado, se rodea de
canacos expertos y, en alguna parte, cerca de las ruinas romanas de Fréjus,
se somete a la escuela de los viejos melanesios. Un día sube por una escalera
y arenga.
-La palabra del hijo grande hizo nuestra valentía -decía más tarde un
fusilero, alabando los fastos del batallón en Soissons, en 1918.
No se debe deducir de este ejemplo que el jefe afiance la marcha de los
ejércitos, puesto que no es él quien los conduce. Esto concierne, por una par-
te, al sacerdote que camina delante de la tropa alejando los maleficios con el
balanceo del brazo izquierdo en el que se ajusta una banderola de balasor;8
y, por otra parte, al que se denomina «la cara de la guerra» y que es el estrate-
ga de las operaciones. Pero el jefe declara la guerra y decide la paz. Alrededor
de él los mensajeros van y vienen, portadores de nudos de balasor cuyas di-
versas torsiones están cargadas de variados y preciosos sentidos.
La palabra del jefe interviene cada vez que es necesario, en el clan, indicar
el sentido profundo de una acción y corroborar el sentimiento de todos.
El jefe melanesio no alardea, no tiene trabajo administrativo, no tiene fun-
ción propia, no tiene bienes raíces que superen los bienes de la comunidad,
no va a la guerra, pero en él, gran hermano mayor, en él, salido de un árbol,
viga central-llamémosle columna del clan-, están encerrados el mito, la tra-
dición, las alianzas, las virtudes del clan.9 Es el receptáculo viviente de todo

8. Este ritual antiguo lo observaban todavla en 1917 los componentes de la partida que
acabó en Wéavin con una pareja de muy dignos colonos, los Grassin.
9. En este retrato del liderazgo canaco todavla se pueden detectar, aunque un tanto des-
dibujadas, algunas de las principales caracterlsticas de la organización politica en Melane-
sia, caracterizada según el clásico articulo de Marshall Sahlins (<<Hombre pobre, hombre rico,
Gran Hombre, Jefe: tipos politicos en Melanesia y Polinesia_, en J. R. Llobera (edición a car-
go de): Antropolog{a política, Barcelona, Anagrama, 1979 [1963], págs. 267-288) por su carác-
ter personal, poco formalizado y basado más en la capacidad de persuasión que en su esca-
so poder coercitivo, en abierto contraste con el modelo polinesio. Pero en realidad, lo que
Sahlins estaba esbozando eran tipos ideales de sociedad, puesto que las sociedades de Ocea-
nía forman un continuum de modelos de organización social, más que una nítida dicotomía,
y existen numerosos casos aparentemente anómalos o ambiguos (véase Nicholas Thomas,
«The Force of Ethnology. Origins and Significance of the Melanesia/Polynesia Division», CUT-
Tent Anthropology, vol. 30, n.o 1 [1989], págs. 27-41). Las jefaturas del norte de Nueva Caledo-
nia (especialmente en las islas Loyauté) y, sobre todo, de las islas Fiji, presentan este carác-
ter anómalo, alejado del paradigma de Big Men melanesio a causa de las intensas influencias
culturales polinesias a las que han estado expuestas. El caso de las islas Fiji es especialmen-
te remarcable, al presentar un sistema de jefatura característicamente polinesio, y por esta
razón Leenhardt introduce a continuación el contraste de la isla principal del archipiélago
con las Loyauté y las Fiji. La arqueología ha documentado la intensa vinculación de las islas
Fiji con los jefes de las islas Tonga a través de alianzas matrimoniales y del comercio de lar-
ga distancia desde siglos antes de la llegada de los europeos. Esta relación con una de las
sociedades politicamente más complejas de toda Oceanía se traducirla en la adopción de
un modelo de estructura social muy estratificado y en un liderazgo considerablemente for-
malizado y centralizado (véase Patrick V. Kirch, The Evolution of the Polynesian Chiefdoms,
Cambridge, Cambridge University Press, 1984, especialmente el capitulo 9). Para una inves-
tigación más detallada de la organización política de los canacos, véase Jean Guiart, StTUC-
tuye de la chef/erie en Mélanesie du Sud, Parls, Institut d'Ethnologie, 1963. (N. del r.)
124 DO KAMO

esto. No cumple una tarea sino que ejerce un ministerio. Cuando por su boca
da a conocer los nombres de los clanes y las frases prestigiosas que hicieron
vibrar a las generaciones, alarga el tiempo para cada uno, llama a los hom-
bres a la vida.
El discurso del jefe -en el que se conservan los mejores trozos de la litera-
tura oral por generaciones- es un acto sagrado, porque dispensa a la vez la
palabra de las generaciones y la que el jefe está en condiciones de agregar.
Ésta procede de ese trasfondo de donde sube el contenido espiritual de los
personajes de la rama paterna y materna, los pensamientos y las frases inspi-
radoras de los actos del clan. Así el término palabra, en el hijo grande, adopta
un sentido rejuvenecido, primitivo y total de «Verbo». Se puede decir, para ser
precisos, que la esencia de la autoridad del jefe reposa sobre una sola cuali-
dad que le es propia: él mismo es el Verbo del clan.

2. Las funciones del jefe en las islas Loyauté

En otras jefaturas donde se encuentran, quizá, tradiciones polinesias, la


organización es completamente diferente. Codrington distinguía las jefaturas
polinesias de las melanesias en que las primeras invocaban altos orígenes, mien-
tras que las últimas no. Es indudable que muchas jefaturas tienen un origen
mitológico. En las islas Trobriand, Malinowski pretende que los jefes salen de
un agujero. Pero la misma tradición se encuentra en muchas islas, y en Aus-
tralia: tal vez haya confusión entre las fórmulas del lenguaje y una interpreta-
ción mitológica. Así, en el archipiélago de las islas Loyauté, cuando se quiere
remontar una serie de acontecimientos para encontrar una causa, el investi-
gador se detiene ante lo desconocido diciendo: «Aquí está el agujero».
Esta imagen de la nada convendría muy bien para una investigación ge-
nealógica, pero suprimiría la mitología. Por ello, en este mismo archipiélago,
en Lifú, donde la población es civilizada, si formulamos nuestra primera pre-
gunta, ¿quién es el jefe?, nos responderán:
-Es el primogénito de los descendientes de Co. 1O
-¿Pero quién es Co?
-Una mujer reinaba en la isla desde siempre. De pronto pensó que allí ha-
cía falta un jefe. Hizo descender una cuerda muy fina por un agujero que se
abría sobre el país subterráneo de los dioses, haze.
Muchas son las versiones sobre lo que la mujer retiró del agujero. De todas
maneras, tres o cuatro hermanos salieron del antro y llegaron a un acuerdo:
Uno, Co, sería el jefe; los otros, sus ayudantes. Se distribuyeron las activida-
des y conquistaron el país. Se adivina, en estos orígenes, la llegada de los in-
migrantes. En la isla de Mare, l~ leyenda y aun la historia comienzan a reem-
plazar a la mitología. El inmigrante vivía ya en un pueblo y era conocido.
Cuando descendía al mar para bañarse se lo admiraba por su hermosura. Un
día, una facción le pidió que sustituyera al antiguo jefe, y aquí entramos en
la historia, aunque paralelamente subsiste un relato de inmigrantes que abor-
dan la punta Cara.
En este archipiélago de las islas Loyauté la reverencia a los mayores ha de-

lO. Pronúnciese chao


LAS FORMAS MÍTICAS EN LAS JEFATURAS 125

saparecido, en parte por acción de la educación -pues están cristianizadas


desde hace un siglo- y en parte también por estas jefaturas de inmigrantes
que tenían otras tradiciones.
La primacía de la estatura del jefe subsiste en su totalidad.
Pero, como el pueblo tiene cierta civilización, el jinete al transitar hoya
caballo -también lo hace en auto- cuando pasa frente a la mansión señorial
desciende del animal y lo conduce a la brida. En cuanto al chófer del auto,
hace descender a los pasajeros y, con el sombrero bajo, conduce a velocidad
mínima. El jefe, antiguo alumno del colegio de Numea, culto como su padre,
amante de su isla, es afable con todos, aunque el severo protocolo lo ayuda
a mantener, como jefe, las distancias.
¿Modos de prestación? El suelo no pertenece al jefe, sino a los primeros
ocupantes, y éstos no tienen que ofrecer primicias. ¿Acaso no son ellos los que
han aceptado al extranjero inmigrante y le han propuesto la jefatura? Mien-
tras que el jefe es sagrado y nadie puede acercársele, ellos, los primeros ocu-
pantes, pueden tocarlo, gustar sus víveres. Son «la primera mujer del jefe».
Su calidad de terratenientes es reconocida así por toda la parentela del jefe
que ocupa las tierras de aquéllos y que le ofrece las primicias de sus cose-
chas, y ellos, los dueños de la tierra, que no deben nada al jefe, separan, sin
embargo, una parte de lo que han recibido y se la llevan a aquél. No es un tri-
buto sino una ofrenda, un testimonio de la fidelidad del pueblo que ellos le
han otorgado al hacerlo je~e. Algo como el don de amabilidad de los neocale-
donios.
Sin embargo, con las generaciones, las tierras sin catastro se tornaron ob-
jeto de una disputa, que la intervención de la administración colonial, con sus
conceptos occidentales, había de agravar. lI Por causa de esto el gran jefe Bula,
de Lifú, alumno también del colegio de Numea, tomó conciencia de la igno-
rancia de la costumbre en la que se encontraba. Y cansado de su incompeten-
cia, resolvió equiparse para imponer por sí mismo a la administración las so-
luciones conformes al derecho de su pueblo.
En lugar de discutir los límites de los campos, interrogó a cada uno de en-
tre su gente.
-¿A quién ofreces las primicias del suelo?
Observó así el movimiento de todos estos homenajes y el nombre de los
que no debían homenaje a nadie. Únicamente estos últimos eran los poseedo-

11. De todos los cambios introducidos por el colonialismo, el que provocó las consecuen-
cias más devastadoras para las sociedades nativas de Nueva Caledonia fue la apropiación
de la tierra por parte de los blancos. Con la creación del sistema de reservas a partir de 1868,
las autoridades coloniales únicamente dejaron en poder de los canacos el 8'5% de la super-
ficie de Nueva Caledonia, constituido mayormente por los terrenos de peor calidad (véase
H. C. Brookfield, Colonialism, Development and Independence. The Case 01 the Melanesian
Islands in the South Pacilic, Cambridge, Cambridge University Press, 1972, pág. 37). A este
expolio masivo habría que añadir la constante destrucción de los canales de riego y de los
cultivos de taro de los nativos a causa de la invasión del ganado de los colonos blancos y,
como efecto colateral, los frecuentes litigios entre clanes por la escasísima tierra disponi-
ble. Para un análisis más extenso de las formas tradicionales de tenencia de la tierra en Nue-
va Caledonia y del impacto del colonialismo, véase Raymond-Henri Leenhardt, «Le proble-
me des terres en Nouvelle-Calédonie», en Anuario del Instituto de Antropología e Historia
(Caracas), vol. VII-VIII (1970-1971), págs. 259-280. (N. del r.)
126 DO KAMO

res iniciales. Ellos llegaron a ser miembros de derecho de un consejo de ca-


tastro. Esta división, que deja la tierra a uno y la jefatura a otro, es algo admi-
rable, que impide todo feudalismo. 12
Las primicias se llevan pues al dueño de la tierra, y no al jefe. En Mare
el propietario retira una parte de la ofrenda y va a rendir homenaje a un miem-
bro de la familia del jefe que se ha establecido en la región con el objeto de
representarlo; es una especie de jefe de distrito indígena. Éste, a su vez, toma
la parte que juzga mejor para llevársela al jefe. Se une con los hermanos de
este último y se van todos, solemnemente, a depositar la ofrenda, no en una'
plaza pública sino en un cercado escondido del jardín del jefe. Nadie penetra
en el lugar sino los dignatarios, únicos calificados para acercarse al jefe, que
se presenta pero no habla. Jamás habla el jefe en las islas lDyauté. Esta tarea
recae en el segundo de un clan, designado para ello.
Junto a estas primicias de la tierra están las del mar. Un clan presenta tam-
bién algunos cerdos; son animales modernos, que han sustituido al hombre
de antaño, pues antiguamente este clan tenía el cargo de llevar como ofrenda
a uno de sus miembros, como condimento de los alimentos feculentos. El miem-
bro designado podía sustraerse a su destino si lograba entregar una tortuga
a cambio de su vida, pero no es tan simple capturar una hermosa tortuga de
mar si las circunstancias no lo favorecen. La extraordinaria resignación de las
VÍctimas de la antropofagia oficial es uno de los ejemplos más conmovedores
de solidaridad de los miembros del grupo. Conocí en Mare a una anciana que
llevaba el bíblico nombre de Débora, y que se enorgullecía de ser «un alimen-
to del jefe»; es decir, de pertenecer al clan que, antaño, en la época de primi-
cias de cosechas, entregaba uno de sus miembros para condimento de la co-
mida del jefe.
Si se piensa que la gente de las islas lDyauté es civilizada, que su jefe vive
a la europea, que muchas personas tienen negocios o barcos que les aseguran
el tráfico en Numea y que, en definitiva, se encuentran en sus aldeas impre-
siones análogas a las que se experimentan en las islas de alrededor de Tahití,
esta ceremonia, en lo privado del jefe, reviste un carácter muy instructivo. Por-
que cuando vemos en esta cerrada reunión a hombres que encontramos todos
los días en el trabajo, en los barcos, en su comercio, o con los europeos, se
comprende que detrás de esta apariencia moderna subsiste una muy vieja so-
ciedad, con estructuras insospechadas. Es necesario conocer esas estructuras.
En la isla de Lifú, los hermanos salidos míticamente de un agujero se re-
partieron las tareas. Uno sería jefe; los otros, sus ayudantes. El menor sería
el sacerdote, el depositario del mana del antepasado en el agujero. La herma-
na menor tiene el mismo privilegio respecto del mana. Mientras los herma-
nos hablan al jefe, el menor, que es sacerdote, calla delante de él. Pero el depo-
sitario del mana aconseja a su hermano mayor, quien transmite su opinión
al jefe. Estos hermanos o sus descendientes constituyen hoy una nobleza de

12. Esta forma dual de organización sociopolítica presenta sorprendentes analogías con
el llamado Dueño de la tierra, figura presente en numerosas sociedades del Africa subsaha-
riana, y bastante estudiada por la antropología africanista. Véase, corno referencia, Michel
Izard, Gens du pouvoir, gens de la terreo Les institutions poli tiques de ['aneien royaume du
Ya tenga, París, Maison des Sciences de I'Homme, 1985. (N. del r.)
LAS FORMAS MíTICAS EN LAS JEFATURAS 127

género particular, los atesi. Son «la vida del fugitivo»; es decir, que en casa
de ellos se encuentra refugio. Ahora bien, el derecho de salvar vidas es un atri-
buto que proviene de la ascendencia uterina. Por lo tanto estos nobles salidos
del agujero por voluntad de una mujer debían ser, después de manifestar su
poder, parientes uterinos de aquellos a quienes vencieron. Instalaron a sus so-
brinos en las diversas jefaturas y acumularon las prerrogativas de lo uterino:
derecho de con~ejo, derecho de vida, derecho de medicina, y las prerrogativas
de la rama paterna: derecho de poder. El hermano menor acumula así el sa-
cerdocio y la medicina mágica. Actualmente, el jefe, empujado por el gobierno
colonial que ignora totalmente esta organización, tiende a la autoridad abso-
luta, mientras que sus hermanos resisten. No tienen otra función que la de
mantener la tradición en su mejor evolución; mantienen su independencia, se
apoyan en los elementos culturales del país y, especialmente hoy, en las reli-
giones cristianas. Permanecen así como una nobleza que no procede de nin-
guna potencia material o feudal, pero cuyo prestigio total reposa sobre una
potencia afectiva, del orden de los parientes uterinos, dueños de la vida. Qui-
zá sea en esta disociación completa del poder material y del prestigio afectivo
donde descansa uno de los secretos del encanto de los habitantes de Oceanía.
La organización de la autoridad en Mare es menos mítica, más seculariza-
da y más clara que en Lifú, y es la que nos dará la clave de estas jefaturas.
Los descendientes de los hermanos del primer jefe Neselín constituyen tan-
tos subclanes como tarea hereditaria tiene cada uno. Han conservado la preo-
cupación por tal tarea, han adquirido una técnica, han llegado a constituir cla-
nes especializados.
A un clan corresponden las negociaciones de paz.
A otro clan la guerra con la batalla.
Un tercer clan conduce la guerra mágica; es el más temido y ha conserva-
do su prestigio hasta hoy: hace una guerra comparable a la que en la mitolo-
gía germánica se llama guerra de Odín.
Además, existe el clan encargado de la alimentación del jefe, que compren-
día, antaño, la provisión de carne, humana o de tortuga.
El clan encargado de la protección de las sedes de la jefatura.
El de los médicos.
El de los dioses y de la magia (los miembros de este último son todos cris-
tianos, pero aún subsiste su prerrogativa).
El de los oradores: el hermano menor habla en lugar del jefe. No hay dis-
cursos de tradición como en Nueva Caledonia. Son oradores natos.
El clan que yo llamaría de los cónsules. Habita en las riberas de los estre-
chos y facilita los intercambios con los de enfrente, de isla en isla.
Finalmente, en el pueblo del jefe, los carpinteros de marina, constructores
de piraguas.
Toda la economía del país y de la jefatura se reparte de este modo en ma-
nos de los clanes.
y volvemos a encontrar, como en Nueva Caledonia, pero bajo la forma de
una organización muy adelantada, una sociedad hecha sobre la base de la ofren-
da y en relación de fidelidad con su jefe.
El jefe es la piedra angular del edificio. Es muy sagrado, y no en virtud
de un artificio exterior. Retomemos por un instante la visión de la proyección
128 DO KAMO

del dominio socio-mítico. ¿Dónde están los altares en esta sociedad? El clan
segundo tiene el gran altar encargado de los intereses religiosos directos del
jefe, pero los otros clanes tienen cada uno su altar. Sin embargo, las plegarias
y ofrendas de estos clanes no se dirigen ya a los ascendientes directos o a la
montaña, como en Caledonia, sino a esos dioses que vivían del otro lado del
agujero y que son los antepasados del jefe tanto como de los integrantes mis-
mos del clan. Sus plegarias se elevan hacia esos dioses de los que desciende
el jefe y de los que podría parecer la hipóstasis. De ahí su carácter sumamen-
te sagrado. .
En cuanto a las gentes de la tierra, las «cigarras y los gusanos», como se
les llama, no gozan de una consideración tan grande como los de Lifú, y han
adoptado los dioses del jefe. Tal es la organización de las jefaturas en las islas
LoyautéY Jamás fue descrita hasta ahora. Esta organización, en la que la téc-
nica de las especializaciones tiene un tinte religioso que hace de cada activi-
dad un sacerdocio, no es privativa de las islas Loyauté, y tiene alguna relación
con la de Fiji. En el archipiélago melanesio, Hocart hizo sugestivas observa-
ciones, que lo llevaron a descubrir allí vestigios del sistema de castas poline-
sio. Acostumbrado a la India, donde había vivido, Hocart arrojó cierta clari-
dad sobre los oscuros sistemas de castas de la India. Halló lazos con Oceanía
e hizo filosofía con la secularización de las castas. Intentó un cuadro de las
homologías que veía entre la India y Fiji, cuadro emocionante si enfrentamos
a él las jefaturas de las islas Loyauté, que completan este paraleHsmo. 14

India Fiji liJyauté

Nobleza desaparecida Nobleza Jefe y nobleza


brahmán heraldo, segundón subclanes que cuidan de
los dioses
cultivadores jefes de aldehuelas amo de la tierra
barberos bota médicos
jefe de ejército jefes de' vanguardia guerra
cocineros gentes de la casa guardianes
pescadores pescadores navegantes gente que lleva al jefe
ofrenda del mar
carpinteros carpinteros carpinteros

Sin duda, los indianistas protestan. Aseguran que Hocart peca de ligero
y no tiene autoridad; pero no oponen ningún argumento decisivo, y esto ani-
ma a continuar la investigación en otras islas.

JEFATURAS y MÁSCARAS

Existe un tercer modo de jefatura en gran cantidad de islas melanesias,


en sociedades que se caracterizan por el uso de la máscara. El gran juego es-

13. Representadas, en esta información, por los jefes Bula, en Lifú, y Neselín, en Mare.
14. Véase en Comptes rendus des séances de l'Académie des Sciences Coloniales, 1941, nues-
tro estudio sobre las jefaturas en Oceanía.
LAS FORMAS MÍTICAS EN LAS JEFATURAS 129

tético que ésta representa ocultó durante largo tiempo a los etnólogos la rela-
ción que tenía con las jefaturas.1s Se ha visto en ella la característica de una
cultura particular con sociedades secretas, pero muchas de las sociedades lla-
madas secretas no tienen máscara y otras copian el uso de la máscara que exis-
tía fuera de ellas. Muchos sombreros de las Nuevas Hébridas que, por su am-
plitud, se acercan a las máscaras, señalan solamente los grados de dignidad
que corresponderán al poseedor en el otro mundo. En Melanesia, la máscara,
en general, aparece como una efigie del antepasado o de una entidad atávica.
La palabra efigie no corresponde, como entre nosotros, a un simulacro o a un
retrato, sino que representa a la persona misma viva y activa. La máscara es
la figura ambulante del héroe, del antepasado o de los dioses. A veces repre-
senta a un ser mítico y aun llega a ser eterna ella misma. Como el Tubuan de
la sociedad de los Duduck, en Nueva Irlanda. Cuando se toma vetusta o es
destruida, nadie dice que lo que se hace es confeccionar una nueva réplica,
sino que se la «despierta», y con esto se indica su continuidad en el tiempo.
Entre los kiwai, las máscaras deambulan una noche, viniendo del oeste en pro-
cesión impresionante, con algunos elementos cómicos que representan los ni-
ños. Al no tener estatura de hombre, éstos tienen la forma de enanos, o en otras
islas son llevados cabeza abajo, etc. Se trata de fortalecer la fe de todos, asegu-
rando a un tiempo el orden de la naturaleza y de sus normas en el terreno de
la pesca y de la fecundidad. Esta procesión, que vuelve a partir enseguida ha-
cia el poniente -de donde vino- es semejante a un descenso de los dioses
antepasados que vienen'a manifestar su presencia, testimoniar su benevolen-
cia, fortalecer el corazón de todos.
En Nueva Caledonia, la máscara parece haber pertenecido a inmigrantes
adoptados por las jefaturas. Han sido iniciadores. No han sustituido al jefe,
pero utilizaron la máscara para apoyar las órdenes que impartían o que le ins-
piraban al jefe. En la isla de Yande, al norte del archipiélago caledonio, se atri-
buye a la máscara la creación de avenidas y otros grandes trabajos que seña-
laron un progreso en el país.
Representación de un personaje ancestral o mítico, la máscara, por su pre-
sencia, trasciende las órdenes dadas cuando se está cubierto por ella. Puede
suceder que el jefe no recurra a ninguna otra forma exterior de prestigio y
que la máscara esté encargada por completo del mantenimiento del orden. Así,
en las islas Banks hay grupos que poseen una máscara, y todas las grandes

15. El arte canaco, conocido en Francia a través de las grandes exposiciones coloniales
como la de 1931 (que dedicó un pabellón entero a los objetos de Nueva Caledonia), atrajo
la atención de las vanguardias artísticas del periodo de entreguerras, inmersas en plena moda
primitivista; es sabido, por no citar más que un ejemplo muy significativo, que Picasso po·
seía diversos objetos canacos en su colección de arte exótico. Las manifestaciones del arte
canaco más apreciadas por los coleccionistas y estudiosos occidentales son los bambús gra-
bados, las hachas ceremoniales y sobre todo las espectaculares máscaras rituales, que sue-
len incluir tocados de cabello humano de más de 50 centímetros de longitud. Para un estu-
dio más detallado del simbolismo de dichas máscaras véanse, entre otros, M. Leenhardt, .Le
masque calédonien", Bulletin du Musée d'Ethnographie du Trocadéro, París, julio de 1933,
págs. 3-21; M. Leenhardt, «Mawaraba mapi. La signification du masque en Nouvelle-Calédonie»,
Journal de la Société des Océanistes, París, vol. 1 (1945), págs. 29-35; J. Guiart, Mythologie
du masque en Nouvelle-Calédonie. París, Société des Océanistes, 1966; E. Kasarherou: Le mas·
que kanak. París, Parentheses, 1993. (N. del r.)
130 DO KAMO

proclamaciones se hacen por su intermedio. El jefe no habla; el orden se man-


tiene por la manifestación de la máscara; los decretos los dictan sus sirvien-
tes, hasta el punto de que la jefatura desaparece detrás de la máscara. La voz
de los antepasados se vuelve terrorífica por el juego de los amplificadores.
En esta proclamación de órdenes, la máscara es para el ojo lo que el amplifi-
cador para el oído; una y otro sobrecogen a los espectadores o auditores.
Este papel de la máscara que sustituye la acción directa del jefe se mani-
fiesta en una aventura de Patteson, el predecesor de Codrington, cuando era
misionero en las islas Banks. Sorprendido por el abandono de las antiguas cos~
tumbres y de la muy sólida disciplina sexual que éstas comportaban, e impo-
tente, por otra parte, para mantener tan severo orden moral, puesto que sus
feligreses todavía no tenían plena conciencia de ellos mismos, quiso recurrir
a la autoridad de los antepasados. Convenció al grupo que poseía la máscara
de que la hicieran salir y que ésta proclamara los antiguos edictos. El efecto
fue total; las buenas costumbres se restablecieron por la autoridad que la más-
cara infundía a la palabra trascendida de un jefe.
En estas sociedades de las islas Banks, se puede decir que prácticamente
la jefatura y las sociedades llamadas secretas se superponen. Pero así es como
el jefe ha dejado de actuar por sí mismo y se ha tornado prácticamente ine-
xistente.

CONCWSIÚN

Las jefaturas melanesias, según hemos vist<1, revisten formas míticas di-
versas.
Unas, en relación con el sistema de castas, muestran la jefatura como un
pivote divino de la sociedad. El jefe no habla, pero es, por su presencia, como
una hipóstasis del orden viviente del mundo.
Las otras revelan el papel de la Palabra: sea que tenga necesidad de ser
trascendida, como sucede por el artificio de la máscara, sea que quede como
manifestación del hijo grande, del ser que representa al clan entero. Palabra
que no se dispersa en pequeñas órdenes, sino que permanece plena de toda
la vida del clan, sus fastos y su porvenir; cargada de toda su potencia, tanto
que cuando se manifiesta, el pueblo entero se transporta. Forma única de la
jefatura a la cual son ajenos todos los oropeles del prestigio, en la que la pala-
bra tiene todo su valor, en la que el jefe aparece realmente como el verbo del
clan. Las técnicas de prestigio son aquí inútiles. Jefe y Palabra son una sola cosa.
En estos grupos en los que la Palabra basta a la autoridad del jefe, ¿no ten-
drá el término Palabra un sentido profundo que nosotros no nos imaginamos?
CAPiTULO 9

LA PALABRA

Gran cantidad de verbos expresan los diversos modos de hablar en las trein-
ta y seis lenguas del archipiélago neocaledonio, pero la palabra misma no está
representada, sino según dos procedimientos, ya sea que el término que la de-
signa tenga por radical el morfema va, que es un recuerdo de Asia y participa
de los aportes lingüísticos traídos por las migraciones que llegaron de Indo-
nesia, o bien que se trate de un término específico, sin relación con la acción
de hablar, como las palabras no en Ruailu y eweke en Lifú.
Lo notable es que los mismos caledonios o los lifuenses, en contacto con
la colonización, son los que tradujeron esos dos términos por palabra. Al to-
mar en cuenta, en el discurso del blanco, el término palabra, que el europeo
por cierto no empleaba, con la acepción que estos insulares entendían, ¿ sobre
qué se apoyaban estos últimos para traducirlo, en sus respectivas lenguas, por
eweke o por no? Trataremos de aclararlo examinando sucesivamente el senti-
do de ambos términos.

EL TÉRMINO NO

Observemos algunos ejemplos en los que este morfema aparece.


Veamos una petición de matrimonio. El padre reserva su respuesta hasta
tanto haya conocido el sentimiento de la madre y de la hija, y dice:
-La palabra del gineceo será nuestra palabra.
En otro sitio estalla un escándalo en un pueblo. Un joven extranjero, al que
se ha capturado, cometió un adulterio. Se lo acusa, pero se mantiene mudo.
Descubren lo siguiente: él mismo es «una palabra». El hermano mayor del jo-
ven tenía que ejercer una venganza y ha delegado al menor para cometer el
acto; como es el ejecutor de la orden fraterna se dice que es «palabra de su
hermano».
Los que pasan por el camino se asombran de la agitación que hay en el pue-
blo, de los grupos y de los susurros. Intrigados, preguntan y misteriosamente
se les responde: «Hay aquí una palabra».
«Palabra», en estas diversas acepciones, traduce el término no, pero perju-
dica la comprensión de la frase canaca, porque entre nosotros estas distintas
especies de palabra se disocian. En español, el padre de familia ha reservado
su «decisión»; el menor, que ha vengado a su hermano mayor, ha cumplido
un «acto» y la agitación que de ello resulta provoca en el pueblo un «asunto».
Asunto, acto, decisión, tres traducciones del término no, tres aspectos que el
canaco no sabe diferenciar.
132 DO KAMO

Dado que esta confusion podría echar sombras sobre nuestra investigación,
dividiremos nuestro estudio en tres secciones:
¿Cuándo el término no parece significar palabra?
¿Cuándo significa acto?
¿Cuándo significa pensamiento?

Palabra

En una leyenda, un fanfarrón molesta constantemente a un buen hombre.


Éste, cansado de las bromas, urde recubrirse con una máscara gracias a la
cual aterroriza al parlanchín, que se arroja a sus pies y le implora clemencia:
-Seré -le dice- el servidor de todas las palabras de ti.
Se podría traducir como «obedeceré tus órdenes», pero sería traducir un
sustantivo por un verbo. Palabra no significa aquí discurso, sino su contenido,
la autoridad incontestable del vencedor.
Es diferente lo que sucede en la reflexión de un caaaco al que amenaza vio-
lentamente un gendarme.
-Su palabra -dice- era fuerte. Era como la alta copa de un árbol.
La comparación con el árbol muestra una visión muy plástica por tratarse
de una palabra, pero es que palabra aquí no se refiere al discurso sino a la
violencia vista como una masa temible.
Cuando un hombre habla con éxito se dice:
-Para él la palabra es demasiado buena.
De un sabio poco elocuente, pero de buen consejo, se dice:
-Su palabra es derecha. I

Tanto en un caso como en el otro no se considera al discurso en sí. Los jui-


cios se hacen sobre el contenido: la palabra no es, en el primer discurso la
eficiencia, o, en el segundo, la sabiduría.
El discurso se sitúa en un dominio distinto del de la palabra; por ello, nin-
gún vocablo en estas lenguas define la obediencia o la domesticación. Del niño,
de la gallina, del perro, se dice por igual que «escuchan la palabra». Nosótros
decimos que oyen la voz.
Está bien claro, pues, que el término palabra se halla en relación directa
con la elocución. El término no significa tanto palabra, como contenido y ob-
jeto del discurso. .
y así sucede con toda formulación en los testimonios o mensajes que se
designan siempre como palabra.
Consideremos, por ejemplo, el envío de mensajes.
Se trata de asegurar una clientela en ocasión de una próxima c~.t!monia
guerrera. El mensajero lleva un ramo de hierbas anudadas aisladamente y li-
gadas en conjunto formando una gavilla. La disposición es tal que cada clan
puede retirar su hierba sin destruir la gavilla. Cada fibra quitada disminuye
la gavilla al mismo tiempo que aumenta el éxito del mensajero, que vuelve ha-
cia el jefe haciendo el gesto de asir una carga de pescados ensartados en una
liana. Es el índice de adhesiones recibidas, las «palabras ensartadas», no tu.
La ofrenda también es una palabra. En toda ceremonia familiar se prepa-
ra un montoncillo de víveres que se deposita con cuidado sobre las hierbas
rituales. Cuando todo está listo y decorado, la gente se coloca en semicírculo
y el orador avanza:
LA PALABRA 133

-Estos víveres -dice- son nuestra palabra.


y explica la razón de ser de los mismos.
Lo mismo sucede con la ofrenda para el sacrificio.
De este modo el don lleva en sí mismo la significación, y la declaración que
lo acompaña en tantos rituales es un acto que excede los límites del deber.
Se ven a menudo piezas de balasor plegadas como los retazos de tela de las
tiendas. Son ofrecidas para los nacimientos o los duelos. Constituyen el cuer-
po del mensaje, cuyo objeto y sentido será precisado por medio de un ramo
simbólico colocado sobre el balasor en el momento de la presentación. Este
ramo lleva el nombre de tallo indicador del bala sor. Expresa el mensaje, pero
el mensaje es la tela de corteza en sí misma, cuyas fibras son el símbolo de
las fibras de todo ser.
El discurso con que se ofrecen estos dones tienen un papel adicional, no
central; puede ser poético y es en sí mismo otro don; no es una ofrenda, sino
un homenaje. Pero la palabra no no es este discurso, sino el balasor mismo
y su tallo.
En muchas leyendas encontramos a un abuelo que sale una mañana de su
choza y ve, suspendido encima de la puerta, un balasor, la hierba simbólica
de los nacimientos y una flecha. Se trata de una palabra, un mensaje que el
viejo comprende enseguida:
-Un nieto me ha nacido -exclama.
y corre al altar para ofrecer un sacrificio, para recomendar a los antepa-
sados este nieto cuyo nombre ignora.
De modo que estos dos tiempos que nosotros separamos, acto y palabra,
se confunden en uno solo en el pensamiento del canaco. Juntos constituyen
la palabra. El elemento esencial es el acto; la formulación no es más que un
elemento contingente.

Acto

Semejante sobriedad del discurso, junto a esta riqueza de la palabra ac-


tuada, explican que el término no corresponda también a nuestros vocablos:
acto y acción.
En un canto de guerra el orador declama:
-No quiero errar al azar. Voy a comenzar una palabra.
Es decir, una acción, no.
El hombre que determina estas empresas es el mago:
-Buscaré para mi servicio -dice el jefe- al hombre que comienza las pa-
labras y echa al aire la casa enemiga.
Parece que no hubiera en esta declaración más que un proyecto, pero no
hay distancia entre palabra y acto, y la acción está comprometida desde el ins-
tante en que es dicha o significada por algún otro lenguaje simbólico. Es lo
característico de toda acción mágica: no se distingue del término que la dicta.
Pero el acto mismo es una palabra, de modo que lo que se llama en estos pai-
ses «palabra mala», sin especificar su naturaleza por medio de ningún tallo
indicador, es casi siempre el adulterio. En una aldea vemos a un grupo de hom-
bres sentados gravemente sobre una estera, cambian sartas de perlas, la mo-
neda usual. ¿De qué se trata? Un canaco os lo explicará:
134 DO KAMO

-Un hombre ha hecho una palabra mala.


.Esto significa que se está ajustando la cuenta de esta acción, exactamente
como en una plática africana.
Conviene observar que, en lo que respecta al adulterio, semejante coinci-
dencia de la palabra y de la acción no es común a toda Nueva Caledonia. Hay
dos grupos de lenguas en esta isla. En el del sur, cualquiera que sea el térmi-
no en uso para designar la palabra, ya proceda del radical va o de cualquier
otro morfema, el sentido será siempre el del vocablo no que tomamos como
tipo, y el adulterio es realmente una «palabra mala».
Pero en el grupo del norte se expresa la idea de adulterio por medio de un
predicado: un hecho malo, o más simplemente: alguien ha robado, ya que de
la mujer se habla siempre como del bien ajeno. Esta evolución del norte seña-
la, por contraste, el interés del término no, palabra que revela en el grupo del
sur una mentalidad en la que no existen gran cantidad de diferenciaciones ad-
quiridas en otra parte.
El término no se aplica también, en el dominio técnico, al objeto fabrica-
do, cuando éste está indeterminado. Se emplea corrientemente el verbo wa para
expresar hacer, pero cuando se trata de fabricación se dice sao Pareciera que
la idea más antigua y casi religiosa de la técnica se afirmase en este morfema.
Pues sa significa literalmente aplicar la palma, y se vuelve a encontrar en to-
dos los verbos en los que la aplicación de la palma tiene una función. Recuer-
da la relación directa que subsiste entre fabricación, obra de la mano, aplica-
ción de la palma. Para el viejo melanesio, empuñar la materia es trabajarla.
Sa se emplea todavía hoy para expresar las nociolles nuevas de creación divi-
na o creación industrial. Las máquinas, las herramientas, las fábricas, son «ca-
sas de hacer», moa saxai, lo que corresponde perfectamente a la idea del tér-
mino fabricar. Pero si no se sabe cómo ha salido el objeto de las manos o se
ignora la variedad de los objetos fabricados, se dice moa wa no, casa hacer
palabra. Encontramos así que el canaco dice «palabra» donde nosotros ~eci­
mas «cosa». Los dos términos se superponen exactamente; el objeto es pala-
bra porque es, bajo el aspecto técnico, manifestación de la persona.
Un ejemplo nos permitirá un mayor avance:
Otras manifestaciones de la persona, tan indirectas como la técnica, res-
ponden también a la representación que expresa el término no. Cuando un adul-
to reproduce los rasgos de la cara de su padre, o las actitudes y pensamientos
de éste, se sugiere: na u no peva xie, él envuelve la palabra de su padre. No
hay la menor idea de herencia, pues las vías orgánicas que la justificarían se
ignoran, pero sí la imagen de la continuidad a través de los intercambios ma-
trimoniales, semejante a un hilo que va y viene a través de las generaciones.
Recuerdo de silueta o personalidad que pertenece a un conjunto social, mani-
festación lejana del padre. Clara ilustración de que el canaco considera la pa-
labra como pasiva, semejante a una sustancia circulante, o una especie de ob-
jeto: acto, acción, cosa, palabra y manifestación pasiva de la personalidad que
se transmite a través de las generaciones.
LA PALABRA 135

Pensamiento

El matiz que separa la palabra, el acto y la cosa es tan sutil que el canaco
no lo distingue. Lo mismo sucede con el matiz que separa la palabra del pen-
samiento.
Se busca una solución, y cada uno calcula o reflexiona; de pronto, un indí-
gena declara:
-Hay una palabra para mí. -Lo que significa «pienso una cosa».
Ha entrevisto una solución y se le escuchará, pero puede suceder que se
interpele a un hombre totalmente vacío de pensamiento y este responderá en-
tonces:
-Go da tanexai dexa no -no pienso ninguna palabra.
Su ausencia de pensamiento aclara nuestra investigación con una luz nue-
va, pues para decir que no tiene palabra ha empleado el verbo tanexai, pensar.
Recordemos que el pensamiento, según los melanesios, nace de los movimien-
tos vibrátiles de las entrañas; es el impulso que surge por el choque de la emo-
ción, suscita el comportamiento y, gracias a éste, revela gesto, acción, o dicho
espontáneo. Pero el pensamiento se mantiene fugitivo como un movimiento;
no tiene consistencia mientras no es retenido, fijado, formulado, circunscrito
y recogido bajo la forma que el canaco designa con el término no. La palabra
aparece así como un mediador necesario para que el pensamiento afectivo lle-
gue a un comienzo de objetivación. El pensamiento sube de las entrañas como
un flujo; la idea se precisa; la idea es la proyección de una realidad sobre un
fondo, la imagen, la representación, el comienzo de una toma de conciencia.
Para el canaco todo esto es palabra.
Pero cuando no se ha circunscrito nada y se trata, en definitiva, de un mo-
vimiento determinado por el simple pensamiento afectivo, el indígena habla-
rá de pensamiento y no de palabra. En una leyenda que cuenta las duras expe-
riencias de los primeros hombres, éstos quieren abatir un árbol para hacer
una piragua. Van al bosque para elegir un hermoso tronco, pero distinguen
mal el árbol y atan las lianas alrededor de una roca que se yergue como un
monolito. Tiran, pero no desmoronan la roca; las lianas se rompen y ellos se
precipitan por tierra. Vuelven a su casa para recuperar fuerzas y al día siguiente
intentan nuevamente la operación. Se repite el fracaso, las caídas, las equimo-
sis. Y el narrador dice: «El pensamiento de ellos (tanexar) no surte efecto». Em-
plea el término que designa el pensamiento afectivo, sin consistencia. Si los
protagonistas de la aventura hubieran pensado con el fin de tener el objeto
de su pensamiento bien a la vista y una idea clara, el narrador habría escrito
el término no, y djcho «la palabra de ellos quedó sin efecto».
Este relato, con sus vocablos particulares, ayuda a encontrar el mecanis-
mo del pensamiento emotivo y del núcleo ideal que se forma en su seno. El
núcleo es un objeto, y como objeto sólo puede ser manifestado por el lenguaje
y el gesto. El objeto es lo que el canaco percibe sin conocer su naturaleza; lo
designa no, palabra. Es la palabra y la palabra es pensamiento, discurso, ac-
ción. Se comprende que los caledonios den a los sabios de su tribu nombres
en los que se afirma el valor de este objeto, la palabra. A estos consejeros se
les llama «mantenedores de la palabra», «cestos de palabra», «vida de la pala-
bra», simplemente porque tienen un pensamiento coherente y sólido.
136 DO KAMO

EL TÉRMINO EWEKE

Esta naturaleza de la palabra se explica más claramente si abandonamos


por un momento el término no para dedicarnos a su correspondiente en la
lengua de la isla de Lifú, donde palabra se dice eweke.
¿Qué es lo que puede significar propiamente este término que se oye con
cualquier motivo en boca de los lifuenses? Cuando un hombre atrae sobre sí
la atención diciendo algunas palabras, los demás se detienen y dicen: «tiene
una palabra», esto es, algo para decir, eweke, lo que significa a la vez que ha-·
bla y que se manifiesta. «Te hablo» se traduce comúnmente: eni a eweke koi
o, lo que significa «tengo una palabra para ti».
Eweke' significa palabra, pero no corresponde, como en Caledonia, a la pa-
labra mala, al adulterio. La palabra procede de las entrañas, puesto que al co-
razón se lo llama «el cesto de las palabras». Todo lo que es del hombre es ewe-
ke; su elocuencia, el objeto que fabrica, lo que crea, lo que posee como propio,
su obra, su intención, su bien, su jardín, su mujer, su bienestar psíquico, su
sexo. Todo esto es la palabra. Como la gente de Lifú es cristiana desde hace
un siglo, la lengua ha podido modificarse, pero corrientemente se oyen dos ex-
presiones que señalan los dos extremos del sentido de eweke:
ekon eweke: el contenido de la palabra es un eufemismo para designar al
sexo masculino y su órgano;
eweke Atesi: significa la Palabra de Dios en toda su grandeza.
Se observa cómo estos dos términos, eweke y no, que pertenecen a dos len-
guajes, en dos islas diferentes, tienen un sentido complementario uno del otro
y, en el fondo, una significación común; traducen uno y otro de manera clara
lo que los melanesios entienden por palabra: es la manifestación del ser, o del
que existe, si el término «ser» parece demasiado preciso; la manifestación de
lo humano en todos sus aspectos; desde la vida psíquica hasta la obra manual
y la expresión del pensamiento. Indicación decisiva de la poca diferenciación
establecida entre el ser y la cosa. Pero la cosa puede ser sustancia u objeto,
puede no ser más que una parte separada, pero esencial, de aquel de quien
procede. La palabra, como tal, es un objeto. El objeto procede del hombre y
el hombre se apoya en él, y sin este objeto el hombre se extravía y el grupo
se disuelve.

LA PALABRA QUE PERMANECE (TRADICION, MITO, ESTATUTO)

Dilucidados los significados de los términos no y eweke, se comprende que


el caledonio considere la palabra como una realidad sólida. Le gusta decir «la
palabra que permanece». Ella es la que reúne los ritmos de la vida y marca
su continuidad a través del tiempo que viven las generaciones.
La sociedad canaca descansa sobre un conjunto de contratos establecidos
no entre personas, sino entre generaciones. En las alianzas matrimoniales, la
mujer acordada a un clan es un préstamo que ha de retornar al clan en la per-
sona de su hija o de su nieta. Las circunstancias -muerte, guerra, pasiones
criminales- pueden impedir el pago de la deuda por una generación o dos,
y entonces se la remite a la siguiente generación. Estos contratos pueden du-
LA PALABRA 137

rar, pues, tres o cuatro generaciones; es decir, que pued~n cubrir un siglo, y
esto en el seno de una sociedad sin pergaminos ni notarios. El nombre de la
abuela por «reembolsar» puede ser olvidado, pero el pensamiento, el acto com-
prometido antaño, no. Son la palabra que permanece. Y la palabra que perma-
nece domina al tiempo.
En uno de sus aspectos menores, la palabra es la forma que toma entre
los melanesiosuna parte de lo que nosotros llamamos la tradición. No se sabe
cuándo ha comenzado, pero dicta comportamientos, y mantiene la unidad cul-
tural de las generaciones sin que ninguna de ellas alegue otra razón que «Es
la palabra de los viejos» o «de los dioses». Esta forma de tradición se inserta
en la continuidad del clan. Su forma procede de la vida de la palabra.
Así se explica que en las lenguas del grupo sur de Nueva Caledonia los tér-
minos reputación, renombre, o narración mítica se confundan en la expresión
«palabra prolongada», rheno, virheno. En las leyendas las jóvenes parten con
su fe puesta en la reputación de un joven jefe, para unírsele en un clan alejado.
Parece una fantasía, pero al examinar se observa que estaba previsto un viaje
en un sentido o en otro entre miembros de grupos fraternos interdesposables.
El recibimiento que se hace a la joven es el acostumbrado. Se la interroga:
-¿Viajas? ¿Y de dónde vienes?
-¿De qué viaje puede tratarse? Soy fulana.
-¡Ah!, no te pierdas en explicaciones, eres nuestra nieta, te esperábamos.
A veces la acogida es más emocionante todavía:
-¡Ah!, no hables tan bajo, de un modo que nos emociona tanto, ven. l
Estos acontecimientos se desarrollan con frescura y fervor porque proce-
den de la «palabra» en el tiempo de estos clanes.
La persona que llega es «la vida de la palabra», que une los clanes y man-
tiene la sociedad. Tradición, matrimonio, renombre o mito son, a un tiempo,
pensamientos y actos de los antepasados o de los dioses, son la «palabra que
permanece».
Durante las ofrendas familiares de los sobrinos a los tíos maternos, el tema
de la palabra vuelve a menudo a la boca del tío en su más amplia significa-
ción. Cuando, en ocasión de la visita a los niños, se rinde un homenaje, en for-
ma de víveres, al tí,p, éste responde exaltado la perennidad de los víveres ofre-
cidos de generación en generación:
-Recibo y tomo estos víveres. Permanecerán inmutables e intangibles, pues
en vosotros y en nosotros la palabra permanece viva. Ella tiene un esqueleto:
grandes y pequeños, aquí o allá, siempre alrededor de nuestras piernas bulli-
rán los niños.
Luego en una fórmula de bendición retoma la misma idea.
-Que sea bienaventurado el espíritu de este niño y alto su tótem; que ten-
ga el oído fino, el ojo aviwr, los miembros fuertes; que su cabeza sea un trozo
de roca y que exalte el aliento que de padres y abuelos ha recibido en virtud
de la palabra que va y viene como el flujo y el reflujo en el clan de sus tíos
maternos. 2
Esta palabra, que domina los ritmos de la vida social, no puede consistir

1. Ibíd. Documents néo-calédoniens, pág. 170.


2. Ibíd., pág. 345.
138 DO KAMO

en conversaciones intercambiadas antaño y que desde hace mucho se han des-


vanecido. No se refiere tampoco a los tesoros canjeados hace mucho en oca-
sión de un matrimonio; éstos han tomado nuevas direcciones desde tiempo
atrás. Pero la palabra tiene un esqueleto en la juventud del grupo; es el con-
junto de la vida social de otra época y también el de la época actual, en lo que
concuerdan. Es la vida total del clan captada a través de las edades. Con la
palabra el canaco toma posesión de la duración.
y esta toma de posesión lleva al melanesio a un plano en el que el pensa-
miento puede desarrollarse indiferentemente, con apoyo del mito o sin él. Los .
sucesos pueden ser efecto de la palabra. El término palabra es uno de los po-
cos sustantivos que se emplean solos, sin necesidad de un pronombre posesi-
vo que lo acompañe. En las lenguas melanesias no se puede -lo sabemos-
citar un objeto en sí; hay que situarlo siempre. No se dice una cabeza, un pe-
dazo, sino su cabeza, su pedazo, o la cabeza del caballo, el pedazo de la made-
ra. El término palabra ha escapado de esta exigencia; se basta a sí mismo. Aun-
que proceda siempre del hombre, del antepasado o del dios, la palabra puede.
ser separada de ellos. Se dice «comienzo una palabra», es decir, una acción.
Pero las consecuencias de esta «palabra» pueden ser tan indirectas que es-
capen del iniciador. La acción sigue su curso; la magia y otras cosas descono-
cidas actúan e impiden reconocer a nadie como dueño de los acontecimien-
tos. Un día, una persona faltó a una cita. y se insinuó:
-Falta por causa de la palabra inconveniente.
Esta persona había tomado una determinación falsa que la había inducido
a error; pero esta determinación y su acción no le eran imputadas: su palabra
estaba separada de ella y se bastaba a sí misma. Así, la palabra, bajo este as-
pecto alejado que puede tener, toma a menudo un l:arácter impersonal. Apare-
ce extraña y hasta como una modalidad exterior de la significación. Sería aven-
turado decir que hay ahí un primer comienzo de esquema causal, pero la
palabra tiene ya un papel etiológico. Tal vez por eso se la encuentra en los tér-
minos compuestos por los cuales se designa el renombre, los cuentos y los mi-
tos (virheno, etcétera).
Pero la palabra actúa también en otras circunstancias. Es indispensable
para la construcción del hombre o.de su grupo. El canaco se siente sostenido
por su conformidad con la palabra. Lo que él llama «palabra mala» o «pala-
bra falseada» no es de ninguna manera una palabra que él juzga culpable, sino
que la califica como nociva para el conjunto y el equilibrio de su sociedad.
Conoce la virtud de la palabra recta y aprecia la necesidad del conformismo
que exige ésta. La palabra mantiene, pues, la integridad de la vida social, cons-
truye el comportamiento social de los miembros del grupo, es un objeto que
consolida lo que sucede en el hombre y tiene para este último una función de
estabilizador.

EL VERBO

La jefatura caledonia, cuya autoridad reposa enteramente en el prestigio


de la palabra, confirma extrañamente estas observaciones. El jefe tiene la ta-
rea de recordar en nutridos discursos todas las tradiciones, alianzas y episo-
dios famosos del clan, todos los compromisos, todo su honor.
LA PALABRA 139

La palabra del jefe está hecha de relatos fijados, míticos o no, de imágenes
que evocan momentos de valentía. Tiene un contenido dinámico. Es la sabidu-
ría y la llama de las edades. Posee un valor de símbolo. Otorga su significado
a la tradición, la actualiza, sitúa a los hombres en el tiempo en que viven, los
asciende a un plano más elevado, los llama a la existencia. La tarea del jefe
caledonio es un ministerio, que se podría comparar con el de una presidencia
efectiva. Él es el depositario de la palabra del clan; es el verbo del clan. Esta
definición no me pertenece. La he recogido de boca de un auténtico jefe, Min-
dia, el día en que un gobernador curioso y deseoso de espectáculo había pedi-
do ver a un jefe pronunciar esas arengas «que abrazan al pueblo». Ahora bien,
negligente en lo relativo a tradiciones indígenas, este gobernador había dado
sanción anteriormente a un juego de intrigas que muchas veces favorece la
colonización: había reducido al mínimo la jefatura del gran jefe Mindia, de
muy alto linaje, en provecho de algunos advenedizos que intrigaban con títu-
los y despojos. Invitados a arengar, estos seudojefes que caracoleaban a caba-
llo alrededor del primer magistrado, rehúsan uno tras otro. Por la insistencia
de este último declaran por fin:
-Sólo Mindia puede hablar.
Cuando se acercan a él, Mindia replica:
-Estos individuos que no valen nada dicen que son jefes. Que lo prueben.
y con un encogimiento de hombros, cargado de piedad hacia tales preten-
ciosos, agrega:
-El jefe es la palabra del clan.
Traduje por: el verbo del clan. Mindia rehusó emplear porque sí la pala-
bra, pues me explicó más tarde:
-¿Cómo podría seguir arengando a mi pueblo, si sabe que he jugado con
la palabra del clan?
La palabra es tan sagrada en boca del jefe como lo es el altar bajo la mano
del sacrificador. La palabra de las arengas y los ritos del altar no se profanan.
El melanesio tiene necesidad de uno y de otro para afianzar su jerarquía.
Nos hemos preguntado al comienzo de este capítulo cómo los caledonios,
cuando eran todavía salvajes y no sabían sino algunas palabras de francés,
habían podido encontrar, en contacto con el blanco, una correspondencia en-
tre los vocablos no, eweke, yel término palabra. ¿De dónde surgió esta equiva-
lencia para ellos? Ciertamente que ningún europeo se la ha indicado. Entre
nosotros el término palabra en el uso corriente ha tomado el sentido más va-
CÍo que pueda darse. Pero el canaco nos revela por sí mismo el secreto de su
interpretación.
En la colonia ocurre que el blanco «da su palabra» y, por ello, compromete
a su ser. Puede suceder también que tenga el verbo alto, o altivo, por el cual
el canaco percibe un comportamiento del blanco. Cabe que actúe con ruido
a expensas de la seguridad del indígena, por lo que éste experimenta la mor-
dedura de su acción. El canaco encierra en una sola representación lo que ob-
serva del bhlnco, su pensamiento, su discurso, su acción. Y cuando el blanco
profiere a la ligera el término «palabra» para expresar sus opiniones o se tor-
na amenazador para decir al canaco torpe:
-Repite tus palabras,
140 DO KAMO

el canaco no duda de que se trata, en el término palabra, de la manifestación


del blanco en su ser secreto. La palabra era exactamente la traducción de no.
No hay nada que objetar al melanesio; la traducción es correcta. Palabra
y lenguaje en sus múltiples formas son realmente la manifestación del ser. Es
una lástima que en nuestra lengua no haya surgido ningún término que, al ab-
sorber el sentido profundo que la Palabra o el Verbo tenían en su origen, haya
conservado la expresión de una realidad que la Palabra, en su delicuescencia
en la charla, y el Verbo, en los meandros de la gramática o la teología, no pue-
den ya expresar. ¿O acaso se les podría devolver su primitiva frescura?
Es notable encontrar, entre hombres que no tienen todavía pensamiento
conceptual, un término concreto que traduzca una realidad sobre la que po-
drá apoyarse sólidamente este pensamiento en proceso de realización.
Se observa este pensamiento en acción si se advierte, en momentos del ad-
venimiento del cristianismo, la plegaria de los primeros canacos cristianos que
agradecían a Dios porque «la Palabra había llegado hasta la aldea; después
se prolongó y llegó hasta este valle; luego se prolongó nuevamente, franqueó
la montaña y tocó el otro lado de la isla». Bajo esta forma concreta de un obje-
to que se extiende, el canaco veía en la palabra la manifestación divina que
estallaba aquí, después allá, visión de palabra actuante, y no solamente crea-
dora. Todo lo que estimula o impulsa en él las fuerzas psíquicas, su espíritu
o su pensamiento, es Palabra o Verbo.

REPRESENTACIÓN DE LA PALABRA EN ESTÉTICA3


,
Si tenemos algunos inconvenientes en captar esta comprensión del indíge-
na, o en seguir lo que hemos explicado del sentido de no, palabra, permanez-
camos al lado del jefe, verbo del clan, y observemos simplemente el cuadro
de su vida. Procede de una estética. Hay mástiles erigidos, hay esculturas. Y,
sobre las jambas de las chozas, en las flechas mismas, sobre muchos postes,
en todas partes donde la costumbre quiere que figure el rostro del antepasa-
do, he aquí que, muy a menudo, este augusto rostro saca la lengua. El jefe que
exalta la palabra del clan está sostenido por la presencia figurada de estos an-
tepasados que sacan la lengua. No puede ser juego de artista; no habría sido
tolerado. ¿En qué lugar del mundo los muertos se burlan de los vivos? No hay
oposición entre ellos, y los difuntos están lejos de reírse del vivo al que consi-
deran más feliz. Ningún rasgo burlón, ningún rictus sostiene la lengua afuera.
La cara es seria, la expresión apacible, sin pliegues ni comisuras, y de la boca,
simplemente entreabierta, la lengua desciende sobre el mentón, natural, alar-
gada sobre la barba, a no ser que avance horizontal y derecha como si acabara
de lanzar una pulla. En las Nuevas Hébridas, grandes vigas llevan una cara
humana hecha con arte en forma de arco de luna. El mentón desaparece en
la punta de la curva, escondido por la desmesurada abertura de la boca. No
hay dientes ni pliegues profundos; una boca serena, que ofrece a la mirada
un plano inclinado majestuoso y, coloreada de rojo, la lengua.

3. Este tema ha sido ya tratado en nuestro libro Gens de la Grande Terre, págs. 100, 101.
Extraemos de alli los pasajes que se encuentran en este libro.
LA PALABRA 141

No existe impertinencia del escultor sino un pensamiento piadoso inscrito


en la materia. ¿No es el músculo de la lengua el que exterioriza las virtudes
de la tradición, las decisiones viriles y toda la manifestación de vida que la
palabra lleva en sí?
La lengua es el sostén- del poder. Cuando el escultor quiere honrar el ante-
pasado cuyos rasgos estiliza, destaca la lengua, alargada, ancha, y la perfila,
pues es para él la concreción del poder y de la sabiduría del antepasado cuan-
do pensaba, hablaba y actuaba. La lengua es el símbolo de estos tres actos en-
cerrados en el término palabra, cuyo misterio tanto ha preocupado a los filó-
sofos antiguos.
Así, artistas de concepciones concretas habían creado un simbolismo mu-
cho antes que los pensamientos demasiado anaüticos de Occidente vinieran
a modificarlo todo. Lejos de anali~ar los rasgos antiestéticos de la lengua, y
de pensar que mejor es dejarla como trazo redondeado detrás de los dientes;
lejos de contemplarla sospechosamente, a la manera de Esopo, el fabulista,
o d~ Santiago, en su Epístola, que la pinta como un órgano subversivo, ellos
la tomaron entera, tal como la naturaleza la ofrece, la pensaron como la ac-
ción la revela, móvil y activa. Y puesto que está cargada de esa sabiduría del
hombre, que es su palabra, y que proyecta hacia afuera los datos de la vida
de las generaciones, ellos la han sacado afuera, la han exteriorizado, la han
extendido sobre el mentón como un ideograma que afirma la palabra.
¿Visión intelectual del artista -se dirá-, a la manera de los niños? Puede
ser, pero sobre todo dignidad otorgada a la lengua en una estética que el cana-
co puede comprender: escultura de sentido límpido para los ignorantes. E ilus-
tración práctica de la mentalidad de estos melanesios que de buen grado nos
imaginamos brutales e incapaces de fineza, porque no tienen fuerza para la
elaboración conceptual. Pero he aquí que, de entre los músculos, los esculto-
res melanesios exaltan lo más sutil, la lengua, y en su representación encie-
rran todas las imágenes de pensamiento, discurso y acción. La lengua, en esté-
tica, es la palabra en el lenguaje.
La palabra es el poder de manifestación esencial del ser.

PALABRA y LENGUAJE

Así, la palabra no implica el discurso, pero es a la vez el acto medido o es-


pontáneo, la acción, el comportamiento psíquico, mediante los cuales cada uno
se revela o se afirma. Elocución, lenguaje, no son palabra, son un modo de
expresión, y un modo excelente, nacido de la experiencia sensible, pero un modo
insuficiente para el indígena. No porque su lenguaje no sea rico ni esté bien
formado. Su frase, con las partículas que contiene, corresponde a una lógica.
Se pueden extraer de ella las reglas y establecer una gramática que está llena
de sutilezas. Pero, nacido de la experiencia sensible, el lenguaje no sobrepasa
esta experiencia. Su desarrollo es paralelo al de la técnica de los,hombres; pri-
meramente pesada y complicada, tantea durante largo tiempo y tiende a la
simplificación, hasta que se realiza plenamente cuando consigue una construc-
ción en la que ningún material o detalle es inútil o superfluo, en la que todo
el conjunto reviste un carácter absolutamente lógico. La gramática procede
142 DO KAMO

a la inversa de la naturaleza, para la que superabundancia y derroche signifi-


can vitalidad: la técnica, obra de las manos, conduce a discernir la lógica de
las cosas. Su práctica dirige de este modo al pensamiento hacia una lógica pa-
ralela. Cuando los canacos preparan un plan o discuten un acuerdo, dicen: Gere
wa ceki tu ma de = nosotros hacemos por ordenado y conforme a la regla;
es decir, actuamos para que todo sea ordenado, justo, igual. La imagen se toma
de la fabricación de faldas, cuya medida en madera de asegura el largo pare-
jo de las fibras. De todas las industrias canacas, ésta es la única en la que in-
terviene la noción de molde o de modelo. Alrededor de este bastoncillo toma
cuerpo la idea de medida y de ajuste, simple imagen, pero también pensamiento
de medida abstracta. Ilustración de la lógica técnica que apoya a una lógica
que crecerá en la medida del desarrollo del canaco. No es todavía el pensa-
miento formal, pero ya es el camino hacia él. El pensamiento propone y re-
suelve ecuaciones de las más altas técnicas, pero, como decía Aristóteles:
AO"(l.XÓ¡; XmX&VÓ¡; = lógico, por lo tanto vacío, formal. El lenguaje representa,
en consecuencia, el papel de un excelente instrumento técnico, pero, en esta
misma medida, deja de participar en la palabra. El ser no se encuentra en lo
que es formal; lo que la palabra manifiesta de él es cualidad, tonus, poderío
creador. Cuando se dice de un hombre na seri no ro poe e = no tiene palabra
en el vientre, se entiende que el hombre en cuestión no piensa nada o que no
es eficiente y está vacío.

LA PALABRA, MANIFESTACIÓN DE FUERZA CONCEPTUAL Y CREADORA


POR LA CUAL EL SER SE AFIRMA

Cuando tiene éxito una gran empresa, como el descenso de un árbol, de


la montaña al mar, para hacer una piragua, se explica enseguida el buen éxito
del descenso del tronco sin accidentes, sin pierna rota, u otra contrariedad,
diciendo exactamente: la palabra (no, acción) ha sido buena porque se ha se-
guido la palabra (no, acción, revelación) de fulano, y nombran un dios. De ma-
nera que después de esta gran operación que exige cien hombres, atención,
preparación de caminos en la selva, de lianas resistentes y grandes esfuerzos
diversos, nosotros pensamos: técnica, y ellos piensan: palabra. Aun en plena
acción mecánica ellos han quedado en lo mítico.
La palabra es, pues, inspiración, revelación, dinamismo. El escultor no tra-
baja si no la siente en él. Cuando tiene que esculpir a algún antepasado deifi-
cado, son los hombres que han llevado al muerto al cementerio, los deudos,
los que van a la selva a buscar la pieza de madera que confiarán al artista.
Las manos de aquellos hombres, por haber velado al muerto, están impregna-
das todavía de los efluvios del difunto, y por esa causa están calificados para
abatir el árbol atávico que será elegido y para transportar el tronco. El largo
contacto de estas manos con la pieza de madera la convertirá en participante
verdadera de la vida del difunto, de quien pronto llevará los rasgos. El escul-
tor cincela esta pieza cuando le place, apoyado contra un árbol de la aldea.
Lo alimentan y no debe preocuparse por cultivos que cuidar. Permanece en
comunicación con su modelo invisible. Respetado por todos, está lleno de pen-
samientos vivos del pasado, y estos pensamientos que se prolongan a lo largo
LA PALABRA 143

de generaciones, son precisamente lo que constituye la vida de la tradición:


la palabra.
La levedad de la mano confiere al escultor otras posibilidades, pues am-
plía su campo de acción (en melanesio: alarga el campo de su palabra). Hábil
en el manejo del cincel de escultor, lo será con todo instrumento cortante. La
pequeña lámina de cuarzo que sabe preparar para ahuecar el detalle de una
pupila, o los intersticios de los dientes, en una máscara, constituye exactamente
el instrumento necesario para el alivio del cuerpo humano. El artista se hace
cirujano y su cincel más fino se vuelve bisturí.
Pero no actúa como virtuoso. Así como la escultura se la ha inspirado el
antepasado deificado, la operación quirúrgica también es algo dado por los
dioses, una palabra, no, según su propia expresión. Del escultor, como del mago,
diría: «Nosotros pensamos arte, técnica, y ellos piensan palabra». Y la pala-
bra se confunde de tal modo con su acción o su actividad técnica, que la ac-
ción cesa cuando deja de ser uno de los elementos de la palabra. Un escultor
tenía fama de buen cirujano. Se hizo cristiano. Un día noté que él ya no opera-
ba. Le pregunté la razón.
-No -dijo- desde que la Palabra de Dios está en la región, la cirugía fra-
casa. Operé la pierna de fulano; mi bisturí se ha desviado; la operación no fue
satisfactoria. -y agregó-: Ya no es la misma palabra.
Nosotros disociamos los actos de fe de los actos manuales; pero el melane-
sio no conoce esas dicotomías. La misma revelación es la que impulsa al hom-
bre y la que dicta su gesto. Y el gesto se pierde si la revelación falta. El ciruja-
no se vuelve torpe y el artista tosco.
Para tomar en cuenta la acción por sí misma sería necesario separarla y
procurar realizarla libre de todo apoyo trascendente.
¿Se tratará de un trabajo de secularización del pensamiento? El término
es falaz. En realidad, se forma una estructura nueva del pensamiento, en cuyo
curso la palabra se disociará; el pensamiento y el acto pueden volverse autó-
nomos, a menos que en relación el uno con el otro no se coloque cada uno en
su lugar, en reciprocidad de posición. El técnico canaco consideraba que toda
su actividad era un don de los antepasados deificados. Se comprende que en
el momento del hundimiento de éstos el don desaparezca y el técnico privado
de este influjo no tenga más celo ni talento. Ya no hay voz, no hay dones, y
porque ya no hay mito que nutra la palabra, tampoco hay palabra, es decir,
concordancia asegurada entre el pensamiento, el discurso y la acción técnica.
De esta concordancia está hecha la consistencia humana y la dignidad del ca-
naco. Ella señala al hombre que actúa en comunión con los invisibles y que,
bajo la acción de éstos, se actualiza al vivir el tiempo de un antepasado. Y la
palabra, en su riqueza de pensamiento, de discurso, y hasta en su realización
técnica, aparece en consecuencia como poder de actualización de un tiempo
y de una revelación mítica. Es el surgimiento de fuerza conceptual por el que
el ser se afirma.
Es interesante ver al melanesio intentando retener este momento, para lo
cual repite el gesto o la frase que han sido eficientes. Hechizo, ritmo, fórmu-
las, suplirán todo el trabajo de elaboración conceptual. La palabra se vacía
de la riqueza que atesoraba cuando encerraba a la vez el pensamiento, el dis-
curso y la acción. Ya no queda sino el lenguaje, instrumento pasivo porque
144 DO KAMO

está reducido al papel de receta mágica y de fórmula. Pero la fórmula es a la


palabra lo que el cadáver al vivo. Por esto también las técnicas degeneran a
medida que la palabra se despoja y cede al lenguaje. Desde que los caledo-
nios, hábiles decoradores y escultores, entraron en contacto con la coloniza-
ción, no saben más «la palabra del clan», como tampoco saben manejar el cin-
cel del escultor. Como decía el cirujano citado anteriormente «ya no es la misma
palabra». Pero puede suceder que ya no sea ninguna palabra si nada reempla-
za a lo que ellos pierden, al ser arrojados de repente a las escuelas francófo-
nas. Es siempre profundo lo que aquel viejo de Goro decía al quejarse, en su
francés, de la ignorancia de los jóvenes letrados:
-Desde que se los ha metido en la escuela ya no saben nada.
Han perdido ese surgir de fuerza conceptual mantenido por sus tradicio-
nes y su lenguaje, que permitía a sus antepasados neolíticos organizar una so-
ciedad y cultivar con gusto una región en nombre de la palabra que permanece.

Así los términos eweke, no, revelan un sentido profundo ligado al término
palabra. Su significación explica por qué los habitantes de Huailú, cristiani-
zados y capaces de leer los Evangelios en su lengua, retuvieron con insospe-
chado interés el Prólogo de Juan: In principio verbum, en el principio fue la
Palabra. Y más adelante: la Palabra hecha carne. Estos indígenas no veían en
todo esto sólo una forma de cosmogonía, de Weltanschauung, sino que se sen-
tían situados, dirigidos y penetrados, porque en su vida habitual no tienen fuer-
za ni comportamiento social sino cuando en ellos se mantiene la palabra que
permanece. Hay mucha distancia entre la palabra de estos indígenas y la de
Juan, pero esta acogida espontánea a textos con re~>utación de arduos mues-
tra de qué manera el término no, palabra, traduce para el canaco la manifes-
tación misma del ser y, en definitiva, el testimonio de sí mismo. 4

4. Nuestra observación se ha visto corroborada de manera inesperada por las investiga-


ciones de Goldstein sobre los afásicos. «El lenguaje no es para ellos más que un instrumen-
to. Hablan sin pensamiento ni personalidad.» Y agrega una conclusión que ilustra la vacui·
dad observada en el indígena evolucionado: «El hombre normal parece conducirse de la misma
manera (como los afásicos) cuando habla o actúa en un mundo alejado de él y privado de
alma. Desde el momento en que el hombre utiliza el lenguaje para establecer una relación
viviente consigo mismo o con los semejantes, el lenguaje ya no es instrumento ni medio; es
una manifestación, una revelación del ser íntimo y un lazo psíquico que nos une al mundo
ya nuestros semejantes» (Journal de psychologie, n.O 1,4, pág. 496, 1933).
Exactamente el contenido de no, eweke. Un canaco diría, si pudiera leer este pasaje: el
lenguaje de aquel que establece una relación viva es el lenguaje en el que está la palabra:
Ka wi na no.
CAPÍTUlD 10

LA PALABRA CONSTRUCTIVA

La palabra no podría representar un papel tan pleno como es el suyo en


la vida del melanesio, si fuera solamente la manifestación de un ser incoloro
y pasivo. Sin duda, el canaco aparece así cuando se le sorprende en su socie-
dad, envarado por el ritual y en perpetuo peligro de infracción totémica, o de
otra clase; pero gran cantidad de expresiones en el lenguaje revelan aspectos
a través de los cuales aparece el ser en su diversidad: palabra sabia, palabra
totalmente peligrosa, palabra recta, severa, hábil, torcida, falaz, idónea, ade-
cuada, igual, libre, de fondo perdido. Son tantas fórmulas corrientes como as-
pectos bajo los que se adivina un carácter del ser. No se podrían agregar epí-
tetos nuevos sin la obligación de hacer explícito el pensamiento; no se podría
decir, por ejemplo: palabra sagrada o palabra profana, precisamente porque
estas calificaciones conciernen a abstracciones y no a aspectos del ser.
Entre estas diversas expresiones, dos necesitan comentario: la palabra li-
bre y la palabra de fondo perdido. Prácticamente intraducibles a nuestras len-
guas, son sin embargo las más ricas para ayudar a penetrar más profunda-
mente en el papel de la palabra entre los melanesios.

EL PARENTESCO DE FRANCA EXPRESIÓN

La palabra libre pertenece a quienes la relación de parentesco no constri-


ñe a los respetos rituales ni a tabúes relacionados con ellos. Un término gené-
rico denomina a los hermanos: kaaveai, los que hablan juntos; otro término
que comprende un círculo más vasto comprende a los que pueden averhono,
es decir, hablar burlándose unos de otros. Aquí burlar sjgnifica menos la iro-
nía vacía que la broma, buena o excesiva, o la causticidad de una verdad des-
nuda. Este hablar libre es siempre verde, a menudo cómico y obsceno. Se han
conservado estas jocosas ocurrencias y se ha otorgado a esta institución el nomo
bre de «parentesco de broma». Pero entre nosotros, en Nueva Caledonia, ya
le habíamos dado el nombre de parentesco de franca expresión, que nos pare-
cía el término exacto, pues la mordedura de la burla no siempre es divertida.
Es lo que sucedió en Numea, en ocasión de un gran proceso en el que se-
tenta rebeldes fueron acusados de incendio, pillaje y asesinato.\ La política

1. Presumiblemente, Leenhardt se refiere aquí a la gran rebelión que tuvo lugar en Nue-
va Caledonia en 1917 y que el propio autor contribuyó decisivamente a apaciguar, aunque
desde la administración colonial se trató de aprovechar la ocasión para pasarle factura, pre-
sentando los sucesos como un supuesto «complot protestante». El factor subyacente de la
rebelión pudo ser, una vez más, el expolio de tierras y las invasiones del ganado de los colo-
146 DO KAMO

había falseado la instrucción del proceso de modo que se iba a llevar a la cor-
te a condenar una cantidad de inocentes mientras los culpables se beneficia-
ban de un sobreseimiento.
El jefe de estos últimos gozaba de gran crédito y vivía en paz en su aldea.
Un día, golpe de efecto: se llega a saber que en Hienghéne, una joven ha osado
hablar al jefe delante de sus hombres; se ha burlado de la sabiduría de aquel
que era el culpable del desastre de la rebelión, de la muerte de su marido a
manos de los blancos, de las intrigas, que ella denuncia, y nadie, en el recinto
de la jefatura, se ha movido. Ningún anciano se ha erguido para detener las ~
burlas de esta mujer, que eran palabras quemantes y trágicas denuncias en
el fondo. El eco de esta escena llegó hasta el tribunal, pero se la apartó pen-
sando que se trataba de una maniobra dilatoria; se consideraba imposible que
una de esas mujeres que se ven caminar en cuatro patas delante del jefe, osara
erguirse impunemente. Pero fue necesario rendirse ante la evidencia, y la mu-
jer compareció ante los tribunales a testimoniar. Grande, esbelta, apenas en-
vuelta en una tela de algodón que dejaba adivinar su gracia, pronunció pala-
bras que demolieron completamente la construcción de tres meses de esfuerzos
jurídicos. Los acusados, en sus bancos, comprendían lo que ella decía antes
de ser traducido a los jueces, percibían en ella a la salvadora, y manifestaban
una exultante alegría. Escena de extraña verdad canaca frente a los rojos ro-
pajes de un tribunal desconcertado. Se resolvió llamar al jefe como testigo,
pero estaba muerto, y dos de sus acólitos, denunciados por las burlas de la
mujer, lo habían seguido en esa sabia partida.
Entonces, lentamente, los oídos de los jueces se tornaron más sensibles a
los decires de la gente acostumbrada a la cosa inq,ígena: la mujer en cuestión
estaba en relación de parentesco de franca expresión con el jefe. Tenía dere-
cho a hablar así y lo que había hecho, aparte de la gravedad del asunto, no
era sino un acto acostumbrado en la vida indígena.
Un parentesco de franca expresión entraña, pues, todos los aspectos cómi-
cos o solemnes de la palabra libre. Se ha querido ver en la costumbre de estas
relaciones sin trabas un desquite contra las relaciones marcadas por el tabú,
tan abundantes en estas sociedades, y tan espectaculares. La distensión junto
a la tensión ritual, ubris opuesto a aidos. 2
Pero en todo esto no hay tanta teoría. Lo que existe es el hecho de que esta
sociedad se divide en dos grupos: aquel cuyos miembros están dominados por
la categoría del sexo y aquel cuyos miembros se sustraen de esta categoría,
es decir, aquel donde se requiere una estricta disciplina, con tabúes y soste-
nes místicos, y aquel donde la defensa es inútil, como sucede con los miem-

nos, pero el detonante fue el malestar causado entre la población nativa por el reclutamien-
to de canacos como fusileros para participar en la Primera Guerra Mundial (la movilización
de tropas nativas se repetiría durante la Segunda Guerra Mundial, en la cual se envió a los
fusileros canacos a luchar nada menos que al desierto de Libia). En referencia a dicha rebe-
lión y al papel que Leenhardt jugó en ella, véase James Clifford: Person and Myth: Maurice
Leenhardt in the Melanesian World. Berkeley, University of California Press, 1982, especial-
mente el capítulo VI, y también Jean Guiart, «Les événements de 1917 en Nouvelle-Calédonie»,
en Journal de la Société des Océanistes 29 (1970), págs. 265-282. (N. del r.)
2. Véase M. MAUSS, «Parentés a plaisanteries», Annuaire de l'École des Hautes Études,
1927-1928.
LA PALABRA CONSTRUCTIVA 147

bros de las fraternidades interdesposables -para quienes las relaciones son


lícitas- o con aquellos de edad neutra, como los ancianos'y los niños, o con
aquellos, en fin, de una categoría particular, como la tía paterna que, por su
matrimonio con el tío materno, ofrece una faz masculina y otra femenina. Es-
tas clases de personas son las únicas que, en el capítulo esencial de los inter-
cambios sexuales, no han sido colocados entre barreras. Sin protocolo, ellas
han guardado de su estado una libertad de la que usan desde que se les ofrece
un público divertido o grave para apreciar la audacia de sus conversaciones.
En estos grupos, en los que la presión social es tan fuerte, la relación de
parentesco de franca expresión es la que mantiene las posibilidades de espon-
taneidad, y a través de ella aparece netamente la personalidad verdadera del
canaco, capaz de reaccionar contra el aparato social por ironía o por cólera.
Los crow de América, que tienen en su sociedad relaciones de parentesco
de la misma condición, explican la costumbre por un mito de origen. Uno de
los héroes del relato exclama:
-No lo mataré, mis parientes se burlarían de mí. 3
Aquí se aclara lo que el canaco deja todavía en la oscuridad. No es el temor
a la represión el comienzo de la prudencia, sino la aprehensión de este ele-
mento de libertad dejado en el seno de una sociedad que no ha llevado todavía
las presiones rituales más allá de lo que exigía un ordenamiento prudente de
la vida orgánica. Se puede llamar costumbre a la disciplina social, pero las
réplicas cómicas o trágicas, surgidas del libre hablar, manifiestan una prime-
ra libertad de un juicio de apreciación. Puede ser que la tradición de los pa-
rientes de franca expresión haya tenido prácticamente la función de un me-
diador que ayuda al hombre a conocer su acción en su relatividad y a apreciar,
a través de ella, como un valor. Y por ello puede ser que esta tradición corres-
ponda a una forma de una ética incipiente. 4

LA PALABRA A CUALQUIER PRECIO Y EL CASO DEL MAL PASO

Si se pregunta al que ha emitido su libre opinión la razón de su audacia,


declarará que lo ha hecho bwiri, o i bwiri; es decir: a todo trance o a fondo
perdido; la ha emitido como un envío en el estilo lírico, sin saber demasiado
lo que sucedería. La mujer que lanzó sus invectivas al jefe, no lo hizo con el
deliberado propósito de quien ha sopesado todas las consecuencias de su acto,
inclusive el tribunal, sino que lo ha hecho como empujada por un sentimiento
y dispuesta a todo lo que le puede traer aparejado a ella misma o al jefe. Ella
ha hablado i bwiri; es decir, ha lanzado sus palabras como se hace con un asunto
incondicional: más adelante veremos la conducta a seguir. El término bwiri
califica la acción de todo hombre que se ha aventurado a un riesgo.

3. «Myth and traditions of the Crow», Anthro. Popo Amer. Mus. Nat. Hist. XXV, págs. 25
y 30. Citado por M. MAUSS, ibíd., pág. 9.
4. Este papel constructivo de la broma o ironía se encuentra sorprendentemente confir-
mado por las observaciones de DAVID ROUSSET en L'Univers concentrationnaire, págs. 185-186.
El descubrimiento apasionante del humor, no tanto como proyección personal sino como
estructura objetiva del universo.
Ubu y Kafka pierden los rasgos de origen ligados a su historia para volverse componen-
tes materiales del mundo.
148 DO KAMO

El término se emplea en todas las circunstancias en que el espíritu no mide


consecuencias, o aventura una tentativa, o se deja llevar. Veamos un ejemplo.
Entre los canacos que conversan, uno se ocupa en pulir una maza. Interroga-
do, declara que lo hace bwiri, es decir, sin pensamiento especial. Otro que se
deja arrastrar a un acto pasional poniendo su vida en peligro, confiesa que
no se ha dejado llevar, sino que actuó bwiri. El hombre que intenta una inno-
vación lo hace con este mismo sentimiento de correr una aventura, y de prue-
ba. Su gesto puede ser insensato, como ese viejo canaco que antaño robaba
pan a los blancos recién llegados a su isla. Entierra con cuidado los pedazos. -
como se hace al plantar un ñame. Espera. Danza alrededor del plantío para
apresurar la germinación hasta el día en que el fracaso le parece evidente. Por
loco que haya podido parecer, ha querido ver si el pan no era análogo a los
demás alimentos feculentos que conocía: pase lo que pase ha intentado una
experiencia. Lo mismo hizo el jefe Mindia, que se arriesgó a montar a caballo
cuando ningún canaco de la región se había aventurado en la equitación. El
indígena, que muchos años antes había visto descender de los mismos barcos
a europeos y caballos, no dudaba de que una inteligente y feliz participación
del animal y del blanco hacía de este último un centauro. Cuando me contaba
sus últimas experiencias Mindia concluía diciendo:
-Lo hacía no i bwiri. Palabra para todo riesgo.
Como Mindia, muchos melanesios desde el comienzo del siglo han intenta-
do tener un negocio y comerciar con los alrededores. Como ignoraban toda
disciplina mercantil y se mantenían fieles a las tradiciones comunitarias de
la tribu, se arruinaron enseguida y fueron presa de los acreedores. Hicieron
una palabra bwiri y un ensayo a todo trance.. Lo ~ben, y por esta misma ra-
zón, dotados de experiencia, recomenzarán «la misma palabra». Así aprenden
el oficio. Algunos de ellos se hallan hoy protegidos de los alguaciles.
Palabra a fondo perdido, de todo riesgo, libre hablar, son otros tantos as-
pectos bajo los cuales se mantienen, más allá de la sujeción de las restriccio-
nes sociales, la espontaneidad y la iniciativa. Los tanteos de las primeras ini-
ciativas, por su éxito o su fracaso, deciden la elección. Las técnicas han nacido
de esas «palabra i bwiri», primeras audacias del espíritu que determina una
elección.
Pero un elemento de otro orden encuentra un punto de apoyo en el juego
de las restricciones y de las licencias del grupo social y facilita las audacias de
un primer juicio personal.
En todos estos ejemplos de la palabra, se observa que no se trata de un
objeto que pueda parecer néutro, y nunca se lo juzga indiferente.
Si se ha cometido un acto inoportuno por inadvertencia, o bien peligroso,
desconsiderado o sacrílego, enseguida se exclama que es dowi, palabra que,
por convención tácita, puede suprimir el efecto. Corresponde lejanamente a
cierta idea de mal paso.
La palabra no es, pues, una cosa dicha. Yerba volent. Es un objeto indes-
tructible; no puede, por lo tanto, ser vana, inútil, y si nos lo parece, no lo es
en absoluto para el indígena por una apariencia de inanidad o de vacuidad,
sino por la comprobación de que es bwiri, de fondo perdido; es decir, de resul-
tado indiscernible hasta que se pruebe lo contrario.
LA PALABRA CONSTRUCTIVA 149

LA PALABRA Y LA FIJACIÚN DE CUALIDADES O ESfADOS

La palabra es cualitativa porque el ser no se manifiesta a través de ella sino


por sus cualidades, o para decirlo más correctamente en lengua indígena en
la que no hay cualidades, por sus estados. La palabra manifiesta al ser en sus
diversos atributos. Palabra sabia, recta, justa, etc., significa: un ser que en un
momento dado ha permanecido en estado de sabiduría, de armonía, de recti-
tud. La palabra fija y consolida estas cualidades o estados, dándoles forma
u objetivándolos: el criterio de su cualidad es estar conforme con el ser; es
decir, ayudarlo a realizar lo que experimenta, considera, emprende a toda costa.
Por esa causa es creadora.
No existe palabra de la cual se pueda distinguir el ser, no hay orden con-
suetudinario del cual esté exento. Si nos imaginamos un derecho, no podre-
mos encontrarlo bajo un aspecto formal, sino que siempre está la persona ad-
herida al dato jurídico, impidiendo su aislamiento.
Tal, por ejemplo, la propiedad. Ésta es diversa, colectiva y tiene muchos
aspectos. Si durante un ciclón los torrentes se desbordan y se llevan las tie-
rras, el canaco, atento a las amenazas del río, vigila el instante en que el terre-
no de su jardín será disuelto en barro y arrastrado. Entonces se sumerge en
el agua y se deja llevar por la corriente, apoyándose en un madera que flota,
y observa donde se depositará el limo al que acompaña. A algunos kilómetros
del lugar de partida, la nueva playa que formará su tierra arrebatada no am-
pliará el campo del ribereño que dicha playa bordea, sino que permanecerá
como bien del valiente cultivador que la ha seguido a través de los elementos.
De la misma manera, todos los dominios de caza corresponden a un tótem,
los árboles a los clanes, ciertas ramas a ciertas personas. El término propie-
dad colectiva conviene a nuestra lengua, que habla de colectividad; pero esta
noción no existe entre los indígenas, que no conocen grupos o masas anóni-
mas, y por lo tanto no tienen noción de colectividades, sino solamente de so-
ciedades o comunidades que gravitan alrededor de un mismo tótem o dios,
sin que sus diversas personalidades se aparten de las de estos últimos elementos
trascendentes.
Hay una forma de propiedad más precisa todavía: la mujer que planta un
taro traza un signo propio en el tubérculo; dos o tres años después, cuando
arranca el taro, el signo ha quedado bajo la raíz y el derecho de propiedad so-
bre la planta permanece indiscutible. Del mismo modo, toda obra estética lle-
va un signo que es el del autor, y nadie puede copiar la obra servilmente. Tal
signo puede convenir al clan para el cual trabaja el artista, pero el elemento
personal agregado al signo permanece. Más original todavía es el signo de la
persona en Buka, en las islas Salomón, donde consiste en una frase musical.
Cada uno compone la suya y se hace conocer mediante ella. Si acaso está poco
dotado para llevar a cabo esta creación, se crea una para él y se enseña para
que todos la conozcan y sepan que lo representa, y también se le enseña a él
mismo para que se reconozca en ella y sepa que es él. Se le confiere a la vez
una personalidad sonora y una propiedad musical.
Pero el modo jurídico más lleno de datos personales es el de la deuda. Se
sabe que ésta se llama vida y que aquel que «debe» ha abandonado una parte
de su vida al acreedor. Volverá a recuperar esta parte cuando restituya lo que
150 DO KAMO

debía. Si el acreedor llega a morir, se verá al deudor llevar, juntamente con


su simpatía, su deuda, para retomar su vida y no dejar ninguna parte de la
misma entre las manos del muerto.
Este aspecto de la deuda nos permite comprender por qué los objetos ra-
ros que nosotros llamamos moneda, como conchillas, alhajas, jades, deben ser
considerados sólo como símbolos de vida y como sellos. El indígena no pien-
sa en contratos y prestaciones, pero repite en sus discursos, mostrando los ob-
jetos de intercambio:
-Éstos son la palabra que fue dicha.
y concluyen:
-Que la palabra sea recta.
De este modo atestiguan que la palabra ha determinado los comportamien-
tos, costumbres y tradiciones de la sociedad. Discursos y objetos no son para
ellos fórmulas y signos -vale decir lenguaje- sino tradición; es decir, mane-
ra de traducción de la palabra en su perennidad, manifestación del ser en su
continuidad.
Si la palabra no es recta, el orden se turba. Hemos citado anteriormente
al jefe de Lerexú que, durante un gran pilú, se arriesgó a una aventura pasaje.
ra. En lengua indígena, «hizo una palabra mala». Cuando volvió a su casa en·
contró a su mujer ahorcada en un suicidio vengador. Como el hombre se la·
mentara, su abuelo se le acercó y le preguntó:
-¿Por qué has perjudicado a tu mujer?
La vitalidad de la pareja dependía de la palabra recta.
Toda la disciplina social procede de la palabra y ésta se mantiene viva y
recta por la afectuosa vigilancia del jefe, verbo d-rl clan.
Al observar estas sociedades tenemos, pues, necesidad de utilizar los tér-
minos propiedad, firma, intercambios, sello, contrato, deuda, adulterio, etc.,
y, sin embargo, ninguno corresponde exactamente al concepto que nosotros
tenemos en nuestra lengua. Son términos jurídicos y no nos hallamos en una
sociedad fundada sobre un derecho definido. Cuando más un prederecho, pues
los objetos que definen estos términos están diversamente indiferenciados; son
palabras, manifestaciones del ser en la sociedad. La persona se adhiere tan
estrechamente a ellos que no se los'puede considerar bajo un aspecto formal
o jurídico: se comprende mejor la institución y la significación de los mismos,
si se los considera como creación de la palabra, como tradición en la que el
acto y la persona no están diferenciados.
Lo mismo sucede con el rito que es a la vez gesto y elocución. Si la dicoto-
mía se opera alguna vez entre los dos elementos, el rito entonces se endurece
y esclerotiza... pues sólo vale si el ser se manifiesta por el fervor en el compor-
tamiento ritual. Si el ser no interviene en el rito, el rito está vaCÍo. Para conser-
var su valor debe mantenerse como una palabra, no.

CONCLUSIÓN

El uso que el canaco hace del término no, palabra, revela que en ella busca
el apoyo que ordene su pensamiento y su acción. La palabra lo revela ante sí
mismo y lo ayuda a construirse.
LA PALABRA CONSTRUCTIVA 151

No es un elemento de su estructura, pero es revelador y corresponde a una


proyección o, si se prefiere, a una reflexión de sí mismo en el gesto y en el ver-
bo. En la construcción de la personalidad tiene el mismo papel que en el edifi-
cio el plano, las maquetas y todas las formas de prefiguración empleadas para
circunscribir, en visión o en realidad, al edificio antes de que esté erigido y
sólido. Pero el edificio sólo vale si el primer plano es bueno. Este plano preme-
ditado y realizado representa la no, la palabra que permanece y a la que no
se puede separar de la persona del arquitecto.
Co ye wa no = voy a hacer una palabra.
Hemos escrito alternativamente ser o persona, no porque los confundamos.
Ser es un término ontológico de una amplitud que no puede alcanzar la perso-
na, pero cuando se trata de la sociedad el término persona se vuelve más pre-
ciso. Bajo esta forma se presiente al ser a través de todas las manifestaciones
que revela su palabra.
Pero, ¿se justifica el término persona cuando se trata de sociedades arcai-
cas en las que no hemos visto más que personajes? Ésta es la pregunta a que
nos conduce el examen de lo que los melanesios entienden por no: la palabra.
CAPíTULO 11

ESTRUCTURA DE LA PERSONA EN EL MUNDO MELANESIO

Este ser, presentado a través de la Palabra, el melanesio no lo conoce sino


en su forma de humanidad y lo llama kamo, el viviente (véase supra, pág. 45).
Hemos traducido por personaje y el término conviene tanto al ser mítico como
al humano. Uno y otro están siempre situados en un conjunto social o socio-
rreligioso y desempeñan ahí su papel. Tal el lagarto sentado sobre la cabeza
del jefe de Koné; su mujer, al verlo doblado bajo la carga del monstruo totémi-
co, exclama:
-Ne pa kamo -es decir, conjunto de personajes. Ella no distingue cuál
es el personaje mítico y cuál el humano. Ambos forman un conjunto revestido
de humanidad.
El kamo está, pues, mal delimitado ante los ojos de los otros. Por lo común
tiene forma humana y c:s el hombre, en su generalidad; pero puede ser cual-
quier otro ser investido de humanidad. El cuerpo del kamo aparece entonces
como el revestimiento de un personaje.
El kamo mismo no está mejor delimitado ante sus propios ojos. Ignora su
cuerpo, que no es más que un soporte. Sólo se conoce por la relación que man-
tiene con los otros. Existe únicamente en la medida en que ejerce su función
en el juego de sus relaciones. No se sitúa sino por relación a ellas. Si se quiere
indicar en un esquema, no sería un punto al que habría que señalar con ego,
sino trazos diversos que marcaran relaciones, ah, ac, ad, ae, af, etc. (fig. 11).
Cada trazo correspondería a él y su padre, él y su tío, él y su mujer, él y su
prima, él y su clan, etc. Y en el centro de estos rayos un vacío que se puede
circunscribir con las a que marcan el punto de partida de las relaciones. Es-
tas a son réplicas de su cuerpo. El lugar vacío es él y él es quien tiene un nombre.
Para comprender lo que escribo aquí, es necesario tener ante la vista el
paisaje social de Melanesia. Jamás se encuentra un joven solo, sino siempre
grupos de «hermanos» que forman bloque y mantienen juntos, y en blQque,
las mismas relaciones con los otros grupos. Aun en las aventuras galantes te-
men estar solos, y la cita se concreta entre dos o tres mujeres y dos o tres hom-
bres. Pensemos en los encuentros de los jóvenes y jovencitas en las islas Tro-
briand y en la choza para la juventud.) En realidad, en estos grupos
representan todos el mismo personaje, son el mismo personaje. Es sugestivo
comprobar en las lenguas actuales la existencia de nombres que designan un
individuo y son términos colectivos: pamara: el sobrino uterino, se enuncia
como plural.
Se concibe entonces que en nuestro esquema podamos marcar diversas a

1. MALINOWSKI, La vie sexuelle des mélanésiens, pág. 84.


154 DO KAMO

FI0URA 11. Ubicado según sus relaciones.

y denominarlas réplicas del cuerpo del personaje al que aludimos. Si no pue-


do desposar a Kapo que está en a, tomaré su hermana segunda Hiké, que está
también en a. Y noto que a no corresponde a un cuerpo humano único, sino
a todos los cuerpos de hermanos y hermanas en la misma posición social. El
cuerpo a, en efecto, es relativamente intercambiable;,a representa un grupo
de gente semejante cuya realidad social no está en el cuerpo sino en ese lugar
vacío en el que tienen su nombre, que corresponde a su relación (el nombre
de cada niño es un término de posición: Kapo, Tiano = la infanta, etcétera).
Suprimamos, alrededor de esta a repetida, todas las relaciones que la aureo-
lan como rayos, y todo hombre en a será incapaz de colocarse fuera de estas
relaciones (fig. 12). No se podría, en este vacío circunscrito por las a -el
cuerpo-, situar ningún ego; ningún miembro del grupo se mostraría capaz
de aceptar ese lugar, de nombrarse, de decir "yo soy», «yo actúo». Actuará bwiri,
al azar. 0, a lo sumo, se lamentará:
-Go kamo bwiri.: soy personaje perdido.

44 a
a
a
\
( a

a
"- a
/
FIGURA 12. Vacío, e incapaz de colocarse fuera de estas relaciones.
ESTRUCTURA DE LA PERSONA 155

Si acaso alguien ha sido maldecido por un tío uterino encolerizado. es ex-


pulsado de la sociedad. se siente «en perdición». Obligado a huir. no existe
ya ninguna relación a través de la cual pueda volver a encontrarse a sí mismo.
Su palabra misma no manifiesta su ser. puesto que este ser no tiene corres-
pondiente en la sociedad y ya no responde a ningún personaje reconocido; su-
fre por haber perdido su papel. en el que se sentía precisamente un personaje;
ya no existe socialmente. Y como no se siente otra cosa que un ser social. su-
fre por no serlo. Es necesario que pueda ser nombrado; es necesario que re-
presente un papel y tenga un nombre. Es el precio de su existencia.

NOMBRE y DENOMINACION. EL NOMBRE Y LA PERSONALIDAD

El adagio «el nombre es la persona» no conviene al personaje. pues éste


tiene relaciones complejas. Como se indica en la figura anterior, las a repeti-
das pueden ser el cuerpo del personaje o el de sus semejantes. En cada una
de las posiciones de a. el personaje reviste un aspecto diferente que reclama
un nuevo nombre o sobrenombre. No existe nombre alguno que pueda abar-
carlo por completo. Cada uno lo representa en una de sus relaciones de paren-
tesco o míticas. Tan pronto el nombre sitúa al hombre del terruño: el del mon-
tículo de...• como indica la posición del hombre en el grupo de parentesco:
Puandí. Tiano. Hiké. Dui. nombres difundidos que significan el hijo menor, la
hija mayor del jefe, la menor. el miembro de la fraternidad Dui; o bien. el nom-
bre inviste a la persona misma con una personalidad atávica o mítica. Pero
ningún nombre puede coincidir completamente con la persona. El canaco está
obligado a recurrir a tantos nombres diferentes como dominios hay. en los que
establece las diversas relaciones y participaciones que conciernen a la perso-
na. ignorándose a sí mismo (el lugar vacío en el círculo de las a).
Así. el gran jefe de Huailú. Mindia. conocido por ese nombre por el gobier-
no. se llamaba Neja2 en sus discursos del pilú; Wepoe. en las leyendas y en las
conversaciones de los pueblos vecinos; Pevaduburú. para las hermanas de su
padre; Paxani. para sus abuelos; Vao. para sus hermanos. Pero su nombre sa-
grado era Kaku, que no se pronunciaba prácticamente jamás y que. para ma-
yor seguridad. en la era colonizadora actual, se mantenía en parte en la igno-
rancia.
El nombre ancestral. traído periódicamente durante el curso de las gene-
raciones. actualiza. pues, el personaje de antaño al investir con su augusta per-
sonalidad una persona nueva en la sociedad. Socialmente, Mindia es Kaku. Sa-
ber emplear este nombre en buen momento es suprimir toda barrera entre
el jefe y uno, y puede equivaler casi a un «Sésamo ábrete». El evangelizador
que ganó para el cristianismo el pueblo de Huailu. en 1894. lo sabía. Venía
de Uvea en piragua; abordó la ribera y preguntó inmediatamente por Kaku.
Al pronunciar este muy sagrado nombre no designaba únicamente a Mindia,
sino que abarcaba. a un mismo tiempo. el presente y el pasado del país al que
llegaba. y penetraba con paso firme en este dominio espacio-mítico donde el
antepasado dios Kaku permanecía actualizado. en cada generación, en la per-

2. Clan Neja, transcrito también Nindiah.


156 DO KAMO

sana del jefe. Los canacos, estupefactos por la audacia del sacerdote y llenos
de respeto, le permitieron el acceso hasta el jefe.
En Lifú, todos los bula están así investidos de la personalidad del antepa-
sado Ca, cuyo espíritu conduce alrededor de ellos el cuerpo cuando vuela. So-
cialmente todos los jefes bula son Ca.
La ilustración completa de esta investidura es ofrecida por los homónimos.
La homonimia no es reconocida entre los caledonios sino cuando se extiende
sobre todos los nombres que ha podido llevar -en derecho, pero no en los he-
chos actualmente- el ascendiente con todas las participaciones que podían
implicar. La totalidad de los nombres es necesaria para reconstituir la identi-
dad. En virtud de esta identidad, los homónimos se tratan de hermanos: viven
en igualdad de derechos y cada uno de ellos es una réplica de la misma perso-
nalidad.
Decimos una réplica. Socialmente son aquel de quien llevan el nombre pero
no una reencarnación. Este término, que se emplea a menudo porque es figu-
rativo y está justificado en el lenguaje de muchas religiones, aquí resulta en-
gañoso. Es necesario tener en cuenta la noción de tiempo propia de los pue-
blos cuya lengua debemos traducir procurando trasladar algunos aspectos de
su pensamiento. Encamación evoca la idea de una sucesión; el canaco no toma
en cuenta ninguna. El beneficio atávico no es función mágica del nombre re-
tomado, sino de la vida asegurada a este nombre por la piedad del recién veni-
do que lo lleva. Es al vivo a quien le corresponde la conquista del antepasado
cuando, en el altar, se transporta al dominio en el que se encuentra la perso-
nalidad de éste, según el ejemplo proporcionado anteriormente por Jopaipi.
El beneficio adquirido resulta de un momento vivido> en el transcurso de un
acto ritual o no, durante el cual el tiempo del vivo se confunde con el del ante-
pasado. Este momento de comunión mítica implica identidad y repetición, pero
no sucesión. Este último término señala un deslizamiento hacia el tiempo geo-
métrico que no tiene relación con el pensamiento mítico del melanesio. El ca-
naco expresa la duración y la repetición evocando las imágenes del flujo y de
sus alternancias. Se necesita una diferente rigidez de pensamiento para trans-
formar estos movimientos en sucesión; este endurecimiento permite conside-
rar la idea de reencarnación, que procede de un dominio temporal incompati-
ble con aquel en el cual se extiende el mundo mítico. El nieto que lleva el nombre
del abuelo, todos los homónimos que llevan el mismo nombre, no son reencar-
naciones del antepasado, como Mindia no es tampoco la reencarnación de Kaku.
Pero están todos investidos de una de estas personalidades atávicas.
La personalidad es el resultado de una intelección del personaje de antaño
en alguno de sus caracteres, del que conserva características y aspectos diver-
sos. El nombre abarca todo el conjunto de los mismos. En consecuencia, el
nombre confiere a quien lo lleva una identidad de buena ley, seguridad del
grupo que encuentra nuevamente en su camino nombres ya conocidos.
La personalidad subsiste tanto tiempo como su nombre es buscado. Cuan-
do se prolonga en el mundo invisible y continúa la existencia de un difunto,
se encuentra privada del apoyo y de la espontaneidad que le aseguraba el cuerpo
en el mundo sensible y, por consiguiente, privada de eficiencia. La personali-
dad exige entonces, de aquellos que la buscan, el homenaje que la alimenta,
culto, representación estética, sacrifico -quiere ser aprehendida, se revela a
ESTRUCTURA DE LA PERSONA 157

quien la busca-, en el sueño mágico, en el transcurso de las luchas con el es-


píritu o en el trance. Subsiste tanto tiempo como la sociedad la necesita. Pue-
de ser exaltada o transformada en héroe mítico o en divinidad. Muere por ol-
vido y su nombre se toma vaCÍo de sentido.
En cada clan hay un número dado de personalidades atávicas o míticas cu-
yos nombres actualizan la presencia de las mismas y que son como las piezas
maestras sobre las que se apoya el edificio de los clanes de la sociedad. Los
nombres vuelven periódicamente, marcando el ritmo de las personalidades ini-
ciales, que son las fuerzas del grupo, un poco como, entre nosotros, los nom-
bres autorizados del santoral.
Inquieto por mantener en su integridad la o las personalidades de que está
investido, el melanesio se cuida de deshonrar esos nombres, los tiene como
secretos o sagrados y recurre a sobrenombres de actualidad colonial: Sugar,
Kilo, Dakata (doctor) Martín, etc. De este modo puede mezclarse con toda la
existencia práctica sin perder nínguna de sus virtualidades personales. 3

INTEGRIDAD DE LA PERSONALIDAD

Estas posibilidades son las que están encerradas en el lugar que habíamos
mostrado circunscrito por esas a que representan al personaje al comienzo
de estas relaciones (véase fig. 11) y, como permanecen ahí latentes, el lugar
nos ha parecido vaCÍo. Con frecuencia el melanesio las ignora y su preocupa-
ción es conservar solamente la integridad del personaje conocido, de ennoble-
cerlo por la adquisición de alguna personalidad. Busca, por diversos rumbos,
asegurar o perpetuar su eficiencia, sea que recurra a la ayuda de un antepasa-
do dios o ser mítico, sea que revista otra personalidad por la mediación de
un símbolo, que es el origen de la máscara; sea también que se comprometa
a sí mismo transportándose a un mundo en el que la ubicuidad es posible, y
ésta es la razón del suicidio vengador.
En este último caso, ya citado más arriba (véase pág. 57), se busca una vita-
lidad nueva junto a los que, desde el fondo de los tiempos, presiden nuestra
existencia. Esta solución fatal, que es la de un transporte total a lo invisible,
revela, por vía de analogía, el verdadero movimiento del canaco en sus esfuer-
zos por encontrarse a sí mismo.
Se transporta al lugar del acontecimiento, del que participa en persona.
No experimenta que el acontecimiento se desarrolla en él mismo sino que es
él mismo quien se conmueve para encontrar en otra persona al autor del acon-
tecimiento. Tal el caledonio Jopaipi, que se dirige al altar para consultar allí
al espíritu de su antecesor deificado, Rhaboe. La personalidad atávica, priva-
da de la eficiencia que le otorga el cuerpo en el mundo sensible, exige la rela-
ción por el sacrificio; requiere, por este medio, una forma de contacto perso-

3. Por ello aprueba siempre al misionero que quiere darle un nombre de bautismo, pero
la administración francesa actúa razonablemente al exigir en las listas de filiación de perso-
nas los nombres antiguos junto al de bautismo, pues así sean un Gabriel o una María, los
comportamientos de los mismos serán diferentes si secretamente permanecen siendo un Min-
dia, un Dui, una Tiana o un Kapo.
158 DO KAMO

nal con los vivos. La fórmula clásica entre nosotros es que el sacrificio ali-
menta al dios, pero, a los ojos del melanesio, primero le confiere la apariencia
de la corporeidad necesaria para un intercambio personal. Observación im-
portante en el momento en que veremos a Jopaipi desarrollar en el sacrificio
sus virtualidades personales proyectándose en la personalidad atávica. Entra,
pues, en trance, percibe a Rhaboe, lucha con él y, hacia la aurora, el espíritu
de Rhaboe, reunido, le dice:
-Eres el vencedor de mi lucha. Aprende a conocer esta madera. Ella me
cubre.
Es un acontecimiento de suma importancia en la vida de Jopaipi. En esta
lucha su persona se ha transportado exactamente al tiempo del viejo Rhaboe,
ha vivido ese tiempo con él, experimenta su identidad con él, y sale de esta
noche de trances enriquecido por una personalidad nueva. Acontecimiento
siempre actual, pues la medicina indicada en la corteza no es eficaz si no la
da por su propia mano quien participa del antepasado dios Rhaboe, hace re-
surgir sus virtudes y se encuentra como poseedor y dispensador, más exacta-
mente como el amo de su propiciación.
Cada uno de estos tiempos yuxtapuestos en los que la persona se transpor-
ta es un tiempo mítico. Y el dominio en el que el acontecimiento se desarrolla
es a la vez espacio-temporal y socio-mítico. Él circunscribe exactamente el cam-
po en el que evoluciona el canaco para intentar encontrarse a sí mismo. Llega-
mos aquí a un punto común con lo que se ha dicho más arriba sobre las nocio-
nes de tiempo y de existencia que se superponen.

EL MITO TOT~MICO

Al observar este cómodo pasaje del personaje a otro, atávico o mítico, pa-
reciera que por lo menos la emotividad melanesia hubiera impedido separar
las nociones de tiempo y de ser. A menos que en esta confusión de una y otra,
ninguna de las dos nociones exista y se trate de un complejo del ser psicoor-
gánico. Se necesita una representación mítica de este complejo para que pue-
da ser captada y que el fervor del personaje se vea afectado por esa razón. Este
mito encuentra su expresión más precisa en el tótem.
Recordemos el estado emocional en que cae la persona interpelada por el
nombre de su tótem (véase supra, pág. 81). Su reacción no es de indignación
contra un sacrilegio, como ocurriría si el tótem sólo fuera un ser sagrado, ex-
terior a la persona de cada uno, sino que es la de una defensa psíquica contra
una enunciación que equivale a una familiaridad. No es que implique una ame-
naza, el individuo interpelado ha sentido su yo como arrancado afuera.
Es inútil descender al sustrato afectivo del que procede el complejo que
traduce ese yo. Ahora es en el interior del mito totémico donde se presencia
el acontecimiento que interesa al yo psíquico o psicológico. Las reacciones de
los mitos de la vida afectiva no son sociales. Son humanos; es decir, vividos
por cada uno en su momento. Pues antes de ser el relato que determina los
ritos, el mito es el gesto, o la palabra que circunscribe y traduce el aconteci-
miento humano: sexualidad, maternidad, juventud, muerte, iniciativa, esfuer-
zo, etc. Vacío de su contenido profundo, ya no existe entre nosotros más que
ESTRUCTURA DE LA PERSONA 159

en estado de cuento infantil. Pero en Melanesia perdura el lenguaje a través


del cual se enseñan las primeras disciplinas de la vida personal. El yo, puesto
al desnudo por una interpelación mítica como aquella que provocó la confe-
sión: «me dice», no es el que se traduce por «yo». No es captado sino a través
del mito; no es exactamente personal, puesto que participa del tótem que es
común al grupo. Pero es quien, en la hora propicia, liberado del mito, ofrecerá
el apoyo favorable a la aparición de un yo personal.
Menos profunda, más social, la reacción no conformista en una sociedad
muy ordenada, como lo son, por lo general, las sociedades de base totémica,
llega al mismo resultado.
La joven de Moaxa es conocida en Caledonia por haber rechazado a todos
los candidatos legítimos' aceptados por sus padres y haber partido lejos, a la
conquista del jefe de Koné, con el que se desposa.
Tuvo una iniciativa; no quiso conformarse con las tradiciones que como
personaje de jovencita de una tribu definida debía seguir; se afirmó. Estará
obligada a luchar muchas veces contra el destino adverso, porque la sociedad
no quiere que se contravengan sus leyes. El padre de la joven maldice al niño
que nace y lo hace morir, pero la madre lo resucita, lo vuelve al mundo y la
pareja continúa feliz.
¿Qué ha hecho esta mujer sino renunciar al papel que debía representar
en un escenario dado y renunciar a ser el personaje mimado y honrado, para
seguir el impulso que era ~uyo, conformarse con este nuevo estado, y afirmar
una decisión que no es la de un personaje sino la de una persona cuyo yo psi-
cológico establece una diferencia?
Si esta jovencita ha triunfado en la aventura, si otras más que no corres-
ponden al mundo de la leyenda han logrado su fin, ¡cuántas se han visto dete-
nidas en el vuelo! Yo he conocido muchos, hombres o mujeres, que murieron
envenenados. Y algún jefe, joven también, muy evolucionado, que no vivía ja-
más en su casa porque demasiado sabía la suerte que le estaba reservada, en
virtud del progreso hacia el que llevaba a su pueblo.
Estos héroes o heroínas de todos los tiempos rechazan el papel social del
que se sienten investidos y dejan tomar vuelo a la persona y, como la iniciati-
va tomada entraña un doble riesgo, para ellos y para la sociedad, ésta intervie-
ne y levanta barreras con sus restricciones semejantes a las de un director que
no admite que el personaje no desempeñe plenamente su papel. Toda la oposi-
ción de los descendientes uterinos y de los masculinos, que los etnólogos han
descrito muy a menudo con el nombre de patriarcado y matriarcado, decide
en esta puja entre la emancipación de la una y la tradición de la otra. Se ob-
serva el conflicto entre la persona y el personaje, y cómo éste, sólidamente apun-
talado por la sociedad, la retiene o la amenaza.
Veamos otra vez el esquema de la pág. 154. Se puede imaginar en el espa-
cio vacío circunscrito por las a, las posibilidades que surgen y el personaje
múltiple en a que no admite que se ocupe ese lugar que él tiene costumbre
de ver vacío.
Sin embargo, estos conflictos, que ofrecen a veces un aspecto dramático,
no proceden de la sociedad. En el fondo, vienen desde mucho más lejos. La
turbación del personaje «puesto al desnudo» al inquirir sobre su nombre to-
témico, y la del no conformista en rebelión contra la sociedad tienen, una y
160 DO KAMO

otra, un origen común. Nacen de un debate inconsciente de la persona en lu-


cha con el pensamiento mítico. Cuando ella arranca el espíritu del pensamiento
mítico para captar la realidad -lo que hace en la iniciativa, en el sobresalto
afectivo, en la conquista técnica, etc.-, se libera. Pero para aprehender los di-
versos aspectos de los acontecimientos personales, el espíritu necesita el apo-
yo del mito. El personaje, por el contrario, capta en el mito la ocasión de un
nuevo apoyo que pesará sobre la persona. De modo que el mito es a veces útil,
y a veces nefasto para el melanesio.
El mito le es necesario para suplir la impotencia afectiva del lenguaje, pues
trueca en figuras lo que ningún término genérico puede expresar. Es el len-
guaje inspirado por las modulaciones estéticas, y expresa el trasfondo de los
movimientos de la afectividad como lo hace la música y todo arte no plástico.
La estética mítica inspira la norma según la cual el canaco modela su visión.
La roca heroica, el animal de mirada humana, la mujer grillo, la locución sus-
tantiva verbal, son otras tantas figuras que representan un héroe deificado,
el destino de una esposa de parentesco clasificatorio, el lazo totémico que trans-
forma dos individuos en paridad. Tienen una existencia en el tiempo propio
donde se transporta el canaco, captando, bajo el ángulo mítico, el aconteci-
miento que se desenvuelve en él. Son jalones de su historia que en sí misma
simboliza, en este mito, los acontecimientos que un pensamiento sin fuerza
conceptual no ha podido circunscribir. Gracias al mito se presiente a la perso-
na bajo su revestimiento social y a través del papel de personaje, pero por cau-
sa del mito el personaje se mantiene incapaz de otras reacciones que las psí-
quicas y colectivas; pierde el control de sus participaciones, que se extienden
como una red y lo atan. El personaje permanece en su dominio socio-mítico
y cumple su papel. Pero bajo su dominio la persona, siempre sofocada, no se
libera. Puede hasta ser destruida antes de haber visto el día.
¿No es este sofocamiento el que se ha adivinado ya en las islas Fiji, donde
se vio al elemento poder aventajar al elemento vida en la formación de los sus-
tantivos duales? (véase supra, pág. 107).
La persona melanesia no procede, por lo tanto, sólo de lo afectivo indivi-
dual, o de la sociedad, o del pensamiento, mítico o no, sino que se manifiesta
a través de todos ellos. Tiene necesidad de todos para adquirir consistencia.
Es participativa, y constituye una realidad humana que el Canaco ha presenti-
do al designarla con el pronombre «el él» y al darle el cuerpo como soporte.
Pero no ha podido avanzar más. Su pensamiento, impregnado de mito, no ha
podido controlar lo que el mito mismo le ayudaba a captar, aquello que esca-
pa a los sentidos y que es, precisamente, lo humano. La imposibilidad de sepa-
ración y de individuación pura de la persona sigue siendo la característica de
su mentalidad, y la estructura de esta persona está todavía por hallarse.

LA INDIVIDUALIZACIÚN DE LA PERSONA POR EL CUERPO

La condición de una individuación está en una evasión lejos del dominio


socio-mítico. No se puede comprender claramente cómo se opera esta indivi-
duación.
La observación sociológica revela el esfuerzo del miembro de un grupo por
ESTRUCTURA DE LA PERSONA 161

liberarse de las participaciones que lo ligan a los personajes maternales y, por


tanto, a la mítica totémica. Un proverbio de Madagascar resume la situación:
«El tío materno cae bajo la azagaya del sobrino». Pero conocemos mal el deta-
lle de esta revolución.
La observación lingüística permite seguir, a través de la mentalidad, una
evolución; pero no muestra el momento en el que se imprime la dirección de
esta evolución.
La observación psicológica, sobre este punto, es más fecunda: denota la es-
pontaneidad en el individuo.
Pero el dominio socio-mítico, en cuyo seno se manifiesta esta espontanei-
dad, no ofrece ninguna salida que favorezca el término de la misma. Examine-
mos uno de los más conocidos de estos dominios, aquel en que el tío y el so-
brino uterino se encuentran en reciprocidad de posición. El sustantivo dual
por el cual se los designa a ambos, duamara, demuestra que el canaco en su
espíritu no nombra ni a uno ni a otro de los personajes ni a los dos a la vez,
sino que nombra la relación que los une. De ningún modo relación de paren-
tesco, porque no cita para nada el estado de tío y sobrino sino de hecho el de
suegro y yerno, virtuales y reales. Nombra, pues, la realidad humana que exis-
te por el hecho de su relación y del dato mítico de la vida totémica de la que
uno y otro son depositarios. Se podría indicar con un esquema esta realidad
por algunos trazos que llenaran el espacio que separa a los dos personajes en-
cerrados en el mismo dominio socio-mítico (fig. 13). Y frente a este esquema,
uno puede preguntarse: ¿dónde está la discriminación entre los dos persona-
jes o entre las respectivas personas? Es muy cierto que los dos personajes es-
tán confundidos en una misma realidad, duamara. Participan de la misma per-
sona, por lo que ésta es una persona difusa.

FIGURA 13. Dominio socio-mítico, duamara. 1:'./ líu y el sobrino_ Los dos personajes se
confunden en una misma realidad.

Si uno de estos personajes se arriesga a una iniciativa opuesta al otro, esta


primera y humilde manifestación de la persona desaparecerá como aquellas
que hemos visto ya. No hay ejemplo donde se haya visto que las veleidades
de la persona mantenida en estado difuso en su dominio socio-mítico, o exten-
dida hasta las fronteras de éste, llegaran a una emancipación.
Del mismo modo que para evadirse de cualquier prisión, es necesario algo
más que una veleidad o una primera rebelión. Se requiere un trabajo que con-
duzca a una visión diferente del mundo circundante y a un comportamiento
nuevo.
La palabra muy clara del viejo caledonio Boesoú, antiguo escultor y pro-
162 DO KAMO

nunciador de los discursos del pilú, revela el modo de estos trabajos. Un día
quise comprobar el progreso cumplido en el pensamiento de los canacos que
yo había instruido a lo largo de años, y arriesgué una sugestión:
-En suma, ¿es la noción de espíritu la que nosotros hemos aportado a vues-
tro pensamiento?
y Boesoú respondió:
-¿El espíritu? ¡Bah! No nos habéis aportado el espíritu; conocíamos ya
su existencia. Procedíamos según el espíritu. Empero, lo que vosotros nos ha-
béis aportado es el cuerpo.
Réplica inesperada. Sin duda el ko, el espíritu aquí afirmado, corresponde
al influjo atávico, mítico y mágico, pero el significado de la respuesta perma-
nece intacto. Esta persona inalcanzable exigía una firme delimitación que su
difusión en el dominio socio-mítico impedía. Boesoú definió con una palabra
el contorno nuevo: un cuerpo.
El cuerpo intervenía en todas las participaciones míticas; sus impulsos psí-
quicos eran el resultado de influencias sobrenaturales, totémicas u otras; no
tenía existencia propia ni nombre específico para ser designado; no era sino
un sostén. Pero, en adelante, la circunscripción del ser físico concluye y hace
posible su objetivación. La idea de cuerpo humano se precisa; es un descubri-
miento que trae aparejada la discriminación entre el cuerpo y el mundo míti-
co y, por lo tanto, la discriminación individual y una visión nueva del mundo.
Aquel que sabe que tiene un cuerpo no admitirá más su identidad total con
el tío materno. El sustantivo dual pierde su sentido de paridad y el carácter
inesperado que le hemos descubierto, que es el de significar dualidad sin que
el número figure en su formación. Ya no indica más una dualidad-unidad, dos
personas en una -en adelante significará dos personas-, se torna semejante
a los duales clásicos, de los que nos muestra, quizá, que son restos que reve-
lan precisamente representaciones desaparecidas del espíritu.
Como consecuencia de esta discriminación individual, la realidad huma-
na (que habíamos representado por un matiz que une los dos elementos de
un dominio socio-mítico, confundiendo el tío y el sobrino, el padre y el hijo,
etc.) se reabsorbe completamente en aquel que se individualiza.
La persona deja de ser difusa.
Finalmente, se desprende del dominio socio-mítico en el que estaba ence-
rrada. El cuerpo deja de ser el viejo revestimiento social bajo el cual la perso-
na se ahogaba. El personaje ya no tiene papel y se desvanece. La persona se
circunscribe en el hombre mismo. El yo psicológico, al que hemos visto errar
por doquier lejos del cuerpo, se fija por fin: tengo un cuerpo. El canaco com-
prende la independencia de su existencia corporal, a la vez que logra enrique-
cer su lengua al verter en una palabra antigua, karo, el contenido del concepto
nuevo: cuerpo.
Hacia la época en que el viejo Boesoú resumía así su propia experiencia
y generalizaba tan claramente la conclusión, Durkheim, por los caminos de
la sociología y los de su profunda visión, llegaba a un resultado similar y ano-
taba, en realidad, por intuición: "Se necesita un factor de individuación. El
cuerpo es el que tiene este papeh. 4

4. DURKHEIM, Formes élémentaires de la vie religieuse, La ed., 1912, pág. 386 (trad. cast.:
Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Akal, 1982).
ESTRUCTURA DE LA PERSONA 163

Este hallazgo, por sobre las antípodas del pensamiento filosófico y de la


observación del canaco, es demasiado notable para no señalarlo. Suprime toda
discusión sobre el fondo de la cuestión de la individualización y pone tam-
bién de relieve la convergencia de las investigaciones de la escuela sociológica
francesa en la que vemos a Lévy-Bruhl, al término de su larga investigación
sobre la mentalidad primitiva, deducir la existencia de una categoría afectiva,
y a Marcel Mauss, en la culminación de su bello esfuerzo, deducir una catego-
ría de la persona, «el yo», forma fundamental del pensamiento y de la acción,s
y observamos cómo toda esta gran obra sociológica otorga, en definitiva, su
valor a la intuición durkheimiana sobre el papel del cuerpo en la formación
de la persona.

LA DESAGREGACIÚN DE LA PERSONA

No basta, de todas maneras, con romper un molde para liberar a la perso-


na. Como la individuación no es caracteristica esencial, puede acarrear, por
el contrario, la desintegración fatal de la persona. Es necesario conocer este
posible fracaso para comprender mejor la significación misma de la indivi-
duación.
Como ejemplo, veamos el destino de una paridad melanesia importante:
la del duaeri, entidad abuelo y nieto. Es la primera relación familiar en la que
lo afectivo, al no tener sostén físico evidente, se apoya algo en la inteligencia
y la fecunda. Se trata de un primer movimiento afectivo cuya base no es orgá-
nica Es el embrión de una relación que será aprehendida a través del pensa-
miento mítico. Se precisará después de la muerte con la deificación del ante-
pasado. Una comunión mítica mantiene cercanos a estos dos hombres que el
lenguaje de la sociedad designa con una locución sustantiva en dual. En el se-
no de un dominio socio-mítico bien delimitado, abuelo y nieto, en reciproci-
dad de posición, idénticos uno al otro, participan de la misma persona difusa
en ellos.
Pero una cadena de circunstancias modifica la formación del nieto. Su com-
portamiento y su lenguaje se alteran. Como sus congéneres educados en las
escuelas, se vuelve un personaje diferente; sin pensarlo, modifica su papel y
trueca su revestimiento social y secular por un revestimiento prestado. Olvi-
da su lengua, emplea el número dos y dice karu kamo, dos hombres, cuando
debería usar el dui, de dos hombres en relación, forma regular y que le parece
obsoleta. Como intérprete del gobierno, se torna incapaz de traducir los dua-
les, y su imprecisión facilita los peores errores. Su discurso es tan incoloro
e impersonal como incoherente es su actitud. Su respeto social se desmorona.
Pierde a la vez la lengua, la personalidad y el sentido social. La desagregación
se ha completado.
Antes de manifestarse a la luz, la persona ya ha sucumbido en el curso de
un desconsiderado trabajo de individuación.

S. MARCEL MAuss, «Une catégorie de l'Esprit humain, la notion de personne, celle de moi»,
Royal Anthropologicallnstitut, vol. LXVIII, 1938 (trad. casto en Sociología y antropología,
Madrid, Tecnos, 1971, págs. 307-333).
164 DO KAMO

En esta dislocación de un dominio socio-mítico han sido quebrados elemen-


tos esenciales de su estructura. El más notable de estos elementos que yacen
esparcidos y deteriorados es el elemento social, porque la desagregación que
ha sufrido el joven que nos ocupa será también la de todos los de su genera-
ción. Participa con sus camaradas de otro dominio socio-mítico que es prácti-
camente una fraternidad 6 con derechos, privilegios y deberes especiales. El
momento culminante de estas relaciones fraternas es aquel en el que se repre-
sentan las danzas mímicas que exaltan la fidelidad de los jóvenes al clan.
Pero cuando la relación mítica con el antepasado se ha quebrado, la que
une las fraternidades se desploma también. Los nietos que en ellas se agru-
pan pierden su razón de ser y, sin papel, constituyen en adelante una masa
amorfa. El conjunto qúe forman no es el mismo antes de la ruptura del lazo
mítico que los unía, o después de esta ruptura. Era el de una sociedad, y llega
a ser el de una masa. El dominio socio-mítico es una partícula del dominio
de la sociedad, una célula de su tejido según el esquema de la figura 9, célula
que no existe en una masa. Una masa de miembros anónimos sufre el conta-
gio afectivo bajo un impulso exterior. Es gregaria. Si se dispersa, desgrana uni-
dades anónimas. 7
Tal es el término a que llega la disolución de una sociedad, pero es la acti-
tud asocial de sus miembros la que ha causado esta desgracia; son las prime-
ras víctimas de una individuación abortada.
Un esquema de su posición muestra hasta qué punto, al arrancarse del do-
minio socio-mítico y colocarse fuera (fig. 14) han abandonado en un mismo
acto todo lo que les parecía carga o vínculo, relación y realidad humanas. Se
encuentran, desde ese momento, aislados con su estructura de personajes sin
papel, es decir, con su cuerpo. Privados del beneficio de las relaciones que los
sostenían psíquicamente y de la realidad humana que constituía su dignidad,
están reducidos a la situación de individuos solos y asociales, y cada uno se
desenvuelve como un ser al que le falta una parte de sí mismo.
Frente a este desastre humano los educadores coloniales protestan y piden
que el indígena no sea arrancado de su hogar, que el folklore no se pierda;
por el contrario, que se les enseñe, y que todo lo que pueda fijar el barniz del
terruño sea oficialmente conservado. Idea generosa en el fondo, pero no resul-
ta nunca práctico reconstruir sobre ruinas. Aun con los más hermosos discur-
sos etnológicos en las escuelas, nosotros no podemos tomar el lugar de los

6. En el parentesco clasificatorio, toda la joven generación de primos hermanos se trata


de hermanos y se divide en dos grupos interdesposables, llamados cada uno de ellos una
fraternidad.
7. La relación de Leenhardt con la obra de Durkheim es tan compleja como contradicto-
ria; algunas de las ideas más interesantes de Do kamo son de inequívoco origen durkheimia-
no, pero al mismo tiempo, la perspectiva fenomenológica de Leenhardt y su insistente inte-
rés por la subjetividad y la experiencia le sitúan a menudo en el terreno del «psicologismo»
anatemizado por Durkheim. Un ejemplo de estas discrepancias es este último párrafo en el
que Leenhardt cita literalmente la clásica teoría del «contagio afectivo de las masas», for-
mulada por Tarde y desarrollada por Le Bon. Esta teoría, totalmente desprestigiada en la
actualidad por su carácter reduccionista y reaccionario, ejerció una considerable influencia
en el pensamiento social de las primeras décadas del siglo, en abierta confrontación con las
tesis durkheimianas (véase G. Le Bon, La psychologie des foules, París, Alean, 1895; trad. cast.:
La psicología de las masas, Madrid, Morata, 1983). (N. del r.)
ESTRUCTURA DE LA PERSONA 165

a
a a
a a

FIGURA 14. Arrancándose del domino socio-mitico y colocándose solo.•

padres del indígena, de sus tótem s, de sus dioses, de todo lo que constituía
la realidad humana en la que estaba sumergido antes de su individuación. Es
más sabio prevenir el fracaso de la individuación teniendo en cuenta lo que
nos revelan estos tanteos del melanesio. Sabemos que éste, cuando hay desfa-
llecimiento de su vitalidad, abandona su ropaje de civilizado y vuelve a sus
tótems. A menos que ni éstos le inspiren ya confianza. Cuando eso sucede, el
indígena se encuentra en una confusión tal que lo predispone a recibir cual-
quier otro apoyo, y ciertamente éste es el estado en el que se encuentran mu-
chos insulares cuando están prontos a recibir una nueva religión.

ESTRUCTURA DE LA PERSONA

La estructura misma de la persona melanesia se aparta del espectáculo de


su desagregación y de la dislocación de los dominios socio-míticos. Esta es-
tructura no se confunde con el hecho de la individuación. Se compone de dos
elementos: el que puede ser aislado por la individuación y el que no puede
ser aislado de esa manera, que continúa siendo el otro y que comprende toda
la realidad humana, hecha de participaciones, de sociabilidad, de comunión
y de otros valores, todos personales e impalpables.
El primero es arrancado al tiempo mítico y actualizado, y desde ese mo-
mento revela en parte la persona a ella misma. Es el cuerpo, aislado (fig. 14),
asocial y rico en posibilidades de poderío.
Una individuación desconsiderada puede colocar al individuo fuera del do-
minio en donde se encuentra esta realidad humana. La persona, todavía ocul-
ta bajo el personaje, es participati va. La ruptura para con la realidad humana
y sus participaciones la destruye.
Pero una individuación cumplida dentro de la norma hace desaparecer el
pensamiento mítico, conduce a diferenciar las diversas participaciones y a no
tomar en cuenta sino las que interesan a la persona. Y el contacto con la reali-
dad humana que se conserva en la tradición no está enteramente roto.
El primer control de lo afectivo por la persona pone la inteligencia a su
servicio. Sociales y afectivas, estéticas, religiosas, estas participaciones se po-
166 DO KAMO

larizan todas en el segundo elemento que es «el otro». No puede ser aprehen-
dido sino por relación, que se define como una comunión; es decir, una rela-
ción personal que mantiene la participación de persona a persona y que es
exactamente la realidad human~.
Puede suceder que, entre los sociólogos, algunos prefieran la expresión rea-
lidad social a la de realidad humana, pero esto sería erróneo. El melanesio
evolucionado, al que la vida desilusiona y que vuelve a su medio social, sus
tótems y sus dioses, descubre a veces que estos últimos son caducos y sin efi-
ciencia. Se trata, pues, de una unidad social que no reencuentra su sociedad.
Incapaz de renovarla, él no busca otra sociedad, pero sí un apoyo mítico, una
realidad humana en la que se reconoce, un yo que no es su antiguo yo social.
Sería, pues, limitar demasiado esta realidad si la llamáramos social, puesto
que sobrepasa al hombre y lo fortalece.
La persona manifiesta la relación entre estos dos elementos; se afirma en-
tre estos dos polos: el de la individuación y el de la realidad humana, de la
que proceden las participaciones. Ella es la relación de comunión misma, tem-
poralizada e individualizada y en ella cobija la unidad de los dos elementos
de individuación y de comunión.
Desde el momento en que estos dos elementos se distinguen y participan
uno del otro, se ve borrarse al personaje de mentalidad mítica. El lenguaje se
modifica; dos no puede ya presentarse como una entidad, sino que se toma
una suma. El canaco, al hablar, no mezcla ya la primera y la tercera personas;
dice «yo» y reconoce «uno», sabe colocar el límite entre uno y dos, entre yo
y tú, el límite entre las personas. Y su descubrimiento del mundo continúa,
pues la persona, contrariamente al individuo, es capaz de enriquecerse por
una asimilación -en alguna manera indefinida- de elementos exteriores. Vive
de los elementos que absorbe, lo que hace la riqueza de la comunión. La per-
sona es capaz de superabundancia. Por ella descubrimos que el hombre no
es una totalidad, pues una totalidad es sólo una suma de elementos definidos
y finitos, y el hombre, en la persona, es una plenitud.
Esto es, indudablemente, lo que experimenta el melanesio cuando, luego
de haber franqueado las etapas de la individuación, la palabra kamo ya no
le basta y explica afirmándose:

Go do kamo
soy verdadera persona.
CAPíTULO 12

EL MIro

El advenimiento de la persona entre los melanesios se ha hecho posible


por ~a individuación que corresponde a una liberación del pensamiento míti-
co. Pero la persona, para asegurar sus sostenes en la realidad humana, parece
recurrir a las vías míticas. Por una parte rechaza el mito; por otra, recurre
a él. Existe, pues, una aparente contradicción que requiere un examen.
La individuación se ha revelado llena de peligros para el canaco, que en
su descubrimiento del mundo cree que éste le pertenece y, con orgullo pueril,
se embriaga con nuevas libertades. Como los indígenas de las plantaciones,
que los colonos califican de «avispados» ya quienes apodan a menudo con
el nombre de Listo, o como los niños enviados a la escuela en la que sólo se
acepta el francés y que molestan a los viejos por su falta de comportamiento
social y de respeto. .
La individuación no prescribe ningún comportamiento y, entre todos los
que han conocido el beneficio de la individuación -que corresponde a la libe-
ración del pensamiento mítico-, estos Listos son desechos, y los niños de que
hablamos, víctimas.
La individuación es la conclusión de un lento trabajo del espíritu. Sumer-
gido en el cosmomorfismo, sin distinguirse del mundo e identificándose con
el ñame, una primera segmentación en esta representación mítica llevó al ca-
naco a distinguir el mundo genético. De segmento en segmento ha recortado
el mundo para conocerlo. Quedaba por realizar una última segmentación: aque-
lla en que se separaría él mismo del mundo y se delimitaría en su cuerpo. No
hay ejemplo en su historia de que haya efectuado por sí mismo esta dicoto-
mía. Se necesitó el choque de culturas o de religiones nuevas, colonización o
misiones para que, durante la etapa de la indivi~uación, alcanzara la vertien-
te donde se desarrollan las vías del pensamiento racional.
¿ Se puede decir que lo mítico ha terminado su papel y que el pensamiento
se afirmará, en adelante, en una permanente racionalidad? Imaginar semejante
progreso sería perder de vista a estas gentes cuyos actos ilustraron todo lo
que hemos consignado en las precedentes páginas: a Tabi, que no ha matado
al tiburón que saltara en su barca porque en la mirada del ojo rojo descubre
a su antepasado; a Jopaipi, que administra su medicina arrancada al abuelo
difunto derribado durante el trance en el altar; a la madre de Peina, que saca-
ba de su cesto invisibles ratas blancas, las interpelaba con ternura y las acari-
ciaba (ritual de comunión y de remozamiento totémico); a aquellas abuelas que
exaltan su gloria de generadoras y orinan por la abertura del techo sobre sus
sobrinos para bendecirlos, y a Kai, la joven que dio su nombre a un ternero
recién nacido y que tres años más tarde, a causa de la castración del torito,
se deshace en llanto.
168 DO KAMO

Mucho tiempo después que el joven buey hubiera olvidado la aventura y


volviera a pacer, la muchacha todavía lloraba y permaneció dos días enferma.
Gracias a la identidad de los homónimos era ella la que sufría la injuria he-
cha a la bestia. •
Sería asimismo perder de vista a la mujer de Acoma, vencida por un tó-
tem, que la conpía, mientras moría de infección generalizada, con su niño muer-
to en el seno; al hombre del clan Misikoeo, que levanta con delicadeza un la-
garto caído de un árbol de coco y lo coloca de nuevo en el árbol, con grandes
excusas y estímulos para calmar al tótem que pudo haber sufrido, en este la-
garto, por la caída; y finalmente, a todos los clanes que tienen sobrenombres
de pájaros o de otros animales, tótems o no. Éstos son designados en público
sólo bajo el resguardo de tales personajes, a tal punto que a veces no se sabe,
al oír los discursos, si se está en el mundo de la fábula o en la realidad.
El mito está siempre en la superficie de su vida cotidiana. Si no pueden
contarlo, lo viven, inspira muchos de los discursos y, sin duda, como no está
decantado y las realidades que encierra no se separan del conjunto al que se
adhieren, es difícil de captar. El lenguaje mítico no puede resultar claro cuan-
do no se conoce nada del mito profundo que lo inspira. Este lenguaje expresa
imágenes a menudo muy vivas; no tiene frases condensadas y lapidarias como
otras lenguas en las que los discursos están matizados de proverbios. Apenas
algunas imágenes que recuerdan más una experiencia adquirida que una sa-
biduría fija y formulada: recuérdese la sangre de tortuga (pág. 32), temblar
cuando cruje, bajo el paso, una hoja de higuera, etc. El proverbio es un resi-
duo, conservado de literaturas secularizadas. La literatura oral de los melane-
sios no ofrece ninguna de estas frases concisas y acuñadas por una vieja dia-
léctica. Se trata siempre de la abundancia del mundo en el que animales,
hombres y plantas intercambian entre ellos, sin limitaciones y sin diferencias,
tal como aquellos canacos que al ver un perro, animal nuevo para ellos, le ofre-
cen ñames como a un jefe. O mis aprendices de labradores, sentados y espe-
rando que los señores bueyes recalcitrantes «tuvieran ganas de trabajar»
(pág. 46).
Así, pues, no hay sucesión de un período mítico a una era nueva racional.
como no la hay del estado de personaje al de persona. Todos estos aspectos
y estados se encuentran primero enredados, fundidos, mezclados, indiferen-
ciados y virtuales. Los héroes de estas aventuras con forma mítica, que hemos
recordado aquí, pertenecen a las tres generaciones que hacen de pivote entre
el tiempo antiguo y la era moderna. Hemos visto modificarse constantemente
su comportamiento, establecerse nuevas constantes; la mentalidad se ha tor-
nado más racional, la persona se afianza. Pero agregar más cosas acerca de
la ruptura del pensamiento mítico que ha permitido la individuación, sería
apartarnos del lento caminar del pensamiento melanesio.

REGRESIÓN DEL PENSAMIENTO MíTICO

La regresión del pensamiento mítico es rápida cuando la experimentación


viene a demostrar la inanidad de la visión que se tenía del mundo.
Una observación aplicada ha probado que no hay relación entre la anguila
EL MITO 169

y la libélula, a pesar de que ésta, panirhowa, sea considerada la madre de la


anguila porque este animal se encuentra al pie de los juncos en cuya altura
se posa la libélula.
La disección de un perro aseguró a mis alumnos que el esófago y la trá-
quea no estaban destinados uno a los sólidos y otro a los líquidos, pese a que
el bolo alimentario y el agua parezcan tener cada uno su salida. La explica-
ción de la procreación ha destruido toda la mítica sobre este dominio y la to-
ponimia misma del país ha sido ligeramente afectada por ello; ya no se llama
neo, lugar de los niños, a los lugares que se reputan abundantes en genes atá-
vicos que provocan la fecundación.
Sería comprender mallos ejemplos anteriores creer que corresponden cada
uno a un mito definido. Pero no se puede fijar límite preciso entre la observa-
ción que establece la relación anguila-libélula y la que determina la relación
paisaje árido-concepción. Uno y otro proceden del mismo modo de circuns-
cribir una realidad imposible de captar en una fórmula, que dictará este com-
portamiento en virtud del cual tal paisaje no ha sido profanado y la libélula
no ha sido muerta, sin desmedro para la pesca. Parecería que existiera siem-
pre un esquema causal, y al examinarlo se nota que lo que hay, sobre todo,
es una visión mítica.
Cuando la experimentaciqn se difiere, la visión mítica permanece. Boesoú,
hacia la misma época en que descubrió su cuerpo, consideraba como corteza
que condiciona la vida las heces de un moribundo (véase supra, pág. 41).
Conservaba la conv'icción de la identidad de la fibra humana y de la fibra
vegetal.
Puede suceder también que, frente a una experimentación insuficiente, la
visión mítica subsista, mientras que el detalle de su contenido cambia y pare-
ce racional.
Los alumnos, por ejemplo, aceptan con docilidad lo que se les enseña so-
bre microbios, bacterias y exigencias de la asepsia, porque en el espíritu de
ellos no existe la diferencia intrínseca entre el microbio invisible y factor de la
enfermedad, y el tótem que se venga poseyendo al culpable e infligiéndole en-
fermedades o locura. La asepsia exige un comportamiento meticuloso que no
difiere en apariencia del comportamiento del más infimo canaco sediento, al
inclinarse sobre una fuente de agua clara. Antes de beber pasa y repasa el borde
de la mano sobre la superficie límpida. ¿Acaso podemos saber si sobre esta
napa tranquila no se ha detenido algún efluvio totémico? Son todos estos peli-
gros los que aparta con el revés de la mano. Así nos explicamos sus precau-
ciones.
Después de la época de colegio el canaco ya no habla de tótem, sino de mi-
crobios, insectos, parásitos que son para él tan misteriosos como el lagarto
de antaño. Todo lo que ha aprendido de medicina elemental se fija primero
en los viejos cuadros míticos abandonados del ~ótem.
Se comprende, entonces, el interes de estos moldes arcaicos en los que con
fervor mítico se cuelan los recuerdos 'de las lecciones. Más tarde, cuando sea
posible la experimentación, la cosa adquirida se aclarará con una luz nueva,
y será captada y conocida. Bajo el microscopio no se coloreará el tótem, sino
el bacilo.
Otras nociones más elementales e indispensables son tomadas en cuenta
por la misma mediación:
170 DO KAMO

Durante una lección de geografía mi mujer localizaba sobre un mapa el


canal de Suez, Jerusalén, etcétera.
Un alumno se levantó bruscamente:
-¿Jerusalén? ¿Existe?
La pregunta no sólo expresaba la sorpresa de ver la historia sagrada esca-
par de las esferas míticas en las que había sido acogida, sino que traducía ade-
más un descubrimiento inconsciente, pero importante.
La lección de geografía, procediendo paso a paso desde la ribera y la mon-
taña local hasta los horizontes lejanos, había conducido el pensamiento de los
jóvenes canacos y ampliado el espacio en que se movían. Sin este trabajo pro-
gresivo, el espíritu no establece diferencia ninguna entre lo acostumbrado y
lo extraordinario, lo histórico y lo actual, lo mítico y lo real. Los melanesios
de Buka, en las islas Salomón, reaccionaron de la misma manera frente al bu-
que de carga de Sidney. Si sus hijos hubieran pasado por la escuela, posible-
mente uno de ellos habría preguntado un día:
-¿Existe Sidney?1
Una visión más amplia del espacio hace retroceder, pues, las fronteras del
mito.

REGRESIÓN DEL MITO Y DE LA ÉTICA lUTÉMICA

El esfuerzo del melanesio está enteramente apoyado en una visión mítica


que le dicta su comportamiento con los influjos que experimenta y las intui-
ciones que tiene. La emoción frente a las germinaciones del suelo, la emoción
por los. éxitos de la caza y de la pesca, la emoción pasional, la emoción ante
la muerte; todo este dominio inmensurable de la emoción está reflejado en
el espíritu por estos mitos variados que comprenden el totemismo por entero,
los mitos pasionales del género de «la Bella y la Bestia» y tantos otros. Diver-
samente vividos, algunos narrados, todos contribuyeron a prescribir un com-
portamiento en relación con la visión del mundo que el canaco puede tener,
pues forma parte de este mundo y desempeña allí su papel. Es semejante al
mago hacedor de lluvia, al hombre de las islas Salomón, anteriormente citado
(pág. 88) que asegura los rayos del sol y cuyo hijo proporciona un sol más ar-
diente porque es más joven. Frutos de la tierra y fruto de la mujer proceden
de un mismo flujo de vida, yel comportamiento del hombre en este terreno de
la gestación es tan respetuoso con el suelo como con la esposa. Una deficien-
cia en la vitalidad de la esposa revela un error en la actitud del marido, del
mismo modo que una deficiencia en la cosecha denota una deficiencia en la
vida conyugal de los dueños del campo.
Esta relación entre la conducta del hombre y el orden del mundo explica

1. Esta aventura no es particular de los melanesios. Hemos señalado anteriormente (véa-


se pág. 64) el descubrimiento del Sinaí visto desde Suez por los malgaches en 1914. Fue un
acontecimiento: el Sinaí entraba en el tiempo. Hacia 1939, el misionero Faure, en Toga. pre-
guntaba a sus alumnos cuál era el curso que más les había interesado: «El de geografía».
dijeron. Sorprendido. preguntó la razón: «Hemos visto dónde estaba Jerusalén".
EL MITO 171

las responsabilidades extraordinarias 2 que pesan hasta sobre el marido me-


nos culpable. Como ignora su papel de generador y vive lejos de su mujer du-
rante el período de gestación -a veces hasta en otro país-, en caso de muerte
de la futura madre será perseguido por el fantasma de ella y reputado como
responsable del fallecimiento.
Esta responsabilidad marital en un matrimonio que carece de base bioló-
gica reconocida constituye, sin duda, el origen profundo de todos los ritos de
la covada.
El melanesio se proyecta en el mundo y no distingue entre la realidad de
éste y su propia vida psíquica, entre su yo y el mundo. Representa un papel
casi cósmico. Su comportamiento está, pues, inspirado por esta manera de in-
timidad entre el mundo y él. Procede de una especie de compromiso en el que
se vislumbra la presencia del hombre y que hace pensar ya en una ética, si
no se quita a este término su sentido original de ethos, costumbre.
Pero la regresión del mito entraña la desaparición de toda la disciplina que
inspiró; por esta deficiencia ética se puede medir el fervor mítico de cada gru-
po melanesio. El mar de Coral cuenta con archipiélagos de pueblos «austeros
o libertinos». Malinowski muestra el libertinaje en las islas Trobriand, y For-
tune señala la gravedad de los habitantes de Dobu, vecinos próximos de aqué-
llos. Margaret Mead llama a los Manu los puritanos del Pacífico. En el sur,
los habitantes de las islas Loyauté son semejantes a los de las Trobriand, y los
neocaledonios a los d~ Dobu.

PENSAMIENTO MtTICO y RACIONALIDAD

Frente a estas regresiones del mito y de las disciplinas que prescribe, sólo
una cosa aparece como ventajosa para la liberación del espíritu. Comienza a
establecerse una distancia entre el mundo y el hombre, lo que constituye una
primera ampliación de la noción de espacio. Para seguir al melanesio en este
progreso que no sabría explicamos, y verlo alcanzar la racionalidad, conviene
atraerlo a un dominio en el que su lenguaje sea claro y concreto para noso-
tros, como puede ser, por ejemplo, el de su arte.
Recordamos que en el arte del sur de Melanesia intervienen solamente las
dos primeras dimensiones. Son bajos relieves o esculturas que proceden de
una concepción intelectual análoga a la de los niños, que muestran en sus di-
bujos la quilla del barco o al morador dentro de su vivienda. El canaco des-
pliega de este modo los planos ocultos para completar su modelo. Por encima
de un espesor que representa la cabellera, coloca un ancho disco decorativo
que marca la nuca. Por otro efecto de visión intelectual o de abstracción indi-
ca mediante un rostro bifronte la mirada circular del antepasado. Son estili-
zaciones geométricas, símbolos únicamente comprendidos por los iniciados.

2. Véase BACHELARD, L'Air et les Songes (trad. cast.: El aire y los sueños. Ensayo sobre la
imaginación del movimiento, México, FCE, 1958), pág. 109: «Imaginarse un mundo es hacer-
se responsable de ese mundo. Toda doctrina de causalidad imaginaria es una doctrina de
responsabilidad. Todo ser meditativo tiembla siempre un poco cuando reflexiona sobre sus
fuerzas elementales ...
172 DO KAMO

Las vigas de jambas y dinteles caledonios son para unos costillas y para otros
pájaros fragata, pero aislados sobre una viga sin retratos son el hueso del ca-
lamar u otro molusco tótem. Como en los dibujos de los churinga australia-
nos, más incomprensibles todavía, cada uno encuentra en estos signos la ima-
gen del mito que conoce o vive. Y esto le es suficiente.
En el arte del norte todo se transforma. La tercera dimensión interviene.
La escultura aparece y con ella la claridad del tema. Gracias a ella, el artista
podrá tomar inteligible el mito que hasta entonces permanecía confuso. Una
proa de piragua en Nueva Guinea tiene la apariencia de una cabeza de coco-
drilo. Examinándola se notan las estilizaciones que representan plumas y, so-
bre el hocico, un rostro de hombre. Un cocodrilo pájaro y hombre. El conjunto
eS evocador o armonioso y toma sensibles a nuestros ojos las participaciones
desconcertantes para la lógica, que surgen cuando el melanesio o el papú se
dicen parientes del pájaro, del cocodrilo O" de un héroe mítico. Los tres seres
corresponden en nuestro espíritu a tres visiones concretas, tres conceptos bien
definidos y sin relaciones entre sí. Nuestro error consiste en detenemos en
estas visiones exteriores: el indígena capta, entre tales personajes, relaciones
gracias a las cuales, en su discurso, habla de uno y de otro sin turbarse, mien-
tras que nuestra lógica se turba. El artista indígena experimenta tanto como
el orador estas relaciones que no están representadas en el mundo concreto
y que el discurso no puede expresar bien, pero a las cuales el arte puede otor-
gar realidad. Al cincelar un cocodrilo con plumas y rostro humano, el escul-
tor crea menos una imagen sintética que un conjunto en el que todas las rela-
ciones se armonizan. Cada uno reconoce, en esta cabeza, al ser invisible cuya
presencia ha experimentado bajo las diversas formas de pájaro, de antepasa-
do o de saurio, de modo que la proa es viva y benéfica a los ojos de todos.
Lo que proporciona su inteligibilidad a esta obra compleja es la técnica
de la tercera dimensión que el artista ha poseído. Con su ayuda, la visión míti-
ca desarrollada primero en el espíritu sobre un plano, toma en adelante la for-
ma concreta de un volumen en la realidad. Sin duda es la mano del artista,
más que el pensamiento, la que por primera vez logró la conquista de la terce-
ra dimensión, al descubrir la técnica. La tercera dimensión corresponde, en
el escultor, a un primer descubrimiento y toma de posesión del espacio; está
en los fundamentos de esa racionalidad que sorprende en la fantasía de su arte.
El papel de las dimensiones en el terreno estético nos ilustra sobre la im-
portancia de la profundidad en el pensamiento melanesio que, en efecto, no
puede ser sino función de una noción del espacio, condición de la del tiempo.
Ahora bien; el pensamiento mítico se mueve sobre un solo plano; es decir, prác-
ticamente en un mundo de dos dimensiones, lo que no significa que un cana-
co vea al mundo inmóvil y liso, sino que la proyección de este mundo sobre
un plano, así fuese sobre la superficie de una hoja de papel, daría una imagen
sin perspectivas. Pero en un mundo fuera del tiempo -puesto que no tiene
profundidad-, no hay pasado ni futuro. Como ignora la profundidad, el mela-
nesio no puede tener noción clara del espacio ni puede establecer distancia
entre el mundo y él, ni ordenar una sucesión de planos ni distribuirlos. Impo-
tente para establecer una distancia entre el mundo y él, no conoce el mundo
sino a través de una visión mítica.
Uno olvida demasiado esa falta de nociones elementales de espacio y de
EL MITO 173

tiempo entre los primitivos, y busca en su mentalidad explicaciones más psi-


cológicas o filosóficas, pero la impotencia conceptual de los melanesios, exa-
minados actualmente, disminuye a medida que se limitan las carencias. Este
hecho demuestra por sí solo lo grave que es para el espíritu esta tenuidad del
espacio y esta ausencia de tiempo que bastaban a las formas míticas de su
antigua vida.
La racionalidad se afirma desde el momento en que se despliega un espa-
cio suficiente para ordenaciones. Pero, así como no se puede mostrar el mo-
mento en el que el artista ha adquirido plenamente la técnica de la tercera
dimensión, tampoco se puede indicar aquel en que la racionalidad se ha desli-
zado sobre un pensamiento todavía mítico. No se pueden extraer oposiciones
netas, y menos todavía revelar el advenimiento de un criterio como el del prin-
cipio de contradicción. No se puede indicar cuándo cesa la mentalidad primi-
tiva y cuándo comienza la mentalidad moderna, pues en la práctica sucede
que mientras la racionalidad ha conquistado todos sus derechos, el espíritu
tiene necesidad, a veces, de recurrir todavía al mito. Cuando, frente al adveni-
miento de la racionalidad, se suponía el retroceso permanente del mito, he aquí
que éste, en algunos aspectos, subsiste.
¿Habrá, pues, una función del mito que la racionalidad 00 debe destruir?
¿O sucede con la racionalidad de los melanesios como con esos datos de la
ciencia, que se creía tenían, en su comienzo, caracteres absolutos, cuando de
pronto apareció su rel~tividad? Nada es menos cómodo de determinar en el
pensamiento melanesio que «el punto de inflexión» que conduce hacia uno o
hacia otro de estos caracteres, mítico o racional.

MITO E HISTORIA

Existe, pues, un punto en que se detiene el proceso de regresión del mito.


Se adivina una separación establecida entre el dominio del mito y el del pen-
samiento racional. Tal vez se presente la ocasión de observar un poco el juego
de esta separación en la lección de geografía evocada anteriormente, en la que
vimos ampliarse la noción de espacio entre los jóvenes canacos.
En efecto; estos alumnos tienen una característica común: están cristiani-
zados. Este hecho podría tentamos a negarles toda originalidad y a conside-
rarlos pálidas réplicas de los cristianos de Europa. Pero sería apresuramos
un poco. La sorpresa de los indígenas frente a la geografía nos quita toda ilu-
sión al respecto: a través del mito han percibido todo lo que se les enseñaba.
Sus prácticas religiosas revisten todavía, pues, un carácter mítico, su pensa-
miento religioso es mítico.
¿De qué se trata, entonces? De que el acontecimiento que se les narró y
que les ha impresionado es captable en el espacio. De la alegría que experi-
mentan frente a este descubrimiento. Se puede interpretar esta alegría de di-
versas maneras. Tomaremos en cuenta tres:
Sea que «el mito esté cerca de la historia», como se dice vulgarmente a ve-
ces hablando de la fabulación en los niños.
Sea que los jóvenes cristianos se alegraran al ver su nueva creencia confir-
mada por la realidad concreta de un sitio terrestre.
174 DO KAMO

Sea que, simplemente, hayan experimentado cierta seguridad al encontrar


un punto de apoyo para su fe.
La primera interpretación -confusión entre mito e historia- suprime el
interés mismo de la sorpresa de los jóvenes alumnos. No han tomado en cuen-
ta el aspecto histórico de la narración evangélica, sino que lo han captado mí-
ticamente; las antiguas disciplinas les interesan menos que el nuevo compor-
tamiento prescrito por ese mito; están más acá de la vida cristiana tal como
se acostumbra a entenderla entre nosotros. No hay duda de que, para alcan-
zarla plenamente, será necesaria una ruptura del pensamiento mítico de los
melanesios y la adquisición de un pensamiento un poco más racional.
La segunda interpretación -alegre sorpresa de estos indígenas al hallarle
una base concreta a su fe- es falaz. Al ver la vida de Cristo bien situada en
un lugar geográfico, el indígena, frágil todavía en su nuevo fervor, puede sen-
tirse seducido, y participar, a la vez, de las multitudes que rodearon al Jesu-
cristo histórico y de las muchedumbres cristianas actuales. Pero en estas mu-
chedumbres antiguas y modernas el Cristo se ve a menudo humanizado y, tal
como antaño no distinguían su divinidad, deteniéndose en la noción semimá-
gica del Maestro, de quien tocaban las vestiduras, tampoco la distinguen hoy
al humanizar al Cristo hasta colocarlo heterodoxamente en la jerarquía de un
héroe glorificado, y al limitar su importancia a la de un gran recuerdo de Pa-
lestina.
La tercera interpretación procede de la segunda. Más cargada de matices,
es la única útil para nuestra investigación.
Determinada en el mundo la posición de Jerusalén, el joven melanesio pue-
de, ya no imaginar a Cristo humanizado, pero sí sentirse a sí mismo en rela-
ción con esta capital. La geografía era hasta este momento, para él, la descrip-
ción de un mundo extraespacial. como lo era Sidney para los habitantes de
las Salomón. Pero desde ahora el espacio adquiere una proporción nueva por-
que el alumno señala, por una parte, a Jerusalén, y por la otra, a su propia
isla de Oceanía. Uno y otro de estos territorios desempeñarán en adelante un
papel para él. Los comportamientos de su vida procederán de estos dos pun-
tos en el espacio, que no corresponden solamente a dos lugares geográficos,
sino también, para él. a dos lugares sagrados. Llegan a ser los primeros jalo-
nes de un espacio extendido donde su pensamiento se moverá. Éste conocerá
en su propia profundización el decisivo desarrollo de una tercera dimensión.
Porque el pensamiento, cuando se aplica a él la tercera dimensión, ya no
es mítico. El ser entero se encuentra comprometido en el curso de este espa-
cio que le es, por fin, abierto. A continuación de la palabra evangélica arroja-
da en el seno de la sociedad, y que ha determinado una nueva forma de vida,
se encuentra con que domina, por primera vez, un espacio y un tiempo que
lo separan de la Jerusalén de Cristo; espacio y tiempo mensurables en los que
la racionalidad y la dialéctica se vuelven posibles. El ser se sitúa a sí mismo
en el lugar del acontecimiento, que es su propio tiempo, y por lo menos el del
Cristo histórico;3 de este modo conoce una historia, la de Jesucristo, y en re-

3. Decimos «por lo menos» porque un teólogo protestaría y diría que hay comunión en
Cristo y que Cristo está en el plano de la eternidad. Esto es exacto desde un punto de vista
religioso, pero nuestro estudio en este aspecto no sobrepasa el del comportamiento mítico.
EL MITO 175

lación con ella sigue su propia historia. Vive verdaderamente su propio tiem-
po; posee un medio de control de sÍ... una posesión de sí, un conocimiento que
no tiene ya nada de común con la identificación con el ñame, que intentaba
antes, cuando se adhería al mundo tan íntimamente que el espacio le era ape-
nas perceptible. Ya no es un personaje en su sociedad; es realmente una perso-
na en el mundo, con su historia propia.
Pero, ¿por qué ante el nombre de Jerusalén se ha extendido la noción de
espacio, mientras que los nombres prestigiosos de Sidney, París y Londres no
surtieron efecto? Porque los nombres de estas grandes capitales no desperta-
ron las mismas resonancias en su ser. El nombre de Jerusalén despierta, por
el contrario, el choque de la predicación que conmovió posiblemente a esta
sociedad o decidió su propio abandono a la nueva fe; encierra en sí una reali-
dad que afecta. La emoción interviene, sin duda, en todos los movimientos del
pensamiento, pero también hay una calidad de la emoción. La emoción no se
impone en las manifestaciones o en los gestos que traen nuestras cronologías,
sino solamente a través del mito cuya narración perturba al auditorio hasta
el punto de prescribirle un comportamiento favorable a la exaltación y a la
aprobación de esta calidad, o, según el habla melanesia, de este estado. Según
si el acontecimiento que provoca esta emoción tiene por asiento en la tierra
a Jerusalén o La Meca, Moscú, Berlín, Roma, Benarés o París, la calidad de
esta emoción puede ser positiva o negativa, constructiva o destructiva para
el hombre. En la mediqa en que la inteligencia quiere dar cuenta, a la vez, del
acontecimiento que se desarrolla en el hombre y de semejante realidad afecti-
va, se encuentra imposibilitada de traducir a uno y a otra con el lenguaje ra-
cional solamente. Es preciso entregarlas por medio de otras vías, a las que los
filósofos denominarán con nombres díversos, pero que para la inteligencia de
los melanesios serán las vías míticas que permiten circunscribir por gestos
o por la palabra la realidad o el acontecimiento vivido. Cuando un nombre,
como el de Jerusalén, conservado dentro de un marco mítico en el espíritu
del canaco, surge bruscamente designando un lugar muy concreto, la sorpre-
sa que nace del contraste de lo mítico y lo real trastorna el pensamiento y con-
forma una expansión de éste en un espacio que antes ignoraba. Entre los me-
lanesios el ser se agranda cuando su espacio se amplía. Al colocar en el espacio
sus primeros jalones, comienza a grabar su historia, que no es cronología de
la vida sino que señala las liberaciones y ampliaciones del ser en forma de per-
sona; es la narración que la conciencia, al afirmarse, hace al hombre de s( mis-
mo o a los hombres de ellos mismos; es el relato de la inserción, en el tiempo,
de alguna realidad humana; es obra del pensamiento racional, que ayuda a
la persona mal afianzada en la individuación, a descubrirse en el tiempo, a
circunscribirse, a conocerse un poco. A través de la propia historia, la persona
se encuentra a sí misma.
Porque su historia no depende sólo de ella; se desenvuelve entre dos mitos
que la sobrepasan; procede de uno y se apoya en el otro. La historia del ciuda-
dano procede del mito de libertad que ha dictado el comportamiento de sus
padres y se apoya sobre el mito y la esperanza de fraternidad universal. La
del melanesio procede de grandes mitos totémicos y se apoya ya sea en el mi-
to del nacionalismo restaurador del pasado, ya en el de la buena voluntad de
los pueblos nuevos asimilados en sus islas. Y, según la elección de estos apo-
176 DO KAMO

yos, su historia es la de un rebelde o la de un amable cooperador. La historia


del alumno de geografía comenzó ante el nombre de Jerusalén, que tuvo reso-
nancias en relación con el relato evangélico. Ella se apoya en la escatología
de la Nueva Jerusalén.
Su historia hace la grandeza de la persona, pero la calidad de esta historia
está en función de la calidad de los mitos por medio de los cuales la persona
ha captado las realidades humanas, que, antes y después de ella, desbordan
su propio tiempo.4

Así, a través de la historia, se percibe la razón de esta situación contradic-


toria por la que el rechazo del mito era una condición del advenimiento de
la persona, y el retorno a él, la condición de su solidez. La necesidad de indivi-
duación exigía la ruptura para con el conjunto mítico, donde la persona se so-
focaba bajo el espeso revestimiento del personaje. Pero seguía siendo necesa-
rio recurrir a otros mitos para inspirar el comportamiento de la persona.
Se puede esquematizar todo el desarrollo de los dos movimientos señalando:
Rechazo del mito, aprehensión de la tercera dimensión, aislamiento en la
profundidad, liberación del espacio entre el mundo y él, individuación, descu-
brimiento de límites, racionalidad.
Retorno al mito, ascensión al plano de las realidades humanas donde todo
es participación, relación, comunión, vida, posibilidad de la persona.
Historia, integración de la persona en el mundo.

EL MITO MELANESIO y EL MITO EN LA CIVILIZACION

¿Es tan privativo del mundo melanesio este esquema que indica las etapas
de la liberación de la persona primitiva? ¿No podría convenir del mismo modo
a desarrollos observables en nuestro propio mundo civilizado?
La individuación no tiene un papel muy importante en este último, porque
generalmente comienza en edad temprana, en el tiempo comprendido por el
«eh> que dice el niño a los dieciocho meses yel «yo» que pronuncia a los vein-
ticuatro o treinta y seis meses. Pero hacia los cuatro o cinco años, este peque-
ño individuo, bastante asocial, que dice «no» para afirmarse, recurre al juego
en el que se cree un personaje: se dice animal, perro, pájaro y hasta murciéla-
go. Peyorativamente, se llama a esto fabulación; pero, ¿qué hace el niño en esta
edad, sino identificarse con el mundo? Trabajo comenzado en él, pero que una
educación racional respetuosa de los mitos canalizará, al conducir al niño a
una clase de edad, como la de los lobeznos, por ejemplo, halcones u otro neo-
totemismo, en la que su comportamiento le será dictado por una vía mítica.
Luego, al terminar la pubertad, franqueará un período en el que rechazará el
mito, período de afirmación de sí que corresponde a un acabamiento de la in-
dividuación. Cuando más tarde vuelva a recurrir al mito que le dictará el com-
portamiento de su vida, habrá entrado en posesión de un modo de conocimiento
afectivo que tendrá un papel desconocido y muy grande en su historia.

4. Sobre este tema de historia, VAN DER LEEUW ha escrito sugestivas reflexiones y llega
hasta emplear el neologismo «mythistoire». Véase ibid. págs. 128-211.
EL MITO 177

¿Acaso nuestro lenguaje mismo de adultos no está penetrado por algo de


mito o de mítica?
Cuando entre nosotros el pueblo, en un lenguaje lleno de supervivencias,
habla del hierro que se dilata con el calor o del mar que se agita -sin preocu-
pación por lo que «agitan» estas personificaciones-; cuando se dice sincera-
mente adiós a un amigo -sin preocupación por el sentido de la palabra-; cuan-
do, en un plano más alto, el sabio habla de fuerza, de necesidad -y tal vez
hoy el físico pudiera dictarnos otras palabras-; cuando un orador llama al
sacrificio por la patria, por el partido, por Dios, ¿qué hace con todas estas pa-
labras sino circunscribir una realidad humana o universal, o aun divina, que
no podemos captar? Se circunscribe y posee así esta realidad un poco como
químicamente se encierra y posee el perfume de las flores, por destilación a
través del carbón.
¿No es el mismo término persona una fórmula, una palabra que circuns-
cribe una realidad humana gracias a la cual el ser se precisa en nosotros, do-
tado de sociabilidad, de facultades participativas y de un comportamiento que,
bien conducido, le abre perspectivas sin fin hacia todos los enriquecimientos?
En todos estos mitos, pequeños y grandes, que tienen un papel en la vida
occidental, se trata siempre de un modo de discurso, de narración, de termi-
nología, o de gestos que encierran en su sentido una realidad que de ningún
modo es desconocida absolutamente por nuestro ser, puesto que es experimen-
tada, pero que en reali9ad resulta inasequible para nuestros sentidos como
objeto puro.
No aparece diferencia intrínseca entre el mito del primitivo melanesio y
el del hombre moderno. Pero el hombre moderno puede controlar su mito por
la racionalidad; de ninguna manera analizarlo como un objeto, pero sí recono-
cer su existencia, su significación, denominar la realidad humana que circuns-
cribe, utilizarlo con fines diversos (mitos religiosos, grandes mitos políticos
modernos). Sabe que utiliza el mito y que por el mito aprehende realidades
particulares, y aquí reside la diferencia con el primitivo.
El primitivo, sin noción de espacio, sin posibilidad de retroceder para ex-
traer las enseñanzas de la lógica de la técnica corporal o manual, no puede
controlar lo que experimenta y por ello construye un mundo mítico y falso.
Sin embargo, el carácter mismo de estos errores ayuda a extraer mejor el
verdadero sentido del mito. En efecto, se destaca que:
En la medida en que el primitivo considera al mundo bajo el aspecto de
la sociedad, sus maneras de ver míticas, al captar a través de la sociedad reali-
dades humanas o de vida, le han inspirado un comportamiento social sano.
En la medida en que considera al mundo en su conjunto físico, sus concep-
ciones míticas lo lanzan a todas las confusiones, aberraciones, y hasta al
fracaso.
Es notable, pues, que el primitivo haya organizado naturalmente una so-
ciedad viable cuando ha usado el mito para interpretar realidades humanas.
La vieja disciplina mítica le ha asegurado un punto de apoyo que le permitirá,
llegado el momento de la objetivación del pensamiento, pasar con toda su dig-
nidad de hombre a un plano ético nuevo. Esta dignidad conservada es la que
se encuentra actualmente cuand9 se entra en contacto de simpatía con el pri-
mitivo.
178 DO KAMO

Pero, por el contrario, cuando ha utilizado el mito inoportunamente, ha sido


atraído hacia soluciones engañosas: se ha visto tentado de utilizar la palabra
no ya como manifestación de sí mismo sino como instrumento de su voluntad
de poder; ha conferido a una fórmula las cualidades del ser, y se considera
entonces que la fórmula ha obrado por sí misma. Gran parte de la magia del
primitivo ha nacido de este oscurecimiento de la visión mítica, y por tal des-
conocimiento del mito, ha sido llevado a un libertinaje del espíritu fabuloso
que provee de forma miserable al mundo en que el primitivo se encierra. Éste
es el salvajismo que se encuentra cuando se penetra en las aldeas de los pri-
mitivos.
Empleado en el papel que le corresponde, el mito ha salvaguardado una
inteligencia; empleado en falso, ha arruinado e impedido para siempre a la
persona separarse del personaje de la sociedad mítica.

MITO y PALABRA

En el esquema anterior sobre la liberación del pensamiento mítico y la di-


ferenciación de la persona al comenzar su entrada en la propia historia, no
hay compartimientos estancos para estas nociones, entre nosotros separadas,
de persona, inteligencia, racionalidad y mítica. Todas ellas forman un conjun-
to de interferencias cuya armonía constituye el ser en su plenitud.
Nos damos cuenta de tal armonía si observamos, por ejemplo, al melane-
sio en este período de liberación del pensamiento mítico y de advenimiento
de la racionalidad. Súbitamente adquiere la soltura del hombre que ha toma-
do distancia y se separa lo bastante del mundo como para comenzar a descu-
brirlo e intentar dominarlo. Es el primer vuelo de una libertad naciente. Ex-
plica el entusiasmo de los alumnos cuando se disipan tantas brumas y se les
revela algún nuevo trozo del mundo. Es un entusiasmo del conocimiento en
el que el fervor, la afectividad, el mito, tienen un papel semejante al de la exal-
tación frente a las evidencias de la racionalidad. El mismo movimiento es el
que empuja al melanesio hacia el abecedario y al polinesio a edificar delante
de la escuela primaria de Tahití un pórtico de madera en el que, como sig-
no de belleza suprema, coloca la inscripción:

2 + 2 = 4

Impulsa a unos y a otros, además; a que busquen una religión que renova-
rá los viejos cuadros míticos al aportarles un nuevo contenido. Así vemos al
melanesio cristiano encerrar las ideas de consagración, devoción y santifica-
ción en un viejo vocablo de su lengua, rhewa, término que significa todo el
empeño del ser en la obediencia y la comunióri. totémica. Se lo podría tradu-
cir por «totemizarse». Las envolturas míticas; gracias a las cuales las realida-
des cristianas fueron retenidas por la inteligencia, no lo entorpecen, porque
él capta las realidades y toma por tales las envolturas míticas.
Sucede también que, presa de ese entusiasmo, capta realidades engañosas,
como cuando el blanco le predica el mito de la asimilación. Gendarmes y jefes
administrativos han rivalizado en estupidez para destruir toda la estética ca-
EL MITO 179

naca, con el fin de que ahí reinara la vulgaridad del arte de los cuarteles. En
su celo, un indígena quiso abandonar la costumbre agrícola y producir maíz
a la manera civilizada, es decir, con mano de obra asalariada. Persuadió a sus
parientes de que se transformaran en gentes semejantes a los coolies, pero pron-
to chocó contra todas las dificultades del capital frente a un proletariado vi-
goroso y arruinado. Sufrió la amargura del que ha sido engañado.
Estos accidentes no quitan nada al valor del entusiasmo, cuando el conoci-
miento se revela posible, después del proceso que hemos observado. Es intere-
sante escuchar al melanesio cuando expresa su asombro frente a las revela-
ciones concretas de una disección que muestre las verdades anatómicas o
biológicas, o las revelaciones espirituales encerradas en un relato histórico
o mítico:
-No ka do no. Palabra que es realmente palabra, exclama.
Por medio de esta exclamación admirativa, muestra que no se trata, para
él, de una abstracción sino de una palabra, manifestación del ser. Acción per-
fecta, comportamiento, obra, ecuación, todos se agrupan para él en un solo
término que indica a la vez la fuente y el carácter de los mismos: no xie, su
palabra. Ya se refiera a descubrimiento de sí, a práctica, a técnica o a mítica,
en definitiva se trata siempre de la palabra, manifestación del ser en estos dos
aspectos en los que el objeto se capta por el artificio de la mano y la realidad
humana por el artificio del mito.
Estos dos aspectos quedan confundidos en el vocablo no. La regresión del
mito, observada en los primeros tanteos del melanesio hacia la racionalidad,
no corresponden para nada en su espírítu a idea de derrota ni a complejo de
inferioridad, sino solamente a una rectificación de palabra, no, a una reafir-
mación del ser que capta, embelesado, al cabo de un soliloquio milenario, por
la luz de una palabra justa. No hay oposición entre palabra racional y mito,
son dos términos situados en dos planos distintos. Cuando alcanza la mentali-
dad racional, el melanesio continúa utilizando el mito, no para explicar el mun-
do que descubre la experiencia sensible y que explica la racionalidad, sino para
apoyarse sobre realidades humanas que solamente el mito hace aprehensibles.
Todo esto es palabra y verbo, y por el hecho de esta unidad de origen, con-
serva la coherencia que nos asombra cuando nos enfrentamos con los abis-
mos que en la sociedad melanesia actual separan a un personaje del tipo ar-
caico de una simple persona.

MENTALIDAD MtTICA

La historia del melanesio revela que la estructura misma de su mentalidad


está compuesta por dos elementos: mito y racionalidad.
No hay anterioridad de uno de los elementos con respecto al otro. El hom-
bre ha utilizado el pensamiento mítico en sus primeras interpretaciones men-
tales, pero no en su contacto con el mundo sensible -noche, frío, duro, etc.-
que ha inspirado su lenguaje. No existe lengua primitiva conocida que esté
desprovista de racionalidad_ La racionalidad inicia, tanto como el mito, la his-
toria del pensamiento. Pero el elemento racionalidad, fortalecido por la lógica
inspirada en las técnicas, ha requerido, para poder representar su papel, un tiem-
po de tanteo y maduración que no exigia el mito.
180 DO KAMO

La visión mítica del mundo podía desarrollarse con una amplitud inacce-
sible al conocimiento práctico del mundo, que sólo se opera por grados. De
ello ha resultado una discontinuidad según que las mentalidades hayan pro-
gresado o retrocedido, según que hayan otorgado el predominio a uno o a otro
de estos dos elementos.
¿Pero esta diferenciación implica una diferencia inicial de estructura en-
tre mentalidad primitiva y moderna? Honradamente, no se puede oponer una
a la otra. Tampoco se pueden oponer los pueblos primitivos a los modernos,
considerándolos como prototipos de una u otra de estas dos mentalidades. No
hay sucesión o evolución de lo mítico a lo racional. Se vio, al producirse la
desintegración de la persona melanesia, la necesidad que ésta tiene de articu-
larse nuevamente al reencontrar el elemento mítico, estropeado durante una
individuación mal conducida. Toda mentalidad entraña un aspecto racional
y un aspecto mítico, pero uno de ellos puede triunfar sobre el otro hasta tal
punto que llegue a dominarlo.
Las expresiones mentalidad primitiva o mentalidad moderna son engaño-
sas porque no corresponden a ninguna realidad del mundo. 5
Por el contrario, conviene poner en evidencia el elemento estructural do-
minante, y decir de acuerdo con el aspecto de las mismas, mentalidad racio-
nal, mentalidad mítica.
Esta simple designación, que se impone después del contacto que acaba-
mos de establecer a través de estas páginas con el melanesio, tiene, sin embar-
go, una historia detrás de sí; que no es la del mito, pero sí la de la incomodi-
dad que experimentaron los etnólogos respecto del mito.
El término mito es, en efecto, una vieja palabra que entró en nuestro len-
guaje con el sentido debilitado de fábula y de narración relacionada con los
dioses. Van Gennep, más tarde, determinó que se trataba de una narración que
explicaba o determinaba un ritual. 6 Hoy se admite que el mito transpone me-

5. No se puede volver al primitivismo, corno tampoco imaginarlo nuevamente. Los esfuerzos


que para ello realizan literatos y artistas son falaces. En una época gustarnos de Giono porque
podía escribir: «No eres esta masa de carne compacta que creías... sino que eres poroso, agu-
jereado, traspasado de todo y flotante corno una red de pescador, corno un bosque, corno un
árbol... eres corno follaje que el viento puede revolver, que el sol penetra, en el cual el aire
circula y que, embebido de mundo no es solamente tú, sino tú en el mundo».
Pero el protagonista de esta frase, que experimenta la participación de su cuerpo en la
naturaleza, la eficiencia de la comunión con ella y el valor de todas estas sensaciones estéti-
cas, está lejos de proporcionar a su comportamiento las formas míticas por las que actúa
corno el árbol, o corno el canaco en su relación con el ñame. A pesar de que se deja impreg·
nar por el mundo, ningún cosmomorfismo determina su actitud general, y su pensamiento
no es aquí ni mítico ni primitivo.
La estética ha requerido también de lo primitivo la función de refrescar viejas fórmulas.
No consistió sólo en un ensayo por dar primacía al ritmo, en música; fue en arte, una reac-
ción contra la discíplina o la lógica a la que nos obliga el uso de la tercera dimensión y un
esfuerzo curioso por expresar efectos vecinos al juego de tono sobre un solo plano, una ma-
nera de ver el mundo en dos dimensiones donde los colores y las luces cumplen la funcíón
que antes se pedía a las discíplinas de la perspectiva y de la tercera dimensión. Pero todo
este trabajo exige una técnica erudita y conduce a obras abstractas que son a la vez un ejer-
cicio y un juego, dos aspectos de la investigación y del perfeccionamiento. No entrañan ni
lo mítico ni lo primitivo.
6. VAN GENNEP, La formation des légendes, pág. 30.
EL MITO ISI

canismos y comportamientos regulares de la sociedad, y que asegura la repe-


tición de actos y acontecimientos primordiales, cuya renovación es una condi-
ción del equilibrio social y del equilibrio humano. El acontecimiento que el
mito ha circunscrito originalmente, se lleva al corazón del auditorio por inter-
medio de la recitación. El relato actúa a la manera de una liturgia que actuali-
za el acontecimiento religioso inicial en el alma de los fieles.
Pero, al mismo tiempo que se afirmaba en el mito el sentido de relato, la
etnología revelaba que estas sociedades eran semejantes a la sociedad mela-
nesia en la que hombres, dioses y tótems parecen entremezclarse. Los elemen-
tos fabulosos que se creían relegados en los viejos mitos se volvían a encon-
trar vivos y actuantes, creídos y vividos por hombres vivos. Para designar estos
estados nuevos se aventuró la palabra mítico, pero más allá de este término
no se veía en absoluto un relato que correspondiera a un mito.
Mientras que, en nuestra lengua, nombre y predicado se corresponden cuan-
do conciernen al mismo objeto, como químico corresponde a química o ham-
briento a hambre, se llegó a la costumbre de que mítico y mito fueran una ex-
cepción y dejaran de coincidir.
Esta discordancia no se produjo sin suscitar dificultades a los etnólogos.
Era necesario que el sentido de mito se ampliara para absorber la noción con-
tenida en lo mítico, o que el término mítico cediera a otro con sentido afín,
pero mejor adaptado.
Es sugestivo observar los esfuerzos de los etnólogos frente a esta dificul-
tad de expresar cosas que conciernen al mito. Presentían al mito en lo que ob-
servaban, distinguían los efectos ... pero ~ingún apoyo de una ciencia humana
venía en su ayuda para elucidar aquello de que eran testigos.
Hasta Malinowski, bajo la acción de la vida mítica que observaba en el norte
de Melanesia, trataba de ampliar la noción de mito. En conferencias que pro-
nunció en OxfonF protestó violentamente contra la definición clásica de mito
que, según él, interesa solamente para los mitos muertos. Ahora bien, el mito,
para los melanesios, es una realidad «vivida». Y va más lejos: «Las emociones
que se experimentan durante ciertos relatos surgen todavía durante ciertas
costumbres, reglas o rituales». Se trata, pues, de que transfiere entonces el
comportamiento sin que intervenga el relato de ningún mito. Malinowski, des-
graciadamente, no busca más allá, y termina sus conferencias narrando di-
versos mitos sin extraer de ellos la enseñanza. Ha entrevisto la cuestión, pero
la ha planteado a medias. Se ha dejado llevar por otro aspecto de la observa-
ción. La magia y el prestigio de la magia lo distrajeron del mito. Malinowski
muestra, por ejemplo, a los argonautas del Pacífico que soplan en sus caraco-
las marinas cuando se acercan a una isla. El fin no es tanto prevenir a las gen-
tes de la ribera cuanto conmover la montaña, pues al oír el sonido de la cara-
cola los antepasados que habitan en ella se sobresaltarán y asegurarán su favor
a los que llegan. El sonido de la caracola trae de este modo la participación
de las generaciones mitológicas a la gran obra de los vivos.
Cada marino está en su puesto; uno maneja el bichero, otro dice los encan-
tamientos mágicos: todos intervienen fervorosamente para lograr el éxito del

7. MALINOWSKI, Myth in primitive psychology (trad. cast.: «El mito en la psicología primi-
tiva», en Estudios de psicología primitiva, Barcelona, Paidós, 1982, págs. 17-81).
182 DO KAMO

desembarco. Al insistir sobre cada uno de los detalles de magia que cumple
cada marino, Malinowski califica toda la escena de mágica y con esto borra
para siempre la profundidad mítica de la acción: conmover la montaña es, pre-
cisamente, la expresión que designa el llamado a los dioses. No hay límite en-
tre la montaña y sus dioses. Toda la visión mítica del mundo está encerrada
en esta invocación sonora del terruño. Al abandonar esta visión en provecho
de un rito mágico, Malinowski se detiene en los detalles del comportamiento
y se le escapa aquella intuición que tuvo sobre el mito vivido. Por esto, en los
libros de Malinowski, la primacía dada a lo mágico sofoca lo mítico.
Por el contrario, Preuss posee una penetración real del mito. 8 Muestra
cómo los acontecimientos originales dan fuerza y autoridad a los acontecimien-
tos actuales, y que lejos de haber muerto, los mitos zunis tienen un profundo
sentido que él califica de religioso.
Lévy-Bruhl, con la gran prudencia y claridad que lo caracterizan, separa
netamente el mito clásico del mito de los primitivos. Como posee la tradición
superior de un estilo límpido, jamás emplea un término sin darle su sentido
pleno. Distingue cuidadosamente entre mito, narración y representaciones co-
lectivas que se encuentran en la base del totemismo. La indeterminación de
estas representaciones colectivas, la inconsistencia de los mitos narrados de ma-
nera diferente, y hasta contradictoria a veces, por cada narrador, las extrañas
relaciones del hombre y del animal,9 lo han llevado a insistir más sobre el me-
canismo del espíritu primitivo, su fluidez, e imaginar un plano en el que ope-
ra; el plano de lo sobrenatural. El término mítico le parece demasiado limita-
do para englobar todas estas particularidades. Prefiere un predicado más
simple y más envolvente, que es el de místico, definido por él como: «Creencia
en fuerzas, influencias, acciones imperceptibles por los sentidos y sin embar-
go reales».lO El mundo ya le ha sido otorgado en una experiencia inmediata
cuya autoridad, a sus ojos, es decisiva. Por ahí se manifiesta la orientación
mítica de su espíritu.
Este predicado de místico ha tenido gran éxito y muchos lo adoptaron; otros
lo discutieron y deploraron debido a la apariencia de explicación que parecie-
ra aparejar cuando no aporta ninguna. Los melanesios que hemos encontrado
anteriormente, el canaco que dejaba caer su hacha ante la mirada humana del
tiburón atávico, la vieja mujer que acaricia sus ratas totémicas o la joven ma-
dre con el niño enfermo, que quiere abandonar a su marido cristiano porque
éste ya no pide al tío uterino la bendición saludable para el niño, son gentes
que no actúan en virtud de fuerzas o de influencias indeterminadas y místi-
cas. Tienen una visión propia del mundo en la que tiburón y antepasado se
identifican, en la que el tótem tiene un sentido pleno, en la que el tío uterino
es la fuente de vida, y los comportamientos que siguen están dictados por esta
visión. No hay ahí ninguna experiencia inmediata cuya autoridad sea decisiva
a los ojos del melanesio, sino comportamientos míticos. Tienen una actitud
que demuestra la realidad, no definida, pero captada a través del mito. Califi-

8. PREUSS, Der religi6se Gehalt der Mythen, Tubinga, 1933.


9. Estas últimas relaciones son las que lo determinaron a escribir su libro Lo. mythologie
primitive (trad. cast.: Lo. mitología primitiva, Barcelona, Península, 1978).
10. Ll'!yy·BRuHL, Lo. mentalité primitive, Herbert Spencer, Lecture, Oxford, 1931, pág. 16.
EL MITO 183

car como místicas estas actitudes significa vaciarlas de todo su contenido mí-
tico. Así, bajo sus volutas, lo místico ha sofocado a lo mítico.
Esto conduce a Lévy-Bruhl, hacia el fin de su hermoso libro sobre la mito-
logía primitiva, a ver en el mito solamente un descanso del espíritu que aban-
dona por un instante la actitud racional, porque «quizá sea necesario recono-
cer que en todo espíritu humano, cualquiera que sea el desarrollo intelectual,
subsiste un fondo de mentalidad primitiva imposible de desarraigar».lI
El profesor holandés Van der Leeuw ha señalado tal persistencia de la men-
talidad primitiva. Admirador de Lévy-Bruhl, le dedicó el libro que escribió en
francés sobre el primitivo. Avanzando en el problema, establece que la menta-
lidad primitiva no es arcaica; por el contrario, posee las cualidades más sanas
de toda mentalidad bien condicionada. Ha observado que mito y razón (él dice
logos) son realmente los elementos estructurales del espíritu. No acepta, pues,
oposición entre mentalidad primitiva y moderna, sino entre las tendencias de
la mismas, de las cuales una es mítica, y no puede ayudar a la fabricación con-
ceptual, y la otra «lógica», y no puede captar realidades hacia las que se diri-
ge la otra tendencia.
Concluye en compendio de gran densidad:
«La mentalidad moderna tiende a una vida que no será más que conoci-
miento y que pondrá fin a la vida. La mentalidad primitiva tiende a una vida
que no será sino vida vivida, pero que impediría el conocimiento». ¿No apare-
ce acaso como ejemplo de esta oposición la imagen del melanesio, que en su
mal conducida individuación abandona el mito para abrirse al conocimiento
del mundo... y frente a la ruina que lo amenaza entonces, busca nuevamente
el mito para encontrar un comportamiento viable?
De tal manera, el mito no es en absoluto un resurgimiento de las primeras
edades, como en el pensamiento de Lévy-Bruhl, sino un elemento primitivo
y estructural de la mentalidad. Van der Leeuw lo define como «una palabra
que circunscribe un acontecimiento», palabra que se vuelve acción por el he-
cho de su repetición y decide el presente. «El mito es así una forma esencial
de orientación, una forma de pensamiento y, mejor aún, una forma de vida.»!2
Un melanesio que encontrara en esta definición el término «palabra», lo
traduciría por no y, en consecuencia, entendería que se trata en esta palabra
de todos los gestos y discursos que manifiestan al ser. Pero un antiguo uso
ha limitado entre nosotros el sentido del vocablo y Van der Leeuw, como sus
predecesores, se atiene a la costumbre según la cual «palabra» indica sola-
mente discurso o narración. No le parece que el mito pueda ser otra cosa.
Es severo con Cassirer, quien, acostumbrado a las formas simbólicas del
lenguaje, tiene en realidad una visión amplia y fecunda del mito. Llama míti-
cos toda clase de aspectos de este pensamiento que hemos aprendido a cono-
cer. Yerba valent usu ... podemos atenemos a la definición dada por Nietzsche,
sutil como siempre: .. Contrariamente a lo que piensan los hijos de una cultu-
ra muy refinada, no hay ningún pensamiento en la base del mito, sino que él
mismo está constituido por un pensamiento».!3

lI. Ibíd., Oxford, pág. 27.


12. L'homme primitif et la religion, pág. lIS.
13. Ibíd., pág. lIS.
184 DO KAMO

¿Qué sería de esta cita si el último término fuera reemplazado por no,
palabra?
Así, por un largo camino, la noción de mito se ha amplificado en contacto
con la etnología. Su estrechez literaria incomodaba a los investigadores en lu-
cha con la realidad mítica, y también ha incomodado a Malinowski y a Preuss,
que estaban sobre el terreno y afirmaban que el mito encerraba más de lo que
se suponía. Lévy-Bruhl, Cassirer, Van der Leeuw, filósofos, han comprendido
lo fundado de las dificultades con que tropezaban los etnólogos. La penetra-
ción de Van der Leeuw, que ve en el mito una palabra, abre caminos a los aportes
del melanesio sobre el sentido profundo de palabra, como manifestación del
ser. Lenguaje mímico, gestos expresivos, son aspectos de la palabra y propor-
cionan, en la emoción o en el fervor, las figuras o fórmulas que circunscriben
un acontecimiento. En Kumac, cuando una parturienta está ya sin fuerzas, los
hombres se agrupan en círculo alrededor de ella y danzan en silencio hasta
el alumbramiento. Esta gente tiene razones míticas para danzar en estado de
angustia. ¿ Se trata de un acontecimiento salvador original, cuyo relato no ha
sido fijado de otra manera sino a través de estos movimientos rítmicos? No
lo sabemos, pero lo que se le dice en ese momento a la mujer para darle coraje
es:
«He aquí la palabra de estos hombres para ayudarte».
Estos bailarines, como los canacos que hemos visto anteriormente en sus
diversas formas míticas de vida, obedecen todos a algún mito que no pueden
citar, pero con el que vibran todas las fibras de su ser. Son mitos que viven
en ellos, que no están articulados por sus labios, pero que ante nosotros se
articulan a través de los comportamientos de estos hombres.
El mito es sentido y vivido antes de ser inteligido y formulado. Son la pala-
bra, el rostro, el gesto que circunscriben el acontecimiento en el corazón del
hombre, emotivo como un niño, antes de ser relato fijado. Bajo este aspecto
expresiones como «el sistema totémico» o «el totemismo, conjunto de repre-
sentaciones colectivas» parecen incompletas y obsoletas. En efecto, silencian
el carácter mítico del conjunto totémico, mientras que éste, por sí solo, expli-
ca el modo de aprehensión de una realidad o, simplemente, encierra en sí el
mito que permite captar una realidad que el melanesio no puede formular aun-
que la experimente de manera tan viva. Somos nosotros quienes lo llamamos
después mito de la sexualidad o mito de la vida psíquica. De acuerdo con esto,
el cosmomorfismo explica la actitud del canaco en el mundo. El canaco pre-
tende ser ñame, pez; revela así cantidad de participaciones inesperadas. Pero
todas estas participaciones, estados fluidos y metamorfosis están encerrados
en una sola visión mítica que procede de algo que podemos llamar un mito
de la identidad. Muchos de estos aspectos deja mentalidad del canaco no son
sino comportamientos dictados por dicho mito.

LAs MITOLOGíAS

El mito melanesio es vivido antes de ser formulado, fijado en una mitolo-


gía y revivido por un ritual. Eso es lo que nos enseña la observación del mela-
nesio. En el fondo, ¿hay una diferencia intrínseca entre una mitología primiti-
EL MITO 185

va, por pobre que parezca, y aquella que contiene los grandes mitos clásicos,
como no sea en la oscuridad de la forma? ¿No traducen, unos y otros mitos,
hechos humanos paralelos, un momento de la existencia qq.e el hombre no ha
podido captar sino transportándose él mismo al tiempo del acontecimiento
y circunscribiéndolo por medio de palabras, gestos o relatos?
Demos un ejemplo al respecto con un mito de cada grupo, primitivo o clásico.
Veamos en Nueva Guinea al héroe cuya piel está cubierta de micosis y de
la que se despoja para revestir alas y volverse pájaro. Luego, cuando vuelve
a su casa se desliza de nuevo en la piel enferma. Una jovencita observa al hom-
bre cuando vuela, le roba la piel mala y la quema. Cuando él vuelve y se quita
las alas para revestir su harapo, ya no lo halla, pero encuentra la mirada de
la niña:
-Ella ha descubierto quién soy yo14 -dice.
y se turba.
Lévy-Bruhlllama a esta narración un cuento. La da como ejemplo para po-
ner en evidencia la fluidez de la naturaleza entre los primitivos. ¿Pero no se
puede ver también en este estado fluido que aparece a nuestros ojos, el efecto
de la proyección rápida de los acontecimientos que se desarrollan ante noso-
tros? Cada acontecimiento corresponde a un tiempo, que el héroe vive y en
el que se percibe a sí mismo. El acontecimiento, en el hombre, ¿es inquietud?
La imagen muestra la piel ulcerada. -¿Esperanza? -¡Pájaro! -¿Encuentro
con los ojos asombrados de la jovencita? -¡Yo soy! Cuando, presa de la emo-
ción, el nativo de Guinea se ha transportado a este dominio de las potencias
pasionales, su propio ser, a través de una figura o de otra, se revela a sí mismo.
Movimientos semejantes, traducidos al lenguaje discursivo, aparecen confu-
sos. Revelados por imágenes sucesivas, se ordenan como en un tejido épico
en el que el mito es el hilo y la realidad la trama. Así, este mito evoca un mo-
mento, que es el mismo para el antepasado del papú y para el descendiente
del europeo, momento siempre actual y en el cual esos dos hombres que se
han encontrado se descubrirían contemporáneos del héroe de «la Bella y la
Bestia», y se llamarían el uno al otro Humanidad en su desarrollo pasional.
Guardadas las proporciones sobre el valor de la realidad encerrada en el
mito, ¿es ese modo de conocimiento de la pasión tan diferente del modo al cual
recurría la antigüedad para definir la pasión humanitaria de la búsqueda? ¿No
relataba la desdicha de Prometeo? ¿De qué siglo es este titán? Prometeo no
tiene pasado. Su siglo procede de Prometeo mismo, de su ser. Así como fue
vivido por el antiguo Prometeo, es vivido por todo Prometeo moderno: sabio
que se deja roer por el radium que investiga, médico que se deja picar por
el mosquito stegomia, para contraer la fiebre amarilla y estudiarla hasta el
fin de su sacrificio por la ciencia, etc. Si estos tres Prometeos se encontraran,
advertirían su comunión y se descubrirían contemporáneos. Nosotros no ve-
ríamos ya tres hombres sino solamente uno y lo llamaríamos Humanidad en
su pasión dolorosa de conocimiento.
Nos distendemos, según el pensamiento de Lévy-BruhI, cuando para recons-
tituir a Osiris se busca el último resto comido por un pez, o 'cuando dioses
y asuras agitan el mar; pero, detrás de esos mitos actualmente muertos, ¿no

14. LeVy.BRUHL, La mythologie primitive, pág. 233.


186 DO KAMO

existió un tiempo en el que los hombres vivieron esos momentos y creyeron


con fervor, a la manera de las parejas canacas de hoy en día, que el orden del
mundo dependía de las normas de conducta que ellos observaran? No existe
un mito que no sea revelación renovada sin cesar de una realidad de la que
el ser está penetrado al punto de conformar a ella su comportamiento. De lo
contrario, se fija lentamente en un relato que, algún día, será solamente una
fría narración.
Conviene, sin embargo, separar de estos mitos vividos el mito etiológico,
que se aparta de ellos porque expresa menos un acontecimiento o una reali-
dad humana que lo que manifiesta como esfuerzo de intelección para explicar
los orígenes y asentar las costumbres. El tiempo mítico en el cual sucede no
aparece con la misma evidencia en la narración etiológica. Lévy-Bruhl consi-
deraba este último término como impropio porque connota la causa, mientras
que el mito implica que la causa se encuentra en el mundo de lo sobrenatural.
El relato etiológico conserva el nombre de mito por un verdadero desconoci-
miento del sentido profundo de mito. ¿No le ocurre, acaso, disolverse y dejar
que la leyenda recoja sus héroes temporalizados?lS Sin duda el abuso del tér-
mino se remonta lejos en la historia de nuestra lengua, pero era necesario des-
tacarlo para evitar confusiones y dejar al mito, palabra que circunscribe un
acontecimiento, todo su valor, sea que pertenezca a la humanidad primitiva
o a la antigüedad clásica.

MITO y RACIONALIDAD, MODOS COMPLEMENTARIOS DEL CONOCIMIENTO

De este modo se reduce la distancia que nos separa del melanesio, que cap-
ta por la misma vía mítica que nosotros estas realidades cuyo objeto escapa
de los sentidos y que son, en efecto, las variaciones de los dos elementos de
estructura del espíritu, mito y racionalidad, los únicos que distinguen la men-
talidad racional de la mentalidad mítica.
El mito corresponde a un modo de conocimiento afectivo, paralelo a nues-
tro modo de conocimiento objetivo, desarrollado por el método. Esos dos mo-
dos no se excluyen uno al otro, pero el modo racional se desarrolla por el mé-
todo que no cesamos de purificar; el modo mítico promueve actitudes, puntos
de vista, disciplinas y conciencia, y exige el control de la racionalidad. Estas
dos estructuras son afines y se complementan. ¿No vemos, en el mundo mo-
derno, a la ciencia abandonar el objeto absoluto detrás de las representacio-
nes para destacar solamente las secuencias? En ese esfuerzo el espíritu se apoya
sobre el símbolo racional para interpretar la realidad. En el mundo mítico el
espíritu se apoya sobre el mito para fijar una realidad humana, un aconteci-
miento, y el mito crea estos comportamientos gracias a los cuales la conciencia
se desgaja y se opone a la simple receptividad de los sentidos.
De ambos modos, tanto uno como otro ayudan al hombre a captar el mun-
do; por el más elemental de los dos, que procede por vía afectiva, el primitivo
capta una partícula del mundo cada vez que interviene en su camino la visión

15. Véase sobre este punto, la obra de GEORGES DUMF.ZIL relativa a Roma: Jupiter Mars Qui·
nnus, Horace el les Cunaces, Servius el la forlune, etc.
EL MITO 187

de un tótem u otro; es decir, mediante la interferencia de un mito. Este mito


es virheno, la palabra que como el acto, es no: palabra, como los antepasados
en lengua de Gomen se denominan ma tone, ma tone, aquellos de quienes se
ha oído hablar. El ser de alguna manera está investido por la palabra, mani-
festación de sí mismo o de los otros.
La observación de las formas míticas en la vida de los melanesios nos ha
permitido muchos descubrimientos de datos que parecían en un principio ine-
xistentes o indiferenciados. Como pronto llegan a ser cosas muy diferentes,
comprendemos mejor, por esta vista sobre sus orígenes, las hondas relacio-
nes que subsisten entre ellas.
Así, la necesidad de la persona de encontrar un apoyo en el dominio afecti-
vo y mítico, cuando parecía que había roto con ese dominio por su individua-
ción, asegura que ese desprendimiento del mundo mítico no es el resultado
de una operación intelectual solamente, sino de un movimiento del ser en su
totalidad.
El apego del melanesio a las tradiciones, o su propensión a buscar una nueva
fe en la cultura del blanco, o en su adhesión a una religión, o en un ilusorio
retorno al pasado, demuestran que busca realidades humanas en las que en-
cuentra su propia consolidación. Capta estas realidades nuevas a través de un
mito que es vivido. Uno se pregunta, respecto de esto, cómo, dada la aridez
de los dogmas, el canaco podía adherirse al cristianismo. Se adhiere porque
percibe estas realidades<religiosas míticamente; es decir, a través de la media-
ción del mito, en lugar de pensarlas filosóficamente, como ocurre entre noso-
tros con nuestras mentalidades saturadas de lógica. Ahora bien; estas realida-
des, ya sea que se trate de la cultura del blanco, o de otro, o del Evangelio,
ante todo son para él palabra, que es manifestación del ser, que no se separa
de él y que lo compromete totalmente en su confianza y fidelidad, como lo es-
taba en el tiempo en que su convicción totémica le dictaba el comportamiento.
El estudio del melanesio nos condujo a hallar en el mito y la racionalidad
los dos elementos estructurales de toda mentalidad arcaica o moderna, al mis-
mo tiempo que nos reveló la aberración del primitivo que se abandonó a cons-
truir un mundo en un único modo de conocimiento primitivo y mítico. El pri-
mitivismo está en este aspecto unilateral del pensamiento que, al privar al
hombre del equilibrio de estos dos modos de conocimiento, lo condujo a las
aberraciones. Nos complace adjudicarle sólo al modo mítico el primitivismo,
porque nos parece el inicial y porque una muy antigua incomprensión de la
racionalidad quiso relegar al mito a una zona inferior; pero el estudio del me-
lanesio nos permite imaginar, por antítesis, que si el primitivo se hubiera en-
tregado a un solo modo de conocimiento establecido por la racionalidad, se
habrfa detenido en un orden de técnica perfecta, en la que habrfa sobrepasa-
do al insecto, constreñido por su instinto, y habría proseguido su obra lógica
hasta el agotamiento, la desgana y la muerte. ¿Qué más lógico que la organiza-
ción de la guerra llamada total?
Por el contrario, el pensamiento, al ayudarlo a captar realidades humanas
a través del mito, le permite encontrar en ellas los valores esenciales para la
organización de la sociedad, para reestructurarla si se corrompe, para salva-
guardar la persona diluida en ella, hasta el día en que la persona misma pue-
da desprenderse y afirmarse, luego de una feliz individuación.
188 DO KAMO

Por ese apoyo mítico que le es necesario, la persona puede utilizar uno y
otro modos de conocimiento para desarrollarse y gozar de la plenitud en que
el canaco se siente a sí mismo do kamo, verdadera persona...
Así, estas formas míticas que parecen marcar en el más alto grado la dis-
tancia que separa al primitivo de nosotros, nos tornan, por el contrario, com-
prensible y menos lejana esta última forma que encontramos en el mundo me-
lanesio evolucionado, en el que el mito y la persona tienen relaciones tan
importantes que se los ve apoyarse uno en la otra, proceder uno de la otra, con-
solidarse, explicarse y justificarse uno por la otra.
Pero, ¿acaso esta última forma pertenece solamente al mundo melanesio?
ÍNDICE ANALÍTICO Y DE NOMBRES

Adulterio, 134 -noción del, 35-43


Altar, 101-102, 114, 115, 128 -partes del, 39
Animales, actitud del canaco hacia -nomenclatura vegetal de las, 39
los, 45-46 -representación plástica del, 35, 44
Antropofagia, 126 Cultos, 62-69, 72-73, 83-84

Bachelard, 171 n.2 Danzas, 69-70


Bao, 51-52 Deificación, 50, 142
-definición del, 48-49 Desagregación, 163-165
Biblia, la, 32 Deuda, noción de la, 149-150
Bloch, M.J., 107 Disciplina familiar, 117
Brainne, 45 n.1 Do kamo, 28, 45-48, 166, 188
Britremieux, 32 n.4 Dominio:
-espacio-mítico, 101, 111
-socio-mítico, 114
Cadáveres, 61-66 Dualidad, concepto de, 105-106
Cálculo de los días, 92-94 Dumézil, Georges, 186 n.15
Canaco,28 Durkheim, 162
Cassirer, 183, 184
Castas, sistema de, 128, 130
Ceremonias religiosas, 61 Emoción y pensamiento, 174-175
Clan, 82, 102-105, 113-114, 117, 168 Esculturas, 35
Clanes: Espacio, 62-65, 69, 82
-distribución de tareas entre los, -noción del, 172-173
127 Ética totémica, 170-171
-origen de los, 103-105
Codrington, 37 n.3, 81 n.4, 124, 130
Computación del tiempo y ritual, Faure, 170
91-92 Fisiología, noción de la, 39
Concepción estética, 172 Forster, 47, 116
Concepto de lo histórico, 92 Fox, D.e., 64 n.2, 79 n.2
Conocimiento, 179, 186-187 Fratría, 117
Contrato matrimonial, 136 Frobenius, 64
Cook, 48
Crow, 147
Cuerpo: Gauthior, 107
-definición verbal del, 35 Generaciones, concepto de las, 50, 79
-desdoblamiento del, 44 Goldstein, 144 n.4
-designación del, 43 Gomawe, el dios, 31, 39
-función de las vísceras, 39 Gramática, 36-39, 94-97, 131-132
190 DO KAMO

Hertz,65 Melanesio, 29
Hocart, 107 n.7, 128 Mentalidad mítica, 178
Homonimia, 156 Mindia, discurso de, 122-123
Hubert, 92 n.2, 93 Mítica y mística, 182
Mito, 28, 41-42, 59, 71, 158-160, 177 y
sigs.
Identidad, 78, 80, 82, 97, 156 -de la asimilación, 178
-de sustancia 43-44, 75-76 -de la identidad, 184
-el mito de la, 44 -e historia, 173 y sigs.
-humano-vegetal, 41-42, 75-76 -regresión del, 170-171, 179
Incesto, 65 n.3 -totémico, 158-160
Individuación, 160-165, 167, 176, 187 -y palabra, 178-179
Inteligencia, origen de la, 31 -y racionalidad, 178-179, 186-188
Invocaciones, 48, 51, 72, 128 Mitología, 31, 40-42, 124, 184-186
Muerte, 45 y sigs., 54 y sigs., 58-59
-concepto de la, 42
Jefaturas, 115-118, 123, 139
-organización de las, 127
Jefe, 115-121, 124-128, 139 Necrologías, 61 y sigs.
-funciones del, 120-130 Nombre y personalidad, 155-157
Número 2, concepto del, 108-110
-origen mitológico del, 124
Juan, 144
Ñame:
-culto del, 76 y sigs.
Kamo, 28, 153
-simbolismo del, 77-78
-definición del, 45-48
Kraffe, 109
Olor, 65 y sigs., 70
-cadavérico, 62, 65
Lambert, padre, 118 -de muerte, 65-67
Leenhardt, 35 n.2, 40 n.5, 46 -de vida, 65-67
Lenguaje, 141-142, 145 Oraciones fúnebres, 70
-mítico, 40-42, 168 O'Reilly, péidre, 66 n.5, 68 n.6
Lévy-Bruhl, 27, 37, 109, 163, 182 n.lO, Organización social, 124
183-185
Lévy Strauss, 111 n.ll
Leyendas, 31, 47, 59, 64, 67-68, 79-82, Palabra, 131 y sigs., 136-138, 141-144,
90 y sigs., 102, 117, 124-125, 132, 135, 145-151, 178-179, 183
137, 145-146, 159, 185 -arte de la, 120-124
-como acción, 133
-como manifestación de fuerza
Mago, 116 conceptual, 142-144
Malinowski, 55 n.2, 124, 153 n.l, 171, -como pensamiento, 135
181, 182 -como símbolo de vida, 122
Máscaras, 128-130 -constructiva, 145 y sigs.
Matrimonio, 84, 102-103, 136 -poder de la, 130
Mauss, Marcel, 28, 32 n.3, 146, 163 -representación estética de la, 140-
Mead, Margaret, 171 141
íNDICE ANALíTICO Y DE NOMBRES 191

-y lenguaje, 141-142 Rousset, David, 147 n.4


Pales, 29 Rusillon, Ho, 50 n09
Parentesco, 145-147
-sus lazos orgánico y mítico, 110 y
sigso Sacerdote, 115, 123
Paridad, concepto de, 105-110 Sarasin,29
Patteson, 130 Sexo, 81
Pensamiento, 31-34, 50, 106, 135 y sigso, Sociedad, 41-43
139-141, 142-143, 160, 162, 167 -estructura de la, 111-112
-mítico, 160, 165, 167, 171-173, 179 -valores conceptuales en la, 150
-regresión del, 168-170 Suicidio, 55 y sigso, 157
-y emoción, 175
-y racionalidad, 171-173
Percepción, 38 Tabúes, 65, 145
Temores, 48
Persona, 160-163, 175
Tiempo:
-estructura, 153-155, 165-166
-computación del, 87
Personalidad, 155-158
-mítico, 100, 158
-integridad de la, 157-158 -noción del, 87-88
Prestaciones, 118-120, 125 -y existencia, 94
Preuss, 182 Tótems, 80, 97, 98, 99, 111, 113, 114,
Primitivo, 27-28 158-160, 169
-definición del, 44 Tradición, 136-138, 150, 187
Primitivo, lo, 182-183
Procreación, 78-80, 102-103
Propiedad, noción de, 149-150 Ubicuidad, don de, 56, 157
Pubertad, representación de la, 78 Unión conyugal, conceptos acerca de
la, 79-80
Racionalidad, 178, 186-188
Representación totémica, 80-83 Van der Leeuw, 27, 176 n.4, 183
-disolución de la, 83-85 Van Gennep, 180
Resurrección, mito de la, 58-59 Venganza, 58
Rienzi, 47 n05 Vísceras, 39
Rito, 54, 93, 150
-de covada, 103, 171
Rituales, 118 Yo, 37, 44, 82, 94 y sigso, 159, 162-163,
Rostand, 107 n06 171
En este clásico publicado en 1947, y al contrario que la mayor
parte de los etnólogos en activo durante aquellos años, Maurice
Leenhardt parece perseguir un objetivo muy concreto:
reivindicar la mera existencia de los indígenas, en este caso los
de Nueva Caledonia. En efecto, su estrategia consiste en
interesarse no por aquello que pudiera asimilarlos al pensamien-
to occidental, sino precisamente en lo que los haría singulares y
distintos: una "etnología diferencial" que se reafirma mediante
el análisis del fenómeno social total, es decir, los hechos institu-
cionales, morfológicos y dinámicos -a su vez iluminados por la
psicología-, finalmente integrados en una unidad rica y comple-
ja. El ensayo resultante nos introduce en el pensamiento de los
insulares, en su noción del espacio, del tiempo, de la sociedad y
de la palabra, a través de un trabajo de individuación del que
acaban desgajándose los elementos estructurales más importan-
tes de su mentalidad: el mito y la racionalidad. Y, al final del
camino, no nos espera otra cosa que la iluminadora comprensión
de lo que ellos denominan do kamo, el hombre en su
autenticidad.
Maurice Leenhardt (1876-1954) fue director de estudios de la
École Pratique des Hautes Études y profesor de la École
Nationale des Langues Orientales y del Institut d'Ethnologie de
París. Fue también el fundador y el primer director del Institut
Fran-,;:ais d'Océanie, así como autor de fócabulaire et Grammaire
de la langue houailou, Gens de la Grande Terre o Arts de
l'Océanie.

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