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8 de noviembre de 2020

SEMANARIO IDEAS DE IZQUIERDA

Un cuento patrio: los dueños de la tierra y el canon de la


literatura argentina
Ariane Díaz | @arianediaztwt

Link: https://www.laizquierdadiario.com/Un-cuento-patrio-los-duenos-de-la-tierra-y-el-canon-de-la-literatura-argentina

El Estado se hizo presente en Guernica no para hacerse cargo del derecho a la vivienda que no garantiza y que con
sus negocios vulnera, sino con miles de “oficiales de la ley”, helicópteros, grúas, balas de goma, gases y periodismo de
guerra. Un pequeño ejército contra los “usurpadores” que estorban con la inoportuna necesidad de un techo a los
intereses inmobiliarios, especulativos y políticos de los defensores de la propiedad privada a ambos lados de la
susodicha “grieta” (que mostró existir, efectivamente, pero marcando otras fronteras: las del terreno de la división de
clases).

No es que lo citarían como autoridad cuando, para justificar la represión, oficiales y opositores esgrimen el cuco
comunista y de izquierda, pero en el fondo parecen coincidir con la suscinta conceptualización de Marx y Engels en
el Manifiesto comunista: en el capitalismo, la “propiedad privada” existe porque las grandes mayorías están privadas de
toda propiedad.

Pero los que la defienden como valor supremo y cimiento de la República están tan flojos de papeles como los dueños
de Bellaco S.A. (hay que reconocerles la honestidad intelectual en la elección de la razón social) que inició la causa por
desalojo.

Como señalaba Pablo Anino en este semanario hace unas semanas, Marx explicaba que “La acumulación originaria
capitalista comprende la separación del productor de sus medios de producción, de vida. ‘Esta acumulación originaria
desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología’”. Pero a
ese pecado original la historia oficial lo cuenta, después de asentado, como una anécdota pasada sin trascendencia.

Hay que decir que los artífices de la “acumulación originaria” local no se privaron de recordar su hito histórico principal y
definitivo, la Conquista del Desierto –el genocidio con que una minoría violenta de propietarios se quedaron con todo el
territorio– en billetes, calles, monumentos y localidades de todo el territorio nacional.

En Indios, ejército y frontera –publicado en 1982 y escrito mientras se cumplía el centenario de esa conquista con la
dictadura homenajeando a Roca como prócer–, David Viñas registraba la persistencia del silencio sobre la violencia que
subyace a la instauración del Estado liberal, es decir, el origen genocida del Estado argentino y el borramiento de sus
víctimas [1]. Con su proverbial capacidad de trazar series histórico-literarias y dejar claro lo que tenía para decir, Viñas
se preguntaba allí si los indios no fueron, quizás, los desaparecidos de 1879 (el año en que arranca la campaña
propiamente dicha, aunque los gobiernos previos habían ya realizado diversas excursiones de menor escala y
preparado, sobre todo, al ejército).

Sin embargo, y en comparación a otros procesos de formación de Estados nacionales a sangre y fuego, como en
Estados Unidos, donde estos procesos fueron una usina productora de relatos y hasta de un género narrativo, es
escasa la literatura nacional producida abordando esta “guerra” (y menos aún ensalzándola como heroica). El propio
Viñas es una excepción con sus novelas Cayó sobre su rostro (con un protagonista que participa de una campaña
militar en la frontera) o en Los dueños de la tierra (ambientada en las huelgas patagónicas narradas por Osvaldo Bayer,
es decir, el mismo territorio), pero que más que confirmar la regla, con ellas busca chocar de frente con ese silencio
oficial, trazando además el hilo que conecta a los usurpadores (hay un lazo filial entre los protagonistas de ambas
novelas que muestran esa continuidad generacional) y a sus enemigos de entonces con “los enemigos prioritarios en el
nuevo siglo”: “el obrero anarquista, el agitador social y el sindicato”. Contemporáneos a Viñas y desde que escribiera su
ensayo, detractores podrían mencionarse en forma creciente, pero del lado del bando patriótico oficial, que en general
no suele carecer de escribas y propagandistas, el recuerdo parece ser vergonzante y la complicidad, en todo caso, se
expresa como silencio.

Pero que no haya relatos de la campaña en sí no quiere decir que no haya sido procesada por la literatura. De hecho es
el eje no narrado, elidido pero actuante, de “el” libro canónico de la literatura nacional: el Martín Fierro. La primera parte
de El gaucho Martín Fierro (conocido como La ida), publicada en 1872, está protagonizada por un gaucho sometido a la
leva forzosa (“y que usté quiera o no quiera, / lo mandan a la frontera / o lo echan a un batallón”), cuyos versos
denuncian la violencia estatal, la precariedad de la vida de los sectores populares tratados como delincuentes y los
intereses económicos detrás de ese mecanismo (“Y qué indios ni qué servicio, / si allí no había ni Cuartel / nos
mandaba el Coronel/ a trabajar en sus chacras”), y que con la ayuda de la ineficiencia militar del ejército, termina
evadiéndose hacia las tolderías donde “no alcanza/ la facultá de gobierno”. La segunda parte, La vuelta de Martín
Fierro, publicada justamente en 1879, muestra al mismo gaucho de vuelta a la “civilización”, asimilado a sus valores,
aceptando la legitimidad del Estado asentada en la victoria de la conquista, que da por hecha (“besé esta tierra
bendita / que ya no pisa el salvaje”).

“¿Cómo fue que pudo pasarse de una situación de combate tan desfavorable a un resultado de guerra victoriosa?”, se
pregunta Martín Kohan en El país de la guerra, “Es justamente la parte que Martín Fierro no cuenta, es el tramo que se
omite y que se salta mediante un hiato” [2]. En el centro de ese cambio (del personaje y de las posiciones políticas del
autor, José Hernández, que muestra la larga tradición de panqueques que denuncian la injusticia social pero cuando
consiguen un cargo se redescubren junto al poder) está la Conquista del Desierto que no se relata, pero que mostrará
ser productiva al menos literariamente. Para mucha de la crítica posterior será el vacío donde resuenan, a su pesar, las
lagunas y operaciones ideológicas de la historia oficial.

Civilización y barbarie

Digamos todo: el Martín Fierro tiene un competidor para libro canónico nacional, el Facundo de Sarmiento, que para
1845 había inaugurado dos tópicos persistentes en las representaciones ideológicas de la nación: la necesidad de
hacer avanzar la civilización contra la barbarie y, como recuerda Carlos Gamerro en Facundo o Martín Fierro, la pampa
como paisaje emblemático de la nación aún sin haberla pisado [3] (que ese elemento de la ficción coincidiera con el
mayor recurso económico que tenía el país no es casualidad, claro).

Auque el objeto del libro fuera, como indica su título, Facundo Quiroga, la sombra ominosa a conjurar es la de Rosas,
como ya señalara Piglia [4]. Porque la barbarie de Facundo responde al estereotipo: violenta, impredecible, natural, y
por eso también podía ser hasta respetable, como lo puede ser la ferocidad de un fenómeno natural devastador. Ana
María Barrenechea fue una de las que señaló el grado de fascinación que a veces muestra Sarmiento en el tratamiento
de Quiroga y de ese territorio bárbaro, aún en su diatriba [5]. En cambio, Rosas era barbarie organizada, armada,
planificada. “Tirano semibárbaro” dice Sarmiento de Rosas –nos recuerda Gamerro– en pasajes en los que logra
escapar del maniqueo esquema de oposición civilización/barbarie y, “en un momento casi marxista, vislumbra que lo
que está sucediendo es que se ha tomado muy deliberadamente un modo de producción determinado (el de la gran
estancia pampeana) como modelo para el funcionamiento del Estado” [6].

También Kohan señala la amenaza rosista que preocupa a Sarmiento: Rosas estaba convirtiendo la barbarie en
sistema organizando un ejército y formando soldados; había allí un método y no el simple “salvajismo” que ve en un
Quiroga, había cierta “civilización” en el campo de la barbarie que la volvía aún más peligrosa. Y lo que parece que
Sarmiento va a comprender, finalmente, es que el proyecto de la “civilización” va a requerir incluir algo que se
consideraba estar del lado de la “barbarie”:

… la violencia popular, la de la barbarie, la de los federales, no tendrá que verse simplemente eliminada por la
civilización, como si se tratara de una imposición de la mesura sobre la desmesura, de lo racional sobre lo salvaje, de la
persuasión por las palabras sobre la violencia de los cuerpos. La civilización deberá librar esa guerra disponiendo antes
que nada la incorporación de la violencia popular, su inclusión antes que su abolición, la apropiación de esa violencia
irregular e inmanejable con el objeto de regularizarla y manejarla, de volverla útil, de otorgarle una dirección
determinada, adquiriendo el poder de activarla o desactivarla según las necesidades de cada coyuntura. Rosas ha
hecho de la barbarie un sistema, decía Sarmiento; Rosas ha organizado con el gaucherío un ejército, dice José María
Paz. Lo logró para la barbarie; para la causa de la civilización, en tanto, es todavía un desafío pendiente [7].

No es que Sarmiento objetara las haciendas o la barbarie sistemática de un Estado, sino que las quería para otra
fracción de la oligarquía/burguesía terrateniente que aspiraba a una nación –más territorio a explotar–. La nación con
que soñaba Sarmiento requería exterminar a los bárbaros que obstaculizaban sus grandes proyectos “republicanos” y
poner la tierra a producir, pero para ambas cosas requería brazos disponibles, y para eso se requería imponer el orden:
sus leyes, sus valores, sus mecanismos. Ese proceso, al que Sarmiento contribuyó más que con los planes trazados
en Facundo, con su presidencia posterior (1868-1874) donde se hicieron los aprestos para la Campaña del Desierto, es
el que Hernández recoge en el Martín Fierro, primero como denuncia, después como asimilación.

El pecado original

La imposición de una legitimidad estatal se suele trazar en elocuentes declaraciones augurosas o sesudas
argumentaciones teóricas, pero lograrse se logra con violencia. Hernández la ficcionaliza y versifica, pero es
relativamente fiel retratando la relación intrínseca entre intereses económicos y autoridades estatales coaligadas en el
objetivo de disciplinar una mano de obra disponible y forjar el brazo armado de los usurpadores [8]. Que la “civilización”
es básicamente la coartada de la violencia de clase y estatal es lo que, como apunta Gamerro, encuentra expresión
más directa en “el menos comprometido de los escritores”, Lucio Mansilla, que en Una excursión a los indios
ranqueles (1879) relata este diálogo con el cacique:

Me arguyó que la tierra era de ellos. Le expliqué que la tierra no era sino de los que la hacían producir. Y entonces el
indio pasa al estilo directo:
—Mire, hermano, ¿por qué no me habla la verdad?
Y produce su archivo, donde figura un artículo de La Tribuna sobre el trazado del ferrocarril interoceánico.
—Usted no me ha dicho que nos quieren comprar las tierras para que pase por el cuero un ferrocarril.
Aquí me vi sumamente embarazado. […]
—Que después que hagan el ferrocarril, dirán los cristianos que necesitan más campos al Sur, y querrán echarnos de
aquí, y tendremos que irnos al sur de Río Negro, a tierras ajenas, porque entre esos campos y el Río Colorado o el Río
Negro no hay buenos lugares para vivir [9].

Gamerro reescribe irónicamente una de esas frases que nos enseñaron en la escuela sobre Sarmiento en relación a la
historia de la Conquista del Desierto: “gobernar es despoblar”. Kohan registra que, efectivamente, el relato oficial de la
conquista como guerra es paradojal: si es un desierto y sus habitantes son animalizados, ¿qué es lo que habría que
conquistar? ¿Cómo revestir de heroísmo lo que, según esos parámetros, sería una simple cacería? Pero si hay algo a
conquistar hay que reconocer que se está, pues, básicamente usurpando:

… que ese espacio desierto está poblado de indios (anulación retórica a menudo basada en el recurso de la
animalización), […] treta apenas encubierta de que se avanza sobre el desierto pero para poder producir el desierto (es
decir, ni más ni menos, para eliminar a la población existente) [10].

El libro de Kohan, dedicado a rastrear, justamente, el ideario guerrero con que se ha trazado el panteón de los próceres
de la nación, detecta que esta guerra es difícil de exaltar no solo para quienes la objetan, sino para quienes la
consideraron “civilizatoria”.

Sin embargo, es sobre el éxito de esa campaña, es decir, concretada y legitimada la usurpación originaria, que se
parecen lograr nuevas articulaciones a la amañada dicotomía civilización/barbarie de Sarmiento: por y sobre la derrota
puede considerarse la asimilación de un sector de la barbarie, e incluso apelar a la defensa de los valores republicanos.
Eso es lo que hace Hernández en La vuelta. Así lo resume Gamerro:

Es la aplicación diferencial de la ley, antes que la geografía, la sangre o la tradición, lo que hace del paisano un bárbaro
y lo obliga a pasar de ‘gaucho bueno’ a ‘gaucho malo’: el sueño de la civilización produce bárbaros. Hernández plantea
el problema en La ida y ofrece la solución en La vuelta –posible porque ha cambiado la coyuntura, se ha liquidado tanto
a los malones como a las montoneras–: que los gauchos abandonen su código tradicional y se acojan a la ley escrita,
siempre y cuando la ley escrita sea la misma para todos, y se formule en la voz del gaucho. Pero no de cualquier
gaucho sino del gaucho que sabe, del padre/amigo que da consejos, y a partir de los principios mismos del código
gaucho, expresado en máximas de un saber que el Hernández del prólogo no duda en calificar de universal [11].

Y es también sobre esa derrota –y, por qué no decirlo, también del mojón literario realizado por Hernández–, que puede
darse paso a la mistificación del gaucho: el vago y malentretenido, domesticado en la frontera, asimilado para
exterminar a los bárbaros irreductibles, se va consolidando en la pluma de Lugones (El payador) y de Güiraldes (Don
Segundo Sombra), en epítome del ser nacional. La violencia estatal que delineó ese proceso es borrada, si bien, como
señala Gamerro, la operación no parece ser gratuita: el Martín Fierro de La vuelta se adecúa bien a un Estado vencedor
que puede disfrutar los frutos de una legalidad impuesta, pero no parece haber logrado borrar del imaginario nacional el
pecado original de La ida, que será posteriormente rescatado, retrabajado y puesto a producir relatos que, paradójica o
abiertamente, disputan la historia oficial.

Los verdaderos usurpadores

El genocidio para ampliar el territorio disponible para la explotación agrícola-ganadera que insertara a la nación como
engranaje del sistema económico internacional; el control violento de la población para forjar las bandas armadas
necesarias para sostener ese régimen social y la civilización como imposición de su legalidad. Más que darle el alma “a
la niñez con el saber”, es dándoles la tierra que Sarmiento (y Avellaneda después) aportaron el alma a la burguesía
nacional que detenta la propiedad usurpada como propiedad privada.

No se trata solo de la tierra productiva. Las ganancias obtenidas con esa expropiación a gran escala fueron, entre otras
cosas, a la especulación inmobiliaria en las ciudades. Como señaló Gabriel Piro en “Una historia de urbanización,
desigualdad y lucha de clases”, historizando los vínculos perdurables entre ganancias terratenientes y las
desigualdades en el acceso a la vivienda urbana:

… el mecanismo de la “enfiteusis” rivadaviana, las campañas militares bajo los gobiernos de Rosas y más delante de
Mitre, Avellaneda y Roca, fueron delineando los contornos de un acceso a la propiedad en el cual la renta de la tierra se
fue entrelazando directamente con la especulación financiera e inmobiliaria, en tanto los vaivenes en la valorización del
suelo se transformaban en el punto de mira de quienes detentaron casi gratuitamente los títulos de propiedad.

Los usurpadores del campo fueron los usurpadores, también, de la ciudad.

En una columna reciente Martín Kohan resaltaba hasta qué punto el siglo XIX persiste “de manera tan obstinada como
matriz de interpretación de las cosas que nos pasan. No estamos ahí, pero nos pensamos desde ahí”. La sensación
de déjà vu tiene bases reales: siglo y medio después y con tanta agua corrida bajo el puente, los usurpados fueron,
sucesivamente, como señalara Viñas, los pueblos originarios, los trabajadores, los pobres, siempre “instigados” por
agitadores. Los usurpadores, sin embargo, parecen ser los mismos, a veces incluso con los mismos apellidos, como el
fiscal que se saca selfies de sus conquistas y comparte linaje con Figueroa Alcorta: las empresas fundadas bajo el ala
de una dictadura genocida que celebraba en 1982, después de cumplido su segundo genocidio, el primero, el de la
Conquista del Desierto; los que concentran la tierra, los que cuentan con la violencia del Estado para perpetuar su
propiedad privada a costa de privar a las grandes mayorías de la mínima propiedad.

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