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EDMUNDO VALADÉS

El escritor y periodista mexicano, nació el 22 de febrero de 1915 en Guaymas, Sonora. Sus


primeras incursiones dentro del género periodístico se dieron en los suplementos culturales
de Novedades y El Nacional  así como en las revistas América y Cuadernos Americanos, entre otros;
esto una vez que el autor se mudó a temprana edad a la Ciudad de México. Es publicado por
primera vez  como cuentista en 1955 por el Fondo de Cultura Económica. Su primera obra,  La
muerte tiene permiso, es una compilación de cuentos que sitúa al autor dentro de la
llamada Generación del Medio Siglo,    por su constante cuestionamiento de los presupuestos de la
Revolución Mexicana.  Ésta está integrada, entre otros, por Sergio Pitol, Sergio Galindo, Ricardo
Garibay y Carlos Fuentes.En  mayo de 1964, dirige la revista El Cuento, misma que se convertiría en
un espacio privilegiado para la divulgación del nuevo talento literario mexicano. Dentro de su
cuentística, destacan Antípoda (1961), Rock (1963), Las dualidades funestas (1966) y Sólo los
sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986). También cabe mencionar los estudios sobre
el cuento y  la novela de la Revolución recopilados en La Revolución  y las letras, publicado en 1960
así como Por caminos de Proust en 1974. Entre algunos de los premios más importantes de su
trayectoria tanto literaria como periodística, está la medalla Nezahualcóyotl, otorgada por la
Sociedad General de Escritores de México en 1978; el Premio Nacional de Periodismo en 1981; y el
Premio Rosario Castellanos en 1983. Muere  en la ciudad de México el 30 de noviembre de 1994.
Carlos Fuentes. Biografía

Carlos Fuentes Macías. (Panamá, 11 de noviembre de 1928 - México D.F., 15 de mayo de


2012). Escritor mexicano.
Su infancia transcurre en un ambiente cosmopolita entre Argentina, Chile, Brasil, Estados
Unidos y otros países iberoamericanos. Estudia Derecho en México y en Suiza y trabaja en
diversos organismos oficiales hasta 1958. Paralelamente, funda y dirige junto a Emmanuel
Carballo la Revista Mexicana de Literatura y colabora en Siempre; en 1960 funda
también El Espectador.
A los veintiséis años se da a conocer como escritor con el volumen de cuentos Los días
enmascarados  (1954), que recibe una buena acogida por parte de crítica y público. Tras
obras como La región más transparente  (1958) o Las buenas conciencias  (1959) llega La
muerte de Artemio Cruz (1962), con la que se consolida como escritor reconocido.
Posteriormente escribe el relato Aura  (1962), de corte fantástico, los cuentos de Cantar de
ciego  (1966) y la novela corta Zona sagrada  (1967). Por Cambio de piel  (1967), prohibida
por la censura franquista, obtiene el Premio Biblioteca Breve y por su extensa novela Terra
nostra  (1975), que le lleva seis años escribir y con la que se da a conocer en el mundo
entero, recibe el Premio Rómulo Gallegos de 1977.
En 1982 aparece su obra de teatro Orquídeas a la luz de la luna, que se estrena en Harvard
y critica la política exterior de EEUU. Dos años después recibe el Premio Nacional de
Literatura de México y finaliza su novela Gringo Viejo, que había comenzado en 1948.
Recibe el Premio Miguel de Cervantes en 1987 y ese mismo año es elegido miembro del
Consejo de Administración de la Biblioteca Pública de Nueva York. En 1990 publica Valiente
mundo nuevo  y en los años posteriores es condecorado con la Legión de Honor francesa
(1992), la Orden al Mérito de Chile (1993) y el Premio Príncipe de Asturias (1994), entre
otros numerosos honores.
Recibe el Premio Real Academia Española de Creación Literaria en 2004 y posteriormente
publica Todas las familias felices  (2006), La voluntad y la fortuna  (2008) y Adán en
Edén  (2009). Sus últimas obras aparecen en 2011, el ensayo La gran novela
latinoamericana y el libro de cuentos breves, Carolina Grau.
Además de su labor como literato destaca por sus ensayos sobre literatura y por su
actividad periodística paralela, escribiendo regularmente para el New York Times, Diario
16, El País  y ABC.
Su intensa vida académica se resume con los títulos de catedrático en las universidades de
Harvard y Cambridge (Inglaterra), así como la larga lista de sus doctorados honoris causa
por las Universidades de Harvard, Cambridge, Essex, Miami y Chicago, entre otras.
El escritor fallece en 2012 a los 83 años en la capital mexicana.
                                                                 Texto actualizado mayo 2012
ibro de arena, un relato corto de Borges

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el


volumen, de un número infinito de planos; el hipervolúmen, de un número infinito de volúmenes…
No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que
es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en
la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi
miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en
la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había
engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra
conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
-Vendo biblias -me dijo.
No sin pedantería le contesté:
-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la
de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la
Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los
confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda
había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo
decía Holy Writ y abajo Bombay.
-Será del siglo diecinueve -observé.
-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de
pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado
y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me
llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente,
999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es
de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.
En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
-No -me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía
leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no
podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena,
porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue
inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del
libro.
-Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
-Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la
primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para
dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos
en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
-¿Usted es religioso, sin duda?
-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo
cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me
respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que
era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de
Stevenson y de Hume.
-Y de Robbie Burns -corrigió.
Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo
de unos pocos minutos había urdido mi plan.
-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura
Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra
gótica. La heredé de mis padres.
-A black letter Wiclif! -murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de
bibliófilo.
-Trato hecho -me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la
decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando
el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por
esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y
volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál,
elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y
después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mí ya
vieja misantropía.
Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle.
Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio.
Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando
en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos
intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que
no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí
que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y
sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme
trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del
vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas.
Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos
anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
EL HIJO DEL VAMPIRO
Julio Cortázar

«Probablemente todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo
pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de medianoche y entraba al
antiguo castillo en procura de su alimento favorito. El rostro de Duggu Van no era agradable. La
mucha sangre bebida desde su muerte aparente —en el año 1060, a manos de un niño, nuevo
David armado de una honda-puñal— había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las
maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa cara, eran los ojos.
Ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía más que
su liviano cuerpo. Duggu Van caminaba sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba
su corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por
un silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del castillo
buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado. Lady Vanda,
dormida, con una mano ante los ojos como en una premonición de peligro, semejaba un bibelot
repentinamente tibio. Y también un césped propicio, o una cariátide.

Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia y
junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la rítmica escultura, la sed
de sangre principió a ceder.

Que los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese
meditado, su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor, limitándolo a la
sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de
colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que
separaba ambos cuerpos, con el hambre. Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al
amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus
posibilidades de defensa. Y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche,
al amante.

Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una
pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello,
Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados.
Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.

En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y


anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss Wilkinson y bebía ginebra con
una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte (sic). La
hipótesis de una pesadilla demasiado erista quedó abatida ante determinadas comprobaciones
oculares; y, además, cuando transcurrió un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba
encinta.
Puertas cerradas con yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que
alimentarse de niños, de ovejas, hasta de — ¡horror!— cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua
al lado de aquella de Lady Vanda. Una simple asociación, de la cual no lo libraba su carácter de
vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su
lengua. Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para
botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo
llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la yale. Duggu Van
estaba sensiblemente desmejorado.

Pensaba a veces —horizontal y húmedo en su nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera a
tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con
violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia
capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.

El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss wilkinson gritar a su señora. La
encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:

—Es como su padre, como su padre. Duggu Van, a punto de morir la muerte de los vampiros (cosa
que lo aterraba con razones comprensibles), tenía aún la débil esperanza de que su hijo, poseedor
acaso de sus mismas cualidades de sagacidad y destreza, se ingeniara para traerle algún día a su
madre.
Lady Vanda estaba día a día más blanca, más aérea. Los médicos maldecían, los tónicos cejaban. Y
ella, repitiendo siempre:

—Es como su padre, como su padre.

Miss wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre
con la más refinada de las crueldades. Cuando los médicos se enteraron hablose de un aborto
harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendo la cabeza como un osito de felpa,
acariciando con la diestra su vientre de raso.

—Es como su padre —dijo—. Como su padre.

El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No sólo ocupaba la cavidad que la naturaleza le
concediera sino que invadía el resto del cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar
ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.
Y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que
aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la
parturienta, aguardando que fuese la medianoche del trigésimo día del noveno mes del atentado
de Duggu Van.

Miss wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba segura de que con
ello no ganaría nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color
terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos
grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.
—Es absolutamente mío —dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta—

y nadie puede interpolarse entre su esencia


y mi cariño.

Hablaba del hijo; Miss wilkinson se calmó.

Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían
miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto
repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba
suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el
contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los
médicos tenían un miedo atroz. Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido
Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la
puerta abierta. Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de
su hijo. Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho
ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las
mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss wilkinson en la
puerta, retorciéndose las manos y preguntando, preguntando, preguntando».

Un sillón de terciopelo verde

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