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Deliciosamente Tuya

Sarah Mayberry
10º Serie Multiautor Noches de crucero

Deliciosamente Tuya (2008)


Título Original: Island heat (2008)
Serie Multiautor: 10º Noches de crucero
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Oro 170
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Ben Cooper y Tory Sanderson

Argumento:
Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, pero… ¿qué se hace con las
sobras?
Habían pasado ocho años desde la última vez que Tory Sanderson vio a Ben
Cooper; ocho años desde que descubrió que la había seducido para ganar una
apuesta que había hecho con sus compañeros de una prestigiosa escuela de cocina.
Y ocho años desde que se había vengado de él.
Después de cumplir su sueño de publicar un libro de recetas, Tory recibió con
entusiasmo la invitación para dar una conferencia a bordo de un crucero por el
Caribe. Pero el entusiasmo se convirtió en nerviosismo cuando descubrió que Ben
también estaría allí como chef.
Ben había aceptado la invitación sólo para ver sufrir a Tory, pero en cuanto se
encontró frente a ella se olvidó de sus planes de venganza…
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Donde los sueños se hacen realidad


El Correo del Crucero

Johnnycakes, jerk chicken y tarta de coco y mango. El Sueño de Alexandra les


propone degustar la sabrosa comida caribeña. Visite nuestro centro de artes culinarias y
conozca a nuestras grandes chefs, Ben Cooper y Victoria Fournier. Graduados ambos en el
Instituto de Alta Cocina de Estados Unidos, han preparado para ustedes conferencias y
demostraciones para tentar tanto a los más exquisitos gourmets como a los simples amantes
del buen comer.
Oriundo de Anguilla, Ben dirige actualmente el próspero Café Rendezvous de la isla.
¿Quién podría conocer mejor los sabores del Caribe? Tory ama los sabores intensos de la isla y
ha publicado un excelente libro sobre su cocina, disponible en nuestras tiendas. Ambos los
acompañarán en las excursiones a tierra, incluida una al Café Rendezvous, donde entenderán
por qué el restaurante acaba de recibir su tercera estrella.
Pero antes de pasar al centro de artes culinarias, acuérdense de mirar bien en sus
camarotes por si encuentran el colgante de la lágrima de plata. La última pasajera que la
encontró disfrutó de un tratamiento de lujo durante el crucero. Aparte de que, como era de
esperar, le dio buena suerte en el amor.

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Capítulo 1
Tory Fournier abrió su maleta. Estaba llena de vestidos de verano, bañadores,
chancletas y pamelas. Frunció el ceño al ver tanto color chillón. ¿Por qué se había
vuelto loca comprando tantas cosas de color rosa fuerte? Ella siempre solía vestir de
negro, beige o blanco. De repente todo en aquella maleta le parecía barato y
chabacano.
«Estupendo», pronunció para sus adentros. Después de pasarse una mano por
su alisada melena rubia, se dispuso a vaciar la maleta. En realidad no odiaba su
nuevo vestuario tropical. En el fondo sabía que no lo odiaba. Pero se sentía frustrada
y extrañamente deprimida. Mientras colgaba sus vestidos veraniegos en el armario
del camarote que la habían asignado, se obligó a recordar que se hallaba a bordo de
un suntuoso crucero, a punto de pasar diez días enteros en el soleado Caribe. Había
por lo menos un millón de lugares peores donde estar en aquel momento.
Entre la ropa de la maleta había una pequeña fotografía enmarcada. Los ojos
azules de su hermano Michael la miraban sonrientes, con su rostro bronceado y su
cabello rubio y rizado, casi blanco por culpa del sol. Volvió a asaltarla el antiguo
dolor: habían transcurrido ocho años, pero no pasaba un solo día sin que se acordara
de él. Quizá fuera porque habían sido gemelos. O porque, aparte de hermanos,
habían sido los mejores amigos del mundo.
Limpió el cristal del marco con el faldón de su camiseta y colocó la fotografía
sobre la mesilla. No solía viajar con una foto de su hermano, pero aquel viaje era
especial. Michael era la razón principal por la que había aceptado aquella inesperada
oferta, cuando su editor la llamó para comunicársela. Quería visitar el lugar donde su
hermano había pasado los últimos meses de su vida, ver las islas en las que había
sido tan feliz. Había ingresado en la DEA nada más salir de la universidad y su
primer destino había sido el Caribe, donde había estado trabajando con autoridades
locales y utilizando sus habilidades como piloto para operaciones secretas. Todavía
recordaba las gráficas descripciones de aquellas islas en sus cartas y correos
electrónicos. Deseaba ver el Caribe a través de sus ojos. Quizá eso sirviera para que
por fin pudiera despedirse de él.
Suspirando, entró en el cuarto de baño para guardar sus artículos de aseo y se
miró en el espejo. Sus ojos azules tenían una mirada triste y estaba pálida después de
tantos meses de invierno. Tenía el mismo hoyuelo en la barbilla que su hermano,
pero su nariz era más respingona. La melena rubia, larga hasta los hombros, estaba
empezando a rizársele por culpa de la humedad de Florida. Una vez más, intentó
alisársela con la mano.
Sabía que era más atractiva que bella, pero nunca había tenido ningún
problema con su aspecto, aparte de la tendencia natural de su cabello a rizarse…
De todas formas, parecía tensa, rígida. De pronto, unas palabras pronunciadas
largo tiempo atrás asaltaron su mente: «Así que sabes reírte. Y yo creía que te faltaba
el cromosoma de la risa… ».

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Se apresuró a desterrar aquel traicionero recuerdo allí donde pertenecía: a la


caja negra de su memoria. Salió del cuarto de baño y recogió la carpeta informativa
que le habían entregado aquella tarde, cuando se presentó en el departamento de
personal del barco. Aparte de un detallado programa de ruta, información sobre los
ejercicios de salvamento y varias páginas con las reglas y normas de conducta,
encontró lo que estaba buscando: un plano detallado del crucero. El centro de artes
culinarias estaba en la Cubierta Afrodita, dos plantas más arriba de su camarote.
Oficialmente no empezaría su primera sesión hasta dentro de dos días, y durante la
mayor parte del tiempo trabajaría a dúo con Jacques St. Clair, un prestigioso chef
local contratado para la ocasión. Aquel día, si le apetecía, podría relajarse como una
pasajera más.
Pero Tory era una mujer planificadora por naturaleza: nunca dejaba nada a la
improvisación, a no ser que fuera estrictamente necesario. Así que sacó su bolígrafo y
su cuaderno de notas y abandonó el camarote. Sólo cuando empezó a andar, fue
consciente del leve balanceo del barco. Supuso que al cabo de unos pocos días ni
siquiera se daría cuenta. Decidió subir por las escaleras en vez de tomar el ascensor y,
al llegar a la Cubierta Afrodita, comprobó satisfecha que no había perdido el
resuello: de algo le habían servido las mañanas pasadas en el gimnasio.
Una vez en la Cubierta Afrodita, recorrió un pasillo flanqueado de camarotes
hasta que llegó a una doble puerta, con una reluciente placa de bronce que anunciaba
el centro de artes culinarias. La sala tenía el tamaño de un cine, sólo que en lugar de
pantalla había una espectacular cocina enfrentada a filas de asientos.
Los mostradores eran de granito, con tres fregaderos en la pared del fondo. El
frigorífico se encontraba a un lado, una gran unidad de doble puerta. Había dos
placas de cocina con horno, ambos de gas, y descubrió varias cámaras instaladas en
la plataforma de luces que iluminaban los mostradores. Supuso que las imágenes se
verían directamente en las pantallas de plasma que había a cada lado del escenario,
para que todo el mundo pudiera seguir de cerca el proceso de cocinado.
Una sonrisa asomó a sus labios cuando reconoció el familiar cosquilleo de
excitación en el estómago. Le encantaba hablar de cocina y estaba deseosa de
compartir conocimientos con Jacques durante, el crucero. La cocina era fantástica y
estaba a punto de visitar las islas de las especias, sobre las que tanto había leído e
investigado. Aquello iba a ser realmente divertido.
De repente se abrieron las puertas y entró una mujer morena y atractiva, de
unos treinta y tantos años, vestida con un uniforme azul marino.
—Eres Victoria Fournier, ¿verdad? —se dirigió hacia Tory con la mano
extendida—. Te he reconocido por la fotografía de la solapa de tu libro. Soy Patti
Kennedy, la directora de crucero.
—Encantada de conocerte, Patti —le estrechó la mano y esbozó una mueca—.
Casi me avergüenzo de que me hayas reconocido por esa foto, con la cara de
asustada que tengo en ella. Como si acabaran de anunciarme la visita de un inspector
de Hacienda.

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—Espero que todo esté de tu gusto. Me alegro de que te estés familiarizando


con el equipo antes de tu primera sesión. No te entretengo más. Pero antes de irme,
tengo que informarte del pequeño cambio que se ha producido en el programa —le
explicó Patti—. Esta misma mañana nos hemos enterado de que Jacques St. Clair se
ha roto una pierna.
Tory arqueó las cejas, sorprendida.
—Vaya. Espero que esté bien… —sospechaba que Patti estaba a punto de
pedirle que se encargara de las conferencias y los talleres de cocina en solitario. De
hecho, ya estaba calculando el tiempo que necesitaría para preparar todo el
programa.
—Sí, se recuperará. Y nosotros también, felizmente. Por fortuna, contamos con
un capitán aficionado a la alta cocina. Le ha pedido al propietario de su restaurante
favorito en la región que nos ayude en último momento. Probablemente habrás oído
hablar de él: su restaurante ha ganado hace poco una tercera estrella Michelín. Ben
Cooper, del Café Rendezvous, de Anguilla. El capitán es un gran amigo de Ben desde
que se enamoró de su cocina, hace varios años.
Tory tardó varios segundos en reaccionar. Ben Cooper allí, a bordo de aquel
barco… No podía ser. El destino no podía ser tan tramposo. Demasiado tarde se dio
cuenta de que Patti aún seguía esperando su respuesta.
—Er… sí. Conozco a Ben. Nosotros… estudiamos juntos en el Instituto de Alta
Cocina —dijo de manera automática.
Patti juntó las manos, deleitada.
—Qué bien. Otra vez juntos, entonces… como en los viejos tiempos.
Tory se las arregló para sonreír y continuar la conversación durante los
siguientes minutos, hasta que Patti se marchó. Luego se quedó paralizada, sola,
mirando sin ver el desierto auditorio. Ben Cooper. Iba a verlo. En tan sólo tres días,
cuando abordara el crucero en St. Bart. Un escalofrío le recorrió la espalda.
«No temo a Ben», intentó decirse. «Él mismo se buscó lo que le pasó. Pero… ¿y
si aún sigue furioso conmigo por lo que le hice hace años? Yo todavía lo estoy por lo
que me hizo a mí. Así que estamos empatados».
El problema era que nada de eso consiguió aliviar su inquietud. Ben Cooper.
No podía creerlo.

Ben contemplaba emocionado el angelical rostro del bebé que tenía en los
brazos. Eva era una niña tan bonita… Sintió un nudo en el pecho y se le llenaron los
ojos de lágrimas.
Durante seis meses había alimentado, bañado, dormido, cambiado los pañales a
aquella criatura. Había compartido todas las responsabilidades de su crianza y
cuidado con Danique, su antigua novia, como habría hecho cualquier hombre
decente al enterarse de que la había dejado embarazada.

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En un principio había sido un problema de responsabilidad. Pero aquella


criatura lo había conquistado con sus enormes ojos castaños y su repertorio de
gruñidos y ruiditos. Había sido como un flechazo. Y se había convertido en la
comidilla de la pequeña isla de Anguilla: el último de los playboys del Caribe había
caído víctima no de una mujer, sino de un bebé.
Era cierto. Amaba a esa niña. Apasionada, loca, irresistiblemente.
Y no era suya.
Danique le había revelado la verdad apenas la semana anterior, cuando fue a
recoger a Eva a su casa. Su aventura con Danique había sido pura diversión sin
compromisos, y ninguno de los dos había pretendido nunca lo contrario. Pero
cuando la pasión desapareció habían seguido siendo buenos amigos. Eva había
dependido desde muy pronto del biberón, ya que su madre había tenido problemas
para dar de mamar, y el hecho de compartir la custodia y el cuidado de la niña, pese
a que cada uno vivía en un lugar distinto y llevaba una vida completamente
diferente, había fortalecido aquella amistad.
La semana anterior, sin embargo, Danique se había mostrado extrañamente
callada mientras le cambiaba el pañal a Eva… esperando el momento más adecuado
para soltar la bomba.
—Ben, tengo que decirte algo… Antes de aquellas semanas que estuvimos
juntos, yo… estuve saliendo con Monty Blackman —le confesó, evitando mirarlo a
los ojos.
Ben se la había quedado mirando ceñudo. Monty era un conocido empresario
de la localidad. Un hombre felizmente casado, con una sólida reputación.
—Eva es hija suya —le había espetado a continuación Danique, antes de echarse
a llorar—. Intenté decírtelo muchas veces, pero tenía miedo de tu reacción. Has sido
tan bueno con ella, y luego está el dinero y todo lo demás…
Ben había sacudido la cabeza.
—Lo siento, pero… no te creo.
En aquel momento, mientras sostenía a la niña en sus brazos, todavía seguía
pareciéndole imposible.
—Me hice la prueba… Puedes ver los resultados si quieres —había respondido
Danique—. Y en cuanto al dinero… te lo devolveré, te lo prometo. Hasta el último
céntimo.
—No quiero ese dinero —se había puesto a pasear de un lado a otro de la
habitación, maldiciendo—. ¿Por qué ahora? ¿Qué es lo que ha cambiado? Espera, no
me lo digas… Monty va a dejar a Ángela.
Danique había asentido lentamente.
—Lo amo, Ben. Lo he amado durante años y si rompí con él fue porque me
convencí de que nuestra relación no tenía futuro. Lo que tú y yo compartimos… hizo
que volviera a sentirme una persona normal, después de haber esperado durante
años a que Monty fuera sincero con lo nuestro.

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—Así que yo te hice de póliza de seguros. Un cómodo recurso provisional hasta


que el tipo entrara en razones.
—No fue eso… —había sollozado Danique.
Pero había sido eso exactamente, y ambos lo sabían.
En aquel instante, Ben deslizó la punta del dedo pulgar por la sedosa barbilla
de Eva. Ignoraba lo que iba a hacer sin aquella criatura en su vida. Danique le había
prometido que le permitiría visitarla, y él figuraba el primero en la lista de canguros.
Pero no bastaría. Nunca sería suficiente.
—Creo que ya está todo —le dijo Danique apareciendo en la puerta del salón,
con dos maletas en la mano. Había vuelto para recoger las últimas cosas de Eva.
—Vale —sintió el súbito impulso de negarse a entregarle a Eva, pero se le pasó
rápidamente. Era consciente de que no tenía ningún derecho.
—La semana que viene vuelvo a tener dos turnos seguidos —Danique trabajaba
de ayudante en la escuela primaria de la localidad—. Si quieres, puedo dejarte a Eva
y…
Ben sacudió la cabeza antes de aspirar por última vez la dulce fragancia de la
niña y entregársela.
—Estaré fuera los próximos días. Me ha llamado Nick Pappas. Jacques iba a
impartir una serie de conferencias a bordo del crucero y necesitan un sustituto.
El restaurante de Jacques estaba situado en San Martín, a veinte minutos en
ferry de Anguilla. Todo el mundo sabía que se había roto una pierna intentando
subirse a un cocotero… mientras estaba borracho.
—¿Vas a sustituirlo tú? Qué amable por tu parte.
Ben se encogió de hombros. Ni siquiera el menor de los dos motivos por los que
había aceptado tenía que ver con la amabilidad: alejarse todo lo posible de Danique y
el engreído y satisfecho Monty. De todas formas, había estado a punto de negarse
hasta que su amigo Nikolas Pappas pronunció las dos palabras clave: Victoria
Fournier. Tory.
Podía imaginarse la cara que pondría cuando se enterara en el último momento
de la sustitución. Era una imagen deliciosa, sobre todo para una persona incapaz
tanto de olvidar como de perdonar, ni siquiera después de ocho largos años.
Ben era ese tipo de persona. Tory lo había humillado terriblemente, hasta el
punto de que habría tenido que sufrir de algún tipo de amnesia para poder olvidarlo.
En cuanto a lo de perdonar… no era ningún santo. No lo había sido nunca, y nunca
lo sería.
—Te la traeré cuando vuelvas —le dijo Danique, incómoda.
Ben apretó los dientes, reuniendo fuerzas para lo que tenía que hacer.
—Mira, no creo que sea una buena idea. Tú y Monty seguiréis vuestro propio
camino. Yo tengo que seguir el mío.
—Pero yo sé lo mucho que Eva significa para ti…

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—No tiene sentido perpetuar esta situación —sentenció Ben—. Es lo mejor para
todos —la guió hacia la puerta, deseoso de terminar de una vez.
Llorando, Danique se marchó con su hijita en los brazos. Ben intentó
compadecerse de ella, pero no pudo. Danique se quedaba en una situación difícil,
desde luego, pero había sido él quien había perdido la partida. Él y Ángela
Blackman, la mujer de Monty.
Cerró la puerta firmemente y fue a la nevera a por una cerveza. Se dirigía a la
terraza cuando oyó el coche de Danique alejándose por el sendero de grava.
Apoyado en la barandilla, bebió un largo trago de cerveza. A sus pies, la colina
descendía hacia la playa de la bahía de Rendezvous: la exuberante vegetación de la
ladera contrastaba con la arena dorada. Al fondo, las cristalinas aguas del Caribe se
perdían en el horizonte.
La brisa del mar parecía aliviar sus acaloradas emociones. Se dejó caer en una
de las tumbonas de madera de la terraza. Eva había desaparecido de su vida. Muchos
de sus amigos solterones le dirían que había escapado de milagro. Se acordó del
disgusto que se había llevado cuando se enteró del embarazo de Danique: de lo
atrapado, furioso, acorralado que se había sentido. Había tenido suerte. Era eso lo
que necesitaba recordarse.
Pero no era cierto. Entrecerrando los ojos, distinguió un barco en el horizonte…
y sus pensamientos retornaron al Sueño de Alexandra y a Tory Fournier. Una maligna
sonrisa asomó a sus labios mientras se imaginaba la perspectiva de la siguiente
semana.
Se preguntó qué aspecto tendría después de tanto tiempo. Debía de tener unos
veintitantos años. La había conocido delgada y esbelta, de senos pequeños y
erguidos, y largas y bien torneadas piernas. Con aquel rostro en forma de corazón de
expresión engañosamente dulce, con aquel seductor hoyuelo en la barbilla… Lo
había engañado durante semanas, para luego abandonarlo sin más, después de la
única noche que habían pasado juntos.
Si la venganza era un plato que se servía frío, se preguntó si ocho años habrían
sido suficientes para enfriar el suyo. Ya no era el ingenuo chico isleño, deslumbrado
por su pedigrí familiar. Durante ese tiempo, y a su manera, había triunfado.
Esa vez se encontrarían como iguales. Tenía la sensación de que iba a resultar
muy interesante. Y, en aquel momento, necesitaba algo interesante. Cualquier cosa
que lo distrajera del enorme vacío que se había abierto en su corazón.

Tory pasó la primera tarde familiarizándose con el barco. Todas las cubiertas
tenían nombres de dioses griegos. Visitó el gimnasio y el cine, los diversos bares y
cafeterías, el spa. Y durante todo el tiempo su cerebro estuvo trabajando como un
hámster en la rueda de su jaula… pensando en Ben Cooper.
No quería volver a verlo. No porque temiera su reacción después de tantos
años, a raíz de su venganza. No quería verlo porque se había sentido humillada. Se

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había dejado deslumbrar, encaprichar por su encanto. Le había dicho y hecho cosas
con él que nunca había hecho con ningún otro hombre. No era una puritana y no se
avergonzaba de ello. Pero había sido lo suficientemente estúpida como para
permitirle que la tocara, que la conociera íntimamente… cuando en realidad lo que
había estado haciendo era jugar con ella.
Sólo de recordarlo le entraba una rabia… ¡Qué canalla! Y qué inocente había
sido ella, dejándose seducir para que se acostaran juntos… Sin embargo, nunca
podría arrepentirse de aquella única noche. Y no sólo por el sexo, aunque estaba
dispuesta a reconocer que era uno de los mejores amantes que había tenido nunca.
Era porque había sido él quien le había dado a conocer la comida del Caribe. Todavía
podía cerrar los ojos y recordar la cena con que le obsequió aquella noche: un
suculento jerk chicken, rundown de coco y los pastelillos johnnycakes que tan bien se le
daban. Hija de un chef clásico que tenía a la cocina francesa como la mejor del
mundo, Tory se había quedado impresionada ante aquella riqueza de sabores. Luego
Ben le había hablado de Anguilla y de su familia, y del destartalado chiringuito que
algún día pensaba convertir en un prestigioso restaurante, con lo que el hechizo
había sido completo.
Qué estúpida había sido, pensó una vez más mientras regresaba a su camarote.
Cuánto debía de haberse reído Ben de ella por la facilidad con la que había caído…
Cerró la puerta con rabia y entró en el cuarto de baño para lavarse los dientes.
Se puso el pijama y se metió en la cama. Acababa de tumbarse de lado y de
deslizar una mano bajo la almohada, como tenía por costumbre hacer para dormir,
cuando de repente sintió algo frío bajo los dedos. Sobresaltada, se apresuró a
encender la luz y a apartar la almohada… y no pudo menos que reírse de sí misma.
Era una cadena con un colgante. ¿Qué habría creído que era? ¿Una víbora?
Todavía sonriendo, lo examinó. Era una gruesa lágrima de plata, de aspecto
antiguo. ¿Cómo habría ido a parar a su cama? Claro. La doncella debía de haberla
perdido mientras le preparaba la habitación. Miró su reloj y vio que todavía era
temprano: apenas las nueve. Podría telefonear a la sección de objetos perdidos. Sin
duda alguna, la mujer estaría muy preocupada…
Tan pronto como le explicó la situación a la empleada de la sección, ésta se echó
a reír y le pidió que esperase. La voz que escuchó a continuación le resultó familiar.
—Victoria, soy Patti Kennedy.
A Tory le sorprendió que la directora del crucero hubiese querido ocuparse
personalmente de un asunto tan poco importante.
—Hola, Patti. Lo siento, no quería molestarte… Ha debido de producirse un
error. Acabo de informar de que me había encontrado un colgante en la habitación
y…
Patti se echó a reír.
—Evidentemente no has leído nuestro folleto de Las lágrimas de la Luna, de la
carpeta informativa. Ese folleto te lo explicará todo con detalle pero, para resumir, se
trata de una especie de tradición que hemos establecido a bordo. En cada viaje,

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dejamos escondido el colgante en un camarote para que lo encuentre un pasajero.


Según una antigua leyenda, se supone que ese colgante trae buena suerte, sobre todo
en el amor…
—Oh —exclamó Tory, contemplando aquel colgante bajo una nueva luz. Buena
suerte sí que necesitaba, pero… ¿en el amor? No tenía tiempo en su vida para el
amor, no con un libro que promocionar y un nuevo restaurante que montar, para no
hablar del inmediato desafío de las conferencias y talleres de cocina que tendría que
impartir en aquel crucero… trabajando codo a codo con Ben Cooper.
—Quizá deberíais ponerlo en otro camarote —sugirió—. Quiero decir que yo no
soy una pasajera más. Si me han asignado este camarote ha sido por el trabajo que
voy a realizar a bordo, así que…
—¿Es que una chica como tú no necesita buena suerte en el amor?
—No es eso, es que a mí no me corresponde…
—Olvídalo. Eres una pasajera más. Creo que es fantástico que lo hayas
encontrado tú.
—Bueno, si tú lo dices… Gracias, Patti.
—Lee el folleto —le aconsejó antes de colgar.
Tory se levantó de la cama y recogió la carpeta informativa. Luego volvió a
tumbarse para leer el famoso folleto, que explicaba la leyenda del colgante. Al
parecer la diosa de la Luna y un atractivo pastor habían tenido que esconder sus
amoríos al celoso dios del Sol, ocultándose bajo un manto que los volvía invisibles,
con un broche de diamante. Había sido precisamente ese diamante el que los había
descubierto, al reflejar la luz del sol, con lo que habían recibido su castigo. La diosa
de la Luna había llorado la pérdida de su amante durante incontables días, como
símbolo del amor verdadero. Una de sus lágrimas habría cristalizado alrededor del
diamante del broche y la diosa había hecho con él un colgante… que era el mismo
que supuestamente tenía entre sus manos.
Mientras continuaba leyendo, Tory descubrió que había más beneficios
asociados al hallazgo del colgante, aparte de la buena suerte en el amor. Al parecer,
contaría con un trato privilegiado a bordo: para ello, no tendría más que llevarlo
puesto y enseñarlo a los empleados. Por supuesto, tendría que devolverlo al final del
crucero, para que otro pasajero lo encontrara en el siguiente viaje y el juego
comenzara de nuevo.
Tory contempló una vez más el colgante. Ni siquiera creía en el amor. A sus
veintinueve años, todavía no se había enamorado. O al menos no lo suficiente para
imaginarse esposa y madre… Quizá fuera una de esas mujeres que solían canalizar
su pasión en el trabajo. Era un pensamiento particularmente deprimente.
Sintiéndose un poco estúpida, se puso el colgante, apagó la luz y cerró los ojos.
Probablemente lo primero que haría por la mañana sería devolvérselo a Patti.
O tal vez no.

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Capítulo 2
—De acuerdo, ya es suficiente —dijo Janice—. Descanso para comer. Nos
veremos a las dos.
Como el resto de los bailarines, Tracy suspiró de alivio. Tenía la malla
empapada de sudor y le dolía la rodilla de todas las evoluciones que les había hecho
hacer Janice, una y otra vez. Su tiránica jefa de coreografía era una maniática de los
ensayos.
—No estáis de vacaciones —solía recordarles cada día.
Aunque estaban a bordo de un crucero, trabajaban casi constantemente. Nadie,
por muy optimista que fuera, podía pensar que estaban de vacaciones. Pero a Tracy
no se le ocurría protestar, por supuesto. Necesitaba el trabajo.
Volvió a suspirar mientras recordaba la llamada de teléfono que había recibido
de Salvatore la noche anterior. La había dejado hablar con su hijo Franco durante
unos minutos.
—Está bien —le había asegurado Sal cuando volvió a ponerse al teléfono—. Tú
haz tu trabajo y encuentra el colgante. Porque si vuelves a fallarme, no volverás a
verme. Ni a mí ni a tu hijo.
Sacó su toalla y se secó el sudor de la cara mientras se dirigía a los ascensores.
Había hecho todo lo posible por apoderarse de aquel colgante durante el último
crucero, el de Navidad, pero el destino o el azar habían jugado en su contra.
Esa vez sería diferente, se prometió a sí misma. Esa vez encontraría el colgante,
recuperaría a su hijo y expulsaría a Sal de su vida para siempre. Estaba convencida
de que aquel colgante era la única razón por la que Salvatore seguía manteniendo
algún contacto con ella o con Franco.
Sal había estado ausente de sus vidas durante meses antes de reaparecer
súbitamente para explicarle que le había conseguido una entrevista de trabajo para el
Sueño de Alexandra. Desde el principio había sospechado que no lo había hecho por
generosidad: Sal había tenido sus propias razones para que ella subiera a aquel
barco. No había tardado en averiguar cuáles eran: uno de los clientes ludópata de
Sal, un tipo llamado Giorgio, primer oficial del crucero, había contraído una enorme
deuda con la gente de Sal y pensaba pagarles con un antiguo colgante que había
conseguido introducir a bordo.
Un buen plan, sólo que la policía había detenido a Giorgio por su participación
en una operación de tráfico de antigüedades a gran escala que se había desarrollado
durante el periplo mediterráneo del Sueño de Alexandra. Sal se había quedado al
descubierto con la deuda, de modo que la única posibilidad de dar satisfacción a sus
jefes y asegurarse su propio futuro era apoderarse de aquel colgante. Y ahí
precisamente era donde entraba Tracy.
Tracy esbozó una sonrisa de tristeza al recordar el enfado de Sal cuando se
enteró de que la bibliotecaria del barco había recuperado el colgante y que la

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directora del crucero había decidido utilizarlo como atracción promocional entre los
pasajeros. Nunca lo había oído jurar y maldecir en tantas lenguas diferentes. Lo
curioso del caso era que le correspondía a ella solucionar aquel desastre… so pena de
perder para siempre a su hijo.
Era un pensamiento tan deprimente que Tracy ni siquiera pudo forzar una
sonrisa en deferencia a los pasajeros con los que se encontró de camino a la oficina de
administración. Saludó a la recepcionista y se acercó al tablón de anuncios que
ocupaba toda una pared. A la izquierda estaba el despacho de Patti Kennedy, con la
puerta entreabierta. Se acercó todo lo posible mientras seguía mirando el tablón para
disimular, intentando encontrar alguna excusa para hablar con Patti. La directora de
crucero sabría dónde habían escondido esa vez el colgante, y si alguien lo habría
encontrado ya. Patti había utilizado el colgante y su leyenda como una especie de
entretenimiento a bordo, tanto para pasajeros como tripulantes, que a la vez servía de
publicidad del crucero.
Miró su reloj: ya había consumido diez minutos enteros de la hora de la comida.
Casi le dio un ataque cuando se giró, dispuesta a entrar en el despacho de Patti… y
se encontró frente a ella.
—¡Oh! —se llevó una mano al pecho.
—Lo siento, Tracy. No quería asustarte.
—No, si no me has asustado —respondió de manera automática —al verla
arquear las cejas con expresión sorprendida, se encogió de hombros—. Ya, sí… pero
no ha sido culpa tuya.
—¿Me estabas buscando?
—Er… sí, las chicas y yo queríamos aportar nuestro granito de arena a lo del
colgante… —improvisó— y hemos pensado que estaría bien montar un espectáculo
especial para homenajear a la persona que lo haya encontrado. Algo que haga
referencia a la leyenda, ya sabes…
Patti reflexionó por un momento.
—Es una buena idea, y estoy segura de que a Tory le encantaría, pero creo que
es un poco tarde para incorporarla a nuestra rutina a estas alturas. Quizá para el
próximo crucero. Gracias de todas maneras, Tracy.
Sonrió, dispuesta a dar media vuelta. A Tracy le sudaban las manos. Estaba tan
cerca de averiguar quién había encontrado el colgante… pero un nombre de pila no
le servía de nada.
Patti estaba a punto de regresar a su despacho. Tracy abrió la boca para hablar,
pero ninguna palabra salió de sus labios. Finalmente se quedó mirando la puerta
cerrada, impotente.
Maldijo entre dientes. Había vuelto a desperdiciar una oportunidad. Dolida y
furiosa consigo misma, abandonó la oficina ante la curiosa mirada de la
recepcionista. Ojalá nunca hubiera conocido a Salvatore Morena.

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Pero inmediatamente se arrepintió. Por mucho que lo odiara, Sal le había dado
a Franco: su hijo, que estaba a punto de cumplir los cinco años. Esbozó una sonrisa
mientras evocaba la breve conversación que habían mantenido la noche anterior, por
teléfono.
—He decidido que de mayor quiero ser un elefante.
—¿Un elefante?
Hasta hacía poco tiempo, había querido ser un ciclomotor.
—Sí, pero quiero dormir en una cama. Una gran cama de césped con
almohadas.
Tracy dejó de sonreír cuando recordó lo desesperado de su situación. Si no se
apoderaba pronto del colgante, nunca más volvería a ver a su hijo. Y acababa de
desperdiciar una magnífica oportunidad de averiguar quién lo tenía. El Sueño de
Alexandra albergaba a más de un millar de pasajeros. Disponía de nueve días para
encontrar una aguja en un pajar.
Pero al menos contaba con un nombre: Tory. Caminó decidida por el pasillo.
Esa vez nada le impediría recuperar a Franco. Nada.

Los primeros dos días de crucero transcurrieron en alta mar, sin ningún puerto
a la vista. Tory pasó el primero familiarizándose con la cocina. Como tenía por
costumbre, había traído sus propios cuchillos, que se encargó de afilar una vez más.
No solamente quería que todo estuviera perfecto cuando llegara Ben. También
quería imprimir su sello personal en aquella cocina, marcarla como territorio suyo
para que Ben se sintiera inmediatamente como un extranjero, un intruso. Así que
colocó sus recetarios de referencia en la estantería y reorganizó los tarros de especias
y, en general, todo los cajones de los armarios. Cuando terminó, sabía ya dónde
estaba todo y dominaba por completo aquel espacio.
Al día siguiente pronunció su primera conferencia ante una audiencia de unos
doscientos pasajeros, la mayoría mujeres. Después de presentarse y de hablar un
poco de su libro, empezó con una breve introducción sobre la comida caribeña.
—La comida caribeña refleja las múltiples influencias que recibió esta región a
lo largo de los siglos. Todavía hoy día podemos encontrar en sus recetas e
ingredientes rastros de la cultura de los Arawak, sus primeros pobladores, así como
el sello de los colonos franceses, ingleses y africanos que se establecieron aquí. Una
de las primeras cosas que descubrirán de la comida caribeña es la llamada «comida
de fiesta», porque a los isleños les encantan las fiestas. Aunque todavía faltan varias
semanas para el Carnaval, cuando atraquemos en el próximo puerto se encontrarán
con desfiles de disfraces de pre Carnaval.
En las grandes pantallas de plasma, a cada lado de la cocina, iban apareciendo
imágenes de mercados de especias, vendedores ambulantes y coloridos desfiles de
Carnaval.

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—Pese a lo que habitualmente se dice, no toda la comida del Caribe es picante.


La cocina de las islas puede llegar a ser infinitamente sutil, y también terriblemente
fuerte. Durante el crucero probaremos algunas conocidas especialidades, como el jerk
chicken, los johnnycakes, los pasteles y los ponches de ron. Aprenderán a diferenciar
las mejores especias para cocinar, así como a conservarlas y emplearlas debidamente.
La cocina isleña o caribeña es sencilla y no requiere elaboraciones largas o
complicadas. Les garantizo que cuando vuelvan a sus casas estarán en condiciones
de agasajar a su familia y amigos con un buen banquete caribeño.
Pasó el resto de la primera sesión familiarizando a su audiencia con las diversas
cocinas de las islas que iban a visitar, sobre todo con la de St. Bart, donde atracarían
al día siguiente. Cuando terminó, abrió un turno de preguntas. Le encantó descubrir
que muchos de los pasajeros habían leído su libro. Una mujer llegó a confesarle que
si se había apuntado a aquel crucero había sido por sus recetas, de modo que para
cuando se despidió del último asistente, no podía sentirse más satisfecha.
Si no hubiera sido porque Ben Cooper llegaría al día siguiente por la mañana,
habría sido una mujer indudablemente feliz. Mirándose en el cristal tintado del
horno, frunció el ceño e intentó alisarse una vez más la melena con la mano. Ésos
eran sus únicos problemas: Ben Cooper y el rizado natural de su pelo.
El día anterior por la mañana se había llevado un disgusto cuando descubrió
que se había dejado su inseparable plancha de pelo en Nueva York. Desde que tenía
diez años, Tory había odiado su cabello rizado. En el instituto, antes de descubrir el
maravilloso invento de la plancha de pelo, solía acostarse con un pañuelo enrollado a
la cabeza para intentar alisárselo.
Había una estupenda peluquería a bordo, pero era cara y no daba abasto.
Podría comprarse una plancha cuando anclaran en St. Bart, pero para entonces Ben
ya estaría a bordo y tendrían que planificar juntos las secciones y talleres, con lo que
no le quedaría tiempo. Estaba claro que, al menos a corto plazo, iba a tener que
aguantarse y soportar sus rizos.
Antes de marcharse, vio que alguien había dejado un periódico doblado sobre
una de las mesas de la primera fila. Esperando contra todo pronóstico que fuera el
New York Times, se acercó a recogerlo. Enseguida vio que se trataba de un semanario
local, la Island Gazette, pero decidió hojearlo de todas formas.
No vio la fotografía hasta que estuvo instalada en el Club Emperador, con un
whisky con hielo en la mano. Casi se atragantó cuando pasó la hoja y vio al niño.
Había un buen número de fotos a color ilustrando a doble página los recientes
desfiles de pre Carnaval celebrados en las diferentes islas. Pero su mirada se vio
inmediatamente atraída por la fotografía central: la instantánea de una alegre
multitud en cuya primera fila había un niño de ojos increíblemente azules y tez
morena que miraba directamente a la cámara.
Quizá fuera el brillo de aquellos ojos azules que tanto contrastaban con su tez, o
el hecho de que estuviera rodeado de otros niños de ojos castaños y piel más oscura.
O tal vez la fijeza con que miraba a la cámara. En cualquier caso, se quedó sin aliento.

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Estaba oscuro en el Club Emperador, el bar estilo club inglés que había elegido,
y no conseguía ver bien la imagen. Bruscamente se levantó y salió al pasillo, para
poder contemplar mejor la fotografía.
Ojos azules. Una nariz pequeña, recta. Pelo castaño oscuro y rizado. Un hoyuelo
en la barbilla. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando se acercó la foto a los ojos:
una marca de nacimiento a un lado del cuello.
Alzó rápidamente la mirada, intentando recuperarse. Estaba en la cubierta seis,
una planta por encima de la suya. Presa de un extraño impulso, se dirigió a la
escalera más cercana y corrió a su camarote. Nada más llegar abrió su portátil y
buscó en su biblioteca digital hasta que encontró la carpeta de las fotos de familia.
Recientemente se había molestado en escanear una gran cantidad de imágenes de
antiguos álbumes familiares, ya que le gustaba poder tenerlas a mano en cualquier
lugar donde se encontrara.
Localizó por fin la fotografía que estaba buscando y la amplió. El corazón se le
aceleró mientras comparaba las dos imágenes: la del niño del semanario y la de su
ordenador. El parecido era asombroso. La misma nariz. La misma barbilla. La misma
marca de nacimiento.
Aquel niño destacado entre la multitud, fuera quien fuera, era la viva imagen
de su hermano gemelo, Michael, cuando tenía siete u ocho años.
Sabía que podía tratarse simplemente de una coincidencia. No eran infrecuentes
los isleños de ojos azules y tez más clara. Pero la marca de nacimiento, aquel círculo
rojo burdeos que asomaba por encima del cuello de Michael, era la misma que tenía
su padre, y su abuelo, y en general todos los varones de la familia. Un legado de la
familia Fournier que se transmitía de generación en generación y se perdía en la
noche de los tiempos…
¿Qué estaba haciendo entonces aquella marca en el cuello de aquel sonriente
niño de ojos azules? Leyó el pie de la foto: Las multitudes acogen contentas la temporada
de Carnaval. Experimentó una ridícula punzada de decepción. ¿Qué había esperado,
después de todo? ¿Que el nombre del niño estuviera allí expuesto, señalándolo entra
la multitud?
Lanzó el periódico sobre la cama e intentó alisarse los indómitos rizos. Lo que
estaba pensando era una locura. Tenía que serlo. No era posible que el niño de
aquella fotografía fuera el hijo de su hermano.
Y sin embargo se parecía tanto… y aquella marca… ¿Y si era el hijo de Michael?
¿Y si todavía quedaba en el mundo un pedacito vivo de su hermano, una herencia
viviente? Se le llenaron los ojos de lágrimas. El hijo de Michael. Eso habría sido
asombroso, increíble. Un milagro.
De repente tomó conciencia de lo absurdo de todo aquello, y se acordó de las
palabras que le dirigió su madre cuando se despidieron en el aeropuerto: «Espero
que puedas deshacerte al fin de él, Tory. No puedes cargar con esa tristeza para
siempre».

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Se pasó las manos por la cara. Aquello era una locura… muy conveniente. Una
ardid elaborado por su incapacidad mental para aceptar la muerte de su hermano
gemelo. Durante ocho años lo había echado de menos cada día. Había llegado el
momento de seguir adelante.
«Estás aquí para despedirlo, no para construir castillos en el aire», se recordó.
En un impulso, recogió el semanario y lo lanzó a la papelera. Sólo había sido un
momento de locura. No volvería a repetirse.
Sólo que esa misma noche soñó con Michael. Estaban de pie en una playa
infinita, frente al mar. Michael estaba llorando: una solitaria lágrima corría por su
rostro bronceado. Tenía los brazos abiertos y la expresión asombrada, consternada.
Como si de repente le hubieran arrebatado algo y no diera crédito a lo que le estaba
sucediendo.
Corrió hacia él para abrazarlo. Pero era como si Michael no pudiera verla, ni
oírla, ni sentirla. Se había quedado mirando sus propios brazos extendidos,
implorantes.
—¿Dónde está? ¿Lo he perdido.
—¿A quién has perdido, Michael? Cuéntame.
Pero él se volvió y empezó a alejarse.
—¿Dónde está? —lo oyó gritar hacia el mar, furioso y desesperado a la vez.
Y entonces se despertó. Estaba sudando, las lágrimas bañaban su rostro. Se
levantó de la cama, entró en el cuarto de baño y encendió la luz. Tenía un aspecto
terrible.
—Sólo ha sido un estúpido sueño —le dijo a su imagen en el espejo.
Pero el recuerdo permanecía, y no consiguió conciliar el sueño hasta que a las
siete sonó el despertador. Era el día en que Ben Cooper subiría a bordo: cuando más
iba a necesitar sentirse tranquila, relajada, segura de sí misma, controlada, fría,
distante. En lugar de ello, tenía el pelo hecho un desastre y se sentía más vulnerable
de lo que se había sentido en años.

Ben salió en avión temprano por la mañana de la isla de San Martín, deseoso de
disfrutar de aquella semana de crucero a bordo del Sueño de Alexandra. Su buen
humor duró hasta que vio a Monty Blackman cuando desembarcó en el aeropuerto
de St. Bart. El tipo vestía una camisa rosa de rayas verdes y unos pantalones de golf
azul celeste. ¿Acaso estaba ciego para los colores? ¿Y dónde habría conseguido un
vestuario de tan mal gusto? Habría tenido que recorrer hasta la última isla del Caribe
para encontrar algo tan ridículo.
Lo último que quería era hablar con aquel engreído y correoso canalla. Aunque
había sido Danique quien lo había engañado con la paternidad de Eva, con quien
más enfadado estaba era con Monty: con su empalagosa sonrisa y su cadena de

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baratos moteles para turistas y su pésimo gusto para la ropa. Le parecía imposible
que una niña tan dulce como Eva hubiera podido ser engendrada por un ser así.
Se pegó detrás de un grupo de turistas mientras se dirigía hacia la salida,
esperando que no lo viera.
—¡Cooper! ¡Justo el hombre al que esperaba ver!
Ben cerró los ojos, frustrado, y se volvió.
—Hola, Monty —miró ostentosamente su reloj—. Lo siento, pero no puedo
entretenerme, tengo que tomar un barco y…
—Sólo será un momento. Quería hablar contigo sobre Danique y la pequeña.
Ben apretó los dientes. «Eva. Se llama Eva», quiso gritarle. «Danique y yo le
pusimos ese nombre porque tú estabas demasiado ocupado escurriendo el bulto».
—De verdad, no creo que sea el mejor momento… —lo intentó de nuevo.
—Sé que has estado ayudando a Danique pagando los gastos de la pequeña, las
facturas médicas y todo eso… Sólo quería compensarte ahora que todo se ha
solucionado.
Ben sufrió un ataque de rabia cuando lo vio sacar su chequera.
—Ya se lo dije a Danique: no me importa el dinero —le dijo, volviéndose.
—No te hagas el noble, Cooper. A todo el mundo le importa el dinero. Es lo que
hace que el mundo funcione —rió escandalosamente su propia broma, y Ben tuvo
que dominarse para no saltarle los dientes de un puñetazo.
—Yo no soy todo el mundo. Olvídalo. Lo hice por Eva y por Danique.
Se dispuso a marcharse de una vez, pero Monty se le interpuso, desaparecida
su anterior sonrisa. De repente Ben descubrió el rasgo de su carácter que había hecho
de Monty un multimillonario a sus cuarenta y pocos años.
—No me gusta estar en deuda con nadie. Tú has cuidado de mis niñas, y te lo
agradezco, pero quiero poner punto final a esta situación.
Ben hizo acopio de paciencia mientras lo veía firmar un cheque y arrancarlo de
la chequera. No lo aceptó. Sonriéndose y sacudiendo la cabeza, Monty lo dobló
cuidadosamente y se lo metió en un bolsillo de la camisa.
—Cómo sois, los jóvenes…
Ben se marchó sin hacer ningún comentario. O eso o cedía a la frustración y le
soltaba un puñetazo. Sin molestarse en comprobar si Monty lo veía o no, rompió el
cheque hasta convertirlo en confeti y lo tiró a la papelera más cercana. No quería un
solo céntimo de Monty. Lo único que quería era recuperar a Eva… y eso no iba a
suceder.
Para cuando abordó el Sueño de Alexandra, estaba colérico. De repente la
perspectiva de ver a Tory Fournier se le antojaba bastante menos divertida que unos
días atrás. No estaba de humor para soportar su fría altanería. De hecho, estaba

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dispuesto a soltarle cuatro verdades como puños a la menor oportunidad. Sonrió con
expresión perversa mientras se dirigía al centro de artes culinarias del barco.
No hizo más que abrir la puerta cuando se detuvo en seco. No se había
detenido a pensarlo, pero de alguna manera había imaginado que el tiempo habría
endurecido, afilado los rasgos de su antigua compañera de estudios, acentuando su
distancia, su dureza, su frialdad.
Pero la mujer que estaba tomando notas en el mostrador de la cocina no parecía
ni fría ni dura. Llevaba unos pantalones blancos de cocinero, de corte recto y
elegante, y una blusa roja. Tenía las caderas más redondeadas de lo que recordaba,
los senos más llenos. Llevaba la melena más corta, con las puntas rizadas. Y tenía un
perfil más suave y delicado que el que guardaba en su memoria.
En conjunto, ofrecía una imagen completamente inesperada. Frunció el ceño,
incómodo.
De repente, como si lo hubiera sentido llegar, Tory alzó la cabeza y lo vio. Se
miraron por unos segundos en silencio.
—Hola, Ben.
—Hola, Tory.
Vio que apretaba la mandíbula cuando oyó que la llamaba por su diminutivo.
Ella misma lo había invitado a que la llamara así en su única cita. Ben esperó que
revocara aquel privilegio de un momento a otro y le ordenase que la llamara
Victoria… pero no lo hizo.
—Llegas temprano —comentó ella mientras recogía la chaqueta blanca de chef
que descansaba sobre uno de los mostradores.
—Sí —reconoció él.
Fue consciente de la rápida mirada que le lanzó mientras se ponía la chaqueta y
se abrochaba los botones.
—Mejor así. Tenemos nuestra primera sesión antes de la hora de la comida. No
sabía qué era lo que pensabas cocinar, así que me he permitido preparar una
pequeña introducción sobre salsas.
—Les enseñaré algunas recetas locales —declaró con tono firme, sin mayores
explicaciones. No pensaba ponérselo fácil. No se lo merecía.
—¿Ah, sí? —cruzándose de brazos, se apoyó en el mostrador—. ¿No piensas
decirme nada más?
—Te apuntaré los ingredientes, si es eso lo que quieres.
Dejó su caja sobre el banco y empezó a sacar sus cuchillos.
—Si tienes algún problema conmigo, creo que no deberías haber aceptado este
trabajo —le dijo ella, tensa.
Naturalmente, había ido al grano del asunto. Tory nunca había vacilado en
rehuir los enfrentamientos.

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—Acepté el trabajo porque un amigo estaba en un apuro. Pero, aparte de eso,


yo no tengo ningún problema en que trabajemos juntos, Tory. De hecho, tal como yo
lo veo, estoy en deuda contigo —empezó a abrir los cajones de los armarios y a
inspeccionar su contenido.
—¿De veras?
—Si no me hubieras enviado a Nueva York a perder el tiempo, como era tu
intención, nunca habría conocido al signor D'Sarro. Y por tanto no estaría donde estoy
hoy.
Aquello le sorprendió. Abrió la boca para preguntar quién era aquel chef, pero
finalmente la cerró sin pronunciar una palabra. «Típico de Tory», pensó Ben. No le
gustaba quedar como una ignorante. En eso no había cambiado.
Sacó el rodillo de amasar de un cajón y lo guardó en otro.
—¿Qué estás haciendo?
—¿A ti qué te parece? Estoy ordenando la cocina para poder trabajar a gusto.
—Eso mismo es lo que acabo yo de hacer.
—Bueno —se encogió de hombros.
Por toda respuesta, Tory volvió a sacar el rodillo de donde lo había guardado.
—Un poco de cortesía no estaría de más. Te recuerdo que llevo dos días
trabajando en esta cocina.
—¿Quién es el cocinero jefe aquí? ¿Tú o yo? —se volvió para mirarla.
De repente se dio cuenta de que estaba rabioso. Deseoso de servirse de
cualquier excusa para desahogar la furia que había acumulado en su alma desde que
Danique le soltó la gran noticia.
—Se supone que tenemos que trabajar juntos y compartir esta cocina.
—Te repetiré la pregunta: ¿quién es el cocinero jefe aquí?
Lo fulminó con la mirada. Ben seguía esperando a que recogiera el guantelete
que le había lanzado.
—Siempre has sido un canalla arrogante.
Experimentó una punzada de satisfacción. Al fin algo en lo que poder hincar el
diente.
—¿Yo arrogante? Curioso comentario, viniendo de la Princesa de Hielo.
El hiriente comentario que esperaba no llegó. Se quedó pálida y cerró los puños.
—No me llames eso, es cruel —le temblaba la voz.
Aquello le afectó. Ben podía ser muchas cosas: insensible, irresponsable,
pueril… pero nadie lo había acusado nunca de ser una persona conscientemente
cruel. Tenía la sospecha de que, si continuaba presionando, podía acabar haciéndola
llorar. Una imagen que estaba demasiado lejos de la que recordaba de Tory como
joven altanera, fría y segura de sí misma…

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Sin embargo, lo que tampoco podía hacer era cederle la victoria en aquel
enfrentamiento. Tory no había cambiado tanto: si le daba la menor oportunidad, se
apoderaría de aquel espacio como si le perteneciera. Así que se concentró en cambiar
de nuevo el contenido de los cajones, en silencio.
Segundos después, Tory soltó un gemido de disgusto y sacó por segunda vez el
rodillo de amasar del cajón inferior para guardarlo en el superior, tal como había
hecho antes. Cuando terminó, se cruzó de brazos y lo miró desafiante.
—Ya lo cambiaré después.
—Inténtalo —lo desafió ella.
—Ten por seguro que lo haré.
Tory se lo quedó mirando indignada. Y Ben se sorprendió a sí mismo mirando
fijamente el rosado capullo de sus labios. Durante un segundo eterno, fue como si no
pudiera apartar la mirada de su boca.
—Si hubiera sabido antes que tendría que trabajar contigo… me habría negado
—le confesó ella.
—Entonces supongo que tendremos que aguantarnos los dos.
Tory se giró en redondo sin pronunciar otra palabra y se marchó. Ben la
observó mientras se alejaba, pensativo. Nada en aquel encuentro se había
desarrollado conforme a lo previsto. Había esperado el conflicto, sí, pero no la
vulnerabilidad que había descubierto en su expresión, y lo cierto era que no sabía
muy bien qué hacer al respecto.
Frunciendo el ceño, continuó trabajando.

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Capítulo 3
El término «portento» parecía expresamente inventado para Ben Cooper,
decidió Tory mientras forzaba una nueva sonrisa. Acababan de terminar su
conferencia de aquella tarde y, si en aquel momento hubiera tenido a mano una
muñeca de vudú, le habría arrancado la cabeza.
Experimentó una punzada de rabia cuando recordó la actitud con que había
entrado en la cocina y se había puesto a cambiarlo todo de sitio, como si el lugar le
perteneciera. Tan confiado y seguro de sí mismo como siempre, incluso más.
Detestaba admitirlo, pero los años le habían sentado muy bien. Estaba más fuerte,
más musculoso. Su rostro había ganado en atractivo.
Pero lo que más le irritaba era su vanidad para con las mujeres: se consideraba
una especie de regalo divino para el sexo opuesto. Lo que no era de extrañar, dada la
manera en que había reaccionado el sector femenino de su audiencia. Casi le
entraban ganas de avergonzarse de su sexo. Evidentemente se había corrido la voz
desde la sesión de la mañana, porque el número de mujeres se había doblado
durante la de la tarde. Y no había sido porque quisieran escucharla a ella. Sobre eso
no se hacía ilusiones.
Para empezar, estaba el uniforme de chef. Los cocineros solían vestir de blanco
o de negro con pantalones a juego: era lo tradicional, lo profesional. Ben, sin
embargo, llevaba un pantalón de lino color índigo y una camiseta azul marino con un
cuello abierto que revelaba su musculoso pecho, bajo la chaqueta blanca abierta.
Tory se lo había quedado mirando cuando regresó después de cambiarse.
—¿No vas a abrocharte la chaqueta?—le había preguntado, incrédula.
—No. Así voy mejor.
—No lo dudo. Simplemente me parecía que el factor «seguridad» estaba por
encima del factor «moda».
Las chaquetas de cocinero estaban diseñadas para proteger el torso y los brazos,
además de que uno podía quitárselas fácilmente en caso de quemaduras.
—Eres tan formal… —se le había reído en la cara—. Me había olvidado. Me
refería a que así estoy más fresco. Y no pienso trabajar con aceite caliente, así que el
riesgo es casi nulo. A no ser que temas que esta ensalada de coco pueda atacarme…
Tory había decidido ignorar su comentario, al igual que había decidido
ignorarlo todo sobre él: desde el timbre ronco de su risa hasta el fresco aroma de su
loción. Su talento como cocinero, sin embargo, era otra cosa.
Tory había abierto ambas sesiones hablando del uso original de las especias en
la comida del Caribe, que no había sido otro que el de la conservación de los
alimentos. Como el cerdo jerk, que habían traído a las islas los esclavos del África
Occidental durante el siglo XVIII. Una vez terminado el discurso, Ben había subido al
estrado para eclipsarla con su humor, su pecho musculoso y bronceado… y su
talento para la cocina.

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Había impresionado a la audiencia con su rapidez con el cuchillo. La había


deslumbrado con la teatralidad con que había flambeado los plátanos en la sartén. Y
había hecho reír a los presentes haciendo malabarismos con los mangos.
Mientras tanto, Tory se había quedado en un segundo plano, ninguneada. En
ese momento, mientras Ben invitaba a los presentes a degustar los platos que acababa
de preparar, Tory pensó en sus conferencias cuidadosamente preparadas, en toda la
información que había recopilado, en las numerosas imágenes que había buscado y
organizado para cada sesión. Esa noche tendría que quedarse levantada hasta tarde
reformando su programa, si no quería parecerse a una especialista en teología en
comparación con él, durante lo que restaba de crucero.
Lo cual le recordó de nuevo que Ben Cooper era un portento. Era más gracioso
que ella. Rebosaba carisma. Y era sexy. ¿Cómo se suponía que podía competir con
todas esas cualidades? Porque se trataba de una competición, de eso no cabía duda.
Pero lo peor de todo era que ella tampoco era inmune a sus encantos. Se había
esforzado por ignorarlo… pero había fracasado miserablemente. Se había
sorprendido a sí misma recorriendo su sensual trasero con mirada ávida… y
sonriendo en más de una ocasión por alguno de sus chistes.
Por eso se sentía tan patética. Sobre todo después de la discusión que habían
mantenido a su llegada. No se hacía ilusiones sobre lo que sentía o pensaba de ella: él
mismo se había encargado de dejárselo claro.
Nada más verlo, no había podido evitar retrotraerse a sus tiempos de
estudiante. Se había fijado en Ben desde el primer momento en que lo vio. Al igual
que las demás chicas de su clase, por supuesto… Era alto, moreno y guapo, con un
encanto especial que no perdió el tiempo en derrochar con todo el mundo… excepto
con Tory. Ni una sola vez le sonrió. Y desde luego no la miró con la apreciación con
que miraba a las otras chicas. Tory intentó convencerse de que no le importaba, de
que estaba demasiado ocupada para que algo así pudiera afectarle. Pero era mentira.
Se había fijado en él y quería que él se fijara en ella.
Era una trampa. Porque al final acabó acostándose con él, que era lo que Ben
había pretendido desde un principio. Lo descubrió al día siguiente.
—¿Vas a recoger tus cosas o piensas quedarte ahí parada?
Tory volvió a la realidad y lo miró sorprendida.
—¿Perdón?
Demasiado tarde se dio cuenta de que el auditorio se había vaciado y de que
volvían a estar solos. Se apresuró a desconectar su portátil del cañón de imágenes y a
guardar sus notas mientras lo oía recoger la cocina. Cuando terminó, sacó un frasco
de líquido quitamanchas para limpiar el mostrador.
—No tienes por qué hacer eso —le dijo él.
—No voy a quedarme de brazos cruzados mientras tú trabajas —repuso
mientras vertía el líquido.
La miró confuso, como sorprendido por su reacción.

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—¿Qué pasa? ¿Tampoco puedo limpiar la cocina? ¿Es que lo quieres hacer todo
tú solo?
—No tienes por qué limpiar. Simplemente.
—A ver si lo entiendo… —lo fulminó con la mirada, las manos en las caderas—.
Crees que soy demasiado buena para limpiar la cocina. Es eso, ¿verdad?
—Eres la señorita Alta Cocina —se encogió de hombros—. Limpian los
aprendices o los pinches, no tú.
Se quedó helada. ¿Era eso lo que pensaba de ella? ¿Lo que siempre había
pensado?
—Tú no sabes quién soy.
Ben recogió el libro que había escrito Tory, Estilo isleño, y lo blandió delante de
sus narices.
—Puede que te divierta pasar una temporada con los pobres isleños, pero tarde
o temprano, cuando te hayas cansado de jugar… volverás a servir Chateaubriand y
chauson aux framboises en Le Plat.
Se quedó sorprendida al descubrir que Ben no sabía que su padre había cerrado
Le Plat cuando se jubiló, en vez de cedérselo a ella. Entendía por qué André había
tomado aquella decisión, pero dudaba que él lo comprendiera.
Alzó una mano para agarrar su libro de cocina, pero Ben no lo soltó. Tuvo que
emplear toda su fuerza para arrebatárselo.
—¿Sabes una cosa? Que me da igual. Límpialo todo tú solo, si ése es tu gusto —
le espetó mientras sujetaba el libro bajo el brazo y recogía su portátil y sus notas.
Acababa de dar media vuelta cuando descubrió a Patti, la directora del crucero,
en el umbral de la puerta. Se ruborizó inmediatamente mientras se preguntaba
cuánto de aquella escena habría visto.
—Hola, chicos. Bienvenido a bordo, Ben. Es agradable hacer de anfitriona tuya
para variar —sonriendo, se volvió hacia Tory—: En cada viaje hacemos una parada
obligada en el restaurante de Ben. La mejor comida de las islas.
—Lo dices tú, no yo —repuso él, modesto—. Pero me encanta de todas
formas…
Patti se echó a reír.
—Y además es encantador. Pero eso seguro que ya lo habrás descubierto.
Evidentemente no había sido testigo de su discusión, pensó Tory, aliviada. De
alguna forma tendrían que arreglárselas para trabajar juntos durante los próximos
días sin chocar continuamente. Al menos en público.
—Venía a deciros que el capitán os ha invitado a cenar en su comedor privado
esta noche.
—Estupendo —comentó Ben—. Dile a Dominique que le pediré la receta de su
salsa de caracolas. Llevo tiempo queriendo hacerlo.

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Tory puso los ojos en blanco. Dominique Charest era la chef del Sueño de
Alexandra. Al parecer, también conocía personalmente a Ben.
—El comedor del capitán está en la Cubierta Artemisa, Victoria —la informó
Patti—. Seguro que a Ben no le importará acompañarte.
—Por supuesto.
Tory esperó a que la mujer se hubiera retirado antes volver a ponerse seria:
—No hace falta que me acompañes. Tengo un mapa del barco —se dirigió hacia
la puerta.
—Como quieras.
Apretó los dientes. Una docena de insultos diferentes le bailaban en la punta de
la lengua. Abandonó la sala confusa, disgustada, indignada. ¿Cómo podía encontrar
atractivo a un hombre que tenía una opinión tan sumamente baja de ella? Y luego
estaba la opinión que ella tenía de él… que era igual de baja. Subterránea incluso.
Realmente era una situación absurda, y esperaba que sus hormonas se recuperaran
pronto. Porque lo último que quería era volver a enamorarse de Ben Cooper…

Ben se sentó en su silla y bebió un sorbo de champán. Aquella tarde Nikolas


había dejado abierta la puerta que comunicaba su comedor privado con la terraza,
por la que entraba una brisa fresca. Casi se alegró de haberse puesto traje… que era
por cierto el único inconveniente de sentarse a la mesa del capitán.
Se aflojó el cuello de la camisa. No recordaba la última vez que se había sentido
tan agobiado. La vida en el Caribe no se caracterizaba precisamente por sus códigos
de etiqueta, pero sospechaba que el Sueño de Alexandra sí. En todo caso, se alegraba
de haber metido el traje en la maleta.
Volvió a mirar su reloj, disgustado. ¿Qué podía importarle a él que apareciera
Tory o no? ¿O incluso que se hubiera perdido en el camino? Aquella mujer no
significaba nada para él. Casi esperaba que se hubiera perdido de verdad, para que
así se viera obligada a hacer una embarazosa entrada tardía.
Pese a sus buenas intenciones, se disponía a levantarse con la intención de ir a
buscarla cuando la vio entrar… y se quedó sin aliento. Llevaba un vestido rosa claro,
de varios tonos; sin espalda, con un pronunciado escote. La vaporosa tela, al caer,
delineaba perfectamente el dibujo de sus senos y de sus caderas. Patti se apresuró a
presentarla a Nick y a Helena, su prometida.
—Mmmm… Muy guapa —oyó susurrar a alguien a su lado, y se volvió para
mirar ceñudo al joven de pelo rubio sentado a su lado que, al parecer, trabajaba de
periodista. El joven le lanzó una sonrisa de complicidad, como invitándolo a
secundar su comentario. Ben se limitó a beber otro trago de champán.
No quería encontrar a Tory tan atractiva… pero sabía que era inútil. Llevaba
todo el día perdiendo una desigual batalla contra su libido. Lo cierto era que Tory
siempre lo había atraído. Desde el primer día que llegó al instituto, su mirada se

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había visto atrapada por su alta y esbelta figura; por su belleza serena, elegante. Sus
antenas de niño pobre le habían advertido instantáneamente que aquella chica
procedía de una buena familia. Luego se había enterado de quiénes eran su padre y
su abuelo, con lo que su incipiente sensación de inferioridad había crecido hasta
límites insospechados. Se había pasado la mitad del tiempo ignorándola o mirándola
con hostilidad, resentido.
Demasiado tarde se dio cuenta de que sólo quedaba un asiento vacío en la
mesa… justo al lado del suyo. Antes de que tuviera tiempo para murmurar algo
entre dientes. Tory se acercó para sentarse.
Aspiró su fragancia a vainilla mientras la miraba.
—Créeme, sé lo que estás pensando —le dijo ella en un susurro.
—Siéntete libre para ignorarme —repuso él.
—Lo mismo digo.
Acto seguido, cada uno se volvió en un sentido distinto hacia el comensal que
tenía al lado. Que, en el caso de Ben, era el joven periodista rubio. Le disgustaban las
conversaciones intrascendentes, pero no le quedaba otra opción.
—Y dígame… ¿le está gustando el crucero?

El comedor privado del capitán fue toda una revelación. Los suelos de madera
pulida relucían a la luz de las velas y las persianas coloniales daban a la sala un cierto
aspecto exótico. La mesa era impecable. El propio capitán era un hombre atractivo y
carismático, al igual que su prometida. Se notaba que estaban locamente
enamorados.
La única mancha en aquel paisaje era Ben Cooper. Pero… ¿de qué se
sorprendía?
Afortunadamente, la mujer de mediana edad que le había tocado a la derecha
resultó ser una gran compañía. Recientemente licenciada del ejército, la teniente
Williams le había relatado fascinantes historias sobre sus diferentes destinos, y
durante el primer y segundo plato habían mantenido una conversación muy
animada. Casi lo suficiente para ignorar al hombre que estaba sentado al otro lado, el
ronco timbre de su voz, el ocasional roce de su hombro contra el suyo… Casi, pero
no del todo.
En aquel instante alcanzó a escuchar parte de la conversación de Ben con su
otro vecino de mesa, un joven periodista de viajes llamado David… y casi derramó
su copa. En el instante en que escuchó las palabras «Instituto de Alta Cocina» y
«mezquina venganza», el estómago le dio un vuelco y se irguió en su silla. No se
habría atrevido a…
—… si eso no me hubiera sucedido a mí, probablemente yo también lo habría
considerado divertido —estaba diciendo Ben cuando Tory se volvió para mirarlo.

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Simplemente no podía creer que estuviera haciendo lo que sospechaba que


estaba haciendo. Ni siquiera Ben podía ser tan descarado. ¿O sí?
—¿Así que ese tipo se presentó en el Instituto haciéndose pasar por
representante de uno de los mejores restaurantes de Nueva York… y usted se lo
creyó? —inquirió David, escéptico.
Tory se tensó aún más. Estaba a punto de escuchar un resumen de la
«mezquina venganza» que ella misma se había tomado con Ben.
—Era un estupendo actor. Ese compañero mío de curso, Víctor, lo había
diseñado todo meticulosamente —Ben lanzó una divertida mirada a Tory antes de
proseguir con sus explicaciones—. Hizo correr el rumor de que un ojeador de
Brown's nos visitaría en el Instituto, así que cuando ese tipo me llamó y me ofreció
un empleo en Brown's para cuando me graduara, me consideré el hombre más feliz
de la tierra. Llamé enseguida a casa para avisar a mis padres que no volvería a
trabajar en el negocio familiar, tal y como tenía previsto. Les dije que me encontraba
ante una oportunidad demasiado valiosa para desperdiciarla. Luego malvendí todas
mis pertenencias para comprarme un coche de tercera mano y largarme a Manhattan.
—Y se plantó en la puerta de Brown's… —adivinó David.
—Y nadie había oído hablar de mí, por supuesto.
Todo el mundo en la cocina se me quedó mirando de hito en hito cuando me
presenté, desde los pinches hasta el jefe de cocina. Todavía puedo escuchar sus
carcajadas.
—Así que se volvió a casa con el rabo entre las piernas.
—¡Qué va! No podía hacerlo. Había perdido mi billete de vuelta cuando decidí
dirigirme a Nueva York. Además, les había dicho a mis padres que iba a triunfar
como cocinero de alta cocina en Nueva York.
Tory quiso morirse de vergüenza en aquel momento. Incontables veces se había
repetido a sí misma que Ben se había merecido cada segundo de aquella bien
planeada y mejor ejecutada venganza, pero lo cierto era que aún le remordía la
conciencia.
—¿Entonces qué hizo?
—Nada más salir a la calle, me quedé allí pensando, durante diez minutos
seguidos… hasta que fui atando cabos y me di cuenta de que Víctor me había
traicionado. Maldije un poco. Bueno, más bien mucho. Finalmente tomé conciencia
de que debía buscarme algún trabajo, si no quería morirme de hambre. Enfrente de
Brown's había un pequeño restaurante italiano: Signor Mario's, aunque el propietario
se llamaba Luigi. Tenía un cartel en la ventana solicitando personal, así que crucé la
calle y le dije que necesitaba un empleo.
—De la alta cocina a los espaguetis a la boloñesa —dijo David, soltando una
risotada.
—Pues fue lo mejor que habría podido sucederme —afirmó Ben—. Por la
manera en que Luigi llevaba la cocina, el amor que le ponía a sus comidas, el cariño y

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el respeto con que trataba a sus colaboradores… La verdad es que no pude tener
mejor maestro.
Tory volvió a morirse de vergüenza, acosada por una extraña mezcla de culpa,
alivio e irritación. Típico de Ben: siempre conseguía caer de pie, como los gatos. De
repente descubrió consternada que la teniente Williams había decidido intervenir en
la conversación.
—No he podido evitar escucharlos… me ha recordado a las crueles novatadas
que tantos problemas suelen dar a las academias militares —comentó con tono
reprobador.
—¿Cruel, dice? Tiene razón. Fue algo muy cruel —sentenció Ben—.
Decididamente.
No volvió a mirarla, pero Tory se indignó de todas formas. Estaba utilizando
aquella conversación para condenarla públicamente. En cualquier momento revelaría
a todo el mundo que había sido ella la culpable… y se convertiría en una paria social
durante el resto de la velada.
—Tengo entendido que usted también estuvo en ese Instituto de Alta Cocina
con Ben, ¿verdad Tory? —le dijo la teniente—. ¿Se enteró de aquel suceso?
—La verdad es que no —mintió, ruborizándose sin poder evitarlo. Pudo sentir
la satisfacción que Ben irradiaba a oleadas. En un impulso, añadió—: Pero él no fue el
único en pasarlo mal.
Esa vez fue Ben quien se tensó en su asiento, y Tory experimentó una fugaz
sensación de triunfo.
—Había una chica en nuestro curso que, aunque no era culpa suya, tenía
reputación de estirada, distante. La llamaban la Reina de Hielo, ¿te acuerdas, Ben?
—Sí —respondió, evitando mirarla.
—El caso es que los chicos empezaron a hacer apuestas sobre quién sería el
primero en derretirla.
David sonrió, pero la teniente frunció el ceño.
—La chica era un poco ingenua —continuó Tory—. Parece ser que no tenía
mucha experiencia con los hombres… así que cayó presa del encanto de uno de los
alumnos.
—Y la chica al final se enteró de lo de la apuesta —adivinó la teniente Williams,
claramente indignada.
—Sí, pero no hasta bastante después.
Se hizo un silencio, durante el cual cada uno asimiló su información.
—Qué humillante —exclamó la otra mujer, compadecida.
—Y que lo diga —ratificó Tory mientras evocaba el dolor que la había asaltado
cuando se enteró de lo mucho que los amigos de Ben se habían divertido a su costa.

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Miró de reojo a Ben y vio que se removía en su silla, como dispuesto a


defenderse. Esperó a que lo hiciera, pero evidentemente decidió pensárselo mejor.
—Vaya, y yo que pensaba que el mundo del periodismo era duro… —comentó
David.
La llegada de los postres consiguió distraerlos, y Tory desplegó su servilleta
sobre el regazo mientras se negaba a mirar a Ben. Todavía no podía creer que se
hubiera atrevido a sacar su historia personal delante de todo el mundo. Y tampoco
que ella acabara de hacer justamente lo mismo, a modo de respuesta. Se preguntó si
alguno de sus compañeros de mesa se habría dado cuenta de que habían estado
hablando de ellos mismos.
Finalmente se arriesgó a mirarlo de reojo, una vez más… y lo sorprendió
mirándola. Sus miradas se cruzaron fugazmente. Las retiraron al mismo tiempo.
Concentrándose en su postre, Tory rezó para que la velada terminara pronto…
Después del café y los licores, el capitán invitó a sus comensales a trasladarse al
salón. Ben suspiró de alivio mientras se levantaba, contento de apartarse por fin al
campo de acción del perfume de Tory.
Permanecer atrapado al lado de Tory durante casi dos horas había sido una
exquisita forma de tortura. Cada vez que había bajado la guardia para dejar vagar la
mirada, se había sorprendido a sí mismo admirando su elegante cuello de cisne, o su
preciosa melena rubia, levemente rizada. Varias veces durante la cena había
escuchado su melodiosa risa mientras hablaba con su compañera de mesa, y no había
podido evitar un estremecimiento…
Todavía seguía pensando en el dolor que había detectado en su voz cuando
comentó la anécdota de su presunta compañera del Instituto, con aquella estúpida
apuesta que…
—¿Más café, señor? —le preguntó un camarero, sacándolo de sus reflexiones.
Al levantar su taza para que se la llenara, vio que Nikolas se dirigía hacia él.
—¿Qué opinión te merecen los esfuerzos que ha hecho Dominique esta noche?
—Sus salsas son excelentes. La de pescado no podía estar más sabrosa.
Nikolas asintió, satisfecho con su respuesta.
—¿Y qué tal la experiencia de trabajar en colaboración con la señorita Fournier?
—Tory también es una gran profesional.
—A Helena le encanta su libro de recetas. Es una enamorada de la comida
caribeña.
—Si algún día quieres probar la verdadera comida del Caribe, yo podría
recomendarte algunos platos.
A Nikolas no le pasó desapercibido el tono de su comentario.
—¿Es que no te gusta el libro de la señorita Fournier? —inquirió, arqueando
una ceja.

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—Está bien. Sólo que no es auténtico, eso es todo.


—¿Qué quieres decir con que no es auténtico? —inquirió una voz demasiado
familiar.
Ben se volvió para descubrir a Tory justo detrás de él, al lado de Helena.
—Estaba a punto de presentarte a Tory —informó Helena a su prometido, en
un intento por distender la situación.
Pero Tory no estaba dispuesta a dejar pasar aquel comentario.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que tiene de «no auténtico» mi libro? —insistió. Se había
puesto colorada, y el rubor contrastaba vivamente con su piel cremosa.
—En primer lugar… ¿has visitado los lugares que mencionas en el libro?
—No. ¿Y tú has visitado Francia? —contraatacó ella.
—No.
—Y aun así, seguro que no dudarías en servir una bouillabaisse en tu restaurante,
¿verdad? Y apostaría a que ofreces en tu menú una buena cantidad de recetas de
otros países del mundo.
—Cierto.
—Yo me he documentado exhaustivamente para mi libro y he trabajado con
decenas de cocineros isleños en Nueva York. Puede que no tenga las mismas vistas
de playa que tu restaurante, pero sé de lo que estoy hablando.
—Si te admito que mi bouillabaisse no aguantaría la comparación con una de
Marsella… ¿admitirías tú que un cocinero nacido y criado en el Caribe te llevara
ventaja con un plato de su región?
Vio que se llevaba una mano a la barbilla. Por muy irritante que le resultara, no
podía menos que admirar su empeño y su resistencia. ¿Acaso nunca se daba por
vencida?
—No. Mi jerk chicken no tiene nada que envidiar al tuyo —afirmó, orgullosa.
—Eso suena a desafío —terció Nikolas, disfrutando claramente con el
enfrentamiento.
—¿Y por qué no? —replicó Tory.
Todas las miradas se volvieron hacia Ben.
—Será tan fácil como quitarle un caramelo a un bebé, pero si es eso lo que
quieres…
—Hecho. Mi jerk chicken contra el tuyo. Tú eliges la hora y el lugar. Y cuando
gane, espero una elogiosa cita tuya para mi próximo libro de recetas.
Ben casi se atragantó con el café. Habría preferido comerse su maldito libro de
recetas antes que recomendarlo. Pero Tory apenas tenía posibilidades…

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—De acuerdo. Y si gano yo… —se interrumpió, porque la única idea que se le
había ocurrido era demasiado inapropiada, además de imposible— si gano yo, me
darás una de las secretas recetas de tu padre: la del glaseado del vino de Oporto.
—¿Todavía no te ha salido, Ben? —le preguntó, burlona—. Es facilísima.
Consciente de la expectación que estaban suscitando, Ben le tendió la mano.
—¿Trato hecho, entonces?
—Trato hecho —se la estrechó con firmeza.
Helena se aclaró entonces la garganta.
—¿No os habéis olvidado de algo?
Tanto Ben como Tory se la quedaron mirando sin comprender.
—¿De qué?
—¿Quién hará de juez? —quiso saber Nikolas.
—Es verdad… —murmuró Tory.
—Desde luego, Nikolas y yo estaríamos dispuestos… —sugirió Helena con un
brillo travieso en la mirada.
—Perfecto —sentenció Ben—. Vosotros dos formareis el jurado. Utilizaremos el
centro de artes culinarias como base de operaciones. ¿Qué tal de aquí a dos días, una
vez que zarpemos de Granada?
Tory se encogió de hombros.
—Si necesitas dos días para preparar tu receta, por mí no hay problema.
Ben la miró. Estaba levemente ruborizada y un brillo de desafío ardía en sus
preciosos ojos azules.
—Muy bien. Ése será nuestro plazo.

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Capítulo 4
Tory volvió el rostro hacia la fresca brisa del mar y se quedó contemplando el
cielo estrellado. Hacía una noche mágica. Inconscientemente, se llevó una mano a la
lágrima de plata que llevaba al cuello. Se sonrió, irónica. Quizá la romántica leyenda
de aquel colgante estaba empezando a afectarle, después de todo.
La cena de aquella noche había sido una especie de prueba. Verse obligada a
pasar horas sentada al lado de Ben, aspirando el aroma de su loción… se había
sentido tensa y a la defensiva durante toda la velada. Antes y después del pueril
intento de Ben por provocarla.
Soltó la lágrima de plata mientras se obligaba a reconocer que ella se había
esforzado por provocarlo a su vez, lo que había sido igualmente pueril. Frunció el
ceño. Lo que pudiera hacer o decir Ben no tenía por qué importarle lo más mínimo.
Apartándose de la barandilla, decidió reacia que había llegado el momento de
retirarse a su camarote.
Se dirigía hacia los ascensores cuando vio un periódico en una de las tumbonas
de cubierta. Era el mismo diario que había encontrado en el auditorio. Para su
sorpresa, descubrió que estaba doblado de tal forma que el rostro de la fotografía que
tanto le había intrigado la noche anterior la estaba mirando directamente…
No era una persona supersticiosa, pero tampoco podía ignorarlo y pasar de
largo. Vacilando, recogió el semanario y volvió a contemplar los ojos de aquel niño.
Al igual que la noche anterior, experimentó nuevamente una sensación de
reconocimiento. Conocía a aquel niño. Conocía aquellos ojos increíblemente azules.
Sus dedos se tensaron sobre el papel. La noche anterior se había dicho que la
simple sospecha de que aquel niño pudiera ser el hipotético hijo perdido de su
hermano era una pura locura, pero en ese momento comprendió que, desde el
instante en que vio aquella foto, no había dejado de pensar en ella. Incluso mientras
estuvo discutiendo y provocando a Ben, parte de su mente había continuado girando
en torno al rostro de aquel niño.
De repente tomó una decisión. Tal vez fuera una locura, pero no le importaba.
Estaba dispuesta a hacer todo cuanto estuviera en su poder para localizar a aquel
pequeño y comprobar que no era el hijo de su hermano.
Acababa de doblar el periódico para dirigirse a su camarote cuando casi
tropezó con Ben. Ambos se quedaron sorprendidos. Se había quitado la corbata de
lazo y se había aflojado el cuello de la camisa. Estaba despeinado. No necesitó bajar
la mirada a su boca crispada para saber que estaba tan poco entusiasmado de verla
como ella de verlo a él. A su alrededor, el aire prácticamente vibraba con su mutua
hostilidad.
—¿Disfrutando de la brisa del mar? —le preguntó él después de un silencio
demasiado largo.
Tory arqueó una ceja.

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—¿Todavía te quedan ganas de hablar?


—Era una pregunta de cortesía.
—Demasiado tarde para cortesías, ¿no te parece? Todavía no puedo creer que
sacaras nuestra historia a colación en la mesa…
—¿Y por qué no? Yo no ideé un perverso plan para humillar públicamente a
alguien delante de una de las más prestigiosas plantillas de cocineros de Nueva York.
No tengo nada de qué avergonzarme.
—¿Ah, no? ¿Acostarte con una mujer por una apuesta no es motivo de
vergüenza para ti?
—Al menos ambos nos lo pasamos bien gracias a mis esfuerzos, que es más de
lo que yo puedo decir de los tuyos.
Tory se ruborizó, desviando la mirada momentáneamente. El descaro de aquel
hombre era increíble.
—No te envanezcas tanto —le espetó una vez que se hubo recuperado—. Para
tu información, fingí que me gustaba.
Ben echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Gracias, Tory, de verdad… Hacía tanto tiempo que no oía algo tan gracioso.
—Eres una canalla arrogante —lo insultó, furiosa—. Pude haberlo fingido y tú
nunca te habrías enterado.
—Nadie finge un orgasmo así, cariño.
Tory cerró los ojos, humillada.
—Ojalá eso nunca hubiera sucedido. Me arrepiento de ello.
—Ya te arrepentiste al día siguiente. A ver si recuerdo tus palabras exactas:
«Gracias, Ben. Me lo he pasado muy bien, pero ahora mismo estoy terriblemente
ocupada».
Se sorprendió al escuchar aquel tono tan amargo. Pero se recuperó
rápidamente. Aquel hombre era una rata.
—Lo siento. Esa frase mía… ¿te pareció demasiado fría después de lo que
escuché yo? Porque te recuerdo que oí a tus amigos comentar que habías ganado
doscientos dólares por haber conseguido llevarme a la cama.
Ben tuvo la delicadeza de mostrarse incómodo. Otra nueva sorpresa.
—No fue así. Y nunca acepté ese dinero.
—¿De veras? ¿Entonces fueron imaginaciones mías?
—Yo no me acosté contigo por una apuesta, Tory; lo sabes perfectamente.
Ambos estuvimos allí aquella noche. Y ambos sabemos cómo fue.
Tory parpadeó ante la súbita intensidad de su tono.

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—No, Ben. Yo no sé por qué te acostaste conmigo. Lo único que sé es que yo


confiaba en ti, y que al día siguiente oí a tus amigos celebrar que el viejo Coop había
conquistado por fin a la Reina de Hielo…
—¿Quieres escucharme de una vez? —exclamó Ben, dando un paso hacia ella y
agarrándola de los hombros con gesto frustrado—. Me acosté contigo porque me
sentía atraído hacia ti, ¿entiendes? Porque siempre me habías gustado. Porque te
quería.
Tory se lo quedó mirando fijamente.
—¿Qué? —no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar.
—Me encantabas. Desde el primer momento.
—¿Pero entonces por qué no me pediste que saliéramos juntos, antes de la
apuesta?
Todas aquellas veces en que había soñado despierta con Ben, en clase. Todas
aquellas noches durante las que se había preguntado con quién estaría saliendo… Y,
durante todo aquel tiempo… ¿él había estado pensando en ella?
—No era fácil acercarse a ti. Siempre estabas trabajando sola, destacando en
solitario en cada clase… De alguna manera, ese sobrenombre que te daban estaba
justificado. Yo no era el único que te llamaba así.
Tory se estremeció. Le estaba diciendo que se había comportado como una
esnob, una elitista. Que se había merecido aquel estúpido mote de «Reina de Hielo».
Pero Ben no tenía ni idea de lo presionada que siempre se había sentido como hija de
André Fournier, destinada a seguir sus pasos. Desde el momento en que, siendo una
niña, empezó a ayudarlo a cocinar, había sentido el punzante dardo de su crítica
constante. Siempre había sido demasiado exigente. Todavía recordaba sus palabras
cuando le comunicó que pensaba ingresar en el Instituto de Alta Cocina: «Si estás
decidida, Tory, tendrás que ser la mejor. No aceptaré otra cosa. No descansarás hasta
que hayas alcanzado la excelencia. Es la única manera. En caso contrario, no
merecerá la pena. ¿Entendido?».
Se recordaba sentada en el despacho de su padre, asintiendo con la cabeza,
viéndolo firmar su solicitud con una mezcla de miedo y orgullo, decidida a
demostrarle lo mucho que valía. Decidida a estar a su altura. A triunfar en el
Instituto para que pudiera sentirse orgulloso de ella, de la misma manera que ella lo
estaba de él.
Recuperándose, fulminó a Ben con la mirada y le apartó las manos de encima.
—Tienes razón. Por supuesto que sí. Debí haber asistido a más fiestas, o faltado
alguna que otra vez a clase. O incluso haber suspendido un par de exámenes —le
espetó, indignada—. Porque eso fue lo que hiciste tú, ¿no? Tomarte aquello como un
paseo. Debí haberte imitado. Eso me habría venido bien.
—A mí me vino bien, desde luego. Yo me conformaba con estar entre los diez
mejores. Alcancé el puesto número tres. ¿Dónde te quedaste tú?
—En el dos —admitió a regañadientes.

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—Y te llevaste una gran decepción por ello, claro —se burló Ben.
Tory todavía podía recordar el gesto desdeñoso de su padre cuando ella lo
informó de que había fracasado en conseguir el primer lugar. Desde entonces la
había acompañado el dolor y la vergüenza por haberle fallado. Y luego siguió la
muerte de Michael…
—Oye, sólo estaba bromeando…
Demasiado tarde se dio cuenta Tory de que había bajado la guardia. Algo muy
peligroso cuando se trataba de Ben Cooper. Lo último que quería era que se
compadeciera de ella.
—No te preocupes. Me cuesta tomarme en serio tanto lo que dices como lo que
haces.
Ben sonrió, desaparecida su anterior expresión de preocupación.
—Así está mejor. Me gusta ese tono tuyo tan rebelde.
—¿De veras? ¿Acaso disfrutas discutiendo conmigo?
Ella lo detestaba. Detestaba saber que la entendía tan poco. Justo lo contrario
que experimentó aquella noche, cuando hicieron el amor y había sentido aquella
conexión tan especial.
—Bueno, se me ocurren cosas mucho mejores que hacer —repuso él.
Lo miró a los ojos y se quedó sorprendida al descubrir su brillo de deseo.
—Debes de estar de broma…
Ben bajó la mirada hasta su boca. Tory experimentó el súbito y abrumador
impulso de humedecerse los labios con la punta de la lengua.
—Hay maneras mejores de resolver nuestras diferencias.
—¿Haz el amor, y no la guerra? —inquirió, escéptica.
—Algo así —murmuró, acercándose y acorralándola contra la barandilla.
—Me parece que no es una buena idea —susurró ella.
—Pues entonces no pienses.
Y la besó. Sabía a café, a vino de Oporto, a fresca brisa de mar. El contacto de su
lengua era sedoso, firme y cálido, y Tory soltó un gemido mientras se dejaba abrazar.
Ben la estrechó contra su duro pecho, adelantando una pierna entre sus muslos al
tiempo que deslizaba las manos por su espalda desnuda.
Estaba ardiendo por dentro. Los últimos ocho años se disolvieron como si
nunca hubieran existido, y fue como si los dos hubieran vuelto a encontrarse en el
oscuro apartamento de Ben, con la cena olvidada sobre la mesa mientras se
devoraban mutuamente en el viejo sofá. Tory se olvidó de todo: de ella, de él, de lo
que los había separado.
Ben deslizó una mano por su costado, y Tory tembló de anticipación ante la
inminente caricia de sus senos. La última vez se los había besado, lamido y

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mordisqueado hasta que tuvo que suplicarle a gritos que la librara de aquella
tortura…
De repente oyó el eco de una risa femenina y el rumor de una voz de hombre.
Alguien se acercaba. Aquello fue como el cubo de agua fría que tan
desesperadamente había necesitado. Se tensó en sus brazos, alzando las manos para
empujarlo, en lugar de atraerlo hacia sí. Ben se dio cuenta, la soltó y se apartó
rápidamente.
Tory no se atrevió a mirarlo mientras se esforzaba por recuperar el aliento.
Sentía un cosquilleo por todo el cuerpo y el pulso le atronaba los oídos. Con una
mano temblorosa, se alisó el frente del vestido. Finalmente, alzó la mirada.
—Ni siquiera te gusto. ¿Por qué habrías de querer acostarte conmigo?
Ben la miraba con expresión inescrutable. Tory esperó durante varios segundos
a que dijera algo, cualquier cosa, pero no lo hizo. Sacudiendo la cabeza, se marchó.
Ben Cooper la había engañado una vez con su carisma y su presencia. Pero ya
era mayor. Más sabia. Nunca más volvería a mirarlo a los ojos y a soñar despierta.

Tracy se masajeaba distraída los pies doloridos mientras se relajaba en una


tumbona, en la parte más disimulada de cubierta. Se sentía levemente culpable por
estar allí, pero no le importaba. Sentada sobre los talones, aspiró profundamente
varias veces e intentó sobreponerse al pánico que la había atenazado durante los
últimos días.
Había pasado hasta el último segundo, día y noche, buscando entre los
centenares de pasajeros a la propietaria del colgante. Y seguía sin poder ofrecerle
nada a Salvatore. Se suponía que tendría que ponerse en contacto con ella al día
siguiente por la mañana, y temía su reacción cuando le dijera que no tenía ni la más
remota idea de dónde podría estar. Una lágrima resbaló por su mejilla mientras
pensaba en lo triste, absurda y vacía que quedaría su vida si Sal llegaba a cumplir su
amenaza y se llevaba a Franco consigo a Italia.
Aspiró profundamente una vez más. Tenía que haber otra manera de localizar
el colgante. Quizá pudiera hablar con Ariana, la bibliotecaria del crucero… Patti y
Ariana habían ideado juntas aquel juego estúpido.
Poco a poco empezó a relajarse. Al menos ahora tenía un plan. Abrió los ojos,
descruzó las piernas y se levantó. Respiró hondo por última vez y se dispuso a bajar
a su minúsculo camarote. Al día siguiente tendría mejor suerte.
Acababa de pulsar el botón de llamada del ascensor cuando se le acercó una
mujer alta y elegantemente vestida, con un grupo de pasajeros mayores. Tracy no
pudo evitar admirar su vaporoso vestido, con un delicado estampado floral, así como
sus zapatos de tacón de aguja. Y se quedó sin aliento cuando descubrió la
inconfundible lágrima de plata en su escote en forma de pico.

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«Lo he encontrado». Cerró los ojos por un instante, inmensamente aliviada, y


volvió a abrirlos cuando llegó el ascensor. Intentando dominar su excitación, entró la
primera y se volvió: la mujer entró a continuación, seguida de tres personas más.
Tracy clavó la mirada en la fila de botones, a la espera de ver el que pulsaría la mujer.
El quinto.
«Por favor, por favor, que esté volviendo a su camarote», rezó en silencio. El
ascensor se detuvo por fin en la planta quinta, y Tracy salió detrás de la mujer. Para
no despertar sospechas, se quedó atrás y fingió tener problemas con un zapato. La
mujer caminó decidida y se detuvo hacia la mitad del pasillo para sacar una tarjeta
de su bolso. Tracy volvió a seguirla para poder ver el número de su camarote.
Llegó ante la puerta justo cuando acababa de cerrarse. La habitación 516.
Sonrió. Ya tenía un número de camarote y muy pronto tendría un nombre y un
apellido. Y, antes de que pasara mucho tiempo… se quitaría de encima a Salvatore y
volvería a abrazar a su hijo.

Lo primero que hizo Tory al día siguiente fue subir a cubierta con su móvil y
comprobar que tenía cobertura. Aquella mañana habían atracado en Santa Lucía, y el
bullicioso muelle se extendía frente a ella. A la derecha del muelle se levantaban los
blancos edificios de la ciudad, agrupados en torno a una lengua de arena blanca.
Pero ese día tenía cosas más importantes que hacer que contemplar aquella
vista. Rebuscando en las notas que había tomado la noche anterior en su camarote,
marcó el número de la Island Gazette. Siguieron unos frustrantes minutos mientras la
pasaban de un departamento a otro. Finalmente pudo hablar con el director en
persona, el inglés Charles Gordon.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita Sanders?
Tory le explicó que quería averiguar el nombre de alguien que había aparecido
retratado en una fotografía del último semanario.
—Me temo que eso es imposible… Nunca tomamos nombres ni pedimos
autorizaciones individuales en fotos colectivos de esa clase —le explicó—. Estoy
seguro de que usted misma comprenderá que eso es algo del todo imposible…
—¿Pero podría decirme al menos dónde fue tomada la fotografía? —le
preguntó Tory con tono paciente.
—Me temo que eso también es imposible. El último fin de semana se han
sucedido los desfiles de pre Carnaval en todas las islas. Ha habido tantos…
—¿Qué me dice de su fotógrafo? ¿Podría hablar con él?
—Oh, el hombre que sacó esas fotos no figura en nuestra plantilla. Es un
autónomo. Pero puede intentar hablar con él… si es que se digna descolgar el
teléfono —añadió el director con tono enigmático—. Matt Striker vive en Santa Lucía,
cerca de Marigot Bay. Eso está al sur de…

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—Ahora mismo estoy en Santa Lucía —lo interrumpió Tory, excitada—. Si no


contesta al teléfono, quizá pueda verlo…
—Bueno, supongo que es una opción —respondió Charles, dubitativo—. Tiene
un despacho en la ciudad, pero no creo que esté allí. Le facilitaré también la dirección
de su casa.
Consciente de que el inglés le estaba ocultando algo, Tory apuntó de todas
formas las direcciones y el número de teléfono de Matt Striker.
—Gracias. Todo esto significa mucho para mí.
—Buena suerte. Tengo la sensación de que la va a necesitar.
El corazón le latía a toda velocidad mientras se dirigía al centro de artes
culinarias para la sesión de la mañana. Intentó decirse que era porque tenía una
primera pista del niño de la foto, algo que no tenía nada que ver con el beso que
había compartido con Ben la noche anterior. Fue en vano.

Ben respiró aliviado cuando se encontró la cocina vacía. El portátil de Tory y


sus notas le decían que ya había estado allí y se había marchado. Afortunadamente.
Seguía frustrado por el episodio de la noche anterior y desahogó su humor con
la comida, cortando y troceando verduras sin parar. La familiaridad de todo aquel
proceso le resultaba tan relajante que poco a poco empezó a tranquilizarse. Al final se
quedó solamente con el claro recuerdo de las palabras de Tory de la noche anterior,
palabras que seguían resonando en su mente: «Ni siquiera te gusto. ¿Por qué habrías
de querer acostarte conmigo?».
Frunció el ceño. Se sentía cada vez más culpable por no haber respondido a
aquella pregunta, formulada con toda sinceridad. Porque lo cierto era que le gustaba,
y mucho. Aparte del hecho de que lo excitaba terriblemente, había un montón de
cosas que le gustaban de ella. Admiraba su talento en la cocina, para empezar, y su
brillante inteligencia. Se quitaba el sombrero ante su coraje y su resistencia. Incluso
admiraba el esfuerzo que se había tomado para vengarse de él, ocho años atrás.
Cualquier otra mujer habría corrido a su apartamento para echarle una bronca, pero
Tory no hacía nada por impulso. Y la noche anterior lo había sorprendido al
desafiarlo en público.
Aparte de eso, también era buena y amable. Había visto lo paciente que había
sido con los pasajeros en más de una ocasión. Era algo más que cortesía profesional:
le preocupaba la gente. Había muchas cosas admirables en su carácter. En realidad,
lo único que no le gustaba de ella eran sus antecedentes.
Se detuvo con el cuchillo en el aire mientras se enfrentaba a la desagradable
verdad. Era lo suficientemente mayor y maduro para saber que mostrarse resentido
por el hecho de que ella hubiera nacido rica y él pobre era un problema suyo, no de
ella. La envidia que había sentido cuando la vio sacar su juego de cuchillos de acero
inoxidable Japanese Global en su primera clase práctica. La angustia que había
experimentado cada vez que su exigua cuenta se había acercado a los números rojos.

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Su torpeza a la hora de pronunciar todos aquellos nombres extranjeros que habían


formado parte del plan de estudios, comparada con la rica dicción y acento de
Tory… todo aquello era problema suyo, no de ella. Y también la razón por la que
nunca le había pedido que salieran juntos… hasta que se encontró con la excusa
perfecta para hacerlo: la famosa apuesta.
Esbozó una mueca. Utilizar aquella apuesta de sus amigos como pretexto para
hacer lo que siempre había querido hacer lo colocaba en una situación de lo más
patética. Y luego estaba la manera en que se había comportado durante las últimas
veinticuatro horas. Había subido a bordo del Sueño de Alexandra presa de una gran
ansiedad y no hacía vacilado en utilizar a Tory como saco de boxeo.
Tory no se había merecido aquello. Las últimas semanas habían sido muy
duras: quizá las más duras de su vida. Había perdido a la que había creído era su
hija.
Pero nada de eso justificaba lo que había dicho y hecho la noche anterior, o la
manera en que la había dejado marchar. Tory había esperado que la corrigiera, que le
asegurara que le gustaba, por muy escabrosa que hubiese sido su historia. Pero, en
lugar de ello, había proyectado en ella la furia que sentía contra Monty y Danique…
y se había callado. Era un asno, con todas las letras.
Seguía procesando todos aquellos descubrimientos cuando entró Tory. Iba
vestida de faena con su chaqueta y sus pantalones blancos. Nada más verlo, alzó la
barbilla en un orgulloso gesto inequívocamente familiar.
—Buenos días.
—Buenos días.
Ben aspiró profundamente. La humildad nunca había sido su fuerte, pero por
otro lado nunca había vacilado a la hora de reconocer un error.
—Er… respecto a lo de anoche…
Tory alzó una mano inmediatamente.
—No.
—¿Perdón?
—Que no vamos a tener esta conversación. No quiero escuchar lo que tengas
que decirme sobre lo de anoche. Es irrelevante —se concentró en colocar los folletos
que había traído.
—Pero si no sabes lo que iba a decirte… —se apoyó en el mostrador para
observarla—. ¿Y si estaba a punto de pedirte disculpas?
—Sigue pareciéndome irrelevante.
—¿Mis disculpas te parecen irrelevantes?
—Sí. No me importan.
Ben se la quedó mirando fijamente y luego sacudió la cabeza.

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—Bueno, pues tendrás que escucharlas de todas formas —estaba decidido a


sacarse aquel peso de la conciencia.
—No tienes por qué hacer nada que no quieras.
Ben abrió los brazos, impotente. Lo había intentado. De verdad.
—Está bien. Olvídalo. Parece que ya se me ha pasado la urgencia por
disculparme.
Los siguientes diez minutos transcurrieron en medio de un absoluto silencio,
apenas pespunteado por el chasquido del cuchillo mientras Ben continuaba
preparando los ingredientes para la sesión.
Tory dejó un folleto en los asientos de las seis primeras filas del auditorio y
volvió para consultar sus notas. Ben empezó a lavar la ensalada con el grifo aspersor.
Lo que sucedió a continuación fue un accidente cien por cien. Tory había
terminado de trabajar con su ordenador y estaba pasando al lado cuando Ben se
dispuso a ajustar la presión del grifo. Como no estaba familiarizado con el
mecanismo, un chorro de agua salió disparado directamente contra la cara y el pecho
de Tory.
—Oh, lo siento…
Tory lo fulminó con la mirada, empapada su chaqueta de cocinero… y con los
rizos mojados y pegados a la cabeza.
—Lo has hecho aposta.
—No es verdad. Te juro que no.
Lo cierto era que estaba muy graciosa, allí de pie, toda empapada… Con lo que,
muy a su pesar, se sonrió. Sólo fue una sonrisita. Leve, pero suficiente.
—Granuja… —indignada, procedió a quitarse la chaqueta.
Se quedó en camiseta. El dibujo del sujetador resultaba perfectamente visible
bajo la tela, y Ben tuvo que desviar la mirada.
—Ha sido un accidente —insistió.
Tory lo miró ceñuda, sacudiendo la cabeza. Luego volvió a pasar de largo a su
lado para preparar los ingredientes de los johnnycakes de la sesión de ese día. Ben se
planteó por un momento volver a insistirle en que se había tratado de un accidente.
Al ver su gesto crispado, decidió que no.
Se disponía a volver al fregadero para seguir lavando la ensalada cuando Tory
se le acercó en dirección contraria con un cartón de huevos. Justo en ese instante
sintió algo en el pecho y bajó la mirada asombrado: Tory acababa de aplastarle un
huevo en la pechera de la camisa.
—Oh, lo siento —arqueó las cejas con una expresión completamente insincera—
. Ha sido un accidente.
Y, dicho eso, se alejó con una leve sonrisa en los labios. Mientras tanto, Ben
seguía mirando la mancha de huevo que resbalaba por su camisa.

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—Lo mío sí que fue un accidente. Lo del agua, quiero decir.


—Y lo mío también —replicó ella—. Lo del huevo, quiero decir.
—Eres la mujer más terca que he conocido nunca. ¿Es que nunca le concedes a
alguien el beneficio de la duda?
—No cuando ese alguien eres tú.
Rezongando, Ben se acercó al fregadero para limpiarse la mancha. Todo habría
terminado allí si no la hubiera oído reírse a sus espaldas. Aquello ya fue demasiado.
Sin pensárselo dos veces, agarró el aspersor.
—Er, Tory…
Nada más volverse, la apuntó al pecho y abrió el grifo a toda presión. Todo se
llenó de agua; él mismo se salpicó. Tory alzó las manos para protegerse el rostro.
Ben contó lentamente hasta diez antes de cerrar el grifo.
—Esto, en cambio, no ha sido un accidente —y soltó una carcajada.
Estaba empapada de la cabeza a los pies. No sólo la blusa, sino también los
pantalones.
—Tú… tú… No puedo creer que hayas hecho algo así.
—Ver para creer.
Por un instante Tory se quedó donde estaba, sin saber qué hacer. Luego se
acercó al toallero que había al lado del frigorífico. Segundos después volvió a pasar a
su lado.
—Ben.
—¿Qué?
No se dio cuenta al momento, con la espuma que le corría por la cara. Tory
había sacado una cerveza y la había agitado antes de abrirla justo delante de sus
narices.
Tory se reía a carcajadas, pero Ben fue más rápido: agarró la fuente de tomates
que tenía al lado y le lanzó uno. Para entonces ambos reían ya como locos. Tory
reaccionó abriendo el tarro de harina y lanzándole un puñado a la cara.
Tosiendo y sin poder abrir los ojos, se abalanzó sobre ella, pero Tory se escurrió
y le lanzó otro puñado.
Minutos después se hallaban ambos en el suelo, riendo a mandíbula batiente y
rebozados en agua, cerveza y harina. Ben estaba llorando de risa; le dolía hasta el
estómago. Y Tory lo mismo.
—¡Basta ya! Dios mío, no puedo más… —de repente se acordó de algo—. Dios
mío, Ben… ¿qué hora es?
Tuvo que limpiar de harina la pantalla de su reloj.
—Las diez y cuarto.

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—Oh, cielo santo… —exclamó, horrorizada—. Nos quedan quince minutos


antes de que lleguen los pasajeros. ¿Qué vamos a hacer?
El pánico que reflejaba su expresión lo dejó conmovido. Siempre había sido una
mujer tan formal, tan obsesa del orden, de seguir los manuales al pie de la letra…
Sabía que no sería el fin del mundo si no estaban perfectamente preparados dentro
de quince minutos, pero en el universo mental de Tory aquello sería un desastre de
proporciones épicas.
Levantándose, se sacudió la harina del pantalón.
—Tendremos que trabajar juntos.

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Capítulo 5
Tory no sabía muy bien lo que había sucedido. Tan pronto había odiado a Ben
como al momento siguiente se había puesto a reír a carcajadas con él.
Habían destrozado la cocina: no había otra manera de describir su estado.
Habían compartido un momento puntual de locura y ahora tenían que enfrentarse a
las consecuencias. Podía imaginar la cara que pondría Patti cuando se enterara.
Asimismo, toda la comida que habían preparado se había estropeado. La masa
de los johnnycakes, los ingredientes de la secreta receta con la que Ben había pensado
eclipsarla aquel día, incluso su ordenador… todo estaba cubierto de harina.
—La hemos hecho buena —murmuró, desesperada.
—Te diré lo que vamos a hacer —le dijo Ben, pasándole un brazo por los
hombros en un gesto que no cabía considerar más que como fraternal—. Pasaremos
los siguientes diez minutos recogiendo como locos y luego los otros cinco
limpiándonos y arreglándonos. Todo lo que nos quede pendiente lo explicaremos
como una consecuencia de la intensa sesión de cocina de esta mañana: a estas alturas,
ya todo el mundo estará al tanto de nuestro duelo de jerk chicken. ¿De acuerdo?
Tory ladeó la cabeza, reflexionando. Ben le dio un ligero apretón.
—Piensas demasiado. Nos comportaremos como si no hubiera pasado nada y se
lo creerán. Pero necesitaré que me ayudes en la cocina, porque hemos perdido todos
los ingredientes.
—De acuerdo —repuso Tory, encogiéndose de hombros—. Estoy en tus manos.
Ben le lanzó una mirada irónica antes de soltarla.
Pasaron los siguientes diez minutos imitando los movimientos de los derviches
danzantes. Después de cerrar las puertas para que no entrara nadie antes de tiempo,
Ben fue a buscar un cubo y dos fregonas y empezaron por el suelo. Cinco minutos
después Tory se ocupó de los mostradores. En el tiempo previsto habían hecho un
trabajo más que respetable. Quedaban algunas manchas en el horno, por ejemplo,
pero Tory decidió resignarse: tampoco era para tanto.
—Muy bien. Ahora al fregadero —dijo Ben, agarrando varias toallas y
encendiendo el horno a toda potencia—. Yo tengo la chaqueta de chef en mi bolsa,
pero supongo que tú no habrás traído otra de recambio.
—Ni siquiera yo soy tan previsora.
La sorprendió con una sonrisa. Una sonrisa sincera, auténtica. Por un instante,
Tory no supo cómo reaccionar. La última vez que se había mostrado tan amable con
ella había sido debido a la apuesta de sus amigos. No era una buena base para la
confianza.
Ben recogió su chaqueta empapada y la puso en la puerta abierta del horno,
para que se secara. Luego se volvió hacia ella.
—Mete la cabeza en el fregadero y cierra los ojos.

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Abrió la boca para protestar, pero se les estaba acabando el tiempo. Dócil como
un corderito, obedeció. Pudo sentir el calor del cuerpo de Ben detrás de ella mientras
le lavaba el pelo y la cabeza. Era una sensación más que agradable. Sexy. Excitante.
Cerró los ojos con fuerza. ¿Acaso no había escarmentado con lo sucedido la noche
anterior?
Pero algo acababa de suceder entre ellos. Del enfado habían pasado a la risa, y
ahora estaban… colaborando. Era una sensación extraña.
El agua caliente se derramó sobre su cabeza, y se tensó nada más sentir los
dedos de Ben en su pelo. Podía oler su loción, sentir sus caderas presionando contra
su trasero. Tuvo que agarrarse con fuerza al borde del fregadero y recordarse quién
era él y quién era ella. De alguna manera, cada vez que la tocaba, parecía olvidarse
de todo eso al mismo tiempo que se incendiaba por dentro.
—Lávate tú la cara.
Tory obedeció sin rechistar.
—Muy bien —dijo cuando terminó—. Mi turno.
Le echó una toalla sobre la cabeza. Segundos después, Tory estaba inclinada
sobre su ancha espalda, deslizando los dedos por su cuero cabelludo para deshacer
los grumos de harina bajo el chorro de agua.
Como era más alto que ella, prácticamente tuvo que pegarse a él. Mientras
tanto, intentó pensar en cualquier otra cosa que no fuera lo que estaba haciendo…
—Vale. Ahora lávate la cara —pronunció con voz ronca. «Compórtate, Tory», se
ordenó. «Acuérdate de lo de anoche». Aquello estaba empezando a parecerse a un
mantra.
Pero no pudo evitar quedarse mirándolo mientras ideaba la cabeza bajo el
chorro del agua y se pasaba una mano por la cara, con los ojos cerrados. Cuando
consideró que ya era suficiente, cerró el grifo y le entregó una toalla.
Continuó secándose a su vez. No se atrevía a mirarlo.
—¿Qué tal estoy? —le preguntó él.
Tenía el pelo húmedo y brillante, deliciosamente despeinado. Y sin apenas
grumos de harina. Sonrió de puro alivio. Parecía increíble, pero al final iban a salir
bien librados de aquel apuro.
—Bien. ¿Y yo?
Se la quedó mirando con una intensidad que no pudo menos que extrañarle.
—No te muevas —la tomó delicadamente de la barbilla—. Tienes un poco de
harina en las pestañas. Cierra los ojos.
No tuvo otra opción que obedecerlo y soportar su contacto.
—Ya está. Y ahora a cambiarse.
Nada más abrir los ojos, Tory vio que se disponía a sacar algo de su bolsa.

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—Tendremos que improvisar algo —añadió él—. Qué tal si preparamos un


poco más de masa para johnnycakes y quizá unos buñuelos de bacalao y manduca de
mango? ¿Qué te parece?
Se había quedado sin habla. Y no por lo que le había dicho sino porque acababa
de sacarse la camisa por la cabeza y en aquel instante tenía la mirada clavada en el
mejor torso masculino que había visto en su vida. Sí que había mejorado desde la
última vez que lo había visto desnudo. Una mata de vello rizado cubría el centro de
su pecho, estrechándose en su descenso hasta el ombligo y más abajo…
—¿Qué te parece?
—Er… mmm… Bien —respondió mientras desviaba la mirada y se obligaba a
volver a la realidad. Se apresuró a recoger su chaqueta de la puerta del horno. Estaba
caliente, aunque húmeda. Se resignaría.
Estaba a punto de ponérsela cuando se miró la camiseta manchada de tomate y
harina resecos. La pechera tenía la consistencia del cartón. Ridículamente consciente
de la presencia de Ben detrás de ella, cerró los ojos e hizo lo tenía que hacer: quitarse
la camiseta y ponerse la chaqueta a toda velocidad. Se abrochó los botones, aspiró
profundamente y se volvió hacia él.
—Ya estoy lista.
Le sorprendió ver que estaba ocupado manipulando algo al otro lado del
mostrador, de espaldas a ella. Y entrecerró los ojos al darse cuenta de que en realidad
no estaba haciendo otra cosa que respetar su intimidad. De todas las cosas que
habían sucedido entre ellos esa mañana, aquélla era sin duda la más asombrosa.
—Empieza el espectáculo —anunció Ben, sonriente, mientras se dirigía a abrir
las puertas.
De pronto Tory tuvo un fugaz flash de lo que habría podido ser su relación con
Ben en el Instituto de Alta Cocina si se hubieran hecho amigos, en lugar de ignorarse
el uno al otro hasta que terminaron acostándose juntos. En aquel entonces había
admirado con envidia su capacidad de empatía, su facilidad para integrar a sus
compañeros y hacerles sentirse parte de su círculo de confianza. Ese día, ella había
sido invitada a entrar en ese círculo. Y eso le gustaba. Demasiado.
Empezaron a entrar los pasajeros, sorprendidos algunos de ellos de que no los
hubieran dejado pasar unos minutos antes de la hora, como tenían por costumbre.
—Adelante, amigos. Pasen.
Ben buscó su mirada por encima de las cabezas de los pasajeros, y Tory no
pudo evitar una sonrisa. Se estaba divirtiendo. Y con Ben Cooper, ni más ni menos.
Y continuó divirtiéndose. Mientras ella empezaba la conferencia, Ben fue
reuniendo los ingredientes de las recetas que habían decidido improvisar. Para
cuando terminó, la masa de los johnnycakes y de los buñuelos va estaba preparada.
Ben tomó entonces el relevo y ella se puso a trabajar. Esa vez no la utilizó de
simple pinche, sino que explicó lo que estaba haciendo y le cedió la palabra para que
les contara sus trucos a la hora de preparar la masa y condimentarla bien. Así fueron

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elaborando y presentando los platos, en perfecta armonía. Y lo mejor de todo fue que
llegaron incluso a bromear, corrigiéndose el uno al otro ocasionalmente y haciendo
chistes de la llanera más natural del mundo, como si llevaran trabajando juntos toda
la vida.
Para cuando terminó la sesión, Tory estaba eufórica. Y los pasajeros
aplaudieron a rabiar. Se retiraron muy contentos, comentando lo bien que se lo
habían pasado.
—Creo que hemos triunfado oficialmente —le comentó Ben una vez que hubo
salido el último.
—Hemos tenido suerte.
—Bueno, somos profesionales, ¿no? —bromeó él.
—Desde luego.
Recogieron en silencio. Tory no podía evitar mirarlo subrepticiamente de
cuando en cuando. Se sentía insegura. No sabía qué hacer con él. Aquella cómica
refriega con el agua, la harina y la cerveza había hecho desaparecer buena parte de la
animosidad que había sentido hacia él. Pero, desaparecida la furia, ¿qué quedaba? Ya
sabía que lo encontraba demasiado atractivo para su propia tranquilidad de espíritu.
Enfadarse con él había sido una protección perfecta contra su propia debilidad.
El carraspeo de Ben interrumpió sus reflexiones.
—Acerca de ese duelo de jerk chicken… —pronunció, incómodo— quizá
deberíamos anularlo.
Tory se había olvidado de su desafío.
—¿Significa eso que has cambiado de idea sobre mi libro de cocina?
—Tu libro tiene un montón de puntos fuertes.
—¿Como cuáles? —entrecerró los ojos.
—Las fotografías son muy buenas —respondió mientras limpiaba por enésima
vez el mostrador—. Y te has tomado mucho trabajo en reunir todos los platos clásicos
y abarcar todas las regiones.
—Pero sigues pensando que tienes razón, ¿verdad?
—Mira, Tory, yo he nacido en Anguilla. He crecido comiendo esa comida. ¿Tan
terrible es que yo esté más familiarizado con ella que tú? Lo contrario no sería
natural, ¿no te parece?
Tory sabía que era un buen argumento. Y probablemente estaba en lo cierto.
Pero su libro de cocina ocupaba un lugar muy especial en su corazón. Era lo primero
que había hecho en su carrera de cocinera, cuando decidió no seguir los pasos de su
padre. De hecho, André había desaprobado abiertamente su incursión en la cocina
caribeña. Según él, la élite de los chefs la despreciaría por ponerse a experimentar al
margen de la cocina clásica europea. Si se había mantenido en su decisión había sido
por el disgusto que se llevó cuando su padre optó por cerrar Le Plat en lugar de
dejárselo a ella.

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Después había seguido el éxito del libro, lo que en cierta forma la había
obligado a dar el siguiente paso lógico: abrir su propio restaurante caribeño en
Nueva York, ganándose una vez más la desaprobación de su padre.
Por eso era tan importante que su libro fuera debidamente valorado. No podía
resignarse a que Ben ignorara o despreciara su trabajo. Era tan sencillo y tan
testarudo como eso.
—Creo que deberíamos mantener el desafío.
—Tory… —suspiró Ben.
—¿Qué tienes que perder? Si tanta confianza tienes en ti mismo, será como un
paseo, ¿no?
—Yo sé que ganaré. Estaba pensando más bien en nuestra relación —al ver que
se la quedaba mirando se comprender, añadió, frunciendo el ceño—: Nuestra
relación profesional, quiero decir.
Al escuchar aquellas palabras, se vio repentinamente liberada de una tensión de
la que no había sido consciente. Él también sentía la nueva amnistía que había
surgido entre ellos. Y no quería perderla. Ya reflexionaría sobre ello después.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de perder ante una mujer? —le preguntó con tono
ligero.
—Eres muy testaruda.
—Me tomaré eso como un cumplido.
—Lo he dicho como tal —sonrió—. ¿Sabrás perder mañana, Fournier?
—¿Y tú llorarás como una niña a la que azotan en el trasero, Cooper?
—Si pierdo, haré una cosa mejor que escribir una nota elogiosa para tu libro: lo
venderé en mi restaurante.
—Trato hecho —le tendió rápidamente la mano.
Se estrecharon las manos. ¿Eran imaginaciones suyas o Ben tardó más de lo
necesario en retirarla?
—Será como quitarle un caramelo a un niño —comentó, engreído.
—Sí, pero… ¿quién de los dos es el niño?
Se sonrieron, y Tory fue consciente de que no quería que terminara aquella
mañana. Lo cual sí que era una estupidez.

Un par de horas después, Tory se subió las gafas de sol y miró el mapa que
tenía delante. Llevaba un buen rato subiendo colina arriba por aquella pista de tierra
que los nativos llamaban «carretera», y seguía sin encontrar rastro alguno de la casa
que le habían descrito en la ciudad. «Mitad barco y mitad granero», le había dicho la

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mujer de la tienda a la que había preguntado por el domicilio de Matt Striker, el


autor de la fotografía en la que estaba tan interesada.
Según la cruz que la mujer le había marcado el mapa, tenía que estar delante de
aquel prodigio arquitectónico. Giró sobre sí misma. Estaba rodeada de una
exuberante vegetación: árboles con plantas trepadoras, palmeras de grandes hojas
mecidas por la brisa… Un paisaje idílico, sólo que estaba sudando a mares y se le
acababa el tiempo: pronto tendría que volver al crucero.
De repente distinguió un brillo en la espesura. Una ventana. Mientras se
internaba por un sendero, empezó a discernir la forma de la extraordinaria vivienda
del fotógrafo. Por un lado era efectivamente un barco varado en tierra, con el casco
cubierto de arbustos y lianas. La parte trasera terminaba en una especie de granero
con ventanas.
Se apresuró a llamar a la puerta abierta en el casco, en realidad casi un agujero.
—¿Me has traído eso, chico? —resonó una voz al fondo.
—Er, señor Striker, me llamo Tory Fournier. He venido a hacerle una pregunta.
El director de la Island Gazette me facilitó su dirección. Lo he estado llamando.
Soltó un grito de sorpresa cuando algo aterrizó a sus pies. Una botella vacía de
ginebra. Sólo en ese momento entendió por qué Charles Gordon le había deseado
buena suerte aquella mañana.
Nerviosa, sacó el periódico doblado de su bolso y miró una vez más el rostro
del niño de la foto. Escrutó una vez más sus rasgos familiares: la barbilla, los ojos, la
marca de nacimiento. Su decisión se vio fortalecida. Tenía que saberlo.
—Señor Striker, voy a entrar.
La puerta tenía un escalón hecho de tablas que se mantenían en precario
equilibrio sobre latas de café. Nada más entrar en su oscuro interior, lo primero que
notó fue el olor: a madera rancia, a alcohol, a sudor corporal. Parpadeó varias veces
hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.
—¿Señor Striker?
Recibió por respuesta un sonoro eructo. Esbozando una mueca, se volvió en la
dirección del sonido. Striker estaba tendido en una hamaca. De rostro abotargado por
el alcohol, con barba de varios días, debía de tener unos cincuenta y pocos años.
Llevaba una camisa que debió de ser blanca y ahora era amarilla, y un pantalón corto
con la bragueta rota.
—Señor Striker, necesito preguntarle por una fotografía que tomó usted hace
unas dos semanas, en los desfiles de pre Carnaval. Esperaba que pudiera decirme
quién es el niño que aparece en ella, o al menos dónde fue tomada.
Striker clavó en ella sus ojos enrojecidos, sin decir nada.
—¿Quién es usted? —le preguntó al fin.
—Sólo una turista. Me llamo Tory Fournier. Me fijé en esta fotografía suya y
creí reconocer al niño que…

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—No puedo pensar sin beber —rezongó.


Tory abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Por el momento,
estaba claro que no iba a conseguir nada. Aquel hombre apenas era capaz de levantar
la cabeza, y mucho menos de ponerse de pie. Abrió su bolso y sacó un bolígrafo.
Miró a su alrededor buscando algo para apoyarse, pero la mesa más cercana estaba
enterrada bajo montones de revistas. Finalmente apoyó el periódico doblado sobre
un muslo y redactó una breve nota en el margen, rodeando con un círculo el rostro
del niño y dejándole su correo electrónico como dirección de contacto.
—Aquí tiene. Gracias por su tiempo.
Fue un verdadero alivio salir de aquel antro. Mientras descendía por la ladera,
pensó en Matt Striker. En alguna parte debía de tener unos padres, o unos hermanos.
Quizá incluso tuviera esposa e hijos. ¿Qué debía de haberle sucedido para que
terminara alcoholizado perdido en un rincón del Caribe?
El ambiente del puerto de Castries contrastaba llamativamente con el que había
dejado atrás. Nativos vestidos de vivos colores se mezclaban con los turistas en sus
atestadas calles. Por todas partes veía rostros sonrientes.
Como todavía le quedaba tiempo antes de que tuviera que volver al barco para
la sesión de la tarde, decidió visitar el mercado. Situado en el cruce de dos calles de la
parte moderna de la ciudad, se componía de filas y filas de puestos y paradas al aire
libre, con los productos dispuestos sobre esterillas y sarongs multicolores. Vio ñames,
boniatos, frutos del árbol del pan, bananos y plátanos verdes, así como sacos de
especias, cestas artesanales y telas teñidas según la técnica del batik… Contenta,
dialogó con algún que otro vendedor y compró pulseras y abalorios para sus amigas
de Nueva York.
Pero mientras tanto no dejaba de recordarse que ya no le quedaba ninguna
esperanza de localizar al niño. Sola, sin ayuda, jamás podría encontrarlo. Su
confianza en el fotógrafo se había visto defraudada. Lo que significaba que su
investigación había tocado a su fin.
Con la cabeza baja, continuó vagando por el mercado, sin rumbo fijo.

Ben reconoció a Tory desde lejos, y de inmediato se preocupó. Nunca la había


visto tan triste y abatida.
Vio que se detenía a hablar con un vendedor de ketchup de plátano, una
especialidad local. Se echó a reír de algo que le había dicho el hombre y le compró
dos frascos. Pero la sonrisa desapareció lentamente de su rostro cuando se acercó al
siguiente puesto de especias. Parecía como si hubiera perdido algo… o a alguien.
Peor que eso: parecía destrozada. Instintivamente, aceleró el paso para alcanzarla.
—¿Sabías que comprar especias en el mercado es todo un arte?
Tory se volvió hacia él, sobresaltada.
—¿Tengo que entender que tú eres un maestro en ese arte?

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—Por supuesto —hizo como si se sacara brillo a las uñas en la solapa de su


camisa.
—A ver si adivino lo que ambos estamos buscando —dijo ella con tono
pensativo—. Buen aroma… Color vivo… En grano, preferiblemente, para que yo
misma pueda molerla para sacarle el sabor… ¿Qué tal voy?
La miró a los ojos. ¿Qué era lo que tenía aquella mujer que le fascinaba tanto?
—Lo estás haciendo muy bien.
Tory se echó a reír. Y Ben experimentó una absurda sensación de triunfo por
haber conseguido borrar la tristeza de aquellos ojos, aunque sólo hubiera sido por
unos segundos.
—¿Te gusta Castries? —le preguntó él mientras continuaban caminando.
—No lo conozco bien, pero lo poco que visto es encantador —desvió la
mirada—. Cielos azules, vegetación tropical, arena blanca…
—Ya. Todo lo contrario que Coney Island.
—Hey, no te metas con Coney Island. No es culpa suya que nieve dos meses al
año.
El sol arrancaba reflejos a su pelo, dibujando un halo dorado en torno a su
rostro. No pudo resistirse a atrapar uno de sus rizos con un dedo. Al ver su
expresión, se sintió obligado a justificarse:
—Me gusta cómo llevas el pelo… te sienta bien —y dejó caer la mano. Se
recordó que, después de lo ocurrido la noche anterior, debería haber aprendido a
mantener las manos quietas.
—Me he dejado la plancha de pelo en casa —repuso, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres decir que ya era así hace años y que desde entonces te lo alisas? —le
preguntó, incrédulo.
—¿Te creías que me hacía la permanente? —inquirió a su vez ella, claramente
ofendida.
—A ver si lo entiendo bien… ¿tanto te disgusta tu pelo que te lo alisas todos los
días, y aun así te ofendes cuando te sugiero que tus rizos no son naturales?
Parecía avergonzada. De repente un brillo de esperanza asomó a sus ojos.
—¡Claro! ¡Me compraré una plancha nueva! ¡Tiene que haber alguna tienda
donde la vendan!
—No.
—¿No?
—Que no vas a comprarte otro instrumento de tortura para tu pelo.
—¿Ahora también te las das de peluquero?
—Créeme, tu pelo está perfecto así —la fue llevando fuera del mercado.
—Sé que eres un experto, pero… ¿en cabello?

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—No. En mujeres bonitas.


Aquella réplica acalló todo comentario. Ben pudo sentir su tensión mientras la
guiaba por las calles empedradas de la parte vieja de la ciudad.
—¿Adonde vamos?
—No puedes visitar Castries y no entrar en la catedral.
Giraron por Bourbon Street y Tory se quedó sin habla cuando el enorme edificio
apareció ante ella.
—Vaya. Es como un pequeño trozo de Europa en medio del Caribe…
—De estilo italiano, fue terminada en 1897 —recitó con voz de guía erudito.
—Es maravillosa. Algo fuera de lugar, sí, pero perfecta.
—Espera a verla por dentro.
Estaba deseoso de enseñársela. Había tantos lugares hermosos que visitar en
aquellas islas, tantos mercados, tantos edificios interesantes…
—Te haré una lista con los lugares de visita obligada de cada puerto —al ver
que lo miraba sorprendida, se encogió de hombros—. Es tu primera visita, ¿no? No
me gustaría que perdieras el tiempo con las habituales trampas turísticas…
Sin embargo, Ben estaba frunciendo el ceño cuando penetraron en la catedral,
descontento consigo mismo. Desde la cómica pelea de aquella mañana, parecía un
cachorrillo jadeante y deseoso de caricias…
—Oh, es increíble —susurró Tory.
Ben alzó la mirada a las bóvedas decoradas con frescos. Le encantaba aquel
lugar. No era una persona religiosa, pero siempre que recalaba en Santa Lucía
procuraba visitar la catedral. Era un maravilloso remanso de paz.
Disfrutó espiando la expresión maravillada de Tory mientras contemplaba los
frescos. Se quedó atrás. Apoyado en un pilar, se esforzó por no mirarla. Pero era una
batalla perdida: no podía quitarle los ojos de encima. Lo cual llevaba a una pregunta
fundamental: ¿qué demonios creía que estaba haciendo?
Su ridícula pelea de aquella mañana había aclarado el ambiente entre ellos,
cierto, pero no explicaba por qué, por ejemplo, la había abordado en el mercado. Se
apartó bruscamente del pilar. «Admítelo», se ordenó. «La deseas. Así que haz algo al
respecto. Porque lo que no puedes hacer es volver a enredarte con ella».
Aunque ya estaba medio convencido, repasó todos sus argumentos. Para
empezar, el crucero sólo duraría un puñado de días, y él desembarcaría en las
Bahamas antes de que el barco terminara atracando en Fort Lauderdale. Tal vez no
conocía a Tory tan bien como debiera después de haber sido compañero suyo
durante tres años y de haber pasado aquella excitante noche con ella, pero sabía que
no era una mujer fácil, aficionada a las aventuras de verano. Lo que significaba que le
estaba vedada. No tenía excusas, por muchas ganas que tuviera de ponerle las manos
encima. El sexo con Tory estaba descartado.

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Decidido a alejarse todo lo posible de la tentación, fue a reunirse con ella


cuando estaba contemplando una de las capillas.
—Escucha, te veré en el barco —la informó en voz baja, sin atreverse a
mirarla—. Tengo que hacer unos recados.
—No hay problema. Te agradezco que me hayas traído aquí.
No pudo resistirse a mirarla por última vez. Finalmente retrocedió un paso y
alzó una mano, a manera de despedida, claramente incómodo.
Se dirigió rápidamente hacia la salida, deseoso de recuperar la cordura. Tory
Fournier le estaba vedada. Tenía que meterse eso en su dura cabeza. Y sacrificarse.
El problema era que los sacrificios nunca habían sido su fuerte.

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Capítulo 6
Tracy se sentía tensa y nerviosa mientras se dirigía al camarote de Victoria
Fournier. A esas alturas ya sabía todo lo que había que saber sobre la mujer que
había encontrado el colgante: su nombre completo, su fecha de nacimiento y su
número de pasaporte. Su trabajo en el barco como conferenciante de cocina. Incluso
su domicilio en Nueva York.
La amiga que tenía en conserjería le había dejado utilizar su ordenador para
que verificara los datos de una pasajera. Se había inventado la historia de que había
conocido a Tory en una cafetería y que se había dejado olvidado su chal. Su amiga le
había propuesto que se lo entregara para que pudiera mandárselo directamente a su
camarote, pero Tracy le había comentado que quería hablar en persona con ella.
Una vez ante la puerta del camarote, comprobó que no había nadie a la vista
antes de introducir la tarjeta que había «pedido prestada» a su compañera del
servicio de limpieza. Llamó antes de abrir:
—Servicio de limpieza.
Como no contestaba nadie, la abrió del todo y entró en el camarote. Con el
corazón latiéndole a toda velocidad, se concentró en registrarlo. No había señal
alguna del colgante ni en la mesilla ni en el tocador, así que abrió la maleta que
estaba apoyada contra la pared. Estaba vacía. Luego registró los cajones del armario.
Nada. Maldijo entre dientes. Salvatore le había dicho que al día siguiente
tendría a uno de sus hombres esperándola en la isla de Granada para recibir el
colgante. No tenía manera alguna de contactar con él hasta entonces, así que tendría
que confesarle que no había podido conseguirlo. Sabía lo que sucedería entonces…
Se enjugó las lágrimas de furia que le corrían por el rostro. ¿De qué servía
llorar? Las lágrimas no harían que se sintiera mejor. Negándose a darse por vencida,
se arrodilló y miró debajo de la cama, pero no encontró nada más que el envoltorio
de un chicle y un par de pelusas de polvo.
Finalmente tuvo que resignarse. Echó un último vistazo para asegurarse de
dejarlo todo tal y como lo había encontrado y entreabrió la puerta. A la derecha del
pasillo no había nadie, pero no tenía manera de comprobar lo mismo a la izquierda si
no abría la puerta del todo. Así que aspiró profundamente, salió con gesto decidido y
cerró a su espalda.
Un anciano estaba entrando en su camarote dos puertas más adelante, pero
Tracy lo ignoró. No aminoró el paso hasta que llegó al rellano de los ascensores.
Estaba mareada, temblorosa. Era la mujer más desgraciada del planeta… ¿por qué no
había podido encontrar aquel maldito colgante?
Pensó por un instante en Bob, el pasajero al que había intentado robar el
colgante durante el último crucero, antes de Navidad. Aunque sabía que era un
canalla, todavía se ponía enferma cuando recordaba la paliza que le habían dado los
hombres de Salvatore con la intención de robarle el colgante. Detestaría que volviera

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a suceder algo parecido. Pero sabía que Sal no tendría ningún escrúpulo en conseguir
su objetivo.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Daría cualquier cosa con tal de que aquella
pesadilla terminara de una vez…

Tory se sentía extrañamente sola desde que Ben la abandonó en la catedral.


Aunque le había sorprendido que la abordara en el mercado y todavía más que la
llevara a la catedral, lo que realmente le había emocionado era que quisiera enseñarle
su Santa Lucía. Había experimentado una sensación muy especial, como si realmente
le importara. Pero luego se había marchado sin darle apenas explicación alguna.
Inevitablemente sus pensamientos volvieron a Michael, ya que desde su muerte
aquella sensación de soledad y abandono había sido una constante en su vida.
Durante su infancia, como hermana gemela, jamás se había sentido realmente sola.
Siempre había tenido alguien con quien jugar, con quien discutir. Incluso cuando no
habían estado físicamente juntos, siempre había sabido que formaba parte de un ente
mayor, compuesto a medias por Michael y Victoria, el dúo de atrevidos, los gemelos
problemáticos… Hasta que el avión de Michael se estrelló en la costa de Barbados y
Tory volvió a ser una sola persona.
Intentó sacudirse ese humor sombrío, pero por alguna razón se sentía más sola
y abandonada que nunca en toda su vida. Miró su reloj cuando salía de la catedral.
Todavía disponía de media hora antes de que tuviera que estar de vuelta en el barco,
así que se dedicó a pasear por las calles del casco antiguo, admirando los edificios de
la época colonial. Un letrero llamó su atención cuando se acercaba nuevamente al
mercado, y fue como si una idea subterránea hubiera aflorado de repente a su
conciencia.
¿Para qué enviar una postal cuando puedes llamar a casa? Así rezaba el letrero
de publicidad de una empresa de telefonía. Inmediatamente echó mano a su bolso,
sacó su móvil y marcó el número de sus padres.
Michael le había enviado un buen montón de postales, cartas y correos
electrónicos durante el tiempo que estuvo destinado en el Caribe con la DEA,
colaborando con las autoridades locales para detener a los grandes narcotraficantes.
Durante un año la había seducido y fascinado con sus historias de la relajada vida en
las islas mientras ella se afanaba con sus clases en el Instituto de Alta Cocina.
También le había hablado de la gente que había conocido, los lugares que le habían
emocionado, la maravillosa tranquilidad que había encontrado allí. Había
transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había leído aquellas postales y
no podía recordar muy bien los detalles, sólo la sensación de felicidad que
transmitían, pero de repente se le ocurrió que quizá en ellas pudiera encontrar
alguna pista del niño de la fotografía. Si era realmente el hijo de Michael, entonces
quizá su hermano había entablado relación con una mujer de las islas y había tenido
una criatura con ella. Tal vez en alguna de sus cartas había mencionado su nombre o
el lugar donde se habían conocido.

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Michael había sido un hombre muy guapo, de complexión atlética, bien


conservado por el ejercicio constante del buceo y otros deportes acuáticos. Nunca le
había faltado compañía femenina. A menudo Tory había envidiado su confianza a la
hora de relacionarse con el otro sexo. A las chicas les había gustado su atrevimiento,
su impulsividad, su amor por la aventura. Fue precisamente eso lo que lo llevó a
ingresar en la DEA.
El teléfono sonó cuatro veces. Ya estaba a punto de resignarse a dejar un
mensaje cuando su madre contestó.
—Mamá soy yo… ¿qué tal van las cosas por casa?
—¡Tory! Precisamente estaba pensando en ti. ¿Dónde estás? ¿Es bonito aquello?
Aquí hace tanto frío que ni siquiera me atrevo a asomar la nariz fuera de la puerta —
le comentó Kendra Fournier desde su hogar en Long Island.
—Es precioso. Estoy en Santa Lucía, al sur de Martinica. Hace calor pero sopla
una brisa fresca del mar…
Le describió brevemente la isla a su madre, mencionándole la catedral y el
mercado. Luego Kendra le pidió que le resumiera su trabajo a bordo del Sueño de
Alexandra.
—¿Y qué tal se trabaja con Jacques St. Clair? Según tu padre, hace años
estudiaron juntos. Creo que no se mostró muy impresionado.
Tory no se sorprendió en absoluto. Su padre rara vez se mostraba impresionado
con nadie.
—Jacques se rompió una pierna y no ha podido venir. Estoy trabajando con Ben
Cooper.
—¿Ben Cooper? Creo que no lo conozco. Oh, espera un momento… Justo el otro
día leí una referencia suya en una de las revistas de tu padre. Hace poco ganó otra
estrella Michelín, ¿verdad?
—Sí, es muy bueno. Muy ameno con los pasajeros. Accesible, divertido. Yo
estoy aprendiendo mucho.
Ella misma fue la primera sorprendida cuando lo dijo, pero era verdad. Estaba
aprendiendo de Ben. Jamás había trabajado con alguien así.
Su madre cambió de tema y empezó a hablarle de la fiesta de inauguración del
nuevo restaurante a la que los habían invitado, y Tory tuvo una fugaz visión de la
factura telefónica que iba a recibir… Así que, antes de que Kendra pasara a hacerle
un listado exhaustivo de los defectos de dicho restaurante, la interrumpió:
—Mamá, lo siento, pero tengo que volver al barco. De hecho, te llamaba para
pedirte un favor. ¿Todavía guardas aquella caja de cartas y postales de Michael de
cuando estuvo en el Caribe?
Tory la había guardado en el antiguo dormitorio de su hermano junto con sus
otras pertenencias, después del funeral.

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—Supongo que sí. Hacía tiempo que quería reformar la habitación, pero todavía
no lo he hecho.
Kendra llevaba años amenazando con convertir aquel dormitorio en un
gimnasio. Cada vez que surgía la idea, Tory sufría terriblemente al imaginarlo, pero
procuraba no decir nada. Sabía que su madre siempre terminaba diciéndole lo
mismo: que tenía que aceptar la muerte de su hermano de una vez por todas y seguir
adelante con su vida. Y lo último que quería en aquel momento era escuchar otro
sermón, sobre todo con la investigación que había iniciado allí, en el Caribe.
—Me preguntaba si podrías mandármelas por mensajería urgente para que las
recogiera en el puerto de Granada. Atracaremos allí mañana, así que si me la envías
por la noche, la recibiría a tiempo.
Se lo dijo con tono ligero, como no queriendo darle importancia. Pero su madre
no se dejó engañar.
—Tory…
—Está bien, mamá. Sólo quiero encontrar una playa que me recomendó
Michael cuando estuvo viviendo aquí. Era su lugar favorito, y de alguna forma
quería despedirme de él allí…
Cinco minutos después, terminó la llamada con la sensación de haber hecho
una pequeña conquista. De alguna manera, la correspondencia de Michael podría
contener alguna pista, facilitarle alguna idea sobre el paso siguiente que habría de
dar. No todo estaba perdido. Al menos todavía.
Volvió al barco de buen humor y se dirigió directamente a su camarote para
cambiarse antes de la sesión de la tarde. Había traído consigo varios conjuntos
blancos, de cocinera, pero no llegó a ponerse ninguno. Parecían tan… acartonados.
Tradicionales, además. Se acordó del pantalón de lino que había lucido Ben: estaba
mucho más acorde con el relajado ambiente del crucero.
Antes de que tuviera tiempo de pensárselo dos veces, se puso unas bermudas
ajustadas, color celeste, y unas sandalias de tacón rosas y blancas. Completó su
atuendo con una camiseta también rosa y, después de recoger su chaqueta de chef y
su portátil, abandonó su camarote. Se sentía ligera y relajada, como sintonizada con
la atmósfera caribeña.
Además, vestida de aquella manera encajaría mejor con la imagen que
proyectaba Ben. Se detuvo en seco cuando se le ocurrió que quizá se había vestido así
precisamente para agradarle… Frunciendo el ceño, a punto estuvo de dar media
vuelta para cambiarse de nuevo, pero en el último momento cambió de idea. ¿Qué
tenía de malo desear que Ben la encontrara atractiva? ¿Acaso era un pecado?
Se sonrió mientras acariciaba la lágrima de plata de su colgante. Había
transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había divertido tanto como
con Ben aquella mañana. Y todavía más desde la última vez que se había sentido tan
atraída por un hombre. ¿Qué mal podía haber en esperar a ver dónde desembocaba
aquella atracción? Al final y al cabo, nada malo le pasaría si tenía suficiente
cuidado…

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***
Ben sólo tuvo que mirar una sola vez a Tory con sus ajustadas bermudas para
arrojar todas sus buenas resoluciones por la borda. En el instante en que la vio entrar
por la puerta y clavó sus ojos en sus larguísimas piernas… ya no pudo volver a
despegarlos. No era ningún santo. Y, definitivamente, estaba excitado.
Era algo de lo que solamente se había dado cuenta en los últimos días. Durante
medio año, había estado exclusivamente concentrado en Eva. A lo largo de ese
tiempo no había tenido espacio en su vida para nadie más. ¿Era de extrañar, por
tanto, que en aquel momento se sintiera tan atraído por Tory? Era una mujer muy
sexy. Y, además, cargaban con una larga historia a sus espaldas. Sólo tenía que cerrar
los ojos para recordar con toda claridad la sensación de aquellas piernas enredadas
en torno a sus caderas. O sus gemidos de pasión. O sus pezones endurecidos bajo sus
dedos…
Sólo era humano. Humano y excitable, gracias a aquellas ajustadas bermudas
de color celeste. Colocándose detrás del mostrador, hizo todo lo posible por ocultar
su excitación. Al fin y al cabo, en treinta minutos tendrían que comenzar con la
sesión de la tarde.
—Has limpiado —observó Tory, sorprendida.
—No me ha costado tanto.
—Creía que íbamos a hacerlo juntos.
—No importa.
—Bueno, gracias de todas maneras.
La lanzó una sonrisa antes de empezar a preparar su equipo. Mientras la veía
agacharse para conectar el cable de su ordenador, Ben tuvo que enterrar las manos en
los bolsillos para no cerrarlas sobre aquellas firmes nalgas azul celeste.
Sabía que tenía buenas y poderosas razones para no acostarse con ella. Las
había repasado mentalmente aquel mismo día, en la catedral. Y sin embargo también
había llegado a la conclusión de que los sacrificios no eran su fuerte. Por otro lado, el
hecho de que Tory se hubiera puesto aquellas bermudas quizá fuera una señal de
que quería precisamente lo mismo que él…
Decidido a probar esa hipótesis, se acercó a ella y bajó la mirada a sus senos,
destacados por el escote de su camiseta. Recordaba bien sus pezones, pequeños y
rosados, de sabor tan dulce que…
—¿Tienes algún plan para esta noche? —le preguntó, sólo en caso de que se
hubiera vestido para salir con otro tipo.
Levemente ruborizada, negó con la cabeza sin apartar la mirada de sus notas.
—No.
Interesante. Eso quería decir que se había puesto aquellos pantalones para él.
Aleluya. Aspiró su delicioso perfume a vainilla.

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—Deberíamos quedar para hablar de nuestras siguientes sesiones —le dijo en


un impulso.
Esa vez sí que alzó la vista. Había una expresión de cautela en sus ojos, y
también algo más… ¿interés? ¿Entusiasmo? ¿O quizá se estaba imaginando lo que
quería ver debido a la manera en que le estaba tensando la bragueta del pantalón?
—De acuerdo, si a ti te parece bien…
—Claro que me lo parece.
—¿Dónde podríamos reunimos?
—¿Qué tal La Belle Epoque, la champañería? Está en la Cubierta Baco.
—Baco, ¿eh? El dios del vino. Muy apropiado para una champañería.
—Es la cubierta de las diversiones. Música, baile…
Se quedó mirando fijamente sus labios. De repente necesitaba besarla tanto
como respirar. ¿De dónde había salido aquel ansia que sentía por ella? Siguió con la
mirada el delicioso dibujo de su boca. Estaba muy cerca. Si inclinaba lo
suficientemente la cabeza, acabaría besándola…
—Deberíamos… es casi la hora de la sesión —dijo de repente Tory con voz baja,
ronca. Ben vio que sus senos subían y bajaban rápidamente, como si acabara de subir
corriendo las escaleras.
O como si estuviera excitada.
—Tory…
—Dentro de poco empezará a venir la gente.
Se alejó hacia el otro extremo del mostrador para ponerse la chaqueta de chef,
bajo la mirada frustrada de Ben. Probablemente era lo mejor que podía haber
ocurrido, dado su actual estado de excitación. Suspirando, se pasó una mano por el
pelo. La paciencia era una virtud, pero, al igual que le ocurría con el sacrificio…
tampoco había sido nunca su fuerte.
—Está bien. Adelante.

Tory se pasó toda la sesión al borde de un ataque de nervios. Aparentemente no


se equivocó en nada. Centro su charla en las frutas y verduras del Caribe, explicando
sus variedades y comparándolas con las que conocía el auditorio. Incluso hizo algún
chiste. Luego ayudó a Ben con su mitad de la sesión. Pero durante todo el tiempo
estuvo hirviendo por dentro.
Cuando se confesó a sí misma que se había vestido para agradar a Ben, no había
podido esperar un resultado un rápido: la había devorado con los ojos tan pronto
como la vio entrar por la puerta. Luego le había pedido que salieran juntos… y ella se
había sentido absolutamente Herrada por la intensidad del deseo que la había
asaltado.

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En aquel momento no podía evitar analizar la situación desde todos los puntos
de vista, así como preocuparse por todas las cosas que podrían salir mal si aceptaba
la invitación que había visto brillar en sus ojos azules. Se preguntaba, por ejemplo,
por lo que podría pasar si deseaba demasiado a Ben. ¿Era posible para una mujer
tener un orgasmo precoz? O, peor aún: ¿y si volvía a gritar como la primera y única
vez que habían hecho el amor?
Para cuando terminó la sesión, le dolía la cabeza. Allí estaba, en un crucero con
un hombre terriblemente atractivo que quería tener sexo con ella, y no podía dejar de
pensar en todas las cosas que podrían salir mal… ¿En qué momento de su vida se
había convertido en una mujer tan cobarde?
Se puso a recoger su equipo tan pronto como los pasajeros empezaron a
abandonar la sala. Terminó en un tiempo récord y se volvió hacia Ben.
—Bueno, entonces hasta mañana.
—¿Qué hay de lo de esta noche? ¿No íbamos a reunimos?
Se lo quedó mirando fijamente. La mente se le quedó en blanco mientras volvía
a arrasarla la oleada de deseo.
—Sí —respondió en un impulso.
Ben pareció tan encantado como aliviado.
—¿Qué tal a las siete? —sugirió.
—Sí —repitió estúpidamente, incapaz de pronunciar otra palabra.
Ben le sonrió y ella empezó a retroceder hacia la puerta, abrazada a su
ordenador.
—Hasta luego —balbuceó, sintiéndose increíblemente incómoda y torpe.
—Hasta luego —en el último momento, sin embargo, la llamó—: ¿Tory?
Se quedó paralizada y se volvió para mirarlo.
—Muy bonitos tus pantalones, por cierto. Y el color. Te quedan… muy bien.
La mirada que le lanzó era tan sexy que estuvo a punto de derretirse.
—Gracias —y prácticamente escapó al pasillo.
Aturdida como estaba, no se dio cuenta de que se había pasado los ascensores
hasta que llegó a las escaleras. Sacudiendo la cabeza, bajó a la Cubierta Baco. Tenía
que recuperarse. Era una mujer adulta. Una mujer que había tenido varios amantes
desde la única noche de sexo que pasó con Ben, años atrás.
Sin embargo, era inútil negar lo que sentía. En un intentó por poner algo de
orden en sus pensamientos, entró en el cibercafé que había al lado de la biblioteca.
Insertó la tarjeta de su camarote en uno de los ordenadores, se sentó y consultó su
correo electrónico. Como era previsible, tenía el buzón lleno de correos basura y
perdió medio minuto en eliminarlos. El primer mensaje era de su agente
inmobiliario. Había encontrado dos locales para su restaurante, que tendría que
visitar en cuanto regresara del Caribe.

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Tory estuvo a punto de borrar el segundo mensaje, el más importante, porque


en un primer momento no le había sonado el nombre del remitente. Era de Matt
Striker. Dio un respingo en su asiento antes de apresurarse a abrirlo.

Señora Fournier, me temo que soy incapaz de ayudarla con la identidad del niño de la
fotografía. Sin embargo, he encontrado la imagen original en los archivos, con el paisaje de
fondo sin recortar, que no es otro que el San Martín. Espero que este dato pueda ayudarla en
su búsqueda. Cordialmente, Mathew Striker.

San Martín. Se sonrió. ¡Dentro de dos días atracarían en San Martín! Escribió
rápidamente una nota de agradecimiento al fotógrafo, procurando no hacer mención
alguna a su encuentro, para no avergonzarlo.
Se sentía muchísimo más ligera cuando se dirigió a su camarote. Estaba en el
buen camino. Y esa noche había quedado con Ben. El mundo se le presentaba lleno
de posibilidades.

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Capítulo 7
Ben se ajustó por enésima vez el cuello de la camisa. «Nervioso» era la única
palabra que podía describir la tensión que lo recorría por dentro. Lo que era una
estupidez. Ya se había acostado con Tory antes… así que no era la expectación de lo
desconocido lo que lo tenía en ese estado. Pero entonces… ¿por qué parecía incapaz
de dejar de mirar cada cuarenta segundos la puerta del club Belle Epoque?
Iban a tomar una copa. Nada más. En principio. Así que no tenía por qué
ponerse así. Cuando volvió a lanzar una rápida mirada a la puerta… la vio. Se
levantó de su asiento antes de que pudiera evitarlo. Estaba guapísima con su
veraniego vestido amarillo melocotón, largo hasta la rodilla. Se fijó en el contoneo de
sus caderas mientras se dirigía hacia él… y vio la libreta que llevaba en la mano.
Se había llevado una libreta para tomar una copa con él. Forzó una sonrisa
mientras recordaba el pretexto del que se había valido para invitarla a salir.
«Deberíamos quedar para hablar de nuestras siguientes sesiones»: eso era lo que le
había dicho. Así que ella se había presentado con su libreta. Y, sin embargo, al mismo
tiempo había elegido aquel delicioso vestido con la idea de agradarle…
—Hola.
—Hola —la invitó a sentarse. Le costó apartar la mirada de sus largas y esbeltas
piernas. Tuvo que recordarse que no era ningún cavernícola. Y si lo era, durante esa
noche tendría que disimularlo—. ¿Qué te apetece tomar?
—Whisky escocés, por favor —al verlo arquear una ceja con gesto sorprendido,
añadió—: Esperabas que pidiera un cóctel de champán, ¿verdad?
—Bueno, habría encajado con tu imagen de Cosmopolitan.
—El Cosmo se ha quedado un poco anticuado. ¿Qué te pasa, Ben? ¿Acaso te has
pasado ocho años en una isla tropical? —bromeó.
Se echó a reír y estiró una mano para quitarle su libreta.
—No vas a necesitar esto —y lo dejó en el otro extremo de la mesa.
—Yo creía que querías hablar de nuestras sesiones —bajó la mirada.
—¿De veras? —esperó a que hiciera de nuevo contacto visual.
Finalmente lo hizo. Una mirada intensa, escrutadora.
—No.
—Perfecto, entonces —se permitió mirarla de pies a cabeza y tomó su copa para
evitar tomar algo que no le habían ofrecido. Todavía.
Llegó su whisky, y Ben la miró mientras lo saboreaba con delectación.
—¿Te gusta?
—Mucho —recostándose en su asiento, cruzó las piernas.

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—Así que vas a abrir pronto tu propio restaurante —empezó Ben, abriendo
conversación. Aunque lo que en realidad quería preguntarle era si recordaba lo bien
que se lo habían pasado juntos ocho años atrás. Y si se excitaba tanto como él sólo de
pensar en aquel encuentro.
—Sí, aunque todavía no tengo local. Busco algo en Manhattan.
—No te lo tomes a mal, pero me sorprende que no siguieras con Le Plat.
Cualquier chef mataría con tal de pisar ese restaurante.
—Mi padre cerró Le Plat cuando se jubiló.
—¿Qué? ¿Cuándo sucedió eso? —inquirió, sorprendido.
—Hace un par de años. Lo hizo muy discretamente. Preparó una última cena
para sus amigos y cerró las puertas. Había dejado su marca en Nueva York y no
quería entregar el local del que se había sentido tan orgulloso en manos de
desconocidos, así que le pareció lo más lógico…
Ben se la quedó mirando mientras procesaba sus palabras.
—¿Pero y tú? ¿No quisiste hacerte cargo?
—Con el tiempo me he dado cuenta de que mi padre tomó la decisión correcta.
Era su local, su reputación, su prestigio. No quería que sus antiguos clientes lo
informasen de todo lo que había cambiado, o abrir un periódico un día para
encontrarse con una mala crítica. No habría podido soportarlo.
Parecía completamente reconciliada con la decisión de su padre. Aunque Ben
pudo advertir que estaba agarrando su vaso de whisky con demasiada fuerza.
—Bonito voto de confianza —estalló de pronto. Estaba tan indignado que se
olvidó de su tono diplomático—. ¿Está al tanto tu padre de lo que haces en la cocina?
Tory se encogió de hombros.
—Siempre ha tenido unos niveles de exigencia muy altos. Se lo puede permitir.
Está entre los primeros.
Ben frunció el ceño. Lo que le estaba diciendo, andándose con rodeos, era que
su padre no creía en ella. Y que ella misma lo aceptaba como un hecho consumado.
Tuvo una fugaz imagen de lo que habría debido de ser su infancia con un padre
arrogante y ególatra respirándole en la nuca cada vez que se atrevía a agarrar un
cuchillo.
Pensó en sus propios padres trabajando en al cocina del chiringuito playero que
había sido el Café Rendezvous. En su familia, cocinar siempre había sido un placer
compartido, no una competición.
—Tu padre es un imbécil —murmuró, furioso.
—Si hubieras visto Le Plat, si hubieras comido allí, lo comprenderías. Se ha
pasado la vida entera labrándose su reputación —repuso Tory a la defensiva.
—Pero tú eres su hija.

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Se lo quedó mirando fijamente, y en las profundidades de sus ojos pudo


distinguir Ben el dolor que tanto se empeñaba en negar. Por supuesto que le había
dolido que su padre no hubiera confiado en ella lo suficiente para legarle el
restaurante. Por supuesto que sentía el rechazo, la punzada de la decepción. Pero
jamás lo admitiría.
La música de fondo había subido de volumen y alguna gente había salido a
bailar. Dentro de poco tendrían que gritar para hacerse oír.
—¿Has subido ya al puente de observación?
Tory negó con la cabeza. Parecía tensa, distante. Nada que ver con la mujer a la
que había estado a punto de besar aquella tarde. Había dado un mal paso sacando a
colación el restaurante de su padre.
—Vamos. Hay unas vistas espectaculares —se levantó y le tendió la mano.
Tory recogió su cuaderno de notas y se levantó sin aceptar su ayuda. Ben podía
imaginar lo que estaba pensando: «Eso le enseñará a meterse con mi papá». Por muy
arrogante y estúpido que fuera André Fournier, su hija lo adoraba.
Ben abrió su cartera y sacó su tarjeta para pagar la cuenta. Podía sentir la
tensión de Tory a su lado.
—¿Tienes hijos? —le preguntó de repente ella, incrédula.
Se dio cuenta de que estaba mirando la foto de Eva que llevaba siempre en una
solapa de la cartera. Se le hizo un nudo en la garganta.
—No es mía. Es… de una amiga. Ni siquiera sé por qué la llevo.
Como si quisiera demostrárselo a ella y a él mismo, sacó la foto y la guardó
detrás de su tarjeta. Sintió la fijeza de su mirada, como si estuviera esperando que le
dijera algo, pero no quería hablar de Eva. Porque sabía que eso no cambiaría nada,
empezando por el dolor que seguía provocándole su pérdida.
—Vamos.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó Tory por enésima vez mientras seguía a
Ben al puente de observación. Apenas media hora atrás la respuesta le había
parecido tan clara…
Ben y ella compartían una intensa atracción. Podía sentirlo, aunque todavía
ninguno de ellos había dicho o hecho movimiento alguno al respecto. Ya no era la
chica ingenua de ocho años atrás. Sabía cuándo un hombre estaba interesado en ella.
Y Ben, definitivamente, lo estaba.
Así que se había depilado y se había puesto el vestido más sexy que había traído
consigo. Las dudas de último minuto las había combatido llevándose su cuaderno de
notas. Y la reacción de Ben nada más verla la había llenado de confianza.

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Pero luego él había sacado a colación el tema de Le Plat. Y a partir de entonces


todo había ido cuesta abajo. Quizá fueran demasiado diferentes. Quizá estuvieran
destinados a sintonizar únicamente en la cama.
—Ya casi hemos llegado —anunció Ben mientras terminaban de subir un corto
tramo de escaleras que llevaba a una puerta de cristal.
Se quedó sin aliento por la impresión cuando Ben abrió la puerta. Nunca hacía
frío de verdad en el trópico, pero esa noche soplaba una brisa muy fresca. Lo siguió
al puente de observación. No eran los únicos visitantes: había varias parejas
disfrutando del paisaje.
Ben encontró un rincón aislado en la barandilla y empezó a identificar las luces
que se destacaban en el horizonte.
—Evidentemente eso es Santa Lucía, ya la hemos dejado atrás. Y esa luz que se
ve a lo lejos, a la izquierda… es Barbados.
Tory se tensó al darse cuenta de que estaba mirando precisamente la extensión
de mar donde había caído la avioneta de Michael. Sus dedos se cerraron con fuerza
sobre la barandilla mientras clavaba la mirada en las oscuras aguas. Había pensado
tanto en los últimos minutos de la vida de Michael… ¿habría sabido que iba a morir?
¿Habría luchado hasta el final? Conociendo a su hermano, sospechaba que habría
hecho lo imposible por salvarse a sí mismo y a los otros dos tripulantes de la
avioneta. La razón del accidente seguía sin estar oficialmente aclarada. Tory había
volado muchas veces con Michael y sabía lo cuidadoso y meticuloso que siempre
había sido como piloto.
Lo que esperaba, sobre todo, era que hubiera tenido un final rápido. Que no
hubiera sufrido demasiado.
—Tienes frío —observó Ben al verla estremecerse—. ¿Quieres entrar?
—No. Estoy bien.
Se colocó detrás de ella, apoyando ambas manos en la barandilla, rodeándola
con su cuerpo. Al instante se vio envuelta por su aroma y sintió su delicioso calor
contra su espalda.
—¿Qué tal ahora?
Le acariciaba la nuca con su cálido aliento.
—Er… mejor, gracias —de hecho, había logrado distraer sus pensamientos. El
pulso se le había acelerado y era insoportablemente consciente del contacto de su
cuerpo contra el suyo.
—A la derecha, o a estribor, como diría el capitán Nikolas… se puede ver un
pequeño resplandor en el horizonte. Es San Vicente. Y las islas Granadinas.
—¿Y Granada está justo al final? —le preguntó ella, intentando concentrarse en
algo.

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—Sí. Es una isla preciosa. Procura visitar mañana el mercado de especias. Ya


sabes que es la cuna de la nuez moscada —se acercó aún más. Le estaba rozando la
oreja con los labios.
Tory se dio cuenta de que estaba temblando de necesidad y de deseo. Ansiaba
dejarse abrazar, sentir la caricia de su boca en su piel… Pero una cosa era flirtear y
fantasear, y otra muy distinta comprometerse a pasar una noche con Ben. ¿Estaba
lista para volver a dar ese paso?
«Sólo es sexo», intentó decirse, con el pulso atronándole los oídos. «Vive el
momento por una vez en tu vida». Pero el sexo era algo que nunca había podido
separar de la intimidad y del compromiso. No era mujer para aventuras de una
noche.
Su indecisión duró varios segundos, pero al final el deseo se impuso. A manera
de silenciosa invitación, se apretó suavemente contra él. Pudo oír cómo contenía la
respiración antes de soltar la barandilla para abrazarla.
Sintió el delicioso calor de sus manos deslizándose por su vientre y la caricia de
su sus labios en su cuello. Echó las manos hacia atrás para acariciarle los costados, las
caderas. Era tan fuerte, tan duro… Asaltada por los recuerdos de la primera y única
vez que hicieron el amor, reprimió un gemido cuando sintió sus manos subiendo por
sus costillas, justo debajo de los senos. Anhelaba que la tocara allí. Movió ligeramente
las caderas, deleitándose con la sensación de su duro miembro presionando contra su
trasero.
—Tory, me estás matando… —murmuró con un gruñido mientras le
mordisqueaba el lóbulo de una oreja.
—Entonces vámonos —en un impulso, se apartó y le tendió una mano—. A mi
camarote.
Ben no se molestó en responder. Simplemente aceptó su mano y regresaron
dentro.
—¿Qué cubierta es la tuya?
—La quinta. Camarote 516 —respondió casi sin aliento.
Ben aligeró el paso y se dirigieron al ascensor más cercano. Mientras se acercaba
a su camarote, Tory podía sentir cómo su cuerpo se incendiaba con el recuerdo de
aquella primera y última noche. Tan distraída y excitada estaba que no entendió lo
que le pedía Ben cuando llegaron por fin ante su puerta y estiró una mano hacia ella,
con la palma hacia arriba.
—La tarjeta —le dijo, con la mirada clavada en su escote.
Perdió el aliento cuando tomó conciencia de que, en unos pocos segundos, le
estaría acariciando los senos, y no solamente mirándoselos. Se apresuró a sacar la
tarjeta de su bolso.
Ben sonrió, introdujo la tarjeta y empujó por fin la puerta. Todavía no se había
cerrado cuando ya se estaban abrazando, acariciando… y compartiendo un tórrido
beso que la dejó temblando de la cabeza a los pies.

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—Sabes maravillosamente bien —susurró él contra su cuello mientras


empezaba a lamerle la piel en dirección a su escote, y Tory tuvo que aferrarse a sus
hombros cuando su boca encontró un endurecido pezón a través de la tela del
vestido.
—Oh…
Sus hombros eran tan anchos y duros, su excitación presionaba tanto contra su
vientre, la caricia de sus labios en sus senos era tan deliciosa… que de repente ya no
pudo esperar más.
—¡Ben!
—Ahora mismo.
Y empezaron a desnudarse, cubriendo cada porción de piel expuesta con
nuevos besos. Ya había visto su pecho cuando se cambió después de la pelea de
aquella mañana, pero la vista de Ben en toda su gloriosa desnudez la dejó impactada.
Anchas espaldas, estrechas caderas, piernas musculosas… y tan poderosamente
excitado que Tory estaba jadeando antes incluso de que se dejara guiar hacia la cama.
Porque él la estaba devorando con idéntica avidez, con su mirada viajando de un
endurecido pezón al otro, para bajar luego a la suave sombra de vello de su sexo…
—Qué cuerpo… —masculló con un tono de reverencia mientras le acunaba los
senos con las manos, alzándoselos para lamerle un pezón y luego el otro.
—Lo mismo digo… —repuso al tiempo que deslizaba las manos por los duros
planos de su pecho.
Acabaron en la cama y Tory lo acercó hacia sí, invitándolo a instalarse entre sus
muslos. Ben sólo se detuvo el tiempo suficiente para colocarse un preservativo antes
de entrar en ella, arrancándole un gemido.
A partir de entonces, quedó reducida a una pura sensación. A la sensación de
tenerlo dentro de sí. Al roce de su barba en sus senos. A la caricia de su lengua en la
piel.
Ben parecía saber justo lo que necesitaba. Cuándo acelerar, cuándo bajar el
ritmo… Cuándo tentar, seducir… y cuándo darlo todo. La hizo suplicar. Gemir. La
arrastró al borde del clímax… y la arrojó a sus profundidades.
Seguía temblando cuando Ben alcanzó su propia liberación. Jadeantes y
sudorosos, tardaron un buen rato en recuperarse. Acordándose de la última vez, se
pasó una mano por la cara y descubrió que estaba llorando. Lo había vuelto a hacer.
Había llorado. Maldijo en silencio. ¿Qué tenía aquel hombre que era capaz de hacerle
sentir tantas cosas y con tanta intensidad?
Disimulando, se enjugó las lágrimas con una mano temblorosa.
—No.
Era sólo una palabra, pero cuando lo miró a los ojos, vio en ellos mucho más.
Parecía asombrado. Impactado. Aturdido. Confuso. Conmovido. Exactamente lo
mismo que ella sentía. Fue como si un nudo se soltara de repente en su interior.

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Ben alzó una mano y le tocó la cara, capturando una lágrima con la punta de un
dedo.
—Eso ha sido increíble —le dijo—. No finjamos que ha sido otra cosa.
Todas sus precauciones, toda su sabiduría de mujer experimentada se evaporó
de golpe. Volvió a sentirse con veintiún años: joven, maleable y abierta a todo.
—Ven aquí —le pidió sin dejar de mirarla a los ojos.
Se tumbó sobre él, con sus cuerpos perfectamente encajados. Tomándola de la
nuca, Ben le dio un largo y embriagador beso en los labios. Y volvieron a hacer el
amor: cada caricia una oda, cada beso una promesa. Nunca se había sentido más
deseada, venerada, adorada.
En aquel algún momento de la madrugada, se quedaron dormidos. Y el último
pensamiento de Tory fue que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía completa.
Realizada.

Ben se despertó con un brazo dormido y la inquietante sensación de que se


había olvidado de algo. La causa de lo primero era evidente: Tory se había quedado
dormida con la cabeza apoyada sobre su pecho, envuelta en sus brazos. Contempló
su rostro. Sonreía levemente y sus rizos formaban un halo dorado. Deslizó la mirada
por el resto de su cuerpo, deteniéndose en sus pequeños pezones rosados, su vientre
plano, sus interminables piernas. Se excitó cuando recordó lo que había sentido al
volver a hacer el amor con ella después de tantos años. «Perfecto» era el único
adjetivo que se le ocurría. Como regresar a casa después de una larga ausencia.
Mientras admiraba su rostro, se vio asaltado por una inefable sensación. Era
preciosa. Y vulnerable. La abrazó emocionado, presa del feroz y primitivo impulso
de protegerla de las duras realidades de la vida.
Pero su instinto de veterano solterón reaccionó enseguida. ¿Estar con Tory era
perfecto, como regresar a casa? Parecía un mal poema de una tarjeta de felicitación.
Peor aún: recordaba haberle dicho algo parecido durante la madrugada. ¿Y ahora
estaba allí, acostado con ella, contemplando su rostro y pensando en cómo protegerla
del mundo?
Abrumado por un ataque mezclado de pánico y claustrofobia, se levantó de la
cama teniendo buen cuidado de no despertarla. Se vistió rápidamente, pero, en el
último momento, se detuvo ante la puerta y se volvió para mirarla.
Parecía pequeña y solitaria, hecha un ovillo como estaba con las sábanas
enredadas en las piernas. Pensó en dejarle una nota, pero el instinto de huir era
demasiado fuerte. De todas formas, ¿qué le habría escrito? «¿Un gracias y hasta
luego»? ¿Un «olvida por favor lo que hayamos dicho en el calor del momento»?
Salió por fin, cerró sigilosamente la puerta y suspiró aliviado. Sólo que, pese a
haber ganado su libertad, seguía sintiendo una extraña opresión en el pecho. Incluso
se sentía más tenso, más inquieto.

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Una vez en su camarote, se desnudó y se metió en la ducha. Apoyando las


manos en la pared de azulejo, inclinó la cabeza y dejó que el agua le corriera por la
espalda. No debería haberse acostado con Tory. Había sido increíble y maravilloso,
sí, pero también había sido un error.
Estaba comprometido con su familia, con su restaurante y con su plantilla, pero
nunca en toda su vida se había comprometido con una mujer. En ese sentido, no
había tenido suerte. Por mucho que le hubiera gustado la mujer en cuestión, siempre
había acabado interponiéndose algo: las horas que trabajaba en el restaurante, la
necesidad de un espacio personal, el miedo a la rutina… Así que progresivamente se
había ido acostumbrando a su soltería y, a sus treinta y un años, estaba ya más que
acostumbrado.
¿Pero entonces por que había roto su regla de oro y se había acostado con una
mujer monógama, hecha a los compromisos y a las relaciones duraderas? Y no sólo
se había acostado con ella: eso no describía bien lo que había vivido con Tory. Había
hecho el amor con ella: largamente, intensamente, a fondo. Y luego Tory había
llorado, y él le había enjugado las lágrimas con sus besos y se había quedado
dormida en sus brazos…
Salió de la ducha y se secó. ¿Por qué no había seguido su intuición y había
mantenido las manos quietas? Gruñendo, se metió bajo las sábanas y apagó la luz.
Toda la culpa la tenían aquellas bermudas azul celeste. Como recientemente había
tenido ocasión de admitir, los sacrificios nunca habían sido su fuerte. Y ahora tendría
que enfrentarse a las consecuencias.

Cuando Tory se despertó, varias horas después, tardó varios segundos en


recordar lo sucedido. Apartándose el pelo de la frente, primero se dio cuenta de que
estaba desnuda bajo las sábanas. Luego que se sentía lánguida, como aletargada. La
memoria le volvió en una cascada de imágenes. La boca de Ben en sus senos. Ben
acariciándola primero con las manos y luego con los labios.
Sonrió. Si hubiera sido un gato, se habría puesto a ronronear de placer. Porque
se sentía fantástica. Absolutamente saciada. Aquella noche había sido… increíble. Se
había sentido tan conectada con Ben… y obviamente el sentimiento había sido
recíproco.
El único problema era que en aquel momento… estaba sola en la cama. Quizá
estuviera en el cuarto de baño. Alzó la cabeza.
—¿Ben?
No estaba. Hundiendo la cabeza nuevamente en la almohada, cerró los ojos
mientras intentaba asimilar lo que había pasado. La mejor noche de su vida, la más
intensa, aquélla en la que más conectada se había sentido… y su amante había
volado.
—Oh, no —gruñó, recordando de pronto las estúpidas lágrimas del clímax.

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¿Por qué había vuelto a presentarle su cara más vulnerable? ¿Acaso no había
aprendido la lección la primera vez? Por alguna razón, era ridículamente receptiva al
carisma de Ben Cooper. Sólo tenía que tocarla para que se sintiera catapultada hacia
el cielo. Pero eso no quería decir nada. Así había sido ocho años atrás, y así volvería a
ser.
Se levantó de la cama y se puso a pasear por la habitación. Tenía que ordenar
sus pensamientos si quería escapar de aquella situación con su dignidad intacta. Era
inútil lamentar lo sucedido. El pasado era el pasado. Esa mañana tendría que
dedicarla a recuperarse. ¿Que había sollozado sobre el hombro de Ben cada vez que
había tenido un orgasmo? ¿Y qué? Tal vez fuera una de esas mujeres emocionales
que perdían el control cuando se relajaban demasiado. Al margen de eso,
prácticamente Ben no sabía nada sobre ella. Por suerte.
La prueba definitiva sería la sesión de esa mañana. Tendría que entrar en
aquella cocina, mirarlo a los ojos y darle las gracias por la noche que le había
regalado. Sin más. Como si fuera una auténtica mujer de mundo. Mirándose en el
espejo, asintió con gesto decidido. Eso sería lo que haría. Era un buen plan.
Se metió en la ducha y abrió el grifo. Había empezado a enjabonarse cuando
descubrió el pequeño chupetón que Ben le había dejado en su seno izquierdo. Tenía
la absurda forma de un corazón. De repente empezó a recordarlo todo al detalle… y
volvió a sentirse tan abatida como antes.
Podría entrar en esa cocina y fingir que no había pasado nada, pero era inútil
engañarse a sí misma. Lo de anoche había significado algo para ella. Y ahora se sentía
engañada, estafada, como si Ben le hubiera ofrecido algo profundo, importante…
para después arrebatárselo.
—Estúpida.
¿Qué había esperado que sucediera cuando se despertaran aquella mañana?
Aunque Ben no hubiera salido corriendo de su camarote como Steve McQueen en La
gran evasión, estaban a bordo de un crucero en medio del Caribe. Al cabo de unos
pocos días, Ben regresaría al Café Rendezvous de Anguilla, y ella volvería a Nueva
York para abrir su restaurante. Nunca habían tenido la menor posibilidad de
construir algo juntos. Ni nunca la tendrían.
«Hora de volver al mundo real», se dijo mientras reconocía la triste verdad.
Había que dejarse de niñerías. La suya era una relación de una sola noche: tendría
que conformarse con eso.

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Capítulo 8
Ben se preparó para lo peor cuando vio entrar a Tory en el centro de artes
culinarias. Había dispuesto de un par de horas para enfrentarse a su decepción, su
dolor, su furia. Lo último que quería era hacerle daño, pero se lo haría aún más si le
dejaba creer que la noche que habían pasado juntos había sido algo más que una
fantástica experiencia sexual.
Aspiró profundamente… y se llevó la gran sorpresa de su vida cuando vio su
sonrisa.
—Buenos días.
Llevaba una minifalda amarilla, que combinaba muy bien con su camiseta de
rayas azul marino y blancas. Le costó dejar de admirar sus interminables piernas.
—Er… buenos días.
—He dormido como un tronco después de que tú te marcharas. Debe de haber
sido por la brisa marina —le lanzó una mirada traviesa.
Ben parpadeó de nuevo.
—Claro —pronunció estúpidamente. Tal vez porque había pasado demasiado
tiempo pensando en lo que debería decirle, se sorprendió a sí mismo devanando su
ensayado discurso. Y ello pese a que Tory no parecía en absoluto dolida,
decepcionada o expectante—. Pensé que quizá deberíamos hablar de lo de anoche…
Para su redoblada sorpresa, Tory puso los ojos en blanco y resopló de
frustración.
—No me digas que eres uno de esos tipos a los que les gusta rebobinarlo todo
para analizarlo a tope —apoyándose en el mostrador, cruzó los brazos sobre el pecho
y arqueó una ceja—. Vamos. Si tienes necesidad de desahogarte y decirme algo,
hazlo de una vez.
Aquello no era para nada lo que se había imaginado Ben.
—Er… simplemente me di cuenta de que aún no habíamos hablado del…
estatus de lo que sucedió anoche entre nosotros.
—¿Estatus? —frunció el ceño, confusa.
—Sí, bueno, su significado. En el futuro.
Tory se echó a reír.
—Dios mío, Ben, eres el último hombre de quien habría esperado oír algo así.
No irás a ponerte sentimental conmigo…
—No —replicó a la defensiva—. Sencillamente es que ayer no hablamos nada,
eso es todo. Sólo quería asegurarme de que ninguno de los dos se había creado
diferentes… expectativas sobre lo que ha sucedido realmente.

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—Eso es porque lloré, ¿verdad? —sugirió ella con un brillo travieso en los
ojos—. Tómatelo como un cumplido. La prueba de que me lo pasé estupendamente
—de repente le plantó un rápido beso en los labios—. Gracias por una noche tan
maravillosa —y se giró en redondo dispuesta a preparar su presentación.
Ben no daba crédito. Se había equivocado de medio a medio con ella. Tory se
sentía completamente cómoda con su aventura de una sola noche.
A no ser que… Quizá estuviera enfadada con él por la manera que había tenido
de marcharse, y por eso lo estaba castigando… Vio que volvía a sonreír. Parecía una
mujer completamente en paz consigo misma y con el mundo. Como si hiciera ese
tipo de cosas todos los días. Diablos, si incluso le había dado las gracias por «una
noche tan maravillosa».
En cualquier caso, lo importante era que estaba libre, sin compromisos. Sin
problemas. Pero entonces… ¿por qué estaba tan descontento?

A Tory se le cayó el mando a distancia del proyector, torpe como estaba


después de su magnífica actuación ante Ben, merecedora de un Oscar. Por el rabillo
del ojo vio que se ponía también a preparar los ingredientes.
Ben había caído en el viejo truco. El problema era que ella seguía encontrándolo
irresistiblemente atractivo, a pesar de su comportamiento. Lo de la noche anterior le
había demostrado que, durante aquellos ocho años, nunca lo había odiado realmente.
Todo había sido una gran mentira. Peor aún: el hecho de que hubiera comprobado
que, para Ben, ella no era más que una compañera de cama más… ni siquiera había
sido suficiente para atenuar la atracción que sentía por él.
Formalmente, era un caso sin esperanza. Exasperada consigo misma, soltó un
gruñido de frustración. Ben levantó rápidamente la cabeza.
—¿Has dicho algo?
Lo preguntó con un tono casi esperanzado, como si quisiera continuar con la
discusión.
—No, qué va.
«Sólo unos pocos días más y todo habrá terminado», se recordó Tory. «Y ya no
tendrás que ver ese rostro tan condenadamente atractivo». Que no sintiera alivio al
respecto, sino resignación, era una muestra más de su desarreglo emocional.
—Hola. Espero no interrumpir nada.
Tory alzó la mirada para descubrir a una atractiva joven de pelo oscuro en el
umbral. Vestía una falda blanca y una camiseta de polo del mismo color con el
emblema del crucero, el uniforme de la tripulación.
—Claro que no. ¿En qué podemos ayudarte? —le preguntó Tory, agradecida
por la distracción.

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—Me llamo Tracy. Pertenezco al equipo de animadores y sólo quería


preguntarte si podría asistir a tus secciones. Me encanta tu libro de recetas y una
compañera se ha ofrecido a cambiarme el turno de mañana para que pueda venir,
esto es, si no te parece mal… —habló de corrido, nerviosa.
—Me alegro de que te gustara el libro. Y por supuesto que puedes asistir a las
sesiones.
Tracy sonrió de oreja a oreja, claramente aliviada.
—¡Gracias! La verdad es que significa mucho para mí. ¿Hay algo en lo que
pueda ayudarte? Me sentiré culpable si no hago nada.
—No hace falta…
—¿Y esos folletos de receta? Podría repartirlos, si quieres.
Tory miró el fajo de fotocopias que estaba al lado de su ordenador.
—Iba a dejar uno en cada asiento…
—Ya lo haré yo —se ofreció Tracy, solícita, y se apresuró a recogerlas.
—Gracias —Tory se volvió hacia el proyector justo a tiempo de sorprender a
Ben mirando a la recién llegada.
Sintió una punzada de celos. Incapaz de evitarlo, volvió a mirar a Tracy para
imaginarse lo que podría estar Ben viendo en ella. Era una mujer alta, de senos
llenos, curvas sensuales y rasgos finos, atractivos. Tenía un cuerpo esbelto y atlético,
rezumaba una autoconfianza que Tory jamás poseería. Y era sexy.
—¿Qué es lo que haces en el equipo de animadoras, Tracy?
—Soy bailarina. ¿Has visto alguno de los espectáculos del salón principal?
Tory no necesitó mirar a Ben para saber que su interés se había visto espoleado.
Estupendo. Además de guapa, atlética y sexy, Tracy era… flexible.
—Er… no, no he tenido tiempo.
—Yo sí que os vi la otra noche… estuvisteis fantásticas —dijo Ben—. Por cierto,
yo soy Ben. No he escrito ningún libro de recetas, pero Tory me deja cocinar con ella
de todas formas.
—Hola, Ben —lo saludó, sonriente.
A partir de ese momento, Tracy y Ben se dedicaron a charlar amigablemente
hasta que empezaron a llegar los pasajeros, y más de una vez tuvo Tory que
morderse la lengua para no sugerirles que se marcharan a otra habitación a hablar
tranquilos. Sobre todo cuando ella le confesó que había trabajado de stripper en Las
Vegas y Ben la acribilló a preguntas presuntamente ocurrentes. Tuvo que recordarse
que las mujeres de mundo como ella no se ponían celosas cuando su ocasional
amante se ponía a flirtear con otra mujer en su presencia. Pero ella misma se había
hecho la cama y ahora no le quedaba otro remedio que aguantarse…
Como la vida era cruel y perversa, la sesión de la mañana se le hizo eterna. Tras
la presentación, se hizo a un lado y vio una vez más cómo Ben se ganaba al público.

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Cada uno de los movimientos que hacía le recordaba la noche que habían pasado
juntos: la habilidad con que peló una naranja, la manera que tuvo de cerrar los ojos
mientras degustaba la salsa de mango, los sonidos de apreciación que hacía cuando
aspiraba el aroma de alguna especia…
Nerviosa, se obligó a dejar de mirarlo para concentrarse en la audiencia. Su
mirada se cruzó con la de Tracy, descubriendo sorprendida que la estaba mirando
fijamente, con una extraña intensidad. Vio que sonreía y le sonrió a su vez.
Naturalmente, no era culpa de la bailarina que Ben se hubiera puesto a flirtear con
ella, aunque Tory habría preferido no ser testigo de la escena. No tenía la menor
duda de que esa noche Ben saldría en busca de Tracy para cobrarse otra víctima, al
igual que había hecho con ella la noche anterior. Aquel pensamiento no pudo
incomodarle más.
Pasó el resto de la sesión especulando con lo que podría encontrar entre las
cartas y postales de su hermano cuando las recogiera en la oficina del puerto esa
misma tarde, a primera hora. Por supuesto, existía la posibilidad de que el paquete
no hubiese llegado a tiempo, pero decidió ser optimista. Algo tendría que salir bien,
después de todo…
Una vez terminada la sesión, consiguió recoger sus cosas en un tiempo récord y
abandonó disparada la sala. Casi no oyó a Tracy llamándola.
—¡Victoria! Espera un momento.
Desesperada por quedarse a solas y recuperar de una vez la compostura, se
obligó a detenerse y forzó una sonrisa.
—Sólo me estaba preguntando… ¿has estado antes en Granada?
—No.
—Yo conozco la isla muy bien. Si quieres, podría enseñártela. Tiene una playa
estupenda, si lo que quieres es tomar el sol…
La miraba con una expresión tan esperanzada que Tory no tuvo corazón para
negarse.
—Claro, muchas gracias. Me encantaría. Ah, y todo el mundo me llama Tory.
—Tory. De acuerdo —esbozó una radiante sonrisa—. ¿Cuándo quieres que
salgamos?
—Sólo tengo que dejar mi ordenador en el camarote. Pero luego necesitaré
pasarme por la oficina portuaria para recoger unas cosas.
—Sé dónde está. Si quieres te esperaré allí.
—Hecho.

Mientras atravesaban el puerto, a Tracy le costó horrores despegar la mirada


del colgante de plata que llevaba Tory al cuello. Si hubiera podido estirar una mano y

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arrancárselo, todos sus problemas habrían terminado en aquel mismo momento. Sal
le devolvería a su hijo y ella no volvería a pisar un crucero en la vida.
—Vaya, no sabía que esto fuera tan bonito… —dijo Tory a su lado,
deteniéndose para admirar la vista de la ruina de St. George.
Tracy la había visto muchas veces, y sabía que era magnífica. Una primera línea
de tinglados pintados de colores pastel flanqueaba el muelle, dando paso a los
característicos tejados rojos de casas y tiendas. Los edificios estaban encalados de
blanco y el cielo era de un azul deslumbrante.
—St. George tiene fama de ser la población más bella de todo el Caribe —
explicó—. Dicen que cuando el viento sopla en una determinada dirección, se puede
oler a jengibre, nuez moscada, canela y vainilla todo a la vez.
—En realidad todas las islas son preciosas. Detestaría tener que elegir una.
—La oficina del puerto es por aquí —Tracy le señaló un edificio moderno, a la
izquierda del muelle.
Aminorando el paso, Tracy dejó que Tory la adelantara levemente. Una
satisfecha sonrisa se dibujó en sus labios cuando vio lo que había estado buscando:
apenas visible por encima del cuello de su camiseta, asomaba el lazo de su biquini.
Lo que quería decir que si jugaba bien sus cartas, podría llevársela sin mayores
problemas a la playa de Grand Anse. Un lugar donde sería terriblemente fácil perder
un colgante. Sobre todo si contaba con alguna ayuda de su parte…
—Supongo que siempre quisiste convertirte en bailarina —le preguntó de
pronto Tory, sorprendiéndola.
—Era demasiado estúpida para hacer otra cosa —respondió sin pensar—. Y es
lo único que sé hacer bien —al ver la cara de asombro de su interlocutora, se
apresuró a corregirse—. Vaya. No me tomes en serio. Lo intentaré otra vez. A veces
bailar es genial. Y a veces una tortura. Al fin y al cabo, no es más que un trabajo —se
encogió de hombros.
Tory volvió a sorprenderla apretándole cariñosamente un hombro.
—Entiendo.
Por primera vez en aquel día, Tracy se relajó un tanto. De repente, pasar un día
entero en compañía de una completa desconocida ya no le parecía tan duro.

Ben se metió en el agua y se puso a nadar como un loco, forzándose cada vez
más. Por unos benditos instantes logró olvidarse de todo. De Eva, de Danique, de
Tory.
Para cuando se agotó, se sentía más tranquilo de lo que se había sentido en
mucho tiempo. Salió del agua y caminó por la arena hacia su toalla. Pero aquella
sensación de calma tan duramente ganada desapareció tan pronto como vio a Tory
sacándose la camiseta por la cabeza.

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Se detuvo en seco, aunque estaba a unos quince metros de distancia y ella no lo


había visto. Había tenido a Tory en sus brazos durante toda la noche. Había
acariciado su cuerpo una y otra vez, pero seguía quedándose extasiado ante su
sensualidad cuando la veía vestida con un simple biquini rojo. Sus piernas, su
trasero, la deliciosa línea de su cintura, sus senos firmes… era sin duda la mujer más
atractiva que había visto en toda su vida.
Tracy se estaba desnudando a su lado, luciendo un biquini negro con tanga.
Ben apenas la miró antes de continuar recreándose la vista con Tory. Vio que se
echaba a reír de algo que le había dicho Tracy y empezaba a ponerse crema en las
piernas. Se quedó clavado al suelo, como si hubiera echado raíces, seca la garganta.
De repente se dio cuenta de lo que estaba haciendo: salivar como uno de los
famosos perros de Paulov. Un insólito sentimiento lo asaltó cuando la vio reír de
nuevo. Parecía absolutamente despreocupada. Como si no tuviera un solo problema
en el mundo. Frunciendo el ceño, identificó aquel sentimiento. Estaba resentido.
Resentido con la actitud liberal y frívola que había desplegado después de la noche
que habían pasado juntos. Resentido de que se hubiera negado a hablar de lo que
habían compartido. Y resentido, en fin, de la poderosa atracción que seguía sintiendo
por ella.
Disgustado, confuso, frustrado… se giró en redondo y volvió a meterse en el
mar.

—¿Nos bañamos? —le preguntó Tracy.


Tumbada boca arriba en su toalla, Tory seguía sin quitarse el colgante y Tracy
apenas podía despegar los ojos de él.
—El agua no está fría y las olas no son peligrosas —añadió.
Tory se incorporó sobre un codo y se bajó las gafas de sol para mirar hacia el
mar. Algo, o alguien, pareció llamar inmediatamente su atención y se tensó de
inmediato.
—Prefiero seguir tomando el sol un rato más.
Tracy siguió la dirección de su mirada y vio a un hombre moreno y fornido
entrando en el agua.
—¿Ese no es Ben?
Tory se encogió de hombros, como si no le importara. Recordándose que debía
tener paciencia, Tracy se tumbó en su toalla. Tory estaba muy tensa desde que
entraron en la oficina portuaria y se enteró de que el paquete que había estado
esperando aún no había llegado.
—¿Ben y tú sois viejos amigos?
—¿Él te dijo eso?
—No. Simplemente me dio esa impresión.

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—¿De veras?
—Perdona, no quería molestarte…
—No, tranquila. Estudiamos juntos, eso es todo. Aparte de eso, apenas nos
conocemos.
Tory cambió de postura y se tumbó boca abajo. La lágrima de plata quedó
colgando en el aire, entre sus senos. Tracy no pudo contenerse y volvió a mirarlo,
pensando en el diamante que presuntamente llevaba oculto en su interior. Y en las
ganas que tenía de recuperar a su hijo.
—Yo le dije a Patti que no lo quería.
—¿Qué? —pestañeó varias veces, volviendo bruscamente a la realidad.
—El colgante de la buena suerte —Tory señaló la lágrima de plata—. Le dije
que debería dárselo a un pasajero normal, pero ella insistió en que me lo quedara.
—Se supone que da buena suerte en el amor —comentó Tracy, amonestándose
en silencio por haberse quedado mirando el colgante con tanta fijeza. ¿Acaso era
incapaz de hacer una sola cosa bien?
—Pues conmigo no está haciendo un buen trabajo.
—A lo mejor es que tampoco lo esperas. Mírame a mí. El verdadero amor es lo
último que yo estoy buscando en este momento. Hasta ahora eso no me ha causado
más que problemas.
Vio la mirada que le lanzó Tory a su alianza de matrimonio. Si todavía seguía
llevándola era para ahuyentar a los pasajeros que intentaban acercársele.
—Estamos separados. Y es un canalla —explicó—. Tu madre ya me advirtió que
era una imbécil por casarme con él, y tenía razón.
—Tu madre debería conocer a mi padre. Sospecho que se llevarían muy bien —
comentó Tracy, irónica.
—¿De veras? ¿Él también tiene la virtud de sacarte de quicio?
—Sí —se echó a reír—. Digamos que es… muy exigente.
—El problema con mi madre es que nada de lo que hago le parece nunca
suficiente —le confesó Tracy—. Hace mucho tiempo que me di cuenta de eso. Todo
lo hace mejor que yo: administra mejor el dinero, es mejor madre que yo, cocina
mejor…
—¿Tienes hijos? —le preguntó Tory, mirando sorprendida su estómago
perfectamente plano.
Tracy se lo acarició, orgullosa.
—Trescientos abdominales al día… Sí. Lo recuperé al poco de dar a luz a
Franco. Es lo bueno que tiene bailar. Te mantiene en forma.
—¿Qué edad tiene?
—Cinco años.

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Tory frunció el ceño.


—Probablemente sea una pregunta estúpida, pero… ¿Lo tienes a bordo
contigo?
Tracy se bajó las gafas de sol.
—No. Lo tiene mi ex. Por el momento —lo dijo con un tono apagado, sin
emoción alguna.
—Debes de echarlo mucho de menos.
De repente se le formó en la garganta un nudo del tamaño del estado de Texas.
Tragó convulsivamente y se levantó, parpadeando rápidamente para contener las
lágrimas.
—Hey —Tory se medio incorporó para acariciarle la espalda—. ¿Estás bien?
—Sí. Lo echo de menos, eso es todo. No puedo dejar de pensar en él mientras
estoy atrapada en todo… esto —hizo un gesto con la mano, abarcando la playa de
arena blanca, las aguas cristalinas, la hermosa isla.
De repente tomó plena conciencia de lo absurdo de su situación. Estaba en el
paraíso y no podía ser más desgraciada. Empezó a reír. Tory la miró preocupada, y
ella intentó explicárselo entre carcajada y carcajada.
—Estoy aquí, en medio de esta maravilla… ¡y todavía me quejo!
Tory sonrió y también se echó a reír. Segundos después ambas se desternillaban
como dos colegialas.
—Gracias —le dijo Tracy, ya seria—. Creo que necesitaba esto.
—Lo mismo digo.
—¿Nos bañamos?
—Vamos.
Y echaron a andar hacia el borde del agua, caminando amigablemente. Después
de la conversación que acababa de tener con Tory, Tracy no había querido
aprovechar la oportunidad para apoderarse del colgante. Tory le gustaba. Había
pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien había sido tan amable con ella
sin esperar algo a cambio.
Fingiendo que eran amigas de verdad, y que ninguna de las dos tenía nada
mejor que hacer que pasar unas cuantas horas relajándose en la playa… se metió de
cabeza en el mar.

En el instante en que regresó a su camarote después de la sesión de la tarde,


Tory puso el cartel de «No molestar» en la puerta y se sentó en la cama con el
paquete que la había estado esperando en la oficina del puerto cuando se pasó por
allí antes de subir al barco. Aspirando profundamente, rasgó el sobre y volcó las
cartas sobre la cama.

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Se lo había pasado sorprendentemente bien con Tracy primero en la playa y


después en el mercado de especias, donde había recabado los ingredientes para su
jerk chicken, pero en ningún momento había dejado de pensar en las cartas de
Michael. Dedicó cinco minutos a ordenarlas por orden cronológico y luego empezó a
leerlas.
Inmediatamente se le desgarró el corazón. Se había olvidado de lo vivaces y
divertidas que eran las cartas de Michael: leerlas era como tenerlo a él sentado al
lado. Pero sabía que si quería leerlas todas antes de que llegaran a San Martín, al día
siguiente, tendría que sobreponerse al dolor. Así que, tragándose sus lágrimas, se
obligó a continuar.
Para cuando llegó la hora de preparar el jerk chicken, había revisado los dos
primeros meses de la correspondencia de su hermano. Michael se había movido
mucho, trabajando con diversos policías locales: al parecer no había parado
demasiado tiempo en un solo lugar. Y en sus cartas no había mencionado a ninguna
mujer en especial.
Frustrada, se puso su chaqueta de chef. Había confiado en desenterrar algún
nombre que pudiera ayudarla cuando desembarcara en San Martín. Recorrer aquella
isla sin otra pista que la fotografía del niño iba a ser como intentar encontrar una
aguja en un pajar.
Mientras se dirigía al centro de artes culinarias, se dio cuenta de que también le
inquietaba volver a ver a Ben. La sesión de la tarde había sido una auténtica tortura.
Y ahora volvería a repetirse.
Ben levantó la cabeza cuando la oyó entrar y se quedó mirándola fijamente.
Con una mirada que parecía traspasarle el alma.
—Hola.
—Hola —gruñó él.
—No irás a decirme que estás nervioso… —se burló Tory, sonriente.
—Para nada.
—Bien. Espero que sepas perder, Ben. Ardo en deseos de ver esa elogiosa crítica
tuya en la primera edición de mi libro.
—No vendas la piel del jerk chicken antes de cazarlo.
Tory se acercó al refrigerador y empezó a reunir los ingredientes. Ben se había
instalado en una mitad del mostrador, dejándole la otra a ella.
Se dedicó a ordenarlo todo bien: sus especias, su mortero con su mazo, sus
cuchillos. Mientras tanto, Ben ya había empezado a trocear su pollo.
—¿Piensas ponerte a cocinar pronto? —le preguntó él.
—Me gusta prepararme bien antes —respondió, encogiéndose de hombros,
mientras terminaba de organizar sus cuchillos.
—Tienes mucha sangre fría.
—Por lo que se refiere a la cocina, conozco mis capacidades.

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Ben la miró de pies a cabeza y, cuando se cruzaron sus miradas, Tory se quedó
extrañada al ver un brillo de furia en sus ojos. Desapareció casi al instante. ¿Acaso se
lo habría imaginado?
Bajó la vista a su tabla de cortar y lo miró de reojo. Parecía concentrado en su
trabajo. No se le ocurría ningún motivo por el que pudiera estar enfadado con ella.
Debía de haberse imaginado aquella mirada tan hostil…
Procuró concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Molió pimienta negra,
blanca, nuez moscada, canela y salvia, aspirando cada aroma con placer. De cuando
en cuando podía sentir la mirada de Ben fija en ella.
—¿Qué? ¿Intentando copiarte?
—Simple curiosidad.
Ya había advertido que Ben estaba utilizando bastante más nuez moscada que
la que exigía su receta, y mientras que ella había elegido páprika, él se había puesto a
moler cayena. También tenía cuatro limas alineadas al lado de su tabla de cortar,
cuando la mezcla de Tory llevaba zumo solamente de una.
Tory tomó la medida de aceite de oliva y añadió las especias. Realmente quería
ganar aquel duelo con Ben. No para demostrarle que su cocina era «auténtica» o que
era tan buena en la cocina como él, sino para recuperar algo del orgullo y la
autoestima que había perdido la noche anterior. Se le había entregado por completo,
desnudando su alma dos veces, y en ambas ocasiones había terminado decepcionada
y desengañada.
Le llevó cinco minutos más preparar el adobo. Sacó sus filetes de pollo del
refrigerador y los cortó en tiras para que se empaparan bien.
—Interesante —observó Ben, que ya había terminado—. ¿No te preocupa que
queden demasiado secos durante el cocinado?
—No.
Ben se encogió de hombros, como insinuándole que se estaba cavando su
propia tumba. Tory señaló su fuente llena de piezas de pollo sin cortar macerando en
el adobo.
—¿Y a ti no te preocupa que la carne no absorba bien la salsa?
—No.
Realmente quería ganar aquel duelo.

Tory tarareaba una canción. Una estúpida cancioncilla que lo estaba sacando de
quicio. La miró ceñudo: parecía completamente distraída mientras cortaba el mango
para la ensalada.
No la entendía. Tan pronto se mostraba distante con él como se lo llevaba a su
camarote y le desnudaba su alma. Y ahora lo estaba tratando como si fuera un gigoló
al que apenas hubiera conocido la otra noche en el bar…

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Estaba resentido. No estaba acostumbrado a que lo despacharan de esa manera.


No buscaba un compromiso, Dios no lo quisiera, pero no podía evitar sentirse
vagamente… utilizado. Tory había conseguido de él lo que quería y luego lo había
dejado boqueando como un pez fuera del agua.
Abrió el refrigerador y empezó a preparar la ensalada. Era indispensable una
buena presentación, así que se esmeró. Continuaron trabajando en silencio durante
veinte minutos, cada uno en su comida. Cuando sólo faltaban diez minutos para que
se presentaran Nikolas y Helena, Ben encendió el horno y preparó su plancha de
hierro. En su restaurante, solía utilizarla para realzar los sabores.
—Hay otra plancha, si quieres utilizarla —la informó con tono hosco.
—Gracias.
Tory se acercó para regular la temperatura del horno. Fue imposible no rozarse,
trabajando tan cerca. La combinación del calor del horno con el de sus propias
hormonas resultó explosiva para Ben. Y eso fue antes de que Tory se quitara la
chaqueta de chef, descubriendo el vestido negro de tirantes que llevaba debajo.
—Hace demasiado calor —le dijo ella a modo de explicación.
No iba a discutírselo. Él estaba ardiendo por dentro… y no sólo por la plancha
de hierro. Advirtió que el sol había dado un leve tono dorado a su piel. Cuando fue a
agacharse, el escote de su vestido le ofreció una deliciosa vista de sus senos. No
llevaba sujetador, lo cual excitó hasta la última de sus terminaciones nerviosas.
Aunque sabía que terminaría arrepintiéndose, no pudo evitarlo. La noche
anterior había sido demasiado especial para no repetirla: eso fue lo que se dijo
mientras se rozaba deliberadamente con ella, prolongando el contacto durante una
fracción de segundo más de lo que habría sido natural Aunque quizá también lo que
quería demostrar, tanto a Tory como a sí mismo, era que lo que había sucedido entre
los dos no era tan irrelevante como ella había sugerido.
Tory alzó la cabeza al sentir el contacto, y Ben pudo ver que sus pupilas se
dilataban de deseo… antes de soltar una carcajada.
—Cuidado, Ben. Me estás dando ideas.
Frunció el ceño mientras la veía apartarse de él, aparentemente tranquila. Si no
la hubiera mirado a los ojos, probablemente se habría dejado engañar. «Todavía me
desea», se dijo. Estaba absolutamente seguro. Experimentó una ridícula, absurda
sensación de triunfo. Tory se había desentendido de él esa mañana, sí, pero no era
inmune a sus encantos.
Lo que significaba que aún tenía posibilidades.

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Capítulo 9
—Algo huele maravillosamente bien —comentó Nick, y Ben alzó la mirada para
ver a su amigo entrando en la sala con Helena.
—Será mi jerk chicken —dijo Tory, sonriente.
Ben no contestó. En lugar de ello le lanzó una larga y significativa mirada, como
recordándole que todavía tenían un asunto pendiente entre manos. Tory no mostró
indicio alguno de haber recibido el mensaje, pero Ben advirtió que aumentaba un
poco las distancias.
—Llevo esperando todo el día este momento —le confesó Helena, mirando con
interés sus respectivos platos—. ¿Eso es sandía? —señaló la ensalada que había
preparado Ben.
—Sí —rápidamente explicó que la ensalada de tomate y sandía era el mejor
acompañamiento para el jerk chicken porque refrescaba el paladar.
—Pero tú, Tory, has escogido mango y plátano…
—Sí, y precisamente por las mismas razones. Es más dulce, pero el principio es
el mismo.
Nick sacó la botella de vino que había traído consigo para acompañar la comida
y sirvió cuatro copas. Ben bebió un sorbo mientras Tory presentaba su jerk chicken.
Nick y Helena se sirvieron una porción cada uno.
—Riquísimo —exclamó Helena con tono entusiasta.
—Lo mismo digo —secundó Nick.
—¿Quieres probarlo? —invitó Tory a Ben.
—Claro.
Tory le partió un pedazo y se lo ofreció con el tenedor. Ben, sin embargo, no
tomó el tenedor, sino que le alzó la mano y se la acercó a los labios. Mientras se
apoderaba del bocado observó con satisfacción que se ruborizaba levemente, pero la
explosión de sabores lo distrajo de inmediato.
Tory alzó la barbilla y esperó su veredicto.
—Es bueno. Me gusta el sabor ligeramente ahumado que le da la páprika. Es
una buena opción cuando no tienes una plancha a mano.
—Vamos, Ben. Probemos el tuyo —dijo Nick.
—A la orden, capitán.
Ambos jueces se aclararon el paladar con sendos tragos de vino antes de probar
el pollo de Ben. Helena volvió a poner los ojos en blanco.
—Sabrosísimo.
Nick asintió con gesto aprobador. Ben podía sentir la tensión de su rival. La
miró de reojo. Parecía un purasangre antes de la gran carrera.

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—Tiene un ligero aroma a cítrico —observó Nick, pensativo.


—Y algo picante —añadió Helena—. El punto justo.
Tory se removió, nerviosa. Ben casi sintió pena por ella. Era una gran chef, y su
libro estaba muy bien documentado. Sabía que le sentaría mal perder, pero no había
sustituto para la autenticidad.
—Bien, yo ya me he decidido —declaró Helena, volviéndose hacia su
prometido—. ¿Y tú, Nick?
—Sí, estoy dispuesto.
—Lo siento, Tory, pero mi voto es para Ben —dijo Helena con una sonrisa de
disculpa—. Como he dicho antes, me gusta el picante.
—Pues yo prefiero el plato de Tory —fue la respuesta de Nick—. No te ofendas,
Ben, pero el ahumado del páprika me ha encantado.
Ben puso escuchar el suspiro de alivio de Tory.
—Entonces estamos empatados.
—Un justo empate, dada la calidad de los platos. Er… ¿os importaría que nos
comiéramos el resto? —inquirió Nick, esperanzado.
—¿Estás de broma? Adelante —los invitó Tory, contenta. Acto seguido se
volvió hacia Ben—. Creo que me gustaría una crítica bastante larga elogiando mis
platos. El tema podría ser la autenticidad de mi comida.
Estaba prácticamente bailando de alegría. Por primera vez en aquel día, Ben se
sintió como si estuviera viendo a la verdadera Tory. Le brillaban los ojos, tenía las
mejillas ligeramente ruborizadas y la tensión había desaparecido de sus hombros.
—Hablaré con mi editor para avisarlo de que publicaremos tu crítica en la
solapa de la siguiente edición —continuó ella.
Pero Ben alzó una mano. Incluso él tenía sus límites.
—Creo que la palabra de los jueces es «empate», Tory. El premio es para el
vencedor, sí… pero, en este caso, tal como yo lo veo, no hay vencedor.
—O los dos somos ganadores —replicó ella—. Yo estaría más que contenta de
revelarte la receta de mi padre.
—Pero yo no quiero…
—Es mostaza de Dijon. Sólo una cucharada.
Ben se calló la boca y Tory sonrió, satisfecha.
—Me conformaré con tener tu crítica antes de finales de marzo. Mándamela por
e-mail.
Mientras tanto, Nick y Helena terminaban sus respectivos platos y dejaban los
cubiertos a un lado.
—Fantástico —dijo el capitán—. No se lo digas a Dominique, pero es la mejor
comida que he disfrutado en todo el crucero.

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Helena se limpió los labios con su servilleta.


—Ahora tenemos que irnos porque hemos quedado a tomar unas copas en el
club Emperador con unos clientes, pero nos encantaría que nos acompañaseis…
Ben se adelantó antes de que Tory tuviera oportunidad de declinar o aceptar.
—Gracias, Helena, pero tenemos que limpiar todo esto y dejarlo preparado para
mañana.
Nuevamente sintió la tensión de Tory a su lado, pero se negó a mirarla mientras
Nick y Helena se despedían, después de agradecerles sus esfuerzos.
—Que nos hayamos acostado juntos una vez no te da derecho a hablar por mí
—le espetó ella en el instante en que se quedaron solos.
—Dos —la corrigió mientras dejaba las dos planchas a remojar en el fregadero.
—¿Perdón?
—Dos veces. Nos hemos acostado juntos dos veces —se quitó el delantal, se
secó las manos y se dirigió hacia ella.
Tory retrocedió, mirándolo con los ojos muy abiertos.
—¿Qué estás haciendo?
—Intentar no volverme loco.
Acorralándola contra el mostrador, la besó al tiempo que apoyaba las manos
sobre sus caderas. Ladeando la cabeza, trazó un sendero de besos a lo largo de su
cuello. Tory soltó un gemido y se apretó aun más contra él.
Alzó luego las manos para apoderarse de sus senos, acariciándole los pezones
con los pulgares a través de la tela de la camiseta. Y se estremeció cuando sintió su
mano palpándole la bragueta y bajándole la cremallera.
Ansioso de verla, le bajó los tirantes del vestido para descubrirle los senos.
Levantándola en vilo, la sentó en el mostrador.
—¡Oh! —gritó Tory cuando Ben se llevó un pezón a la boca.
Lejos de detenerse, le subió la falda del vestido y le separó los muslos.
—Ben… ¿y si aparece alguien? —murmuró mientras él se concentraba en el otro
seno. Para entonces ella ya le había bajado el pantalón y tenía su miembro excitado
bajo sus dedos.
Ben lanzó una mirada a la puerta. Era improbable que se presentara alguien a
una hora tan avanzada, pero lo último que quería era que los interrumpieran en
aquel momento. En dos zancadas se plantó ante la puerta y la cerró con llave.
Cuando se volvió, el corazón se le disparó en el pecho al ver a Tory dispuesta y
esperándolo, con los codos apoyados en el mostrador, ladeada la cabeza…
Sin pronunciar una palabra, se dirigió hacia ella con una feroz sensación de
triunfo. Esa vez sí que Tory no podría despacharlo sin más. La necesitaba tanto como
él a ella.

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***
Tory era incapaz de pensar. Sabía que debería hacer o decir algo, algo
inteligente, ocurrente, algo que le permitiera distanciarse mínimamente de aquella
situación. Pero estaba actuando por puro instinto. Quería sentir la caricia de sus
labios, sus manos sobre su piel… quería sentirlo dentro de ella. Casi sollozando de
necesidad, le desgarró la camisa y lo acercó hacia sí para poder apretar sus senos
contra su pecho.
—Sí —susurró mientras los dedos de Ben alcanzaban el borde de encaje de su
braga.
¿Cómo podía negar lo que su cuerpo tanto necesitaba y sólo Ben podía darle?
Sólo Ben. Aquel pensamiento la estremeció. El recuerdo de lo que él había intentando
decirle aquella mañana consiguió apagar su ardor. De repente fue completamente
consciente del lugar donde se encontraban, de lo que estaban haciendo y de lo mal
que se sentiría si seguía adelante.
—Ben, no puedo hacer esto —dijo mientras se subía los tirantes del vestido.
Ambos estaban jadeando.
—Podemos ir a mi habitación —sugirió él.
—No, no se trata de eso. No me parece una buena idea.
—Pero sí te lo parecía hace cinco segundos.
Tory se obligó a adoptar un tono de mujer de mundo, experimentada.
—Mira, no era mi intención provocarte. Supongo que me he dejado arrastrar
por la excitación de nuestra competición…
—Ya —se apartó de ella, tenso.
Tory se bajó del mostrador como si hiciera esas cosas todos los días.
—Lo de anoche fue estupendo, pero tengo una regla al respecto —improvisó.
—¿De veras?
—Sí. Procuro… no complicarme la vida. Prefiero limitar este tipo de cosas a una
sola noche. Así la otra persona no se lleva una idea equivocada.
—Claro. Porque ninguno de los dos querría que sucediera algo así —repuso
Ben con un tono curiosamente rotundo.
—Exacto. Sabía que lo comprenderías.
Ben le lanzó una sombría e inescrutable mirada antes de darle la espalda y
pasarse una mano por el pelo. Tory sabía exactamente cómo se sentía: su propio
cuerpo estaba suspirando por sus caricias. Nunca se había considerado una mujer
especialmente sensual. Disfrutaba con el sexo, pero sólo Ben podía excitarla hasta el
punto de hacerla olvidarse de todas sus inhibiciones. Sólo Ben.
Su resolución se reforzó. Había hecho lo justo, lo adecuado. Mal que le pesara a
su propio cuerpo.

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—Tengo cosas que preparar —dijo con tono ligero—. Mañana tenemos la
excursión a la isla, ¿recuerdas?
Al día siguiente tomarían el ferry de San Martín a Anguilla, el hogar de Ben,
que impartiría la sesión en su restaurante. La excursión había sido incorporada al
programa después de que Ben sustituyera a Jacques St. Clair.
—Es una excursión. ¿Qué es lo que hay que preparar?
Desesperada por salir de allí, decidió ignorarlo: recogió su chaqueta de chef y se
dirigió hacia la puerta. Sintió un cosquilleo en la nuca, consciente en todo momento
de su mirada. Contuvo el aliento, a la espera de que la llamara… pero no lo hizo.
Una vez fuera de la sala, se llevó una mano al pecho. El corazón le latía a toda
velocidad.

Ben limpió el mostrador y fregó las dos planchas. Todavía no se había


recuperado del episodio con Tory. Y no tanto por su rechazo… aunque algunas
partes de su cuerpo no estaban muy contentas al respecto. Lo que lo había dejado
más impactado era lo que había sucedido cuando la besó. Lo había hecho para
demostrarle, tanto a ella como a sí mismo, que lo de la noche anterior no había sido
un efecto de su imaginación, sino una experiencia maravillosa, inefable.
O quizá había estado esperando demostrarle precisamente lo opuesto. En aquel
momento se sentía tan contrariado que no tenía ni idea de lo que quería ni de cómo
se sentía. Lo único que sabía era que en el instante en que la había tomado en sus
brazos… se había perdido por completo.
Frunció el ceño mientras vaciaba el fregadero y ponía las planchas a secar.
Nunca en toda su vida había perdido el control con una mujer y la experiencia no le
gustaba nada. Se sentía confuso. Desorientado.
Apagó las luces de la sala y cerró con llave. Ya se disponía a volver a su
camarote cuando la perspectiva de quedarse a solas con sus propios pensamientos le
hizo cambiar de idea. En lugar de ello, enfiló hacia el club Emperador con la
esperanza de ver a Nikolas y a Helena.
Una rápida mirada al salón le confirmó que no estaban: debían de haberse
marchado. Al ver una banqueta vacía en la barra, se encogió de hombros. Qué
diablos… En aquel instante nada le parecía peor que volver a la soledad de su
camarote.
Apenas había probado su coñac cuando una atractiva rubia le sonrió
provocativamente desde el otro extremo de la barra. Automáticamente le hizo un
rápido examen: esbelta, bronceada, de grandes ojos castaños; de unos veinticinco
años, quizá un poco más. Y con ganas de divertirse.
Seis meses atrás, se habría sentado a su lado sin dudarlo. Pero, para bien o para
mal, Eva había revolucionado su vida. Y Tory parecía haber rematado la faena.

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No queriendo parecer grosero, alzó su copa hacia ella en silencio pero no se


movió. Minutos después la rubia se había sentado a su lado.
—Hola, me llamo Jenna.
—Y yo Ben.
—¿Puedo invitarte a una copa, Ben?
Había mirado bien lo que ella le estaba ofreciendo cuando se acercó: su
minivestido rojo que dejaba poca cosa a la imaginación. Y aun así no se animó. Más
bien al contrario.
Si no se hubiera sentido tan inquieto, habría sido hasta divertido. Conocía a
tipos que habrían pisado cristales rotos con tal de sentarse al lado de una mujer como
Jenna. Diablos, ni siquiera tenía que hacer nada: era ella la que lo estaba invitando a
una copa. Tenía delante de sí una noche de diversión, si quería aprovecharla.
Y no había ninguna razón para no hacerlo, pero lo cierto era que no quería. La
única mujer con la que deseaba acostarse esa noche era Tory. Para bien o para mal.
—No, gracias, Jenna. Estaba pensando en retirarme después de tomarme esta
copa.
La sonrisa de Jenna se tornó aún más traviesa.
—Bueno, una retirada temprana también es una buena perspectiva…
Ben gruñó para sus adentros. Tenía mucha práctica en aceptar proposiciones de
mujeres, pero no en rechazarlas. Se le ocurrieron varios pretextos, pero finalmente
optó por la sinceridad.
—Estoy liado con alguien —dijo a manera de disculpa.
Jenna se encogió de hombros y se bajó de la banqueta.
—Bueno, tenía que intentarlo…
Ben la observó mientras volvía al otro extremo de la barra, contoneando su
espléndido trasero. Sacudiendo la cabeza, apuró su coñac. Quizá estuviera perdiendo
realmente el juicio.

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Capítulo 10
Tory lo encontró a medianoche, justo cuando ya se estaba frotando los ojos de
cansancio. La noche anterior apenas había dormido, por razones obvias, y estaba
revisando la correspondencia de su hermano cuando tropezó con el nombre.
Anneisha. En la carta, Michael le hablaba de una excursión que había hecho con
una guía local llamada Anneisha. La mujer lo había dejado «cautivado». No decía
más, pero era suficiente. Era el único nombre de mujer que había mencionado en sus
cartas, lo que por fuerza tenía que significar algo. Miró la fecha: diez de mayo. La
avioneta de Michael se había estrellado en octubre. Tiempo más que suficiente para
empezar una reacción con aquella mujer.
Tenía un brillo de esperanza en los ojos cuando se miró en el espejo del cuarto
de baño, mientras se cepillaba los dientes. Tenía un lugar, un nombre y una
fotografía. Lo único que necesitaba era un poco más de suerte…
Cuando se abrazó a la almohada y cerró los ojos, sus pensamientos volvieron
inevitablemente a Ben. Si se dejaba llevar, podía revivir el calor de sus manos sobre
su piel… pero no pensaba hacerlo. No era ninguna estúpida. Y masoquista tampoco.
Al rechazarlo, había tomado la decisión más adecuada. Definitivamente.
Una mala noche de descanso fue la recompensa que recibió por su capacidad de
autocontrol, y se despertó inquieta e irritable. Lo primero que pensó antes incluso de
levantarse de la cama fue que ese día iba a visitar el hogar de Ben. Conocería su
restaurante, lo vería interactuar con su plantilla y sus clientes, llegaría a conocerlo un
poco más. Sentada en la cama, se pasó una mano por su maraña de rizos. Estaba
nerviosa. Lo cual era estúpido e irracional. Porque Ben no significaba nada para ella.
Nada.
Procurando dominarse, se duchó, se vistió y se peinó en un tiempo récord.
Tendría que estar de regreso en el puerto a las once para encargarse de la excursión a
Anguilla, en ferry. Una vez allí, un autocar los llevaría al Café Rendezvous. Antes de
eso, todo el tiempo sería suyo. Un tiempo que utilizaría para intentar encontrar al
pequeño de la foto.
Pero el barco atracó a las nueve, y dos horas no daban para peinar la isla en
busca de un niño. De hecho, viendo las cosas de manera realista, aquél podría ser el
final de su búsqueda. Si no encontraba ninguna pista, tendría que renunciar. Como
quizá debería haber hecho el primer día, cuando descubrió la fotografía en el
periódico…
Se disponía a abandonar el camarote cuando vio el colgante de plata. Vaciló,
recordando la conversación que había tenido con Tracy el día anterior. Le había
dicho que no había querido ni el colgante ni lo que representaba… pero que aun así
lo había llevado durante todo el crucero. Lo tocó, vacilante. Se había acostumbrado a
él: ésa fue la única razón por la que decidió ponérselo.
Acababa de abrir la puerta cuando descubrió a Tracy en el umbral, con la mano
levantada como si hubiera estado a punto de llamar.

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—Hola, Tracy. Precisamente me marchaba ahora mismo.


Tracy bajó la mirada a su mano, que todavía seguía en el colgante, antes de
mirarla a los ojos.
—Oh, hola. Venía a preguntarte si querías asistir a la fiesta que estamos
preparando las chicas y yo esta noche, después del espectáculo, en nuestros
camarotes. Una fiesta de chicas, para hablar de nuestras cosas. Nos haremos la
manicura y habrá tarta y todo… ¿qué me dices? —inquirió, esperanzada.
Tory fue incapaz de decirle que no. Aquella mujer tenía algo triste y vulnerable
en la mirada que la conmovía profundamente. Después de la conversación del día
anterior, Tory sabía que esa tristeza tenía mucho que ver con su hijo.
—Claro. Suena divertido. Dime a qué hora y dónde —después de escuchar las
explicaciones de Tracy, se apresuró a disculparse—. Perdona, pero solamente
dispongo de dos horas antes de salir para el restaurante de Ben… y tengo algunas
cosas que hacer primero.
—No hay problema. Nos veremos después.
Nada más desembarcar, consultó su mapa. Confiando en que sabría encontrar
la calle donde Matt Striker había fotografiado al pequeño, se internó en el corazón de
Philipsburg.

Tracy pasó la mañana felicitándose de que Tory hubiera aceptado asistir a la


fiesta. Sus compañeras del cuerpo de baile solían organizar una en cada crucero
como válvula de escape de las inevitables tensiones que surgían a bordo. Ya sabía
cómo sería: las chicas haciéndose la manicura unas a otras, hablando de sexo y de
parejas, comiendo chocolate. Hurtarle el colgante en esas condiciones sería como un
juego de niños, y después le resultaría fácil argumentar que simplemente se había
extraviado.
Ése era su estado de ánimo cuando Janice, su coordinadora, le pasó una
llamada en medio del ensayo.
—Es para ti, Tracy.
Inmediatamente el estómago se le encogió de miedo.
—¿Sí? —se retiró a una esquina—. Soy Tracy.
—Soy yo.
Reconoció la voz enseguida: sus peores temores se vieron confirmados. Era Sal.
—¿Qué pasa? ¿Se encuentra bien Franco?
—Tranquila, está perfectamente. Tengo a un tipo dispuesto a recoger ese
colgante. Tendrás que dejar el barco esta tarde y dirigirte a un local llamado La
Laguna Azul, en la parte vieja de la ciudad.

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—Pero todavía no lo tengo… no lo tendré hasta esta noche —le confesó,


nerviosa.
—Se suponía que tenías que haberlo conseguido ayer.
—No tuve oportunidad —mintió, recordando el baño que se había dado con
Tory en la playa. Retrospectivamente, le parecía una estupidez haberse dejado
arrastrar por el sentimiento de camaradería que había surgido entre ellas. A Tory no
le debía lealtad alguna. Su hijo era lo único importante.
Sal maldijo entre dientes.
—Eres una maldita inútil, ¿lo sabías?
—Yo no me ofrecí para este trabajo —replicó, acalorada—. Yo no soy una
ladrona.
Sal juró de nuevo y Tracy recordó su amenaza de arrebatarle a Franco para
siempre. No debería haberle respondido así.
—Olvídalo —le espetó Sal—. Estás despedida. No puedo permitirme más fallos.
—¿Qué quieres decir? —inquirió, aterrada—. ¿Qué pasa con Franco?
—¿Para qué lo preguntas? Ya conoces las consecuencias.
—¡Sal, no! Lo he intentado por todos los medios, de verdad… Tú no sabes lo
que es esto. Yo no he robado nada en toda mi vida. No es fácil… Dame otra
oportunidad. Te lo conseguiré, te lo juro —le suplicó, renunciando a la poca dignidad
que todavía le quedaba.
—Eres demasiado incapaz. Tengo algunos amigos en San Martín que me deben
un favor. Sólo tienes que darme la descripción de la mujer que tiene el colgante.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?
—Nada que sea de tu maldita incumbencia —replico, amenazador—. Dame la
descripción.
Tracy se mordió el labio. Estaba segura de que Sal terminaría haciendo daño a
Tory.
—¿Quieres volver a ver a tu hijo o no?
Le entraron ganas de vomitar cuando pensó en Tory amenazada por esos
matones. Pero no tenía más remedio.
—Es alta y delgada, veintitantos años. Pelo rubio y rizado. Se parece un poco a
Meg Ryan. Pero hoy se pasará todo el día de excursión, Sal. Tiene que llevar a un
grupo de pasajeros a un restaurante de Anguilla. ¿Por qué no me dejas que lo haga a
mi manera? Te garantizo que para mañana por la mañana tendrás el colgante.
—A veces me pregunto de qué lado estás, Tracy. Cualquiera diría que no
quieres asegurar el futuro económico de tu marido y de tu familia.

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«Tú no eres mi marido más que de nombre», quiso gritarle. La había estado
chantajeando durante semanas, obligándola a hacer cosas que odiaba. Y sabía que ni
Franco ni ella verían nunca un céntimo del dinero que pensaba conseguir a cambio
de aquel colgante. Pero, como siempre, Sal tenía un triunfo en la manga: su hijo.
—Estoy dispuesta a hacer lo que quieras, ya lo sabes —murmuró, deprimida.
—Ya lo sé. Sólo quería asegurarme de que lo recordaras tú —y colgó.

Tory sabía la respuesta de la mujer antes incluso de que pudiera explicarle lo


que quería y mostrarle la fotografía del niño. Llevaba casi dos horas recorriendo las
calles de Philipsburg enseñando la foto a todo el mundo y buscando a una tal
Anneisha. Nada. Todo había sido en vano.
La mujer de la oficina del ayuntamiento contempló la fotografía durante varios
segundos antes de negar con la cabeza.
—No lo conozco, lo siento.
—¿Tienen ustedes algún registro de nacimientos y defunciones que pueda
consultar? —inquirió Tory, a la desesperada.
—¿Sin un nombre? —la miró como si estuviera loca.
Tory se ruborizó, avergonzada.
—Perdone. Gracias por su tiempo.
Abandonó la oficina y regresó al bullicio de las calles. Por un instante se quedó
de pie, paralizada en medio de la corriente de turistas, contemplando el rostro del
niño por última vez.
Había estado tan segura… Pero se había equivocado. Había estado
persiguiendo una fantasía. Un recuerdo, que era lo que siempre sería Michael. Había
muerto y tenía que aceptarlo de una vez. En un impulso, hizo una bola con la
fotografía y la arrojó a una papelera.
Ya estaba. Todo había terminado. Procuró no pensar en nada mientras se dirigía
de vuelta al barco. Después de todo, nada había sucedido. Había perseguido una
quimera durante días, eso era todo. Era estúpido sentirse como si hubiera perdido
algo importante.
Se obligó a sonreír al grupo de pasajeros que se había reunido en el muelle,
esperando el ferry para Anguila.
—Hola a todo el mundo. El ferry está atracado al final del muelle, así que
vamos para allá. Ben se ha adelantado para preparar el terreno, así que nos
encontraremos allí con él.
Detectó varias miradas de decepción en unas cuantas pasajeras, lo cual no le
extrañó. De repente se quedo sorprendida al descubrir a Tracy entre el grupo y se
acercó a ella.

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—No me habías dicho que venías.


—Oh, no sabía si podría saltarme el ensayo, pero a última hora se suspendió
y…
Estaba pálida y nerviosa. Tory la tomó cariñosamente del brazo mientras
caminaban.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Sólo un poco cansada, supongo —sonrió levemente.
Tory estaba convencida de que había algo más, pero no podía obligarla a que se
lo confesara.
—Bueno, me alegro de tenerte conmigo…
Una vez a bordo del ferry, apenas habían pasado unos minutos cuando
distinguieron Anguilla. Tory se acercó a la barandilla para disfrutar de la vista.
Aquél era el hogar de Ben. Tal vez incluso llegara a conocer a sus padres. Por las
pocas veces que Ben le había hablado de ellos, eran muy simpáticos y estaban
siempre dispuestos a socializar con los clientes, con lo que era posible que se
acercaran a saludar a los pasajeros.
No podía estar de un humor más melancólico. Gran parte de la culpa la tenía su
renuncia a seguir buscando al pequeño, pero su tristeza también tenía mucho que ver
con lo ocurrido con Ben. Había empezado aquel crucero llena de esperanzas y de
expectativas, que poco a poco se habían ido estrechando hasta desaparecer.
La vista de Ben esperándolos en el puerto cuando atracó el ferry fue como la
guinda de un día desquiciante. Parecía un pirata, con los vaqueros arremangados
descubriendo sus fuertes pantorrillas, su camiseta de marinero y su cabello
despeinado por el viento. El pulso se le disparó, pero se obligó a adoptar una
expresión de indiferencia.
—Hola, Tory.
—Hola, Ben.
Subieron todos al autocar que había contratado la agencia de cruceros. Tory
mantuvo impasible su sonrisa mientras Ben se dedicaba a flirtear con las pasajeras
que se habían apresurado a rodearlo, como si formaran un club de admiradoras. Era
absolutamente encantador. Pero eso siempre lo había sabido Tory.
La primera imagen del Café Rendezvous le quitó el aliento. El autocar dobló
una curva de la carretera de la costa y la bahía se abrió ante ellos, con el restaurante
encaramado en la ladera de lo que parecía un antiguo volcán. El edificio tenía un
diseño curioso, insólito: inmediatamente le recordó una pagoda elevada, dominando
el mar. Tory había visto una arquitectura parecida en Bali. Levantado sobre pilares
de madera, el restaurante tenía terrazas por los cuatro costados, a modo de verandas,
con ventanas altas hasta el techo.
—Dios mío, qué maravilla —comentó una pasajera a su lado.

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Tory intercambió una sonrisa con la mujer. Sí, era toda una belleza.
Inmediatamente sintió la mirada de Ben y se volvió hacia él.
—Es precioso.
De pronto descubrió un pequeño cobertizo escondido entre los pilares del
edificio. Una sonrisa de deleite se dibujó en sus labios.
—Es el chiringuito de tus padres, ¿verdad?
Ben frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Me hablaste de él años atrás, en el Instituto —respondió. Sólo en ese
momento tomó conciencia de lo revelador que resultaba que recordara aquella
conversación después de tanto tiempo.
La mirada que le lanzó Ben tenía una extraña intensidad.
—Debió de costarte mucho levantar el edificio alrededor del chiringuito.
—Lo trasladamos durante la construcción, y luego volvimos a trasladarlo al
emplazamiento original.
Tory continuó admirando el edificio mientras una de las admiradoras de Ben
tomaba el relevo de la conversación. Aquel hombre no dejaba de sorprenderla. Cada
vez que creía conocerlo, volvía a desconcertarla con un nuevo aspecto de su
personalidad.
Se quedó atrás mientras los pasajeros subían las anchas escaleras y se internó
bajo los pilares para examinar el humilde chiringuito de la familia Cooper. La
madera estaba muy gastada, pero el letrero de la ventana todavía resultaba visible:
Café Rendezvous, la mejor comida isleña de todo el Caribe. La primera noche que se
acostaron juntos, Ben le había hablado de aquel pequeño negocio con tanto orgullo,
con tanta nostalgia…
Le había hablado del talento de su madre para preparar el marisco, y de su
padre para elaborar sus exquisitas salsas, y de las colas de clientes que solían
formarse en la temporada turística, porque todo el mundo sabía que la mejor comida
isleña era la del Café Rendezvous. Su amor por aquel lugar había estado presente en
cada una de sus palabras. Apoyándose en la pared de tablas, permaneció durante un
buen rato mirando la playa y el mar que habían formado parte inseparable de la
infancia y adolescencia de Ben y de su iniciación en la cocina.
Una vez más no pudo evitar comparar todo aquello con las modernas y
sofisticadas instalaciones a las que ella había estado acostumbrada desde siempre.
Nada más distinto de aquel humilde chiringuito que el lujoso restaurante de su
padre. Ben y ella pertenecían a mundos opuestos.
Bruscamente se dio cuenta de que se había entretenido demasiado y se apresuró
a subir. Como sospechaba, el comedor del restaurante era soberbio: vigas vistas,
mesas de maderas nobles, cómodas mecedoras de sabor isleño y enormes maceteros
de plantas tropicales creaban un ambiente deliciosamente íntimo y acogedor.

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Se sintió ridículamente feliz mientras contemplaba todo aquello: desde el


sencillo uniforme de la plantilla, camisa blanca y pantalones caqui, hasta la elegante
vajilla y cristalería, pasando por la música tranquila y relajante. Todo era perfecto.
Sólo la voz de Ben procedente de la cocina la sacó de aquel ensueño: ella no tenía
ningún derecho a sentirse orgullosa de aquel lugar. El simple pensamiento resultaba
ridículo. Sacudiéndose aquella absurda sensación, se reunió con el resto del grupo.
—La especialidad de hoy es tortuga fresca. No lleva una preparación muy
complicada. Si hay una regla en Rendezvous, es la de dejar a la naturaleza que haga
la mayor parte del trabajo. Con productos frescos y de temporada, lo único que tiene
que hacer el chef es dejar vía libre a los ingredientes —explicó Ben—. Intenten
recordar eso cuando se pongan a cocinar en sus casas.
Vio que al fin Tory se reincorporaba al grupo. La había echado en falta desde
que entraron al restaurante, pero había estado demasiado ocupado haciendo de guía
para salir a buscarla. Habría dado cualquier cosa por ver su expresión cuando entró
al comedor. La mirada de asombrado deleite que descubrió en sus ojos mientras
contemplaba el edificio resultaría especialmente difícil de olvidar.
Se dio cuenta de que quería que le gustara su restaurante. O, mejor dicho, que
lo admirara. Y no porque quisiera compararse con el famoso Le Plat de su padre o
porque todavía quisiera demostrarle algo. No. Simplemente quería que disfrutara
con el local en el que había volcado su vida. Aquel lugar representaba lo que era, el
hombre en el que se había convertido. Los criterios que había utilizado para elegir y
preparar a sus empleados, la cordial y respetuosa relación que mantenía con ellos, la
agradable y cómoda informalidad de aquel comedor... todo ello reflejaba fielmente
su personalidad. Y de repente parecía haberse convertido en una urgencia que Tory
viera en él algo más que un cuerpo apetecible o un nostálgico viaje a la memoria. No
podía quitársela de la cabeza. Y estaba empezando a preguntarse si acaso quería
realmente hacerlo...
Consciente de que se estaba internando en un territorio peligroso, volvió a
concentrarse en los pasajeros.
—Philippe está sazonando la tortuga con ajo, aceite de oliva, laurel y una pizca
de nuestra secreta mezcla de especias locales —explicó mientras veía trabajar a su
cocinero de confianza—. Lo siento, pero no puedo revelarles el secreto... Cuando
termine, colocará los filetes en una bandeja y la meterá en el horno durante siete
minutos exactos. Ni un segundo más, para no secar la carne.
Ben introdujo a Philippe en la conversación, animándolo a que aportara sus
comentarios. Diez minutos después, el joven cocinero explicaba a los pasajeros el
almíbar de plátano y ron que estaba preparando. Dejándolo a cargo del grupo, Ben se
metió en su despacho para revisar las cartas y mensajes que había recibido durante
su ausencia.
Se detuvo en seco cuando vio a Danique sentada en el sillón de su mesa, con
Eva en los brazos.
—Hola. ¿Qué haces aquí? —le preguntó, e inmediatamente se arrepintió de su
tono.

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—Le pedí a tu madre que me cuidara a Eva esta mañana, y quedamos en que la
recogería aquí —le explicó Danique—.Tus padres acaban de marcharse. Tu madre
tenía una cita urgente.
—Ya.
Los padres de Ben se habían quedado destrozados por la revelación de que Eva
no era su nieta, pero su madre le había dejado claro que pensaba mantener la
amistad que tenía con Danique. Como el propio Ben, había sido incapaz de renunciar
a su amor por la pequeña.
—Eva te echa de menos, ¿sabes? —le dijo Danique—. Hoy he tenido que
comprar la marca de tu loción y ponerle un poco en la manta para conseguir que se
durmiera.
Ben se la quedó mirando fijamente. ¿Qué quería ella que le dijera? ¿Que echaba
terriblemente de menos a Eva? ¿Que aquel bebé había dejado un agujero en su alma
del tamaño del Gran Cañón del Colorado?
Danique pareció darse cuenta de su reacción.
—Lo siento. No sabía que estarías hoy aquí. Ya sé que Eva y yo necesitamos
acostumbrarnos a no tenerte siempre con nosotras.
—¿Qué quiere decir eso? —frunció el ceño—. No me digas que Monty está
eludiendo sus responsabilidades.
—No, no. Es que… bueno, tiene que ocuparse de su negocio y además tiene
tantas cosas en la cabeza…
Ben podía imaginarse perfectamente la clase de padre que sería Monty. Pero
Danique había hecho su elección. No tenía sentido culparla por el hecho de que
Monty fuera el padre biológico de Eva. No pudo evitar pensar en lo que habría
pasado si Danique no le hubiera confesado la verdad y hubiera seguido viviendo en
la ignorancia. La conclusión era inevitable: no le habría importado. Porque lo
importante era el amor que le profesaba a aquella criatura.
El timbre de un teléfono interrumpió aquellas reflexiones. Danique intentó
buscarlo en su bolso mientras sostenía a Eva con el otro brazo. Por puro impulso, Ben
se adelantó para tomar a la niña y Danique le sonrió agradecida.
—Monty —dijo una vez que logró contestar la llamada.
Ben estaba demasiado absorto en la sensación de volver a tener a Eva en sus
brazos para preocuparse de escuchar la conversación. Incluso perdió la noción del
tiempo y se sorprendió cuando Danique le tocó un brazo para indicarle que se salía
del despacho para continuar con lo que parecía ser una acalorada discusión con
Monty.
—¿De verdad que has echado de menos a tu papi, preciosidad? —susurró,
emocionado, mientras la apretaba contra su pecho y aspiraba su aroma. Le encantaba
su olor.
Si no hubiera oído el crujido de las tablas del suelo, nunca se habría girado en
redondo para descubrir la expresión de sorpresa de Tory.

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Se lo quedó mirando fijamente, pálida como la cera.


—¡Me dijiste que no era tuya! ¿Qué clase de hombre puede mentir acerca de
algo así? Dios mío… ¿pensabas que no me acostaría contigo si me lo contabas?
—Tory, no es lo que parece…
Pero Tory ya se marchaba del despacho… pasando al lado de Danique, que
acababa de entrar detrás de ella.

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Capítulo 11
Maldiciendo entre dientes, Ben le entregó la niña a Danique.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó ella—. He interrumpido algo, ¿verdad?
Ben negó con la cabeza y salió detrás de Tory. No se detuvo a preguntarse por
qué le resultaba tan importante que entendiera la verdad sobre Eva. Una semana
atrás, no le habría importado que se hubiera llevado una opinión equivocada sobre
él. Pero desde que subió a bordo del Sueño de Alexandra habían cambiado muchas
cosas.
La siguió fuera del edificio, escaleras abajo, hasta la playa. Tenía una expresión
tan confusa y decepcionada que no pudo evitar agarrarla de los hombros.
—No es mi hija, Tory. Sé que ha podido parecerte otra cosa, pero es verdad.
—Has dicho «papi»… te he oído —le recordó con tono acusador—. Sé que crees
que soy una maldita ingenua, pero no he nacido ayer.
—Escúchame bien: durante seis meses creí que Eva era mi hija. Danique, su
madre, había tenido una aventura con un hombre casado. Ella me dijo que la niña era
mía cuando el tipo se negó a comprometerse. Me engañó.
—No entiendo —frunció el ceño—. ¿Estás diciendo que ella te engañó?
—Sí, eso mismo. Luego Monty se reconcilió con Danique y ella me reveló que
Eva no era mía —se encogió de hombros como para disimular una emoción con la
que todavía no estaba preparado para enfrentarse.
—Ben. Oh, Ben… —murmuró, consternada— ¿tuviste a esa niña durante seis
meses y luego te enteraste de que no era tuya? —se le llenaron los ojos de lágrimas—.
No puedo ni imaginar cómo debiste de sentirte…
—En parte fue por eso por lo que me comporté de una manera tan… imbécil
contigo. Desde el principio, cuando te vi en el barco.
Tory no salía de su asombro.
—¿Quieres decir que hace poco que te enteraste? Dios mío, no me extraña
entonces que fueras tan, tan…
—Ya te lo he dicho. «Imbécil» es la palabra.
—Tenías todo el derecho.
—No contigo. En el instante en que me presenté en el Brown's de Nueva York
para trabajar con ellos y vi sus caras… comprendí que te habías enterado de lo de la
apuesta. Y supe que quien se había equivocado había sido yo. Sólo que he tenido que
madurar unos cuantos años para reconocerlo ante ti y ante mí mismo.
—No, yo debí haberte pedido explicaciones en cuanto me enteré, haberte
gritado, lo que fuera… Pero tengo este orgullo tan estúpido… Es como lo de la
apuesta del jerk chicken. Es como si siempre estuviera intentando probarme a mí
misma… —se interrumpió, sacudiendo la cabeza.

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—Mira, en eso del jerk chicken sí que te doy la razón —bromeó Ben.
Tory esbozó una media sonrisa.
—Lo siento. Lo de la niña, quiero decir. Obviamente la echas mucho de menos
—le puso una mano en el brazo.
Aquel gesto rezumaba tanta ternura y compasión que Ben se emocionó. No
había vuelto a llorar desde que con seis años se cayó de un árbol rompiéndose los
dos brazos… y no iba a romper ahora aquel récord. Desviando la mirada hacia el
horizonte, procuró dominarse.
—Sí, bueno.
—¡Ben!
Se volvieron para ver a Danique a la entrada del aparcamiento. Llevaba a Eva
en una mochila frontal.
—Tengo que irme. Perdona que te interrumpa, pero… ¿podrías echarme una
mano con la caja de cuentos infantiles que me ha regalado tu madre?
Ben pudo sentir la tensión de Tory a su lado: estaba indignada. Por alguna
razón, encontró conmovedora aquella actitud. Poniéndole una mano en el hombro
con gesto tranquilizador, contestó a Danique:
—Claro. ¿Dónde está?
—En tu despacho.
Ben apretó cariñosamente el hombro de Tory antes de retirarse.
—Será mejor que vayas a sentarte al comedor. La comida se servirá dentro de
poco.
Tory asintió, pero seguía mirando ceñuda a Danique. Curiosamente conmovido
por aquella actitud, Ben volvió al restaurante sintiéndose mejor de lo que se había
sentido en mucho tiempo.

Tory se volvió para seguir a Ben, pero no había terminado de subir la escalera
cuando oyó la exclamación de disgusto de Danique. A la mujer se le había caído al
suelo la bolsa del bebé, con todo su contenido. Apretando a la niña contra su pecho,
se había agachado trabajosamente para intentar recogerlo.
Tory suspiró, resignada. No profesaba ninguna simpatía a aquella mujer por la
manera en que había tratado a Ben. Pese a ello, decidió ayudarla.
—Espera —le dijo mientras bajaba las escaleras—. Ahora te ayudo.
Danique le lanzó una mirada cargada de curiosidad.
—Si no te importa… Eva pesa cada vez más.
Tory evitó mirarla mientras se agachaba para recoger las cosas del bebé.
—Eres amiga de Ben, ¿verdad? —le preguntó Danique segundos después.

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—Fuimos compañeros de estudios —repuso secamente.


—Oh, yo creía que salíais juntos. Necesita estar con alguien.
—¿Y eso por qué?
—¿Te ha contado lo de Eva?
—Sí.
—Ya. Y te estarás preguntando por la clase de mujer que soy. Yo también me lo
he preguntado, pero hice lo que hice por el bien de mi hija. No es fácil criar a un bebé
sola. Tengo una amiga que lucha con ello cada día, así que sé cómo es. Nadie te
ayuda cuando te pones enferma, ni te ayuda a hacer la compra, los recados… Si se lo
oculté a Ben fue porque quería darle a Eva todos los cuidados que se merecía.
Pero Tory no parecía nada convencida.
—Ben quiere a esa niña con toda su alma.
—Sí, lo sé. Y algún día será un padre maravilloso —afirmó Danique con tono
triste.
El ruido de unos pasos interrumpió su conversación.
—¿Qué diablos ha metido mi madre aquí dentro? —exclamó Ben, cargando con
la caja—. Pesa una tonelada.
A Tory no le pasó desapercibida la especulativa mirada que les lanzó. A buen
seguro que se estaría preguntado por lo que habían hablado durante su ausencia.
—Son cuentos antiguos, de tapa dura; eso me dijo tu madre.
Dado que todavía cargaba con cosas de la niña, Tory los acompañó hacia el
coche, una ranchera con una silla de bebé en la parte de atrás. Ben metió la caja en el
maletero y se hizo a un lado mientras Danique aseguraba a Eva en la silla. Tory
podía ver que se moría de ganas de tocarla. Aquello le desgarró el corazón, al tiempo
que aumentó su indignación contra aquella mujer.
Tan distraída estaba en sus pensamientos que casi se perdió lo que dijo Danique
una vez que arrancó el coche.
—Le he pedido a Anneisha que me cuide a Eva los miércoles que tengo curso,
pero si quieres encargarte tú, es toda tuya.
—No —contestó Ben—. Mejor que hagas tus propios planes.
Tory se quedó mirando el coche mientras se alejaba, tensa como una cuerda de
piano.
—¿Ha dicho Anneisha? ¿Conoce a alguien que se llame así?
—Es una amiga suya. Una antigua compañera de colegio, creo.
—¿Solía trabajar de guía turística? Y… ¿tiene un niño? —te preguntó,
llevándose una mano a la boca.
—Tory, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien?
—¿Tiene un niño? —insistió, agarrándose a su brazo.

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—Sí. Es madre soltera.


Soltándolo inmediatamente, se tapó la cara con las dos manos. Había
encontrado a Anneisha. Lo que quena decir que quizá había encontrado también al
hijo de Michael.
—Necesito verla. Necesito verlos a los dos.
—Viven en San Martín, Tory. ¿Quieres explicarme lo que pasa?
De repente se sintió aturdida, mareada. Le flaqueaban las piernas. Miró a su
alrededor buscando un asiento. Como no había ninguno, finalmente se sentó en una
de las rocas del jardín y se abrazó las rodillas.
—¿Te dije alguna vez que tenía un hermano?
—Sí, claro. En el Instituto.
—Michael. Éramos gemelos. Falleció en un accidente de avioneta en Barbados,
hace ocho años. Si he hecho este viaje ha sido en gran medida por él. Era un
enamorado absoluto del Caribe y yo quería ver con mis propios ojos los lugares que
había amado tanto.
—No lo sabía —repuso, consternado—. Debió de ser muy duro…
Tory alzó la mirada hacia él, desesperada por que comprendiera.
—Ben, esto te parecerá una locura, pero hojeando un periódico a bordo del
crucero, encontré la fotografía de un niño en un desfile de carnaval… que era la viva
imagen de Michael. Nada más verla, lo supe… no sé cómo explicarlo. Sentí la
conexión. Tenía sus mismos ojos azules, la misma barbilla… pero lo más importante
era la marca de nacimiento que tenía en el cuello. Todos los varones de mi familia
tienen esa marca.
—¿Crees que ese niño es el hijo de tu hermano? —preguntó, incrédulo.
—En las cartas que enviaba a casa, mencionó a una mujer llamada Anneisha.
Parecía muy encariñado con ella. ¿Es posible que estuviera embarazada cuando él
murió?
Era más una súplica que una pregunta, y Ben se la quedó mirando durante un
buen rato.
—Tory, eso es altamente improbable. Tienes que ser consciente de ello.
Anneisha no es un nombre infrecuente en estas islas.
—No puedo volverme a casa sin haber intentado antes encontrar a ese niño.
Porque… ¿y si tengo razón? ¿Y si mi hermano dejó un hijo detrás? —se le quebró la
voz, y Ben se arrodilló frente a ella.
—Todo esto significa mucho para ti.
Tory se tragó las lágrimas y asintió con energía.
—Era mi hermano gemelo. Si resulta que tuvo un hijo… sería como si no lo
hubiéramos perdido del todo.
—Es esto lo que te ha tenido tan preocupada durante todo el crucero, ¿verdad?

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—Sí.
Se levantó y le tendió la mano.
—Vamos.
—¿Adonde?
—Tú a comer dentro con el resto de los pasajeros. Yo voy a llamar a Danique
para que te organice el encuentro con Anneisha. De paso le haré algunas preguntas.
Un torrente de adrenalina circuló por sus venas ante la perspectiva de que
finalmente pudiera conocer a Anneisha.
Reunirse con los pasajeros cuando lo único que quería era tomar el siguiente
ferry para San Martín fue todo un sacrificio. La soberbia comida que le sirvió el
equipo de Ben contribuyó a tranquilizar sus nervios, pero durante todo el tiempo no
apartó la mirada de la puerta de su despacho, esperando a que apareciera de un
momento a otro con alguna noticia. Al cabo de veinte minutos, reapareció. Tory se
levantó de la mesa y fue a su encuentro.
—Tranquila. Parece ser que el padre de Tarik era un estadounidense que estuvo
trabajando durante un verano en las islas. Le hizo un montón de promesas, pero
cuando se enteró de que estaba embarazada, desapareció. Anneisha nunca más
volvió a saber de el.
—Lo del estadounidense encaja. Y Michael era de la DEA, con lo que no podía
revelarle a nadie cuál era su verdadera profesión, ya que se trataba de operaciones
secretas. Dios mío, probablemente esa mujer ni siquiera conocía su verdadero
nombre, así que cuando se estrelló la avioneta, no pudo relacionar el accidente; con
él. Por eso se pensó que simplemente la había abandonado —se le llenaron los ojos
de lágrimas, y esa vez no hizo nada por contenerlas. Aunque la mayor parte de lo
que había dicho era una pura conjetura, le parecía perfectamente verosímil.
Horriblemente verosímil.
Ben la estrechó en sus brazos y Tory apoyó la cabeza sobre su pecho durante
tanto tiempo que se olvidó del resto de los pasajeros y de la expectación que estaban
suscitando. Se separó, avergonzada. Ben le alzó entonces la barbilla con un dedo.
—Tory, eres consciente de que es más que probable que esa mujer nunca haya
oído hablar de tu hermano, ¿verdad?
—Aun así, quiero verla.
—Lo sabía. Intenté localizarla en su casa de San Martín, pero como no me
contestó nadie, volví a llamar a Dominique. Me dijo que Anneisha suele trabajar aquí
y allá, esforzándose por llegar a fin de mes. Su situación no debe de ser nada fácil.
—Danique me comentó antes que tenía una amiga que era madre soltera. Me
dijo que por ella sabía lo difícil que era tener que arreglárselas sola.
—Debe de ser Anneisha. Según Danique, Anneisha suele recoger a Tarik del
colegio a las tres y media.
Tory miró su reloj.

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—El ferry nos recogerá a las tres. ¿Llegaremos a tiempo?


—Philipsburg no es tan grande. Si el ferry no se retrasa, estaremos allí a la hora.
Tory tardó un momento en registrar el significado de sus palabras.
—¿Estaremos? —inquirió, vacilante.
—Tú no conoces Philipsburg, ¿o me equivoco? Sólo un canalla te enviaría sola
con una misión tan trascendental como ésa.
Se sintió absurdamente decepcionada. Por un instante había llegado a sentir
que Ben estaba realmente a su lado, que no estaba sola. Pero sólo la estaba ayudando
movido por su sentido del deber, no porque la quisiera realmente.
—Claro.
Por segunda vez, le alzó la barbilla con un dedo.
—Y además quiero estar allí contigo, Tory —añadió con tono sincero.
Lo miró a los ojos, con el corazón henchido de gozo.

Tracy vio a Ben y a Tory sentándose muy juntos en el ferry que debía llevarlos
de vuelta a San Martín, hablando en voz baja. Varias veces Ben le había tocado la
rodilla o un brazo con gesto consolador. Algo había entre ellos… pero Tracy ya lo
había adivinado por el comportamiento de Tory en Granada, cuando se negó a
hablar de él.
Miró de nuevo su reloj, contenta de que el día estuviese a punto de terminar.
Una vez que Tory se encontrara de nuevo en el crucero, respiraría aliviada. Siempre
y cuando estuviera rodeada de los demás pasajeros, las posibilidades de que los
compinches de Sal pudieran hacerle daño eran mínimas. Y una vez que el grupo
volviera al crucero, ya no tendría absolutamente nada que temer. Tenía los nervios a
flor de piel. Luego, esa misma noche, ya se encargaría de hacerse con el colgante…
sin que Tory se enterara.
El barco aminoró la velocidad al acercarse a Philipsburg, y Tracy se incorporó a
la cola para desembarcar, teniendo buen cuidado de no perder de vista a Tory en
ningún momento. El pánico la atenazó cuando vio que Ben y Tory se apartaban del
resto de los pasajeros, que ya se dirigían hacia el Sueño de Alexandra. Sin pensárselo
dos veces, se apresuró a seguirlos.
—¡Hey, chicos! ¡Esperad!
No le pasó desapercibida la expresión de impaciencia de Tory cuando se volvió
hacia ella.
—¿Adonde vais? —sabía que probablemente debería haber sido más sutil en su
pregunta, pero ya no podía más. Lo último que quería era que Tory se internara sola
en la población, donde sería vulnerable a los esbirros de Sal.

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—Ben me va a presentar a una amiga —explicó Tory—. Lo siento. Trace. En


otras circunstancias te invitaría a que nos acompañaras, pero es un asunto privado.
—¿Ben te acompañará?
Si Tory se quedaba con Ben… ¿estaría a salvo? Eso esperaba.
—Sí.
Para entonces Ben la estaba mirando con expresión especulativa, y Tracy
disimuló soltando una carcajada.
—Lo siento. Antes de Navidad, uno de los pasajeros tuvo problemas cuando se
internó solo en la población. Sólo… id con cuidado, ¿de acuerdo? —era lo más que
podía hacer sin llegar a traicionarse.
—Estaremos bien, Tracy. El índice de delincuencia de esta isla es muy pequeño
—repuso Ben con tono ligero.
Tracy vio que paraban un taxi delante de la estación marítima y miró a su
alrededor. El lugar estaba plagado de turistas y nadie parecía sospechoso.
Suspirando resignada, se dispuso a volver al crucero. Había hecho todo lo posible
por mantener a Tory a salvo. Esperaba de todo corazón que fuera suficiente.

Tory estaba tan nerviosa que apenas podía permanecer quieta en el taxi que los
llevó a la escuela primaria de Philipsburg. Después de verla cruzar y descruzar sus
piernas una docena de veces, Ben le puso una mano sobre la rodilla con gesto
tranquilizador.
—Relájate. Ni siquiera tienes que hablar con ella hoy. Si el pequeño es quien
piensas que es, podrás romper el hielo con la madre mandándole antes una carta. De
esa manera también ella podrá adaptarse mejor a la situación.
Tory le lanzó una sonrisa agradecida. La estaba ayudando mucho. Y se estaba
comportando como un verdadero amigo.
El taxi se detuvo justo enfrente de la puerta del colegio. Antes de que Tory
pudiera sacar el dinero del bolso, Ben pagó la carrera y la urgió a bajar del vehículo.
—Los niños están a punto de salir y luego dispondremos de una media hora
para volver al barco —le explicó mientras esperaban en la calle.
Tory asintió con la cabeza, pero su mirada parecía atrapada por el humilde
edificio prefabricado que albergaba la escuela, pintado en color verde menta con las
molduras de las ventanas en rosa fuerte. El jardín estaba salpicado de palmeras y
arbustos de flores.
De repente se alzó un coro de risas y una riada de niños empezó a brotar de la
puerta. Tory se retorció las manos, nerviosa. De nuevo Ben, consciente de su
ansiedad, le pasó un brazo por los hombros.
Sólo fue consciente de que estaba conteniendo el aliento cuando empezó a
sentirse aturdida, mareada. Fue observando a cada niño que salía por la puerta,

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pendiente de sentir la conexión que había sentido cuando abrió aquel periódico y vio
la fotografía.
Diez minutos después la riada se había convertido en un goteo de niños, hasta
que salió el último. Tory se quedó sin aliento ante el asombroso parecido con su
hermano. En aquel preciso momento supo, sin la menor sombra de duda, que se
encontraba ante el hijo de Michael. Podía sentirlo en su corazón. En su alma.
—Es él.
—Sí, es Tarik —confirmó Ben—. Ha crecido mucho desde la última vez que lo
vi, pero es él.
—No puedo creerlo. No puedo creer que lo haya encontrado —pronunció,
abrumada. Si ese niño era quien creía que era, sus padres tenían un nieto y ella un
sobrino… y una cuñada. Aunque Michael no hubiera llegado a casarse, Tory estaba
convencida de que se había enamorado de aquella mujer.
Tarik se dirigía hacia la salida cuando alzó la mirada y vio a Ben. Una
encantadora sonrisa se dibujó en sus labios.
—Hola, Ben —lo saludó Tarik.
Tory se quedó paralizada. ¿Qué podía hacer? No podía hablar con el niño, ni
siquiera con Anneisha. No ese día, cuando se sentía tan mareada…
—¿Qué tal, Tarik? —inquirió Ben, haciéndose cargo de la situación.
—Bien. ¿Has venido para pedirle a mi mamá que salga contigo?
Ben se echó a reír.
—¿Por qué dices eso?
—Danique dice que mi madre es la única mujer de la isla con la que no has
salido.
Tory disimuló una sonrisa al ver el azoro de Ben.
—¿Quién es ella? —quiso saber Tarik, mirando a Tory.
Se parecía tanto a Michael que le entraron ganas de reír y llorar al mismo
tiempo. El mismo hoyuelo en la barbilla, la misma nariz, los mismos ojos…
—Mi amiga Tory —explicó.
—Ben, no creo que sea una buena idea… —susurró ella, vacilante.
Justo en ese instante miró hacia atrás, temerosa de que la sorprendieran
hablando con el niño sin el permiso de la madre… y vio a una alta y atractiva mulata
dirigiéndose hacia ellos. La mujer vaciló sorprendida al ver a Tory.
Era Anneisha. Que, a juzgar por su gesto de asombro, había reconocido el
impresionante parecido de Tory con Michael.
—¡Apártate de él! —las perlas que adornaban su cabello trenzado tintinearon
mientras echaba a correr hacia su hijo—. ¿Cómo te atreves a aparecer así, de repente?
—estalló, furiosa.

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—Anneisha —Ben dio un paso adelante—. La culpa es mía. Tory es una amiga
y…
—Sé perfectamente quién es. ¿Crees que no he reconocido el parecido? —
volviéndose hacia ella, le espetó—: Dile a tu hermano que no quiero saber
absolutamente nada de él, ¿entendido?
Antes de que Tory pudiera recuperarse de su sorpresa, Anneisha agarró a su
hijo de la mano y echó a andar hacia el viejo sedán que estaba aparcado cerca.
—Anneisha, no es lo que tú piensas. Michael no me envió para intentar quitarte
a Tarik… —gritó Tory, consciente de lo que debía de haber pensado al verla
acechando a su hijo a la puerta del colegio.
—Mantente alejada de mí y de mi familia —fueron las últimas palabras de la
mulata mientras cerraba de un portazo.
A Tory se le desgarró el corazón cuando vio la expresión preocupada y
sorprendida del niño segundos antes de que el coche se perdiera en la distancia.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —se volvió hacia Ben. No tenía sentido seguirlos.
Aun cuando no hubieran tenido que volver al barco, no tenían ninguna garantía de
que Anneisha fuera a tranquilizarse pronto. Había dispuesto de ocho años para
abrigar su resentimiento y su dolor por las presuntas mentiras y falsas promesas de
Michael.
—De momento, volver al barco —la tomó suavemente de un codo—.
Encontraremos una solución. Te lo prometo.
Estaba tan afectada por lo que acababa de ocurrir que no dijo nada.
Simplemente se dejó llevar.

Ben se maldijo por enésima vez a sí mismo. Michael y Tory habían sido
gemelos: de ahí el parecido familiar tan grande. Y de ahí que Anneisha hubiera
reconocido a Tory nada más verla. Por lo demás, era lógico que la mujer hubiera
reaccionado tan mal: Michael la había dejado embarazada y luego la había
abandonado a propósito, o al menos eso había creído y seguía creyendo ella.
Anneisha tenía todo el derecho del mundo a sentirse asustada y furiosa, sobre todo
teniendo en cuenta la brusquedad con que Tory había aparecido en su vida y en la de
su hijo. Debería haber demostrado un mayor sentido común y no haberse dejado
arrastrar por la pasión de Tory a la hora de confirmar su corazonada. Pero no había
pensado racionalmente. Sólo había podido pensar en una cosa: en desterrar de su
rostro aquella mirada de tristeza. Y ahora, entre los dos, no habían hecho más que
complicar las cosas.
Sabía, por lo que le había contado Danique, que Anneisha era una mujer fuerte
y orgullosa, y sospechaba que a Tory le iba a costar convencerla de que la escuchara.

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—Tengo que contarle lo de la muerte de Michael —murmuró Tory mientras


caminaban, atentos a parar el primer taxi. Ben ya había llamado por el móvil a la
oficina del crucero para asegurarles que llegarían a tiempo.
—Sí.
—Durante todos estos años, esa mujer se ha imaginado a Michael viviendo en
alguna parte, disfrutando, pasándoselo bien, sin pensar para nada ni en ella ni en
Tarik. Y yo tengo que decirle que murió y que lo ha estado odiando sin motivo
alguno… —comentó, deprimida.
Ben le pasó un brazo por los hombros, deseoso de consolarla.
—Todo saldrá bien, ya lo verás. Anneisha se calmará y tú podrás contarle toda
la verdad. A partir de entonces, todo será diferente.
—Lo sé. Yo también lo creo, es sólo que… Anneisha debió de quererlo mucho.
Han pasado ocho años y todavía sufre. Quizá la verdad sea todavía más dura que
pensar que la abandonó…
Ben la miró, conmovido. Acababa de vivir una escena terrible y lo único que le
preocupaba era el bienestar de Anneisha y de su hijo. Nunca había sido plenamente
consciente de lo generosa que era. De repente se dio cuenta de lo mucho que debió
de haber sufrido cuando su padre cerró el restaurante, en lugar de legárselo. Tory, en
cambio, habría hecho cualquier cosa por su familia.
«O por sus amigos», añadió para sus adentros al recordar su indignación
cuando le contó lo sucedido con Danique. Había querido luchar por él, protegerlo. La
estrechó con más fuerza.
—¡Un taxi! —anunció ella, y Ben se apresuró a detenerlo.
El trayecto hasta el puerto duró apenas diez minutos, durante los cuales Tory
no apartó la mirada de la ventanilla, en silencio. Ben se devanó los sesos buscando
algo que decirle para tranquilizarla y aplacar sus temores, pero ya lo había dicho
todo. Tenía derecho a sentirse triste. Todo el derecho del mundo.
El taxista los dejó en un extremo del muelle. Desde allí, Ben podía ver a varios
miembros de la tripulación esperando al pie de la escalerilla a los últimos pasajeros.
—Lo conseguimos —pronunció al fin Tory.
—Ya. Escucha, si no te sientes con ánimos para dar la sesión de esta tarde, yo
puedo impartirla solo —se ofreció—. Así podrás descansar un poco.
—Gracias —sonrió, cansada—, pero estoy bien. En el taxi estuve pensando en
Danique… ¿crees que ella podría hacer de mediadora si le explicáramos la situación?
—A mí también se me había ocurrido. Y no veo por qué habría de negarse.
De repente frunció el ceño. Había estado tan concentrado mirándola,
intentando desentrañar la expresión de sus ojos, que no se había fijado en los tres
hombres que aguardaban a la sombra del almacén más cercano.
En ese momento se desplazaron para cortarles el paso. La adrenalina empezó a
bombear por sus venas. Aquellos tipos no se encontraban allí por casualidad. El más

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corpulento, un mulato calvo, se adelantó con la mirada clavada en Tory. Los otros
dos se concentraron en Ben, con el evidente objetivo de impedir que defendiera a su
pareja.
Se colocó delante de Tory, protegiéndola con su cuerpo.
—No hay problema. Os daremos todo nuestro dinero —dijo mientras se llevaba
una mano a la cartera. No le importaba el dinero. Lo único que quería era que su
pareja no sufriera ningún daño.
Oyó a Tory rebuscar en su bolso. Sin apartar la mirada del calvo, recogió su
cartera y la lanzó al suelo junto a la suya, delante de los matones.
—Ahí tenéis. Y ahora marchaos.
El calvo se limitó a sonreír. Ben cerró los puños.
—¡Corre, Tory! —le ordenó justo cuando el mulato se disponía a atacarlo.
No tuvo tiempo de volverse para asegurarse de que había cumplido su orden,
porque se lanzó de cabeza contra el plexo solar del matón… que apenas sintió el
golpe. Consiguió esquivar el primer puñetazo, pero no tuvo suerte con el segundo,
que hizo impacto en su mandíbula.
Acababa de responder con otro cuando oyó gritar a Tory y se dio cuenta de que
no había escapado.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó. Acorralada contra la pared del almacén, estaba
forcejando con otro de los matones.
Ben pagó bien cara la distracción, porque el calvo aprovechó para atraparlo
entre sus brazos y levantarlo en vilo. Sin embargo, la visión de Tory en peligro le dio
fuerzas suficientes para liberarse de un tirón, desesperado por defenderla. El matón,
viéndolo acercarse, dio un empujón a Tory, que cayó al suelo.
Una fracción de segundo después, Ben estaba encima del matón, moliéndolo a
golpes como un poseso. Apenas fue consciente del ruido de pasos que se acercaba
por momentos. El matón se escabulló y Ben sintió una nueva punzada de rabia
cuando vio a Tory todavía en el suelo, defendiéndose a patadas de los otros dos
atacantes.
Justo en ese instante aparecieron los tripulantes del crucero, que se
incorporaron a la pelea. En cuestión de segundos los matones se alejaban a todo
correr muelle abajo.
—Hay que llamar a la policía —dijo Ben, sacudiéndose una mano para aliviar el
dolor de los nudillos.
—Alguien los ha avisado ya, aunque dudo que los encuentren.
Se apresuró a reunirse con Tory, que ya estaba siendo atendida por dos
miembros de la tripulación. Estaba jadeando y tenía un arañazo en una mejilla. Se le
había desgarrado la pechera de la blusa, revelando su delicado sujetador de encaje.
Pero lo peor era la mirada de terror de sus ojos.

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Le tomó las manos y se las apretó con fuerza. El pecho todavía le dolía por lo
cerca que había estado de perderla. Habría podido suceder cualquier cosa. Sin
pronunciar palabra, la levantó en brazos.
—Ben… —susurró con la voz quebrada, aferrándose a su camisa.
—Lo sé —le dijo, estrechándola contra su pecho con todas sus fuerzas—. Lo sé.

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Capítulo 12
Tory no podía recordar la última vez que alguien le había pegado. ¿En la
escuela infantil, quizá? ¿En el patio del colegio de primaria? Y de repente tres
matones le habían desgarrado la ropa y la habían lanzado al suelo, y Ben había
tenido que defenderla a puñetazo limpio.
Cada vez que recordaba el momento en que le había ordenado que corriera
antes de lanzarse de cabeza contra el matón más corpulento de los tres, se sentía
enferma, mareada. ¿Y si lo hubieran matado? No había podido dejar de pensar en
ello mientras la llevaban a la enfermería del crucero. En aquel momento Ben se
encontraba en la habitación contigua: podía escuchar el rumor de su voz mientras
aseguraba a la doctora y a las enfermeras que se encontraba perfectamente. El simple
hecho de oír su voz bastaba para tranquilizarla.
—Sólo puedo ofrecerte mis más sentidas disculpas porque algo así haya
ocurrido en uno de nuestros cruceros, Tory —pronunció otra voz masculina, ésta
mucho más cercana.
Tory volvió la cabeza para descubrir al capitán Nick Pappas en el umbral,
mirándola con expresión preocupada.
—Estoy bien, de verdad. Ben es quien se ha llevado la peor parte. Y todo
sucedió en el muelle: no ha tenido nada que ver con el crucero.
—De todas formas, quiero que sepas que nos aseguraremos de que la policía
local no abandone fácilmente este caso. Contamos con una descripción bastante
detallada de los tres agresores. No creo que sean tan difíciles de localizar en un lugar
tan pequeño como Philipsburg.
Tory ya se había entrevistado con Sean Brady, el jefe de seguridad del crucero.
—¿Has venido a ver nuestras lesiones, Nick? —le preguntó Ben, reuniéndose
con su amigo en el umbral.
Tory se medio incorporó para mirarlo: tenía un gran moratón en la parte
izquierda de la frente, los nudillos de la mano derecha vendados y un feo rasguño en
un codo. Seguro que bajo la ropa escondía otras lesiones, como ella. Ya estaban
empezando a dolerle, y sospechaba que las molestias durarían unos cuantos días.
—He venido a ver cómo estáis con la intención de ofreceros un trato
privilegiado durante el resto del crucero. Patti ha cancelado vuestra sesión de la
tarde y la de mañana por la mañana, para que podáis descansar adecuadamente.
—Gracias. Creo que ambos necesitamos dormir un poco —acercándose a Tory,
le preguntó—: ¿Cómo te encuentras?
—Algo alterada, pero bien —se levantó trabajosamente de la camilla.
Tanto Nick como Ben la miraron con expresión dubitativa. Tory no pudo menos
que sonreír.
—De verdad que estoy bien… —insistió.

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Excepto por las ganas que tenía de lanzarse al pecho de Ben y ponerse a llorar
como una niña… estaba perfectamente.
—Bueno, me voy. En cuanto necesitéis algo, cualquier cosa, avisadme. ¿De
acuerdo?
Apenas se hubo marchado Nick cuando Tory se acordó del colgante.
—Vaya, me he olvidado de darle esto… —se sacó la cadena y la lágrima de
plata de un bolsillo. Se le había caído en la pelea. Poco después lo había encontrado
en el suelo cuando se recuperó lo suficiente para darse cuenta de que lo había
perdido.
—¿Quieres que te lo arregle? —se ofreció Ben. La cadena estaba rota.
—Oh, no es mío. Es del crucero, una idea que se le ocurrió a Patti y a la
bibliotecaria del barco, según me contó Tracy. En cada crucero, alguien «encuentra»
el colgante en su camarote. Se supone que trae buena suerte.
—Lo dejaremos después en la oficina de Patti. Pero ahora mismo vámonos a mi
suite —la tomó del brazo con gesto decidido.
—¿Perdón?
A modo de respuesta, Ben la tomó de la cintura para acercarla hacia sí.
—No podré pegar ojo si no sé dónde estás —explicó, mirándola fijamente a los
ojos.
—Yo tampoco —le confesó, tímida.
Ben alzó una mano para recogerle delicadamente un mechón detrás de la oreja.
—No me gustaría volver a pasar por esto nunca más. Pasé tanto miedo cuando
esos canallas te pusieron Las manos encima…
—Fuiste tú quien se lanzó contra ellos como un loco —le echó las manos al
cuello.
—Debiste huir cuando te lo ordené…
Tory podía sentir su cuerpo firme y cálido contra el suyo. Por primera vez
desde que sufrió la agresión, empezó a dejar de temblar por dentro.
—No podía dejarte solo —replicó, ofendida sólo de imaginárselo—. ¿Qué clase
de persona habría hecho algo así?
—Una persona inteligente —respondió él con una sonrisa—. Pero debería haber
previsto tu respuesta. Eres demasiado testaruda.
Lo dijo con tanto afecto, con tanto cariño, que no pudo molestarse.
—Tory, sé que hemos tenido nuestros problemas. Sé que he sido un imbécil
contigo porque me sentía intimidado por tu padre y por lo que sentía por ti, aunque
me negara a reconocerlo. Pero hoy, cuando te vi en peligro… fue como si de repente
viera la luz. No puedo creer que haya sido tan estúpido, que me haya reprimido
tantas veces… Te quiero, Tory.

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No pudo hacer otra cosa que parpadear varias veces, asombrada. ¿Ben Cooper
la amaba?
—Ben, yo… yo he estado enamorada de ti desde el día en que hiciste aquel
cruasán con forma de caca de perro en nuestra clase de confitería.
Ben soltó una sonora carcajada.
—No tienes ni idea del miedo que tenía de que tú no sintieras lo mismo… —la
acercó hacia sí, deslizando los labios por su cuello—. Después de aquella noche,
estaba seguro de que había algo entre nosotros, porque… bueno, ya sabes.
—¿Por que lloré?
—Una estupidez, lo sé. Es ese maldito ego que tengo.
Tory lo apartó para acunarle tiernamente el rostro entre las manos.
—Ben, yo nunca, nunca he llorado por ningún otro hombre.
—¿De veras? ¿Entonces esa regla tuya de que limitas tus relaciones con
hombres a una sola noche…?
—Una chica tiene que proteger su orgullo.
Ben soltó otra carcajada.
—Pues me lo creí al pie de la letra —le confesó.
—Y yo quería que te lo creyeras. Ya me había humillado bastante a mí misma
aquella primera vez. No iba a darte otra oportunidad.
—¿Y ahora? —inquirió con voz ronca.
—Ahora pienso darte todas las oportunidades que quieras y que puedas
aprovechar…

A Ben le temblaban las manos cuando introdujo la tarjeta en la puerta de su


suite. La culpa la tenía la mezcla de expectación… y terror que lo embargaba.
Amaba a Tory. No deseaba otra cosa en el mundo que estar con ella, adorarla,
fundirse con su cuerpo. Pero dado el estado actual en que se encontraban, con la
cantidad de moratones que llevaba cada uno, tendrían que controlarse. No era la
mejor de las perspectivas, pero bastaría para aliviar la angustia que se instaló en si
pecho desde que se dio cuenta de lo cerca que había estado de perderla.
—¡Guau! Este camarote es mucho mejor que el mío —comentó Tory, admirando
la amplitud del salón.
—¿Te apetece una copa?
—No creo que sea una buena idea con todos los analgésicos que estoy
tomando…

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—Es verdad. Me había olvidado —él también había tozado algunos, lo que
quizá podría explicar su aturdimiento y su torpeza. ¿Por qué se sentía tan
nervioso?—. ¿Qué tal una bebida caliente? ¿Té? ¿Café?
—Un café estaría bien.
Se acercó al minibar y conectó la cafetera. Seguían temblándole las manos.
—Ben.
—¿Qué?
—Estás exhausto. Quizá deberíamos dejarlo para otra ocasión.
—No. Quiero decir que no estoy exhausto. Pero si tú estás cansada, te mostraré
el dormitorio. Para que duermas tú, quiero decir —se apresuró a corregirse—. Yo
dormiré en el sofá-cama.
Tory lo miró con expresión curiosa, ladeando la cabeza.
—¿Estás cansado?
—No.
—Yo tampoco.
—Er… quizá estés demasiado dolorida para que podamos hacer otra cosa
que… abrazarnos.
Esbozó una sonrisa de deleite que lo dejó sin aliento.
—Ven aquí.
Abandonando los preparativos del café, Ben se acercó a ella. Tory le echó los
brazos al cuello y lo besó en los labios.
Al cabo de un buen rato, interrumpió el beso y lo miró directamente a los ojos.
—Supongo que si ambos tenemos el suficiente cuidado… no habrá ningún
problema.
—Estoy de acuerdo con su diagnóstico, señora Fournier. De hecho, creo que lo
primero que deberíamos hacer ahora es tumbarnos.
Lo guió al dormitorio. Una vez dentro, se detuvo frente a la cama y se volvió
hacia él. Sin dejar de mirarlo a los ojos, deslizó las palmas de las manos por su pecho
y su vientre, hasta llegar a la cintura.
—Tienes el torso más bonito del mundo.
—Lo mismo digo —repuso él, encontrando las deliciosas curvas de sus senos.
Tory sonrió mientras introducía las manos bajo su camiseta, al tiempo que le
acariciaba el pecho.
Los siguientes minutos fueron una deliciosa tortura mientras se desnudaban el
uno al otro, besándose y acariciando delicadamente sus respectivas heridas y
arañazos. Finalmente quedaron desnudos frente a frente, con la ropa dispersa por las
cuatro esquinas de la habitación.

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—Eres mi sueño hecho realidad —pronunció mientras la contemplaba de la


cabeza a los pies.
La abrazó de nuevo, maravillado de sentir su piel desnuda contra la suya. Así
permanecieron durante un buen rato. Pero el deseo no tardó en envolverlos y
comenzaron a moverse, lentamente al principio, alargando las caricias, dejándose
embriagar por los besos.
Muy pronto a Ben no le bastó ya con tocarla o abrazarla, con acariciarla con la
boca y las manos. Necesitaba entrar en ella, sentirla lo más cerca posible de su ser. Y
así fue como se derrumbaron sobre la cama, fundidos en un solo cuerpo, jadeantes.
En algún rincón de su mente recordó Ben que debía producirse con lentitud, ser
tierno y considerado, e intentó aplacar las llamas de su recíproco deseo, estirar
Aquellos momentos… Pero Tory tenía otras ideas. Reclamándolo con la boca y las
manos, aceleró el ritmo.
—Ben…
—Te amo —susurró contra su pelo—. Te amo, Tory.
—Yo también te amo, Ben —y arqueó la espalda para que la rodeara con las
piernas.
Él la siguió poco después, gritando su nombre contra la cremosa piel de su
cuello, aferrado a su cintura mientras se hundía en ella.
Después, la estrechó entre sus brazos, apoyando la barbilla sobre su pelo. No
quería dejarla ir. Nunca antes había sentido aquello, y lo insólito de aquel
sentimiento lo llenaba de terror. Pero de repente comprendió que al mismo tiempo
era algo que siempre había echado de menos: la sensación de entregarse por entero a
otra persona.
Con la perspectiva que le daban los años, evocó la primera noche que pasaron
juntos, cuando todavía eran estudiantes. Si hubiese sido mayor y más
experimentado, habría sabido lo que tan claramente sabía ahora. Tory y él estaban
hechos el uno para el otro.
Enamorarse de Tory le había cambiado la vida. Después de aquello, nunca
volvería a ser el mismo hombre. Y no se arrepentía lo más mínimo.

Tracy paseaba de un lado a otro del pequeño camarote que compartía con otra
bailarina… clavándose las uñas en las palmas.
Tory y Ben habían sido atacados y heridos hasta el punto de que habían tenido
que ser atendidos en la enfermería del crucero. Se sentía enferma de
remordimientos… pero sobre todo se odiaba a sí misma por la alocada esperanza que
la animaba. Ahora que Salvatore tenía ya el colgante, ella podría recuperar por fin a
Franco.

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«Soy una persona horrible», se dijo cuando volvió a pensar en Tory y en Ben.
Ellos eran los únicos que habían pagado el precio de su equivocada decisión. Incapaz
de permanecer en el camarote por más tiempo, Tracy se dirigió a la enfermería para
enterarse de su estado… sólo para descubrir que se habían marchado una hora atrás
con unos pocos cortes y magulladuras. Enterada de que se hallaban en la suite de
Ben, pasó por la tienda de regalos antes de subir a la Cubierta Afrodita. Tenía que
comprobar personalmente que se encontraban bien.
Tory le abrió la puerta en bata, toda despeinada.
—¡Oh! No quería interrumpir nada, Tory. Ya volveré después…
—Tranquila —sonrió—. Ben está hablando por teléfono. Pasa.
—Me he enterado de lo que os pasó. Sólo quería asegurarme de que estabais
bien.
—Aparte de un poco doloridos, estamos perfectamente —esbozó una mueca.
Asaltada por la culpa, Tracy le presentó de repente su regalo.
—Toma. Es para los dos —era una caja de bombones de Bélgica.
—Oh, Tracy qué detalle… —le acarició cariñosamente un brazo.
Tracy se apresuró a apartarse, avergonzada. Si supiera la verdad, le escupiría a
la cara. Estaba segura.
—¿Tiene la policía alguna pista de quién os ha atacado?
—De momento todavía no, pero Ben y yo, así como algunos miembros de la
tripulación, pudimos ver bien a los agresores. Esperemos que puedan localizarlos
pronto.
Tracy se estremeció por dentro. Esperaba que Sal no hubiera sido tan estúpido
como para dejar que sus esbirros conocieran la identidad de su contacto a bordo del
crucero… Al fondo, vio que Ben colgaba finalmente el teléfono. Tory se volvió hacia
él.
—¿Y bien? ¿Lo hará?
—Sí. Tú escribe la carta, que yo se la mandaré a Danique y ella se encargará de
pasársela a Anneisha. He reservado dos billetes para mañana de Tortola a San
Martín. El vuelo sólo dura cuarenta y cinco minutos, así que estaremos de vuelta a
tiempo para la sesión de la tarde.
Tory dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.
—Gracias —se acercó a él para tomarle las manos.
Tracy tuvo el tacto de volverse cuando vio la expresión de adoración con que
Ben miró a Tory.
—No tienes que agradecerme nada —repuso él.
Tory sonrió.
—Tracy nos ha traído bombones.

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—Vaya, gracias. Creo que una terapia de chocolate es justo lo que necesitamos
—bromeó Ben—. Abrió la tapa y eligió uno. Sírvanse, señoras. Y dense prisa. No van
a durar mucho, se lo aseguro.
Tracy declinó la invitación, temerosa de que la culpa le diese náuseas. Aparte
del golpe que Ben tenía en la frente y del arañazo de Tory en el pómulo, parecían
encontrarse bastante bien. Pero podía haber sido mucho peor.
—Me alegro tanto de que estéis bien… —comentó, sincera.
—Tuvimos suerte —dijo Tory. De repente alzó un dedo, como si hubiera
recordado algo—. Ahora que me acuerdo…
Tracy vio que desaparecía en el dormitorio y miró sorprendida a Ben. Éste se
limitó a encogerse de hombros mientras tomaba otro bombón.
—No hablaba en broma cuando dije que acabaría comiéndomelos todos si no os
dabais prisa. Aprovecha mientras puedas.
No queriendo despertar sospechas, Tracy eligió un bombón, el más pequeño de
todos. Acababa de llevárselo a la boca cuando Tory salió del dormitorio.
—Esto se me rompió durante la pelea y quería devolvérselo a Patti. ¿Te
importaría entregárselo cuando la veas?
Era el colgante de plata. Había dado por supuesto que los hombres de Sal se lo
habían arrebatado. Pero no había sido así. Y ahora Tory se lo estaba ofreciendo en
bandeja…
—No te importa, ¿verdad? —le preguntó Tory.
Tracy vaciló por un momento, incapaz de creer que, después de todo lo que
había pasado, fuera a ser tan fácil.
—No, claro que no —lo recogió, solícita.
—Ya me siento mejor —dijo Tory—. Sé que probablemente no valdrá mucho,
pero no me habría gustado perder algo que es propiedad del crucero.
—Claro, lo entiendo.
Una vez que abandonara el camarote, tendría que llamar a Sal para contarle la
buena noticia. Frunció el ceño. Quizá debería insistir en ver a Franco antes de
entregarle el colgante: de esa manera evitaría que Salvatore tuviera todas las cartas…
Unos golpes en la puerta interrumpieron sus reflexiones. Ben fue a abrir. Y
Tracy se quedó paralizada cuando reconoció la voz del visitante.
—Sólo quería saber cómo estabais… y entregaros esto —dijo Patti Kennedy
mientras entraba en el salón cargada con una enorme cesta de frutas y botellas de
vino.
—Hey, estoy empezando a descubrir las ventajas de haber sido asaltado —
comentó Ben.
—Precisamente estábamos hablando de ti —la informó Tory con una sonrisa—.
¿Verdad, Tracy?

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Tracy se había quedado mirando alelada a la directora del crucero. Su primer


impulso fue salir corriendo del camarote con el colgante en la mano. Algo
completamente absurdo.
—Precisamente acababa de entregarle el colgante a Tracy para que te lo
devolviera —explicó Tory—. Se me rompió la cadena cuando nos atacaron, pero tuve
la inmensa suerte de encontrarlo después.
—Lo importante que es no os ha pasado nada grave —repuso Patti, mirando a
Tracy con expresión expectante.
Reacia, Tracy abrió la mano y le entregó el colgante.
—Estará como nuevo para el siguiente crucero —dijo Patti mientras lo
recogía—. De todas formas, no parece que esté tan mal. Y desde luego ha tenido
tiempo de obrar su magia —miró a Tory y a Ben con un brillo travieso en los ojos.
Tory se ruborizó, y Ben le pasó un brazo por los hombros. De repente Tracy
sintió el irrefrenable impulso de salir de allí. De terminar de una vez por todas con
aquella pesadilla. Había estado tan cerca…
—Tengo que volver al trabajo, pero… er… os veré más tarde —se dirigió hacia
la puerta.
—Yo también tengo que irme —dijo Patti.
Tracy vio cómo la mujer se guardaba el colgante en un bolsillo.
—Vosotros dos descansad bien, ¿de acuerdo?
Una vez en el pasillo, Patti la miró con curiosidad.
—Parece que Tory y tú os habéis hecho buenas amigas.
—Sí. Es… buena y amable.
—Creo que hacen muy buena pareja, ¿no te parece? Tuve la sensación de que
había algo entre ellos la primera vez que los vi juntos —le confesó Patti, satisfecha—.
A lo mejor piensas que soy una pobre sentimental, pero me encantan los finales
felices.
Tracy tenía la mirada fija en el indicador de planta mientras esperaban el
ascensor. Finales felices. ¿Por qué tenía la sensación de que todo el mundo tenía una
historia con un final feliz… excepto ella?

Pasar la noche en los brazos de Ben fue un verdadero paraíso. Esa vez, cuando
se despertó, no tuvo la menor duda de que Ben seguía en la cama con ella: la estaba
abrazando, con una mano cerrada posesivamente sobre un seno. Sonriéndose, se
apartó sin llegar a despertarlo y se levantó para entrar en el cuarto de baño.
Se sentía eufórica. Como si pudiera volar. Ben la amaba, y durante aquella
noche se lo había demostrado con creces. Le flaqueaban las rodillas cuando pensaba
en las cosas que le había hecho. Se había sentido adorada, querida, necesitada.

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Sonrió cuando Ben entró en el cuarto de baño y se reunió con ella en la ducha.
Como era de esperar, empezaron enjabonándose mutuamente y no tardaron en hacer
el amor bajo el chorro de agua.
Sólo cuando Ben le estaba tendiendo la toalla se permitió Tory pensar en la
visita que ese día esperaban hacerle a Anneisha, para hablar de Michael y de Tarik.
Se había resistido a informarla por escrito de la muerte de Michael, y Ben se había
mostrado de acuerdo.
Afortunadamente Danique había logrado persuadirla de que les concediera una
hora de su tiempo. Tory estaba decidida a utilizar aquella hora para despejar los
equívocos del pasado y sentar las bases de una futura relación con Anneisha y Tarik.
No tenía la menor duda de que sus padres querrían conocer a su nieto y a la mujer
con quien Michael había elegido pasar los últimos meses de su vida.
La noche anterior, después de cenar, había vuelto a revisar las cartas de Michael
en busca de alguna mención de Anneisha, esperando encontrar alguna prueba que
ofrecerle sobre la sinceridad de los sentimientos de su hermano. Lo que había
encontrado eran sutiles pistas de los planes de Michael. Le había contado que estaba
a la espera de un destino permanente en San Martín. Y había animado a Tory a que
lo visitara una vez que se hubiese graduado. Michael incluso le había mencionado
una casa en la que estaba interesado, con hermosas vistas y suficientes habitaciones
para albergar a una familia. Años atrás recordaba haber leído aquella frase con
escepticismo, pero ahora sospechaba que realmente había estado enamorado de
Anneisha.
—Todo va a salir bien —le aseguró Ben, interpretando correctamente su
nerviosismo.
Había sido tan bueno con ella… Se había ofrecido a hablar con Danique y se
había encargado de todos los preparativos del viaje. De repente se dio cuenta de la
soledad que la había acompañado desde la muerte de Michael había desaparecido.
Ya no estaba sola.
—Vamos, tenemos que darnos prisa si queremos tomar ese avión.
Veinte minutos después, paraban un taxi en los muelles de Roadtown, en
Tortola, rumbo al aeropuerto.
Pero la primera brecha en la fantasía que se había fabricado Tory se abrió
cuando Ben le comentó en el avión, mientras sobrevolaban Tortola:
—Lo bueno es que existe comunicación directa entre Nueva York y Philipsburg.
Tus padres podrán venir cuando quieran. Quién sabe, a lo mejor algún día hasta dejo
entrar a tu viejo en mi cocina.
Tory se alegró de que en aquel momento tuviera el rostro vuelto hacia la
ventanilla mientras registraba el significado de sus palabras. En medio de todas sus
promesas y declaraciones mutuas, ni una sola vez se habían detenido a pensar que
estaban a bordo de un crucero en medio del Caribe y que cada uno vivía a miles de
kilómetros de distancia del otro. Él tenía un próspero restaurante y ella tenía planes

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para abrir uno. Sus patrocinadores la estaban esperando en Nueva York, al igual que
su agente inmobiliario.
Y aun así, Ben esperaba que ella se reuniera con él en el Caribe. Entendía sus
motivos: ése era su mundo, después de todo. Y ella no podía imaginárselo viviendo
en Nueva York.
Ben pertenecía al Caribe. Pero… ¿y ella? De repente evocó el sentimiento de
orgullo que la había asaltado cuando entró en el comedor de su restaurante. Y
decidió que ya tenía suficientes problemas entre manos como para complicarse más
la vida. Además, sola nunca podría llegar a resolver ese asunto.
Tomando a Ben de la mano, optó por concentrarse en el presente. Estaba a
punto de ver al hijo de su hermano. Y había pasado la última noche en los brazos de
un hombre maravilloso. Todo lo cual era más que suficiente para alegrarle el día.

No le pasó desapercibido a Ben el detalle de que Tory no hubiera respondido a


su comentario sobre los vuelos directos de San Martín a Nueva York. Podía ver su
rostro reflejado en el cristal de la ventanilla y no era difícil interpretar su expresión
de confusión e incertidumbre.
Por primera vez se permitió pensar en lo mucho que estaban destinadas a
cambiar sus respectivas vidas. Él tendría que acostumbrarse a vivir con alguien y a
compartir su hogar. Diablos, tendría incluso que acostumbrarse a compartir su
cocina con Tory, pero estaba convencido de que cualquier sacrificio sería
insignificante ante la perspectiva de despertarse juntos cada mañana.
Pero Tory tenía que desearlo también, y de repente se dio cuenta de que en
ningún momento le había comentado que deseara tener una familia, o casarse… nada
que no estuviera relacionado con su trabajo o con el restaurante que pensaba abrir, o
con sus libros de cocina. Frunció el ceño cuando el avión descendía ya sobre
Philipsburg. Su experiencia con Eva le había enseñado que ansiaba ser padre. Quería
tener hijos con Tory. Pero a lo mejor ella no quería.
—No puedo esperar para hablar con él. Me pregunto si le gustará nadar tanto
como a Michael… —comentó Tory, y algo en el interior de Ben se relajó al ver su
expresión mientras hablaba de su hermano. De repente se sintió confiado: juntos
conseguirían arreglar su situación, fuera cual fuera.
Una vez fuera del aeropuerto, subieron a un taxi. Ben sabía, por lo que le había
dicho Danique, que Anneisha no disfrutaba de una buena posición económica. Su
madre la ayudaba con el niño cuando podía, y Anneisha trabajaba en varios empleos
parciales a la vez para poder llegar a fin de mes. La pequeña casa de tablas ante la
que se detuvo el taxi no era ciertamente una mansión, pero estaba bien cuidada y
hacía poco que había recibido una mano de pintura amarilla. Los zapatos estaban
cuidadosamente alineados a un lado de la puerta.

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Tory estaba tan nerviosa que Ben le preguntó con la mirada si necesitaba más
tiempo para recuperarse. Finalmente negó con la cabeza y alzó orgullosamente la
barbilla, un gesto que conocía muy bien.
Ben llamó al timbre y durante un buen rato no pasó nada. Finalmente oyeron
unos pasos y se abrió la puerta. La figura de Anneisha apareció al otro lado del
mosquitero.
—Adelante —gruñó.
Ben abrió la puerta de rejilla para que pasara Tory y ambos siguieron a su hosca
anfitriona a un salón escrupulosamente limpio y bellamente amueblado. Anneisha se
sentó en el sofá, dejando libres las dos mecedoras.
Tory, eligió la más cercana a Anneisha y juntó las manos sobre el regazo. Ben
podía ver la ansiedad reflejada en cada rasgo de su rostro, pero nada podía hacer
para aliviarla. Sabía que lo que más le pesaba era la responsabilidad de revelarle a
Anneisha la muerte de Michael.
—Gracias por haber aceptado recibirnos —dijo Tory—. Sé que estás muy
disgustada con Michael.
—Y conmigo misma por haber sido tan estúpida como para creerme todo lo que
me dijo.
Tory aspiró profundo y se inclinó hacia delante.
—Anneisha, detesto decirte esto… pero Michael murió en un accidente de
avioneta en la costa de Barbados el diecisiete de octubre… de hace ocho años. Es por
eso por lo que nunca más volviste a saber de él.
Anneisha abrió mucho sus inmensos ojos castaños y se llevó una mano al
pecho.
—¿Qué? No, lo habría sabido. Lo habría leído en la prensa —negó
enérgicamente con la cabeza.
—Michael fue destinado al Caribe como miembro de la DEA, para trabajar con
la policía local —le explicó Tory con tono tranquilo—. Su nombre no podía aparecer
en los periódicos porque su misión era secreta.
—Pero él me dijo que trabajaba de submarinista —insistió Anneisha.
Ben se dio cuenta de que prefería creer que Michael estaba vivo, aunque fuera
un miserable, que darlo por muerto sabiendo que la había amado de verdad.
—Lo siento —dijo Tory—. Es terrible, pero es así.
—No puedo creerlo. Todos los años que he pasado odiándolo, creyendo que me
había mentido… —gruesas lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.
Tory se sentó en el sofá y le pasó un brazo por los hombros.
—Esto lo cambia todo —Anneisha seguía sacudiendo la cabeza, consternada.
—He traído algunas de las cartas que me envió Michael. En ellas habla de ti,
Anneisha. Quería establecerse aquí, en San Martín… y yo creo que era por ti —Tory

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le entregó las cartas que había seleccionado de la colección de su hermano—.


¿Cuándo le dijiste que estabas embarazada?
La mujer frunció el ceño, enjugándose las lágrimas.
—La semana anterior a su desaparición.
—En esta carta de aquí —señaló una de ellas—, fechada a finales de septiembre,
Michael habla de una casa que pretendía comprar… lo suficientemente grande como
para alojar a una familia —le explicó mientras se la ponía en la mano—. Ni siquiera
sabía lo del embarazo y ya estaba haciendo planes para los dos. Te amaba, Anneisha.
Estoy segura.
Anneisha se desmoronó del todo al escuchar aquellas palabras, y Tory se
apresuró a abrazarla. Consciente de que las dos tenían mucho de qué hablar, Ben se
levantó.
—Voy a preparar un poco de café.
Tory asintió y le lanzó una sonrisa agradecida. Ben se dirigió a la cocina. Lo que
les había sucedido a Anneisha, Michael y Tarik era tan injusto como triste. Lo cual lo
hacía ser todavía más consciente de la suerte que había tenido con Tory. Por ello,
estaba más decidido que nunca a hacer lo que fuera… con tal de conseguir que
funcionara su relación.

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Capítulo 13
Tory tenía la nariz roja de lo mucho que había utilizado el pañuelo, y los ojos
inflamados de tanto llorar. Nada de eso importaba, sin embargo, porque de pie en el
umbral de la puerta estaba Tarik, el hijo de su hermano.
Anneisha y ella habían estado una hora hablando. La mujer no había dejado de
llorar la muerte de Michael. Tory sabía que, a pesar de la coraza de furia que se había
fabricado con los años, nunca había dejado de amarlo.
Cuando le explicó que Ben y ella necesitaban estar a la una en el aeropuerto de
Philipsburg, Anneisha había llamado a su madre para pedirle que recogiera a Tarik
del colegio y lo llevara a casa. Por eso estaba el niño en aquel momento en la puerta,
mirando extrañado la cara congestionada de su madre y la montaña de pañuelos de
papel sobre la mesa.
—Quiero presentarte a alguien, Tarik —dijo Anneisha—. Ésta es Tory. Tu tía.
Seguía teniendo la voz emocionada, y Tory tuvo que tragarse las lágrimas.
—Hola, Tarik. No puedes imaginarte lo contenta que estoy de conocerte.
—Hola —la saludó el niño, receloso.
—Tarik, acércate, corazón —le pidió Anneisha—. Tengo algo que decirte.
El niño se reunió con su madre en el sofá. Anneisha le tomó una mano y se la
apretó con fuerza.
—¿Te acuerdas de que te dije que papá había tenido que volver a Estados
Unidos porque tenía cosas importantes que hacer allí?
—Sí. Es por eso por lo que no quiere estar con nosotros.
A Tory se le desgarró el corazón.
—Bueno, pues parece que me equivoqué. Tu tía Tory acaba de decirme que
papá no nos abandonó para marcharse a América… sino que tuvo un accidente de
avión.
—¿Quieres decir que está muerto? —preguntó Tarik, frunciendo el ceño. Tory
podía ver su confusión, como si se estuviera preguntando por lo que debería sentir
por alguien a quien nunca había conocido y que, según su madre, se había
despreocupado de los dos.
—Sí, cariño, lo siento. Pero quiero que sepas una cosa muy importante: que él
no quería abandonarnos, que él quería quedarse con nosotros. La tía Tory me lo ha
demostrado enseñándome estas cartas. Iba a comprarnos una casa muy bonita para
los tres. Nos quería. Durante todos estos años mamá estuvo equivocada porque no
sabía lo de su accidente de avión.
Tarik asintió con la cabeza. Tory se moría de ganas de consolarlo, pero no sabía
muy bien qué decir. Ni siquiera sabía si el niño querría escuchar las amables palabras
de una total desconocida.

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De ahí su sorpresa cuando vio que se volvía hacia ella, mirándola directamente
a los ojos.
—Cuando te vi ayer, creí que eras alguien especial. ¿Sería porque conocías a mi
papá?
—Sí, creo que sí —repuso, emocionada. Su mirada se encontró con la de Ben.
Estaba tan contenta de que estuviera allí con ella, viviendo aquel momento…
—La tía Tory y papá eran hermanos gemelos, Tarik —le explicó Anneisha.
—Pero ella es una chica…
—Billy y Jackson, tus compañeros de colegio… son mellizos. Ésos sí que son
iguales.
—Así que… ¿papá y tú estuvisteis juntos en la tripita de vuestra mamá?
—Eso es. Y compartíamos habitación cuando éramos pequeños, y los juguetes,
y muchas otras cosas. Tu papá me enseñó a montar en bici, y a nadar, y a tirar
piedras al agua y hacer que reboten…
Por primera vez desde que entró en la habitación, Tarik sonrió. Tory estiró una
mano y le tocó la marca de nacimiento que tenía en el cuello.
—¿Sabes? Tu papá tenía también esta misma marca. Y mi papá, y mi abuelo, y
todos los hombres de nuestra familia. Cuando te la vi, supe inmediatamente quién
eras.
El niño se llevó una mano al cuello.
—Hasta ahora no me había gustado mucho… pero quizá no sea tan mala.
—Yo creo que es muy bonita —intervino Anneisha, y los cuatro se echaron a
reír.
De nuevo la mirada de Tory se cruzó con la de Ben. Todo se estaba arreglando
por fin. De pronto recordó la inquietud que había experimentado en el avión, y se
removió incómoda. Inmediatamente desechó aquel pensamiento. Todo acabaría
saliendo bien, estaba segura. Tenía que existir una solución, en alguna parte, cuando
ambos estaban tan deseosos de encontrarla.
Se quedaron con Anneisha y Tarik el mayor tiempo posible. Anneisha se ofreció
a llevarlos al aeropuerto y Tory le facilitó su teléfono y su dirección, así como la de
sus padres. Por razones obvias, Tory prefirió comunicarles la buena noticia
personalmente, y Anneisha le entregó un buen fajo de fotografías de Tarik para que
se las enseñara.
Finalmente, justo antes de despedirse, le explicó la situación del patrimonio de
Michael. Cuando ingresó en la DEA, había redactado un breve testamento dejando
todas sus posesiones a su hermana, a falta de descendencia propia. Tory explicó a
una asombrada Anneisha que el dinero del seguro de vida de su hermano había
permanecido intacto durante ocho años en un fondo de inversiones. Y le aseguró
que, en cuanto regresara a Nueva York, se encargaría de ponerlo a nombre de ella y
de su hijo.

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Como era previsible, Anneisha se negó a aceptarlo, pero Tory insistió hasta
salirse con la suya. Sólo cuando le aseguró que ésa habría sido la voluntad de su
hermano, a partir de lo que había encontrado en sus cartas, Anneisha pareció
resignarse.
El vuelo de regreso a Tórtola se le hizo cortísimo mientras comentaba con Ben
los sucesos del día.
—Tarik se parece tanto a Michael… Y le apasiona el agua, como a mi hermano.
No puedo creer que lo haya encontrado…
—Es un niño fantástico. Y Anneisha lo ha educado muy bien.
De repente Tory vio que fruncía el ceño y se frotaba la frente con un gesto de
dolor.
—Te duele la cabeza, ¿verdad? Tenemos tiempo de dormir un poco antes de la
sesión de la tarde. En cuanto llegues al barco, deberías tomar unos analgésicos y
dormir una siesta.
—Sólo si la dormimos juntos —sugirió, arqueando las cejas.
No parecía estar tan mal, entonces. Tory esbozó una pícara sonrisa.
—No puedo negarme…
Pero se olvidaron de la idea cuando entraron en el camarote de Ben y
descubrieron que estaba sonando el teléfono. Tory se sorprendió cuando Ben le
indicó que se acercara, nada más descolgarlo.
—Es tu padre.
Tory se lo quedó mirando con la boca abierta antes de tomar el auricular.
—André, ¿ha ocurrido algo? —le preguntó, extrañada. Su padre nunca la
llamaba excepto para felicitarla por su cumpleaños y por Navidad.
—¡El restaurante Momento ha quebrado! —anunció, alegre—. Al parecer
recibieron muy malas críticas el año pasado y los patrocinadores decidieron rescindir
su contrato…
—Ah, ya —¿y la había llamado para anunciarle que había cerrado un
restaurante?—. Er… ¿cómo está mamá?
—Tory, ¿me estás escuchando? El local ha quedado vacante. En pleno
Manhattan. Es perfecto para ti.
Tory experimentó una punzada de entusiasmo. Más de una vez había
envidiado la localización ideal de Momento. Pero su entusiasmo no se debía tanto a
la noticia en sí como al tono de su padre. Llevaba tres años anunciándole sus
intenciones de abrir un restaurante, pero hasta el momento no había hecho más que
tropezar con su abierta desaprobación. Ahora, en cambio, le estaba buscando un
local. Jamás había creído posible un cambio tan rotundo.
—Llamaré a mi agente inmobiliario.
—Ya lo he hecho yo. Mañana se entrevistará con el propietario.

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Tory sacudió la cabeza, asombrada.


—Vaya, gracias, André.
—La otra noche ensayé esa receta de marisco al coco de tu libro —le confesó de
pronto.
Tory estaba estupefacta.
—¿Y te gustó?
—Es muy interesante. Las especias son fuertes, pero me seducen las
posibilidades de la cocina isleña. Tiene mucho potencial, y Nueva York no tiene un
restaurante del calibre que tú planteas. Supongo que lo que estoy intentando decirte
es que cuentas con mi aprobación y mi respaldo.
Lo dijo como si fuera el Papa dando una bendición, lo cual le arrancó a Tory
una irónica a la vez que emocionada sonrisa. Toda la vida había esperado a que su
padre demostrara ese interés por sus sueños.
—¿Sabes? Esto significa mucho para mí.
—Cuando vuelvas, echaremos juntos un vistazo a ese local.
Durante los siguientes diez minutos estuvo Tory escuchando sus ideas al
respecto, cada vez más entusiasmada. Podría pedirle consejos para todo, desde el
diseño de la cocina hasta la decoración del comedor. Y contaría con su apoyo en las
revistas y publicaciones más prestigiosas.
Varias veces durante la conversación estuvo tentada de soltarle la gran noticia
sobre Tarik y Anneisha, pero sabía que eso tenía que contárselo en persona.
Cuando colgó el teléfono, se sentía flotar. Había rellenado dos páginas de notas
con sus sugerencias, que ardía en deseos de compartir con Ben. Pero cuando vio su
expresión… se quedó paralizada.
Durante todo el día había sido consciente del obstáculo que se interponía en su
relación. Vivían en países diferentes… ¿cómo podían haberse olvidado de un detalle
tan importante mientras se enamoraban locamente uno del otro? En ese momento
estaban a punto de chocar con la fría y dura realidad. Y todo gracias a la llamada de
su padre.
—Parecen buenas noticias —comentó él con tono neutral, anodino. Presagio de
que iba a ser una conversación difícil.
—Sí. No sé si conoces Momento, es un restaurante del centro de Manhattan. Mi
padre acaba de enterarse de que ha cerrado.
—¿Así que deja vacante el local?
—Sí.
Se quedaron mirándose fijamente.
—¿Y eso dónde nos deja a los dos? —quiso saber Ben. Su expresión no podía ser
más inescrutable, como su voz.

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Tory era consciente de que nunca antes se había encontrado en una situación
semejante. Todos sus sueños, desde el más íntimo y secreto de fundar una familia,
hasta el de montar su propio restaurante… parecían a punto de convertirse en
realidad. Sólo que, al parecer, ahora tendría que elegir.
—No lo sé. Yo no quiero perderte, Ben.
—Lo mismo digo. Ya hemos desperdiciado ocho años.
Se abrazaron. Tory apoyó la mejilla sobre su pecho, escuchando el firme latido
de su corazón.
—Abrir tu propio restaurante es muy importante para ti —pronunció él al cabo
de un largo silencio.
Tory pensó en todo el tiempo y las energías que había concentrado en aquel
proyecto: las reuniones con colegas y patrocinadores, la enorme cantidad de ideas
que había acumulado durante los tres últimos años. Pensó en la excitada voz de su
padre al teléfono, en la posibilidad de que trabajaran finalmente juntos para construir
algo en común.
—Sí.
Ben aspiró profundamente.
—Estoy a punto de perder a Philippe. Regresa a su casa, en Normandía, y
necesitaré por lo menos seis meses para encontrar y preparar a un sustituto. Pero
después de eso, cuando lo consiga… podré reunirme contigo en Nueva York.
Tory presionó el rostro contra su pecho, incapaz de creer en lo que estaba
oyendo… en el sacrificio que estaba dispuesto a hacer por ella.
—Ben, no sé qué decir.
—Quiero tener hijos. Probablemente debería habértelo dicho antes. Después de
lo de Eva, sé que quiero formar una familia.
—Sí —dijo ella, pensando en su mirada de adoración cuando lo vio tomar en
sus brazos a Eva el día anterior, y en el cariño paternal que profesaba al hijo de su
hermano—. Sí, yo también quiero hijos.
Frunció el ceño cuando pensó en el tiempo y el esfuerzo que le llevaría montar
un restaurante: transcurriría por lo menos un año. Sólo entonces podría estar en
condiciones de tener un bebé. Se mordió el labio, consciente una vez más de su
contradictoria situación. Quería tener un restaurante, pero también quería a Ben y la
vida que deseaban llevar juntos. ¿Era pecar de avaricia desear las dos cosas?
—Lo conseguiremos —pronunció en voz alta.
—Sí.
Se besaron, y minutos después estaban haciendo el amor. Tory fue
dolorosamente consciente de cada instante, de cada caricia, de cada gemido. Al día
siguiente Ben regresaría a Anguilla. Y al otro día, cuando el crucero atracara en Fort
Lauderdale, ella volaría a Nueva York.

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Se dijo que era absurdo experimentar aquella sensación de desesperación, aquel


insoportable anhelo. Conseguirían salir adelante. Ben le había hablado de los vuelos
directos de San Martín a Nueva York. Podrían ir y volver tantas veces como
quisieran antes de que Ben se instalara de manera permanente en la ciudad.
Pero nada de lo que se dijo consiguió acallar la cínica voz que le martilleaba en
la conciencia: las relaciones de larga distancia nunca duraban. Todo el mundo lo
sabía. ¿Estaba realmente preparada para arriesgar su amor en beneficio de su
ambición?
Era una pregunta que seguía torturándola a la mañana siguiente, en el
aeropuerto de Freeport, cuando veía a Ben dirigirse al avión que lo llevaría a su
hogar. Habían pasado la noche en su suite, a ratos amándose y a ratos haciendo
planes. Pese a su decisión, una extraña tensión se interponía entre ellos, y Tory
conocía el motivo: ambos temían que su recién descubierto amor no pudiera
sobrevivir a la dura prueba de la continuada separación y las exigencias de sus
negocios respectivos.
Apoyó las manos en el cristal que separaba la sala en la que se encontraba de la
de embarque. Ignoraba si había tomado la decisión más adecuada. Era demasiado lo
que estaba en juego.
Cuando volvió al crucero se encontró con un mensaje de su padre y pasó una
hora entera al teléfono intercambiando ideas con él. Resultaba imposible sustraerse a
su contagioso entusiasmo. Aquella noche, antes de caer dormida, intentó recordarse
una vez más que Ben estaría instalado en Nueva York al cabo de unos pocos meses,
que la amaba y que seguiría amándola. Todo acabaría saliendo bien.
El corazón le jugó una mala pasada cuando salió de la terminal del aeropuerto
de Fort Lauderdale y distinguió a un hombre alto y moreno, que parecía esperar a
alguien, de espaldas a ella. Una sonrisa de felicidad se dibujó en sus labios mientras
echaba a correr hacia él.
—¡Ben! —exclamó, agarrándolo de un brazo.
Pero no era Ben. Ruborizada, le presentó sus disculpas y fue a recoger su
equipaje.
Ben estaba en Anguilla, ocupándose de sustituir a Philippe. Si cerraba los ojos,
podía ver su hermoso restaurante frente al mar. Era estúpido pensar, o esperar, que
él hubiera volado a Florida para… ¿para qué? ¿Para convencerla de que se quedara
en Anguilla con él? ¿O imaginaba acaso que iba a abandonar su próspero negocio
para establecerse inmediatamente en Nueva York con ella?
Durante el trayecto a Nueva York, escribió una larga carta a Anneisha y Tarik y
otra más corta a Tracy. Había experimentado una sensación muy extraña cuando se
despidieron en el crucero. Había esperado que Tracy se mostrara más contenta de
desembarcar, ya que así vería pronto a su hijo, pero no le dijo nada al respecto.
Confiaba en que mantuvieran el contacto.
Se sorprendió al ver que sus padres la estaban esperando en la sala de recogida
de equipajes. Su madre la abrazó muy cariñosa, mientras que André empezó a

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bombardearla con más sugerencias sobre el restaurante. Estuvo a punto de soltarles


la noticia de Anneisha y Tarik, pero decidió esperar a llegar a su casa de Long Island
para comunicárselo.
—Sigo sin entender cómo ha podido suceder algo así —dijo su madre por
enésima vez mientras revisaba las fotografías.
—Suele suceder. Michael y esta Anneisha se desnudaron y nueve meses
después nació el niño —repuso André con tono cínico.
Su madre acarició una de las fotos de Tarik, con los ojos llenos de lágrimas.
—Se parece tanto a Michael…
—Es igual que él —asintió Tory.
—No puedo creerlo… Es maravilloso.
—Entonces… ¿hay comunicación directa con la isla? —quiso saber André.
—Sí que la hay. Es un viaje largo, pero vale la pena —les aseguró—. Le dije a
Anneisha que probablemente los visitaríais pronto.
—Tendremos que esperar a tener firmado el contrato del restaurante, pero
supongo que podremos encontrar algunos días el mes que viene.
—¿El mes que viene? —su esposa lo miró horrorizada—. ¿Estás de broma?
Quiero tomar ese avión ahora mismo. No podré esperar al mes que viene.
A Tory también le habían extrañado mucho las palabras de su padre. Nunca
había sido muy cariñoso, ciertamente, y la alta cocina había sido la primera de sus
prioridades, pero había esperado un mayor entusiasmo por su nieto.
André rezongó algo, y Tory reconoció en su madre la habitual expresión de
resignación. Kendra siempre le había dejado dictar el rumbo de su vida, como
admiradora número uno que era de su marido. Esa vez, sin embargo, Tory esperaba
que le plantara cara.
—Presta atención, Tory —le pidió André—. Nunca conseguiremos nada si no te
concentras de verdad en tu proyecto —alzó un dedo con gesto imperativo—. He
estado pensando en la plantilla que has sugerido: habrá que empezar pronto con las
entrevistas. Y he programado una cita mañana a primera hora de la mañana para ver
el local. Si estás de acuerdo, tendrás que comprometerte cuando antes.
A su padre le brillaban los ojos. Y, por primera vez en mucho tiempo, en
realidad desde que se jubiló… el color había vuelto a su rostro.
—De acuerdo. Si crees que es necesario…
—Lo creo. Confía en mí.
Esa misma tarde, Tory telefoneó a Anneisha y la puso con su madre. Kendra se
esforzó por contener las lágrimas mientras mantenía una emocionada conversación
con la madre de su nieto. Una enorme y conmovedora sonrisa se dibujó en sus labios
cuando Tarik se puso al teléfono.

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Por fin, una vez en la intimidad de su apartamento, llamó a Ben. Estuvo


hablando cerca de una hora con él, tendida en la cama. Se ocupó de ponerlo al tanto
de todo, desde la reacción de sus padres hasta sus planes del día siguiente, aunque
en realidad lo único que quería era escuchar su voz, su risa. Cerrar los ojos e
imaginar que estaba a su lado y no separados por miles de kilómetros.
—¿Sabes? Ya te echo de menos.
—No me extraña. Lo mismo me pasa a mí.
—Mañana compraré un billete de avión. Intentaré estar allí la semana que viene
—le prometió Ben.
Después de colgar, Tory estuvo durante un buen rato mirando al techo,
deprimida. Era estúpido sentirse tan sola cuando se había pasado la vida entera sin
Ben al lado… pero era exactamente así como se sentía.
Al día siguiente, se abrigó bien para salir a ver el local con su padre. Sus
vacaciones en el Caribe parecían haberla desprotegido contra el frío.
—Es perfecto —sentenció André mientras contemplaba el comedor—. En la
zona central pondremos mesas redondas para grandes grupos. Habrá que diseñar
una luz especial para que…
Una vez más se quedó sorprendida al verlo. Hacía tanto tiempo que no lo veía
tan feliz… Era como si hubiese resucitado tras su jubilación. El agente inmobiliario lo
siguió a la cocina, y Tory se quedó por un momento sola en el comedor, deseosa de
disfrutar de la sensación de triunfo que exigía el momento. Su sueño estaba a punto
de hacerse realidad.
El problema era que no se sentía en absoluto satisfecha. ¿Por qué?
André volvió en ese instante al comedor, sonriendo de oreja a oreja.
—Es fantástico. Apenas tendremos que cambiar nada. Me gusta mucho la
decoración.
Tory se lo quedó mirando fijamente y de repente lo comprendió todo. Durante
esos últimos años, lo que ella había querido con tantas ganas no había sido tanto
abrir su propio restaurante… como ganarse la aprobación de su padre. Había
querido que la escuchase, que le prestase atención. Que valorase sus esfuerzos y que
comprendiese que su decisión de cerrar Le Plat, en vez de cedérselo a ella… había
sido un error. Había querido demostrarle, en fin, que era digna hija suya.
—Soy tan tonta… —murmuró mientras se dejaba caer en la silla más cercana.
—¿Qué? —le preguntó su padre, frunciendo el ceño.
Abrió la boca para intentar explicárselo, pero en el último momento volvió a
cerrarla sin pronunciar una palabra. No tenía sentido explicarle lo que acababa de
descubrir. Recordó su reacción de la noche anterior cuando le habló de Tarik, la
manera en que había relegado el tema a un lugar secundario. Y por primera vez
reconoció como legítima la furia que había sentido ante lo egoísta de aquella postura.
Nada era más importante y prioritario que la familia. Nada.

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Se sintió invadida por un feroz sentido de la determinación cuando pensó en


Ben y en los hijos que tendría con él. Su hogar se llenaría de risas y de alegría, y sus
niños siempre se sentirían queridos y adorados. No dejaría nunca que dudaran de su
apoyo, de su aceptación. Haría todo cuanto estuviera en su poder para que no
sintieran jamás la menor duda sobre su amor y su cariño.
Lo contrario que había hecho su padre con ella.
De pronto se dio cuenta de que había deseado ganarse su aprobación tan
desesperadamente que se había engañado a sí misma. Porque si en aquel momento
su padre estaba tan entusiasmado no era por ella, sino por él mismo. De ahí que no
estuviera experimentando ningún sentimiento de triunfo. Sacudió la cabeza cuando
pensó en todo lo que había desestimado a favor de su necesidad de contar con el
amor incondicional de su padre: el amor de Ben, su futuro juntos, la vida que
podrían llevar en las playas de Anguilla… Había puesto en peligro todo eso porque
André la había llamado desde Nueva York para dedicarle lo que desde siempre se
había merecido: su atención.
—¡Vaya! —exclamó entre dientes.
—Sólo falta firmar el contrato.
—Er… papá, necesitamos hablar.

Ben terminó de llenar la nevera y dio las gracias al mozo de reparto. Llevaba
horas trabajando sin parar, y sin embargo seguía sin poder olvidarse de que Tory
estaba a miles de kilómetros de allí.
¿Por qué la había dejado marchar? Debería haber insistido en que se quedase. O
al menos haber improvisado alguna solución para sus problemas de plantilla con tal
de acompañarla. Pero aunque Philippe se hubiera dejado sobornar o hubiera
encontrado un sustituto en un tiempo récord, no habría podido abandonar sin más el
Café Rendezvous. Al fin y al cabo era un negocio familiar, el legado de sus hijos,
como el negocio de sus padres había sido el suyo.
En cuanto a haberle insistido a Tory para que se quedase… ¿qué derecho tenía
él a pedirle que renunciara a sus sueños? Ella era quien era, y él la quería así, con sus
sueños y ambiciones incluidos. Jamás le pediría que renunciara a sus deseos. Era por
eso por lo que ambos se encontraban en aquella especie de limbo, a la espera de que
pudiera organizarse mínimamente y volar a buscarla.
Por lo demás, en absoluto estaba deseoso de cambiar su tranquila vida en
Anguilla por el estrés y la contaminación de Nueva York. Había disfrutado
trabajando allí, pero llevaba a Anguilla en la sangre. Aquella isla siempre sería su
hogar, y esperaba que también fuera el de sus hijos… Otra cosa que tendría que
discutir con Tory.
Frotándose la frente con gesto frustrado, atravesó el comedor y salió a la
terraza. La brisa tenía un sabor a sal. Se apoyó en la barandilla, con la mirada clavada
en el mar. La noche anterior había sido una tortura colgar el teléfono sabiendo que

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Tory estaba a miles de kilómetros de distancia, y que transcurriría al menos una


semana antes de que pudiera volver a tocarla, abrazarla…
—Hola.
Se volvió rápidamente. Se había quedado estupefacto. Tory llevaba uno de sus
deliciosos vestidos de verano. La brisa jugueteaba con sus rizos. Había un brillo de
esperanza en sus ojos. Y sin embargo, en lo más profundo, Ben creyó distinguir un
fondo de incertidumbre.
—Allí estaba yo, en el local que estaba destinado a ser mi nuevo restaurante…
—le confesó ella, sin preámbulos— y de repente me di cuenta de que había estado
persiguiendo un espejismo y de que estaba poniendo en peligro lo mejor que me
había sucedido nunca. Ben, siento haberte hecho pasar por todo esto…
La interrumpió con un beso al tiempo que la estrechaba entre sus brazos.
—Dime que has venido para quedarte.
—He venido para quedarme. He venido para tener hijos contigo. He venido
para hacerme un hueco en tu cocina. He venido para formar parte de las vidas de
Tarik y de Anneisha. He venido para vivir mi vida.
—¿Y qué pasa con tu restaurante?
—No necesito abrir ningún restaurante, Ben. La única razón por la que volé a
casa fue por mi padre. André nunca antes se había mostrado tan entusiasmado
conmigo, y yo me he pasado tanto tiempo intentando agradarle que reaccioné de
manera automática. Verás, cuando les conté a mis padres lo de Tarik, esperaba que
ambos se apresurarían a venir. Mamá, desde luego, casi se puso a hacer las maletas,
pero… ¿sabes lo que dijo mi padre? Que quería esperar a que los planes del nuevo
restaurante estuvieran en marcha. Un mes, quizá dos.
Ben podía imaginarse cómo debía de haberse sentido. Había sido testigo de las
enormes ganas que tenía de construir una relación con Tarik y Anneisha.
—Nunca cambiará. Su carrera, su reputación siempre serán lo primero.
—Pero… ¿y el restaurante? Sigue siendo tu sueño.
—No. Yo lo convertí en mi sueño porque tenía miedo de no poder encontrar
nunca lo que había encontrado contigo. Cuando pisé por primera vez este
restaurante, me sentí tan… no puedo describirlo. Lo sentí mío. Me sentí como si
hubiera vuelto a casa. Te amo, Ben. Tú eres mi futuro. Éste es mi futuro.
—No tienes idea de lo feliz que me siento ahora mismo —le dijo, cubriéndole el
rostro de besos—. Y pensar que hace unos minutos me estaba preguntando cómo iba
a poder sobrevivir separado de ti durante los próximos meses…
Tory enterró los dedos en su pelo y se apoderó nuevamente de sus labios.
—Ni siquiera tengo que volver a casa para buscar mis cosas. Mi madre me lo va
a mandar todo por barco. Espero que tengas espacio para mis libros de cocina. Y voy
a necesitar una habitación para escribir —añadió con un brillo malicioso en los ojos.
—Deja de meterle miedo a este viejo solterón —rezongó.

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—Un solterón reformado.


—Y muy pronto felizmente casado —repuso él.
Tory sonrió. Con la más pura y gozosa sonrisa que Ben había visto en su vida.
—Menos mal. Creía que nunca me lo ibas a pedir…

Fin

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