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Sarah Mayberry
10º Serie Multiautor Noches de crucero
Argumento:
Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, pero… ¿qué se hace con las
sobras?
Habían pasado ocho años desde la última vez que Tory Sanderson vio a Ben
Cooper; ocho años desde que descubrió que la había seducido para ganar una
apuesta que había hecho con sus compañeros de una prestigiosa escuela de cocina.
Y ocho años desde que se había vengado de él.
Después de cumplir su sueño de publicar un libro de recetas, Tory recibió con
entusiasmo la invitación para dar una conferencia a bordo de un crucero por el
Caribe. Pero el entusiasmo se convirtió en nerviosismo cuando descubrió que Ben
también estaría allí como chef.
Ben había aceptado la invitación sólo para ver sufrir a Tory, pero en cuanto se
encontró frente a ella se olvidó de sus planes de venganza…
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Capítulo 1
Tory Fournier abrió su maleta. Estaba llena de vestidos de verano, bañadores,
chancletas y pamelas. Frunció el ceño al ver tanto color chillón. ¿Por qué se había
vuelto loca comprando tantas cosas de color rosa fuerte? Ella siempre solía vestir de
negro, beige o blanco. De repente todo en aquella maleta le parecía barato y
chabacano.
«Estupendo», pronunció para sus adentros. Después de pasarse una mano por
su alisada melena rubia, se dispuso a vaciar la maleta. En realidad no odiaba su
nuevo vestuario tropical. En el fondo sabía que no lo odiaba. Pero se sentía frustrada
y extrañamente deprimida. Mientras colgaba sus vestidos veraniegos en el armario
del camarote que la habían asignado, se obligó a recordar que se hallaba a bordo de
un suntuoso crucero, a punto de pasar diez días enteros en el soleado Caribe. Había
por lo menos un millón de lugares peores donde estar en aquel momento.
Entre la ropa de la maleta había una pequeña fotografía enmarcada. Los ojos
azules de su hermano Michael la miraban sonrientes, con su rostro bronceado y su
cabello rubio y rizado, casi blanco por culpa del sol. Volvió a asaltarla el antiguo
dolor: habían transcurrido ocho años, pero no pasaba un solo día sin que se acordara
de él. Quizá fuera porque habían sido gemelos. O porque, aparte de hermanos,
habían sido los mejores amigos del mundo.
Limpió el cristal del marco con el faldón de su camiseta y colocó la fotografía
sobre la mesilla. No solía viajar con una foto de su hermano, pero aquel viaje era
especial. Michael era la razón principal por la que había aceptado aquella inesperada
oferta, cuando su editor la llamó para comunicársela. Quería visitar el lugar donde su
hermano había pasado los últimos meses de su vida, ver las islas en las que había
sido tan feliz. Había ingresado en la DEA nada más salir de la universidad y su
primer destino había sido el Caribe, donde había estado trabajando con autoridades
locales y utilizando sus habilidades como piloto para operaciones secretas. Todavía
recordaba las gráficas descripciones de aquellas islas en sus cartas y correos
electrónicos. Deseaba ver el Caribe a través de sus ojos. Quizá eso sirviera para que
por fin pudiera despedirse de él.
Suspirando, entró en el cuarto de baño para guardar sus artículos de aseo y se
miró en el espejo. Sus ojos azules tenían una mirada triste y estaba pálida después de
tantos meses de invierno. Tenía el mismo hoyuelo en la barbilla que su hermano,
pero su nariz era más respingona. La melena rubia, larga hasta los hombros, estaba
empezando a rizársele por culpa de la humedad de Florida. Una vez más, intentó
alisársela con la mano.
Sabía que era más atractiva que bella, pero nunca había tenido ningún
problema con su aspecto, aparte de la tendencia natural de su cabello a rizarse…
De todas formas, parecía tensa, rígida. De pronto, unas palabras pronunciadas
largo tiempo atrás asaltaron su mente: «Así que sabes reírte. Y yo creía que te faltaba
el cromosoma de la risa… ».
Ben contemplaba emocionado el angelical rostro del bebé que tenía en los
brazos. Eva era una niña tan bonita… Sintió un nudo en el pecho y se le llenaron los
ojos de lágrimas.
Durante seis meses había alimentado, bañado, dormido, cambiado los pañales a
aquella criatura. Había compartido todas las responsabilidades de su crianza y
cuidado con Danique, su antigua novia, como habría hecho cualquier hombre
decente al enterarse de que la había dejado embarazada.
—No tiene sentido perpetuar esta situación —sentenció Ben—. Es lo mejor para
todos —la guió hacia la puerta, deseoso de terminar de una vez.
Llorando, Danique se marchó con su hijita en los brazos. Ben intentó
compadecerse de ella, pero no pudo. Danique se quedaba en una situación difícil,
desde luego, pero había sido él quien había perdido la partida. Él y Ángela
Blackman, la mujer de Monty.
Cerró la puerta firmemente y fue a la nevera a por una cerveza. Se dirigía a la
terraza cuando oyó el coche de Danique alejándose por el sendero de grava.
Apoyado en la barandilla, bebió un largo trago de cerveza. A sus pies, la colina
descendía hacia la playa de la bahía de Rendezvous: la exuberante vegetación de la
ladera contrastaba con la arena dorada. Al fondo, las cristalinas aguas del Caribe se
perdían en el horizonte.
La brisa del mar parecía aliviar sus acaloradas emociones. Se dejó caer en una
de las tumbonas de madera de la terraza. Eva había desaparecido de su vida. Muchos
de sus amigos solterones le dirían que había escapado de milagro. Se acordó del
disgusto que se había llevado cuando se enteró del embarazo de Danique: de lo
atrapado, furioso, acorralado que se había sentido. Había tenido suerte. Era eso lo
que necesitaba recordarse.
Pero no era cierto. Entrecerrando los ojos, distinguió un barco en el horizonte…
y sus pensamientos retornaron al Sueño de Alexandra y a Tory Fournier. Una maligna
sonrisa asomó a sus labios mientras se imaginaba la perspectiva de la siguiente
semana.
Se preguntó qué aspecto tendría después de tanto tiempo. Debía de tener unos
veintitantos años. La había conocido delgada y esbelta, de senos pequeños y
erguidos, y largas y bien torneadas piernas. Con aquel rostro en forma de corazón de
expresión engañosamente dulce, con aquel seductor hoyuelo en la barbilla… Lo
había engañado durante semanas, para luego abandonarlo sin más, después de la
única noche que habían pasado juntos.
Si la venganza era un plato que se servía frío, se preguntó si ocho años habrían
sido suficientes para enfriar el suyo. Ya no era el ingenuo chico isleño, deslumbrado
por su pedigrí familiar. Durante ese tiempo, y a su manera, había triunfado.
Esa vez se encontrarían como iguales. Tenía la sensación de que iba a resultar
muy interesante. Y, en aquel momento, necesitaba algo interesante. Cualquier cosa
que lo distrajera del enorme vacío que se había abierto en su corazón.
Tory pasó la primera tarde familiarizándose con el barco. Todas las cubiertas
tenían nombres de dioses griegos. Visitó el gimnasio y el cine, los diversos bares y
cafeterías, el spa. Y durante todo el tiempo su cerebro estuvo trabajando como un
hámster en la rueda de su jaula… pensando en Ben Cooper.
No quería volver a verlo. No porque temiera su reacción después de tantos
años, a raíz de su venganza. No quería verlo porque se había sentido humillada. Se
había dejado deslumbrar, encaprichar por su encanto. Le había dicho y hecho cosas
con él que nunca había hecho con ningún otro hombre. No era una puritana y no se
avergonzaba de ello. Pero había sido lo suficientemente estúpida como para
permitirle que la tocara, que la conociera íntimamente… cuando en realidad lo que
había estado haciendo era jugar con ella.
Sólo de recordarlo le entraba una rabia… ¡Qué canalla! Y qué inocente había
sido ella, dejándose seducir para que se acostaran juntos… Sin embargo, nunca
podría arrepentirse de aquella única noche. Y no sólo por el sexo, aunque estaba
dispuesta a reconocer que era uno de los mejores amantes que había tenido nunca.
Era porque había sido él quien le había dado a conocer la comida del Caribe. Todavía
podía cerrar los ojos y recordar la cena con que le obsequió aquella noche: un
suculento jerk chicken, rundown de coco y los pastelillos johnnycakes que tan bien se le
daban. Hija de un chef clásico que tenía a la cocina francesa como la mejor del
mundo, Tory se había quedado impresionada ante aquella riqueza de sabores. Luego
Ben le había hablado de Anguilla y de su familia, y del destartalado chiringuito que
algún día pensaba convertir en un prestigioso restaurante, con lo que el hechizo
había sido completo.
Qué estúpida había sido, pensó una vez más mientras regresaba a su camarote.
Cuánto debía de haberse reído Ben de ella por la facilidad con la que había caído…
Cerró la puerta con rabia y entró en el cuarto de baño para lavarse los dientes.
Se puso el pijama y se metió en la cama. Acababa de tumbarse de lado y de
deslizar una mano bajo la almohada, como tenía por costumbre hacer para dormir,
cuando de repente sintió algo frío bajo los dedos. Sobresaltada, se apresuró a
encender la luz y a apartar la almohada… y no pudo menos que reírse de sí misma.
Era una cadena con un colgante. ¿Qué habría creído que era? ¿Una víbora?
Todavía sonriendo, lo examinó. Era una gruesa lágrima de plata, de aspecto
antiguo. ¿Cómo habría ido a parar a su cama? Claro. La doncella debía de haberla
perdido mientras le preparaba la habitación. Miró su reloj y vio que todavía era
temprano: apenas las nueve. Podría telefonear a la sección de objetos perdidos. Sin
duda alguna, la mujer estaría muy preocupada…
Tan pronto como le explicó la situación a la empleada de la sección, ésta se echó
a reír y le pidió que esperase. La voz que escuchó a continuación le resultó familiar.
—Victoria, soy Patti Kennedy.
A Tory le sorprendió que la directora del crucero hubiese querido ocuparse
personalmente de un asunto tan poco importante.
—Hola, Patti. Lo siento, no quería molestarte… Ha debido de producirse un
error. Acabo de informar de que me había encontrado un colgante en la habitación
y…
Patti se echó a reír.
—Evidentemente no has leído nuestro folleto de Las lágrimas de la Luna, de la
carpeta informativa. Ese folleto te lo explicará todo con detalle pero, para resumir, se
trata de una especie de tradición que hemos establecido a bordo. En cada viaje,
Capítulo 2
—De acuerdo, ya es suficiente —dijo Janice—. Descanso para comer. Nos
veremos a las dos.
Como el resto de los bailarines, Tracy suspiró de alivio. Tenía la malla
empapada de sudor y le dolía la rodilla de todas las evoluciones que les había hecho
hacer Janice, una y otra vez. Su tiránica jefa de coreografía era una maniática de los
ensayos.
—No estáis de vacaciones —solía recordarles cada día.
Aunque estaban a bordo de un crucero, trabajaban casi constantemente. Nadie,
por muy optimista que fuera, podía pensar que estaban de vacaciones. Pero a Tracy
no se le ocurría protestar, por supuesto. Necesitaba el trabajo.
Volvió a suspirar mientras recordaba la llamada de teléfono que había recibido
de Salvatore la noche anterior. La había dejado hablar con su hijo Franco durante
unos minutos.
—Está bien —le había asegurado Sal cuando volvió a ponerse al teléfono—. Tú
haz tu trabajo y encuentra el colgante. Porque si vuelves a fallarme, no volverás a
verme. Ni a mí ni a tu hijo.
Sacó su toalla y se secó el sudor de la cara mientras se dirigía a los ascensores.
Había hecho todo lo posible por apoderarse de aquel colgante durante el último
crucero, el de Navidad, pero el destino o el azar habían jugado en su contra.
Esa vez sería diferente, se prometió a sí misma. Esa vez encontraría el colgante,
recuperaría a su hijo y expulsaría a Sal de su vida para siempre. Estaba convencida
de que aquel colgante era la única razón por la que Salvatore seguía manteniendo
algún contacto con ella o con Franco.
Sal había estado ausente de sus vidas durante meses antes de reaparecer
súbitamente para explicarle que le había conseguido una entrevista de trabajo para el
Sueño de Alexandra. Desde el principio había sospechado que no lo había hecho por
generosidad: Sal había tenido sus propias razones para que ella subiera a aquel
barco. No había tardado en averiguar cuáles eran: uno de los clientes ludópata de
Sal, un tipo llamado Giorgio, primer oficial del crucero, había contraído una enorme
deuda con la gente de Sal y pensaba pagarles con un antiguo colgante que había
conseguido introducir a bordo.
Un buen plan, sólo que la policía había detenido a Giorgio por su participación
en una operación de tráfico de antigüedades a gran escala que se había desarrollado
durante el periplo mediterráneo del Sueño de Alexandra. Sal se había quedado al
descubierto con la deuda, de modo que la única posibilidad de dar satisfacción a sus
jefes y asegurarse su propio futuro era apoderarse de aquel colgante. Y ahí
precisamente era donde entraba Tracy.
Tracy esbozó una sonrisa de tristeza al recordar el enfado de Sal cuando se
enteró de que la bibliotecaria del barco había recuperado el colgante y que la
directora del crucero había decidido utilizarlo como atracción promocional entre los
pasajeros. Nunca lo había oído jurar y maldecir en tantas lenguas diferentes. Lo
curioso del caso era que le correspondía a ella solucionar aquel desastre… so pena de
perder para siempre a su hijo.
Era un pensamiento tan deprimente que Tracy ni siquiera pudo forzar una
sonrisa en deferencia a los pasajeros con los que se encontró de camino a la oficina de
administración. Saludó a la recepcionista y se acercó al tablón de anuncios que
ocupaba toda una pared. A la izquierda estaba el despacho de Patti Kennedy, con la
puerta entreabierta. Se acercó todo lo posible mientras seguía mirando el tablón para
disimular, intentando encontrar alguna excusa para hablar con Patti. La directora de
crucero sabría dónde habían escondido esa vez el colgante, y si alguien lo habría
encontrado ya. Patti había utilizado el colgante y su leyenda como una especie de
entretenimiento a bordo, tanto para pasajeros como tripulantes, que a la vez servía de
publicidad del crucero.
Miró su reloj: ya había consumido diez minutos enteros de la hora de la comida.
Casi le dio un ataque cuando se giró, dispuesta a entrar en el despacho de Patti… y
se encontró frente a ella.
—¡Oh! —se llevó una mano al pecho.
—Lo siento, Tracy. No quería asustarte.
—No, si no me has asustado —respondió de manera automática —al verla
arquear las cejas con expresión sorprendida, se encogió de hombros—. Ya, sí… pero
no ha sido culpa tuya.
—¿Me estabas buscando?
—Er… sí, las chicas y yo queríamos aportar nuestro granito de arena a lo del
colgante… —improvisó— y hemos pensado que estaría bien montar un espectáculo
especial para homenajear a la persona que lo haya encontrado. Algo que haga
referencia a la leyenda, ya sabes…
Patti reflexionó por un momento.
—Es una buena idea, y estoy segura de que a Tory le encantaría, pero creo que
es un poco tarde para incorporarla a nuestra rutina a estas alturas. Quizá para el
próximo crucero. Gracias de todas maneras, Tracy.
Sonrió, dispuesta a dar media vuelta. A Tracy le sudaban las manos. Estaba tan
cerca de averiguar quién había encontrado el colgante… pero un nombre de pila no
le servía de nada.
Patti estaba a punto de regresar a su despacho. Tracy abrió la boca para hablar,
pero ninguna palabra salió de sus labios. Finalmente se quedó mirando la puerta
cerrada, impotente.
Maldijo entre dientes. Había vuelto a desperdiciar una oportunidad. Dolida y
furiosa consigo misma, abandonó la oficina ante la curiosa mirada de la
recepcionista. Ojalá nunca hubiera conocido a Salvatore Morena.
Pero inmediatamente se arrepintió. Por mucho que lo odiara, Sal le había dado
a Franco: su hijo, que estaba a punto de cumplir los cinco años. Esbozó una sonrisa
mientras evocaba la breve conversación que habían mantenido la noche anterior, por
teléfono.
—He decidido que de mayor quiero ser un elefante.
—¿Un elefante?
Hasta hacía poco tiempo, había querido ser un ciclomotor.
—Sí, pero quiero dormir en una cama. Una gran cama de césped con
almohadas.
Tracy dejó de sonreír cuando recordó lo desesperado de su situación. Si no se
apoderaba pronto del colgante, nunca más volvería a ver a su hijo. Y acababa de
desperdiciar una magnífica oportunidad de averiguar quién lo tenía. El Sueño de
Alexandra albergaba a más de un millar de pasajeros. Disponía de nueve días para
encontrar una aguja en un pajar.
Pero al menos contaba con un nombre: Tory. Caminó decidida por el pasillo.
Esa vez nada le impediría recuperar a Franco. Nada.
Los primeros dos días de crucero transcurrieron en alta mar, sin ningún puerto
a la vista. Tory pasó el primero familiarizándose con la cocina. Como tenía por
costumbre, había traído sus propios cuchillos, que se encargó de afilar una vez más.
No solamente quería que todo estuviera perfecto cuando llegara Ben. También
quería imprimir su sello personal en aquella cocina, marcarla como territorio suyo
para que Ben se sintiera inmediatamente como un extranjero, un intruso. Así que
colocó sus recetarios de referencia en la estantería y reorganizó los tarros de especias
y, en general, todo los cajones de los armarios. Cuando terminó, sabía ya dónde
estaba todo y dominaba por completo aquel espacio.
Al día siguiente pronunció su primera conferencia ante una audiencia de unos
doscientos pasajeros, la mayoría mujeres. Después de presentarse y de hablar un
poco de su libro, empezó con una breve introducción sobre la comida caribeña.
—La comida caribeña refleja las múltiples influencias que recibió esta región a
lo largo de los siglos. Todavía hoy día podemos encontrar en sus recetas e
ingredientes rastros de la cultura de los Arawak, sus primeros pobladores, así como
el sello de los colonos franceses, ingleses y africanos que se establecieron aquí. Una
de las primeras cosas que descubrirán de la comida caribeña es la llamada «comida
de fiesta», porque a los isleños les encantan las fiestas. Aunque todavía faltan varias
semanas para el Carnaval, cuando atraquemos en el próximo puerto se encontrarán
con desfiles de disfraces de pre Carnaval.
En las grandes pantallas de plasma, a cada lado de la cocina, iban apareciendo
imágenes de mercados de especias, vendedores ambulantes y coloridos desfiles de
Carnaval.
Estaba oscuro en el Club Emperador, el bar estilo club inglés que había elegido,
y no conseguía ver bien la imagen. Bruscamente se levantó y salió al pasillo, para
poder contemplar mejor la fotografía.
Ojos azules. Una nariz pequeña, recta. Pelo castaño oscuro y rizado. Un hoyuelo
en la barbilla. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando se acercó la foto a los ojos:
una marca de nacimiento a un lado del cuello.
Alzó rápidamente la mirada, intentando recuperarse. Estaba en la cubierta seis,
una planta por encima de la suya. Presa de un extraño impulso, se dirigió a la
escalera más cercana y corrió a su camarote. Nada más llegar abrió su portátil y
buscó en su biblioteca digital hasta que encontró la carpeta de las fotos de familia.
Recientemente se había molestado en escanear una gran cantidad de imágenes de
antiguos álbumes familiares, ya que le gustaba poder tenerlas a mano en cualquier
lugar donde se encontrara.
Localizó por fin la fotografía que estaba buscando y la amplió. El corazón se le
aceleró mientras comparaba las dos imágenes: la del niño del semanario y la de su
ordenador. El parecido era asombroso. La misma nariz. La misma barbilla. La misma
marca de nacimiento.
Aquel niño destacado entre la multitud, fuera quien fuera, era la viva imagen
de su hermano gemelo, Michael, cuando tenía siete u ocho años.
Sabía que podía tratarse simplemente de una coincidencia. No eran infrecuentes
los isleños de ojos azules y tez más clara. Pero la marca de nacimiento, aquel círculo
rojo burdeos que asomaba por encima del cuello de Michael, era la misma que tenía
su padre, y su abuelo, y en general todos los varones de la familia. Un legado de la
familia Fournier que se transmitía de generación en generación y se perdía en la
noche de los tiempos…
¿Qué estaba haciendo entonces aquella marca en el cuello de aquel sonriente
niño de ojos azules? Leyó el pie de la foto: Las multitudes acogen contentas la temporada
de Carnaval. Experimentó una ridícula punzada de decepción. ¿Qué había esperado,
después de todo? ¿Que el nombre del niño estuviera allí expuesto, señalándolo entra
la multitud?
Lanzó el periódico sobre la cama e intentó alisarse los indómitos rizos. Lo que
estaba pensando era una locura. Tenía que serlo. No era posible que el niño de
aquella fotografía fuera el hijo de su hermano.
Y sin embargo se parecía tanto… y aquella marca… ¿Y si era el hijo de Michael?
¿Y si todavía quedaba en el mundo un pedacito vivo de su hermano, una herencia
viviente? Se le llenaron los ojos de lágrimas. El hijo de Michael. Eso habría sido
asombroso, increíble. Un milagro.
De repente tomó conciencia de lo absurdo de todo aquello, y se acordó de las
palabras que le dirigió su madre cuando se despidieron en el aeropuerto: «Espero
que puedas deshacerte al fin de él, Tory. No puedes cargar con esa tristeza para
siempre».
Se pasó las manos por la cara. Aquello era una locura… muy conveniente. Una
ardid elaborado por su incapacidad mental para aceptar la muerte de su hermano
gemelo. Durante ocho años lo había echado de menos cada día. Había llegado el
momento de seguir adelante.
«Estás aquí para despedirlo, no para construir castillos en el aire», se recordó.
En un impulso, recogió el semanario y lo lanzó a la papelera. Sólo había sido un
momento de locura. No volvería a repetirse.
Sólo que esa misma noche soñó con Michael. Estaban de pie en una playa
infinita, frente al mar. Michael estaba llorando: una solitaria lágrima corría por su
rostro bronceado. Tenía los brazos abiertos y la expresión asombrada, consternada.
Como si de repente le hubieran arrebatado algo y no diera crédito a lo que le estaba
sucediendo.
Corrió hacia él para abrazarlo. Pero era como si Michael no pudiera verla, ni
oírla, ni sentirla. Se había quedado mirando sus propios brazos extendidos,
implorantes.
—¿Dónde está? ¿Lo he perdido.
—¿A quién has perdido, Michael? Cuéntame.
Pero él se volvió y empezó a alejarse.
—¿Dónde está? —lo oyó gritar hacia el mar, furioso y desesperado a la vez.
Y entonces se despertó. Estaba sudando, las lágrimas bañaban su rostro. Se
levantó de la cama, entró en el cuarto de baño y encendió la luz. Tenía un aspecto
terrible.
—Sólo ha sido un estúpido sueño —le dijo a su imagen en el espejo.
Pero el recuerdo permanecía, y no consiguió conciliar el sueño hasta que a las
siete sonó el despertador. Era el día en que Ben Cooper subiría a bordo: cuando más
iba a necesitar sentirse tranquila, relajada, segura de sí misma, controlada, fría,
distante. En lugar de ello, tenía el pelo hecho un desastre y se sentía más vulnerable
de lo que se había sentido en años.
Ben salió en avión temprano por la mañana de la isla de San Martín, deseoso de
disfrutar de aquella semana de crucero a bordo del Sueño de Alexandra. Su buen
humor duró hasta que vio a Monty Blackman cuando desembarcó en el aeropuerto
de St. Bart. El tipo vestía una camisa rosa de rayas verdes y unos pantalones de golf
azul celeste. ¿Acaso estaba ciego para los colores? ¿Y dónde habría conseguido un
vestuario de tan mal gusto? Habría tenido que recorrer hasta la última isla del Caribe
para encontrar algo tan ridículo.
Lo último que quería era hablar con aquel engreído y correoso canalla. Aunque
había sido Danique quien lo había engañado con la paternidad de Eva, con quien
más enfadado estaba era con Monty: con su empalagosa sonrisa y su cadena de
baratos moteles para turistas y su pésimo gusto para la ropa. Le parecía imposible
que una niña tan dulce como Eva hubiera podido ser engendrada por un ser así.
Se pegó detrás de un grupo de turistas mientras se dirigía hacia la salida,
esperando que no lo viera.
—¡Cooper! ¡Justo el hombre al que esperaba ver!
Ben cerró los ojos, frustrado, y se volvió.
—Hola, Monty —miró ostentosamente su reloj—. Lo siento, pero no puedo
entretenerme, tengo que tomar un barco y…
—Sólo será un momento. Quería hablar contigo sobre Danique y la pequeña.
Ben apretó los dientes. «Eva. Se llama Eva», quiso gritarle. «Danique y yo le
pusimos ese nombre porque tú estabas demasiado ocupado escurriendo el bulto».
—De verdad, no creo que sea el mejor momento… —lo intentó de nuevo.
—Sé que has estado ayudando a Danique pagando los gastos de la pequeña, las
facturas médicas y todo eso… Sólo quería compensarte ahora que todo se ha
solucionado.
Ben sufrió un ataque de rabia cuando lo vio sacar su chequera.
—Ya se lo dije a Danique: no me importa el dinero —le dijo, volviéndose.
—No te hagas el noble, Cooper. A todo el mundo le importa el dinero. Es lo que
hace que el mundo funcione —rió escandalosamente su propia broma, y Ben tuvo
que dominarse para no saltarle los dientes de un puñetazo.
—Yo no soy todo el mundo. Olvídalo. Lo hice por Eva y por Danique.
Se dispuso a marcharse de una vez, pero Monty se le interpuso, desaparecida
su anterior sonrisa. De repente Ben descubrió el rasgo de su carácter que había hecho
de Monty un multimillonario a sus cuarenta y pocos años.
—No me gusta estar en deuda con nadie. Tú has cuidado de mis niñas, y te lo
agradezco, pero quiero poner punto final a esta situación.
Ben hizo acopio de paciencia mientras lo veía firmar un cheque y arrancarlo de
la chequera. No lo aceptó. Sonriéndose y sacudiendo la cabeza, Monty lo dobló
cuidadosamente y se lo metió en un bolsillo de la camisa.
—Cómo sois, los jóvenes…
Ben se marchó sin hacer ningún comentario. O eso o cedía a la frustración y le
soltaba un puñetazo. Sin molestarse en comprobar si Monty lo veía o no, rompió el
cheque hasta convertirlo en confeti y lo tiró a la papelera más cercana. No quería un
solo céntimo de Monty. Lo único que quería era recuperar a Eva… y eso no iba a
suceder.
Para cuando abordó el Sueño de Alexandra, estaba colérico. De repente la
perspectiva de ver a Tory Fournier se le antojaba bastante menos divertida que unos
días atrás. No estaba de humor para soportar su fría altanería. De hecho, estaba
dispuesto a soltarle cuatro verdades como puños a la menor oportunidad. Sonrió con
expresión perversa mientras se dirigía al centro de artes culinarias del barco.
No hizo más que abrir la puerta cuando se detuvo en seco. No se había
detenido a pensarlo, pero de alguna manera había imaginado que el tiempo habría
endurecido, afilado los rasgos de su antigua compañera de estudios, acentuando su
distancia, su dureza, su frialdad.
Pero la mujer que estaba tomando notas en el mostrador de la cocina no parecía
ni fría ni dura. Llevaba unos pantalones blancos de cocinero, de corte recto y
elegante, y una blusa roja. Tenía las caderas más redondeadas de lo que recordaba,
los senos más llenos. Llevaba la melena más corta, con las puntas rizadas. Y tenía un
perfil más suave y delicado que el que guardaba en su memoria.
En conjunto, ofrecía una imagen completamente inesperada. Frunció el ceño,
incómodo.
De repente, como si lo hubiera sentido llegar, Tory alzó la cabeza y lo vio. Se
miraron por unos segundos en silencio.
—Hola, Ben.
—Hola, Tory.
Vio que apretaba la mandíbula cuando oyó que la llamaba por su diminutivo.
Ella misma lo había invitado a que la llamara así en su única cita. Ben esperó que
revocara aquel privilegio de un momento a otro y le ordenase que la llamara
Victoria… pero no lo hizo.
—Llegas temprano —comentó ella mientras recogía la chaqueta blanca de chef
que descansaba sobre uno de los mostradores.
—Sí —reconoció él.
Fue consciente de la rápida mirada que le lanzó mientras se ponía la chaqueta y
se abrochaba los botones.
—Mejor así. Tenemos nuestra primera sesión antes de la hora de la comida. No
sabía qué era lo que pensabas cocinar, así que me he permitido preparar una
pequeña introducción sobre salsas.
—Les enseñaré algunas recetas locales —declaró con tono firme, sin mayores
explicaciones. No pensaba ponérselo fácil. No se lo merecía.
—¿Ah, sí? —cruzándose de brazos, se apoyó en el mostrador—. ¿No piensas
decirme nada más?
—Te apuntaré los ingredientes, si es eso lo que quieres.
Dejó su caja sobre el banco y empezó a sacar sus cuchillos.
—Si tienes algún problema conmigo, creo que no deberías haber aceptado este
trabajo —le dijo ella, tensa.
Naturalmente, había ido al grano del asunto. Tory nunca había vacilado en
rehuir los enfrentamientos.
Sin embargo, lo que tampoco podía hacer era cederle la victoria en aquel
enfrentamiento. Tory no había cambiado tanto: si le daba la menor oportunidad, se
apoderaría de aquel espacio como si le perteneciera. Así que se concentró en cambiar
de nuevo el contenido de los cajones, en silencio.
Segundos después, Tory soltó un gemido de disgusto y sacó por segunda vez el
rodillo de amasar del cajón inferior para guardarlo en el superior, tal como había
hecho antes. Cuando terminó, se cruzó de brazos y lo miró desafiante.
—Ya lo cambiaré después.
—Inténtalo —lo desafió ella.
—Ten por seguro que lo haré.
Tory se lo quedó mirando indignada. Y Ben se sorprendió a sí mismo mirando
fijamente el rosado capullo de sus labios. Durante un segundo eterno, fue como si no
pudiera apartar la mirada de su boca.
—Si hubiera sabido antes que tendría que trabajar contigo… me habría negado
—le confesó ella.
—Entonces supongo que tendremos que aguantarnos los dos.
Tory se giró en redondo sin pronunciar otra palabra y se marchó. Ben la
observó mientras se alejaba, pensativo. Nada en aquel encuentro se había
desarrollado conforme a lo previsto. Había esperado el conflicto, sí, pero no la
vulnerabilidad que había descubierto en su expresión, y lo cierto era que no sabía
muy bien qué hacer al respecto.
Frunciendo el ceño, continuó trabajando.
Capítulo 3
El término «portento» parecía expresamente inventado para Ben Cooper,
decidió Tory mientras forzaba una nueva sonrisa. Acababan de terminar su
conferencia de aquella tarde y, si en aquel momento hubiera tenido a mano una
muñeca de vudú, le habría arrancado la cabeza.
Experimentó una punzada de rabia cuando recordó la actitud con que había
entrado en la cocina y se había puesto a cambiarlo todo de sitio, como si el lugar le
perteneciera. Tan confiado y seguro de sí mismo como siempre, incluso más.
Detestaba admitirlo, pero los años le habían sentado muy bien. Estaba más fuerte,
más musculoso. Su rostro había ganado en atractivo.
Pero lo que más le irritaba era su vanidad para con las mujeres: se consideraba
una especie de regalo divino para el sexo opuesto. Lo que no era de extrañar, dada la
manera en que había reaccionado el sector femenino de su audiencia. Casi le
entraban ganas de avergonzarse de su sexo. Evidentemente se había corrido la voz
desde la sesión de la mañana, porque el número de mujeres se había doblado
durante la de la tarde. Y no había sido porque quisieran escucharla a ella. Sobre eso
no se hacía ilusiones.
Para empezar, estaba el uniforme de chef. Los cocineros solían vestir de blanco
o de negro con pantalones a juego: era lo tradicional, lo profesional. Ben, sin
embargo, llevaba un pantalón de lino color índigo y una camiseta azul marino con un
cuello abierto que revelaba su musculoso pecho, bajo la chaqueta blanca abierta.
Tory se lo había quedado mirando cuando regresó después de cambiarse.
—¿No vas a abrocharte la chaqueta?—le había preguntado, incrédula.
—No. Así voy mejor.
—No lo dudo. Simplemente me parecía que el factor «seguridad» estaba por
encima del factor «moda».
Las chaquetas de cocinero estaban diseñadas para proteger el torso y los brazos,
además de que uno podía quitárselas fácilmente en caso de quemaduras.
—Eres tan formal… —se le había reído en la cara—. Me había olvidado. Me
refería a que así estoy más fresco. Y no pienso trabajar con aceite caliente, así que el
riesgo es casi nulo. A no ser que temas que esta ensalada de coco pueda atacarme…
Tory había decidido ignorar su comentario, al igual que había decidido
ignorarlo todo sobre él: desde el timbre ronco de su risa hasta el fresco aroma de su
loción. Su talento como cocinero, sin embargo, era otra cosa.
Tory había abierto ambas sesiones hablando del uso original de las especias en
la comida del Caribe, que no había sido otro que el de la conservación de los
alimentos. Como el cerdo jerk, que habían traído a las islas los esclavos del África
Occidental durante el siglo XVIII. Una vez terminado el discurso, Ben había subido al
estrado para eclipsarla con su humor, su pecho musculoso y bronceado… y su
talento para la cocina.
—¿Qué pasa? ¿Tampoco puedo limpiar la cocina? ¿Es que lo quieres hacer todo
tú solo?
—No tienes por qué limpiar. Simplemente.
—A ver si lo entiendo… —lo fulminó con la mirada, las manos en las caderas—.
Crees que soy demasiado buena para limpiar la cocina. Es eso, ¿verdad?
—Eres la señorita Alta Cocina —se encogió de hombros—. Limpian los
aprendices o los pinches, no tú.
Se quedó helada. ¿Era eso lo que pensaba de ella? ¿Lo que siempre había
pensado?
—Tú no sabes quién soy.
Ben recogió el libro que había escrito Tory, Estilo isleño, y lo blandió delante de
sus narices.
—Puede que te divierta pasar una temporada con los pobres isleños, pero tarde
o temprano, cuando te hayas cansado de jugar… volverás a servir Chateaubriand y
chauson aux framboises en Le Plat.
Se quedó sorprendida al descubrir que Ben no sabía que su padre había cerrado
Le Plat cuando se jubiló, en vez de cedérselo a ella. Entendía por qué André había
tomado aquella decisión, pero dudaba que él lo comprendiera.
Alzó una mano para agarrar su libro de cocina, pero Ben no lo soltó. Tuvo que
emplear toda su fuerza para arrebatárselo.
—¿Sabes una cosa? Que me da igual. Límpialo todo tú solo, si ése es tu gusto —
le espetó mientras sujetaba el libro bajo el brazo y recogía su portátil y sus notas.
Acababa de dar media vuelta cuando descubrió a Patti, la directora del crucero,
en el umbral de la puerta. Se ruborizó inmediatamente mientras se preguntaba
cuánto de aquella escena habría visto.
—Hola, chicos. Bienvenido a bordo, Ben. Es agradable hacer de anfitriona tuya
para variar —sonriendo, se volvió hacia Tory—: En cada viaje hacemos una parada
obligada en el restaurante de Ben. La mejor comida de las islas.
—Lo dices tú, no yo —repuso él, modesto—. Pero me encanta de todas
formas…
Patti se echó a reír.
—Y además es encantador. Pero eso seguro que ya lo habrás descubierto.
Evidentemente no había sido testigo de su discusión, pensó Tory, aliviada. De
alguna forma tendrían que arreglárselas para trabajar juntos durante los próximos
días sin chocar continuamente. Al menos en público.
—Venía a deciros que el capitán os ha invitado a cenar en su comedor privado
esta noche.
—Estupendo —comentó Ben—. Dile a Dominique que le pediré la receta de su
salsa de caracolas. Llevo tiempo queriendo hacerlo.
Tory puso los ojos en blanco. Dominique Charest era la chef del Sueño de
Alexandra. Al parecer, también conocía personalmente a Ben.
—El comedor del capitán está en la Cubierta Artemisa, Victoria —la informó
Patti—. Seguro que a Ben no le importará acompañarte.
—Por supuesto.
Tory esperó a que la mujer se hubiera retirado antes volver a ponerse seria:
—No hace falta que me acompañes. Tengo un mapa del barco —se dirigió hacia
la puerta.
—Como quieras.
Apretó los dientes. Una docena de insultos diferentes le bailaban en la punta de
la lengua. Abandonó la sala confusa, disgustada, indignada. ¿Cómo podía encontrar
atractivo a un hombre que tenía una opinión tan sumamente baja de ella? Y luego
estaba la opinión que ella tenía de él… que era igual de baja. Subterránea incluso.
Realmente era una situación absurda, y esperaba que sus hormonas se recuperaran
pronto. Porque lo último que quería era volver a enamorarse de Ben Cooper…
había visto atrapada por su alta y esbelta figura; por su belleza serena, elegante. Sus
antenas de niño pobre le habían advertido instantáneamente que aquella chica
procedía de una buena familia. Luego se había enterado de quiénes eran su padre y
su abuelo, con lo que su incipiente sensación de inferioridad había crecido hasta
límites insospechados. Se había pasado la mitad del tiempo ignorándola o mirándola
con hostilidad, resentido.
Demasiado tarde se dio cuenta de que sólo quedaba un asiento vacío en la
mesa… justo al lado del suyo. Antes de que tuviera tiempo para murmurar algo
entre dientes. Tory se acercó para sentarse.
Aspiró su fragancia a vainilla mientras la miraba.
—Créeme, sé lo que estás pensando —le dijo ella en un susurro.
—Siéntete libre para ignorarme —repuso él.
—Lo mismo digo.
Acto seguido, cada uno se volvió en un sentido distinto hacia el comensal que
tenía al lado. Que, en el caso de Ben, era el joven periodista rubio. Le disgustaban las
conversaciones intrascendentes, pero no le quedaba otra opción.
—Y dígame… ¿le está gustando el crucero?
El comedor privado del capitán fue toda una revelación. Los suelos de madera
pulida relucían a la luz de las velas y las persianas coloniales daban a la sala un cierto
aspecto exótico. La mesa era impecable. El propio capitán era un hombre atractivo y
carismático, al igual que su prometida. Se notaba que estaban locamente
enamorados.
La única mancha en aquel paisaje era Ben Cooper. Pero… ¿de qué se
sorprendía?
Afortunadamente, la mujer de mediana edad que le había tocado a la derecha
resultó ser una gran compañía. Recientemente licenciada del ejército, la teniente
Williams le había relatado fascinantes historias sobre sus diferentes destinos, y
durante el primer y segundo plato habían mantenido una conversación muy
animada. Casi lo suficiente para ignorar al hombre que estaba sentado al otro lado, el
ronco timbre de su voz, el ocasional roce de su hombro contra el suyo… Casi, pero
no del todo.
En aquel instante alcanzó a escuchar parte de la conversación de Ben con su
otro vecino de mesa, un joven periodista de viajes llamado David… y casi derramó
su copa. En el instante en que escuchó las palabras «Instituto de Alta Cocina» y
«mezquina venganza», el estómago le dio un vuelco y se irguió en su silla. No se
habría atrevido a…
—… si eso no me hubiera sucedido a mí, probablemente yo también lo habría
considerado divertido —estaba diciendo Ben cuando Tory se volvió para mirarlo.
el respeto con que trataba a sus colaboradores… La verdad es que no pude tener
mejor maestro.
Tory volvió a morirse de vergüenza, acosada por una extraña mezcla de culpa,
alivio e irritación. Típico de Ben: siempre conseguía caer de pie, como los gatos. De
repente descubrió consternada que la teniente Williams había decidido intervenir en
la conversación.
—No he podido evitar escucharlos… me ha recordado a las crueles novatadas
que tantos problemas suelen dar a las academias militares —comentó con tono
reprobador.
—¿Cruel, dice? Tiene razón. Fue algo muy cruel —sentenció Ben—.
Decididamente.
No volvió a mirarla, pero Tory se indignó de todas formas. Estaba utilizando
aquella conversación para condenarla públicamente. En cualquier momento revelaría
a todo el mundo que había sido ella la culpable… y se convertiría en una paria social
durante el resto de la velada.
—Tengo entendido que usted también estuvo en ese Instituto de Alta Cocina
con Ben, ¿verdad Tory? —le dijo la teniente—. ¿Se enteró de aquel suceso?
—La verdad es que no —mintió, ruborizándose sin poder evitarlo. Pudo sentir
la satisfacción que Ben irradiaba a oleadas. En un impulso, añadió—: Pero él no fue el
único en pasarlo mal.
Esa vez fue Ben quien se tensó en su asiento, y Tory experimentó una fugaz
sensación de triunfo.
—Había una chica en nuestro curso que, aunque no era culpa suya, tenía
reputación de estirada, distante. La llamaban la Reina de Hielo, ¿te acuerdas, Ben?
—Sí —respondió, evitando mirarla.
—El caso es que los chicos empezaron a hacer apuestas sobre quién sería el
primero en derretirla.
David sonrió, pero la teniente frunció el ceño.
—La chica era un poco ingenua —continuó Tory—. Parece ser que no tenía
mucha experiencia con los hombres… así que cayó presa del encanto de uno de los
alumnos.
—Y la chica al final se enteró de lo de la apuesta —adivinó la teniente Williams,
claramente indignada.
—Sí, pero no hasta bastante después.
Se hizo un silencio, durante el cual cada uno asimiló su información.
—Qué humillante —exclamó la otra mujer, compadecida.
—Y que lo diga —ratificó Tory mientras evocaba el dolor que la había asaltado
cuando se enteró de lo mucho que los amigos de Ben se habían divertido a su costa.
—De acuerdo. Y si gano yo… —se interrumpió, porque la única idea que se le
había ocurrido era demasiado inapropiada, además de imposible— si gano yo, me
darás una de las secretas recetas de tu padre: la del glaseado del vino de Oporto.
—¿Todavía no te ha salido, Ben? —le preguntó, burlona—. Es facilísima.
Consciente de la expectación que estaban suscitando, Ben le tendió la mano.
—¿Trato hecho, entonces?
—Trato hecho —se la estrechó con firmeza.
Helena se aclaró entonces la garganta.
—¿No os habéis olvidado de algo?
Tanto Ben como Tory se la quedaron mirando sin comprender.
—¿De qué?
—¿Quién hará de juez? —quiso saber Nikolas.
—Es verdad… —murmuró Tory.
—Desde luego, Nikolas y yo estaríamos dispuestos… —sugirió Helena con un
brillo travieso en la mirada.
—Perfecto —sentenció Ben—. Vosotros dos formareis el jurado. Utilizaremos el
centro de artes culinarias como base de operaciones. ¿Qué tal de aquí a dos días, una
vez que zarpemos de Granada?
Tory se encogió de hombros.
—Si necesitas dos días para preparar tu receta, por mí no hay problema.
Ben la miró. Estaba levemente ruborizada y un brillo de desafío ardía en sus
preciosos ojos azules.
—Muy bien. Ése será nuestro plazo.
Capítulo 4
Tory volvió el rostro hacia la fresca brisa del mar y se quedó contemplando el
cielo estrellado. Hacía una noche mágica. Inconscientemente, se llevó una mano a la
lágrima de plata que llevaba al cuello. Se sonrió, irónica. Quizá la romántica leyenda
de aquel colgante estaba empezando a afectarle, después de todo.
La cena de aquella noche había sido una especie de prueba. Verse obligada a
pasar horas sentada al lado de Ben, aspirando el aroma de su loción… se había
sentido tensa y a la defensiva durante toda la velada. Antes y después del pueril
intento de Ben por provocarla.
Soltó la lágrima de plata mientras se obligaba a reconocer que ella se había
esforzado por provocarlo a su vez, lo que había sido igualmente pueril. Frunció el
ceño. Lo que pudiera hacer o decir Ben no tenía por qué importarle lo más mínimo.
Apartándose de la barandilla, decidió reacia que había llegado el momento de
retirarse a su camarote.
Se dirigía hacia los ascensores cuando vio un periódico en una de las tumbonas
de cubierta. Era el mismo diario que había encontrado en el auditorio. Para su
sorpresa, descubrió que estaba doblado de tal forma que el rostro de la fotografía que
tanto le había intrigado la noche anterior la estaba mirando directamente…
No era una persona supersticiosa, pero tampoco podía ignorarlo y pasar de
largo. Vacilando, recogió el semanario y volvió a contemplar los ojos de aquel niño.
Al igual que la noche anterior, experimentó nuevamente una sensación de
reconocimiento. Conocía a aquel niño. Conocía aquellos ojos increíblemente azules.
Sus dedos se tensaron sobre el papel. La noche anterior se había dicho que la
simple sospecha de que aquel niño pudiera ser el hipotético hijo perdido de su
hermano era una pura locura, pero en ese momento comprendió que, desde el
instante en que vio aquella foto, no había dejado de pensar en ella. Incluso mientras
estuvo discutiendo y provocando a Ben, parte de su mente había continuado girando
en torno al rostro de aquel niño.
De repente tomó una decisión. Tal vez fuera una locura, pero no le importaba.
Estaba dispuesta a hacer todo cuanto estuviera en su poder para localizar a aquel
pequeño y comprobar que no era el hijo de su hermano.
Acababa de doblar el periódico para dirigirse a su camarote cuando casi
tropezó con Ben. Ambos se quedaron sorprendidos. Se había quitado la corbata de
lazo y se había aflojado el cuello de la camisa. Estaba despeinado. No necesitó bajar
la mirada a su boca crispada para saber que estaba tan poco entusiasmado de verla
como ella de verlo a él. A su alrededor, el aire prácticamente vibraba con su mutua
hostilidad.
—¿Disfrutando de la brisa del mar? —le preguntó él después de un silencio
demasiado largo.
Tory arqueó una ceja.
—Y te llevaste una gran decepción por ello, claro —se burló Ben.
Tory todavía podía recordar el gesto desdeñoso de su padre cuando ella lo
informó de que había fracasado en conseguir el primer lugar. Desde entonces la
había acompañado el dolor y la vergüenza por haberle fallado. Y luego siguió la
muerte de Michael…
—Oye, sólo estaba bromeando…
Demasiado tarde se dio cuenta Tory de que había bajado la guardia. Algo muy
peligroso cuando se trataba de Ben Cooper. Lo último que quería era que se
compadeciera de ella.
—No te preocupes. Me cuesta tomarme en serio tanto lo que dices como lo que
haces.
Ben sonrió, desaparecida su anterior expresión de preocupación.
—Así está mejor. Me gusta ese tono tuyo tan rebelde.
—¿De veras? ¿Acaso disfrutas discutiendo conmigo?
Ella lo detestaba. Detestaba saber que la entendía tan poco. Justo lo contrario
que experimentó aquella noche, cuando hicieron el amor y había sentido aquella
conexión tan especial.
—Bueno, se me ocurren cosas mucho mejores que hacer —repuso él.
Lo miró a los ojos y se quedó sorprendida al descubrir su brillo de deseo.
—Debes de estar de broma…
Ben bajó la mirada hasta su boca. Tory experimentó el súbito y abrumador
impulso de humedecerse los labios con la punta de la lengua.
—Hay maneras mejores de resolver nuestras diferencias.
—¿Haz el amor, y no la guerra? —inquirió, escéptica.
—Algo así —murmuró, acercándose y acorralándola contra la barandilla.
—Me parece que no es una buena idea —susurró ella.
—Pues entonces no pienses.
Y la besó. Sabía a café, a vino de Oporto, a fresca brisa de mar. El contacto de su
lengua era sedoso, firme y cálido, y Tory soltó un gemido mientras se dejaba abrazar.
Ben la estrechó contra su duro pecho, adelantando una pierna entre sus muslos al
tiempo que deslizaba las manos por su espalda desnuda.
Estaba ardiendo por dentro. Los últimos ocho años se disolvieron como si
nunca hubieran existido, y fue como si los dos hubieran vuelto a encontrarse en el
oscuro apartamento de Ben, con la cena olvidada sobre la mesa mientras se
devoraban mutuamente en el viejo sofá. Tory se olvidó de todo: de ella, de él, de lo
que los había separado.
Ben deslizó una mano por su costado, y Tory tembló de anticipación ante la
inminente caricia de sus senos. La última vez se los había besado, lamido y
mordisqueado hasta que tuvo que suplicarle a gritos que la librara de aquella
tortura…
De repente oyó el eco de una risa femenina y el rumor de una voz de hombre.
Alguien se acercaba. Aquello fue como el cubo de agua fría que tan
desesperadamente había necesitado. Se tensó en sus brazos, alzando las manos para
empujarlo, en lugar de atraerlo hacia sí. Ben se dio cuenta, la soltó y se apartó
rápidamente.
Tory no se atrevió a mirarlo mientras se esforzaba por recuperar el aliento.
Sentía un cosquilleo por todo el cuerpo y el pulso le atronaba los oídos. Con una
mano temblorosa, se alisó el frente del vestido. Finalmente, alzó la mirada.
—Ni siquiera te gusto. ¿Por qué habrías de querer acostarte conmigo?
Ben la miraba con expresión inescrutable. Tory esperó durante varios segundos
a que dijera algo, cualquier cosa, pero no lo hizo. Sacudiendo la cabeza, se marchó.
Ben Cooper la había engañado una vez con su carisma y su presencia. Pero ya
era mayor. Más sabia. Nunca más volvería a mirarlo a los ojos y a soñar despierta.
Lo primero que hizo Tory al día siguiente fue subir a cubierta con su móvil y
comprobar que tenía cobertura. Aquella mañana habían atracado en Santa Lucía, y el
bullicioso muelle se extendía frente a ella. A la derecha del muelle se levantaban los
blancos edificios de la ciudad, agrupados en torno a una lengua de arena blanca.
Pero ese día tenía cosas más importantes que hacer que contemplar aquella
vista. Rebuscando en las notas que había tomado la noche anterior en su camarote,
marcó el número de la Island Gazette. Siguieron unos frustrantes minutos mientras la
pasaban de un departamento a otro. Finalmente pudo hablar con el director en
persona, el inglés Charles Gordon.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita Sanders?
Tory le explicó que quería averiguar el nombre de alguien que había aparecido
retratado en una fotografía del último semanario.
—Me temo que eso es imposible… Nunca tomamos nombres ni pedimos
autorizaciones individuales en fotos colectivos de esa clase —le explicó—. Estoy
seguro de que usted misma comprenderá que eso es algo del todo imposible…
—¿Pero podría decirme al menos dónde fue tomada la fotografía? —le
preguntó Tory con tono paciente.
—Me temo que eso también es imposible. El último fin de semana se han
sucedido los desfiles de pre Carnaval en todas las islas. Ha habido tantos…
—¿Qué me dice de su fotógrafo? ¿Podría hablar con él?
—Oh, el hombre que sacó esas fotos no figura en nuestra plantilla. Es un
autónomo. Pero puede intentar hablar con él… si es que se digna descolgar el
teléfono —añadió el director con tono enigmático—. Matt Striker vive en Santa Lucía,
cerca de Marigot Bay. Eso está al sur de…
Capítulo 5
Tory no sabía muy bien lo que había sucedido. Tan pronto había odiado a Ben
como al momento siguiente se había puesto a reír a carcajadas con él.
Habían destrozado la cocina: no había otra manera de describir su estado.
Habían compartido un momento puntual de locura y ahora tenían que enfrentarse a
las consecuencias. Podía imaginar la cara que pondría Patti cuando se enterara.
Asimismo, toda la comida que habían preparado se había estropeado. La masa
de los johnnycakes, los ingredientes de la secreta receta con la que Ben había pensado
eclipsarla aquel día, incluso su ordenador… todo estaba cubierto de harina.
—La hemos hecho buena —murmuró, desesperada.
—Te diré lo que vamos a hacer —le dijo Ben, pasándole un brazo por los
hombros en un gesto que no cabía considerar más que como fraternal—. Pasaremos
los siguientes diez minutos recogiendo como locos y luego los otros cinco
limpiándonos y arreglándonos. Todo lo que nos quede pendiente lo explicaremos
como una consecuencia de la intensa sesión de cocina de esta mañana: a estas alturas,
ya todo el mundo estará al tanto de nuestro duelo de jerk chicken. ¿De acuerdo?
Tory ladeó la cabeza, reflexionando. Ben le dio un ligero apretón.
—Piensas demasiado. Nos comportaremos como si no hubiera pasado nada y se
lo creerán. Pero necesitaré que me ayudes en la cocina, porque hemos perdido todos
los ingredientes.
—De acuerdo —repuso Tory, encogiéndose de hombros—. Estoy en tus manos.
Ben le lanzó una mirada irónica antes de soltarla.
Pasaron los siguientes diez minutos imitando los movimientos de los derviches
danzantes. Después de cerrar las puertas para que no entrara nadie antes de tiempo,
Ben fue a buscar un cubo y dos fregonas y empezaron por el suelo. Cinco minutos
después Tory se ocupó de los mostradores. En el tiempo previsto habían hecho un
trabajo más que respetable. Quedaban algunas manchas en el horno, por ejemplo,
pero Tory decidió resignarse: tampoco era para tanto.
—Muy bien. Ahora al fregadero —dijo Ben, agarrando varias toallas y
encendiendo el horno a toda potencia—. Yo tengo la chaqueta de chef en mi bolsa,
pero supongo que tú no habrás traído otra de recambio.
—Ni siquiera yo soy tan previsora.
La sorprendió con una sonrisa. Una sonrisa sincera, auténtica. Por un instante,
Tory no supo cómo reaccionar. La última vez que se había mostrado tan amable con
ella había sido debido a la apuesta de sus amigos. No era una buena base para la
confianza.
Ben recogió su chaqueta empapada y la puso en la puerta abierta del horno,
para que se secara. Luego se volvió hacia ella.
—Mete la cabeza en el fregadero y cierra los ojos.
Abrió la boca para protestar, pero se les estaba acabando el tiempo. Dócil como
un corderito, obedeció. Pudo sentir el calor del cuerpo de Ben detrás de ella mientras
le lavaba el pelo y la cabeza. Era una sensación más que agradable. Sexy. Excitante.
Cerró los ojos con fuerza. ¿Acaso no había escarmentado con lo sucedido la noche
anterior?
Pero algo acababa de suceder entre ellos. Del enfado habían pasado a la risa, y
ahora estaban… colaborando. Era una sensación extraña.
El agua caliente se derramó sobre su cabeza, y se tensó nada más sentir los
dedos de Ben en su pelo. Podía oler su loción, sentir sus caderas presionando contra
su trasero. Tuvo que agarrarse con fuerza al borde del fregadero y recordarse quién
era él y quién era ella. De alguna manera, cada vez que la tocaba, parecía olvidarse
de todo eso al mismo tiempo que se incendiaba por dentro.
—Lávate tú la cara.
Tory obedeció sin rechistar.
—Muy bien —dijo cuando terminó—. Mi turno.
Le echó una toalla sobre la cabeza. Segundos después, Tory estaba inclinada
sobre su ancha espalda, deslizando los dedos por su cuero cabelludo para deshacer
los grumos de harina bajo el chorro de agua.
Como era más alto que ella, prácticamente tuvo que pegarse a él. Mientras
tanto, intentó pensar en cualquier otra cosa que no fuera lo que estaba haciendo…
—Vale. Ahora lávate la cara —pronunció con voz ronca. «Compórtate, Tory», se
ordenó. «Acuérdate de lo de anoche». Aquello estaba empezando a parecerse a un
mantra.
Pero no pudo evitar quedarse mirándolo mientras ideaba la cabeza bajo el
chorro del agua y se pasaba una mano por la cara, con los ojos cerrados. Cuando
consideró que ya era suficiente, cerró el grifo y le entregó una toalla.
Continuó secándose a su vez. No se atrevía a mirarlo.
—¿Qué tal estoy? —le preguntó él.
Tenía el pelo húmedo y brillante, deliciosamente despeinado. Y sin apenas
grumos de harina. Sonrió de puro alivio. Parecía increíble, pero al final iban a salir
bien librados de aquel apuro.
—Bien. ¿Y yo?
Se la quedó mirando con una intensidad que no pudo menos que extrañarle.
—No te muevas —la tomó delicadamente de la barbilla—. Tienes un poco de
harina en las pestañas. Cierra los ojos.
No tuvo otra opción que obedecerlo y soportar su contacto.
—Ya está. Y ahora a cambiarse.
Nada más abrir los ojos, Tory vio que se disponía a sacar algo de su bolsa.
elaborando y presentando los platos, en perfecta armonía. Y lo mejor de todo fue que
llegaron incluso a bromear, corrigiéndose el uno al otro ocasionalmente y haciendo
chistes de la llanera más natural del mundo, como si llevaran trabajando juntos toda
la vida.
Para cuando terminó la sesión, Tory estaba eufórica. Y los pasajeros
aplaudieron a rabiar. Se retiraron muy contentos, comentando lo bien que se lo
habían pasado.
—Creo que hemos triunfado oficialmente —le comentó Ben una vez que hubo
salido el último.
—Hemos tenido suerte.
—Bueno, somos profesionales, ¿no? —bromeó él.
—Desde luego.
Recogieron en silencio. Tory no podía evitar mirarlo subrepticiamente de
cuando en cuando. Se sentía insegura. No sabía qué hacer con él. Aquella cómica
refriega con el agua, la harina y la cerveza había hecho desaparecer buena parte de la
animosidad que había sentido hacia él. Pero, desaparecida la furia, ¿qué quedaba? Ya
sabía que lo encontraba demasiado atractivo para su propia tranquilidad de espíritu.
Enfadarse con él había sido una protección perfecta contra su propia debilidad.
El carraspeo de Ben interrumpió sus reflexiones.
—Acerca de ese duelo de jerk chicken… —pronunció, incómodo— quizá
deberíamos anularlo.
Tory se había olvidado de su desafío.
—¿Significa eso que has cambiado de idea sobre mi libro de cocina?
—Tu libro tiene un montón de puntos fuertes.
—¿Como cuáles? —entrecerró los ojos.
—Las fotografías son muy buenas —respondió mientras limpiaba por enésima
vez el mostrador—. Y te has tomado mucho trabajo en reunir todos los platos clásicos
y abarcar todas las regiones.
—Pero sigues pensando que tienes razón, ¿verdad?
—Mira, Tory, yo he nacido en Anguilla. He crecido comiendo esa comida. ¿Tan
terrible es que yo esté más familiarizado con ella que tú? Lo contrario no sería
natural, ¿no te parece?
Tory sabía que era un buen argumento. Y probablemente estaba en lo cierto.
Pero su libro de cocina ocupaba un lugar muy especial en su corazón. Era lo primero
que había hecho en su carrera de cocinera, cuando decidió no seguir los pasos de su
padre. De hecho, André había desaprobado abiertamente su incursión en la cocina
caribeña. Según él, la élite de los chefs la despreciaría por ponerse a experimentar al
margen de la cocina clásica europea. Si se había mantenido en su decisión había sido
por el disgusto que se llevó cuando su padre optó por cerrar Le Plat en lugar de
dejárselo a ella.
Después había seguido el éxito del libro, lo que en cierta forma la había
obligado a dar el siguiente paso lógico: abrir su propio restaurante caribeño en
Nueva York, ganándose una vez más la desaprobación de su padre.
Por eso era tan importante que su libro fuera debidamente valorado. No podía
resignarse a que Ben ignorara o despreciara su trabajo. Era tan sencillo y tan
testarudo como eso.
—Creo que deberíamos mantener el desafío.
—Tory… —suspiró Ben.
—¿Qué tienes que perder? Si tanta confianza tienes en ti mismo, será como un
paseo, ¿no?
—Yo sé que ganaré. Estaba pensando más bien en nuestra relación —al ver que
se la quedaba mirando se comprender, añadió, frunciendo el ceño—: Nuestra
relación profesional, quiero decir.
Al escuchar aquellas palabras, se vio repentinamente liberada de una tensión de
la que no había sido consciente. Él también sentía la nueva amnistía que había
surgido entre ellos. Y no quería perderla. Ya reflexionaría sobre ello después.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de perder ante una mujer? —le preguntó con tono
ligero.
—Eres muy testaruda.
—Me tomaré eso como un cumplido.
—Lo he dicho como tal —sonrió—. ¿Sabrás perder mañana, Fournier?
—¿Y tú llorarás como una niña a la que azotan en el trasero, Cooper?
—Si pierdo, haré una cosa mejor que escribir una nota elogiosa para tu libro: lo
venderé en mi restaurante.
—Trato hecho —le tendió rápidamente la mano.
Se estrecharon las manos. ¿Eran imaginaciones suyas o Ben tardó más de lo
necesario en retirarla?
—Será como quitarle un caramelo a un niño —comentó, engreído.
—Sí, pero… ¿quién de los dos es el niño?
Se sonrieron, y Tory fue consciente de que no quería que terminara aquella
mañana. Lo cual sí que era una estupidez.
Un par de horas después, Tory se subió las gafas de sol y miró el mapa que
tenía delante. Llevaba un buen rato subiendo colina arriba por aquella pista de tierra
que los nativos llamaban «carretera», y seguía sin encontrar rastro alguno de la casa
que le habían descrito en la ciudad. «Mitad barco y mitad granero», le había dicho la
Capítulo 6
Tracy se sentía tensa y nerviosa mientras se dirigía al camarote de Victoria
Fournier. A esas alturas ya sabía todo lo que había que saber sobre la mujer que
había encontrado el colgante: su nombre completo, su fecha de nacimiento y su
número de pasaporte. Su trabajo en el barco como conferenciante de cocina. Incluso
su domicilio en Nueva York.
La amiga que tenía en conserjería le había dejado utilizar su ordenador para
que verificara los datos de una pasajera. Se había inventado la historia de que había
conocido a Tory en una cafetería y que se había dejado olvidado su chal. Su amiga le
había propuesto que se lo entregara para que pudiera mandárselo directamente a su
camarote, pero Tracy le había comentado que quería hablar en persona con ella.
Una vez ante la puerta del camarote, comprobó que no había nadie a la vista
antes de introducir la tarjeta que había «pedido prestada» a su compañera del
servicio de limpieza. Llamó antes de abrir:
—Servicio de limpieza.
Como no contestaba nadie, la abrió del todo y entró en el camarote. Con el
corazón latiéndole a toda velocidad, se concentró en registrarlo. No había señal
alguna del colgante ni en la mesilla ni en el tocador, así que abrió la maleta que
estaba apoyada contra la pared. Estaba vacía. Luego registró los cajones del armario.
Nada. Maldijo entre dientes. Salvatore le había dicho que al día siguiente
tendría a uno de sus hombres esperándola en la isla de Granada para recibir el
colgante. No tenía manera alguna de contactar con él hasta entonces, así que tendría
que confesarle que no había podido conseguirlo. Sabía lo que sucedería entonces…
Se enjugó las lágrimas de furia que le corrían por el rostro. ¿De qué servía
llorar? Las lágrimas no harían que se sintiera mejor. Negándose a darse por vencida,
se arrodilló y miró debajo de la cama, pero no encontró nada más que el envoltorio
de un chicle y un par de pelusas de polvo.
Finalmente tuvo que resignarse. Echó un último vistazo para asegurarse de
dejarlo todo tal y como lo había encontrado y entreabrió la puerta. A la derecha del
pasillo no había nadie, pero no tenía manera de comprobar lo mismo a la izquierda si
no abría la puerta del todo. Así que aspiró profundamente, salió con gesto decidido y
cerró a su espalda.
Un anciano estaba entrando en su camarote dos puertas más adelante, pero
Tracy lo ignoró. No aminoró el paso hasta que llegó al rellano de los ascensores.
Estaba mareada, temblorosa. Era la mujer más desgraciada del planeta… ¿por qué no
había podido encontrar aquel maldito colgante?
Pensó por un instante en Bob, el pasajero al que había intentado robar el
colgante durante el último crucero, antes de Navidad. Aunque sabía que era un
canalla, todavía se ponía enferma cuando recordaba la paliza que le habían dado los
hombres de Salvatore con la intención de robarle el colgante. Detestaría que volviera
a suceder algo parecido. Pero sabía que Sal no tendría ningún escrúpulo en conseguir
su objetivo.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Daría cualquier cosa con tal de que aquella
pesadilla terminara de una vez…
—Supongo que sí. Hacía tiempo que quería reformar la habitación, pero todavía
no lo he hecho.
Kendra llevaba años amenazando con convertir aquel dormitorio en un
gimnasio. Cada vez que surgía la idea, Tory sufría terriblemente al imaginarlo, pero
procuraba no decir nada. Sabía que su madre siempre terminaba diciéndole lo
mismo: que tenía que aceptar la muerte de su hermano de una vez por todas y seguir
adelante con su vida. Y lo último que quería en aquel momento era escuchar otro
sermón, sobre todo con la investigación que había iniciado allí, en el Caribe.
—Me preguntaba si podrías mandármelas por mensajería urgente para que las
recogiera en el puerto de Granada. Atracaremos allí mañana, así que si me la envías
por la noche, la recibiría a tiempo.
Se lo dijo con tono ligero, como no queriendo darle importancia. Pero su madre
no se dejó engañar.
—Tory…
—Está bien, mamá. Sólo quiero encontrar una playa que me recomendó
Michael cuando estuvo viviendo aquí. Era su lugar favorito, y de alguna forma
quería despedirme de él allí…
Cinco minutos después, terminó la llamada con la sensación de haber hecho
una pequeña conquista. De alguna manera, la correspondencia de Michael podría
contener alguna pista, facilitarle alguna idea sobre el paso siguiente que habría de
dar. No todo estaba perdido. Al menos todavía.
Volvió al barco de buen humor y se dirigió directamente a su camarote para
cambiarse antes de la sesión de la tarde. Había traído consigo varios conjuntos
blancos, de cocinera, pero no llegó a ponerse ninguno. Parecían tan… acartonados.
Tradicionales, además. Se acordó del pantalón de lino que había lucido Ben: estaba
mucho más acorde con el relajado ambiente del crucero.
Antes de que tuviera tiempo de pensárselo dos veces, se puso unas bermudas
ajustadas, color celeste, y unas sandalias de tacón rosas y blancas. Completó su
atuendo con una camiseta también rosa y, después de recoger su chaqueta de chef y
su portátil, abandonó su camarote. Se sentía ligera y relajada, como sintonizada con
la atmósfera caribeña.
Además, vestida de aquella manera encajaría mejor con la imagen que
proyectaba Ben. Se detuvo en seco cuando se le ocurrió que quizá se había vestido así
precisamente para agradarle… Frunciendo el ceño, a punto estuvo de dar media
vuelta para cambiarse de nuevo, pero en el último momento cambió de idea. ¿Qué
tenía de malo desear que Ben la encontrara atractiva? ¿Acaso era un pecado?
Se sonrió mientras acariciaba la lágrima de plata de su colgante. Había
transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había divertido tanto como
con Ben aquella mañana. Y todavía más desde la última vez que se había sentido tan
atraída por un hombre. ¿Qué mal podía haber en esperar a ver dónde desembocaba
aquella atracción? Al final y al cabo, nada malo le pasaría si tenía suficiente
cuidado…
***
Ben sólo tuvo que mirar una sola vez a Tory con sus ajustadas bermudas para
arrojar todas sus buenas resoluciones por la borda. En el instante en que la vio entrar
por la puerta y clavó sus ojos en sus larguísimas piernas… ya no pudo volver a
despegarlos. No era ningún santo. Y, definitivamente, estaba excitado.
Era algo de lo que solamente se había dado cuenta en los últimos días. Durante
medio año, había estado exclusivamente concentrado en Eva. A lo largo de ese
tiempo no había tenido espacio en su vida para nadie más. ¿Era de extrañar, por
tanto, que en aquel momento se sintiera tan atraído por Tory? Era una mujer muy
sexy. Y, además, cargaban con una larga historia a sus espaldas. Sólo tenía que cerrar
los ojos para recordar con toda claridad la sensación de aquellas piernas enredadas
en torno a sus caderas. O sus gemidos de pasión. O sus pezones endurecidos bajo sus
dedos…
Sólo era humano. Humano y excitable, gracias a aquellas ajustadas bermudas
de color celeste. Colocándose detrás del mostrador, hizo todo lo posible por ocultar
su excitación. Al fin y al cabo, en treinta minutos tendrían que comenzar con la
sesión de la tarde.
—Has limpiado —observó Tory, sorprendida.
—No me ha costado tanto.
—Creía que íbamos a hacerlo juntos.
—No importa.
—Bueno, gracias de todas maneras.
La lanzó una sonrisa antes de empezar a preparar su equipo. Mientras la veía
agacharse para conectar el cable de su ordenador, Ben tuvo que enterrar las manos en
los bolsillos para no cerrarlas sobre aquellas firmes nalgas azul celeste.
Sabía que tenía buenas y poderosas razones para no acostarse con ella. Las
había repasado mentalmente aquel mismo día, en la catedral. Y sin embargo también
había llegado a la conclusión de que los sacrificios no eran su fuerte. Por otro lado, el
hecho de que Tory se hubiera puesto aquellas bermudas quizá fuera una señal de
que quería precisamente lo mismo que él…
Decidido a probar esa hipótesis, se acercó a ella y bajó la mirada a sus senos,
destacados por el escote de su camiseta. Recordaba bien sus pezones, pequeños y
rosados, de sabor tan dulce que…
—¿Tienes algún plan para esta noche? —le preguntó, sólo en caso de que se
hubiera vestido para salir con otro tipo.
Levemente ruborizada, negó con la cabeza sin apartar la mirada de sus notas.
—No.
Interesante. Eso quería decir que se había puesto aquellos pantalones para él.
Aleluya. Aspiró su delicioso perfume a vainilla.
En aquel momento no podía evitar analizar la situación desde todos los puntos
de vista, así como preocuparse por todas las cosas que podrían salir mal si aceptaba
la invitación que había visto brillar en sus ojos azules. Se preguntaba, por ejemplo,
por lo que podría pasar si deseaba demasiado a Ben. ¿Era posible para una mujer
tener un orgasmo precoz? O, peor aún: ¿y si volvía a gritar como la primera y única
vez que habían hecho el amor?
Para cuando terminó la sesión, le dolía la cabeza. Allí estaba, en un crucero con
un hombre terriblemente atractivo que quería tener sexo con ella, y no podía dejar de
pensar en todas las cosas que podrían salir mal… ¿En qué momento de su vida se
había convertido en una mujer tan cobarde?
Se puso a recoger su equipo tan pronto como los pasajeros empezaron a
abandonar la sala. Terminó en un tiempo récord y se volvió hacia Ben.
—Bueno, entonces hasta mañana.
—¿Qué hay de lo de esta noche? ¿No íbamos a reunimos?
Se lo quedó mirando fijamente. La mente se le quedó en blanco mientras volvía
a arrasarla la oleada de deseo.
—Sí —respondió en un impulso.
Ben pareció tan encantado como aliviado.
—¿Qué tal a las siete? —sugirió.
—Sí —repitió estúpidamente, incapaz de pronunciar otra palabra.
Ben le sonrió y ella empezó a retroceder hacia la puerta, abrazada a su
ordenador.
—Hasta luego —balbuceó, sintiéndose increíblemente incómoda y torpe.
—Hasta luego —en el último momento, sin embargo, la llamó—: ¿Tory?
Se quedó paralizada y se volvió para mirarlo.
—Muy bonitos tus pantalones, por cierto. Y el color. Te quedan… muy bien.
La mirada que le lanzó era tan sexy que estuvo a punto de derretirse.
—Gracias —y prácticamente escapó al pasillo.
Aturdida como estaba, no se dio cuenta de que se había pasado los ascensores
hasta que llegó a las escaleras. Sacudiendo la cabeza, bajó a la Cubierta Baco. Tenía
que recuperarse. Era una mujer adulta. Una mujer que había tenido varios amantes
desde la única noche de sexo que pasó con Ben, años atrás.
Sin embargo, era inútil negar lo que sentía. En un intentó por poner algo de
orden en sus pensamientos, entró en el cibercafé que había al lado de la biblioteca.
Insertó la tarjeta de su camarote en uno de los ordenadores, se sentó y consultó su
correo electrónico. Como era previsible, tenía el buzón lleno de correos basura y
perdió medio minuto en eliminarlos. El primer mensaje era de su agente
inmobiliario. Había encontrado dos locales para su restaurante, que tendría que
visitar en cuanto regresara del Caribe.
Señora Fournier, me temo que soy incapaz de ayudarla con la identidad del niño de la
fotografía. Sin embargo, he encontrado la imagen original en los archivos, con el paisaje de
fondo sin recortar, que no es otro que el San Martín. Espero que este dato pueda ayudarla en
su búsqueda. Cordialmente, Mathew Striker.
San Martín. Se sonrió. ¡Dentro de dos días atracarían en San Martín! Escribió
rápidamente una nota de agradecimiento al fotógrafo, procurando no hacer mención
alguna a su encuentro, para no avergonzarlo.
Se sentía muchísimo más ligera cuando se dirigió a su camarote. Estaba en el
buen camino. Y esa noche había quedado con Ben. El mundo se le presentaba lleno
de posibilidades.
Capítulo 7
Ben se ajustó por enésima vez el cuello de la camisa. «Nervioso» era la única
palabra que podía describir la tensión que lo recorría por dentro. Lo que era una
estupidez. Ya se había acostado con Tory antes… así que no era la expectación de lo
desconocido lo que lo tenía en ese estado. Pero entonces… ¿por qué parecía incapaz
de dejar de mirar cada cuarenta segundos la puerta del club Belle Epoque?
Iban a tomar una copa. Nada más. En principio. Así que no tenía por qué
ponerse así. Cuando volvió a lanzar una rápida mirada a la puerta… la vio. Se
levantó de su asiento antes de que pudiera evitarlo. Estaba guapísima con su
veraniego vestido amarillo melocotón, largo hasta la rodilla. Se fijó en el contoneo de
sus caderas mientras se dirigía hacia él… y vio la libreta que llevaba en la mano.
Se había llevado una libreta para tomar una copa con él. Forzó una sonrisa
mientras recordaba el pretexto del que se había valido para invitarla a salir.
«Deberíamos quedar para hablar de nuestras siguientes sesiones»: eso era lo que le
había dicho. Así que ella se había presentado con su libreta. Y, sin embargo, al mismo
tiempo había elegido aquel delicioso vestido con la idea de agradarle…
—Hola.
—Hola —la invitó a sentarse. Le costó apartar la mirada de sus largas y esbeltas
piernas. Tuvo que recordarse que no era ningún cavernícola. Y si lo era, durante esa
noche tendría que disimularlo—. ¿Qué te apetece tomar?
—Whisky escocés, por favor —al verlo arquear una ceja con gesto sorprendido,
añadió—: Esperabas que pidiera un cóctel de champán, ¿verdad?
—Bueno, habría encajado con tu imagen de Cosmopolitan.
—El Cosmo se ha quedado un poco anticuado. ¿Qué te pasa, Ben? ¿Acaso te has
pasado ocho años en una isla tropical? —bromeó.
Se echó a reír y estiró una mano para quitarle su libreta.
—No vas a necesitar esto —y lo dejó en el otro extremo de la mesa.
—Yo creía que querías hablar de nuestras sesiones —bajó la mirada.
—¿De veras? —esperó a que hiciera de nuevo contacto visual.
Finalmente lo hizo. Una mirada intensa, escrutadora.
—No.
—Perfecto, entonces —se permitió mirarla de pies a cabeza y tomó su copa para
evitar tomar algo que no le habían ofrecido. Todavía.
Llegó su whisky, y Ben la miró mientras lo saboreaba con delectación.
—¿Te gusta?
—Mucho —recostándose en su asiento, cruzó las piernas.
—Así que vas a abrir pronto tu propio restaurante —empezó Ben, abriendo
conversación. Aunque lo que en realidad quería preguntarle era si recordaba lo bien
que se lo habían pasado juntos ocho años atrás. Y si se excitaba tanto como él sólo de
pensar en aquel encuentro.
—Sí, aunque todavía no tengo local. Busco algo en Manhattan.
—No te lo tomes a mal, pero me sorprende que no siguieras con Le Plat.
Cualquier chef mataría con tal de pisar ese restaurante.
—Mi padre cerró Le Plat cuando se jubiló.
—¿Qué? ¿Cuándo sucedió eso? —inquirió, sorprendido.
—Hace un par de años. Lo hizo muy discretamente. Preparó una última cena
para sus amigos y cerró las puertas. Había dejado su marca en Nueva York y no
quería entregar el local del que se había sentido tan orgulloso en manos de
desconocidos, así que le pareció lo más lógico…
Ben se la quedó mirando mientras procesaba sus palabras.
—¿Pero y tú? ¿No quisiste hacerte cargo?
—Con el tiempo me he dado cuenta de que mi padre tomó la decisión correcta.
Era su local, su reputación, su prestigio. No quería que sus antiguos clientes lo
informasen de todo lo que había cambiado, o abrir un periódico un día para
encontrarse con una mala crítica. No habría podido soportarlo.
Parecía completamente reconciliada con la decisión de su padre. Aunque Ben
pudo advertir que estaba agarrando su vaso de whisky con demasiada fuerza.
—Bonito voto de confianza —estalló de pronto. Estaba tan indignado que se
olvidó de su tono diplomático—. ¿Está al tanto tu padre de lo que haces en la cocina?
Tory se encogió de hombros.
—Siempre ha tenido unos niveles de exigencia muy altos. Se lo puede permitir.
Está entre los primeros.
Ben frunció el ceño. Lo que le estaba diciendo, andándose con rodeos, era que
su padre no creía en ella. Y que ella misma lo aceptaba como un hecho consumado.
Tuvo una fugaz imagen de lo que habría debido de ser su infancia con un padre
arrogante y ególatra respirándole en la nuca cada vez que se atrevía a agarrar un
cuchillo.
Pensó en sus propios padres trabajando en al cocina del chiringuito playero que
había sido el Café Rendezvous. En su familia, cocinar siempre había sido un placer
compartido, no una competición.
—Tu padre es un imbécil —murmuró, furioso.
—Si hubieras visto Le Plat, si hubieras comido allí, lo comprenderías. Se ha
pasado la vida entera labrándose su reputación —repuso Tory a la defensiva.
—Pero tú eres su hija.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó Tory por enésima vez mientras seguía a
Ben al puente de observación. Apenas media hora atrás la respuesta le había
parecido tan clara…
Ben y ella compartían una intensa atracción. Podía sentirlo, aunque todavía
ninguno de ellos había dicho o hecho movimiento alguno al respecto. Ya no era la
chica ingenua de ocho años atrás. Sabía cuándo un hombre estaba interesado en ella.
Y Ben, definitivamente, lo estaba.
Así que se había depilado y se había puesto el vestido más sexy que había traído
consigo. Las dudas de último minuto las había combatido llevándose su cuaderno de
notas. Y la reacción de Ben nada más verla la había llenado de confianza.
Ben alzó una mano y le tocó la cara, capturando una lágrima con la punta de un
dedo.
—Eso ha sido increíble —le dijo—. No finjamos que ha sido otra cosa.
Todas sus precauciones, toda su sabiduría de mujer experimentada se evaporó
de golpe. Volvió a sentirse con veintiún años: joven, maleable y abierta a todo.
—Ven aquí —le pidió sin dejar de mirarla a los ojos.
Se tumbó sobre él, con sus cuerpos perfectamente encajados. Tomándola de la
nuca, Ben le dio un largo y embriagador beso en los labios. Y volvieron a hacer el
amor: cada caricia una oda, cada beso una promesa. Nunca se había sentido más
deseada, venerada, adorada.
En aquel algún momento de la madrugada, se quedaron dormidos. Y el último
pensamiento de Tory fue que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía completa.
Realizada.
¿Por qué había vuelto a presentarle su cara más vulnerable? ¿Acaso no había
aprendido la lección la primera vez? Por alguna razón, era ridículamente receptiva al
carisma de Ben Cooper. Sólo tenía que tocarla para que se sintiera catapultada hacia
el cielo. Pero eso no quería decir nada. Así había sido ocho años atrás, y así volvería a
ser.
Se levantó de la cama y se puso a pasear por la habitación. Tenía que ordenar
sus pensamientos si quería escapar de aquella situación con su dignidad intacta. Era
inútil lamentar lo sucedido. El pasado era el pasado. Esa mañana tendría que
dedicarla a recuperarse. ¿Que había sollozado sobre el hombro de Ben cada vez que
había tenido un orgasmo? ¿Y qué? Tal vez fuera una de esas mujeres emocionales
que perdían el control cuando se relajaban demasiado. Al margen de eso,
prácticamente Ben no sabía nada sobre ella. Por suerte.
La prueba definitiva sería la sesión de esa mañana. Tendría que entrar en
aquella cocina, mirarlo a los ojos y darle las gracias por la noche que le había
regalado. Sin más. Como si fuera una auténtica mujer de mundo. Mirándose en el
espejo, asintió con gesto decidido. Eso sería lo que haría. Era un buen plan.
Se metió en la ducha y abrió el grifo. Había empezado a enjabonarse cuando
descubrió el pequeño chupetón que Ben le había dejado en su seno izquierdo. Tenía
la absurda forma de un corazón. De repente empezó a recordarlo todo al detalle… y
volvió a sentirse tan abatida como antes.
Podría entrar en esa cocina y fingir que no había pasado nada, pero era inútil
engañarse a sí misma. Lo de anoche había significado algo para ella. Y ahora se sentía
engañada, estafada, como si Ben le hubiera ofrecido algo profundo, importante…
para después arrebatárselo.
—Estúpida.
¿Qué había esperado que sucediera cuando se despertaran aquella mañana?
Aunque Ben no hubiera salido corriendo de su camarote como Steve McQueen en La
gran evasión, estaban a bordo de un crucero en medio del Caribe. Al cabo de unos
pocos días, Ben regresaría al Café Rendezvous de Anguilla, y ella volvería a Nueva
York para abrir su restaurante. Nunca habían tenido la menor posibilidad de
construir algo juntos. Ni nunca la tendrían.
«Hora de volver al mundo real», se dijo mientras reconocía la triste verdad.
Había que dejarse de niñerías. La suya era una relación de una sola noche: tendría
que conformarse con eso.
Capítulo 8
Ben se preparó para lo peor cuando vio entrar a Tory en el centro de artes
culinarias. Había dispuesto de un par de horas para enfrentarse a su decepción, su
dolor, su furia. Lo último que quería era hacerle daño, pero se lo haría aún más si le
dejaba creer que la noche que habían pasado juntos había sido algo más que una
fantástica experiencia sexual.
Aspiró profundamente… y se llevó la gran sorpresa de su vida cuando vio su
sonrisa.
—Buenos días.
Llevaba una minifalda amarilla, que combinaba muy bien con su camiseta de
rayas azul marino y blancas. Le costó dejar de admirar sus interminables piernas.
—Er… buenos días.
—He dormido como un tronco después de que tú te marcharas. Debe de haber
sido por la brisa marina —le lanzó una mirada traviesa.
Ben parpadeó de nuevo.
—Claro —pronunció estúpidamente. Tal vez porque había pasado demasiado
tiempo pensando en lo que debería decirle, se sorprendió a sí mismo devanando su
ensayado discurso. Y ello pese a que Tory no parecía en absoluto dolida,
decepcionada o expectante—. Pensé que quizá deberíamos hablar de lo de anoche…
Para su redoblada sorpresa, Tory puso los ojos en blanco y resopló de
frustración.
—No me digas que eres uno de esos tipos a los que les gusta rebobinarlo todo
para analizarlo a tope —apoyándose en el mostrador, cruzó los brazos sobre el pecho
y arqueó una ceja—. Vamos. Si tienes necesidad de desahogarte y decirme algo,
hazlo de una vez.
Aquello no era para nada lo que se había imaginado Ben.
—Er… simplemente me di cuenta de que aún no habíamos hablado del…
estatus de lo que sucedió anoche entre nosotros.
—¿Estatus? —frunció el ceño, confusa.
—Sí, bueno, su significado. En el futuro.
Tory se echó a reír.
—Dios mío, Ben, eres el último hombre de quien habría esperado oír algo así.
No irás a ponerte sentimental conmigo…
—No —replicó a la defensiva—. Sencillamente es que ayer no hablamos nada,
eso es todo. Sólo quería asegurarme de que ninguno de los dos se había creado
diferentes… expectativas sobre lo que ha sucedido realmente.
—Eso es porque lloré, ¿verdad? —sugirió ella con un brillo travieso en los
ojos—. Tómatelo como un cumplido. La prueba de que me lo pasé estupendamente
—de repente le plantó un rápido beso en los labios—. Gracias por una noche tan
maravillosa —y se giró en redondo dispuesta a preparar su presentación.
Ben no daba crédito. Se había equivocado de medio a medio con ella. Tory se
sentía completamente cómoda con su aventura de una sola noche.
A no ser que… Quizá estuviera enfadada con él por la manera que había tenido
de marcharse, y por eso lo estaba castigando… Vio que volvía a sonreír. Parecía una
mujer completamente en paz consigo misma y con el mundo. Como si hiciera ese
tipo de cosas todos los días. Diablos, si incluso le había dado las gracias por «una
noche tan maravillosa».
En cualquier caso, lo importante era que estaba libre, sin compromisos. Sin
problemas. Pero entonces… ¿por qué estaba tan descontento?
Cada uno de los movimientos que hacía le recordaba la noche que habían pasado
juntos: la habilidad con que peló una naranja, la manera que tuvo de cerrar los ojos
mientras degustaba la salsa de mango, los sonidos de apreciación que hacía cuando
aspiraba el aroma de alguna especia…
Nerviosa, se obligó a dejar de mirarlo para concentrarse en la audiencia. Su
mirada se cruzó con la de Tracy, descubriendo sorprendida que la estaba mirando
fijamente, con una extraña intensidad. Vio que sonreía y le sonrió a su vez.
Naturalmente, no era culpa de la bailarina que Ben se hubiera puesto a flirtear con
ella, aunque Tory habría preferido no ser testigo de la escena. No tenía la menor
duda de que esa noche Ben saldría en busca de Tracy para cobrarse otra víctima, al
igual que había hecho con ella la noche anterior. Aquel pensamiento no pudo
incomodarle más.
Pasó el resto de la sesión especulando con lo que podría encontrar entre las
cartas y postales de su hermano cuando las recogiera en la oficina del puerto esa
misma tarde, a primera hora. Por supuesto, existía la posibilidad de que el paquete
no hubiese llegado a tiempo, pero decidió ser optimista. Algo tendría que salir bien,
después de todo…
Una vez terminada la sesión, consiguió recoger sus cosas en un tiempo récord y
abandonó disparada la sala. Casi no oyó a Tracy llamándola.
—¡Victoria! Espera un momento.
Desesperada por quedarse a solas y recuperar de una vez la compostura, se
obligó a detenerse y forzó una sonrisa.
—Sólo me estaba preguntando… ¿has estado antes en Granada?
—No.
—Yo conozco la isla muy bien. Si quieres, podría enseñártela. Tiene una playa
estupenda, si lo que quieres es tomar el sol…
La miraba con una expresión tan esperanzada que Tory no tuvo corazón para
negarse.
—Claro, muchas gracias. Me encantaría. Ah, y todo el mundo me llama Tory.
—Tory. De acuerdo —esbozó una radiante sonrisa—. ¿Cuándo quieres que
salgamos?
—Sólo tengo que dejar mi ordenador en el camarote. Pero luego necesitaré
pasarme por la oficina portuaria para recoger unas cosas.
—Sé dónde está. Si quieres te esperaré allí.
—Hecho.
arrancárselo, todos sus problemas habrían terminado en aquel mismo momento. Sal
le devolvería a su hijo y ella no volvería a pisar un crucero en la vida.
—Vaya, no sabía que esto fuera tan bonito… —dijo Tory a su lado,
deteniéndose para admirar la vista de la ruina de St. George.
Tracy la había visto muchas veces, y sabía que era magnífica. Una primera línea
de tinglados pintados de colores pastel flanqueaba el muelle, dando paso a los
característicos tejados rojos de casas y tiendas. Los edificios estaban encalados de
blanco y el cielo era de un azul deslumbrante.
—St. George tiene fama de ser la población más bella de todo el Caribe —
explicó—. Dicen que cuando el viento sopla en una determinada dirección, se puede
oler a jengibre, nuez moscada, canela y vainilla todo a la vez.
—En realidad todas las islas son preciosas. Detestaría tener que elegir una.
—La oficina del puerto es por aquí —Tracy le señaló un edificio moderno, a la
izquierda del muelle.
Aminorando el paso, Tracy dejó que Tory la adelantara levemente. Una
satisfecha sonrisa se dibujó en sus labios cuando vio lo que había estado buscando:
apenas visible por encima del cuello de su camiseta, asomaba el lazo de su biquini.
Lo que quería decir que si jugaba bien sus cartas, podría llevársela sin mayores
problemas a la playa de Grand Anse. Un lugar donde sería terriblemente fácil perder
un colgante. Sobre todo si contaba con alguna ayuda de su parte…
—Supongo que siempre quisiste convertirte en bailarina —le preguntó de
pronto Tory, sorprendiéndola.
—Era demasiado estúpida para hacer otra cosa —respondió sin pensar—. Y es
lo único que sé hacer bien —al ver la cara de asombro de su interlocutora, se
apresuró a corregirse—. Vaya. No me tomes en serio. Lo intentaré otra vez. A veces
bailar es genial. Y a veces una tortura. Al fin y al cabo, no es más que un trabajo —se
encogió de hombros.
Tory volvió a sorprenderla apretándole cariñosamente un hombro.
—Entiendo.
Por primera vez en aquel día, Tracy se relajó un tanto. De repente, pasar un día
entero en compañía de una completa desconocida ya no le parecía tan duro.
Ben se metió en el agua y se puso a nadar como un loco, forzándose cada vez
más. Por unos benditos instantes logró olvidarse de todo. De Eva, de Danique, de
Tory.
Para cuando se agotó, se sentía más tranquilo de lo que se había sentido en
mucho tiempo. Salió del agua y caminó por la arena hacia su toalla. Pero aquella
sensación de calma tan duramente ganada desapareció tan pronto como vio a Tory
sacándose la camiseta por la cabeza.
—¿De veras?
—Perdona, no quería molestarte…
—No, tranquila. Estudiamos juntos, eso es todo. Aparte de eso, apenas nos
conocemos.
Tory cambió de postura y se tumbó boca abajo. La lágrima de plata quedó
colgando en el aire, entre sus senos. Tracy no pudo contenerse y volvió a mirarlo,
pensando en el diamante que presuntamente llevaba oculto en su interior. Y en las
ganas que tenía de recuperar a su hijo.
—Yo le dije a Patti que no lo quería.
—¿Qué? —pestañeó varias veces, volviendo bruscamente a la realidad.
—El colgante de la buena suerte —Tory señaló la lágrima de plata—. Le dije
que debería dárselo a un pasajero normal, pero ella insistió en que me lo quedara.
—Se supone que da buena suerte en el amor —comentó Tracy, amonestándose
en silencio por haberse quedado mirando el colgante con tanta fijeza. ¿Acaso era
incapaz de hacer una sola cosa bien?
—Pues conmigo no está haciendo un buen trabajo.
—A lo mejor es que tampoco lo esperas. Mírame a mí. El verdadero amor es lo
último que yo estoy buscando en este momento. Hasta ahora eso no me ha causado
más que problemas.
Vio la mirada que le lanzó Tory a su alianza de matrimonio. Si todavía seguía
llevándola era para ahuyentar a los pasajeros que intentaban acercársele.
—Estamos separados. Y es un canalla —explicó—. Tu madre ya me advirtió que
era una imbécil por casarme con él, y tenía razón.
—Tu madre debería conocer a mi padre. Sospecho que se llevarían muy bien —
comentó Tracy, irónica.
—¿De veras? ¿Él también tiene la virtud de sacarte de quicio?
—Sí —se echó a reír—. Digamos que es… muy exigente.
—El problema con mi madre es que nada de lo que hago le parece nunca
suficiente —le confesó Tracy—. Hace mucho tiempo que me di cuenta de eso. Todo
lo hace mejor que yo: administra mejor el dinero, es mejor madre que yo, cocina
mejor…
—¿Tienes hijos? —le preguntó Tory, mirando sorprendida su estómago
perfectamente plano.
Tracy se lo acarició, orgullosa.
—Trescientos abdominales al día… Sí. Lo recuperé al poco de dar a luz a
Franco. Es lo bueno que tiene bailar. Te mantiene en forma.
—¿Qué edad tiene?
—Cinco años.
Ben la miró de pies a cabeza y, cuando se cruzaron sus miradas, Tory se quedó
extrañada al ver un brillo de furia en sus ojos. Desapareció casi al instante. ¿Acaso se
lo habría imaginado?
Bajó la vista a su tabla de cortar y lo miró de reojo. Parecía concentrado en su
trabajo. No se le ocurría ningún motivo por el que pudiera estar enfadado con ella.
Debía de haberse imaginado aquella mirada tan hostil…
Procuró concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Molió pimienta negra,
blanca, nuez moscada, canela y salvia, aspirando cada aroma con placer. De cuando
en cuando podía sentir la mirada de Ben fija en ella.
—¿Qué? ¿Intentando copiarte?
—Simple curiosidad.
Ya había advertido que Ben estaba utilizando bastante más nuez moscada que
la que exigía su receta, y mientras que ella había elegido páprika, él se había puesto a
moler cayena. También tenía cuatro limas alineadas al lado de su tabla de cortar,
cuando la mezcla de Tory llevaba zumo solamente de una.
Tory tomó la medida de aceite de oliva y añadió las especias. Realmente quería
ganar aquel duelo con Ben. No para demostrarle que su cocina era «auténtica» o que
era tan buena en la cocina como él, sino para recuperar algo del orgullo y la
autoestima que había perdido la noche anterior. Se le había entregado por completo,
desnudando su alma dos veces, y en ambas ocasiones había terminado decepcionada
y desengañada.
Le llevó cinco minutos más preparar el adobo. Sacó sus filetes de pollo del
refrigerador y los cortó en tiras para que se empaparan bien.
—Interesante —observó Ben, que ya había terminado—. ¿No te preocupa que
queden demasiado secos durante el cocinado?
—No.
Ben se encogió de hombros, como insinuándole que se estaba cavando su
propia tumba. Tory señaló su fuente llena de piezas de pollo sin cortar macerando en
el adobo.
—¿Y a ti no te preocupa que la carne no absorba bien la salsa?
—No.
Realmente quería ganar aquel duelo.
Tory tarareaba una canción. Una estúpida cancioncilla que lo estaba sacando de
quicio. La miró ceñudo: parecía completamente distraída mientras cortaba el mango
para la ensalada.
No la entendía. Tan pronto se mostraba distante con él como se lo llevaba a su
camarote y le desnudaba su alma. Y ahora lo estaba tratando como si fuera un gigoló
al que apenas hubiera conocido la otra noche en el bar…
Capítulo 9
—Algo huele maravillosamente bien —comentó Nick, y Ben alzó la mirada para
ver a su amigo entrando en la sala con Helena.
—Será mi jerk chicken —dijo Tory, sonriente.
Ben no contestó. En lugar de ello le lanzó una larga y significativa mirada, como
recordándole que todavía tenían un asunto pendiente entre manos. Tory no mostró
indicio alguno de haber recibido el mensaje, pero Ben advirtió que aumentaba un
poco las distancias.
—Llevo esperando todo el día este momento —le confesó Helena, mirando con
interés sus respectivos platos—. ¿Eso es sandía? —señaló la ensalada que había
preparado Ben.
—Sí —rápidamente explicó que la ensalada de tomate y sandía era el mejor
acompañamiento para el jerk chicken porque refrescaba el paladar.
—Pero tú, Tory, has escogido mango y plátano…
—Sí, y precisamente por las mismas razones. Es más dulce, pero el principio es
el mismo.
Nick sacó la botella de vino que había traído consigo para acompañar la comida
y sirvió cuatro copas. Ben bebió un sorbo mientras Tory presentaba su jerk chicken.
Nick y Helena se sirvieron una porción cada uno.
—Riquísimo —exclamó Helena con tono entusiasta.
—Lo mismo digo —secundó Nick.
—¿Quieres probarlo? —invitó Tory a Ben.
—Claro.
Tory le partió un pedazo y se lo ofreció con el tenedor. Ben, sin embargo, no
tomó el tenedor, sino que le alzó la mano y se la acercó a los labios. Mientras se
apoderaba del bocado observó con satisfacción que se ruborizaba levemente, pero la
explosión de sabores lo distrajo de inmediato.
Tory alzó la barbilla y esperó su veredicto.
—Es bueno. Me gusta el sabor ligeramente ahumado que le da la páprika. Es
una buena opción cuando no tienes una plancha a mano.
—Vamos, Ben. Probemos el tuyo —dijo Nick.
—A la orden, capitán.
Ambos jueces se aclararon el paladar con sendos tragos de vino antes de probar
el pollo de Ben. Helena volvió a poner los ojos en blanco.
—Sabrosísimo.
Nick asintió con gesto aprobador. Ben podía sentir la tensión de su rival. La
miró de reojo. Parecía un purasangre antes de la gran carrera.
***
Tory era incapaz de pensar. Sabía que debería hacer o decir algo, algo
inteligente, ocurrente, algo que le permitiera distanciarse mínimamente de aquella
situación. Pero estaba actuando por puro instinto. Quería sentir la caricia de sus
labios, sus manos sobre su piel… quería sentirlo dentro de ella. Casi sollozando de
necesidad, le desgarró la camisa y lo acercó hacia sí para poder apretar sus senos
contra su pecho.
—Sí —susurró mientras los dedos de Ben alcanzaban el borde de encaje de su
braga.
¿Cómo podía negar lo que su cuerpo tanto necesitaba y sólo Ben podía darle?
Sólo Ben. Aquel pensamiento la estremeció. El recuerdo de lo que él había intentando
decirle aquella mañana consiguió apagar su ardor. De repente fue completamente
consciente del lugar donde se encontraban, de lo que estaban haciendo y de lo mal
que se sentiría si seguía adelante.
—Ben, no puedo hacer esto —dijo mientras se subía los tirantes del vestido.
Ambos estaban jadeando.
—Podemos ir a mi habitación —sugirió él.
—No, no se trata de eso. No me parece una buena idea.
—Pero sí te lo parecía hace cinco segundos.
Tory se obligó a adoptar un tono de mujer de mundo, experimentada.
—Mira, no era mi intención provocarte. Supongo que me he dejado arrastrar
por la excitación de nuestra competición…
—Ya —se apartó de ella, tenso.
Tory se bajó del mostrador como si hiciera esas cosas todos los días.
—Lo de anoche fue estupendo, pero tengo una regla al respecto —improvisó.
—¿De veras?
—Sí. Procuro… no complicarme la vida. Prefiero limitar este tipo de cosas a una
sola noche. Así la otra persona no se lleva una idea equivocada.
—Claro. Porque ninguno de los dos querría que sucediera algo así —repuso
Ben con un tono curiosamente rotundo.
—Exacto. Sabía que lo comprenderías.
Ben le lanzó una sombría e inescrutable mirada antes de darle la espalda y
pasarse una mano por el pelo. Tory sabía exactamente cómo se sentía: su propio
cuerpo estaba suspirando por sus caricias. Nunca se había considerado una mujer
especialmente sensual. Disfrutaba con el sexo, pero sólo Ben podía excitarla hasta el
punto de hacerla olvidarse de todas sus inhibiciones. Sólo Ben.
Su resolución se reforzó. Había hecho lo justo, lo adecuado. Mal que le pesara a
su propio cuerpo.
—Tengo cosas que preparar —dijo con tono ligero—. Mañana tenemos la
excursión a la isla, ¿recuerdas?
Al día siguiente tomarían el ferry de San Martín a Anguilla, el hogar de Ben,
que impartiría la sesión en su restaurante. La excursión había sido incorporada al
programa después de que Ben sustituyera a Jacques St. Clair.
—Es una excursión. ¿Qué es lo que hay que preparar?
Desesperada por salir de allí, decidió ignorarlo: recogió su chaqueta de chef y se
dirigió hacia la puerta. Sintió un cosquilleo en la nuca, consciente en todo momento
de su mirada. Contuvo el aliento, a la espera de que la llamara… pero no lo hizo.
Una vez fuera de la sala, se llevó una mano al pecho. El corazón le latía a toda
velocidad.
Capítulo 10
Tory lo encontró a medianoche, justo cuando ya se estaba frotando los ojos de
cansancio. La noche anterior apenas había dormido, por razones obvias, y estaba
revisando la correspondencia de su hermano cuando tropezó con el nombre.
Anneisha. En la carta, Michael le hablaba de una excursión que había hecho con
una guía local llamada Anneisha. La mujer lo había dejado «cautivado». No decía
más, pero era suficiente. Era el único nombre de mujer que había mencionado en sus
cartas, lo que por fuerza tenía que significar algo. Miró la fecha: diez de mayo. La
avioneta de Michael se había estrellado en octubre. Tiempo más que suficiente para
empezar una reacción con aquella mujer.
Tenía un brillo de esperanza en los ojos cuando se miró en el espejo del cuarto
de baño, mientras se cepillaba los dientes. Tenía un lugar, un nombre y una
fotografía. Lo único que necesitaba era un poco más de suerte…
Cuando se abrazó a la almohada y cerró los ojos, sus pensamientos volvieron
inevitablemente a Ben. Si se dejaba llevar, podía revivir el calor de sus manos sobre
su piel… pero no pensaba hacerlo. No era ninguna estúpida. Y masoquista tampoco.
Al rechazarlo, había tomado la decisión más adecuada. Definitivamente.
Una mala noche de descanso fue la recompensa que recibió por su capacidad de
autocontrol, y se despertó inquieta e irritable. Lo primero que pensó antes incluso de
levantarse de la cama fue que ese día iba a visitar el hogar de Ben. Conocería su
restaurante, lo vería interactuar con su plantilla y sus clientes, llegaría a conocerlo un
poco más. Sentada en la cama, se pasó una mano por su maraña de rizos. Estaba
nerviosa. Lo cual era estúpido e irracional. Porque Ben no significaba nada para ella.
Nada.
Procurando dominarse, se duchó, se vistió y se peinó en un tiempo récord.
Tendría que estar de regreso en el puerto a las once para encargarse de la excursión a
Anguilla, en ferry. Una vez allí, un autocar los llevaría al Café Rendezvous. Antes de
eso, todo el tiempo sería suyo. Un tiempo que utilizaría para intentar encontrar al
pequeño de la foto.
Pero el barco atracó a las nueve, y dos horas no daban para peinar la isla en
busca de un niño. De hecho, viendo las cosas de manera realista, aquél podría ser el
final de su búsqueda. Si no encontraba ninguna pista, tendría que renunciar. Como
quizá debería haber hecho el primer día, cuando descubrió la fotografía en el
periódico…
Se disponía a abandonar el camarote cuando vio el colgante de plata. Vaciló,
recordando la conversación que había tenido con Tracy el día anterior. Le había
dicho que no había querido ni el colgante ni lo que representaba… pero que aun así
lo había llevado durante todo el crucero. Lo tocó, vacilante. Se había acostumbrado a
él: ésa fue la única razón por la que decidió ponérselo.
Acababa de abrir la puerta cuando descubrió a Tracy en el umbral, con la mano
levantada como si hubiera estado a punto de llamar.
«Tú no eres mi marido más que de nombre», quiso gritarle. La había estado
chantajeando durante semanas, obligándola a hacer cosas que odiaba. Y sabía que ni
Franco ni ella verían nunca un céntimo del dinero que pensaba conseguir a cambio
de aquel colgante. Pero, como siempre, Sal tenía un triunfo en la manga: su hijo.
—Estoy dispuesta a hacer lo que quieras, ya lo sabes —murmuró, deprimida.
—Ya lo sé. Sólo quería asegurarme de que lo recordaras tú —y colgó.
Tory intercambió una sonrisa con la mujer. Sí, era toda una belleza.
Inmediatamente sintió la mirada de Ben y se volvió hacia él.
—Es precioso.
De pronto descubrió un pequeño cobertizo escondido entre los pilares del
edificio. Una sonrisa de deleite se dibujó en sus labios.
—Es el chiringuito de tus padres, ¿verdad?
Ben frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Me hablaste de él años atrás, en el Instituto —respondió. Sólo en ese
momento tomó conciencia de lo revelador que resultaba que recordara aquella
conversación después de tanto tiempo.
La mirada que le lanzó Ben tenía una extraña intensidad.
—Debió de costarte mucho levantar el edificio alrededor del chiringuito.
—Lo trasladamos durante la construcción, y luego volvimos a trasladarlo al
emplazamiento original.
Tory continuó admirando el edificio mientras una de las admiradoras de Ben
tomaba el relevo de la conversación. Aquel hombre no dejaba de sorprenderla. Cada
vez que creía conocerlo, volvía a desconcertarla con un nuevo aspecto de su
personalidad.
Se quedó atrás mientras los pasajeros subían las anchas escaleras y se internó
bajo los pilares para examinar el humilde chiringuito de la familia Cooper. La
madera estaba muy gastada, pero el letrero de la ventana todavía resultaba visible:
Café Rendezvous, la mejor comida isleña de todo el Caribe. La primera noche que se
acostaron juntos, Ben le había hablado de aquel pequeño negocio con tanto orgullo,
con tanta nostalgia…
Le había hablado del talento de su madre para preparar el marisco, y de su
padre para elaborar sus exquisitas salsas, y de las colas de clientes que solían
formarse en la temporada turística, porque todo el mundo sabía que la mejor comida
isleña era la del Café Rendezvous. Su amor por aquel lugar había estado presente en
cada una de sus palabras. Apoyándose en la pared de tablas, permaneció durante un
buen rato mirando la playa y el mar que habían formado parte inseparable de la
infancia y adolescencia de Ben y de su iniciación en la cocina.
Una vez más no pudo evitar comparar todo aquello con las modernas y
sofisticadas instalaciones a las que ella había estado acostumbrada desde siempre.
Nada más distinto de aquel humilde chiringuito que el lujoso restaurante de su
padre. Ben y ella pertenecían a mundos opuestos.
Bruscamente se dio cuenta de que se había entretenido demasiado y se apresuró
a subir. Como sospechaba, el comedor del restaurante era soberbio: vigas vistas,
mesas de maderas nobles, cómodas mecedoras de sabor isleño y enormes maceteros
de plantas tropicales creaban un ambiente deliciosamente íntimo y acogedor.
—Le pedí a tu madre que me cuidara a Eva esta mañana, y quedamos en que la
recogería aquí —le explicó Danique—.Tus padres acaban de marcharse. Tu madre
tenía una cita urgente.
—Ya.
Los padres de Ben se habían quedado destrozados por la revelación de que Eva
no era su nieta, pero su madre le había dejado claro que pensaba mantener la
amistad que tenía con Danique. Como el propio Ben, había sido incapaz de renunciar
a su amor por la pequeña.
—Eva te echa de menos, ¿sabes? —le dijo Danique—. Hoy he tenido que
comprar la marca de tu loción y ponerle un poco en la manta para conseguir que se
durmiera.
Ben se la quedó mirando fijamente. ¿Qué quería ella que le dijera? ¿Que echaba
terriblemente de menos a Eva? ¿Que aquel bebé había dejado un agujero en su alma
del tamaño del Gran Cañón del Colorado?
Danique pareció darse cuenta de su reacción.
—Lo siento. No sabía que estarías hoy aquí. Ya sé que Eva y yo necesitamos
acostumbrarnos a no tenerte siempre con nosotras.
—¿Qué quiere decir eso? —frunció el ceño—. No me digas que Monty está
eludiendo sus responsabilidades.
—No, no. Es que… bueno, tiene que ocuparse de su negocio y además tiene
tantas cosas en la cabeza…
Ben podía imaginarse perfectamente la clase de padre que sería Monty. Pero
Danique había hecho su elección. No tenía sentido culparla por el hecho de que
Monty fuera el padre biológico de Eva. No pudo evitar pensar en lo que habría
pasado si Danique no le hubiera confesado la verdad y hubiera seguido viviendo en
la ignorancia. La conclusión era inevitable: no le habría importado. Porque lo
importante era el amor que le profesaba a aquella criatura.
El timbre de un teléfono interrumpió aquellas reflexiones. Danique intentó
buscarlo en su bolso mientras sostenía a Eva con el otro brazo. Por puro impulso, Ben
se adelantó para tomar a la niña y Danique le sonrió agradecida.
—Monty —dijo una vez que logró contestar la llamada.
Ben estaba demasiado absorto en la sensación de volver a tener a Eva en sus
brazos para preocuparse de escuchar la conversación. Incluso perdió la noción del
tiempo y se sorprendió cuando Danique le tocó un brazo para indicarle que se salía
del despacho para continuar con lo que parecía ser una acalorada discusión con
Monty.
—¿De verdad que has echado de menos a tu papi, preciosidad? —susurró,
emocionado, mientras la apretaba contra su pecho y aspiraba su aroma. Le encantaba
su olor.
Si no hubiera oído el crujido de las tablas del suelo, nunca se habría girado en
redondo para descubrir la expresión de sorpresa de Tory.
Capítulo 11
Maldiciendo entre dientes, Ben le entregó la niña a Danique.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó ella—. He interrumpido algo, ¿verdad?
Ben negó con la cabeza y salió detrás de Tory. No se detuvo a preguntarse por
qué le resultaba tan importante que entendiera la verdad sobre Eva. Una semana
atrás, no le habría importado que se hubiera llevado una opinión equivocada sobre
él. Pero desde que subió a bordo del Sueño de Alexandra habían cambiado muchas
cosas.
La siguió fuera del edificio, escaleras abajo, hasta la playa. Tenía una expresión
tan confusa y decepcionada que no pudo evitar agarrarla de los hombros.
—No es mi hija, Tory. Sé que ha podido parecerte otra cosa, pero es verdad.
—Has dicho «papi»… te he oído —le recordó con tono acusador—. Sé que crees
que soy una maldita ingenua, pero no he nacido ayer.
—Escúchame bien: durante seis meses creí que Eva era mi hija. Danique, su
madre, había tenido una aventura con un hombre casado. Ella me dijo que la niña era
mía cuando el tipo se negó a comprometerse. Me engañó.
—No entiendo —frunció el ceño—. ¿Estás diciendo que ella te engañó?
—Sí, eso mismo. Luego Monty se reconcilió con Danique y ella me reveló que
Eva no era mía —se encogió de hombros como para disimular una emoción con la
que todavía no estaba preparado para enfrentarse.
—Ben. Oh, Ben… —murmuró, consternada— ¿tuviste a esa niña durante seis
meses y luego te enteraste de que no era tuya? —se le llenaron los ojos de lágrimas—.
No puedo ni imaginar cómo debiste de sentirte…
—En parte fue por eso por lo que me comporté de una manera tan… imbécil
contigo. Desde el principio, cuando te vi en el barco.
Tory no salía de su asombro.
—¿Quieres decir que hace poco que te enteraste? Dios mío, no me extraña
entonces que fueras tan, tan…
—Ya te lo he dicho. «Imbécil» es la palabra.
—Tenías todo el derecho.
—No contigo. En el instante en que me presenté en el Brown's de Nueva York
para trabajar con ellos y vi sus caras… comprendí que te habías enterado de lo de la
apuesta. Y supe que quien se había equivocado había sido yo. Sólo que he tenido que
madurar unos cuantos años para reconocerlo ante ti y ante mí mismo.
—No, yo debí haberte pedido explicaciones en cuanto me enteré, haberte
gritado, lo que fuera… Pero tengo este orgullo tan estúpido… Es como lo de la
apuesta del jerk chicken. Es como si siempre estuviera intentando probarme a mí
misma… —se interrumpió, sacudiendo la cabeza.
—Mira, en eso del jerk chicken sí que te doy la razón —bromeó Ben.
Tory esbozó una media sonrisa.
—Lo siento. Lo de la niña, quiero decir. Obviamente la echas mucho de menos
—le puso una mano en el brazo.
Aquel gesto rezumaba tanta ternura y compasión que Ben se emocionó. No
había vuelto a llorar desde que con seis años se cayó de un árbol rompiéndose los
dos brazos… y no iba a romper ahora aquel récord. Desviando la mirada hacia el
horizonte, procuró dominarse.
—Sí, bueno.
—¡Ben!
Se volvieron para ver a Danique a la entrada del aparcamiento. Llevaba a Eva
en una mochila frontal.
—Tengo que irme. Perdona que te interrumpa, pero… ¿podrías echarme una
mano con la caja de cuentos infantiles que me ha regalado tu madre?
Ben pudo sentir la tensión de Tory a su lado: estaba indignada. Por alguna
razón, encontró conmovedora aquella actitud. Poniéndole una mano en el hombro
con gesto tranquilizador, contestó a Danique:
—Claro. ¿Dónde está?
—En tu despacho.
Ben apretó cariñosamente el hombro de Tory antes de retirarse.
—Será mejor que vayas a sentarte al comedor. La comida se servirá dentro de
poco.
Tory asintió, pero seguía mirando ceñuda a Danique. Curiosamente conmovido
por aquella actitud, Ben volvió al restaurante sintiéndose mejor de lo que se había
sentido en mucho tiempo.
Tory se volvió para seguir a Ben, pero no había terminado de subir la escalera
cuando oyó la exclamación de disgusto de Danique. A la mujer se le había caído al
suelo la bolsa del bebé, con todo su contenido. Apretando a la niña contra su pecho,
se había agachado trabajosamente para intentar recogerlo.
Tory suspiró, resignada. No profesaba ninguna simpatía a aquella mujer por la
manera en que había tratado a Ben. Pese a ello, decidió ayudarla.
—Espera —le dijo mientras bajaba las escaleras—. Ahora te ayudo.
Danique le lanzó una mirada cargada de curiosidad.
—Si no te importa… Eva pesa cada vez más.
Tory evitó mirarla mientras se agachaba para recoger las cosas del bebé.
—Eres amiga de Ben, ¿verdad? —le preguntó Danique segundos después.
—Sí.
Se levantó y le tendió la mano.
—Vamos.
—¿Adonde?
—Tú a comer dentro con el resto de los pasajeros. Yo voy a llamar a Danique
para que te organice el encuentro con Anneisha. De paso le haré algunas preguntas.
Un torrente de adrenalina circuló por sus venas ante la perspectiva de que
finalmente pudiera conocer a Anneisha.
Reunirse con los pasajeros cuando lo único que quería era tomar el siguiente
ferry para San Martín fue todo un sacrificio. La soberbia comida que le sirvió el
equipo de Ben contribuyó a tranquilizar sus nervios, pero durante todo el tiempo no
apartó la mirada de la puerta de su despacho, esperando a que apareciera de un
momento a otro con alguna noticia. Al cabo de veinte minutos, reapareció. Tory se
levantó de la mesa y fue a su encuentro.
—Tranquila. Parece ser que el padre de Tarik era un estadounidense que estuvo
trabajando durante un verano en las islas. Le hizo un montón de promesas, pero
cuando se enteró de que estaba embarazada, desapareció. Anneisha nunca más
volvió a saber de el.
—Lo del estadounidense encaja. Y Michael era de la DEA, con lo que no podía
revelarle a nadie cuál era su verdadera profesión, ya que se trataba de operaciones
secretas. Dios mío, probablemente esa mujer ni siquiera conocía su verdadero
nombre, así que cuando se estrelló la avioneta, no pudo relacionar el accidente; con
él. Por eso se pensó que simplemente la había abandonado —se le llenaron los ojos
de lágrimas, y esa vez no hizo nada por contenerlas. Aunque la mayor parte de lo
que había dicho era una pura conjetura, le parecía perfectamente verosímil.
Horriblemente verosímil.
Ben la estrechó en sus brazos y Tory apoyó la cabeza sobre su pecho durante
tanto tiempo que se olvidó del resto de los pasajeros y de la expectación que estaban
suscitando. Se separó, avergonzada. Ben le alzó entonces la barbilla con un dedo.
—Tory, eres consciente de que es más que probable que esa mujer nunca haya
oído hablar de tu hermano, ¿verdad?
—Aun así, quiero verla.
—Lo sabía. Intenté localizarla en su casa de San Martín, pero como no me
contestó nadie, volví a llamar a Dominique. Me dijo que Anneisha suele trabajar aquí
y allá, esforzándose por llegar a fin de mes. Su situación no debe de ser nada fácil.
—Danique me comentó antes que tenía una amiga que era madre soltera. Me
dijo que por ella sabía lo difícil que era tener que arreglárselas sola.
—Debe de ser Anneisha. Según Danique, Anneisha suele recoger a Tarik del
colegio a las tres y media.
Tory miró su reloj.
Tracy vio a Ben y a Tory sentándose muy juntos en el ferry que debía llevarlos
de vuelta a San Martín, hablando en voz baja. Varias veces Ben le había tocado la
rodilla o un brazo con gesto consolador. Algo había entre ellos… pero Tracy ya lo
había adivinado por el comportamiento de Tory en Granada, cuando se negó a
hablar de él.
Miró de nuevo su reloj, contenta de que el día estuviese a punto de terminar.
Una vez que Tory se encontrara de nuevo en el crucero, respiraría aliviada. Siempre
y cuando estuviera rodeada de los demás pasajeros, las posibilidades de que los
compinches de Sal pudieran hacerle daño eran mínimas. Y una vez que el grupo
volviera al crucero, ya no tendría absolutamente nada que temer. Tenía los nervios a
flor de piel. Luego, esa misma noche, ya se encargaría de hacerse con el colgante…
sin que Tory se enterara.
El barco aminoró la velocidad al acercarse a Philipsburg, y Tracy se incorporó a
la cola para desembarcar, teniendo buen cuidado de no perder de vista a Tory en
ningún momento. El pánico la atenazó cuando vio que Ben y Tory se apartaban del
resto de los pasajeros, que ya se dirigían hacia el Sueño de Alexandra. Sin pensárselo
dos veces, se apresuró a seguirlos.
—¡Hey, chicos! ¡Esperad!
No le pasó desapercibida la expresión de impaciencia de Tory cuando se volvió
hacia ella.
—¿Adonde vais? —sabía que probablemente debería haber sido más sutil en su
pregunta, pero ya no podía más. Lo último que quería era que Tory se internara sola
en la población, donde sería vulnerable a los esbirros de Sal.
Tory estaba tan nerviosa que apenas podía permanecer quieta en el taxi que los
llevó a la escuela primaria de Philipsburg. Después de verla cruzar y descruzar sus
piernas una docena de veces, Ben le puso una mano sobre la rodilla con gesto
tranquilizador.
—Relájate. Ni siquiera tienes que hablar con ella hoy. Si el pequeño es quien
piensas que es, podrás romper el hielo con la madre mandándole antes una carta. De
esa manera también ella podrá adaptarse mejor a la situación.
Tory le lanzó una sonrisa agradecida. La estaba ayudando mucho. Y se estaba
comportando como un verdadero amigo.
El taxi se detuvo justo enfrente de la puerta del colegio. Antes de que Tory
pudiera sacar el dinero del bolso, Ben pagó la carrera y la urgió a bajar del vehículo.
—Los niños están a punto de salir y luego dispondremos de una media hora
para volver al barco —le explicó mientras esperaban en la calle.
Tory asintió con la cabeza, pero su mirada parecía atrapada por el humilde
edificio prefabricado que albergaba la escuela, pintado en color verde menta con las
molduras de las ventanas en rosa fuerte. El jardín estaba salpicado de palmeras y
arbustos de flores.
De repente se alzó un coro de risas y una riada de niños empezó a brotar de la
puerta. Tory se retorció las manos, nerviosa. De nuevo Ben, consciente de su
ansiedad, le pasó un brazo por los hombros.
Sólo fue consciente de que estaba conteniendo el aliento cuando empezó a
sentirse aturdida, mareada. Fue observando a cada niño que salía por la puerta,
pendiente de sentir la conexión que había sentido cuando abrió aquel periódico y vio
la fotografía.
Diez minutos después la riada se había convertido en un goteo de niños, hasta
que salió el último. Tory se quedó sin aliento ante el asombroso parecido con su
hermano. En aquel preciso momento supo, sin la menor sombra de duda, que se
encontraba ante el hijo de Michael. Podía sentirlo en su corazón. En su alma.
—Es él.
—Sí, es Tarik —confirmó Ben—. Ha crecido mucho desde la última vez que lo
vi, pero es él.
—No puedo creerlo. No puedo creer que lo haya encontrado —pronunció,
abrumada. Si ese niño era quien creía que era, sus padres tenían un nieto y ella un
sobrino… y una cuñada. Aunque Michael no hubiera llegado a casarse, Tory estaba
convencida de que se había enamorado de aquella mujer.
Tarik se dirigía hacia la salida cuando alzó la mirada y vio a Ben. Una
encantadora sonrisa se dibujó en sus labios.
—Hola, Ben —lo saludó Tarik.
Tory se quedó paralizada. ¿Qué podía hacer? No podía hablar con el niño, ni
siquiera con Anneisha. No ese día, cuando se sentía tan mareada…
—¿Qué tal, Tarik? —inquirió Ben, haciéndose cargo de la situación.
—Bien. ¿Has venido para pedirle a mi mamá que salga contigo?
Ben se echó a reír.
—¿Por qué dices eso?
—Danique dice que mi madre es la única mujer de la isla con la que no has
salido.
Tory disimuló una sonrisa al ver el azoro de Ben.
—¿Quién es ella? —quiso saber Tarik, mirando a Tory.
Se parecía tanto a Michael que le entraron ganas de reír y llorar al mismo
tiempo. El mismo hoyuelo en la barbilla, la misma nariz, los mismos ojos…
—Mi amiga Tory —explicó.
—Ben, no creo que sea una buena idea… —susurró ella, vacilante.
Justo en ese instante miró hacia atrás, temerosa de que la sorprendieran
hablando con el niño sin el permiso de la madre… y vio a una alta y atractiva mulata
dirigiéndose hacia ellos. La mujer vaciló sorprendida al ver a Tory.
Era Anneisha. Que, a juzgar por su gesto de asombro, había reconocido el
impresionante parecido de Tory con Michael.
—¡Apártate de él! —las perlas que adornaban su cabello trenzado tintinearon
mientras echaba a correr hacia su hijo—. ¿Cómo te atreves a aparecer así, de repente?
—estalló, furiosa.
—Anneisha —Ben dio un paso adelante—. La culpa es mía. Tory es una amiga
y…
—Sé perfectamente quién es. ¿Crees que no he reconocido el parecido? —
volviéndose hacia ella, le espetó—: Dile a tu hermano que no quiero saber
absolutamente nada de él, ¿entendido?
Antes de que Tory pudiera recuperarse de su sorpresa, Anneisha agarró a su
hijo de la mano y echó a andar hacia el viejo sedán que estaba aparcado cerca.
—Anneisha, no es lo que tú piensas. Michael no me envió para intentar quitarte
a Tarik… —gritó Tory, consciente de lo que debía de haber pensado al verla
acechando a su hijo a la puerta del colegio.
—Mantente alejada de mí y de mi familia —fueron las últimas palabras de la
mulata mientras cerraba de un portazo.
A Tory se le desgarró el corazón cuando vio la expresión preocupada y
sorprendida del niño segundos antes de que el coche se perdiera en la distancia.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —se volvió hacia Ben. No tenía sentido seguirlos.
Aun cuando no hubieran tenido que volver al barco, no tenían ninguna garantía de
que Anneisha fuera a tranquilizarse pronto. Había dispuesto de ocho años para
abrigar su resentimiento y su dolor por las presuntas mentiras y falsas promesas de
Michael.
—De momento, volver al barco —la tomó suavemente de un codo—.
Encontraremos una solución. Te lo prometo.
Estaba tan afectada por lo que acababa de ocurrir que no dijo nada.
Simplemente se dejó llevar.
Ben se maldijo por enésima vez a sí mismo. Michael y Tory habían sido
gemelos: de ahí el parecido familiar tan grande. Y de ahí que Anneisha hubiera
reconocido a Tory nada más verla. Por lo demás, era lógico que la mujer hubiera
reaccionado tan mal: Michael la había dejado embarazada y luego la había
abandonado a propósito, o al menos eso había creído y seguía creyendo ella.
Anneisha tenía todo el derecho del mundo a sentirse asustada y furiosa, sobre todo
teniendo en cuenta la brusquedad con que Tory había aparecido en su vida y en la de
su hijo. Debería haber demostrado un mayor sentido común y no haberse dejado
arrastrar por la pasión de Tory a la hora de confirmar su corazonada. Pero no había
pensado racionalmente. Sólo había podido pensar en una cosa: en desterrar de su
rostro aquella mirada de tristeza. Y ahora, entre los dos, no habían hecho más que
complicar las cosas.
Sabía, por lo que le había contado Danique, que Anneisha era una mujer fuerte
y orgullosa, y sospechaba que a Tory le iba a costar convencerla de que la escuchara.
corpulento, un mulato calvo, se adelantó con la mirada clavada en Tory. Los otros
dos se concentraron en Ben, con el evidente objetivo de impedir que defendiera a su
pareja.
Se colocó delante de Tory, protegiéndola con su cuerpo.
—No hay problema. Os daremos todo nuestro dinero —dijo mientras se llevaba
una mano a la cartera. No le importaba el dinero. Lo único que quería era que su
pareja no sufriera ningún daño.
Oyó a Tory rebuscar en su bolso. Sin apartar la mirada del calvo, recogió su
cartera y la lanzó al suelo junto a la suya, delante de los matones.
—Ahí tenéis. Y ahora marchaos.
El calvo se limitó a sonreír. Ben cerró los puños.
—¡Corre, Tory! —le ordenó justo cuando el mulato se disponía a atacarlo.
No tuvo tiempo de volverse para asegurarse de que había cumplido su orden,
porque se lanzó de cabeza contra el plexo solar del matón… que apenas sintió el
golpe. Consiguió esquivar el primer puñetazo, pero no tuvo suerte con el segundo,
que hizo impacto en su mandíbula.
Acababa de responder con otro cuando oyó gritar a Tory y se dio cuenta de que
no había escapado.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó. Acorralada contra la pared del almacén, estaba
forcejando con otro de los matones.
Ben pagó bien cara la distracción, porque el calvo aprovechó para atraparlo
entre sus brazos y levantarlo en vilo. Sin embargo, la visión de Tory en peligro le dio
fuerzas suficientes para liberarse de un tirón, desesperado por defenderla. El matón,
viéndolo acercarse, dio un empujón a Tory, que cayó al suelo.
Una fracción de segundo después, Ben estaba encima del matón, moliéndolo a
golpes como un poseso. Apenas fue consciente del ruido de pasos que se acercaba
por momentos. El matón se escabulló y Ben sintió una nueva punzada de rabia
cuando vio a Tory todavía en el suelo, defendiéndose a patadas de los otros dos
atacantes.
Justo en ese instante aparecieron los tripulantes del crucero, que se
incorporaron a la pelea. En cuestión de segundos los matones se alejaban a todo
correr muelle abajo.
—Hay que llamar a la policía —dijo Ben, sacudiéndose una mano para aliviar el
dolor de los nudillos.
—Alguien los ha avisado ya, aunque dudo que los encuentren.
Se apresuró a reunirse con Tory, que ya estaba siendo atendida por dos
miembros de la tripulación. Estaba jadeando y tenía un arañazo en una mejilla. Se le
había desgarrado la pechera de la blusa, revelando su delicado sujetador de encaje.
Pero lo peor era la mirada de terror de sus ojos.
Le tomó las manos y se las apretó con fuerza. El pecho todavía le dolía por lo
cerca que había estado de perderla. Habría podido suceder cualquier cosa. Sin
pronunciar palabra, la levantó en brazos.
—Ben… —susurró con la voz quebrada, aferrándose a su camisa.
—Lo sé —le dijo, estrechándola contra su pecho con todas sus fuerzas—. Lo sé.
Capítulo 12
Tory no podía recordar la última vez que alguien le había pegado. ¿En la
escuela infantil, quizá? ¿En el patio del colegio de primaria? Y de repente tres
matones le habían desgarrado la ropa y la habían lanzado al suelo, y Ben había
tenido que defenderla a puñetazo limpio.
Cada vez que recordaba el momento en que le había ordenado que corriera
antes de lanzarse de cabeza contra el matón más corpulento de los tres, se sentía
enferma, mareada. ¿Y si lo hubieran matado? No había podido dejar de pensar en
ello mientras la llevaban a la enfermería del crucero. En aquel momento Ben se
encontraba en la habitación contigua: podía escuchar el rumor de su voz mientras
aseguraba a la doctora y a las enfermeras que se encontraba perfectamente. El simple
hecho de oír su voz bastaba para tranquilizarla.
—Sólo puedo ofrecerte mis más sentidas disculpas porque algo así haya
ocurrido en uno de nuestros cruceros, Tory —pronunció otra voz masculina, ésta
mucho más cercana.
Tory volvió la cabeza para descubrir al capitán Nick Pappas en el umbral,
mirándola con expresión preocupada.
—Estoy bien, de verdad. Ben es quien se ha llevado la peor parte. Y todo
sucedió en el muelle: no ha tenido nada que ver con el crucero.
—De todas formas, quiero que sepas que nos aseguraremos de que la policía
local no abandone fácilmente este caso. Contamos con una descripción bastante
detallada de los tres agresores. No creo que sean tan difíciles de localizar en un lugar
tan pequeño como Philipsburg.
Tory ya se había entrevistado con Sean Brady, el jefe de seguridad del crucero.
—¿Has venido a ver nuestras lesiones, Nick? —le preguntó Ben, reuniéndose
con su amigo en el umbral.
Tory se medio incorporó para mirarlo: tenía un gran moratón en la parte
izquierda de la frente, los nudillos de la mano derecha vendados y un feo rasguño en
un codo. Seguro que bajo la ropa escondía otras lesiones, como ella. Ya estaban
empezando a dolerle, y sospechaba que las molestias durarían unos cuantos días.
—He venido a ver cómo estáis con la intención de ofreceros un trato
privilegiado durante el resto del crucero. Patti ha cancelado vuestra sesión de la
tarde y la de mañana por la mañana, para que podáis descansar adecuadamente.
—Gracias. Creo que ambos necesitamos dormir un poco —acercándose a Tory,
le preguntó—: ¿Cómo te encuentras?
—Algo alterada, pero bien —se levantó trabajosamente de la camilla.
Tanto Nick como Ben la miraron con expresión dubitativa. Tory no pudo menos
que sonreír.
—De verdad que estoy bien… —insistió.
Excepto por las ganas que tenía de lanzarse al pecho de Ben y ponerse a llorar
como una niña… estaba perfectamente.
—Bueno, me voy. En cuanto necesitéis algo, cualquier cosa, avisadme. ¿De
acuerdo?
Apenas se hubo marchado Nick cuando Tory se acordó del colgante.
—Vaya, me he olvidado de darle esto… —se sacó la cadena y la lágrima de
plata de un bolsillo. Se le había caído en la pelea. Poco después lo había encontrado
en el suelo cuando se recuperó lo suficiente para darse cuenta de que lo había
perdido.
—¿Quieres que te lo arregle? —se ofreció Ben. La cadena estaba rota.
—Oh, no es mío. Es del crucero, una idea que se le ocurrió a Patti y a la
bibliotecaria del barco, según me contó Tracy. En cada crucero, alguien «encuentra»
el colgante en su camarote. Se supone que trae buena suerte.
—Lo dejaremos después en la oficina de Patti. Pero ahora mismo vámonos a mi
suite —la tomó del brazo con gesto decidido.
—¿Perdón?
A modo de respuesta, Ben la tomó de la cintura para acercarla hacia sí.
—No podré pegar ojo si no sé dónde estás —explicó, mirándola fijamente a los
ojos.
—Yo tampoco —le confesó, tímida.
Ben alzó una mano para recogerle delicadamente un mechón detrás de la oreja.
—No me gustaría volver a pasar por esto nunca más. Pasé tanto miedo cuando
esos canallas te pusieron Las manos encima…
—Fuiste tú quien se lanzó contra ellos como un loco —le echó las manos al
cuello.
—Debiste huir cuando te lo ordené…
Tory podía sentir su cuerpo firme y cálido contra el suyo. Por primera vez
desde que sufrió la agresión, empezó a dejar de temblar por dentro.
—No podía dejarte solo —replicó, ofendida sólo de imaginárselo—. ¿Qué clase
de persona habría hecho algo así?
—Una persona inteligente —respondió él con una sonrisa—. Pero debería haber
previsto tu respuesta. Eres demasiado testaruda.
Lo dijo con tanto afecto, con tanto cariño, que no pudo molestarse.
—Tory, sé que hemos tenido nuestros problemas. Sé que he sido un imbécil
contigo porque me sentía intimidado por tu padre y por lo que sentía por ti, aunque
me negara a reconocerlo. Pero hoy, cuando te vi en peligro… fue como si de repente
viera la luz. No puedo creer que haya sido tan estúpido, que me haya reprimido
tantas veces… Te quiero, Tory.
No pudo hacer otra cosa que parpadear varias veces, asombrada. ¿Ben Cooper
la amaba?
—Ben, yo… yo he estado enamorada de ti desde el día en que hiciste aquel
cruasán con forma de caca de perro en nuestra clase de confitería.
Ben soltó una sonora carcajada.
—No tienes ni idea del miedo que tenía de que tú no sintieras lo mismo… —la
acercó hacia sí, deslizando los labios por su cuello—. Después de aquella noche,
estaba seguro de que había algo entre nosotros, porque… bueno, ya sabes.
—¿Por que lloré?
—Una estupidez, lo sé. Es ese maldito ego que tengo.
Tory lo apartó para acunarle tiernamente el rostro entre las manos.
—Ben, yo nunca, nunca he llorado por ningún otro hombre.
—¿De veras? ¿Entonces esa regla tuya de que limitas tus relaciones con
hombres a una sola noche…?
—Una chica tiene que proteger su orgullo.
Ben soltó otra carcajada.
—Pues me lo creí al pie de la letra —le confesó.
—Y yo quería que te lo creyeras. Ya me había humillado bastante a mí misma
aquella primera vez. No iba a darte otra oportunidad.
—¿Y ahora? —inquirió con voz ronca.
—Ahora pienso darte todas las oportunidades que quieras y que puedas
aprovechar…
—Es verdad. Me había olvidado —él también había tozado algunos, lo que
quizá podría explicar su aturdimiento y su torpeza. ¿Por qué se sentía tan
nervioso?—. ¿Qué tal una bebida caliente? ¿Té? ¿Café?
—Un café estaría bien.
Se acercó al minibar y conectó la cafetera. Seguían temblándole las manos.
—Ben.
—¿Qué?
—Estás exhausto. Quizá deberíamos dejarlo para otra ocasión.
—No. Quiero decir que no estoy exhausto. Pero si tú estás cansada, te mostraré
el dormitorio. Para que duermas tú, quiero decir —se apresuró a corregirse—. Yo
dormiré en el sofá-cama.
Tory lo miró con expresión curiosa, ladeando la cabeza.
—¿Estás cansado?
—No.
—Yo tampoco.
—Er… quizá estés demasiado dolorida para que podamos hacer otra cosa
que… abrazarnos.
Esbozó una sonrisa de deleite que lo dejó sin aliento.
—Ven aquí.
Abandonando los preparativos del café, Ben se acercó a ella. Tory le echó los
brazos al cuello y lo besó en los labios.
Al cabo de un buen rato, interrumpió el beso y lo miró directamente a los ojos.
—Supongo que si ambos tenemos el suficiente cuidado… no habrá ningún
problema.
—Estoy de acuerdo con su diagnóstico, señora Fournier. De hecho, creo que lo
primero que deberíamos hacer ahora es tumbarnos.
Lo guió al dormitorio. Una vez dentro, se detuvo frente a la cama y se volvió
hacia él. Sin dejar de mirarlo a los ojos, deslizó las palmas de las manos por su pecho
y su vientre, hasta llegar a la cintura.
—Tienes el torso más bonito del mundo.
—Lo mismo digo —repuso él, encontrando las deliciosas curvas de sus senos.
Tory sonrió mientras introducía las manos bajo su camiseta, al tiempo que le
acariciaba el pecho.
Los siguientes minutos fueron una deliciosa tortura mientras se desnudaban el
uno al otro, besándose y acariciando delicadamente sus respectivas heridas y
arañazos. Finalmente quedaron desnudos frente a frente, con la ropa dispersa por las
cuatro esquinas de la habitación.
Tracy paseaba de un lado a otro del pequeño camarote que compartía con otra
bailarina… clavándose las uñas en las palmas.
Tory y Ben habían sido atacados y heridos hasta el punto de que habían tenido
que ser atendidos en la enfermería del crucero. Se sentía enferma de
remordimientos… pero sobre todo se odiaba a sí misma por la alocada esperanza que
la animaba. Ahora que Salvatore tenía ya el colgante, ella podría recuperar por fin a
Franco.
«Soy una persona horrible», se dijo cuando volvió a pensar en Tory y en Ben.
Ellos eran los únicos que habían pagado el precio de su equivocada decisión. Incapaz
de permanecer en el camarote por más tiempo, Tracy se dirigió a la enfermería para
enterarse de su estado… sólo para descubrir que se habían marchado una hora atrás
con unos pocos cortes y magulladuras. Enterada de que se hallaban en la suite de
Ben, pasó por la tienda de regalos antes de subir a la Cubierta Afrodita. Tenía que
comprobar personalmente que se encontraban bien.
Tory le abrió la puerta en bata, toda despeinada.
—¡Oh! No quería interrumpir nada, Tory. Ya volveré después…
—Tranquila —sonrió—. Ben está hablando por teléfono. Pasa.
—Me he enterado de lo que os pasó. Sólo quería asegurarme de que estabais
bien.
—Aparte de un poco doloridos, estamos perfectamente —esbozó una mueca.
Asaltada por la culpa, Tracy le presentó de repente su regalo.
—Toma. Es para los dos —era una caja de bombones de Bélgica.
—Oh, Tracy qué detalle… —le acarició cariñosamente un brazo.
Tracy se apresuró a apartarse, avergonzada. Si supiera la verdad, le escupiría a
la cara. Estaba segura.
—¿Tiene la policía alguna pista de quién os ha atacado?
—De momento todavía no, pero Ben y yo, así como algunos miembros de la
tripulación, pudimos ver bien a los agresores. Esperemos que puedan localizarlos
pronto.
Tracy se estremeció por dentro. Esperaba que Sal no hubiera sido tan estúpido
como para dejar que sus esbirros conocieran la identidad de su contacto a bordo del
crucero… Al fondo, vio que Ben colgaba finalmente el teléfono. Tory se volvió hacia
él.
—¿Y bien? ¿Lo hará?
—Sí. Tú escribe la carta, que yo se la mandaré a Danique y ella se encargará de
pasársela a Anneisha. He reservado dos billetes para mañana de Tortola a San
Martín. El vuelo sólo dura cuarenta y cinco minutos, así que estaremos de vuelta a
tiempo para la sesión de la tarde.
Tory dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.
—Gracias —se acercó a él para tomarle las manos.
Tracy tuvo el tacto de volverse cuando vio la expresión de adoración con que
Ben miró a Tory.
—No tienes que agradecerme nada —repuso él.
Tory sonrió.
—Tracy nos ha traído bombones.
—Vaya, gracias. Creo que una terapia de chocolate es justo lo que necesitamos
—bromeó Ben—. Abrió la tapa y eligió uno. Sírvanse, señoras. Y dense prisa. No van
a durar mucho, se lo aseguro.
Tracy declinó la invitación, temerosa de que la culpa le diese náuseas. Aparte
del golpe que Ben tenía en la frente y del arañazo de Tory en el pómulo, parecían
encontrarse bastante bien. Pero podía haber sido mucho peor.
—Me alegro tanto de que estéis bien… —comentó, sincera.
—Tuvimos suerte —dijo Tory. De repente alzó un dedo, como si hubiera
recordado algo—. Ahora que me acuerdo…
Tracy vio que desaparecía en el dormitorio y miró sorprendida a Ben. Éste se
limitó a encogerse de hombros mientras tomaba otro bombón.
—No hablaba en broma cuando dije que acabaría comiéndomelos todos si no os
dabais prisa. Aprovecha mientras puedas.
No queriendo despertar sospechas, Tracy eligió un bombón, el más pequeño de
todos. Acababa de llevárselo a la boca cuando Tory salió del dormitorio.
—Esto se me rompió durante la pelea y quería devolvérselo a Patti. ¿Te
importaría entregárselo cuando la veas?
Era el colgante de plata. Había dado por supuesto que los hombres de Sal se lo
habían arrebatado. Pero no había sido así. Y ahora Tory se lo estaba ofreciendo en
bandeja…
—No te importa, ¿verdad? —le preguntó Tory.
Tracy vaciló por un momento, incapaz de creer que, después de todo lo que
había pasado, fuera a ser tan fácil.
—No, claro que no —lo recogió, solícita.
—Ya me siento mejor —dijo Tory—. Sé que probablemente no valdrá mucho,
pero no me habría gustado perder algo que es propiedad del crucero.
—Claro, lo entiendo.
Una vez que abandonara el camarote, tendría que llamar a Sal para contarle la
buena noticia. Frunció el ceño. Quizá debería insistir en ver a Franco antes de
entregarle el colgante: de esa manera evitaría que Salvatore tuviera todas las cartas…
Unos golpes en la puerta interrumpieron sus reflexiones. Ben fue a abrir. Y
Tracy se quedó paralizada cuando reconoció la voz del visitante.
—Sólo quería saber cómo estabais… y entregaros esto —dijo Patti Kennedy
mientras entraba en el salón cargada con una enorme cesta de frutas y botellas de
vino.
—Hey, estoy empezando a descubrir las ventajas de haber sido asaltado —
comentó Ben.
—Precisamente estábamos hablando de ti —la informó Tory con una sonrisa—.
¿Verdad, Tracy?
Pasar la noche en los brazos de Ben fue un verdadero paraíso. Esa vez, cuando
se despertó, no tuvo la menor duda de que Ben seguía en la cama con ella: la estaba
abrazando, con una mano cerrada posesivamente sobre un seno. Sonriéndose, se
apartó sin llegar a despertarlo y se levantó para entrar en el cuarto de baño.
Se sentía eufórica. Como si pudiera volar. Ben la amaba, y durante aquella
noche se lo había demostrado con creces. Le flaqueaban las rodillas cuando pensaba
en las cosas que le había hecho. Se había sentido adorada, querida, necesitada.
Sonrió cuando Ben entró en el cuarto de baño y se reunió con ella en la ducha.
Como era de esperar, empezaron enjabonándose mutuamente y no tardaron en hacer
el amor bajo el chorro de agua.
Sólo cuando Ben le estaba tendiendo la toalla se permitió Tory pensar en la
visita que ese día esperaban hacerle a Anneisha, para hablar de Michael y de Tarik.
Se había resistido a informarla por escrito de la muerte de Michael, y Ben se había
mostrado de acuerdo.
Afortunadamente Danique había logrado persuadirla de que les concediera una
hora de su tiempo. Tory estaba decidida a utilizar aquella hora para despejar los
equívocos del pasado y sentar las bases de una futura relación con Anneisha y Tarik.
No tenía la menor duda de que sus padres querrían conocer a su nieto y a la mujer
con quien Michael había elegido pasar los últimos meses de su vida.
La noche anterior, después de cenar, había vuelto a revisar las cartas de Michael
en busca de alguna mención de Anneisha, esperando encontrar alguna prueba que
ofrecerle sobre la sinceridad de los sentimientos de su hermano. Lo que había
encontrado eran sutiles pistas de los planes de Michael. Le había contado que estaba
a la espera de un destino permanente en San Martín. Y había animado a Tory a que
lo visitara una vez que se hubiese graduado. Michael incluso le había mencionado
una casa en la que estaba interesado, con hermosas vistas y suficientes habitaciones
para albergar a una familia. Años atrás recordaba haber leído aquella frase con
escepticismo, pero ahora sospechaba que realmente había estado enamorado de
Anneisha.
—Todo va a salir bien —le aseguró Ben, interpretando correctamente su
nerviosismo.
Había sido tan bueno con ella… Se había ofrecido a hablar con Danique y se
había encargado de todos los preparativos del viaje. De repente se dio cuenta de la
soledad que la había acompañado desde la muerte de Michael había desaparecido.
Ya no estaba sola.
—Vamos, tenemos que darnos prisa si queremos tomar ese avión.
Veinte minutos después, paraban un taxi en los muelles de Roadtown, en
Tortola, rumbo al aeropuerto.
Pero la primera brecha en la fantasía que se había fabricado Tory se abrió
cuando Ben le comentó en el avión, mientras sobrevolaban Tortola:
—Lo bueno es que existe comunicación directa entre Nueva York y Philipsburg.
Tus padres podrán venir cuando quieran. Quién sabe, a lo mejor algún día hasta dejo
entrar a tu viejo en mi cocina.
Tory se alegró de que en aquel momento tuviera el rostro vuelto hacia la
ventanilla mientras registraba el significado de sus palabras. En medio de todas sus
promesas y declaraciones mutuas, ni una sola vez se habían detenido a pensar que
estaban a bordo de un crucero en medio del Caribe y que cada uno vivía a miles de
kilómetros de distancia del otro. Él tenía un próspero restaurante y ella tenía planes
para abrir uno. Sus patrocinadores la estaban esperando en Nueva York, al igual que
su agente inmobiliario.
Y aun así, Ben esperaba que ella se reuniera con él en el Caribe. Entendía sus
motivos: ése era su mundo, después de todo. Y ella no podía imaginárselo viviendo
en Nueva York.
Ben pertenecía al Caribe. Pero… ¿y ella? De repente evocó el sentimiento de
orgullo que la había asaltado cuando entró en el comedor de su restaurante. Y
decidió que ya tenía suficientes problemas entre manos como para complicarse más
la vida. Además, sola nunca podría llegar a resolver ese asunto.
Tomando a Ben de la mano, optó por concentrarse en el presente. Estaba a
punto de ver al hijo de su hermano. Y había pasado la última noche en los brazos de
un hombre maravilloso. Todo lo cual era más que suficiente para alegrarle el día.
Tory estaba tan nerviosa que Ben le preguntó con la mirada si necesitaba más
tiempo para recuperarse. Finalmente negó con la cabeza y alzó orgullosamente la
barbilla, un gesto que conocía muy bien.
Ben llamó al timbre y durante un buen rato no pasó nada. Finalmente oyeron
unos pasos y se abrió la puerta. La figura de Anneisha apareció al otro lado del
mosquitero.
—Adelante —gruñó.
Ben abrió la puerta de rejilla para que pasara Tory y ambos siguieron a su hosca
anfitriona a un salón escrupulosamente limpio y bellamente amueblado. Anneisha se
sentó en el sofá, dejando libres las dos mecedoras.
Tory, eligió la más cercana a Anneisha y juntó las manos sobre el regazo. Ben
podía ver la ansiedad reflejada en cada rasgo de su rostro, pero nada podía hacer
para aliviarla. Sabía que lo que más le pesaba era la responsabilidad de revelarle a
Anneisha la muerte de Michael.
—Gracias por haber aceptado recibirnos —dijo Tory—. Sé que estás muy
disgustada con Michael.
—Y conmigo misma por haber sido tan estúpida como para creerme todo lo que
me dijo.
Tory aspiró profundo y se inclinó hacia delante.
—Anneisha, detesto decirte esto… pero Michael murió en un accidente de
avioneta en la costa de Barbados el diecisiete de octubre… de hace ocho años. Es por
eso por lo que nunca más volviste a saber de él.
Anneisha abrió mucho sus inmensos ojos castaños y se llevó una mano al
pecho.
—¿Qué? No, lo habría sabido. Lo habría leído en la prensa —negó
enérgicamente con la cabeza.
—Michael fue destinado al Caribe como miembro de la DEA, para trabajar con
la policía local —le explicó Tory con tono tranquilo—. Su nombre no podía aparecer
en los periódicos porque su misión era secreta.
—Pero él me dijo que trabajaba de submarinista —insistió Anneisha.
Ben se dio cuenta de que prefería creer que Michael estaba vivo, aunque fuera
un miserable, que darlo por muerto sabiendo que la había amado de verdad.
—Lo siento —dijo Tory—. Es terrible, pero es así.
—No puedo creerlo. Todos los años que he pasado odiándolo, creyendo que me
había mentido… —gruesas lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.
Tory se sentó en el sofá y le pasó un brazo por los hombros.
—Esto lo cambia todo —Anneisha seguía sacudiendo la cabeza, consternada.
—He traído algunas de las cartas que me envió Michael. En ellas habla de ti,
Anneisha. Quería establecerse aquí, en San Martín… y yo creo que era por ti —Tory
Capítulo 13
Tory tenía la nariz roja de lo mucho que había utilizado el pañuelo, y los ojos
inflamados de tanto llorar. Nada de eso importaba, sin embargo, porque de pie en el
umbral de la puerta estaba Tarik, el hijo de su hermano.
Anneisha y ella habían estado una hora hablando. La mujer no había dejado de
llorar la muerte de Michael. Tory sabía que, a pesar de la coraza de furia que se había
fabricado con los años, nunca había dejado de amarlo.
Cuando le explicó que Ben y ella necesitaban estar a la una en el aeropuerto de
Philipsburg, Anneisha había llamado a su madre para pedirle que recogiera a Tarik
del colegio y lo llevara a casa. Por eso estaba el niño en aquel momento en la puerta,
mirando extrañado la cara congestionada de su madre y la montaña de pañuelos de
papel sobre la mesa.
—Quiero presentarte a alguien, Tarik —dijo Anneisha—. Ésta es Tory. Tu tía.
Seguía teniendo la voz emocionada, y Tory tuvo que tragarse las lágrimas.
—Hola, Tarik. No puedes imaginarte lo contenta que estoy de conocerte.
—Hola —la saludó el niño, receloso.
—Tarik, acércate, corazón —le pidió Anneisha—. Tengo algo que decirte.
El niño se reunió con su madre en el sofá. Anneisha le tomó una mano y se la
apretó con fuerza.
—¿Te acuerdas de que te dije que papá había tenido que volver a Estados
Unidos porque tenía cosas importantes que hacer allí?
—Sí. Es por eso por lo que no quiere estar con nosotros.
A Tory se le desgarró el corazón.
—Bueno, pues parece que me equivoqué. Tu tía Tory acaba de decirme que
papá no nos abandonó para marcharse a América… sino que tuvo un accidente de
avión.
—¿Quieres decir que está muerto? —preguntó Tarik, frunciendo el ceño. Tory
podía ver su confusión, como si se estuviera preguntando por lo que debería sentir
por alguien a quien nunca había conocido y que, según su madre, se había
despreocupado de los dos.
—Sí, cariño, lo siento. Pero quiero que sepas una cosa muy importante: que él
no quería abandonarnos, que él quería quedarse con nosotros. La tía Tory me lo ha
demostrado enseñándome estas cartas. Iba a comprarnos una casa muy bonita para
los tres. Nos quería. Durante todos estos años mamá estuvo equivocada porque no
sabía lo de su accidente de avión.
Tarik asintió con la cabeza. Tory se moría de ganas de consolarlo, pero no sabía
muy bien qué decir. Ni siquiera sabía si el niño querría escuchar las amables palabras
de una total desconocida.
De ahí su sorpresa cuando vio que se volvía hacia ella, mirándola directamente
a los ojos.
—Cuando te vi ayer, creí que eras alguien especial. ¿Sería porque conocías a mi
papá?
—Sí, creo que sí —repuso, emocionada. Su mirada se encontró con la de Ben.
Estaba tan contenta de que estuviera allí con ella, viviendo aquel momento…
—La tía Tory y papá eran hermanos gemelos, Tarik —le explicó Anneisha.
—Pero ella es una chica…
—Billy y Jackson, tus compañeros de colegio… son mellizos. Ésos sí que son
iguales.
—Así que… ¿papá y tú estuvisteis juntos en la tripita de vuestra mamá?
—Eso es. Y compartíamos habitación cuando éramos pequeños, y los juguetes,
y muchas otras cosas. Tu papá me enseñó a montar en bici, y a nadar, y a tirar
piedras al agua y hacer que reboten…
Por primera vez desde que entró en la habitación, Tarik sonrió. Tory estiró una
mano y le tocó la marca de nacimiento que tenía en el cuello.
—¿Sabes? Tu papá tenía también esta misma marca. Y mi papá, y mi abuelo, y
todos los hombres de nuestra familia. Cuando te la vi, supe inmediatamente quién
eras.
El niño se llevó una mano al cuello.
—Hasta ahora no me había gustado mucho… pero quizá no sea tan mala.
—Yo creo que es muy bonita —intervino Anneisha, y los cuatro se echaron a
reír.
De nuevo la mirada de Tory se cruzó con la de Ben. Todo se estaba arreglando
por fin. De pronto recordó la inquietud que había experimentado en el avión, y se
removió incómoda. Inmediatamente desechó aquel pensamiento. Todo acabaría
saliendo bien, estaba segura. Tenía que existir una solución, en alguna parte, cuando
ambos estaban tan deseosos de encontrarla.
Se quedaron con Anneisha y Tarik el mayor tiempo posible. Anneisha se ofreció
a llevarlos al aeropuerto y Tory le facilitó su teléfono y su dirección, así como la de
sus padres. Por razones obvias, Tory prefirió comunicarles la buena noticia
personalmente, y Anneisha le entregó un buen fajo de fotografías de Tarik para que
se las enseñara.
Finalmente, justo antes de despedirse, le explicó la situación del patrimonio de
Michael. Cuando ingresó en la DEA, había redactado un breve testamento dejando
todas sus posesiones a su hermana, a falta de descendencia propia. Tory explicó a
una asombrada Anneisha que el dinero del seguro de vida de su hermano había
permanecido intacto durante ocho años en un fondo de inversiones. Y le aseguró
que, en cuanto regresara a Nueva York, se encargaría de ponerlo a nombre de ella y
de su hijo.
Como era previsible, Anneisha se negó a aceptarlo, pero Tory insistió hasta
salirse con la suya. Sólo cuando le aseguró que ésa habría sido la voluntad de su
hermano, a partir de lo que había encontrado en sus cartas, Anneisha pareció
resignarse.
El vuelo de regreso a Tórtola se le hizo cortísimo mientras comentaba con Ben
los sucesos del día.
—Tarik se parece tanto a Michael… Y le apasiona el agua, como a mi hermano.
No puedo creer que lo haya encontrado…
—Es un niño fantástico. Y Anneisha lo ha educado muy bien.
De repente Tory vio que fruncía el ceño y se frotaba la frente con un gesto de
dolor.
—Te duele la cabeza, ¿verdad? Tenemos tiempo de dormir un poco antes de la
sesión de la tarde. En cuanto llegues al barco, deberías tomar unos analgésicos y
dormir una siesta.
—Sólo si la dormimos juntos —sugirió, arqueando las cejas.
No parecía estar tan mal, entonces. Tory esbozó una pícara sonrisa.
—No puedo negarme…
Pero se olvidaron de la idea cuando entraron en el camarote de Ben y
descubrieron que estaba sonando el teléfono. Tory se sorprendió cuando Ben le
indicó que se acercara, nada más descolgarlo.
—Es tu padre.
Tory se lo quedó mirando con la boca abierta antes de tomar el auricular.
—André, ¿ha ocurrido algo? —le preguntó, extrañada. Su padre nunca la
llamaba excepto para felicitarla por su cumpleaños y por Navidad.
—¡El restaurante Momento ha quebrado! —anunció, alegre—. Al parecer
recibieron muy malas críticas el año pasado y los patrocinadores decidieron rescindir
su contrato…
—Ah, ya —¿y la había llamado para anunciarle que había cerrado un
restaurante?—. Er… ¿cómo está mamá?
—Tory, ¿me estás escuchando? El local ha quedado vacante. En pleno
Manhattan. Es perfecto para ti.
Tory experimentó una punzada de entusiasmo. Más de una vez había
envidiado la localización ideal de Momento. Pero su entusiasmo no se debía tanto a
la noticia en sí como al tono de su padre. Llevaba tres años anunciándole sus
intenciones de abrir un restaurante, pero hasta el momento no había hecho más que
tropezar con su abierta desaprobación. Ahora, en cambio, le estaba buscando un
local. Jamás había creído posible un cambio tan rotundo.
—Llamaré a mi agente inmobiliario.
—Ya lo he hecho yo. Mañana se entrevistará con el propietario.
Tory era consciente de que nunca antes se había encontrado en una situación
semejante. Todos sus sueños, desde el más íntimo y secreto de fundar una familia,
hasta el de montar su propio restaurante… parecían a punto de convertirse en
realidad. Sólo que, al parecer, ahora tendría que elegir.
—No lo sé. Yo no quiero perderte, Ben.
—Lo mismo digo. Ya hemos desperdiciado ocho años.
Se abrazaron. Tory apoyó la mejilla sobre su pecho, escuchando el firme latido
de su corazón.
—Abrir tu propio restaurante es muy importante para ti —pronunció él al cabo
de un largo silencio.
Tory pensó en todo el tiempo y las energías que había concentrado en aquel
proyecto: las reuniones con colegas y patrocinadores, la enorme cantidad de ideas
que había acumulado durante los tres últimos años. Pensó en la excitada voz de su
padre al teléfono, en la posibilidad de que trabajaran finalmente juntos para construir
algo en común.
—Sí.
Ben aspiró profundamente.
—Estoy a punto de perder a Philippe. Regresa a su casa, en Normandía, y
necesitaré por lo menos seis meses para encontrar y preparar a un sustituto. Pero
después de eso, cuando lo consiga… podré reunirme contigo en Nueva York.
Tory presionó el rostro contra su pecho, incapaz de creer en lo que estaba
oyendo… en el sacrificio que estaba dispuesto a hacer por ella.
—Ben, no sé qué decir.
—Quiero tener hijos. Probablemente debería habértelo dicho antes. Después de
lo de Eva, sé que quiero formar una familia.
—Sí —dijo ella, pensando en su mirada de adoración cuando lo vio tomar en
sus brazos a Eva el día anterior, y en el cariño paternal que profesaba al hijo de su
hermano—. Sí, yo también quiero hijos.
Frunció el ceño cuando pensó en el tiempo y el esfuerzo que le llevaría montar
un restaurante: transcurriría por lo menos un año. Sólo entonces podría estar en
condiciones de tener un bebé. Se mordió el labio, consciente una vez más de su
contradictoria situación. Quería tener un restaurante, pero también quería a Ben y la
vida que deseaban llevar juntos. ¿Era pecar de avaricia desear las dos cosas?
—Lo conseguiremos —pronunció en voz alta.
—Sí.
Se besaron, y minutos después estaban haciendo el amor. Tory fue
dolorosamente consciente de cada instante, de cada caricia, de cada gemido. Al día
siguiente Ben regresaría a Anguilla. Y al otro día, cuando el crucero atracara en Fort
Lauderdale, ella volaría a Nueva York.
Ben terminó de llenar la nevera y dio las gracias al mozo de reparto. Llevaba
horas trabajando sin parar, y sin embargo seguía sin poder olvidarse de que Tory
estaba a miles de kilómetros de allí.
¿Por qué la había dejado marchar? Debería haber insistido en que se quedase. O
al menos haber improvisado alguna solución para sus problemas de plantilla con tal
de acompañarla. Pero aunque Philippe se hubiera dejado sobornar o hubiera
encontrado un sustituto en un tiempo récord, no habría podido abandonar sin más el
Café Rendezvous. Al fin y al cabo era un negocio familiar, el legado de sus hijos,
como el negocio de sus padres había sido el suyo.
En cuanto a haberle insistido a Tory para que se quedase… ¿qué derecho tenía
él a pedirle que renunciara a sus sueños? Ella era quien era, y él la quería así, con sus
sueños y ambiciones incluidos. Jamás le pediría que renunciara a sus deseos. Era por
eso por lo que ambos se encontraban en aquella especie de limbo, a la espera de que
pudiera organizarse mínimamente y volar a buscarla.
Por lo demás, en absoluto estaba deseoso de cambiar su tranquila vida en
Anguilla por el estrés y la contaminación de Nueva York. Había disfrutado
trabajando allí, pero llevaba a Anguilla en la sangre. Aquella isla siempre sería su
hogar, y esperaba que también fuera el de sus hijos… Otra cosa que tendría que
discutir con Tory.
Frotándose la frente con gesto frustrado, atravesó el comedor y salió a la
terraza. La brisa tenía un sabor a sal. Se apoyó en la barandilla, con la mirada clavada
en el mar. La noche anterior había sido una tortura colgar el teléfono sabiendo que
Fin