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Claudia Hilb
Lo que voy a presentarles hoy aquí, bajo el título genérico de "Violencia y Teoría
Política", es en realidad algo así como parte del estado actual del trabajo que estoy realizando
sobre este tema. Por eso, me parecería interesante ante todo plantearles cuál es el marco gral. de
ese trabajo, cuales son las preguntas que me empujan, y de ese modo ir justificando el recorte
particular del tema que he preparado para estas tres horas con ustedes.
La pregunta central que guía mi trabajo es la siguiente: ¿qué es lo que la violencia puede
decirnos acerca de la naturaleza de lo político? O sea, ¿de qué manera las formas en que la
violencia aparece en relación a la política -como su fundamento, su última ratio, su opuesto, etc.-
nos hablan, nos dicen algo sobre la forma misma de pensar lo político?
En esta indagación, se cruzan diferentes dimensiones, que hoy no voy a desarrollar por
separado en todos los casos, pero que están presentes en el trasfondo de lo que voy a decir.
* Una versión ligeramente corregida de esta ponencia ha sido publicada bajo el título “La Violencia en
la Teoría Política” en Globalización, Fragmentación social y Violencia, Homo Sapiens Ediciones,
Centro de Estudios Interdisciplinarios Políticos e Internacionales, Rosario, 1997.
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Como les decía, no voy a tratar explícitamente cada uno de estos puntos. Lo que me
pareció más interesante, o por lo menos más factible, para la charla de hoy, es desarrollar dos de
las concepciones que considero centrales del primer punto: en primer lugar, la de la política
como forma de poner coto a la violencia, y en segundo lugar, la de la política como lo otro de la
violencia, o la violencia como una forma esencialmente no-política de expresión. Mientras creí,
en un primer momento, que esta reunión tendría 5 horas, el primer punto estaba originariamente
centrado en tres autores, Hobbes, Rousseau y Schmitt, con Freud y René Girard en papeles
secundarios. Mientras tanto he decidido limitarlo básicamente a Schmitt, con algunas entradas de
Girard. El segundo punto estaba y está centrado en el pensamiento de Hannah Arendt.
C/u de estos puntos desemboca en una interrogación más directamente filosófico-política,
que es la que más me gustaría discutir con ustedes: con respecto al primero, abrirá a la
interrogación, via algunos textos de Derrida, Marramao y Patocka, acerca de la posibilidad de
una sociedad post-violenta. El segundo punto traerá a contribución ciertos textos de Kant y de
Walter Benjamin para dejar planteada la pregunta acerca de si es posible, y cómo, juzgar la
violencia.
Como uds. saben, el pensamiento político de Carl Schmitt supone, en forma explícita, una
antropología negativa, una concepción del hombre como hombre coflictivo. Sin el prerrequisito
de la maldad del hombre su concepto de lo político no podría sostenerse -como no podría, seg·n
Schmitt, sostenerse ning·n pensamiento propiamente político-.
Si en la obra de Hobbes es relativamente sencillo determinar los rasgos centrales de la
antropología que sustiende a la lógica del Leviatán, la tarea es bastante más complicada cuando
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se trata de Schmitt. Encontramos allí por lo menos dos líneas diferentes, a veces convergentes y a
veces no, y en todo caso a menudo simultáneas de presentar el tema que nos ocupa. Estas líneas
serían las siguientes: en primer lugar, una línea que podríamos llamar teológico-política, seg·n la
cual debemos entender que lo que subyace a la antropología negativa es el combate entre un
principio del Bien y un principio del Mal; la política es la lucha del bien contra el mal. Cómo
veremos en seguida, esto puede interpretarse en términos más directamente teológicos o sostener
una posición que podríamos denominar ética. En segundo lugar, una línea más antropológica, o
antropo-filosófica, para la cual el conflicto es inherente a la existencia de los hombres, y la
política es la forma en que este conflicto puede ser acotado, canalizado. En esta perspectiva un
mundo sin política sería, como en Hobbes, el mundo de la mayor violencia. Esta segunda forma
de pensar el problema aparece también por momentos en la obra de Schmitt en términos menos
antropológicos y más ontológicos: más que un hombre lobo entre los hombres, podría decirse con
Heráclito que el ser es polemos -la diferencia es originaria, es el lugar de la lucha y de la libertad;
de toda unidad renace siempre la división-.
Quisiera presentarles brevemente estas diferentes líneas, para intentar descubrir qué
consecuencias podemas sacar a partir de c/u una de ellas en lo que respecta a la concepción que
implica de lo política y de la política.
La línea teológico-política, para la cual lo que subyace a la antropología negativa sería una
lucha entre Bien y Mal, supone el enfrentamiento de dos mundos posibles: el mundo de la lucha
entre bien y mal, donde subsiste la política, y un mundo donde el mal ha triunfado, un mundo
donde la política ha sido derrotada. Mientras hay lucha -es decir mientras hay política-, todo
enfrentamiento pone de alguna manera en escena la posibilidad de la oposición fundamental,
entre un mundo político y un mundo despolitizado, donde ya no hay política ni conflicto, donde
el mal ha triunfado. Este planteo implica que la política puede desaparecer, pero que su
desaparición es el triunfo del Mal. La lucha, el conflicto han concluido con la victoria del Mal.
¿Quiénes se enfrentan en esta lucha entre Bien y Mal? Para aquellos que leen a Schmitt
decididamente como un pensador católico, la oposición entre bien y mal es la oposición entre
religión y ateismo, entre un hombre que se reconoce como pecador y un hombre ebrio de
divinidad, de hybris. El campo de la política es el campo de los hombres que reconocen que no
son Dioses, que son pecadores, y que como tales deben estar sometidos a la prohibición, a la
limitación, a la Ley. El campo del fin de la política, del fin de la división, es el reinado de
quienes olvidan, de quienes niegan que el hombre ha sido echado del paraiso, de quienes creen
que el paraiso terrenal es un lugar posible para los hombres. Es por ello que el principio del Bien,
el que reconoce la autoridad de Dios, no puede vencer; sólo puede frenar el avance del Mal, del
principio diabólico que quiere convencer a los hombres de que pueden lograr el paraiso en la
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tierra, vivir en armonía, sin un poder que los limite. En esa perspectiva, el conflicto político sería
en última instancia siempre la expresión de esta oposición fundamental, entre quienes consideran
que el hombre, siendo un ser imperfecto, un pecador, es incapaz de vivir en armonía con sus
semejantes, y debe estar sometido a un orden que lo contenga, y que organice y limite el
conflicto con sus semejantes, y entre quienes, en nombre de un mundo definitivamente
pacificado, sin conflicto, reino del paraiso terrestre, están dispuestos a declarar la más terrible de
las guerras: la última guerra de la humanidad. Es una lectura, como tal vez quienes conozcan la
literatura al respecto hayan advertido, que acerca a Schmitt a los por él admirados autores contra-
revolucionarios del siglo XIX, y en particular a de Maistre y a Donoso Cortés. (TP: anarquismo
vs. orden)
Hay otra lectura posible para un Schmitt teólogo-político. Es la lectura que pone el acento
ya no en la lucha entre un principio divino y un principio satánico, sino entre una vida digna de
ser vivida, y una vida empobrecida, indigna de su humanidad. Aquí, nuevamente, el fin de la
política es posible, y se identifica con el empobrecimiento de lo que hay de más elevado en el
hombre: su capacidad de afirmar decisiones éticas. La afirmación de la política es, en esta
perspectiva, la afirmación de valores, la afirmación de la identidad de una unidad política. Esta
identidad, esta afirmación de valores, se organiza como mito -religioso, nacional, de clase-, es
decir encuentra en el mito la forma de dar contenido y movimiento a una identidad, a la
expresión de una unidad política que se constituye sobre la afirmación de determinados valores,
creencias y relatos que definen su existencia. La desaparición de la política, el mundo de la pos-
política, sería para Schmitt un mundo donde han desaparecido las oposiciones existenciales,
donde ya sólo quedan cuestiones de gusto, de opinión, pero no de involucramientos esenciales,
de afirmaciones de identidad, de valores, de existencia particular, en una palabra, de mitos que
vehiculizan esa identidad. La política se confirma nuevamente aquí como el campo de la
distinción amigo/ enemigo, pero claramente esta vez como el campo de una oposición donde lo
que está en juego es la afirmación de una identidad sin un contenido sustantivo previo, de una
decisión ética y existencial, frente a otras identidades, a otras afirmaciones existenciales.
En una perspectiva más próxima a la de su maestro Max Weber, lo que estaría en juego en
la afirmación de la política, en la decisión a favor de la conflictividad de los hombres, sería la
convicción de que un mundo sin valores es un mundo sin ética, es un mundo dominado por la
economía y por la técnica, conjuntamente con la convicción de que no hay otro sustrato para esos
valores que la capacidad de afirmarlos, de implementarlos como decisión política, a través de
unidades políticas enfrentadas a otras unidades políticas. Y que este enfrentamiento, si no ha de
desvirtuarse en mero simulacro de conflicto, implica la guerra como horizonte permanente de la
política.
En ambos casos, entonces, la lectura teológico-política supone que la decisión schmittiana
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en favor de la política es una decisión en favor del conflicto, de la lucha; si toda teoría política
presupone un hombre malo, peligroso, conflictivo la decisión de Schmitt a favor de la política es
una decisión ética a favor del hombre peligroso, lobo entre los hombres; del hombre expulsado
del paraiso, de Caín asesino de Abel, del hombre pecador, o del hombre como afirmador de
decisiones éticas en un mundo axiológicamente politeista, en un mundo donde los valores están
irremediablemente en conflicto indecidible unos con otros. Si hay política es porque el hombre es
peligroso, conflictivo; si queremos que haya política, debemos querer que el hombre sea
peligroso. El hombre pacificado es un hombre que no enfrenta decisiones éticas, es en definitiva
un hombre amoral.
La política no es aquí, como en Hobbes, el lugar en que desaparece el conflicto. Por el
contrario, "política" es el nombre de la divisón, de la oposición que da contenido ético a la vida
entre los hombres, es el nombre que tiene el conflicto organizado y puesto en escena en unidades
territoriales y espirituales,
Esta última afirmación nos lleva a un "segundo" Schmitt, a un Schmitt más preocupado
por la acotación de la guerra, más convencido de que la política es el modo de acotar la violencia
en un mundo proclive a ella. Es un Schmitt menos preocupado por la efectiva desaparición de la
política, menos preocupado por el triunfo del mal comprendido como la desaparición de la
decisión ética, y más preocupado porque la incomprensión de la conflictividad inherente a la
coexistencia humana lleve al desborde de una violencia incontrolada. Es, tal vez, más hobbesiano
y menos de maistreano. Es el Schmitt de "El Nomos de la Tierra", que encuentra en el orden
jurídico europeo de los siglos XVI a XIX el ejemplo de una organización espacial que ha podido
encerrar la guerra entre ciertas reglas, que ha logrado "civilizar" las guerras. La preocupación
central podría enunciarse ahora así: el conflicto, la violencia, es inevitable, es inherente a la
coexistencia humana; la política consiste, debe consistir, en la forma de canalizar adecuadamente
el conflicto, esto es, de encontrar el modo de que la rivalidad, la división, la lucha, no se
expresen bajo las formas informes de una violencia destructiva, en que en una especie de EN
cada uno pueda invocar el estar encarnando un Bien generalizable. No hay tal Bien generalizable,
nos dirá Schmitt, y en esto reconocemos al weberiano nuevamente. La política es esta
canalización, esta acotación de la violencia destructiva, y sólo comprendiendo que la
conflictividad es inerradicable, que detrás de toda afirmación de una causa se halla la afirmación
ineliminable de la oposición existencial entre amigo y enemigo, podrán ponerse ciertas reglas al
enfrentamiento, podrá llevárselo por sendas soportables, como se diferencian los duelos de honor
de las riñas callejeras. La base primordial para esta acotación es para Schmitt reconocer la
imposibilidad de diferenciar una causa injusta de una causa justa: para poder ser acotada, la
guerra ha de definirse en términos de "enemigo justo", y no de causa justa.
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En esta lectura de Schmitt, como en Hobbes, encontramos entonces que sobre la hipótesis
de una violencia inerradicable la política aparece como la manera (violenta) de poner coto, de dar
forma, a esta violencia primera, a esta violencia informe. La obra de René Girard ofrece para esta
posición probablemente una de las hipótesis antropológicas más interesantes: según Girard, toda
religión y toda cultura consisten en la repetición ritualizada de una escena originaria de violencia,
una escena real de violencia sacrificial, en que la violencia descontrolada de la multitud se
focaliza en determinado momento de la crisis de violencia sobre un ·nico personaje, en forma
arbitraria, que es designado como chivo expiatorio. La comunidad se une, se forma, en esa
cacería com·n, y la violencia desenfrenada se organiza y focaliza en una víctima com·n, que es
inmediatamente figurada y puesta afuera como el mal, como la causante de la crisis violenta. El
sacrificio de la víctima expiatoria abre la posibilidad de la paz, y la ritualización y mitificación
de ese acontecimiento, que equivale al nacimiento de la religión, de la cultura, de la comunidad,
en una palabra del orden, permitirá mantener alejada la repetición real de una crisis sacrificial. El
sacrificio se repite como mito, como rito, en el que se exorcisa esa violencia originaria.
La crisis sacrificial originaria es el resultado de una violencia primera, que es violencia
mimética. El deseo de los hombres está estructurado de tal manera que su deseo es siempre, ante
todo, deseo del objeto deseado por otro, deseo mimético. Como en Hobbes, como en cierta
lectura de Schmitt, es la igualdad la que está en la raíz de la violencia mimética. Y es a partir de
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No quiero abundar demasiado en la analogía entre ciertos textos claves de la teoría política
moderna y de la antropología (incluyo TyT); lo que me interesa sobre todo poner de relieve es la
posibilidad de leer la justificación del Estado como monopolizador de la violencia, justificación
que alcanza su grado más elevado en dos grandes autores políticos como Hobbes y Schmitt, en el
marco de una antropología negativa que se inserta con gran precisión en algunas obras más
específicamente antropológicas de nuestro siglo.
Releer a Schmitt a la luz de la obra de Girard significa entonces suponer que la relación
amigo/ enemigo es la reescritura mítica de una violencia informe, que ha resuelto su crisis, como
se resuelve toda crisis sacrificial, en la elevación de un chivo expiatorio, de un tercero, interno
originariamente a la comunidad, y que por su colocación como chivo expiatorio es figurado
como el mal, externo, contaminante.
¿Quién es el enemigo? se pregunta Schmitt en "Ex-captivitate salus"; "Mi hermano, yo
mismo", responde. Cita allí también al poeta Däumler" "El enemigo es mi propia pregunta como
figura" (als Gestalt). El mito schmittiano, unificador de la identidad de la nación, de la clase, de
la raza, sería una de las formas de repetición, de reescritura del mito sacrificial primordial.
El mito nacional, dice Schmitt en varios sitios, parece en nuestros días el más apto para
agrupar, para organizar la voluntad política, es decir una voluntad que se opone a otra en
términos de enemistad. Se ha mostrado más eficaz incluso que el mito clasista. En la
interpretación de Girard, la guerra entre naciones, la exacerbación nacionalista no sería sino el
intento de preservar el equilibrio y la tranquilidad de las comunidades esenciales, primarias, al
alejar a las fronteras la amenaza de una violencia necesariamente más intestina, más interna que
la violencia abiertamente discutida, recomendada y practicada.
Para Girard tanto como para Schmitt la fuerza del mito protege a la comunidad de su
disolución en la violencia informe, en la crisis sacrificial. El mito da forma, organiza, ritualiza la
violencia, y de ese modo la inscribe dentro de cauces limitados. La organización política es
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¿Puede haber, en esa perspectiva, una superación de la violencia? ¿Tendría nuesta época el
privilegio de haber podido comprender los resortes más profundos de la dominación política,
abriendo de esa manera el camino a la superación de la violencia? En los textos de Girard, el
fantasma de la violencia sin medida, sin forma, se muestra por primera vez tal cual entre jirones
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de los mitos en las formas colosales y atroces del armamento tecnológico. Los hombres se hallan
cada vez más ante esta violencia, ya ante la verdad de esta violencia, ante la elección por primera
vez explícita entre la destrucción total y la renuncia total a la violencia. Nuestra época de
disolución de las diferencias y de desmitificación nos pondría entonces, a la vez en las puertas de
una crisis mimética mortífera, de destrucción total; pero como vislumbramos que esta crisis sería,
dado el desarrollo de los armamentos, efectivamente una crisis de destrucción total, nos pondría
también en las puertas de una superación total de la violencia, de la posibilidad de una renuncia
total a la violencia.
Quisiera, para terminar esta primera parte, traer a contribución brevemente otros dos
textos: uno del filósofo checo Jan Patocka, el otro de Giacomo Marramao. En sus "Ensayos
heréticos", más precisamente en dos de ellos, "Las guerras del Siglo XX y el siglo XX en tanto
guerra" y "Acerca de si la civilización técnica es una civilización de la decadencia, y porqué",
Patocka vislumbra que, en la experiencia del frente, de la guerra como límite, puede enraizarse lo
que denomina "la solidaridad de los conmocionados" de quienes han sufrido el impacto y
comprenden. ¿Qué es lo que comprenden? Cito a Patocka: comprenden "que la vida es este
conflicto de la vida desnuda, encadenada por el miedo, con la vida por encima de todo que no
planifica la cotidianeidad por venir, sino que vé claramente que la cotidianeidad, el día, su vida y
su paz tendrán un final". Conmovida, desestabilizada su fé en la paz, en el día como superior a la
noche, comprenden no sólo que está en juego la esclavitud y la muerte, sino también el peligro
de la liberación de una fuerza colosal en la ciencia y la técnica. Solidaridad de quienes son
capaces, a partir de esta comprensión, de generar una fuerza espiritual que lleve al mundo a
aceptar ciertas restricciones, que a su vez imposibilite ciertas acciones y ciertas medidas.
En términos de Patocka, esta reacción de "aquellos que han comprendido" implicaría el
triunfo de la responsabilidad, de la asunción responsable del peso de la vida, frente a quienes
huyen en la alienación, quienes se alienan en la inautenticidad de la vida, en la cotidianeidad
alienada del Uno de la masa, pero también frente a quienes se dejan arrastrar por la tentación de
la violencia orgiástica, de lo demoníaco, de la dimensión orgiástica, de la fiesta, donde nos
dejamos arrastrar por la pasión, por la experiencia -de lo erótico, de lo demoníaco, de lo
sagrado-.
La experiencia del frente es la comprensión de quienes han vislumbrado el rostro de la
orgía, y que han reconocido en ese rostro el imperio de la dominación de la técnica y la
destrucción de la responsabilidad como lo propiamente humano. Pero que han reconocido a la
vez en el enemigo el rostro de ellos mismos. Que han sabido, como experiencia, que el ser es
polemos, que la guerra no es lo que separa sino lo que une. La solidaridad de los conmocionados,
la posibilidad de una autolimitación de la violencia se enraiza en esta comprensión de quienes
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han visto la verdad en la guerra, en la noche, de quienes ya no creen que la paz resulta de la
guerra.
La violencia puede, por supuesto, ser puesta al servicio de una estructura de poder
gubernamental -puede ser un instrumento, pero nunca su esencia. Y a·n así, puede decirse que
esa violencia se incrementa cuando el poder disminuye: la violencia aparece cuando el poder se
encuentra amenazado. "No alcanza con decir que poder y violencia no son los mismo. Poder y
violencia son contrarios; donde uno gobierna en forma absoluta, el otro está ausente" (OV,56).
El poder surge de la acción conjunta de los hombres y depende por lo tanto del n·mero; la
violencia, que descansa en implementos, puede en cierto modo prescindir de él. "La forma
extrema de poder es Todos contra Uno, la forma extrema de la violencia es Uno contra Todos"
(OV,42). El poder, siendo la condición misma de la acción, es su fin en sí mismo; no necesita
justificación; la violencia, en cambio, como todo medio, no tiene su fin -y por ende su
justificación- sino fuera de ella misma. La violencia puede destruir poder, o asentarse en su
ausencia -en la impotencia-, pero no puede de ninguna manera generarlo. La violencia que
triunfa derrotando todo poder puede asentarse como Terror: tal es la forma de gobierno que
corresponde a una violencia triunfante que no abdica del control. Sólo el poder -la acción
conjunta de los hombres-, nunca la violencia, genera poder.
La violencia, entonces, es para Arendt siempre antipolítica. Esto es, podríamos decir,
arendtianismo contundente, indiscutible y ortodoxo. Es antipolítica porque es instrumental,
porque no tiene su fin en ella misma, porque es medio para un fin extrínseco. Pero podemos
intentar hilar un poco más fino en esta lógica, y preguntarnos para qué puede la violencia ser el
medio.
En Sobre la Violencia Arendt afirma que "Tanto en la vida privada como en la vida
pública hay situaciones en que la rapidez propia de un acto violento puede ser el ·nico remedio
apropiado" (OV,63). Si bien la violencia no es nunca acción política, no pr ello es sinónimo de
irracionalidad; "en determinadas circunstancias la violencia -el actuar sin argumento ni palabra y
sin tomar en cuenta las consecuencias- es la ·nica manera de volver a equilibrar los platillos de la
justicia" (OV,64).
La violencia aparece en esta perspectiva, siempre como antipolítica, pero a la vez como
acto de la vida pública, e incluso, como racional. Y tanto más racional, va a señalar Arendt en
otro párrafo, cuanto más de corto plazo es el fin que se propone; como nunca podemos dominar
las consecuencias de una acción, la acción violenta sólo será racional si su fin es inmediato.
Podría extremarse el argumento: la violencia más racional sería aquella cuyo fin fuera
prácticamente indistinguible de su efectuación. Es decir, por ejemplo, la violencia que act·a
inmediata, reactivamente, movida por la rabia producida por la ofensa al sentido de la justicia. La
violencia más racional sería aquella que no es racionalizada como medio para un fin su
racionalización, decíamos, la vuelve irracional- sino que es inmediatamente movida por una
emoción.
"La violencia, siendo instrumental por naturaleza, es racional en la medida en que es eficaz
para alcanzar el fin que debe justificarla". Pero, simultáneamente, "se torna irracional cuando es
'racionalizada'". La eficacia de la violencia no puede ser objeto de cálculo: su racionalización la
torna irracional. Si esto es así, sólo la violencia reactiva, de efecto inmediato e inspirada por la
rabia, puede ser considerada racional. Pero esto qué quiere decir: quiere decir que su racionalidad
no puede ser determinada por el actor -en ese caso no sería inmediata, reacción movida por la
emoión, ya estaría siendo racionalizada- sino sólo por el espectador. Es éste, quien ante una
acción violenta que se propone un fin inmediato, puede juzgar que esa acción violenta puede ser
el ·nico modo racional de cambiar algo en el mundo. Lo que en el actor es reacción -reacción
violenta, movida por la rabia-, al espectador se le puede presentar como medio racional,
adecuado a un fin. Racional, en tanto modo de acción, forma de cambiar algo del mundo, que
sólo puede ser sacudido de ese modo: es, por ejemplo, la violencia suscitada por la hipocresía,
que anula la posibilidad de actuar en la palabra. Pero repito: la racionalidad de esa acción sólo
puede ser medida por el espectador, quien juzga a esa acción como medio, y que juzga su
impacto en el mundo. Desde el punto de vista del actor sólo una violencia no racionalizada, sólo
la violencia que tiene su fin inmediato en ella misma, podría ser racional. Sería la violencia,
como ya vimos, puramente re-activa, que ya no se plantea racionalmente como medio para un
fin.
En su lectura de la revolución francesa, Arendt nos traza el destino de una revolución que
quiso hacer de una pasión -la compasión- el motor de su acción. En términos de lo antedicho
podríamos expresarlo así: hombres movidos por la compasión, por la pasión ante el sufrimiento
ajeno, quisieron convertir este sentimiento en el principio de la acción política. La compasión se
instrumentalizó, se racionalizó bajo la forma de la piedad, y la violencia de una reacción pasional
ante el sufrimiento dio lugar a la violencia como método, y entonces al Terror.
La compasión, como toda pasión, pertenece para Arendt al terreno oscuro del corazón, de
lo particular, y como tal no tiene expresión pública, no tiene traducción política. La escena
política es para Arendt una escena de distancias, de exposición de unos frente a otros, de palabras
y acciones públicas, destinadas a aparecer ante los demás. La pasión es en cambio propia de los
sentimientos particulares, privados, en ella se anulan las distancias, y es por lo tanto
políticamente irrelevante, incapaz de establecer instituciones duraderas.
La compasión es, podríamos decir, doblemente antipolítica: i) en tanto experiencia, como
perteneciente a la esfera "oscura" del alma humana, pasión particular que anula las distancias en
el calor de los sentimientos privados, y ii) en tanto acción propiamente dicha, en tano motor de
un acto, ya que sólo puede ser re-activa, movida en forma espontánea, inmediata, muda, incapaz
de tolerar la temporalidad/ espacialidad de las palabras y los compromisos (o sea, no puede
actuar políticamente, sólo puede re-accionar).
Como toda pasión, por sus características, cuando la compasión se instrumentaliza, cuando
es convertida en motor de la acción política, la compasión se desvirt·a. Deja la oscuridad y sale a
la luz, deja de ser reacción muda, inmediata, y adquiere una voz. Siguiendo a Arendt podríamos
decir que al hacerse locuaz la compasión se intrumentaliza por partida doble: por un lado, lo que
era identificación inmediata con el sufriente corre el riesgo de volverse auto-complacencia, es
decir de gozar de la lucha interna entre egoismo y altruismo, de dejarse llevar por la tentación
romántica que hace que aquel que siente esa compasión adquiera un interés en el sufrimiento del
otro, ya que es ese sufrimiento el que alimenta su emoción. Esta emoción es altamente
sospechosa para Arendt; el fin de la acción política movida por la compasión instrumentalizada
ya no consistiría en la exposición pública del actor en tanto creador, comenzador, en una escena
de actores, sino en el placer que el actor encuentra en su vida interior, en la lucha de sus
sentimientos.
Pero aún suponiendo que la compasión convertida en piedad no se regodeara en sus
propios sentimientos, aún así sería para Arendt altamente peligrosa como motor de la acción
política. ¿Porqué? Porque si en su carácter reactivo la violencia desatada por la pasión es una
violencia puntual, limitada, frente a un acontecimiento puntual, la racionalización de la
compasión, su conversión en instrumento de acción, modifica necesariamente su naturaleza
puntual, reactiva: ya no se dirige a lo particular, ya no es una reacción limitada a un hecho
preciso; la pasión limitada se tranforma en emoción ilimitada, la lucha contra un sufrimiento sin
límites precisos toma la forma de una emoción sin límites precisos, que puede justificar cualquier
acción. Si la reacción racional (de la compasión) puede consistir en restablecer un equilibrio, en
poner fin al sufrimiento preciso de alguien determinado, la piedad ante el sufrimiento -global,
imposible de delimitar- está dispuesta a justificar una acción que no puede tampoco fijar sus
límites en la lucha general contra el sufrimiento, contra el mal.
Pero a la vez que puede desbordar, entonces, en violencia ilimitada, en acción sin límites
contra un mal sin límites, la compasión así transformada nos enfrenta a otro peligro: al dejar la
oscuridad del alma humana para convertirse en motivo público de la acción, la compasión
también sufre, como toda pasión sacada a la luz, una metamorfosis. Como lo sabía tal vez mejor
que nadie Maquiavelo, cuando son trasladados a la luz, a la que no están destinados, los
conflictos internos, los motivos que nos guían, aparecen como otra cosa que lo que son. A
diferencia de las palabras y las acciones, que están hechas para aparecer, los motivos, si son
explicitados, son inmediatamente cubiertos de sospecha. Todo motivo proveniente de la
oscuridad del alma es susceptible de ser objeto de sospecha; lo público es lugar de apariciones,
no de esencias. Los motivos del corazón, llevados al terreno de las apariencias, corren el riesgo
de convertirse, precisamente, en lo que no pueden ser: en meras apariencias. La introducción de
los sentimientos, del alma, en el criterio de la virtud política, abre el camino a la tentación de
detectar siempre, detrás de las apariencias, otros motivos. La lógica del alma humana "llevó a
que, una vez que habían identificado a la virtud con las cualidades del alma, Robespierre y sus
seguidores vieran intriga y calumnia, traición e hipocresía por doquier" (OR,96). La igualación
de la virtud política con cualidades del alma convierte a toda acción en virtualmente
cuestionable, a todo actor en un hipócrita potencial. Detrás de toda acción aparentemente guiada
por la piedad o la compasión, siempre es posible que se oculte un motivo egoista, un actor
hipócrita. La elevación de las cualidades oscuras del alma a criterio político desencadena una
cadena interminable de sospecha que lleva casi irremediablemente al Terror. La creencia de que
es posible suplantar las acciones visibles y públicas por los sentimientos ocultos y privados, la
virtud política por la virtud moral en la esfera de los asuntos políticos, lleva ineluctablemente a
una lógica de los "motivos ocultos" que, incapaz de llegar a una esencia última, no puede nunca
detener su movimiento.
Desde el punto de vista del espectador, entonces, la reacción violenta contra la hipocresía
de la sociedad cortesana puede ser racional en su estallido. ¿De qué manera, sino como
explosión, podía elevarse la protesta contra una palabra que no era sino el medio para un engaño?
El problema era que esta rabia podía desencadenar una reacción pero, por sus mismas
características que he intentado presentar someramente, no era, en la perspactiva arendtiana, apta
para instaurar la política, para institucionalizarse. Su "racionalización" bajo la forma de la piedad
y la lucha contra la hipocresía fue el camino que encontraron los revolucionarios; pero este
camino sólo podía llevar a una lógica del Terror.
Resta entonces que para Arendt no es la violencia como tal, sino su racionalización, la que
llevó y lleva al Terror. Que la violencia puede, en algunos casos (¿tal vez allí donde la política no
es posible?), ser la reacción más racional. Pero que, y allí radica el problema, parece difícil que,
una vez que la violencia se ha mostrado como un medio eficaz para la obtención de un fin
puntual, una vez que ha aparecido racional no sólo para el espectador sino también para el actor
que reaccionó pasionalmente, éste no se vea tentado a "racionalizarla" y a convertirla en sustituto
de la acción política. Este peligro, ínsito en toda acción violenta, termina por introducir la
violencia en el mundo. Y ya sabemos que, para Arendt, cuanto mayor es la violencia, menor es el
poder. "El peligro de la violencia, a·n si concientemente se mueve en un marco no-extremista de
objetivos de corto plazo, siempre será que los medios superan a los fines. Si los fines no son
alcanzados rápidamente, el resultado no será sólo la derrota sino también la introducción de la
práctica de la violencia en el cuerpo político (...). La práctica de la violencia, como toda acción,
cambia el mundo, pero el cambio más probable es hacia un mundo más violento" (OV,80).
¿Qué es lo que este trayecto nos permite sacar en limpio? Si nos atenemos a nuestra lectura
de Arendt, no habría ning·n discurso propiamente político que pudiera legitimar el uso de la
violencia. No podría haber discurso del que el actor se pudiera servir para dar legitimidad a su
acción, ya que todo intento en ese sentido sería una racionalización de la violencia, que sólo
podría tornarla irracional. Decir que no hay discurso legítimo posible acerca del uso de la
violencia equivale a decir que no hay violencia legítima, ya que la idea misma de violencia
legítima implica poder brindar de antemano el marco de esa legitimidad.
La violencia puede, en ocasiones, ser la ·nica manera de restablecer la justicia. Pero no
podemos nunca darnos a priori el sabe acerca de esta ocasión; en nuestra calidad de actores no
podremos nunca invocar su legitimidad. Es en cambio en nuestra calidad de espectadores que
deberemos juzgar, cada vez, si creemos que la violencia era la ·nica manera de restablecer la
balanza de la justicia, si era la ·nica forma de reintroducir la posibilidad de la política.
En una palabra: la lectura de Arendt nos indicaría que la violencia es siempre antipolítica,
y que no es nunca pasible de ser inscripta en un discurso legitimador. Y nos enseñaría también
que es nuestra responsabilidad de hombres y mujeres que juzgan, responsables por la
permanencia de un mundo en com·n, de la escena política, el dar cuenta, en cada caso, de ella, y
de no conformarnos con un discurso general.
Quisiera terminar este recorrido conectando estas conclusiones con otros textos, un poco
como hice al final de la primera parte.
Es bien conocido que respecto de la revolución francesa encontramos en la obra de Kant
dos afirmaciones por lo menos difíciles de aunar: éstas son, por un lado en "El conflicto de las
facultades", la afirmación de que la simpatía que manifiestan en forma pública, no exenta de
riesgo, los espectadores ante la Revolución, pone de manifiesto el carácter moral del género
humano. En esa adhesión se manifiesta un interés universal, no egoista por una causa, que es una
causa moral doble, en tanto expresa a la vez un derecho, el derecho de un pueblo a darse una
constitución política, y que expresa un fin, que es el de darse una constitución republicana, que
es la ·nica conforme al derecho, a la paz universal y al progreso.
El juicio desinteresado de los espectadores en favor de la causa revolucionaria expresa
para Kant el progreso moral de la humanidad; pero simultáneamente, en nota al mismo texto
Kant aclara que nunca es legítimo, que siempre es injusto recurrir a una revolución. Esta
segunda afirmación está mucho más desarrollada en la Doctrina del Derecho (2da. parte, I,A). No
hay, desde el punto de vista de la razón práctica, ning·n derecho de oposición legal, rebelión o
sedición contra el poder establecido. Nadie puede legítimamente atribuirse la prerrogativa de
colocarse en el lugar de la Ley.
Como Kant añade que cuando una revolución ha triunfado y una nueva constitución ha
sido fundada el pueblo debe obedecer al nuevo orden, podemos pensar que no está cuestionada la
actitud de los espectadores, en tanto no han participado activamente en el derrocamiento del
régimen anterior.
Pero sin embargo, ha habido una revolución, y esta revolución ha ejecutado al monarca.
Desde el punto de vista de la razón práctica, puede haber sucedido lo peor, si se ha usurpado el
lugar soberano de la Ley. Y es sobre este punto, sobre la usurpación o no de ese lugar soberano,
inocupable de la Ley, que va a girar la argumentación de Kant, que pone a salvo a la Revolución,
en una célebre nota al pie del mismo párrafo de la Doctrina del Derecho: si la Revolución
hubiera ejecutado al monarca bajo las formas de la ley, invocando la ley, habría incurrido en el
mal radical, en el trastocmaiento completo de todos los conceptos del derecho. Habría cometido
un crimen inmortal, inexpiable, dice Kant, al poner en el lugar de la máxima del derecho una
máxima criminal: la de tomar como norma de acción la transgresión de la regla.
Pero nada de esto ha sucedido: el monarca no ha sido ejecutado, ha sido asesinado por un
pueblo temeroso de su reacción. A·n más, no es el monarca, sino Louis Capet, en tanto
ciudadano que ha renunciado ya a su monarquía, el que ha sido asesinado. El asesinato es una
excepción a la regla, no su sustitución por una máxima criminal. El mal radical no ha tenido
lugar.
La simpatía de los espectadores ha quedado a salvo; no celebran el triunfo del Mal, sino el
advenimiento del progreso. El regicidio es apenas un "acto de conservación de sí", condenable
pero comprensible. En palabras de Arendt podríamos decirlo así: el regicidio ha sido el producto
de la violencia reactiva; nunca es justificable por el autor, pero es el espectador el que lo pone en
sentido dentro de un contexto.
En palabras de Arendt, nuevamente, podemos parafrasear a Kant: la revolución no es
nunca legítima desde el punto de vista del actor. El actor que se propone derrocar al rey y
cambiar la constitución infringe la ley que le comanda someterse a la Ley. El espectador que
asiste al acontecimiento lo juzga desinteresadamente; no participa de él. Y en tanto espectador
puede advertir en ese suceso un progreso para la humanidad.
Para terminar detenida en esta pregunta -¿cuál es la medida que nos permite juzgar en
nuestra posición de espectadores que la violencia advenida es violencia justa?- haré un último
salto en el tiempo y terminaré con Walter Benjamin. En "Para una crítica de la violencia"
Benjamin se propone deconstruir al derecho como violencia, demostrar que el derecho es siempre
violencia, como fundación o como conservación de derecho. Toda fundación de derecho es
violencia, nos dice, y su conservación es legitimación y ocultamiento de la violencia originaria.
Nos encontramos aquí, desde otra perspectiva, crítica esta vez, con un planteo que retoma
algunas cosas que ya vimos en el primer bloque. El derecho es el fin que tiene a la violencia
como medio. Sólo que aquí, aparentemente, la violencia del derecho irrumpe en un terreno que
no está definido como de una violencia previa mayor..
Nadie, dice Benjamin, puede matar, destruir, ejercer la violencia en forma instrumental
con Justicia; nadie puede guiar su acción por una norma que le diga que ha de matar con el fin de
modificar una situación de derecho. Su instrumentalización despoja por definición de su pureza a
la violencia divina.
Pero el mandamiento es un criterio para la acción pero no es un criterio para el juicio: ante
el desencadenamiento de la violencia pura, de la manifestación de la violencia divina, "No
matarás" no nos proporciona el criterio con el cual juzgar la acción ya advenida.
No tenemos un criterio con el cual juzgar la acción; pero no disponemos tampoco de la
certeza de poder distinguir la violencia revolucionaria cuándo ésta se manifiesta. ¿Cómo saber,
cómo juzgar? Como en el pensamiento de Arendt, pero por caminos diferentes, llegamos a esta
conclusión: no puede haber discurso legítimo sobre la violencia, no puede haber un juicio
determinante sobre ella. Todo discurso legítimo la inscribe en un orden jurídico; todo juicio
determinante determina a priori el carácter de una violencia que, en su esencia, es siempre
singular, sorprendente, inanticipable.
Corresponde a los hombres tomar a su cargo la responsabilidad de juzgar la violencia
advenida. Pero si en el pensamiento de Arendt en el juicio reflexivo encontramos a la vez el
límite y la ventura de la condición compartida de los hombres, que en esa capacidad de juzgar, de
comprender, se reconcilian con el mundo, en la conclusión del texto de Benjamin hallamos la
imposibilidad de juzgar en forma decidida acerca de la naturaleza de la violencia, acerca de la
acción. Podemos conocer el derecho mítico; no podemos nunca reconocer fehacientemente la
acción pura. Y así como en Arendt la violencia pone siempre en riesgo al mundo, en tanto sólo
puede contribuir a un mundo con mayor violencia (y con menor espacio para la acción política),
en Benjamin la fulminación de la violencia pone también fin a la política, pero entendida como
violencia del derecho; la violencia divina benjaminiana redime de la política.
La revolución adviene, como adviene la cólera de Dios; pero no tendremos forma de saber
si aquello que ha advenido es, efectivamente, la cólera divina o tan sólo, una vez más, la
repetición del ciclo violento de la fundación mítica.