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COMUNICADO SOBRE EL INCENDIO DE GUADALAJARA Y LOS

INCENDIOS EN GENERAL
Published on 19-05-2006 by admin

«En la época a que me refiero en que los montes no estaban


completamente como ahora sometidos a la acción del Gobierno
central, los pueblos, como más inmediatamente interesados en su
conservación y más amaestrados por la experiencia en los medios de
realizarlo, conforme a las circunstancias de cada comarca, procedían
de un modo más sencillo, económico y equitativo, muy diferente del
que ahora se emplea en virtud de órdenes emanadas de una oficina
regida por personas que sólo por el mapa o por un plano conocen el
monte de que se trata.»[[Testimonio de D. Juan Serrano Gómez,
«Burgos, Soria, Logroño» en Derecho consuetudinario y economía
popular en España, Joaquín Costa y otros autores, tomo II, Barcelona,
1902.]]
«El ICONA no va a proteger la naturaleza, la va a reservar para que la
disfruten unos pocos, convirtiendo la sierra en un museo caro,
fotogénico y folklórico a costa del éxodo de sus habitantes, a los que
previamente se ha despojado de sus medios de subsistencia.»[[Carta
de Jaime Axel Ruiz citada en La destrucción de los montes (Claves
histórico-jurídicas), Emilio de la Cruz Aguilar, Universidad
Complutense, Madrid.]]
Según los periódicos que dan cuenta de lo ocurrido, el incendio de
Guadalajara fue obra del descuido de unos imprudentes
domingueros, propiciado por la sequía y sin obstáculo por la falta de
medios. He ahí, según el masoquismo intelectual de la época, la

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tríada causante del fuego que arrasó más de 12.000 hectáreas y
acabó con la vida de 11 personas.
La respuesta institucional a un problema tan mal planteado de
antemano no podía ser otra que reforzar la política forestal vigente,
haciendo hincapié en la necesidad de más medios técnicos, la
profesionalización de los agentes y el aumento presupuestario -
medidas todas acompañadas, qué duda cabe, por el látigo del Código
Penal en esa materia-. Una vez más en la larga historia de la política
forestal española, el camino emprendido por la reacción institucional
y sus asalariados será el de la sistematización continua del error.
Sin embargo, quien quiera apartarse del espejismo tecnocrático de
tan nefasta política, y escuchar las voces olvidadas de algún anciano
de pueblo podrá entonces juzgar la amplitud del problema, y ver que
el razonamiento institucional sólo está avalado por la ignorancia o la
hipocresía.
Antaño, cuando los parajes naturales eran todavía los paisajes de una
vida rural en relación directa con su entorno, ¿por qué no se
quemaban tantas hectáreas -con muchos menos medios, cabe
precisar, y ni siquiera una movilidad motorizada-? ¿Por qué el monte
no se había convertido aún en la verdadera pólvora que es
actualmente? La respuesta es sencilla: pastores, leñadores, resineros,
todas gentes del pueblo que sacaban su principal fuente de energía
del bosque, y cuya economía quedaba limitada por los recursos
locales y en menor proporción por una pequeña economía de
mercado, habían establecido con su entorno una singular relación,
conformaban con él un ecosistema más o menos equilibrado. Los
bosques eran limpios, transitables y poco propicios a convertirse en
pasto de las llamas.
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¿Qué ha ocurrido para que todo esto haya desaparecido y que sólo
quede en su lugar un problema inaudito? La ampliación de una
economía de mercado (nacional, pronto internacional), la
maquinización creciente de varios sectores de la producción (incluida
la agricultura), la galopante urbanización del territorio, el desarrollo
desenfrenado de la locomoción motorizada y, en fin, como sostén de
todo lo anterior, un consumo energético sin precedentes en la
historia de la humanidad basado en el descubrimiento y la
explotación de los hidrocarburos, han sentado las bases del
desbaratamiento del modo de vida rural. Pero la industrialización de
la sociedad no lo puede explicar todo, ya que a veces es tanto causa
como consecuencia del abandono del campo.
El mayor ataque, prolongado a lo largo de varios siglos, que han
sufrido las comunidades rurales, ha sido ante todo político e
ideológico. Quien se atreva a mirar a la historia sin prejuicios
progresistas y a ceñirse a los hechos, descubrirá que el campo ha sido
el escenario de dos guerras: la del Estado contra el Municipio, esto
es, de un poder centralizador, usurpador y parasitario contra la
autonomía local y la propiedad comunal; y la de la ciudad contra el
campo.
La perniciosa y tenaz pugna del Estado contra las comunidades
rurales se ha plasmado en una legislación cada vez más contraria a
los derechos consuetudinarios de éstas, en el quebrantamiento
sistemático de sus aprovechamientos comunales, y en una falta a la
justicia distributiva. Los Intendentes de Marina en el siglo XVIII, la
Guardia Civil y el cuerpo de ingenieros forestales a partir del siglo XIX,
cuyos planteamientos sólo podían ser estatistas, han representado
los medios burocráticos y represivos para borrar del mapa ibérico la
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persistente existencia de un modelo de vida contrario a sus
ensoñaciones de omnipotencia.
Por lo que respecta a la ciudad, ésta ha cargado el peso de sus
necesidades cada vez mayores y superfluas sobre el campo: del
abastecimiento de alimentos, carnes, minerales, madera hasta su
ansía de ocio consumista.
La ideología se encargó de lo demás: primero la ideología liberal
promovió la privatización de las tierras según su disparatado y santo
principio de propiedad individual e interés particular, y la
monetarización de la economía; luego, la aplastante propaganda de
masas promovió los valores y hábitos urbanos, el afán consumista y
logrero, la manía progresista y una aculturación descomunal. Sólo un
bizco masoquista podría ver en los logros de la modernidad (su
confort tecnológico, su régimen político) algo semejante a una
cultura responsable y respetuosa con su entorno.
Es del todo aberrante y deprimente ver cómo los autodenominados
expertos y especialistas ignoran o escoden su responsabilidad
histórica detrás de una profesionalidad complaciente, afín por
esencia al programa devastador de la sociedad capitalista e
industrial. Al fin y al cabo, son funcionarios o agentes sociales
subvencionados por el Estado. En este sentido, sus propuestas y
exigencias son inconfundibles: quieren más medios técnicos,
profesionalización y parques naturales.
La sociedad hoy se vuelca en la magnificación de los medios para
actuar en una situación de alarma. Como en el caso del hundimiento
del Prestige, se insiste en la insuficiencia de los medios técnicos para
paliar el desastre. Y esta fatal insuficiencia sirve para animar el
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despreciable regateo entre políticos, periodistas y diversos
representantes públicos. Se difunde tal cantidad de informaciones,
disparates y críticas confusas que la verdad pasa a ser un puro
exotismo incapaz de romper los altos muros de los discursos de
aquellos que viven de la mentira. Y el discurso del aumento de los
medios en las esferas públicas nos lleva al discurso de la
profesionalización de los trabajadores de la campaña de extinción.
No es otra cosa lo que pedían los trabajadores de los retenes contra
incendios en la improvisada asamblea que tuvo lugar en Cogolludo
(Guadalajara) la noche del 21 de julio: formación, profesionalización,
mejores sueldos, mejores condiciones, más seguridad. Es decir,
ampliación del dispositivo técnico y profesional, siempre externo al
ámbito de las causas reales de los incendios y la devastación
ecológica. No podía ser de otra forma. La sociedad podrá seguir
sistematizando y mejorando sus medidas de choque contra los males
que ella misma promueve, pero es incapaz de descabalgar esta ola de
destrucción que está en el corazón mismo de su delirio económico.
Por otra parte, resulta tristemente irónico que en el último número
de julio de 2005 del boletín del Parque Natural del Alto Tajo, las
autoridades se congratulasen del aumento de subvenciones
concedidas a los Ayuntamientos. Ahora tendrán que rehacer las
cuentas. Pero, a la larga, seguro que incluso el incendio le reportará a
algún alcalde alguna inconfesable alegría, pues con la declaración de
zona catastrófica, volverán a llover las subvenciones [[El presidente
Zapatero ya anunció un «plan de promoción económica» para la
zona.]]. No dudamos de la buena fe de las autoridades locales, lo que
nos inquieta es su visión del mundo, la cual comparten con los líderes
centrales y la mayoría bienpensante. En la mentalidad mítica de
alcaldes, concejales y agentes de desarrollo local la riqueza está
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representada únicamente en forma de mágicas subvenciones, pronto
han aprendido que la única forma de defender la naturaleza es
viviendo de ella a través de su devastación ralentizada y sostenible. Y
en cuanto a la historia de los modos de vida anteriores de la comarca,
parece ya imposible probar su existencia fuera de la catalogación
etnográfica. Así, hablando por ejemplo de los chozones pastoriles de
la zona, se puede leer en el mismo boletín: «A partir de los años
sesenta del siglo pasado, la fuerte caída de la actividad económica del
Alto Tajo produjo una migración masiva hacia las capitales de
provincia. Esto repercutió inmediatamente en el mantenimiento de
los chozones». Pero esta constatación no debe, según estos técnicos
de la conservación, llevarnos más allá, para evitar, tal vez, que el
mero deseo de restaurar lo muy antiguo vaya a ser remplazado por
una necesidad imperiosa de destruir lo muy moderno.
Por último, el colmo de tan desastrosa política conservacionista se
alcanza con la creación de espacios naturales o Parques, que forman
parte de la fantasía urbana. Lugares donde ya no vive nadie, ya que
en la historia de los paisajes de esta nueva naturaleza interpretada se
han borrado los perfiles humanos (campesinos, leñadores, pastores)
y sólo quedan en pie los postes coloridos de la información del
medioambiente gestionado. Y es así como el espíritu de la moderna
conservación protege sobre todo la naturaleza deshabitada, espacio
abstracto al que nadie podrá regresar si no es como visitante
autorizado. La naturaleza intocable del Parque protegido se
corresponde de manera exacta con el saqueo industrial y tecnológico
del mundo vivo. Un tipo de sociedad que ya no conserva ninguna
práctica concreta, realizada en común, y en contacto directo con la
naturaleza para obtener ventajas materiales del medio sólo puede
producir individuos que sienten una total indiferencia por dicho
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medio o, como mucho, que desarrollan una pasión exótica por la
naturaleza salvaje, progresivamente museificada.
El fuego hoy destruye los inmensos decorados de la nueva naturaleza
interpretada que son los parques protegidos; en ningún caso
destruye la espléndida naturaleza salvaje de otras eras, ni los
espacios convivenciales de la cultura campesina, todo ello ya
sepultado bajo siglos de pragmatismo económico y tecnológico, de
estatismo triunfante. El dogma de la conservación ha ayudado a
destruir mentalmente la naturaleza que ya había empezado a ser
eliminada físicamente por los abusos y disparates de los tiempos
modernos. Porque si hay algo que se le escapa a nuestra sociedad es
precisamente la capacidad de conservar cualquier cosa. Por el
contrario, dotados de su valor de uso en una sociedad de escala
reducida y fundada básicamente en la autoorganización, los montes,
bosques, dehesas y pastos eran aún la sustancia de una
responsabilidad colectiva, no demagógica ni fantasmal. El
conservacionismo de los montes que se promueve hoy desde las
instituciones oculta la verdadera pesadilla de todos los Estados de
todas las épocas: los bienes comunes y la posibilidad de la
autoorganización.
En realidad, poco podrán hacer quienes han tenido como condición
previa de su trabajo el despoblamiento del campo y siguen
considerando éste como res nullius, un territorio vacío [[Emilio de la
cruz en su libro ya citado, La destrucción de los montes, observaba
acertadamente las contradicciones del conservacionismo estatal que
actúa «como si las montañas estuviera vacías (…) ignorando una
historia milenaria de relación humana con el monte, regida por el
derecho». También advertía el autor que el conservacionismo «choca
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directamente con los efectos de una propaganda masiva que dirige a
miles de urbanitas hacia esa naturaleza, contra los que hay que
defenderla». Lo que le llevaba a la conclusión siguiente: «La
declaración de una zona como parque natural puede ser uno de los
pasos más eficaces para su degradación.»]]. Poco podrán hacer
biólogos, ecologistas, forestales y sindicalistas para frenar la
devastación de los montes, el avance de la erosión, la sequía y los
incendios. Las subvenciones cuantiosas, los medios técnicos, las
mejoras profesionales, y los planes de revitalización económica que
se les promete no ayudarán en absoluto a recuperar el rostro perdido
de una sociedad en paz con su entorno. Es más, precipitarán su
definitiva destrucción pues su presupuesto, como hemos dicho, es el
de la conservación de la naturaleza separada de la vida social.
Ahora bien, nuestra sociedad se encuentra frente a una encrucijada
casi insuperable: o bien seguir su rumbo catastrófico en gran medida
ya irreversible (desertización, pérdida de la biodiversidad y la
fertilidad, cambio climático, agotamiento de los hidrocarburos, etc.),
o bien apostar por volver a una vida material limitada cuyo modelo se
encontrará más en la sociedad rural tradicional que en la improbable
sociedad sostenible de los cantamañanas ecologistas. ¡Toda una
involución histórica! ¡Todo un sacrilegio para la mente progresista!
Sin embargo, ¿qué remedio nos queda? A los que tachen de
nostálgicos a los autores de estas líneas, les invitamos a leer las
observaciones y conclusiones de un libro publicado por el mismísimo
Ministerio de Medio Ambiente (del que no podemos sospechar
ninguna intención revolucionaria). En La Seca, el decaimiento de
encinas, alcornoques y otros Quercus en España (2004), los autores
apuntan, entre otras causas como el suelo y el clima, el abandono del
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manejo silvícola tradicional, y se atreven a señalar como única
solución con sentido común (aunque lamentando enseguida su
imposibilidad en la situación actual) la vuelta a un régimen agro-
silvícola tradicional.
Pero cabe preguntarse: ¿dónde están los hombres y mujeres
dispuestos a emprender el camino de la reapropiación, la vuelta a
una economía local limitada? Es cierto, la realidad es aterradora: la
hipnosis social ha alcanzado pautas de ceguera insospechables. Todo
el mundo ha quedado obnubilado por el crecimiento económico y el
desarrollo tecnológico. Todos miran a otra parte cuando se trata de
asumir el funcionamiento mortífero del sistema. Pero pronto, no
tendrán dónde dirigir la mirada, pues todo a su alrededor se habrá
convertido en un desierto. Hasta el mundo rural mismo se ha
convertido en el reflejo deforme de lo que sucede en las ciudades.
No cabe otro remedio que constatar la doble desposesión de los
individuos: 1) la que se refiere a un estado de aceptación de la
situación existente; 2) la que se refiere a la pérdida de las bases
materiales que permitían un cambio radical hacia formas de
organización distintas de las actuales, pues la economía de
autosubsistencia desapareció, y con ella, el entorno natural que la
posibilitaba. ¿Qué hacer si de entrada estamos abocados a la
desesperación o a la utopía?
La sociedad ideal por la cual apostamos debe ser la respuesta a la
pregunta siguiente: ¿cómo conjugar un respeto al medio natural con
una economía local limitada en su consumo de recursos propios y
ajenos, no intervenida por políticas ajenas, y no alienada (en la
medida de lo posible) por un mercado exterior? Ahora bien, podemos
preguntarnos: ¿qué tipo de libertad humana se puede defender en el
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marco de una sociedad con una economía voluntariamente limitada?
Cabe esperar que la elección (individual o colectiva) de condiciones
materiales limitadas afectaría al régimen de libertad tal como lo
entiende la mente moderna y progresista. Todo apunta a pensar que
se reduciría cuantitativamente el abanico de posibilidades de la
actividad humana; sin embargo, esta pérdida podría revertir en una
concentración mayor sobre la cualidad de la experiencia humana.
Frente a la encrucijada que hemos señalado, esto es lo único que
motiva nuestros esfuerzos.
Sólo nos queda recuperar las bases materiales a nuestro alcance,
recuperar el control de nuestras condiciones de vida (limitada y
austera), de los intercambios entre nosotros y con la naturaleza. Sólo
nos queda contar con nosotros mismos y los pocos que querrán
emprender el camino de la reapropiación. En la medida en que el
bosque y el monte puedan volverse de nuevo una fuente de vida y de
energía para tales pequeñas comunidades, sólo nos queda
arrancarlos de las manos de los gestores del desastre, de la
reurbanización, del turismo. En resumen, sólo nos queda aprovechar
cualquier oportunidad para poner freno a la cultura del desierto
fomentada por el modo de vida actual.
Los amigos de Ludd
Verano de 2005

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