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arqueros - De la serie Villa Crespo

De la serie Villa Crespo. Mudanzas.

Arqueros

(marcelo cosin)

Si Buñuel no se equivocaba, mi memoria de archivo es mucho más rica que la de corto plazo.

Por eso, tengo plena consciencia que a los 8 años, cuando me preguntaban que quería ser cuando
fuera grande, no me cabía ninguna duda: arquero.

En ese año, 1949, vivíamos con mi familia en Canning 448 1° A, entre Vera y Velazco y en el local
de abajo, Canning 450, los hermanos Fischer tenían la fábrica y venta al por mayor de camisas de
vestir y sport.

Después de un luchado primero superior en la escuela de la calle Andrés Argibel, entraba a


segundo grado, con la señorita Arduino, la maestra, del glorioso y famoso Francisco de Vittoria, de
Julián Álvarez 240.

En el Francisco de Vittoria había un patio de colegio grande, de baldosas grises, rodeado de las
aulas de primero a tercero. En el primer piso estaban las de cuarto, quinto y sexto.

En ese patio, lo más importante pasaba en la hora de Educación Física. No había un profesor
específico, sino que las maestras y maestros hacían juegos de equipos.

El juego emblemático del Francisco de Vittoria era “el tiri y saca”.

Un grado contra el otro. El segundo A contra el Segundo B. Se marcaba con tiza los dos campos
enfrentados, con una distancia en el medio de unos 8 metros, que era el vacío.
Se jugaba al “tiri y saca” con una pelota de fútbol N°5 pero en lugar de estar inflada con aire, se la
rellenaba de papel de diario. La pelota quedaba pesada y de esa manera no se corría el riesgo de
rebotes que pudieran romper los vidrios del cole.

Cada equipo armaba dos filas. Adelante iban los “atajadores” y en la de atrás los sacadores. El
equipo que tiraba intentaba que la pelota no se retuviera y tocara el suelo. De esa manera, se
retiraba del campo el jugador que en lugar de atrapar la pelota la dejaba caer y tocaba el suelo.

Cuando un equipo se quedaba sin jugadores en el campo, perdía.

En mi caso, era atajador de primera línea. Pero, el que atajaba debía arrojar la pelota al campo
contrario y lo difícil era ser buen atajador y al mismo tiempo buen tirador. Si al tirar la pelota no
cruzaba la línea del campo adversario, salía del campo.

El “tiri y saca” era para mí mucho más importante que las veces que la Arduino me hacía escribir
100 veces “No debo hablar en clase”.

Mi cuaderno de clase, forrado en azul araña, era un desastre. Mi letra ilegible y las manchas de
tinta parecían un test de Rochard. Jamás sabía si hombre se escribía con o sin hache y las tablas de
multiplicación me las sabía, pero la del dos y la del cinco. Nunca podía recordar cuanto era 7x8 y
menos 6x9.

Mi compañero de banco era el turco Helou, tan mal alumno como yo y el “nerd” de esa época que
no se sabía de la existencia de “nerds” eran Singer y Szaferstein.

El más inteligente y buenísimo en tablas era Quique Wexler. Pésimo atajador de “tiri y saca”, pero
brillante sacador por la fuerza de brazos que ostentaba.

Una imagen clara y sensorial que tengo es la referida a mis codos: siempre raspados y sangrientos.
Volaba en el aire y conseguía atrapar la de cuero sin que tocara el piso.

Los ¡bien Lito! De mis compañeros suenan aún como la mejor música que podré llevarme cuando
me vaya para siempre. (Copio a Juan Perón, con emoción).
Por eso, en segundo grado, a los 8 años, siendo uno de los peores de la clase, iba creciendo en mí,
esa vocación por ser arquero. El “tiri y saca” fue el motor de mis sueños de triunfo y alegría de
vivir.

Atlanta: amor, pasión y sufrimiento.

Mi viejo, Luis Cosin, me llevó a la cancha por primera vez en mi vida, en 1947. Él, mi viejo, nacido
en Lanús, hijo de un sastre medio ucraniano, medio polaco, era hincha de Racing, pero como
sucedía con muchos “villacrespenses”, su segundo amor eran “los bohemios”.

Mi viejo era un comerciante ambicioso, hábil y de Villa Crespo. En el 47 tenía un negocio de ropa
para niños y jóvenes en Canning 245. Tenía en ese año, 33 años y ya había conseguido tener su
primer auto: un Ford a bigotes.

Para más datos de mi identidad, puedo contar que sin tener un diagnóstico preciso, yo era un
chico muy flaco y tiempo después se supo que era producto de una enfermedad común en la
época: la tenia saginata o “la lombriz solitaria”

Dadas esas circunstancias mi papá me llevaba a ver a Atlanta porque ahí se me abría el apetito y
me comía un Vascolet y dos alfajores.

Por eso, recuerdo bien, yo vi jugar a Adolfo Pedernera.

La vieja cancha de Atlanta de la calle Humboldt tenía, detrás de la tribuna de visitantes, una
enorme chimenea de ladrillos, que cuando el sol se ponía alrededor de las 5 y media de la tarde,
dibujaba en la cancha una diagonal de sombra que cruzaba el campo de juego, de Oeste a Este.

Por esa diagonal de sombra, se movía Adolfo Pedernera. Desde ese corredor hizo dos o tres
jugadas geniales en ese año en que Atlanta ocupaba las primeras planas de los diarios y revistas
deportivos. No sólo El Gráfico, sino los más populares, La Cancha y Goles.

El primer arquero que vi jugar en Atlanta fue a Carletti, un atajador nato, que era capaz de
sobresalir en vuelos aéreos en el área chica, pero también, culpable de goles imposibles.
Ese año, Carletti compartió la valla con el peruano Soriano. La pareja de full backs, Cruz y Bedia, se
caracterizaban por diferentes motivos. Cruz era un dos leñador, duro, temible. Bedia, salía
jugando, anticipándose a los back que vinieron después como Marzolini.

EN Atlanta, ese año jugó, (no mucho) el León Strembel, un paisano, duro, cuyo equipo
emblemático había sido Lanús.

Ese año un seis que le dio garra y guerra a Atlanta fue el “pacha” Aguirre.

Unos años después, cuando mi viejo era miembro de la Comisión Directiva por la línea opositora a
Chissotti, me tocaba estar muy cerca de los jugadores, del vestuario y también de las
“concentraciones”, que muchas veces se limitaban a almorzar tres horas antes del partido, en el
Restaurante El Mérito, de Corrientes y Juan B.Justo.

El “pacha”, un negro grandote y buenazo, se comía dos platos de ravioles boloñesa y se tomaba un
“troli” de vino. Eso, decía, le daba fuerza para “limpiar” rivales.

Pero, como dije al empezar, ese primer año de ser hincha de Atlanta, me enseñaron a tener un
sentimiento que no abandoné en más de sesenta años de bohemio: sufrir. Además, como era un
chico sensible y fanático, creo yo, producto de la cercanía con los colores azul y amarillo, ese año,
no solo aprendí a sufrir, sino que me acuerdo de haber llorado a moco tendido, solo, en mi cama,
apretando la cara contra la almohada.

Atlanta se fue al descenso. A la segunda, como se decía en ese momento a la primera B.

Feliciani: nunca habrá nadie igual.

En 1948, se dio un fenómeno particular en mi vida futbolera. Atlanta jugaba los sábados y por
ende, mi viejo, fana de Racing, aunque dirigente de Atlanta, alternaba conmigo los domingos
llevándome a ver a La Academia.

En la primera fecha de esa temporada, fui por primera vez a la Bombonera. Acostumbrado a la
canchita de Atlanta, tengo plena la sensación de temblor cuando pisé el cemento de la cancha de
Boca. El “Boca, Boca, Boca” que bramaba la hinchada local hacia vibrar todo. Ver la cancha desde
arriba, los jugadores de la reserva, chiquitos y ese tronar de las tribunas, me conmovieron hasta el
alma.

En un arco estaba Vacca, inmenso. Yo lo conocía por las figuritas, a Claudio Vacca, arquero de
bigotes negros, manos enormes, de gran arrojo para “tirarse a los pies”.

Del otro lado, el “flaco Rodríguez”, el arquero de Racing, que venía de Lanús. Un Racing que ya
despuntaba lo que sería un año después, cuando inauguró el tri campeonato del 49, 50 y 51, con el
apodo de “Sportivo Cereijo”, pero con un trio inconfundible de calidad y maestría: el “tucho”
Méndez, Bravo y Simes. Todavía no estaba el turco Sued, otro paisano sefardí, que tenía tanta cara
de turco que parecía salido de una sedería del Once.

Atlanta debutaba los sábados. Ese torneo difícil, con equipos de pierna dura y camisetas
desconocidas. Almagro, Nueva Chicago, Barracas Central, Argentinos Juniors, El Porvenir, en fin…

Encima, empezar perdiendo. Encima, sin los personajes que fugaron del equipo, como Pedernera
(vendido a Huracán).

Pero al poco tiempo, apareció en el arco de Atlanta, un flaco pintón, que usaba casaca amarilla,
rodilleras y estampa de arquero: Laureano Feliciani.

Debutaban en Atlanta jugadores inolvidables como el Cordobés Runzer, Mantegari o el peludo


Dupuy. Un wing izquierdo como Rossell y los finales de un capo como Gandulla.

Antes de un partido, no me acuerdo contra quién, mi viejo, junto al Dr. Fariña, que además de
directivo era el médico del equipo, me dijeron que me llevaban al vestuario para que conociera a
los jugadores.

En la mesa de masajes estaba Feliciani, y tengo aún fresco, inalterable, el olor al lineamiento, ese
aceite para masajes que inundaba el vestuario.

El masajista estaba frotándole uno de los muslos, mientras Feliciani, fumaba un cigarrillo, que
recuerdo me llamó la atención porque ese cigarrillo parecía un escarba dientes entre sus dedos.
El Dr. Fariña se acercó y le espetó “hay que ganar, campeón”. Vení, pibe, este es Feliciani. El
arquero que vos admirás. Con la mano libre, la que no tenía el cigarrillo, me palmeó la espalda. Yo
creía que me derretía. ¿vos querés ser arquero, me dijo tu viejo?

Laureano Feliciani vivía en Moreno, Provincia de Buenos Aires, en un terrenito que le había
prestado un dirigente de Atlanta, Manuel Straitman. Ahí se había construido una casita muy
humilde. Pero el terreno era grande y tenía un perro, que si no me acuerdo mal, era un Doberman
o algo así.

Como en esa época vivíamos en Ituzaingó, después de los partidos mi viejo los llevaba a
Mantegari, Runzer y a Feliciani, hasta sus casas. Runzer se bajaba en Liniers, Mantegari, en
Ciudadela y a Feliciani, a veces lo dejábamos en la estación de Ituzaingó, pero otras veces, a
pedido mío, íbamos hasta su casa en Moreno.

Un domingo, fuimos a buscar al arquero bien temprano, a eso de las 9 de la mañana, para llevarlo
hasta la cancha. Como llegamos con bastante tiempo, Feliciani me enseñó con una pelota de
goma, de las rayadas, a tirarla contra la pared y practicar atajadas.

Me acuerdo que le pregunté si no tenía una pelota de cuero profesional. Feliciani me dijo que si
sos capaz de atajar con una pelota chica de goma, después la N°5 te resulta más fácil.

Como muchos se acordarán Feliciani era un especialista en penales.

También hay que recordar que en uno de esos campeonatos un anunciante a través de un
programa de radio pagaba al arquero que atajara un penal $1000. Ese año Feliciani atajó cinco
penales. Cinco mil pesos.

En la platea se comentaba que había un arreglo en Filippo, back derecho y Feliciani: Filippo hacía el
penal y si Feliciani lo atajaba, “iban e iban”.

Un día el arquero que idolatraba, imitaba y defendía a muerte, desapareció.


Así fue, como un desagradecido (según los dirigentes del momento) jugador que vivió su mejor
época en el club, sin decir una palabra, hizo sus bolsos y se fue a Colombia, dejando el arco de
Atlanta huérfano.

Por supuesto que seguí jugando al arco en diferentes equipos y circunstancias.

A los 9 años fui arquero del equipo Argentina que jugaba en la calle Castillo entre Araoz y Julián
Álvarez contra otros equipos que venían de Loyola e inclusive el más profesional de todos,
formado por los pibes del Villa Malcom.

A los 10, jugué de arquero para los “cebollitas” del Ituzaingó. Ahí los rivales eran “nenes” de patas
peludas que provenían de Morón, Castelar, san Antonio de Padua.

A los 11, ya en Villa Crespo de vuelta, jugué para la calle Lavalleja. A veces en la calle, con un arco
sobre la vereda impar del 200 y el otro sobre la par, antes de llegar a Luis María Drago. En ese
equipo se destacaba Puchi, Eduardo y Coque Baisburd, de gran patada, aunque un poco inhábil.
Martín Braverman intentaba jugar al toque y Buchi Krupkin sólo servía como aguatero. Los
mejores venían de Frías, sobre todo los hermanos de la carbonería, acostumbrados a dar leña.

A los 12, más profesional, fui el arquero titular del Francisco de Vittoria para el Campeonato
Infantil Evita. Me consagré atajándole un penal al colorado Willie que de la bronca me encajó un
puntapié en la ingle derecha, con los botines con tapones y me tuvieron que atender en el Durán,
pero sin consecuencias. De todas maneras, salí en andas de la cancha-potrero que estaba al
costado del viejo estadio de Humboldt y dónde ahora, justamente, se levanta el León Kolwobsky.

En la misma época, los campeones de Villa Crespo eran los de la Sol de Oro, con cancha propia, y
tribunas frente a la casa de Coco Fiedotín, en un potrero en la calle, si no me equivoco, Velazco.

Un día, la Sol de Oro, nos ganó 11 a 0. Y Coco Fiedotín me hizo cinco goles, uno mirándome a la
cara pero pateando con efecto contra la pared, mientras yo me arrojaba para el otro lado,

Cuando en 1952 nos estábamos preparando para el examen de ingreso al secundario, con el
Torres, que era también nuestro maestro de 6°. El Torres vivía en la Av. Díaz Vélez, justo frente a
una plazoleta del Parque Centenario. En esa plazoleta se jugaron los partidos de fútbol más
disputados que tenga memoria.
Los mejores de esa época: Dito Himelstein, Cirilo, el rengo, Pisco, Gierber Silvio y yo al arco.
Hacíamos desafíos diversos. A los cuidadores de las plazas, a los profesores de las academias de
manejo y a otros pibes que estudiaban de otros colegios con el Torres.

Los arqueros de esa era que jamás podré olvidar: Primero, Laureano Feliciani, Rocha, Carletti, Julio
Cozzi de Platense, Miguel Rugilo de Vélez, Amadeo Carrizo, de River, Mussimessi de Boca,
Camaratta de Gimnasia, Blazina de San Lorenzo, Marrapodi, de Ferro, Ogando de Estudiantes. Más
adelante, y capítulo aparte, el “loco” Gatti y antes el gran Néstor Errea.

Mi último partido.

La última vez que jugué al fútbol, al arco, fue en la quinta del actor Arturo Goetz en San Isidro, con
motivo del cumpleaños de la dramaturga, actriz y directora Susana Torres Molina.

Se armó un partido mixto, con jóvenes como dos de los hijos de Tato Pavlovsky y unas chicas que
la movían bastante bien, incluida una petisa que estaba muy fuerte y tenía una remera rayada,
que pateaba estilo Mario Boyé.

De eso habrán pasado unos años. Por lo menos tenía menos de 70 años. Pero como partido del
retiro me fue muy bien. Algunos me felicitaron y me preguntaron si yo había sido arquero, por mi
actuación destacada.

Contesté que sí, que en verdad, en toda mi vida no había hecho otra cosa que ser arquero. Si bien,
me gané la vida escribiendo, y con menos faltas de ortografía que cuando estaba en segundo
grado, en el fondo, bien en el fondo hay dos cosas que yo soy: arquero y de Atlanta.

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