Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
¿QUÉ ES LA LAICIDAD?
El laicismo, por su parte, se define como una doctrina que se contrapone a las
doctrinas que defienden la influencia de la religión en los individuos, y también a la
influencia de la religión en la vida de las sociedades. En cuanto tal debe considerarse
una doctrina más, que no es religiosa porque se basa precisamente en la negación a
la religión de su posibilidad de influir en la sociedad, pero no hay motivo para
considerarla más que eso: una doctrina más, tan respetable como las doctrinas que
sí son religiosas, pero no más.
“Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad
religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de
coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de
cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se
obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a
ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.
Por ambas fuentes -la eclesiástica y la civil- vemos que el papel del Estado en la
libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La
libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden
interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia. Una
de las consecuencias más importantes es la regulación de la objeción de conciencia,
pero su examen excede del objetivo de este artículo.
En cuanto al laicismo, dado que se ha de considerar una doctrina más, sería ilegítimo
por parte del Estado su promoción indiscriminada. Ante el laicismo, como ante las
diversas confesiones religiosas, la actitud del Estado ha de ser la de respeto e
independencia. No puede el Estado asumir la defensa del laicismo de la sociedad
como fin objetivo, ni en nombre del laicismo se puede reprimir el ejercicio de la
religión.
Se puede admitir que el Estado sea laico -en sentido extenso, como hemos visto, se
quiere decir que ese Estado es independiente de las confesiones religiosas- pero
dado que se puede entender como que en ese Estado no es posible proceder a la
instrucción religiosa -lo cual corresponde con la acepción propia de laico-, se ve que
el uso del adjetivo laico al Estado es cuanto menos equívoco. Parece preferible usar
otra expresión.
Y desde luego, a la luz de las fuentes citadas, no parece legítimo usar el carácter de
laico del Estado -es decir, la independencia del Estado- para prohibir las
manifestaciones religiosas. La única excepción son las manifestaciones religiosas
contrarias al orden público, pero el orden público no se puede interpretar en sentido
de restringir la libertad de los ciudadanos de manifestar su propia religión.
Igualmente, quien defiende posturas laicistas, por el respeto que todos los
ciudadanos debemos a la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas,
ha de respetar las manifestaciones religiosas de los ciudadanos que sí profesen
creencias religiosas. Sería contrario a la Declaración de Derechos Humanos prohibir
tales manifestaciones, y demostraría ser un intolerante quien se extrañara de la
creencia religiosa de otros. Peores actitudes demostraría quien insultara a un
creyente por serlo, o ironizara sobre una doctrina religiosa. Entre estas actitudes tan
innobles estaría quien manifestara incomodo porque alguien llevara un signo religioso
o una vestidura religiosa, o acudiera a convocatorias de contenido religioso. Los
ciudadanos con creencias religiosas tienen el derecho a que se les garantice el
ejercicio de su creencia.
AICIDAD: S.S. BENEDICTO XVI Y LA LAICIDAD
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI AL 56 CONGRESO
NACIONAL DE LA UNIÓN DE JURISTAS CATÓLICOS ITALIANOS
Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el
deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca
a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la
vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete "la legítima
autonomía de las realidades terrenas", entendiendo con esta expresión -como afirma
el concilio Vaticano II- que "las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de
leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar
paulatinamente" (Gaudium et spes, 36).
Esta autonomía es una "exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres de
nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador, pues,
por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza,
verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias, que el hombre debe respetar
reconociendo los métodos propios de cada ciencia o arte" (ib.). Por el contrario, si
con la expresión "autonomía de las realidades terrenas" se quisiera entender que "las
cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al
Creador", entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios
y en su presencia trascendente en el mundo creado (cf. ib.).
Por otra parte, la "sana laicidad" implica que el Estado no considere la religión como
un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al
contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como
sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto
supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste
con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre
ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas-
de la comunidad de los creyentes.
Queridos juristas, vivimos en un período histórico admirable por los progresos que la
humanidad ha realizado en muchos campos del derecho, de la cultura, de la
comunicación, de la ciencia y de la tecnología. Pero en este mismo tiempo algunos
intentan excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como
antagonista del hombre. A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en
cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el
deber de hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos
manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino
librarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está
perdido y que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del
cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser
de orden social y político, estas bases son de orden moral.
A la vez que os agradezco una vez más, queridos amigos, vuestra visita, invoco la
protección materna de María sobre vosotros y sobre vuestra asociación. Con estos
sentimientos os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial, que de
buen grado extiendo a vuestras familias y a vuestros seres queridos.
LA VERDADERA CUESTIÓN
En cuanto dependa de nosotros, los católicos, no deberíamos dar pie a que los
laicistas justifiquen sus posiciones en las deficiencias de la Iglesia, en los errores o en
los aciertos de los católicos. Con nuestra vida, con nuestras obras y palabras,
tenemos que llevarlos amigablemente a plantearse en su interior la cuestión básica,
la pregunta fundamental de cualquier persona que quiera vivir honestamente en
nuestro mundo: ¿necesito creer en Jesucristo para vivir en la verdad y autenticidad
de mi vida? ¿necesito responder religiosamente a la presencia de un Dios paternal
que se interesa por mí? Cada uno tiene que ponderar las razones para el sí o para el
no, independientemente de que los Obispos seamos conservadores o progresistas.
Sólo en este terreno podemos anunciar con eficacia el evangelio de Jesús, sólo en
este clima podrán ser comprendidas nuestras posturas, sólo si sabemos llegar a este
nivel de la verdad personal de cada uno podremos conseguir la atención y el respeto
de nuestros interlocutores. Siempre habrá quien no quiera llegar a este nivel de
apertura y sinceridad, es el riesgo y la seriedad de la libertad. Nosotros tenemos la
obligación de presentar a todos la propuesta de Jesús en las mejores condiciones
posibles, luego cada uno será responsable de su respuesta ante Dios y ante los
hombres.
Los católicos no queremos imponer nada a nadie. Nos basta con poder vivir
tranquilamente en el contexto democrático de nuestra sociedad, practicando nuestra
fe en su integridad, presentándola y ofreciéndola a quien la quiera conocer y valorar,
sin más secretos ni aspiraciones. Estoy seguro de que la presencia y la influencia de
los católicos en la vida social y pública no creará dificultades para una vida realmente
democrática, participativa y tolerante. Más bien me parece que la democracia no
estará asentada entre nosotros mientras no aprendamos a convivir, católicos y
laicistas, como los demás grupos presentes, como realmente somos, con nuestras
creencias, con nuestra historia, con nuestras convicciones y nuestras mejores
aspiraciones. Este cambio de clima no depende sólo de la Iglesia, ni de los políticos,
tendremos que hacerlo entre todos, con la participación indispensable de los medios
de comunicación y de quienes más directamente intervienen en la formulación de la
opinión pública y el sentir común.