Está en la página 1de 8

LAICIDAD: ESTADO LAICO, LAICIDAD Y LAICISMO

 
¿QUÉ ES LA LAICIDAD?

Laicidad = Mutuo respeto entre Iglesia y Estado fundamentado en la autonomía de


cada parte.
Laicismo = Hostilidad o indeferencia contra la religión.

La laicidad del Estado se fundamenta en la distinción entre los planos de lo secular


y de lo religioso. Entre el Estado y la Iglesia debe existir, según el Concilio Vaticano
II, un mutuo respeto a la autonomía de cada parte.

¡La laicidad no es el laicismo!


La laicidad del estado no debe equivaler a hostilidad o indiferencia contra la religión o
contra la Iglesia. Mas bien dicha laicidad debería ser compatible con la cooperación
con todas las confesiones religiosas dentro de los principios de libertad religiosa y
neutralidad del Estado. 

La base de la cooperación esta en que ejercer la religión es un derecho constitucional


y beneficioso para la sociedad. 

ESTADO LAICO, LAICIDAD Y LAICISMO

Al hablar de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado es común describir al


Estado como laico. Incluso se hacen esfuerzos por preservar la laicidad del Estado
ante lo que se consideran ataques a esta característica. La definición del Estado
como laico, sin embargo, requiere algunos matices.

Por laico en derecho canónico se entiende a la persona que vive en medio del


mundo, y ejerce su vocación de santidad en las circunstancias ordinarias de la
sociedad. La doctrina canonista antigua contrapone laico a clérigo o sacerdote.
Naturalmente, la aplicación de este sentido de laico al Estado no tiene sentido.

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define laico, en su


segunda acepción, como relativo a la escuela o enseñanza en que se prescinde de la
instrucción religiosa. Por laicismo entiende la Real Academia la doctrina que
defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del
Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa. Parece que quienes aplican el
adjetivo de laico al Estado tienen en la mente esta última definición. El concepto
de Estado laico se refiere, de modo propio, al Estado en que se prescinde de la
enseñanza religiosa y, por extensión, al Estado independiente de toda influencia
religiosa, tanto en su constitución como en sus individuos. Este uso extendido de la
expresión Estado laico parece que es el que se suele emplear.

El laicismo, por su parte, se define como una doctrina que se contrapone a las
doctrinas que defienden la influencia de la religión en los individuos, y también a la
influencia de la religión en la vida de las sociedades. En cuanto tal debe considerarse
una doctrina más, que no es religiosa porque se basa precisamente en la negación a
la religión de su posibilidad de influir en la sociedad, pero no hay motivo para
considerarla más que eso: una doctrina más, tan respetable como las doctrinas que
sí son religiosas, pero no más.

Por lo tanto, la cuestión es la posibilidad de que el Estado sea verdaderamente


independiente de cualquier influencia religiosa. Consecuentemente, si es posible, los
límites de la actuación del Estado en su relación con los individuos.

El Estado y la libertad religiosa

Naturalmente, la independencia del Estado de cualquier influencia religiosa se debe


entender en el contexto del derecho a la libertad religiosa. La Declaración de los
Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10
de diciembre de 1948, en su artículo 2, 1 establece que “toda persona tiene todos los
derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (...)
religión”. El artículo 18, además, indica que “toda persona tiene derecho a la libertad
de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de
cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o
creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la
enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. El artículo 30, que cierra la
Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el
sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que
tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma Declaración.

Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en el


ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las
Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la
libertad de religión -y de otros derechos- se puede interpretar como la garantía del
respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El
límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos
Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la
libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos
humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al
orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la
propia creencia religiosa.

La Iglesia Católica, por su parte reconoce el derecho a la libertad religiosa en la


Declaración Dignitatis Humanae, del Concilio Vaticano II, en su número 2:

“Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad
religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de
coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de
cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se
obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a
ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.

Por ambas fuentes -la eclesiástica y la civil- vemos que el papel del Estado en la
libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La
libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden
interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia. Una
de las consecuencias más importantes es la regulación de la objeción de conciencia,
pero su examen excede del objetivo de este artículo.

Ya se ve que el Estado debe garantizar, no reprimir ni menos aún obligar a recluir la


religión al ámbito de lo privado. Cualquier prohibición -de hecho o de derecho- de las
manifestaciones externas de la religión se debe considerar contraria a la letra de la
Declaración de los Derechos Humanos. Como se ve, difícilmente se pueden justificar
a la luz de la Declaración de los Derechos Humanos una actitud del Estado en que se
prohíba el uso de signos distintivos de una religión, como el crucifijo o el velo en las
mujeres musulmanas. También se pueden considerar protegidas por el derecho a la
libertad religiosa otras manifestaciones, como la difusión de la propia religión ante
otras personas, la propaganda siempre que sea respetuosa, o las manifestaciones
colectivas como las procesiones, peregrinaciones y similares. El Estado que garantice
a sus ciudadanos el ejercicio de la religión en todas sus manifestaciones sigue
siendo, por ello, plenamente independiente de la influencia religiosa.

En cuanto al laicismo, dado que se ha de considerar una doctrina más, sería ilegítimo
por parte del Estado su promoción indiscriminada. Ante el laicismo, como ante las
diversas confesiones religiosas, la actitud del Estado ha de ser la de respeto e
independencia. No puede el Estado asumir la defensa del laicismo de la sociedad
como fin objetivo, ni en nombre del laicismo se puede reprimir el ejercicio de la
religión.

Se puede admitir que el Estado sea laico -en sentido extenso, como hemos visto, se
quiere decir que ese Estado es independiente de las confesiones religiosas- pero
dado que se puede entender como que en ese Estado no es posible proceder a la
instrucción religiosa -lo cual corresponde con la acepción propia de laico-, se ve que
el uso del adjetivo laico al Estado es cuanto menos equívoco. Parece preferible usar
otra expresión.

Y desde luego, a la luz de las fuentes citadas, no parece legítimo usar el carácter de
laico del Estado -es decir, la independencia del Estado- para prohibir las
manifestaciones religiosas. La única excepción son las manifestaciones religiosas
contrarias al orden público, pero el orden público no se puede interpretar en sentido
de restringir la libertad de los ciudadanos de manifestar su propia religión.

Igualmente, quien defiende posturas laicistas, por el respeto que todos los
ciudadanos debemos a la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas,
ha de respetar las manifestaciones religiosas de los ciudadanos que sí profesen
creencias religiosas. Sería contrario a la Declaración de Derechos Humanos prohibir
tales manifestaciones, y demostraría ser un intolerante quien se extrañara de la
creencia religiosa de otros. Peores actitudes demostraría quien insultara a un
creyente por serlo, o ironizara sobre una doctrina religiosa. Entre estas actitudes tan
innobles estaría quien manifestara incomodo porque alguien llevara un signo religioso
o una vestidura religiosa, o acudiera a convocatorias de contenido religioso. Los
ciudadanos con creencias religiosas tienen el derecho a que se les garantice el
ejercicio de su creencia.
AICIDAD: S.S. BENEDICTO XVI Y LA LAICIDAD

 
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI AL 56 CONGRESO 
NACIONAL DE LA UNIÓN DE JURISTAS CATÓLICOS ITALIANOS

Sábado 9 de diciembre de 2006 

Queridos hermanos y hermanas: 

Bienvenidos a este encuentro, que tiene lugar en el contexto de vuestro congreso


nacional de estudio dedicado al tema: "La laicidad y las laicidades". Os dirijo a cada
uno mi cordial saludo, comenzando por el presidente de vuestra benemérita
asociación, profesor Francesco D'Agostino, al que también doy las gracias por
haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes y por haberme explicado
brevemente las finalidades de vuestra acción social y apostólica. El congreso afronta
el tema de la laicidad, que es de gran interés porque pone de relieve que en el
mundo de hoy la laicidad se entiende de varias maneras: no existe una sola laicidad,
sino diversas, o, mejor dicho, existen múltiples maneras de entender y vivir la
laicidad, maneras a veces opuestas e incluso contradictorias entre sí. Haber dedicado
estos días al estudio de la laicidad y de los diferentes modos de entenderla y actuarla
os ha introducido en el intenso debate actual, un debate que resulta muy útil para los
que cultivan el derecho.

Para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus acepciones


actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que ha tenido el concepto.
La laicidad, nacida como indicación de la condición del simple fiel cristiano, no
perteneciente ni al clero ni al estado religioso, durante la Edad Media revistió el
significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en
los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de
la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia
individual. Así, ha sucedido que al término "laicidad" se le ha atribuido una acepción
ideológica opuesta a la que tenía en su origen.

En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la religión de


los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia
individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la
Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a
la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la
exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño
de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales,
hospitales, cárceles, etc.

Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de


pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la
base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de
la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que
trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo
tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el
peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse
convertido en el emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la
democracia moderna.

Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el
deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca
a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la
vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete "la legítima
autonomía de las realidades terrenas", entendiendo con esta expresión -como afirma
el concilio Vaticano II- que "las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de
leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar
paulatinamente" (Gaudium et spes, 36).

Esta autonomía es una "exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres de
nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador, pues,
por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza,
verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias, que el hombre debe respetar
reconociendo los métodos propios de cada ciencia o arte" (ib.). Por el contrario, si
con la expresión "autonomía de las realidades terrenas" se quisiera entender que "las
cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al
Creador", entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios
y en su presencia trascendente en el mundo creado (cf. ib.).

Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la "sana laicidad", la cual


implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de
la esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete
indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo
quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la
vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una
injerencia indebida.

Por otra parte, la "sana laicidad" implica que el Estado no considere la religión como
un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al
contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como
sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto
supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste
con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre
ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas-
de la comunidad de los creyentes.

A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su


degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y
cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en
las instituciones públicas.

Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la


representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales
que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los
legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la
Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación
y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y
salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por
eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber
de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino.

Queridos juristas, vivimos en un período histórico admirable por los progresos que la
humanidad ha realizado en muchos campos del derecho, de la cultura, de la
comunicación, de la ciencia y de la tecnología. Pero en este mismo tiempo algunos
intentan excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como
antagonista del hombre. A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en
cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el
deber de hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos
manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino
librarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está
perdido y que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del
cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser
de orden social y político, estas bases son de orden moral.

A la vez que os agradezco una vez más, queridos amigos, vuestra visita, invoco la
protección materna de María sobre vosotros y sobre vuestra asociación. Con estos
sentimientos os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial, que de
buen grado extiendo a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

LAICISMO: LA VERDADERA CUESTIÓN.

 
LA VERDADERA CUESTIÓN

En estas semanas pasadas los medios de comunicación se han ocupado de la Iglesia


con más intensidad de lo normal y aun de lo deseable. No es que vaya a terciar en
las polémicas pasadas. Al contrario. Bien pasadas están. Con esta Carta pretendo
advertir a unos y otros contra el peligro de enredarnos en pequeñas polémicas de
segundo o tercer orden perdiendo de vista lo que de verdad es fundamental para
todos. Sería una equivocación pensar que, ahora, lo más urgente para los católicos
es polemizar con el Gobierno. Y sería una pura coartada para los laicistas centrar la
atención en sus discusiones con la Iglesia encubriendo con ello su verdadero desafío.

El primer interlocutor de la Iglesia no es el Gobierno, ni los partidos políticos, sino las


personas, las familias, la sociedad entera con todas sus instituciones. También el
gobierno, también los políticos, pero no en primer lugar. Seguramente es más
urgente anunciar el evangelio de Dios a las personas concretas, en el santuario de su
libertad, y en especial a quienes están en el origen de las ideas y de los valores
vigentes en la vida social. Los barcos de vela son muy hermosos, pero su fuerza les
viene de los vientos que ellos no fabrican sino que aprovechan hábilmente. 

Nuestro quehacer, nuestra obligación más apremiante, lo que de verdad necesitan de


nosotros nuestros conciudadanos, es que seamos capaces de presentarles, de
manera creíble y convincente, la persona y la doctrina de Jesús como principio de
humanidad, gratuito, universal, superior y anterior a todo, incluso a la Iglesia. Y a
partir de la presentación de Jesús, tendremos que anunciar a quien nos quiera
escuchar la cercanía, el amor de Dios, y la necesidad que tenemos de El para
descubrir y lograr las verdaderas dimensiones y las mejores calidades de nuestra
vida personal y de toda la historia humana. 

Evidentemente, los católicos y los responsables de la Iglesia no podemos dejar de


defender los derechos civiles que nos asisten en una sociedad democrática, no
podemos dejar de anunciar los postulados de la moral cristiana y de la moral
racional, advirtiendo sobre las consecuencias de los posibles errores u omisiones en
cuestiones importantes para el bien de las personas y de la sociedad. Pero estas
intervenciones sobre cuestiones concretas tendremos que presentarlas siempre a
partir de una comprensión cristiana y religiosa de la vida. Ninguna de nuestras
intervenciones, públicas o privadas, puede omitir la referencia a la persona de
Jesucristo y a la fe en Dios como punto de partida y fundamento indispensable para
hacerlas comprensibles y mostrar su valor positivo, humanizador y liberador. 

En cuanto dependa de nosotros, los católicos, no deberíamos dar pie a que los
laicistas justifiquen sus posiciones en las deficiencias de la Iglesia, en los errores o en
los aciertos de los católicos. Con nuestra vida, con nuestras obras y palabras,
tenemos que llevarlos amigablemente a plantearse en su interior la cuestión básica,
la pregunta fundamental de cualquier persona que quiera vivir honestamente en
nuestro mundo: ¿necesito creer en Jesucristo para vivir en la verdad y autenticidad
de mi vida? ¿necesito responder religiosamente a la presencia de un Dios paternal
que se interesa por mí? Cada uno tiene que ponderar las razones para el sí o para el
no, independientemente de que los Obispos seamos conservadores o progresistas. 

En nuestra sociedad se está produciendo un fenómeno inquietante que es la huída de


la interioridad, de la hondura personal, de la responsabilidad sobre la verdad
profunda de la propia existencia. Uno puede ser de izquierdas o de derechas,
conservador o progresista, creyente o laicista. Pero todo ello es secundario, lo que
verdaderamente importa es que cada uno se responsabilice de la verdad y del acierto
de su existencia, de sus actitudes ante los demás, ante lo justo y lo injusto, la verdad
y la mentira, la vida y la muerte. Y en este clima de sinceridad y de hondura toda
persona cabal tiene que dejar atrás las polémicas circunstanciales y plantearse la
cuestión capital que da a su ser personal y que consiste en su postura de aceptación
y reconocimiento ante la realidad objetiva, la realidad previa, la realidad original y
envolvente que en definitiva es el Dios vivo y verdadero. 

Sólo en este terreno podemos anunciar con eficacia el evangelio de Jesús, sólo en
este clima podrán ser comprendidas nuestras posturas, sólo si sabemos llegar a este
nivel de la verdad personal de cada uno podremos conseguir la atención y el respeto
de nuestros interlocutores. Siempre habrá quien no quiera llegar a este nivel de
apertura y sinceridad, es el riesgo y la seriedad de la libertad. Nosotros tenemos la
obligación de presentar a todos la propuesta de Jesús en las mejores condiciones
posibles, luego cada uno será responsable de su respuesta ante Dios y ante los
hombres. 

Tengo la convicción de que sólo trabajando de esta manera, a partir de la realidad,


con paciencia y perseverancia, podremos superar el abismo de olvido y desprecio de
nuestra identidad profunda, de nuestra identidad personal, social y cultural en el que
nos vamos hundiendo poco a poco. Hay ahora mucho nerviosismo por el riesgo de
que se pueda romper la unidad política de la nación española. ¿No es más grave que
estemos fragmentando y rompiendo nuestra identidad cultural y espiritual? 

Los católicos no queremos imponer nada a nadie. Nos basta con poder vivir
tranquilamente en el contexto democrático de nuestra sociedad, practicando nuestra
fe en su integridad, presentándola y ofreciéndola a quien la quiera conocer y valorar,
sin más secretos ni aspiraciones. Estoy seguro de que la presencia y la influencia de
los católicos en la vida social y pública no creará dificultades para una vida realmente
democrática, participativa y tolerante. Más bien me parece que la democracia no
estará asentada entre nosotros mientras no aprendamos a convivir, católicos y
laicistas, como los demás grupos presentes, como realmente somos, con nuestras
creencias, con nuestra historia, con nuestras convicciones y nuestras mejores
aspiraciones. Este cambio de clima no depende sólo de la Iglesia, ni de los políticos,
tendremos que hacerlo entre todos, con la participación indispensable de los medios
de comunicación y de quienes más directamente intervienen en la formulación de la
opinión pública y el sentir común. 

También podría gustarte