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Cómo perdonar a

los demás de todo


corazón
Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Spencer W. Kimball

El Señor nos manda perdonar a los demás a fin de que sean


perdonados nuestros pecados y seamos bendecidos con paz y gozo.

De la vida de Spencer W. Kimball


Cuando el presidente Spencer W. Kimball enseñaba la forma de lograr el
perdón, también recalcaba el principio esencial de perdonar a los demás. Al
rogar a toda la gente que luchara por desarrollar un espíritu de perdón,
contaba la siguiente experiencia:
El presidente Kimball dio este consejo a los miembros: “No dejen que los
viejos resentimientos les cambien el alma y la afecten, destrozando su amor
y su vida”.

“Estaba luchando con un problema de la comunidad… en un pequeño


barrio… donde dos hombres prominentes, ambos líderes, se hallaban
trabados en una larga e implacable discordia. Cierta desavenencia entre
ellos los había alejado el uno del otro, llenos de enemistad. Al pasar los
días, las semanas y los meses, la brecha se hizo más grande. Las familias de
ambas partes contendientes empezaron a intervenir en el asunto, y por
último, casi todos los miembros del barrio se vieron involucrados.
Cundieron los rumores, se propagaron las diferencias y los chismes se
convirtieron en lenguas de fuego, hasta que por fin la pequeña comunidad
se vio dividida por un profundo abismo. Se me designó para que allanara la
dificultad… Llegué a la comunidad frustrada como a las seis de la tarde del
domingo e inmediatamente entré en sesión con los principales
contendientes.

“¡Cómo batallamos! ¡Cómo supliqué, y amonesté, y rogué e insté! Nada


parecía persuadirlos. Cada uno de los antagonistas estaba tan seguro de
que tenía razón y de que estaba justificado, que era imposible cambiarlo.

“Corrían las horas; ya hacía mucho que había pasado la medianoche y


parecía que la desesperación envolvía el lugar; el ambiente de mal genio y
de mordacidad prevalecía. La terca resistencia se negaba a ceder. ¡Entonces
sucedió! Nuevamente abrí al azar mi libro de Doctrina y Convenios y allí
estaba ante mí. Lo había leído muchas veces en años pasados y en tales
ocasiones no había tenido ningún significado especial. Sin embargo, esa
noche era la respuesta exacta; era una solicitud, un ruego y una amenaza, y
parecía venir directamente del Señor. Leí [en la sección 64] desde el
séptimo versículo en adelante, pero los participantes pendencieros no
cedieron ni un ápice, sino hasta que llegué al noveno versículo. Entonces los
vi estremecerse, sorprendidos y preguntándose: ¿Era correcto? El Señor
estaba diciéndonos —a todos nosotros—: ‘Por tanto, os digo que debéis
perdonaros los unos a los otros’.

“Se trataba de una obligación. Habían escuchado eso antes. Lo habían dicho
al repetir la oración del Señor. Pero ahora: ‘…pues el que no perdona las
ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor…’.

“En su corazón, tal vez habrían estado diciendo: ‘Bien, yo podría perdonar si
él se arrepintiera y pidiera perdón; pero él debe dar el primer paso’.
Entonces pareció que sintieron el impacto completo de la última frase: ‘…
porque en él permanece el mayor pecado’.

“¿Qué? ¿Acaso significa que debo perdonar aun cuando mi enemigo


permanezca frío e indiferente y mal intencionado? No hay ninguna duda.
“Un error común es el concepto de que el ofensor debe disculparse y
humillarse hasta el polvo antes de que se requiera otorgar el perdón.
Ciertamente, el que causa el agravio debe hacer su ajuste en forma
completa, pero en cuanto al ofendido, éste debe perdonar al ofensor a
pesar de la actitud del otro. Hay ocasiones en que los hombres derivan
satisfacción de ver a la otra persona de rodillas y revolcándose en el polvo,
pero ésa no es la manera según el Evangelio.

“Conmovidos, los dos hombres prestaron atención, escucharon,


reflexionaron unos minutos y entonces empezaron a transigir. Ese pasaje,
junto con todos los otros que se habían leído, los volvieron humildes. Eran
las dos de la mañana y dos rencorosos adversarios se estaban estrechando
la mano, sonriendo, perdonándose y pidiéndose perdón. Dos hombres,
estrechándose el uno al otro en un abrazo significativo. Aquélla fue una
hora santa. Se perdonaron antiguos rencores y se olvidaron de ellos, y los
enemigos nuevamente se hicieron amigos. Nunca más se volvió a hablar de
las diferencias. Se sepultó el cadáver de la contienda, se cerró con llave el
armario de los malos recuerdos, se arrojó lejos la llave y se restauró la
paz”  .
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A lo largo de su ministerio, el presidente Kimball exhortó a los miembros de


la Iglesia a tener la disposición de perdonar: “Si hay malos entendidos,
aclárenlos, perdonen y olviden; no dejen que los viejos resentimientos les
cambien el alma y la afecten, destrozando su amor y su vida. Pongan su
casa en orden. A medida que el Señor les otorgue esa facultad, ámense los
unos a los otros y amen a sus semejantes, a sus amigos, a los que vivan a su
alrededor”  .
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Las enseñanzas de Spencer W. Kimball


Para ser perdonados, debemos perdonar.
En vista de que el perdón es un requisito absoluto para lograr la vida
eterna, el hombre naturalmente reflexiona: ¿Cuál es la mejor manera de
obtener ese perdón? Uno de los muchos factores fundamentales se destaca
de inmediato como indispensable: Uno debe perdonar para ser
perdonado  . 3
“Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a
vosotros vuestro Padre celestial;

“mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os


perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:14–15).

¿Difícil de hacer? Claro que sí. El Señor nunca prometió un camino fácil, ni
un Evangelio simple, ni normas ni principios rebajados. El precio es elevado,
pero lo que se obtiene a cambio vale la pena. El Señor mismo ofreció la otra
mejilla; soportó sin reproche que lo abofetearan y lo azotaran; sufrió toda
indignidad y, sin embargo, no dejó escapar una palabra de condenación. Y
la pregunta que nos hace a todos nosotros es: “…Por lo tanto, ¿qué clase de
hombres habéis de ser?” Y la respuesta que nos da: “…En verdad os digo,
aun como yo soy” (3 Nefi 27:27) .
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Cuando perdonamos a los demás, debe ser de manera


sincera y completa.
El mandamiento de perdonar, y la condenación que sigue cuando no se
hace, no podría expresarse con mayor claridad que en esta revelación
moderna dada al profeta José Smith:

“En la antigüedad mis discípulos buscaron motivo el uno contra el otro, y no


se perdonaron unos a otros en su corazón; y por esta maldad fueron
afligidos y disciplinados con severidad.

“Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que
no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor,
porque en él permanece el mayor pecado.

“Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros


os es requerido perdonar a todos los hombres” (D. y C. 64:8–10)…

Tenemos ante nosotros esa lección hoy día. Muchas personas, cuando
tienen que efectuar una reconciliación con otras, dicen que perdonan; pero
continúan abrigando rencores, continúan sospechando de la otra parte,
continúan dudando de la sinceridad del otro. Eso es un pecado, porque
cuando se ha efectuado una reconciliación y se declara que ha habido
arrepentimiento, cada cual debe perdonar y olvidar, reconstruir
inmediatamente los cercos que se hayan derribado y restaurar la
compatibilidad anterior.

Aparentemente, los primeros discípulos expresaron palabras de perdón y


superficialmente hicieron el ajuste requerido, mas “no se perdonaron unos
a otros en su corazón”. Eso no constituía un perdón, antes, tenía la
apariencia de hipocresía, engaño y fingimiento. Como se indica en la
oración modelo de Cristo, debe ser un acto del corazón y una depuración
de la mente de la persona [véase Mateo 6:12; véase también los versículos
14–15]. Perdonar significa olvidar. Cierta mujer había “cumplido los
requisitos” para una reconciliación en una rama, había dado los pasos
necesarios y hecho las declaraciones verbales para indicarlo, y de su boca
habían salido las palabras de perdón. Después, con ojos centelleantes
afirmó: “La perdonaré, pero tengo una memoria increíble. Jamás lo
olvidaré”. Su ajuste fingido no valía nada y era infructuoso. Aún retenía el
rencor. Sus palabras de amistad eran como una tela de araña, su cerco
reconstruido era como de paja y ella misma continuaba sufriendo porque
no había paz en su mente. Peor todavía, quedaba “condenada ante el
Señor”, y en ella permanecía un pecado mayor aún que en aquella que,
según decía, la había perjudicado.

Poco comprendía esa mujer antagónica que no había perdonado en ningún


sentido; sólo lo había aparentado. Estaba dando voces al aire sin lograr
provecho alguno. En el pasaje citado anteriormente, la frase en su
corazón tiene un significado profundo. Debe haber una depuración de los
sentimientos, los pensamientos y los rencores. Las simples palabras para
nada sirven.
“Pues he aquí, si un hombre, siendo malo, presenta una ofrenda, lo hace de
mala gana; de modo que le es contado como si hubiese retenido la ofrenda;
por tanto, se le tiene por malo ante Dios” (Moroni 7:8).
Henry Ward Beecher expresó el concepto de esta manera: “Puedo perdonar
pero no puedo olvidar es otra manera de decir que no puedo perdonar”.

Quiero agregar que, a menos que una persona perdone las faltas de su
hermano con todo su corazón, no es digno de participar de la Santa Cena  . 5

Debemos dejar el juicio en manos del Señor.


Para estar en lo justo, debemos perdonar; y hay que hacerlo sin tomar en
consideración si nuestro antagonista se arrepiente o no, ni cuán sincera sea su
transformación ni tampoco si nos pide o no perdón. Debemos seguir el
ejemplo y la enseñanza del Maestro, que dijo: “…debéis decir en vuestros
corazones: Juzgue Dios entre tú y yo, y te premie de acuerdo con tus
hechos” (D. y C. 64:11). Sin embargo, con frecuencia los hombres no están
dispuestos a dejar el asunto en manos del Señor, temiendo tal vez que el
Señor sea demasiado misericordioso, menos severo de lo que el caso
merece  .
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Algunas personas no solamente no pueden o no quieren perdonar y olvidar


las transgresiones de los demás, sino que se van hasta el extremo de
acosar al presunto transgresor. He recibido muchas cartas y llamadas
telefónicas de personas que están resueltas a tomar la espada de la justicia
en sus propias manos y suponen que es de su incumbencia ver que el
transgresor sea castigado. “Ese hombre debe ser excomulgado”, declaró
una mujer, “y no voy a descansar hasta que se le castigue debidamente”.
Otra dijo: “No puedo estar en paz mientras esa persona sea miembro de la
Iglesia”. Una tercera persona manifestó: “Jamás entraré en la capilla
mientras a ese individuo se le permita pasar. Quiero que se le llame a juicio
para ver si es digno de ser miembro”. Un hombre hasta viajó repetidas
veces a Salt Lake City y escribió numerosas y extensas cartas para protestar
en contra del obispo y del presidente de la estaca, que no habían impuesto
una disciplina sumaria a una persona que, según él declaraba, estaba
violando las leyes de la Iglesia.

A tales personas que quieren tomar la ley en sus propias manos,


nuevamente leemos la declaración positiva del Señor: “…en él permanece el
mayor pecado” (D. y C. 64:9). La revelación continúa diciendo: “Y debéis
decir en vuestros corazones: Juzgue Dios entre tú y yo, y te premie de
acuerdo con tus hechos” (D. y C. 64:11). Una vez que se hayan comunicado
las transgresiones conocidas a los correspondientes oficiales eclesiásticos
de la Iglesia, el individuo puede dar por cumplida su parte en el caso y dejar
la responsabilidad en manos de los oficiales de la misma. Si esos oficiales
toleran el pecado en sus congregaciones, es una responsabilidad enorme la
que asumen y tendrán que responder por ella  . 7

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