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LAS COSAS
DEL CREER
Creencia, lazo social
y comunidad política
CONSEJO <"{
DE ·.
INVESTIGACION
INVENTARIO ·�
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PATRIMONIO
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Ul�Sa. ....Ji
-
Ariel
2
Introducción
'
7
cultura, se ha privado de investir a ciertos actos,
I
a ciertos proyectos, a ciertas ideas, de un hálito de
trascendencia que es hijo, no siempre reconocido,
del clivaje inaugural.
Lejos de ser una forma inferior, falaz y, sobre to
do, fallida de conocimiento, la creencia es un mo-
do positivo y específico de aprehender el mundo.
Positivo, porque su manera de operar no es susti
tutiva, ni deficiente: el que cree apuesta pero tam
bién afirma; no busca suplir con un erzats frugal
un saber provisoria o definitivamente ausente. Es
pecífico, por ser distinto de otros modos de apre
hensión, aunque su especificidad no sea fácil de cir
cunscribir ni de definir. Quisiera detenerme en lo
que sigue sobre este último punto.
Es sabido que las nociones de creer y de creen
cia tienen la particularidad de funcionar como pie
zas fundamentales del pensamiento sociológico y
de ser asimismo conceptos extremadamente diff
ciles de elucidar. En este caso, incluso la ayuda que
puede prestarnos el diccionario se revela, por lo ex
cesiva, problemática. Un buen diccionario llega a
distinguir más de veinte usos posibles para el ver
bo "creer".
Sin embargo, el problema que plantea dicho ver
bo no reside en la variedad de sus empleos ni en
la pluralidad de sus significados (en su polisemia).
i Reside en el hecho de que el término "creer", an-
1 tes que polisémico, es más bien un término ambi
i guo: no significa a veces "a", otras "b", sino a la vez
1 "a" y "b", siendo "b", como veremos, un posible an-
tónimo de "a". En segundo lugar, porque, como lo
hemos en cierto modo anticipado, "nuestros" usos
del verbo creer, con ser muy generales, no son sin
embargo universales y el conocimiento de cultu-
8
,,
diferentes de la nuestra ha infl�do sobre noso-
· tro&. Sabemos que hay pueblos que creen de un mo
do cualitativamente diferente del modo en que no
aotros solemos creer que creen y ese saber agrega
un elemento suplementario de complejidad a la
cuestión.2
ne todos modos, si nos atenemos a su empleo en
nuestra cultura, es notorio que la palabra "creer"
alberga dos s�ficaciones sensiblemente OOiitrS:
dictorias en el sentido -a.e que-expresa tarito ra�cru-
- da como la convicción, tanto la vacilación como la
certeza. Si creer equivale por un-18.dOiatirmar una
certidumbre, también equivale, por otro, a matizar
la: "creo" significa en ocasiones "no estoy seguro".
Se podría argüir que esta ambivalencia es sólo apa
rente y que se disipa desde que son distinguidas las
dos modalidades principales en que el verbo "creer"
es utilizado:"��", que expresaría la fe pura
y simple, y "creer que", que haría un lugar a la du
da. Pero ese 0.TguiliCnto no se ajusta a los hechos:
en castellano "creer en" puede significar, según los
casos, que se tiene confianza en alguien o en algo
('"algo" que puede ser un enunciado o un sistema de
enUn.ciados), o bien que se cree en su existencia, o
ambas cosas. Sin embargo, ni la confianza ni la
afirmación de existencia son presentadas como
evidentes, como algo que va o debería ir de suyo; de
ahí justamente la necesidad de reafirmarlas de ma-
9
4
10
4
:iobre
.� '
ra-
1 tión del creer a partir de una perspectiva que interprete
a los hechos de creencia, no como estados de alma, sino co
mo fenómenos que remiten a redes de interrelaciones
da enunciativas, es decir, como fenómenos discursivos. En ese
al- sentido, al referirme a la creencia como "confianza otorga-
óe- da" o bien como "adhesión a enunciados que se tienen por
(a Verdaderos", doy por supuesto que una y otra de esas mo
l.r· dalidades del creer están marcadas -diferencialmente--
en el discurso del creyente. Ver, sobre este punto, de lpo
la- la ([c]:llO), Verón y Sigal (:238 y ss), así como los traba
di- jos de Michel de Certeau ([a] y [b]) y de Paul Veyne ([a]
ue y [b]).
11
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-: . comienzo, la conclusión o un esla
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bdn interm. ; edio en el desarrollo de una argumen
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t.8ci6n,
ni está a la espera de objeciones que la
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discutan o de pruebas que la apoyen. Quien así de
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clara su fe deja constancia de una convicción, !!!'ro,
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yos- de '
' una-fidelidad. 5 Los otros: esto es, los in
difereñfes, . los que dudan;IOsiñfieles o los herejes
(aquellos :a quienes compadecerá, tratará de ganar
para su fe - o combatirá); los suyos, aquellos que lo
reconocen y a quienes reOOD.GCe como correligiona
rios, camaradas, hermanos, identificados entre sí
y como grupo a- través, justainen.te·,-de la misma co
munión. En esa medida, la_ creencia como confian
za acordada es indisociable de la autoinclusión del
/ �oomo· ñri����
de_I �Iectiyo (secta, igIC-
sia, partido, nación, etc.) con quien justamente
comparte dicha creencia. Ese carácter indisocia
ble del "creer" y del "ser miembro de" es el restil-=
icidO más patente dCí ñincionamieñtO de Ulla lógi-
ca de la pertelleilCia: - - - - -------
,
--
La otra modalidad remite al �r como adhe
sión a una ideología, esto es, a un sistema de creen
cias que se expone como un di_scµrs.Q_C:�.h�rente y
argumentado y que se reconoce como verdadero.
En este caso, es hiblfüal -=-y legíti�� ·separar
el objeto del sujetoy estudlar al E_rimero_indep _ en
dientemente del segundo: es lo (iue hacen 108 cien.::
tistas sociales que analizan sistemas de creencias
12
·
i.Dlol!taa, vale decir esto es, �!P«:.��� e�. "creo
elucidar la fo��.�'--�<_>��I!!�-�---ªe !Q----
o-
..
la .!� (por tal individuo, tal colectividad o tal
e-
ifóiii.
o,
:t; Por otra parte, también es habitual, aunque
,.
da discutible, tomar a las ideologías bajo la for
ma en que ellas suelen presentarse: como discursos
l-
13
6
• • •
14
6
15
• /,, 1Aquí, inevitablemente. pienso en Pancho. Evo
co los gestos cotidianos de la amistad -una con
sulta telefónica, un saludo al pasar, una broma
compartida- y también algunas de sus felices ce
remonias. Y· entonces me digo que me hubiera gus
tado, una de esas tardes, llamarlo por teléfono, ir
a su casa y, con afectada naturalidad y secreta
emoción, darle este libro.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
16
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,_
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a
Tópicos
8
..
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, ___
8
La apuesta de Durkheim
19
�entífica a las disciplinas sociológicas, reside en
captación de la densidad, así como de las ambi
edades, de aquello que esa misma reconstrucción
s entrega. Muy a menudo dichas disciplinas pro
sieron con entusiasmo construcciones teóricas
ya más significativa característica era la admi
:>le simplicidad con que reducían a una clave, a
factor, a un código, situaciones, procesos o acon
imientos incorregiblemente complejos. Sería
>nsejable no reincidir en tales operaciones cuan
el tema a tratar concierne justamente a la his
ia de esas disciplinas mismas. En todo caso, es
;rabajo pretende modestamente inscribirse en la
. 1
ea de aquellas indagaciones que optan por incur
nar en el entramado histórico antes que en la
�rella epistemológica. En cuanto a sus eventua
conclusiones, prefiero dejar abierta una expec
iva módica.
Muchos, de diversas maneras, l o han dicho: la
iología habría nacido justamente para denun
¡
r la ausencia de su objeto y como síntoma de esa
;ma ausencia. Habría comprobado admonitoria
nte que los vínculos sociales se empobrecían y
hacían; que la anomia, el egoísmo y la compe
cia disolvían las viejas solidaridades sin crear
:is nuevas y atomizaban el cuerpo social. Las
nulas que aluden al "fantasma del cuerpo frag
ltado" (Ranci�re) y al "objeto perdido" (varios)
resan esa convicción general según la cual una
exión -en su doble condición de "descubrimien
:ientífico" y de "invención estratégica"1- se
ría instalado en las postrimerías de1 siglo XIX,
20
no tanto para dar a lo social consistencia teórica,
/
sino más bien para deplorar su evanescencia empí
rica. Esa reflexión, apoyada en datos y en una
todavía rudimentaria batería de técnicas para su
tratamiento, habría asumido de hecho la forma de
una denuncia y un llamado de alerta acerca del
acelerado proceso de disgregación de los antiguos
vínculos comunitarios y de los peligros que ese pro
ceso conllevaba. La sociología habría- surgido en
tonces a la vez como teoría del lazo social y como
comentario desolado sobre su disolución.
Resulta asf lógico, en esta línea de argumenta
ción,que sean subrayadas las complicidades ma
nifiestas u ocultas de lajoven sociología científica y
el pensamiento conservador (e incluso retrógrado).
Desempolvado Le Bon (sobre el que volveré), re
construido debidamente el puente que, como bien
se sabe, liga a Comte con Bonald y De Maistre, po
co cuesta comprometer, con Durkheim, a la tradi
ción republicana y, con Jaures -amigo de Durk
heím-, a la socialista. Van dibujándose así los
contornos de una nueva versión canónica del ori
gen de las ciencias sociales, versión gracias a la
cual sus héroes epónimos cesan de ser lo que apa
rentaban, a saber, emisarios a menudo optimistas
de la modernidad -figurada esta última en las
fórmulas clásicas de la "solidaridad orgánica", la
"sociedad industrial", la "sociedad de masas",
etc.- para mostrar su verdadero rostro de vindi
cadores sentimentales de los viejos y buenos lazos
comunitarios.
Me atrevería a decir que importa menos,para el
caso, sacar a luz las eventuales falencias o virtu
des de esta versión, que intentar rescatar, a tra
vés de unos pocos autores,ciertos nudos problemá-
21
10
,1
1
El desarrollo, inteligente y a veces brillante, de
1s diversas facetas de esa paradoja hace del li
ro de Nisbet un punto de referencia indispensa '
22
10
23
•.,
'. 'ii.
.
rentes enfoques sobre lo social3 que se desple
trán entre el fin del primer tercio del siglo XIX
el comienzo del último, habrán de definir sus
ientaciones teóricas. Es lo que intentaré hacer,
uy parcialmente por cierto, en lo que sigue. Pa
. ello convocaré como testimonios, en primer lu
Lr (y de manera por demás sucinta) a los escri
s de Louis de Bonald; luego, más en detalle, a los
� Gustave Le Bon, y finalmente a los de Emile
llrkheim.
¿Por qué estos autores? A esta pregunta respon
!ré, con un dejo de comodidad, que cada uno de
los tiene para mí la virtud de iluminar un aspec
de aquellos que me propongo plantear en este
abajo. Siendo sus enfoques, como creo que son,
t gran medida complementarios, me facilitan in-
24
:r;io alguno a los tiemp_os idos y colocándose resuel
'\ tamente en un h�te_posrevolucionaño y repu
blicano (Durkheim).
25
12
26
12
\
e "Estado" como una autoridad despótica, sujeta
en consecuencia a críticas y ataques, tales como los
que le infligió la Revolución Francesa. Por el con
trario, si se asume la tesis correcta de que el len
guaje es un don divino, y cada palabra adquiere
su sentido del contexto social tradicional, enton
ces los individuos no pueden aprehender signifi
cados recurriendo únicamente a su facultad de ra
ciocinio y sólo pueden adquirirlos a través de la
mediación de relaciones e instituciones sociales
particulares. De este modo es posible, según Bo
nald, proteger el orden de Dios de todo cuestiona
miento proveniente de IR razón humana y, en gene
ral, de toda crítica individual. Dios creó e impuso
el lenguaje, la sociedad y la autoridad y los hom
bres no están legítimamente habilitados para en
trometerse con ellos.
La idea de contrato social es también blanco pre
dilecto de las furias de Bonald. Comienza refután
dola histórica y empíricamente, para luego acome
ter nuevamente con sus dictámenes teológicos. La
sociedad no depende de la voluntad del hombre; no
hay ningún contrato, sino relaciones naturales y
necesarias, de origen divino. La sociedad ha de es
tar compuesta por tres elementos, a saber, la mo
narquía, la nobleza y los súbditos, simplemente
porque éstos son sus mejores y más naturales ele
mentos. La forma más adecuada de sociedad es
aquella que tiene a su cabeza un monarca y una
nobleza paternalistas; todos los otros regímenes,
inclusive la democracia y la aristocracia, son in
trínsecamente defectuosos porque, al carecer de un
centro de autoridad definido, se hallan permanen
temente expuestos a padecer conflictos, desórdenes
y crónica inestabilidad.
27
En abierta polémica con el Iluminismo, Bonald
irma, pues, que todo aquello que socava a la fa
ilia patriarcal y monógama, a la Iglesia Católi
.y al
Estado monárquico, desemboca forzosamen
en la anarquía y en última instancia viola leyes
Lturales, es decir, divinas. Ahora bien, es notorio
Le, a través de esa engorrosa sociología teocráti
., Bonald, al igual que De Maistre, a quien lo unía
ia amistad ideológica y epistolar -a más de su
mún carácter de exiliados-, no hace sino can
sar apenas vergonzantemente su añoranza me
ncólica del viejo orden medieval.4 A ambos se apli
perfectamente la tesis -formulada por Patrick
_ngolani (1990) a partir, entre otros, del ya citado
isbet- de que aquello que habita prioritariamen
sus preocupaciones se deja pensar bajo la idea
�nostalgia. Desde una perspectiva clerical y re-
6grada Bonald odia a la Revolución Francesa, pe
ese odio es al mismo tiempo una defensa y una
ivindicación plañideras de los lazos sociales co
unitarios destruidos por los utopistas y los vio
ntos. Es, si se quiere, "partidario de lo social", pe-
también reaccionario. Y, como tal, la única
cialidad que concibe y por la que suspira es la
� las antiguas comunidades medievales.
Bonald tendrá, junto con su correligionario De
aistre, con Le Play y con Burke-para no citar sino
los más célebre&--, el mérito de haber intentado ar
:ular en una misma démarche intelectual los fun
Lmentos del pensamiento sociológico, que su obra
ntribuyó a definir, con la crítica a la Revolución
-ancesa. Otros discurrirán por senderos diferent.es .
28
3. LE BON' DE UNADEMONOLOGfACIENTÍFICA
DE LAS MULTITUDES Y LOS CABECILLAS
29
14
30
14
31
Ulbilidad es indiscutible. No están hechos para mo
ierar las pasiones irracionales y perversas de las
nuchedumbres: por el contrario, su tarea, en la
iue son expertos, consiste en encauzarlas en la di
rección deseada o prevista.
Ocurre sin embargo que esos grupos en fusión
�on generalmente de corta duración. Le Bon lo
reconoce y hasta cierto punto lo celebra. Existen
por lo demás y se desarrollan otras formas de so
cialidad más orgánicas, menos súbitas, más cons
treñidas por una legalidad convenida. Se consti
tuyen así los grupos, los pueblos, las naciones, las
sociedades, ahuyentando el fantasma de la masa
indistinta e imprevisible con su secuela de miedos
ancestrales sentidos y provocados. Pero -se pre- ¡
gunta Le Bon- ¿lo ahuyentan verdaderamente?
Despunta aquí el aporte más temiblemente ori
ginal de Le Bon; aquel en el fondo más valioso, por
que tendrá la indudable virtud de dar forma defi
nida a un prototipo ideológico que sólo su obra supo
elaborar sin aprensiones ni medias tintas. La idea
es simple: la pluralidad humana es constitutiva
ment.e malvada, potencialmente criminal y, por
ello, siempre sospechosa. Veamos cómo funciona
esta tesis aplicada a la Revolución Francesa.
La Revolución -sostiene Le Bon- no fue un
acontecimiento históricamente necesario. Detrás
de esta proposición, que Le Bon entiende demOstrar
científicamente enumerando las, a sujuicio, nume
rosas contingencias que fueron torciendo en un
sentido preciso el timón de la historia, se disimu
la mal la desengañada opinión de que ese aconte
cimiento tampoco era necesario para llevar adelan
te las transformaciones positivas de que, mal que
bien, fue responsable. Sin embargo, lo interesan-
32
te en el relato de Le Bon es la modalidad impertur
bable, obstinadamente repetitiva, en que desplie
ga su único argumento, siempre el mismo, aunque
elaborado en escalas diferentes. A saber: un colec
tivo humano, pura serialidad anónima, se consti
tuye como muchedumbre activa gracias a la inter
vención oportuna y altamente eficaz de uno, dos,
tres cabecillas. El resultado de esa operación no ha
de ser por fuerza una masacre: la ya mencionada
toma de la Bastilla, episodio banal, cuya signifi
cación ha tendido a ser exagerada por los historia
dores, fue un ejemplo de intervención no catastró
fica de la pareja muchedumbre/cabecillas.
Aun así, ya en esta intervención ciertos demo
nios habían comenzado a operar, porque otras to
mas, para el caso simbólicas, de la Bastilla de que
fueron víctimas castillos y castellanos de provincia,
tuvieron consecuencias harto más luctuosas (Le
Bon, 2:163). Ahora bien, en el desarrollo de la Re
volución fueron interviniendo o se fueron consti
tuyendo "conjuntos prácticos" de muy diferente ín
dole, pero que, en todo caso, en modo alguno
podrían ser asimilados a la muchedumbre elemen
tal y enardecida que oficia de punto de partida teó
rico en la construcción de Le Bon. Y es cierto que
este último no ignoraba las diferencias entre esos
agrupamientos, siquiera sea porque, en gran me
dida, su operación teórica consistía en afirmar sus
diferencias para luego difuminarlas y, en último
término, anularlas. Sin duda, un club jacobino no
podría ser identificado con una multitud calleje
ra; sin duda, una asamblea parlamentaria, un ju
rado, una casta militar o religiosa comportaban
normas, restricciones, ceremoniales y, a veces, tra
diciones, que tornaban por fuerza más previsible
33
16
1
ellos sea el cabecilla. Se comprende así que la fi
gura del cabecilla sea un operador teórico indispen
sable en el razonamiento de Le Bon. El cabecilla es,
en efecto, el que revela a todo grupo, organizado o
no, el costado oculto y horrendo de sí mismo y que,
a la vez, induce a este último a manifestarse abier
tamente. Por supuesto sus recursos, sus habilida
des, sus tareas han de ser diferentes según el carác
ter, espontáneo u orgánico, ocasional o permanente,
34
16
:
¡ 4. DURKHEIM: SOCIOLOGÍAY DEMOCRACIA
1
Durkheim instala el problema en un terreno cu
yos innegables puntos de contacto con los de los
autores referidos no deben ser óbices para reco-
35
:1.
rupturas claves que van a marcar de-
-�� '(¡.�, -
. ,:\t"!Qp
.
36
lill!illi<u lo llevan a esa comprobación,
'!::::esas y los discursos de grupos consti
series anónimas, esos agrega
iri t.e categoriales (pero donde es posible
\
..,.;"indeleble, la impronta de lo social) que regis
tran el aumento anual de los suicidios y el incre
mento de la criminalidad. Esas regularidades sin
aujeto son para Durkheim más elocuentes que
aquellas que surgen de la voluntad colectiva de los 1
propios actores. Por lo demás, su descripción y ex- ,!
plicación de las desviaciones sistemáticas del azar !
en la tasa de suicidios de los países de Europa dan
muy respetables títulos de legitimidad a la nacien
t.e sociología.
Ello no impide que la nueva ciencia funcione,
según dice Donzelot, como una "ficción eficaz". La
noción de solidaridad, que la sociología durkheim.ia
na promueve al rango de concepto fundamental,
otorga nobleza teórica a una palabra que ocupará
un lugar protagónico en todos los discursos y cere
monias republicanas (Donzelot:73 y ss.). Importa,
sin embargo, subrayar el hecho de que dicha ficción,
justamente para ser eficaz, recurre -dicho muy rá
pidamente-- a operadores no ideológicos, no doctri
narios, sino "científicos". A partir de allí, Durkheim
no podrá limitarse a dar las respuestas, o una ra
cionalización de las respuestas, que el Estado de
la Tercera República imagina necesitar. La ciencia
social será la figura específica que adoptará esta to
ma de distancia, pero ello -sin ser banal- impor
ta quizá menos que el hecho de que, a través de ella,
ciertas nociones (en particular, la ya mentada de
"solidaridad") se irán articulando en configura
ciones de sentido nuevas, inasimilables a las tra
dicionales, de donde la mayoría de dichas nociones
37
18
38
18
39
mente incompatible con los esfuerzos por anudar
los nuevos objetos sociales al orden a la vez nece
sario y factual que las ciencias de la naturaleza
comienzan a escrutar de manera sistemática (Ve
rón: 40-41).
En cuanto a los marxistas, aliados de los revolu
cionarios, plantean un problema de diferente natu
raleza: no ven por cierto a la sociedad, a la manera
de los liberales, como un agregado de individuos;
tampoco postulan, como los conservadores, el ca
rácter natural de ciertas asociaciones primarias;
por último, su coalición con los revolucionarios en
modo alguno los lleva a desposar el idl1ico volunta
rismo de estos últimos. En cada sociedad existen
relaciones de fuerza entre las clases sociales fun
damentales; esas relaciones se traducen en un con
flicto histórico cuya resolución no depende del in
dividuo, ni de la naturaleza, ni solamente de la
libre voluntad de las clases. Depende, en lo esen
cial, de la forma en que se procesa históricamen
te ese conflicto básico y también de las capacidades
políticas de la clase dominada para capturar el po
der del Estado y reorganizar desde allí, gracias a
la fuerza de coerción de este último, el conjunto de
la sociedad.
A esta concepción de conjunto Durkheim --co
mo es sabido- contrapone una visión también
global, que diverge de la marxista en aspectos
esenciales, a la vez teóricos y empíricos. La his
toria de todas las sociedades no es en absoluto
para él la historia de la lucha de clases.8 Al res-
40
pecto, la narración durkheimiana escoge otros de
rroteros e incluso otros espacios: a partir de sus
formas elementales, las sociedades, en virtud de
su crecimiento demográfico y del consiguiente in
cremento de sus contactos e intercambios, han evo
lucionado con arreglo a un principio de división
de funciones y de densificación de su estructura.
Ahora bien, al pasar de esas formas primeras a for
mas progresivamente más complejas, las socie
dades no han perdido cohesión. Simplemente han
pasado de la solidaridad mecánica, basada en las
similitudes, a la solidaridad orgánica, fundada
sobre la división social del trabajo y sobre el ca
rácter complementario de las funciones así di
ferenciadas. De un estadio al Otro, la índole de la
solidaridad cambia profundamente, pero sigue
siendo ella, y no el conflicto de clases, la ley obje-
tiva fundamental de la sociedad. __ J
Opuesto casi punto por punto a la teorización
marxista, Durkheim no deja por ello de percibir
las zonas de aguda confiictualidad que marcan a
la sociedad francesa a fines del siglo XIX y en los
albores del XX. Fenómenos "patológicos" como el
incremento del crimen y del suicidio, a más de los
graves brotes de intolerancia que pone de mani
fiesto el affaire Dreyfus 9 y el carácter cada vez más
irreductible y violento de los conflictos laborales,
dibujan por entonces un panorama sombrío y
desalentador (que Durkheim, por lo demás, no se
priva de describir y denunciar). Ahora bien, si la
ciencia social ha definido a la solidaridad como ley
s
41
20
42
20
··�
Coexisten en efecto en Durkheim, sin llegar
nunca a enfrentarse francamente1º, dos posiciones
acerca de ese problema (sobre cuya pertinencia él
mismo se encarga de insistir), posiciones que atra
viesan prácticamente toda su obra: la primera, y
sin duda la más antigua, se manifiesta en De la
Division du Travail. .., en la forma de una polémi
ca intermitentemente retomada con Corote y
Spencer, acerca de los rasgos que analógicamen
te permitirían pensar a la sociedad bajo la espe
cie de un organismo. En esa discusión, Durkheim
no cuestiona la validez de la metáfora, sino la for
ma, a su juicio grosera y esquemática, con que
Spencer y Comte se sirven de ella. Para él tam
bién, sin embargo, la sociedad es en último térmi
no un organismo, sólo que más complejo que los or
ganismos conocidos. Esta línea de pensamiento se
prolonga coherentemente con las célebres tesis
"metodológicas" de Les Regles..., que ponen énfa
sis sobre la exterioridad y la objetividad del he
cho social. Este último es tanto menos reductible
a meras representaciones, cuanto que el concep
to mismo de solidaridad "orgánica" tiene como res
paldo a la vez teórico y empírico la afirmación de
la pérdida progresiva de gravitación de la concien
cia colectiva conforme se desarrolla la división del
trabajo social. Consecuentes con esa misma orien
tación son finalmente las conocidas tesis sobre el
43
papel de los grupos profesionales, desarroiladas en
el Prefacio a la segunda edición de De la Division
du 'lravail....
Ahora bien, a este Durkheim resueltamente ob
jetivista es inevitable contraponer otro, que des
punta ya desde sus primeras obras, en particular,
en aquellas indicaciones que sugieren la tesis de
que la solidaridad mecánica -basada en el prima
do de la conciencia colectiva- es lógicamente an
terior a la orgánica y permanece siempre como el
substrato de esta última. Ese otro Durkheim rea
parece con fuerza en el ya citado Prefacio a la se
gunda edición de Les Regles. . ., donde se postula la
naturaleza en última instancia psíquica de lo so
cial; se despliega en sus ensayos sobre las repre
sentaciones individuales y las representaciones co
lectivas y en su crítica al pragmatismo, para
concluir afirmándose en los densos análisis de Les
formes élémentaires de la vie religieuse. Creo que
la actualidad y el interés del pensamiento durk
heimiano residen esencialmente en ese movimien
to pendular -e incluso en esa indecisión- entre
la estructura y la representación, lo objetivo y lo
subjetivo, que marcan silenciosamente su obra.
En la elaboración de la tensión siempre irresuel
ta entre esos dos polos se ubica, además, la dimen
sión política de su reflexión sociológica. Reflexión,
por lo demás, no sólo sociológica, sino también so
cietalista, en el sentido de que intervendrá toda vez
que, en la historia que le ha tocado vivir, el pro
yecto económico, político y cultural de la repúbli
ca demócrata-liberal y laica amenace frustrarse
por una defección de lo social, por la ruptura de
los lazos que anudan la solidaridad y aseguran la
cohesión social.
44
i
Para responder a ese desaf o, sus análisis se de
sarrollarán según un itinerario que parece asumir
la figura de una doble estrategia, pero que no es en
verdad otra cosa que la repetida puesta en escena
de la tensión mencionada: por una parte, el Durk
heim partidario del fomento activo social y políti-
co de los grupos profesionales, que abre el camino ¡_;_
a un debate aún actual en la teoría política, a
saber: el que marca el tránsito del contractualismo
clásico, individualista, al neocorporativismo basa-
do en el pacto entre el Estado y las organizaciones
sociales; por otra, el Durkheim inquieto por la au
sencia de representaciones colectivas coaligantes
en las sociedades modernas e interesado por la
misma razón en la esencia y la función de lo reli- __
gioso en la vida social.
En ese sentido, no cabe duda alguna de que sus
preocupaciones centrales giran alrededor de la
cuestión del orden, de la cohesión y la integración
sociales. Pero esas preocupaciones no lo tornan un
pensador retrógado, ni tampoco -bien miradas las
cosas- conservador: tenía demasiada conciencia
de los profundos cambios que eran necesarios a fin
de que esa cohesión y esa integración se afianza
ran para merecer tal calificativo. Tampoco es dudo
so que la suya sea una visión desengañada de la
vida moderna. Pero Durkheim está demasiado ata
do al modernismo, demasiado apegado al culto de
la ciencia y demasiado impregnado de los valores
de la democracia liberal, como para buscar acoger
se a alguna de las opciones tradicionalistas que
una política inepta y retrógrada pretendía impo
ner en Francia y en Europa. Lo que ocurre -y es
tas consideraciones nos acercan nuevamente a
Nisbet (11:169}- es que, a diferencia de sus pares
45
22
5. CONCLUSIÓN
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22
47
desarrollo de las asociaciones profesionales reposa
ba sobre la idea de que existía un nivel privilegia
do y autónomo de la identidad colectiva --el mé
tier- a partir del cual era posible promover una
nueva recomposición de lo social. Hoy ese nivel apa
rece gravemente debilitado Y, al menos en nuestro
.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
48
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49
24
24
51
el presidente de la República, Loubet, lo indulta.
Dreyfus deberá esperar siete años para ser rehabi
litado públicamente. Rehabilitado -quiero decir-
por los tribunales civiles y, en general, por la socie
dad civil. En cambio, hasta hoy, la sociedad militar
mantuvo y mantiene una actitud ambigua y nun
ca, al menos en mi conocimiento, las Fuerzas Ar
madas francesas se pronunciaron clara e inequívo
camente en favor de Dreyfus.
El affaire Dreyfus, dije antes, marcó un viraje
fundamental en la historia de la Illa. República
Francesa o, podríamos decir quizá con mayor exac
titud, en la historia de la Francia contemporánea.
El affaire actuó como una suerte de desencadenan
te de pasiones ideológicas y dividió profundamen
te a la gente entre dreyfusards y antidreyfusards.
Y si bien por un lado se afirmaron, al calor de esa
división que era activa y militante, en la derecha
conservadora, posiciones nacionalistas, militaris
tas y antisemitas, se afirmó también, por otro, con
mayor fuerza aún, una izquierda democrática, pa
cifista, antimilitarista incluso, y firmemente ape
gada a la defensa de los derechos humanos.
Otros hechos bien conocidos jalonaron el affai
re Dreyfus, como el papel preponderante que asu
mió de allí en adelante la prensa en el desarrollo
de los acontecimientos políticos y en la formación
de la opinión pública. O como el surgimiento, en
tanto agente activo e influyente sobre la escena po
lítica, al menos en Francia, de una nueva catego
ría social: los intelectuales. La palabra "intelectual"
usada como sustantivo para designar un grupo so
cial específico, ligado primordialmente a la esfera
de la cultura letrada pero también imbuido, en ma
yor o menor medida, de una cierta e insoslayable
52
responsabilidad política, con ese sentido moderno,
digamos, comenzó a ser empleada en ocasión del
affaire, dicen que por Clemenceau.
Pero, sin perjuicio de los hechos que he mencio
nado, quisiera referirme en particular a uno o, más
bien, a una serie de hechos, a un acontecimiento
complejo, digamos, que ocurrió en aquellos mismos
años del affaire Dreyfus y que, me atrevo a aña
dir, no podría dejamos indiferentes a quienes es
tamos hoy en este lugar, en esta Facultad y en es
te recinto.
En 1893, Emile Durkheim, profesor de ciencia
social en la Universidad de Bordeaux, publica su
tesis principal de doctorado titulada "De la Divi
sión del Trabajo Social". En 1894, el año en que se
desata el affaire Dreyfus, y durante el 95, Durk
heim dicta en su cátedra de Bordeaux el primero
de sus cursos sobre Sociolog(a de la Religión, con
tinuando un trabajo que había comenzado años
antes y que proseguirá de allí en adelante hasta
culminar en su última gran obra publicada en vi
da, Las formas elementales de la vida religiosa
(1912).
Unos meses después, ya en 1895, aparece otro
clásico durkheimiano, Las Reglas del Método So
ciológico; también aparece por esa época su gran
estudio El suicidio.
En fin, en 1896 es creada especialmente para
Durkheim, en la Universidad de Bordeaux, una cá
tedra magistral de ciencia social, la primera que
existió en Francia.
Naturalmente estos hechos -podría citar mu
chos otros del mismo tenor- confluyeron a confi
gurar un único acontecimiento, que no es otro que el
nacimiento de la sociología como disciplina cientí-
53
26
54
26
55
ficción ideológica, era mucho más que eso. Y era
con seguridad más que un concepto científico.
La larga saga (duró más de veinte años) de su
reflexión y sus trabajos sobre la religión --en un
hombre decididamente laico, agnóstico y partida
rio de la separación entre la Iglesia y el Estado-
aparece permanentemente sustentada, natural
mente por la convicción de que Dios, la divinidad,
no es otra cosa que la sociedad transfigurada y pen
sada simbólicamente y, en general, por las llama
das tesis sociologistas de Durkheim sobre las
creencias religiosas, pero también está avalada por
la convicción profunda, y constantemente afirma
da, acerca del carácter sagrado de la persona hu
mana y sus derechos, de la obligación moral del
respeto del otro y de la defensa de la tolerancia re
ligiosa e ideológica. Esas convicciones hacían, pa
ra él, a una suerte de núcleo duro y profundo de
la noción de solidaridad. La solidaridad orgánica,
aquella propia de las sociedades modernas,-basada
en la promoción de las diferencias vía el desarro
llo de la división del trabajo, no tendrá para él só
lo un valor funcional, sino también moral.
Y bien, ese hombre inteligente, republicano y
amigo de Jean Jaures, cuyas preocupaciones giran
sin embargo siempre alrededor del tema de la cohe
sión y el orden sociales (hasta el punto que se ha
podido decir que la pregunta fundacional de la so
ciología, la pregunta por el lazo social, aparece en
su obra recubierta por la pregunta por el orden so
cial), fue un activo militante pro Dreyfus, partíci
pe durante varios años de diversos comités drey
fusards, y fundador de la sección Bordeaux de la
Liga de los Derechos del Hombre. Fue en su épo
ca y por muchos años, un defensor intransigente de
56
los derechos humanos. Y lo fue, creo, de una mane
ra coherente y consecuente con el espíritu de la so
ciología que él había contribuido a asentar sobre
bases sólidas y con su noción pivot de solidaridad.
Quizá muchas de las motivaciones históricas
que dieron origen y al mismo tiempo marcaron con
su impronta el origen de las ciencias sociales no
nos den excesivos motivos para enorgullecernos.
Y no sería imposible, ni del todo erróneo, estable
cer una línea parcial de continuidad entre algu
nas de las preguntas durkheimianas: ¿qué princi
pios aseguran la cohesión del grupo?, ¿sobre qué
bases se consolida el orden social?, con otras, me
nos inocentes, surgidas de las nuevas ciencias so
ciales y humanas en gestación: ¿qué criterios per
miten seleccionar el más apto para tal lugar? O, de
una manera más brutal, ¿cómo reconocer en la con
figuración de una multitud o en las dimensiones
del cráneo de un hombre el peligro que pueden re
presentar para el orden social? Preocupaciones del
policía Berlillon, promotor de la antropometría, o
del médico militar Gustave Le Bon, teórico de las
multitudes y de los cabecillas.
Pero esa línea de continuidad no es tan continua
y se quiebra allí donde Durkheim reafirma su fe en
los valores de la convivencia plural, del vivir en
conjunto y de la tolerancia. En suma: el Durkheim
dreyfusard. Sí: algunas de las cuestiones fundado
ras de la sociología no nos dan motivo para enva
necernos a quienes intentamos ejercerla. De ésta,
en cambio, tan inmediatamente ligada con la cues
tión de los derechos humanos y que también dejó
su huella en el amanecer de la ciencia social, sí po
demos enorgullecernos. A condición -y con esto
concluyo-- de que no olvidemos algo.
57
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LAS COSAS DEL CREER
(Amenaza, creencia,
identidad)
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30
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El segundo ocurrió diez años más tarde. El 7 de
julio de 1986, un médico hasta entonces desconoci
do, el doctor Luis Costa, anrmció por nn canal tele
visivo de Buenos Aires el descubrimiento de una dro
ga que, según declaró, poseía excepcionales virtudes
curativas contra el cáncer. Se trataba de la crotoxi
na, una enzima derivada del veneno de la víbora de
cascabel. El anuncio no había sido hecho sólo para
dar estado público al descubrimiento: se presentó
ante todo como una protesta frente a la negativa,
por parte de la dirección del Instituto de Neurobio
logía, centro dependiente del CONICET, de seguir
suministrando, como hasta entonces, la droga. Cos
ta trabajaba en una suerte de equipo del cual forma
ban parte otros dos médicos: Carlos María Coni Ma
lina y Guillermo Hemández Plata. A partir de sus
declaraciones, se desató una larga serie de deman
das, acusaciones, manifestaciones callejeras, pro
nunciamientos de científicos, de instituciones profe
sionales y, sobre todo, no profesionales (por ejemplo,
la CGT, algunos partidos políticos, las Madres de
Plaza de Mayo, etc.), así como de parlamentarios y
de dirigentes políticos, todo lo cual -ampliamente
promocionado por los medios de comunicación- dio
lugar a un estado de conmoción pública de insospe
chados alcances y sin antecedentes en la sociedad
argentina. Encuestas de diverso origen mostraron
que la mayoría de la población, aduciendo razones
diversas, creía firmemente en las propiedades an
ticancerígenas de la droga.3 Su presunto descubri
dor, el Dr. Juan Carlos Vidal, entonces investigador
64
del CONICET, fue elevado por sus seguidores a la
categoría de héroe nacional.
Un mes y medio después de la presentación de
Costa, luego del surgimiento de argumentos en con
trario respecto de las supuestas virtudes de la en
zima, y al cabo de investigaciones que abonaban la
tesis de que había habido irregularidades en la con
ducta de Vid.al y de los tres médicos, estos últimos
publicaron una carta abierta en la que declaraban
que no existían pruebas documentales que asegura
ran la eficacia de la droga. Vidal, que había venido
a la Argentina requerido por el CONICET -e inte
rrumpiendo un período de licencia-, retornó rápi
damente a los Estados Unidos, donde trabajaba, y
poco después renunció a su cargo en Buenos Aires
y se desentendió del caso. Pero la creencia en la cro
toxina, si bien fue cambiando de modalidades, no de
sapareció y, aunque mitigada y no ya militante, ha
perdurado hasta hoy.�
Las dos situaciones que he relatado tienen, más
allá de la visible distancia que las separa, dos pun
tos en común que me interesa explorar con cierto
detalle:
65
32
/ _¡, ' -...- -
¡ '
• Se trata ante todo de situaciones que estuvieron
marcadas por un contexto de amenaza que pe
só de manera particularmente opresiva sobre
sus protagonistas: los detenidos políticos, en un
caso, y los enfermos y sus familiares, en el otro.
Importa destacar que, aunque esas amenazas
eran susceptibles de asumir modalidades dife
rentes, todas ellas aludían, directa o indirecta
mente, a una amenaza fundamental y por lo ge
neral implícita: la amenaza de muerte.
• Se trata, en segundo lugar-como el relato mis
mo de los dos episodios lo ha mostrado--, de si
tuaciones en las que la creencia, emergiendo co
mo una suerte dependant positivo a la figura de
la amenaza, desempeñó un papel de decisiva im
portancia sobre el cual habrá, sin embargo, que
interrogarse en su momento.
l. AMENAZA E IDENTIDAD
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espectacular �el i111aginario_p_�óptico se sustituía
un artesanado de la supervisión individualizada,
sorpresiva y silenciosa; a la omnipresencia de la
mirada abarcadora y al ras de objetos y personas,
68
reglamentos a los que debían obedecer. Normal
mente se accedía al conocimient.o de esos reglamen
tos por informaciones de detenidos más antiguos
o bien por experiencia. A ello había que agregar el
hecho de que los umbrales de permisividad de cier
tas actividades eran en buena medida indetermi
nados, lo que dejaba librada su definición a la bue
na o mala voluntad del guardia de turno.
En este nivel todavía alusivo, pero inequívoco,
operaba también, silenciosamente, la amenaza de
muerte. En particular, la amenaza de muerte res- ,,
paldaba las pequeñas agresiones que cotidiana
mente debían sobrellevar los detenidos: requisas
personales humillantes, maltrato constante, cas
tigos arbitrarios. Se daba por sentado que reaccio
nar directamente a ellas equivalía a un acto sui
cida. De hecho, la amenaza se albergaba en el
envite que conlleva toda provocación. O, si se quie
re, en el miedo del detenido, en su temor a sí mis
mo, a su eventual incapacidad de no reaccionar.
Por último, sobre el telón de fondo de ese siste
ma intrínsecamente amenazante, se formulaban
con frecuencia amenazas explícitas. Amenazas de
violencias fisicas y también amenazas de muerte.
Su reiteración misma las tornaba a veces poco creí
bles y las acercaba al bluf{ destinado a asustar o
intimidar, pero la experiencia de castigos corpora
les en los calabozos de aislamiento y la información
-incuestionable- acerca de detenidos sacados de
sus celdas y luego asesinados impedían tomarlas
como meras fórmulas retóricas.
También en el affaire de la crotoxina la experien
cia de la amenaza, percibida y sentida como ame
naza de muerte, desempeñaba un papel central.
Aquí, sin embargo, es preciso descartar un malen-
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70
34
· .�
• * •
e
tidad_
u Aunque no necesariamente incompatible con el
de Laclau, el erúoque de Rusconi (1982) aborda el
71
,J
"'··
tópiCQ desde una perspectiva menos agonista.' Rus
coni comienza llamando la atención sobre el hecho
de que, dejando de lado la amenaza como mero pre
texto para efectuar una acción decidida de antema
no, quien amenaza suele preferir no verse obliga
do a cumplir su amenaza. Sintácticamente, la
amenaza toma la forma de un período hipotético:
lo deseable es que se verifiquen (por acción u omi
sión) ciertas condiciones antecedentes de modo tal
que se evite cumplir la medida extrema enuncia
da en el consecuente. Si por un lado la amenaza
cuestiona una identidad, por otro invita a una ne
gociación, a una tratativa y, por lo tanto, a transac
ciones siempre posibles. Ahora bien, igualmente
posible es que, como resultado de esa negociación
-a una de cuyas modalidades, el "intercambio po
lítico", acuerda Rusconi particular atención- las
identidades de los partenaires mismos sean afecta
das y, en ciertos casos, redefinidas. Rusconi seña-
'l
'
la inclÜ.so que la identidad propia y la ajena son
otros tantos bienes simbólicos pasibles de ser ob-
jeto de intercambio.
Los aportes de Laclau y de Rusconi ayudan a
precisar el papel de la amenaza en las dos situa
ciones que constituyen el punto de referencia de
este análisis. Sin duda, en el caso de la prisión
política, la amenaza, proveniente de la autoridad
carcelaria, era una condición primaria para la
constitución de una identidad específica en tanto
sus destinatarios, desde los gestos mínimos de
ocultar, mentir, disimular o fingir, hasta las au-
72
dacias del alegato, la protesta o inclusive la con
traamenaza, eran capaces de poner en marcha,
concertadamente, acciones colectivas de resisten
cia �--�l!a (y de autodescubrirse así como los suje
tos de esas acciones). Entiendo, sin embargo, que
esa condición primaria era también una condición
primera, un primer paso -por cierto capital- en
el recorrido a través del cual el colectivo así inci
pientemente constituido (los "compañeros") cons
truía su identidad. A ese primer paso debían se
guir otros, en los que, como en cierto modo ya ha
sido anticipado, correspondía a la creencia desem
peñar el papel protagónico. Pero todavía no hemos
llegado a ese punto.
Por otra parte, la amenaza �y aquí intervienen
las tesis de Rusconi- era además una velada ex
hortación a la tratativa y a la negociación. Por
cierto, las demandas y ofertas de la autoridad car
celaria eran casi siempre implícitas y, por lo ·ge
neral, carecían de garantías. En particular, se re- '
quería una actitud sistemáticamente sumisa de )
parte del detenido "a cambio" de mantener un 1
margen aceptable de previsibilidad en las normas
que regían la vida cotidiana del pabellón. io El con
texto de potencial y permanente amenaza de
muerte servía asimismo de telón de fondo para
una demanda más específica, demanda que en es-
te caso se dirigía selectivamente a determinados
73
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36
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Sin embargo, no todo se redujo a mítines y pro
testas. Durante el mes y medio en que el affaire
ocupó la escena pública, hubo también negociacio
nes, no siempre infructuosas. Así, por ejemplo, la
Resolución N' 522 (2817/1986) del Ministerio de Sa
lud Pública y Acción Social que, aduciendo razones
de humanidad, autorizaba el suministro de crotoxi
na a 83 pacientes que la recibían ya anteriormen
te, fue el resultado de gestiones y tratativas pre
vias en las que participaron autoridades del
Ministerio, directores de asociaciones de lucha con
tra el cáncer, médicos especialistas, científicos y re
presentantes de los pacientes.
En términos más amplios, la negociación como
posibilidad siempre abierta estuvo presente inclu
so en los momentos de mayor conflictualidad,
marcando indeleblemente comportamientos, acti
tudes y palabras de algunos de los protagonistas
del episodio, pertenecientes tanto al bando de los
partidarios como al de los adversarios de la cro
toxina. Ello se tradujo específicamente en esfuer
zos por mantener abierto un espacio común para
el debate, y por lo tanto el diálogo, entre unos y
otros. Voces generalmente moderadoras que en un
caso recomendaban, antes que dar un no definiti
vo a la droga, la profundización, sobre bases sóli
das, de la investigación científica, y en el otro
aconsejaban a quienes accedían a la crotoxina no
abandonar por ello los tratamientos convenciona
les ya emprendidos.
Así pues, del mismo modo que en el caso de los
presos políticos, la constitución de una identidad
colectiva tuvo como condición primaria la común
resistencia a una amenaza de muerte. Pero, tam
bién aquí, a partir de esa común resistencia, otros
76
elementos fueron entrando progresivamente en
juego para dar cada vez una forma definida a dicha
identidad. Y, nuevamente, el principal de esos
elementos, aquel que, en distintos momentos y en
distintos frentes, apuntaló el accionar de los par
tidarios de la droga fue la creencia. Es tiempo de
abordar este tópico.
2. CREENCIA E IDENTIDAD
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38
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puesta frontal13 a la clara provocación que conlle
va ese asesinato particularmente cínico.14 Es evi
dente, en efecto, que las autoridades carcelarias
han previsto reacciones de protesta por parte de
los presos; se diría incluso que las han incitado,
intensificando los castigos y el maltrato cotidianos
en esos días. Pero los detenidos saben que esa
respuesta acarrearía consecuencias tan negativas
como la reacción de pánico. La resolución en prin
cipio adoptada, que parece débil a algunos, adquie
re fuerza cuando los detenidos asumen también el
compromiso formal de agotar, una vez libres, to
das las vías para que el crimen reciba el castigo
que merece.
Es aquí donde interviene abiertamente la
creencia, en su expresión más descarnada: como
creencia en la futura libertad de todos y cada
uno. 15 Hacerla comparecer explícitamente impli
ca riesgos, puesto que equivale a poner sobre la
80
mesa (y no en el mejor momento) el fundamento
mismo del pacto originario que instituyó al colec
tivo como tal. Cada uno reconoce a los otros y es
reconocido por ellos en tanto asume esa creencia. ¡'.
En tal sentido, traer a colación aquello que fun
da la pertenencia de cada uno al grupo, y por tan
to la existencia lisa y llana de este último, puede
abrir la puerta a cuestionamientos, a deserciones
o incluso a una crisis general del grupo de conse
cuencias imprevisibles. Si por un lado la confian
za mutua entre los "compañeros" se apuntala en
la creencia compartida; por otro, cada uno sabe
que ni la una ni la otra son incondicionadas. No
lo es la confianza, porque requiere de un compro
miso explícito, y no lo es la creencia, porque --co
mo se verá oportunamente- hace a su natura
leza el estar habitada por un coeficiente de
duda.16
Sin embargo, el riesgo es superado. La subsi
guiente visita regular de los familiares tiende a
consolidar la actitud adoptada por los detenidos.
Hay sin duda temor entre los familiares, pero hay
también consenso generalizado acerca de la nece
sidad de denunciar el hecho, para evitar que que
de sepultado por el olvido y la impunidad. 17
He intentado mostrar ya, para el caso de la cro
toxina, de qué modo la amenaza está en el origen
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83
do requería en ocasiones introducir enmiendas, y a
veces argumentación complementaria, so pena de
comprorneter su verosimilitud. En el caso del ru
mor Originado en las declaraciones del sacerdote
fue necesario modificar sucesivamente las fechas
en qUe se producirían las libertades y también jus
tificar esos cambios. Asimismo en éste y otros ru
mores que circularon sobre el tema, la cantidad,
juzgada excesiva en la versión original, de liber
tades anunciadas debió ser corregida para dar cre
dibilidad a la versión (de lpola, [a]:199-200).
En cuanto al caso de la crotoxina, ya desde los
primeros días posteriores al desencadenamiento
del Q.{faire, los voceros autorizados de los par
tidaJios de la droga, encabezados por el equipo
médico, fueron reemplazando la palabra "curación"
Y 8Q\livalentes por el término más técnico y menos
comprometedor de "remisión". Por otra parte, en
los Ib.ismos días, a través de las propias declara
ciones de enfermos, de parientes y de algunos
médicos, se difundió una información que pronto
cobraría creciente importancia: al margen de las
eventuales propiedades curativas, o de remisión
del tumor, el medicamento poseería virtudes anal�
gésicas y ligeramente euforizantes, al tiempo que,
por añadidura, no produciría los penosos efectos
secundarios característicos de las quimioterapias
conOcidas. Se fue produciendo de este modo un
deslizamiento semántico que no se redujo el reem
pla!;o puro y simple de una significación fuerte
("CU>-ación") por otras más débiles ("remisión"), sino
que� de hecho, las retuvo a todas, en una suerte
de reservorio argumentativo apto para usos difer
entes según las circunstancias.
Ocurría así, pues, algo que aparecía a primera
84
vista como una paradoja: dogmáticos, incuestiona·
bles, indestructibles más allá de toda intención y
de toda voluntad, los enunciados objeto de creen
cia, los enunciados credógenos como los denomina
Jean-Toussaint Desanti (1981), se revelaban sin
embargo lábiles, flexibles, adaptables. Dicho con
otras palabras, todo tendía a apoyar la idea de que
el funcionamiento eficaz de las creencias requería
estrategias enunciativas que impidieran que tal o
cual versión, al "congelarse" en una fórmula única,
se tornara fácilmente permeable a los desmentidos.
Esas estrategias estaban en el origen de las mo
dificaciones a que era sometido un enunciado cre
dógeno cuando las circunstancias así lo reclama
ban. Cabría pues decir que la creencia no se rompía
pero, hasta cierto punto al menos, se doblaba.
Sin embargo, esas variaciones no eran ni arbitra
rias ni ilimitadas. No eran arbitrarias: la vigencia,
por llamarla de algún modo, de un enunciado cre
85
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42
87
¿Qué ocurre con la segunda posición de creen
cia, aquella según la cual los defensores activos de
la droga tendrían éxito en sus gestiones y movili
zaciones, es decir, pondrían a muy corto plazo la
droga al alcance de quienes la necesitaran? Nos en
contramos aquí con una suerte de contraejemplo,
porque, a diferencia de la anterior, y de las que re
gían en la prisión política, esta creencia no admi
tía sino mínimas variaciones. Se trataba, por así
decir, de una creencia constitutivamente perento
ria. Pero es justamente este rasgo lo que toma a es
te contraejemplo instructivo. Sabemos en efecto
que, más allá de la continuidad que mantuvieron
en su momento, el movimiento pro crotoxina y, en
particular, el grupo "Crotoxina, Esperanza de
Vida", han desaparecido hace tiempo de la escena
pública sin haber obtenido satisfacción a sus de
mandas, y que esa extinción también debe ser ex
plicada. Sin duda, a ello coadyuvaron desde la
emergencia de nuevos acontecimientos que mono
polizaron a partir de mediados de 1987 a la opinión
pública (los motines militares, las elecciones de oc
tubre de ese año) hasta la expectativa de un recam
bio gubernamental favorable a los defensores de la
droga. Sin embargo, esos hechos no podrían con
siderarse decisivos. Si la creencia estuvo en el ori
gen de la identidad colectiva y de la acción cohesio
nada de un grupo, algo en ella debió de haberse
modificado para que dicha identidad y dicha acción
se hubieran disuelto paulatinamente.
Mi hipótesis al respecto es que fue ese carácter
constitutivamente perentorio, y en esa misma me
dida inflexible, de la creencia en la obtención inme
diata de la droga, unida por cierto a la experien
cia de reiteradas respuestas negativas, o bien
88
dilatorias, a la demanda del grupo, lo que conclu
yó por t:orroe:r.la..cree.n._cia._e_n c:_u_estjón, y despojó así
al grupo de un elemento esencial a su razón de ac
tuar, indisociable de su razón de ser. Como vimos,
la creencia en la eficacia de la droga se mantuvo,
pero no la creencia en la eficacia de la acción co
lectiva con vistas a obtenerla. Privado de su prin
cipal fuente de sentido, el grupo languideció un
tiempo y acabó por disolverse.
4. CONCLUSIÓN
89
44
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44
hechos como ése. Pero las cosas ocurren de muy di- \ '
1,
ferente manera en la vida cotidiana de la cárcel pa-
',:
ra detenidos políticos. En efecto, la cárcel política 1
se caracteriza por poner en obra un riguroso dispo
l sitivo (que incluye, entre otras cosas, reglamentos,
modos de gestión del espacio, formas específicas de
vigilancia, inculcación doctrinaria y presiones psi
cológicas) destinado a asegurar la máxima desin
formación posible de los detenidos en lo que se re
fiere a su situación presente y futura. Para decirlo
" en una frase, en la prisión política el detenido no
debe saber nada que se suponga que tiene perti
nencia para dar un sentido razonablemente pre
visible a dicha situación. Por eso, la producción y
a circulación de mensajes están, o bien rigurosamen-
1S te controladas, o bien prohibidas. Naturalmente,
l- un medio social así constituido lleva a quienes es-
91
/
* * *
92
vo creado justamente para conjurar esa amenaza,
la creencia se convierte en una fortaleza inexpug
nable.
• • •
93
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95
su control. 24 Lejos de ser una excepción, la cárcel
para detenidos políticos constituye uno de los ám
bitos donde más sistemática y perfeccionadamen
te se aplican esas estrategias.
En lo que se refiere al affaire de la crotoxina,
si bien es cierto que los defensores activos de la
droga tenían certezas definidas en cuanto a quié
nes eran sus enemigos y no dudaban en interpre
tar la negativa de las autoridades a satisfacer sus
reclamos como el resultado de una vasta conspira
ción de poderosos intereses económicos -todo lo
cual les permitía definir la situación como un en
tramado inteligible de conflictos y de fuerzas-, es
preciso también reconocer que, sobre el fondo de
la terrible vivencia de la enfermedad como daño fí
sico y psicológico y como estigma social, ciertas ex
periencias por las que atravesaban enfermos, pa
rientes y, en general, defensores activos de la
droga llevaban a algunos de estos actores a cues
tionar el sentido de las iniciativas que adoptaban
e incluso de su existencia como grupo. Entre esas
experiencias, quizá la más traumática era aquella
que provenía de la asim.etrw. constitutiva de las
1
disolviendo, que ya se ha rendido. Por lo demás, sus
radas ya han confesado. En cuanto a sus jefes, son unos
bardes (se esconden) o unos falsos jefes (infiltrados). En
sumen: hay que convencerlo de que está solo y que, por
tanto, carece de obligación frente a otro que no sea él
·
96
gubernamentales y las comisiones científicas por
un lado, y los defensores de la droga por otro. La
sensación de impotencia que en esas ocasiones ex
perimentaban algunos de los partidarios de la dro
ga podía cristalizar en la forma de un sentimien
P
to general de érdida de sentido de la acción y la
existencia propias.
En ese contexto, la pregunta por la razonabi
lidad o la racionalidad del actuar propio y ajeno
gravitaba paradójicamente como pregunta que no
podía ser planteada simplemente porque las con
diciones necesarias para su planteo, e incluso para
el planteo de cualquier pregunta "sensata", esta
ban ausentes. Así pues, no para que tal pregunta
pudiera ser formulada, sino, más elementalmente,
para disponer de un mínimo entorno de sentido en
el cual situar los hechos y situarse, había ante to
do que recrear esas condiciones. Los episodios que
hemos descripto en los parágrafos precedentes no
fueron otra cosa que momentos del laborioso pro
ceso a través del cual los detenidos políticos, por un
lado, y los defensores de la crotoxina, por el otro,
fueron afirmando su identidad a la vez que cons
tituyendo, en diferentes planos, el sentido de la si
tuación que vivían.
En ese proceso le correspondió desempeñar, co
mo vimos, a la creencia -y ante todo a la creen
cia como confianza acordada- un papel que, si el
adjetivo no estuviera algo devaluado por el uso,
bien cabría calificar de fundacional. Dicho en tér
minos muy concisos, procuramos mostrar al res
pecto que una identidad colectivii Se CollstitUía 8 _
- través de la escansión de dos Il!OIP.l:l_ntos: uno, exte
rior, prospectivo y a priori, definido por la resisten
cia a la negatividad "serializante" encarnada por la
97
48
l
Es precisamente ese Rapel fundacional el que
torna en mi opinión no pertinente en e$te niuel a
la pregunta por la J'!lcionalidad o irracionalidad c.J�
la creencia en elsentido definido. Constitutiva del
"8. Priori social" (Ma:x Adler), la �éncia como con
fianza acordada oe_��-�o�o _condicióil de posibili
dad de toda racionalidad y d,e toda .ii:r�cí0t)ill8a.
Sólo pues clq@__esa condición_.wclemos interrogar-
�
n SObi-e �i caráct.er racional o irraciO�af."'TazDna
ble o no razonable, de un comportamiento, un pro
yecto, una creencia (en el sentido de adhesión a un
enunciado en tanto se lo tiene por verdadero), una
hipótesis ... y también un ensayo como el que aquí
concluye.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
98
48
•
L>-
L8
JÍ
·
'.).
99
Anexo
Opinión actual (septiembre de 1993)
sobre la erotoxina
Cuadro N-' 1
VARIABLE, SEXO
61 55 116
Curar 29,0 29,6 29,3
93 80 173
�dar 44,3 43,0 43,7
15 11 26
Ninguno 7,1 5,9 6,6
16 14 30
No recuerda 7,8 7,5 7,6
25 26 51
NS-NC 11,9 14,0 12,9
103
Cuadro N!! 2
VARIABLE: NNEL DE EDUCACION
35 23 48 10 116
Curar 26,9 25,0 33,8 31,3 29,3
61 40 61 11 173
�dar 46,9 43,5 43,0 34,4
7 9 9 1 26
Ninguno 5,4 9,8 6,3 3,1 6,6
14 8 5 3 30
No recuerda 10,0 8,7 3,5 9,4 7,6
13 12 19 7 51
NS-NC 10,0 13,0 13,4 21,9 12,9
104
Cuadro N-' 3
VARIABLE, EDAD
15 a 22 2S a 40 41 a 5ó ... de 55 Total
17 41 29 29 116
Curar 27,0 24,0 33,3 38,7 20,3
24 82 36 31 173
Ayudar 38,1 48,0 41,4 41,3 43,7
6 10 6 6 26
Ninguno 9,5 5,8 6,9 5,3 6,6
12 14 2 2 30
No recuerda 19,0 8,2 2,3 2,7 7,6
4 24 14 9 51
NS-NC 6,3 14,0 16,1 12,0 12,9
63 171 87 75 396
Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
105
52
Cuadro � 4
VARIABLE: SEXO
14 12 26
No sabe1 6,7 6,5 6,6
172 151
Sí 81,9 81,2
19 13 32
No 9,0 7,0 8,1
5 10
NS-NC 2,4 5,4
106
52
Cuadro N\! 5
VARIABLE: NNEL DE EDUCACION
13 7 4 2 26
No sabe 10,0 7,6 2,8 6,3 6,6
10 8 13 1 32
No 7,7 8,7 9,2 3,1 8,1
3 3 5 4 15
NS-NC 2,3 3,3 3,5 12,5 3,8
107
Cuadro N-' 8
VARIABLE.- EDAD
15 a 22 23 a 40 41 a 55 + de 55 Total
10 12 2 2 26
No aabe 15,9 7,0 2,3 2,7 6,6
38 145 75 65 323
Sí 60,3 84,8 86,2 86,7 81,6
10 7 7 8 32
No 15,9 4,1 6,0 10,7 8,1
5 7 3 o 15
NS-NC 7� 4,1 3,4 º·º 3,8
63 171 87 75
Total 100,0 100,0 100,0 100,0
108
'
Nombres
54
54
Borges
y la comunidad
111
nas variantes, la fábula reaparece en el capítulo
dedicado al Simurg de El libro de los seres imagi
narios2 y, más concisamente, en "El enigma de Ed
ward Fitzgerald" de Otras inquisiciones (OC:689).
Por cierto, el relato se presta con facilidad a lec
turas alegóricas. Borges señala esta circunstancia
a propósito de "El acercamiento aAlmotásim", pe
ro la indicación es, si cabe, aún más válida para
el Coloquio ... 3
Según la leyenda, fatigados de su anarquía re
mota y presente, los pájaros resuelven asumirse co
mo comunidad y acuerdan embarcarse en una em
presa colectiva: encontrar al Simurg, el rey de los
112
pájaros, que habita el Kaf, cordillera circular que
rodea la tierra. Comienzan, a pesar de la aprensión
de algunos;" su diffcil trayecto. Padecen indecibles
trabajos que provocan renuncias y muertes. Sólo
a treinta, sobre el fondo de una cantidad indefini
da, pero que cabe suponer inmensa, les es dado ac
ceder a la montaña. Al pisar la tierra del Simurg,
al contemplarlo, descubren que el Simurg son ellos:
cada uno de ellos y todos.
Hay pues en el inicio de la historia un pacto que
es a la vez una apuesta. Ese pacto se concierta ante
todo como una empresa de orden y es lícito inferir
que sólo se consuma como tal en el momento en que
los pájaros llegan a destino. En efecto, la travesía
que los pájaros emprenden, si bien culmina en el
hallazgo de una identidad común, es asimismo pa
ra cada uno descubrimiento de una singularidad. 5
Los pájaros, que constituían al comienzo una vas
ta cantidad indistinta (casi un continuum) donde
cada elemento era insignificante, han debido re
ducirse, por la penosa sustracción de quienes
abandonaron o murieron, a una cantidad limitada
(doblemente discreta, cabría decir) pero rica en
113
56
114
56
115
que es uno de sus constructores) jura olvidarla, y
cabe apostar que lo consigue, en el momento en que
recobra, al beber agua de un río, su perdida fini
tud9
Es este lugar creo pertinente recuperar dos tó
picos recurrentes, y parcialmente articulados, en
Borges. El primero, a menudo frecuentado por los
comentadores, es el tópico del texto, y por tanto de
la escritura, necesaria, no permeable a la contin
gencia. El segundo, también visitado por la críti
ca literaria, parece en principio una variante del
anterior: me refiero al tema del texto total, sin in
tersticios, ostensiblemente pregnante, omniabar
cador. Borges teje alrededor de estos temas una va
riada gama de ficciones, ensayos y poemas.
¿Cómo concebir la factura de un texto imper
meable a la contingencia? Diversas estrategias son
concebibles:
Los cabalistas comenzarían advirtiendo que ese
texto ya existe: es la Sagrada Escritura. La garan
tía de su condición de tal proviene del hecho de que
su autor es Dios. Un texto en el que la colaboración
del azar es calculable en cero sólo puede ser obra ·
116
--
conglomerado de marcas (semánticas, morfológi
cas, fonéticas, prosódicas) y de relaciones (sintác
ticas y hasta aritméticas) que abre a infinitas lec
turas.to
Pierre Menard se declara incapaz de imaginar
el mundo sin el Batea.u ivre, sin elAncient mariner
o sin tal exclamación de Edgar Allan Poe, pero ca
paz de imaginarlo sin el Quijote. Se trata de una
"incapacidad personal", pero ella será el principal
motor de su tentativa. "El Quijote es un libro con
tingente -dice Menard-, el Quijote es innecesa
rio" (0C:448). El escritor de Nimes se propone en
tonces corregir esa condición. Las restricciones que
el objetivo que se ha propuesto impone a su escri
tura son duramente opuestas: "Mi solitario juego
está gobernado por dos leyes polares. La primera
me permite ensayar variantes de orden formal o
psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al
texto 4original' y a razonar de un modo irrefutable
esa aniquilación" (0C:448). La finitud amenaza, pe
ro también realza, la tentativa de Menard: "Esen
cialmente, mi empresa no es dificil, me bastaría ser
inmortal para llevarla a cabo" (0C:449).
El tópico del texto total es planteado y elabora
do en varias ficciones:
117
58
118
58
•
Una suerte de variante del caso anterior pare
ce ser el "dilatado mapa" del Imperio construi
l do por los Colegios de Cartógrafos ("Del rigor en
• la ciencia", OC:847): todo mapa es, en efecto, un
' simulacro reducido de ciertos aspectos de una
' región geográfica; aquello que en él se registra
cobra sentido sobre el fondo de incontables omi
·-
siones y simplificaciones. Quien confecciona un
a mapa está obligado a escoger -ante todo a re
,_ ducir- y por lo tanto a eliminar posibilidades.
·-
En un mapa del Imperio que tiene el tamaño del
'r Imperio y coincide punto por punto con él, no
n hay lugar -valga la expresión- para ningún
'º problema ni, en consecuencia, para ninguna
n opción.
•
El tema del texto total reaparece en "El Aleph".
Tanto Carlos Argentino Daneri como "Borges"
aspiran a transmitir lo que el Aleph les ha per
mitido contemplar: "todos los lugares del orbe,
vistos desde todos los ángulos" (0C:623). Para
ello, Daneri acomete un poema interminable en
el cual procura registrar "científicamente" todos
y cada uno de los hechos y cosas que ha visto.
"Borges", sin desconocer lo imposible de su obje
tivo, condensa en una página su visión, o la ima
gen de su visión, del Aleph.
119
ma, frente al paralizado pelotón de fusilamien
to, a la obra que justificaría su vida;
• El de Isidro Parodi quien, confinado en la cel
da 273 de la Penitenciaría, resuelve los enigmas
policíacos que le plantean sus visitantes;
•
El del también encarcelado Tzinacán, quien lo
gra descifrar la sentencia mágica del Dios escri
ta en las manchas de un jaguar;
•
El de Averroes, bloqueado en la elaboración de
su obra magna, el comentario de Aristóteles, por
la imposibilidad de despejar el sentido de las pa
labras "tragedia" y ..comedia";
•
El del ya mencionado "Borges", afrontado a la
tarea de plasmar en discurso el universo que el
Aleph le revelara.
120
suministran sus propios protagonistas. El fraca
so de la búsqueda de Averroes estaba, como quien
dice, escrito, dado lo que podríamos llamar sin
ironía la tragicómica situación del protagonista.
El significado de los vocablos "tragedia" y "come
dia" es inaccesible a quien ignora qué es un tea
tro y a quien sus creencias le vedan la represen
tación de figuras y situaciones. La empresa de
Tzinacán es la más dificil y la más ambiciosa. Los
medios de que dispone el antiguo sacerdote de Qa
halom son tan ínfimos y su propósito tan ímpro
bo que no sorprende la circunstancia de que su
victoria, en vez de aparecer como el resultado ló
gico de su búsqueda, se presente más bien como
una suerte de iluminación súbita que habría gra
tificado sus penurias. En fin, el propósito de "Bor
ges" -describir su visión del Aleph- es previa
mente calificado por su protagonista como de
ejecución imposible.
Las tentativas y situaciones que he recapitula
do tienen notorios puntos en común y también di
ferencias entre ellas. De estas últimas quiero des
tacar una que, pese a no suministrar un principio
de partición claramente exhaustivo, reviste para
mi propósito un interés especial. Entiendo que
existe un hiato profundo entre, por una parte, el
sentido filosófico de la biblioteca de Babel y el ma
pa del lmperio11 y, por otra (para mencionar sólo
esos casos), el de la búsqueda de los cabalistas, el
intento de "Borges" y la empresa de Pierre Menard.
En el primer caso, nada irrumpe para alterar o so
licitar la estructura plenamente acabada de la Bi-
121
60
122
60
123
nudo de heresiarcas- y su idea, compleja y nada
inocente, según la cual si todo está escrito, muy po
co ha sido realmente descifrado. La Escritura se
convierte así en un palimpsesto al que los cabalis
tas no se privan de volver a interrogar y sobre el
que, también, escriben.16
Pierre Menard acomete una empresa "de an
temano fútil" y de realización imposible, pero esa
futileza y esa imposibilidad, lejos de desanimarlo,
obran como alicientes. Lo bueno para él es E?Jl·
prender la travesía, no alcanzar la meta.17 Y siém
pre podemos, como el narrador, imaginar que la
alcanzó.
124
Es innecesario precisar que todas estas tenta
tivas implican de un modo específico la figura del
otro. Una de las tesis que Borges atribuye a la Cá
bala dice que el Universo es obra de una divinidad
deficiente que, además, "tiene que amasar el mun
do con material adverso". Y Borges concluye:
• • •
18. Jorge Luis Borges: Siete noches, ed.cit., pg. 139 (Yo subra
yo).
125
62
126
62
127
allá de todo lo que los distingue, son fundamental
mente semejantes y que la experiencia del guerre
ro lombardo Droctulft, la experiencia de esa reve
lación, la Ciudad, que lo transfigura, es en lo
esencial idéntica a la experiencia de la inglesa de
Yorkshire, a la experiencia del ancho desierto libre
y de la vida nómade e impetuosa del indio.
128
El informe de Brodie aparece como una osten
sible variante del viaje de Gulliver al país de los
houyhnhnms, aunque cabe tener en cuenta que (co
mo ha visto muy bien Beatriz Sarlo2º) es en el des
vío que opera Borges respecto del original que re
side el interés que el informe provoca y el enigma
que plantea. Los viajes de Gulliver es, como se sa
be, una crítica sin concesiones a la humanidad en
su conjunto. Una crítica despiadada, casi cruel, pe
ro no siempre desesperanzada. Es que Swift tenía,
más allá de su escepticismo respecto de las bon
dades del género humano, un agudo sentido de los
alcances políticos del cuestionamiento ético que ha
bía emprendido. De ahí que en Los Viajes... refie
ra a menudo acontecimientos de la política cotidia
na, analice casos, proponga reformas y ofrezca
soluciones puntuales. Sin duda, el reino de Brob
dingnag y el país de los houyhnhnms son ficciones
utópicas, pero algunas de las normas que allí rigen
están lejos de ser de aplicación inconcebible, in
cluso en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIIJ.21
El Informe por su parte carece de punto de refe
rencia utópico; el narrador no puede recurrir, pa
ra juzgar a los que llama "yahoos", más que a los
valores propios de las sociedades cristianas, de una
de las cuales él mismo proviene. Los rasgos con que
describe a sus yahoos hacen aparecer a éstos como
129
64
130
64
n
antes de concluir, convocar una última ficción de
_
Borges. Se trata de un relato anterior al que aca
-
bo de comentar y lleva por título "El hombre en el
-
umbral" (0C:612-616).
"El hombre ..." tiene puntos en común con "El
,_
acercamiento a Almotásim" y también con El infor
n
me de Brodie. Del primero rescata el tema de la bús
,_
queda, invirtiendo los términos. El estudiante hin
dú conoce de antemano las cualidades de aquel a
quien busca y sabe asimismo que se trata de un
1-
hombre virtuoso; por último ciertos índices inequí
lS
vocos lo aproximan progresivamente a él. Cristopher
Dewey desconoce, al comienzo de su pesquisa, la ca
lidad moral de su buscado; sólo al encontrarlo, lue
go de una averiguación donde abundan los índices
equívocos, descubrirá que es un canalla.
Como El informe de Brodie, también "El hom
bre..." es el relato de un viajero inglés a una tie
rra y a una cultura lejanas donde el narrador ha
llará, como el misionero escocés del informe, una
suerte de barbarie. Pero aquí paran las semejan
zas. Dewey, que está a la búsqueda de un magis
trado escocés de ilustre linaje, encuentra al cabo de
semanas, acurrucado en el umbral de una casa de
un barrio humilde, a un hindú de barba blanca, en
cogido por los muchos años y vestido con harapos:
una minuciosa contrafigura del buscado. Le habla,
de antemano desesperanzado, del juez desapare
cido y el anciano, como si no quisiera o no pudie
ra responder a la pregunta de ·newey, toma la pa
labra y narra una historia al narrador. Una
historia con rasgos de leyenda y de fábula, que si
túa en su remota infancia y en la que también es
cuestión de un juez. En aquel tiempo -cuenta el
anciano- la corrupción había ganado a la gente y
131
reinaban la blasfemia, el engaño y el fraude. No to-
dos, sin embargo, habían sucumbido a la perver
sión: cuando corrió la noticia de que la reina envia
ría un hombre para que aplicara en el país
musulmán la ley de Inglaterra los menos corrup
tos la recibieron con beneplácito "porque sintieron
que la ley es mejor que el desorden" (0C:614).
132
�··'
133
66
134
66
135
José Aricó:
pensar entre refiejos
desplazados
a Thresa
137
68
138
68
139
Hannah Arendt a propósito de Walter Benjamin,
según el modo de un buscador de perlas, que acep
ta sin reticencias la perfección de lo que encuen
tra sin prestar atención al paisaje que lo rodea. Es
cierto que para Pancho había regiones preferidas
de ese pasado y que una de ellas llevaba el nom
bre de �arx. Pero nada más ajeno a su intención
que la idea de "desarrollar" a Marx, "prolongando",
por ejemplo, el análisis de la estructura con el de
la superestructura o "profundizando" las ideas de
Marx sobre la ideología o sobre la política. Siempre
tomó a Marx a ras de texto; nunca pretendió ex
plicar qué quiso decir sino, a lo sumo, por qué di
jo tal o cual cosa. El pasado era para él una espe
cie de tesoro sin tiempo. Y Marx también.
Pancho sabía además que el marxismo estaba
entrando en una fase de su historia en la cual po
dría inspirar y orientar análisis y aún conservar un
importante valor heurístico, pero también en la
cual ya no sería verdadero en el sentido en que él
y muchos de nosotros lo habíamos creído verdade
·o; que las duras y decisivas experiencias políticas
ci.e los afios setenta y los avatares imprevisibles de
la historia de las teorías, habían instalado al mar- .
xismo en un régimen de verdad diferente. Y Pan- .
cho sabía sobre todo que la historia del pensamien-;
to no pronuncia juicios sumarios del tipo: esto es
verdadero, esto es falso. Que, como a toda hist&.'·
ria, le ocurre adoptar decisiones sordas: em
samar a ciertos autores, transformarlos en piez
de museo, o al contrario mantenerlos tozudame .
te en actividad, no porque haya entre sus teo '
y una "'realidad" supuestamente invariable qui
sabe qué milagrosa adecuación ---esta verdad p
tual interesaba poco a Pancho: no la considera .
140
suficiente ni tampoco necesaria para que una doc
trina fuera grande-, sino porque esos autores,
más allá de sus enunciados y de sus demostracio
nes, continúan hablándonos y nosotros, más allá de
las mudanzas de la historia y la incuria del tiem
po, continuamos escuchándolos. Son los clásicos. Se
los reconoce en el hecho de que su obra existe pa
ra no ser tomada al pie de la letra, y en que, sin em
bargo (o justamente por eso), los hechos nuevos no
están nunca absolutamente fuera de su competen
cia: siempre logran extraer de esos hechos nuevas
resonancias y descubrir en ellos nuevos relieves.
Como dice Borges, a los clásicos se los lee "con pre
vio fervor y una misteriosa lealtad...
En Pancho la referencia a Marx fue ante todo la
meditación sobre y a partir de lo que él consideraba
un clásico. Sólo que, para Pancho, Marx no era un
clásico más: era --digamos- su clásico, es decir, en
verdad, algo más que un clásico. Sin embargo, nun
ca se resignó a comentarlo ni a interpretarlo, sino
que elaboró, como dije, una manera propia de
abrirse camino en su obra.
Vuelvo sobre Marx y América latina. De ese li
bro me interesa, en continuidad con lo que plan
teé al comienzo, el modo en que el pensamiento de
Pancho, cuando se interroga sobre un escrito de
Marx y también -punto que retomaré- sobre lo
que podríamos llamar la condición latinoamerica
na, se franquea, a veces a brazo partido, su cami
no. Creo que lo hace a través de una repetida con
frontación al cabo de la cual sujeto y objeto de la
reflexión, cada uno por su lado, se desplazan, se
desdibujan y se escinden, dejando sin embargo co
mo cociente un resto de sentido, precario sin du
da, pero irreductiblemente resistente y valioso. Y
141
70
142
70
143
entendió el sentido del proyecto bolivariano porque
descreía de las empresas puramente estatales y
porque no entraba en su cabeza la idea de que el
. Estado fuera capaz de una productividad política
\
propia. No se equivocaba al señalar los rasgos au
toritarios de dicho proyecto; se equivocaba al redu
cir este último a esos rasgos, al no advertir que ha- _
144
atención a las voces que, aún en sordina, se hacían
oír desde abajo, desde el lejano fondo de una so
ciedad embrionaria pero viva. Queda en pie el he
cho paradójico de que no fueron las simplificacio
nes mecanicistas del Marx convencional, sino más
bien las complejas e insospechadas virtudes del
Marx imprevisto que Pancho nos revela, lo que es
tuvo en el origen de su incomprensión de Bolívar
y de América latina.
Pero la medalla tiene también su reverso; por
otro lado, en efecto, la América latina que Marx
no supo ver era, no una América latina pujante y
grávida de promesas eufóricas: era en cambio la
realidad penosa de países desgarrados que a pesar
de todo pugnaban malamente por existir y conso
lidarse. Dicho de otro modo, si el análisis de Pan
cho muestra que Marx no supo captar la especifi
cidad latinoamericana, no se desprende de dicho
análisis la idea de quién sabe qué singularidad ina
prehensible y original en que dicha. especificidad
consistiría. Se desprende más bien la afligente
comprobación de una América latina endeble y di
vidida, cuya viabilidad, por lo demás, estaba lejos
de ser evidente.
Así pues, un dificil contrapunto de reflejos sutil
mente distorsionados escande la demostración de
Pancho. No hemos comprendido cabalmente las ra
zones por las cuales Marx no nos ha comprendido.
Se trata entonces de hacer ver que el mismo Marx
puede hacernos ver el porqué de su propia cegue
ra respecto de nosotros. Pero ello requiere que vea
mos aquello que no habíamos visto o habíamos vis
to mal en Marx. Resultado de la operación: un
Marx desarticulado y atípico, un Marx insituable,
Y también la frágil figura de un objeto -América
145
72
146
72
147
decir verdad, no elegí como texto de referencia a
Man y América latina sólo porque es el más cé
lebre de los escritos de Pancho. Lo elegí además
148
Memorias de Marx
l. DESTIEMPOS
149
74
150
74
151
te en América latina. En lo que respecta a la Ar
gentina, Silvia Sigal y Osear Terán2 han expuesto,
con talento y sin complacencia, parte de esa his
toria abundante en malentendidos, en autoenga
ños casi nunca inocentes y en extravíos ideológi
cos, aunque también plena de vivacidad y de
entusiasmo intelectual. Básteme volver a señalar,
para retomar el hilo de esta exposición, que el gol
pe de marzo de 1976 cortó de raíz esos debates y
clausuró de un plumazo, por tiempo indetermina
do, los lugares institucionales donde se ejercían.
Restablecido el estado de derecho, instalada la
democracia, los exiliados (del país, de la vida in
telectual, de la universidad) volvimos a la Argen
tina y nos reintegramos a nuestro lugar de anta
ño -la Universidad, el CONICET, los centros de
investigación privados-, esperanzados aunque sin
euforia, seguros de nosotros, casi sin vanidad. Co
mo dije, muchos no advertimos al comienzo -y esa
miopía me parece hoy significativa- que ese lugar
ya no era exactamente el mismo. Sin duda, el es
cepticismo inscripto en algún rostro, una mirada
extrañamente interrogativa, algún comentario de
sengañado, llamaban de tanto en tanto nuestra
atención. Pero queríamos creer que sólo eran ma�
nifestaciones inevitables y puntuales; efectos de
una atmósfera todavía parcialmente enrarecida
después de ocho años de dictadura militar.
Nos dispusimos, pues, sobriamente, a retomar
la palabra. Una palabra debidamente actualizada:
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no en vano, durante los últimos siete, ocho años, en
el mundo europeo occidental y oriental, en Estados
Unidos y en parte de América latina, se habían su
cedido acontecimientos políticos y teóricos impor
tantes y se insinuaban otros, no menos significa
tivos. Que nadie pensara que íbamos a repetirnos.
Uno de esos acontecimientos, a la vez teórico y po
lítico, fue lo que se dio en llamar "la" crisis del mar
xismo.ª Fenómeno marcado por la gran resonancia
que alcanzaron en esos años las revelaciones acer
ca del Goulag, la consecutiva reactualización de los
debates sobre el universo concentracionario en la
URSS y la denuncia de la opresión en los regímenes
del Este, esta crisis se manifestó con algún ruido de
platillos mediáticos en Francia por la voz de los nou
veaux phüosophes y, de manera mucho menos espec
tacular, en los debates que tuvieron lugar por en
tonces entre marxistas (y no marxistas) italianos,
anglosajones, españoles y algunos latinoamericanos.
Salvo excepciones, los intelectuales argentinos
de mi generación habíamos quedado al margen de
esas discusiones, y también de otras posteriores
vinculadas con las primeras.4 Eso llevó a que, fren
te a los referidos hechos, campeara en los medios
intelectuales de izquierda una persistente desean-
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incontenible proceso que en pocos años acabó con
los regímenes del Este y rehízo por completo el ma
pa político mundial. Nuevamente, y quizás con más
fuerza que antes, se abría la posibilidad de levan
tar la censura que voluntariamente nos habíamos
impuesto respecto del tratamiento de ciertos te
mas. Pero ni la caída del Muro, ni el derribo de la
estatua de Lenin, ni el fin del Pacto de Varsovia lo
graron conmovernos lo suficiente.
Así pues, en un contexto signado por la ausen
cia irreparable de la generación destinada a ser
nuestra interlocutora, y luego a relevarnos, nos
confinamos en un pacto de silencio cada vez menos
disimulado. Hoy no sería injusto decir que lo que
antes era muda hostilidad se ha convertido insen
siblemente en complicidad vergonzante. Hemos
privado así a los más jóvenes de un elemento indis
pensable para la elaboración de sus experiencias:
la transmisión de las nuestras.
Hoy ya no es posible intentar, al menos en los
mismos términos, lo que tenía sentido hace una dé
cada y media. Por lo demás, los derroteros capri
chosos de las modas intelectuales nos han puesto
frente a los primeros signos de una empresa al fin
y al cabo no tan inesperada: la rehabilitación teó
rica y filológica de Marx y del marxismo. 7 Pero el
paso del tiempo ha abierto otra posibilidad: justa
mente la de reflexionar en conjunto, convocando
también a los jóvenes, sobre ese contratiempo que
bloqueó nuestro pensamiento y nuestra palabra
durante tantos años. Se trata de un diálogo, de una
discusión, que no reemplazará a la anterior ni
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borrará sus efectos, pero que, además de ayudar
nos a entender por qué la anterior no tuvo lugar,
puede darnos elementos para construir un nuevo
punto de partida. Creo que debemos hacer la ten
tativa.
t
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hay también otras posibilidades de lectura, más in
teresantes y tal vez más pertinentes.
Desde el momento, en efecto, en que la lógica
"económica" del capital se topa -por obra de la re
sistencia obrera o, más generalmente, por obra de
la lucha de clases1º- con esa zona de indecibili
dad que, en principio, es investida por una inter
vención político-institucional (la cual, a menudo
aunque no siempre, saca las castañas capitalistas
del fuego), se torna visible, y accesible, otra esce
na que no podría ser considerada sin más como un
mero apéndice o un instrumento de la anterior.
Que esa escena siempre estuvo allí, desde los orí
genes del capitalismo, el capitalista lo sabe, aun
que lo haya olvidado. El obrero, que también qui
zá lo ha olV:idado, lo reaprende.11 Aquello que
importa es que la zona inicial de indecibilidad abre
ya una ventana desde donde es posible percibir la
constitutiva contingencia del capitalismo. La lucha
adquiere un carácter político, no sólo ni princi
palmente porque tomen parte en ella las ligas y los
partidos, sino porque la institución, la contingencia