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EMILIO DE IPOLA

LAS COSAS
DEL CREER
Creencia, lazo social
y comunidad política

CONSEJO <"{
DE ·.

INVESTIGACION
INVENTARIO ·�
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PATRIMONIO
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Orc!�n N·

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Ariel
2

Diseño de interior: Alejandro Ulloa

© 1997, Emilio de Ipola

Derechos exclusivos de edición en lengua española:


© 1997, Compañía Editora Espasa Calpe
Argentina S.A. I Ariel

Primera edición: mayo de 1997


Hecho el depósito que prevé la ley 11. 723
ISBN 950-9122-47-5
Impreso en la Argentina

Ninguna parte de eBta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede


aer reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún
medio, ya aea elktrico, qulmico, mecánico, óptico, de gmbación o de fotocopia,
11in permiso preVln del editor.
2

Introducción

'

Situada no exactamente a medio camino entre


la certeza y la duda, sino más bien en una región
ambigua donde una y otra se confunden\ la creen­
cia encarna y a la vez exhibe una de las aporías
fundantes de nuestra cultura: aquella que postu­
la un "más allá" como complemento silencioso del
"más acá" palpable y familiar que configura nues­
tro mundo. No es necesario ser religioso para expe­
rimentar la eficacia de ese clivaje, condición de po­
sibilidad (y también, paradójicamente, resultado)
del creer. Puesto que tanto quienes creen como
quienes no creen en Dios están de acuerdo en que
Ja ep.tidad a que refiere la palabra "Dios" no perte­
nece al dominio de la naturaleza, sino a un dominio \
no directamente accesible, trascendente. Y en ese
dominio unos y otros, religiosos y ateos, y cualquie­
ra sea la figura bajo la cual se lo piense, sí creemos.

"" Prueba de ello es que nadie, al menos en nuestra
a,

l. Vuelvo más adelante sobre este punto.

7
cultura, se ha privado de investir a ciertos actos,

I
a ciertos proyectos, a ciertas ideas, de un hálito de
trascendencia que es hijo, no siempre reconocido,
del clivaje inaugural.
Lejos de ser una forma inferior, falaz y, sobre to­
do, fallida de conocimiento, la creencia es un mo-
do positivo y específico de aprehender el mundo.
Positivo, porque su manera de operar no es susti­
tutiva, ni deficiente: el que cree apuesta pero tam­
bién afirma; no busca suplir con un erzats frugal
un saber provisoria o definitivamente ausente. Es­
pecífico, por ser distinto de otros modos de apre­
hensión, aunque su especificidad no sea fácil de cir­
cunscribir ni de definir. Quisiera detenerme en lo
que sigue sobre este último punto.
Es sabido que las nociones de creer y de creen­
cia tienen la particularidad de funcionar como pie­
zas fundamentales del pensamiento sociológico y
de ser asimismo conceptos extremadamente diff­
ciles de elucidar. En este caso, incluso la ayuda que
puede prestarnos el diccionario se revela, por lo ex­
cesiva, problemática. Un buen diccionario llega a
distinguir más de veinte usos posibles para el ver­
bo "creer".
Sin embargo, el problema que plantea dicho ver­
bo no reside en la variedad de sus empleos ni en
la pluralidad de sus significados (en su polisemia).
i Reside en el hecho de que el término "creer", an-
1 tes que polisémico, es más bien un término ambi­
i guo: no significa a veces "a", otras "b", sino a la vez
1 "a" y "b", siendo "b", como veremos, un posible an-
tónimo de "a". En segundo lugar, porque, como lo
hemos en cierto modo anticipado, "nuestros" usos
del verbo creer, con ser muy generales, no son sin
embargo universales y el conocimiento de cultu-

8
,,
diferentes de la nuestra ha infl�do sobre noso-
· tro&. Sabemos que hay pueblos que creen de un mo­
do cualitativamente diferente del modo en que no­
aotros solemos creer que creen y ese saber agrega
un elemento suplementario de complejidad a la

cuestión.2
ne todos modos, si nos atenemos a su empleo en
nuestra cultura, es notorio que la palabra "creer"
alberga dos s�ficaciones sensiblemente OOiitrS:­
dictorias en el sentido -a.e que-expresa tarito ra�cru-
- da como la convicción, tanto la vacilación como la
certeza. Si creer equivale por un-18.dOiatirmar una
certidumbre, también equivale, por otro, a matizar­
la: "creo" significa en ocasiones "no estoy seguro".
Se podría argüir que esta ambivalencia es sólo apa­
rente y que se disipa desde que son distinguidas las
dos modalidades principales en que el verbo "creer"
es utilizado:"��", que expresaría la fe pura
y simple, y "creer que", que haría un lugar a la du­
da. Pero ese 0.TguiliCnto no se ajusta a los hechos:
en castellano "creer en" puede significar, según los
casos, que se tiene confianza en alguien o en algo
('"algo" que puede ser un enunciado o un sistema de
enUn.ciados), o bien que se cree en su existencia, o
ambas cosas. Sin embargo, ni la confianza ni la
afirmación de existencia son presentadas como
evidentes, como algo que va o debería ir de suyo; de
ahí justamente la necesidad de reafirmarlas de ma-

2. En lo que sigue retomo, con modificaciones, algunos de los



útiles aportes de Je a] y (b]). Las modifica­
ciones obedecen en lo esencial a las diferencias existen­
tes entre las formas de empleo de "croire" en francés y de
"creer" en castellano y a discrepancias menores con algu­
nas de las tesis de Pouillon.

9
4

nera constante, quizá para persuadirse, pero sobre


todo para hacer constar una convicción que otros,
al menos de derecho, podrían negar, y que de hecho
niegan. La existencia de Dios no es, en nuestra cul­
tura, un hecho perceptible ni el objeto de una de­
mostración científica. Por eso creer en Dios es, por
definición, creer sin garantías, y por eso también
-en la medida en que aquello en que se cree no
es objeto de un saber ni de una percepción- un ele­
mento de riesgo, de incertidumbre habita en el co­
razón de toda creencia.
El análisis de la forma "creo que..." confirma lo
anterior y permite incorporar nuevos elementos.
El llamado objeto directo es normalmente un
enunciado o, mejor dicho, al menos un enunciado.
Un enunciado que, por lo general, no se presen­
ta en forma aislada sino que remite de diferen­
tes maneras a un conjunto más amplio y relativa­
mente coherente de enunciados, esto es, a lo que
suele llamarse una ideología. En cuanto al sen­
tido del verbo, puede variar en función de distin­
tos factores -entre otros, el tono en que se modu­
la la enunciación- desde una certeza fuerte a
una débil. No hay, en principio, sobre este último
punto, diferencias cualitativas entre "creer que" y
"creer en".
De todos modos, al margen de las formas gra­
maticales en que se las exprese, es cierto que la
-- creencia como confianza acordada a alguien o a al­
go (objeto o enunciado) y la creencia como adhe­
sión a un enunciado o sistema de enunciados (a
una ideología) que se tiene por verdadero y en vir­
tud de que se lo tiene por tal, remiten a modalida­
des del creer netamente diferenciables. Yendo di­
rectamente al fondo del problema, plantearé que

10
4

:iobre
.� '

:j.. diferenciación remite a dos modos de funcio-


Jtros, luuniento de la creencia, a dos lógicas del creer.
leeho Y, siguiendo en parte a Régis Debray (1981), lla­
l cul- maré a esas dos lógicas,ílógicq de Zf!, pertenencia�
_
a de- lógica objetiua de las ideas. - -- - -- -·
1,por L La primera de esas lógicas regula el funcio­
1bién namiento de la creencia como confianza acordada.
�e no En esta modalidad d"e la ·creenci-a� -�en éliee-creer-·
L ele- en Dios o en el comunismo, del mismo modo que
!} co- quien dice creer que "vamos a salir en libertad" o
que "la crotoxina es buena para el tratamiento del
ialo cáncet'3 no se limita a afirmar una certeza per­
Ltos. sonal'; por otra parte, su palabra no se presenta
un
ado. 3. Ver infra: "Las cosas del creer (amenaza, creencia, iden­
tidad)•, pgs. 61 y SS.
�en-
4. Permítaseme zanjar brevemente un punto que puede pres­
:en-
tarse a malentendidos y que sin duda necesitaría un ma­
iva- yor desarrollo. Cuando hablo de "confianza" o, por ejem-
que \ plo, de "adhesión" como modalidades de la creencia, no
1en- estoy aludiendo a "representaciones" o a "ideas" que ha­
tin- brían anidado en "la mente" de los actores analizados. Si
me he referido a los enunciados credógenos e insistido en
du-
los usos lingüísticos de los vocablos "creer" y "creencia" es,_
e a en primer lugar, para evitar incurrir en una concepción
mo puramente psicológica de la creencia y, desde un ángulo
�"y más positivo, para buscar orientar el análisis de la cues­

ra-
1 tión del creer a partir de una perspectiva que interprete
a los hechos de creencia, no como estados de alma, sino co­
mo fenómenos que remiten a redes de interrelaciones
da enunciativas, es decir, como fenómenos discursivos. En ese
al- sentido, al referirme a la creencia como "confianza otorga-
óe- da" o bien como "adhesión a enunciados que se tienen por
(a Verdaderos", doy por supuesto que una y otra de esas mo­
l.r· dalidades del creer están marcadas -diferencialmente--­
en el discurso del creyente. Ver, sobre este punto, de lpo­
la- la ([c]:llO), Verón y Sigal (:238 y ss), así como los traba­
di- jos de Michel de Certeau ([a] y [b]) y de Paul Veyne ([a]
ue y [b]).

11
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1 z poéo como, el >-'·
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-: . comienzo, la conclusión o un esla­
· ,; ·
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bdn interm. ; edio en el desarrollo de una argumen­
".i
t.8ci6n,
ni está a la espera de objeciones que la
_, .
discutan o de pruebas que la apoyen. Quien así de­
'
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clara su fe deja constancia de una convicción, !!!'ro,
·

sobre todo, da�onio-g,·zo.sc;¡;¡;s. .:....y a los ;u­


.

Í .
yos- de '
' una-fidelidad. 5 Los otros: esto es, los in­
difereñfes, . los que dudan;IOsiñfieles o los herejes
(aquellos :a quienes compadecerá, tratará de ganar
para su fe - o combatirá); los suyos, aquellos que lo
reconocen y a quienes reOOD.GCe como correligiona­
rios, camaradas, hermanos, identificados entre sí
y como grupo a- través, justainen.te·,-de la misma co­
munión. En esa medida, la_ creencia como confian­
za acordada es indisociable de la autoinclusión del
/ �oomo· ñri����
de_I �Iectiyo (secta, igIC-
sia, partido, nación, etc.) con quien justamente
comparte dicha creencia. Ese carácter indisocia­
ble del "creer" y del "ser miembro de" es el restil-=
icidO más patente dCí ñincionamieñtO de Ulla lógi-
ca de la pertelleilCia: - - - - -------
,
--
La otra modalidad remite al �r como adhe­
sión a una ideología, esto es, a un sistema de creen­
cias que se expone como un di_scµrs.Q_C:�.h�rente y
argumentado y que se reconoce como verdadero.
En este caso, es hiblfüal -=-y legíti�� ·separar
el objeto del sujetoy estudlar al E_rimero_indep _ en­
dientemente del segundo: es lo (iue hacen 108 cien.::
tistas sociales que analizan sistemas de creencias

5. De ahí lo que podríamos llamar la petulancia (no siempre


involuntaria) del creyente. Así, por ejemplo, ante una pre­
gunta sobre sus opciones políticas, el poeta Rafael Alber­
ti respondió recientemente a unos periodistas: "soy comu­
nista ¿y qué?".

12
·­
i.Dlol!taa, vale decir esto es, �!P«:.��� e�. "creo
elucidar la fo��.�'--�<_>��I!!�-�---ªe !Q----
o-
..
la .!� (por tal individuo, tal colectividad o tal
e-
ifóiii.
o,
:t; Por otra parte, también es habitual, aunque
,.
da discutible, tomar a las ideologías bajo la for­
ma en que ellas suelen presentarse: como discursos
l-

que explican lo social y orientan para actuar sobre


r
él y que se convierten en poderosas palancas del
o prog.1eso o de la reacción en tanto son capaces de

persuadir, por la virtud intrinseca de sus argumen­

tos, a actores sociales significativos. Ahora bien,
,_
puesto que esta tesis está lejos de haber perdido vi­
gencia, algunas precisiones son indispensables.
l En primer lugar, cabe señalar que, aunque dife­
renciables, las dos lógicas mencionadas no son in­
'
clependientes una de otra: as1 como no existe con­
fíáñZ8 acordada" sin algún orden de "razones" que
la justifique, por rudimentario que ese orden sea,
tampoco existe sistema ideológico históricamente
vigente que no se apoye, en mayor o menor medi­
da, en una lógica de la pertenencia. En segundo lu­
gar, sin embargo, esta interdependencia no debe
ocultar un hecho que me parece fundamental: en
1a vida social, la creencia como confianza, y por tall­
ia la lógica de la pertenencia, tiene primacía sobre
18 lógica objetiva de las ideas. Como escribe Régis
Deblay: "...nadie va a misa porque ha leído a San­
to 'Ibmás ni incluso a San Mateo, así como nadie se
vuelve comunista porque ha leído a Marx o a Le­
nin (... ). El camino se recorre en sen:t_i_ do_inverso:
�!.�promiso a sus ra,zOJ!eS, d� ¡;-;dhesión a su.S
_
motivos" (Debray:l75). El mismo Debray llama fa
atención sobre el hecho de que las grandes adhe­
siones, las grandes desafiliaciones- CólectivaS,-las

13
6

conversiones ideológicas masivas -tránsito del pa­


ganismo al cristianismo, del marxismo al antimar­

1 xismo en Occidente, del comunismo al anticomu-


nismo en el Este europeo- lejos de hallar su

1 principio de inteligibilidad en una lógica objetiva


de las ideas, se explican a partir de la creencia co-
mo confianza acordada y fuente de pertenencias e
·.l
.71 identidades colectivas.

• • •

Las reflexiones precedentes no tienen otro ob­


jeto que el de intentar acercar al lector a los tópi­
cos abordados en este libro. Su tema principal es la
--,,�-��!ó� en_��- e cree!!:��_y_laz� �o� tema que se
� inscribe j)rospectivamente,
- al menos en mi inten­
ción, en una indagación de orden más general acer-
ca de la relación entre creencia, comunidad y po­
lítica. Me agradaría qué se- -eilte:iicliera-Que este
IibrO es sólo un primer paso en esa indagación.
En cuanto a los textos que en él figuran: "La
apuesta de Durkheim" es una versión modificada
de un artículo aparecido en la Revista Sociedad,
N" 1, Facultad de Ciencias Sociales (UBAJ, octubre
de 1992, con el título "La democracia en el amane­
cer de la sociología". Dicho artículo fue reproduci­
do en Sociologie et Sociétés, Montreal, 1994-1995,
con algunos cambios que, en lo esencial, se recogen
en la presente versión. "Derechos humanos, polí­
tica, ciencias sociales" (inédito) es la reproducción
textual de una ponencia presentada en el coloquio
"Los derechos humanos transcurridos diez años de
democracia", organizado por la Facultad de Cien­
cias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y
el Centro de Estudios Legales y Sociales. Puede ser

14
6

•a- como una suerte de complemento a "La


i.r- de Durkheim".
u- cosas del creer (amenaza, creencia, iden-
su res también la reproducción apenas modifi-
va de una comunicación presentada en el Segun-
:o- Coloquio Bariloche de Filosofia (Fundación
1 e oche/LOGOS), junio-julio de 1994. Fue publi-

·

inicialmente por la revista Sociedad, Nº 5, oc­


f;ubre de 1994. El único cambio que he introduci­
ID· en esta versión se reduce a una cuestión de
iDontaje: las indicaciones sobre los conceptos de
b- �y "creencia" que originariamente figuraban
11- en ese artículo han sido trasladadas a la presente
la Introducción.
:ie En "Borges y la comunidad", que apareció en
i- Punto de Vista, N2 46, Buenos Aires, agosto de
r- 1993, incurro nuevamente en la imprudente tenta-
�- .fin de reflexionar, a través de la obra de Borges,
;e eobre un tema de teoría social.6 Persisto en des-
<=reer de ciertos especialismos y en opinar que el in-
'ª t.ento es válido, e incluso necesario al margen de s u
.a deficiente ejecución. En todo caso, con este texto,
l, y la colaboración de Borges, esbozo una primera
-e �ción a la idea de comunidad política, tó-
� Pico -como dije- a retomar.
l- •José Aricó: pensar entre reflejos desplazados"
>, CLo Ciudad Futura, Nº 34, Buenos Aires, octubre
n de. 1992) y "Memorias de Marx" (inédito} tienen un
í- punto en común: ambos intentan recuperar de ma-
o nera explícita un cierto espíritu del legado de Marx,
o que habita silenciosamente los textos anteriores.
e

8. La primera fue el artículo "El enigma del cuarto (Desde


V Borges hacia la filosofía política)", en E. de lpola, Investi-
r gaciones pol!ticas, Buenos Aires, Ed. Nueva VIBión, 1987.

15
• /,, 1Aquí, inevitablemente. pienso en Pancho. Evo­
co los gestos cotidianos de la amistad -una con­
sulta telefónica, un saludo al pasar, una broma
compartida- y también algunas de sus felices ce­
remonias. Y· entonces me digo que me hubiera gus­
tado, una de esas tardes, llamarlo por teléfono, ir
a su casa y, con afectada naturalidad y secreta
emoción, darle este libro.

Parts, febrero de 1996

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Régis Debray: Critique de la Raison Politique, París, Editions


Galfunard, 1981.
Michel de Certeau: (a) Croire: une pratique de la différence,
Document.s de Travail, Centro lntemazionale di Semioti­
ca e di Linguistica, UniversitB. d'Urbino, Italia, W 106, se­
rie A, setiembre de 1981.
(b) La faiblesse de croire, París, Seuil, 1987.
Jean Pouillon: (a) "Remarques sur le verbe croire", en La fonc­
tion symbolique. Essais d'anthropologie réunis par Michel
Izard et Pierre Smith,
París, Gallimard, 1979.
(b)Le cru et le su, París, Seuil, 1993.
Eliseo Verón y Silvia Sigal: Perón o muerte (Los fundamen­
tos discursivos del fenómeno peronista), Buenos Aires, Le­
gasa, 1986.
Paul Veyne: (a) Le pain et le cirque. Sociologie historique d'un
pluralisme politique, París, Seuil, 1976.
(b) ¿Creyeron los griegos en sus mitos?, México, F. C. E ,
1987.

16

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r ,._,
a

Tópicos
8

..
....
, ___
8

La apuesta de Durkheim

Es hoy moneda corriente afirmar que en los fun­


damentos mismos de algunas de las empresas in­
telectuales más declaradamente laicas pueden re­
conocerse las trazas, indelebles pero no ilegibles,
de otros orígenes y de otras vocaciones. Entre esas
empresas, ninguna quizás ha suscitado mayores
esfuerzos de suspicacia sistemática que la que ha
dado como resultado el complejo dispositivo de ins­
tituciones, saberes y discursos habitualmente de­
nominado ciencias sociales. En lo referente, en par­
ticular, a la sociología, debemos a los trabajos de
Robert Nisbet y Sheldon S. Wolin en los Estados
__
Unidos Y_ a los más recientes de Jacques Donzelot
Y otros en Francia, el mérito de haber restitW.do los
itinerarios, no siempre fáciles de discernir, de una
historia por cierto rica en instructivas sorpresas.
Creo que el interés que posee el intento de re­
construcción de recorridos históricos como los que
a fines del siglo XIX dieron categoría universitaria

19
�entífica a las disciplinas sociológicas, reside en
captación de la densidad, así como de las ambi­
edades, de aquello que esa misma reconstrucción
s entrega. Muy a menudo dichas disciplinas pro­
sieron con entusiasmo construcciones teóricas
ya más significativa característica era la admi­
:>le simplicidad con que reducían a una clave, a
factor, a un código, situaciones, procesos o acon­
imientos incorregiblemente complejos. Sería
>nsejable no reincidir en tales operaciones cuan­
el tema a tratar concierne justamente a la his­
ia de esas disciplinas mismas. En todo caso, es­
;rabajo pretende modestamente inscribirse en la
. 1
ea de aquellas indagaciones que optan por incur­
nar en el entramado histórico antes que en la
�rella epistemológica. En cuanto a sus eventua­
conclusiones, prefiero dejar abierta una expec­
iva módica.
Muchos, de diversas maneras, l o han dicho: la
iología habría nacido justamente para denun­

¡
r la ausencia de su objeto y como síntoma de esa
;ma ausencia. Habría comprobado admonitoria­
nte que los vínculos sociales se empobrecían y
hacían; que la anomia, el egoísmo y la compe­
cia disolvían las viejas solidaridades sin crear
:is nuevas y atomizaban el cuerpo social. Las
nulas que aluden al "fantasma del cuerpo frag­
ltado" (Ranci�re) y al "objeto perdido" (varios)
resan esa convicción general según la cual una
exión -en su doble condición de "descubrimien­
:ientífico" y de "invención estratégica"1- se
ría instalado en las postrimerías de1 siglo XIX,

AlB dos expresiones entrecomilladas pertenecen a Jacques


>onzelot, 1984.

20
no tanto para dar a lo social consistencia teórica,
/
sino más bien para deplorar su evanescencia empí­
rica. Esa reflexión, apoyada en datos y en una
todavía rudimentaria batería de técnicas para su
tratamiento, habría asumido de hecho la forma de
una denuncia y un llamado de alerta acerca del
acelerado proceso de disgregación de los antiguos
vínculos comunitarios y de los peligros que ese pro­
ceso conllevaba. La sociología habría- surgido en­
tonces a la vez como teoría del lazo social y como
comentario desolado sobre su disolución.
Resulta asf lógico, en esta línea de argumenta­
ción,que sean subrayadas las complicidades ma­
nifiestas u ocultas de lajoven sociología científica y
el pensamiento conservador (e incluso retrógrado).
Desempolvado Le Bon (sobre el que volveré), re­
construido debidamente el puente que, como bien
se sabe, liga a Comte con Bonald y De Maistre, po­
co cuesta comprometer, con Durkheim, a la tradi­
ción republicana y, con Jaures -amigo de Durk­
heím-, a la socialista. Van dibujándose así los
contornos de una nueva versión canónica del ori­
gen de las ciencias sociales, versión gracias a la
cual sus héroes epónimos cesan de ser lo que apa­
rentaban, a saber, emisarios a menudo optimistas
de la modernidad -figurada esta última en las
fórmulas clásicas de la "solidaridad orgánica", la
"sociedad industrial", la "sociedad de masas",
etc.- para mostrar su verdadero rostro de vindi­
cadores sentimentales de los viejos y buenos lazos
comunitarios.
Me atrevería a decir que importa menos,para el
caso, sacar a luz las eventuales falencias o virtu­
des de esta versión, que intentar rescatar, a tra­
vés de unos pocos autores,ciertos nudos problemá-

21
10

icoe, ciertas preguntas y ciertas respuestas crucia­


es, que pueden en mi opinión ayudar a compren­
ler por qué el surgimiento de las ciencias sociales
1e presta hoy a lecturas diferenciadas, no imper­
neables a la polémica. Un texto de Robert Nisbet
,uede sernos útil en esta tentativa:

La paradoja de la sociología -par adoja creativa co­


mo trato de mostrar en estas páginas-- reside en que
si por sus objetivos y por los valores políticos y cien­
tíficos que defendieron sus principales figuras debe
ubicársela dentro de la corriente central del moder­
nismo, por sus conceptos esenciales y sus perspecti­
vas implícitas está, en general, mucho más cerca del
conservadurismo filosófico. La comunidad, la autori­
dad, la tradición, lo sacro: estos temas fueron, en esa
época, principalmente preocupación de los conser­
l:i
-,,
vadores, como se puede apreciar con gran claridad en
.'
la línea intelectual que va de Bonald y Haller a
Burckhardt y Taine (Nisbet:33).2

,1

1
El desarrollo, inteligente y a veces brillante, de
1s diversas facetas de esa paradoja hace del li­
ro de Nisbet un punto de referencia indispensa­ '

le. ¿Qué es aquello, sin embargo, que nos obliga

�.El texto de Nisbet continúa de esta manera: "También [de


origen conservador] fueron los presentimientos de alie­
nación del poder totalitario que habría de surgir de la de­
1
mocracia de masas y de la decadencia cultural. En vano
buscaríamos los efectos significativos de estas ideas y pre­
moniciones sobre los intereses fundamentales de los eco­
nomistas, politicólogos, psicólogos y etnólogos de ese perío­
do. Se los hallará, en cambio, en la médula de la sociología,
transfigurados, por supuesto, por los objetivos racionalis­
tas o científicos de los sociólogos" (Nisbet:3a).

22
10

a tomar distancias respecto de al menos algunas


' de sus tesis? Quizás la demasiado fácil seducción
de la paradoja misma; la tentación -diría- de
verla precipitada en evidencia y, a la vez, la sos­
pecha de que se trata de una tentación algo pere­
zosa. O quizás (aunque esta razón anula la an­
terior) la conjetura de que no hay tal paradoja; que
los temas conservadores de De Maistre y Bonald,
ya pasablemente revisados por Comte, traducen
en Durkheim planteos e interrogantes diferentes
de aquellos que inquietaron a los dos pensadores
contrarrevolucionarios; que, en particular, la preo­
cupación por el deterioro de los vínculos sociales,
punto en el que más visiblemente parecen coinci­
dir esos y otros autores, se inscribe en cada caso
en el interior de problemáticas filosófico-políticas
claramente diferenciables, y en el fondo incompa­
tibles. En todo caso, podría ser que la idea de re­
tomar el debate sobre esos temas no estuviera des­
provista de interés.

l. LA REVOLUCIÓN Y SUS FANTASMAS

Nada hay de esencialmente novedoso en con­


ceptuar a la Revolución Francesa como punto cru­
cial de referencia del pensamiento político y social
europeo del siglo XIX (y del XX), capaz hasta hoy
de alimentar imagos políticos del más diverso sig­
no. Más interesante para nuestros propósitos es
preguntarse sobre la índole de los objetos, o las
alucinaciones, que, por una parte, van a encontrar
en la Revolución cómo justificar, por así decir, su
venida al mundo y que, por otra, servirán de pun­
to de apoyo a los supuestos según los cuales los di-

23

•.,
'. 'ii.
.
rentes enfoques sobre lo social3 que se desple­
trán entre el fin del primer tercio del siglo XIX
el comienzo del último, habrán de definir sus
ientaciones teóricas. Es lo que intentaré hacer,
uy parcialmente por cierto, en lo que sigue. Pa­
. ello convocaré como testimonios, en primer lu­
Lr (y de manera por demás sucinta) a los escri­
s de Louis de Bonald; luego, más en detalle, a los
� Gustave Le Bon, y finalmente a los de Emile
llrkheim.
¿Por qué estos autores? A esta pregunta respon­
!ré, con un dejo de comodidad, que cada uno de
los tiene para mí la virtud de iluminar un aspec­
de aquellos que me propongo plantear en este
abajo. Siendo sus enfoques, como creo que son,
t gran medida complementarios, me facilitan in-

1luntariamente una tarea que, de no tomarlos en


.enta, se tornaría por demás engorrosa. Se me
:rmitirá por ello hacer esta selección seguramen­
injusta pero, quizás, intelectualmente redi­
able. Se trata, por lo demás, de tres perspecti­
LS que te!llatizan _ divergentemente, a propósito,
.tre otros temas, de la Revolución Francesa, la�­
t óI! del lazo social. La primera, .�etrógrar;la,
·�g, tquejarse por su ·pérdida y recomendar
tra la
_
lelta ai-paSado (Bp:i;i.ald); la segunda, au,torit8.­
i y-p01icrar, pará llamar la atención sobre 108
�egados humanos como peligro permanente Y
ornar-acerca de muchedumbres y agitadores <Le
iñ);-ra-iereera.-p�a contraponer a e-sa visión ate:­
orizada y repre.Soraülla visión positiva del lazo
cial cuya Crifi!iS, como fa p:i-imera, nQ�(f�Jª·e:rjlpe­
-de percibir, aunque sin auspiciar por ello retor-

Por supuesto, volveré sobre este punto.

24
:r;io alguno a los tiemp_os idos y colocándose resuel­
'\ tamente en un h�te_posrevolucionaño y repu­
blicano (Durkheim).

2. BONALD: LAS LUCES Y LOS HOMBRES

"1bute société est eomposée de trois personnes distinc­


tes l'une de l'autre, qu'on peut appeler personnes socia­
les, POUVOIR, MINISTRE, SUJET, qui �oivent diffé­
renta noms des divers états de soeiété: pere, mere,
enfanta, dans la société domestique; Dieu, pri!tres, fi­
deles, dans la société religieuse; rois ou chefs suprémes,
nobles ou fonctionnaires publica, féaux ou peuple dans
la société politique" (Bonald: 5).

Este fragmento, que da comienzo al Discours


préliminaire del "Essai analytique sur les lois na­
turelles de l'ordre social", también conocido como
"Du pouvoir, du ministre et du sujet dans la so­
ciété", es doblemente representativo de la prosa
bonaldiana. Por una parte, desde el punto de vis­
ta "formal" (para llamarlo de algún modo), Bonald
hace, como en otras ocasiones, un buen despliegue
de clasificaciones triádicas notoriamente inspira­
das en el concepto católico de la Trinidad; por otra,
el texto enumera las tres instituciones destinadas,
de acuerdo con las ideas de Bonald, a asegurar en
todo tiempo y lugar la cohesión y la estabilidad so­
ciales: la familia, la Iglesia y el Estado. Ahora
bien, para Bonald, todas estas instituciones, ade­
más del lenguaje que las precede, son de origen di­
vino. Como se verá, este principio no será en Bo­
nald una mera fórmula declaratoria sino que
tendrá funciones definidas en la economía de su
pensamiento.

25
12

En efecto, Bonald, como Descartes, afirma el ca­ €

ter innato de las ideas, pero, a diferencia de es­ €

iltimo, no hace residir esa inneidad en el indi­ e

uo sino en la sociedad. La aprehensión de la t


dad moral es una facultad innata de la sociedad 1
e transmite al individuo a través del lenguaje. '

'O, como dijimos, el hombre no es el creador del e


guaje, cuyo origen, según enseña el Antiguo Tes­ e
�ento, es divino. El lenguaje no se constituye, e
,s, a partir de la interacción social; por el con­ r
rio, el conocimiento y el lenguaje anteceden a la 1
iedad, la cual, a posteriori por así decir, se con­ r
rte en su contexto. Así pues, el hombre nace en r
iedad y a través de ella, esto es, a través del I
bajo formador de sus instituciones fundamenta­ '
adquiere el lenguaje y tiene acceso a la verdad 1
ral. t
De esta manera, Bonald intenta restaurar en
derechos a la revelación, la tradición y la auto­ e

ad como fundamentos de la Verdad. Los hom­ e

s reciben la palabra de Dios y la tradición es t


\/"aguardada por la perdurabilidad de la familia,
.glesia y la autoridad del Estado. De modo tal, 1
�s. que cada individuo obedece de hecho la vo­
tad de Dios al someterse a las tradiciones e ins­ t
Lciones domésticas, religiosas y políticas de la
iedad.
Bonald encuentra particularmente detestable la
.s iluminista según la cual el lenguaje es produc­
lel hombre. Si los hombres hubieran creado el
�je, entonces el significado de las palabras se­
convencional, arbitrario y, por tanto� suscepti­
de cambios. Por ejemplo, la "Iglesia", contraria­
nte a su significación originaria, podría ser
cebida como la guardiana de la superstición y

26
12

\
e "Estado" como una autoridad despótica, sujeta
en consecuencia a críticas y ataques, tales como los
que le infligió la Revolución Francesa. Por el con­
trario, si se asume la tesis correcta de que el len­
guaje es un don divino, y cada palabra adquiere
su sentido del contexto social tradicional, enton­
ces los individuos no pueden aprehender signifi­
cados recurriendo únicamente a su facultad de ra­
ciocinio y sólo pueden adquirirlos a través de la
mediación de relaciones e instituciones sociales
particulares. De este modo es posible, según Bo­
nald, proteger el orden de Dios de todo cuestiona­
miento proveniente de IR razón humana y, en gene­
ral, de toda crítica individual. Dios creó e impuso
el lenguaje, la sociedad y la autoridad y los hom­
bres no están legítimamente habilitados para en­
trometerse con ellos.
La idea de contrato social es también blanco pre­
dilecto de las furias de Bonald. Comienza refután­
dola histórica y empíricamente, para luego acome­
ter nuevamente con sus dictámenes teológicos. La
sociedad no depende de la voluntad del hombre; no
hay ningún contrato, sino relaciones naturales y
necesarias, de origen divino. La sociedad ha de es­
tar compuesta por tres elementos, a saber, la mo­
narquía, la nobleza y los súbditos, simplemente
porque éstos son sus mejores y más naturales ele­
mentos. La forma más adecuada de sociedad es
aquella que tiene a su cabeza un monarca y una
nobleza paternalistas; todos los otros regímenes,
inclusive la democracia y la aristocracia, son in­
trínsecamente defectuosos porque, al carecer de un
centro de autoridad definido, se hallan permanen­
temente expuestos a padecer conflictos, desórdenes
y crónica inestabilidad.

27
En abierta polémica con el Iluminismo, Bonald
irma, pues, que todo aquello que socava a la fa­
ilia patriarcal y monógama, a la Iglesia Católi­
.y al
Estado monárquico, desemboca forzosamen­
en la anarquía y en última instancia viola leyes
Lturales, es decir, divinas. Ahora bien, es notorio
Le, a través de esa engorrosa sociología teocráti­
., Bonald, al igual que De Maistre, a quien lo unía
ia amistad ideológica y epistolar -a más de su
mún carácter de exiliados-, no hace sino can­
sar apenas vergonzantemente su añoranza me­
ncólica del viejo orden medieval.4 A ambos se apli­
perfectamente la tesis -formulada por Patrick
_ngolani (1990) a partir, entre otros, del ya citado
isbet- de que aquello que habita prioritariamen­
sus preocupaciones se deja pensar bajo la idea
�nostalgia. Desde una perspectiva clerical y re-
6grada Bonald odia a la Revolución Francesa, pe­
ese odio es al mismo tiempo una defensa y una
ivindicación plañideras de los lazos sociales co­
unitarios destruidos por los utopistas y los vio­
ntos. Es, si se quiere, "partidario de lo social", pe-
también reaccionario. Y, como tal, la única
cialidad que concibe y por la que suspira es la
� las antiguas comunidades medievales.
Bonald tendrá, junto con su correligionario De
aistre, con Le Play y con Burke-para no citar sino
los más célebre&--, el mérito de haber intentado ar­
:ular en una misma démarche intelectual los fun­
Lmentos del pensamiento sociológico, que su obra
ntribuyó a definir, con la crítica a la Revolución
-ancesa. Otros discurrirán por senderos diferent.es .

. Bonald apoyó la Restauración, en cuanto representaba pa­


ra él un intento de restablecer ese modelo de eociedad.

28
3. LE BON' DE UNADEMONOLOGfACIENTÍFICA
DE LAS MULTITUDES Y LOS CABECILLAS

Un autor injustamente muy poco citado por Nis­


bet, Gustave Le Bon, nos va a permitir ahondar en
el problema. Su prosa de sobrevuelo presuntuoso
--escritura que resbala con liviana desenvoltura
por la superficie de los temas, sin tocarlos-, apo­
yada en un abundante despliegue de cuasi erudi­
ción, tiene con todo la virtud de exhibir sin mayo­
res complejos sus prejuicios de médico de provincia
autoritario y despavorido.
Bonald y De Maistre padecían lo que para Lord
Acton era la más respetable de las experiencias do­
lorosas del hombre: la nostalgia. El caso de Le Bon
es diferente. Para él la sociedad es, en todas y ca­
da una de sus manifestaciones, un sujeto sospecho­
so. Su convicción más constante es que allí donde ;
un grupo tiende a formarse es mejor que, en las �-:
cercanías, haya wi sólido destacamento de gendar- ·
mes para vigilarlos. Teme a lo social -desde la mu- I/
chedumbre espontánea y e:ñmera hasta el grupo or­
ganizado--- porque está convencido de su intrínseca
perversidad. P��!r�ida«!_q1:1�_ hunA_e_§.yE!_ �
un inconsciente que el individuo_rw _ tlme_y_gu _ eJ!l
coiectiVíi:Iiáde-SiitiiY :PotiiiCia. Se autotitula, no so­
_
ciólogo,- sino_P sICóIOgO de las multitudes. Su juicio
sobre la Revolución Francesa es más ambiguo que
los de Bonald y De Maistre. Por cierto, coincide en­
teramente con ellos en su condena a la "barbarie"
revolucionaria, a la que no se priva de describir con
rasgos seleccionadamente truculentos. Pero Le Bon
no siente añoranza alguna por los lazos comuni- '
tarios disueltos, sino más bien aversión y miedo re- -
trospectivo hacia las muchedumbres y agitadores,

29
14

ofesionales que destruyeron jerarquías, se bur­


ron de la autoridad y sumergieron a Francia en
L inútil y execrable baño de sangre. Ello no signi­
a que preconice el retomo al statu quo ante y el
stablecimiento del antiguo Tégimen. No es, en tal
ntido, un pensador retrógrado sino un pensador
ttisocial, un enemigo --declarado en algunos ca-
8, inconfeso en otros- de todas las formas del
ivir en conjunto".
Me parece conveniente pasar por alto los aspee­
s más espontáneamente rebarbativos de las labo­

s intelectuales e ideológicas de Le Bon. Mosco­


ci muestra -haciendo gala de una admiración
ucho menos crítica que rencorosa- que práctica­
ente no hubo canalla político en el siglo XX que
Lya dejado de reconocer de manera explícita su
1uda respecto de la obra de Le Bon y agradecido
s lecciones teóricas y prácticas que ella le brinda­
(Moscovici: 90 y ss.). Pero es sabido que una obra
>puede ser juzgada en función de las aberracio­
'ª de quienes dicen inspirarse en ella. Me inte­
sa en cambio hacer hincapié en un aspecto de la
gica argumentativa que, no sin coherencia ni con­
cción, despliega Le Bon en su principal ensayo
órico sobre la psicología de las multitudes y en la
>licación de su teoría a la historia de la Revolu­
ón Francesa (Le Bon, 1983; Le Bon, 1913).
Dicha lógica, que la aparente limpidez de los si­
gismos de Le Bon no nos exime de reconstruir (ya
ie su prosa inflexiblemente superficial la disi­
ula a menudo) tiene una lejanísima -y a decir
�rdad caricatura}- analogía con el enfoque del
utre de la Critique de la Raison Dialectique, en
sentido en que puede ser presentada, si no como
la teoría, al menos como un intento de genealogía

30
14

razonada de los diversos conjuntos prácticos (mul­


titud, masa, asamblea, pueblo, etc.), en que se en­
cama la vida en com11n de los hombres, genealogía
invariablemente duplicada por alarmadas disqui­
siciones sobre los notorios peligros y las improba­
bles ventajas que cada una de esas agrupaciones
representa.
El planteo es en principio relativamente senci­
llo: la masa amorfa, desinhibida y fácilmente ma­
nipulable constituida por la muchedumbre repre­
sentaría un primer escalón del "ser-con-los-otros".
Por dos razones que sólo en apariencia se contra­
dirían constituye el más peligroso y repudiable mo­
do de ser de los colectivos humanos. Puede sin di­
ficultad tornarse violenta y mortífera porque,
estimulados cada uno por el otro -vía contagio o
j
tendencia natural a la imitación-, sus miembros
tienden a ignorar normas y restricciones y a dar
rienda suelta a sus instintos. A falta de una rápida
y eficiente intervención represiva, el proceso se
vuelve rápidamente incontrolable. Digamos, el
salvaje que habita en ca<Í:a uno se lib_er:a y � pote:P,­
cia íiifinit8.s -vecé_s: magma humano espontánea­
mente asesino, capaz de todo, inocente e implaca­
ble. Asalta una Bastilla casi vacía, como incendia
hogares o tortura niños y ancianos. Pero esta fu­
ria infinitamente destructora -y ésta es la segun­
da razón de su peligrosidad- puede ser orientada:
es la tarea de los cabecillas. Conocedores de los
sentimientos, los afectos y los apetitos de las multi­
tudes, necesariamente inescrupulosos, los cabe­
cillas tienen rasgos del hipnotizador, del agitador
y del líder. Sus talentos suelen ser por demás limi­
tados (Le Bon demuestra por ejemplo que Ro­
bespierre era poco menos que una nulidad) pero su

31
Ulbilidad es indiscutible. No están hechos para mo­
ierar las pasiones irracionales y perversas de las
nuchedumbres: por el contrario, su tarea, en la
iue son expertos, consiste en encauzarlas en la di­
rección deseada o prevista.
Ocurre sin embargo que esos grupos en fusión
�on generalmente de corta duración. Le Bon lo
reconoce y hasta cierto punto lo celebra. Existen
por lo demás y se desarrollan otras formas de so­
cialidad más orgánicas, menos súbitas, más cons­
treñidas por una legalidad convenida. Se consti­
tuyen así los grupos, los pueblos, las naciones, las
sociedades, ahuyentando el fantasma de la masa
indistinta e imprevisible con su secuela de miedos
ancestrales sentidos y provocados. Pero -se pre- ¡
gunta Le Bon- ¿lo ahuyentan verdaderamente?
Despunta aquí el aporte más temiblemente ori­
ginal de Le Bon; aquel en el fondo más valioso, por­
que tendrá la indudable virtud de dar forma defi­
nida a un prototipo ideológico que sólo su obra supo
elaborar sin aprensiones ni medias tintas. La idea
es simple: la pluralidad humana es constitutiva­
ment.e malvada, potencialmente criminal y, por
ello, siempre sospechosa. Veamos cómo funciona
esta tesis aplicada a la Revolución Francesa.
La Revolución -sostiene Le Bon- no fue un
acontecimiento históricamente necesario. Detrás
de esta proposición, que Le Bon entiende demOstrar
científicamente enumerando las, a sujuicio, nume­
rosas contingencias que fueron torciendo en un
sentido preciso el timón de la historia, se disimu­
la mal la desengañada opinión de que ese aconte­
cimiento tampoco era necesario para llevar adelan­
te las transformaciones positivas de que, mal que
bien, fue responsable. Sin embargo, lo interesan-

32
te en el relato de Le Bon es la modalidad impertur­
bable, obstinadamente repetitiva, en que desplie­
ga su único argumento, siempre el mismo, aunque
elaborado en escalas diferentes. A saber: un colec­
tivo humano, pura serialidad anónima, se consti­
tuye como muchedumbre activa gracias a la inter­
vención oportuna y altamente eficaz de uno, dos,
tres cabecillas. El resultado de esa operación no ha
de ser por fuerza una masacre: la ya mencionada
toma de la Bastilla, episodio banal, cuya signifi­
cación ha tendido a ser exagerada por los historia­
dores, fue un ejemplo de intervención no catastró­
fica de la pareja muchedumbre/cabecillas.
Aun así, ya en esta intervención ciertos demo­
nios habían comenzado a operar, porque otras to­
mas, para el caso simbólicas, de la Bastilla de que
fueron víctimas castillos y castellanos de provincia,
tuvieron consecuencias harto más luctuosas (Le
Bon, 2:163). Ahora bien, en el desarrollo de la Re­
volución fueron interviniendo o se fueron consti­
tuyendo "conjuntos prácticos" de muy diferente ín­
dole, pero que, en todo caso, en modo alguno
podrían ser asimilados a la muchedumbre elemen­
tal y enardecida que oficia de punto de partida teó­
rico en la construcción de Le Bon. Y es cierto que
este último no ignoraba las diferencias entre esos
agrupamientos, siquiera sea porque, en gran me­
dida, su operación teórica consistía en afirmar sus
diferencias para luego difuminarlas y, en último
término, anularlas. Sin duda, un club jacobino no
podría ser identificado con una multitud calleje­
ra; sin duda, una asamblea parlamentaria, un ju­
rado, una casta militar o religiosa comportaban
normas, restricciones, ceremoniales y, a veces, tra­
diciones, que tornaban por fuerza más previsible

33
16

y menoa temible su comportamiento. Ocurre sin


embargo -y episodios como la Revolución Fran­
cesa sirven para hacérnoslo patente--- que esa di­
mensión normativa y por ello mismo civilizada de
los grupos organizados define la faz más notoria,
por lo tanto más superficial, de la psicología de las
masas. Digamos, su faz consciente y racional, lo
. que para Le Bon equivale a decir: el extremo visi-
, ble del iceberg. En la base de esa superficie per­
sisten, activos, los determinantes fundamentales:
los afectos, los instintos, los apetitos irracionales.
En el individuo, esas determinaciones, con ser ac­
tuantes, permanecen generalmente reprimidas.
Pero basta el mero agrupamiento, basta la mera
pluralidad para que se reúnan las condiciones ne­
cesarias de modo tal que lo reprimido se libere, los
apetitos salgan a luz, los instintos se desencade­
nen. ¿Por qué sin embargo esas condiciones nece­
sarias no son también suficientes?
Debe quedar claro que no es una cuestión de
"grandes números". Por un lado, "mil individuos
reunidos por azar en una plaza pública" no consti­
tuyen una muchedumbre en sentido fuerte (Le Bon,
1963:9). Por otra, dos bastan para hacer una mul­
titud ... con la sola condición, autorizada por la ló­
:
gica de la argumentación de Le Bon, de que uno de ¡

1
ellos sea el cabecilla. Se comprende así que la fi­
gura del cabecilla sea un operador teórico indispen­
sable en el razonamiento de Le Bon. El cabecilla es,
en efecto, el que revela a todo grupo, organizado o
no, el costado oculto y horrendo de sí mismo y que,
a la vez, induce a este último a manifestarse abier­
tamente. Por supuesto sus recursos, sus habilida­
des, sus tareas han de ser diferentes según el carác­
ter, espontáneo u orgánico, ocasional o permanente,

34
16

del colectivo humano de que se trate. El cabecilla


puede usar la mentira, pero no es un impostor; pue­
de manipular, y de hecho lo hace a menudo, pero no
es exactamente un manipulador; puede seducir, y
no se priva por cierto de hacerlo, pero no es sola­
mente un seductor:5 es, al contrario, el que saca a
luz la verdad -siempre demoníaca y criminal- del
grupo y la pone en funcionamiento. Es el que des­
cubre detrás de las buenas maneras de un pacífi­
co parlamento las mismas pasiones destructoras
que exhibe sin pudor una multitud desencadenada.
Si, como dice Michel Foucault, "il y a eu un ré­
ve militaire de la société", cuyos puntos de referen­
cia fundamentales son la disciplina, la docilidad
automática y la coerción (Foucault: 171), nada me­
jor que la obra de Le Bon, maestro de militares, pa­
ra mostrar que ese sueño ha tenido defensores in­
telectuales convencidos y resueltos. Y también, que
para perdurar a la vez como fantasma y como pro­
yecto ese sueño debe estar apuntalado por una con­
cepción según la cual todo grupo humano es ínsita­
mente malvado, vocacionalmente criminal y, por lo
tanto, a priori culpable.

:
¡ 4. DURKHEIM: SOCIOLOGÍAY DEMOCRACIA

1
Durkheim instala el problema en un terreno cu­
yos innegables puntos de contacto con los de los
autores referidos no deben ser óbices para reco-

5. "La multitud es femenina" dice Le Bon (1983:19). Por lo


mismo, en los rasgos del cabecilla (voluntad, coraje, carác­
ter, decisión) campea la masculinidad. Ver al respecto Mos­
covici, 152 y ss.

35
:1.
rupturas claves que van a marcar de-
-�� '(¡.�, -
. ,:\t"!Qp
.

·n •te a la ciencia social y que-tal es al me­


... mi
. hipótesis-aparecen con claridad en la ma�
nera en que la sociología elaborará a partir de
entonces la problemática de la relación entre la
"cuestión social" y la "cuestión democrática". Amo­
do de recordatorio, digamos que, por lo pronto,
Durkheim no considera a la Revolución un crimen,
ni a Rousseau un peligroso extremista. Y si mani­
fiesta sus temores frente a la crisis de los lazos so­
ciales, no lo hace para recomendar un retorno a la
Edad Media. Su perspectiva, por último, no es la
del pensador social romántico y desengañado; tam­
poco la del perseguidor profesional de complots,
agitadores y multitudes. Es la de un sociólogo cuya
"ciencia" convencerá sin duda menos que su pasión
por la investigación, pero no invalidará a esta úl­
tima; es, también, la de un intelectual preocupa­
do, desde una óptica republicana y democrática-li­
beral, por los problemas de la sociedad francesa: el
incremento del suicidio, el auge de los conflictos la­
borales, el antisemitismo y la intolerancia religio­
sa. Problemas que hacen a la construcción de un or­
den6 en una sociedad -Durkheim no lo ignora­
irreversible moderna.
Con preocupación sin duda, pero sin el asusta­
do rencor de Le Bon, Durkheim asiste, en la Fran­
cia finisecular, al trajín de grupos y, a veces, mu­
chedumbres que protagonizan conflictos de trabajo,
luchan en contra o a favor del racismo o bien año­
ran el no tan lejano pasado imperial. Como Bonald
y De Maistre, pero también como Marx, comprue­
ba el resquebrajamiento acelerado del tejido social.

6. Retomo este punto más abajo.

36
lill!illi<u lo llevan a esa comprobación,
'!::::esas y los discursos de grupos consti­
series anónimas, esos agrega­
iri t.e categoriales (pero donde es posible

\
..,.;"indeleble, la impronta de lo social) que regis­
tran el aumento anual de los suicidios y el incre­
mento de la criminalidad. Esas regularidades sin
aujeto son para Durkheim más elocuentes que
aquellas que surgen de la voluntad colectiva de los 1
propios actores. Por lo demás, su descripción y ex- ,!
plicación de las desviaciones sistemáticas del azar !
en la tasa de suicidios de los países de Europa dan
muy respetables títulos de legitimidad a la nacien­
t.e sociología.
Ello no impide que la nueva ciencia funcione,
según dice Donzelot, como una "ficción eficaz". La
noción de solidaridad, que la sociología durkheim.ia­
na promueve al rango de concepto fundamental,
otorga nobleza teórica a una palabra que ocupará
un lugar protagónico en todos los discursos y cere­
monias republicanas (Donzelot:73 y ss.). Importa,
sin embargo, subrayar el hecho de que dicha ficción,
justamente para ser eficaz, recurre -dicho muy rá­
pidamente-- a operadores no ideológicos, no doctri­
narios, sino "científicos". A partir de allí, Durkheim
no podrá limitarse a dar las respuestas, o una ra­
cionalización de las respuestas, que el Estado de
la Tercera República imagina necesitar. La ciencia
social será la figura específica que adoptará esta to­
ma de distancia, pero ello -sin ser banal- impor­
ta quizá menos que el hecho de que, a través de ella,
ciertas nociones (en particular, la ya mentada de
"solidaridad") se irán articulando en configura­
ciones de sentido nuevas, inasimilables a las tra­
dicionales, de donde la mayoría de dichas nociones

37
18

procede efectivamente. Operación esta última -in­


sisto sobre este punto--- cuyas pretensiones cien­
tíficas pueden hacer hoy sonreír, pero que será ex­
tremadamente significativa en la colocación política
del pensamiento sociológico.
En efecto, como señala Donzelot en el desarro­
llo de su convincente demostración,7 la teorización
durkheimiana de la solidaridad interviene en el
contexto de unjuego de fuerzas políticas que, si por
una parte contribuye a definir la significación y el
papel de dicha teoría, es también en buena medi­
da afectado por ella. En ese contexto aparecen si­
tuadas, por un lado, las posiciones liberales y con­
servadoras coaligadas en su común repudio a la
intervención del Estado y, por otro, las tendencias
marxistas y, más ampliamente, revolucionarias,
coincidentes en la denuncia de la coerción estatal
y del carácter opresivo de la Re-pública "burguesa".
Los liberales se oponen a la intervención del Es­
tado en nombre de la economía de mercado, basada
en la libre iniciativa de cada uno. Encarnan, en el
plano político, el adversario teórico que, bajo diferen­
tes figuras, se designa en la obra de Durkheim con el
nombre de "individualismo". El núcleo de la crítica
a esta posición está presente ya en De la Division
du Travail Social: siendo el individuo segundo con
relación a la sociedad, y dependiendo de sus determi­
naciones tanto en aquella donde reina la solidari­
dad mecánica cuanto -y sobre todo-- en aquella
fundada en la solidaridad orgánica, no puede preten­
der aislarse de la sociedad ni mucho menos erigirse
en su base. En cuanto a los conservadores, su aver­
sión a la intervención estatal se apoya en la afirma-

7. A la que seguimos de cerca en los párrafos venideros.

38
18

ción de la anterioridad de las asociaciones que lla­


man '"naturales" -la familia, la comuna...- sobre el
Estado, asociaciones cuya solidez y cuya ---diría­
mos- "productividad" en cuanto a la preservación
de los lazos sociales las convertirían en los únicos ga­
rantes confiables de la armonía social. Ahora bien, de
estas posiciones --que se nutren del culto nostálgi­
co de los antiguos vínculos comunales- Durkheim
se separa con igual nitidez que con respecto a las li­
berales; preocupado por la cohesión social, no se le
escapa, empero, que ella no puede ser asegurada (co­
mo desde otra sociología lo creen Bonald y De Mais­
tre) por retorno alguno al pasado.
Los conservadores se nutren de la nostalgia de
un orden natural; los revolucionarios (anarquis­
tas, blanquistas, proudhonianos), de la utopía
rousseauniana de un orden puramente volrmtario,
basado en la asociación contractual de todos los
productores libres. También en este caso, Durk­
heim marca con claridad sus distancias. En efec­
to, es imposible, según Durkheim, concebir el la­
zo social sobre la base de idea alguna de contrato.
Puesto que la idea de contrato pretende consagrar
la ruptura entre el orden de la naturaleza y el or­
den humano, bajo la forma de una intervención,
sin génesis ni memoria, de la razón. "¿Se ha vis­
to acaso ya -escribe en De la Diuision. . - hom­
.

bres deliberar para saber si entrarían o no en rma


sociedad y en ésta mejor que en esta otra?" (: 104).
Esta respuesta no puede ya, en el siglo XIX, ofre­
cer una solución. Sólo puede ser percibida -y así
la percibe Durkheim- como una (errónea) formu­
lación del problema, formulación originada en las
ilusiones, ya disipadas, del Iluminismo. Por lo
demás, la hipótesis contractualista es rigurosa-

39
mente incompatible con los esfuerzos por anudar
los nuevos objetos sociales al orden a la vez nece­
sario y factual que las ciencias de la naturaleza
comienzan a escrutar de manera sistemática (Ve­
rón: 40-41).
En cuanto a los marxistas, aliados de los revolu­
cionarios, plantean un problema de diferente natu­
raleza: no ven por cierto a la sociedad, a la manera
de los liberales, como un agregado de individuos;
tampoco postulan, como los conservadores, el ca­
rácter natural de ciertas asociaciones primarias;
por último, su coalición con los revolucionarios en
modo alguno los lleva a desposar el idl1ico volunta­
rismo de estos últimos. En cada sociedad existen
relaciones de fuerza entre las clases sociales fun­
damentales; esas relaciones se traducen en un con­
flicto histórico cuya resolución no depende del in­
dividuo, ni de la naturaleza, ni solamente de la
libre voluntad de las clases. Depende, en lo esen­
cial, de la forma en que se procesa históricamen­
te ese conflicto básico y también de las capacidades
políticas de la clase dominada para capturar el po­
der del Estado y reorganizar desde allí, gracias a
la fuerza de coerción de este último, el conjunto de
la sociedad.
A esta concepción de conjunto Durkheim --co­
mo es sabido- contrapone una visión también
global, que diverge de la marxista en aspectos
esenciales, a la vez teóricos y empíricos. La his­
toria de todas las sociedades no es en absoluto
para él la historia de la lucha de clases.8 Al res-

8. Nisbet destaca las escasas referencias que hace Durkheim


a la clase social como rasgo pertinente para el conocimien­
to de las sociedades pasadas y presentes (Nisbet,11:38-39).

40
pecto, la narración durkheimiana escoge otros de­
rroteros e incluso otros espacios: a partir de sus
formas elementales, las sociedades, en virtud de
su crecimiento demográfico y del consiguiente in­
cremento de sus contactos e intercambios, han evo­
lucionado con arreglo a un principio de división
de funciones y de densificación de su estructura.
Ahora bien, al pasar de esas formas primeras a for­
mas progresivamente más complejas, las socie­
dades no han perdido cohesión. Simplemente han
pasado de la solidaridad mecánica, basada en las
similitudes, a la solidaridad orgánica, fundada
sobre la división social del trabajo y sobre el ca­
rácter complementario de las funciones así di­
ferenciadas. De un estadio al Otro, la índole de la
solidaridad cambia profundamente, pero sigue
siendo ella, y no el conflicto de clases, la ley obje-
tiva fundamental de la sociedad. __ J
Opuesto casi punto por punto a la teorización
marxista, Durkheim no deja por ello de percibir
las zonas de aguda confiictualidad que marcan a
la sociedad francesa a fines del siglo XIX y en los
albores del XX. Fenómenos "patológicos" como el
incremento del crimen y del suicidio, a más de los
graves brotes de intolerancia que pone de mani­
fiesto el affaire Dreyfus 9 y el carácter cada vez más
irreductible y violento de los conflictos laborales,
dibujan por entonces un panorama sombrío y
desalentador (que Durkheim, por lo demás, no se
priva de describir y denunciar). Ahora bien, si la
ciencia social ha definido a la solidaridad como ley

9. Como es sabido, Durkheim fue un resuelto militante drey­


fusard. Ver, entre otros, J. Kayser, El affaire Dreyfus, Bue­
nos Aires, Ed. Claridad, 1940.

s
41
20

constitutiva de la sociedad ¿cómo entender estos


hechos, que parecen desmentirla enfáticamente?
Se debe entenderlos, dice Durkheim en Le Suicide,
como producto de una incapacidad, que es preci­
so explicar, de percibir esta solidaridad en ciertos
miembros de la sociedad, como una anomia, una
falencia en la idea que el individuo se forja de su
ubicación en la sociedad, de lo que le es dado y no
le es dado legítimamente esperar. Así, por ejemplo,
una buena parte de los suicidios -los que llama
"anóm.icos"- se explican por el estado de desespe­
ración del individuo cuando ignora qué puede de­
sear legítimamente y, como parafrasea Donzelot,
"sintiéndose en consecuencia privado de todo, se
priva también de la vida" (:82). En el mismo sen­
tido, el carácter violento de los diferendos entre
patrones y obreros tiene su origen en la ausencia
de una reglamentación clara que permita a cada
uno saber qué puede dar por descontado habida
cuenta del desarrollo alcanzado por la división del
trabajo.
¿Cabe en consecuencia concluir que los estados
patológicos de la sociedad, la intensidad de los
conflictos que la afectan, la disolución de los lazos
entre los individuos, son más bien cuestión de
representaciones que de fallas estructurales? Jac­
ques Donzelot (:82) no duda en responder afir­
mativamente a esta pregunta. Por mi parte, me
inclino por una línea de lectura mucho menos
resuelta. Creo al respecto que una opción dema­
siado nítida sobre ese punto supone dar por solu­
cionado un problema que, en mi opinión, la obra
de Durkheim ha dejado, en los hechos, abierto.
Ese problema no es otro que el de la naturaleza
de lo social.

42
20

··�
Coexisten en efecto en Durkheim, sin llegar
nunca a enfrentarse francamente1º, dos posiciones
acerca de ese problema (sobre cuya pertinencia él
mismo se encarga de insistir), posiciones que atra­
viesan prácticamente toda su obra: la primera, y
sin duda la más antigua, se manifiesta en De la
Division du Travail. .., en la forma de una polémi­
ca intermitentemente retomada con Corote y
Spencer, acerca de los rasgos que analógicamen­
te permitirían pensar a la sociedad bajo la espe­
cie de un organismo. En esa discusión, Durkheim
no cuestiona la validez de la metáfora, sino la for­
ma, a su juicio grosera y esquemática, con que
Spencer y Comte se sirven de ella. Para él tam­
bién, sin embargo, la sociedad es en último térmi­
no un organismo, sólo que más complejo que los or­
ganismos conocidos. Esta línea de pensamiento se
prolonga coherentemente con las célebres tesis
"metodológicas" de Les Regles..., que ponen énfa­
sis sobre la exterioridad y la objetividad del he­
cho social. Este último es tanto menos reductible
a meras representaciones, cuanto que el concep­
to mismo de solidaridad "orgánica" tiene como res­
paldo a la vez teórico y empírico la afirmación de
la pérdida progresiva de gravitación de la concien­
cia colectiva conforme se desarrolla la división del
trabajo social. Consecuentes con esa misma orien­
tación son finalmente las conocidas tesis sobre el

10. En el Prefacio a la segunda edición de Les Regles de la Mét­


hode SociologiqW?, Durkheim se rehúsa de hecho a polemi­
zar consigo mismo: "Alors que nous avions dit expressé­
ment -argumenta Durkheim- que la vie sociale ét.ait
toute entiere faite de représent.ations, on nous accusa d'é­
liminer l'élement mental de la sociologie" (:XI).

43
papel de los grupos profesionales, desarroiladas en
el Prefacio a la segunda edición de De la Division
du 'lravail....
Ahora bien, a este Durkheim resueltamente ob­
jetivista es inevitable contraponer otro, que des­
punta ya desde sus primeras obras, en particular,
en aquellas indicaciones que sugieren la tesis de
que la solidaridad mecánica -basada en el prima­
do de la conciencia colectiva- es lógicamente an­
terior a la orgánica y permanece siempre como el
substrato de esta última. Ese otro Durkheim rea­
parece con fuerza en el ya citado Prefacio a la se­
gunda edición de Les Regles. . ., donde se postula la
naturaleza en última instancia psíquica de lo so­
cial; se despliega en sus ensayos sobre las repre­
sentaciones individuales y las representaciones co­
lectivas y en su crítica al pragmatismo, para
concluir afirmándose en los densos análisis de Les
formes élémentaires de la vie religieuse. Creo que
la actualidad y el interés del pensamiento durk­
heimiano residen esencialmente en ese movimien­
to pendular -e incluso en esa indecisión- entre
la estructura y la representación, lo objetivo y lo
subjetivo, que marcan silenciosamente su obra.
En la elaboración de la tensión siempre irresuel­
ta entre esos dos polos se ubica, además, la dimen­
sión política de su reflexión sociológica. Reflexión,
por lo demás, no sólo sociológica, sino también so­
cietalista, en el sentido de que intervendrá toda vez
que, en la historia que le ha tocado vivir, el pro­
yecto económico, político y cultural de la repúbli­
ca demócrata-liberal y laica amenace frustrarse
por una defección de lo social, por la ruptura de
los lazos que anudan la solidaridad y aseguran la
cohesión social.

44
i
Para responder a ese desaf o, sus análisis se de­
sarrollarán según un itinerario que parece asumir
la figura de una doble estrategia, pero que no es en
verdad otra cosa que la repetida puesta en escena
de la tensión mencionada: por una parte, el Durk­
heim partidario del fomento activo social y políti-
co de los grupos profesionales, que abre el camino ¡_;_­
a un debate aún actual en la teoría política, a
saber: el que marca el tránsito del contractualismo
clásico, individualista, al neocorporativismo basa-
do en el pacto entre el Estado y las organizaciones
sociales; por otra, el Durkheim inquieto por la au­
sencia de representaciones colectivas coaligantes
en las sociedades modernas e interesado por la
misma razón en la esencia y la función de lo reli- __
gioso en la vida social.
En ese sentido, no cabe duda alguna de que sus
preocupaciones centrales giran alrededor de la
cuestión del orden, de la cohesión y la integración
sociales. Pero esas preocupaciones no lo tornan un
pensador retrógado, ni tampoco -bien miradas las
cosas- conservador: tenía demasiada conciencia
de los profundos cambios que eran necesarios a fin
de que esa cohesión y esa integración se afianza­
ran para merecer tal calificativo. Tampoco es dudo­
so que la suya sea una visión desengañada de la
vida moderna. Pero Durkheim está demasiado ata­
do al modernismo, demasiado apegado al culto de
la ciencia y demasiado impregnado de los valores
de la democracia liberal, como para buscar acoger­
se a alguna de las opciones tradicionalistas que
una política inepta y retrógrada pretendía impo­
ner en Francia y en Europa. Lo que ocurre -y es­
tas consideraciones nos acercan nuevamente a
Nisbet (11:169}- es que, a diferencia de sus pares

45
22

racionalistas, liberales y demócratas, Durkheim


entendía que era imposible construir inmediata­
mente un orden estable sobre los cimientos inte­
lectuales de la modernidad; que hasta tanto los va­
lores de la cjg'Q.�i_a__y los de la democracia liberal
se enraizaran en configuraciones sociales tRI:i" Só­
lidas y coheSiori8.ri.tes-00iii0 RqUellcis-aD.tañO ñiiida­
das en Jos pilares-�[Ia ;,:;el!gi6n_y__Ia famJlia,yes.
tuvieran imbWOOS del respeto moral de que esas
instituciones gozaron entonces, Francia y Europa
persistirían en su actual situación de crisis, sepul­
tando una a una todas las soluciones políticas que
los reformadores propusieran. De ahí los tintes
más bien sombríos con que acostumbra pintar el
panorama social de su época y la resuelta y casi op­
timista convicción con que propone soluciones a ca­
da uno de los problemas que su reflexión enfrenta.
Sus limitaciones teóricas, sus contradicciones y, en
fin, el hecho de que muchos de sus análisis hayan
envejecido irreparablemente no deberían hacernos
olvidar que, en aspectos centrales, Durkheim con­
tinúa siendo nuestro contemporáneo.

5. CONCLUSIÓN

He tratado, no de mostrar, sino simplemente de


recordar, que la sociología nació, en particular a
través de la obra de Durkheim, haciéndose cargo
de la crisis de las formas tradicionales del lazo
social y buscando ofrecer respuestas teóricas y
prácticas a esa crisis en el contexto de la moder­
nidad. Eso ocurrió hace exactamente cien años, a
fines, pues, del siglo XIX. Hoy, en las postrimerías
del siglo XX parece necesario recuperar aquellas

46
22

preocupaciones fundantes (la naturaleza del vivir­


en-conjunto, las causas de la anomia, los tipos de
solidaridad) cuyo planteo y cuyo desarrollo dieron
carta de ciudadanía científica, así como una posi­
ción política e ideológicamente estratégica, a la jo­
ven sociología científica. En efecto, de nuevo esta­
mos en presencia de una suerte de agotamiento de
los mecanismos que aseguran el vínculo social, ago­
tamiento que también en este caso amenaza con re­
vestir contornos críticos. Los síntomas de esta cri­
sis son hoy fácilmente reconocibles: el refugio en lo
privado, la anomia, la exclusión y, sobre todo, la de­
clinación de los sujetos sociales y políticos surgidos
en el contexto de la modernidad. ¿Son estos hechos
consecuencia de las políticas neoliberales hoy en
boga tanto en Europa y América del Norte como en
América latina y en otras partes del mundo? Na­
da es menos seguro. Todo tiende más bien a indi­
car que esas políticas han reforzado un proceso de
fragmentación y de atomización sociales cuyas cau­
sas son a la vez más amplias y más remotas. En mi
opinión, dichas causas han de ser buscadas, por
una parte, en lo que se ha dado en llamar el pro­
ceso de globalización y, por otra, en cambios cul­
turales profundos ocurridos en el seno de las socie­
dades occidentales mismas, cambios que se han
traducido en una crisis generalizada y probable­
mente irreversible de las identidades.
Ahora bien, este último punto nos conduce una
vez más a Durkheim. Sucede en efecto que tanto las
modalidades del lazo social como las identidades co­
lectivas hoy en día cuestionadas son justamente
aquellas que fueron objeto de reflexión y de propues­
tas prácticas por parte de la sociología durkheimia­
na. Así, por ejemplo, el interés de Durkheim en el

47
desarrollo de las asociaciones profesionales reposa­
ba sobre la idea de que existía un nivel privilegia­
do y autónomo de la identidad colectiva --el mé­
tier- a partir del cual era posible promover una
nueva recomposición de lo social. Hoy ese nivel apa­
rece gravemente debilitado Y, al menos en nuestro
.

horizonte de visibilidad, no se percibe -de suponer


que exista, lo que está lejos de ser evidente-- "otro"
nivel capaz, por así decir, de tomar el relevo.
En ese sentido, es justamente porque -un siglo
más tarde-- las respuestas de Durkheim frente a
la crisis del lazo social han perdido vigencia que
sus preguntas se han tornado, otra vez, vivamen­
te actuales. Forzoso es pues concluir que, más allá
de sus limitaciones teóricas, de sus contradicciones
y, en fin, del hecho de que muchos de sus análisis
han envejecido -es de temer- irreversiblemen­
te, Durkheim continúa siendo, en aspectos funda­
mentales, nuestro contemporáneo.

Buenos Aires, octubre-rwuiembre de 1991

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48
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49
24
24

Derechos humanos, política,


ciencias sociales

En el año 1894, es decir, hace exactamente un


siglo, el capitán de Estado Mayor francés Alfred
Dreyfus, judío, alsaciano, acusado fraudulenta­
mente de haber sustraído información estratégica
y de haberla entregado a las autoridades alema­
nas, más precisamente al agregado militar alemán,
fue condenado, degradado públicamente y deporta­
do a la prisión de Guyana. Fue el comienzo de un
affaire que, como es sabido, marcaría un hito fun­
damental en la historia de la IIIa. República Fran­
cesa y que conocería un primer momento culmi­
nante cuando, luego de que otro militar, el coronel
Picquart, manifestara públicamente su convicción
de que Dreyfus era inocente, don Emile Zola publi­
cara, en el diario l'.Aurore, de Clemenceau, un artí­
culo intitulado "J'accuse" ("Yo acuso") en el cual re­
clamaba la revisión del proceso.
No quiero ahora internarme en todos los avata­
res del affaire. Sólo un breve recordatorio. En un
nuevo proceso Dreyfus es otra vez condenado, pero

51
el presidente de la República, Loubet, lo indulta.
Dreyfus deberá esperar siete años para ser rehabi­
litado públicamente. Rehabilitado -quiero decir-­
por los tribunales civiles y, en general, por la socie­
dad civil. En cambio, hasta hoy, la sociedad militar
mantuvo y mantiene una actitud ambigua y nun­
ca, al menos en mi conocimiento, las Fuerzas Ar­
madas francesas se pronunciaron clara e inequívo­
camente en favor de Dreyfus.
El affaire Dreyfus, dije antes, marcó un viraje
fundamental en la historia de la Illa. República
Francesa o, podríamos decir quizá con mayor exac­
titud, en la historia de la Francia contemporánea.
El affaire actuó como una suerte de desencadenan­
te de pasiones ideológicas y dividió profundamen­
te a la gente entre dreyfusards y antidreyfusards.
Y si bien por un lado se afirmaron, al calor de esa
división que era activa y militante, en la derecha
conservadora, posiciones nacionalistas, militaris­
tas y antisemitas, se afirmó también, por otro, con
mayor fuerza aún, una izquierda democrática, pa­
cifista, antimilitarista incluso, y firmemente ape­
gada a la defensa de los derechos humanos.
Otros hechos bien conocidos jalonaron el affai­
re Dreyfus, como el papel preponderante que asu­
mió de allí en adelante la prensa en el desarrollo
de los acontecimientos políticos y en la formación
de la opinión pública. O como el surgimiento, en
tanto agente activo e influyente sobre la escena po­
lítica, al menos en Francia, de una nueva catego­
ría social: los intelectuales. La palabra "intelectual"
usada como sustantivo para designar un grupo so­
cial específico, ligado primordialmente a la esfera
de la cultura letrada pero también imbuido, en ma­
yor o menor medida, de una cierta e insoslayable

52
responsabilidad política, con ese sentido moderno,
digamos, comenzó a ser empleada en ocasión del
affaire, dicen que por Clemenceau.
Pero, sin perjuicio de los hechos que he mencio­
nado, quisiera referirme en particular a uno o, más
bien, a una serie de hechos, a un acontecimiento
complejo, digamos, que ocurrió en aquellos mismos
años del affaire Dreyfus y que, me atrevo a aña­
dir, no podría dejamos indiferentes a quienes es­
tamos hoy en este lugar, en esta Facultad y en es­
te recinto.
En 1893, Emile Durkheim, profesor de ciencia
social en la Universidad de Bordeaux, publica su
tesis principal de doctorado titulada "De la Divi­
sión del Trabajo Social". En 1894, el año en que se
desata el affaire Dreyfus, y durante el 95, Durk­
heim dicta en su cátedra de Bordeaux el primero
de sus cursos sobre Sociolog(a de la Religión, con­
tinuando un trabajo que había comenzado años
antes y que proseguirá de allí en adelante hasta
culminar en su última gran obra publicada en vi­
da, Las formas elementales de la vida religiosa
(1912).
Unos meses después, ya en 1895, aparece otro
clásico durkheimiano, Las Reglas del Método So­
ciológico; también aparece por esa época su gran
estudio El suicidio.
En fin, en 1896 es creada especialmente para
Durkheim, en la Universidad de Bordeaux, una cá­
tedra magistral de ciencia social, la primera que
existió en Francia.
Naturalmente estos hechos -podría citar mu­
chos otros del mismo tenor- confluyeron a confi­
gurar un único acontecimiento, que no es otro que el
nacimiento de la sociología como disciplina cientí-

53
26

fica, social, estatal y universitaria.mente aceptada


y legitimada como tal.
Son sin duda bien conocidas las preocupaciones
que llevaron a este alumbramiento. Se suele decir
que una ciencia nace cuando descubre o constru­
ye su objeto. Podríamos en este caso hacer notar
que a la sociología le tocó el irónico destino de te­
ner que nacer porque había perdido el suyo. La so­
ciología surgió, en efecto, en el campo del saber, pa­
ra denunciar la disolución de su objeto -lo social,
los vínculos sociales, aquello que Durkheim y mu­
chos otros llamarán el lazo social, la solidaridad­
Y como síntoma de esa misma disolución. Surgió
para dar a lo social consistencia teórica, pero tam­
bién para comprobar su evanescencia empírica: co­
mo teoría del lazo social, pero también como refle­
xión sobre la anomia, el egoísmo, la intolerancia, la
insolidaridad. Surgió como descubrimiento cientí­
ficopero también como tentativa de respuesta es­
tratégica, teóricamente elaborada -quiero decir no
oportunista, ni chatamente pragmatista- a los
problemas de su tiempo o, para decirlo en términos
menos neutrales, a los problemas graves que debía
enfrentar, hacia fines del siglo pasado, la IIIa. Re­
pública Francesa.
Y Durkheim asiste, en esa Francia finisecular,
al trajín de grupos y, a veces, muchedumbres que
protagonizan conflictos de trabajo, se enfrentan po­
líticamente o bien añoran el no tan lejano pasado
imperial. Como Bonald y De Maistre, sus reaccio­
narios ancestros, pero también como en su tiem­
po Marx, comprueba el resquebrajamiento del teji­
do social. No sólo los conflictos lo llevan a esa
comprobación, no sólo la acción y los discursos de
grupos constituidos: también esas series anónimas,

54
26

esos agregados meramente categoriales (pero don­


de es posible leer, indeleble, la impronta de lo so­
cial), que registran el alarmante aumento anual de
los suicidios y el incremento también preocupan­
te de la criminalidad. Esas regularidades sin su­
jeto son para Durkheim más elocuentes que aque­
llas que surgen de la voluntad colectiva de los
propios actores.
Ello no impide que la nueva ciencia funcione
también parcialmente como lo que cabría llamar
una construcción ideológica. La noción de solidari­
dad, que la sociología durkheimiana promueve al
rango de concepto fundamental, otorga nobleza teó­
rica a una palabra que ya ocupaba un lugar prota­
gónico en los discursos y ceremonias republicanas.
Se trataba de reinventar lo social, de impulsar y dar
realidad a una nueva forma de existencia del lazo
social, de la solidaridad, superando la anomia y la
atomización de entonces. Para responder a ese de­
safio, sus análisis se desarrollarán según un itine­
rario que asumirá la figura de una doble estrategia:
por una parte, el Durkheim partidario del fomento
activo social y político de los grupos profesionales,
que abre el camino a un debate quizás aún vigen­
te en la teoría política, a saber: el que marca el trán­
sito del contractualismo clásico, individualista, al
neocorporativismo basado en el pacto entre el Es­
tado y las organizaciones sociales; por otra, el Durk­
heim inquieto por la ausencia de representaciones
colectivas coaligantes en las sociedades modernas
e interesado por la misma razón en la esencia y la
función de lo religioso en la vida social.
Pero -y la última referencia a lo religioso me
ayuda a plantear este punto-- he aquí que para
Durkheim la idea de solidaridad no era sólo una

55
ficción ideológica, era mucho más que eso. Y era
con seguridad más que un concepto científico.
La larga saga (duró más de veinte años) de su
reflexión y sus trabajos sobre la religión --en un
hombre decididamente laico, agnóstico y partida­
rio de la separación entre la Iglesia y el Estado-­
aparece permanentemente sustentada, natural­
mente por la convicción de que Dios, la divinidad,
no es otra cosa que la sociedad transfigurada y pen­
sada simbólicamente y, en general, por las llama­
das tesis sociologistas de Durkheim sobre las
creencias religiosas, pero también está avalada por
la convicción profunda, y constantemente afirma­
da, acerca del carácter sagrado de la persona hu­
mana y sus derechos, de la obligación moral del
respeto del otro y de la defensa de la tolerancia re­
ligiosa e ideológica. Esas convicciones hacían, pa­
ra él, a una suerte de núcleo duro y profundo de
la noción de solidaridad. La solidaridad orgánica,
aquella propia de las sociedades modernas,-basada
en la promoción de las diferencias vía el desarro­
llo de la división del trabajo, no tendrá para él só­
lo un valor funcional, sino también moral.
Y bien, ese hombre inteligente, republicano y
amigo de Jean Jaures, cuyas preocupaciones giran
sin embargo siempre alrededor del tema de la cohe­
sión y el orden sociales (hasta el punto que se ha
podido decir que la pregunta fundacional de la so­
ciología, la pregunta por el lazo social, aparece en
su obra recubierta por la pregunta por el orden so­
cial), fue un activo militante pro Dreyfus, partíci­
pe durante varios años de diversos comités drey­
fusards, y fundador de la sección Bordeaux de la
Liga de los Derechos del Hombre. Fue en su épo­
ca y por muchos años, un defensor intransigente de

56
los derechos humanos. Y lo fue, creo, de una mane­
ra coherente y consecuente con el espíritu de la so­
ciología que él había contribuido a asentar sobre
bases sólidas y con su noción pivot de solidaridad.
Quizá muchas de las motivaciones históricas
que dieron origen y al mismo tiempo marcaron con
su impronta el origen de las ciencias sociales no
nos den excesivos motivos para enorgullecernos.
Y no sería imposible, ni del todo erróneo, estable­
cer una línea parcial de continuidad entre algu­
nas de las preguntas durkheimianas: ¿qué princi­
pios aseguran la cohesión del grupo?, ¿sobre qué
bases se consolida el orden social?, con otras, me­
nos inocentes, surgidas de las nuevas ciencias so­
ciales y humanas en gestación: ¿qué criterios per­
miten seleccionar el más apto para tal lugar? O, de
una manera más brutal, ¿cómo reconocer en la con­
figuración de una multitud o en las dimensiones
del cráneo de un hombre el peligro que pueden re­
presentar para el orden social? Preocupaciones del
policía Berlillon, promotor de la antropometría, o
del médico militar Gustave Le Bon, teórico de las
multitudes y de los cabecillas.
Pero esa línea de continuidad no es tan continua
y se quiebra allí donde Durkheim reafirma su fe en
los valores de la convivencia plural, del vivir en
conjunto y de la tolerancia. En suma: el Durkheim
dreyfusard. Sí: algunas de las cuestiones fundado­
ras de la sociología no nos dan motivo para enva­
necernos a quienes intentamos ejercerla. De ésta,
en cambio, tan inmediatamente ligada con la cues­
tión de los derechos humanos y que también dejó
su huella en el amanecer de la ciencia social, sí po­
demos enorgullecernos. A condición -y con esto
concluyo-- de que no olvidemos algo.

57
28

En este otro fin de siglo volvemos a asistir a una


suerte de agotamiento de los mecanismos que sus­
tentan el lazo social, agotamiento que está asu­
miendo también, y de manera notoria, contornos
críticos. Sin duda esta "repetición de los orígenes"
no debe impedimos advertir que las formas de so­
ciabilidad (de "solidaridad") hoy en cuestión son
precisamente aquellas que fueron materia de refle­
xión y de propuestas prácticas por parte de la jo­
ven sociología de fines del siglo pasado. Así, por
ejemplo, el interés de Durkheim por el desarrollo
de las asociaciones profesionales estaba basado so­
bre la idea de que existía un nivel privilegiado y
autónomo de la identidad social -el métier- a
partir del cual podía promoverse una recomposi­
ción inédita, y adecuada a los tiempos, de lo social.
Hoy ese nivel, entre otros, aparece gravemente ero­
sionado. En tal sentido, la actual crisis del lazo so­
cial debe conducirnos también a una revisión crí­
tica del aporte durkheimiano. Lo cual, a cien años
de las obras mayores de Durkheim, puede y debe
considerarse como un homenaje a su autor. Pero
esa revisión crítica tampoco debe hacer olvidar que
la defensa de los derechos humanos fue también,
y no de manera casual, un factor constitutivo del
espíritu, de las preguntas y de algunas de las
respuestas de aquella todavía balbuceante ciencia
social.
Nuestro país ha vivido hace poco las trágicas
consecuencias de un feroz atentado antisemita y vi­
ve todavía las secuelas de una cruel dictadura mi­
litar que violó todos los derechos. También la Fran­
cia de Durkheim y de Dreyfus se erigió sobre el
fondo de la tremenda represión que siguió a la de­
rrota de la Comuna de París. La joven sociología

58
28

supo en su momento defender a su modo la ban­


dera de los derechos humanos. Sepamos nosotros,
sociólogos de fines del siglo XX, a través de nues­
tra reflexión y nuestro compromiso, no olvidar esa
lección. No olvidar.

Buenos Aires, septiembre de 1994

59
LAS COSAS DEL CREER
(Amenaza, creencia,
identidad)

Quisiera comenzar estas reflexiones retoman­


do dos acontecimientos a los que me fue dado asis­
tir, en un caso como participante, en otro como ob­
servador cercano. Acerca del primero, que ilustra
ciertos aspectos relativos a los modos de circula­
ción y recepción de los rumores en una cárcel pa­
ra detenidos políticos, escribí, hace tiempo, un ar­
tículo titulado "La bemba" (de Ipola, [a]). En él
aludía -desarrollándolo sólo parcialmente- al
tema de las circunstancias que hacen a la credi­
bilidad del rumor carcelario (a las que la fomen­
tan como a las que la debilitan). Mencionaba tam­
bién en ese artículo, con algunas modificaciones,
el hecho que ahora me propongo retomar. En
cuanto al segundo episodio, se trata del "caso de
la crotoxina", aquella droga argentina a la que
muchos consideraron en su momento (mediados
de 1986) una panacea contra el cáncer y que pro­
vocó en Buenos Aires una súbita e intensa conmo­
ción social. Mi relación con ese caso fue, empero,

61
30

no sólo más distante, sino cualitativamente dife­


rente de la que mantuve con aquella que narro en
"La bemba", ya que tuvo origen en una investi­
gación sociológica que, a pedido del Consejo Na­
cional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET), llevé a cabo en los años 1986-1987.'
También en el affaire de la crotoxina me intere­
saba explorar los mecanismos que coadyuvan o
bien ponen obstáculos a la creencia en determi­
nados rumores, en este caso públicos y de difusión
amplia.
Expongo el primer caso. A comienzos de julio de
1976, una proporción importante de los aproxima­
damente ciento veinte detenidos políticos -la ma­
yor parte sin proceso judicial- que ocupaban el
Pabellón Nº 5 de la cárcel de Villa Devoto estuvo
durante una semana firmemente convencida de
que pocos días más tarde saldría en libertad. Esa
convicción surgió de la convergencia "feliz" de un
rumor y de una expectativa. El rumor se originó
. .
eii lis iifirm.aciOnCs de-uii Sacerdote que asistía a
los detenidos. El sacerdote había anunciado que
para el 9 de julio, día de la Independencia, el
gobierno de facto otorgaría un alto número de

l. A fines de 1986, las autoridades del CONICET, al que per­


tenezco como investigador, me solicitaron que llevara a ca­
bo Wl primer informe exploratorio sobre los aspectos espe­
cíficamente sociológicos del caso. Fue así que, en colaboración
con otros dos investigadores, Isidoro Cheresky y Luis Alber­
to Quevedo, se efectuaron entrevistas con pacientes, cientí­
ficos, médicos, así como con dirigentes del grupo "Crotoxi­
na, Esperanza de Vida", entrevistas que proporcionaron una
parte fundament.al del material básico del trabajo. La otra
parte provino de información de y sobre los medios de co­
municación (de Ipola, [b]).

62
30

libertades.2 La expectativa derivaba del conoci­


miento que tenían los detenidos respecto de la cos­
tumbre gubernamental de otorgar libertades en
ocasión de fiestas patrias o religiosas. El rumor
puesto en circulación por el sacerdote transformó
esa expectativa en certeza.
Nadie salió en libertad el 9 de julio, pero, curio­
samente, ningún detenido se sintió muy decepcio­
nado. Sin duda, algo no había funcionado bien, pe­
ro -se pensaba- el sacerdote no había hablado por
hablar y, por lo demás, a todos constaba el hecho de
que gobiernos anteriores habían indultado o amnis­
tiado a detenidos, políticos o no, al llegar esas festi­
vidades. Muchos de los habitantes del pabellón ha­
bían sido detenidos hacía unas pocas semaD.as. No
había habido tiempo material para que sus casos fue­
ran siquiera examinados. Por lo tanto, simplemente,
había que cambiar de fecha. Era más razonable pen­
sar en el próximo 17 de agosto -aniversario de la
muerte de José de San Martín- o, mejor, en el 12 de
octubre, como fechas probables. El hecho es que esas
optimistas certidumbres no fueron vulneradas por
aquel, ni por posteriores desmentidos. Por el contra­
rio, se mantuvieron y, en ocasiones, se reforzaron al
precio, empero, de sucesivos suplementos de argu­
mentación y de algunas enmiendas, punto éste que
retomaré más adelante. Y cuando, al cabo de dos,
tres, cuatro años, fueron liberados, muchos presos
opinaron, con sincero sentimiento de triunfo, que se
había cumplido lo que, desde siempre, ellos habían
vaticinado. Aquí concluye el relato del primer caso.

2. Este episodio, con algunas modificaciones que justifiqué


entonces por razones de seguridad, figura en "La Bemba"
(de lpola, [a]:l99 y ss.).

63
El segundo ocurrió diez años más tarde. El 7 de
julio de 1986, un médico hasta entonces desconoci­
do, el doctor Luis Costa, anrmció por nn canal tele­
visivo de Buenos Aires el descubrimiento de una dro­
ga que, según declaró, poseía excepcionales virtudes
curativas contra el cáncer. Se trataba de la crotoxi­
na, una enzima derivada del veneno de la víbora de
cascabel. El anuncio no había sido hecho sólo para
dar estado público al descubrimiento: se presentó
ante todo como una protesta frente a la negativa,
por parte de la dirección del Instituto de Neurobio­
logía, centro dependiente del CONICET, de seguir
suministrando, como hasta entonces, la droga. Cos­
ta trabajaba en una suerte de equipo del cual forma­
ban parte otros dos médicos: Carlos María Coni Ma­
lina y Guillermo Hemández Plata. A partir de sus
declaraciones, se desató una larga serie de deman­
das, acusaciones, manifestaciones callejeras, pro­
nunciamientos de científicos, de instituciones profe­
sionales y, sobre todo, no profesionales (por ejemplo,
la CGT, algunos partidos políticos, las Madres de
Plaza de Mayo, etc.), así como de parlamentarios y
de dirigentes políticos, todo lo cual -ampliamente
promocionado por los medios de comunicación- dio
lugar a un estado de conmoción pública de insospe­
chados alcances y sin antecedentes en la sociedad
argentina. Encuestas de diverso origen mostraron
que la mayoría de la población, aduciendo razones
diversas, creía firmemente en las propiedades an­
ticancerígenas de la droga.3 Su presunto descubri­
dor, el Dr. Juan Carlos Vidal, entonces investigador

3. "El pueblo ya ha optado" (pronunciándose en favor de la


crotoxina) dictaminaba por entonces Alejandro Romay des­
de el noticiero Nuevediario.

64
del CONICET, fue elevado por sus seguidores a la
categoría de héroe nacional.
Un mes y medio después de la presentación de
Costa, luego del surgimiento de argumentos en con­
trario respecto de las supuestas virtudes de la en­
zima, y al cabo de investigaciones que abonaban la
tesis de que había habido irregularidades en la con­
ducta de Vid.al y de los tres médicos, estos últimos
publicaron una carta abierta en la que declaraban
que no existían pruebas documentales que asegura­
ran la eficacia de la droga. Vidal, que había venido
a la Argentina requerido por el CONICET -e inte­
rrumpiendo un período de licencia-, retornó rápi­
damente a los Estados Unidos, donde trabajaba, y
poco después renunció a su cargo en Buenos Aires
y se desentendió del caso. Pero la creencia en la cro­
toxina, si bien fue cambiando de modalidades, no de­
sapareció y, aunque mitigada y no ya militante, ha
perdurado hasta hoy.�
Las dos situaciones que he relatado tienen, más
allá de la visible distancia que las separa, dos pun­
tos en común que me interesa explorar con cierto
detalle:

4. Un estudio reciente proporciona al respecto los siguien.


tes datos: el 73% de los entrevistados opina que la croto­
xina cura (29,3) o al menos ayuda (43,7) en el tratamien­
to del cáncer y sólo un 6,6% niega eficacia a la droga. Ante
la pregunta sobre si el Estado debe invertir recursos en
la investigación de la crotoxina, el 81,6% se pronuncia fa­
vorablemente y sólo el 8,1% negativamente. Salvo muy po­
cas excepciones, las diferencias en el nivel de educación, el
sexo y la edad de los encuest.ados no present.an variaciones
significativas respecto de estos datos generales. (Catter­
berg-Braun, Equipo Consultores Asociados, 1993). Para
datos más detallados, ver Anexo.

65
32
/ _¡, ' -...- -

¡ '
• Se trata ante todo de situaciones que estuvieron
marcadas por un contexto de amenaza que pe­
só de manera particularmente opresiva sobre
sus protagonistas: los detenidos políticos, en un
caso, y los enfermos y sus familiares, en el otro.
Importa destacar que, aunque esas amenazas
eran susceptibles de asumir modalidades dife­
rentes, todas ellas aludían, directa o indirecta­
mente, a una amenaza fundamental y por lo ge­
neral implícita: la amenaza de muerte.
• Se trata, en segundo lugar-como el relato mis­
mo de los dos episodios lo ha mostrado--, de si­
tuaciones en las que la creencia, emergiendo co­
mo una suerte dependant positivo a la figura de
la amenaza, desempeñó un papel de decisiva im­
portancia sobre el cual habrá, sin embargo, que
interrogarse en su momento.

La amenaza y la creencia han sido consideradas,


cada una por su lado, piezas esenciales en la lógica
que preside la constitución de las identidades colee­
..
tivas. Expondré en lo que sigue algunas reflexiones
que apuntan a circunscribir y, si es posible, a escla-
recer algunos aspectos de lo que llamaré, a falta de
un término más preciso, la "relación" entre la una y
la otra en un contexto marcado, justamente, por la
emergencia de (nuevas) identidades. Para ello parti­
ré de un reexamen de las dos situaciones referidas.

l. AMENAZA E IDENTIDAD

NB: En lo que sigue utilizo la palabra amena­


za con un sentido más bien laxo, no circunscribible
a lo que prescribiría, para ese "performativo", la

66
32

l teoría de los actos de lenguaje. 5 Aun considerán­


dola, como es inevitable, un hecho de sentido, la
amenaza no designa para mí, al menos en este ca­
so, un tipo específico de enunciado. Un dispositi­
vo institucional, un gesto, una acción, tanto como
un discurso (no necesariamente "performati_y_!>�l ·�­
pueden funcionar como una amenaza, esto es, co­
mo un peligro que se cierne sobre un individuo o un

grupo, peligro imputable a la acción deliberada de


otro individuo o grupo. 6 Esta acepción es concor­
dante con las que -salvo pequeñas diferencias que
indico más abajo- adoptan respectivamente La­
clau y Rusconi.
- �

El régimen de la cárcel política de la dictadura


militar instalada en 1976 era una propicia sede pa­
ra la producción y circulación de amenazas. Cabría
incluso decir que dicho régimen estaba estructu­
rado com() una amenaza.1 Lo estaba, en primerlu­
gar, por el IDO<lo déConstitución del CS1J"8.CíOCfil.Ce:.
lario en tanto objeto de vigilallci8:�-Afa-Ceñtra.110a.d

5. En particular, estar sometido a determinadas reglas mor­


fológicas y también a determinadas "condiciones de feli­
cidad" en lo que hace a su enunciación. Sobre estos pun­
tos cf. Austin, 1981. �
6. Doy por sent.ado que la naturaleza y la gravedad de ese pe-
ligro dependen del contenido de la amenaza y de la capa
cidad de cumplir con ella por parte del "amenazador".
:J}
7. De la autoridad carcelaria hacia los detenidos, se entiende.
Cabe señalar que, en ocasiones, la relación se invertía: en
los tiempos de Isabel Perón y de los inicios de la dictadu­
ra milit.ar pudo ocurrir que algunos presos amenazaran a
guardias o a oficiales y que esa amenaza no careciera de
efectos intimidatorios sobre estos últimos. Pero las circuns­
tancias que coadyuvaban a la verosimilitud de esas ame­
nazas desaparecieron más o meno!! pronto. Sobre el caso
de la crotoxina, ver infra, nota 18.

67
espectacular �el i111aginario_p_�óptico se sustituía
un artesanado de la supervisión individualizada,
sorpresiva y silenciosa; a la omnipresencia de la
mirada abarcadora y al ras de objetos y personas,

I la meticulosidad del tacto, de la escucha, del olfa­


to y también de la visión, pero en la forma de ins­
pección insidiosa y en profwididad de la hendidu-
ra o del resquicio sospechosos. Algo semejante
ocurría con el tiempo: dados ritmos y horarios pre­
fijados, la vigilancia contabilizaba celosamente, y
sancionaba, las demoras o los apresuramientos ín­
fimos, computables en uno o dos segundos: plazos
para acostarse o levantarse, para ponerse de pie,
para recibir la comida o la correspondencia, para
responder a una pregunta, para entrar o salir.
El régimen carcelario estaba estructurado como
-
��a �-aza por una segunda raz __J)n, también for­
mulable por comparación con el Panóptico. En efec­
to, mientras que este último había sido imagina­
do como operador de una exhortación general de
carácter disuasivo, y en esa medida como un dispo­
sitivo normalizador, el sistema carcelario-político
teQdfa más bien a mult1pl1cfillas-óPórtüilliIRdesde
caStigo-.i 108 detenidos. Varios faCtOrCs fudU.cíaiUl
esa multiplicación: pOr una parle, el carácter dis­
creto, casi furtivo, de la vigilancia alimentaba la
disposición a cometer infracciones que se suponía
dificiles o imposibles de detectar. Por otra parte, se­
gún confesaban en sus escasos momentos de locua­
cidad los mismos guardias, éstos estaban obligados
a aplicar un monto mínimo de castigos por sema­
na o por mes so pena de pasar por blandos y de ser

relegados a tareas subalternas. Por último -en


"La bemba" he hecho referencia a esta circuns­
tancia-, los detenidos no eran informados de los

68
reglamentos a los que debían obedecer. Normal­
mente se accedía al conocimient.o de esos reglamen­
tos por informaciones de detenidos más antiguos
o bien por experiencia. A ello había que agregar el
hecho de que los umbrales de permisividad de cier­
tas actividades eran en buena medida indetermi­
nados, lo que dejaba librada su definición a la bue­
na o mala voluntad del guardia de turno.
En este nivel todavía alusivo, pero inequívoco,
operaba también, silenciosamente, la amenaza de
muerte. En particular, la amenaza de muerte res- ,,
paldaba las pequeñas agresiones que cotidiana­
mente debían sobrellevar los detenidos: requisas
personales humillantes, maltrato constante, cas­
tigos arbitrarios. Se daba por sentado que reaccio­
nar directamente a ellas equivalía a un acto sui­
cida. De hecho, la amenaza se albergaba en el
envite que conlleva toda provocación. O, si se quie­
re, en el miedo del detenido, en su temor a sí mis­
mo, a su eventual incapacidad de no reaccionar.
Por último, sobre el telón de fondo de ese siste­
ma intrínsecamente amenazante, se formulaban
con frecuencia amenazas explícitas. Amenazas de
violencias fisicas y también amenazas de muerte.
Su reiteración misma las tornaba a veces poco creí­
bles y las acercaba al bluf{ destinado a asustar o
intimidar, pero la experiencia de castigos corpora­
les en los calabozos de aislamiento y la información
-incuestionable- acerca de detenidos sacados de
sus celdas y luego asesinados impedían tomarlas
como meras fórmulas retóricas.
También en el affaire de la crotoxina la experien­
cia de la amenaza, percibida y sentida como ame­
naza de muerte, desempeñaba un papel central.
Aquí, sin embargo, es preciso descartar un malen-

69
34

tendido posible. Por cierto, la terrible nocividad del


cáncer evocaba constantemente la presencia de la
muerte, como un desenlace probable y cercano. Pe­
ro el cáncer no era una amenaza: era una realidad
ciega y dolorosa, que carcomía y destruía de hecho
la integridad física de los enfermos y hasta podía
afectar indirectamente su identidad, pero que se
limitaba a producir sus efectos sin voluntad operan­
te alguna, sin intimación, sin ultimátum. La verda­
dera amenaza, para los enfermos y sus allegados,
provenía en primer lugar de las autoridades cien­
tífico-administrativas y gubernamentales que des­
calificaban la droga y hacían oídos sordos a los re­
clamos de la gente y, en segundo, de los oscuros y
poderosos intereses que, se pensaba, alentaban esas
actitudes negativas. En tal sentido, las declaracio­
nes y los dictámenes académicos que negaban o po­
nían en duda la eficacia de la crotoxina no eran re­
cibidos como opiniones o argumentos a refutar, sino
como señales de peligro y como índices de la exis­
tencia de un complot criminal contra los defensores
de la droga; en suma: como amenazas. 8
Ahora bien, esos ataques, que sólo lograban co­
rroer parcialmente la sólida unanimidad del frente

8. La responsabilidad de ese complot era atribuida a veces al


Estado, a veces a las empresas multinacionales o, en fin,
a factores de poder menos claramente definidos. Los ru­
mores más difundidos al respecto afirmaban, o bien que
el éxito de la crotoxina lesionaba los intereses de los gran­
des laboratorios especializados en los tratamientos conven­
cionales del cáncer, o bien que ese mismo éxito pretendía
ser capitalizado exclusivamente por dichos laboratorios.
En ambas hipótesis la conclusión era la misma: había que
desacreditar en lo inmediato a la crotoxina y atacar a su
descubridor y a sus colaboradores.

70
34
· .�

pro crotoxina, emergían sobre el fondo de una situa­


ción previa, planteada a partir de la interrupción
inicial del suministro de la droga, situación que de­
sembocó, luego de un período de autorización res­
tringida, en la decisión ministerial de prohibirla de­
finitivamente. Los pacientes partidarios de la
crotoxina, sus parientes y los miembros del grupo
"Croto�na,_ Esperanza de Vida" calificaron y vivie­
ron esta prohibición comO ·Una amenaza de muer­
te incomprensiblemente alevosa. Una amenaza que
afectaba no sólo a los enfermos, sino a todo el mun­
do: una suerte de delito de lesa humanidad.

• * •

Ernesto Laclau y Gian Enrico Rusconi, desde la


filosofía y la teoría políticas, han abordado el tema
de la identidad -y en particular el de la ic!_entid.U;d
) política- vinculándolo a la figura de la amenaza.
Liclau (1990) 00-nsidera a la amenaza como el mo­
' do específico que asume la neiatividad en la 000.S­
titución de las identidades colectivas. En el miSIDo
movimiento por el cual la amenaza se dirige a al­
' guien y cuestiona su existencia o su integridad, y
en tanto el destinatario de la amenaza re8.cci0na a
J
;,
ella y la enfreñt se instaura un antagoriiSím> en
los marcos dei cual el amenazado "juega" -en va­
"
,_ rios sentidos-- su identidad: la descubre, la asume, l
e lucha por afirmarla y consolidarla, o, al contrario, (
,_ la redefine o la pierde. Bajo la figura de la amena­
_
za, pues, la negatividad opera a la vez como condi­
a
ción de imposibilidad y de posibilidad de nna iden­
..

e
tidad_
u Aunque no necesariamente incompatible con el
de Laclau, el erúoque de Rusconi (1982) aborda el

71
,J

"'··
tópiCQ desde una perspectiva menos agonista.' Rus­
coni comienza llamando la atención sobre el hecho
de que, dejando de lado la amenaza como mero pre­
texto para efectuar una acción decidida de antema­
no, quien amenaza suele preferir no verse obliga­
do a cumplir su amenaza. Sintácticamente, la
amenaza toma la forma de un período hipotético:
lo deseable es que se verifiquen (por acción u omi­
sión) ciertas condiciones antecedentes de modo tal
que se evite cumplir la medida extrema enuncia­
da en el consecuente. Si por un lado la amenaza
cuestiona una identidad, por otro invita a una ne­
gociación, a una tratativa y, por lo tanto, a transac­
ciones siempre posibles. Ahora bien, igualmente
posible es que, como resultado de esa negociación
-a una de cuyas modalidades, el "intercambio po­
lítico", acuerda Rusconi particular atención- las
identidades de los partenaires mismos sean afecta­
das y, en ciertos casos, redefinidas. Rusconi seña-
'l
'
la inclÜ.so que la identidad propia y la ajena son
otros tantos bienes simbólicos pasibles de ser ob-
jeto de intercambio.
Los aportes de Laclau y de Rusconi ayudan a
precisar el papel de la amenaza en las dos situa­
ciones que constituyen el punto de referencia de
este análisis. Sin duda, en el caso de la prisión
política, la amenaza, proveniente de la autoridad
carcelaria, era una condición primaria para la
constitución de una identidad específica en tanto
sus destinatarios, desde los gestos mínimos de
ocultar, mentir, disimular o fingir, hasta las au-

9. Sea dicho al pasar, Rusconi utiliza un concepto de ame.­


naza más conforme que el de Laclau a los requisitos de la .
teoría de los actos de lenguaje.

72
dacias del alegato, la protesta o inclusive la con­
traamenaza, eran capaces de poner en marcha,
concertadamente, acciones colectivas de resisten­
cia �--�l!a (y de autodescubrirse así como los suje­
tos de esas acciones). Entiendo, sin embargo, que
esa condición primaria era también una condición
primera, un primer paso -por cierto capital- en
el recorrido a través del cual el colectivo así inci­
pientemente constituido (los "compañeros") cons­
truía su identidad. A ese primer paso debían se­
guir otros, en los que, como en cierto modo ya ha
sido anticipado, correspondía a la creencia desem­
peñar el papel protagónico. Pero todavía no hemos
llegado a ese punto.
Por otra parte, la amenaza �y aquí intervienen
las tesis de Rusconi- era además una velada ex­
hortación a la tratativa y a la negociación. Por
cierto, las demandas y ofertas de la autoridad car­
celaria eran casi siempre implícitas y, por lo ·ge­
neral, carecían de garantías. En particular, se re- '
quería una actitud sistemáticamente sumisa de )
parte del detenido "a cambio" de mantener un 1
margen aceptable de previsibilidad en las normas
que regían la vida cotidiana del pabellón. io El con­
texto de potencial y permanente amenaza de
muerte servía asimismo de telón de fondo para
una demanda más específica, demanda que en es-
te caso se dirigía selectivamente a determinados

10. Salvo modificaciones -a menudo imprevistas para los pro­


pios guardias- en las políticas adoptadas respecto de los
presos políticos por las autoridades. Esas modificaciones
(por ejemplo, traslados masivos) ocurrían de tanto en tan­
to Y conllevaban siempre cambios importantes para la si­
tuación de los presos.

73
36

detenidos, percibidos como permeables a ella: se


solicitaba a algunos, luego de un sondeo previo, ge­
neralmente a cargo de otro detenido "colaboracio­
nista", cooperar con la autoridad carcelaria a cam­
bio de una mejora significativa en la situación
-legal u otra- del detenido en cuestión. De todos
modos, a pesar de la enorme desigualdad de recur­
sos entre las partes intervinientes, este tipo de in­
tercambio era propuesto sólo muy puntualmente
por las autoridades. Las razones de esa pruden­
cia carecen de misterio. La autoridad carcelaria te­
nía una suerte de obligación profesional de descon­
fiar sistemáticamente de las actitudes de los
detenidos políticos. De las más inocentes y, sobre
todo, de las que en apariencia manifestaban dis­
posición a la colaboración e incluso a la complici­
dad con dicha autoridad. Un espíritu de coopera­
ción demasiado ostensible ¿no era acaso un
ejemplo típico de conducta sospechosa? De ahí la
cautela con que las autoridades proponían esta
clase de transacciones.
También en el affaire de la crotoxina es posible
distinguir los dos momentos -amenaza y nego­
ciación- que fueron desglosados en el caso de los
detenidos políticos. La amenaza de muerte de la
que se sentían destinatarios directos los enfermos
(e indirectos sus allegados) y de la que hacían
responsables a las autoridades científicas y guber­
namentales y también a intereses económicos
transnacionales, estaba sobrecargada -hecho fá­
cilmente comprensible- por una urgencia que da­
ba una connotación mucho más dramática que en
el caso de la prisión política a los signos de esa
amenaza. Por otra parte, sin embargo, también por
razones fáciles de entender, las posibilidades de

74
36

e respuesta activa, y por tanto de negociación, así


como la gama de recursos susceptibles de ser
utilizados por los solicitantes y partidarios de la
droga eran mucho más amplias que los disponibles
1 en la cárcel política y daban márgenes para múl­
s tiples iniciativas.
Dada pues esta situación inicial, las acciones
emprendidas por enfermos y allegados fueron
' efectivamente muy variadas: búsqueda de apoyo
político, acciones legales de carácter individual,
conferencias de prensa de voceros notorios, partici­
pación en los media, etc. De todos modos, entre
3 ellas, y ante todo como objeto de construcción
' mediática, sobresalieron nítidamente las manifes­
taciones en Plaza de Mayo. Primero centenares,
luego miles de enfermos, parientes, activistas y
partidarios pro crotoxina acudieron en varias opor­
l tunidades a la Plaza, exhibiendo pancartas, ento­
' nando estribillos alusivos (inspirados en los cáno­
' nes de los cánticos políticos y deportivos de la
época), haciendo firmar peticiones y exigiendo la
' entrega inmediata de la droga a quienes la solici­
taran. Al igual que en otras ocasiones, la Plaza de
Mayo, como escenario público y, esta vez, también
como producto massmediático, se convirtió así en
el ámbito de nacimiento � una identidad �olectiva,
constituida pOr los que llamaremos "defensores ac­
tivos" de la droga y compuesta principal, aunque
no exclusivamente, por enfermos y parientes de
enfermos. Las manifestaciones cotidianas, los
intercambios, discusiones, acuerdos e iniciativas
que allí tuvieron lugar hicieron que el movimien­
to pro crotoxina adquiriera incluso una expresión
institucional: el grupo "Crotoxina, Esperanza de
Vida".

75
Sin embargo, no todo se redujo a mítines y pro­
testas. Durante el mes y medio en que el affaire
ocupó la escena pública, hubo también negociacio­
nes, no siempre infructuosas. Así, por ejemplo, la
Resolución N' 522 (2817/1986) del Ministerio de Sa­
lud Pública y Acción Social que, aduciendo razones
de humanidad, autorizaba el suministro de crotoxi­
na a 83 pacientes que la recibían ya anteriormen­
te, fue el resultado de gestiones y tratativas pre­
vias en las que participaron autoridades del
Ministerio, directores de asociaciones de lucha con­
tra el cáncer, médicos especialistas, científicos y re­
presentantes de los pacientes.
En términos más amplios, la negociación como
posibilidad siempre abierta estuvo presente inclu­
so en los momentos de mayor conflictualidad,
marcando indeleblemente comportamientos, acti­
tudes y palabras de algunos de los protagonistas
del episodio, pertenecientes tanto al bando de los
partidarios como al de los adversarios de la cro­
toxina. Ello se tradujo específicamente en esfuer­
zos por mantener abierto un espacio común para
el debate, y por lo tanto el diálogo, entre unos y
otros. Voces generalmente moderadoras que en un
caso recomendaban, antes que dar un no definiti­
vo a la droga, la profundización, sobre bases sóli­
das, de la investigación científica, y en el otro
aconsejaban a quienes accedían a la crotoxina no
abandonar por ello los tratamientos convenciona­
les ya emprendidos.
Así pues, del mismo modo que en el caso de los
presos políticos, la constitución de una identidad
colectiva tuvo como condición primaria la común
resistencia a una amenaza de muerte. Pero, tam­
bién aquí, a partir de esa común resistencia, otros

76
elementos fueron entrando progresivamente en
juego para dar cada vez una forma definida a dicha
identidad. Y, nuevamente, el principal de esos
elementos, aquel que, en distintos momentos y en
distintos frentes, apuntaló el accionar de los par­
tidarios de la droga fue la creencia. Es tiempo de
abordar este tópico.

2. CREENCIA E IDENTIDAD

Cárcel de La Plata, enero de 1977. Un grupo


de detenidos conversa en voz baja y tensa en el pa­
tio de recreo. Desde el exterior de la cárcel ha lle­
gado una noticia terrible: el día precedente, dos
compañeros de prisión, Dardo Cabo y Rufino Pir­
les, fueron sacados de sus celdas y asesinados por
personal militar en el trayecto de La Plata a Los
Olmos. Dardo Cabo pasaba sus recreos en ese mis­
mo patio. La noticia, a la vez increíble e induda­
ble, conmociona profundamente a los detenidos.
En medio de voces indignadas y de algún comen­
tario amedrentado, surgen propuestas de acciones
a emprender. Se conviene en hacer todo lo posible
para que el hecho sea conocido y denunciado pú­
blicamente, aprovechando las visitas y, lenguaje
cifrado mediante, también las cartas. A la maña­
na siguiente, desde sus_�eldas, algunos presos re­
claman el agua corriente (cortada, como siempre,
durante la noche) con voces teñidas de cólera
contenida; se oye incluso algún insulto dirigido al
personal de turno: "¡agua, verdugo!". El agua final­
mente llega y los gritos cesan. En el apesadum­
brado recreo matutino todos vuelven a coincidir en
la necesidad de sumar esfuerzos para denunciar el

77
38

asesinato. Se recomienda también no responder


a las posibles provocaciones del personal carce­
lario en los días subsiguientes. Algunos de los de­
tenidos, que saben por los periódicos de su inmi­
nente libertad (decretada en ocasión de las fiestas
de fin de año) prometen impulsar, una vez libres,
la denuncia y la condena pública del hecho. Esta
promesa da ocasión a un compromiso generali­
zado: todos los allí presentes se comprometen for­
malmente a hacer lo posible, desde que hayan re­
cobrado la libertad, para que el crimen no quede
impune.
Este episodio muestra, en mi opinión, ejem­
plarmente el doble proceso por el cual una iden­
tidad colectiva, enfrentada a una amenaza que
la cuestiona, reacciona y se reafirma a través de
un movimiento del cual la creencia es a la vez ci­
miento y garante. En este caso, se trata de una
identidad ya constituida: los detenidos han pasa­
do ya por la experiencia de amenazas calificadas
y, no sin dificultad en ciertas ocasiones11, han sa­
bido reconocerse mutuamente como "compañe­
ros", asumiendo las exigencias compartidas que
esa identidad supone. De todos modos, cada nue­
va amenaza, sobre todo cuando adopta una figu­
ra claramente definida como en este caso, reactua-

11. En efecto, a veces aparecían subgrupos que declaraban


desconocer acuerdos y formas de acción y organización de
los detenidos y tomaban iniciativas por cuenta propia. Ca­
so, por ejemplo, de un llamado "comando por la libre" que,

en un pabellón celular de Villa Devoto, sustraía sin pre­


vio aviso alimentos de celdas consideradas bien provistas
y los repartía entre los más necesitados. De todos modos,
al cabo de poco tiempo, y discusión mediante, el "coman­
do" se disolvió.

78
38

liza el momento originario de constitución del gru­


po (casi siempre como evocación y síntesis "'míti­
ca" de una gran variedad de experiencias puntua­
les). 1i
No es difícil entender por qué el asesinato de
Cabo y Pirles fue vivido como una amenaza.
Ninguno de los presos podía evitar conjeturar
inmediatamente, casi como un reflejo mental: "ma­
ñana puede tocarme a mí". Pero esa conjetura, aún
agravada por la penosa convicción de que, en ca­
so de que así fuere, el preso nada podría hacer pa­
ra evitarlo, era sólo una premisa para hacer lu-
gar a la amenaza efectiva. Amenaza vivida menos{ J \' :· �

como miedo a ser la próxima víctima, que como un. ·


·

miedo de segundo grado, más precisamente, como , / 1


miedo al miedo incontrolable -a la tentación del . /
pánico, cabría decir- y, por esa vía, a la perspec- ·
tiva de una serialización catastrófica del grupo.
Sin embargo, el grupo logra vencer esa tentación,
aunque para ello deba poner en juego, y arriesgar,
todos los recursos que sustentan su identidad. No
hay reacciones de pánico, pero tampoco hay res-
'

12. Me refiero específicamente a ceremonias de homenaje


(por ejemplo, la consagrada a los diputados uruguayos
Michelini y Ruiz, asesinados por ]a dictadura militar ar­
'
gentina a mediados de 1976), a conmemoraciones políti­
'
cas y político-carcelarias (por ejemplo, la evocación tes­
timonial, tres años después, de lo ocurrido en la cárcel de
Devoto el 25 de mayo de 1973), a asambleas internas e
"
incluso a celebraciones "domésticas" (peñas y festejos de
'
cumpleaños), momentos en los cuales los detenidos, al
tiempo que hacían ----a menudo por vez primera- la ex­
"
_
periencia de la conviavilidad carcelario-política, solían
proponer y asumir compromisos de solidaridad colectiva.

79
puesta frontal13 a la clara provocación que conlle­
va ese asesinato particularmente cínico.14 Es evi­
dente, en efecto, que las autoridades carcelarias
han previsto reacciones de protesta por parte de
los presos; se diría incluso que las han incitado,
intensificando los castigos y el maltrato cotidianos
en esos días. Pero los detenidos saben que esa
respuesta acarrearía consecuencias tan negativas
como la reacción de pánico. La resolución en prin­
cipio adoptada, que parece débil a algunos, adquie­
re fuerza cuando los detenidos asumen también el
compromiso formal de agotar, una vez libres, to­
das las vías para que el crimen reciba el castigo
que merece.
Es aquí donde interviene abiertamente la
creencia, en su expresión más descarnada: como
creencia en la futura libertad de todos y cada
uno. 15 Hacerla comparecer explícitamente impli­
ca riesgos, puesto que equivale a poner sobre la

13. Por ejemplo, el llamado "rechifle", tradicional forma de pro­


teata de loa preBOB conaistente en abuchear a los guardiaa,
hacer ruido con los cubiertos, corear estribilloa, etc., que
provoca desorden en la cárcel y busca hacerse oír en el ex­
terior de la misma.
14. La versión oficial, aparecida dos díaB después en los pe­
riódicoB (intento de fuga, apoyado desde el exterior, de los
detenidos, tiroteo y muerte de estos últimos) no era sólo in­
creíble. Vista desde la perapectiva de los presos políticos
dicha versión acumulaba rasgos de inverosimilitud dema­
siado ostensibles como para juzgarlos casuales: pareda
una broma siniestra, es decir, una provocación más.

15. Abiertamente porque esa creencia estuvo presente de ma­


nera implícita en todo el episodio (y desde siempre, una vez
que el colectivo "los compafteros" fue constituido). Sobre
el sentido a asignar a la creencia en la libertad futura, ver
infra, pgr. 2.1.

80
mesa (y no en el mejor momento) el fundamento
mismo del pacto originario que instituyó al colec­
tivo como tal. Cada uno reconoce a los otros y es
reconocido por ellos en tanto asume esa creencia. ¡'.
En tal sentido, traer a colación aquello que fun­
da la pertenencia de cada uno al grupo, y por tan­
to la existencia lisa y llana de este último, puede
abrir la puerta a cuestionamientos, a deserciones
o incluso a una crisis general del grupo de conse­
cuencias imprevisibles. Si por un lado la confian­
za mutua entre los "compañeros" se apuntala en
la creencia compartida; por otro, cada uno sabe
que ni la una ni la otra son incondicionadas. No
lo es la confianza, porque requiere de un compro­
miso explícito, y no lo es la creencia, porque --co­
mo se verá oportunamente- hace a su natura­
leza el estar habitada por un coeficiente de
duda.16
Sin embargo, el riesgo es superado. La subsi­
guiente visita regular de los familiares tiende a
consolidar la actitud adoptada por los detenidos.
Hay sin duda temor entre los familiares, pero hay
también consenso generalizado acerca de la nece­
sidad de denunciar el hecho, para evitar que que­
de sepultado por el olvido y la impunidad. 17
He intentado mostrar ya, para el caso de la cro­
toxina, de qué modo la amenaza está en el origen

16. Sobre este punto, ver la conclusión.


17. Esta coincidencia de punt.os de vista tiene importancia pa­
ra los detenidos, porque refuerza su posición en un tema
(las formas de resistir a la opresión carcelaria) sobre el que
suele haber desacuerdos con los familiares, a veces más
dispuestos a cerrar los ojos frente a algunas arbitrarieda­
des manifiestas de las autoridades, por temor a lo que pu­
diera ocurrirles a sus allegados en prisión.

81
40

de un colectivo definido, constituido por los de­


fensores activos de la droga y encarnado princi­
palmente en el grupo "Crotoxina, Esperanza de Vi­
da". Los momentos lógicamente posteriores no
están sin embargo ausentes. Su presencia es sin
duda más plural y dispersa que en el episodio ana­
lizado en los párrafos precedentes. Por otra parte,
sus formas de manifestación son indisociables de
su construcción mediática. Así por ejemplo, la "ten­
tación del pánico" surge intermitentemente bajo la
forma de imprecación desesperada -una mujer jo­
ven que entre sollozos reclama a gritos la droga pi­
diendo que su marido enfermo, de 34 años, "se
muera con crotoxina"- (Nuevediario), o bien de
imploración casi muda de una anciana al Dr. Vida!,
pidiéndole ayuda a la salida del Ministerio de Ac­
ción Social (Nuevediario), o incluso de amenaza de
represalias violentas contra quienes se supone res­
ponsables de la no distribución de la droga. 18
Sin embargo, aun con conflictos, el grupo se
mantuvo por un lapso prolongado. Si, a pesar de los
sucesivos fracasos en las iniciativas emprendidas,
pudo durar hasta después de que el caso dejara de
ocupar el centro de la atención pública y mediáti­
ca, ello se debe indudablemente al papel galvani­
zador que la creencia desempeñó a través de todo
ese período.
Dicho esto, importa precisar en este caso cuál
o, mejor, cuáles eran los "contenidos" objeto de

18. Un dirigente del grupo "Crotoxina, Esperanza de Vida" de­


claró que mataría al entonces Ministro de Salud y Acción
Social, si no conseguía crotoxina para uno de sus parien·
tes, enfermo de cáncer (entr.evista grabada con Luis Alber­
to Quevedo).

82
40

creencia. Por supuesto, los partidarios de la dro­


ga creían ante todo en la eficacia de esta última pa­
ra el tratamiento del cáncer. Pero esta creencia,
aunque indispensable y fundamental, no habría
bastado para apuntalar la integración y la identi­
dad de un grupo urgido por el tiempo y, por lo tan­
to, más volcado a la acción que a la deliberación. 19
Esa creencia primera necesitaba el complemento
de otra que diera, por así decir, un sentido inme­
diato a las iniciativas de cada uno. Me refiero a la
creencia en que el grupo "triunfar(a", lograría sus
objetivos, a saber, obtener en lo inmediato crotoxi­
' na para sus enfermos y, más temprano o más tar­
' de, para todo aquel que la requiriera. En las ma­
nifestaciones colectivas, en las pancartas, en las
declaraciones de los dirigentes del grupo "Croto­
e xina, Esperanza de Vida" -sobre todo, durante las
semanas de mayor agitación pública- esta creen­
cia era fervorosamente afirmada.
e
s
'· 3. ESTRATEGIAS DE LA CREENCIA
e
i- Abro aquí nn paréntesis para intentar ceñir más
1- de cerca un pnnto al que ya he hecho indirectamen­
.O te alusión más arriba. Vimos en efecto, al ejempli­
ficar el funcionamiento de la creencia en la cárcel
¡¡ política, que la vigencia de un rumor determina-
le

19. El dirigente del grupo "Crotoxina, Esperanza de Vida"



Héctor Vázquez justificaba que dicho grupo careciera de
In estatutos, de personeríajurídica y de autoridades electas,
n- por el carácter en extremo urgente de la situación y, con­
siguientemente, de las iniciativas a emprender (entrevis­
ta grabada con Luis Alberto Quevedo e Isidoro Cheresky).

83
do requería en ocasiones introducir enmiendas, y a
veces argumentación complementaria, so pena de
comprorneter su verosimilitud. En el caso del ru­
mor Originado en las declaraciones del sacerdote
fue necesario modificar sucesivamente las fechas
en qUe se producirían las libertades y también jus­
tificar esos cambios. Asimismo en éste y otros ru­
mores que circularon sobre el tema, la cantidad,
juzgada excesiva en la versión original, de liber­
tades anunciadas debió ser corregida para dar cre­
dibilidad a la versión (de lpola, [a]:199-200).
En cuanto al caso de la crotoxina, ya desde los
primeros días posteriores al desencadenamiento
del Q.{faire, los voceros autorizados de los par­
tidaJios de la droga, encabezados por el equipo
médico, fueron reemplazando la palabra "curación"
Y 8Q\livalentes por el término más técnico y menos
comprometedor de "remisión". Por otra parte, en
los Ib.ismos días, a través de las propias declara­
ciones de enfermos, de parientes y de algunos
médicos, se difundió una información que pronto
cobraría creciente importancia: al margen de las
eventuales propiedades curativas, o de remisión
del tumor, el medicamento poseería virtudes anal�
gésicas y ligeramente euforizantes, al tiempo que,
por añadidura, no produciría los penosos efectos
secundarios característicos de las quimioterapias
conOcidas. Se fue produciendo de este modo un
deslizamiento semántico que no se redujo el reem­
pla!;o puro y simple de una significación fuerte
("CU>-ación") por otras más débiles ("remisión"), sino
que� de hecho, las retuvo a todas, en una suerte
de reservorio argumentativo apto para usos difer­
entes según las circunstancias.
Ocurría así, pues, algo que aparecía a primera

84
vista como una paradoja: dogmáticos, incuestiona·
bles, indestructibles más allá de toda intención y
de toda voluntad, los enunciados objeto de creen­
cia, los enunciados credógenos como los denomina
Jean-Toussaint Desanti (1981), se revelaban sin
embargo lábiles, flexibles, adaptables. Dicho con
otras palabras, todo tendía a apoyar la idea de que
el funcionamiento eficaz de las creencias requería
estrategias enunciativas que impidieran que tal o
cual versión, al "congelarse" en una fórmula única,
se tornara fácilmente permeable a los desmentidos.
Esas estrategias estaban en el origen de las mo­
dificaciones a que era sometido un enunciado cre­
dógeno cuando las circunstancias así lo reclama­
ban. Cabría pues decir que la creencia no se rompía
pero, hasta cierto punto al menos, se doblaba.
Sin embargo, esas variaciones no eran ni arbitra­
rias ni ilimitadas. No eran arbitrarias: la vigencia,
por llamarla de algún modo, de un enunciado cre­

dógeno dependía de factores no aleatorios tales como


la credibilidad previamente atribuida a la fuente ci­
tada como origen de una versión y a su enwiciador,
el estado de la opinión en el momento en que la ver­
sión comenzaba a circular y otros factores más cir­
cunstanciales y, por lo tanto, menos permeables a
una categorización previa.211

20. Por ejemplo, un traslado masivo de presos de una prisión a


otra solía tender a desmentir, salvo excepciones muy preci­
sas, los rumores acerca de libertades inminentes y a reva­

lorizar versiones más débiles sobre el mismo tema. En el af­


faire de la crotoxina, acontecimientos como los dictámenes
de las comisiones de oncólogos o como el fracaso -o el éxi­
to- de una acción legal en favor de un enfermo que recla­
maba autorización para tratarse con crotoxina, afectaban,
reforzándola o debilit.ándola, la vigencia de una versión.

85
42

Las variaciones no eran tampoco ilimitadas:


tanto en el caso de los detenidos políticos como en
el de los partidarios de la crotoxina, los enunciados
abiertamente negativos (por ejemplo "no salimos
más", "la crotoxina no sirve para nada" y, más aún,
"nunca obtendremos la droga", etc.) eran descarta­
dos de oficio; asimismo, superados determinados
umbrales, los enunciados optimistas mismos ten­
dían a perder credibilidad. Por cierto, había quie­
nes daban crédito y difusión a versiones tales como
"se viene una amnistía como la del '73" o "la cro­
toxina cura todo tipo de enfermedad, por grave que
sea", pero ellas suscitaban siempre un abierto re­
chazo en la mayoría.
Quizás podamos, por esta vía, tratar de ir un po­
co más lejos. Si es cierto, en efecto, que las varian­
tes posibles ("aceptables") de un enunciado de
creencia tenían límites externos, en tanto determi­
nados por las condiciones de enunciación que ha­
cían a su verosimilitud, no menos cierto es que
existían también límites internos a esas variacio­
nes. Aludo con ello a una suerte de enunciado "cre­
dógeno" básico, que subyacía como invariante en
todas las versiones de una creencia. Si por un lado,
en efecto, los enunciados "credógenos" debían po­
seer un coeficiente de maleabilidad que los habi-
1 litara para elaborar estrategias de supervivencia
en situaciones diferentes, por otro, en tanto garan-
-
." /
..., , tes del lazo social y fuentes de la identidad de un
grupo, debían conservar, más allá de toda contin­
gencia, un núcleo duro y siempre reconocible de
sentido para quienes justamente se reconocían en
(y a través de) una creencia dada.
Múltiples eran, en la prisión política, las ver­
siones en las que se encarnaba la creencia en la

86
42

libertad futura. Todas ellas empero suponían y a la


vez confirmaban la vigencia de un enunciado nu­
clear formulable aproximadamente en estos térmi­
nos: "saldremos a tiempo en libertad". Dicho de otro
modo, "saldremos en libertad y, cualquiera sea el
momento en que ello suceda, seremos los mismos
que ahora somos. No estaremos viejos, ni desen­
gañados, ni quebrados, ni habremos traicionado
nuestras convicciones".21 Fácil es comprender por
qué esta creencia, así enunciada, era apta para
apuntalar una identidad colectiva y para definir la
situación con arreglo a un sentido aceptable y com­
partible por todos.
Hemos visto que, en este aspecto, el episodio de
la crotoxina aparecía como más complejo, puesto
que en este caso se requería sostener dos posicio­
nes de creencia claramente diferenciables, a saber:
la creencia en la eficacia de la droga y la creencia
en que, gracias a la movilización colectiva, se ten­
' dría acceso a ella rápidamente. Ahora bien, no es
difícil, en lo que se refiere a la primera, estable­
,_
cer con aceptable precisión el enunciado "credóge­
" no" de base. Dicho enunciado era (y, según la infor­
" mación disponible, sigue siendo) algo así como "la
,_ crotoxina es buena para el enfermo de cáncer",
l- enunciado que admite variantes que van desde "la
a crotoxina cura el cáncer" hasta "la crotoxina garan­
l­ tiza una buena calidad de sobrevida al enfermo de
n cáncer".

le
21. Cabe señalar que el principio de identidad que definía al
conjunto de los detenidos como "'.los compañeros" era vivi­
do como durable más allá incluso de la situación que le ha­
r­ bía dado origen. Como una comunidad actual, pero tam­
la bién como una suerte de comunidad de destino.

87
¿Qué ocurre con la segunda posición de creen­
cia, aquella según la cual los defensores activos de
la droga tendrían éxito en sus gestiones y movili­
zaciones, es decir, pondrían a muy corto plazo la
droga al alcance de quienes la necesitaran? Nos en­
contramos aquí con una suerte de contraejemplo,
porque, a diferencia de la anterior, y de las que re­
gían en la prisión política, esta creencia no admi­
tía sino mínimas variaciones. Se trataba, por así
decir, de una creencia constitutivamente perento­
ria. Pero es justamente este rasgo lo que toma a es­
te contraejemplo instructivo. Sabemos en efecto
que, más allá de la continuidad que mantuvieron
en su momento, el movimiento pro crotoxina y, en
particular, el grupo "Crotoxina, Esperanza de
Vida", han desaparecido hace tiempo de la escena
pública sin haber obtenido satisfacción a sus de­
mandas, y que esa extinción también debe ser ex­
plicada. Sin duda, a ello coadyuvaron desde la
emergencia de nuevos acontecimientos que mono­
polizaron a partir de mediados de 1987 a la opinión
pública (los motines militares, las elecciones de oc­
tubre de ese año) hasta la expectativa de un recam­
bio gubernamental favorable a los defensores de la
droga. Sin embargo, esos hechos no podrían con­
siderarse decisivos. Si la creencia estuvo en el ori­
gen de la identidad colectiva y de la acción cohesio­
nada de un grupo, algo en ella debió de haberse
modificado para que dicha identidad y dicha acción
se hubieran disuelto paulatinamente.
Mi hipótesis al respecto es que fue ese carácter
constitutivamente perentorio, y en esa misma me­
dida inflexible, de la creencia en la obtención inme­
diata de la droga, unida por cierto a la experien­
cia de reiteradas respuestas negativas, o bien

88
dilatorias, a la demanda del grupo, lo que conclu­
yó por t:orroe:r.la..cree.n._cia._e_n c:_u_estjón, y despojó así
al grupo de un elemento esencial a su razón de ac­
tuar, indisociable de su razón de ser. Como vimos,
la creencia en la eficacia de la droga se mantuvo,
pero no la creencia en la eficacia de la acción co­
lectiva con vistas a obtenerla. Privado de su prin­
cipal fuente de sentido, el grupo languideció un
tiempo y acabó por disolverse.

4. CONCLUSIÓN

Quisiera comenzar a concluir trascribiendo una


cita algo extensa de Harold Garfinkel:

Al dar cuenta de los rasgos estables de las activida­


des ordinarias, los sociólogos seleccionan habitual­
mente situaciones familiares, como los hogares o las
profesiones, y se interrogan sobre las variables que
contribuyen a la estabilidad de esas situaciones. Pa­
sa con ellos exactamente lo mismo que con el senti­
do común, a saber, un conjunto de consideraciones
permanece fuera del examen: las propiedades de "se­
gundo plano" .estandarizadas y estandarizantes,
..

propiedades a las que se ve, pero a las que no se pres­


ta atención. Un miembro de la sociedad utiliza las ex­
pectativas de "segundo plano" como esquema de in­
terpretación... y al mismo tiempo es totalmente
incapaz de decirnos en qué consisten esas expecta­
tivas (. . ) Dirigir la mirada hacia esas expectativas de
.

segundo Plano exige, o bien ser extranjero al caráC­


ter de vida corriente de ias escenas cotidianas, o bif!.ñ
tornar extranjeras esas escenas" (Garfinkel:5. Yo su­
brayo).

89
44

Los episodios analizados en este trabajo consti­


tuyen a mi entender casos particulares de la prime­
ra de las alternativas que propone Garfinkel al
final del párrafo citado. En efecto, tanto en el epi­
sodio de los rumores en la cárcel política como en
el affaire de la crotoxina, los acontecimientos ocu­
rren en el contexto de situaciones atípicas, fuera de
lo común; más precisamente, en el contexto de si­
tuaciones extrañas (e incluso "ominosas" en el sen­
tido del Umheiliche freudiano) para el participan­
te y también para el observador. Ambas se prestan,
pues, para sacar a luz propiedades que pasan inad­
vertidas en las situaciones familiares.
Dos ejemplos que ilustran lo que quiero decir:
un detenido político novato, recién llegado a Villa
Devoto, está conversando en su celda con dos otros
presos alojados allí desde hace ya un mes. De pron­
to, un guardia abre la puerta y ordena a los dos pri­
sioneros antiguos que preparen sus cosas pues van
a ser trasladados a otro pabellón. El celador y los
presos se van y el episodio parece concluido. Sin
embargo, dos minutos más tarde, el detenido nova­
to, que ha quedado solo en la celda, es reclamado,
mediante discretos golpes en las paredes, por los
presos alojados en las dos celdas contiguas. Unos y
otros le preguntan acerca de lo sucedido y prestan
cuidadosa atención hasta a los mínimos detalles
que, no sin extrañeza. el detenido novato les refie­
re. Este, en efecto, no logra comprender las razo­
nes de una curiosidad a la vez tan meticulosa y tan
apremiante como la que manifiestan sus compañe­
ros. En la vida cotidiana "normal" nadie corre a in­
terrogar a su vecino cada vez que oye que una
puerta se abre o se cierra en la casa de este último.
Nadie presta atención, ni considera relevantes a

90
44

hechos como ése. Pero las cosas ocurren de muy di- \ '
1,
ferente manera en la vida cotidiana de la cárcel pa-
',:
ra detenidos políticos. En efecto, la cárcel política 1
se caracteriza por poner en obra un riguroso dispo­
l sitivo (que incluye, entre otras cosas, reglamentos,
modos de gestión del espacio, formas específicas de
vigilancia, inculcación doctrinaria y presiones psi­
cológicas) destinado a asegurar la máxima desin­
formación posible de los detenidos en lo que se re­
fiere a su situación presente y futura. Para decirlo
" en una frase, en la prisión política el detenido no
debe saber nada que se suponga que tiene perti­
nencia para dar un sentido razonablemente pre­
visible a dicha situación. Por eso, la producción y
a circulación de mensajes están, o bien rigurosamen-
1S te controladas, o bien prohibidas. Naturalmente,
l- un medio social así constituido lleva a quienes es-

1- tán inmersos en él a una búsqueda sistemática y


n casi obsesiva de signos. Así pues, el menor ruido, el
IS más ínfrmo cambio, el detalle en apariencia más ni­
n mio adquieren de pronto una relevancia y una sig­
,_ nificación incomprensibles para el forastero o el re­
o, cién llegado (de lpola, ([a]):190-198).
JS En el caso de la crotoxina, la situación de ex­
y trema urgencia vivida e invocada por los defenso­
Lll res de la droga desempeñaba aproximadamente el
mismo papel que la desinformación para los presos
e­ políticos. Preguntas referidas, por ejemplo, al esta­
o­ tuto jurídico del grupo "Crotoxina, Esperanza de
m Vida" u observaciones acerca de los requisitos cien­
tíficos y legales que deben ser satisfechos para que
una droga pueda ser aplicada a seres humanos,
eran percibidas y tratadas como carentes de sen­
tido, cuando no como sospechosas, por los parti­
.os de la crotoxina. Todo lo que demoraba el

91
/

avance expeditivo de una gestión o de un reclamo


era recibido como un sabotaje encubierto.

* * *

En la Introducción a este libro distinguimos dos


modalidades de la creencia (la creencia como con­
fianza acordada y la creencia como ideología) y se­
ñalamos que, aunque interrelacionadas entre sí,
esas dos modalidades no tenían igual peso en la
vida social y, particularmente, en la constitución
de las identidades colectivas. Subrayamos en par­
ticular que la lógica de la pertenencia que rige a
la primera de esas modalidades tiene primacía so­
bre la lógica obj'etiva de l,as ideas que gobierna a
la segunda. Por insuficiente que haya sido, el aná­
lisis del funcionamiento de las creencias en la cár­
cel política y en el affaire de la crotoxina confirma
ampliamente esa primacía. Los registros en los
que una lógica objetiva de las ideas (una "ideo­
lógica") puede ejercerse con eficacia presuponen
fidelidades, inclusiones y exclusiones previas así
como identidades ya constituidas que sólo difícil­
mente dicha lógica objetiva puede poner en cues­
tión. Las demoras que sufría la deseada libertad
no lograron, en el caso de la prisión política, ero­
sionar la creencia en que dicha libertad advendría
pronto; los argumentos y las pruebas científicas
no lograron tampoco, en el de la crot.oxina, des­
truir la fe en la droga. Por cierto, la libertad es ca­
si siempre algo deseable para el prisionero, lo mis­
mo que la curación para el enfermo. No siempre,
sin embargo, se cree en ellas. En cambio, cuando
de creer en ellas depende -sobre el fondo de una
amenaza de muerte- la identidad de un colecti-

92
vo creado justamente para conjurar esa amenaza,
la creencia se convierte en una fortaleza inexpug­
nable.

• • •

No quisiera poner punto final a este trabajo sin


abordar el tema de la racionalidad, no racionalidad
o irracionalidad eventuales de las creencias, y en
general de las actitudes que, en los dos casos ana­
lizados, adoptaron sus protagonistas. Cuestión ine­
vitable, no sólo por su clásica vigencia en los de­
bates de las ciencias sociales alrededor de los
tópicos aquí abordados, sino también y principal­
mente porque los problemas a los que abre esa pre­
gunta (así como algunas de sus posibles respues­
tas) irrumpieron frecuentemente en el desarrollo
mismo de los dos episodios antes expuestos, y en
esa medida ÍQ_l"Illaron parte de ellos.
Alfred. Schu�eñala que, en el análisis socio­
lógico de lllaCCión humana, la palabra "racional"
suele -ser -utiliZadii OOino Sinónimo de "ra;�Ilable".
Y agrega:

[ ] no hay duda de que actuamos en la vida cotidiana


...

de una manera �_Q_nab�e si aplicamos las recetas que


encontramos en el acervo de nuestra experiencia y que
ya han sido puestas a prueba en una situación aná­
loga. Pero actuar racionalmente significa, a menudo,
evitar la aplicación mecánica de 10.s precedentes, aban­
donar el uso de analogías y buscar una nueva mane­
ra de hacer frente a la situación (Schutz:78).

Ahora bien, si a partir de estas indicaciones de


Schutz retomamos lo expuesto acerca de nuestros

93
46

dos casos de referencia, se imponen de inmediato


algunas comprobaciones negativas:

a) en muchas de las situaciones en que se vieron


envueltos los protagonistas de uno y otro episo­
dio, no les era posible a éstos actuar de una ma­
nera razonable -en el sentido de Schutz-, sim­
plemente porque no existía, en el acervo de sus
respectivas experiencias, ninguna receta que
pudiera ser aplicada analógicamente a dichas
' r
1./- situaciones;
1 b) en algunas de las situaciones vividas por los
mismos protagonistas -en particular, los de­
tenidos políticos-, tampoco les era posible a és­
tos actuar de manera racional, si entendemos
por ello, interpretando algo estrechamente a
Schutz, encontrar nna respuesta novedosa (ade­
más de viable y coherente) a situaciones que
pueden también ser novedosas, pero cuyo sen­
tido es definido y reconocible. Ciertas situacio­
nes, en efecto, se caracterizaban por aparecer a
los actores como radicalmente opacas, o al me­
nos como refractarias a ser interpretadas "sen­
satamente" por aquellos. 22

22. Un caso típico de est.as situaciones es el de los interroga­


torios a que, de manera a menudo intempestiva y siem­
pre inesperada (dada la norma habitual de evit.ar todo diá­
logo), ciertos oficia.les carcelarios sometían a los detenidos.
Por cierto, el significado de las preguntas carecía de mis- ,
terio (se referían generalmente a las razones por las cua- .

les el interrogado había sido detenido o bien a cómo eva­


luaba el tratamiento carcelario). Lo indescifrable era el
sentido de su enunciación: podía corresponder a una in­
quietud personal del propio oficial, a una maliciosa inten­
ción de preocupar porque sí a los presos, a una consigna�

94
46

Ello no significa que los actores no intentaran


actuar razonable y/o racionalmente frente a esas
situaciones, pero lo hacían sobre la base de hipó­
tesis por fuerza arbitrarias, y exponiéndose ade­
más a riesgos literalmente incalculables, puesto
que, en esas experiencias sin memoria, la fronte­
ra entre lo -racIOiiB.fjr ro·-ño racional-podí8.-Ilo ·sez. -­
Io-melloS -f3.cloñaI� -lO-raciOnal a medias o 10 "Sub­
óptimo", sin�-1�-�bsurdo o lo suicida.
Esta "sustracción del sentido" (operación, según
vimOS Mte823.-·nada lrioCCD.te -y en tanto tal, plena
de sentido) no afectaba sólo a las situaciones, si­
no también a los actores mismos. En el caso de la
prisión política, autores como Erving Goffman y
¡ Michel Foucault, entre otros, ha:rlfiloSfrfido Cómo
' internados, Cárceles y, en general, instituciones y
procedimientos con finalidades o simplemente ra"s-__
gos represivos ponen en obrB: estrategias cuyo obje­
tivO, o al menos cUyo erecto, es- ia-élegradación de 13:
estima de sí y _de la identid�d de los sujetos bajo

-
- de las autoridades con fines de información... o bien a una
celada, ocasional o premeditada, para confundir y luego
castigar a los interrogados. Cuando, entre otros, los oficia­
les del Ejército Sánchez Turanzo y Gatica interrogaron a
un cierto número de detenidos con el honesto objetivo de
·­ eliminar arbitrariedades, acelerar trámites y resolver po­
·­ sitivamente, en la medida de sus posibilidades, los casos
i- quejuzgaran de detención o privación de la libertad injus­
•• tificadas, pudieron sorprenderse por no encontrar, entre al­
� gunos de los detenidos entrevistados, las respuestas y la
cooperación que esperaban. Sin duda, no podían compren­
,_ der que, para los presos, lo sorprendente y lo sospechoso
,¡ era, justamente, la presencia de dos militares en la cárcel
,_ que formulaban preguntas indiscretas.
23. Al referirnos a la cárcel política como dispositivo de de­
sinformación de los detenidos.

95
su control. 24 Lejos de ser una excepción, la cárcel
para detenidos políticos constituye uno de los ám­
bitos donde más sistemática y perfeccionadamen­
te se aplican esas estrategias.
En lo que se refiere al affaire de la crotoxina,
si bien es cierto que los defensores activos de la
droga tenían certezas definidas en cuanto a quié­
nes eran sus enemigos y no dudaban en interpre­
tar la negativa de las autoridades a satisfacer sus
reclamos como el resultado de una vasta conspira­
ción de poderosos intereses económicos -todo lo
cual les permitía definir la situación como un en­
tramado inteligible de conflictos y de fuerzas-, es
preciso también reconocer que, sobre el fondo de
la terrible vivencia de la enfermedad como daño fí­
sico y psicológico y como estigma social, ciertas ex­
periencias por las que atravesaban enfermos, pa­
rientes y, en general, defensores activos de la
droga llevaban a algunos de estos actores a cues­
tionar el sentido de las iniciativas que adoptaban
e incluso de su existencia como grupo. Entre esas
experiencias, quizá la más traumática era aquella
que provenía de la asim.etrw. constitutiva de las

I relaciones de autoridad y de - POder Q.ueCoti­


i
dianameD.te septanteabar entre1as--instancias

24. "Para 'quebrar' a un detenido, con o sin tortura, se ha de


comenzar por aislarlo de sus camaradas. Se borrará poco
a poco su sentimiento de pertenencia haciéndole descubrir
que su grupo lo ha abandonado a su suerte, que se es

1
disolviendo, que ya se ha rendido. Por lo demás, sus
radas ya han confesado. En cuanto a sus jefes, son unos
bardes (se esconden) o unos falsos jefes (infiltrados). En
sumen: hay que convencerlo de que está solo y que, por
tanto, carece de obligación frente a otro que no sea él
·

mo" (Debray: 216-217).

96
gubernamentales y las comisiones científicas por
un lado, y los defensores de la droga por otro. La
sensación de impotencia que en esas ocasiones ex­
perimentaban algunos de los partidarios de la dro­
ga podía cristalizar en la forma de un sentimien­
P
to general de érdida de sentido de la acción y la
existencia propias.
En ese contexto, la pregunta por la razonabi­
lidad o la racionalidad del actuar propio y ajeno
gravitaba paradójicamente como pregunta que no
podía ser planteada simplemente porque las con­
diciones necesarias para su planteo, e incluso para
el planteo de cualquier pregunta "sensata", esta­
ban ausentes. Así pues, no para que tal pregunta
pudiera ser formulada, sino, más elementalmente,
para disponer de un mínimo entorno de sentido en
el cual situar los hechos y situarse, había ante to­
do que recrear esas condiciones. Los episodios que
hemos descripto en los parágrafos precedentes no
fueron otra cosa que momentos del laborioso pro­
ceso a través del cual los detenidos políticos, por un
lado, y los defensores de la crotoxina, por el otro,
fueron afirmando su identidad a la vez que cons­
tituyendo, en diferentes planos, el sentido de la si­
tuación que vivían.
En ese proceso le correspondió desempeñar, co­
mo vimos, a la creencia -y ante todo a la creen­
cia como confianza acordada- un papel que, si el
adjetivo no estuviera algo devaluado por el uso,
bien cabría calificar de fundacional. Dicho en tér­
minos muy concisos, procuramos mostrar al res­
pecto que una identidad colectivii Se CollstitUía 8 _
- través de la escansión de dos Il!OIP.l:l_ntos: uno, exte­
rior, prospectivo y a priori, definido por la resisten­
cia a la negatividad "serializante" encarnada por la

97
48

amenaza, que anticipaba una identidad de grupo


elemental y precaria; y otro, interior, retrospecti­
vo y a posteriori., asumido por la creencia como ci­
miento y garante del pacto social originario y, por
tanto, como (re)afumación de dicha identidad.

l
Es precisamente ese Rapel fundacional el que
torna en mi opinión no pertinente en e$te niuel a
la pregunta por la J'!lcionalidad o irracionalidad c.J�
la creencia en elsentido definido. Constitutiva del
"8. Priori social" (Ma:x Adler), la �éncia como con­
fianza acordada oe_��-�o�o _condicióil de posibili­
dad de toda racionalidad y d,e toda .ii:r�cí0t)ill8a.
Sólo pues clq@__esa condición_.wclemos interrogar-

n SObi-e �i caráct.er racional o irraciO�af."'TazDna­
ble o no razonable, de un comportamiento, un pro­
yecto, una creencia (en el sentido de adhesión a un
enunciado en tanto se lo tiene por verdadero), una
hipótesis ... y también un ensayo como el que aquí
concluye.

Buenos Aires, mayo de 1994

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

John L. Auetin: Cómo hacer cosas con palabra.B, Barcelona,


Paidós etudio, 1988.
Emilio de lpola: (a) Ideolog(a y discurso populista, México, Fo- ,

lioe Ediciones, 1982.


(b) Creencias, instituciones, saberes: Las dimensiones aocia­
les del caso de la crotoxina, Informe de investigación, CO­
NICET, Buenos Aires, 1987.

98
48

'° (e) "Crisis y discurso político en el peronismo actual: el pozo


y el péndulo", en VVAA: El discurso político (lenguajes Y
i-
acontecimientos), Buenos Aires, Ed. Hachette, 1986.
1-
Jean-Toussaint Desanti: Un destinphilosophique, París, Ber­
)T nard Grasset, 1982.
Harold Gañmkel: Etudes d'Ethnométhodologie, capítulo II
Le "Etudes du socle de routines des activités ordinaires",
a París, mimeo, 1992.
Ernesto Laclau: New Reflections on Revolution o(our Time,
le
Londres, Ed. Verso, 1990.
,¡ Gian Enrioo Rusconi Scambio, Minaccia, Decisione (Elemen­
,_ ti di Sociologie política), TI Molino, 1984.
.l- Alfred Schut.z: Estudios sobre teoria social, Buenos Aires, Amo­
3. rrortu editores, 1974.

•­

L>-

L8

·­

'.).

99
Anexo
Opinión actual (septiembre de 1993)
sobre la erotoxina

Datos de una encuesta realizada por Catter­


berg-Braun Asociados a 400 personas de Capital
Federal.
50
50

Cuadro N-' 1
VARIABLE, SEXO

¿CREE QUE LA CROTOXINA PUEDE...

Masculino Femenino Total

61 55 116
Curar 29,0 29,6 29,3

93 80 173
�dar 44,3 43,0 43,7

15 11 26
Ninguno 7,1 5,9 6,6

16 14 30
No recuerda 7,8 7,5 7,6

25 26 51
NS-NC 11,9 14,0 12,9

210 186 396


Total 100,0 100,0 100,0

103
Cuadro N!! 2
VARIABLE: NNEL DE EDUCACION

¿CREE QUE LA CROTOXINA PUEDE. ..

Secun. Secun. Univ. Univ. Total


Incomp. Comp. Inc. Comp

35 23 48 10 116
Curar 26,9 25,0 33,8 31,3 29,3

61 40 61 11 173
�dar 46,9 43,5 43,0 34,4

7 9 9 1 26
Ninguno 5,4 9,8 6,3 3,1 6,6

14 8 5 3 30
No recuerda 10,0 8,7 3,5 9,4 7,6

13 12 19 7 51
NS-NC 10,0 13,0 13,4 21,9 12,9

130 92 142 32 396


Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0

104
Cuadro N-' 3
VARIABLE, EDAD

¿CREE QUE LACROTOXINA PUEDE...

15 a 22 2S a 40 41 a 5ó ... de 55 Total

17 41 29 29 116
Curar 27,0 24,0 33,3 38,7 20,3

24 82 36 31 173
Ayudar 38,1 48,0 41,4 41,3 43,7

6 10 6 6 26
Ninguno 9,5 5,8 6,9 5,3 6,6

12 14 2 2 30
No recuerda 19,0 8,2 2,3 2,7 7,6

4 24 14 9 51
NS-NC 6,3 14,0 16,1 12,0 12,9

63 171 87 75 396
Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0

105
52

Cuadro � 4
VARIABLE: SEXO

¿DEBE EL GOBIERNO INVERTIR DINERO


EN LA INVESTIGACION SOBRE LA CROTOXINA?

MaBculino Femenino Total

14 12 26
No sabe1 6,7 6,5 6,6

172 151
Sí 81,9 81,2

19 13 32
No 9,0 7,0 8,1

5 10
NS-NC 2,4 5,4

210 186 396


Total 100,0 100,0

l. Significa "desconoce el tema".

106
52

Cuadro N\! 5
VARIABLE: NNEL DE EDUCACION

¿DEBE EL GOBIBRNO INVERTIB. DINERO


EN LA INVESTIGACION SOBRE LA CROTOXINA?

Seeun. Secun. Univ. Univ. Total


Incomp. Comp. Inc. Comp

13 7 4 2 26
No sabe 10,0 7,6 2,8 6,3 6,6

104 74 120 25 323


Sí 80,0 80,4 84,5 78,1 81,6

10 8 13 1 32
No 7,7 8,7 9,2 3,1 8,1

3 3 5 4 15
NS-NC 2,3 3,3 3,5 12,5 3,8

130 92 142 32 396


Thtal 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0

107
Cuadro N-' 8
VARIABLE.- EDAD

¿DEBE EL GOBIERNO INVERTffi DINERO


EN LA INVESTIGACION SOBRE LA CROTOXINA?

15 a 22 23 a 40 41 a 55 + de 55 Total

10 12 2 2 26
No aabe 15,9 7,0 2,3 2,7 6,6

38 145 75 65 323
Sí 60,3 84,8 86,2 86,7 81,6

10 7 7 8 32
No 15,9 4,1 6,0 10,7 8,1

5 7 3 o 15
NS-NC 7� 4,1 3,4 º·º 3,8

63 171 87 75
Total 100,0 100,0 100,0 100,0

(Fuente Catterl>erg-Braun Equipo Consultores Asociados)

108
'
Nombres
54
54

Borges
y la comunidad

¿Hay un pensamiento de la comunidad en Bor­


ges? La respuesta a esta pregunta convoca famo­
sas dificultades que abarcan desde la pertinencia
de la pregunta misma hasta la nada descartable
posibilidad de que carezca de respuesta o tenga va­
rias, incompatibles entre sí. En todo caso, la volun­
taria deriva y el sesgo exploratorio de la aproxima­
ción que aquí intentaré autorizan a dejar en
suspenso, para un eventual examen a posteriari, el
tratamiento de esas dificultades.
En más de una ocasión refiere Borges el Colo­
quio de los pájaros del místico persa Farid al-Din
Abú Talib. La primera versión de esa leyenda figu­
en una larga nota al pie -casi un epílogo- del
nto "El acercamiento a Almotásim".1 Con algu-

Jorge Luis Borges: Obras compktas, Buenos Aires, Eme­


cé, 1974, pg. 418 (en adelante, citado en el texto con la
abreviatura OC seguida del número de página correspon­
diente). "El acercamiento a Almotásim" narra "la -

111
nas variantes, la fábula reaparece en el capítulo
dedicado al Simurg de El libro de los seres imagi­
narios2 y, más concisamente, en "El enigma de Ed­
ward Fitzgerald" de Otras inquisiciones (OC:689).
Por cierto, el relato se presta con facilidad a lec­
turas alegóricas. Borges señala esta circunstancia
a propósito de "El acercamiento aAlmotásim", pe­
ro la indicación es, si cabe, aún más válida para
el Coloquio ... 3
Según la leyenda, fatigados de su anarquía re­
mota y presente, los pájaros resuelven asumirse co­
mo comunidad y acuerdan embarcarse en una em­
presa colectiva: encontrar al Simurg, el rey de los

- insaciable busca de un alma a través de los delicados re­


flejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el te­
nue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, es­
plendores diversos y crecientes de la razón, de la
imaginación y del bien". (0C:416). Un hombre, otrora un
estudiante crédulo, se adapta a la convivencia con la gen­
te más infame y compite con ella en ignominia. Súbitamen­
te, capta con maravillado espanto un conato, un indicio,
una aminoración o interrupción de la infamia en uno de
sus semejantes: "Fue-escribe Borges citando textualmen­
te- como si hubiera terciado en el diálogo un interlocu­
tor más complejo". El antiguo estudiante razona que el
hombre de quien proviene esa imprevista claridad es inca­
paz de la menor decencia. Piensa entonces que está reOe-.
jando a otro y éste a otro y así sucesivamente. Concluye
que debe de haber en el mundo alguien de quien procede
esa luz, alguien idéntico a esa luz, y decide consagrar des-:
de entonces su vida a encontrarlo.
2. Jorge Luis Borges: Obras completas en colaboración, Bu&­
rÍosAires, Emecé, 1979 (en adelante, citado en el texto
la abreviatura OCC seguida del número de página co
pondiente}.
3. En El libro de los seres imaginarios se caracteriza sin
al Coloquio de los pájaros como una alegoría.

112
pájaros, que habita el Kaf, cordillera circular que
rodea la tierra. Comienzan, a pesar de la aprensión
de algunos;" su diffcil trayecto. Padecen indecibles
trabajos que provocan renuncias y muertes. Sólo
a treinta, sobre el fondo de una cantidad indefini­
da, pero que cabe suponer inmensa, les es dado ac­
ceder a la montaña. Al pisar la tierra del Simurg,
al contemplarlo, descubren que el Simurg son ellos:
cada uno de ellos y todos.
Hay pues en el inicio de la historia un pacto que
es a la vez una apuesta. Ese pacto se concierta ante
todo como una empresa de orden y es lícito inferir
que sólo se consuma como tal en el momento en que
los pájaros llegan a destino. En efecto, la travesía
que los pájaros emprenden, si bien culmina en el
hallazgo de una identidad común, es asimismo pa­
ra cada uno descubrimiento de una singularidad. 5
Los pájaros, que constituían al comienzo una vas­
ta cantidad indistinta (casi un continuum) donde
cada elemento era insignificante, han debido re­
ducirse, por la penosa sustracción de quienes
abandonaron o murieron, a una cantidad limitada
(doblemente discreta, cabría decir) pero rica en

4. La versión de El Libro de los seres imaginarios precisa que,


antes de acometer la búsqueda, o en su principio, "algunos
pájaros se acobardan: el ruiseñor alega su amor por la ro­
sa; el loro, la belleza que es la razón de que viva enjaula·
do; la perdiz no puede prescindir de las sierras, ni la gar·
za de los pantanos, ni la lechuza de las ruinas" (0CC:695).
5. El narrador y comentador de "El acercamiento a Almotá­
sim", texto donde, como dijimos, está incluido el Coloquio
de los pájaros, insiste sobre la necesidad de que el hom·
bre llamado Almotáaim no sea un fantasma, una abstrac­
ción, sino un carácter real, dotado de "rasgos idiosincrá·
ticos, personales".

113
56

significación, tanto desde el punto de vista del "to­


do" como del de cada "'individuo". Todos los pája­
ros son desde ese momento iguales, pero la igual­
dad que los mancomuna también los enaltece:
purificado y elevado por la empresa que llevó a ca­
bo, cada uno de los pájaros es a la vez semejante
a los otros y soberano.
No obstante, en este punto la escritura borgea­
na se detiene, falta quizá de una referencia clara
a la finitud: el "todo", coronado por el final perfec­
to de la búsqueda, tiende a la hipóstasis; la singu­
laridad amenaza con difuminarse en la identifica­
ción de cada uno, comopars totalis, al todo; el mito
del acceso a lo absoluto acosa a la escritura y coar­
ta su gesto de permanente recomienzo.6
Sin embargo, algunas aparentes digresiones in­
tervienen en el texto y ponen obstáculos a la clau­
sura mítica. Esas digresiones tienen por objeto la
segunda edición de la novela comentada en "El
acercamiento a Almotásim". 7 El crítico la compa­
ra desventajosamente con la primera. La nueva

6. La leyenda del Simurg, tan cercana por su construcción '


al mito, reproduce además lo que llamaré el "mito de ori- ·

gen" de Borges (ver infra nota 23). Esta inherencia míti­


ca parece confirmada por las curiosas analogías que vin­
culan este relato a los mitos Bororo, Tikopia y Ojibwa, ·

analizados por Lévi-Strauss en Le cru et le cuit. Como a su ,


modo lo hace también el Coloquio... , dichos mitos tratan.,
y resuelven, el problema del pasaje de la cantidad conti­
nua a la cantidad discreta. Cf. Claude Lévi-Strauss: Le era:
et le cuit, París, Pion, 1965, pgs. 58-63.
7. En la nota-epílogo de donde transcribí el Coloquio... se ha·
raja la hipótesis, sugerida por la novela comentada en
acereamiento a Almotásim", de la identidad entre el
cador y el buscado. Esto -según Borges-- aproximarla
ambos escritos.

114
56

edición impone una rígida interpretación teológi­


ca a la saludable apertura de la anterior; el pro­
tagonista, Almotásim, se vuelve emblema de Dios,
"la novela decae en alegoría". Hay sin embargo un
aspecto rescatable que, nuevamente, desbarata el
cierre hermenéutico del relato; así por ejemplo, "la
conjetura de que también el Tudopoderoso está en
busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien supe­
rior (o simplemente imprescindible e igual) y así
hasta el Fin -o mejor, el Sinfin- del Tiempo, o
en forma cíclica" (0C:417). La búsqueda es inter­
minable: imposible asignarle una finalidad o impo­
nerle un sentido. Persisten, pues, los suficientes
equívocos y puntos de fuga como para no dar por
agotada la indagación.
"El acercamiento a Almot.ásim" data de 1935. El
tópico de la búsqueda es retomado en la ficción El
inmortal (1949). La inmortalidad convierte todos
los actos en irrisorios; el único principio ético a que
parecen atenerse los trogloditas es el de evitar
agregar actos al mundo; sus corolarios, la inacción
total, la multiplicidad insolidaria, la especulación
y el tedio.8 El último símbolo al cual condescienden
los inmortales es edificar una ciudad desatinada,
una seudociudad que simboliza la seudocomunidad
que ellos conforman. Ciudad tan ominosa como el
infierno del Vathek de Beckford, tan siniestra que
el narrador-protagonista (de quien luego sabemos

8. Swift aborda el tema de la inmortalidad en uno de los re­


latos del Gulliver, mencionado en el ensayo "Historia de
los ecos de un nombre". (0C:752). Los trogloditas de"El in­
mortal" tienen varios rasgos en común con los inmortales
de Swift. La referencia a Los viajes de Gulliuer es central
en El Informe de Brodie.

115
que es uno de sus constructores) jura olvidarla, y
cabe apostar que lo consigue, en el momento en que
recobra, al beber agua de un río, su perdida fini­
tud9
Es este lugar creo pertinente recuperar dos tó­
picos recurrentes, y parcialmente articulados, en
Borges. El primero, a menudo frecuentado por los
comentadores, es el tópico del texto, y por tanto de
la escritura, necesaria, no permeable a la contin­
gencia. El segundo, también visitado por la críti­
ca literaria, parece en principio una variante del
anterior: me refiero al tema del texto total, sin in­
tersticios, ostensiblemente pregnante, omniabar­
cador. Borges teje alrededor de estos temas una va­
riada gama de ficciones, ensayos y poemas.
¿Cómo concebir la factura de un texto imper­
meable a la contingencia? Diversas estrategias son
concebibles:
Los cabalistas comenzarían advirtiendo que ese
texto ya existe: es la Sagrada Escritura. La garan­
tía de su condición de tal proviene del hecho de que
su autor es Dios. Un texto en el que la colaboración
del azar es calculable en cero sólo puede ser obra ·

de una inteligencia infinita: para Dios, "el vago


concepto de azar ningún sentido tiene" (0C:211).
La escritura de Dios dará lugar por principio a un
texto absoluto, conste éste de infinitos enunciado&.
o bien de una sola sentencia de "catorce palabrn_
que parecen casuales" (0C:599). De esta preillÍsa?
la Cábala concluye que la Sagrada Escritura es UD'

9. Así, la miserable comunidad de los trogloditas se erige


bre el fondo de un olvido sin tiempo, de un olvido
·

riosamente voluntario, análogo al que Nietzsche d


y recomienda en La genealogúJ ck la moral (:65--66).

116
--
conglomerado de marcas (semánticas, morfológi­
cas, fonéticas, prosódicas) y de relaciones (sintác­
ticas y hasta aritméticas) que abre a infinitas lec­
turas.to
Pierre Menard se declara incapaz de imaginar
el mundo sin el Batea.u ivre, sin elAncient mariner
o sin tal exclamación de Edgar Allan Poe, pero ca­
paz de imaginarlo sin el Quijote. Se trata de una
"incapacidad personal", pero ella será el principal
motor de su tentativa. "El Quijote es un libro con­
tingente -dice Menard-, el Quijote es innecesa­
rio" (0C:448). El escritor de Nimes se propone en­
tonces corregir esa condición. Las restricciones que
el objetivo que se ha propuesto impone a su escri­
tura son duramente opuestas: "Mi solitario juego
está gobernado por dos leyes polares. La primera
me permite ensayar variantes de orden formal o
psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al
texto 4original' y a razonar de un modo irrefutable
esa aniquilación" (0C:448). La finitud amenaza, pe­
ro también realza, la tentativa de Menard: "Esen­
cialmente, mi empresa no es dificil, me bastaría ser
inmortal para llevarla a cabo" (0C:449).
El tópico del texto total es planteado y elabora­
do en varias ficciones:

10. Importa señalar que, según Borges, el método de la Cába­


la es una suerte de recurao ex post. La originalidad de la
doctrina de los cabalista.e habría consistido en introducir
elemento& gnósticoa en la mfstieajudía. El modus operan­
di criptográfico habría sido creado para justificar la orto­
doxia de esas innovaciones. Scholem destaca al respect.o el
carácter "extraordinariamente audaz" de las concepciones
de la Cábala (Gershom Scholem, Fidéliti et utopie (nsais
BUr lejuda'isme contempomin), París, Cabnann-Levy, 198,
pg. 237).

117
58

• En el Universo "que otros llaman la Biblioteca"


basta con que un libro sea posible pal'a que exis­
ta. La Biblioteca es total: la idea de posibilidad
no tiene allí cabida, salvo si con ella se alude a
la probabilidad, por parte de un bibliotecario, de
hallar un determinado libro. Cabe agregar que
esa probabilidad es nula.
• ¿Qué se propuso Ts'ui Pen con su novela Eljar­
dín de senderos que se bifurcan? Quien aborda
la tarea de escribir un relato está obligado pa­
so a paso a decidir acerca del destino de los per­
sonajes y de la dirección de la acción, a optar por
una trama, un orden secuencial de acciones en
un tiempo homogéneo y unidireccional y, por ello
mismo, a descartar toda otra opción posible; en
cambio,

En la [novela] del casi inexplicable Ts'ui Pen, opta


-simultáneamente- por todas. Crea así, diversos
porvenires, diversos tiempos, que también prolife­
ran y se bifurcan (OC:478).

En tal sentido, la estrategia de Ts'ui Pén disuel"-·­


ve lo que Borges, en uno de los ensayos de Discu·
si6n, define como el problema central de la nov
lística: el de la causalidad (0C:230). Según Bo
la solución que la novela ofrece a este problema
parent.a a este género con el pensamiento mági
en tanto este último, de acuerdo con una repetí
convicción de la ciencia etnológica, exacerbaría,
jos de negar, el principio de causalidad. Pero el p
blema mismo se disuelve cuando, como ocurre en
novela El jardín de los senderos que se bifu
todas las secuencias causales (y todos los "tiem
concebibles figuran ex hypothesis en ella.

118
58


Una suerte de variante del caso anterior pare­
ce ser el "dilatado mapa" del Imperio construi­
l do por los Colegios de Cartógrafos ("Del rigor en
• la ciencia", OC:847): todo mapa es, en efecto, un
' simulacro reducido de ciertos aspectos de una
' región geográfica; aquello que en él se registra
cobra sentido sobre el fondo de incontables omi­
·-
siones y simplificaciones. Quien confecciona un
a mapa está obligado a escoger -ante todo a re­
,_ ducir- y por lo tanto a eliminar posibilidades.
·-
En un mapa del Imperio que tiene el tamaño del
'r Imperio y coincide punto por punto con él, no
n hay lugar -valga la expresión- para ningún
'º problema ni, en consecuencia, para ninguna
n opción.

El tema del texto total reaparece en "El Aleph".
Tanto Carlos Argentino Daneri como "Borges"
aspiran a transmitir lo que el Aleph les ha per­
mitido contemplar: "todos los lugares del orbe,
vistos desde todos los ángulos" (0C:623). Para
ello, Daneri acomete un poema interminable en
el cual procura registrar "científicamente" todos
y cada uno de los hechos y cosas que ha visto.
"Borges", sin desconocer lo imposible de su obje­
tivo, condensa en una página su visión, o la ima­
gen de su visión, del Aleph.

Por último, vinculado también a los dos prece­


dentes (y al primero) quisiera convocar un cuarto
tópico que completará, si cabe, este parcial inven­
tario. Algunos nombres y situaciones. me ayudarán
a exponerlo:

• El de Jaromir IIladik quien, sin otros recursos


que la imaginación y la memoria, logra dar for-

119
ma, frente al paralizado pelotón de fusilamien­
to, a la obra que justificaría su vida;
• El de Isidro Parodi quien, confinado en la cel­
da 273 de la Penitenciaría, resuelve los enigmas
policíacos que le plantean sus visitantes;

El del también encarcelado Tzinacán, quien lo­
gra descifrar la sentencia mágica del Dios escri­
ta en las manchas de un jaguar;

El de Averroes, bloqueado en la elaboración de
su obra magna, el comentario de Aristóteles, por
la imposibilidad de despejar el sentido de las pa­
labras "tragedia" y ..comedia";

El del ya mencionado "Borges", afrontado a la
tarea de plasmar en discurso el universo que el
Aleph le revelara.

En todos estos casos se trata siempre de crear


o de descifrar un texto en una situación y con me­
dios desmesuradamente precarios. De una a otra
ficción, la naturaleza de la precariedad cambia:
Hladik debe reconstruir y concluir su poema tea­
tral apelando exclusivamente a su actividad men­
tal, pero a partir de la memoria de un borrador
que le pertenece y que puede corregir y alterar
libremente. Otros son los propósitos y los escollos-·
de Parodi: también el detective en prisión se p
pone, como Hladik, llegar a un texto y también­
como aquél, la materia sobre la que ha de trab
jar es de naturaleza discursiva. Pero esa mate ·

-constituida por los relatos que le confían pe


sonas relacionadas con el crimen a resolver­
aunque indispensable, inmejorablemente ina
cuada. El genio de Parodi consiste en descubrir
clave del enigma planteado a través y a pesar
las múltiples y divergentes versiones que de él

120
suministran sus propios protagonistas. El fraca­
so de la búsqueda de Averroes estaba, como quien
dice, escrito, dado lo que podríamos llamar sin
ironía la tragicómica situación del protagonista.
El significado de los vocablos "tragedia" y "come­
dia" es inaccesible a quien ignora qué es un tea­
tro y a quien sus creencias le vedan la represen­
tación de figuras y situaciones. La empresa de
Tzinacán es la más dificil y la más ambiciosa. Los
medios de que dispone el antiguo sacerdote de Qa­
halom son tan ínfimos y su propósito tan ímpro­
bo que no sorprende la circunstancia de que su
victoria, en vez de aparecer como el resultado ló­
gico de su búsqueda, se presente más bien como
una suerte de iluminación súbita que habría gra­
tificado sus penurias. En fin, el propósito de "Bor­
ges" -describir su visión del Aleph- es previa­
mente calificado por su protagonista como de
ejecución imposible.
Las tentativas y situaciones que he recapitula­
do tienen notorios puntos en común y también di­
ferencias entre ellas. De estas últimas quiero des­
tacar una que, pese a no suministrar un principio
de partición claramente exhaustivo, reviste para
mi propósito un interés especial. Entiendo que
existe un hiato profundo entre, por una parte, el
sentido filosófico de la biblioteca de Babel y el ma­
pa del lmperio11 y, por otra (para mencionar sólo
esos casos), el de la búsqueda de los cabalistas, el
intento de "Borges" y la empresa de Pierre Menard.
En el primer caso, nada irrumpe para alterar o so­
licitar la estructura plenamente acabada de la Bi-

11. Y, quizás, en otro plano, el "poema" de Carlos Argentino


Daneri.

121
60

blioteca o del Mapa.12 La arquitectura monumen­


tal de la primera, el estricto dibujo del segundo ca­
recen de grietas. En la Biblioteca ninguna acción,
ningún proyecto son concebibles; en cuanto al Ma­
pa, lo único posible y lo único sensato es destruir­
lo. Por el contrario, en el segundo caso la ficción
nunca deja de advertir que aquello que construye
se mueve en el registro de una experiencia cons­
titutivamente abierta. En el primer caso no hay es­
pera posible; en el segundo no puede no haberla.
La silenciosa vastedad de la Biblioteca despoja
de sentido a toda acción, a todo proyecto (a toda.es,
critura).13 El resignado bibliotecario consigna que
ningún habitante de la Biblioteca "espera descu­
brir nada,, y alude al efecto aniquilador que produ­
ce saber que ya todo está escrito.i. Como sucede con
la Ciudad de los Inmortales, mientras la Bibliote­
ca exista (pero el primero de sus axiomas declara

12. En "La muralla y los libros" (0C:633-634) Borges refiere


la historia del emperador chino Huang Ti, que ordenó la
construcción de la muralla y la destrucción de todos los ,
libros anteriores a él "Huang Ti, según los historiadores,
prohibió que se mencionara la muerte y buscó el elixir de
la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que
constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; '
estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el in� ·

cendio en el tiempo fueron barrera.s mágicas destinadu


a detener la muerte" (0C:634-). La simetría invertida de la.
doble operación de Huang Tí con la Biblioteca y el Mapa
es notoria. Cabe añadir como rasgo en común, implícito e8
estos últimos, explícito en el proyecto del Emperador,
conjuro ilusorio de la muerte, el mito de la infinitud.
13. "Esta epíBtola palabrera e inótil ya exist.e en uno de loe
ta volúmenes de los cinco anaqueles y cada uno de los ·

contables hexágonos -y t.ambién su refutación." (0C:470).


14. "La certidumbre de que todo está escrito nos anula o
afantasma." (0C:470).

122
60

que ha existido y existirá siempre) nadie será feliz.


Cada bibliotecario está solo con su letrina y su he­
xágono. La Biblioteca define un régimen total, en
el que rige con pleno vigor un viejo axioma expues­
to hace décadas por Jean-Louis Baudry en estos
términos: "Si P el predicado, definido como la to­
talidad de los enunciados, tiende a infinito, el Su­
jeto, por su parte, tiende a 0".16
En otro registro, el paradójico Mapa del Impe­
rio manifiesta la misma impulsión totalitaria que
la Biblioteca. También la misma inutilidad, la mis­
ma sed de redundancia. Fantasía de un control om­
niabarcador y de un saber mimético, entera y li­
teralmente territorializados, sólo en sus ruinas
-habitadas por animales y por mendigos- se po­
drán reinscribir conatos de significación.
La Cábala, Menard, "Borges" se enrolan en cau­
sas que parecen de antemano perdidas, con devo­
ción en el primer caso, con humor en el segundo,
con melancólico fatalismo en el último. Así, aun re­
velado, aun constituido en otro Jugar, la Cábala no
prejuzga del sentido a develar y el desciframiento
de la Sagrada Escritura puede ser y es a menudo
una aventura colectiva y un pre-texto para la in­
vención hermenéutica y criptográfica. Dios ha le­
gado a los hombres un tesoro infinito y dificil. Los
cabalistas entienden que deben asumirlo con entu­
siasmo. Más allá de su devoción por el texto sa­
grado, más allá de su bizarra metodología, hay que
rescatar su ancha libertad de interrogación de la
Sagrada Escritura -no por azar se los tildó a me-

15. Jean-Louis Baudry: "Ecriture, fiction., idéologie", en


VV.AA.., París, Aux Editions du Seuil, 1968, pg. 136.

123
nudo de heresiarcas- y su idea, compleja y nada
inocente, según la cual si todo está escrito, muy po­
co ha sido realmente descifrado. La Escritura se
convierte así en un palimpsesto al que los cabalis­
tas no se privan de volver a interrogar y sobre el
que, también, escriben.16
Pierre Menard acomete una empresa "de an­
temano fútil" y de realización imposible, pero esa
futileza y esa imposibilidad, lejos de desanimarlo,
obran como alicientes. Lo bueno para él es E?Jl·
prender la travesía, no alcanzar la meta.17 Y siém­
pre podemos, como el narrador, imaginar que la
alcanzó.

16. Como dice Scholem, "Il n'y a pas á l'intérieur de la révé­


lation une unique chaine perceptible de significations,
mais une multitude de eonnexions d'oñ procedent pour
nous les subdivisions de la parole. En d'autres termes, le
signe de la vraie révélation n'est plus la somme des dé­
clarations prenant en elle forme de conununication, maia
le nombre infini d'interprétations dont la révélation eet
susceptible. Le caractére de l'absolu se reconnait A cette
ouverture A l'infini des interprétations auxquelles peut
donner lieu la révélation. La révélation n'obéit pas a une
signitication spécifique; bien plutat elle est ce qui se ca­
che derriCre la signification de chaque parole et qui par
18. préte A chaque parole révélée une signüication d'une in­
finie richesse. Ou, pour employer le langa.ge des kabba­
listes, des lumiCres en nombre infini bnllent dans chaque
parole .. Saos abandonner la these fondamentaliste du ca­
.

ractere divin des Ecritures, ces thCses mystiques consti­


tuent néanmoins un stupéfi.ant assouplissement du con­
cept de révélation. Ici l'autorité de la révélation est auaai
ce qui justifie le jeu et la portée de la libertée" (Gersbon!
Scholem, Op. cit., pg. 237).
17. El parentesco de la tentativa de Menard con la búsq
da de los cabalistas es claramente sugerido por Borges.
Jorge Luis Borges: Siete Noches, México, F. C. E., 1
pg.129.

124
Es innecesario precisar que todas estas tenta­
tivas implican de un modo específico la figura del
otro. Una de las tesis que Borges atribuye a la Cá­
bala dice que el Universo es obra de una divinidad
deficiente que, además, "tiene que amasar el mun­
do con material adverso". Y Borges concluye:

Llegaríamos así a Bernard Shaw, quien dijo "'God


is in the making", "Dios está haciéndose": ... si no­
sotros somos magnánimos, incluso si somos inteli­
gentes, si somos lúcidos, estaremos ayudando a
construir a Dios... Este mundo evidentemente nopu.e·
de ser la obra de un Dios todopoderoso yjusto, pero
depende de nosotros. Tul es la enseñanza que nos de­
ja la Cábala... 18

Por su parte, es cierto que Menard se declara es­


timulado por una motivación personal (la idea de
la "innecesariedad" del Quijote), pero la factura de
"su" Quijote sólo revela la riqueza que le es pro­
pia, así como sus eventuales fallas, a través de la
mirada de los otros, sus contemporáneos.
En el caso de "Borges", la invocación al otro co­
mo singularidad se marca al menos en dos momen­
tos: al asumir la tarea de transmitir "a los otros" el
Aleph; en la frase que mágicamente apunta al im­
posible lector real ("vi tu cara").

• • •

Podemos ahora reiterar la pregunta formulada


al comienzo: ¿Hay un pensamiento de la comuni-

18. Jorge Luis Borges: Siete noches, ed.cit., pg. 139 (Yo subra­
yo).

125
62

dad en Borges? Mi respuesta será deliberadamente


restrictiva: hay al menos un bosquejo, que se fran­
quea el paso entre el cierre mítico de la escritura
y la apertura escritura! del mito, inscriptos ambos
tanto en la escritura borgeana como en las "ficcio­
nes" que esa escritura pone en escena. Trataré, an­
tes de concluir, de acentuar sus contornos.
Lo haré modificando el ángulo de visión e inte­
rrogando, esta vez en algunas de las inquisici�nes
borgeanas, la figura de la alteridad. El tópicl>, in­
sinuado en otros ensayos, es abordado frontalmen­
te en la parábola "Historia del guerrero y la cau­
tiva" (0C:557-560). Borges asocia allí el destino de
Droctulft, el guerrero lombardo que en el sitio de
Ravena volvió la espalda a los suyos y murió com­
batiendo por la ciudad asediada, y el de la ingle­
sa capturada por los indios al sur de Buenos Aires
que opta por el desierto y por la vida feral de las
tolderías. Droctulft ganará el conmovido recono­
cimiento de Ravena y la abominación de sus an­
tiguos compatriotas. La inglesa que elige permane­
cer con sus raptores indígenas se ha convertido en .
la mujer de un capitanejo� a quien ha dado ya dos
hijos y de quien afirma que es muy valiente. Habla ·

un remoto y rústico inglés, entorpecido por locucio­


nes araucanas o pampas.
La abuela inglesa de "Borges", de quien éste de-­
clara haber oído el relato, habla con la india, movi­
da por la compasitSn y por un escandalizado senti-­
miento de reprobación ante ese destino que adi ·
monstruoso, e intenta convencerla de que no re
ne a las tolderías. La otra le responde que es fe ·

y vuelve, la misma noche, al desierto.


Así pues, la cuestión de la alteridad se form
en "'Historia del guerrero y la cautiva" en su

126
62

extrema: el contacto de culturas no sólo opuestas,


sino también enemigas. La conversión de Droctulft,
la de la inglesa, tendrán testigos y jueces que las
condenarán, que verán en ellas traición y escánda­
lo. ¿Qué ocurre sin embargo con el narrador, con
"Borges"?
"Borges", cabe recordarlo, reproduce en la "His­
toria..." su recuerdo del relato de su abuela ingle­
sa. Por razones culturales y familiares estará pues
implicado por una de las historias, la segunda. El
uso del estilo indirecto libre no logra dejar dudas
acerca de quién es el responsable de ciertas apre­
ciaciones: así, la "'lástima" y el "escándalo" que pro­
voca la india son claramente atribuibles a la abue­
la. En cuanto a "Borges", al tiempo que no escatima
los juicios laudatorios respecto de Droctulft, se
muestra más lacónico en lo que concierne a la in­
dia. En ocasiones, parece asumir juicios lo suficien­
temente equívocos como para alentar una interpre­
tación suspicaz. Pero estos aparentes deslices no
disminuyen lo que se hace oír con nitidez en el con­
trapunto de las dos historias.

Cuando leí. .. la historia del guerrero -dice "Bor­


ges"- ésta me conmovió de manera insólita y tuve
la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo
que había sido núo... Encontré al fin [la memoria que
buscaba): era un relato que le oí alguna vez a mi
abuela inglesa, que ha muerto (OC:558).

La particular emoción que siente "Borges" no


proviene por cierto de las virtudes estéticas de la
simetría; proviene ante todo de percibir que ambas
historias, separadas por un océano y trece siglos,
son la misma historia; que sus protagonistas, más

127
allá de todo lo que los distingue, son fundamental­
mente semejantes y que la experiencia del guerre­
ro lombardo Droctulft, la experiencia de esa reve­
lación, la Ciudad, que lo transfigura, es en lo
esencial idéntica a la experiencia de la inglesa de
Yorkshire, a la experiencia del ancho desierto libre
y de la vida nómade e impetuosa del indio.

Mil trescientos años -concluye "Borges"- y el mar


median entre el destino de la cautiva y el des tfu.o de
Droctfult. Los dos, ahora, son igualmente irrecupera­
bles. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ra­
vena, la figura de la mujer europea que opta por el de­
sierlo, pueden parecer antagónicas. Sin embargo, a los
dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más
hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que
no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que
he referido son una sola historia. El anverso y el rever­
so de esta moneda son, para Dios, iguales (0C:560).

¿Es eso todo? El igualitarismo cultural que insi­


núa Borges en la "Historia... ", en cuyos marcos se
comprende el tránsito y la conversión de Droctulft y.
de la cautiva, ¿es sólo una manifestación más del re­
lativismo cosmopolita que muchos, con sobradas bue­
nas razones, le atribuyen? Entiendo que no. O, me-­
jor dicho, que el problema es más complejo. P
sust.entar y a la vez precisar esta hipót.esis retoma
ré brevement.e a algunas de las ficciones de Borges.

19. Aunque ya en "Historia del guerrero y la cautiva" hay


pectos que, para decir lo menos, alteran la bella e inane
metría. Si la experiencia de Droctulft y la de la cautiva
esencialmente iguales, queda en pie que en esa expe ·

cia, a través del trazo que remite de la historia de uno

128
El informe de Brodie aparece como una osten­
sible variante del viaje de Gulliver al país de los
houyhnhnms, aunque cabe tener en cuenta que (co­
mo ha visto muy bien Beatriz Sarlo2º) es en el des­
vío que opera Borges respecto del original que re­
side el interés que el informe provoca y el enigma
que plantea. Los viajes de Gulliver es, como se sa­
be, una crítica sin concesiones a la humanidad en
su conjunto. Una crítica despiadada, casi cruel, pe­
ro no siempre desesperanzada. Es que Swift tenía,
más allá de su escepticismo respecto de las bon­
dades del género humano, un agudo sentido de los
alcances políticos del cuestionamiento ético que ha­
bía emprendido. De ahí que en Los Viajes... refie­
ra a menudo acontecimientos de la política cotidia­
na, analice casos, proponga reformas y ofrezca
soluciones puntuales. Sin duda, el reino de Brob­
dingnag y el país de los houyhnhnms son ficciones
utópicas, pero algunas de las normas que allí rigen
están lejos de ser de aplicación inconcebible, in­
cluso en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIIJ.21
El Informe por su parte carece de punto de refe­
rencia utópico; el narrador no puede recurrir, pa­
ra juzgar a los que llama "yahoos", más que a los
valores propios de las sociedades cristianas, de una
de las cuales él mismo proviene. Los rasgos con que
describe a sus yahoos hacen aparecer a éstos como

� a la historia de la otra, está incluicW el propio "'Borges" co­


mo partícipe de la segunda y que esa inclusión desajusta
sutilmente el juego especular de las identidades.
20. En su preciso artículo "Borges se pregunta por el orden",
en Punto de Vista, N1 43, Buenos Aires, agosto de 1992.
21. Por ejemplo, la sabia y perspicaz norma según la cual "es­
cribir una explicación de alguna ley constituye un delito
capital". (Swift:135).

129
64

bárbaros (algunas de sus características recuerdan


a la versión borgeana de los indios del sur argen­
tino -aquellos por los que optó la cautiva-: la afi­
ción a lo fétido, la desnudez, el uso ritual o utili­
tario del estiércol). Sus costumbres suelen ser
inhumanas; así, por ejemplo, uno de sus pasatiem­
pos son las ejecuciones: se imputa de un delito a un
inocente a quien luego el rey, como parte del jue­
go, declara culpable. Entonces lo torturan atroz­
mente y lo lapidan.
Sin embargo, le ocurre al informante marcar si­
militudes entre los "yahoos" y los europeos. Más
aún: en la conclusión del Informe, el tono reproba­
torio deja su lugar a una suerte de equiparación en- .
tre unos y otros. Los "yahoos", como los europeos,
poseen instituciones, autoridades, un lenguaje ba­
sado en abstracciones, una religión, creen en la in­
mortalidad del alma, en la raíz divina de la poesía,
en la verdad de castigos y recompensas. "Represen­
tan, en suma, la cultura, como la representamos no­
sotros." Por eso, escribe el narrador dirigiéndose a,
Su Majestad. "tenemos el deber de salvarlos". El In-:
forme concluye con una demanda sibilina: "Esp&
ro que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo q
se atreve a sugerir este informe" (0C:1078).
El juicio de Brodie está pues afectado de ine
tabilidad: en el desarrollo de su relato campea
actitud escandalizada y condenatoria, con sólo fu
gaces intermitencias; hacia el final, un "relati · .

mo cultural impecable" 22 recupera y absuelve 1


que parecía condenado.
No para resolver esta ambivalencia, sino p
aportar nuevos elementos al debate, me permi ·

22. Beatriz Sarlo, Op. cit., Loe. cit., pg. 20.

130
64

n
antes de concluir, convocar una última ficción de
_
Borges. Se trata de un relato anterior al que aca­
-
bo de comentar y lleva por título "El hombre en el
-
umbral" (0C:612-616).
"El hombre ..." tiene puntos en común con "El
,_
acercamiento a Almotásim" y también con El infor­
n
me de Brodie. Del primero rescata el tema de la bús­
,_
queda, invirtiendo los términos. El estudiante hin­
dú conoce de antemano las cualidades de aquel a
quien busca y sabe asimismo que se trata de un
1-
hombre virtuoso; por último ciertos índices inequí­
lS
vocos lo aproximan progresivamente a él. Cristopher
Dewey desconoce, al comienzo de su pesquisa, la ca­
lidad moral de su buscado; sólo al encontrarlo, lue­
go de una averiguación donde abundan los índices
equívocos, descubrirá que es un canalla.
Como El informe de Brodie, también "El hom­
bre..." es el relato de un viajero inglés a una tie­
rra y a una cultura lejanas donde el narrador ha­
llará, como el misionero escocés del informe, una
suerte de barbarie. Pero aquí paran las semejan­
zas. Dewey, que está a la búsqueda de un magis­
trado escocés de ilustre linaje, encuentra al cabo de
semanas, acurrucado en el umbral de una casa de
un barrio humilde, a un hindú de barba blanca, en­
cogido por los muchos años y vestido con harapos:
una minuciosa contrafigura del buscado. Le habla,
de antemano desesperanzado, del juez desapare­
cido y el anciano, como si no quisiera o no pudie­
ra responder a la pregunta de ·newey, toma la pa­
labra y narra una historia al narrador. Una
historia con rasgos de leyenda y de fábula, que si­
túa en su remota infancia y en la que también es
cuestión de un juez. En aquel tiempo -cuenta el
anciano- la corrupción había ganado a la gente y

131
reinaban la blasfemia, el engaño y el fraude. No to-­
dos, sin embargo, habían sucumbido a la perver­
sión: cuando corrió la noticia de que la reina envia­
ría un hombre para que aplicara en el país
musulmán la ley de Inglaterra los menos corrup­
tos la recibieron con beneplácito "porque sintieron
que la ley es mejor que el desorden" (0C:614).

(. . . ] Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y opri­


mir, en paliar delitos abominables y en vender deci­
siones. No lo culpamos, al principio: la justicia in­
glesa que administraba no era conocida de nadie y
los aparentes atropellos dél nuevo juez correspon­
dían acaso a válidas y arcanas razones. Todo tendrti
justificación en su libro, queríamos pensar, pero su
afinidad con todos los malos jueces del mundo era de­
masiado notoria, y al fin hubimos de admitir que era
simplemente un malvado. Llegó a ser un tirano y
pobre gente (para vengarse de la errónea esperan"'
za que alguna vez pusieron en él) dio en jugar co ·
la idea de secuestrarlo y someterlo ajuicio (OC:614

De la idea pasaron a los hechos. Y, sin creer q


tendrían éxito, acabaron ejecutando lo que se
bían propuesto. Raptaron al juez, lo sometieron
juicio y -ésta fue la decisión más dificil- "no
braron un juez para juzgar al juez". Faltos de
hombre recto y sabio, designaron a un loco "p
qlile la sabiduría de Dios hablara por su boca
avergonzara las soberbias humanas" (0C:615).
En este punto del relato del anciano, Dewey
jeta que encomendar la decisión final a un 1
equivale a invalidar el juicio. El anciano respo
que el acusado había aceptado al juez, acaso
que " ...sólo de un loco podía no esperar sente

132
�··'

de muerte". (Entretanto, circula mucha gente por


la casa del umbral.) El relato del viejo hindú con­
cluye: el criminal fue finalmente condenado y eje­
cutado... pero Dewey no tarda en descubrir que lo
que el anciano narraba estaba sucediendo duran­
te la narración y ahora acaba de finalizar. El ve­
naljuez de la historia no es otro que el hombre bus­
cado por Dewey, quien encuentra su cadáver
mutilado en los fondos de la casa.
No es dificil identificar en esta ficción algunas
de las costumbres narrativas de Borges. Las tras­
posiciones temporales, los dobles, la inversión de
roles, las correspondencias, la simetría. Me intere­
san más, sin embargo, aquellos momentos -inter­
mitentes pero decisivos- en que ese juego espe­
cular se interrumpe o se desplaza.z:i En "El hombre
en el umbral" uno de esos momentos es aquel en
que, por un movimiento concéntrico, otro relato se

23. "Borges no puede pensar la diferencia -me dice Ricardo


Piglia en una conversación personal-. Síntoma de ello es
el hecho de que su narración de fondo es siempre la mis­
ma, hecha de dobles, oposiciones y simetrías; en suma, de
variaciones en torno a lo idéntico. 'Pasea' ese relato de in­
mutable estructura por los diversos géneros: policial, fan­
t.ástico, realista, ensayístico, poético, testimonial, etc., co�
mo si intentara con ello capturar la diferencia que no logra
concebir." Por mi parte, hago la hipótesi;;;, diferente de la
de Piglia pero inspirada en ella, de que, si bien hay un
mito único en el origen, también mítico, de la escritura de
Borges -un mito estructurado efectivamente sobre la ba­
se de contrastes, duplicaciones y otras variantes alrededor
de lo Mismo-, ese mito es interrumpido, de diversas for­
mas e intermitentemente, por el trabajo de la escritura
borgeana. La literatura de Borges consiste precisamente
en esa interrupción, en la cual la diferencia -y ésta es,
quizás, mi diferencia con Piglia- logra exhibirse.

133
66

inscribe en el interior del relato principal. Cuan­


do el anciano hindú toma la palabra, es una cul­
tura otra y distante la que, en más de una acep­
ción, "toma la palabra.. a la cultura europea y
cristiana. Pero, a la vez, la inestabilidad que mar­
caba el juicio de Brodie en el informe se escande en
dos pasos y, en ese instante al menos, se disuelve.24
El primer paso es una suerte de extraP,olación
de la tolerancia, una hipérbole del relativismo cul­
tural. Los hindúes aceptan ser juzgados por la ley
de Inglaterra y por un juez inglés, simplemente
porque, como los pájaros del Coloquio . están "har­
..

tos de su antigua anarquía" y porque la ley es


preferible al desorden. El segundo paso es la con­
clusión obligada de la ostentosa acumulación de in­
famias que acredita el juzgador. Es el momento en
que el hindú, aun y sobre todo cuando se pone en ·

el lugar del occidental, descubre que el relativismo


tiene límites y que existe un nivel donde todo hom­
bre es simplemente una persona honesta o simple­
mente un canalla.
"La idea de la humanidad en el hombre --escri- .
be Claude Lefort--, como la idea de la humanidad-'
que engloba a todos los hombres, se sustrae a to­
da definición." 26 La falencia de la mayoría de lo&
humanismos existentes consiste en imponer, coro
premisa o resultado de esa idea, una concepció ·

determinada de la naturaleza humana que, e

24. En ese instante al menos: poco antes de concluir su


to, el anciano hindú retoma las debidas distancias y
ma con gozosa malignidad "perro infieln al juez que
ba de ser ejecutado.
25. Claude Lefort: Ecrire (il l'épreuve du politique), Pa:ríB,
mann-Lévy, 1992, pg.39.

134
66

seguida, tal o cual antihumanismo militante se ha­


ce un placer destruir, creyendo con ello destruir la
idea misma. Pero ésta, en su contorno infigurable,
persiste; la literatura, la creación estética, pueden,
en un destello, captarla. Se trata por cierto de una
captura fugaz, una instantánea, en un recorrido
inaprehensible e interminable. Pero merece nues­
tros desvelos (o nuestra celosa admiración), como
los merecen la búsqueda obstinada de los cabalis­
tas o los insomnios felices de Pierre Menanl.
Concluyo brevemente. Encarada desde el espa­
cio de la escritura literaria la idea de comunidad
no se expone como secuencia de argumentos ni
tampoco como "descripción" ni, menos aún, como
ilustración de una teoría. Sin duda, puede ser ob­
jeto de una tematización explícita, como en Elin­
forme de Brodie. Pero interesa más buscarla en la
textura misma de la escritura ficcional, en la expe­
riencia de los límites que ella propone, en el mo­
do en que marca y a la vez borra esos límites, en su
búsqueda sin objeto y sin término. A través de los
temas del texto impermeable a la contingencia y
del texto total, a través de las peripecias de Almo­
tásim, de los avatares de la Cábala, del delicado ho­
rror de la Biblioteca y del Mapa, de la felicidad de
Droctulft y las perplejidades de Averroes, la escri­
tura borgeana dibuja, con trazo tenue pero legi­
ble, una figura de la comunidad que, sin duda, no
nos es ajena.

Buenos Aires, noviembre de 1992

135
José Aricó:
pensar entre refiejos
desplazados

a Thresa

El pasado sólo habla directamente


de las cosas que no han sido transmitidas
(HANNAH ARENDT: El pescador de perlas)

Quisiera comenzar expresando algo que, estoy


seguro, es compartido por muchos de los que aquí
estamos. Meses atrás habíamos juzgado atinado en
el Club de Cultura Socialista realizar un homena­
je a Pancho Aricó al cumplirse el primer año de su
muerte, homenaje cuyo espíritu fuera comenzar a
sustituir el duelo por el estudio, el sentimiento de
pérdida por el de recuperación y valorización de su
legado. Debíamos referirnos no ya a la ausencia de
Pancho sino a todo aquello que nos había queda­
do de su presencia entre nosotros, de su presencia
con nosotros. Por cierto, teníamos razón en hacer­
lo, pero quizás no nos atrevimos a evaluar enton­
ces el inevitable escollo que, llegado el momento, se
nos opondría. No hace tanto tiempo, finalmente,
que las palabras de Pancho, a pesar del ruido de
la calle y de la frecuente claudicación del micrófo­
no del Club, llegaban, siempre nítidas, a nuestros
oídos. No hace tanto tiempo que dejamos de es­
cuchar su mordacidad amistosa y su fácil lucidez.

137
68

Hace muy poco, en fin, que le dijimos adiós y su


presencia, en todo este año, se ha empecinado en
no querer alejarse de nosotros. Demasiadas cosas
de cada una de nuestras vidas aluden a él, dema­
siadas situaciones lo evocan; son incontables los
momentos en que percibimos la falta que nos sigue
haciendo. ...._
._ _

Pero el propio Pancho nos alentaría a hacer el


esfuerzo de desplazarnos un poco, desde la fascina­
ción obstinada por una ausencia que todavía no
queremos aceptar hacia aquello que de él perdu­
ra y que él consideraba una de las mejores mane­
ras de perdurar: sus textos, sus escritos, las pala­
bras que bajo diversas formas dejó inscriptas en
nosotros. Y sería coherente con la índole de su hu­
mor advertirnos de nuestra ingratitud si nos limi­
tamos a llorarlo, cuando tantas cosas hay todavía
por hacer con lo que nos ha dejado. Empecemos
pues a hacerlo.
Quisiera tomar como hilo conductor un aspec­
to que creo central de los escritos de Pancho. Me re­
fiero a la relación de esos escritos con la tradición
cultural, con el pasado, no como categoría históri­
ca, sino como modalidad de referencia intelectual,
como modo de pensar en el mundo y también co­
mo modo de pensar el mundo.
Sabemos que Marx ofició de punto de referencia ··
central en la reflexión de Pancho. Un Marx solita­
rio, un Marx sin Engels y sin Lenin y, como bien se-."
ñala Juan Carlos Portantiero, desembarazado de
la herencia marxista. Un Marx, en fin, enorm
mente flexible y hospitalario, pero que no deja
nunca de estar presente en su reflexión. Sin d
Antonio Gramsci y José Carlos Mariátegui, t
bién referentes claves de Pancho, eran marxis

138
68

pero la relación de uno y otro con Marx no era li­


neal, estaba ya como descentrada y era ese descen­
tramiento lo que interesaba a Pancho.
Pero más que de su concepción de la obra de
Marx me interesa hablar, como dije antes, de esa
manera en que Pancho fue construyendo una re­
lación propia, singular, con las tradiciones cultura­
les y en que, al mismo tiempo, fue definiendo en
esa construcción una modalidad también singular
de interrogar y de situarse en el presente. Pasado
y presente: esa fórmula que inevitablemente retor­
na cuando lo recordamos tiene, creo, resonancias
diversas y nada triviales en la escritura de Pancho.
Cuando apareció su libro Marx y América lati­
na, al que he de referirme enseguida, no era la exé­
gesis de Marx sino los temas de la crisis e incluso
de la bancarrota del marxismo lo que estaba en el
orden del día. Y esto Pancho lo sabía. Sabía que la
ruptura en la tradición marxista y el cuestiona­
miento global de esa tradición que tuvieron lugar
durante la década de los 70 eran irreparables. Pe­
ro, aún conservando la referencia a Marx, no por
ello dejó de comprender que tenía que descubrir
nuevas formas de habérselas con el pasado. En esa
tentativa supo entender que ya no era (ni le era)
posible referirse al pasado como tradición a prolon­
gar y a profundizar; que la relación al pasado, me­
diada por los desafios y las provocaciones del pre­
sente, se había subvertido profundamente. No era
ya la bella continuidad que, en virtud de una cade­
na amorosa en perfecta coincidencia con la crono­
logía, nos convertía en herederos universales de tal
o cual linaje teórico o doctrinario; era una relación
diferente y más compleja que abordaba el pasado
desde el presente y que se constituía, como dice

139
Hannah Arendt a propósito de Walter Benjamin,
según el modo de un buscador de perlas, que acep­
ta sin reticencias la perfección de lo que encuen­
tra sin prestar atención al paisaje que lo rodea. Es
cierto que para Pancho había regiones preferidas
de ese pasado y que una de ellas llevaba el nom­
bre de �arx. Pero nada más ajeno a su intención
que la idea de "desarrollar" a Marx, "prolongando",
por ejemplo, el análisis de la estructura con el de
la superestructura o "profundizando" las ideas de
Marx sobre la ideología o sobre la política. Siempre
tomó a Marx a ras de texto; nunca pretendió ex­
plicar qué quiso decir sino, a lo sumo, por qué di­
jo tal o cual cosa. El pasado era para él una espe­
cie de tesoro sin tiempo. Y Marx también.
Pancho sabía además que el marxismo estaba
entrando en una fase de su historia en la cual po­
dría inspirar y orientar análisis y aún conservar un
importante valor heurístico, pero también en la
cual ya no sería verdadero en el sentido en que él
y muchos de nosotros lo habíamos creído verdade­
·o; que las duras y decisivas experiencias políticas
ci.e los afios setenta y los avatares imprevisibles de­
la historia de las teorías, habían instalado al mar- .
xismo en un régimen de verdad diferente. Y Pan- .
cho sabía sobre todo que la historia del pensamien-;
to no pronuncia juicios sumarios del tipo: esto es
verdadero, esto es falso. Que, como a toda hist&.'·
ria, le ocurre adoptar decisiones sordas: em
samar a ciertos autores, transformarlos en piez
de museo, o al contrario mantenerlos tozudame .
te en actividad, no porque haya entre sus teo '
y una "'realidad" supuestamente invariable qui
sabe qué milagrosa adecuación ---esta verdad p
tual interesaba poco a Pancho: no la considera .

140
suficiente ni tampoco necesaria para que una doc­
trina fuera grande-, sino porque esos autores,
más allá de sus enunciados y de sus demostracio­
nes, continúan hablándonos y nosotros, más allá de
las mudanzas de la historia y la incuria del tiem­
po, continuamos escuchándolos. Son los clásicos. Se
los reconoce en el hecho de que su obra existe pa­
ra no ser tomada al pie de la letra, y en que, sin em­
bargo (o justamente por eso), los hechos nuevos no
están nunca absolutamente fuera de su competen­
cia: siempre logran extraer de esos hechos nuevas
resonancias y descubrir en ellos nuevos relieves.
Como dice Borges, a los clásicos se los lee "con pre­
vio fervor y una misteriosa lealtad...
En Pancho la referencia a Marx fue ante todo la
meditación sobre y a partir de lo que él consideraba
un clásico. Sólo que, para Pancho, Marx no era un
clásico más: era --digamos- su clásico, es decir, en
verdad, algo más que un clásico. Sin embargo, nun­
ca se resignó a comentarlo ni a interpretarlo, sino
que elaboró, como dije, una manera propia de
abrirse camino en su obra.
Vuelvo sobre Marx y América latina. De ese li­
bro me interesa, en continuidad con lo que plan­
teé al comienzo, el modo en que el pensamiento de
Pancho, cuando se interroga sobre un escrito de
Marx y también -punto que retomaré- sobre lo
que podríamos llamar la condición latinoamerica­
na, se franquea, a veces a brazo partido, su cami­
no. Creo que lo hace a través de una repetida con­
frontación al cabo de la cual sujeto y objeto de la
reflexión, cada uno por su lado, se desplazan, se
desdibujan y se escinden, dejando sin embargo co­
mo cociente un resto de sentido, precario sin du­
da, pero irreductiblemente resistente y valioso. Y

141
70

creo además que ese continuo desplazamiento pro­


porciona una clave importante del recorrido del
pensamiento de Pancho.
¿Cuál es la cuestión en juego, quiero decir la
cuestión visible del problema que afronta Pancho
en Marx y América latina? En principio, dar cuen­
l� de un desconcertante artículo de Marx, en el
que éste, para consternación de todos nosotros, se
empecina en denigrar, con toda suerte de argu­
mentos de baja calaña, a Simón Bolívar e, indirec­
tamente, en descalificar a los procesos de eman­
cipación hispanoamericanos. ¿Cómo pudo cometer
Marx esa imprudente gaffe? Pancho toma por su­
puesto en serio el texto de Marx, pero para no que­
darse en él, para hacer de él un punto de partida .
y, en esa medida, literalmente un pre-texto. Algu-,
nos índices lo muestran casi con gracia. Por ejem­
plo, el hecho de que en todo el libro de Pancho hay·
apenas dos citas y media del artículo de Marx (
que es confinado al apéndice, un poco como pru
ha de que ese artículo existía). Dos citas y me ·

en un texto en el que las citas, otras citas, dese


peñan un papel estratégico clave.
"Las citas en mis trabajos son como ladron
junto a la carretera que realizan un ataque
do y exoneran a un holgazán de sus convicciones.
Esta frase, también una cita de Benjamin, q ··
zás ayude a comprender cómo se moviliza la in
gación de Pancho. En Marx y América latina, p
tiendo de un escrito poco frecuentado, el "Bolív
de Marx, muestra que existe un modo de libr
se sin gran pena del desconcierto que su lect
provoca: hay al fm y al cabo un Marx conven ·

nal, lo que no quiere decir irreal o inexisten


presunto fundador de una ciencia llamada ma

142
70

rialismo histórico, evolucionista, economicista y


eurocéntrico. Dentro de los marcos de ese Marx
estándar el artículo sobre Bolívar sólo desentona
por algún adjetivo demasiado exacerbado o algún
juicio demasiado rencoroso: nada grave, en suma.
Ese texto a primera vista lateral, extraño, impro­
pio, sería -miradas las cosas desde la gramáti­
ca del Marx estándar- un texto normal.
Es entonces cuando Pancho llama a compare­
cer a otros textos, da cita a otras citas, como quien
exhibe el tesoro escondido de un coleccionista y
también como quien esgrime cartas secretas y ga­
na inesperadamente una partida que parecía per­
dida. Y estas citas sí son extrañas, laterales, fue­
ra de lugar. Un Marx que asume la cuestión
nacional, un Marx que pone en tela de juicio el ca­
rácter civilizador del capitalismo en las colonias,
un Marx que descree de la evolución necesaria de
las formas de producción, un Marx, en fin, que re­
chaza con vigor la idea de convertir su "esbozo de
la génesis del capitalismo en Europa occidental en
una teoría histórico-filosófica de la marcha gene­
ral impuesta fatalmente a todos los pueblos en
cualquier situación histórica en que se encuen­
tren" (carta de Marx a la revista rusa Otiéchest­
vienne Zapiski, 1877). Pero desde su atopía, desde
su esencial descentramiento, esas citas trazan los
contornos de un Marx diferente, de ur1 Marx in­
sólito, e iluminan incluso con otra luz el mismo
panfleto sobre Bolívar.
Por cierto, éste sigue siendo indefendible. Pero,
para Pancho, la incomprensión de Marx acerca de
América latina comienza a revelar su alcance exac­
to conforme vamos revelando nosotros nuestra
propia incomprensión acerca de Marx. Marx no

143
entendió el sentido del proyecto bolivariano porque
descreía de las empresas puramente estatales y
porque no entraba en su cabeza la idea de que el
. Estado fuera capaz de una productividad política
\
propia. No se equivocaba al señalar los rasgos au­
toritarios de dicho proyecto; se equivocaba al redu­
cir este último a esos rasgos, al no advertir que ha- _

bía en Bolívar otra cosa que puro autoritarismo.


Por otra parte, Marx no entendió (no vio) la diná­
mica de fuerzas que desde la sociedad daban con­
sistencia al proyecto bolivariano. No se equivocaba·
tanto, puesto que esas fuerzas sociales eran débi ·
les y minoritarias; pero con todo se equivocaba.·
porque, aún en estado larval, esas fuerzas existían'
y Marx no supo o no quiso reconocerlas. Pero ¿e
virtud de qué limitaciones, de qué imposibilidade
pudo Marx incurrir en ese doble error, cuya m
visible consecuencia fue el deplorable texto sob
Bolívar? Aquí Pancho opera un nuevo desplaza;
miento: ese Marx desubicado no fue el Marx
nomicista y eurocéntrico que todos conocíamo
fue el Marx complejo que desconocíamos, el M
liberado del evolucionismo, el Marx no mecani ·

ta, el Marx irreductible a sistema alguno, inq


to por lo nuevo y también el Marx que deseo
ba profundamente de toda iniciativa eman
solamente del Estado, que despreciaba a los s
vadores de la patria, civiles, militares o eclesi
ticos y que depositaba lo mejor de sus esper
en la dinámica de la sociedad, en la acción a
noma de las clases y fuerzas sociales. Sólo que,
candilado por ese antiestatalismo intransige
creyó descubrir en Bolívar una suerte de torpe
catura del ya caricatural Luis Napoleón Bona
y, desoyendo sus propias convicciones, no p

144
atención a las voces que, aún en sordina, se hacían
oír desde abajo, desde el lejano fondo de una so­
ciedad embrionaria pero viva. Queda en pie el he­
cho paradójico de que no fueron las simplificacio­
nes mecanicistas del Marx convencional, sino más
bien las complejas e insospechadas virtudes del
Marx imprevisto que Pancho nos revela, lo que es­
tuvo en el origen de su incomprensión de Bolívar
y de América latina.
Pero la medalla tiene también su reverso; por
otro lado, en efecto, la América latina que Marx
no supo ver era, no una América latina pujante y
grávida de promesas eufóricas: era en cambio la
realidad penosa de países desgarrados que a pesar
de todo pugnaban malamente por existir y conso­
lidarse. Dicho de otro modo, si el análisis de Pan­
cho muestra que Marx no supo captar la especifi­
cidad latinoamericana, no se desprende de dicho
análisis la idea de quién sabe qué singularidad ina­
prehensible y original en que dicha. especificidad
consistiría. Se desprende más bien la afligente
comprobación de una América latina endeble y di­
vidida, cuya viabilidad, por lo demás, estaba lejos
de ser evidente.
Así pues, un dificil contrapunto de reflejos sutil­
mente distorsionados escande la demostración de
Pancho. No hemos comprendido cabalmente las ra­
zones por las cuales Marx no nos ha comprendido.
Se trata entonces de hacer ver que el mismo Marx
puede hacernos ver el porqué de su propia cegue­
ra respecto de nosotros. Pero ello requiere que vea­
mos aquello que no habíamos visto o habíamos vis­
to mal en Marx. Resultado de la operación: un
Marx desarticulado y atípico, un Marx insituable,
Y también la frágil figura de un objeto -América

145
72

latina- que se recompone precariamente sólo pa­


ra la mirada desolada y sin apoyaturas -la nues­
tra- que, así, laboriosamente, se ha constituido.
-\ Hay algo que va más allá tanto de la anécdota
y los nombres propios como de los sistemas teóricos
y las adherencias ideológicas en esta elaborada y
por momentos ardua reflexión de Pancho sobre el
"Bolívar" de Marx. Poco importa decidir si este úl­
timo fue o no un texto de circunstancia; me atre­
vería incluso a afirmar que tampoco importa, en el
fondo, determinar si la lectura de Pancho posee o
no pertinencia teórica o filológica. A mi entender, la
operación Marx y América Latina modeliza una for­
ma ejemplar de relación con el saber y con las tra­
diciones culturales en la que se encarna, creo, lo­
más valioso y permanente del aporte de Pancho.
Se ha hablado no sin fortuna de las teorías y de
los conceptos como "cárceles de larga duración". Me
gustaría llamar la atención sobre esa doble circun&­
tancia de que si, por un lado, Pancho era de noscr
tros quien más resueltamente afirmaba su adhe­
sión a una línea de pensamiento, podía al mismo.,
tiempo, más que ninguno de nosotros, dar p
has de una prodigiosa fineza y ductilidad en s
análisis, en su visión de los problemas y en su fi
ma de encarar teórica y prácticamente la poli ·

Esa dinastía más bien frugal que partiendo


Marx se prolongaba en Antonio Gramsci y Carl
Mariátegui, lejos de acogerse a las figuras cerr
de un triángulo o un círculo, representaba para
una suma de hitos plantados en un inmenso te
torio sin contornos en el que -así lo pensó siem
Pancho- valía la pena aventurarse.
Debo a Osear Terán esta cita de Theodor
no hallada entre los papeles para el libro so

146
72

Juan B. Justo en el que Pancho trabajaba. Dicen


Adorno y también Pancho: "...se puede conocer cla­
ramente lo que de veras hay en un pensamiento a
partir de manifestaciones excéntricas que aparen­
temente no están tan estructuradas como la gran
filosoffa oficial, pero en las que el pensamiento se
suelta, por así decirlo (...) Se puede sacar más de la
auténtica sustancia de un pensamiento de tales
manifestaciones excéntricas, y quizá en cierto sen­
tido periféricas, que de las oficiales". Marx, Grams­
ci, Mariátegui fueron sin duda para Pancho gran­
des pensadores, pero su grandeza estaba sobre todo
-no exclusivamente- en sus borradores, en sus
notas al margen, en sus cartas, en lo que se en­
cuentra por azar o mirando de reojo en sus textos,
publicados o inéditos.
Juan Carlos Portantiero escribió hace poco en la
revista La Ciudad Futura algo a lo cual alguna vez
hicimos alusión, con amistoso humor, entre noso­
tros. Dice Portantiero que Pancho "era algo más
que un erudito en Marx" y que "a veces nos hacía
pensar, en broma, que buena parte de los manus­
critos de Marx que publicaba habían sido escritos
por él". La imagen arendtiana, referida a Benja­
min, del buscador de perlas, del gran coleccionis­
ta de citas y de libros (ambas cosas fue Pancho)
vuelve a imponérsenos. Ella evoca con justeza esa
relación singular con el pasado a la que aludí al co­
mienzo y que, según creo, define algo esencial del
pensamiento y quizá de la vida de Pancho.
Quisiera concluir con algunas reflexiones que,
sin alejarse de la materia que dio ocasión a mis pa­
labras, se centran más bien en lo que -para ir rá­
pido-- llamaré el trazado formal del itinerario a
través del cual Pancho despliega su indagación. A

147
decir verdad, no elegí como texto de referencia a
Man y América latina sólo porque es el más cé­
lebre de los escritos de Pancho. Lo elegí además

P?rque, como también se dijo, Pancho fue, de entre


nosotros, quien más se interrogó, a partir de su exi­
lio mexicano, sobre lo que llamé la condición lati­
noamericana, sobre las problemáticas cartas de
identidad de América latina y las no menos proble­
máticas cartas de identidad del intelectual latinoa­
mericano.
No llegó sobre ese punto a ninguna conclusión.
No podía llegar a ninguna, y creo que Pancho lo sa­
bía, porque estaba en la naturaleza de lo que bus­
caba el no dejarse ceñir según los cánones de una
definición positiva. O quizás porque, si definición
había, ella se desplegaba en esa búsqueda misma,
ella era esa búsqueda. Pero tal vez yo pueda en
cambio autorizarme a llegar a una conclusión, que
será también la de esta conferencia. Creo que si al­
go como el intelectual latinoamericano existe, ese
juego de espejos desplazados de que hablé antes, ,
ese juego de espejos que se envían mutuamente
destellos intermitentes y dispersos de luz -es ast
como percibo, reducido a su expresión esencial, el'.
itinerario de Pancho- nos ofrece quizá la imagen.:
más descarnada y más auténtica. Si algo como el�
telectual latinoamericano existe, existe, en la fi
ra ejemplar y entrañablemente querida de P
Aricó, como la unidad virtual de anhelos, de in
rrogantes, de confrontaciones, de diálogos, de ci
y de palabras fragmentadas que UD tiempo y UD
pacio no menos escotomizados enhebran, dese
bran y vuelven a enhebrar permanentemente.

Buenos Aires, agosto de 1

148
Memorias de Marx

l. DESTIEMPOS

Esta nota está motivada por la experiencia de


un cierto malestar; de un contratiempo, diré, para
jugar con un posible doble sentido de la palabra: al­
go a la vez molesto y como a contramano del tiem­
po. Molesto precisamente por su extemporaneidad.
Quisiera comenzar refiriéndome a esa experiencia,
aun con la sospecha de que mis palabras estarán
implicadas -"sintomáticamente", hubiéramos di­
cho en otros aftas- en aquello mismo que preten­
den tomar en consideración.
Se trata de una situación periódicamente recu­
rrente en la que participa, junto conmigo, gente
mucho más joven que yo, llamada a frecuentarme
por un tiempo: mis estudiantes de ciencias socia­
les. En general, es saludable tener presente que
los más jóvenes construyen su cuadro de pertinen­
cias sociales, políticas, estéticas, según criterios y

149
74

opciones diferentes de los nuestros. De todos mo­


dos, a esa inevitable asincronía unos y otros es­
tamos, o creemos estar, acostumbrados. Un pac­
to de cortesía, que consiste en lo esencial en saber
callar, saber cerrar los ojos y saber no oír en los
momentos oportunos, suele normalmente bastar­
nos.
Ocurre sin embargo que otros contratiempos,
otras asincronías que, sin ser inevitables, no
logramos sortear, pueden trastocar inesperada y
a veces trágicamente las cosas. Así, como es sabi­
do, desde 1976 hasta comienzos de los años
ochenta, la Argentina debió soportar la dictadu­
ra militar más cruenta de que se tiene memoria
en nuestro continente. Siniestro sobresalto de la
historia: por obra de la represión, del terrorismo
de Estado y del exilio, un sector importante de
la juventud1 desapareció de hecho como genera­
ción, más allá de quienes sobrevivieron indivi­
dualmente. Tendrían ahora, en 1995, entre 35 y
45 años. Habrían sido nuestros herederos intelec­
tuales directos y los tutores de la generación pos­
terior: la que tiene, poco más o menos, la edad
de nuestros hijos. Su ausencia hizo que la distan­
cia entre los más jóvenes y nosotros se tornara li­
teralmente incalculable. La experiencia del des­
tiempo compartido, ese (des)encuentro difícil
pero indispensable entre generaciones, se fue tor­
nando, sin que muchos de nosotros lo advirtié­
ramos, cada vez más enigmática, más persisten­
temente hostil, más infructuosa para unos y
otros.

l. No sólo universitaria, aunque aquí he de referirme a es­


ta última.

150
74

En mi caso, y creo que en muchos otros, ello


sucedió justamente allí donde nuestros estudian­
tes y nosotros encontrábamos en años anteriores
-a partir de comienzos de los sesenta, aproxima­
damente- nuestro campo común, nuestro domi­
nio, el lugar donde podíamos medir nuestros
acuerdos y nuestras diferencias. Aunque carecía
de fronteras precisas, ese campo podría ser acep­
tablemente caracterizado como el de "lo teórico­
político". Aludo con esta expresión prudentemen­
te entrecomillada a una zona hIOrida en la que a
primera vista coexistían, por ejemplo, la discusión
sobre los fundamentos antropológicos de la teoría
de alienación y el debate sobre las vías más ade­
cuadas para la revolución socialista en Argentina
o para la liberación latinoamericana. "A primera
vista", solamente, puesto que lo que en realidad
daba sentido a los debates, pa:fa quienes partici­
pábamos en ellos, era el intento -no siempre in­
telectualmente irreprochable y donde no estaban
ausentes las peticiones de principio ni los argu­
mentos de autoridad- de hallar un vínculo con­
sistente entre la dimensión de lo teórico y la de
lo político. Para nosotros, todo parecía jugarse en
ese esfuerzo por "colmar la brecha" entre uno y
otro dominio. De ahí, entre otras cosas, la plu­
ralidad sobredeterminada de enjeux, y por lo tan­
to la inusitada violencia, de ciertas polémicas al­
rededor del "método dialéctico" o del método
"científicamente correcto" que por entonces pro­
liferaban.
Pero no he de detenerme aquí sobre los oríge­
nes y los pormenores de esos debates, temas que
remiten a la historia del surgimiento e institucio­
nalización de las ciencias humanas, especialmen-

151
te en América latina. En lo que respecta a la Ar­
gentina, Silvia Sigal y Osear Terán2 han expuesto,
con talento y sin complacencia, parte de esa his­
toria abundante en malentendidos, en autoenga­
ños casi nunca inocentes y en extravíos ideológi­
cos, aunque también plena de vivacidad y de
entusiasmo intelectual. Básteme volver a señalar,
para retomar el hilo de esta exposición, que el gol­
pe de marzo de 1976 cortó de raíz esos debates y
clausuró de un plumazo, por tiempo indetermina­
do, los lugares institucionales donde se ejercían.
Restablecido el estado de derecho, instalada la
democracia, los exiliados (del país, de la vida in­
telectual, de la universidad) volvimos a la Argen­
tina y nos reintegramos a nuestro lugar de anta­
ño -la Universidad, el CONICET, los centros de
investigación privados-, esperanzados aunque sin
euforia, seguros de nosotros, casi sin vanidad. Co­
mo dije, muchos no advertimos al comienzo -y esa
miopía me parece hoy significativa- que ese lugar
ya no era exactamente el mismo. Sin duda, el es­
cepticismo inscripto en algún rostro, una mirada
extrañamente interrogativa, algún comentario de­
sengañado, llamaban de tanto en tanto nuestra
atención. Pero queríamos creer que sólo eran ma�
nifestaciones inevitables y puntuales; efectos de
una atmósfera todavía parcialmente enrarecida
después de ocho años de dictadura militar.
Nos dispusimos, pues, sobriamente, a retomar
la palabra. Una palabra debidamente actualizada:

2. Silvia Sigal: lntekctualesy poder en la década del sese�


Buenos Aires, Ed. Puntosur, 1991; Osear 'Turán: Nuestroa·

años sesentas, Buenos Aires, Puntosur, 1991.

152
no en vano, durante los últimos siete, ocho años, en
el mundo europeo occidental y oriental, en Estados
Unidos y en parte de América latina, se habían su­
cedido acontecimientos políticos y teóricos impor­
tantes y se insinuaban otros, no menos significa­
tivos. Que nadie pensara que íbamos a repetirnos.
Uno de esos acontecimientos, a la vez teórico y po­
lítico, fue lo que se dio en llamar "la" crisis del mar­
xismo.ª Fenómeno marcado por la gran resonancia
que alcanzaron en esos años las revelaciones acer­
ca del Goulag, la consecutiva reactualización de los
debates sobre el universo concentracionario en la
URSS y la denuncia de la opresión en los regímenes
del Este, esta crisis se manifestó con algún ruido de
platillos mediáticos en Francia por la voz de los nou­
veaux phüosophes y, de manera mucho menos espec­
tacular, en los debates que tuvieron lugar por en­
tonces entre marxistas (y no marxistas) italianos,
anglosajones, españoles y algunos latinoamericanos.
Salvo excepciones, los intelectuales argentinos
de mi generación habíamos quedado al margen de
esas discusiones, y también de otras posteriores
vinculadas con las primeras.4 Eso llevó a que, fren­
te a los referidos hechos, campeara en los medios
intelectuales de izquierda una persistente desean-

3. Entrecomillo "la", porque esa denominación deja entender,


erróneamente, que se tratarla de la primera. Jacques De­
rrida ha recordado recientemente que " .. .los temas esca­
tológicos del 'fin de la historia', del 'fin del marxismo', del
'fin de la filosoffa', del 'último hombre' eran, en los años cin­
cuenta, hace cuarenta años, nuestro pan cotidiano" (Spec­
tres de Marx, pg. 37).
4. Por ejemplo, el que acompañó a la breve pero intensa vi­
gencia, hacia fines de los setenta, del denominado euro­
comunismo.

153
76

fianza que el obligado silencio impuesto por la dic­


tadura no lograba ocultar del todo.
De todos modos. con el fin del régimen militar
se abría la oportunidad de recuperar el tiempo
perdido, de sacar a la luz del día los eventuales di­
ferendos, en suma, de reabrir los debates. Cabía
suponer quejustamente para impulsar esa reaper­
tura íbamos, como dije, a retomar la palabra. Ello
sin embargo no ocurrió. El lugar que habíamos
creído común se había convertido ahora en un cam­
po minado que nadie, o muy pocos, se atrevían a
hollar.ó No debe juzgarse extraño que el hecho que
bloqueó todo posible esclarecimiento haya sido un
mutuo pedido de explicaciones. Unos exigíamos
que los otros nos dieran cuenta de su terca persis­
tencia en posiciones que juzgábamos insostenibles
(y casi incomprensibles), de su negativa a asumir
los nuevos hechos políticos y teóricos, las nuevas
realidades y las nuevas lecturas de la realidad,

5. Esto ocurría en los comienzos del gobierno del doctor Al­


fonsín, esto es, en una época de irrupción y valorización de
la discusión política pública sin parangón en la historia ar­
gentina del presente siglo. Pero, además de que el eje de
la discusión pasaba en este caso por las políticas del go­
bierno y las críticas de la oposición {sobre la cuestión del
Beagle, sobre el pago de los servicios de la deuda exter­
na, sobre la política militar), el terreno de lo teórico-polí­
tico había sido ocupado por los temas de la "transición a ·.
la democracia" y de la "consolidación democrática". Lo cual
era lógico, puesto que ésos eran los temas que el presen- �

te político proponía. Lamentablemente, pocos advirtieron


que el legítimo protagonismo de esos nuevos temas no po- ·
día asentarse sobre la oclusión de los viejos, sino sobre la
producción de las razones teóricas y políticas por las cua- ·
les los viejos se habían agotado {o habían modificado sus ,
términos) y los nuevos habían surgido.

154
76

nueva o vieja. Los otros nos exigían que diéramos


cuenta de nuestra inconsecuencia (calificada a ve­
ces como deserción pura y simple) y del abandono
de nuestras posiciones teóricas y políticas en aras
de los reclamos de la moda y de un realismo fá-
cilmente asociable a ciertas posiciones de poder
(universitario, cultural, institucional) que ahora
ostentaríamos. Con esas premisas, era lógico que
la esperada discusión fuera suplantada por un ten­
so silencio, hecho de mutua suspicacia y de hosti­
lidad contenida, que nadie parecía dispuesto a
romper.6
Ese silencio persistió mucho tiempo; y en cier­
to modo persiste todavía. Ello ha tenido varias
consecuencias: una de ellas fue que, durante más
de una década el pensamiento de Marx fuera víc­
tima de una suerte de -doble censura, provenien­
te de su exclusión pura y simple del debate inte­
lectual por parte de unos, o bien de la reverente
e inane repetición de sus textos canónicos por par­
te de otros.
Por otra parte, en el ínterin, a partir de fines
de los ochenta, se desencadenaron acontecimientos
que en pocos años cambiarían sorpresivamente la
faz del mundo: las reformas de Gorbachov en la
URSS fueron la señal de partida de un rápido e

6. Salvo cuando el monólogo estaba garantizado, como ocu­


rría con la gran mayoría de las publicaciones políticamen­
te comprometidas. De todos modos, la tendencia a rehuir
el debate frontal se iba poco a poco generalizando (me re­
fiero a debates serios y leales -lo que no les hubiera im­
pedido ser duros- y no a meros certámenes de injurias;
estos últimos no faltaron). Al respecto, antes de acusar a
otros, prefiero comenzar asumiendo mi parle de responsa­
bilidad en esa opción por el silencio suficiente.

155
incontenible proceso que en pocos años acabó con
los regímenes del Este y rehízo por completo el ma­
pa político mundial. Nuevamente, y quizás con más
fuerza que antes, se abría la posibilidad de levan­
tar la censura que voluntariamente nos habíamos
impuesto respecto del tratamiento de ciertos te­
mas. Pero ni la caída del Muro, ni el derribo de la
estatua de Lenin, ni el fin del Pacto de Varsovia lo­
graron conmovernos lo suficiente.
Así pues, en un contexto signado por la ausen­
cia irreparable de la generación destinada a ser
nuestra interlocutora, y luego a relevarnos, nos
confinamos en un pacto de silencio cada vez menos
disimulado. Hoy no sería injusto decir que lo que
antes era muda hostilidad se ha convertido insen­
siblemente en complicidad vergonzante. Hemos
privado así a los más jóvenes de un elemento indis­
pensable para la elaboración de sus experiencias:
la transmisión de las nuestras.
Hoy ya no es posible intentar, al menos en los
mismos términos, lo que tenía sentido hace una dé­
cada y media. Por lo demás, los derroteros capri­
chosos de las modas intelectuales nos han puesto
frente a los primeros signos de una empresa al fin
y al cabo no tan inesperada: la rehabilitación teó­
rica y filológica de Marx y del marxismo. 7 Pero el
paso del tiempo ha abierto otra posibilidad: justa­
mente la de reflexionar en conjunto, convocando
también a los jóvenes, sobre ese contratiempo que
bloqueó nuestro pensamiento y nuestra palabra
durante tantos años. Se trata de un diálogo, de una
discusión, que no reemplazará a la anterior ni

7. Empresa que no por limitada -de atenerse 8610 a ella­


deja de ser necesaria.

156
borrará sus efectos, pero que, además de ayudar­
nos a entender por qué la anterior no tuvo lugar,
puede darnos elementos para construir un nuevo
punto de partida. Creo que debemos hacer la ten­
tativa.

II. TIEMPOS DE MARX (DIGRESIÓN)

Transcribo una cita. Justamente, de los años se­


senta. En párrafos doblemente notables, tanto por
el brillo de una escritura rica en sutilezas como por
la arbitrariedad de algunas de sus fórmulas, Louis
Althusser resumía en estos términos sus reflexio­
nes acerca de la teorización del tiempo histórico,
tal como Marx la esbozaría (en estado práctico y re­
ferida a la producción capitalista) en El Capital:

[. .. ] el tiempo de la producción económica, si es un


tiempo específico (diferente según los diferentes mo­
dos de producción), es, como tiempo específico, un
tiempo complejo no lineal, es un tiempo de tiempos,
que no se puede leer en la continuidad del tiempo de
la vida y de los relojes, sino que hay que construir a
partir de las estructuras propias de la producción. El
tiempo de la producción económica capitalista que
Marx analiza debe ser construido en su concepto...
a partir de la realidad de los ritmos diferentes que
escanden las diferentes operaciones de la producción,
de la circulación y de la distribución: a partir del con­
cepto de esas diferentes operaciones, por ejemplo, la
diferencia entre el tiempo de la producción y el tiem­
po de trabajo, la diferencia de los diferentes ciclos
de la producción... El tiempo de la producción eco­
nómica en el modo de producción capitalista no tie-

t
157
78

ne (... ) abeolutamente nada de común con la eviden­


cia del tiempo ideológico de la práctica cotidiana ... Es
un tiempo invisible, ilegible por esencia, tan invisi­
ble y tan opaco como la realidad misma del proceso
total de la producción capitalista (Lire Le Capital 11:
pgs.48-49).

Esta prosa crudamente asertórica tenía el mé­


rito de intentar plantear desde el marxismo un tó­
pico escasamente abordado, desde el punto de vis­
ta teórico y filosófico, por los pensadores marxistas.
Por cierto, no podía dejar de llamar la atención la
circunstancia de que, en aras de la afirmación, va­
rias veces reiterada, de la multiplicidad y la com­
plejidad del concepto marxista de tiempo, Althus­
ser no tomara en cuenta un aspecto para Marx
decisivo en lo que cabría llamar la construcción ca­
pitalista del tiempo: justamente, la reducción de to­
da esa complejidad a la homogeneidad calculable
(y por tanto decidible) del tiempo de trabajo sim­
ple, abstracto y socialmente necesario. Esa opera­
ción -para Marx, la operación capitalista por ex­
celencia- era, con una desenvoltura demasiado
cómoda, soslayada por Althusser.ª
Queda en pie, de todos modos, que la referencia
a la complejidad del concepto marxista de tiempo
abría un camino por donde la reflexión podía sa­
car provecho. Sin duda, como Althusser lo señala

8. La omisión era aún más llamativa si se tiene en cuenta


el hecho de que Althusser situaba el núcleo de la "ruptu­
ra epistemológican de Marx, y por lo tanto del nacimien­
to del materialismo histórico como �ciencia de la historian,
en el descubrimiento del concepto de plusvalía, concepto
que carecería de sentido sin la afirmación, lógicamente
previa, de la teoría del valor-trabajo.

158
78

sin desarrollarlo, hay una constitución/institución


específicamente capitalista de la temporalidad.
Ella se encarna ante todo, en la praxis del capi­
talista, en un tratamiento del tiempo como fluir
a la vez apropiable y evanescente, que se impone,
por lo tanto, aprovechar al máximo. Para el capi­
talista, el tiempo de trabajo humano no es (no ne­
cesariamente) la fuente de todo valor, pero el tiem­
po ganado (a los obstáculos, a los otros) es la
fuente de toda ganancia. El capitalista, podemos
decir, economiza el tiempo. O, mejor dicho, tien­
de a hacerlo.
No siempre, en efecto, le es posible esta eco­
nomización. El capitalista quiere un tiempo no só­
lo calculable, previsible, sino tambiér , como seña­
lé Bntes, dócil a sus decisiones. Pero, cerno es
sabido, todo se complica cuando interviene la mer­
canc(a fuerza de trabajo y no sólo se pone a hablar
-justamente, del tiempo-- sino que, además, re­
clama que la oigan. Con las luchas obreras por la
reducción de la jornada de trabajo la voluntad del
capitalista se enfrenta con una imprevista zona de
indecibilidad. El capitalista descubre que esa vo­
luntad tiene un límite. Un tercero -la Ley, el Es­
tado----- debe intervenir para zanjar la cuestión. Del
texto de El Capital, o de muchas de sus numero­
sísimas interpretaciones, se pq.ede concluir quizá
que se trata de una astucia más de la razón capi­
talista y que la lucha obrera por la jornada labo­
ral es por definición una lucha circular, reproduc­
tiva, fUncional en última instancia al capital.9 Pero

9. Ver sobre estos puntos, en una línea que recoge y desa­


rrolla parte de las propuestas althusserianas, los traba­
jos de Pierre Philippe Rey.

159
hay también otras posibilidades de lectura, más in­
teresantes y tal vez más pertinentes.
Desde el momento, en efecto, en que la lógica
"económica" del capital se topa -por obra de la re­
sistencia obrera o, más generalmente, por obra de
la lucha de clases1º- con esa zona de indecibili­
dad que, en principio, es investida por una inter­
vención político-institucional (la cual, a menudo
aunque no siempre, saca las castañas capitalistas
del fuego), se torna visible, y accesible, otra esce­
na que no podría ser considerada sin más como un
mero apéndice o un instrumento de la anterior.
Que esa escena siempre estuvo allí, desde los orí­
genes del capitalismo, el capitalista lo sabe, aun­
que lo haya olvidado. El obrero, que también qui­
zá lo ha olV:idado, lo reaprende.11 Aquello que
importa es que la zona inicial de indecibilidad abre
ya una ventana desde donde es posible percibir la
constitutiva contingencia del capitalismo. La lucha
adquiere un carácter político, no sólo ni princi­
palmente porque tomen parte en ella las ligas y los
partidos, sino porque la institución, la contingencia

10. Esa lucha de la cual se sabe quizá cuándo empieza pero no


cuándo termina {por la s:i:nple circunstancia de que no ter­
mina nunca, salvo que nos atengamos a una noción his­
tóricamente limitativa -y orto