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III

El primer trabajo a cumplir


En uno de nuestros artículos precedentes1 hemos hablado de la
comprensión teórica como de una premisa indispensable para la
realización efectiva del ser que parte del estado humano, realización
que, entendida en su plenitud, comporta la integración total de sus
posibilidades, hasta el Principio del cual toda cosa no es más que una
manifestación limitada y que se encuentra oculto en todos los seres.
Esta presencia latente, que es siempre posible reencontrar, bajo
determinadas condiciones, ya que se trata precisamente de una
presencia interior, es afirmada concordantemente por todas las
doctrinas tradicionales: Es, en la tradición hindú, Brahma que reside
simbólicamente en el ventrículo más pequeño del corazón (hridaya),
idéntico al “Sí” (Atmâ) que igualmente está en el corazón, “más
pequeño que un grano de mijo, más pequeño que el germen encerrado
en el grano de mijo”, pero también, en realidad, “más grande que la
tierra, más grande que la atmósfera, más grande que el cielo, más
grande que todos estos mundos juntos”2, desde el momento que es el
Principio y contiene todas las posibilidades. Es, en la doctrina
extremo-oriental, el Tao que reside en el “Invariable Medio” (Ciung-
yung), el Centro originario de todo ser, llamado también, considerado
bajo diversos aspectos simbólicos, el “Centro del vacío”, el “Espacio
del antiguo cielo”, el “Corazón celeste”, el “Castillo amarillo”3. Y este
mismo Centro es, en la tradición de los Indios de América, el
“pequeño espacio” en el que habita el “Gran Espíritu” (Wakan-Tanka),
llamado “Ojo del Corazón” (Chante Ishta) por los Sioux, según una
terminología idéntica a la encontrada en el esoterismo islámico (Aynul-
Qalb en árabe)4. Es el “Santo de los Santos” o “Palacio Interior” de la
Qabbalah judía, donde reside el punto primordial a partir del cual se

origina toda la manifestación en la expansión de las seis direcciones


1
Conocimiento tradicional y ciencia moderna, cap. I del presente volumen.
2
Chhândogya Upanishad, 3º Prapâthaka, 14º Khanda, Shruti 3.
3
Cfr. T’ai-Chin-Hua Tsung Chih (“El Misterio de la Flor de Oro”), Cap. I.
Podríamos también citar esta frase simbólica del “Libro del Castillo
Amarillo”: “En el compartimento grande como una pulgada de la casa grande
como un pie se puede organizar la vida”.
4
Cfr. Hehaka Sapa, Les Rites Secrets des Indiens Sioux, p. 14, donde
también se refiere esta significativa frase: “El hombre que, de esta manera, es
puro, contiene al Universo en la cavidad de su corazón (Chante Ognaka)”,
para acercarse al dicho del esoterismo islámico, que citaremos en breve.
22 III. El primer trabajo a cumplir
del espacio, correspondientes a los “seis días” de la creación, y al que
se retorna en el cumplimiento del “séptimo día”, el Sabbath que
representa la reintegración en el Principio5. Es el “Regnum Dei intra
vos” y el “grano de mostaza” de la parábola evangélica 6. Y a esta
misma presencia interior total, aunque sólo virtualmente para el ser
que aún no la ha realizado, se refieren finalmente los dichos del
esoterismo islámico “El que se conoce a sí mismo (nafsahu: se podría
decir también “su propio sí”, Atmâ según la terminología hindú)
conoce a su propio Señor (Rabbahu)” y “El Cielo y la Tierra no me
contienen, pero me contiene el Corazón de mi fiel servidor”7.
Hemos querido reportar todas estas citas (y se podrían encontrar
muchas otras análogas) para poner en evidencia la unanimidad de la
Tradición en las diversas formas que ha revestido a lo largo del
desarrollo cíclico de la presente humanidad, en dos afirmaciones
esenciales8 que, por lo demás, están estrechamente conectadas la una a
la otra: la afirmación de la presencia interior del mismo Principio
universal de la manifestación y la afirmación de la posibilidad de
realizar su conocimiento efectivo, es decir, de identificarse con él, para
el ser que, como punto de partida, se encuentra identificado con una
manifestación individual humana.
Sabemos bien que estas afirmaciones han devenido incluso
inconcebibles para la gran mayoría de los Occidentales modernos, y no
podría ser de otra manera dado el horizonte cognoscitivo cada vez más
cerrado que se impone a los hombres que viven en la actual
civilización antitradicional. Precisamente esto hace más indispensable
un minucioso trabajo de preparación teórica, para evitar malentendidos

y equívocos que podrían tener las más funestas consecuencias cuando


5
Cfr. P. Vulliaud, La Kabbale juive, tomo I, p. 215-217 y p. 403-406. Este
simbolismo es naturalmente aplicable tanto al “macrocosmos” como al
“microcosmos”, es decir, tanto al mundo en su conjunto como a cada ser.
“Según la Kabbala, la Shekinah o la “Presencia divina”, que es idéntica a la
“Luz del Mesías”, habita (shakan) tanto en el Tabernáculo, por lo tanto
llamado mishkan, como en los corazones de los fieles; y hay un vínculo muy
estrecho entre esta doctrina y el significado del nombre Emmanuel, aplicado al
Mesías e interpretado como “Dios en nosotros” (René Guénon, Le grain de
sénevé, Études Traditionnelles, 1949, p. 27).
6
San Mateo, XIII, 31 y San Lucas, XIII, 19.
7
Hadîth qudsi, atribuido al Profeta, en el cual Allâh se expresa en primera
persona.
8
Naturalmente, estas afirmaciones pueden encontrar aplicación y
considerarse más particularmente a niveles diversos, lo que no quita la
identidad de fondo, que siempre se puede encontrar restituyendo a los
símbolos su pleno significado metafísico.
Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 23
se quisiera pasar a una fase “operativa”, incluso para el pulular de
falsificaciones que sirven demasiado bien al propósito de distraer de lo
que es verdaderamente esencial.
Este trabajo a cumplir consiste entonces ante todo en una
clarificación intelectual basada sobre la enunciación de los principios
universales y de sus oportunas aplicaciones: enunciación que no puede
ser más que simbólica incluso cuando revista una forma discursiva. Y
esta clarificación está dirigida naturalmente a la adquisición de una
certeza que permitirá poder discernir la verdadera de la falsa doctrina,
la autoridad auténtica de aquella privada en todo o en parte de
fundamento, y hará posible una determinación consciente de los
medios que se pondrán en práctica para recorrer la vía de la realización
efectiva.
Se comprende entonces que, cuando nos referimos a algo como
“teórico” e “intelectual”, estos términos tienen para nosotros un
alcance mucho más vasto y profundo que el que habitualmente han
asumido. La “teoría”, que etimológicamente es sinónimo de
“contemplación”, no concierne aquí a una mera construcción mental,
necesariamente sistemática y exclusiva en su pretensión de imponer
sus propios límites a la realidad, y tal de no representar en el fondo
nada más que un conjunto más o menos coherente de “opiniones”.
Dice un dicho oriental que “la opinión no sirve de nada frente a la
Verdad”; y la misma doctrina tradicional no es válida sino en cuanto,
procediendo más o menos directamente de la Verdad, establece con
ella un vínculo para quien sabe captar su espíritu, análogamente a
cuanto sucede cuando se pone en acto un rito. En ambos casos, es el
valor simbólico el que crea un vínculo con la realidad universal: y la
presencia del símbolo doctrinal en la mente del hombre precisamente
puede ser la premisa para una eficaz asimilación de los “símbolos
actuados” en los que consiste toda la vida ritual, es decir, toda la vida
tradicional.
En la práctica, si es necesario insistir actualmente sobre una
preparación teórica profunda, ello se debe también al particular estado
de las facultades mentales del Occidental moderno: estas facultades de
hecho se han desarrollado enormemente, pero de modo autónomo y
por lo tanto inconsciente, respecto a aquello de lo que normalmente
deberían depender, a saber, respecto a la intuición intelectual suprarra-
cional cuya existencia ya ni siquiera se supone. Es así que el mundo
mental, en lugar de servir de base para establecer un ligamen con la
Verdad universal, se ha convertido generalmente en una barrera casi
insuperable que impide el acceso al dominio de la verdadera
intelectualidad.
24 III. El primer trabajo a cumplir
La clarificación intelectual de la que hablamos es pues, bajo este
aspecto, precisamente lo contrario de aquel complaciente “cultivar”
indefinidamente complicaciones mentales y modos artificiales de
sensibilidad que a menudo son tenidos como prerrogativa de los
“intelectuales”. La verdad es que aquellos que podrían tener, en otras
condiciones, auténticas aspiraciones intelectuales están imposibilitados
a desarrollarlas y satisfacerlas precisamente por el hecho de que
también ellos son víctimas de esta “cultura”, ídolo multiforme y sin
cabeza, pero sostenido por la organización cada vez más formidable y
engañosa de la “instrucción” profana, al punto que, en ausencia de
términos de comparación, es muy difícil que simplemente se llegue a
constatar este estado de las cosas.
Se puede decir por tanto que, a este respecto, la ignorancia pura y
simple es un punto de partida mejor que el de la hipertrofia mental
propia de la cultura moderna. Pero en la práctica, al menos en
Occidente, la ventaja del ignorante permanece ineficaz: las circuns-
tancias exteriores de su vida son usualmente las más desfavorables
para recibir una enseñanza diferente a la generalmente impartida, y la
mentalidad dominante del ambiente en el que vive le impone a
menudo un sentido de inferioridad que lo lleva a sufrir ciegamente los
prejuicios corrientes, en cuyo caso estos últimos vienen más bien a
asumir una forma particularmente masiva y grosera.
Bajo este último aspecto, la asimilación de todos los grados de la
enseñanza “profana” puede por lo tanto también devenir útil, si no
para otra cosa para darse cuenta en el modo más directo posible del
vacío cognoscitivo que representa en cierto modo su cúspide; y, a
riesgo de repetirnos, debemos precisar que hablando aquí de vacío
cognoscitivo tenemos naturalmente en mente la ausencia del único
conocimiento con valor, en sentido absoluto, el conocimiento primero
teórico de los principios universales que solo, con las aplicaciones
apropiadas que de ellos derivan, puede permitir salir del callejón sin
salida en el cual el hombre moderno se ha aprisionado y del cual, en
ciertos casos, podría todavía tener la posibilidad de salir.
Teniendo presente esta situación, conforme también con lo que
debe ser en el marco de las posibilidades propias de nuestra época,
más bien alarmante y quizá trágica para aquellos que se ven
involucrados en ella, aparece más evidente la grandiosa estupidez de
aquellos que impertérritos se empeñan en amasar y elaborar indefini-
damente nociones de detalles, conocimientos relativos y caducos
totalmente inutilizables en función de la Verdad; e igualmente
insensata aparece la pertinacia de aquellos que se dedican a elaborar
los frutos de su imaginación desde un definible mal punto de vista
Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 25
estético, mientras aquellos que se vuelcan a satisfacer “realísticamente”
sus exigencias individuales, singulares o colectivas, se identifican por
eso mismo al plano de la acción sin esperanza de superarlo, y por lo
tanto son ciegamente arrastrados por necesidades y sugestiones hasta
el agotamiento de su vida animal.
Pero la aspiración al conocimiento ha desaparecido también hasta
tal punto que el “vacío cognoscitivo” del cual hemos hablado, en vez
de inducir a reflexionar y a buscar otra vía de investigación, deviene a
menudo un título de gloria con el nombre de “agnosticismo”, y se
pretende que nunca ninguno habría podido obtener aquel conocimiento
de la verdad del que nos hemos dado cuenta no poseer ya.
El trabajo preliminar de clarificación intelectual deviene más arduo
cuando quien debería cumplirlo se ha habituado a prejuicios del
género, impuestos a menudo con una sugestión tanto más fuerte cuanto
más infundada, pero destinada a una necesaria autodefensa de la
“cultura” y de la misma civilización moderna en general: en efecto,
¿qué valor se podría atribuir a esta cultura y a esta civilización si se
comprendiese que ambas se han desarrollado en detrimento o en
sustitución de algo que, rigurosamente hablando, es infinitamente más
valioso?
Por otro lado, este “agnosticismo” deviene en ciertos casos verda-
deramente paradójico y sería insostenible si muchos de nuestros
contemporáneos no hubieran aprendido a olvidar, cuando es necesario,
incluso la más elemental coherencia, asumiendo con aparente natura-
lidad las posiciones más contradictorias. Nos referimos en particular a
lo que suele suceder cuando nuestros hombres de la cultura entran en
contacto con doctrinas y datos tradicionales que serían menos
susceptibles de equívocos, y este es el caso de la mayoría de los
orientalistas. Su refractariedad a sacar provecho de esas doctrinas y de
esos datos tradicionales es verdaderamente sorprendente. El hecho es
que un texto, aunque sea el más elevado intelectualmente en su
significado, no es sino letra muerta cuando viene separado del espíritu
viviente de la tradición de la cual es una expresión, y limitarse a
analizarlo es cómo diseccionar un cadáver: no se encontrará jamás su
alma, y tal vez se deducirá que no existe. Por lo demás, en las
civilizaciones tradicionales, los textos escritos nunca han representado
otra cosa que los coadyuvantes secundarios y, por sí solos, son
absolutamente insuficientes, especialmente para lo que concierne el
aspecto esotérico de las enseñanzas; sería por lo tanto bien extraño si
estos textos, siendo insuficientes para aquellos mismos que pertenecen
a las respectivas civilizaciones tradicionales a las que están destinados,
26 III. El primer trabajo a cumplir
fueran suficientes en cambio para buscadores ¡cargados con la pesada
barrera de los prejuicios occidentales modernos!
En lo que respecta a los orientalistas, en la práctica, cuando no se
contentan con una simple y obtusa erudición, la mayoría de las veces
sucede que los textos tradicionales, después de ser reducidos a resi-
duos muertos, si es posible a través de rigurosos métodos “científicos”,
son entonces vivificados artificialmente por la mentalidad misma de
quienes de ellos se ocupan. Esto es un poco como lo que sucede con
los “objetos de arte” orientales, bovinamente admirados en Occidente
como “muy decorativos” y expuestos en museos – en este caso
monumentos de refinada estupidez – quizá después de haber sido
saqueados de los lugares donde servían a su función espiritual normal.
Y es quizá en estas tentativas de revivificación que se encuentran
las contradicciones más manifiestas de la cultura occidental. Por
ejemplo, en las exposiciones doctrinales del Oriente tradicional en
forma más claramente discursiva, intercambiadas por “filosofías”, los
orientalistas están habituados a ver una “evolución” (en el usual
sentido “progresista”) respecto a textos anteriores que presentan un
simbolismo más inmediato, pero menos comprensible en su sentido
profundo9, y admiran el genial esfuerzo de “búsqueda” y la
“originalidad” de los presuntos “filósofos”10 los cuales en cambio no
han hecho otra cosa que adaptar conscientemente sobre el plano
racional lo que era y sigue siendo esencialmente suprarracional, y que,
por supuesto, escapa por completo a los intérpretes de los que
hablamos. Pero lo bueno es que los mismos autores orientales afirman
que estas adaptaciones valen exclusivamente como instrumento en
función de la toma de conciencia de la fuente tradicional de la que no
son sino una expresión de una manera en cierto modo más limitada, lo
que es simplemente normal y podría referirse en el fondo a cualquier
aplicación legítima a las cambiantes condiciones del ambiente.
¿Cómo serían entonces las cosas si se tomaran en serio estas
interpretaciones más o menos implícitas de los orientalistas? Los

expositores orientales de las doctrinas tradicionales serían admirables


9
Citamos dos ejemplos típicos: los Vedas y el Corán, considerados como
expresiones de modos de conocimiento inferiores respecto a textos sucesivos
de las respectivas tradiciones. Es realmente necesario no haber entendido nada
del espíritu tradicional para no darse cuenta mínimamente de la enormidad de
este género de interpretaciones, que sin embargo ¡son tan generalmente
aceptadas en Occidente!
10
Debemos mencionar también, al menos de pasada, la otra asimilación,
completamente abusiva y engañosa, que identifica varias doctrinas orientales
al misticismo.
Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 27
por su genial inventiva, de la cual sin embargo no se habrían dado
cuenta en absoluto, habiendo creído así explicar simplemente la
Verdad tradicional una e inmutable, que por otra parte no existe en
virtud del “principio” del agnosticismo. Es fácil imaginarse qué idea
podrían tener los representantes del pensamiento tradicional de
semejantes “admiradores”, desde el momento que las doctrinas de las
cuales se trata implican inequívocamente que las ideas directrices con
las que son estudiadas por estos últimos son falsas, aberrantes y
negadoras de lo esencial.
Es quizá también por esto que a los orientalistas de los que
hablamos nunca les viene a la mente recibir las enseñanzas y las
oportunas interpretaciones de las autoridades vivientes de las civiliza-
ciones orientales. Y es singularmente irónico que ciertas enseñanzas
en las que se dice que, para comprenderlas, es necesario un Maestro
viviente en el sentido del Guru hindú y que la cultura profana no sirve
de nada, sean intrépidamente explicadas sin ni siquiera pensar en
buscar un Maestro y apoyándose en la sola cultura profana. Sin
embargo, si el “agnosticismo” debe ser respetado, si los Occidentales
modernos (ciertos Griegos habían abierto el camino) han descubierto
que no hay conocimiento de la Verdad y que por lo tanto todos los
modos de conocimiento tradicional no han existido nunca como tales,
entonces ¿para qué estudiarlos? Efectivamente, son muchos los
orientalistas que prefieren no ocuparse demasiado de aquello que
podría desenmascarar la contradictoriedad de sus posiciones.
Recordamos a este propósito una frase significativa: un alumno que
habría querido ocuparse de una forma de esoterismo oriental fue
seriamente advertido con estas palabras: ¡“Usted se está arriesgando a
perder el agnosticismo”!
Después de todo lo que hemos dicho sobre el tema se comprenderá
por qué, a nuestro juicio, con vistas al trabajo inicial a cumplir para
una adecuada clarificación teórica no debemos basarnos en la cultura
“oficial”, aun cuando ésta se refiera a datos auténticamente
intelectuales y tradicionales en su origen. En realidad, también aquí la
única base segura es la del conocimiento; y si, antes de poseerlo, una
referencia directa a éste es imposible, será necesario de algún modo
apoyarse en él indirectamente, a través de quien ya lo posee, en una
autoridad viviente.
Apenas es necesario decir que, queriendo hablar aquí de
conocimiento orientado hacia la realización efectiva y universal y por
así decir al estado puro, una autoridad religiosa no correspondería a
aquello a lo que aludimos, sin que por otra parte esto perjudique en
cualquier modo su validez en el campo que le es propio.
28 III. El primer trabajo a cumplir
Entonces, ¿sería tal vez necesario ir a Oriente a buscar, como el
primero de los “Rosacruz” después del final del Medioevo11, las
enseñanzas que en Occidente ya no se pueden encontrar? Esta
eventualidad no está ciertamente privada de dificultades y de riesgos:
dificultades exteriores para dejar Occidente, y sobre todo para
encontrar aquel a quien uno pueda dirigirse útilmente, tanto más
cuanto se trataría probablemente de una autoridad no revestida de
funciones exteriores fácilmente reconocibles; y precisamente ahora, en
Oriente, la invasión de la “occidentalización”, también por medio del
potente instrumento de la cultura profana12, hace todavía menos
accesible aquello de lo que se trata. Y existiría el riesgo de errores
graves y definitivos por falta de discernimiento en un ambiente, al
menos al inicio, desconocido.
Con esto no queremos excluir completamente la posibilidad de un
contacto útil, directo e inmediato, con los Orientales. René Guénon,
que hablaba por experiencia directa, escribía en Orient et Occident:
“Sin duda, entre los Europeos que han vivido en contacto directo con
los Orientales, hay algunos que han podido comprender y asimilar
ciertas cosas, precisamente porque, no siendo “especialistas”, estaban
más libres de ideas preconcebidas; pero, en general, no han escrito; lo

que han aprendido, lo han mantenido para sí y, por lo demás, si les


11
Nos referimos al viaje realizado en el siglo XIV, según la tradición
rosacruciana, por quien fue llamado simbólicamente Christian Rosenkreuz.
Efectivamente, se puede pensar que los Rosacruz sirvieron para mantener por
un cierto tiempo el ligamen de Occidente, cuya tradición había permanecido
incompleta, con el conocimiento tradicional integral siempre presente en
Oriente. Recordamos no obstante que, según varias fuentes concordantes, los
verdaderos Rosacruz abandonaron Europa poco después de la guerra de los
treinta años (siglo XVII), y por lo demás todas las supuestas organizaciones
“Rosacrucianas” que existen hoy en Europa y en América, a veces de
formación muy reciente, no tienen ninguna vinculación efectiva con la
tradición auténtica que llevaba el mismo nombre (cfr. las obras de René
Guénon: Le Roi du Monde, ed. Gallimard, cap. VIII; Aperçus sur l’Ésotérisme
chrétien [Les Éditions Traditionnelles, Paris, 1954; cf. Consideraciones sobre
el Esoterismo cristiano, Keystone, Buenos Aires 2019, p. 39]; Le Règne de la
Quantité et les Signes des Temps, [cit.] cap. XXXVI).
12
Esta penetración de la cultura profana occidental hace ahora posible la
existencia de Orientales de origen “occidentalizado” en parte, los cuales
exponen las doctrinas tradicionales, a menudo en lengua inglesa, con
deformaciones que en cualquier caso son mucho menos sensibles que las
habituales entre los orientalistas. Esto hace a veces que la situación actual sea
más compleja, pero en cualquier caso basta decir a este respecto que
ciertamente ellos (y, con mayor razón, sus secuaces) no son en absoluto los
detentores de la autoridad tradicional a la que uno se podría dirigir útilmente.
Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 29
acontecía hablar con Occidentales, la incomprensión demostrada por
estos últimos era tal que los desalentaba y obligaba a mantener la
misma reserva que los Orientales”13. Pero René Guénon escribía
también sobre la función que eran siempre susceptibles de asumir tales
intermediarios, a condición de que hubiese Occidentales que, en lugar
de demostrar incomprensión, entendieran la necesidad de recurrir a su
ayuda; en su pensamiento, su misma presencia sería el signo de que no
todas las esperanzas de entendimiento entre los Occidentales y el
Oriente tradicional están irremediablemente perdidas.
La importancia de esta presencia de posibles intermediarios con
Oriente resulta evidente si se consideran las dificultades y los riesgos
que comporta casi inevitablemente la eventual búsqueda de un
contacto más directo, los cuales hemos ya mencionado. A este
propósito agregamos ahora que la enseñanza, para ser eficaz, debe
siempre tener en cuenta adecuadamente el punto de partida de quien la
debe recibir, especialmente cuando se trata de una auténtica enseñanza
tradicional, que bajo muchos aspectos es propiamente lo opuesto de la
instrucción estandarizada y niveladora consolidada en el Occidente
contemporáneo. Bajo este aspecto, nadie podría llevar cuenta de los
innumerables prejuicios y deformaciones mentales de las cuales los
Occidentales deben ante todo “purificarse” mejor y más útilmente que
quien haya vivido en Occidente y lo conozca a fondo, a condición de
que, por otra parte, haya asimilado efectivamente la intelectualidad
oriental14 de la que se trata de aprender.
Por nuestra parte, tenemos razones para creer que fuera este el caso
del mismo René Guénon, cuya obra no es ciertamente un fin en sí
misma, sino que en realidad pensamos que representa, en las
condiciones actuales, la premisa casi indispensable para preparar un
cambio de la mentalidad que permita encontrar algo válido y que no
sea más que simplemente “libresco”, en el sentido arriba explicado.
Creemos que los mismos textos tradicionales, aun cuidadosamente
estudiados, serían inadecuados para dar el mismo resultado, dada la
falta de referencia al punto de partida del lector occidental, el cual,
incluso con las mejores intenciones, bien difícilmente podría salir de
una perspectiva abstracta e ineficaz sin caer en errores de fondo
análogos a los de los orientalistas.
En conclusión, la aspiración a la realización espiritual, a la

Liberación por medio del conocimiento efectivo de la Verdad que es


13
René Guénon, Orient et Occident, II ed., p. 135.
14
Evidentemente, es este el punto capital, y sin duda no siempre es fácil
establecerlo.
30 III. El primer trabajo a cumplir
siempre y en todas partes el fin del esoterismo auténtico y completo,
impone un trabajo preliminar de preparación teórica que no puede
basarse sobre la cultura profana, y que de hecho debe eliminar
resueltamente sus límites. Esto es posible solamente a través de la
ayuda más o menos directa proveniente de la misma fuente viviente
del conocimiento que se aspira alcanzar; hemos mencionado breve-
mente, a título indicativo, las modalidades que puede asumir actual-
mente esta ayuda; pero en cualquier caso todo depende, en el fondo, de
la actitud de cada uno, de su esfuerzo de búsqueda y del trabajo que él
mismo debe cumplir, el cual, como su misma aspiración, es como una
primera manifestación de la capacidad esencialmente “activa” (en el
sentido interior) propia de toda realización de orden verdaderamente
esotérico.

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