En uno de nuestros artículos precedentes1 hemos hablado de la comprensión teórica como de una premisa indispensable para la realización efectiva del ser que parte del estado humano, realización que, entendida en su plenitud, comporta la integración total de sus posibilidades, hasta el Principio del cual toda cosa no es más que una manifestación limitada y que se encuentra oculto en todos los seres. Esta presencia latente, que es siempre posible reencontrar, bajo determinadas condiciones, ya que se trata precisamente de una presencia interior, es afirmada concordantemente por todas las doctrinas tradicionales: Es, en la tradición hindú, Brahma que reside simbólicamente en el ventrículo más pequeño del corazón (hridaya), idéntico al “Sí” (Atmâ) que igualmente está en el corazón, “más pequeño que un grano de mijo, más pequeño que el germen encerrado en el grano de mijo”, pero también, en realidad, “más grande que la tierra, más grande que la atmósfera, más grande que el cielo, más grande que todos estos mundos juntos”2, desde el momento que es el Principio y contiene todas las posibilidades. Es, en la doctrina extremo-oriental, el Tao que reside en el “Invariable Medio” (Ciung- yung), el Centro originario de todo ser, llamado también, considerado bajo diversos aspectos simbólicos, el “Centro del vacío”, el “Espacio del antiguo cielo”, el “Corazón celeste”, el “Castillo amarillo”3. Y este mismo Centro es, en la tradición de los Indios de América, el “pequeño espacio” en el que habita el “Gran Espíritu” (Wakan-Tanka), llamado “Ojo del Corazón” (Chante Ishta) por los Sioux, según una terminología idéntica a la encontrada en el esoterismo islámico (Aynul- Qalb en árabe)4. Es el “Santo de los Santos” o “Palacio Interior” de la Qabbalah judía, donde reside el punto primordial a partir del cual se
origina toda la manifestación en la expansión de las seis direcciones
1 Conocimiento tradicional y ciencia moderna, cap. I del presente volumen. 2 Chhândogya Upanishad, 3º Prapâthaka, 14º Khanda, Shruti 3. 3 Cfr. T’ai-Chin-Hua Tsung Chih (“El Misterio de la Flor de Oro”), Cap. I. Podríamos también citar esta frase simbólica del “Libro del Castillo Amarillo”: “En el compartimento grande como una pulgada de la casa grande como un pie se puede organizar la vida”. 4 Cfr. Hehaka Sapa, Les Rites Secrets des Indiens Sioux, p. 14, donde también se refiere esta significativa frase: “El hombre que, de esta manera, es puro, contiene al Universo en la cavidad de su corazón (Chante Ognaka)”, para acercarse al dicho del esoterismo islámico, que citaremos en breve. 22 III. El primer trabajo a cumplir del espacio, correspondientes a los “seis días” de la creación, y al que se retorna en el cumplimiento del “séptimo día”, el Sabbath que representa la reintegración en el Principio5. Es el “Regnum Dei intra vos” y el “grano de mostaza” de la parábola evangélica 6. Y a esta misma presencia interior total, aunque sólo virtualmente para el ser que aún no la ha realizado, se refieren finalmente los dichos del esoterismo islámico “El que se conoce a sí mismo (nafsahu: se podría decir también “su propio sí”, Atmâ según la terminología hindú) conoce a su propio Señor (Rabbahu)” y “El Cielo y la Tierra no me contienen, pero me contiene el Corazón de mi fiel servidor”7. Hemos querido reportar todas estas citas (y se podrían encontrar muchas otras análogas) para poner en evidencia la unanimidad de la Tradición en las diversas formas que ha revestido a lo largo del desarrollo cíclico de la presente humanidad, en dos afirmaciones esenciales8 que, por lo demás, están estrechamente conectadas la una a la otra: la afirmación de la presencia interior del mismo Principio universal de la manifestación y la afirmación de la posibilidad de realizar su conocimiento efectivo, es decir, de identificarse con él, para el ser que, como punto de partida, se encuentra identificado con una manifestación individual humana. Sabemos bien que estas afirmaciones han devenido incluso inconcebibles para la gran mayoría de los Occidentales modernos, y no podría ser de otra manera dado el horizonte cognoscitivo cada vez más cerrado que se impone a los hombres que viven en la actual civilización antitradicional. Precisamente esto hace más indispensable un minucioso trabajo de preparación teórica, para evitar malentendidos
y equívocos que podrían tener las más funestas consecuencias cuando
5 Cfr. P. Vulliaud, La Kabbale juive, tomo I, p. 215-217 y p. 403-406. Este simbolismo es naturalmente aplicable tanto al “macrocosmos” como al “microcosmos”, es decir, tanto al mundo en su conjunto como a cada ser. “Según la Kabbala, la Shekinah o la “Presencia divina”, que es idéntica a la “Luz del Mesías”, habita (shakan) tanto en el Tabernáculo, por lo tanto llamado mishkan, como en los corazones de los fieles; y hay un vínculo muy estrecho entre esta doctrina y el significado del nombre Emmanuel, aplicado al Mesías e interpretado como “Dios en nosotros” (René Guénon, Le grain de sénevé, Études Traditionnelles, 1949, p. 27). 6 San Mateo, XIII, 31 y San Lucas, XIII, 19. 7 Hadîth qudsi, atribuido al Profeta, en el cual Allâh se expresa en primera persona. 8 Naturalmente, estas afirmaciones pueden encontrar aplicación y considerarse más particularmente a niveles diversos, lo que no quita la identidad de fondo, que siempre se puede encontrar restituyendo a los símbolos su pleno significado metafísico. Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 23 se quisiera pasar a una fase “operativa”, incluso para el pulular de falsificaciones que sirven demasiado bien al propósito de distraer de lo que es verdaderamente esencial. Este trabajo a cumplir consiste entonces ante todo en una clarificación intelectual basada sobre la enunciación de los principios universales y de sus oportunas aplicaciones: enunciación que no puede ser más que simbólica incluso cuando revista una forma discursiva. Y esta clarificación está dirigida naturalmente a la adquisición de una certeza que permitirá poder discernir la verdadera de la falsa doctrina, la autoridad auténtica de aquella privada en todo o en parte de fundamento, y hará posible una determinación consciente de los medios que se pondrán en práctica para recorrer la vía de la realización efectiva. Se comprende entonces que, cuando nos referimos a algo como “teórico” e “intelectual”, estos términos tienen para nosotros un alcance mucho más vasto y profundo que el que habitualmente han asumido. La “teoría”, que etimológicamente es sinónimo de “contemplación”, no concierne aquí a una mera construcción mental, necesariamente sistemática y exclusiva en su pretensión de imponer sus propios límites a la realidad, y tal de no representar en el fondo nada más que un conjunto más o menos coherente de “opiniones”. Dice un dicho oriental que “la opinión no sirve de nada frente a la Verdad”; y la misma doctrina tradicional no es válida sino en cuanto, procediendo más o menos directamente de la Verdad, establece con ella un vínculo para quien sabe captar su espíritu, análogamente a cuanto sucede cuando se pone en acto un rito. En ambos casos, es el valor simbólico el que crea un vínculo con la realidad universal: y la presencia del símbolo doctrinal en la mente del hombre precisamente puede ser la premisa para una eficaz asimilación de los “símbolos actuados” en los que consiste toda la vida ritual, es decir, toda la vida tradicional. En la práctica, si es necesario insistir actualmente sobre una preparación teórica profunda, ello se debe también al particular estado de las facultades mentales del Occidental moderno: estas facultades de hecho se han desarrollado enormemente, pero de modo autónomo y por lo tanto inconsciente, respecto a aquello de lo que normalmente deberían depender, a saber, respecto a la intuición intelectual suprarra- cional cuya existencia ya ni siquiera se supone. Es así que el mundo mental, en lugar de servir de base para establecer un ligamen con la Verdad universal, se ha convertido generalmente en una barrera casi insuperable que impide el acceso al dominio de la verdadera intelectualidad. 24 III. El primer trabajo a cumplir La clarificación intelectual de la que hablamos es pues, bajo este aspecto, precisamente lo contrario de aquel complaciente “cultivar” indefinidamente complicaciones mentales y modos artificiales de sensibilidad que a menudo son tenidos como prerrogativa de los “intelectuales”. La verdad es que aquellos que podrían tener, en otras condiciones, auténticas aspiraciones intelectuales están imposibilitados a desarrollarlas y satisfacerlas precisamente por el hecho de que también ellos son víctimas de esta “cultura”, ídolo multiforme y sin cabeza, pero sostenido por la organización cada vez más formidable y engañosa de la “instrucción” profana, al punto que, en ausencia de términos de comparación, es muy difícil que simplemente se llegue a constatar este estado de las cosas. Se puede decir por tanto que, a este respecto, la ignorancia pura y simple es un punto de partida mejor que el de la hipertrofia mental propia de la cultura moderna. Pero en la práctica, al menos en Occidente, la ventaja del ignorante permanece ineficaz: las circuns- tancias exteriores de su vida son usualmente las más desfavorables para recibir una enseñanza diferente a la generalmente impartida, y la mentalidad dominante del ambiente en el que vive le impone a menudo un sentido de inferioridad que lo lleva a sufrir ciegamente los prejuicios corrientes, en cuyo caso estos últimos vienen más bien a asumir una forma particularmente masiva y grosera. Bajo este último aspecto, la asimilación de todos los grados de la enseñanza “profana” puede por lo tanto también devenir útil, si no para otra cosa para darse cuenta en el modo más directo posible del vacío cognoscitivo que representa en cierto modo su cúspide; y, a riesgo de repetirnos, debemos precisar que hablando aquí de vacío cognoscitivo tenemos naturalmente en mente la ausencia del único conocimiento con valor, en sentido absoluto, el conocimiento primero teórico de los principios universales que solo, con las aplicaciones apropiadas que de ellos derivan, puede permitir salir del callejón sin salida en el cual el hombre moderno se ha aprisionado y del cual, en ciertos casos, podría todavía tener la posibilidad de salir. Teniendo presente esta situación, conforme también con lo que debe ser en el marco de las posibilidades propias de nuestra época, más bien alarmante y quizá trágica para aquellos que se ven involucrados en ella, aparece más evidente la grandiosa estupidez de aquellos que impertérritos se empeñan en amasar y elaborar indefini- damente nociones de detalles, conocimientos relativos y caducos totalmente inutilizables en función de la Verdad; e igualmente insensata aparece la pertinacia de aquellos que se dedican a elaborar los frutos de su imaginación desde un definible mal punto de vista Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 25 estético, mientras aquellos que se vuelcan a satisfacer “realísticamente” sus exigencias individuales, singulares o colectivas, se identifican por eso mismo al plano de la acción sin esperanza de superarlo, y por lo tanto son ciegamente arrastrados por necesidades y sugestiones hasta el agotamiento de su vida animal. Pero la aspiración al conocimiento ha desaparecido también hasta tal punto que el “vacío cognoscitivo” del cual hemos hablado, en vez de inducir a reflexionar y a buscar otra vía de investigación, deviene a menudo un título de gloria con el nombre de “agnosticismo”, y se pretende que nunca ninguno habría podido obtener aquel conocimiento de la verdad del que nos hemos dado cuenta no poseer ya. El trabajo preliminar de clarificación intelectual deviene más arduo cuando quien debería cumplirlo se ha habituado a prejuicios del género, impuestos a menudo con una sugestión tanto más fuerte cuanto más infundada, pero destinada a una necesaria autodefensa de la “cultura” y de la misma civilización moderna en general: en efecto, ¿qué valor se podría atribuir a esta cultura y a esta civilización si se comprendiese que ambas se han desarrollado en detrimento o en sustitución de algo que, rigurosamente hablando, es infinitamente más valioso? Por otro lado, este “agnosticismo” deviene en ciertos casos verda- deramente paradójico y sería insostenible si muchos de nuestros contemporáneos no hubieran aprendido a olvidar, cuando es necesario, incluso la más elemental coherencia, asumiendo con aparente natura- lidad las posiciones más contradictorias. Nos referimos en particular a lo que suele suceder cuando nuestros hombres de la cultura entran en contacto con doctrinas y datos tradicionales que serían menos susceptibles de equívocos, y este es el caso de la mayoría de los orientalistas. Su refractariedad a sacar provecho de esas doctrinas y de esos datos tradicionales es verdaderamente sorprendente. El hecho es que un texto, aunque sea el más elevado intelectualmente en su significado, no es sino letra muerta cuando viene separado del espíritu viviente de la tradición de la cual es una expresión, y limitarse a analizarlo es cómo diseccionar un cadáver: no se encontrará jamás su alma, y tal vez se deducirá que no existe. Por lo demás, en las civilizaciones tradicionales, los textos escritos nunca han representado otra cosa que los coadyuvantes secundarios y, por sí solos, son absolutamente insuficientes, especialmente para lo que concierne el aspecto esotérico de las enseñanzas; sería por lo tanto bien extraño si estos textos, siendo insuficientes para aquellos mismos que pertenecen a las respectivas civilizaciones tradicionales a las que están destinados, 26 III. El primer trabajo a cumplir fueran suficientes en cambio para buscadores ¡cargados con la pesada barrera de los prejuicios occidentales modernos! En lo que respecta a los orientalistas, en la práctica, cuando no se contentan con una simple y obtusa erudición, la mayoría de las veces sucede que los textos tradicionales, después de ser reducidos a resi- duos muertos, si es posible a través de rigurosos métodos “científicos”, son entonces vivificados artificialmente por la mentalidad misma de quienes de ellos se ocupan. Esto es un poco como lo que sucede con los “objetos de arte” orientales, bovinamente admirados en Occidente como “muy decorativos” y expuestos en museos – en este caso monumentos de refinada estupidez – quizá después de haber sido saqueados de los lugares donde servían a su función espiritual normal. Y es quizá en estas tentativas de revivificación que se encuentran las contradicciones más manifiestas de la cultura occidental. Por ejemplo, en las exposiciones doctrinales del Oriente tradicional en forma más claramente discursiva, intercambiadas por “filosofías”, los orientalistas están habituados a ver una “evolución” (en el usual sentido “progresista”) respecto a textos anteriores que presentan un simbolismo más inmediato, pero menos comprensible en su sentido profundo9, y admiran el genial esfuerzo de “búsqueda” y la “originalidad” de los presuntos “filósofos”10 los cuales en cambio no han hecho otra cosa que adaptar conscientemente sobre el plano racional lo que era y sigue siendo esencialmente suprarracional, y que, por supuesto, escapa por completo a los intérpretes de los que hablamos. Pero lo bueno es que los mismos autores orientales afirman que estas adaptaciones valen exclusivamente como instrumento en función de la toma de conciencia de la fuente tradicional de la que no son sino una expresión de una manera en cierto modo más limitada, lo que es simplemente normal y podría referirse en el fondo a cualquier aplicación legítima a las cambiantes condiciones del ambiente. ¿Cómo serían entonces las cosas si se tomaran en serio estas interpretaciones más o menos implícitas de los orientalistas? Los
expositores orientales de las doctrinas tradicionales serían admirables
9 Citamos dos ejemplos típicos: los Vedas y el Corán, considerados como expresiones de modos de conocimiento inferiores respecto a textos sucesivos de las respectivas tradiciones. Es realmente necesario no haber entendido nada del espíritu tradicional para no darse cuenta mínimamente de la enormidad de este género de interpretaciones, que sin embargo ¡son tan generalmente aceptadas en Occidente! 10 Debemos mencionar también, al menos de pasada, la otra asimilación, completamente abusiva y engañosa, que identifica varias doctrinas orientales al misticismo. Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 27 por su genial inventiva, de la cual sin embargo no se habrían dado cuenta en absoluto, habiendo creído así explicar simplemente la Verdad tradicional una e inmutable, que por otra parte no existe en virtud del “principio” del agnosticismo. Es fácil imaginarse qué idea podrían tener los representantes del pensamiento tradicional de semejantes “admiradores”, desde el momento que las doctrinas de las cuales se trata implican inequívocamente que las ideas directrices con las que son estudiadas por estos últimos son falsas, aberrantes y negadoras de lo esencial. Es quizá también por esto que a los orientalistas de los que hablamos nunca les viene a la mente recibir las enseñanzas y las oportunas interpretaciones de las autoridades vivientes de las civiliza- ciones orientales. Y es singularmente irónico que ciertas enseñanzas en las que se dice que, para comprenderlas, es necesario un Maestro viviente en el sentido del Guru hindú y que la cultura profana no sirve de nada, sean intrépidamente explicadas sin ni siquiera pensar en buscar un Maestro y apoyándose en la sola cultura profana. Sin embargo, si el “agnosticismo” debe ser respetado, si los Occidentales modernos (ciertos Griegos habían abierto el camino) han descubierto que no hay conocimiento de la Verdad y que por lo tanto todos los modos de conocimiento tradicional no han existido nunca como tales, entonces ¿para qué estudiarlos? Efectivamente, son muchos los orientalistas que prefieren no ocuparse demasiado de aquello que podría desenmascarar la contradictoriedad de sus posiciones. Recordamos a este propósito una frase significativa: un alumno que habría querido ocuparse de una forma de esoterismo oriental fue seriamente advertido con estas palabras: ¡“Usted se está arriesgando a perder el agnosticismo”! Después de todo lo que hemos dicho sobre el tema se comprenderá por qué, a nuestro juicio, con vistas al trabajo inicial a cumplir para una adecuada clarificación teórica no debemos basarnos en la cultura “oficial”, aun cuando ésta se refiera a datos auténticamente intelectuales y tradicionales en su origen. En realidad, también aquí la única base segura es la del conocimiento; y si, antes de poseerlo, una referencia directa a éste es imposible, será necesario de algún modo apoyarse en él indirectamente, a través de quien ya lo posee, en una autoridad viviente. Apenas es necesario decir que, queriendo hablar aquí de conocimiento orientado hacia la realización efectiva y universal y por así decir al estado puro, una autoridad religiosa no correspondería a aquello a lo que aludimos, sin que por otra parte esto perjudique en cualquier modo su validez en el campo que le es propio. 28 III. El primer trabajo a cumplir Entonces, ¿sería tal vez necesario ir a Oriente a buscar, como el primero de los “Rosacruz” después del final del Medioevo11, las enseñanzas que en Occidente ya no se pueden encontrar? Esta eventualidad no está ciertamente privada de dificultades y de riesgos: dificultades exteriores para dejar Occidente, y sobre todo para encontrar aquel a quien uno pueda dirigirse útilmente, tanto más cuanto se trataría probablemente de una autoridad no revestida de funciones exteriores fácilmente reconocibles; y precisamente ahora, en Oriente, la invasión de la “occidentalización”, también por medio del potente instrumento de la cultura profana12, hace todavía menos accesible aquello de lo que se trata. Y existiría el riesgo de errores graves y definitivos por falta de discernimiento en un ambiente, al menos al inicio, desconocido. Con esto no queremos excluir completamente la posibilidad de un contacto útil, directo e inmediato, con los Orientales. René Guénon, que hablaba por experiencia directa, escribía en Orient et Occident: “Sin duda, entre los Europeos que han vivido en contacto directo con los Orientales, hay algunos que han podido comprender y asimilar ciertas cosas, precisamente porque, no siendo “especialistas”, estaban más libres de ideas preconcebidas; pero, en general, no han escrito; lo
que han aprendido, lo han mantenido para sí y, por lo demás, si les
11 Nos referimos al viaje realizado en el siglo XIV, según la tradición rosacruciana, por quien fue llamado simbólicamente Christian Rosenkreuz. Efectivamente, se puede pensar que los Rosacruz sirvieron para mantener por un cierto tiempo el ligamen de Occidente, cuya tradición había permanecido incompleta, con el conocimiento tradicional integral siempre presente en Oriente. Recordamos no obstante que, según varias fuentes concordantes, los verdaderos Rosacruz abandonaron Europa poco después de la guerra de los treinta años (siglo XVII), y por lo demás todas las supuestas organizaciones “Rosacrucianas” que existen hoy en Europa y en América, a veces de formación muy reciente, no tienen ninguna vinculación efectiva con la tradición auténtica que llevaba el mismo nombre (cfr. las obras de René Guénon: Le Roi du Monde, ed. Gallimard, cap. VIII; Aperçus sur l’Ésotérisme chrétien [Les Éditions Traditionnelles, Paris, 1954; cf. Consideraciones sobre el Esoterismo cristiano, Keystone, Buenos Aires 2019, p. 39]; Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, [cit.] cap. XXXVI). 12 Esta penetración de la cultura profana occidental hace ahora posible la existencia de Orientales de origen “occidentalizado” en parte, los cuales exponen las doctrinas tradicionales, a menudo en lengua inglesa, con deformaciones que en cualquier caso son mucho menos sensibles que las habituales entre los orientalistas. Esto hace a veces que la situación actual sea más compleja, pero en cualquier caso basta decir a este respecto que ciertamente ellos (y, con mayor razón, sus secuaces) no son en absoluto los detentores de la autoridad tradicional a la que uno se podría dirigir útilmente. Giovanni Ponte: La evidencia y la Vía 29 acontecía hablar con Occidentales, la incomprensión demostrada por estos últimos era tal que los desalentaba y obligaba a mantener la misma reserva que los Orientales”13. Pero René Guénon escribía también sobre la función que eran siempre susceptibles de asumir tales intermediarios, a condición de que hubiese Occidentales que, en lugar de demostrar incomprensión, entendieran la necesidad de recurrir a su ayuda; en su pensamiento, su misma presencia sería el signo de que no todas las esperanzas de entendimiento entre los Occidentales y el Oriente tradicional están irremediablemente perdidas. La importancia de esta presencia de posibles intermediarios con Oriente resulta evidente si se consideran las dificultades y los riesgos que comporta casi inevitablemente la eventual búsqueda de un contacto más directo, los cuales hemos ya mencionado. A este propósito agregamos ahora que la enseñanza, para ser eficaz, debe siempre tener en cuenta adecuadamente el punto de partida de quien la debe recibir, especialmente cuando se trata de una auténtica enseñanza tradicional, que bajo muchos aspectos es propiamente lo opuesto de la instrucción estandarizada y niveladora consolidada en el Occidente contemporáneo. Bajo este aspecto, nadie podría llevar cuenta de los innumerables prejuicios y deformaciones mentales de las cuales los Occidentales deben ante todo “purificarse” mejor y más útilmente que quien haya vivido en Occidente y lo conozca a fondo, a condición de que, por otra parte, haya asimilado efectivamente la intelectualidad oriental14 de la que se trata de aprender. Por nuestra parte, tenemos razones para creer que fuera este el caso del mismo René Guénon, cuya obra no es ciertamente un fin en sí misma, sino que en realidad pensamos que representa, en las condiciones actuales, la premisa casi indispensable para preparar un cambio de la mentalidad que permita encontrar algo válido y que no sea más que simplemente “libresco”, en el sentido arriba explicado. Creemos que los mismos textos tradicionales, aun cuidadosamente estudiados, serían inadecuados para dar el mismo resultado, dada la falta de referencia al punto de partida del lector occidental, el cual, incluso con las mejores intenciones, bien difícilmente podría salir de una perspectiva abstracta e ineficaz sin caer en errores de fondo análogos a los de los orientalistas. En conclusión, la aspiración a la realización espiritual, a la
Liberación por medio del conocimiento efectivo de la Verdad que es
13 René Guénon, Orient et Occident, II ed., p. 135. 14 Evidentemente, es este el punto capital, y sin duda no siempre es fácil establecerlo. 30 III. El primer trabajo a cumplir siempre y en todas partes el fin del esoterismo auténtico y completo, impone un trabajo preliminar de preparación teórica que no puede basarse sobre la cultura profana, y que de hecho debe eliminar resueltamente sus límites. Esto es posible solamente a través de la ayuda más o menos directa proveniente de la misma fuente viviente del conocimiento que se aspira alcanzar; hemos mencionado breve- mente, a título indicativo, las modalidades que puede asumir actual- mente esta ayuda; pero en cualquier caso todo depende, en el fondo, de la actitud de cada uno, de su esfuerzo de búsqueda y del trabajo que él mismo debe cumplir, el cual, como su misma aspiración, es como una primera manifestación de la capacidad esencialmente “activa” (en el sentido interior) propia de toda realización de orden verdaderamente esotérico.