Está en la página 1de 5

Crónica de una muerte anunciada: El lógico adiós a las penas perpetuas.

Por Matías J. Barrionuevo. Abogado, Orientación Derecho Penal (UBA). Jefe de Trabajos Prácticos
en Derechos Humanos y Garantías, del Departamento de Derecho Público II, Facultad de Derecho
(UBA). Docente de las asignaturas Derecho Procesal Penal y Oratoria Forense en la Universidad
de Morón.

1. Introducción. 2. La posibilidad de ser condenado a perpetuidad. 3. Las razones del límite


en el anteproyecto de reforma. 4. La pena a perpetuidad analizada bajo el tamiz normativo
internacional. 5. Conclusiones

1. Introducción

El tema que me pretendo desarrollar tiene como punto de partida la controvertida reforma del
código penal de la República Argentina, la cual se encuentra plasmada en un Anteproyecto
elaborado por los doctrinarios más destacados de nuestro país, y que actualmente se encuentra en
posibilidad de ser discutido ante las cámaras de diputados y senadores.

Como punto de partida se expondrá el estado actual que nos presenta hoy nuestro código penal,
para luego dar pie a las razones que llevaron a los redactores de este anteproyecto a eliminar la
posibilidad de ser condenado a perpetuidad. Ya finalizando, se tamizará la actual realidad de
posible pena a perpetuidad bajo las normas internacionales a las que el estado argentino se
encuentra voluntariamente obligado, a los fines de analizar la realidad a la que todavía hoy –sin un
código reformado- nos encontramos compelidos.

2. La posibilidad de ser condenado a perpetuidad.

En el actual código penal encontramos que en los artículos 5, 6 y 9 se hallan descriptas cuales son
las penas que pueden imponerse a una persona y que tengan como núcleo la perdida de la libertad
ambulatoria del individuo que ha sido condenado en un proceso penal.

De la lectura en conjunto de estos, podemos concluir que las únicas penas que pueden
legítimamente privar a una persona del derecho a la libertad ambulatoria que le concede nuestra
carta magna en el artículo 14, es por medio de la imposición de una pena de prisión o reclusión.

Antes de proseguir en el análisis que nos interesa, es menester detenerse un breve instante para
poder explicar la equiparación que se ha hecho entre la pena de prisión y la pena de reclusión, ya
que al poder ambas ser penas aplicables, pueden alcanzar como máximo, la perpetuidad.

Ahora bien, si bien es cierto que en desde los albores de nuestra legislación penal existe la
diferencia entre la pena de prisión y la pena de reclusión, es necesario hacer una breve mención
en cuanto a las puntos que las diferencian, siendo por un lado uno de carácter efectivo en cuanto al
efecto procesal y por el otro una consecuencia social.

En relación a la cuestión procesal, el art- 24 del Código Penal nos refiere -en su parte pertinente-
que “La prisión preventiva se computará así: por dos días de prisión preventiva, uno de reclusión;
por un día de prisión preventiva, uno de prisión (…)”.

A todas luces esto resulta ser inconstitucional y violatorio de las garantías procesales que posee
toda persona sentenciada por la comisión de un delito, ya que en aquellos casos en los que la
comisión de un delito tenga prevista como posible una sentencia de prisión o reclusión, la
discrecionalidad con la que están dotados los jueces a la hora de fallar es el único punto de
inflexión para recibir una pena o la otra.

Si bien este régimen se encuentra vigente en el texto desde el momento de su sanción (1), la
realidad ha demostrado, en opinión del Dr. Zaffaroni (2), que la diferencia antes expuesta no ha
tenido mucha vida, ya que desde la sanción de la Ley Penitenciaria Nacional (3), ha sido
virtualmente derogada.

Este razonamiento se sostiene con simple lógica, ya que estamos frente a dos instrumentos
normativos de igual valor jurídico, uno de los cuales es dictado con posterioridad al otro con la
particularidad de ser su complementario.

En la ya derogada Ley Penitenciaria Nacional el artículo 4 disponía que “Las normas de ejecución
que contiene esta ley y las reglamentaciones que se dicten en consecuencia, serán aplicadas sin
hacer entre los internos otras discriminaciones o diferencias que las resultantes del tratamiento
individualizado a que deben estar sometidos”, circunstancia que se repite en similar concepto en la
actual Ley de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad (4) en su artículo 8, el cual explícitamente
refiere que “Las normas de ejecución serán aplicadas sin establecer discriminación o distingo
alguno en razón de raza, sexo, idioma, religión, ideología, condición social o cualquier otra
circunstancia. Las únicas diferencias obedecerán al tratamiento individualizado.”

Zanjada este punto, y solo pudiendo aportar desde lo social que la pena de reclusión resultaba ser
infamante que aquella que solo era de prisión, podemos concluir sin ningún temor a equivocarnos
que en la realidad no existen diferencias en la práctica entre una sentencia de reclusión y una
sentencia de prisión, tal y como lo ha expresado nuestro más alto tribunal en alguna oportunidad,
sin ser demasiado explícito, ya que ha resuelto que la pena de reclusión debe considerarse
virtualmente derogada por la ley 24.660 de ejecución penal puesto que no existen diferencias en su
ejecución con la de prisión (5).

3. Las razones del límite en el anteproyecto de reforma.

Con lo ya establecido, y de la simple lectura de la expresión de motivos, los redactores del


anteproyecto echaron mano a dos elementos: por un lado una equivalencia que dieron por cierta, y
en la realidad no lo es tan así, ya que puede darse en ciertas situaciones que el paradigma del fin
resocializador de la pena sea puesto en jaque por las mismas normas del código penal; y por otro
un argumento a todas luces sólido, legítimo y convincente, pero que no termina de cerrarse sobre
si mismo con total solidez.

Conforme al primero de los argumentos, se dispone, en el texto del anteproyecto, que el máximo
de la pena, que se propia sea de 30 años, equivale a la tradicional pena llamada perpetua.

Para arribar a este razonamiento se expone que en cualquier caso en que nos encontremos frente
a una pena perpetua se puede solicitar la libertad condicional a los veinte años de cumplimiento en
encierro, circunstancia que se no ser concedida la misma seguiría siendo de efectivo cumplimiento
hasta tanto alguna de las entidades jurisdiccionales que pueden intervenir en dicho pedido (el
juzgado o tribunal encargado de controlar la ejecución de la pena, o alguna de las tantas instancias
revisoras del mismo) termine otorgándola luego de años y años de penurias jurisdiccionales (6).

Si bien el anteproyecto hace mención a la cuestión de la reincidencia y desliza la posible aplicación


del art. 52 del código penal, la realidad puede presentarnos casos extremadamente difíciles de
resolver, ya puede suscitarse una causa en la que un detenido a prisión/reclusión perpetua sea
declarado reincidente, y conforme lo dispone el art. 14 del código penal, “La libertad condicional no
se concederá a los reincidentes”, por lo que estaríamos en presencia de una situación de hecho
que no puede validarse nunca como legítima.

La solución que se ha encontrado a este entuerto normativo no es del todo satisfactoria, ya que la
doctrina y la jurisprudencia no han respondido con certeza, sino que han evitado declarar la
inconstitucionalidad de la reincidencia –lo que a todas luces permitiría solucionar el asunto de raíz-,
echando mano a ciertos recursos que permiten dotar de contenido a la idea de que la pena de una
pena perpetua no es una realidad.
El ya citado juez del tribunal supremo sostiene que en nuestro país la prisión perpetua no es tal en
sentido estricto, ya que el sistema general del código penal no lo permite debido a que la misma es
relativamente indeterminada, pero determinable, pues tiene un tiempo límite si el condenado
cumple con los recaudos de la libertad condicional. (7)

En cuanto a lo sostenido jurisprudencialmente podemos recordar lo resuelto por la Sala I de la


Cámara Nacional de Casación Penal, la cual ha resuelto en el fallo Castro (8) que el régimen
progresivo del cumplimiento de la pena ha de encontrar sus límites en otros principios legales y
válidos del derecho penal, así como también en la exigencia de justicia por parte de la sociedad.

En dicha oportunidad la sala casatoria resolvió interpretar que el régimen progresivo del
cumplimiento de una condena debe ser una orientación, y no una finalidad. Si bien no es este el
lugar ni la oportunidad de discutir sobre la citada jurisprudencia, su mención solo sirve de base
para dejar por sentado que la realidad de una pena perpetua no es tal y como ha sido expresada
en el anteproyecto, y que su derogación debería haber sido más tajante, tal y como los preceptos
constitucionales lo imponen.

En otro orden de ideas, se hace referencia en la expresión de motivos a que bajo la más estricta
aplicación del principio constitucional de la aplicación de la ley penal más benigna, no puede
aplicarse una pena que vaya más allá de los 30 años, ya que con la implementación del Estatuto
de Roma (ley 26.200, promulgada el 5 de enero de 2007), la pena más gravosa que se ha fijado
para el delito de genocidio es la que debería aplicarse como máximo de pena, para cualquier delito
que pretenda legislarse, y he aquí la falta de solidez antes reseñada, ya que el fundamento que se
esgrime para esto es que es imposible imaginar un crimen de mayor contenido ilícito que éste.

No se le encuentra sentido a esta aseveración tajante, ya que no cuenta con un sustento que
pueda compartirse por el completo de la sociedad sin que una sola persona presente su
disconformidad.

Si bien ha sido loable la intención del legislador en cuanto ponerle un tope a la inconstitucionalidad
de la pena perpetua, el fundamento esgrimido carece de sustento jurídico y lógico, ya que la mera
remisión a una imposibilidad para “imaginar” un crimen de mayor contenido ilícito que el genocidio
es un juicio de valor que carece totalmente de sustento normativo.

A modo de ejemplo, basta solo con “imaginar” una niña que ha sido brutalmente abusada
sexualmente en reiteradas oportunidades por otra persona durante años, la cual no puede entablar
relación alguna –no laboral, ni personal, ni profesional- debido a las secuencias del trágico suceso,
o sino “imaginemos” a una mujer que resulta herida de un disparo de bala como resultado de un
robo, y esa herida deviene en la muerte de un bebe que estaba gestando en su vientre.

4. La pena a perpetuidad analizada bajo el tamiz normativo internacional.

Antes de hacer referencia a lo que establecen las normas internacionales, es menester desarrollar
someramente que el término “perpetuidad”, según la Real Academia Española, (9) significa
Duración sin fin.

Deviene lógico pensar que la única manera armoniosa de llevar este término como adjetivo de un
pena privativa de libertad es proyectando que la única manera en que ésta alcance su fin es con la
extinción física de la persona que la sufre: la única manera en la que una pena privativa de libertad
se extinga es con la extinción misma de la persona sobre la cual recae.

Se analizarán, como primera medida, los principales pilares de las normas internacionales que
tienen injerencia en el derecho interno aquellas que han sido incorporadas a nuestro bagaje
constitucional mediante la reforma constitucional de 1994, en la cual se le dio jerarquía
constitucional a determinados instrumentos que desde la última modificación a nuestra carta
magna; y posteriormente se considerarán las Reglas Mínimas para el tratamiento de los reclusos,
dictada en el ámbito internacional.

En el Sistema de Protección Interamericano de Derechos Humanos encontramos que la


Convención Interamericana de Derechos Humanos (comúnmente conocida como el Pacto de San
José de Costa Rica) establece en su artículo 5° -el cual está dedicado a reconocer y proteger el
derecho a la integridad personal-, inciso 3° que “La pena no puede trascender de la persona del
delincuente.”

Una fórmula concreta y lisa que no admite interpretación alguna, ya que se entiende que la pena
que se le imponga a una persona no puede ir más allá de quien la sufre, no puede un estado darse
el lujo de imponer una pena que acompañe a una persona por el resto de su vida, hasta que
muera, debido a que esto resulta violatorio de la integridad personal que se le reconoce y protege.

En el Sistema Internacional de Protección de Derechos Humanos es el Pacto Internacional de


Derechos Civiles y Políticos el que contiene una disposición sobre el tema. En el artículo 10, inciso
3° vemos que reza en su parte pertinente: “El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento
cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados (…)”.

Dos son los puntos sobre los cuales es necesario hacer un breve comentario. El primero de ellos
es la inevitable necesidad de un tratamiento, el cual imposibilita al estado de no brindar un
tratamiento para las personas que se encuentren incorporadas a un régimen penitenciario. Esto
quiere decir que todo aquel que se encuentre condenado y cumpliendo una efectiva pérdida de
libertad ambulatoria tiene el derecho de ser tratado por el estado, y por una cuestión de lógica
pura, es menester que este régimen tenga un lógico final. El segundo punto es aquel que refiere a
la finalidad del tratamiento, el cual hace exclusiva mención a la reinserción social del penado. La
reinserción que es un derecho que cualquier persona condenada puede exigirle al estado, y como
tal, con esta exigencia se infiere que debe tener un fin, debe haber un momento donde esta
reinserción se dé por cumplida.

Ya en lo que respecta los principios que emanan de las Reglas Mínimas para el tratamiento de los
reclusos (10) encontramos que desde la primera regla el principio fundamental es la imposibilidad
de aplicación del régimen carcelario con parcialidad, esquema similar al que se hizo referencia
anteriormente.

Una vez ya centrados en la segunda parte, en las reglas aplicables a los condenados, deviene
imposible encontrar reglas que sustenten tan siquiera la ilógica posibilidad de una pena que no
finalice nunca, y que por ende, no se encuentre ajustada a tratamiento alguno.

En toda esta sección se hallan referencias explícitas a situaciones como “el delincuente una vez
liberado” (Regla 58) y “antes del término de la ejecución de una pena” (Regla 60.2), imponiendo el
claro mensaje que se sostiene desde los principios generales: que toda pena legalmente impuesta
tiene como fin la resocialización de quien la sufre, y que es requisito sine qua non que la misma
tenga un fin, imposibilitando que sea perpetua.

5. Conclusiones

Si bien se ha realizado el análisis de una reforma que todavía no tiene ningún grado de certeza
legislativa –y quizá nunca lo tenga-, resulta harto importante el estudio y la reflexión sobre la
misma, ya que nos indica de manera precisa cuál es la intención del legislador hoy en cuanto a
ciertos temas que se encuentran en la agenda legislativa.

El tema hasta aquí analizado, si bien ha sido tratado en la jurisprudencia y en la doctrina, no se


encuentra todavía zanjado de manera inequívoca, ya que en la realidad jurisdiccional diaria, en
cada intento de conseguir la inconstitucionalidad de una pena privativa de libertad conlleva a una
larga demora para quién se encuentra condenado, imposibilitando un efectivo ejercicio de sus
derechos constitucionales.

Si bien, como ya se ha dicho, la intención del legislador ha sido subsanar de una vez por todas
este entuerto, los argumentos y los sustentos que ha esgrimido no son del todo férreos, ya que
como se ha tratado ut supra, no se avistan razones de derecho que sostengan la eliminación de las
penas perpetuas.

Hasta el día en que se modifique nuestro código penal, ya sea con este anteproyecto o con otro, la
realidad que ha sido analizada es a la que nos encontramos constreñidos todos los que habitamos
el suelo argentino, careciendo actualmente de la certeza de que resulta imposible que seamos
efectivamente condenados a una pena de prisión perpetua.

Citas y Notas:
(1) Ley 11.179, sancionada el 30/09/1921 y promulgada el 29/10/1921.
(2) Eugenio Zaffaroni, Tratado de derecho penal. Parte General, Es. Ediar, Buenos Aires, 1980.
(3) Ley 14.467, publicada en el BO el 24/01/1958.
(4) Ley 24.660, sancionada el 19/06/1996 y promulgada el 08/07/1996.
(5) CSJN, Fallo “Méndez, Nancy Noemí s/homicidio atenuado” del 22/02/2005.
(6) En este punto es menester contarle al lector que en la realidad, la concesión de un beneficio
liberatorio resulta ser harto dificultosa para el detenido, el cual luego de pasar por una serie de
exámenes por parte del personal del servicio penitenciario, se somete al exhaustivo control de los
registros de toda su vida carcelaria, circunstancia que puede exponer en riesgo la concesión de
este beneficio ante la sola muestra de que no se ha adaptado a los regímenes carcelarios, tales
como una sanción disciplinaria o un informe que aconseje la inoportunidad de la concesión de
cualquier beneficio (ya sea un cambio de régimen, unas salidas transitorias, una libertad asistida o
una libertad condicional) por motivos innumerablemente diversos, como puede ser la no
capitalización del tiempo de detención o la no recepción de visitas al lugar donde se encuentra
alojado.
(7) Op. Cit. (2), Ed 2000.
(8) Fallo Castro Miguel A. s/Recurso de casación, 11/11/2002.
(9) Versión N° 22, 2001.
(10) Adoptadas por el Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y
Tratamiento del Delincuente, celebrado en Ginebra en 1955, y aprobadas por el Consejo
Económico y Social en sus resoluciones 663C (XXIV) de 31 de julio de 1957 y 2076 (LXII) de 13 de
mayo de 1977.

También podría gustarte