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Etapa de 10 a 14 años:

Según Jean Piaget, esta etapa del desarrollo se halla enmarcada en el


período de las Operaciones Proposicionales. Su principal rasgo
característico es una transformación conductual y del pensamiento: el individuo
empieza a situar lo real en un grupo de transformaciones posibles, causando
una descentración que prepara la transición de la infancia hacia la
adolescencia. De este modo se produce un alejamiento de lo concreto que se
traduce en un interés creciente hacia el futuro y las distintas adaptaciones
posibles a la realidad vivida. Por estos motivos, Piaget llama a la adolescencia
la edad de los grandes ideales.

Se describe entonces una nueva estructura del pensamiento, en la cual


se ha desarrollado la capacidad de realizar hipótesis y de razonar acerca de
hechos o acciones que se encuentran disociados de la comprobación concreta
y actual. Éste es, sin lugar a dudas, un importante paso adelante en el
desarrollo mental y emocional del preadolescente, dado que se haya ligado a
un crecimiento afectivo y social. Esto, a su vez, se debe a que a partir de
esta etapa el sujeto de estudio puede razonar, previamente a su accionar,
acerca de las consecuencias socioafectivas de sus actos. Se genera entonces
un aumento en la capacidad de relacionarse satisfactoriamente con sus pares,
ya que se puede deducir lógicamente si una determinada acción tendrá un
efecto emocionalmente positivo o negativo en las personas que lo rodean.

Llegados a este punto en nuestra tesis, creemos correcto remarcar que,


en las sucesivas etapas descriptas, los aprendizajes y nuevas capacidades
incorporadas no se reemplazan entre sí, sino que se van sumando,
complementándose y produciendo de esta manera un progreso en el desarrollo
mental del individuo analizado.

Relacionando los conceptos aportados por Piaget en su libro Psicología


del Niño para este período del desarrollo con los que pudimos extraer de
Realidad y Juego de Winnicott, podemos deducir que el juego, en el
preadolescente, cumple un rol social, cultural y emocional. No sólo va a
contribuir a formar nexos amistosos con los pares del sujeto de estudio,
contribuyendo así a un estado de bienestar emocional vinculado a la confianza,
la aceptación social, la empatía y al compartir experiencias, sino que también
va a producir un impacto cultural en los participantes del juego. Este impacto
está causado tanto por el juego específico elegido como por los diferentes
orígenes y experiencias de los jugadores, causando así una transmisión de
cultura entre cada individuo.

A modo de ejemplo, podemos afirmar que la impronta que deja un juego


musical en preadolescentes de un colegio religioso de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires es distinta de la que dejaría un juego deportivo en jóvenes de un
colegio estatal de Formosa o un juego de computadoras online en el cual
muchachos de variadas partes del globo participan de una partida grupal. El
impacto cultural mencionado es relevante ya que no sólo tiende a formar
gustos artísticos o deportivos, que contribuyen a la definición de una
personalidad, un juicio y una idiosincrasia, sino que también aporta beneficios
emocionales y sociales al agrupar a individuos con afinidades por juegos
similares. De este modo, se empiezan a conformar:

A- En un sentido grupal: los clásicos “grupos de amigos”, con una


cultura en común y un causal sentido de pertenencia.

B- En un sentido individual: una “zona de confort” particular a cada


sujeto, en las cuales cada jugador goza de un mayor nivel de satisfacción
lúdica que en otras zonas.

Llegados a este punto, nos podemos abocar al tratamiento de nuestra


hipótesis. ¿Cuáles serían las consecuencias sobre la vida de un joven
causadas por la ausencia del juego en este período recién descripto? Es
nuestra opinión que se verían déficits en varios aspectos. Uno de ellos es el
emocional: el juego es intrínsecamente satisfactorio; tiende a unir a los
jugadores entre sí, generando empatía, y, a partir de esta, felicidad.
Concluimos que, si el niño de 10 a 14 años no se involucra en juegos, puede
sufrir una leve depresión o, cuanto menos, un menor grado de felicidad que si
estuviera involucrado en algún juego. Otro aspecto deficitario sería el social: un
preadolescente que no participa de juegos grupales no aprendería tan
exitosamente las conductas socialmente aceptables a la hora de congeniar con
sus pares. Esto, a su vez, podría tener consecuencias en el ámbito emocional,
al generar aislación y, nuevamente, una disminución en la felicidad. Por último,
inferimos que la falta del juego en grupo también sería causante de una
ausencia de transmisión cultural para el individuo no participante, pero creemos
que este último aspecto es menos relevante para una Cátedra de Salud Mental
que los enumerados anteriormente.

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