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VIRTUDES MORALES
EN LA TAREA INTELECTUAL
“Tú me sedujiste, ¡oh Yavé!, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y fui vencido.
Ahora soy todo el día la irrisión, la burla de todo el mundo. Pues siempre que hablo tengo que
gritar, tengo que clamar: «¡Ruina y devastación!»”.

El santo pasa por un momento de prueba: “Y todo el día la palabra de Yavé


es oprobio y vergüenza para mí”; “me dije: «No me acordaré de él, no volveré a
hablar en su nombre»”. Pero Dios no dejó de señalar el camino a estas almas
atormentadas, para que den testimonio. En ellas, la verdad “es dentro de mí como
un fuego abrasador, encerrado dentro de mis huesos, y me he fatigado por
soportarlo, pero no puedo”1.

“El horror que tiene a este adjetivo domina al amor que tiene al sustantivo”. Pág. 186.
Palabras de Dios. Reflexiones sobre algunos textos sagrados. Ernesto Hello. Editorial
Difusión, Buenos Aires, 1946
En la parte de fidelidad al Logos, incluir el tema de La Caballeria del P. Saenz, en el tema de
“el respeto a la palabra dada”

Confección de la bibliografía final


Confección del índice final
I. Introducción

Dos son los riesgos en la vida del hombre en relación al desarrollo de sus
potencias y facultades espirituales: la carencia de inteligencia o visión; y la falta
de moral, de firmeza de voluntad en el bien, de virtud.
Estas dos potencias, que bien estudiadas y comprendidas sus respectivas
naturalezas nos abren al descubrimiento del alma como espíritu, se coordinan y
orquestan en el hombre de manera muy peculiar. La filosofía clásica enseña los
modos en que esto suele suceder; y aquí el lenguaje comúnmente usado podría
confundirnos, pues estamos tentados a pensar únicamente como si los problemas
antropológicos o metafísicos se hallaran en la hipertrofia del intelecto o en el
exceso de alguna virtud. Se repite tal vez sin demasiadas aclaraciones la vieja
tesis del “justo medio”, procurando alejarse de los extremos que siempre son
vistos “todos igualmente malos”. Asimismo, respecto de otros asuntos –la gracia
y la naturaleza, por ejemplo– se suele hablar como dos errores contrapuestos el
hecho de acentuar el orden de la gracia, o por el contrario exagerar las facultades
de la sola naturaleza. Pueden cambiar los temas, pero comúnmente nos movemos
en Humanidades con este tipo de palabras.
Así nos expresamos normalmente, y por lo general logramos hacernos
entender. Pero estos términos no nos parecen del todo correctos y enseguida
1
Jeremías 20, 7-9.
2

daremos nuestros motivos: estrictamente hablando, nunca el problema puede ser


que haya mucha cantidad de cosas buenas. La recta semántica nos indica que
debemos decir que el problema, en rigor, se haya en la carencia de voluntad
firme o en la falta de luz intelectual, y así con los otros asuntos. El mal es una
privación del bien debido. Ya veremos la importancia de esta distinción.
El error, por su parte, es una negación de la verdad, y no principalmente ni
una “acentuación” ni una “exageración” de la verdad. ¿Por qué es importante esta
precisión? Porque hay errores que se derivan del uso apresurado de tales palabras
y queremos evitarlos.
Una visión en donde lo malo fuera simplemente la hipertrofia de lo bueno
y el mal fuera mera acumulación exagerada de bienes, unos sobre otros,
conduciría a la confusión; tal cosa invita a buscar un equilibrio puramente
cuantitativo entre doctrinas o vicios opuestos; lo cual en el fondo equivale a
actuar contra la virtud de la prudencia, pues esa mera “compensación de fuerzas
opuestas” terminaría por ahogar todo heroísmo, toda actitud definida y
contundente; se ha partido de la identificación indebida de la fuerza y el vigor
con el exceso que traspasa las fronteras de lo verdadero y de lo justo. He aquí el
riesgo.
Las palabras significan cosas. Colocar el problema sobre la verdad o la
virtud principalmente en el carácter de exageración o acentuación es inexacto;
este planteo se vuelve solidario de categorías puramente cuantitativas.
Veamos un ejemplo. El error del materialismo filosófico no es “el hacer
hincapié en la realidad de las cosas terrenas” o “acentuar el valor del
conocimiento de los sentidos”. El materialismo no es una simple “acentuación”
de la materia o de los sentidos. También Aristóteles, pongamos por caso, hizo
hincapié en la realidad de las cosas terrenas –las substancias primeras– frente a
posturas que colocaban en su primera consideración las substancias segundas;
también Aristóteles concedió importancia a los sentidos externos, contrariamente
a concepciones que los minusvaloraban. Y naturalmente, ha parecido a muchos
que el Estagirita ha acentuado en tales realidades. Si el materialismo filosófico
quedara definido por esta acentuación, el maestro de Platón podría ser
confundido con tales errores.
La línea divisoria pasa, creemos, por otro lado: expresándonos con toda
propiedad, el materialismo es la negación del conocimiento especulativo, la
negación de la abstracción, la negación de las realidades metafísicas. En el
fondo, todo error es una negación de la verdad. Bajo esta perspectiva, el error no
es una exageración de una “parte de la verdad”, sino, como hemos dicho, una
negación de la verdad.
Compararemos estas reflexiones sobre la verdad con otras muy similares
sobre la virtud. Si todo término conlleva un significado, ese justo medio pedido
por la virtud nunca puede resultar de una mera compensación de fuerzas
opuestas, como tampoco la verdad es una mera compensación entre errores,
como si fuera posible mantenerse en el límite de dos afirmaciones opuestas,
3

pretendiendo así un nebuloso punto medio2. Afirmando más o menos uno u otro
de los términos implicados, no cabría reproche para quien fuera tanto en un
camino u otro, indistintamente. No cabría reproche para el error, no habiendo
razón –siempre según este planteo cuantitativo– para no ir más en un sentido que
en otro.
Para prevenirnos de esta confusión, es que el P. Garrigou Lagrange
afirmaba:

“Las virtudes morales ocupan el justo medio entre dos extremos, el uno por defecto y el
otro por exceso. Así la virtud de la fortaleza nos inclina a guardar el justo medio entre el
miedo, que huye del peligro sin motivo razonable, y la temeridad, que nos expondría a perder
la vida por una cuestión sin importancia.
Conviene no interpretar torcidamente este justo medio. Los epicúreos y los tibios
pretenden guardar el justo medio, no por amor a la virtud, sino por comodidad, para huir de los
inconvenientes de los vicios contrarios. Confunden el justo medio de la mediocridad, que se
encuentra, no precisamente entre dos males contrarios, sino a medio camino del bien y del mal.
La mediocridad o la tibieza huyen del bien superior como de una exageración que hay
que evitar. Y acaba confundiendo lo bueno con lo mediocre”3.

Y lo heroico con lo imprudente, agregamos nosotros.


Hagamos un breve análisis del lenguaje común y, sobre todo, del divulgado
por los medios de comunicación. En ocasiones se escucha hablar de posturas
“muy exageradas”, de “fanatismos”, de posiciones “extremas”, usando estas
palabras con intención claramente descalificatoria. La atmósfera común del
periodismo –pensamos en el diario La Nación, por poner un ejemplo– gusta
calificar así a las manifestaciones que le son contrarias. Las movilizaciones de
signo marxista, entre otras, son adjetivadas de extremas, intolerantes, fanáticas,
radicales, etc.
Hagamos nuestra crítica. Advirtamos cómo este vocabulario se estanca en
las cuestiones adjetivas sin nunca penetrar en las fundamentales: las cuestiones
sustantivas. ¿Por qué? Porque la utilización de aquellas palabras encubre,
solapadamente, la identificación de lo malo con lo extremo. Deliberadamente se
abstiene de juzgar el contenido doctrinario de la manifestación o movilización:
sólo ve lo externo, que pretende descalificar como exagerado y extremo. Y así
volvemos al error anterior: lo extremo no es necesariamente lo malo, ni lo malo
es necesariamente lo extremo.
La tibieza es un grave mal, pero ¿se la suele calificar de extrema?
Y el heroísmo es ciertamente un acto extremo de sacrificio.

2
Respecto de este tipo de soluciones, que no tienen el medio de la cumbre sino de la mediocridad, Pieper escribió:
“El «tanto esto-como aquello» del círculo que se cierra en sí mismo no es otra cosa, en el fondo, que un sin-sentido, cómo
subterfugio de un pensamiento que carece de vigor y exactitud”. Las virtudes fundamentales, Ediciones Rialp, Madrid,
1976, pág. 74.
3
Citado por la Revista Mikael N° 17, Editorial Belgrano, Paraná (Entre Ríos), 1978, Revista del Seminario de
Paraná, Año 6, 2° cuatrimestre, pág. 112. La cita continúa así: “El verdadero justo medio de la virtud verdadera no es
sólo el término medio entre dos vicios contrarios; es una cumbre. Y se eleva como un punto culminante entre dos
desviaciones opuestas. A sí la fortaleza está sobre el miedo y la temeridad. Este justo medio que es a la vez una cumbre,
tiende a elevarse, sin declinar ni a la derecha ni a la izquierda, a medida que la virtud aumenta”.
4

Aunque tal vez no sea necesario, aclaremos que lo anterior no es ni por


asomo una defensa ni una reivindicación tácita de las movilizaciones marxistas.
No pretendemos semejante objetivo, sino poner el acento en la fragilidad de la
crítica que suele esbozarse contra él4. Quien voluntaria y calculadamente se
abstiene de hacer uso del juicio intelectual respecto de la verdad o falsedad, para
ceñirse únicamente a cuestiones accidentales o cosméticas, posee un pensamiento
débil y enfermo. Incapaz de juzgar la verdad de las cosas, como si fuese una
pretensión soberbia de la inteligencia.
¿Qué se oculta con estos adjetivos? ¿Por qué se discute única y
exclusivamente en términos de “mesura o exageración”? ¿Por qué se elude y
omite el juicio sobre el fondo del asunto? ¿Por qué una persona moderada,
equilibrada es aceptada socialmente, mientras que quien suele hablar con ímpetu
y decisión es descalificado por fanático, independientemente del contenido de sus
ideas?
Estos adjetivos ocultan y disfrazan lo más importante: La cuestión de la
verdad o no, de aquello que se sostiene, independientemente del modo como se
sostenga. Se desdibuja y omite el juicio respecto de la justicia, o no, de aquello
que se sostiene “con fanatismo”, juicio a todas luces principal y decisivo.
Una vez que ha sido lanzado el “injurioso” mote de fanático o exagerado,
ya son muy pocos los que se atreven a pasar por encima de estas engañosas
categorías para juzgar –a la luz de la verdad y no de la tilinguería– si aquello
sostenido es verdadero o falso.
Resulta natural que campeando el relativismo filosófico y moral, las
cuestiones de fondo –referentes a la verdad, al bien moral objetivo y a la justicia–
no puedan resolverse, quedando únicamente como alternativa el condenar toda
pretensión de verdad objetiva como un “fundamentalismo”, como una
“exageración”.
León Bloy se ríe de esos moderados con estas palabras:

“El fanatismo consiste en decir sí o no, trátese de lo que se trate. No hay otra definición.
«Sea vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no: que lo que pasa de esto, de mal principio
proviene». Tal es la fórmula del fanatismo en el Sermón de la Montaña. Es simple, como se ve.
Pero hay que saberlo. (…)
En general, el laconismo, la concisión y, por consiguiente, toda especie de precisión, lo
hacen a uno sospechoso de fanatismo. Un sectario capaz de vociferar con abundancia, un
abogado charlatán, un diputado locuaz, y hasta ventrílocuo, jamás serán sospechosos de
fanatismo”5.

Nótese, además, que colocarnos únicamente en este terreno cuantitativo


volvería a toda cuestión imposible de resolver; si se trata de ser “moderado” y no
“fanático”, si se trata de ser “tolerante” y no “extremo” o “muy extremo”, ¿quién
podría y con qué autoridad establecer una línea divisoria, una diferenciación? ¿A
4
Una crítica fuerte sería, ciertamente, la que juzgara al marxismo como efectivamente es: falso, ilegítimo,
inmoral. Intrínsecamente perverso como afirmó la Cátedra de Pedro. Pero tal lenguaje no se encuentra –ni puede
encontrarse– en el diario La Nación. No mientras destile liberalismo.
5
León Bloy. Exégesis de los lugares comunes, Editorial Mundo Moderno, Buenos Aires, 1951, págs. 253-254.
5

partir de dónde un acto es moderado, respetable, y a partir de dónde se vuelve ya


fanático o muy fanático? ¿Y quién sería el imparcial árbitro en esta ridícula
empresa? Paradojas del relativismo que está llevando a la mente humana a la
impotencia, con el argumento de que “nunca podríamos ponernos todos de
acuerdo”; como si el relativismo no tuviera todas las desventajas y ninguna de las
ventajas de su adversario: el pensamiento fuerte, al decir de Vattimo.
Todas estas –y muchas más– son preguntas sin respuestas para el
relativismo, quien discute siempre mezquindades y números pues tiene atrofiada
la capacidad intelectual para las cualidades, que abren el camino a las cuestiones
de fondo.
Cabe, entonces, una diferenciación entre aquellas cosas buenas
absolutamente –las cuales no tienen un término medio: o son buenas, o no lo
son– y aquellas cosas que, siendo buenas, deben guardar un orden prudencial
entre dos extremos viciosos:

“Lo bueno en absoluto puede entenderse de dos maneras. Una, lo que es


omnímodamente bueno, como lo son las virtudes; y en las cosas así buenas no cabe fijar medio
y extremos. En otro sentido, dícese algo bueno pura y simplemente porque es tal considerado
según su naturaleza, aunque por abuso pueda hacerse malo, como ocurre con las riquezas y
honores. Y en tales cosas puede considerarse lo superfluo o excesivo, lo deficiente y lo medio,
respecto de los hombres que pueden usar de ellas bien o mal”6.

Todo lo anterior viene a cuento para que, en la medida de lo posible, no


tomemos prestado sin advertirlo términos que llevan una carga generadora de
confusión.
Tan impregnada se encuentra esta mentalidad en nosotros mismos que
muchas personas tienden a rechazar incluso aquellas cosas que consideran
verdaderas por el solo hecho de estar formuladas con brío, con decisión, con
heroísmo; así como tienden a aceptar, admitir o por lo menos tolerar con carta de
ciudadanía legítima graves errores por el solo hecho de estar formulados
mesuradamente, con adecuados tonos de voz, guardando la concordia y las
formas debidas.
Tenemos una magnífica descripción de este tipo de mentalidad en palabras
de Ernest Hello:

“El hombre verdaderamente mediocre admira un poco todas las cosas; no admira nada
con calor. Si le presentas sus mismos pensamientos, sus propios sentimientos con cierto
entusiasmo, sentirá descontento. Dirá, repetidamente, que exageras; preferirá sus enemigos si
son fríos, a sus amigos que sean animados. El calor es lo que detesta por encima de todo. (…)
Encuentra insolente toda afirmación, porque toda afirmación excluye la proposición
contradictoria. Pero si eres un poco amigo y otro tanto enemigo de todas las cosas, te
considerará prudente y reservado. Admirará la delicadeza de tu pensamiento, y te dirá que
tienes el talento de las transiciones y de los matices. (…)

6
II-II, q. 58, art. 10, ad 2.
6

Si afirmas la verdad enérgicamente, el hombre mediocre dirá que tienes hasta confianza
en ti mismo. ¡Él, que tiene tanto orgullo, no sabe qué es el orgullo!”7.

De aquí nuestras reflexiones respecto de la verdad y el bien, y


consiguientemente de la virtud. La virtud no es exclusivamente un puro justo
medio entre dos extremos –concepción inexacta, por olvido del acto fuerte y
decisivo– sino que, ante todo es lo último, el extremo de la potencia. Aquello
donde ella misma se vuelve plena al ejecutar un acto máximo. Santo Tomás
hablando de la virtud, comentando a Aristóteles, afirma:

“La virtud según el Filósofo es lo último de la cosa en el orden potencial… cada cosa es
perfecta cuando se alcanza la propia virtud. Consiguientemente, hay que considerar la virtud de
la cosa de todos aquellos modos con los cuales acontece llegar a lo último…”.

Y distingue varios sentidos:

“Se dice que tiene la virtud para obrar aquello que alcanza la operación en sentido
pleno…. Aún más, según la plenitud de la perfección respecto al mismo ente, en cuanto que
alcanza lo último de su naturaleza. De donde, también siguiendo al Filósofo, se dice la virtud
del círculo cuando alcanza completamente su definición”8.

Fundamental ante todo retener la última acepción, relacionada con la


definición que refiere a la esencia de las cosas.
Por su parte, también Gustave Thibon ha reflexionado sobre el tema, si
bien con ejemplos diferentes, en su libro El equilibrio y la armonía. Refiriéndose
a aquellos quienes sostienen el “igualitarismo”, es decir, una nivelación
puramente numérica y cuantitativa de los bienes de la propiedad privada como
solución ideal de los conflictos sociales, afirma una serie de cosas que a pesar de
las diferencias son aplicables a nuestro trabajo.
Thibon, respondiendo a esta problemática, repite una frase de Víctor Hugo,
que orienta este tipo de cuestiones: “Por encima del equilibrio está la armonía;
por encima de la balanza está la lira”9.

“El equilibrio, dice el diccionario, es «el estado de un cuerpo solicitado por varias
fuerzas cuyos efectos se destruyen entre sí».
En cuanto a la armonía, se la define como «el acoplamiento entre las partes de un todo,
de manera que concurren a un mismo fin»”.

Así, Thibon empieza a sacar sus conclusiones:

7
Ernest Hello. El hombre. La vida – La ciencia – El arte, Editorial Difusión, Buenos Aires, 1941, págs. 70-71.
8
In I Sent., d. 19, a. 3, a.1, sol. Cita recogida de Luis Santiago Ferro OP, La sabiduría filosófica siguiendo las
huellas de santo Tomás. Segunda parte. Colaboración Hedy Boero – Fabián Ávila, 2004, Editorial UNSTA, San
Miguel de Tucumán, Argentina, págs. 81-82.
9
Citado por Gustave Thibon. El equilibrio y la armonía, Ediciones Rialp S.A., Madrid, 1978, pág. 118.
7

“El fiel de la balanza es el indicador ideal del equilibrio. Este, por definición, reposa en
la igualdad. Desde el momento en que el peso aumenta en uno de los platillos, se rompe el
equilibrio. La balanza registra solamente relaciones de peso”.

La imagen nos parece muy adecuada, y es uno de los signos de la


decadencia del pensamiento –y también de las Humanidades– que el hombre no
pueda vincularse con el mundo más que en categorías cuantitativas,
exclusivamente numéricas, dejando de lado las cualidades, precisamente porque
ellas, sin dejar de ser reales, son reacias a una captación clara y distinta10.
En el fondo, subyace el postulado –o mejor aún, el prejuicio– de que sólo
es válido, sólo puede admitirse aquello que se manifieste como claro y distinto: el
número. Otras realidades que no son pasibles de ser captadas de esta manera,
quedan así fuera de nuestro incrédulo horizonte.
Podemos discutir toda la vida la metafísica, pero respecto del número, no
hay controversia posible, afirman éstos. Y se dice lo anterior a pesar que estas
realidades sean tan “reales” como las otras, ciertamente menos discutibles, y a
pesar que su “peso específico” de influencia en el mundo sea independiente de
cómo o cuánto las conozca el hombre.
Comienza la prioridad de la certeza por sobre la verdad.
Por eso es que en las cosas humanas, que no son solamente cuerpo sino
espíritu, que no son solamente cifra sino también esencia, Thibon habla de una
ley distinta. Había hablado de la balanza y de su fundamento, la igualdad, y ahora
marcará una diferencia:

“La armonía, por el contrario, exige la desigualdad. Cada cuerda de la lira emite un
sonido diferente y la justa proporción entre esos sonidos constituye la belleza de la música. Ya
no se trata de fuerzas opuestas que se anulan recíprocamente, sino de una concordancia interna,
de una convergencia espontánea entre elementos que escapan a la gravedad. (…)
En el equilibrio las cantidades se contrapesan entre sí; en la armonía las cualidades se
complementan”11.

La correcta concordancia de la vida del justo está representada más bien en


cierta armonía, indescifrable desde la pura especulación y profundamente
conectada con la experiencia, armonía que sólo se entiende desde adentro, por
connaturalidad con la verdad y el bien, y que en ningún caso debe pensarse como
una pretendida neutralidad ante dos exageraciones opuestas.
10
Podemos buscar la procedencia de esta idea, tal vez inconciente en muchos, aquí: “en la búsqueda del camino recto
de la verdad, no debe uno ocuparse de ningún tema sobre el cual no pueda tener una certeza tan grande como la de las
demostraciones de la aritmética y la geometría”. Descartes, Reglas para la dirección de la mente, Ediciones Orbis
S.A., Buenos Aires, 1983, pág. 151. La negrita es nuestra. El filósofo español Manuel García Morente critica la
idea anterior en estos términos: “Ha logrado Descartes sacar del yo al mundo. Pero ¡qué mundo! Un mundo que no se
parece nada a lo que nosotros llamamos mundo, porque ese mundo de ideas claras y distintas es un mundo que ha sido
elaborado quitándole todo lo que nosotros llamamos mundo; quitándole las irregularidades, los colores, las complicaciones.
Es un mundo de puntos, de líneas, de ángulos, de triángulos, de octaedros, de esferas que están en movimiento. (…) La idea
de Descartes que consiste en reducir lo confuso y oscuro a claro y distinto es la idea que consiste en eliminar del universo la
cualidad y no deja más que la cantidad. (…) topa con el problema de la vida y lo resuelve mecanizando la vida”. Lecciones
preliminares de filosofía, Editorial Losada, Buenos Aires, 1948, págs. 155-157.
11
Ídem, págs. 118-119. La cursiva es del autor.
8

Es ya en la misma ejecución de actos buenos que el hombre ve aspectos de


la virtud que no podría ver desde la sola teoría. Las buenas obras tienen luz
propia. Es en el terreno de la práctica –no de la práctica descarnada y
maquiavélica sino la iluminada por la inteligencia que admite los principios– que
el hombre descubre el justo medio, fuerte y armónico a la vez.
Así, nada impide que haya actos heroicos, extremos, desagradables para
algunos, amorosos para otros, que no sólo no sean reprobables, sino que sean
grandes virtudes; acaso tildados de fanáticos, pero verdaderamente nobles.
Siempre la mediocridad ha llamado exagerado a lo que está por encima de
sus cortas miras.
De este modo, la Virtud de la Prudencia, lejos de ser un mezquino cálculo
de cómo no quedar ni demasiado extremo para un lado ni para el otro, es la recta
razón en el obrar. Dice, esencialmente, una vinculación con la inteligencia y –por
ella y en ella– a la verdad. Y verdad es convertible con justicia, pues decir la
verdad es una cuestión de justicia. De ahí que Santo Tomás apunte un criterio
diferenciador entre esta virtud y su parodia:

“la prudencia de la carne y la astucia, juntamente con el engaño y el fraude, tienen


alguna semejanza con la prudencia por el empleo que, a su modo, hacen de la razón. Ahora
bien, el uso de la razón recta, dentro de las virtudes morales, destaca sobre todo en la justicia,
que radica en la voluntad. Por lo mismo, el uso indebido de la razón destaca también en los
vicios opuestos a la justicia. El más opuesto a ella es la avaricia…”12.

¿Cómo asegurarse que la Prudencia es, realmente, virtud y no


acomodamiento a la debilidad propia o ajena? Por la práctica de la justicia. Es
todo un conjunto de virtudes morales diferentes que, existiendo juntas, permiten
adoptar un criterio de discriminación entre la virtud y su parodia:

“Jamás podría darse la virtud de la prudencia sin una constante preparación para la
autorrenuncia, sin la libertad y la calma serena de la humildad y la objetividad verdaderas”13.

“El bien supone la verdad”, afirma el Aquinate14. Esto implica que es


imposible que haya prudencia si el conocimiento de la realidad, por duro que
fuese, se eludiera, sea por debilidad de la voluntad que no quiere ver, sea para
evitar la voluntad ser solicitada por aquello que –desde lejos– percibe y no desea
que la solicite.
Esta verdad, que será norma de la prudencia, no es la verdad concebida de
forma abstracta. La norma moral abstractamente considerada no es la medida
inmediata del obrar humano: la medida inmediata es la virtud de la prudencia,
que combina y armoniza –sin aplicar mecánicamente el principio y sin
traicionarlo tampoco– los elementos mencionados: razón y experiencia. Así, la
Prudencia se encuentra equidistante tanto a una racionalidad puramente

12
II-II, q. 55, art. 8, corpus.
13
Josef Pieper. Las virtudes fundamentales…, ídem, pág. 56.
14
Ver., 21, 3.
9

apriorística, como a un maquiavelismo o motivaciones “tácticas” que so pretexto


de su “practicidad”, acaben traicionado los principios que pretenden aplicar al
caso concreto.

II. Desarrollo de la cuestión en los comienzos de la filosofía

El tema de fondo que subyace aquí es la relación entre la inteligencia y la


voluntad, que –en lo que refiere a nuestro trabajo– esperamos pueda quedar
retratada en las páginas que siguen. Hablaremos, entre otras cosas, de la fidelidad
en la transmisión de las verdades recibidas, relacionando la filosofía con la fe
católica; fidelidad que exige un ejercicio de la voluntad, sosteniendo la tarea de la
inteligencia.
No faltan ejemplos en la Historia de la Filosofía que nos permiten entender
esta vinculación entre el intelecto y la voluntad. Cuando los sofistas en la Grecia
Antigua tuvieron que enfrentar a Sócrates, se dio precisamente este conflicto
entre dos actividades intelectuales, ejercidas para fines muy distintos. Esta
oposición, como es sabido, tuvo su cumbre con la muerte del Filósofo.
Presenciando gracias a Platón los últimos momentos de Sócrates, vemos cómo el
maestro se encontraba frente a la alternativa de negarse a sí mismo –salvando su
vida– o dar testimonio de aquello que lo había llevado al momento decisivo: el
ejercicio de la justicia, la nobleza de las distinciones, la claridad de la Verdad.
La situación era tensa. El amigo Critón había visitado a Sócrates, ya casi en
víspera de su ejecución. Había permanecido un largo rato junto a él,
contemplándolo mientras el maestro dormía. Cuando despertó Sócrates, Critón
comenzó a hablar y a explicarle el plan que tenía para liberarlo. El maestro
acababa de comentarle el sueño que había tenido y su amigo le dice
nerviosamente: “Mas dejemos eso, sublime Sócrates, y escucha lo que te digo:
todavía tienes tiempo de obedecerme y salvarte” 15. Y así comienza tal vez el más
breve de todos los diálogos platónicos. Pero Sócrates, negándose a los pedidos de
Critón, formula con impecable lógica el motivo por el cual, pudiendo escapar y
fugarse de la cárcel, permanecerá en ella: cumplirá las leyes eternas e
inmutables. Y así, el maestro de Platón declaraba con serenidad:

“no se debe devolver injusticia por injusticia ni hacer daño a hombre alguno, ni aún en
el caso de que recibamos de ellos un mal, sea el que fuere”16.

Y si ante la natural debilidad y temor de perder la vida, aparecía la


tentación de la fuga, Sócrates colocaba en boca de Las Leyes estas palabras, las
cuales lo disuadirían:

“Pues bien, si naciste, fuiste criado e instruido merced a nosotras, ¿puedes sostener que
no eras nuestro hijo y nuestro esclavo, tú y tus antepasados? Y, si esto es así, ¿crees tener los

15
Platón. Critón, Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1966, pág. 25.
16
Ídem, pág. 36.
10

mismos derechos que nosotras y consideras que te está permitido obrar con las leyes como
ellas intenten obrar contigo?”17.

Y la misma vinculación entre palabra y moral queda patente cuando enseñó


en otra ocasión: “No olvides, mi querido Kritón –siguió–, que un lenguaje
inapropiado es no solamente defectuoso en sí, sino que incluso perjudica a las
almas”18.
Ya el magisterio socrático declaraba esta íntima vinculación entre el logos
y la moral. A pesar de estar frente a esa muerte cercana que acechaba, Sócrates
jamás perdió el carácter comprometido y combativo de su testimonio filosófico.
Y creemos que esta disyuntiva –es decir, un uso de la inteligencia vinculado con
la moral y otro uso separado de ella– ¿acaso no es propia de todo aquél que
merezca llamarse filósofo? Afirmamos que es cierto, pues resulta imposible un
ser humano que no se sienta movido a ser mejor, a formar un carácter moral, así
como creemos que su propia moralidad interna se ve resentida cuando violenta
este orden, recibiendo la amonestación de la conciencia en lo más íntimo de su
ser, por más torcida y desviada que se la quiera suponer.
Las conciencias duermen pero no mueren. Sería absurdo pensar en un
filósofo que al mismo tiempo que no acrecentara su caudal intelectual, no
percibiera las exigencias morales del mismo, aún cuando no sea coherente con
ellas. Creemos que siempre la percibe.
Platón, siguiendo a su maestro, advirtió también sobre los peligros que
acarrearía un uso desordenado de la razón. Así, afirmó por boca de Sócrates que
“lo peor que le puede suceder a un hombre es tomarle odio a los
razonamientos”19. Y pone la causa de este mal:

“cuando se ha creído, sin conocer el arte de razonar, que un razonamiento es verdadero,


puede ocurrir que poco después se lo halle falso, bien que sólo unas veces lo sea y otras no. Y
lo mismo puede ocurrir con otro y aún con otro”.

El sofista en particular es quien está más al acecho de este mal, movido por
su curiosidad y sus deseos de destacarse, que lo llevan de pleito en pleito:

“Y es que suele suceder, como bien sabes, que aquellos que han empleado sus días en
discutir el pro y el contra de las cosas, acaban por imaginarse que han llegado a ser muy sabios
y que ellos han sido los únicos en descubrir que nada hay de sano ni de seguro en ninguna cosa
ni en ningún razonamiento, sino que todo es víctima de un flujo y reflujo continuos, como en el
Evripos, sin que algo permanezca un instante en el mismo estado”.

Pero Sócrates sabe que no es así. Hay una Verdad. Existe la Verdad:

“si es cierto que hay razonamientos verdaderos, sólidos y capaces de ser comprendidos,
¿no sería triste cosa el ver a un hombre que por haber escuchado razonamientos que, pese a
17
Ibídem, pág. 38.
18
Platón. El Fedón, Editorial y Gráfica Senén Martín, Madrid, 1966, pág. 347.
19
Ídem, pág. 303.
11

permanecer siempre los mismos, por el hecho de parecer unas veces verdaderos y otras falsos,
en vez de acusarse él mismo de su incapacidad, se atreviese, por despecho, a acusar a los
razonamientos?”.

Tentación muy común en nuestros días de escepticismo. El ambiente y la


atmósfera de desconfianza a todo aquello que se muestre como firme, bajo el
superficial pretexto de “los tiempos que cambian” es una red en la que muchos
caen. Sócrates concluye con una fuerte advertencia: “No dejemos penetrar en
nuestra alma la idea de que nada puede haber de sano en los razonamientos. Por
el contrario, convenzámonos más bien de que somos nosotros los que aún no
estamos sanos y apliquémonos virilmente a procurar estarlo”20.
Ha de tener cuidado quienes cultivan la Filosofía de no pervertir las
inteligencias de quienes los oyen, problematizando inútilmente cuestiones,
únicamente movidos por ver acrecentada su vanidad ante sus discípulos. El
ánimo de contienda no es buen consejero. Si por el hecho de fomentar esta
curiosidad insana tuercen el alma de los oyentes, haciéndolos tomar odio a los
razonamientos debido al acostumbramiento de ver la constante defensa y ataque
de todo, lo bueno y lo malo –misología, como la llama Platón–, entonces ellos
serán culpables de no haber encendido en los corazones de quienes les fueron
encomendados la llama del amor a la verdad, y no podrán eludir sus tremendas
consecuencias:

“para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría
del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en
pos de los sofistas los verdugos”21.

La tarea filosófica se vuelve extremadamente seria ante estas


consideraciones, sobre todo a la luz de las palabras de Cristo: “Pero yo os digo,
que de cualquier palabra ociosa que hablaren los hombres, habrán de dar
cuenta en el día del juicio”.

III. Lo que Sócrates vió y lo que Sócrates no vió

Como enseña la más augusta y vigente tradición filosófica, el alma del


hombre tiene dos potencias o facultades espirituales: la inteligencia y la voluntad.
Por la inteligencia, puede conocer la verdad, conocer lo que las cosas son, de
modo tal que esta potencia se conforme a la realidad de las cosas, para luego
afirmar o negar –en el acto del juicio– que son, o que no son, de tal o cual
manera.
La voluntad humana, libre por naturaleza, tiene la facultad de querer el
bien, luchando por él si éste es arduo, o gozándolo si es un bien apetecible. Por la
voluntad, el hombre elige libremente aquellas cosas que ve como objetivamente

Ibídem, pág. 305.


20
21
Donoso Cortes, Ensayo sobre Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas, Poblet, Buenos
Aires, 1943, pág. 469.
12

buenas y apetecibles, las cuales lo perfeccionan y enriquecen, en orden a su fin


último.
Santo Tomás explica que la herida en la inteligencia –producto del pecado
original– es la ignorancia, mientras que la herida en la voluntad es la malicia 22.
Ahondemos ahora este tema, en relación con una postura denominada
generalmente como “intelectualismo moral”, dejando de lado, por el momento, la
consideración de los apetitos irascible y concupiscible.
De entrada, la afirmación de la malicia en la voluntad –como herida del
pecado– divide las aguas entre las teorías morales. Se atribuye a Sócrates el
sostener una tesis según la cual el pecador era tal por ignorancia, no por malicia;
es decir, que cometía el mal sin saber lo que hacía. Todo pecador era ignorante y
todo sabio, forzosamente, era virtuoso. Sócrates mismo hizo uso de este
argumento cuando se defendió ante el Tribunal que luego ordenó su ejecución.
El maestro interrogó al Tribunal –representado por Meleto– preguntando
cómo eran consideradas sus faltas, si voluntarias o involuntarias. Luego de que
Meleto contestara lo primero, Sócrates le arguye:

“mi ignorancia es tan grande que ni siquiera he aprendido que, si vuelvo malo a alguien
que convive conmigo, me expongo asimismo a recibir algún daño, y este mal me lo hago a mí
mismo voluntariamente. No te creo, Meleto, y no creo que haya en el mundo quien pueda
creerte. Veo dos posibilidades: o yo no corrompo a los jóvenes o, si los corrompo, es a pesar
mío; y en los dos casos estarías mintiendo. Si a pesar mío corrompo a los jóvenes, la ley no
permite que se cite a los tribunales por faltas que no son voluntarias. Lo que corresponde es
enseñar en forma privada a los que cometen esas faltas, educarlos y llamarlos a la razón. Es
claro que tan pronto aprenda dejaré de cometer los errores que cometo involuntariamente”23.

Frente a quienes niegan esta posibilidad, Santo Tomás afirma la existencia


en la voluntad libre de la herida del pecado como malicia, como ejecución
concienzuda y deliberada del mal:

“Contra esto: está lo que dice Job 34,27: Como de propósito se apartaron de Dios y no
quisieron comprender sus caminos. Pero apartarse de Dios es pecar. Luego algunos pecan de
propósito o por verdadera malicia” 24.

22
I-II, q. 85, art. 3, corpus: “en cuanto la razón está destituida de su orden a lo verdadero, está la herida de la ignorancia;
en cuanto la voluntad está destituida de su orden al bien, está la herida de la malicia… Así, pues, éstas son las cuatro heridas
(había hablado de la debilidad y la concupiscencia) infligidas a toda la naturaleza humana por el pecado del primer padre.
Mas, puesto que la inclinación al bien de la virtud disminuye en cada uno por el pecado actual… éstas son también cuatro
heridas consiguientes a otros pecados: a saber, en cuanto que por el pecado la razón se embota, especialmente en las cosas
que debemos practicar; y la voluntad se endurece respecto del bien…”.
23
Platón, Apología de Sócrates, Buenos Aires, Editorial Gradifco, 2007, pág. 21. Señalemos concisamente una
contradicción en la que Sócrates incurre: si está arguyendo que él mismo no comete ni puede cometer el mal
voluntariamente, luego tampoco puede cometerlo Meleto, su acusador. Pero Sócrates le recrimina que “en los dos
casos estarías mintiendo”. Y mentir implica decir a sabiendas lo contrario a la verdad. No hay forma de escapar a
esta aporía. ¿Se dio cuenta Sócrates al pronunciar estas palabras? ¿Advirtió que acusando a Meleto de malvado
aceptaba tácitamente la posibilidad de serlo él mismo, tirando abajo su argumento de defensa? Imposible saberlo.
Este y otros textos habilitarían, posiblemente, a suspender el juicio de intelectualismo moral respecto a la filosofía
de Sócrates. Más adelante veremos que también Santo Tomás y Aristóteles, en este punto, consideraban que
Sócrates había caído en este error.
24
I-II, q. 78, art. 1, sed contra.
13

La negación de la posibilidad de la malicia enmascara la negación del


pecado original.
Junto con Aristóteles, ambos consideraban que Sócrates negaba esta
posibilidad, sosteniendo que la voluntad obedecía a la razón “en total
disponibilidad, sin resistencia alguna”, del mismo modo que ocurre con los
miembros del cuerpo, supuesto “que estén en su vigor natural”, pues “al imperio
de la razón, la mano o el pie se ponen inmediatamente en movimiento”. Es decir,
el maestro de Platón –a juicio del Estagirita y del Aquinate– pensaba que el
dominio de la razón por sobre la voluntad era semejante al de un “señor” para
con su “esclavo”, el cual “no tiene derecho a desobedecer”25.
Santo Tomás, entonces, se distancia del intelectualismo:
“Pero esto procede de un falso supuesto, porque la parte apetitiva no obedece a la razón
en total disponibilidad, sino con cierta resistencia, por lo cual dice el Filósofo que la razón
impera al apetito con dominio político, es decir, al modo como el hombre gobierna a súbditos
libres que tienen derecho a contradecir en algunas cosas”.

Ya se prefigura la distinción entre dominio despótico y político, dominio


injusto y dominio justo. ¡Qué bien les haría a los anarquistas el comprender estas
palabras! El Aquinate empeña la autoridad del obispo de Hipona en esta cuestión:

“Por eso dice San Agustín, Super Psal., que a veces el entendimiento señala el camino
y se retarda o no sigue el afecto, hasta tal punto, que a veces las pasiones o los hábitos de la
parte apetitiva impiden el uso de la razón en particular”.

Y luego agrega:

“Y en este sentido es en parte verdad lo que dijo Sócrates, que existiendo ciencia no se
peca, suponiendo que esto se extienda hasta el uso de la razón en lo elegible particular”.

La conclusión del Angélico es clara: “Así, pues, para que el hombre obre
bien se requiere no sólo que esté bien dispuesta la razón por el hábito de la
virtud intelectual, sino que también esté bien dispuesta la facultad apetitiva por
el hábito de la virtud moral”. La conclusión, como vemos, respeta ambas
exigencias: la intelectual, como condición necesaria pero no suficiente, y la
volitiva.
Sumado a lo anterior, es notorio cómo tanto la vida cotidiana como los
ejemplos de la Sagrada Escritura y la historia bogan en favor de este hecho:
existe una voluntad malvada en los hombres. Desde siempre el naturalismo ha

25
I-II, q. 58, art. 2, corpus. Concluye el retrato de la postura socrática de esta manera: “Así, pues, algunos
defendieron que todos los principios activos que existen en el hombre obedecen de este modo a la razón (se refiere al
ejemplo del señor y su esclavo). Si ello fuese verdad, para obrar bien bastaría que la razón fuese perfecta. Y como la virtud
es el hábito que nos perfecciona para obrar bien, se seguiría que no existiría más que en la razón y, por lo tanto, que no
existiría más virtud que la intelectual. Tal fue la opinión de Sócrates, que dijo que todas las virtudes son prudencias, según se
dice en el libro VI Ethic. Sostenía, en consecuencia, que el hombre de ciencia no podía pecar, sino que todo hombre que
pecaba, pecaba por ignorancia”.
14

intentado omitir este dato, no sólo el naturalismo de los no bautizados sino,


lamentablemente, el naturalismo incoado en aquellos que lo son, que ante los
actos más horribles y perversos siempre intentan buscar una elíptica justificación
por la vía de “las buenas intenciones”. Aunque nuestra razón retroceda, tal vez,
espantada ante este misterio, el hecho se impone:

“¿Por qué te jactas de tu malicia,


hombre prepotente y sin piedad?
Estás todo el día tramando maldades,
tu lengua es como navaja afilada,
y no haces más que engañar.

Prefieres el mal al bien,


la mentira a la verdad;
amas las palabras hirientes,
¡lengua mentirosa!”26.

Se trata del falso optimismo antropológico, que sustenta ciertas


concepciones educativas27.
Claro que toda la reflexión teológica que hemos comentado tenía como
supuesto el dato de la Revelación. A través de ella, la especulación doctrinaria
tenía noticia de una prevaricación anterior incluso a Adán y Eva: la demoníaca.
El ejemplo del Demonio es el ejemplo límite, porque no podrá concebirse una
inteligencia creada superior a la del ángel caído. Y no podrá negarse que, a pesar
de esa luz superior, en los abismos tuvo resonancia el eco infernal del Non
serviam. El intelectualismo moral estaba derrotado, de este modo, pues claridad
intelectual no era idéntica a bondad moral. Por eso la virtud de la justicia tenía
una aplicación propia muy ceñida:

“no se nos llama justos porque conozcamos algo rectamente. (…) somos llamados
justos en cuanto que realizamos algo con rectitud”28.

Sócrates percibió algunas realidades que solamente enumeraremos; el


filósofo vió que todo mal que se comete es, en realidad, la búsqueda desordenada
de un bien. Ya percibía –confusa pero creemos que verdaderamente– que, no
pudiendo existir un “mal absoluto”, todo mal se servía de un bien, del cual era su
privación: como la enfermedad es la privación de la salud en un cuerpo, no
siendo la privación de la salud “en la nada”. El mal siempre inhiere en una
sustancia que carcome.
Más aún: en el mismísimo pecado el hombre busca, desordenada y
perversamente, un bien que funciona de atracción; se puede decir que es bajo
razón de bien que se peca. Lo que mueve al hombre al pecado es el bien

26
Salmo 52 (51).
27
Cfr. Padre Alberto García Vieyra OP, Ensayos sobre pedagogía según la mente de Santo Tomás de Aquino,
Ediciones Desclée, de Brouwer, Buenos Aires, 1949, capítulo VII: Naturalismo pedagógico.
28
II-II, q. 58, art. 4, corpus.
15

desordenadamente querido, tema espinoso y peliagudo, por el cual son necesarias


ciertas distinciones:

“Ojo, el pecado no es malo en cuanto es un acto, es decir, una realidad; sino que es
malo en cuanto es un acto carente de la debida ordenación, de la debida rectitud: es un acto
torcido. La mentira no es un mal en cuanto es palabra, la palabra es un bien, sino en cuanto es
palabra desviada del fin de la palabra, palabra torcida, palabra que carece de identidad con la
mente, carece de verdad moral. Uno toma una cosa creada por Dios para el bien, que es la
palabra, y la desvía de su fin. (…) Es pecado porque es una palabra dirigida contra el que es la
Palabra por excelencia, el Logos, el Hijo de Dios”.

Y así continúa el Padre Castellani:

“Todos los actos pecaminosos en cuanto son actos, o sea realidades, seres, los hace
Dios; y por eso sus efectos pueden ser buenos en sí mismos (…) Lo que es malo en ellos es que
les falta algo esencial, les falta nada menos que su fin; y el fin es lo más excelente que tiene
todas las cosas. El pecador fuerza a Dios a hacer una cosa contra el orden, es como si tomara la
mano de Dios y la forzara a hacer una porquería, o la volviera contra Dios mismo. Esto no es
exageración”29.

Santo Tomás dice, directamente, que el pecador busca confusamente a


Dios en el mal cometido:

“el sumo bien se desea de dos maneras; por un lado en su esencia; y así no todos desean
el sumo bien. De otro modo en su semejanza; y así todos desean el sumo bien, porque nada es
deseable sino en cuanto en ello se encuentra la semejanza del sumo bien”30.

Todas estas consideraciones, por cierto –y es importante aclararlo– no


están destinadas a atemperar el juicio que el pecado nos merece: el pecado como
tal siempre será una falta culpable contra la ley divina. Más bien, esta reflexión
está orientada a dar gracias a Dios que nos ha puesto, en el fondo del corazón, esa
invencible tendencia hacia Él. Tendencia que incluso cuando obramos contra su
Ley, opera y deja entreverse misteriosamente.
Lejos de atemperar, entonces, el carácter de “pecado” del pecado, estas
intuiciones de Sócrates deben iluminar nuestra concepción de la naturaleza
humana, la cual está herida, sí, pero no destruida. Fundamental esta doctrina para
captarnos con realismo en lo que somos, lejos y equidistante tanto del
naturalismo, como también de un pesimismo antropológico. Hasta el momento
del último suspiro, el último instante, en el hombre más abyecto existe la
posibilidad de su salvación. Y todo en virtud de esa luminosa tendencia que Dios
ha puesto en nosotros mismos:

“Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

29
Castellani, San Agustín y nosotros, Mendoza, Ediciones Jauja, 2000, págs. 177-178.
30
Ver., q. 10, a. 12. Cita recogida de Luis Santiago Ferro OP, La sabiduría filosófica… ídem, pág. 184.
16

En definitiva, Sócrates atisbó a ver esta íntima relación entre la sabiduría y


el amor. Nosotros, auxiliados por la Tradición, advertimos que el hecho que el
hombre desee el mal bajo razón de bien tiene su fundamento en la distinción
entre bien moral y bien metafísico. Esta íntima relación entre la inteligencia y la
moral queda patente en la natural primacía del conocimiento.
Cuando el hombre obra bien, necesariamente es porque antes lo ha visto;
pero no es verdadera la inversa, a saber, que siempre que lo vea, obrará bien 31. No
son idénticas la inteligencia y la voluntad, pero tampoco es la voluntad un apetito
irracional que puede dirigirse indiscriminadamente a cualquier objeto. Santo
Tomás la llama “apetito racional” distinguiéndola de los apetitos sensitivos, el
irascible y concupiscible: “Hay, empero, un doble apetito, a saber; la voluntad,
que radica en la razón, y el apetito sensitivo…” 32. Y luego contestando a la
primera objeción, afirma que:

“Dado que la voluntad es apetito racional, la rectitud de la razón, que se llama verdad,
impresa en la voluntad por la proximidad de ésta a la razón, retiene el nombre de verdad…”33.

Ni la voluntad es un puro mecanismo que siempre sigue a la razón, ni está


divorciada de ella. Al contrario: sólo se puede amar lo que se conoce. La
distinción entre inteligencia y voluntad no implica, ciertamente, una separación.
Como adelantándose a este posible error, Santo Tomás –citando a San
Gregorio Magno– afirmó que “las demás virtudes, si no realizan prudentemente
lo que apetecen, no pueden ser virtudes en modo alguno”34. Y la prudencia es
virtud intelectual y moral. Lo que dice el santo tiene, a nuestro criterio, una
relación importante respecto de ciertas concepciones éticas, nacidas en la
modernidad y la época contemporánea, que prescinden de la objetividad del
conocimiento y que pretenden fundar un orden moral a espaldas de una luz
objetiva intelectual.
Sabiendo que no hay ni confusión ni separación, Santo Tomás explica que:

“La virtud moral puede existir, ciertamente, sin algunas de las virtudes intelectuales,
como la sabiduría, la ciencia y el arte; pero no puede existir sin el entendimiento y la
prudencia”35.

31
La única excepción a esta regla estaría, en principio, respecto de la visión beatífica, aunque al final del trabajo
formularemos una posibilidad más. Pero la Tradición ha enseñado que frente a Dios visto claramente, cara a cara,
el hombre no puede no elegirlo, no puede pecar, no puede no amarlo; y no en virtud de una falta de libertad, sino
al contrario: en virtud que su libertad se hallaría colmada por el Bien Infinito. Pues “no pertenece a la esencia de la
voluntad libre el poderse decidir por el mal” (Ver. 24, 3 ad 2; 2 d 44, 1, 1 ad 1); “el querer el mal no es libertad ni parte de
la libertad” (Ver. 22, 6), y por último “contra la difundida costumbre de pensamiento, el no-poder-pecar podría
considerarse como signo de una libertad superior”. (Josef Pieper. El concepto de pecado, Ed. Herder, Barcelona, 1979,
págs. 93-94. Las dos citas anteriores de Santo Tomás son también citadas por Pieper). Fundamental es entender
que no es “de la esencia” de la libertad el poder pecar; si así fuera entonces existiría libertad y derecho para el
error, para la mentira, para el mal moral, para lo feo. Si fuera “de la esencia” de la libertad el poder pecar, o Dios
sería un ser sin pecado y sin libertad, o un ser sumamente libre pero pecador. Absurdo en cualquier caso.
32
II-II, q. 58, art. 4, corpus.
33
Ídem, ad 1.
34
I-II, q. 58, art. 4, sed contra.
35
Ídem, corpus.
17

¿Por qué sin el entendimiento y la prudencia? Aquí entendimiento designa


la intuición intelectual por la cual conocemos de forma evidente, sin lugar a
dudas, que debemos obrar el bien y evitar el mal. La prudencia, por otro lado,
tendrá por objeto la elección recta de los medios y la corrección del consejo, el
juicio y el imperio.
No sólo el intelectualismo moral queda descartado, sino también una
concepción irracional de la ética, que negara la necesidad del conocimiento de la
realidad para el obrar moral. En realidad, es exactamente al revés. Obrar al
margen de la razón equivale a obrar irracionalmente; los animales no tienen
virtudes, pero Dios quiere que tendamos a lo justo, a lo virtuoso, a sabiendas que
lo es. Tal vez una de las principales diferencias de la moral católica con la
concepción kantiana:

“La inclinación natural en las cosas que carecen de razón se realiza sin elección, y por
eso no requiere necesariamente razón. Pero la inclinación de la virtud moral es por elección, y,
por tanto, para su perfección necesita que la razón esté perfeccionada por la virtud
intelectual”36.

Dios nos ha creado a imagen suya, inteligentes y con voluntad libre;


salimos de Él inteligente y libremente, y hacia Él debemos volver por el mismo
camino. Y tanto la Filosofía como la Ética reconocen –deben reconocer– como su
punto de partida ineludible que la primera palabra de la inteligencia no es una
pregunta ni una duda; es una afirmación37. Y esa afirmación que tiene como
base principios bajo los cuales juzgamos pero que no podemos juzgar, es el
origen de la vida intelectual en el hombre. Por esta razón, Santo Tomás hacia al
final del corpus declara:

“En consecuencia, tampoco puede existir la virtud moral sin el entendimiento, pues por
el entendimiento se poseen los principios naturalmente conocidos, tanto de orden especulativo
como de orden práctico. Por tanto, así como la recta razón en el orden especulativo, en cuanto
que argumenta desde los principios naturalmente conocidos, presupone el entendimiento de los
principios, así también lo presupone la prudencia, que es la recta razón de lo agible”.

La pregunta y la duda vienen –necesariamente– después, y sólo puede


haber pregunta de lo objetivamente visto. Y lo objetivamente visto es lo fundante,

36
Ibídem, ad 1.
37
Chesterton ha hablado también de este comienzo misterioso y fuera del orden de las demostraciones: “aún los
que aprecian la profundidad metafísica del tomismo en otras cuestiones se han sorprendido de que no trate, en manera
alguna, lo que muchos ahora creen ser la principal cuestión metafísica: a ver si se puede probar que el acto primario del
reconocimiento de cualquier realidad es real. La respuesta es que Santo Tomás reconoció al momento lo que tantos
escépticos modernos trabajosamente han comenzado a sospechar: que un hombre debe responder a esa pregunta
afirmativamente; de otro modo, no debe responder a ninguna otra, ni preguntar ninguna cuestión, ni siquiera existir
intelectualmente para preguntar ni responder”. Santo Tomás de Aquino, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1937,
págs. 135-136. Del mismo libro, hay otra cita que no tiene desperdicio: “Mucho antes de saber que la hierba es hierba
y que lo mismo es mismo, sabe que algo es algo. Acaso fuese mejor decir enfáticamente, dando un puñetazo sobre la mesa:
«Hay un Ens». Esa es toda la credulidad monacal que Santo Tomás nos exige al principiar. Muy pocos incrédulos comienzan
por pedir que creamos tan poco”.
18

no sujeto a una eterna cavilación, so pena de quedar atrapado en la inmanencia


del solipsismo.
Esterilidad del solipsismo: el sólo hecho que esbocemos una teoría,
hipótesis o ensayo “razonable” y no uno “no razonable” –una ridiculez–, prueba
que conocemos algo antes de formular nuestra crítica.
Y este algo conocido no está sujeto a crítica.
Luego, hay una luz en nosotros de la cual no podemos dar cuenta ni prueba
“anterior” a ella misma, pero cuya evidencia es patentísima y cuya luminosidad
guía y hace posible todas nuestras especulaciones. Esta aceptación fue uno de los
pasos de Chesterton hacia su conversión:

“no podía quejarme de no entender las limitaciones de mi visión, cuando no entendía la


visión que limitaban”.

IV. Psicología del pecador

Es importante entender –además de las cuestiones metafísicas y


antropológicas– el papel aleccionador que nos puede dar el estudio de la
psicología del pecado. En su libro Las normas de la moralidad, el Padre Basso
habla de ello y dice, entre otras cosas, que “es verdad que el pecador es un
sofista y, además, muy hábil”. Y a continuación explica ese necesario
“autoengaño” que el pecador necesita para brindar una justificación a sus actos.
El mismo es hecho discursivamente, no de forma natural38.
Pero ¿cómo sucede eso? Lo veremos: Basso pone el ejemplo de un pecado
cuyo carácter de tal el hombre no ignora; el adulterio, el cual involucra traición.
¿Y qué es lo que hace el pecador? ¿Cómo lo ejecuta? ¿Qué justificación inventa?
El hombre, pues, aparta voluntariamente su inteligencia, que ante la tentación se
dirige naturalmente a considerar la norma moral, para dirigirla hacia otros
pensamientos:

“El pecador deja, pues, de lado su recto conocimiento, y toma como principio de su
decisión, por ejemplo, el siguiente juicio: «este género de satisfacción es deleitable y tengo,
para aprovecharla, una excelente oportunidad»”39.

El fino análisis de Basso nos permite adentrarnos en la doble naturaleza de


este acto malo, intelectual y volitiva a la vez: porque se dirige a un mal bajo
razón de bien, afirmamos que la naturaleza no está destruida; porque voluntaria y
culpablemente el hombre aparta la “vista” de la consideración de lo normativo 40,

38
Resplandece la bondad de la naturaleza creada por Dios, que incluso cuando peca, no puede sino decidir hacerlo
de forma discursiva y no intuitiva, por serle el bien algo connatural, y el mal moral contrario a la naturaleza de las
cosas.
39
Fray Domingo María Basso. Las normas de la moralidad, Editorial Claretiana, Buenos Aires, 1993, pág. 288.
40
En I, q. 64, art. 1, ad 3 Santo Tomás distingue la causa del mal en “las cosas naturales” y “las cosas provistas de
voluntad”; respecto a éstas últimas afirma que “en las cosas provistas de voluntad, el defecto de la acción procede de la
voluntad deficiente en acto, en cuanto que al actuar no se somete a las reglas”.
19

para hacerla recaer en otros terrenos, percibimos la herida de la malicia en la


voluntad.
También Cardona aporta valiosas consideraciones:

“Para hacer el mal necesitamos un olvido, hemos de querer una distracción, una
inadvertencia: de manera que no consideremos en particular –y por tanto, como «siendo»– lo
que realmente somos y lo que realmente vamos a hacer. Hay que aislar el acto, desvincularlo
de su sujeto, de su orden y de su fin; y esa desconsideración es voluntaria…”.

Aquí radica ese engañarse a sí mismo propio de nuestra condición:

“la voluntad puede no querer considerar en concreto –que es lo que constituye el


término y el sujeto reales de la acción, que es también concreta y singular– lo que sabe en
general… Y así evita ser movida por lo que no quiere que la mueva, para poder hacer sin trabas
lo que quiere hacer. En definitiva, se trata de evitar –interrumpiéndolo– el término natural del
saber, que concluye con lo que existe en particular…”41.

¿Por qué la filosofía antigua, mejor dicho Sócrates, al parecer, padeció


cierto naturalismo, volviéndose impedida de ver la maldad congénita del
hombre?:

“La intelectualidad griega era demasiado feliz, demasiado ingenua, demasiado estética,
demasiado irónica, demasiado bromista… demasiado pecadora para llegar a comprender que
alguien con su saber, conociendo lo justo, pudiera hacer lo injusto”42.

La Filosofía, iluminada por la fe, viene entonces a develar entre otras cosas
cuán irreductible es el hombre, imposible de etiquetar ya con el mote de
invenciblemente bueno, ya con el mote de invenciblemente malo. A pesar de su
inteligencia y sabiduría, parece que Sócrates no logra admitir la posibilidad de la
malicia. Kirkegaard ve con agudeza que “Si, en efecto, el pecado fuera
ignorancia, en el fondo no tendría existencia”43. Y es evidente que nadie puede
ser penado ni castigado por no saber. Pero existe un orden legal y moral, interno
y externo, que condena y castiga. Luego, está previsto que haya actos que el
hombre realiza sabiendo que son malos. Pero, supuesto que así sea –podría
retrucarse aún– ¿ha comprendido verdaderamente el bien aquella persona que no
lo ejecuta?

“¡Es que hay comprender y comprender! Y quien lo entienda –claro está que no a la
manera de la trivial ciencia– es iniciado de súbito en todos los secretos de la ironía”44.

Pero el filósofo danés coloca en boca de un hipotético Sócrates el


contraataque: “la verdadera comprensión de lo justo le empujaría rápidamente a

41
Carlos Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona, 1987, pág. 166.
42
Soeren Kierkegaard, Tratado de la desesperación, Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1941, pág. 140.
43
Ídem, pág. 139.
44
Ibídem, pág. 141.
20

hacerlo y más bien sería el eco de su comprensión: ergo, pecar es ignorar”. Y


Kirkegaard responde, desenhebrando el equívoco:

“En la filosofía de las ideas puras, donde no se considera al individuo real, el paso es de
toda necesidad…, es decir que el pasaje del comprender al obrar no se enreda en ningún
obstáculo”45.

Explicará, con frontales descripciones, qué sucede y qué se interpone entre


la visión del bien y su ejecución:

“si por lo tanto un hombre, al segundo mismo en que reconoce lo justo no lo hace, he
aquí lo que se produce: primero se agota el conocimiento. Luego queda por saber lo que la
voluntad piensa del residuo. La voluntad es un agente dialéctico, que a su vez manda toda la
naturaleza inferior del hombre. Si ella no admite el producto del conocimiento, sin embargo no
se pone necesariamente a hacer lo contrario de lo que ha aprehendido el conocimiento; tales
choques son raros; pero ella deja pasar cierto tiempo, se abre un interín, ella dice: hasta
mañana se verá”.

La inteligencia demora, solamente demora juzgar que el bien ya percibido


debe ser ejecutado pronto. ¿Resultado?:

“Entre tanto, el conocimiento se obscurece de más en más y las partes bajas de nuestra
naturaleza toman siempre mayor predominio; pues hay que hacer el bien –¡ay!– de inmediato,
tan pronto se lo haya reconocido (y es por esto que la especulación pura, el paso del
pensamiento al ser es tan fácil, pues allí todo está dado de antemano)…”46.

Verdadera es la enseñanza de los confesores de rechazar prontamente las


ocasiones de pecado.
Gran tema que no podemos profundizar en estas líneas, pero dejaremos
mencionado: si el ser es idéntico al pensar, entonces no necesitamos de la
experiencia. Nos bastaría el ver un postulado, un axioma, un principio, para
deducir en toda la línea de su alcance, de un solo golpe, todas las verdades que se
siguen necesariamente de él, acaso como un dominó, acaso como un proceso
absolutamente mecánico; el viejo error denominado angelismo, muy bien descrito
por el primer Maritain, en su “Tres reformadores”, cuando señala los errores
cartesianos.
En una palabra, lo que la especulación socrática no llegó a conocer fue el
origen del mal moral en el hombre:

“Si no se hace lo justo, explica (Sócrates), es por incomprensión, pero el cristianismo se


remonta un poco más lejos y dice: por negarse a comprender, que a su vez proviene de la
negación de querer lo justo, sucede tal cosa”47.

45
Ibídem, pág. 145.
46
Ibídem, pág. 146.
47
Ibídem, págs. 147-148. La negrita es nuestra.
21

La inteligencia, entonces, ya postrada –porque se postró la voluntad


primero– encuentra con más facilidad justificaciones y racionalizaciones de su
conducta:

“Y cuando entonces el conocimiento se ha obscurecido bastante, hace mejores migas


con la voluntad… De este modo quizás viven multitudes de gente; trabajan, como
insensiblemente, en obscurecer sus juicios éticos y ético-religiosos…”48.

Para terminar, Kierkegaard explica en qué consiste la superioridad de la


visión de la fe católica por sobre la especulación teórica, señalando con claridad
la diferencia:

“Para el cristiano, pues, el pecado yace en la voluntad, no en el conocimiento… hace


falta una revelación de Dios para instruir al hombre sobre la naturaleza del pecado, sobre la
profundidad de sus raíces”49.

V. Las virtudes morales. Su papel en la vida intelectual

Digamos unas palabras sobre este auxilio que la inteligencia recibe de la


voluntad. No cabe duda que el conocimiento es algo muy importante y entitativo.
Hay una fuerza mayor en quien conoce en relación al bruto, una gran capacidad,
una superioridad respecto del que ignora. Abusando de esta superioridad, puede
el hombre torcer este conocimiento de su fin natural, y cultivar su propio ego u
otra cosa. Las virtudes morales son el auxilio ante esta posible defección.
Puede el hombre deformar la verdad, torcer el conocimiento y no conducir
a los demás a la contemplación de lo que las cosas son. Por esta posibilidad
siempre latente en nuestras vidas es que existen las virtudes morales. Las virtudes
morales, pues, van en auxilio de las virtudes intelectuales y son las que aseguran
que éstas no sean ocasión del mal.
Importante distinción es la de causa de y ocasión de. Que haya una
relación de causalidad, implica influencia en el orden del ser de una cosa respecto
a otra; pero que una cosa sea ocasión de otra, no implica lo mismo.
En el primer caso hay un influjo entitativo, mientras que en el segundo se
da simplemente una sucesión. Que una cosa venga después de otra, no implica
necesariamente que sea causada por aquélla. Para evitar confusiones, un
razonamiento que pretendiera vincular lo anterior ha sido catalogado como
falacia: “Post hoc, ergo propter hoc” es una estructura lógica no necesariamente
verdadera. Pero sí suele ser al revés: aquello que está causado por, también está
antes de.
Decimos suele ser así –y no «necesariamente» es así– debido a ciertas
excepciones, como por ejemplo la luz. Simultánea a la aparición del fuego, la luz
se hace presente; pero la causa de la luz es el fuego.

48
Ibídem, págs. 146-147.
49
Ibídem, pág. 148.
22

La importancia de esta distinción es vital para no asignarle al mal una


causalidad propia del bien. Al mal, como tal, única y exclusivamente le
corresponden defectos, sucesos. Si a veces al mal le sigue una cosa buena, esta
bondad proviene no del mal en cuento tal, sino que le viene del bien corrompido
por ese mal.
Siendo posible que el hombre abuse de su inteligencia y de sus virtudes
intelectuales, con todo, no son éstas la causa del mal que comete –pues son cosas
buenas–, sino que ellas son simplemente ocasión para que lo cometa; que las
virtudes intelectuales sean ocasión significa únicamente esto: “si no tuviera esta
virtud intelectual, no podría hacerlo”. Pero esta afirmación no equivale a esta otra
–y aquí radica la falacia: “hace este mal porque tiene esta virtud intelectual”.
Pues la causa del mal está en la voluntad que obra contra el orden moral, y no en
las cosas buenas que accidentalmente el hombre malo usa contra el fin para el
cual han sido hechas:

“es verdad que el mal de ningún modo tiene una causa, a no ser de manera accidental.
Es así como el bien es causa del mal”50.

A medida que aumenta el conocimiento, aumenta también la


responsabilidad de la persona. Ya no ve las cosas del mismo modo que antes,
aunque vea las mismas cosas. Ellas aparecen ahora con mayor luz; a su mente y
conciencia se le hace manifiesta su mayor importancia. Este conocimiento que a
nivel intelectual se ve como verdadero, a nivel moral se ve como bueno. Pero
profundicemos esto.
La esencia de una cosa, del hombre por ejemplo, es aquello que el hombre
es. Ahora bien, podemos decir a la luz de la Filosofía Clásica, que el hombre es
un animal racional, un alma encarnada. Y es correcto, desde luego. Pero
también, aquello que es el hombre –su naturaleza– no es sólo un término final
para la razón: es un modelo ejemplar para su voluntad. Es un modo de ser
acorde con sus íntimas aspiraciones, coincidente con el plan de Dios para él: es la
realización acabada de su naturaleza, el fin para el cual ha sido creado, que le
otorga la verdadera felicidad.
El lenguaje que usamos comúnmente puede servirnos al respecto.
Pongamos el ejemplo de una mujer que, indignada ante la cobardía de un varón,
lo increpa diciéndole «Usted no es un hombre». Es evidente que lo está diciendo
en este segundo sentido, el sentido moral: “ser hombre” no se agota en la esencia
considerada especulativamente, sino que además implica una cercanía, una
tendencia, un deseo de ser virtuoso, un deseo de conformarse con el arquetipo,
con el ejemplar de “hombre” que Dios ha pensado para nosotros.
Estará bien desde luego estudiar la definición de hombre, definición que
expresa su esencia; estará bien desde luego entender en la misma aquello que es
materia o potencia como distinto de aquello que es forma o acto. Pero esta
perspectiva intelectual, debe ser integrada con una visión moral. Es decir, un
50
I, q. 49, art. 1, corpus.
23

ideal de hombre –pleno de virtudes intelectuales y morales– que sean para la


persona el paradigma, el modelo al cual su voluntad debe tender.
Estos actos virtuosos son de importancia extrema, porque dirigirán hacia su
fin el conocimiento del hombre; su ausencia será notoria y perjudicial para el
bien común; cuando falten estas virtudes, probablemente el hombre no servirá a
la Verdad sino que se servirá de Ella. Más aún: mientras más astuto e inteligente
sea, más daño hará haciendo un uso bastardo del conocimiento del que se ha
apropiado. Corrompiendo las inteligencias, no hace sino ir directamente contra
algo precioso:

“El intelecto es entre las cosas humanas aquello que Dios más ama”51.

Cómo amará Dios la inteligencia del hombre, si el intelecto humano, capaz


de la verdad, capaz de logos, es reflejo y participación del Verbo Increado. Y si
todo amor supone un odio por aquello que es contrario, podemos afirmar sin
temor a equivocarnos que Cristo –Logos Eterno, Verbo Increado del Padre– odia
inconmensurablemente la mentira, tal vez de un modo que mucho nos cueste
imaginar.
No basta el conocimiento de la verdad, hace falta amarla. Y el amor a la
verdad implica el odio por su contrario.

VI. Profundizando las virtudes. Estudiosidad

“Dedícate al cultivo de la sabiduría,


hijo mío, y alegra mi corazón,
para que puedas replicar a quien me agravia”.
Proverbios 27, 11

Empecemos a abordar el camino de algunas virtudes infaltables en el


hombre de ciencia, a la luz de la fe católica. Vamos a hablar brevemente de
cuatro. Estudiosidad. Humildad. Fortaleza. Fidelidad.
La estudiosidad es la virtud que modera el natural apetito de conocer.
Como bien nos recuerda el Estagirita, “Todos los hombres tienden por naturaleza
a saber”: fuimos hechos por el Logos y somos logos. Participadamente, creados
a imagen de Dios, que es toda Verdad, toda Luz, toda Inteligencia:

“La inclinación natural a la verdad, que está en el origen de la vida contemplativa, de la


filosofía y de las ciencias, no puede ser evidentemente una inclinación ciega, pues la oscuridad
no puede engendrar luz. Dado que se halla en la fuente de la vida de la inteligencia y le
suministra sus primeros principios será preciso llamarla, más bien, «sobreluminosa», como una
luz superior del espíritu que nos hace participar de la luz divina. Es tan luminosa en sí, que
nuestra razón no puede contemplarla directamente”52.

51
Santo Tomás de Aquino. Comentario de la Ética de Aristóteles, Libro X, lección 13, n. 9.
52
S. Pinckaers, Las fuentes de la moralidad cristiana, Universidad de Navarra, Pamplona, 1988, págs. 511-512.
24

Y cuando el hombre explora aquí, es cuando más siente su incapacidad


para probar y demostrar todo, pues se encuentra ante una Luz que no necesita
justificación y que hace posible que nosotros justifiquemos todo. Luz
indemostrable, signo de la participación de Dios en el hombre. Así le canta el
poeta:

“Llenas el universo y no te llena;


contienes toda cosa
y a ti ninguna contenerte puede;
quiere la mente ansiosa
el arcano indagar, y rota cede”.

La inteligencia humilde pero no por eso oscura, cede ante esa inaccesible
luz para extasiarse y maravillarse en Aquella Belleza, Aquél Bien de la cual el
hombre participa:

“¡Oh sumo en fortaleza!


¿Cómo es tu nombre ignoto,
si en todo cielo y toda tierra brilla?
Es profundo... profundo
y a su profundidad ninguno llega.
¡Lejos está... muy lejos...
y toda vista ante su luz es ciega!”53

Pieper también ha hablado de este Origen que percibimos por


introspección en nosotros mismos. El escéptico lo pone en duda y termina
atrapado, asfixiado, en un solipsismo porque es imposible probar lo primero. Allí
se diseca y muere. Pero el filósofo alemán, postrando su inteligencia ante la
evidencia, nos dice:

“El círculo de luz del libre obrar humano, sujeto al dominio del conocimiento, está
circunvalado de tiniebla: la oscuridad de lo natural, que nos es inherente, y la todavía más
honda y densa de la determinación que Dios se encarga de imprimir directamente a nuestro
querer y nuestro obrar”.

Determinación que no puede ser “asida” por nuestra inteligencia, está más
allá de ella, está antes y es el supuesto de ella. Tanto lo natural como la
determinación que viene de Dios son, dice Pieper,

“Regiones ambas de oscuridad, sin embargo, que no son oscuras más que para nosotros:
en realidad, esplende en ellas el infinito fulgor de la Ciencia y la Providencia divinas: de ese
fulgor dice la Sagrada Escritura: su «Luz» es «inaccesible» (1 Tim 6, 16); y Aristóteles afirma
que ante él nuestra razón queda ofuscada, «como los ojos del ave nocturna al mirar la luz del
día» (Metafísica, 2, 1)”54.

53
Judah Levi, Dios, en José María Pemán y Miguel Herrero. Suma Poética. Amplia colección de la poesía
religiosa española, segunda edición, Madrid, BAC, 1950, págs. 35-36.
54
Josef Pieper. Las virtudes fundamentales…, ídem, pág. 60.
25

No obstante, el escéptico y racionalista se quejan: ¡Queremos la


demostración de lo primero! ¡Si no la tenemos, no la aceptaremos! ¡Todo debe
ser probado para ser aceptado!
Pero esto es locura. Es el orgullo humano –representado en la figura del
sofista– el que pide prueba de todo, haciendo uso del argumento del dialelo:

“Empleado ya por los antiguos griegos… consiste en lo siguiente: Si una proposición


no está demostrada, no hay por qué admitirla. Si se la demuestra, será a partir de un principio.
Pero si no se demuestra el principio, se comete el sofisma de ‘petición de principio’; si se lo
intenta demostrar, será por otro principio, y así hasta el infinito” 55.

Pero Donoso Cortés sabe que tal cuestionamiento no proviene del amor a
la verdad sino de la curiosidad y la vanidad:

“Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplicable, el hombre, hechura
de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la razón
con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le llama. Y las blasfemias llaman a otras
blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a parar a la
blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve. Absuélvale o condénele, el hombre
que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo”56.

El que no acepte una Luz superior a su propia luz, queda asfixiado en la


podredumbre y esterilidad de la mentalidad circular, propia de la Esfera, sin
poder atisbar la grandeza de la Cruz. Quien exige la prueba de lo primero,
desvaría, y pone como condición algo imposible.

“existe un grande y posible peligro para la mente humana; un peligro tan real como el
de un asalto. (…) Ese peligro consiste en que el intelecto humano es libre de autodestruirse.
Tal como una generación podría impedir la existencia de la generación siguiente, recluyéndose
toda en monasterios o arrojándose al mar; así un núcleo de pensadores puede impedir, hasta
cierto punto, los pensamientos subsiguientes, enseñando a la nueva generación que no existe
validez en ningún pensamiento humano”.

Asombroso es el análisis de Chesterton y su vinculación de la fe y la razón:

“El hombre, por un instinto ciego sabía que si las cosas fueron discutidas
ensañadamente, la razón pudo ser discutida primero. La autoridad para absolver que tienen los
sacerdotes; la autoridad de los papas para determinar autoridades; aún la autoridad para aterrar
de los inquisidores, eran solamente sombrías defensas erigidas en torno de una autoridad
central más indemostrable, más sobrenatural que todas: la autoridad para pensar que tiene el
hombre”.

Y por eso dice Chesterton con fuerza:

55
Juan Alfredo Casaubon. Nociones generales de Lógica y Filosofía, Buenos Aires, Estrada, 1981, pág. 169.
56
Donoso Cortes, Ensayo sobre… ídem, págs. 574-575.
26

“Hay un pensamiento que detiene el pensamiento. Y ese es el único pensamiento que


debería ser detenido”57.

A tal forma mentis le corresponde un monstruo, propio de la Teosofía:

“Es entretenido advertir que muchos místicos o escépticos modernos, han tomado como
insignia un símbolo oriental, que es muy el símbolo de esta nulidad extrema. Representan la
eternidad por una serpiente con la cola en la boca. Hay un admirable sarcasmo en esta imagen
de una comida poco satisfactoria. La eternidad del materialismo fatalista, la eternidad de los
teósofos arrogantes y de los científicos encumbrados de hoy, está bien representada por la
serpiente que se come la cola; un animal degradado que destruye hasta su propio ser”58.

La asfixia del dialelo, que en el fondo es vanidad y curiosidad, sólo puede


ser quebrada por la Gracia:

“Aquí, la decisión lo es todo; una puerta debe cerrarse para siempre. Cada remedio, es
un remedio desesperado. Cada cura, es una cura milagrosa. Curar a un hombre no es discutir
con un filósofo, es arrojar un demonio”59.

Quienquiera escrutar la majestad de Dios, lo aplastará la gloria. También


Chesterton advierte que no bastan las razones para convertir a algunos: se
necesita en algunos casos un exorcismo.
La imposibilidad del hombre para probar todo, no prueba la
impotencia de la razón, sino su carácter fundado y no fundante. El que no
acepte esto, cae víctima de la locura que el Chesterton deplora en sus páginas de
Ortodoxia. Por eso:

“La única cosa creada que no podemos ver, es la única cosa a cuya luz podemos verlo
todo” .
60

Donoso y Chesterton tienen razón. Hubo unos que blasfemaron y otros que
adoraron. San Juan de la Cruz, a su turno, le cantó a Aquél cuyo Nombre
estremece la tierra: “Que bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de
57
Chesterton, Ortodoxia, Ed. Excelsa, Buenos Aires, 1943, págs. 53-55.
58
Ídem, págs. 41-42.
59
Ídem, pág. 31.
60
Ídem, pág. 45.
27

noche”. El santo se pregunta por “Aquella Eterna fuente” que “está escondida”,
para luego decir “que bien sé yo dó tiene su manida”.

“Su origen no lo sé pues no lo tiene,


mas sé que todo origen della viene…”.

Serenamente sobrevuela San Juan de la Cruz las objeciones para declarar,


imperturbable:

“Su claridad nunca es oscurecida


y sé que toda luz de ella es venida…”61.

El acto más racional del hombre es reconocer que existen verdades más
allá de la razón.
Es necesaria una virtud que ordene este apetito de conocimiento; y ésta
disposición se comporta de dos maneras: moderando el apetito cuando éste se
encuentra descontrolado –pongamos que se busque el conocer para hacer el mal,
que se busque imprudentemente aquello que sobrepasa nuestras fuerzas, que el
conocimiento se ordene a nuestra propia fama y gloria–; o, por otro lado,
excitando a la voluntad a que busque la verdad cuando la pereza, la comodidad y
las soluciones prediseñadas que el mundo ofrece nos tienten a adoptarlas.
Hoy en día, por ejemplo, es evidente que ambas actitudes –la moderación y
la excitación– son necesarias. ¿Cuántos se quedan estacionados con las ideas
comunes en boga, adoptadas por muchísima gente? ¿Cuántos creen, por poner un
botón de muestra, que todo lo nuevo es aceptable, por el solo hecho de ser
novedoso? ¿Cuántos colocan el criterio de verdad, de belleza en el consenso
general, especialmente en lo que se refiere al arte? ¿Cuántos de éstos, una vez
interpelados en sus opiniones, son capaces de ir más allá, de estudiar, de
confrontar sus propias posturas con una tradición riquísima en sabiduría y en
experiencia?
Es que, paradójicamente, volvemos al inicio. Se necesita para ello una
dosis fuerte de moral, sobre todo cuando se trata de querer salir de la pereza
intelectual; máxime si la mayoría condena radicalmente una idea. Para vencer a
las mayorías equivocadas, es necesario el desprecio de las vanidades pasajeras.
Volvemos sin quererlo al orden moral. Es necesario preferir con Santa Teresa la
verdad en soledad, y no el error en compañía. Y repetir al hombre de hoy, con el
Éxodo:

“No seguirás a la mayoría para hacer el mal, ni atestiguarás en un proceso plegándote a


la mayoría, para conculcar el derecho”62.

61
San Juan de la Cruz. Cantar del alma que se goza de conocer a Dios por fe, Espasa-Calpe, Madrid, 1969, págs.
57-58.
62
Éxodo 23, 2.
28

El segundo riesgo comporta al uso desordenado e inmoral del


conocimiento. Su paradigma es el ideólogo, el sofista, el embaucador. Aquél que
miente a sabiendas, o peor aún: que miente con la verdad. Hace algún tiempo
tuvimos la oportunidad de ver una revista que defendía los comportamientos
desordenados en materia sexual, rematando –y bastardeando– sus alegatos con la
frase de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. El amor usado contra el orden
natural de las cosas, que es su verdad. La verdad del amor usada contra la verdad
de las cosas, todas ella hechas por el Amor.
Vayamos a otro ejemplo, tristemente vigente, de este uso inmoral del
conocimiento; el decir una verdad para defender una mentira. Nos referimos,
pongamos por caso, a la misericordia y a la caridad como pretexto para justificar
nuestra propia debilidad.
Es evidente que ambas ocupan en nuestra religión un papel fundamental:
fuimos perdonados y estamos ordenados a la salvación por la Misericordia de
Nuestro Dios. Por eso es tan triste cómo esta noble acción –fruto del Amor
Divino– es tergiversada al volverla sinónimo de la permisión culpable, de la
indiferencia ante el mal, de la tolerancia cínica para con el pecado.
La misericordia y la caridad, pues, son utilizadas como pretexto para
justificar y relativizar, para suavizar lo malo del pecado, ahogando la santa
indignación. El efecto termina por disfrazar nuestra propia debilidad. Hacer de la
misericordia un pretexto de la inmoralidad, es en el fondo un sacrilegio. Es
deshonesto, y lamentablemente quienes mejor se hallan en condiciones de
formular esta horrible justificación, son quienes mayor preparación intelectual
tienen. En realidad, es exactamente al revés: sólo el que conoce el abismo del mal
está en condiciones de valorar rectamente la grandeza del perdón divino. Quien
piensa que el pecado no es nada serio –como inculca el progresismo católico–,
tampoco puede estar muy agradecido a Dios por haberlo salvado de esas
pequeñeces.
Si se cultiva la estudiosidad, la inteligencia estará dispuesta a conocer
rectamente las cosas, sin deformarlas para hacerles decir lo que no dicen, y sin
rendirse cuando el estudio de las mismas le exija un esfuerzo, una continuidad,
un trabajo. Estará, pues, al abrigo tanto de una curiosidad como de la desidia.
Teniendo presente esta virtud, el hombre vincula lo creado con Su Creador,
tanto en una vía inventiva –que va desde los efectos a la causa– como en una vía
resolutiva, que va de la causa a los efectos. Hace justicia a Aquél que hizo todas
las cosas, al mostrar cómo todas ellas, rectamente entendidas –es decir, como un
soporte y no como una cárcel– conducen hacia Él.
Quedarse en las cosas creadas, sin ascender hasta la fuente de la cual
emanan, es visto también como una atrofia de la inteligencia. San Agustín, en
Ciudad de Dios, al comentar los primeros versículos de la Biblia sobre la
creación del mundo, habla precisamente de esto; allí explica el sentido de la tarde
y la mañana:

“la ciencia de la creatura en comparación de la ciencia del Creador, en alguna manera se hace
29

tarde, y asimismo esta misma se hace mañana cuando se refiere a la gloria y amor de su Creador; pero
jamás se convierte en noche, cuando no se deja al Creador por el amor a la creatura”.

No es lo mismo la ciencia de las cosas que la creatura tiene si las vincula


con su Fuente, que si no las vincula. Sólo en el pecado –la nocturnidad– es
cuando el conocimiento deja de lado al Creador “por el amor a la creatura”, amor
desordenado claro está. El conocimiento que es como la tarde no es malo en sí
mismo pero debe ordenarse al conocimiento que “se refiere a la gloria y amor”
del Creador:
“el conocimiento de la creatura en sí misma está más oscuro y descolorido (por decirlo así) que
cuando se conoce en la sabiduría de Dios, como en un modelo y arte de donde se hizo. Y así más
propiamente puede llamarse tarde que noche; la cual tarde, sin embargo, como he insinuado, cuando se
refiere para alabar y amar a su Creador, viene a parar en mañana” 63.

Como en un modelo y arte de donde se hizo, dice San Agustín. Y es el


carácter de alabanza y amor a Dios, Principio y Origen de las cosas, el que viste a
este conocimiento con ropa de fiesta y alegría, yendo a parar a la mañana. Es su
vinculación con la Causa la que viste a las cosas de mayor belleza, no el dejarlas
asfixiadas en su inmanencia:

“Vemos las cosas porque ellas son, pero ellas son porque Tú las ves”.

Santo Tomás por su parte dice que “así como en el día corriente la
mañana es principio del día y la tarde su término, así también el conocimiento
del ser primordial de las cosas, el que tienen en la Palabra, se llama
conocimiento matutino; y el conocimiento del ser de la creatura en cuanto que
existe en su propia naturaleza, se llama vespertino”.
Por eso es que, para evitar el inmanentismo gnoseológico y la pretensión
de autosuficiencia del orden natural –fruto del orgullo– “Hay que tener presente
que el ser de las cosas emana de la Palabra como de su primordial fuente, y este
caudal termina en el ser que tienen las cosas en su naturaleza propia”64.
No es solo una exigencia de la razón, sino un deber de la justicia el referir
las cosas a su Divino Autor.
Con todo, se equivocaría quienes viesen una oposición entre el
conocimiento matutino y el vespertino, pues ambos continúan perteneciendo

“al día, esto es, a los ángeles iluminados, que son distintos de las tinieblas, o sea, los
ángeles malos”.

Y esto es así porque: “Los ángeles buenos, cuando conocen a la creatura,


no se inclinan a ella”; ya que

“esto constituiría el entenebrecerse y hacerse de noche, sino que convierten este


conocimiento en alabanza de Dios, en quien, como en su principio, conocen todas las cosas”.
63
San Agustín, Ciudad de Dios, Editorial Porrúa S.A., México, 1979, Libro XI, cap. VII, págs. 245-246.
64
I, q. 58, art. 6, corpus.
30

Continuando su comentario de los primeros versículos del Génesis, dice


Santo Tomás: “Por lo tanto, después de la tarde no hay noche, sino mañana, de
manera que la mañana es el final del día anterior y el principio del siguiente, por
cuanto que los ángeles usan para alabanza de Dios el conocimiento del día
anterior”65.
Que estos dos órdenes de conocimiento no se oponen queda claro por esta
última cita del Aquinate:

“Al llegar lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto que se le opone, como, al llegar la


visión, desaparecerá la fe, que está centrada en aquello que no se ve. Pero la imperfección del
conocimiento vespertino no se opone a la perfección del matutino. Que una cosa sea conocida
en sí misma no se opone a que sea conocida en su causa. Tampoco hay inconveniente en que se
le conozca por dos medios, uno de los cuales sea más perfecto y el otro menos perfecto, ya que
también para deducir una misma conclusión podemos emplear dos medios, el demostrativo y el
dialéctico”66.

El error radica en apartar las cosas de su Fuente y en negar su vinculación


causal, entitativa, gnoseológica y moral respecto de Dios.

VII. Significado de la Humildad en la vida intelectual

“Vi todas las redes del enemigo desplegadas sobre la tierra


y pregunté gimiendo: «¿Quién puede pasar a través de estas trampas?».
Entonces escuché una voz responderme: «La humildad»”.
Abba Antonio

La vocación intelectual del hombre se subordina al fin del hombre, y el fin


del hombre es la santidad. Debe entenderse y también –lo que es más difícil–
aceptarse que esta santidad no se puede alcanzar por fuerzas puramente humanas,
ni depende del talento racional; que esta gracia no es algo que se consigue por
uso de los músculos, sino que se trata de algo gratuitamente dado por Dios.
Comprender esto es el comienzo de la Humildad.
Misterio profundo que el intelectual no puede ni pretende agotar, pero que
debe vivir día a día, sabiendo que sea pequeña o grande su inteligencia, él no es
foco de luz que irradia, sino simplemente instrumento. Nuestra razón humana
recibe las luces de la Suprema Inteligencia de Dios, sin la cual nada puede estar
iluminado.
Sólo somos un canal por el que pasa el fulgor del Divino Entendimiento.
Por eso la Virtud de la Humildad, que lo protegerá tanto de las tentaciones
internas de vanagloria como las externas de búsqueda de fama, honor y aplausos.
Por la humildad, el hombre no pretende medir la realidad según sus pobres
criterios, sino que acepta ser medido por ella: y obra en consecuencia.
La relación es entre la gracia santificante y la humildad es clave.
65
I, q. 58, art. 6, ad 2
66
I, q. 58, art. 7, ad 3.
31

“Así como el conjunto ordenado de las virtudes se compara con un edificio por la
semejanza que guarda con él, así también lo que es primero en la adquisición de las virtudes se
compara con los cimientos, que son lo primero que se echa en un edificio”.

Y entonces Santo Tomás distingue “de dos modos”, la razón de principio


en las virtudes: aquel tipo de virtud que “aparta los obstáculos” para la influencia
divina, y aquel tipo de virtud definida “por el acercamiento a Dios”. A la primera,
corresponde la Humildad:

“en ese sentido la humildad ocupa el lugar principal en cuanto que elimina la soberbia,
a la cual resiste Dios, y hace al hombre obediente y siempre sumiso para recibir el influjo de la
gracia divina eliminando la hinchazón de la soberbia, pues en Jds 4,6 se dice que Dios resiste a
los soberbios y da la gracia a los humildes. En este sentido se dice que la humildad es el
cimiento del edificio espiritual”67.

Y más aún, el Aquinate hace patente su importancia esencial:

“Cristo nos recomendó la humildad, ante todo, porque mediante ella se elimina un
obstáculo para la salvación humana, la cual consiste en que el hombre aspire a lo celestial y
espiritual, para llegar a los cuales encuentra un obstáculo en el deseo de ser exaltado en lo
terreno. Por eso el Señor, para eliminar ese obstáculo a la salvación, anunció que hay que
despreciar la exaltación externa mediante los ejemplos de humildad. Así, la humildad es como
una disposición para el libre acceso del hombre a los bienes espirituales y divinos”68.

Toda la labor intelectual, académica, filosófica y teológica del intelectual


católico tiene un fin muy preciso, muy sencillo y muy arduo: la salvación de las
almas. Toda su ciencia y esfuerzo se ordena a eso. Tanto si hace Filosofía,
Literatura, Historia, Política, Arte –para no hablar de Teología– toda la ciencia
natural de la que dispone debe ser un camino, una vía, un itinerario que permita y
conduzca a quien lo oiga o lea, hacia el Dios Verdadero, Jesucristo. No debe
agotarse en sí misma ni pretenderse autosuficiente.
Tampoco puede reducirse a un estéril estudio de las diferentes posiciones
que, a lo largo de la historia, han ido surgiendo: “No importa lo que los hombres
dijeron, sino la verdad de las cosas”69. Bien estará conocer la Historia del
pensamiento. Pero mejor aún, y principalmente, estará conocer la verdad de la
historia y la verdad del pensamiento.
La Virtud de la Humildad moverá al intelectual católico, tanto en Filosofía
como en las demás Humanidades, a colocar la Verdad en sus obras como lo
primero y a no coquetear con el mundo, que considera como objetivo máximo la

67
II-II, q. 161, art. 5, ad 2. En el segundo sentido, dirá Santo Tomás: “Puede decirse que, en las virtudes, algo es el
fundamento directamente de otro modo, a saber: por el acercamiento a Dios. Ahora bien: el primer acercamiento a Dios se
produce por la fe, conforme a lo que se dice en Heb 11,6: Es preciso que quien se acerca a Dios crea. Bajo este aspecto, se
considera cimiento a la fe de un modo más excelente que la humildad”.
68
Ídem, ad 4.
69
Santo Tomás de Aquino, Comentario al De Caelo et Mundo de Aristóteles, Libro 1, lecc. 22.
32

pura manifestación de sí mismo, con independencia del realismo de aquella


manifestación.
Profundicemos más. Esta virtud no consiste, como dicen sus detractores, en
una mezquina pusilanimidad, tibieza o incapacidad de acción. La humildad es la
verdad, y quien no entiende esto, anda en la mentira, dice Santa Teresa. Esta
virtud, por el contrario, nos mueve a reconocer los dones y habilidades que
tengamos, no a negarlos. Nos mueve a reconocerlos si son verdad, y nos mueve a
admitir que son perfecciones dadas, lo cual también es verdad. Nos mueve a
reconocerlos para hacer con ellos un uso que honre a Dios. Santa Teresa de Jesús
enseñaba un importantísimo criterio de distinción:

“Mirad mucho hijas en este punto que os diré, porque algunas veces podrá ser humildad
y virtud teneros por tan ruin, y otras grandísima tentación… Las señales de la verdadera
humildad son las siguientes: no inquieta, ni desasosiega, ni alborota el alma, por grande que
sea, sino que viene con paz, regalo y sosiego… Aunque uno de verse ruin entienda claramente
merece estar en el infierno… esta pena viene con una suavidad en sí y contento que no
querríamos vernos sin ella. No alborota ni aprieta el alma, antes la dilata, y la hace hábil para
servir más a Dios”70.

La paz del espíritu es uno de los signos de Dios.


Más difícil aún que negar las cosas buenas que realmente sabemos hacer –
lo cual sería falsa humildad– es reconocer que estas cosas son buenas no por
mérito propio sino por don de Dios: “piensa que tú no sustentas la raíz, sino la
raíz a ti”71. Y en el orden sobrenatural, admitir la dura enseñanza de la Última
Cena: “Sin mí no podéis nada” (Jn 15, 5), frase que Maritain –a propósito de la
naturaleza del mal– invirtió inteligentemente: Sin mí, podéis la nada. Es decir, el
mal, el pecado. Sin Dios, sólo podemos hacer el pecado, la nada.
En este punto acierta Daniélou, a propósito del combate que ocurre en el
corazón del hombre, cuando retrata este tironeo entre el bien y el mal:

“la mirada lúcida, a la que no se le ocultan sus pretextos, incluso cuando se burla de
ellos, advierte muy bien que el rechazar la verdad es a fin de cuentas voluntad de afirmación de
sí y negativa de la afirmación de Dios. Porque no se me oculta que reconocer lo que es,
someterme a lo real, es reconocer algo que no viene de mí, y, por tanto, decir sí a Dios. Aceptar
la dicha es ya dar gracias… aceptar la verdad, reconocer lo que es, es ya decir sí a Dios. Por
eso el espíritu que sólo quiere vivir de sí se complace en la mentira, única cosa que sólo vive
de sí. Escoge la nada por afán de no recibir nada de nadie: «Esto al menos es completamente
mío», decía Riviere del pecado”72.

Contrariamente a la creencia común, que juzga de soberbia a quien afirma


la verdad con contundencia, y que considera a los relativistas como ejemplos de
modestia y humildad, afirmamos que es exactamente al revés:
70
Cita extractada de Fray Alberto García Vieyra. Sobre la Humildad. Revista Mikael N° 28, Editorial Belgrano,
Paraná (Entre Ríos), 1982, Revista del Seminario de Paraná, Año X, Primer cuatrimestre, pág. 49.
71
Romanos 11, 18.
72
Jean Daniélou. El escándalo de la verdad. Cristianismo y hombre actual, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1962,
págs. 33-34.
33

“El hombre estaba destinado a dudar de sí; pero no de la verdad; ha sucedido


precisamente lo contrario.
Actualmente la parte del hombre que el hombre proclama, es exactamente la parte que
no debía proclamar: su propio yo. La parte que pone en duda, es exactamente la parte de la cual
no debía dudar: la razón Divina”.

Y por eso afirma nuestro autor las notas de esa nueva humildad, tan
engañosa:

“La verdad es que hay una real humildad típica de nuestro tiempo. Pero ocurre que,
prácticamente, es una humildad tan envenenada como la más desorbitada de las postraciones
del asceta. La vieja humildad era una espuela que impedía al hombre detenerse; no un clavo en
su zapato que le impedía proseguir. Porque la vieja humildad hacía que el hombre dudara de su
esfuerzo, lo cual lo conducía a trabajar más duro. Pero la nueva humildad hace que el hombre
dude de su meta, lo cual lo conduce a cesar su esfuerzo por completo”73.

El relativismo, como conciencia crítica inapelable, es la forma mentis de la


pereza pero también de la soberbia: toda verdad debe pasar por la fiscalización de
la crítica, de antemano decidida a no dejar nada en pié. ¿Puede haber mayor
soberbia que despreciar la luz objetiva de la verdad?
La humildad, por otra parte, fortalece en el hombre la conciencia de que la
verdad por la cual juzgamos las cosas buenas o malas, bellas o feas, no proviene
de nosotros ni tiene su centro en nuestra razón; lo mismo se diga de la fuerza
constrictiva de la verdad, vigor que se hace patente en la polémica, a fin de
persuadir y defender la vera doctrina: en ningún caso, de ninguna manera, el
hombre como tal es invencible. Es la Verdad de Dios La que no puede ser
vencida.
Federico Mihura Seeber amplía en un excelente artículo esta enseñanza:

“«doblegar» al adversario en la polémica, y vencerlo, no significa someterlo a un poder


extraño, sino hacer que él mismo: «se vea forzado a aprobar otras cosa que (antes) había
negado…». Pero reténgase sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el
adversario se vea forzado. Y «forzar» es, ciertamente, «vencer o doblegar una fuerza
contraria». Sólo que, en el caso de la victoria argumental, este «forzamiento» no es sino el
reconocimiento inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la
dignidad suprema de la Verdad” 74.

Esta necesidad racional es tan verdadera, que se manifiesta incluso en las


concepciones erróneas, de forma tal que ellas conforman verdaderos sistemas de
negaciones.
Paradójicamente, aquellos que rechazan este discipulado en lo que las
cosas son, se convierten en maestros del error, porque no supieron ser discípulos
de la verdad (San León Magno).

Chesterton. Ortodoxia…, págs. 50-51.


73
74
Federico Mihura Seeber. La figura del polemista cristiano en los libros “Contra Cresconio” de San Agustín,
Revista Sapientia, 1992, Vol. XLVII, págs. 190-191.
34

Para aprender la verdad, debe estarse más dispuesto a escuchar que a


hablar y a criticar. Esto era practicado formalmente por la escuela platónica:
durante los dos primeros años los alumnos asistían a las clases de Filosofía sin
autorización para emitir palabra. Es que la iniciativa no está en nuestra razón que,
primero, critica; la iniciativa se halla en la realidad que nos deslumbra,
actualizando al entendimiento y moviéndolo a la admiración. ¿Qué implica
entonces ese escuchar a las cosas? Pieper lo explica claramente:

“percibir quiere decir callar. «Aunque se ha expresado ya muchas veces, no


perjudicará volver a decirlo un vez más» (Platón, Gorgias 508d): sólo lo que es en sí invisible,
es transparente, y solo el que calla oye. Y, además, cuanto más radicalmente se dirige al todo la
voluntad de oír, tanto más profundo y perfecto debe ser el silencio”.

¿Qué es entonces filosofar?

“oír en forma tan absoluta y total, que este silencio que oye no se vea perturbado ni
interrumpido por nada, ni siquiera por una pregunta”75.

Tenemos un ejemplo de lo dicho en el diálogo platónico “El Banquete”;


como siempre, Sócrates interpela a su interlocutor hasta hacerlo admitir sus
inexactitudes y contradicciones. Agatón, de él se trata, es llevado a la aporía pero
tiene la humildad suficiente para –en el medio del calor propio de toda discusión–
admitir la superioridad de su maestro:

–Reconozco, Sócrates –confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una


controversia contigo. No insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito, no! –exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz
de controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme76.

El Filósofo se hallaba perfectamente conciente de que la fuerza y el vigor


argumentativo con el que turbaba y persuadía a sus interlocutores no provenía de
habilidad o mérito suyo, sino de la luz de la Verdad.
Con palabras bautizadas, el obispo de Hipona pudo decir lo mismo con
ocasión de su réplica a Juliano:

“Medita ahora, te ruego: déjate provechosamente vencer por la Verdad”77.

Por eso el intelectual católico no debe ser vanidoso: Él, crucificado ¿y tú te


exaltas? Debe seguir a aquellos que no buscan la propia fama ni la propia gloria,
sino la Gloria del Señor:

“Pídele a Dios cada día


oprobios y menosprecios,
75
Josef Pieper. Defensa de la Filosofía, Barcelona, Editorial Herder, 1976, pág. 53.
76
Platón. El Banquete, Ed. Senén Martín, Madrid, 1966, pág. 122.
77
Réplica a Juliano, L. III, c. 21, 42, citado por Federico Mihura Seeber en el artículo precitado de la Revista
Sapientia…, ídem, págs. 176-177.
35

que a la gloria, aún siendo gloria


por Cristo, le tengo miedo”78.

La humildad nos hace mirar limpiamente la verdad y aceptar las cosas


como son. Esta virtud nos devuelve la salud del alma y por lo mismo la salud de
la psique. No es de poca monta señalar esto: las ideologías siguen una estructura
de pensamiento similar a las enfermedades psiquiátricas. Chesterton, pues,
comparaba a las ideologías modernas con trampas que además de llevar al
infierno, conducían al Hanwell: el manicomio. Y ponía como nota de su
desequilibrio mental esa coraza que tienen los errores modernos para no poder ser
refutados. Precisamente, la nota que al pobre diablo engañado le parecía ser la
divisa de su verdad, es a juicio del Caballero Andante inglés, la divisa de la
mentira. Así querrá Chesterton refutar a sus adversarios:

“Los hombres niegan el infierno; pero aun no niegan el manicomio. Para no perder de
vista los fines de nuestro primer argumento, el uno, el infierno, podría muy bien reemplazar al
otro, el manicomio. Quiero decir que, si una vez todos los pensamientos y las teorías fueron
juzgadas según condujeran al hombre a perder su alma, así, por nuestro presente punto de vista,
todas las teorías modernas pueden ser juzgadas, según conduzcan al hombre a perder sus
cabales”79.

Pone como nota de la ideología esa ambición de poder comprenderlo todo:


la ambición de inventar el sistema, una concepción en donde cada partecita de la
realidad esté bien controlada, a la vista, que no haya fisura alguna por donde
pueda colarse ni una pizca de misterio o de imprevisión:

“Para dar una explicación del mundo, el materialismo tiene una especie de simplicidad
insana.
Tiene justo la cualidad del argumento del loco; nos hace sentir simultáneamente, que
todo lo abarca y que todo lo deja afuera. (…) Lo comprende todo; y todo parece no merecer la
pena de ser comprendido”80.

¿Por qué? Porque el hombre que “comienza a pensar sin la base de un


primer principio adecuado, enloquece; es el hombre que empieza por el mal
lado”. De ahí que Chesterton declare que el “principal signo y elemento actual
de la insania” lo constituye “la razón usada sin base; la razón en el vacío”81.
También Díaz Araujo ha retratado con enorme erudición estos caracteres,
sobre todo al referirse a los ideólogos de la Revolución Cultural. En lugar de
refutar su cosmovisión, el autor ha elegido otro camino: comienza mostrando
cómo el surgimiento de estas concepciones son efecto no de una elaboración
mental sino de una defecación psicológica; las ideologías retratadas en su libro
son consideradas como abortos provocados por psiques desequilibradas,
78
José María Pemán. Poesía. Antología (1917 a 1941), Romance de los Consejos (Ignacio a Javier. Acto I de “El
divino impaciente”), Editorial Escelicer, Madrid, 1941, pág. 278.
79
Chesterton. Ortodoxia…, pág. 19.
80
Ídem, pág. 33.
81
Ídem, pág. 42.
36

productos ideológicos de paranoicos mentales, hijos espúreos de esquizofrénicos


e insatisfechos. Con vigorosa y decidida pluma, Díaz Araujo afirma:

“en el seno mismo de las instituciones occidentales que antes trasmitían y creaban su
cultura aparece la «Revolución Cultural», negación global y sistemática de aquella tradición
civilizadora. Estos son los signos de los tiempos que corren. Un tiempo indigente, catastrófico
y perverso que como no tiene nada real que ofertar en reemplazo de lo que ataca se complace
en llenar la mente de las desvalidas masas occidentales con utopías absurdas y con odios
negadores. Es la Rebelión de la Nada”.

Y adelanta claramente cómo será su plan de ataque, sin disimular ni sus


intenciones ni su pensamiento, pues como dice –repitiendo paradójicamente a
Ingenieros, uno de los ideólogos criticados en esta obra– el autor “no desea
presentarse como imparcial ante lectores que no lo son”:

“emplearemos estas cuartillas en protestar contra los ‘bonzos’ de la Nueva Izquierda,


los grandes maestros de la Rebelión de la Nada, los favoritos de los Medios de Comunicación
de Masas. Para desalienarnos (de nuestra condición humana) ellos recomiendan la
«desmitificación» (de todos los valores en que se asienta nuestra vida). Les responderemos
desmitificándolos a ellos y a sus mitos”.

Si es verdad que cómo se vive tiene una inmensa relación con como se
piensa, no pudiendo desvincular ni divorciar del todo la inteligencia con la
voluntad, es evidente que la elaboración de un pensamiento por parte de una
cabeza que se ha roto contra el ser natural de las cosas, no puede ser muy
recomendable:

“Con las variaciones propias de cada caso encontraremos esta nota de anormalidad
psíquica en cada uno de los conductores de ciegos con que ilustraremos esta galería de
revolucionarios ilustres. Al luchar contra la realidad del hombre, del mundo y de la naturaleza,
han ido perdiendo la poca cordura de la que alguna vez pudieron disponer. Y pretenden que
nosotros también la perdamos”82.

El alma del hombre se transparenta en sus ojos, en su porte, en todo lo que


es; principalmente en las ideas que tiene. Uno es lo que lee, uno es lo que piensa,
y es absurdo pretender que el alimento del entendimiento no repercuta en el
mismo modo de vivir de la persona83.
También Maritain en el ya citado “Tres reformadores” registra cierto
origen afectivo en los sistemas de pensamiento erróneos y perniciosos, tanto de
Descartes, Lutero y Rousseau, señalando en estos casos el egocentrismo.
Señalemos el último caso. De Rousseau, afirma que “Habiendo rehusado
perderse en el abismo de Dios, donde se hubiera vuelto a encontrar, en adelante
(el hombre) no hará más que buscarse en el abismo de la naturaleza sensible
82
Díaz Araujo, Enrique. La Rebelión de la Nada o los ideólogos de la subversión cultural, Cruz y Fierro Editores,
Buenos Aires, 1984, págs. 9-13, A modo de prólogo.
83
Díaz Araujo cita la confesión de parte de uno de los ideólogos criticados: “«Yo era, fundamentalmente, un
irresponsable, un intelectual esquizofrénico », nos confiesa André Gunder Frank, uno de los maestros del utopismo
contemporáneo” (Capitalismo y Subdesarrollo en América Latina, Signos, Bs. As., 1970, pág. 7)”. Ídem, pág. 11.
37

donde no se encontrará jamás. El amor huyó, el amor que es la palpitación del


espíritu y que supone, para que no pueda entregarse, el yo y su vida inmanente;
sólo queda el egoísmo, el ego, una procesión de fantasmas” 84. Y este
naturalismo, por el cual Rousseau santifica el rechazo de la gracia, lo desquicia
completamente:

“Juan Jacobo entra a velas desplegadas en la santidad, en su santidad, en el momento en


que se torna demente, mientras penetra en el puerto de la Locura. Es en verdad el santo del
siglo. ¿No lo atestiguan acaso las peregrinaciones a su sepulcro?” 85.

¿Y no será toda la filosofía moderna –en sentido ontológico, no en sentido


cronológico– un inmenso egocentrismo, que culmina colocando al hombre como
medida de todas las cosas? Y aquí volvemos al principio, para preguntarnos: ¿es
un error de la razón que luego pasa al corazón? ¿O acaso será primero el corazón
el que se ha corrompido, y que luego arma un libreto racional, es decir, una
pretendida justificación de su corrupción original?
El hombre es una unidad y lo que vivimos y lo que pensamos no pueden
permanecer por mucho tiempo divididos. Somos lo uno y somos lo otro. Lo que
interesa es mostrar cómo, en todos los casos, la hipertrofia del ego fue el
combustible que incendió las inteligencias de estas personas.
La humildad nos previene para no ser maniáticos ni desequilibrados,
enseñándonos nuestro lugar en el mundo. ¿Por qué? Porque la humildad es la
verdad sobre nosotros mismos. El hombre que cae de Dios, cae de sí mismo, dice
San Agustín. Y comienza a buscar en aquello que no es Dios, lo infinito.
Comienza a pedirle a lo finito, todo.

“La búsqueda de la delectación mística, en la cosas que no son de Dios, siendo una
búsqueda sin término, no puede detenerse en ninguna parte”86.

Es el drama del hombre y el mundo moderno. Si no rehúsa, si no abdica de


sus objetivos originales, no podrá desviar sus espantosas consecuencias. “El
fracaso del progreso no ha consistido en el incumplimiento, sino en el
cumplimiento de sus promesas”, dice Nicolás Gómez Dávila. No debe pensar la
finitud a partir de la finitud. Aquí es donde resplandece la importancia decisiva
de la virtud de la humildad, por la relación directa que tiene con el admitir la
primacía de la realidad respecto de nuestro conocimiento, de nuestro ego, de
nuestra voluntad.

Texto de la humildad del Sacerdote: Teresa, Moradas


séptimas, 4

84
Maritain, Jacques. Tres reformadores, Editorial Difusión, Buenos Aires, 1968, pág. 116.
85
Ídem, pág. 122.
86
Ídem, pág. 132.
38

Oracion para la humildad: del deseo de ser tenido en


cuenta, líbrame Señor.
Apego al propio yo
VIII. El intelectual no debe ser tibio. La virtud de la Fortaleza

“He despertado al mundo”


Evan MacIan

Por lo mismo que, como dijimos antes, la esencia del hombre no sólo podía
ser considerada como inteligible, sino también como un modelo, un paradigma,
un ejemplar, es que se vuelve patente que existen hombres que realizan ese
modelo –los virtuosos– y otros hombres, los viciosos, que no lo realizan.
A la luz de la Revelación, el trabajo intelectual se transforma
decididamente en una lid de resonancias antiguas, metafísicas y teológicas, pues
la vocación intelectual del católico tiene muy presente la siguiente revelación:

“El Dragón, enfurecido contra la Mujer, se fue a luchar contra el resto de su


descendencia, contra los que obedecen los mandamientos de Dios y poseen el testimonio de
Jesús”87.

Se trata de un enfrentamiento, con todas las resonancias bélicas que la


palabra supone. Y no podemos dudar de su existencia, pues la fe da testimonio de
ello, esa fe por la cual creemos a Dios que no puede engañarse ni engañarnos.
También San Pablo lo confirma, cuando en sus cartas nos dice “fortalézcanse en
el Señor con la fuerza de su poder. Revístanse con la armadura de Dios, para
que puedan resistir las insidias del demonio”88.
Podemos estar seguros que no son fuerzas puramente humanas ni sólo
hombres equivocados, pero de buena voluntad, los que en última instancia
animan esta feroz agresión contra la Verdad, el Bien y la Belleza. Como
hablamos arriba, existe la malicia humana y la malicia angélica. Hay un
Adversario, un Enemigo y todos los argumentos pretendidamente
tranquilizadores, propios del espíritu del mundo, no podrán mellar esta nuestra
certeza:

“nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y
Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que
habitan en el espacio”89.

Nuestro Señor también disipa, con la firmeza de Su verbo toda esperanza


de mutuo entendimiento entre la verdad y el error, entre el bien y el mal, toda
87
Apocalipsis 12, 17.
88
Efesios 6, 10-11.
89
Efesios 6, 12.
39

esperanza inmanente de conciliación entre la luz y las tinieblas; es decir, acaba


con toda actitud mediocre y tibia que pretenda la coexistencia pacífica de los Dos
Señores, la convivencia consensuada de los contrarios, cuando dice:

“No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la
espada”.

Y si en los momentos de debilidad queremos formarnos un cristianismo


personal y cómodo, sin valles de lágrimas, sin viernes santo y –al fin y al cabo–
sin Cruz, la Escritura se abre para tenernos siempre presente el siguiente
episodio:

“Desde aquel día, Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y
sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser
condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo,
diciendo: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá» Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro:
«¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no
son los de Dios, sino los de los hombres»”90.

Claramente Santo Tomás explica –en I, q. 114– que los hombres son
combatidos por los demonios, y cómo ocurre este combate en el interior de cada
uno.
A la luz de las Escrituras y de la fe, entonces, se hace patente la necesidad
de virtudes morales que auxilien a la inteligencia que conoce la verdad, que es
deslumbrada por las cosas. Vemos con claridad que no basta saber la verdad: es
necesario obrar conforme a ella.
El hombre de fe es conciente de los riesgos, dificultades y –ya en lenguaje
evangélico– tribulaciones que deben padecer aquellos que confiesen la Verdad.
Por eso la virtud de la fortaleza, con sus dos actos, actos que la prudencia sabrá
cuando dar lugar ya a uno, ya otro: la resistencia y el ataque.
Como Sócrates, que fue combatiente de la espada y combatiente de la
palabra, podemos decir que el intelectual católico, el creyente que filosofa, tiene
mucho de marcialidad. Y tiene además una capacidad de sacrificio, por el cual lo
primero es la Verdad, no su propia comodidad o fama. De ahí que Pieper haya
dicho, remarcando las diferencias entre el filósofo y el sofista, que

“esta diferencia consiste en que el que de veras filosofa, no se cuida lo más mínimo de
su propia importancia, sino que, «despojándose totalmente de toda pretensión», se abre
desinteresadamente al objeto insondable, cuya visión hace que el sujeto, más allá de toda mera
afirmación de sí mismo, abandone la fascinación proveniente de la necesidad de imponer su
propio yo, por «espiritual» y sublime que ésta sea”.

Aquí podría citarse la graciosa anécdota de Chesterton. Le preguntan si lo


suyo es filosofía cristiana, a lo que contesta el inglés: No. No es filosofía
cristiana. Soy cristiano y cuando filosofo se me nota. Así, no impone ni sus
90
Mt. 16, 21-23.
40

curiosos puntos de vista, sino que tiene como norte un respeto y una
proclamación de la verdad, tiene como objetivo el sumar las luces naturales de la
razón, a la luz sobrenatural de la fe.
Seguimos a Pieper en su descripción del falso filósofo:

“En cambio, el sofista, aunque emancipado de la norma de verdad objetiva y en este


sentido «libre», queda encajonado en el ámbito estrecho de lo que se «lleva» precisamente por
su prurito de originalidad y por el empeño desesperado de contribuir a elevar el tono de
entretenimiento mediante sorpresas y efectos sensacionales, terminológicos y conceptuales”91.

Para decirlo en una palabra, el Filósofo busca a Dios, tiene nostalgia de Él,
mientras que el sofista se busca a sí mismo. Por eso es incapaz del sacrificio y del
testimonio de la verdad. Como Narciso, se mirará a sí mismo, pondrá en el centro
a su propia inteligencia, su subjetividad, mientras que el verdadero filósofo
pondrá como centro a las cosas.
En el católico que realiza, por vocación, por llamado, el trabajo intelectual,
están presentes siempre las palabras que el anciano Simeón, hace ya dos mil
años, pronunció respecto del Dios hecho Niño que alzaba en sus manos, cuando
dijo:

“Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de
contradicción”92.

Tal vez, podemos imaginar, que Simeón –justo como pocos– vió en un
destello, en una revelación gratuita, toda la historia. Tal vez, contempló esos dos
campos que dijera San Ignacio de Loyola, con sus dos banderas: la de Jesucristo,
y la bandera del Adversario. Tal vez vió las dos ciudades tal como San Agustín
las describiera:

“La una se glorifica en sí propia, la otra en el Señor. La primera prodiga su gloria a los
hombres, la segunda coloca su mejor gloria en Dios testigo de su conciencia. La terrena,
inflada de orgullo, levanta su cabeza soberbia; la celestial dice a su Dios: «Tú eres mi gloria, y
tú exaltas mi cabeza» (Sal. III, 4). En la una, los príncipes son dominados por la pasión de
dominar sus súbditos o las naciones conquistadas; en la otra, los ciudadanos se sirven
mutuamente con caridad, los jefes cuidan en beneficio de sus subordinados, y los súbditos les
obedecen. Aquélla confía en la persona de los poderosos. Ésta dice a su Dios: «Yo te amaré,
Señor, a ti que eres mi fuerza» (Sal. XVII, 1)”93.

Tal vez, recibiendo una luz especial, pudo ver a los cristianos perseguidos
por sus enemigos, dando testimonio de la Verdad frente a reyes, emperadores,
autoridades políticas. Tal vez, en ese destello, contempló a tantos mártires que
vertieron su sangre por amor a ese signo de contradicción, que en ese momento
Simeón alzaba en sus brazos, todavía Niño.

91
Josef Pieper. Defensa…, págs. 43-44.
92
Lc. 2, 34.
93
San Agustín, Ciudad de Dios…, ídem, Libro XIV, cap. XXVIII, pág. 331.
41

Y, finalmente, tal vez supo de los dos gritos que dividen y parten los
corazones de los hombres: No queremos que éste reine sobre nosotros, por un
lado; Es necesario que Cristo reine, por el otro.
Creemos que Simeón percibió ese carácter de invencible contradicción, de
imposible paz, que tenía el Hijo de Dios hecho Niño, el cual enfrentaría la
historia en dos porciones. Finalmente, pensamos que Simeón pudo escuchar en el
silencio interior en el que habitaba, esta revelación: el Demonio no podía
redimirse, y que en esta imposibilidad metafísica –misterio que desborda nuestro
flaco entendimiento– se fundaba el conflicto permanente e insoluble entre el Dios
Todopoderoso y su Adversario; se fundaba la imposible síntesis de la Iglesia y el
Mundo. Se fundaba el signo de contradicción.

“El humano linaje… quedó dividido en dos bandos diversos y adversos: uno de ellos
combate asiduamente por la verdad y la virtud, y el otro por todo cuanto es contrario a la virtud
y a la verdad.
El uno es el reino de Dios en la tierra, es decir, la verdadera Iglesia de Jesucristo…; el
otro es el reino de Satanás, bajo cuyo imperio y potestad se encuentran todos los que, siguiendo
los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres, rehúsan obedecer a la ley
divina y eterna...”94.

La verdadera filosofía comienza en el asombro y termina en la plegaria.


Lejos de todo eruditismo estéril, del aplauso de las masas, el hombre que
ha visto la verdad y obra en consecuencia es enseñado por el Maestro y recibe en
el silencio de la contemplación una participación de esa luz; participación que le
otorga a su intelecto la firmeza, la certeza y la evidencia de que actúa
correctamente. Su conciencia descansa, reposa, se aquieta en la verdad. Ha salido
de la caverna y es alumbrado por una Luz que no procede de su propia razón.
Ahora, debe volver a rescatar a los esclavos que aún permanecen en las tinieblas.
Ahora, debe ejercitar las virtudes morales de las cuales hemos venido hablando,
preparándose para seguir la orden de guerra de Santa Teresa:

“Todos los que militáis debajo desta bandera,


ya no durmáis, ya no durmáis,
pues que no hay paz en la tierra”.

Y cuando sucede esta concurrencia de la verdad con el bien, es cuando el


hombre descubre el misterio y sus ojos son abiertos, en un instante, su mente
queda fecundada, comprendiendo sencillamente el carácter dramático pero no
trágico de la vida. Así pudo decirle Leopoldo Marechal a su discípulo:

“Por la mañana, cuando te levantes, piensa, Josef, en ese nuevo día;


y no te olvides que al salir al sol entrarás en un campo de batalla.
Que no te engañe el paso normal de los tranvías ni la canción melosa del frutero
ni el pacífico rostro de tu jefe ni la sonrisa blanca de tu subordinado.
Ángeles y demonios pelean en los hombres:

94
León XIII. Humanum Genus, Carta Encíclica sobre la Masonería y otras sectas, 20–IV–1884, N° 1.
42

el bien y el mal se cruzan invisibles aceros.


Y has de andar con el ojo del alma bien alerta,
si pretendes estar en el costado limpio de la batalla.
Josef, nada es trivial en esa guerra:
basta el peso ladrón de una bolsa de azúcar
para que llore un ángel y se ría un demonio”95.

Hace bien Leopoldo Marechal en advertirnos para que no nos engañen las
apariencias de paz, de sosiego, tranquilidad de nuestra vida cotidiana;
precisamente porque la mayor astucia del Demonio es hacernos creer que no
existe.
Pero no son únicamente las dificultades externas aquellas por las que debe
atravesar el católico con vocación intelectual. La Escritura también nos enseña
del inmenso dolor del que va acompañado un mayor conocimiento, pues es cierto
que a medida que el hombre crece en su comprensión de las cosas, advierte mejor
la distancia, la diferencia, lo que les falta a las mismas para ser lo que realmente
deben ser. Y, ansioso porque las cosas sean plenas, realicen acabadamente su
esencia, sufre –o debe sufrir– al verlas incompletas, inacabadas.
Es posible que exista la nostalgia inconciente de desear que todas las cosas
vuelvan a su quicio, de anhelar con esperanza la restauración del mundo. Este
sentimiento que, tal vez, sea natural en todo hombre, cobra a la luz de la
Revelación una significación mucho más precisa. Porque ya puede asignarse esta
obra de la restauración de todo a un Persona concreta: Nuestro Señor Jesucristo.
San Pío X pudo decir con total propiedad:

“No, Venerables Hermanos –preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de


anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores–, no se
edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la
Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la
"ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es
la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus
fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana,
de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo”96.

No obstante, como sólo se desea y se espera lo que no está presente, esta


visión de las cosas como incompletas causa un cierto dolor, que va en aumento a
medida que la comprensión y el descubrimiento de la realidad crecen.
Por eso, el intelectual debe batirse. Debe batirse por las cosas verdaderas,
buenas y bellas: por lo inmutable. Su tarea es ser fiel a un Dios que no cambia en
el medio de un mundo que cambia permanentemente.
95
Leopoldo Marechal, La patriótica, II Didáctica de la patria, 15. Cfr.
http://www.jorgez.com.ar/Didactica_de_la_Patria_MARECHAL.pdf.
96
San Pío X. Notre Charge Apostolique. Sobre los errores de “Le Sillon” y la democracia, 23.09.1910, nº 11. El
Papa aquí desarrolla la doctrina contenida en Efes. 1, 9-10: “El nos hizo conocer el misterio de su voluntad, conforme al
designio misericordioso que estableció de antemano en Cristo, para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos: reunir
toda las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo”; “haciéndonos conocer el misterio de su
voluntad según su beneplácito, que se propuso en El, en la economía de la plenitud de los tiempos al recapitular todas las
cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra”.
43

Veamos al respecto el retrato de las pinceladas chestertonianas en una de


sus novelas. El autor nos describe los dos antagonistas de una historia: Evan
MacIan, católico e irlandés, y su enemigo Jaime Turnbull, ateo declarado y
vigoroso. Abre el fuego esta historia una indignada pedrada al escaparate del
ateo, el cual ofendía a la Madre de Dios. Así las cosas, los dos –hombres de
honor– pretendían desafiarse. Luego que el conocido enfrentamiento tomara
estado público, Inglaterra entera –enferma de tibieza y huidiza de las evidencias
que indiquen que existen motivos por qué morir– los persiguió, a ambos. Toda
Gran Bretaña buscaba a toda costa impedir el duelo de estos dos locos que, de
tener lugar, demostrarían sellando con su sangre que la existencia de Dios no es
cuestión baladí. Por eso, la piedra que destrozó el vidrio del local impío habilitó a
MacIan a afirmar lo siguiente: “He despertado al mundo”. Y el irlandés se
indignaba contra quienes censuraran el batirse por el honor de la Virgen María:

“Dondequiera y cuandoquiera que encuentre a ese hombre –y apuntaba al director de El


Ateísta–, sea al pasar esa puerta dentro de diez minutos, sea de aquí a veinte años en algún país
lejano, donde y cuando pueda encontrar a ese hombre, reñiré con él. No hay que asustarse. No
voy a caer sobre él como un matón, ni a darle una paliza abusando de mi fuerza. Reñiré como
caballero; reñiré como reñían nuestros padres. Él escogerá las condiciones, espada o pistola, a
pie o a caballo. Pero si se rehúsa, en todas las paredes del mundo escribiré que es un cobarde.
Si hubiese dicho de mi madre lo que ha dicho de la Madre de Dios, no se encontrarían en
Europa personas de honor que negasen mi derecho a retarlo. Si lo hubiese dicho de mi mujer,
vosotros, ingleses, me habríais perdonado que lo apalease como a un perro en medio de la
calle”97.

Si aprendimos –de la mano de Ernest Hello– que existen hombres en


dominio del pecado pero no en dominio del mundo –mundo caracterizado por la
tibieza y la hipocresía– entenderemos que incluso en quienes no tienen fe exista
todavía rasgos de honor. Por eso Turnbull dirige las siguientes palabras al
pacifista que quiso interrumpir su duelo, no sin antes escuchar su discursito:

– Bueno, ¡qué ocurrencia más chusca! –contestó– ¡De modo que ustedes quieren cometer un
homicidio en defensa de la religión! Bueno, bueno; mi religión es respetar un poco a la
humanidad y…
– Dispense usted –interrumpió Turnbull, bruscamente y con dureza, señalando a la puerta del
prestamista–. ¿No es usted esa tienda?
– Lo… es…, sí… –dijo Gordon.
– ¿Y no es de usted esa cosa? –repitió el impío, señalando hacia la librería pornográfica del
otro lado.
– ¿Y qué hay con eso?
– ¡Pues entonces! –gritó Turnbull con acerbo desprecio– Bien se está la religión de la
humanidad en manos de usted; pero lamento haberle molestado hablándole del honor. Míreme
usted, hombre. Yo creo en la humanidad. Yo creo en la libertad. Mi padre murió por ella,
sacrificado en guerra civil. Y yo voy a morir por ella, si es necesario, atravesado por esa espada
que está en el mostrador. Pero si hay algo que me haga dudar, es la vista de esa inmunda cara
gordinflona. Está usted pidiendo que lo aten como un perro o lo aplasten como una cucaracha;
trabajo me cuesta creer otra cosa. No me venga usted con filosofías de esclavo. Vamos a
97
Chesterton. La esfera y la Cruz, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1952, págs. 30-31.
44

batirnos, y nos batiremos en su jardín de usted, y con sus espadas. ¡Cállese! Alce usted un poco
la voz y lo atravieso de parte a parte98.

Es para estos hombres singulares, sin fe y sin cobardía, que Nicolás Gómez
Dávila pudo sentenciar “Los católicos no sospechan que el mundo se siente
estafado con cada concesión que el catolicismo le hace”. Turnbull así lo
percibía:

“hemos de batirnos dondequiera; porque, como usted dice acertadamente, cada uno
hemos descubierto la realidad del otro. Uno de nosotros ha de morir, o convertirse. Yo solía
pensar que los cristianos eran todos hipócritas, y sólo me inspiraban sentimientos blandos.
Ahora sé que usted es sincero, y mi alma está rabiosa contra usted. Por el mismo estilo, usted
creería, supongo yo, que todos los ateos pensaban que el ateísmo les dejaría libres para la
inmoralidad, y, no obstante, en su corazón era usted tolerante con ellos. Ahora sabe usted que
yo soy un hombre honrado, y está usted rabioso contra mí, como yo contra usted” 99.

Es el misterio de las almas el que dibuja Chesterton en La esfera y la Cruz.


La historia de dos vidas, y la historia de muchas vidas.
La Fortaleza es virtud fundamental, testimonio como dice San Agustín de la
presencia del mal en el mundo. Las Sagradas Escrituras muestran el drama que
ocurre en el corazón del que ha sido tocado para ver un poco más que los demás,
debiendo anunciar la Verdad y prevenir a su prójimo. Si los falsos profetas se
caracterizaban por practicar el halago y la demagogia, así como por anunciar
prósperos futuros, los verdaderos eran reconocidos porque exigían a sus oyentes
sin practicar concesiones de ninguna especie:

“Tú me sedujiste, ¡oh Yavé!, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y fui vencido.
Ahora soy todo el día la irrisión, la burla de todo el mundo. Pues siempre que hablo tengo que
gritar, tengo que clamar: «¡Ruina y devastación!»”.

El santo pasa por un momento de prueba: “Y todo el día la palabra de Yavé


es oprobio y vergüenza para mí”; “me dije: «No me acordaré de él, no volveré a
hablar en su nombre»”. Pero Dios no dejó de señalar el camino a estas almas
atormentadas, para que den testimonio. En ellas, la verdad “es dentro de mí como
un fuego abrasador, encerrado dentro de mis huesos, y me he fatigado por
soportarlo, pero no puedo”100.

IX. Fidelidad al Logos

“La verdadera sabiduría tiende a unir. La sabiduría del mundo


tiende a amalgamar elementos que no pueden unirse,
y, cuando ve que los tiene yuxtapuestos, cree que los ha fundido.
Desde el punto en que dos elementos coexisten,
el mundo imagina que están unidos.
98
Ídem, pág. 36.
99
Ídem, pág. 42.
100
Jeremías 20, 7-9.
45

El hombre de mundo no teme hacer daño. Pero teme chocar.


No conoce las armonías, pero sí las conveniencias”.
Ernest Hello

Vayamos a la última virtud que brevemente examinaremos. Estamos


hablando de la Fidelidad: la fidelidad al logos.
La palabra que define es propia de los hombres definidos. La claridad en la
expresión, la claridad lograda y el correcto uso de los vocablos y los términos,
evitando en lo posible la equivocidad, son signos que hablan de honestidad y
lealtad. Claro que hay vocablos natural o convencionalmente polisémicos, pero
un uso honesto de las palabras busca evitar su mención si al hacerlo pudiera
seguirse una eventual ambigüedad que afectara la comprensión exacta del tema
abordado, siendo dañina para los oyentes.
El logos y la ética van muy unidas en el hombre. La palabra que define es
propia del hombre definido, con convicciones, que ama, pelea y combate. Que
piensa pugnativamente. Combatir al error es puesto por Santo Tomás como uno
de los oficios del sabio, al comienzo de la Suma contra Gentiles:

“así como propio del sabio es contemplar, principalmente, la verdad del primer
principio, y juzgar de las otras verdades, así también lo es luchar contra el error”101.

         La palabra que no define y el discurso que deliberadamente elige los


vocablos más elásticos y polisémicos, son, por el contrario, la palabra propia de
los hombres sin definiciones. Incapaces del sí, incapaces del no.
Paradójicamente, no hay nadie como ellos que conozca lo que valen las
palabras; no hay nadie como ellos que perciba el compromiso que conlleva el
pronunciarlas, el costo que implica el decirlas.
Pero como –siguiendo nuestra hipótesis– su voluntad está en el mal,
precisamente porque quieren eludir el sacrificio y el esfuerzo que toda postura
definida conlleva, existen hombres que omiten el uso de la palabra concisa, clara
y precisa, sustituyéndola por otra que sea lo suficientemente elástica para admitir
diferentes interpretaciones:

“Las palabras, ante todo, significan las cosas, y a las cosas nos conducen. Pero al
mismo tiempo y siempre, poseen una carga emocional y aún una resonancia mítico-mágica.
Las palabras predisponen el ánimo, desde aquellas que nos fascinan hasta aquellas otras que
hieren nuestra sensibilidad o nos escandalizan. De aquí que el término final de tantos diálogos
o ‘consensos’ humanos consista hoy en lo que se llama ‘buscar la fórmula’. Lo que quiere decir
hallar un conjunto de términos atractivos para todos o que no molesten a nadie o que molesten
por partes iguales, aunque tal fórmula resulte semánticamente ambigua o no quiera decir
nada”102.

Suma contra Gentiles, Libro I, Cap. I.


101

Rafael Gambra. El lenguaje y los mitos, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Nueva Hispanidad, 2001, págs.
102

39-40.
46

Así, el auditorio en un primer momento queda desconcertado; pero luego


se inclina a interpretar el discurso en el sentido que le parece verdadero.
Pierde su carácter principal el discurso o texto, para ser reemplazado por el
punto de vista de interlocutor. La noción de lectura suplanta la noción de
conocimiento de la cosa –o del texto, del discurso–, sustituyendo la fuerza constrictiva
de la cognición unívoca por una posible pluralidad de lecturas. El sentido literal del
discurso es el fundamento de los demás, y todo lo que quiera extraerse de él debe
apoyarse en éste.
Si es una autoridad quien habla de esta forma, su culpabilidad aumenta
pues teniendo el deber de enseñar, ante la presencia de dudas y confusiones,
omite definir, elude definir. Peca por omisión: no quiere ser luz. Se entiende esto
respecto de quienes tienen el deber de enseñar; por eso –dice Santo Tomás–
“hasta el mismo silencio de quienes deberían hacer frente a cuantos pervierten la
verdad de la fe sería la confirmación del error”. Teniendo presente el Santo que
puede haber, como es natural, el caso de quien habla de más –cometiendo
imprudencias– avisa sin embargo respecto del riesgo contrario, citando a San
Gregorio:

“Como la palabra imprudente arrastra al error, el silencio indiscreto deja en el error a


aquellos que podían haber sido instruidos”103.

Muchas veces, la confusión actual obliga a definir las nociones. Piénsese


en cómo los activistas e ideólogos que prepararon el terreno de la Revolución
Francesa se engalanaban, v. gr., de la palabra libertad, entendiendo por ella la
licencia y el permiso para cometer toda clase de atropellos. Aún hoy día continúa
esa torcida concepción respecto de la libertad, razón por la cual esta noble
palabra –Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres– exige muchas
aclaraciones.
Definir significa marcar el fin, el límite, la línea y el contorno de las cosas:
“A partir de aquí esto es, a partir de allí esto no es”. La definición implica un “sí”
tanto como implica un “no”. El lenguaje es naturalmente una definición, pues
para hacernos entender debemos decir algunos sí y muchos no.
Haciendo uso deliberado y malintencionado de las palabras más ambiguas
y polisémicas, se define equívocamente; lo cual equivale a no definir. El hombre,
de esta manera, comete una injusticia: se ha refugiado en la equivocidad de los
términos para dejar contentos a la mayor parte de su eventual auditorio, tal como
la cita de Rafael Gambra lo ponía de relieve.
El mal se haya en el deseo de permanecer en la confusión sin desear la luz
que define, que traza los límites, pues esta luz compromete. De haber demasiada
luz habría oposición de muchos y la desordenada sensibilidad, junto con los
respetos humanos, desea no chocar con las mayorías. De haber demasiada luz, los
actos desordenados de los hombres no pueden quedar sin condena. También será

103
II-II, q. 10, art. 7, corpus.
47

duro el juicio de León Bloy respecto de quienes tienen el deber de enseñar y


definir, pero omiten hacerlo:

“Los predicadores modernos, seguramente para alejar la sospecha de fanatismo, han


inventado lo que con modestia llaman la Palabra de Dios. Consiste el invento en parlotear
horas enteras esquivando con perfecta habilidad el sí y el no”104.

La mejor doctrina nos previene de la tentación de debilidad por la cual


somos movidos a ocultar la lámpara debajo del celemín; nos advierte que no
debemos temer sembrar la verdad, aunque nos duela, ni desistir en la predicación
de lo que las cosas son:

“No vaciles jamás en la defensa o enunciación o elogio de la Verdad, el Bien y la


Hermosura. Son tres nombres divinos que trascienden al mundo, y es fácil deletrearlos en las
cosas. No los traiciones, aunque te flagelen…”105.

La mejor doctrina, entonces, nos previene de la política del avestruz,


exhortándonos a dar testimonio; sabiendo que en el Último Día no será el mundo
el que juzgue a Cristo: será Nuestro Señor el que juzgará –ya lo ha juzgado– al
mundo.
Un ejemplo histórico pondrá en evidencia lo valioso de esta virtud, así
como la perfidia que radica en este mal.
Tan importante resultó la fidelidad para, entre otros, el Sumo Pontífice Pío
X, que elaboró la formulación de un juramento para los sacerdotes, a fin que
dieran su palabra –en el momento de la ordenación– de cumplir lo dicho en él.
Este juramento, conocido como el Juramento Anti Modernista –en abierta
oposición con la herejía homónima– hacía un especial hincapié en la fidelidad al
sentido invisible de las expresiones visibles. Por eso, entre alguno de sus
párrafos, puede leerse lo siguiente. El futuro sacerdote debía decir:

“recibo sinceramente la doctrina de la fe que los Padres ortodoxos nos han transmitido
de los Apóstoles, siempre con el mismo sentido y la misma interpretación”.

En aquél momento, el principal ardid de los herejes era conservar la


formulación externa del dogma, vaciando su significado interno. Por eso
desenmascaraba el Padre Castellani esta tramoya, la cual no se la crea menos
vigente que antes:

“Los modernistas no niegan la letra de ninguno de los dogmas; dicen que Cristo es
Dios, que la Iglesia es verdadera, que creen en la Gracia y que los Sacramentos son válidos,
pero los vacían todo dándoles un significado humano…”

Sólo puede haber un único centro. O es Dios, o es el hombre, divinizado e


idolatrado. Así, pues, los modernistas consideran todos los puntos mencionados
104
León Bloy. Exégesis de los lugares comunes…, ídem, pág. 254.
105
Leopoldo Marechal, Didáctica..., ídem, 16.
48

de la doctrina católica de esta manera: “son como signos de la grandeza del


hombre, de la divinidad del hombre”. El modernismo así comporta “una
tentación de humanizarlo todo, que fue la tentación más grande en toda la vida
de la Iglesia y que será también la gran herejía del Anticristo, que va a implantar
la adoración del hombre, de las obras del hombre y se va a hacer adorar él
mismo como Dios, según está revelado por San Pablo”106.
La trampa consiste en conservar el signo visible alterando la significación
invisible, es decir, alterando deliberadamente el sentido de la afirmación o de la
negación. De ahí que no baste –aunque sea deseable– la identidad de las palabras
y vocablos externos utilizados, por más tradicionales y ortodoxos que fuesen. Es
necesario que junto a la unidad de expresiones, se de la unidad de significaciones;
dice el juramento que

“rechazo absolutamente la suposición herética de la evolución de los dogmas, según la


cual estos dogmas cambiarían de sentido para recibir uno diferente del que les ha dado la
Iglesia en un principio”.

Los sacerdotes entonces debían rechazan el error. Afirmaban la verdad y


rechazaban el error, deshaciendo todo posible equívoco.

“Igualmente, repruebo todo error que consista en sustituir el depósito divino confiado a
la esposa de Cristo y a su vigilante custodia, por una ficción filosófica o una creación de la
conciencia humana, la cual, formada poco a poco por el esfuerzo de los hombres, sería
susceptible en el futuro de un progreso indefinido”.

Notable es cómo la fidelidad a la fe verdadera, ahora toca un punto


filosófico bastante delicado, como es la relación entre la religión revelada y la
filosofía. Más allá de las diferentes opiniones al respecto –si es posible una
filosofía cristiana, o no lo es–, el Juramento entonces declaraba falsa toda postura
que sugiriera abierta o disimuladamente que la verdad revelada fuese “susceptible
en el futuro de un progreso indefinido”.
Nótese que el Juramento no condena ni la profundización de la fe, ni
reprueba una mayor inteligencia de los misterios, sino que lo rechazado es el
reemplazo de lo que siempre se creyó como fe católica por contenidos
contradictorios con ella, reemplazo el cual tiene su origen en los desórdenes del
corazón del hombre, más preocupado por sus propios “descubrimientos” que por
ser fiel custodio de la palabra divina.
Estos «descubrimientos» –que por supuesto eran presentados como las
últimas novedades, necesarias para estar “a la vanguardia” y no ser rechazados
por los devotos del cambio por el cambio–, captaban la atención de los incautos y
engañaban a aquellos que identificaban ciegamente lo bueno con lo novedoso. En
el fondo, había un rechazo al magisterio de la Verdad para reemplazarlo por el

106
Castellani. Catecismo para adultos. 16 lecciones sobre el Verbo Encarnado, Buenos Aires, Ediciones Patria
Grande, 1979, pág. 25-26.
49

magisterio del Yo, razón por la cual se aplica perfectamente aquello que dice: “de
la vanagloria proviene la presunción de novedades”107.
Final del Juramento:

“Para concluir, sostengo con la mayor firmeza y sostendré hasta mi ultimo suspiro, la fe
de los Padres sobre el criterio cierto de la verdad que está, ha estado y estará siempre en el
episcopado transmitido por la sucesión de los Apóstoles; no de tal manera que esto sea
sostenido para que pueda parecer mejor adaptado al grado de cultura que conlleva la edad de
cada uno, sino de tal manera que la verdad absoluta e inmutable, predicada desde los orígenes
por los Apóstoles, no sea jamás ni creída ni entendida en otro sentido”108.

Aquí es donde el Juramento llega a su cenit. Lo que San Pío X quiso fue
que se custodiara y vigilara –en el mejor ejercicio de la fidelidad– las expresiones
externas de la fe católica, los signos visibles, las palabras correctas, las cuales
ciertamente tienen una gran importancia, pues

“Si (como afirma el Griego en el Cratilo)


el nombre es arquetipo de la cosa,
en el nombre de la rosa, está la rosa,
y todo el Nilo en la palabra Nilo”109.

Además, San Pío X estuvo atento a que se preservara principalmente,


además del signo exterior, la vinculación invisible, intelectual y espiritual entre
ese signo y la realidad significada por esos términos. De ahí que el Juramento
condena firmemente todo vaciamiento de las expresiones correctas, a fin que la
inteligencia pueda llegar a tomar contacto con aquello que se pretende significar
por la palabra. Y que la continuidad no sólo de fórmulas sino también de sentido
–es decir, de realidades significadas– haga patente la inmutabilidad de la fe
católica; que ésta fe sea la misma que fue transmitida y revelada desde un
principio por el Señor.
No puede descalificarse a quien defienda la importancia de las palabras
correctas:

–Matar es pecado –dijo el inconmovible montañés–. Verter sangre no es pecado.


–Bueno, no disputemos por una palabra –dijo el otro, bromeando.
–¿Y por qué no? –dijo MacIan con súbita aspereza–. ¿Por qué no habíamos de disputar sobre
una palabra? ¿De qué sirven las palabras si no tienen importancia bastante para disputar sobre
ellas? ¿Por qué escogemos una palabra con preferencia a otras si no difieren entre sí? Si a una
mujer le llama usted chimpancé en lugar de ángel, ¿no habría disputa por una palabra? Si usted

107
San Gregorio en XXXI Moral, citado por Santo Tomás de Aquino en la II-II, q. 10, art. 1, ad 3. La cita
completa es la siguiente: “En cuanto pecado, la infidelidad tiene su origen en la soberbia, que hace que el hombre no
quiera someter su entendimiento a las reglas de fe y a las sanas enseñanzas de los Padres. Por eso dice San Gregorio en
XXXI Moral, que de la vanagloria proviene la presunción de novedades . Se puede decir también que, del mismo modo que
las virtudes teologales no se reducen a las cardinales, sino que son anteriores a ellas, así tampoco se reducen a los capitales
los vicios opuestos a las virtudes teologales”.
108
San Pío X, Motu Proprio Sacrorum Antistitum, septiembre 1910.
109
Jorge L. Borges. El Gólem. Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, 16a. reimpr., 1987, pág. 885.
50

no quiere discutir sobre palabras, ¿sobre qué va usted a discutir? ¿Pretende usted convencerme
moviendo las orejas?110.

El ejemplo del modernismo es importante, pero no es el único. Hoy día


también encontramos un vaciamiento del lenguaje. Hay términos nobles que se
rechazan –precisamente por la significación comprometedora que contienen–,
pero hay otros que padecen un vaciamiento de sentido y de significación.
¿Cómo ocurre este vaciamiento del sentido? De este modo: se conserva la
palabra correcta, pero al colocar junto a ella –como si fuese compatible– otras
significaciones contradictorias, se la vacía de contenido.
Ernest Hello retrata de forma impecable esta actitud del hombre
zigzagueante, de la palabra que gambetea la Verdad; el autor retrata aquel
discurso que pretende incluir verdades y errores, no terminando de definirse ni en
un sentido ni en otro. Y con justicia, Hello llama a este espíritu como propio del
mundo, en el sentido evangélico: el mundo por el cual ni siquiera Nuestro Señor
pidió al Padre, en la Última Cena. Es en este sentido que hablamos de la palabra
mundo111.
¿Y por qué este discurso incluye indistintamente verdades y errores?
Porque su principal preocupación es “no chocar”; se pretende mezclar diferentes
concepciones que tomadas en sí son contradictorias, pero que se desea conciliar
haciendo uso de diversos malabarismos lingüísticos. Por eso, quien está
embebido del espíritu del mundo adora el incluir la verdad y el error juntos, para
que aquellos que están en el error vean mencionada su divisa, mientras que
aquellos que están en la verdad crean que “por lo menos” también se menciona
aquélla, consiguiendo estos discursos que los buenos cada vez se ablanden más al
conformarse cada vez con menos. De ahí que Hello dice:

“el mundo, cuando ha mentido, continúa mintiendo; y, si dice la verdad, miente


todavía. La verdad llega a ser mentira saliendo de sus labios. Cuando el mundo dice la verdad,
cree expresar una opinión como cualquier otra”.

Si tenemos presente que el Mundo, en la acepción ya comentada, está


“bajo el poder del Maligno”, entendemos claramente el significado de las
palabras de Hello. Aquí el espíritu del Mundo no está caracterizado por el error
frontal al cual estamos acostumbrados sino por una astuta y pérfida mezcla y
mixtura de errores y verdades. Por eso, cada vez que el mundo pronuncia una
verdad la rebaja, pues sus labios están putrefactos por las tibiezas y
deshonestidades anteriores. La verdad pronunciada se convierte en una
afirmación puramente retórica, una adhesión exclusivamente vocal y de ningún
modo real. Se afirma literalmente algo verdadero y luego se discurre, se continúa
exponiendo como si aquello verdadero no existiese.

Chesterton. La esfera…, ídem, pág. 58.


110

Puede ampliarse esta pluralidad de significados con el artículo del R. P. Alfredo Sáenz SJ. El espíritu del
111

mundo, en Revista Gladius N°1, Bs. As., Ed. Gladius, Año 1, Tercer cuatrimestre de 1984, págs. 7-42.
51

Así se vacía el lenguaje, la palabra y su significación: cuando el carácter


contradictorio de las afirmaciones queda mitigado por la promiscuidad intelectual
de quien osa colocar la verdad y el error en un mismo planteamiento.
La verdad, si es tal, es excluyente: la afirmación verdadera, a la vez que
hace presente un sí, implica al mismo tiempo un no. A la vez que afirma, niega.
A la vez que incluye, repudia. Pero si la verdad no repudia a su contrario, es
decir, si al pronunciar la verdad se “cree expresar una opinión como cualquier
otra”, ocurre un grave escamoteo. Todas éstas son notas del espíritu del mundo,
que como vemos no sólo promulga errores grotescos sino también –y con mayor
eficacia para la confusión– deformaciones de lo bueno.
Nuestro autor, pues, dice que el mundo

“quiere que esa verdad esté rodeada de mentiras y viva en buena inteligencia con ellas.
Quiere que vecindades infames la deshonren; y cuando la ha manchado de tal modo que ya ni
él mismo la reconoce, entonces la tolera, porque ha llegado a ser mentira”.

El mundo se cobra caro este pronunciar esa verdad. Y la compañía que


deliberadamente coloca junto a ella la ofende, porque es la mentira. La nivelación
de lo que es, y de lo que no es; todo en el mismo plano, equivalentes, con tanto
derecho uno como el otro.
Si el verdadero Dios vive en paz con falsos dioses, entonces no es el
verdadero Dios. Y si es el verdadero Dios, no puede vivir en paz con falsos
dioses.
Hello no desconoce el efecto desastroso que tiene para las inteligencias
este discurso zigzagueante:

“aquella mentira es preciosa, pues cubre las restantes, las autoriza, las toma bajo su
salvaguardia, les quita lo que tendrían de demasiado violento, de demasiado crudo, de
demasiado limpio. Esa verdad convertida en mentira por el tono, por el acento, por lo que la
rodea, por el contexto, acaba de confundir el bien y el mal, y las gentes del mundo están
contentas”112.

El filósofo puede mimarlo todo pero puede destruirlo todo. Precisamente


porque conoce el significado, la semántica, las reglas y las funciones del
lenguaje, puede prever inteligentemente a su auditorio. Si usa esto con fines
torcidos, deja de ser filósofo para convertirse en un sofista. La única manera de
deshacer el equívoco es ejercitar el hábito de la distinción; afirmar lo que se
quiere decir, y negar explícitamente lo que no se quiere decir, si necesario fuese.
Si la afirmación sola pudiera no bastar –dada la eventual polisemia o
equívoco de algunas palabras– acude en su auxilio la negación, para manifestar y
hacer patente el verdadero pensamiento del orador.
El hombre definido dirá la verdad sin menguarla ni hacerle descuentos, y
sin pretender cuidar su propia fama de las opiniones del mundo. Definir implica
pues arriesgarse, porque siempre habrá gente que estará disgustada por nuestras
112
Ernest Hello. El hombre…, ídem, págs. 110-111.
52

definiciones, y la voluntad rastrera busca sobre todo eludir la incomodidad de la


definición. Aquí resulta patente que las virtudes morales deban ir en auxilio del
intelecto.
He ahí uno de los signos del verdadero testimonio: la definición, incapaz
de ser realizada por quienes eluden permanentemente el compromiso. Quien se
define no tiene ambiciones, ni desea adular a nadie. Es en estos juicios donde
brilla el ser de las cosas, ajeno a cualquier equívoco.

X. Ejemplo de lo que no se debe hacer

Pero mencionemos algún ejemplo bien actual que ilustre la problemática


de difícil acceso que estamos mencionando.
A principios del 2009 tuvo lugar en Brasil una violación de una niña
seguida por la práctica de un doble aborto. La Conferencia Episcopal brasileña
hizo público que, ante tales casos, la excomunión era automática e inmediata. No
obstante, desde Roma, el Arzobispo Rino Fisichella –Presidente de la Pontificia
Academia para la vida– escribió un artículo publicado en L´Obsservatore
Romano en el cual desautorizaba al clero brasileño, artículo el cual esperamos
resulte de utilidad para entender todas las consideraciones semánticas y
terminológicas vistas; para preservar la identidad de la niña, se usó el
pseudónimo de Carmen.
Leamos algunos fragmentos del mismo artículo113:

“Carmen, en primer lugar, debió ser defendida, abrazada, acariciada con dulzura para
hacerle sentir que estábamos con ella, todos sin distinción alguna. Antes de pensar en la
excomunión era necesario salvaguardar su vida inocente y llevarla a un nivel de humanidad del
cual, nosotros, hombres de Iglesia deberíamos ser anunciadores expertos y maestros. No ha
sido así, y lamentablemente se resiente la credibilidad de nuestra enseñanza que aparece ante
los ojos de muchos como insensible, incomprensible y exenta de misericordia. Es verdad,
Carmen llevaba en su seno otras vidas inocentes como ella, a pesar de ser fruto de la violencia,
y han sido eliminadas; todo eso aún no basta para dar un juicio que pesa como una maza”.

Para la Jerarquía brasileña “el juicio que pesa como una maza” no recae –
obviamente– sobre la niña de 9 años sino sobre los asesinos del niño por nacer.
Vista así las cosas, no se entiende por qué serían contrarias la consideración y
delicadeza para con Carmen, por un lado, y la declaración de la excomunión
expresada por los obispos, por otro; a menos –y ésto es precisamente lo que se
sugiere– que la práctica de la misericordia se encuentre reñida con la práctica de
la justicia.
Veamos otro de estos peculiares párrafos:

“En el caso de Carmen se han encontrado la vida y la muerte. A causa de su corta edad
y de las precarias condiciones de salud su vida estaba en serio peligro por el embarazo. ¿Cómo
actuar en estos casos? Ardua decisión para un médico y para la misma ley moral. Decisiones
113
Cfr. La parte de la niña brasileña. http://elblogdelpadrecarlos.blogspot.com/2009/03/traduccion-del-editorial-
de.html
53

como esta, a pesar de tener una casuística diferente, se repiten diariamente en las salas de
emergencia y la conciencia del médico se encuentra sola consigo misma en el acto de deber
decidir qué es lo mejor que se debe hacer. Ninguno, por lo tanto, llega a una decisión de este
tipo con desenvoltura; es injusto y ofensivo el solo pensarlo”.

Vemos la confusión y mezcla de las cuestiones subjetivas con las objetivas,


no sólo enlazando indebidamente unas con las otras, sino reduciendo y
debilitando la cuestión de fondo, que es la cuestión de justicia: nunca está
permitido cometer un mal moral para conseguir un bien. El fin no justifica los
medios. ¿Qué importancia tiene que la decisión de matar llegue “con
desenvoltura” o sin ella? Es puramente anecdótico. La cuestión de fondo es si es
justo o injusto cometer el aborto, independientemente de cuánto se lo haya
pensado.
Salta a la vista además que la “conciencia del médico” nunca se encuentra
“sola consigo misma en el acto de deber decidir qué es lo mejor que se debe
hacer”, pues lejos se haya el tema del aborto como cuestión de infundadas y
conjeturadas resoluciones, sino por el contrario repleta de contundentes
evidencias. Solo por ignorancia culpable puede desconocer un médico si el
aborto es un crimen. Incluso en el caso que dudara honestamente de ello –
admitido como una hipótesis demasiado difícil, realmente– está obligado a no
obrar hasta haber resuelto su duda, máxime si se haya en juego una vida humana.
Solamente el hecho de preguntarse Fisichella cómo actuar en estos casos,
sugiere de forma astuta y disimulada que la regla universal de que nunca es lícito
cometer un aborto no es tan universal como la enseñanza de la Iglesia prescribe.
Nadie se pregunta cómo juzgar moralmente respecto del robo; nadie se pregunta
cómo juzgar una violación; nadie se pregunta cómo juzgar un acto de terrorismo.
Ahora bien: dar a entender que la respuesta a cómo actuar o cómo juzgar
un determinado caso de aborto requiere “más deliberaciones” que las ya
existentes, implica obviamente que las deliberaciones existentes no son
suficientes. Traduzcamos: la regla general de que “todo aborto es un mal” no es
regla general, y el aborto –artilugio de Fisichella mediante– estaría justificado en
algún caso.

“Carmen ha vuelto a colocar sobre el tapete un caso moral de los mas delicados; tratarlo
apresuradamente no le haría justicia ni a su frágil persona ni a cuantos se han visto
involucrados en los diferentes roles de esta historia. Como cada caso particular y concreto, por
lo tanto, amerita ser analizado en su particularidad, sin generalizaciones”.

Nuevamente se opone dialécticamente la misericordia con la justicia: se


coloca, de un lado, la “delicadeza” para con la niña y se la opone falsamente a la
objetividad del juicio que nos merece el aborto: la intención es demorar siquiera
la justa condena que este acto inicuo nos merece.
Parece poco: únicamente “demorar” la condena. El problema es que
concediendo aquello, consintiendo en que no debemos “generalizar”, admitiendo
que éste caso “amerita ser analizado en su particularidad”, etc., en el fondo lo que
54

el Arzobispo Fisichella está diciendo es que los principios y juicios morales del
Magisterio de la Iglesia podrían eventualmente ser inaplicables a algún caso
concreto.
Ahora bien, un principio –como tal– tiene carácter universal y necesario. Si
un principio deja de tener vigencia en un caso, entonces ya no es un principio.
¿Qué queda de un principio si se encuentra por debajo y no por encima de su
aplicación?
¿Quién podría estar en contra de la delicadeza para con la pobre niña
víctima de la violación? Demagógicamente, se contrapone esta cuestión
subjetiva a la problemática objetiva; al responder a la primera de determinada
manera, se busca vincular y proyectar el primer juicio hacia la segunda cuestión –
como si éste se desprendiera de aquél–, cuando a todas luces se trata de dos
problemas absolutamente distintos. Resultado: una falsa misericordia que
termina pisoteando la justicia.
Lo que se nos está diciendo es que el principio de que “todo aborto
provocado es malo” no es un principio. Por eso desconcierta que más adelante el
mismo Fisichella escriba que

“El aborto provocado siempre ha sido condenado por la Ley Moral como un acto
intrínsecamente malo y esta enseñanza permanece inmutable en nuestros días desde el mismo
inicio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes (…) utiliza de manera
inesperada palabras inequívocas y duras contra el aborto directo. La misma colaboración
formal constituye una culpa grave que, cuando se realiza, lleva automáticamente a la salida de
la comunidad cristiana”.

Si es intrínsecamente malo, ¿por qué lo justifica Monseñor Fisichella?


Con una diferencia de muy pocos centímetros, afirma y niega lo contrario.
En Fisichella tienen lugar simultáneamente el sí y el no respecto de lo mismo:
“siempre” ha sido condenado el aborto provocado, pero en algunos casos
condenarlo así, es propio de “tratos apresurados”.
El final del artículo es realmente escandaloso:

“Carmen, estamos de tu parte. Participamos contigo del sufrimiento que has probado,
quisiéramos hacer de todo para restituirte la dignidad que te fue arrebatada y el amor del que
tendrás aún mas necesidad. Son otros los que merecen la excomunión y nuestro perdón, no
aquellos que te han permitido vivir y te ayudarán a recuperar la esperanza y la confianza, a
pesar de la presencia del mal y la perversidad de muchos”.

Las noticias hablan que la niña, a pesar de su doble embarazo, no tenía


problemas con el mismo. Es decir, que ni siquiera en la falsa lógica de los que
admitirían el aborto en caso de peligro para la madre, hubiese tenido sentido
alguno. Pero aquí hay un ejemplo de la actitud retratada por Hello: ¿Quiénes son
los que “han permitido vivir” a Carmen, sino los médicos que asesinaron
impunemente a sus hijos? Y si “son otros” los que merecen la excomunión,
¿quién no ve que lo que el Arzobispo Fisichella dice es que los médicos que
asesinaron a sus dos hijos no la merecen? Y si no sólo no la merecen, sino que
55

la “ayudarán a recuperar la esperanza y la confianza, a pesar de la presencia del


mal y la perversidad de mucho”, ¿qué queda sino pensar en la aprobación formal
de Fisichella –sumado al escándalo provocado debido a la investidura que porta–
para con este acto injusto y homicida?
Si el Arzobispo “está de parte” de la niña, ¿los obispos brasileños que
declararon la excomunión estarían “en contra” de la pequeña? ¿No es acaso
factible esta interpretación?
No cabe duda que el artículo de Fisichella es, a primera vista, gravemente
ambiguo; penetrando en aquello que se desprende de sus afirmaciones, es justo
calificarlo de frontalmente opuesto a la doctrina de la Iglesia en esta materia.
Ahora bien, alguien podría decir que estamos forzando las palabras del
Arzobispo. Si se tuviera alguna duda de lo que realmente dijo y si se pensara que
tal vez hemos malinterpretado su artículo; si se juzgara que hemos exagerado o
desfigurado el sentido original del texto; si se arguyera que son solamente “malas
interpretaciones” de algo que, en sí, sería verdadero, las declaraciones de los
grupos pro aborto al respecto devolverán las certezas.
Frances Kissling, presidente de honor de Catholics for Choice, escribió el
23 de marzo del 2009, poco más de una semana luego del artículo de Fisichella:

“En un estupefaciente cambio de rumbo en la estrategia del Vaticano, que consiste en


no desviarse de su posición según la cual el aborto no debería jamás ser permitido, incluso
para salvar la vida de una mujer, el más alto funcionario bioético del Vaticano, el Arzobispo
Rino Fisichella, señaló que los doctores que, en Brasil, realizaron un aborto en una nena de 9
años, embarazada de mellizos de 15 semanas, no merecen la excomunión”.

Y también:

“Si los médicos tuviesen conciencia del hecho que alguien, alto en la jerarquía,
reconoce que esas situaciones son dilemas morales en las cuales la conciencia debe decidir lo
que está bien o mal, ellos podrían decidir que ellos pueden ofrecer el servicio de aborto”.

Kissling entendió perfectamente el mensaje de Fisichella: la conciencia


debe decidir qué es lo bueno, qué lo malo. No es ya rectora la ley moral natural,
objetiva, ni las enseñanzas infalibles de la Iglesia que la manifiestan; por eso con
perfecta lógica deduce lo pérfidamente sugerido por Fisichella: los médicos
“pueden ofrecer el servicio de aborto”. Concluye entonces:

“Se puede apostar que un clamor va a elevarse proveniente de los ultraconservadores en


la Iglesia, tal vez una clarificación por el mismo Arzobispo, pero el hecho es que él ha
entreabierto una puerta a través de la cual pueden infiltrarse mujeres, médicos, decididores
políticos. Estoy agradecida por los pequeños regalos”114.
114
Declaraciones de Frances Kisling, presidente de honor de Catholics for Choice, reproducidas por Mons.
Michel Schooyans, Profesor Emérito de la Universidad de Lovaina. Memorándum, trabajo entregado a todos los
miembros de la Curia Romana, con fecha 6 de junio de 2009, a propósito de las declaraciones realizadas por el
Arzobispo Rino Fisichella el 17 de marzo en la publicación L´Obsservatore Romano. El Memorándum puede
leerse en Internet: http://promoverlavida.blogspot.com/2009/06/memorandum-de-michel-schooyans-la-curia.html.
Reproducimos solamente el punto 2 en el cual formula su acusación al Arzobispo: “El argumento central de RF (Rino
56

¿Es suficiente?
Pero si, tal vez, alguien pensara que criticando al Arzobispo estamos
cometiendo un pecado contra la autoridad, una falta de humildad y de obediencia,
le recordaríamos cortésmente que este jerarca está defendiendo el asesinato de
una persona:

XI. La luz de la Luz, la palabra de la Palabra

La fidelidad al logos, que es Dios mismo, el Verbo, la Palabra, Jesucristo,


exige al intelectual católico la pronunciación responsable, pedagógica y
testimonial de la verdad que conoce.
Pronunciar la palabra es cosa seria. No únicamente por las implicancias
morales que hemos desarrollado, sino además porque toda palabra, en el fondo,
es una participación de Otra Palabra superior. Y si la perfección de la palabra está
en tender siempre hacia su máxima conformidad con Ella, el lenguaje humano no
debe volverse deliberadamente equívoco, no puede convertirse
intencionadamente en confusión, en ambigüedad, en constantes elipsis.
Tan necesario como predicar una palabra concisa, como poseer una recta
semántica, es no admitir en boca de otros sino lo mismo.
Por esto San Pablo decía a los gálatas que se cuidaran de aquellos espíritus
afanosos de novedades:

Fisichella) es que el doble aborto estaba justificado por la compasión para con la niña, y por compasión para con los médicos
que ejercieron su libertad de elección. RF no recomienda la compasión para con los mellizos abortados. Constatemos
simplemente que RF admite aquí el aborto directo”. Todas las negritas son nuestras.
57

“Pero aún cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio
distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como lo tenemos dicho, también ahora lo
repito: Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema!”115.

Aquí se entrecruzan y casi confunden la fidelidad al logos con la


honestidad intelectual, la cual podrá llevarnos eventualmente a dar testimonio de
la verdad conocida incluso frente a quienes la niegan a sabiendas, a fin de
exhortarlos a abandonar su mal camino. Y ay de nosotros si calláramos debiendo
hablar:

“Así dice el Señor: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel;
cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado:
«¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que
cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre;
pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta,
él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida»”116.

Late con fuerza que sólo podemos pronunciar ante los hombres aquella
palabra que define, si primero la hemos pronunciado interiormente, si la hemos
contemplado en el verbo interior, del cual la expresión oral y sensible será su
natural consecuencia. Pero el acto de pronunciar la palabra humana puede
adquirir una seriedad aún mayor:

“Si queremos buscar entre las actividades propias del hombre, la que está más próxima
y es más semejante al Acto de Crear, la encontraremos en la actividad intelectual más pura y
más desprendida de lo material; el acto de conocer, de comprender, de afirmar objetivamente
lo que es; o lo que es lo mismo, el acto de nombrar un ser, de llamarlo por su nombre,
indicando quién es y haciéndolo venir a presencia”.

Pues así como Dios, según nos enseña el Génesis, llamó al ser a todas las
cosas por el poder de Su Palabra, también nosotros –guardando la distancia de la
creatura al Creador– convocamos a los seres cuando pronunciamos su nombre.
Hablar, pronunciar, mencionar algo o alguien implica ponerlo en la conversación
con el otro, como si estuviera físicamente allí, cuando evidentemente está muy
lejos. Que la palabra prorrumpa en el medio de la neblina y la confusión es de
una importancia fundamental: ya las cosas no son las mismas. Ya no se puede
hacer nadie el distraído. Llega el momento de las definiciones. La confusa
vaguedad de la materia sin significación queda reducida a la unidad de la palabra,
y con ella, a la unidad de la significación; y esta palabra tiene su fuerza porque
ella es portadora de ser. La palabra porta el ser, lo lleva consigo, es vehículo de
ser. Y si el ser que ella porta es tremendo, la fuerza de la palabra será terrible. Es
el maravilloso misterio del lenguaje humano: donación de ser, portación de ser,
manifestación de ser.

115
Carta a los Gálatas 1, 8-9.
116
Ezequiel 33, 7-9.
58

Jordán Bruno Genta explica dónde está colocada principalmente esta


semejanza entre la pronunciación de la palabra humana y divina: “en la actividad
artística que realiza la belleza, la parte que es realmente análoga a la Creación
divina, no es la acción ejercida sobre una materia –arcilla, mármol, tela, sonido,
etc.– sino la parte de visión, de intuición, de sugerencia de la idea en lo sensible
mismo”.
Es más verdadero, es más obra de arte, la contemplación que el Filósofo o
el Artista tienen en su interior, que su manifestación externa. El verdadero arte es
aquel chispazo de inteligibilidad, aquella inspiración que gratuitamente Dios
pone en el entendimiento:

“Hablar con propiedad, llamar a las cosas por su nombre, saberlas distinguir y
jerarquizar; esta actividad especulativa, teórica, cuya plenitud se alcanzaría en la
Contemplación pura, es la que mejor y más adecuadamente nos permite comprender el Acto de
la Creación”117.

En realidad, al fin y al cabo, es Dios mismo el verdadero Poeta, como lo


llama Gerardo Diego; Él revela en nuestras mentes la melodía de la creación. De
la mano del Padre Castellani, reproducimos bellamente lo dicho con tosquedad;
cantándole a Dios, pone en boca del Angélico estas palabras:

“Luz de la luz y rosa de la rosa


foco y fuente de todo lo que es vida
que pretendo apresar con mi atrevida
torre de silogismos rigurosa…

Tripersonal natura misteriosa


inaccesible intelectual guarida
de quien el hombre sueña y el suicida
muere, y el cosmos vive, el ángel goza...” 118.

Luz por la que vemos, y no luz que vemos. Nuestra luz es luz de la Luz, y
Dios es para nosotros Palabra de nuestras palabras.

XII. Conclusión

La verdad sin caridad sería como un platillo que retiñe –sin alcanzar su
plenitud, pues es convertible con el bien– así como la caridad sin verdad sería
ciega. El hombre debe luchar en su interior por armonizar y conciliar estas dos
potencias y facultades espirituales.
Esta primacía de la Verdad, claro está, no debe implicar el decirla faltando
a la caridad con las personas. El Eclesiastés dice bien que hay un tiempo para
cada cosa. Esta caridad, unida a la mesura, el tacto, la prudencia, que uno debe
117
Genta, Jordán Bruno. La idea y las ideologías, Buenos Aires, Ediciones del Restaurador, 1949, pág. 210.
118
La poesía lleva por nombre “Oración de Santo Tomás por la sabiduría”. Así continúa: “En piedra de razón, luz
de sagrario/ y cemento de humano pensamiento/ de mi Summa el andamio extraordinario/ he levantado en inaudito intento.../
Quiero que un soplo tuyo lo haga viento/ lo haga música mística tu aliento/ y un rayo lo haga polvo de incensario”.
59

tener para decir la verdad, no se ejercita –por cierto– por respeto al error, sino
más bien por respeto a la persona. Es el cumplimiento de lo enseñado por San
Agustín: odiad el error, amad al que yerra.

“el hombre que vive según Dios y no según el hombre, es necesario que sea amigo de lo
bueno, de donde se sigue que aborrezca lo malo; y porque ninguno naturalmente es malo, sino
que es malo por su culpa y vicio, el que vive según Dios debe aborrecer de todo corazón a los
malos, de suerte que ni por el vicio aborrezca al hombre, ni ame el vicio por el hombre, sino
que aborrezca al vicio y ame al hombre, porque, quitando el vicio, resultará que todo deba
amarse y nada aborrecerse”119.

Ambas, Verdad y Caridad, se entrelazan hasta casi confundirse. Por eso,


Pieper dice en su Defensa de la Filosofía que “contemplación quiere decir lo
mismo que mirada amorosa, algo así como fijar la mirada sosegadamente en el
amado, envolverlo con la mirada”120.
Y precisamente por eso, tiene lugar aquella santa ira que lamentablemente
muchos lectores de Santo Tomás no conocen:

“Quienquiera que ama la verdad aborrece el error y este aborrecimiento del error es la
piedra de toque mediante la cual se reconoce el amor a la verdad. Si no amas la verdad, podrás
decir que la amas e incluso hacerlo creer a los demás, pero puedes estar seguro de que, en ese
caso, carecerás de horror hacia lo que es falso, y por esta señal se reconocerá que no amas la
verdad”121.

Ese horror hacia lo que es falso, como dice Hello, es uno de los signos del
verdadero amor. El verdadero amor engendra odios. San Pablo habla del amor
en Cristo, el cual no puede sino alegrarse sólo en lo que es:

“El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se


envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el
mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija en la verdad”.

No sería del todo errado afirmar que la palabra conocimiento se dice de


muchas maneras; existe desde luego un conocimiento empírico, un conocimiento
racional, científico, etc. Pero, ¿cuál es acaso el primer analogado del
conocimiento? ¿Cuál es la realidad que es principalmente significada con la
palabra conocimiento?
Creemos que este primer analogado del conocimiento es el amor. Porque el
amor, el amor verdadero, se hace uno con lo que ama, lo toca, lo palpa. Y esta
unidad entre lo conocido y quien conoce es también llamada conocimiento. San
Juan sentenció que es de saber que el alma más vive donde ama que en el cuerpo
donde anima. Pero no se llega por uno mismo a amor verdadero:

119
San Agustín, Ciudad de Dios…, Libro XIV, cap. VI, pág. 313.
120
Josef Pieper. Defensa de la Filosofía…, pág. 61.
121
Ernest Hello, citado por el Padre Alfredo Sáenz SJ, Siete virtudes olvidadas, Ed. Gladius, Buenos Aires, 2005,
pág. 142.
60

“Hay dos clases de conocimiento de la verdad. 1) Uno, se obtiene por la gracia. 2) Otro,
por la naturaleza. El que se obtiene por la gracia, a su vez, se divide en otros dos: Uno que es
solamente especulativo, como el de aquel a quien se le revela algún secreto divino. Otro, que
es afectivo y produce el amor de Dios. Este es el que propiamente pertenece al don de la
sabiduría”.

Aquí Santo Tomás está hablando del conocimiento de los demonios;


entender el final de la cita nos abrirá la comprensión de lo que venimos diciendo.

“En cuanto al tercer género de conocimiento, están totalmente privados, como también
lo están de la caridad”122.

Hasta tal punto existe una relación entre la caridad y la verdad, que el estar
privados de esta virtud nos ciega respecto de la luz de las cosas. El amor nos hace
ver algunas cosas para la cual la sola razón no basta. Y el amor es conocimiento:
“Satán es aquél que no ama, decía Santa Teresa; y Santa Brígida oyó salir de la boca del
maldito esta confesión terrible. Satán, hablando a Jesucristo, le dijo estas palabras: Oh Juez,
soy la frialdad misma.
Quien no ama, no es nada, dice San Pablo”123.

El conflicto entre Verdad y Amor es sólo aparente. Ocurre más en nuestra


mente, es decir, como dificultad propia nuestra de comprenderlo, que en sí
mismo, en su realidad tal como es. Su Fuente, Origen, Manantial, es la Santísima
Trinidad. El Verbo, la Inteligencia, engendra el Amor. Y el Amor es Eterno e
Increado como el Verbo, procediendo por espiración eternamente:

“El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre. El amor está no sólo en el Padre; no sólo
en el Hijo; es algo entre ellos. El Padre se deleita con el Hijo, a quien ha engendrado; el Hijo se
deleita con el Padre, que le engendró; se contemplan mutuamente, se aman mutuamente, se dan
y se unen en el amor, en un amor tan poderoso, tan profundo y tan perfecto, que forma entre
ellos un lazo amoroso. El amor en ese punto no puede expresarse sólo por palabras… El amor
en tal grado no habla, no grita, se expresa como lo hacemos en algunos momentos inefables:
con un suspiro. Y ese suspiro de amor no es un suspiro pasajero como ocurre en nosotros, sino
un Espíritu Eterno, y ese Espíritu Eterno es el Espíritu Santo”124.

Finalizamos estas páginas con un testimonio de conversión. Nos referimos


al caso de Andrew Norman Wilson, novelista, biógrafo y articulista de renombre
en la prensa británica. El pasado 2 de abril de 2009 anunció su regreso a la fe en
un artículo publicado por “New Statesman”. Reproducimos parte de la noticia 125,
cerrando las páginas de nuestro trabajo:

122
I, q. 64, art. 1, corpus.
123
Ernest Hello. El hombre…, ídem, pág. 85.
124
P. Stephen J. Brown, Realidad de Dios, Ed. Planeta, Barcelona, 1958, pág. 147.
125
http://escandaloynecedad.blogspot.com/2009/05/reconocido-escritor-ingles-regresa.html
61

“Tras su salida del ateísmo, Wilson reprocha la ceguera de sus antiguos compañeros de
viaje: «Cuando pienso en mis amigos ateos, incluido mi padre, me parece que estoy ante
personas que no tienen oído para la música, o que nunca han estado enamorados».
No han descubierto –como creen ellos– el tremendo engaño de la religión (…) El
problema es que no se han dado cuenta de algo muy sencillo. Quizá es demasiado obvio para
entenderlo; tan obvio como los amantes creen que deben estar juntos, o tan obvio como la
decisión final del que se fuga”.

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Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, extractada de: LINK


Comentario al De Caelo et Mundo de Aristóteles ¿Levantarlo en el
Corpus Thomisticum? Lo dirige Alarcón.
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Comentario de la Ética de Aristóteles: Buscarla también el Corpus


Thomisticum.
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Thibon, Gustave. El equilibrio y la armonía, Rialp, Madrid, 1978.

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http://escandaloynecedad.blogspot.com/2009/05/reconocido-escritor-ingles-regresa.html
http://elblogdelpadrecarlos.blogspot.com/2009/03/traduccion-del-editorial-de.html
http://promoverlavida.blogspot.com/2009/06/memorandum-de-michel-schooyans-la-curia.html

ÍNDICE

I. INTRODUCCIÓN…………………………………………………………………………………… 1
II. DESARROLLO DE LA CUESTIÓN EN LOS COMIENZOS DE LA FILOSOFÍA…...……….… 8
III. LO QUE SÓCRATES VIÓ Y LO QUE SÓCRATES NO VIÓ........................................................ 10
IV. PSICOLOGÍA DEL PECADOR………………………………………………..…….………...…. 17
V. LAS VIRTUDES MORALES. SU PAPEL EN LA VIDA INTELECTUAL…….…....……...….... 20
VI. PROFUNDIZANDO LAS VIRTUDES. ESTUDIOSIDAD……………………..……………..…. 22
VII. SIGNIFICADO DE LA HUMILDAD EN LA VIDA INTELECTUAL…………………............. 29
VIII. EL INTELECTUAL NO DEBE SER TIBIO. LA VIRTUD DE LA FORTALEZA…….……….33
IX. FIDELIDAD AL LOGOS.…...……………………………...…...................................................... 39
X. EJEMPLO DE LO QUE NO SE DEBE HACER…………………………....................................... 45
XI. LA LUZ DE LA LUZ, LA PALABRA DE LA PALABRA……………………...………………. 50
XII. CONCLUSIÓN…………………………………………………..…………...…………………... 52

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