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“Yo no tengo interés en pertenecer a un club que admita socios como yo”. Esta
es una frase célebre de Groucho Marx. Se trata, claro está, de una broma en la que se
pone en juego la paradoja de la autorreferencia. Pero es común que, detrás de una
broma, se escondan agudas verdades. La ambición suele ser más fuerte que la
autocrítica. De modo que muchos querríamos pertenecer a grupos en los que no sabemos
si seríamos aceptados. Y no es raro que, una vez admitidos, busquemos restringir o
torcer las reglas para rechazar a otros semejantes a nosotros.
En efecto, para que haya diálogo es preciso que se cumplan cuatro condiciones.
La primera es que haya por lo menos dos personas. De otro modo, sólo habrá un
monólogo o un soliloquio, definible como el discurso cuyas partes dependen todas de
una misma voluntad y de un mismo sistema de pensamiento, aun cuando éste contenga
dudas o conflictos no resueltos.
La segunda es que haya por lo menos dos posiciones, cualquiera sea la magnitud
de la diferencia que entre ellas se observe. De otro modo, habrá un unísono, un dúo, un
coro: todos los participantes dirán lo mismo. Acaso con distintas palabras, todos sabrán
que expresan las mismas afirmaciones.
Una parte importante del código en el que la gente busca (a veces) entenderse es
la teoría. En rigor, el pensamiento práctico no existe, ya que cualquier conducta es
guiada por lo que consideremos nuestro conocimiento de la realidad y por nuestro deseo
de mantener o modificar esa realidad. Todo nuestro pensamiento es teoría: el modo
como identificamos los objetos primero y los clasificamos después ; la estructura de los
conceptos abstractos que construimos y la manera en que los usamos ; los valores que
esgrimimos como deseables (verdad, bien, justicia, belleza) y los medios que
empleamos o predicamos para lograrlos. Y, como resumen de todo esto, la relevancia
que atribuimos a las características a partir de las cuales preferimos trazar unos modelos
antes que otros, ya sea para describir la realidad o para postular el modo como
quisiéramos modificarla.
De modo que, si lo que deseamos es conocer la realidad que nos rodea para
ponerla a nuestro servicio o para guarecernos de sus peligros, nos convendrá trazar para
ella un modelo descriptivo que contenga al menos las características pragmáticamente
relevantes (aquellas capaces de prestarnos utilidad o de causarnos daño). Pero debemos
cuidarnos de incluir cualidades irrelevantes: un esquema demasiado amplio trabaría la
utilidad subjetiva del modelo.
Una fuente de ejemplos de las actitudes que dan lugar a este fenómeno son las
historias nacionales. Cada país tiene sus héroes y sus epopeyas, que a veces son sentidas
por el vecino como personajes y hechos siniestros. Es el caso de Artigas, por ejemplo,
que ha sido rehabilitado por la historia argentina hace relativamente poco. En Uruguay
es como San Martín aquí, pero en la Argentina se lo consideró un personaje
problemático y hasta condenable. El himno nacional argentino contiene aún referencias
peyorativas al “ibérico altivo león”, que han sido escamoteadas de las ceremonias
públicas en aras de la amistad con España. El escamoteo no implica renegar de la
Revolución de Mayo, sino valorar el diálogo más que el símbolo.
Se sostiene con énfasis que la teoría del derecho no debe ni puede ser ajena a la
valoración de sus conductas y a la defensa de ciertos derechos fundamentales. Como el
derecho es uno de los medios por los que cada cual canaliza sus apetencias de lo que
llama justicia, semejante tesis merecería el cálido apoyo de todos, si no fuera porque no
existe consenso acerca de la identidad de tales derechos, ni del valor de cada conducta, y
ni siquiera de la naturaleza que se atribuya al objeto de nuestra ciencia. Hasta la base
empírica nos es negada en buena medida, porque carecemos de consenso acerca de una
teoría para interpretarla. Esto es, de una técnica aceptada para la construcción de
modelos jurídicos descriptivos, no ya valores. Incluso hay quien dice que no hay nada
que discutir.
Esta, desde luego, es apenas una opinión, construida a partir de una propuesta
epistemológica. Pero quienes formulamos una y otra vez esta reflexión quedamos
habitualmente encerrados entre dos fuegos. Las críticas provienen a menudo de sectores
adversarios entre sí que, sin embargo, comparten un interés: el de emplear la teoría del
derecho como arma para combatirse uno al otro o a terceros. Para unos, somos culpables
intelectuales de la corrupción de las costumbres: una vez debatí en Córdoba con un
filósofo del derecho que decía que la culpa de todo la teníamos nosotros, los que
sosteníamos en alguna medida el escepticismo ético. Para otros, somos tecnócratas
cómplices de un sistema injusto de dominio social. Naturalmente, sufrimos la suerte del
neutral: cada bando nos identifica casi con su adversario, situación que, por sí sola,
tampoco es propicia al diálogo.
Y lo más curioso es que para hallarse en tan triste situación no es preciso ser de
veras neutral: no importa con quién simpaticemos, porque lo relevante es que hay algo,
llamado ciencia, que no se sabe bien qué es. La ciencia dispone de un depósito de
conceptos. Muchos ven este depósito de conceptos como un arsenal que hay que tomar
por asalto o que hay que defender. Para unos, porque ahí se guardan las armas con las
cuales se va a defender lo que siempre se tuvo: el dominio del lenguaje jurídico. Para
otros, como el lenguaje jurídico lo tienen los primeros, lo que hay que hacer es terminar
con el arsenal y hablar de otras cosas, en otros términos.
Para eso hace falta crear idiomas comunes, modelos polivalentes, estructuras
conceptuales dotadas de consenso, esto es de un meta-consenso que no requiera
necesariamente compartir la condición de cofrades. Necesitamos, aunque sea para
discutir con sentido, esquemas teóricos en los que coincidan progresistas y
conservadores, ateos, cristianos, judíos y musulmanes, chilenos y argentinos, ingleses y
bolivianos, brasileños y nepaleses, homosexuales y bancarios, poetas y obesos. E
incluso, por qué no, también juristas y abogados.
Para eso hace falta un genuino diálogo. Y para el diálogo, como para el tango,
siempre hacen falta dos.
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