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DIÁLOGO Y DISENSO

por Ricardo A. Guibourg

“Yo no tengo interés en pertenecer a un club que admita socios como yo”. Esta
es una frase célebre de Groucho Marx. Se trata, claro está, de una broma en la que se
pone en juego la paradoja de la autorreferencia. Pero es común que, detrás de una
broma, se escondan agudas verdades. La ambición suele ser más fuerte que la
autocrítica. De modo que muchos querríamos pertenecer a grupos en los que no sabemos
si seríamos aceptados. Y no es raro que, una vez admitidos, busquemos restringir o
torcer las reglas para rechazar a otros semejantes a nosotros.

Si es verdad que, como se afirma, el hombre es un animal racional, todos los


humanos pertenecemos al club de los que razonan; esto es, al grupo de los seres que
elaboran ideas, se las transmiten unos a otros, las comparan, las seleccionan, las
prefieren y las perfeccionan. El intercambio de las ideas depende del diálogo. Por lo
tanto, la idea misma de diálogo suele presentarse como el paradigma del pluralismo y de
la tolerancia, actitudes indispensables para que la crítica, aun la más frontal, se
mantenga en los límites del diálogo fructífero. Pero a menudo el diálogo se emplea
como tapadera de su contrario. Eso sucede cuando se desconocen sus condiciones
básicas y la palabra se usa como arma de guerra.

En efecto, para que haya diálogo es preciso que se cumplan cuatro condiciones.

La primera es que haya por lo menos dos personas. De otro modo, sólo habrá un
monólogo o un soliloquio, definible como el discurso cuyas partes dependen todas de
una misma voluntad y de un mismo sistema de pensamiento, aun cuando éste contenga
dudas o conflictos no resueltos.

La segunda es que haya por lo menos dos posiciones, cualquiera sea la magnitud
de la diferencia que entre ellas se observe. De otro modo, habrá un unísono, un dúo, un
coro: todos los participantes dirán lo mismo. Acaso con distintas palabras, todos sabrán
que expresan las mismas afirmaciones.

La tercera condición es que exista una voluntad compartida de intercomunicarse.


Es extremadamente común que no expresemos los argumentos para convencer al
adversario, sino para enardecer a quienes los comparten, para consolidar nuestro vínculo
con ese grupo y para hacer notar a terceros cuán comprometidos estamos con
determinada causa. Cuando ésta es la actitud que prevalece, no hay diálogo: sólo hay
disputa. El diálogo, en cambio, busca el entendimiento recíproco. Y, en este contexto,
entenderse no quiere decir ponerse de acuerdo. También hay entendimiento cuando cada
uno comprende las razones del otro, aunque no las comparta y aun cuando las combata.
Es cierto que, cuando dos personas desean entenderse entre sí, normalmente abrigan la
esperanza de zanjar sus diferencias, del mismo modo en que, cuando dos comerciantes
buscan comunicarse entre ellos, es probable que pretendan hacer algún negocio en
común. Pero tal resultado no puede garantizarse ni debería esperarse como resultado
necesario de un entendimiento eficaz.

La cuarta y última condición es el uso de un lenguaje compartido. De otro modo,


sólo habrá un diálogo de sordos. Compartir un lenguaje no implica sólo hablar un
mismo idioma: a menudo esto no es siquiera necesario, gracias a los diccionarios
bilingües y a los buenos traductores. Es preciso, en cambio, que los sistemas de
pensamiento de los interlocutores se crucen y entren en contacto al menos en la parte
útil al diálogo del que se trate. O, en todo caso, que alguno de los interlocutores sea
capaz de asumir temporariamente ciertos puntos de vista (quiero decir ópticas, no
necesariamente opiniones) del otro, aunque sólo sea por vía de hipótesis y para el
objetivo de la comunicación. Esta es la condición a la que deseo referirme; aquella que,
por vía de la epistemología, tiene graves implicaciones en la filosofía del derecho.

Una parte importante del código en el que la gente busca (a veces) entenderse es
la teoría. En rigor, el pensamiento práctico no existe, ya que cualquier conducta es
guiada por lo que consideremos nuestro conocimiento de la realidad y por nuestro deseo
de mantener o modificar esa realidad. Todo nuestro pensamiento es teoría: el modo
como identificamos los objetos primero y los clasificamos después ; la estructura de los
conceptos abstractos que construimos y la manera en que los usamos ; los valores que
esgrimimos como deseables (verdad, bien, justicia, belleza) y los medios que
empleamos o predicamos para lograrlos. Y, como resumen de todo esto, la relevancia
que atribuimos a las características a partir de las cuales preferimos trazar unos modelos
antes que otros, ya sea para describir la realidad o para postular el modo como
quisiéramos modificarla.

Las estructuras teóricas en las que inscribimos nuestro discurso dependen de


decisiones metodológicas que adoptamos para nuestro uso y a nuestro riesgo. Nadie nos
dice que adoptemos una de estas decisiones: cada cual sabrá por qué adopta una decisión
en vez de otra. Pero, si nos decidimos por una que no nos conviene, luego tendremos
que pagar las consecuencias. Estas decisiones metodológicas que adoptamos, en su faz
más abstracta, algunos las llaman metafísicas. Prefiero no llamarlas así porque no me
satisface la connotación ontológica que esa palabra tiene, ya que sugiere un mundo de
hechos invisibles y trascendentes, accesibles a ciertos elegidos por medios que no están
al alcance de todos.
Aquellas decisiones dependen, a su vez, de nuestra visión del mundo o de
algunos de sus segmentos, pero no nos comprometen estrictamente con una opinión
determinada. Varias opiniones divergentes pueden coexistir aproximadamente dentro de
un mismo modelo; pero cuántas y cuáles sean esas eventuales opiniones (incluida la
nuestra, claro está) depende de la amplitud del modelo que construyamos para enmarcar
el debate.

Ninguna fuerza trascendente nos constriñe a trazar unos modelos en lugar de


otros, a construir un esquema teórico con preferencia a los demás. Pero, puesto que
seguimos en ello nuestro parecer, más vale que ese parecer (por nuestra propia
conveniencia) concuerde al menos con nuestros objetivos más duraderos.

De modo que, si lo que deseamos es conocer la realidad que nos rodea para
ponerla a nuestro servicio o para guarecernos de sus peligros, nos convendrá trazar para
ella un modelo descriptivo que contenga al menos las características pragmáticamente
relevantes (aquellas capaces de prestarnos utilidad o de causarnos daño). Pero debemos
cuidarnos de incluir cualidades irrelevantes: un esquema demasiado amplio trabaría la
utilidad subjetiva del modelo.

Y, si queremos entendernos con nuestro vecino, será preferible que


construyamos esquemas teóricos en los que los intereses y las inquietudes de él quepan
tanto como los nuestros, más allá de las divergencias que entre ellos puedan observarse
y discutirse. Un esquema demasiado estrecho tiende a trabar la utilidad intersubjetiva
del modelo.

Un modelo demasiado amplio traba la utilidad subjetiva, la mía. Un modelo


demasiado estrecho traba la utilidad intersubjetiva, la utilidad que tiene que ver con el
diálogo (su comprensión por aquellos que no concuerdan con mis opiniones).

Una fuente de ejemplos de las actitudes que dan lugar a este fenómeno son las
historias nacionales. Cada país tiene sus héroes y sus epopeyas, que a veces son sentidas
por el vecino como personajes y hechos siniestros. Es el caso de Artigas, por ejemplo,
que ha sido rehabilitado por la historia argentina hace relativamente poco. En Uruguay
es como San Martín aquí, pero en la Argentina se lo consideró un personaje
problemático y hasta condenable. El himno nacional argentino contiene aún referencias
peyorativas al “ibérico altivo león”, que han sido escamoteadas de las ceremonias
públicas en aras de la amistad con España. El escamoteo no implica renegar de la
Revolución de Mayo, sino valorar el diálogo más que el símbolo.

Situaciones semejantes se dan en otros conflictos menos dramáticos, donde no


por eso la paz es menos obstaculizada. En la construcción de cualquier modelo
descriptivo o de cualquier teoría explicativa, ceñirnos a nuestras preferencias nos provee
un instrumento parecido a un pijama : es muy cómodo para estar en casa, pero poco
apropiado para hacer vida social. En cambio, si tomamos en cuenta la convivencia con
terceros (personas, grupos, países), asistiremos fácilmente a reuniones y asambleas
aunque a veces sintamos ajustado el nudo de la corbata. El asunto es encontrar, yo diría,
una especie de punto medio (si tal cosa fuera posible); un punto de equilibrio entre estos
dos objetivos nuestros: uno, estar cómodos con nuestro modelo y el otro, poder
entendernos con los demás desde el mismo modelo en el que estamos cómodos. Si
queremos estar completamente cómodos, no cabe en él nadie más que nosotros. Si
queremos entendernos con casi todo el mundo, estaremos bastante incómodos. Entre
estos extremos, ¿qué límite juzgaremos adecuado?

El fenómeno aquí descripto se observa en terrenos muy sensibles, aunque tan


poco chauvinistas como la epistemología. En especial en las ciencias sociales.

En efecto, las ciencias naturales se han desembarazado hace siglos de orgullos


sectoriales y definiciones valorativas y se atienen a lo empírico que, si no es un sector
tan objetivo como parece, al menos depende de una intersubjetividad casi
universalmente compartida. Pero las ciencias humanas insisten aún en emplear
esquemas diseñados para el entrecasa axiológico de sus usuarios. Y una de las más
entusiastas en esa actitud es la ciencia del derecho, cuyo discurso se parece demasiado al
de la política. Yo pienso que son demasiado parecidos; otros van más allá: afirman que
son una y la misma cosa.

Se sostiene con énfasis que la teoría del derecho no debe ni puede ser ajena a la
valoración de sus conductas y a la defensa de ciertos derechos fundamentales. Como el
derecho es uno de los medios por los que cada cual canaliza sus apetencias de lo que
llama justicia, semejante tesis merecería el cálido apoyo de todos, si no fuera porque no
existe consenso acerca de la identidad de tales derechos, ni del valor de cada conducta, y
ni siquiera de la naturaleza que se atribuya al objeto de nuestra ciencia. Hasta la base
empírica nos es negada en buena medida, porque carecemos de consenso acerca de una
teoría para interpretarla. Esto es, de una técnica aceptada para la construcción de
modelos jurídicos descriptivos, no ya valores. Incluso hay quien dice que no hay nada
que discutir.

Esta, desde luego, es apenas una opinión, construida a partir de una propuesta
epistemológica. Pero quienes formulamos una y otra vez esta reflexión quedamos
habitualmente encerrados entre dos fuegos. Las críticas provienen a menudo de sectores
adversarios entre sí que, sin embargo, comparten un interés: el de emplear la teoría del
derecho como arma para combatirse uno al otro o a terceros. Para unos, somos culpables
intelectuales de la corrupción de las costumbres: una vez debatí en Córdoba con un
filósofo del derecho que decía que la culpa de todo la teníamos nosotros, los que
sosteníamos en alguna medida el escepticismo ético. Para otros, somos tecnócratas
cómplices de un sistema injusto de dominio social. Naturalmente, sufrimos la suerte del
neutral: cada bando nos identifica casi con su adversario, situación que, por sí sola,
tampoco es propicia al diálogo.

Y lo más curioso es que para hallarse en tan triste situación no es preciso ser de
veras neutral: no importa con quién simpaticemos, porque lo relevante es que hay algo,
llamado ciencia, que no se sabe bien qué es. La ciencia dispone de un depósito de
conceptos. Muchos ven este depósito de conceptos como un arsenal que hay que tomar
por asalto o que hay que defender. Para unos, porque ahí se guardan las armas con las
cuales se va a defender lo que siempre se tuvo: el dominio del lenguaje jurídico. Para
otros, como el lenguaje jurídico lo tienen los primeros, lo que hay que hacer es terminar
con el arsenal y hablar de otras cosas, en otros términos.

En lo personal, prefiero desdramatizar el tema de la función del depósito, que


puede ser útil o no según cómo se lo use, y seguir confiando en las virtudes del libre
debate. Estimo equivocado atribuir a este tipo de opiniones un fundamento ontológico o
ético. Su fundamento es pragmático y tiene su centro en las condiciones intersubjetivas
del diálogo en un momento determinado.

El debate se entabla siempre entre posiciones opuestas, pero para participar en él


es necesario, como en el boxeo, construir un ring de común acuerdo y luego mantenerse
en él. A menudo, nuestras decisiones metodológicas (de las que somos soberanos y a la
vez súbditos) impiden al contendiente subir al cuadrilátero y nos proveen una gratuita
victoria que sólo nuestros íntimos homologan.

Es posible sostener una óptica distinta, que es la que indica la conveniencia de


comprendernos por encima de nuestras diferencias, para eliminarlas si es posible, pero
también para identificarlas, delimitarlas y en el peor de los casos convivir con ellas, pero
sabiendo cuáles son.

Para eso hace falta crear idiomas comunes, modelos polivalentes, estructuras
conceptuales dotadas de consenso, esto es de un meta-consenso que no requiera
necesariamente compartir la condición de cofrades. Necesitamos, aunque sea para
discutir con sentido, esquemas teóricos en los que coincidan progresistas y
conservadores, ateos, cristianos, judíos y musulmanes, chilenos y argentinos, ingleses y
bolivianos, brasileños y nepaleses, homosexuales y bancarios, poetas y obesos. E
incluso, por qué no, también juristas y abogados.

En otras palabras, nuestra definición de los derechos humanos, aunque sea


profundamente sentida, no sirve para integrar el marco teórico si queremos dialogar con
los torturadores. Claro, es probable que ninguno de nosotros quiera dialogar con los
torturadores. Pero cabe preguntarse cómo hacer para no dialogar con ellos ; porque los
torturadores no son sólo los que fueron condenados en los juicios por crímenes de lesa
humanidad: los torturadores están a nuestro alrededor. Yo he hecho varias veces la
prueba de plantear en un grupo el ejemplo clásico del terrorista, el terrorista que puso
una bomba en la escuela y no quiere decir cómo desactivarla; la bomba va a explotar y
matará a trescientos chicos, y se trata de preguntar a la gente qué hacemos : ¿lo
torturamos un poco para ver si nos dice dónde puso la bomba ? Lo normal ha sido que el
ochenta por ciento de las respuestas fueran positivas: era un clamor, todos querían
torturar al terrorista. Y algunos decían: es más, si alguno de los chicos es mi hijo, que
me den la picana para torturarlo yo personalmente. En estas condiciones ¿cómo hacer
para no dialogar con los torturadores? Es claro que podemos y debemos condenarlos;
pero, al hacerlo, ¿en qué lenguaje hablarles? ¿En qué lenguaje hablar con el veinte por
ciento de las personas que no están dispuestas a torturar al terrorista ni siquiera para
salvar algo muy valioso? Hay mayoría de torturadores potenciales: tal vez esta
afirmación sea desesperante; pero ¿es falsa?

De esta manera, nuestra idea de lo justo, constituida en parte fundamental del


lenguaje jurídico, crea una barrera de palabras que nos aísla de los malvados, a la vez
que opera también en sentido inverso. Por otra parte, nuestra indignación por la función
opresiva que en muchos casos los poderosos confían a las leyes, convertida en
descalificación del instrumento normativo, es útil como arma revolucionaria, pero
ofrece dificultades en el debate parlamentario o judicial y promete volverse incómoda
cuando ha de ejercérsela desde el poder. En estos aspectos, deberíamos además recordar
que, no importa cómo nosotros mismos pensemos o sintamos, siempre habrá quien nos
atribuya insensibilidad, maldad o conductas opresoras y no se convenza cuando le
decimos que somos virtuosos, buenos, buena gente y que no queremos mal a nadie.

Muchos piensan que hay verdades morales indiscutibles o conveniencias


políticas evidentes. No me propongo discutir aquí esas tesis: no estoy de acuerdo con
ellas pero no las voy a discutir, las concedo por vía de hipótesis. Pero, aun en ese caso,
es preciso tomar en cuenta que, a la hora de precisar cuáles son aquellas verdades o
conveniencias, se registran en el mundo muchas opiniones divergentes entre sí. Si no
nos proponemos destruir a quienes están en el error, sino tenderles nuestra mano
filosófica para atraerlos a la verdad, tendremos que hallar un lenguaje en el que
podamos entendernos con ellos. Y, como ese debate amenaza ser largo, será preciso
también que acordemos una epistemología más o menos neutral que, mientras tanto, nos
permita dialogar con ellos acerca de temas jurídicos o de cualquier otra naturaleza.

Es preciso, en suma, convertir el mundo del pensamiento en un mercado común


de las ideas, para que cada uno de nosotros compre la que prefiera, pero antes pueda
compararla con las demás que se le ofrecen, dentro de las más estrictas normas de
lealtad comercial. El trazado de un marco común entre los opuestos es el requisito de la
competencia armónica, tanto en el comercio como en el boxeo, en la ciencia como en la
política, en el derecho como en la filosofía.
Sólo mediante el cumplimiento de ese requisito pragmático lograremos hacer del
mundo un lugar donde los hombres de buena voluntad puedan debatir sus asuntos,
adoptar libremente sus decisiones y cooperar entre sí para lograr los objetivos que ellos
mismos se fijen.

Para eso hace falta un genuino diálogo. Y para el diálogo, como para el tango,
siempre hacen falta dos.

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