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Ilustraciones: Kathia Recio
Qué sabemos
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El homicidio de mujeres presenta claras determinaciones de género. La proporción de
muertes por homicidio entre la población joven (de 19 años o menos) así como entre la
población de mayor edad (de 60 años y más), es más elevada entre mujeres en comparación
con los hombres. Es decir, proporcionalmente hablando, se asesina a más niñas y mujeres de
la tercera edad que a niños y hombres de la tercera edad. Por otra parte, la mayoría de los
homicidios de mujeres se da en el espacio doméstico, si bien en los últimos años se
incrementó de manera muy evidente la proporción de homicidios de mujeres ocurridos en la
vía pública. Por último, los medios más crueles de homicidio han aumentado: ahora más
mujeres son asesinadas por arma de fuego, golpes sin armas y violación, ahorcamiento,
estrangulación y ahogamiento, así como por armas punzocortantes; en cambio, en los
últimos 10 años ha disminuido drásticamente la proporción de mujeres muertas por
negligencia y maltrato, así como por envenenamiento o ataques con armas corrosivas.
Además de éstas, existen muchas otras evidencias de que el género —en particular, ser
hombre o ser mujer— se asocia directamente con el riesgo de sufrir una muerte violenta, así
como con la forma, el lugar, las circunstancias y los motivos por los que unos y otras mueren
por homicidio.
Los determinantes del homicidio de mujeres son diferentes de los de los hombres. El
crecimiento de la tasa de homicidios de hombres se asocia a la guerra contra el narcotráfico,
a la existencia de cárteles en la zona y a condiciones de inequidad. El crecimiento de la tasa
de homicidios de mujeres, en cambio, no muestra una asociación con dichos factores, ni con
otras variables socioeconómicas locales. Por tanto, estamos ante indicios que apuntan a la
verosimilitud de la hipótesis feminista que postula la existencia de fuerzas específicas, como
el patriarcado y la desigualdad de género, que le imprimen una dinámica particular al
homicidio de mujeres.1
El 42% del total de mujeres (unidas, solteras, separadas y viudas) ha sufrido alguna forma de
violencia de pareja alguna vez en su vida. Al comparar las tres ediciones de la Endireh (2003,
2006 y 2011), sin embargo, un hallazgo notable se refiere a la tendencia decreciente que al
paso de los años se registra en la prevalencia (contrario a lo que ha ocurrido con los
homicidios). Entre las mujeres unidas o casadas de 15 años y más la violencia física en los
últimos 12 meses pasó de 9.3% en 2003 a 4.4% en 2011; en ese mismo periodo la violencia
sexual cayó de 7.8% a 2.8%; la violencia emocional pasó de 34.5% a 23.3%, y la violencia
económica de 27.3% a 16.1%. Esto parecería indicar que la violencia no letal contra las
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mujeres está disminuyendo, dato que contradice las evidencias respecto a otros tipos de
violencia de género. La Endireh 2016 (que se levantará a fines de este año) permitirá
confirmar o corregir esta hipótesis.
A mayor empoderamiento de las mujeres menor riesgo de sufrir violencia física y sexual.
Además del contexto social en que viven las mujeres, es en el tipo de relación que sostienen
con sus parejas donde radican las claves que explican el riesgo de que sufran (o no) algún
tipo de violencia. Así, en la medida en que se incrementa la participación de los hombres en
las tareas domésticas disminuye drásticamente el riesgo para la mujer de sufrir cualquier
tipo de violencia de pareja.2 La implicación de este hallazgo, en términos de política pública,
es inmediata: hay que promover activamente, a través de campañas masivas y duraderas, la
corresponsabilidad de los hombres en las tareas del hogar. Las razones del efecto protector
de esta variable radican en el carácter invisible del trabajo doméstico (que, a diferencia del
trabajo que se realiza fuera del hogar, sólo se ve cuando no se hace) y en el efecto
concientizador que ejerce sobre quienes comienzan a hacerlo tras largos años de sólo darlo
por sentado.
Otras mediciones del grado de poder con que cuentan las mujeres en su relación de pareja
muestran también claras asociaciones con el riesgo de sufrir violencia. Así, el índice de
autonomía (capacidad de la mujer de decidir por su cuenta cuestiones sobre trabajar por un
pago, ir de compras, visitar a otras personas, comprar algo para sí misma o cambiar su
arreglo personal, participar en una actividad vecinal o política, hacer amistad con alguna
persona o votar por algún partido o candidato) tiene efectos muy claros respecto a la
violencia física y sexual: a mayor autonomía, menor riesgo de sufrir ambos tipos de violencia.
Un patrón un poco más complejo se observa respecto al índice de roles de género (medida en
que las mujeres apoyan una visión más igualitaria entre hombres y mujeres) y el índice de
poder de decisión de la mujer (la influencia efectiva o capacidad de intervención de las
mujeres en el proceso de toma de decisiones en cuestiones personales, sexuales y
reproductivas, de crianza y educación de los hijos, y otras de tipo familiar). En ambos casos,
un mayor empoderamiento de la mujer se asocia a un menor riesgo de violencia física y
sexual, pero a un mayor riesgo de violencia emocional. Cabe suponer que este efecto
“negativo” del empoderamiento con respecto a la violencia emocional será sólo temporal en
tanto que quizás expresa el desajuste de muchos hombres ante los nuevos roles que están
jugando las mujeres.
Las mujeres enfrentan barreras de género para solicitar y recibir ayuda. Pervive una
cultura patriarcal que coloniza tanto las prácticas de los prestadores de servicios de salud y
justicia, como la misma decisión que toman las mujeres acerca de la conveniencia o no de
presentar una denuncia o solicitar atención médica. Sólo un reducido porcentaje de mujeres
presenta cargos contra sus agresores, mayoritariamente cuando se trata de violencia física.
Aunque cierta proporción de mujeres considera haber sido bien atendida, aún sigue
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existiendo una gran falta de preparación de parte de los funcionarios que laboran en las
instituciones médicas y de justicia que les permita ver el problema de la violencia contra las
mujeres como una genuina materia de trabajo.
La intersección entre el género y otros factores. No existe una indagación sistemática sobre
la violencia que sufren las mujeres en ciertos supuestos específicos. Por ejemplo, no sabemos
qué pasa con las mujeres que tienen alguna discapacidad. También carecemos de
información más precisa sobre la violencia que sufren en particular las mujeres migrantes.
(Los testimonios de las que viajan sobre el tren denominado “La Bestia” son sobrecogedores.
La condición de migrante indocumentado constituye una vulnerabilización adicional a las
mencionadas anteriormente, que es urgente investigar en relación al problema de la
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violencia.) Tampoco se ha explorado la violencia a la que están expuestas las mujeres no
heterosexuales, tanto en el ámbito de la pareja como en el familiar, laboral y comunitario. La
literatura de otros países muestra que también en las parejas formadas por personas del
mismo sexo existe un grave problema de violencia, que en este país ha permanecido del todo
inexplorada. Hasta la fecha tampoco se han realizado investigaciones en poblaciones
indígenas con instrumentos en sus propias lenguas, debidamente validados de acuerdo a su
contexto cultural, y con entrevistadoras capacitadas para hacer investigación en dichos
espacios. En síntesis, es necesario investigar los cruces entre el género y la discapacidad, la
migración, la preferencia sexual y la condición indígena.
La importancia estratégica de los análisis regionales. Habida cuenta de que las encuestas
nacionales como la Endireh tienen representatividad estatal, es indispensable realizar
análisis jerárquicos que permitan incluir el papel de los factores estructurales en el nivel
regional. Esto apenas se ha hecho y el resultado ha sido muy revelador, pues las variables
asociadas a la explicación de la violencia funcionan diferente en las diversas regiones. Por
ejemplo, un alto nivel de autonomía de las mujeres, en entidades con menor desigualdad de
género, como la Ciudad de México, es un factor protector contra la violencia; pero ese mismo
nivel de autonomía, en estados con una elevada desigualdad de género, se vuelve un factor de
riesgo.3 Sabemos, entonces, que en materia de violencia contra las mujeres las encuestas
analizadas a nivel nacional apenas tienen un valor indicativo. Para fincar políticas más
eficaces es preciso realizar análisis estatales y regionales.
Violencia contra mujeres por la ex pareja. Una variante que ha permanecido inexplorada
hasta ahora se refiere a la violencia que sufren las mujeres en el contexto de una separación o
divorcio, y por parte de sus ex parejas. Esta violencia se refiere no sólo a los cuatro tipos ya
mencionados (física, sexual, emocional y económica), sino a las distintas formas que puede
adoptar la agresión en estas circunstancias: retención ilegal de los hijos, denegación de la
pensión ordenada por el juez o mutuamente acordada, alteración de la información personal
(como salario) para disminuir el monto mensual a pagar a la mujer, despojo de propiedades,
expulsión de la casa, tráfico de influencias, etcétera. Es importante estudiar este tipo de
violencia pues suele ejecutarse por parte de los hombres en connivencia con otros actores
sociales clave, particularmente abogados y jueces, así como los parientes y otro tipo de
personas. El estudio sistemático de estos atropellos debe permitir desentrañar una de las
variantes del funcionamiento de la sociedad patriarcal, así como su capacidad para activar
recursos y agresiones en contra de las mujeres.
La medición de la violencia en el noviazgo. En los últimos años las encuestas que han
incluido tanto a mujeres como a hombres en sus muestras han reportado resultados
sorprendentes. Es el caso de la Encuesta Nacional sobre Violencia en el Noviazgo (Envin
2007), según la cual 10% de hombres reporta haber sufrido violencia física de parte de sus
novias, contra sólo 3% de mujeres que reporta lo mismo de parte de sus novios.4 Algo similar
ocurre con los datos de la Encuesta Nacional de Exclusión, Intolerancia y Violencia en las
Escuelas Públicas de Educación Media Superior en México (ENEIVEMS 2007 y 2009). De
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acuerdo a esta fuente, casi 26% de los adolescentes varones reporta haber sufrido alguna
forma de violencia en el noviazgo, mientras que esta proporción es de sólo 10% entre las
mujeres. Es necesario dilucidar el carácter de estas cifras. Es posible que estemos ante datos
válidos, en cuyo caso habrá que buscar las explicaciones teóricas adecuadas. Pero también es
posible que estemos ante datos poco válidos ante lo cual habrá que buscar las causas: una
posibilidad, por ejemplo, es que los hombres sobrerreportan la violencia de que han sido
objeto por extrañamiento (la agresión femenina les resulta atípica, de acuerdo a los
estándares de género), mientras que las mujeres subreportan la violencia que han sufrido por
normalización (algunas formas de agresión pueden resultarles típicas de lo que cabe esperar
de los hombres). Es necesario continuar con esta línea de indagación.
Estudios de los agresores, sus motivaciones, sus estrategias, sus justificaciones. También
hace falta desarrollar una línea de investigación que se centre en los agresores de mujeres,
para dilucidar sus motivaciones, sus estrategias y sus “justificaciones”. Un estudio de Segato5
en Brasil con presos por violación permitió formular una de las hipótesis más audaces y de
más largo alcance en relación a los feminicidios de Ciudad Juárez, a saber: que se trata de un
código entre hombres que usan cuerpos de mujeres para comunicarse entre sí y marcar
territorio y jerarquías. La apuesta es que al estudiar a los agresores debe ser posible obtener
elementos para nuevas hipótesis que permitan ampliar el conocimiento que tenemos sobre el
funcionamiento de la sociedad patriarcal y sus articulaciones específicas, en el plano de los
actores/ejecutores, con la violencia contra las mujeres.
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prioridades aquí detectadas. Así evitaremos el riesgo de investigar más sobre cosas que ya
conocemos al costo de postergar innecesariamente la exploración de preguntas de urgente
resolución.
Roberto Castro
Sociólogo. Es investigador titular del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias
de la UNAM. Especialista en violencia de género, teoría social y salud.
1
Valdivia, M. y R. Castro, “Gender bias in the convergence dynamics of the regional homicide
rates in Mexico”, Applied Geography, vol. 45, 2013, pp. 280-291.
2
Casique, I., “Ìndices de empoderamiento de las mujeres y su vinculación con la violencia de
pareja”, en Casique, I., R. Castro (coords.), Retratos de la violencia contra las mujeres en
México. Análisis de Resultados de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones
en los Hogares 2011, Inmujeres, México, 2012, pp. 72-143.
3
Frías, S., Gender, the State and Patriarchy: Partner Violence in Mexico, ProQuest LLC,
Ann Arbor, 2008.
4Castro, R. y Casique, I., Violencia en el noviazgo entre los jóvenes mexicanos, Instituto
Mexicano de la Juventud y CRIM-UNAM, Cuernavaca, 2010.
5Segato, R. L., Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la
antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Universidad Nacional de Quilmes,
Buenos Aires, 2003.
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