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Elsa Drucaroff
MIJAIL BAJTÍN
La guerra de
las culturas
EDITORIAL ALMAGESTO
Colección Perfiles
© Editorial Almagesto
Rodríguez Peña 554, P.B., Dto. “A”, Buenos Aires
Tel.-Fax: (01) 371-3523
Composición, arm ado y películas:
EC EG raph, E sm eralda 625, 39 “G”
Hecho el depósito que m arca la Ley 11.723.
I.S.B.N.: 950-751-115-6
Para Iván Horoxvicz, ese otro que se
me está haciendo adentro y hacia
quien voy al encuentro.
NOTA PRELIMINAR
Bajtín, teórico del lenguaje: en realidad, toda su obra puede leerse de este
modo. Pero en algunos textos, la pregunta sobre la naturaleza del lenguaje es
un objetivo central; de ellos vamos a ocupamos en este capítulo.
Hay un problema. Algunas obras de las que necesariamente debemos
partir (fundamentalmente una, Marxismo y filosofía del lenguaje) no están
firmadas por Bajtín, aunque las coincidencias con su pensamiento son eviden
tes y muchos se las atribuyen. Los “textos en disputa”1 son sin duda insos
layables para comprender su “antropología filosófica”, como él llamaba su
producción. Entonces, se nos impone una digresión antes de entrar en tema:
¿estas obras pueden o no ser consideradas como parte del cuerpo teórico
Bajtín?
No vamos a ocupamos en este libro de resolver la pregunta que ha
permitido llenar tantas páginas impresas: de quién son los libros que se
atribuyen a Bajtín.2 Y no vamos a hacerlo, por un lado, porque nuestras
norteamericana, pasó por este país en momentos en que Bajtín estaba siendo estudiado,
y comentó los debates locales sobre la autoría de los textos en disputa. Su opinión
contribuyó a saldarlos, y fue la siguiente: “Yo no sé por qué ustedes se ocupan tanto
de esto; en Estados Unidos, nosotros ya decidimos que lo escribió todo Bajtín”.
3 La década del ’20 en Rusia fue un tiempo de polémica febril y predominantemen
respetuosa entre muy diferentes posiciones políticas, teóricas, filosóficas y teológicas.
Esto lo demuestran datos históricos concretos, como, por ejemplo, el otorgamiento a los
formalistas, por parte del Comisario de Cultura, Lunacharsky, de un importante de
partamento del Instituto de las Artes de Petrogrado para que lo gestionaran a su antojo,
o el uso abierto que ellos hicieron de esa División hasta 1929, convocando a críticos
MIJAIL BAJTÍN 23
Durante el luego famoso curso dado en Ginebra en los primeros años del
siglo [Saussure, 1945], Saussure había realizado una hazaña teórica: había
aislado un objeto de estudio allí donde se estudiaba de todo, cualquier cosa.
No se trataba para él de un proyecto nuevo. Ya en 1894, como filólogo
apasionado por pensar la evolución y la historia de las lenguas, sufría lite
ralmente una angustia epistemológica que no le permitía apasionarse en paz:
“Pero estoy harto de todo esto y de la dificultad general para escribir diez
renglones de ideas que no choquen con el sentido común en relación con los
hechos lingüísticos. Después de haberme ocupado tanto tiempo de la clasifi
cación lógica de esos hechos y de la clasificación de los puntos de vista desde
los que los examinamos, empiezo a tomar conciencia cada vez con mayor
claridad del inmenso trabajo que sería necesario para mostrar al lingüista lo
que está haciendo cuando reduce cada operación a la categoría apropiada, y,
al mismo tiempo, mostrar la enorme vanidad de todo lo que acaba uno siendo
capaz de hacer en lingüística.
En el último análisis, sólo el aspecto pintoresco de una lengua sigue
interesándome, lo que la diferencia de todas las demás, en la medida en que
pertenece a un pueblo particular con un origen particular, el aspecto casi
etnográfico de la lengua: y precisatnente no puedo entregarme sin reservas
a ese tipo de estudio, a la apreciación de un hecho particular procedente de
un ambiente particular.
La absoluta impropiedad de la terminología actual, la necesidad de una
reforma, y ía revelación del tipo de objeto que el lenguaje es en general: esas
son las cosas que una y otra vez me quitan cualquier clase de placer que pueda
sentir por los estudios históricos, a pesar de que mi mayor deseo es no tener
que preocuparme de esas consideraciones lingüísticas generales.
En gran medida contra mi propia inclinación, todo acabará en un libro
en que explicaré sin pasión ni entusiasmo el hecho de que no haya un solo
término usado actualmente en lingüística que tenga el más mínimo significado
para mí. Y temo que sólo después de eso podré reanudar mi trabajo donde
lo dejé.” (Carta de Saussure a Antoine Meillet, 4/1/1894; menos el primero,
los subrayados son de E.D. [cit. en Jameson, 1980]).
y maza son palabras del castellano y donde es ese fonema diferente ([s]) el
que nos permite reconocer el vocablo y decodificarlo.
Sin embargo, para Voloshinov y para Bajtín esto sólo es así en el más
lejano e inexistente plano de las abstracciones sistémicas. ¿Desde cuándo un
hablante escucha una palabra como si fuera un simple lugar en una estructura?
¿Dónde hay palabras así, neutras, sin ninguna connotación afectiva, moral,
política, cuyo único modo de significar es por diferencia y oposición?
Voloshinov sabe dónde: en las lenguas que nos son por completo extranjeras.
Si aprendemos una lengua diferente, las palabras sólo funcionarán para
nosotros por diferencia y oposición, nuestra actividad de oyentes consistirá
pasivamente en reconocer que pertenecen al sistema, cuál es su lugar, y
asociarlas con un significado. Pero esto ocurre porque esas palabras están
muertas para nosotros, son puros hechos de lengua, no de habla. No las hemos
aprendido como parte del torrente de la vida. Son palabras abstractas, de
diccionario, signos de una lengua muerta.
Saussure, apunta Voloshinov, era un estudioso de lenguas muertas. Se
dedicó al sánscrito, a reconstruir el indoeuropeo, trabajó con idiomas que ni
él ni ningún contemporáneo suyo habló. Al no estar en uso, sus signos están
descargados de acentos, de valoraciones, de voces. No tienen, hoy, por lo tanto,
posibilidad de significación plena. Una palabra quiere decir casa, otra padre;
¿pero qué casa, qué padre? ¿O acaso el significado de “padre” hoy, a fines
del siglo XX en nuestra sociedad, puede ser equiparado con el de “padre” de
una comunidad antigua, donde el varón poseía derecho de vida y muerte sobre
su mujer y sus hijos? Un estudioso que mira esos signos desde afuera no puede
leer en ellos ninguna tensión social.
Y así es la mirada de Saussure: positivista, una mirada de poder, el poder
del científico frente a un objeto quieto en una mesa de disección. Sólo que
esa mirada poco puede comprender de un objeto que, en primer lugar, nunca
está quieto, y en segundo lugar, es ante todo un instrumento de comunicación
entre seres vivos, atravesados por el torrente de la historia, puestos a amarse,
a odiarse, a combatir, a solidarizarse, a exterminarse.
La mirada de Saussure hacia la lengua no es sólo como la del científico;
también es la mirada del conquistador victorioso (no en vano los
neogramáticos iniciaron sus estudios sobre el sánscrito a partir de la colo
nización europea de la India y otros países asiáticos): poderoso, viviente,
observando un objeto sometido y quieto. Sólo que esta mirada es pobre, porque
ninguna lengua, por sometida que parezca a su conquistador, se queda quieta.
Al no ver resistencia activa, el conquistador mira a su sociedad de “salvajes”
MIJAIL BAJTÍN 29
4 Una canción escrita por el español Joaquín Sabina ironiza: “La buena reputación
hay que dejarla caer a los pies de la cama. Hoy tienes una ocasión de demostrar que
eres una mujer además de una dam a/’
MIJAIL BAJTÍN 31
polémicamente con ella, citando con respeto crítico autores como Vossler o Spitzer. El
hincapié en la búsqueda del estilo como lo individual y fundamental en cualquier
producción (habla) del sistema (lengua) también es un antecedente importante de los
intentos que se llevarían a cabo en la segunda mitad del siglo.
7 El concepto de “acto performativo” [Austin, 1971], por ejemplo, es uno de los
que más ha contribuido a la comprensión y sistematización de aspectos fundamentales
del uso de la lengua. Austin comienza postulando la existencia de actos de habla donde
sus verbos describen un acto que se está realizando fuera de ellos (“Ahora subo a este
tren”) y actos de habla que en el acto de pronunciarse hacen — al mismo tiempo que
describen— algo (“Yo los declaro marido y mujer”, dicho por la persona habilitada en
la ceremonia adecuada). Pero Austin no se limita a esto, sino que explora todas las
consecuencias de esta posibilidad “performativa”, actuante, creadora del lenguaje,
deshaciendo — al mismo tiempo que fijando con gran rigurosidad— las fronteras de
cualquier clasificación rígida.
También las “funciones del lenguaje” [Jakobson, 1985] son instrumentos indispen
sables para analizar un acto de habla en tanto emitido en un contexto comunicativo.
Siempre alguno o algunos de los elementos que participan en el circuito de la comunica
ción predominan en ese acto determinando estructuras, entonaciones, selecciones
gramaticales del mensaje pronunciado. El esquema jakobsoniano de las funciones es
sobre todo un instrumento para reflexionar sobre actos de habla y analizarlos, mucho
más que un medio exacto para clasificarlos.
En cambio, modelos como el de “campo, tenor y modo” [Halliday, 1982] sólo
ofrecen la posibilidad de construir una grilla con los actos de habla, una grilla que
tranquiliza — a diferencia de las otras posturas— por su posibilidad de “descripción
exacta”: dice dónde y en qué situación fue pronunciado el acto, cuál era la relación entre
36 ELSA DRUCAROFF
Mucho se dijo sobre el lenguaje durante esa febril década rusa del 20,
cuando Voloshinov y Bajtín escribían. Se dijo, de hecho, la mayor parte de
lo que luego se diría, tanto en Europa como en los Estados Unidos, a lo largo
de todo el siglo. Vimos que la pragmática y la sociolingüística estaban como
inquietud fundamental en el pensamiento bajtiniano. Digamos ahora que en
la serenidad de los años cincuenta, el maduro Bajtín profesor de Saransk
continuaría de otro modo —más reposado— su polémica con Saussure, y
aportaría a la propuesta de construir una lingüística del habla una de las
categorías más útiles y más interesantes de la teoría del lenguaje del siglo XX:
la categoría del género discursivo.
Se la plantea en “El problema de los géneros discursivos” [Bajtín, 1982].
Si “las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con
el uso de la lengua”, cada esfera va construyendo modos distintos de este uso,
es decir “elabora sus tipos relativamente estables de enunciados, a los que
denominamos géneros discursivos” [Bajtín, 1982].
Tipos relativamente estables de enunciados: en el género discursivo de
la animación televisiva, la apelación a la atención del público es constante (y
abundan por eso el pronombre “ustedes” modificado por proposiciones rela
tivas del tipo “que están mirando”, “que lo esperaron tanto”, “que nos siguen
domingo a domingo”, etc; el imperativo o el subjuntivo de los pedidos y las
prohibiciones —”quédese, no se vaya”—; el uso de vocativos como “usted,
señora”, “queridos televidentes”, etc), también lo son el uso de la voz alta y
clara, entusiasmada y cordial, la selección de un léxico fácilmente
comprensible por hablantes con poca escolarización, el predominio de la
modalización enfática y afirmativa, que exige eludir todo lo que se pueda la
modalización hipotética (no concebimos un locutor anunciando un número que
“tal vez” le interese al público y que él “supone” que es bueno, o despidiéndose
“casi con seguridad, porque nunca se sabe” hasta la próxima semana).
Entonces, podríamos sistematizar —luego de un estudio minucioso—
hablante y oyente y de qué modo se pronunció (los datos surgen con claridad para
cualquier observador, pero el modelo los releva como si de ninguna manera pudieran
colegirse sin acudir a sus categorías “campo", “tenor” y “modo”). Analizar un acto de
habla en español determinando simplemente si su dialecto es rioplatense o cuyano, si
su sociolecto es culto o popular y si su cronolecto es adolescente, adulto o propio de
un anciano, es oUo de los ejemplos de la inocua fiebre clasificatoria en que ha tendido
a caer esta lingüística. Hay otras categorías que son útiles y dinámicas, pero no son
muchas.
MIJAIL BAJTÍN 37
VI. El enunciado
En el estudio del género debe tenerse en cuenta 110 sólo sus normas de
composición, su selección léxica (de palabras)y su temática sino también qué
orientaciones supone hacia los oyentes y hacia los objetos o temas a los que
se refiere.
El concepto de orientación es fundamental en Bajtín, y tiene que ver con
el para qué y para quién se habla, más allá de lo que se dice cuando se habla.
Es posible que en un domingo de sol alguien se ponga a reparar viejas
banquetas en desuso por el puro placer de utilizar la caja de herramientas de
carpintería que le regalaron para su cumpleaños, pero ningún hablante habla
por el puro placer de usar, a través de su acto, posibilidades de un sistema
abstracto y magníficamente expresivo que una sociedad “le regaló”. (Bueno,
“ninguno” es un pronombre optünista). En la idea estructuralista de la
actuación o acto de habla, el móvil parece ser básicamente producir un
enunciado perteneciente al sistema, adecuado a sus reglas, claramente gene
rado por él; la actividad del oyente se limita a reconocerlo como tal y —a partir
MIJAIL BAJTÍN 41
Son múltiples los ejemplos que relativizan las reglas que podemos relevar
para cualquier género discursivo, pero ésa es precisamente la riqueza de esta
categoría teórica: una definición muy precisa (poseen “relativa estabilidad”,
son “conreas de transmisión entre la historia de la sociedad y la historia de
la lengua”[Bajtín, 1982]) es capaz de describir una realidad muy cambiante,
utiliza la nominación para definir conceptos apropiados, para comprender y
no para etiquetar y detener el objeto que estudia.
Por eso, la categoría tiene posibilidades extraordinarias para la apre
hensión de la lengua como un hecho histórico y comunicativo y —por
consiguiente— como el hecho ideológico. En el género discursivo están los
modelos orientativos de las relaciones entre los seres humanos y entre ellos
y el mundo; su rigidez está directamente ligada con la conservación del orden
establecido (por eso géneros como el de la comunicación policial o el de las
órdenes militares son mucho más estables); su variabilidad, a su vez, no sólo
revela cambios sociales, sino que puede ser arma de acción política.
La teoría del signo voloshinoviana y la noción de género discursivo son
instrumentos decisivo para la propaganda de ideas y para contribuir a la
construcción de seres críticos, pensantes y revolucionarios. No es casual que
la teoría bajtiniana haya nacido en una sociedad conmocionada por los soviets
(esos lugares que, entre 1917 y 1924, funcionaron como espacios de auténtico
ejercicio democrático y comunitario de la palabra crítica, y de organización
verbal de autodefensas y ataques efectivos), al calor la revolución más
importante del siglo. Lo paradójico es que esta teorización de las posibilidades
conservadoras y revulsivas del lenguaje no haya sido escuchada, primero, por
la revolución y haya sido cuidadosamente silenciada, después, por lo que la
revolución engendró.
UNA TEORÍA DE LA IDEOLOGÍA
1 Dos son los puntos claves [Ponzio, 1980] que distancian definitivamente a Marr
del grupo Bajtín; el primero vamos a dilucidarlo en el transcurso de este capítulo, el
segundo fue planteado ampliamente en el capítulo anterior. Citamos a Ponzio: “El
primer punto es que, en Bajtín, la categoría de súper-estructura no basta para determinar
las características específicas del signo verbal sino que (al contrario) es justamente a
través de la determinación de éstas últimas que es posible entender en profundidad —
y no falseándolo con razonamientos mecanicistas— el problema de las superestructuras
ideológicas (...). El segundo es que, para Bajtín, en una sociedad dividida en clases, la
comunidad lingüística no puede coincidir con una única clase y por lo tanto, aunque el
signo verbal está orientado ideológicamente según intereses de clase, jamás lo está en
un sentido único, sino que tiene el carácter de la ‘multiacentualidad’: es decir que se
intersectan en él acentos ideológicos diversamente orientados.’'
De todos modos, también al marrismo le llegó su purga en la Unión Soviética: la
afirmación dogmática del carácter superestructural y por lo tanto de clase de las lenguas
impedía la justificación del ruso (que sería entonces lengua de la clase dominante rusa)
como gran idioma común. La década del ’50 asistió entonces a un debate contra el
marrismo que Stalin se apresuró a cerrar por el sencillo medio de “participar'’ en él. La
nueva posición antimarrista, por lo tanto, fue explicada por Stalin y estuvo ligada a la
declaración abierta de la importancia del ruso y la cultura rusa como factor de cohesión
nacional soviética. Esta fue una contribución importante al fracaso académico de la tesis
de Bajtín sobre Rabelais (que narramos en la cronología inicial). En ésta, la coexistencia
de culturas diversas en diálogo constante es considerada la clave de la renovación
ideo lógico-poli tica.
2 Muchos de estos conceptos están desarrollados también eh “Orden de Clases/
Orden de Géneros, en la palabra muerde el perro” [Drucaroff, en prensa].
MIJAIL BAJTÍN 47
El reflejo es pasivo: la existencia produce los signos que ella necesita para
perpetuar su statu quo. Una comunidad económicamente organizada a partir
del trabajo esclavo producirá, por ejemplo, discursos que justifiquen el uso,
por parte de algunos seres humanos, de otros seres humanos considerados
objetos u herramientas de su propiedad. Es decir, que afirmen, por caso, la
superioridad absoluta de una raza, la obligación de otra de servirla y su
imposibilidad moral e intelectual de ser libre. Estos contenidos ideológicos se
la realidad del signo es indiscutible, pero no implica que sea posible estudiarla
de un modo “objetivo, monístico, unitario”. Desde el momento en que la
observación y descripción del objeto se realiza a través del lenguaje, no puede
plantearse la unidad absoluta del discurso descriptivo con él, salvo que se
conciban palabras neutras, ajenas a todo aspecto evaluativo u orientativo, esas
palabras “muertas” que tanto molestan al mismo Voloshinov.
Nuestra observación tiene interés en cuanto tal vez demuestre una
comprensible falta de conciencia de Voloshinov de los increíbles alcances de
sus observaciones para la teoría marxista. Es posible que la versión positivista
fuera tan indiscutida y hegemónica (incluso en estos años ‘20 tan dispuestos
a cuestionar y debatir), que Voloshinov no pudiera concebir un análisis
correcto que no fuera capaz de fusionarse con su objeto.
Pero lo que nos interesa de este fragmento es, como dijimos, su tajante
afirmación de la materialidad de la semiosis, de las palabras, de la ideología,
materialidad que se ve no sólo en el modo de existir de los signos, de realizarse
como hechos (las moléculas de aire que chocan en la palabra pronunciada, la
tela de la bandera, etc), sino —mucho más importante— en los efectos sobre
lo real que ellos tienen: su capacidad de generar una materialidad
específicamente semiótica (nuevos signos), por un lado; su capacidad de
generar una materialidad fáctica (nuevos actos), por el otro.
Palabras como hechos materiales en los cuales transcurre (no se refleja)
el combate social; transcurre fundamentalmente allí, aunque el cuerpo par
ticipe; por lo menos, hasta que los discursos ya no pueden derrotarse y sólo
por eso, porque no hay cómo callarlos, cómo conjurar las acciones que
producen, el combate privilegia ahora el terreno del cuerpo, la materialidad
no semiótica, donde para vencer hay que matar al que habla. Voloshinov no
llega a estos planteos, pero se deducen de él.
Su preocupación por terminar con la idea de ideología como irrealidad
fantasmal mecánicamente construida por la estructura económica y su afir
mación del carácter lingüístico de la superestructura fueron compartidas por
Antonio Gramsci, quien sin conocerlo, y sin pasar por Saussure, sugirió
conclusiones coincidentes en algunos aspectos. La escuela de Frankfurt intentó
también pensar la ideología, por lo menos como un producto no mecánico de
la estructura.
Sin embargo, habría que esperar a los años 70 para que un teórico marxista
tomara estos aportes y sacara de ellos consecuencias que refonnularan (al
punto de hacerle perder sentido) la dupla base/superestructura.
Raymond Williams [1980] deshace minuciosamente ese binomio: lo
plantea como una continuación invertida de la separación espíritu/materia, más
MIJAIL BAJTÍN 53
adecuada para polemizar con los neohegelianos que para describir el fenómeno
cultural. En efecto, la dupla base/superestructura fue creada por Marx y Engels
en un contexto de polémica. En esta continuación de la escisión idea/realidad
o conciencia/existencia, se concibe a la materia como conformadora del
espíritu, pero sigue aceptándose la separación, la existencia de un espíritu
inmaterial que ahora se llama “reflejos”, “ecos” de la materialidad.
Williams retoma una olvidada fórmula de Marx y Engels, que ya citamos:
“ el lenguaje es la conciencia práctica”, y se propone no traicionarla. Concien
cia hecha praxis, es decir, hecha acción sobre el mundo; conciencia que nunca
existe sin su praxis, el lenguaje, hecho seguramente lamentable para el
idealismo neohegeliano, cuyo dolor por la falta de “pureza” o inmaterialidad
de la conciencia remedan irónicamente Marx y Engels:
nes negativas nada perogrullescas. Pero son negativas. Dicen lo que de ningún
modo puede ocurrir en un proceso discursivo, pero nunca lo que sí ocurrirá.
Era impensable que antes del Romanticismo se difundieran en la literatura los
sirvientes como héroes autónomos: podían hasta mover los hilos de la trama,
como en la Comedia clásica, pero siempre existían sobre todo en función de
sus amos nobles y poderosos. Es una obviedad señalar que, antes de que
empezaran a existir en una sociedad por lo menos las condiciones para una
revolución burguesa, no podía existir el concepto de individuo y estos per
sonajes no podían independizar su acción en la literatura. Pero esa situación
de las fuerzas productivas no explica en positivo qué producción literaria sí
hubo antes del romanticismo: tan sólo le pone una valla precisa.
Es a partir de este sobreentendido como se puede leer este ejemplo de
Voloshinov:
“Si se ignora la naturaleza específica del material semiótico- ideológico,
se simplifica en exceso el fenómeno ideológico en estudio. O se explica sólo
su aspecto racionalista, su contenido (por ejemplo, el sentido referencia!
directo de una imagen artística como ‘Rudin como hombre superfluo’), y
entonces ese aspecto se correlaciona con las bases (por ejemplo, la clase alta
se degenera; y de ahí el ‘hombre superfluo’ en literatura): o, por el contrario,
se señala particularmente el aspecto técnico exterior del fenómeno ideológico
(por ejemplo, algún tecnicismo en la construcción de edificios o en la química
de colorear materiales), y entonces este aspecto se deriva directamente del
nivel tecnológico de producción (de una sociedad).
Ambos modos de derivar la ideología de las bases (económicas) no captan
la esencia real del fenómeno ideológico. Aunque la correspondencia esta
blecida sea correcta, aunque sea verdad que los ‘hombres superfluos‘ apa
rezcan en la literatura en conexión con la quiebra de la estructura económica
de las clases altas; aún así, por una parte, de allí no se desprende que los
trastornos económicos mencionados causen mecánicamente la producción de
‘hombres superfluos *en las páginas de una novela (resulta obvio lo absurdo
de tal afirmación); por otra parte, la misma correspondencia establecida sigue
careciendo de valor cognitivo mientras no se expliquen tanto el rol específico
del ‘hombre superfluo’ en la estructura artística de esa novela como el rol
específico de la novela en la vida social global.” [Voloshinov, 1976. La
bastardilla es de E.D.]
de otro modo. No sólo es imposible evitar esto (ningún análisis, por más
enfático que sea, puede lograrlo), sino que la posibilidad de leer
polisémicamente está para ser ejercida: es decir, para que ejerzamos una crítica
“fuerte, cierta y significativa”, eficaz en la batalla ideológica de las clases
socilaes y los géneros sexuales a través —en este caso— de lecturas.
No se trata de afirmar “científicamente” el significado de una obra, se trata
de asumir con integridad un lugar de lucha en la cadena de enunciados a la
cual lanzamos el nuestro, el de nuestra lectura. Y tal asunción no puede sino
ser ética y política. Responsable, para usar una palabra cara a Bajtín [1982].
Eso implica saber que la operación de leer es también evaluación, que cuando
la hacemos, hacemos parpadear esos acentos de los signos que atañen a nuestro
combate, a nuestro lugar de clase, a nuestro lugar respecto del inmenso
Mercado Mundial en el que vivimos, a nuestro lugar de género sexual; a
nuestra inserción —en suma— como seres sociales en una cultura.
Es que —como diría Williams— los escritores y los críticos pertenecemos
igual que otros sectores sociales a las fuerzas productivas de la sociedad, si
bien los objetos que producimos tienen un tipo de existencia material diferente,
son productos semióticos. Producimos significación. No somos los únicos que
lo hacemos, desde luego (cualquier ser humano que ejerce su posibilidad de
hablar lo hace), pero nuestros discursos gozan de un prestigio institucional
particular y de un poder que, aunque limitado y muy específico, otros no tienen.
Entonces, si estudiamos o enseñamos literatura es porque consideramos
importante colocamos en esa veta de producción de significados, ¿y para qué
otra cosa vale la pena hacerlo, sino para contribuir a ese proceso, de acuerdo
con nuestros objetivos e intereses?
Quienes realizan culto provocativo a lo que llaman “la frivolidad” y
postulan una literatura “para nada” y una crítica acorde con esa literatura,
quienes dicen invocar el puro placer de la lectura y la escritura (como si su
infinito placer no residiera, precisamente, en la densidad de la significación
de estos actos), no están más allá de toda ideología: realizan simplemente la
operación ideológica que esta realidad política precisa para seguir existiendo.
Si elijo polemizar en este punto con ellos, 110 es solamente por eso, sino porque
a veces convocan a su lado a Mijail Bajtín. Un conocimiento fragmentado,
poco serio y de fotocopia (conocimiento que las carreras de Letras y Co
municación de nuestro país no siempre desalientan) contribuye a este modo
de comprensión de la obra del teórico ruso.
Cuando Mijail Bajtín leyó a Fran^ois Rabelais, no lo hizo para lucir sus
conocimientos de teoría, filosofía o historia europeas (que no lucían demasiado
60 ELSA DRUCAROFF
Aunque no haya ido por la misma ruta formalista, aunque no lo haya que
rido, es evidente que el grupo Bajtín tampoco podía entender la obra literaria
en contradicción con su concepción lingüística. El grupo concebía el lenguaje
como pura ideología valorativa y orientada, y el acto de habla como hecho
fuertemente comunicativo; la literatura no podía ser entonces una pura forma
lingüística carente de valoraciones y orientaciones hacia el mundo, ni un hecho
que no se integrara a la infinita cadena de enunciados que constituye la cultura.
Es decir que por caminos opuestos, el grupo Bajtín no consigue invalidar
un postulado formalista que fue fuertemente revolucionario en su época: el
que se refiere a la importancia de pensar el lenguaje para pensar la literatura,
el que provocativamente se niega a estudiar el arte desde la estética (es decir,
desde la filosofía de la belleza), esa disciplina filosófica “de viejos”, de
metafísicos (y qué injusto desprestigio el de la metafísica, en plena Revolución
de Octubre), de profesores rusos que en el momento en que los jóvenes
formalistas ganaban terreno retrocedían: se estaban yendo del país, dejando
sillas vacías en periódicos culturales y universidades, miraban azorados,
mientras hacían las valijas, cómo el mundo nuevo se les venía encima.
Hacia la etapa final del movimiento, en 1925, el formalista Eijembaum
realiza un amplio balance y una suerte de breve historia intelectual del
formalismo. Muy de acuerdo con el espíritu de la época, comienza situando
los “contra quién”, especificando los impulsos iniciales de rechazo que
llevaron a su grupo a intentar pensar el fenómeno literario. Y dice:
“Frecuentemente, y desde diferentes puntos de vista, se ha reprochado a
los representantes del método formal el carácter oscuro o insuficiente de sus
principios, su indiferencia hacia los problemas generles de la estética, la
psicología, la sociología, etc. A pesar de las diferencias cualitativas, estos
reproches están perfectamente justificados en el sentido de que dibujan
precisamente la distancia que, voluntariamente> los formalistas interponen
ante la estética y ante cualquier teoría general más o menos elaborada.
Semejante distanciamiento, especialmente de la estética, es un fenómeno que
caracteriza a casi todos los estudios contemporáneos sobre arte.”
[Todorov, 1970; bastardilla de E.D.]
Esta es la respuesta a la objeción de Bajtín (aunque no podemos saber
si Eijembaum había leído el trabajo anteriormente citado, que si bien fue
escrito un año antes, en 1924, no pudo publicarse). La respuesta acumula más
argumentos:
Hoy, con la proclamada “muerte de las ideologías”, estas tendencias tienen alto
prestigio, no tanto entre el público lector como en el ámbito académico. Varias
Facultades de Filosofía y Letras se dedican a menudo a leer obras literarias que se
proclaman “frívolas” y exhiben como preocupación fundamental y consciente el juego
y el procedimiento, planificados desde la teoría literaria; se trata de obras que no parecen
tener otra cosa para decir que la afirmación tautológica de las teorías sobre el lenguaje
que se pusieron de moda en este siglo.
Sin embargo, paralela (y paradójicamente), también se pone de moda en la
Academia una tendencia opuesta y peligrosa, que puede llegar a ser tan policial como
la del realismo socialista. Lamentablemente, algún sector de la crítica literaria feminista
encara mal su valiosa tarea: juzga las obras literarias por su “contenido”, defenestrando
aquellas en que la imagen de mujer es degradada a objeto sexual o responde a
orientaciones valorativas patriarcales y exaltando las que “muestran salida”, o por lo
menos reflejan la injusta realidad que viven las mujeres. Otra variante es encontrar en
todas las escritoras mujeres y en todos los autores que la Academia reconoce como
buenos figuras subversivas de la femineidad. Como esto no siempre ocurre (es posible
ser un gran escritor o escritora y producir una literatura sexista), se ven obligadas a forzar
los textos, a renunciar al análisis textual o a reducirlo a un único aspecto.
Es descorazonador que una cuestión que la teoría literaria y la teoría del arte han
resuelto, como estamos viendo, hace más de medio siglo, siga generando juicios
policiales; no importa si lo hace apoyándose en reivindicar a los oprimidos: eso no
mejora su carácter represor. El fracaso de los intentos socialistas parece enseñar q u e __
para citar una vez más a un cantante popular— “cuando combaten la KGB contra la CIA,
gana al final la policía . Nunca ganan los proletarios, ni las mujeres. La experiencia fue
amarga, pero clara.
68 ELSA DRUCAROFF
¿Qué tiene que ver todo esto con la literatura? Mucho: cuando se lee un
texto literario, hablante y oyente no comparten un horizonte común: ni
témporo-espacial inmediato (no están uno frente al otro), ni necesariamente
histórico (pertenecen o no a la misma época), ni necesariamente geográfico
(habitan o no el mismo país). Este tipo de presuposiciones contextúales —y
todas aquéllas que el hablante considera no obligatoriamente compartidas—
deben ser aclaradas en la escritura. El texto construye espacios, aclara tiempos,
da los elementos que precisa para ser comprendido.
“Desde el punto de vista de los objetos que se representan y de la
pragmática, nada debe quedar inexpresado en una obra poética.
¿Se debe concluir entonces que, en la literatura, el locutor, el auditor y
el héroe se encuentran por primera vez, sin que nada sepan unos de otros, sin
tener un horizonte común, ni un punto de apoyo, ni nada que sobreentender?
(...)
Pero, de hecho, la obra está muy profundamente imbricada en el contexto
vivido, inexpresado. Si el auditor y el héroe se reunieran por primera vez como
seres abstractos y si buscaran sus palabras en un diccionario, a duras penas se
podría imaginar que de allí surgiese una obra prosaica y, a fortiori, una obra poéti
ca. La ciencia, en cierta medida, se aproxima a ese límite: la definición científica
contiene, en efecto, un mínimo de sobreentendido, pero al mismo tiempo se
podría demostrar que la ciencia tampoco puede prescindir del sobreentendido.
En literatura, el papel desempeñado por las evaluaciones
sobreentendidas es particularmente importante. Se puede decir que la obra
poética es un poderoso condensador de evaluaciones sociales inexpresadas,
cada palabra está saturada de ellas. Y son precisamente esas evaluaciones
sociales las que organizan las formas artísticas como su directa expresión.
Las evaluaciones determinan, ante todo, la elección de la palabra por parte
del autor y el modo en que el auditor las recibe en su conciencia. (...) Se puede
afirmar que el poeta trabaja en todo momento con la simpatía y la antipatía,
el acuerdo o el desacuerdo del auditor. Por otra parte, la evaluación es
igualmente activa en lo que se refiere al objeto que representa el enunciado,
a saber, el héroe.2 El simple hecho de elegir un epíteto o una metáfora para
2 En el grupo Bajtín, el héroe del enunciado es ese “él” o “ella” que el enunciado
representa. En el caso de un enunciado literario, la palabra suele designar el personaje
(así debe entenderse en este fragmento), pero también puede ser algo inanimado, una
cosa. Lo importante es que es la tercera persona, de la cual se habla en un enunciado.
72 ELSA DRUCAROFF
ficcional y el empírico, pero no identidad absoluta. Nadie cree luego de leer “El pozo
y el péndulo” de Poe que el personaje histórico Edgar Alian Poe estuvo a punto de morir
en manos de la Inquisición; pueden hacerse consideraciones sobre la inspiración
biográfica de un narrador, pero nunca confundir ambas cosas. Hubiera sido absurdo
llevar ajuicio a Osvaldo Lamborghini, luego de leer “El niño proletario”, por torturar,
violar y asesinar a un niño.
Del mismo modo, el “tú” de un texto (todo enunciado está dirigido, supone un lector
o auditor, no importa si se lo invoca como Baudelaire con su “hipócrita lector”, si éste
parece un desdoblamiento del yo que habla, o si no se lo nombra nunca) es siempre
semiótico. Hay lectores de carne y hueso, desde luego, pero no son ese tú. Ellos nacen,
mueren, son varones o mujeres, etc; el lector textual de un texto literario es siempre el
mismo (siempre “hipócrita”, en Las flores del mal; siempre “amable” o “paciente”, en
ciertas novelas, etc], y suele estar pensado con un sexo único. Volveremos a esto en el
capítulo próximo.
5 Por ejemplo: en Roberto Arlt coexisten el deseo de la revolución con el terror por
la revolución, la afirmación de la necesidad de la violencia política con el horror por
ella, la lucidez sobre la opresión de las mujeres a través de una moral que beneficia a
los varones con la desesperada necesidad de perpetuarla. [Drucaroff, en prensa] Hay
productos artísticos de alto valor que trabajan con la certeza. Textos como ¿Quién mató
a Rosendo? u Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, por citar un ejemplo. Pero la
certeza no mata, en estos casos, una fuerte tensión evaluativa, que no se evidencia
claramente en el “contenido” pero hace visceralmente a la estructura de las obras. En
Walsh, la tensión entre enunciado literario y enunciado periodístico, entre novela
policial y panfleto de denuncia, por ejemplo, no sólo va más allá de ser una tensión “de
forma” (ya vimos que la “forma” no es nunca “una formalidad”) sino que supone
preguntas (no respuestas) potentes, que garantizan la vigencia de esos libros más allá
de su motivo político de existencia.
6La profesora e investigadora Irma Cuña solía decir, en sus clases del INSP Joaquín
V.González, que era de desear que algún día el Quijote perdiera su interés y ya no
conmoviera; es decir, que se volviera “un mal libro”. Ese sería el día, especulaba, en
74 ELSA DRUCAROFF
El grupo Bajtín no llega a hacer este planteo, aunque da todas las armas
para sostenerlo. Bajtín lo utiliza de hecho en sus análisis literarios, cuando
festeja el tenso enfrentamiento de voces ideológicas en la obra de Dostoievski
o la contradicción entre la medieval y oficial cosmogonía de Dante —donde
prevalece el movimiento vertical (ascensión hacia Dios, descenso hacia el
Infierno)— y el trabajo histórico-geográfico que realiza en su Commedia,
donde —pese a él mismo— predomina el movimiento horizontal (a través de
la tierra y sus viscisitudes), movimiento que se manifiesta en los encuentros
de Dante con sus contemporáneos, dentro de un círculo o un cielo, en su juicio
hacia ellos y en la pasión histórica y terrena con que los representa. Esta
tensión, este enfrentamiento evaluativo, dice Bajtín, vuelven a Dante un artista
y no un mero repetidor de la doctrina medioeval del movimiento vertical.
El texto literario, en general, se dirige a un lector textual con cuya
presencia cara a cara no cuenta y a quien da todos los elementos para que siga
la historia o reponga las imágenes, sabiendo de su imposibilidad de compartir
el contexto de la ficción, de estar dentro de ella y conocer previamente el
escenario (aun si el autor quiere un texto que desconcierte al lector y no aclara
lo que sería necesario aclarar, juega con esa imposibilidad).
Pero eso no implica que el autor textual no cuente —consciente o
inconscientemente— con ningún saber o valoración previos por parte de su
lector: produce el texto usando palabras no neutrales y organiza con ellas las
imágenes, los relatos, la representación de su héroe, los juegos sonoros; ese
material mismo está cargado de evaluaciones, evaluaciones que él toma de su
propia sociedad, de su historia, de su condición de sujeto que vive en
comunidad, que cree, piensa, está condicionado por su clase y por su género
sexual. Desde allí se dirige a un lector al que vagamente suele considerar como
un igual suyo (perteneciente a su época y a su grupo social, de quien no puede
sino suponer evaluaciones, creencias) y al que a veces imagina su aliado,
aunque otras —provocativamente— acicatee burlona o agresivamente,
previendo su escándalo o desacuerdo. Entonces, en una operación que no pasa
fundamentalmente ni por la voluntad ni por la conciencia, el texto que se crea
es un poderoso condensador de evaluaciones sociales inexpresadas.
Podría objetarse que todo enunciado —literario o no— condensa
que habría un mundo sin opresores y oprimidos, donde los diversos modos de alienación,
frustración y cosificación humanas no existirían, donde tener principios y vivir de
acuerdo con ellos no sería un conflicto. Aunque tal vez en ese momento descubramos
que el Quijote decía además otras cosas, y siga siendo una obra maestra.
MIJAIL BAJTÍN 75
ni se ríe de sus sueños, que se identifica con su dolor y su alegría o que, por
el contrario, rumia su rabia porque ha sido escandalizado y vencido.
Es que si la ficción está fabricada ella misma de palabras-ladrillos de
ideología, éstos pierden, al ingresar al texto, su relación directa con la realidad
empírica. Medvedev [1978] habla de un “anillo ideológico” que es un
verdadero mediador entre la realidad empírica y las creaciones de la
imaginación humana:
“El hombre social está rodeado de fenómenos ideológicos, de objetos-
signos de tipos y categorías distintas: palabras en las formas más diversas —
sonoras, escritas o de otro tipo—, afirmaciones científicas, símbolos y
creencias religiosas, obras de arte, etc. Eso constituye el ambiente ideológico
que circunda al hombre por todos lados como un anillo compacto.
Precisamente en este ambiente vive y se desarrolla su conciencia. La
conciencia humana no establece contacto directo con la realidad objetiva sino
a través del mundo ideológico que lo circunda.”
Un signo artístico ideológico (esa unidad ideológica que Bajtín llama
“ideologema”7) se proyecta fuera de la conciencia humana, en el marco de ese
anillo, pero además posee, dentro de él, el grado de autonomía que le da su
carácter ficcional. El ideologema no señala, entonces, hacia el mundo empírico
en el que en definitiva ha sido creado; señala, antes que nada, hacia el anillo
en sí, es decir hacia otros signos, y sólo luego —de un modo no directo y por
eso tan rico— señala hacia el mundo histórico en que se escribe y hacia el
mundo histórico en que se lee. Esta es otra clave de la coartada que otorga
la ficción a una obra literaria para pensar la realidad de la existencia humana.
V. Sobre el best-seller
(caro ahora a la militante década del ’70), el planteo populista: que la obra
sólo es buena si “está al alcance del pueblo”.
Éxito comercial y calidad artística pueden o no estar de la mano. Obras
que “el pueblo no entiende” pueden ser grandes creaciones o pretenciosos
ejercicios de estilo; obras planeadas para ser best-sellers pueden ser fracasos
de mercado más allá de si son buenas o malas; obras que se proponen como
“no-consumibles” pueden ser bodrios artísticos o éxitos comerciales: etcétera.8
8 En la línea del planteo elitista —que, como hoy tiene peso en el campo intelectual,
privilegio para mi crítica— se encuentra el velado desprecio por los clásicos relatos de
Julio Cortázar o por libros como 100 años de soledad, paralelo al desdén con que algunos
melómanos miran en una discoteca ajena una grabación de Las cuatro estaciones de
Vivaldi, conciertos demasiado divulgados para ser buenos. También se encuentra lo que
podría llamarse culto al ignoto y exquisito “autor-/?//oh” , típico de la desaparecida
revista BABEL [Drucaroff, 1992].
9 En otro lugar [Drucaroff, en prensa] he sugerido, por ejemplo, el carácter
anticipatorio de muchos momentos de la obra de Roberto Arlt. Como es obvio, esto es
fundamentalmente un efecto de lectura: colocados en este mundo y en este tiempo,
leemos en el texto lo que él dice, ahora a gritos, y antes no podía escucharse.
MIJAIL BAJTÍN 79
I. Yo - Tú - Él
planteo algo previo, de 1966, hecho por el lingüista francés Emile Benveniste
[trad. esp. 1971], quien estudia los pronombres personales y los llama “las
personas del coloquio”. Estas son: yo, tú, más el misterioso él, la llamada “no
persona”, veremos en seguida por qué (los plurales son sólo combinaciones
de estas tres instancias); se definen exclusivamente por el acto de la comunica
ción, es decir, así:
Yo soy quien hablo (o escribo); si luego habla otro, ese otro es yo. El
pronombre tiene siempre el mismo significado: “el que está diciendo esto”.
Tú eres quien escuchas (o lees); si luego escucho yo, yo soy tu tú. El
pronombre tiene siempre el mismo significado: “el que está escuchando esto”.
Él es de quien yo te hablo (o escribo); está ausente, por definición, de este
circuito comunicativo; no importa si físicamente está al lado nuestro: para
representarlo como él yo lo vuelvo ajeno a esta corriente entre tú y yo, lo vuelvo
el objeto de representación, lo vuelvo no persona del coloquio. El pronombre
tiene siempre el mismo significado: “quien no habla ni escucha”, quien no está.
Yo y tú tienen simetría: están ambos implicados en la comunicación y son
ambos necesariamente humanos, desde el momento en que uno es capaz de
hablar y el otro de escuchar —entender, decodificar, responder— (por cierto
puedo usar la segunda persona para hablarles a un animal o a un objeto
inanimado, pero al hacerlo los estoy humanizando, actúo —al colocarlos en
el lugar del tú— como si pudieran escuchar y responder). En cambio él es un
misterioso lugar vacío, ése que además de representar con mi discurso señalo
claramente como ausencia. No es una persona en el sentido estricto (puedo
usar el pronombre, por supuesto, para designar a un ser humano, pero al mismo
tiempo que lo designo lo construyo como alguien que no puede hablar ni
escuchar). Él está en un nivel diferente que el circuito yo-tú. Por eso, cuando
un ser humano intenta señalar su jerarquía diferente respecto de su interlocutor,
suele utiliza la tercera persona para colocarse como el ausente, aquél que habla
desde afuera del terrenal circuito comunicativo (“Su Majestad ordena...” “El
rey ha hablado...”); por eso el periodismo del deporte o el espectáculo utiliza
muchas veces la tercera persona al dirigirse a un famoso, resaltando preci
samente su carácter de objeto de referencia de un público masivo que ni lo
conoce ni puede dirigirse a él (decirle tú): “¿Qué piensa Goycochea de su
actuación en el partido?” El periodista es generalmente secundado por el
personaje en cuestión, que gozosamente se sube al extraño privilegio de ser
un inalcanzable, un objeto de representación de la conciencia colectiva
(“Goycochea piensa que...”).
Pero hay algo más: yo es el centro, el punto de referencia desde el cual
MIJAIL BAJTÍN 87
sólo contamos con el prójimo que nos observa para que se atenúe la prisión.
Y la relación del autor con su personaje, del yo con su él, es similar. El autor
es un otro que crea a su héroe; el personaje está interiormente abierto al
devenir, inconcluso, pero está exteriormente concluido, totalizado por la visión
del autor.
Esta visión totalizadora del autor está orientada, cargada de afectos y
llamada por Bajtín “mirada estética”. Para poder crear artísticamente un
personaje es necesario mirar así a un otro imaginado. ¿Cuáles son los
movimientos por los cuales el autor consigue representar (para un tú lector)
a un él, subjetividad necesariamente incompleta y abieta, como una completud
estética? Son dos: la vivencia y la extraposición.
“El primer momento de la actividad estética es la vivencia: yo (el autor)
he de vivir (ver y conocer) aquello que está viviendo el otro (el héroe), he
de ponerme en su sitio, como si coincidiera con él (...) Yo debo asumir el con
creto horizonte vital de esa persona (...); dentro de este horizonte faltará toda
una serie de momentos que me son inaccesibles desde mi lugar.” [Bajtín, ib.]
Asumir el horizonte vital del héroe es ponerse en su nivel y mirarlo,
escucharlo, como un tú escucha a un yo. Esa es la vivencia, pero no alcanza
para construir a un héroe artístico, sólo para identificarse con la subjetividad
del otro. Falta el segundo momento, absolutamente fundamental: cuando
“la vivencia debe regresar hacia uno mismo (el autor), a su lugar que está
afuera (del héroe contemplado)” [Bajtín, ib.].
Es posible que éste haya sido un error de Bajtín, porque pese a que el
ahora materialista y marxista Lukacs abjuró de su obra clave, su producción
posterior mantiene una asombrosa coherencia con ciertos presupuestos que son
columna vertebral de la Teoría de la novela, y no cae nunca en la versión burda
y positivista que se dio en llamar materialismo en la cultura oficial. Lukacs
se transformó en el intelectual orgánico del régimen para problemas estéticos,
pero aún en los momentos más represores de sus preceptos sobre qué y cómo
se debía crear, dio muestras de una capacidad de comprensión del arte como
denso y sutil “reflejo” de la sociedad que —más allá de sus juicios de valor
policiales— es asombrosa y no mecánica.
Para la Teoría de la novela [Lukacs, 1963], la posibilidad de representar
la totalidad es la clave de la novela como género. Para este joven Bajtín, en
la palabra “totalidad” parece estar la clave del hecho estético y, más tarde, será
uno de los valores fundamentales de lo que llamará “realismo grotesco”.3
Lukacs plantea que la novela es una especie de “épica grande”, un género
que consigue recuperar —aunque de un modo conflictivo— una antigua
unidad perdida: aquélla donde la humanidad no se sintió encerrada en su
subjetividad sino que sintió que ésta y el mundo estaban inextricablemente
unidos: la de la epopeya heroica, la del mundo armonioso y mágico de Homero.
Ese era un mundo sin conflicto, sin oposición dialéctica entre sujeto y objeto,
no había esencias o formas separadas de la vida. El sentido de las cosas estaba
dado de antemano.
En la novela, en cambio, sí hay un mundo conflictivo, porque intenta
rehacer la totalidad sobre un mundo histórico donde esa unidad inicial se que
bró, donde el sentido de las cosas es una pregunta por el sentido, una búsqueda
de él: cada vida como tal es una parte autónoma que se opone a un todo del
cual es relativamente independiente y con el cual está también inevitablemente
vinculada, porque su existencia sólo adquiere sentido respecto de él.
La novela consigue representar esas vidas empíricas con la tensión entre
su riqueza, autonomía y heterogeneidad, por un lado, y una fuerza estética
totalizadora, por el otro, fuerza que es más bien un deseo, una necesidad, una
aspiración, que nace no de un sentido previo sino de una nostalgia, un recuerdo
de que hubo un sentido y vale la pena intentar encontrarlo nuevamente.
ten y permanecen disponibles para cada hablante. Estos dos sistemas manifies
tan dos planos de enunciación diferentes que distinguiremos con los nombres
de historia y d is c u r s o [Benveniste, ib., trad. de E.D., bastardillas del autor.]
Recordemos que enunciar es un hecho material inmerso en un tiempo y
un espacio: alguien que ha nacido y va a morir alguna vez dice algo —un
enunciado— a otro ser semejante, en un determinado momento y en un
determinado lugar. Todo eso es el proceso de enunciación. Hablar de planos
de enunciación, entonces, supone planos distintos en donde ocurre este
proceso. Veremos que uno es concretamente empírico, el que Benveniste llama
“discurso” (el que en francés se expresa en “passe composé”): en él un yo y
un tú exhiben su carácter de sujetos temporales y materiales que se están
comunicando; el otro es más misterioso, no señala el circuito comunicativo,
actúa como si nada se midiera desde él, como si el enunciado no ocurriera
en un momento concreto del devenir del mundo: es el plano llamado de
enunciación histórica, del “récit” o relato (y se expresa, en francés, en “passé
simple”).
parámetros de medida; nadie lee ese “dijo” como “alguien habló antes de que
yo escriba esto”, ni el “de inmediato” se refiere a “inmediatamente al momento
en que yo estoy escribiendo”, etcétera.
Volvamos a la relación Benveniste-Bajtín. Ambos tienen una certeza: la
tercera persona no está en el mismo plano que la primera y la segunda. El reino
de la tercera persona parece coincidir con el reino de la historia que postula
Benveniste. Ese “ausente”, “no persona” de Benveniste es para Bajtín la única
“persona”, la representación del sujeto completo, es el otro amorosa, ínte
gramente percibido; sujeto que no está ausente sino de la engañosa prisión del
tiempo y espacio de la enunciación y sólo en ese sentido es una no persona
(enunciativa), como dice Benveniste.
Es necesaria la constitución de un narrador yo para que nombre a él, héroe
semiótico. Es necesario que el autor que vivencia se extraponga y formule así
un yo que observa (ese yo es una construcción, un resultado del proceso de
vivencia y posterior extraposición, no coincide con el primer yo, el autor de
carne y hueso), para poder escribir “ella, la marquesa”, para crear para ella
el tiempo en que la ve el otro, un tiempo cerrado, total, ocurrido en otro plano,
otro tiempo (el tiempo del otro), no en el mismo en que el autor se mueve
todos los días, un tiempo que no tiene como punto cero el momento de
enunciación de un autor empírico porque no es él quien enuncia, es el narrador,
es ese yo semiótico, “de papel”, representación del resultado final de un
complejo movimiento doble: el de la vivencia y la extraposición.
Vimos que Benveniste teorizó desde la lingüística ese tiempo que Bajtín
concibió desde la filosofía: el tiempo del récit o de la historia (del relato), se
opone al del discours', la morfología francesa, lo dijimos, es clara: “la marquise
esí partie á cinq heures”, dice por ejemplo un marqués concreto, sentado en
su mansión un día determinado, a las seis de la tarde, y el pasado del verbo
“partir” está medido desde ese momento en el que habla; “la marquise partit
a cinq heures”, escribe el narrador, y nadie supone, porque el verbo esté en
pasado, que el autor empírico del texto está escribiendo necesariamente
después de las cinco de la tarde.
Esos planos del discours y del récit que Benveniste descubre como una
realidad del lenguaje son intuidos por Bajtín: hay un tiempo medido por mi
espíritu, el de mi pura actividad y acontecer interiores, y otro medido por el
otro, quien me ve completa, mi “autor”. Ese otro cuya mirada (atención, amor,
juicio, valoración) se necesita porque trae coordenadas diferentes, ese otro a
quien devuelvo el beneficio mirándolo (completándolo) yo también, ése a
quien Bajtín rinde homenaje en esta hermosa cita:
96 ELSA DRUCAROFF
está dicha con claridad en ese artículo inconcluso que escribió en los años ’20.
Por último, antes de entrar en la clasificación, quisiera advertir que no
se propone como una tabla de categorías para los textos literarios; ése es el
tipo de uso que suele hacerse de la reflexión teórica literaria y que tanto daño
hace a la literatura y a los lectores (público real e histórico del cual la mayor
parte de la institución crítica y los teóricos no ha hecho más que alejarse en
las últimas décadas).
No vengo a proponer más nombrecitos difíciles que designan lo mismo,
con el pretexto de “ser fiel” a Bajtín (esa idea de fidelidad es poco interesante).
Intento unificar nomenclatura y al mismo tiempo entender integralmente un
proceso, intento que los “nombres” que en seguida propondré sirvan para eso.
Es decir: no se trata de lanzarse con la “tabla” a clasificar los sujetos textuales
de todos los textos, sino de ver si una obra específica plantea preguntas que
esta clasificación puede ayudar a responder; se trata de usarlos sólo cuando
son útiles para alumbrar un aspecto de un texto literario, cuando el prcpio
texto los convoca (es decir, para abrir sus significados, para lanzarse —¿por
qué no?— a interpretar, para hacer de la lectura un enunciado orientado y
potente que se encadene polémicamente con otros que circulan por nuestro
mundo). En suma: no es un “modelo” (Bajtín jamás enunció un “modelo”, y
no por eso renunció a la teoría): es un arma más, que -—como todas las armas—
es preferible no sacar a relucir si uno no está dispuesto a usarla con efectividad.
Hablaremos, entonces, de:
a y b- un autor y un auditor empíricos, que son los dos sujetos reales,
históricos, mortales, que escriben y leen un texto determinado; como es obvio,
el autor empírico de un texto suele ser uno solo y los lectores empíricos suelen
ser muchos. Estos dos extremos últimos del circuito comunicativo no tienen
inserción directa en el texto literario, aunque sus realidades histórico-sociales
mediatizadas sean fundamentales en la escritura-lectura de los textos.4
policial narrada por un acusado del crimen que ignora, al comienzo del libro,
quién fue el culpable y relata cómo se develó la verdad: ese narrador dará
informaciones estratégicamente planeadas por el autor textual (no por él, que
no tiene la información suficiente) para despistar u orientar la lectura.
Otro ejemplo: “La señorita Cora”, de Julio Cortázar, es un relato contado
por distintos narradores que son además personajes: la mamá de Pablo, Pablo,
la enfermera Cora, el médico. Pero aunque ellos hablan, es evidente que
fragmentando, coordinando, organizando sus enunciados hay una única es
trategia, la del autor textual, que los hace callar o hablar, superponer versiones
diferentes de un mismo hecho en función de un proyecto que él tiene y con
cuyo desarrollo construye:
e- un lector textual: llamado por Eco “lector modelo” ; puede
caracterizarse como una estrategia de lectura simétrica a la estrategia de
escritura del autor textual. El proceso de lectura reconstruye a éste último, lo
va armando no como un individuo sino como un conjunto de presuposiciones
y sobreentendidos que surgen del texto y que él va reponiendo y atribuyendo
a este sujeto semiótico que es el autor textual. Por ejemplo: cuando en Los
lanzallamas, de Roberto Arlt, el lector textual lee que a la esposa
voluntariamente en fuga, Elsa, le “bastó un gesto torpe del Capitán” para
“arrojarse” del coche donde viajaba con su futuro amante y refugiarse en un
Convento de Carmelitas donde las “hermanas” entendieron que estaban frente
a una mujer angustiada, el lector textual repone presuposiciones ideológicas
que necesariamente comparte, dado que él no existe como lector textual sino
en la medida en que las entiende y las confirma. Algunas de las valoraciones
sobreentendidas que repone —al mismo tiempo que obligadamente compar
te— nuestro lector textual son, en este ejemplo, las siguientes: que ese “gesto
torpe” no consiste en que el Capitán le metió a Elsa un dedo en el ojo, sino
que es un gesto de acercamiento erótico; y por lo tanto que una caricia o un
intento de beso puede ser llamado llamado así y valorado como tal; que éste
es el caso: pese a que Elsa escapa voluntariamente con un hombre que no es
su marido, su moral sexual no admite que este hombre intente ni siquiera un
“gesto” erótico hacia ella (es decir, comparte con el autor textual la valoración
ética de Elsa como mujer que no es “fácil” y no está dispuesta a tener actividad
sexual extraconyugal, aun si se está escapando de su marido); que las monjas
Carmelitas son “hermanas”, con toda la valoración afectiva y religiosa que
connota la palabra (“hermanas” del autor textual y también suyas, del lector
textual, con lo cual ambos sujetos se colocan adentro de la religión católica).
El lector textual es entonces ese recorrido que decodifica presuposiciones,
100 ELSA DRUCAROFF
5 Aquel “texto de goce” que concebía Roland Barthes [1972] casi como una utopía
revolucionaria tendría mucho que ver con esto.
MIJAIL BAJTÍN 101
que lee para recordarle su presencia, sembrando el texto con comentarios que
no pasan de ser informes sobre el transcurso del tiempo o el cambio de
escenografía.
Quiero explicar cuanto antes que lo hago con el modesto fin de proponer
al público que acepte lo que escribo o digo como un artificio.”
Otras veces, el lector textual pensado como estrategia de lectura artística,
como conjunto de competencias capaces de reponer blancos de sentido, difiere
claramente de un auditor que forma parte del texto, por ejemplo como per
sonaje. Así queda claro en las novelas epistolares, o en un cuento como “Carta
bajo la cama , de Silvina Ocampo, donde el auditor Florencio tal vez jamás
recibe esa carta que la protagonista escribe a punto de ser asesinada y que
seguramente queda caída bajo la cama; entonces, la carta sólo tiene sentido
si es un relato, si hay un lector textual que no es Florencio y que seguirá una
historia de suspenso y terror allí donde para el auditor sólo parece haber una
carta de amor.
Otro ejemplo interesante es el relato “Hernán”, de Abelardo Castillo, en
el que el auditor repetidas veces invocado es un tú llamado Hernán a quien
se dirige el relato, y donde la sorpresa del lector textual (planeada cuida
dosamente por el autor textual) reside en descubrir que narrador y auditor
son Hernán, el mismo personaje, lo cual dibuja todo el cuento como una
confesión donde un narrador adulto purga su pecado acusando a un auditor
que fue él de adolescente.
“El pecado mortal”, de Silvina Ocampo, tiene un sistema parecido, aunque
no apuesta a él para una sorpresa final sino que lo utiliza ambiguamente, como
una posibilidad que da aún más potencia afectiva y literaria al hecho narrado.
Una narradora sin nombre, que se identifica como mujer, se dirige a una
auditora niña a la cual cuenta en segunda persona cómo fue violada a los ocho
años, su fascinación, su complicidad y su culpa por esa violación. La auditora
fue violada, no la narradora, pero una cantidad de indicios ambiguos permiten
postular al lector textual la posibilidad de que el yo y el tú expresados en el
cuento sean la misma mujer en diferentes momentos de su vida. Los sentidos
del relato se abren a consecuencias éticas, religiosas y filosóficas muy variadas
y tensas según cuál se decida que es la relación entre los sujetos textuales
narradora y auditora.
g- personaje: es la tercera persona, el o los sujetos representados en el
texto. Mientras autor y receptor empíricos por un lado, autor y lector textuales
por el otro y narrador y auditor son entidades correlativas que pueden or
denarse cada vez en circuitos comunicativos que van progresivamente tran
102
6 En una escena de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, un dibujo animado que re
producía el tipo “rubia fatal” hacía humor inteligente con esta condena:
—Yo no soy mala, lo que pasa es que me dibujaron así.
104 ELSA DRUCAROFF
En general, una buena parte del humor de la película pasa por contrastar esa cárcel
tipológica con un devenir independiente y asombroso de los “cartoons”: el dulce bebé
liero y encantador, por ejemplo, dice malas palabras con voz torva, fuma habanos y toca
la cola de las mujeres cuando termina de filmar.
7 No incluimos en esta tipología a un personaje como Ester Primavera, protagonis
de uno de los más potentes relatos de la literatura argentina, ni a algunas novias del teatro
de Arlt.
MIJAIL BAJTÍN 105
escucha, con férrea unidad, la klcología del film. Desde este principio constructivo es
difícil que el arte mantenga su potencia cuestionadora, m á s bien tiende a la tnvializacion
del problema. Es curioso cómo películas que intentan honestamente bregar por causas
libertarias, opuestas a los valores del sistema social, proponen una e s t r u c t u r a ideología
donde predomina una sola voz y. desde la ideología que postula su foima .termina
deshaciendo la potencia subversiva de los temas que tratan. En cambio, una obra como
Tiempo de revancha, de Aristaráin. que aportaba preguntas ames que lespuestas.
conflictos ideológicos antes que soluciones sociales, fue acusada de ' reaccionaria y
dC1T9 De todos modos, aunque no siempre Bajtín lo admita, la idea de un texto donde
el sentido se imponga de un modo absolutamente autoritario es imposible, contradice
plenamente la teoría' bajtiniana; ampliaremos esto en el próximo capitulo, pero. seña
lemos que la obra monofónica no es aquella que logra la monofoma sino mas bien la
aue tiene como programa estético ahogar la polifonía.
10 En lo que queda del capítulo nos referiremos exclusivamente al autor textual.
MIJAIL BAJTÍN 107
1 Cierta narrativa argentina reciente consigue, como enunciado o palabra, dejar ¿sta
impresión: enredada puramente con discursos teóricos sobre la literatura (cuidadosa
mente elegidos previamente de acuerdo con la moda académica), esa literatura que sólo
tiene como orientación hablar de la literatura suena a menudo como aburrida letra
MIJAIL BAJTÍN 111
No hay, por lo tanto, palabra en el vacío, palabra que vuele hacia un objeto
y llegue a él después de atravesar aire silencioso, vacío de discursos. Así como
el sonido sólo se transmite en un ámbito poblado de moléculas (que se van
chocando en la onda sonora unas a otras, la palabra sólo significa en un ámbito
poblado de palabras. Por caminos diferentes, el semiótico y filósofo norte
americano Charles Sanders Peirce y el “antropólogo filosófico” (como le
gustaba designarse) Mijail Bajtín llegan a conclusiones similares: el signo sólo
existe en un medio semiótico, todo signo nace “signado” por otros y sólo se
lee, resuena, habla, en diálogo con otros (contiene un signo previo y engendra
a su vez uno, diría Pierce).
Una metáfora mítica sirve al pensador ruso para expresar esto: ningún ser
humano es Adán, ninguno rompe el silencio universal y pronuncia por primera
y definitiva vez la palabra que designa al objeto que Jehová le presenta para
que dé nombre.2 Todo acto verbal se instala en cadenas previas de enunciados
(siempre alguien ya habló) y nunca lo hace neutramente: allí están las que lo
atrapan como propio, allá las que lo combaten y rechazan, acá las que lo
objetan, más allá las que lo continúan, aquí las que él quiere como aliadas.
3 Enrique Pezzoni aportó elementos que me fueron muy valiosos para esta
sistematización durante sus clases teóricas de la Universidad de Buenos Aires.
120 ELSA DRUCAROFF
fue utilizado como caballito de batalla casi cada vez que había que caracterizar
un texto. El uso que se hizo de lo paródico fue tan indiscriminado como
absurdamente elogioso (como si la parodia fuera en sí misma “buena” o
“mala”), de modo que el concepto perdió sentido, fue aplicado sobre todo.
En la parodia cuenta centralmente la intención del yo, del autor textual
(esto no está claramente dicho por Bajtín, pero se desprende con claridad de
su lectura). Sus valoraciones retumban en sordina como las opuestas a las que
el discurso proclama. La parodia es una forma literaria de la ironía, una ironía
dirigida hacia estilos u obras existentes. Paródica es, por ejemplo, la obra de
Bustos Domecq de Borges y Bioy Casares: desde el género policial anglosajón
hasta los modos de hablar de la academia literaria o de ciertos sectores sociales,
todo es representado y ridiculizado a un tiempo, en todo late el propio estilo
citado y la valoración defenestradora y risueña del autor textual.
¿Cuáles son las marcas que demuestran la intención paródica? Una es la
exageración, sin duda: el trabajo caricaturesco sobre el discurso representado
(trabajo que no ahoga, no puede ahogar, el espíritu de ese discurso, sim
plemente se burla de él). Pero no es suficiente encontrar exageraciones para
tener una parodia. Aquí, las intenciones del autor textual son claves y se
confunden a veces indiscerniblemente con las del autor empírico. No puede
sostenerse, por ejemplo, que la dedicatoria de Roberto Arlt a su mujer en El
jorobadito sea paródica (salvo como un vericueto psicológico conyugal
seguramente inconsciente y en absoluto pertinente para una lectura semiótica):
el estilo modernista tardío y kitch no tiene intención paródica sino solemne
[Drucaioff, en prensa]. Si eso es una parodia, entonces se puede leer
paródicamente cualquier cosa. Por ejemplo, postular el verso nerudiano “Me
gustas cuando callas” como una parodia del discurso amoroso del varón hacia
la mujer-objeto pasivo y como poder, se puede; pero entonces estamos usando
el texto, no interpretándolo (sobre el par uso/interpretación [Eco, 1981]).
En la parodia debe verse claramente la tensión de las dos voces, su
enfrentamiento por cierto feroz y en primera y última instancia ideológico. No
se limita, la parodia, a representar un discurso, exagerarlo, jugar con la
polifonía: además plantea una visión del mundo contra otra, un combate
asumido y desatado. Cualquier recurso constructivo literario parte, antes que
nada, de la urgencia por decir algo de ese combate del autor textual a su
auditor y (a través de ellos, con mayor o menor conciencia) del autor empírico
al mundo. Las parodias programáticas, deportivas, refinadamente “bajtinianas”
(a pesar de Bajtín), que cierta literatura argentina reciente (exitosa a veces en
la academia) se propuso escribir, suelen carecer de enfrentamientos ideológi-
MIJAIL BAJTÍN 123
Es bastante claro entonces que, como dijimos, una obra puede tomar
formas polifónicas, dar la palabra a sus personajes, producir diálogos que
confronten voces, pero hacerlo de tal modo que la voz monológica del autor
textual (sus objetivos ideológicos de demostrar una tesis, por caso) no renuncie
en ningún momento a utilizar su poder para frenar y matar cualquier real
tensión dialógica con los otros discursos.
Si los recursos polifónicos enumerados son técnicas creadas por el
dialogismo para que éste se sirva de ellas, pueden quedarse en ser sólo meros
recursos, formas portadoras de un significado simple: “proclamo mi polifonía
(o, en el caso de la literatura “paródica” de éxito académico a la que nos
4 La obra de Manuel Puig escapa por completo a estas observaciones (aunque habría
que discutir hasta dónde el trabajo polifónico, profundamente dialógico, de Puig. puede
ser atrapado en el concepto bajtiniano de la parodia). También excelentes textos de
Fogwillcomo “Memoria de paso” (zumbonamente orientado hacia Orlando, de Virginia
Woolf. hacia géneros discursivos propios de las clases dominantes y tantos otros
discursos) y otras obras de autores argentinos no merecen ser incluidos en este grupo.
124 ELSA DRUCAROFF
referíamos antes: “yo, autor empírico, conozco la teoría literaria, leí a Bajtín”.
En otro lugar [Drucaroff, en prensa] he trabajado momentos extensos de
“polifonía monológica” en la obra de Roberto Arlt. Ahora intentaré dar otro
ejemplo. Nuestros narradores de la “generación de Boedo” se afirmaron
muchas veces como continuadores de Dostoievsky. El relato “Lázaro”, de
Elias Castelnuovo, tiene recursos polifónicos. Por empezar, la intertextualidad:
se incorpora la voz del texto bíblico a partir del nombre del protagonista
(Lázaro) y de la voz de otros personajes; al verlo desahuciado por su
enfermedad, el médico dice de Lázaro que “no se ha descubierto nada todavía
para resucitar cadáveres”, y el curandero le habla: “vengo a resucitarte,
hermano... Sí, vos estás muerto y yo te voy a resucitar”.
¿Estilización? No. El relato parece plantearse contra el discurso bíblico
y critica la fe en la posibilidad de un milagro. ¿Parodia? Falta ironía (la risa
es un elemento central de crítica ideológica en la teoría de Bajtín), tanto hacia
el estilo bíblico como hacia el mito de Lázaro en sí. Es difícil suponer una
parodia tan solemne, en definitiva, como el texto al que critica. De todos
modos, es innegable la intertextualidad y la propuesta de diálogo con la Biblia.
Además, el relato está armado en una parte como carta del narrador Lázaro
a su abuela, o sea como un diálogo con otra voz lectora: florece la segunda
persona y hay algunas alusiones formales, típicas del modo epistolar, a su
recepción (“no sé si recordarás”, etc.).
También hay momentos donde en la voz del narrador dialogan discursos
diferentes que —a la manera de palabras internamente persuasivas o palabras
autoritarias— integran su conciencia, el discurso religioso y el de la conciencia
social discuten:
“Yo iba de aquí para allí, abuela; iba de aquí para allí recorriendo los siete
círculos del infierno social donde nací. Sí, sí, yo nací en el infierno; a mí no
se me oculta que nací en el mismo infierno. Nací y viví. Y esto no es una
blasfemia; te juro que no es una blasfemia. (Dios, que me quiere mucho, que
me quiere tanto, pero tanto, que siempre me envía alguna plaga, algún martirio,
alguna aprehensión; algo, en fin, para que yo me desvíe del camino recto, Dios
es testigo de que yo no blasfemo).”
Sin embargo, todos estos recursos formales no suponen un dialogismo
real. La orientación hacia la abuela es puramente retórica (los vocativos
“abuela”, la segunda persona, etc): el texto no parece interesado de veras en
esa receptora a la que invoca todo el tiempo. Pese a ser una carta de un
moribundo, no trabaja en ningún momento con la despedida a este tú que lo
ha criado, ningún sentimiento hacia ella construye discursos o relatos en la
MIJAIL BAJTÍN 125
sentado por el propio Lukacs— haya hecho con él), los modos en que Bajtín
plantea el realismo y esta “progresividad” en la evolución literaria tampoco
son fáciles, y tienen la virtud de ser tan originales que terminan yendo más
allá de sí mismos.
Por empezar, en capítulos anteriores hemos visto que la frase “la literatura
representa la realidad”, tan burdamente proclamada y comprendida en general,
en boca de Bajtín puede significar: 1) la literatura es ella misma una realidad
específica, no un reflejo fantasmal; 2) su “forma” es tan “representativa” como
su “contenido” 3) más que representar algo diferente de sí misma, está hecha
de un material dentro del cual deviene, se modifica, combate el campo humano
real; 4) al ser ella también parte de la realidad, también se representa a sí
misma, a su tradición, a otros discursos, etc; 5) su acción representativa es
profundamente dialógica, activa, transformadora; 6) representa la realidad más
allá de que se lo proponga, de sus intenciones monodireccionales, de su
control concierne; 7) etcétera.
Convengamos en que la idea bajtiniana del realismo trasciende esa
convención “lenguaje de la novela del siglo XIX”, “denuncia o demostración
de la realidad histórica” con que tanto persiguiera la estética “revolucionaria”
(¿alcanza un par de comillas para el adjetivo?). Sin embargo, su convicción
realista es original y profunda, tanto que termina siendo insostenible plantear
que el uso del término sea pura concesión a la censura. Más bien podríamos
decir que su originalidad irritó sin duda a la academia oficial porque en los
hechos deshacía el realismo tal como ella lo entendía, y que este nombre
(“realismo”) hubiera debido tal vez ser reemplazado, a causa de sus conno
taciones, en un marco de combate abierto contra la cultura oficial.1
En una palabra: lo que Bajtín llama realismo no es una poética (en el
superficial sentido de reglas obligatorias de composición artística), sino una
estética (en el profundo sentido de una filosofía del arte).
Para comprenderlo así, es bueno partir (lo hicimos brevemente) de sus
planteos sobre la literatura señalados en los capítulos anteriores; continuar con
una de la^ jnás importantes categorías bajtinianas (el concepto de cronotopo)
II. El cronotopo
3 Recordemos que en los años ’60 y ’70 lectores “de izquierda” definían a Borges
como “escritor inglés nacido en la Argentina” . Lo hacían, sin duda, en el dudosamente
revolucionario nombre de la tradición.
134 ELSA DRUCAROFF
III. El carnaval
con “En Borges, el cronotopo de la esquina...”, o “El cronotopo del zaguán en Arlt...”
Estos “simplemente puestos” (recojo el aporte terminológico de Carlos Correas [1991])
tenían un significado complejo, que pasamos a exponer. “En Borges, el cronotopo de
la esquina...” significaba, primero, “eso que el que no es un teórico como yo y usted
desconoce y no puede entender en Borges...”; “el cronotopo del zaguán en Arlt” : “eso
que el que no es teórico como yo y usted desconoce y no puede entender en Arlt...” Pero
además, dos expresiones como éstas no querían decir, en general, otra cosa que lo
siguiente: “El cronotopo del zaguán en Arlt”: “El zaguán, en Arlt,...” ; “En Borges, el
cronotopo de la esquina...”: “En Borges, la esquina...”
136 ELSA DRUCAROFF
del invierno. Junto con otras manifestaciones populares que se emparentan con
él, es la manifestación de una paracultura, de cultura no oficial paralela que
funciona al mismo tiempo como espacio de resistencia contra el poder y como
canalización catártica de esa resistencia, necesaria para el poder.5
En su carácter ritual, el carnaval fue elaborando un lenguaje propio y
alternativo respecto del orden oficial jerárquico, un lenguaje que por lo tanto
la lengua cotidiana no podía retomar pero que sí podía incorporar la lengua
artística, donde el trabajo de cuestionamiento ideológico no tiene más barreras
que las condiciones de posibilidad de su propio tiempo histórico.
El espacio de desarrollo del carnaval es la plaza pública. Allí la gente se
reúne en libre contacto familiar, más allá de cualquier valla social, económica,
jerárquica; es que allí se termina toda jerarquía: 110 hay público y actores, no
hay escenario, no existe límite espacial: todos participan, la plaza es símbolo
de la unidad popular.
El carnaval festeja el suceder histórico, el hecho de que todo sigue, pese
a la muerte, todo renace. Desde esta conciencia profundamente temporal, la
muerte puede ser aceptada con una carcajada porque a ella suceden nacimien
tos, la especie humana continúa más allá de los destinos insignificantes de cada
ser. Ningún poder es eterno; ningún castigo que proteja el orden oficial, lo
suficientemente efectivo: cualquier orden jerárquico tarde o temprano morirá.
Por eso el carnaval ríe de los reyes, por eso corona al más tonto o al más pobre
y luego lo descorona. Por eso, dentro de él, nada da miedo. La alegría popular
festeja que todo se destruye y todo se renueva, que sumergidos en la conciencia
colectiva de ser pueblo, de ser comunidad, el terror a la represalia retrocede,
la risa puede acercar cualquier símbolo intocado, cualquier verdad indiscu-
tibie, la misma verdad que, alejada por la jerarquía de las voces que la
pronunciaban, antes atemorizaba.
El carnaval de la plaza pública es el lugar de la risa. Risa negativa (la
del escarnio a todo poder, que se cree soberano y no sabe que igual va a morir)
y positiva (la del júbilo por la resurrección). El cuerpo es protagonista central:
erotismo, alimentación, deposición de excrementos, nacimiento y muerte son
sus momentos celebrados. Allí todo se carga de ambivalencia: el erotismo es
productor de vida pero también es agresión; los excrementos humanos son
deshechos tóxicos pero fertilizan la tierra; el vientre materno es origen pero
el vientre de la madre tierra es tumba. Todo símbolo carnavalesco es
ambivalente, intentar entenderlo con una sola acentuación es desvirtuarlo en
su razón de ser. El insulto, la invectiva, la mala palabra, pueden ser modos
de elogio. Los elogios más rebuscados y excesivos se dicen burlonamente. En
el cronotopo carnavalesco, el orden universal se condensa y se deshace en la
plaza pública para festejar que volverá a hacerse, y a deshacerse, in etemum.6
¿Es necesario agregar que el carnaval es el reino del dialogismo, que los
actos de habla que allí se generan son profundamente plurivocales y que toda
producción artística que nace de él debe por definición ser polifónica?
Son categorías carnavalescas: la inversión del mundo, la abolición del
orden jerárquico, la mezcla de valores, pensamientos, fenómenos y cosas
(donde se disuelven los límites entre lo sagrado y lo profano, lo sublime y lo
ínfimo, lo sabio y lo idiota, etc), la profanación —que da origen a parodias,
obscenidades, etc.—. Estas operaciones se vuelven rituales o espectáculos
concretos que se van formando y conservando a lo largo de milenios y
seducido por ella, conseguiría 13 años después —en otras condiciones polí
ticas— rescatar al maestro del anonimato.
Bajtín, por su parte, recibió el veredicto sobre su tesis con un encogimiento
de hombros, volvió a Saransk a ocupar la misma cátedra y siguió escribiendo
para nadie. Sabía que podían ahogar la difusión de su voz, pero que eso no
iba a bastarles. Es que en algún lugar, necesariamente, un coro reía.
“Al elucidar épocas pasadas, nos vemos, con suma frecuencia, obligados
a ‘creer a cada época bajo palabra’, es decir, a creer, en mayor o menor
grado, lo que dicen sus ideólogos oficiales, puesto que no escuchamos la
voz del pueblo ni sabemos encontrar ni descifrar su expresión pura y sin
mezcla. (...) Todos los actos del drama de la historia mundial tuvieron
lugar ante el coro popular que reía. Sin escucharlo, resulta imposible
comprender el drama en sus verdaderas dimensiones” [Bajtín, ibidem.
Bastardilla suya.]
UNA HISTORIA DE LA LITERATURA
I. Elogio de la novela
“se hacen más libres y más plásticos, su lengua se renueva yendo a beber
en las fuentes del discurso extraliterario, y las capas ‘novelescas’ de la
lengua literaria se toman dialógicas, pues resultan cada vez más y mas
penetradas por la risa, la ironía, el humor, los elementos autoparódicos
(...). La novela introduce en esos géneros el aspecto problemático, los
rasgos de la actualidad que apenas surge, que no está todavía dada”.
[Bajtín, ib.]1
1 Los fuertes cambios en la poesía argentina de este siglo, por ejemplo, podrían
estudiarse a la luz de procesos de novelización. Piénsese en todo lo que implica el pasaje
de una estética modernista a los movimientos vanguardistas de Florida o —posterior
mente— a los de la poesía con coloquialismos y presencia de la cultura popular en la
década del ’60 y ’70.
MIJAIL BAJTÍN 147
la soledad absoluta del que elige la diferencia, o del que no se puede adaptar
a la alienante realidad.
Entonces todo es terrible: el orden y el desorden. El orden, porque ahora
hay plena conciencia de que unirse a los demás en la tranquilizadora
homogeneidad condena a la alienación y a la infelicidad; el desorden, porque
conecta con experiencias límite (vida, muerte, las mismas experiencias del
carnaval) a individuos que, a diferencia de los de la antigua Plaza Pública, están
horriblemente solos y separados del todo.
3 Sería interesantísimo pensar desde este comentario una de las más interesantes
y vigentes creaciones románticas: la novela gótica.
MIJAIL BAJTÍN 151
“Pero, ¿no serán esas imágenes [las de la fiesta popular, que Bajtín está
relevando en Rabelais], en suma, los restos de una tradición muerta y
restrictiva? (...) ¿no serán los restos, privados de sentido, de concepciones
antiguas degradadas al rango de formas muertas, de lastre inútil que
impide ver y describir la realidad de la época? Esta hipótesis no tiene
fundamento alguno. El sistema de imágenes de la fiesta popular se formó
y existió durante milenios, y en el curso de este proceso hubo, inevi
tablemente, escorias y sedimentos muertos de la vida cotidiana, las
creencias y los prejuicios. Pero, en lo fundamental, el sistema tendió a
ampliarse y se enriqueció con un sentido nuevo al absorber las nuevas
experiencias e ideas populares, se modificó en el crisol de la experiencia
popular. (...)
Gracias a esto, las imágenes de la fiesta popular pudieron convertirse en
un arma poderosa para el dominio artístico de la realidad, y sirvieron de
base a un realismo verdaderamente amplio y profundo. Estas imágenes
MIJAIL BAJTÍN 153
despejar y preparar el terreno, con miras a crear una nueva seriedad, audaz,
lúcida y humana. (...)[E1 episodio es un ejemplo de] la conquista familiar
del mundo, [ese mundo que se hallaba alejado de los hombres en el Orden
Feudal por] las distancias y prohibiciones creadas por el temor y la piedad.
(...) [Cuando Gargantúa vuelve cualquier cosa un limpiaculos aproxima]
el mundo al hombre y a su cuerpo, permitiéndole tocar cualquier cosa,
palparla por todas partes, penetrarla en sus profundidades, volverla al
revés, confrontarla con cualquier otro fenómeno, por elevado y sagrado
que fuese, analizarlo, estimarlo, medirlo y precisarlo, todo ello en el plano
único de la experiencia sensible y material.” [Bajtín, ib.].
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