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Razón y fe: el pensamiento medieval

¿Hay algo que media entre la afirmación profunda desde la fe y la respuesta reflexiva del
filósofo? ¿Hay problemas que están consagrados al ámbito de la fe y en los que la razón no
tiene nada que aportar? ¿Cómo se puede comprender la verdad cristiana? ¿Se puede
“descifrar” la fe a la luz de la razón o primero debemos creer y luego comprender? Estas
preguntas nos remiten a la marcha normal del pensamiento durante un conjunto de siglos
conocido como la Edad Media. Vamos entonces, a reconocer la influencia dominante de
Platón y Aristóteles de este periodo de tiempo.

¿Con qué ojos mirar a la losofía?

Agustín de Hipona: “Creo para entender, y entiendo para creer”

Ascender desde la razón y descender desde la fe

Guillermo de Occam (1285-1347): autonomía de la razón y autonomía de la fe

Referencias
LECCIÓN 1 de 5

¿Con qué ojos mirar a la filosofía?

No cabe duda de que todos tenemos alguna imagen formada acerca de la Edad Media, en donde habitan reyes y
reinas, guerreros con extraordinarias habilidades físicas, aldeas superpobladas de campesinos pobres, traiciones por
poder a diestra y siniestra, y podríamos seguir enumerando otras pinceladas de lo que a nuestros ojos hoy parece una
época de combates furiosos y de servidumbre. Pensemos, por ejemplo, en cómo ha crecido este imaginario en
nuestros días gracias a las temporadas de esa crónica medieval sobre la dinastía Targaryen en Juego de Tronos, que
se ha transformado en una de las mayores “experiencias” colectivas sobre este período, no solo por la cantidad de
televidentes que ha ganado con cada temporada, sino fundamentalmente por la forma en que esa atmósfera de la
cultura medieval ha impregnado espacios y conversaciones por doquier. Después de ocho temporadas en nueve años
y 73 capítulos, la maestría de auténticos gigantes de la televisión ha consolidado un fenómeno global sin precedentes
que sitúa como modelo de entretenimiento a las recreaciones del medioevo. Algo similar, aunque obviamente en
menor escala, ocurrió con la película El nombre de la rosa (1986) basada en la novela homónima escrita por el
italiano Umberto Eco.

Figura 1: Ilustración del libro Fuego y sangre de George R. R. Martin,


sobre la dinastía medieval de la casa Targaryen: Juego de Tronos
Fuente: [Imagen sin título sobre ilustración del libro Fuego y Sangre], 2019, https://bit.ly/2YSmXsU

Pero además de estas recreaciones basadas en la recuperación de ese período, ¿cuán lejos estamos de entender
nuestra actualidad desde la perspectiva del pensamiento medieval? Esta pregunta quizá nos parezca absurda porque,
de alguna manera, acabamos confiriéndole a ese período una extraña dureza, como algo demasiado espeso para
elevarse y volver a instalarse en nuestra realidad. Nos convendría insistir y preguntarnos nuevamente si la Edad
Media puede tener otra consideración y amplitud en nuestras vidas además de la que se instala desde el
entretenimiento como apuesta cultural, y hacerlo antes de adentrarnos en su reconocimiento filosófico.

¿Qué pensamos al respecto? Es una invitación para ir un poco más allá, por ejemplo, de esos resabios de época, como
cuando faltaba poco para la llegada del año 2000 y se oían por doquier sospechas apocalípticas. Ir más allá para
visualizar, en definitiva, cómo podría ser presentir esa etapa como un movimiento incesante en la actualidad.

Haremos un ejercicio al respecto. Leamos la siguiente situación tomada de un ensayo que escribió Umberto Eco en la
década de 1970 llamado La nueva Edad Media.
Un día, en Estados Unidos, la coincidencia de un atasco de autopistas con una paralización del
tráfico ferroviario impide que el personal de relevo acceda a un gran aeropuerto. Los
controladores no relevados, vencidos por el estrés, provocan la colisión entre dos cuatrirreactores,
que se precipitan sobre una línea eléctrica de alta tensión, cuya carga repartida entre otras líneas
ya sobrecargadas, provoca un black out como el que ya sufriera Nueva York hace algunos años.
Salvo que esta vez es más radical y dura varios días. Como nieva y las calles están bloqueadas, los
automóviles forman monstruosos atascos; en las oficinas, se encienden fuegos para calentarse,
estallan incendios y los bomberos no logran llegar a los sitios para apagarlos. La red telefónica
queda bloqueada bajo el impacto de cincuenta millones de personas aisladas que tratan de
comunicarse. Se inician marchas por la nieve, que ocasionan víctimas que se abandonan en las
calles.

Los viandantes, privados de aprovisionamientos de toda clase, intentan apoderarse de refugios y


mercancías; entran en acción las decenas de millones de armas de fuego vendidas en
Norteamérica. Las fuerzas armadas asumen el poder, pero son víctimas también de la parálisis
general. La gente saquea los supermercados, en los hogares se acaban las reservas de velas,
aumenta el número de muertos a causa del frío y el hambre, y en los hospitales los enfermos
mueren por falta de cuidados.

Después de algunas semanas, cuando penosamente se restablezca la normalidad, los millones de


cadáveres dispersos por las ciudades y el campo comenzarán a propagar epidemias y provocarán
flagelos de dimensiones parecidas a los de la peste negra, que en el siglo XIV destruyó dos tercios
de la población europea. Surgirán entonces psicosis «de contagio» y se afirmará un nuevo
macartismo mucho más cruento que el primero. La vida política, que habrá entrado
en crisis, se subdividirá en una serie de subsistemas autónomos e independientes del poder
central, con ejércitos mercenarios y administraciones autónomas de justicia. Mientras la crisis
continuará indefinidamente, quienes lograrán superarla con más facilidad serán los habitantes de
las áreas subdesarrolladas, ya preparados para vivir en condiciones elementales de vida y de
competencia, y se producirán grandes migraciones, que darán lugar a fusiones y mezclas raciales,
importación y difusión de nuevas ideologías.

La propiedad, menguada la fuerza de las leyes y destruidos los catastros, se apoyará en el solo
derecho de usurpación. Por otra parte, la rápida decadencia habrá reducido las ciudades a una
serie de ruinas alternadas con casas habitables, y habitadas por quienes hayan logrado apoderarse
de ellas, mientras las pequeñas autoridades locales podrán mantener cierto poder construyendo
recintos y pequeñas fortificaciones.

En este momento, se estará ya en plena estructura feudal. Las alianzas entre poderes locales
se apoyarán en el compromiso y no en las leyes, las relaciones individuales se basarán en la
agresión, en la alianza por amistad o comunidad de intereses, y renacerán las costumbres
elementales de hospitalidad para el transeúnte. Ante esta perspectiva, nos dice Vacca, no cabe otra
cosa que pensar en planificar el equivalente de la comunidad monástica que, en medio de
tanta decadencia, se ejercite desde ahora en mantener vivos y en transmitir los conocimientos
técnicos y científicos útiles para el advenimiento de un nuevo renacimiento. Cómo organizar estos
conocimientos, cómo impedir que se corrompan en el proceso de transmisión o que
alguna comunidad haga uso de ellos con fines de poder particular, éstos y otros problemas
constituyen los capítulos finales (en gran parte discutibles) del Medio Evo prossimo
ventura. Pero, como decíamos al comienzo, el problema es de índole diversa.

Se trata ante todo de decidir si este escenario que describe Vacca es apocalíptico o si es la
enfatización de algo ya existente. Y, en segundo lugar, de liberar la noción de Edad Media del
aura negativa con que la ha envuelto cierta difusión cultural de inspiración renacentista (Eco,
2004, p.23).

Ahora pensemos, sirviéndonos solo de lo anterior como encuadre, si algo de la situación descripta nos resuena a la
Edad Media:

1 ¿Qué lugar ocupaba entonces la disolución del poder, las divisiones sociales y la insurrección?

2 ¿Qué conformación social y económica impulsaba el feudalismo?

¿Cómo fue la Edad Media? Para empezar, debemos tener en cuenta que con este nombre hacemos alusión a
diferentes períodos bien distintos. Tomemos la pregunta (1). Aquí, para comenzar a hablar de la Edad Media,
tenemos que considerar la caída del Imperio romano de Occidente, a principios del siglo V, a manos de tropas
bárbaras. Nos referimos al derrumbe de la que es considerada la civilización más grande y poderosa de toda la
historia occidental.

Recordemos que ya en vida de Aristóteles el mundo antiguo había sufrido una modificación sustancial. De la polis
como matriz contenedora de la existencia se pasa a un imperio, fraguado por Alejandro Magno (356-323 a.C.), que
extendió la cultura griega por amplias regiones de Asia Menor con base en la koiné: una comunidad basada en la
lengua griega. Las escuelas filosóficas más importantes, como la de Platón o la de Aristóteles, se difunden por todo
el mediterráneo, Asia Menor y el norte de África. Es el momento de dos grandes escuelas del pensamiento: el
epicureísmo y el estoicismo. Mientras Epicuro (341-270 a. C.) y sus seguidores defienden como ideal de vida la
pequeña comunidad de amigos y el disfrute del placer siguiendo las reglas de la prudencia para lograr la ataraxia
(imperturbabilidad del alma ante los azares del destino natural, pero también político), el estoicismo, por su parte
(escuela fundada por Zenón de Citio en el 301 a. C., pero que continúa su tradición hasta el s. II d. C.) considera que
el ser humano está inserto en la vida política, pero no de modo cerrado a la comunidad local, sino en cuanto
ciudadano del mundo, cosmopolites. El estoicismo defiende la apatheia, la capacidad de sobreponerse a las pasiones
y la obligación de asumir responsabilidades frente al mundo en que se vive. En este contexto cultural y filosófico,
irrumpe el cristianismo primitivo, que logra difundirse en el ámbito de la cultura helénica. Los primeros siglos de la
consolidación doctrinal del cristianismo serán un intento por sistematizar y racionalizar la fe –a excepción de quienes
sostuvieron que la fe es irracional y superior a la razón–.

Pero volvamos al punto anterior. Tras la caída del Imperio romano de Occidente comenzaron a constituirse varios de
los reinos medievales que más tarde habrían de consolidarse como Estados en Europa. Fruto de estas invasiones, que
condujeron a la desagregación del Imperio, se produjo una enorme ruptura con el mundo grecorromano.

Figura 2: Mapa del Imperio romano


Fuente: [Imagen sin título sobre mapa del Imperio Romano], 2016, https://bit.ly/38Ogfci

Ya a principios del siglo V, en el pensamiento cristiano se reconocía fuertemente la influencia de la metafísica


platónica y de la ciencia de Aristóteles. Pero, como afirma Gilson, esa influencia no se caracterizó por la uniformidad
y la ausencia de conflictos:

La filosofía no aparece en la historia del Cristianismo hasta el momento en que ciertos cristianos
toman posición ante ella, sea para condenarla, sea para absorberla en la religión nueva, sea para
utilizarla con fines de apologética cristiana. El término “filosofía” presenta desde esta época el
sentido de “sabiduría pagana”, que conservará durante siglos. Incluso en los siglos XII y XIII, los
términos philosophi y sancti significarán directamente la oposición entre la visión del mundo
elaborada por hombres privados de las luces de la fe y la visión de los Padres de la Iglesia, que
hablan en nombre de la revelación cristiana. No es menos verdad que el Cristianismo hubo de
tomar muy pronto en consideración las filosofías paganas y que, según sus temperamentos
personales, los cristianos cultos de los primeros siglos adoptaron actitudes muy diferentes
respecto de ellas. (Gilson, 2007, p. 17).

Los partidarios de una u otra filosofía se multiplican sin cesar durante la Edad Media, y así habrá quienes se pondrán
decididamente de parte de Platón contra Aristóteles y viceversa. Con todo, un lugar común en las reconstrucciones de
este período será considerar al platonismo como una filosofía más próxima al cristianismo y al aristotelismo como la
filosofía propia de los paganos. La metafísica platónica con su doctrina de las Formas o Ideas tendrá una gran
recepción durante la patrística. Así, por ejemplo, para Calcidio, a quien la Edad Media le debe esencialmente el
conocimiento del Timeo de Platón por su traducción latina, había dos clases de seres en el mundo: los que
constituyen la verdadera realidad o el mundo inteligible (exempla) y que son obras de Dios, y los de las copias que
conforman el mundo sensible (mundus sensilis), producido a semejanza de su creador.

Valgan algunos títulos de muestra de esta gran impronta de la filosofía griega, ya sea para rechazarla o asimilarla,
durante los primeros siglos de la era cristiana:

Discurso a los griegos (Taciano, la obra está fechada entre 166 y 171).

Curación de las enfermedades griegas, o descubrimiento de la verdad evangélica a partir de la


filosofía griega (Teodoreto, 386‑458).

De consolatione Philosophiae (Boecio, 470-525).

Simpatía u hostilidad, pero frente a la filosofía griega ningún pensador cristiano permanece inmóvil. Hay temas
fundamentales que retienen la atención a lo largo de la época patrística y de la Edad Media:

La creación. Para los cristianos, Dios todopoderoso ha creado todo de la nada por su Verbo.

La existencia y la naturaleza de Dios


La doctrina de la salvación

Las principales facultades del alma

La unión de alma y cuerpo

El vínculo entre razón y fe

La importancia del libre albedrío

El espíritu de la moral cristiana

El problema de los universales

Si antes la filosofía –en la versión aristotélica o platónica– era el saber más excelso, bien porque era el conocimiento
de las ideas o porque era el conocimiento de las causas primeras, ahora será la teología la que ocupará este lugar.
Posturas como las de Clemente de Alejandría (150-215 d. C.), que consideraba que las verdades de la fe podían
conocerse desde la razón propia de la persona, o de Juan Damaceno (676-749 d. C.), que preconizaba la necesidad de
aprender de la filosofía griega, representan una visión conciliadora entre la fe y la razón.

Esta postura conciliadora de la fe religiosa con la razón filosófica es representada por algunos de los padres
apologetas, como Clemente, o su discípulo Orígenes (184-253 d. C.); sin embargo, no fue una postura universal.
Otros padres apologetas, como Tertuliano (160-220 d. C.), consideraron que la autonomía de la religión exige
considerarla superior a la razón, y a esta última, limitada respecto de ella: creo porque es absurdo es la máxima que
se le atribuye (Gilson, 2007). La apologética cristiana encuentra en Tertuliano a uno de sus más grandes referentes.
El gnosticismo –corriente de pensamiento vigente durante los primeros siglos del cristianismo– considera que la
salvación proviene del conocimiento, si bien la fe es entendida como un conocimiento provisional, un conocimiento
de verdades que el ser humano, por sus limitaciones, no puede conocer sino por la creencia (Copleston, 2011a).

El arrianismo –seguidores de Arrio– también intentó, a su modo, racionalizar la fe, aplicando categorías lógicas a las
creencias religiosas. Y así como desde la lógica de inspiración aristotélica no cabe posibilidad alguna de que una
sustancia sea tres a la vez (trinidad), los arrianos postularon la triple sustancia de la divinidad, como si se tratara de
tres sustancias distintas y, por lo mismo, de tres dioses diferentes.
Otra etapa clave fue la constitución del Imperio carolingio (siglo VIII-IX), conocido como Alta Edad Media, que
culminó en el siglo X. Debemos tener presente que se extiende con fuerza la reflexión sobre las relaciones entre la
Iglesia y los Estados, es decir, la pregunta acerca de qué tan unidos deben estar los destinos del reino con los del
Papa. Los intentos por definir las relaciones entre el orden temporal y el espiritual formaron parte, en los teóricos
venideros, de un trabajo de análisis extremadamente intenso. Por otra parte, será el feudalismo (nuestra pregunta (2)
del comienzo), con su sistema de dependencias entre señores y vasallos, lo que conformará el modelo político de esta
época.

Lo que se conoce como Baja Edad Media representa, fundamentalmente, la emergencia de tres grandes
acontecimientos:

Un intenso desarrollo urbano

La aparición de las universidades

El nacimiento de la filosofía escolástica


LECCIÓN 2 de 5

Agustín de Hipona: “Creo para entender, y entiendo


para creer”

Considerado uno de los padres de la Iglesia porque su reflexión es fundamental en la consolidación doctrinaria de
esta, la obra de Agustín de Hipona es de gran repercusión histórica por múltiples motivos. Sus tratados teológicos,
como el De trinitate, sirvieron para sentar las bases doctrinales sobre elementos tan centrales a la creencia cristiana
como la santísima trinidad. San Agustín consolida la fórmula: la trinidad es una sola naturaleza en tres personas
distintas, de tal modo que la naturaleza de Dios Padre es la misma que la de Dios Hijo y la de Dios Espíritu Santo. La
noción de persona deviene central en este esquema. La etimología de la palabra “persona” está asociada a prosopon,
máscara que usaban los actores para representar su papel. Así, en el drama humano las tres personas tienen su
función, pero la realidad sustancial es la misma. Este esquema trinitario se replica tanto en la ontología como en su
teoría del conocimiento y su antropología.

El derrotero biográfico e intelectual de San Agustín está profundamente marcado por una inmensa preocupación
acerca de la presencia del mal en el mundo.

Veíamos en ese ejercicio de lectura que hacíamos al comienzo, situaciones que describen esa “Nueva Edad Media”,
entre las que aparecen las epidemias y los flagelos. En la evolución del pensamiento de San Agustín, precisamente,
se observa una conexión muy estrecha con el sufrimiento humano. Sin embargo, él lo pensaba no solo en términos de
cómo entender la existencia del mal desde la fe, sino también desde una dimensión moral. Para este santo, el mal no
es una entidad –refutando, así, a los maniqueos de los que formó parte, para quienes el mal era un principio
sustantivo–, sino una carencia de bien. Agustín sigue así a los neoplatónicos, para los que el mal es una realidad
degradada, no una realidad positiva como el bien. La rectitud de los actos depende del buen uso que las personas
hacen de su libre albedrío. De ahí que la voluntad libre obra bien porque tiene mayor plenitud que aquella que opera
subordinada al interés material (ciudad terrena). No hay mérito que nos salve, la salvación es producto de la gracia.

Agustín de Hipona se forma con muchas influencias. Él mismo había sido un gran retórico y había estudiado con
filósofos que pertenecían a muchas corrientes, desde el eclecticismo hasta el escepticismo. Anticipa incluso el
argumento cartesiano, al afirmar contra los escépticos: si fallor, sum (“si me equivoco –desconozco la verdad–,
existo”), por no mencionar la proeza retórica de su obra Las confesiones, que inaugura un género que posteriormente
cultivarán otros como Rousseau. Las confesiones es una serie de libros autobiográficos que son un testimonio de
conversión en el que Agustín de Hipona narra cómo se convierte al cristianismo y cómo esto tiene una proyección en
todos los ámbitos de su vida; allí señala también el acceso a la divinidad desde la propia conciencia personal: in
interiore homine hábitat veritas (“en el interior del hombre, habita la verdad”).

Llegar así a la revelación es algo que se hace desde la conciencia propia. No es de extrañar que este pensamiento de
Agustín hubiera sido ensalzado posteriormente por un teólogo como Lutero (1483-1546). La verdad de la fe emerge
por la autoridad de la conciencia, pues la conciencia misma replica la luz divina. De ahí, que no hay contradicción
entre la fe y la razón. Agustín lo expresa con una fórmula (Gilson, 2007; Copleston, 2011a): creo para entender, y
entiendo para creer.

La centralidad del pensamiento de Agustín de Hipona se plasma también en su filosofía de la historia. Su obra La
ciudad de Dios es una exposición de la filosofía de la historia cristiana y del cristianismo político. En esta obra,
refuta las ideas de Pelagio (360-420 d. C.) considerando que la salvación no se obtiene por las obras: la gracia divina
es un don y, por esto mismo, no puede ser comprada.

La vida cívica aparece bajo la lógica de que la paz emerge del orden social, pero hay dos grandes ordenamientos: el
orden terrenal, en el que la relación política es de subordinación al emperador, y el orden espiritual, cuyo orden
estriba en la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como brazo ejecutor del Espíritu Santo.

Para el agustinismo político, aunque el orden terrenal tenga su propia lógica, ha de estar subordinado al orden
espiritual.

El mal moral es fruto de la libertad humana, pero está correlacionado con el mal metafísico: en la visión agustiniana,
el universo está jerarquizado en grados de perfección. El ser más perfecto –cuya existencia queda probada por su
propia noción (la de ser más perfecto), y porque además nos ha dejado una semilla de su propia idea en nuestra
mente– es Dios, y de ahí subsisten con menor grado de perfección distintos tipos de realidades, incluida la humana y
la material.

La realidad tiene también estructura ternaria, conforme al grado de identidad e inmutabilidad: Dios (realidad
perfectamente inmutable), alamas y espíritus angélicos (que experimentan mutaciones) y la materia (sometida a
movimiento y cambio local). Para esta ontología, claro reflejo del trinitarismo, la realidad está conformada por estas
tres realidades fundamentales: Dios, alma y mundo (Gilson, 2007; Copleston, 2011a).

También el esquema trinitario se replica en la antropología. El alma humana –inmortal, pero no eterna, pues es
creada– realiza tres operaciones: recuerda (identidad, se mantiene en el tiempo), entiende lo que recuerda y quiere lo
que entiende. La memoria es así un elemento divino en el hombre: la confesión de Agustín estriba en remontarse
hacia el recuerdo de Dios, al modo de la reminiscencia platónica.

Figura 3: Bautismo de San Agustín

Fuente: [Imagen sin título sobre bautismo de San Agustín], 2011, https://bit.ly/2suoERs

En la Iglesia antigua solo había una fecha para los bautismos, que era la noche de Pascua.

Prestemos atención al siguiente video sobre la vida de San Agustín.


YOUTUBE

San Agustin de Hipona. v

San Agustin de Hipona.flv


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VER EN YOUTUBE 

Fuente: Rodolfo Justiniano Segura Chán [Rodolfo Justiniano Segura Chán]. (30 de abril de 2012). San Agustin de Hipona.flv

[YouTube]. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=cDrcj6e9MI4


LECCIÓN 3 de 5

Ascender desde la razón y descender desde la fe

El renacimiento urbano que se vive desde el siglo X hace necesaria la cristalización de instituciones encargadas de la
formación de saberes para el comercio, la industria y la conformación de las estructuras de gobierno. Nacen así las
universidades: agrupación de maestros, cursos, estudios, etcétera, con finalidad universal. Las universidades emergen
por ampliación y sistematización de las escuelas catedralicias. La primera será la Universidad de Bolonia (1088), le
siguen la de Oxford (1096), París (1150), Cambridge (1208), Salamanca (1218), Coimbra (1290) y muchas más entre
medio de estas fechas y posteriormente. Algunas, como Salerno y Montpellier, alcanzaron fama en medicina, la de
Bolonia en derecho, y las inglesas se escoran hacia las ciencias.

Es preciso interpretar el pensamiento de Tomás de Aquino en relación con dos grandes referentes: la incorporación
de Aristóteles al mundo cristiano y la figura del comentador de Aristóteles, Averroes.

El pensamiento de Aristóteles se incorpora al mundo cristiano –hasta ese momento pocos escritos de Aristóteles se
conocían– por la labor de la Escuela de Traductores de Toledo. Entre los siglos XII y XIII, esta escuela tradujo al
latín gran parte del legado griego, las ciencias y saberes que habían permanecido en Bizancio. Además, la difusión
del pensamiento filosófico y científico de pensadores árabes, como Avicena, o judíos, como Maimónides, fue
determinante de este renacimiento. Entre ellos, gozó de especial renombre Averroes (1126-1198), quien fue señalado
como “el comentarista” por su labor de interpretación del pensamiento de Aristóteles. La obra del estagirita casaba
mal con la cosmovisión religiosa en muchos aspectos, pero en especial en los siguientes: la concepción de la
creación, la concepción de la inmortalidad del alma y la relación entre razón y fe. Para el griego, el mundo es eterno,
el alma no es inmortal y el auténtico conocimiento es racional. Averroes ingenia una doctrina, conocida como la
doble verdad, para hacer casar el pensamiento religioso con el aristotélico: lo que sostiene la religión es verdadero en
el mundo de la fe, y lo que sostiene la ciencia y la filosofía lo es en el mundo de la razón.

Tomás de Aquino realiza la tarea de armonizar la filosofía de Aristóteles con el pensamiento cristiano y sistematiza el
cuerpo de saberes existente conforme a la lógica del pensamiento de Aristóteles. Rechaza la visión de Averroes, pues
no caben dos verdades, sino solo una verdad. En la concepción de Tomás de Aquino, la razón tiene la fundamental
función de establecer los preámbulos de la fe. Con esto, Tomás de Aquino considera –en las denominadas “cinco vías
para demostrar la existencia de Dios”– que el razonamiento filosófico, siguiendo la luz natural de la razón humana,
nos muestra que necesariamente ha de existir un ser que es de la siguiente manera:

primer motor inmóvil;

primera causa eficiente;

necesario y causa de los demás seres contingentes;

el ser más perfecto que explica los grados de perfección en el universo, y

el ser inteligente que gobierna todas las cosas.

Para Tomás de Aquino, se llega a probar la existencia de tal ser mediante el uso de la razón y formulando pruebas
que parten de la experiencia. Esta verdad es una verdad que la filosofía nos ilustra. La fe la complementa.

¿Qué sucede cuando la razón nos dice algo a lo que la fe no suscribe? Para Tomás de Aquino, en estos casos la razón
humana ha de tomar el conocimiento de la fe, pues la inteligencia humana es finita y no puede comprender la
profundidad de las verdades del universo.

Por supuesto, Tomás de Aquino suscribe a las verdades de la fe, tales como la creación del mundo, la inmortalidad
del alma, que el mal es fruto de la libertad humana.

Tomás de Aquino se ve también influido por la antropología aristotélica, pero bajo formato cristiano: el hombre es un
compuesto de materia y forma, pero el alma es claramente inmortal y creada por Dios. Asume las nociones
aristotélicas del ser social del hombre, así como su componente racional y la ética de la prudencia y la virtud.

Aunque el orden político tiene autonomía, Tomás de Aquino considera que el fin de este es la producción del bien
común. Para alcanzar tal bien común, se precisa un principio rector que organice la multiplicidad de intereses y
deseos humanos. Por esto, Tomás de Aquino considera que la mejor forma de gobierno es la monarquía, pues, al
igual que el creador gobierna el universo conforme al bien de este, también el monarca habrá de gobernar al pueblo
con vistas al bien común.

La aprehensión del bien común se realiza siguiendo la ley natural que el creador ha depositado en nuestra razón.
Mediante la razón aprehendemos los principios de la ley natural –el primero de ellos es que ha de hacerse el bien y
evitarse el mal–, reflejo en el cosmos de la ley divina. Toda ley positiva es justa en la medida que se ajusta a esta ley,
tanto la justicia distributiva –relativa a la asignación de bienes en una sociedad– como la justicia conmutativa –
relativa al intercambio–. Así también, todo orden político que se construye conforme a los principios de dicha ley
está en consonancia con el bien común.

A tal punto llega la hegemonía del bien común, que Tomás de Aquino justifica el impago de las deudas cuando estas
son onerosas para los pueblos y pueden suponer grave riesgo para la población, pues aquí argumenta el Aquinate:
aunque toda deuda ha de ser pagada por principio, el bienestar de la población es un bien común de peso sobre el
interés del adeudado en recuperar su valor.
LECCIÓN 4 de 5

Guillermo de Occam (1285-1347): autonomía de la


razón y autonomía de la fe

El siglo XIV es un siglo turbulento. Quebrada la unidad del papado con el emperador, el papado exige privilegios
políticos; entre tanto, el poder político busca emanciparse de la autoridad de la Iglesia. Pero ni el poder político ni el
poder papal logran implantar su autoridad.

La filosofía de Occam cuestiona las bases de la escolástica continental. Lleva el análisis lógico al terreno de la
teología. En su Tratado sobre los principios de la Teología, establece una serie de principios al efecto (Gilson, 2007;
Copleston, 2011b):

Dios puede hacer todo lo que puede hacerse sin contradicción.

No debe afirmarse una pluralidad sin necesidad.

Este segundo principio, conocido como navaja de Occam o principio de economía, obliga a no hacer proliferar los
entes explicativos sin necesidad, esto es, a buscar la explicación más simple a los fenómenos; lo que en sí es una
crítica a todo el edificio de la escolástica.

Su filosofía política expresa también los cambios de época: la autoridad del emperador no deriva del Papa, sino de
Dios a través del pueblo. La legitimidad del poder descansa en el consenso popular (Sabine, 2009), lo que supuso que
cuestionaran profundamente su obra y que sus libros fueran prohibidos posteriormente en 1564.

La ontología occamista supone un firme rechazo de la visión esencialista que postulaba la escolástica. Para Occam,
lo real es la pluralidad de individuos particulares, cuya unidad es indivisible.
Asume una postura consonante con su individualismo ontológico, afirmando que los términos universales (hombre,
caballo, etc.) son solo nombres. En esto se diferencia de la tradición agustiniana, para la cual los nombres eran
realidades en sí, presentes en la mente de Dios. También se diferencia de la tradición tomista, para la cual los
universales existen por fuera de la mente, en cuanto se corresponden con la esencia de las cosas, y solo se llega a
ellos mediante procesos de abstracción mental. Para Occam, en cambio, los universales no tienen existencia alguna
fuera de nuestra mente: lo único real son los individuos particulares.

En síntesis, con Occam eclosiona el saber teológico medieval. La teología tendrá su ámbito de validez, pero no como
conocimiento racional de la esencia de Dios, sino en el marco de la fe. Razón y fe poseen sus ámbitos particulares e
independientes de aplicación: la razón no está al servicio de la fe ni la fe necesita de la razón para esclarecer sus
verdades. Por su parte, el conocimiento científico y filosófico habrá de emanciparse de la tiranía teológica para poder
seguir su propio camino con base en la explicación dada por la observación, la inducción o el análisis lógico, así
como por el principio epistemológico de no proliferar entes sin necesidad (navaja de Occam).

Actividad de repaso: Pregunta única opción.

¿En qué se convierte para Occam la autonomía de la razón con respecto a la fe


proclamada por Tomás de Aquino?

En una posición metafísica de inspiración platónica

En una unión estrecha en el conocimiento racional y el conocimiento divino

En una independencia absoluta y aún en oposición entre razón y fe

En la captación directa de las esencias universales a través de la razón

SUBMIT
LECCIÓN 5 de 5

Referencias

[Imagen sin título sobre bautismo de San Agustín], (2011). Recuperado de


https://www.agustinosrecoletos.com/2011/04/agustin-se-bautizo-una-pascua-como-esta/

[Imagen sin título sobre ilustración del libro Fuego y Sangre], (2019). Recuperado de
https://enterraenlibros.blog/2019/02/18/fuego-y-sangre/

[Imagen sin título sobre mapa del Imperio Romano], (2016). Recuperado de https://eacnur.org/blog/imperio-romano-
de-occidente-hisoria-y-legado/

Copleston, F. (2011a). Historia de la Filosofía I. De la Grecia Antigua al mundo cristiano. Barcelona, EspañaS:
Ariel.

Copleston, F. (2011b). Historia de la Filosofía II. De la escolástica al empirismo. Barcelona, EspañaS: Ariel.

Costa, I. y Divenosa, M. (2004). Filosofía. Buenos Aires, ES: Maipue.

Eco, U., Colombo, F., Alberoni, F., y Sacco, G (2004). La nueva Edad Media [traducido por Carlos Manzano].
Madrid, España: Alianza Editorial.

Gilson, E. (2007). La Filosofía en la Edad Media. Madrid, España: Gredos.

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