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Once

Rory estaba en el pasillo y miraba fijamente a Julia, a su Julia, la mujer que una
vez había jurado amar y respetar hasta que la muerte los separara. En aquel momento,
no le había parecido una promesa muy difícil de cumplir. Ya no recordaba durante
cuanto tiempo la había idolatrado, soñando con ella por las noches y pasándose días
enteros componiéndole poemas de amor de fogosa ineptitud. Pero las cosas habían
cambiado y él había aprendido, mientras las observaba cambiar, que los mayores
tormentos a menudo eran los más sutiles. Últimamente, en ciertas ocasiones hubiera
preferido morir aplastado por caballos salvajes antes que sentir ese escozor de
sospecha que había degradado tanto su alegría.
Ahora, mientras la miraba, parada al pie de la escalera, le resultaba imposible
siquiera recordar como habían sido los buenos tiempos. Todo era duda y suciedad.
Por una cosa estaba contento: se la veía preocupada. Tal vez eso significaba que
estaba a punto de hacerle una confesión: indiscreciones que ella dejaría escapar y que
él le perdonaría en un mar de lágrimas y comprensión.
—Pareces triste —dijo él.
Ella vaciló y luego dijo:
—Es difícil, Rory.
—¿Qué cosa?
—Tengo tanto que contarte…
Su mano, vio él, se aferraba de la barandilla con tanta fuerza que los nudillos
estaban blancos como la leche.
—Te escucho —dijo él—. Cuéntame.
—Creo que quizás… quizás seria más fácil si te lo mostrara… —respondió ella y,
después de esas palabras, lo llevó arriba.

El viento que asolaba las calles no era cálido, a juzgar por la forma en que los
transeúntes se levantaban los cuellos y bajaban el rostro. Pero Kirsty no sentía el frió.
¿Era su compañero invisible el que no permitía que el frió se le acercara,
encapuchándola con ese fuego que los antiguos habían conjurado para quemar a los
pecadores? Era eso, o era que estaba demasiado asustada para sentir nada.
Pero no se sentía así; no estaba asustada. Lo que sentía en sus entrañas era mucho
más ambiguo. Había abierto una puerta —la misma puerta que el hermano de Rory—

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