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Jesús Semprum
No obstante que apenas nos apartan un siglo de ella, escasas noticias dignas de toda fe
poseemos acerca de la sociedad venezolana de 1810, porque las más de esas noticias están
escritas casi todas por personas a quienes su particular interés obligaba a describir las
costumbres por lo menos con ciertos paliativos, si no era la influencia del medio, el
ambiente de hipocresía social y cierto recóndito candor, no exento de interesada
indulgencia para interpretar los hechos en que acaso el narrador había tomado parte,
deformaban el cuadro. Si se toma en cuenta el modo cómo los periódicos de hoy en día
narran de la manera más distinta y sorprendente los sucesos que acontecen a nuestros
propios ojos, nuestra desconfianza hacia el testimonio de los contemporáneos crecerá de
punto. Los viajeros deben merecernos más fe; pero es preciso recordar que los viajeros sólo
podían examinar lo que aquella sociedad quería mostrarles: la superficie dorada de cortesías
y regalos, el aspecto formal y ceremonioso, y en modo alguno la íntima organización, sus
vicios, pasiones, deseos, prejuicios, amores y odios. Eran estas cosas domésticas de las que
los colonos ocultaban con recato de pudor incorruptible; y el viajero, que conservaba fresca
la memoria de agasajos y dulzuras, solía desatarse en encomios, casi siempre sinceros,
algunas veces exagerados, de Venezuela, y especialmente de Caracas.
Sólo la correspondencia íntima de las personas más humildes e ingenuas podrían darnos
una clave cierta para penetrar por camino seguro en el corazón de la colonia; pero
semejante correspondencia no es, relativamente, muy abundante; y además, ciertas
preocupaciones imperantes todavía quieren que nos abstengamos de penetrar con
indiferencia analítica de curiosos, que muchos tacharían de profanación, la vida colonial de
principios del siglo pasado(*Acá habla del sigloXIX).
La literatura, arte que debe traducir y exponer con suma claridad el estado de ánimo de los
pueblos, sus costumbres y sus aspiraciones, no existía entonces, propiamente hablando. La
Capitanía General era pobre, áspera, supersticiosa e iletrada. Por más que digan algunos
hispanizantes, la instrucción del pueblo era mirada con recelo vivísimo, no sólo por el
gobierno español, sino por la clase de los criollos ricos, burócratas y propietarios, quienes
aspiraban a adueñarse económicamente de la colonia. La enseñanza que recibían los
alumnos de la Universidad de Caracas era precaria y absurda. Faltaban maestros idóneos,
faltaban libros. Las condiciones en que vivía la sociedad de la colonia no eran, además,
propicias al desarrollo de ninguna rama literaria. El escritor y el poeta han menester, para la
perseverancia en su tarea y el perfeccionamiento de su arte, que la atención pública, el
aplauso o la censura estimulen su acción: necesitan especialmente que existan espíritus que
se preocupen por aquellos mismos problemas que a ellos preocupan y sientan la belleza
como ellos la sienten. Aquella sociedad no se preocupaba por problemas de índole ni
remotamente artística ni poseía sensibilidad para gustar obras de arte. La gran preocupación
de los criollos era adueñarse del gobierno de la colonia para asegurar definitivamente sus
intereses; los pardos veían con cautelosa inquietud los proyectos de la oligarquía blanca; y
los negros no pensaban en nada, embrutecidos en la servidumbre. De los indios no se puede
hacer cuenta. La actividad de la vida urbana reducíase a intriguillas políticas de menor
cuantía, a una chismografía baja y estólida y a rencillas más o menos ruidosas sobre si
fulano era de limpio linaje o mengano tenía cuarterones o mulatos entre su parentela.
Detrás de las pesadas puertas, herméticamente cerradas, tras la compostura estirada y grave
de aquellos caballeros y de aquellas damas, bullían sólo en efervescencia atroz las
preocupaciones mínimas de casta, el deseo de humillar a los inferiores y la tendencia al
lucro. La juventud se educaba en una escuela extraña de prejuicios: mostrábanle el
empaque grave como un deber de “nobleza” y tenían buen cuidado de hacerle comprender
que los bienes de fortuna son una de las mayores mercedes que Dios les puede dispensar a
los hombres. No se crea, sin embargo, que de tal enseñanza resultaran siempre unos
redomados hipócritas; el fuego de la juventud es demasiado impetuoso para sofocarlo con
amaños de aquella índole, y solía ir afuera con vehemencia, a veces con estrépito y de vez
en cuando con serios perjuicios de tercero. Las fuerzas juveniles perdíanse y agotábanse en
ejercicios no siempre virtuosos. Aquellas fuerzas sofocadas por mucho tiempo, encontraron
al fin un cauce y realizaron una obra de prodigio.
Antes de que los sucesos que ocurrían en el universo, convirtiendo colonias en repúblicas
independientes y libres, con la aprobación y ayuda de monarcas absolutos de Europa; y que
desbaratando y entregado a las llamas el trono y el altar, llegaran a Caracas en un eco
remoto y confuso, sólo existían en Venezuela algunos aficionados a las letras, tímidos,
inéditos y poco brillantes. Los triunfos literarios más sonados eran los que obtenía el autor
de algún vejamen en la Universidad; pero este género de composiciones poéticas no
atestigua mayor ingenio ni siquiera medianos conocimientos técnicos en sus autores. La
literatura atravesaba una época triste en la propia península, donde imperaba el pedantesco
e insoportable neoclasicismo francés, que condenaba a Lope, a Calderón y a Shakespeare,
en nombre de Boileau y de Voltaire. La visita de Arriaza, poeta español cuya fuerza como
repentista era admirable, pero poco culto y de numen trivial y rastrero, suscitó cierto
momentáneo entusiasmo en las tertulias literarias de los Uztáriz, entusiasmo que pronto
había de borrarse con el advenimiento de la revolución. El caso de que se diera un poeta de
inspiración feliz siquiera a ratos medianamente culto, era verdaderamente esporádico. Bello
no dejaba entrever todavía lo que había de ser andando el tiempo. Sor María Josefa de los
Ángeles era un fenómeno rarísimo en aquel medio y en aquella época. Vicente Tejera
apenas dejó dos poesías que se pueden leer hoy con algún agrado, y los demás que habían
de distinguirse más tarde en el cultivo de algún ramo de las letras no habían demostrado
entonces ni mucho ardor ni excesivo talento.
Pero antes de empuñar las armas escalaron la tribuna. Y entonces oyose por primera y única
vez en el ámbito de Venezuela un conjunto de voces que reclamaban libertad con brillante
estrépito. Es sorprendente la elegancia con que solían expresarse oradores, aun poniendo
aparte como sospechosos de mixtificación aquellos acentos impregnados de desesperada
belleza que Juan Vicente González les concede a los labios de Coto Paúl. Cosa curiosa es
que la Sociedad Patriótica, que como junta literaria, en tiempos bonancibles, hubiera
resultado, a la postre, soporosa y vacía, resultó como club revolucionario una fecunda
academia de buen decir. Buen decir hasta donde les era posible obtenerlo a aquellos que
debían ser antes que todo hombres de acción. Allí se ejercitó y fecundizó el ingenio que
Bolívar debía prodigar más tarde en sus proclamas, las cuales, con no ser pulcras ni
correctas y con presentar ordinariamente una arrebatada desigualdad en la
composición, son verdaderas maravillas de fuego, de penetración y de habilidad. Por
lo demás, no es mi intento presentar al Libertador como un dechado en punto de arengas
militares y mucho menos de literatura. Su elocuencia lo ayudó mucho en sus propósitos,
ni sus sienes reclaman el laurel de Apolo, ni en verdad que sabríamos dónde colocarlo en
medio a ese follaje pródigo que la posteridad ha venido echando sobre su cabeza.
De la tertulia, más o menos amena, del chocolate graso, sorbido en paz dulce y en amable
compañía, de las vulgares diversiones en que se complacían nervios y ánimo, pasó la gente
a mirar y desear otras cosas más altas y nobles. El pensamiento y la aspiración de la gloria,
apunta, como aurora de sangre, en la mente de los libertadores. Y la ferocidad y la vanidad
y los apetitos carnales, fueron puestos al servicio de un propósito magnífico y de ese modo
convirtiéronse muchos hombres, de imperceptibles petimetres u oscuros menestrales que
eran, en admirables tipos de heroísmo abnegación. Porque la inclinación viciosa, si es
fecunda, resulta mucho más laudable que la árida e irreprochable virtud.
Con todo esto se roza de un modo muchísimo más directo de lo que puede imaginarse
la literatura. La nueva actitud de los jóvenes hacía posible una comprensión amplia de
la vida y abría arcaduces, hasta entonces obliterados, a nuevas corrientes de ideas y
sentimientos, y a una primeriza y pálida estética. Aquellos hombres crearon un gesto
elegantísimo y bello. Alguna vez se me ha ocurrido, leyendo a Homero, que sin Aquiles
y sin Ulises el ciclo homérico sería una bruma densa y funesta en que se esbozarían
apenas vagos fantasmas sanguinarios y odiosos. Y eso precisamente, bruma plagada
de odiosas sanguinarias visiones, viene a ser nuestra historia hasta aquellos días.
¡Y sólo porque todos fueron pesimistas! Hablo a los que serán mañana la fuerza, la única
fuerza posible de Venezuela. No tengo ni edad ni autoridad para dar consejos. Pertenezco a
una generación amorfa que ha de hundir pronto la frente en el eterno manantial del olvido,
después que la sumió largamente en el polvo de la ignominia. Acaso nuestros hermanos
menores nos excusarán un día del oprobio; pero antes es preciso que corrijan la obra de
cuatro generaciones. Por eso me atrevo a aconsejarles el optimismo y el horror a todo
género de contemplación. Nada de lo que hagáis es malo; y aun cuando fuere malo, eso
malo será con mucho preferible a la vana expectación en que nos hemos sumergido hace
años, como en un fango soporífero.
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