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Cubierta:
«San Juan Bautista ante Herodes y prisión del
Bautista», detalle de un tapiz de La Seo de Zara
goza (fotografía de Luis Mínguez), reproducida
por autorización y cortesía de la Caja de Ahorros
de La Inmaculada, de Aragón y el Cabildo Metro
politano de Zaragoza.
Printed in Spain
I.S.B .N .: 84-7118-526-1
Depósito Legal: M. 31.735-1987
1KC7-S---A.
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El drama de la vida de Juan el Bautista
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Dos veces en su vida una luz le había deslumbra
do. Dos veces cavó sobre él una luz inconcebible. La
primera vez fue en su lejana infancia y la segunda jun
to ai Jordán. Las dos veces había sido como una co
lumna blanca, reluciente con una claridad que cegaba.
Nadie hubiera sido capaz de realizar una pintura con
tal luminosidad. No fue sólo una luz que cegaba los
ojos, sino la luz que penetraba en la profundidad de su
alma dejándolo renovado, optimista, y vencidas todas
sus debilidades...
Sin embargo, luego la vida normal volvía como el
mar vuelve a sus cauces después de haber sido apar
tado milagrosamente, como lo fue una vez gracias a la
oración de Moisés.
Los dos deslumbramientos crearon una fuerza que
vivía dentro de él como la llama de una lámpara y sólo
gracias a ella su cuerpo débil podía resistir. Ya no es
peraba nada de la vida. Estaba seguro de haber cum
plido su misión porque El que había llegado ya no le
necesitaba. Lo único que deseaba era estar junto a Je
sús, arrodillarse delante de El como lo hizo entonces,
cuando Le vio acercarse al río... y escucharle como se
escucha al maestro venerado. Sólo deseaba ver cómo
El conquistaba a las multitudes que antes le pertene
cieron, y alegrarse de Su triunfo como un padrino se
alegra de la felicidad del novio.
Sin embrgo, parecía que Él no quería tenerlo junto
a sí. También éste podría ser el significado de sus pa
labras: «Feliz quien no se escandalizare...».
A pesar de ser consciente de que no tenía dónde ir,
deseaba ser libre. Quería volver a vivir libre, a cami
nar; volver a ver la corriente rápida del Jordán, sus
aguas turbias en las que se reflejaba el sol, los tupidos
arbustos de sus orillas; volver a ver las rocas del de
sierto de Judea, el verde monte de los Olivos, la cúpu
la dorada del Templo, el valle del Cedrón con la tum-
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tos V como no quiso hacerlo vertió el vino en el suelo
\ tiro la carne por la claraboya.
Al día siguiente el criado le trajo un vestido nuevo.
—Cambíate — le dijo— . Herodías quiere verte. No
puedes presentarte a ella vestido con andrajos. Ade
mas, apestas.
Tuvo un primer impulso de desgarrar el vestido.
Pero dominó su colera. Las explosiones de ira que
tiempo atrás casi le cegaban fueron suavizándose a lo
lanío de su estancia en la cárcel. Dentro de él iba na-
ciendo un sentimiento hasta ahora apenas conocido
para él: la humildad. Siempre tuvo consciencia de no
signiticar nada ante el Señor. Pero la misión que le ha
bía sido confiada le había dado una dignidad: la pro
pia de estar al servicio de un gran señor. Sabía que te
nía que ser la voz, pero no la suya propia, sino la de
Aquel que le mandaba. Por lo tanto, tenía que ser es
cuchado. Así había sido junto al vado de Betabara. Ya
ei. Aenón empezaron a faltarle las palabras. Sabía que
se había cumplido lo que tenía que cumplirse, aquello
para lo cual había sido llamado, y con ello su misión
concluía. A partir de ahora tenía que actuar y hablar
por sí mismo. Sintió su incapacidad, comprendió que
la gente ya no le escuchaba igual que antes y que em
pezaba a apartarse de él poco a poco.
Entonces tomó la decisión de marcharse a Sefforis.
La gente del palacio real le hablaba mucho del ambien
te disoluto que reinaba en la corte de Antipas. El adul
terio de Antipas era repugnante. Herodías era nieta de
Mariamme, descendiente de la familia real asmonea, la
única que tenía derecho a la corona. Se decía que su
hermano que vivía en Roma podría recuperar el trono
por el cual habían luchado los Macabeos.
En la cárcel miles de dudas acosaban a Juan. Se
preguntaba si no se habría dejado llevar por la ira. Den
tro de él había una lucha entre el odio al mal y la be-
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lies que ser como una caña que ningún viento puede
romper. Esta es la misión del profeta.
—Yo no soy un profeta.
—Eres más que un profeta. Los profetas no vieron
nunca lo que anunciaban, pero tú sí lo has visto. Qué
date. Un día comprenderás que es preciso. Nunca se
rás olvidado. Porque tú eres el que cierras y abres...
Juan saludó con una profunda inclinación.
—Puesto que lo mandas, tengo que quedarme... Que
sea según tu voluntad.
—Gracias, amigo. Hoy te llamo así porque has com
prendido... Paz contigo, Juan, hijo de Elias.
—¡Llévame a mí! —gritó de repente Judas, desta
cándose del grupo de discípulos de Juan y agitando los
brazos— ¡Quiero irme contigo!
Jesús miró al pequeño comerciante de Carioth y en
su mirada había una sombra de tristeza.
—¿De verdad quieres seguirme? —le preguntó.
—Sí, Señor —Judas hablaba precipitadamente—.
Lo quiero mucho. Te voy a servir igual que he servido
a Juan. Estoy seguro de que te seré útil. Juan sabe que
yo conozco cómo tratar a la gente, mantener el orden,
reunir dinero, hacer compras. Siempre compro muy
barato. Los grandes mestros como Tú no pueden per
der el tiempo resolviendo esas cuestiones secundarias.
¡Ya verás como te seré útil!
—¿Me lo dejarás? —preguntó Jesús a Juan.
—Quédate con él, si quieres. Efectivamente, sabe
hacer todo lo que acaba de decirte.
Jesús se quedó un momento pensativo y dijo:
—Que sea como tú quieres. Ven conmigo y sé mi
amigo —ofreció la mano a Judas—. Sabía que te iba a
encontrar.
—¿Lo sabías, Señor? —preguntó Judas extrañado.
—Lo sabía desde el principio. Te necesitaré. Paz
contigo, Juan. Nos veremos. Paz con todos; que mi Pa
dre cuide siempre de vosotros.
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