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EL DIOS

DEGOLLADOR

José Antonio Domínguez Garrido


Dedicado a mi fiel lectora

Vicky Medina Conradi,

cuyos ánimos son un acicate

para continuar escribiendo

Todos los derechos reservados

Registro 2015 1510065397131


Una presentación

Bienvenido a estas páginas, estimado lector. Y a estas alturas, un


ruego. Esta modesta obra está basada en la mitología
desarrollada en uno de mis libros anteriores, el Décimo Círculo.
Si no has leído dicha obra, te pido que cierres este ebook y lo
busques donde has descargado este volumen. Por supuesto,
también es gratuito.

Hay tres razones importantes para hacerlo. La primera es que te


perderías un libro entretenido, con buenas críticas y que aún se
mantiene en el top ten del género de terror de Google Books,
con más de cincuenta mil descargas. La segunda es que vas a
tener muchas lagunas cuando acometas esta lectura, y te
encontrarás desconcertado ante algunas situaciones. La tercera,
es ue la ovela i luida e estas ó i as, A edée Le o e , es
la historia del descenso a los abismos de Amy, una de las
protagonistas de El Décimo Circulo.

Bien, llegados a este punto, espero que hayas terminado la


lectura que te he recomendado. Y no, esta no es la segunda
parte de la obra anteriormente comentada. La continuación verá
la luz a finales del 2016, y debería de ser una obra más densa,
aunque no menos interesante. Puedes tener cumplida
información en mi página de Facebook http://xurl.es/gxzn6 o, lo
que es lo mismo, José Antonio Domínguez Garrido escritor.
Bien, dejemos atrás la autopromoción y pasemos al libro en sí,
ese que tiene entre manos. En un principio, pensé en hacer una
edición ampliada de El Décimo Círculo, e incluir un relato sobre la
conversión de Amy. Así que, siguiendo algunos detalles del
volumen anterior, situé los acontecimientos en Francia, durante
la Revolución Francesa. Es un periodo muy seductor, con
innumerables acontecimientos y protagonistas fascinantes; una
época de cambios en Europa, en la filosofía y la sociedad. Pero
he aquí que el desarrollo del relato creció, se hizo rico en tramas
y personajes, hasta llegar a ser una novela corta. Cuando advertí
lo que iba a ocurrir, decidí presentarla entonces en una edición
independiente. Y como tengo la costumbre de enredarme a mí
mismo, no hablemos ya de las tramas, conferí también la idea
de un relato posterior a la fecha de los acontecimientos de El
Dé i o Cí ulo, El Dios Degollado , do de se adela ta a
algunos acontecimientos presentes en la tan esperada
continuación –muy deseada también por mí, porque soy
realmente perezoso para escribir, y el libro no va a bajar de las
cuatrocientas páginas en formato kindle.

Así que aquí tienen, una novela corta y un relato, pertenecientes


a lo que he denominado Crónicas de El décimo Círculo.

Espero que disfruten de la lectura.


Amédée Lemoine

Veinticinco de Agosto de 1792

Habían transcurrido dos días desde su llegada a París, y aún


paseaba con un pañuelo empapado en perfume, gracias al cual
aliviaba, llevándoselo a su coqueta nariz, los olores derivados de
los desechos de todo tipo que se acumulaban en las calles.

Seiscientas mil almas, aglutinadas en gran medida en vías


estrechas, viviendo en edificios húmedos y mal ventilados. No
había dejado la provinciana pero hermosa Avignon para recalar
en un lugar así. El esplendor de Versalles estaba más lejos que
nunca, y con el rey preso en el castillo de El Temple, sus ansias
de medrar en una futura corte se habían deshecho.

Desde la distancia de su ciudad natal, había oído rumores de que


Luis XVI, después de acatar la constitución revolucionaria,
mantenía una pequeña corte. En sus ilusos sueños, Amédée
Lemoine había confiado en integrarse en ella. Al precio que
fuera, incluido el de compartir la alcoba del monarca.

No en vano, era joven y atractiva. Veinte años radiantes, una


cabellera pelirroja que parecía dibujada por el mismo Fragonard,
y un fino rostro diseñado por Delanois, tal era su perfección. Para
culminarlo, unos ojos azules iluminaban un rostro níveo y sin
mácula, en una época en la que el sarampión, la escarlatina o la
viruela dejaban desagradables cicatrices.

Vestía un pirrot azul y beige, con un generoso escote que


mostraba temerariamente la forma de sus senos. Una falda de
muselina, con estampados a juego con los colores de la prenda
anterior, completaba el atuendo. La suave urdimbre resbalaba
libre por sus caderas pues, siguiendo la moda que había
aparecido tras la revolución, había prescindido del aparatoso
guardainfante. Estos cambios en las prendas le hacían
encolerizarse en su interior, pues no tenía capital para poder
renovar su vestuario, así que se había limitado a realizar algunos
apaños en su escaso guardarropa.

Había encontrado una pensión cerca del teatro Odéon, próximo


a la orilla del Sena y los jardines de Luxemburgo, que podría
permitirse pagar durante un par de meses, gracias a sus ahorros.
Pero transcurrido ese tiempo, quedaría en la indigencia si no
encontraba una posición adecuada.

Al doblar una esquina se encontró con un tumulto; el populacho


se había arremolinado alrededor de una casa de tres plantas,
indudablemente propiedad de algún opulento comerciante, y
gritaban consignas revolucionarias. Amédée se reclinó sobre una
pared, esperando pasar inadvertida mientras intentaba
orientarse entre aquellas laberínticas calles.

Dos soldados salieron de la casa, llevando con ellos un tipo


robusto de mediana edad y, ante la sorpresa de éste, que
esperaba ser sometido a un juicio y defenderse durante el
proceso, fue entregado a la multitud, que lo recibió con gritos e
insultos, tirándolo al suelo y cosiéndolo a patadas. La joven
apartó la mirada de aquella escena, que estaba tiñéndose de
sangre, y comenzó a alejarse disimuladamente del lugar.

Había oído hablar de los linchamientos públicos, pero hasta


ahora no había presenciado ninguno. Al sentimiento de
repugnancia y miedo, se le unió una cierta curiosidad, y miró de
reojo a la turba aullante, llevada ahora por una malsana
excitación. Pero tal gesto fue suficiente para que varios sujetos
se fijaran en ella, y la siguieran con rapidez.

-¿Dónde vas tan elegante, pajarito? –surgió tras ella una voz
entre un coro de risas. Los pasos cada vez estaban más cerca, y
un sudor helado comenzó a apoderarse de ella.

Una mano firme la sujetó del antebrazo y la hizo detenerse con


brusquedad. Se encaró con aquél hombre, alto y corpulento, que
vestía una casaca remendada con toscos zurcidos, y un gorro
frigio que alguna vez fue negro, pero que ahora lucía un gris
desvaído. Detrás de él, un jovenzuelo vistiendo unos sants-
culottes deshilachados y unos zuecos, y una mujer en torno a la
treintena, cuyas orondas formas sobresalían en el ajustado
vestido de algodón que llevaba.

-¿Eras la amante del comerciante? Ya ves que se te acabó la


bicoca –sentenció el tipo que la aprisionaba, cuyos ojos se
perdían en el escote de la pelirroja.

Amédée sabía que no serviría de nada negar la relación que le


atribuían, y que no podía eludir lo que ocurriría a continuación;
la golpearían, la vejarían y le robarían todo lo de valor. Luego, la
llevarían a algún rincón escondido, para que sus compañeros
pudieran seguir abusando de ella. Con algo de suerte, la muerte
llegaría pronto. Vio desplomarse sus sueños como el telón de un
escenario después de una mala obra.
La mujer la tomó de la manga del jubón y tiró con fuerza,
desgarrando una fina tira de encaje. Luego la sostuvo frente a
ella, como un trofeo.

-No podemos permitir que las putas de los traidores se paseen


con ropas de seda –justificó mientras reía, y enseñaba una
deteriorada dentadura.

Cuando el hombre corpulento se abalanzó hacia la joven para


arrastrarla con ellos, un bastón se interpuso entre ambos

Amédée contempló atónita una larga pieza de madera labrada,


cuyo puño mostraba la detallada figura de un perro con tres
cabezas. Todos volvieron la vista hacia el sujeto que lo esgrimía.

Era de mediana estatura y cabello oscuro ondulado. Una


discreta perilla le daba un aire juvenil, aunque debía superar los
treinta años con creces. Vestía una chaqueta larga con el cuello
alto, de color negro, y unos pantalones beige acompañados por
unas botas marrones de profuso tacón.

-Creo que la señorita está asustada –se permitió decirle a los


pillos

-Quizás tú también te asustes cuando llamemos a los demás –


dijo la mujer, escupiendo saliva mientras hablaba, y señalando a
la turba que estaba terminando de aplastar los huesos del
comerciante.

-Entonces tendríais que compartir esto con ellos – afirmó el


intruso, mientras sostenía ante ellos un Luis de oro. La moneda
relució ante el sol del mediodía, sacando destellos en su
superficie dorada.
Los tres arribistas se quedaron con la boca abierta, sin saber qué
decir en un primer momento. Amédée contempló atónita a su
salvador, que no apartaba la vista de sus agresores, y tuvo la
sensación, por un instante, que aquellos ojos se tornaban
oscuros como la noche, que inducían a los más viles pecados, a la
condenación eterna. Aunque ella estaba en ese momento fuera
de su campo de visión, sintió el reflujo de una codicia sin límites,
la ambición por aquella moneda de oro, la seguridad de que, al
conseguirla, sus problemas estarían resueltos de una vez por
todas.

El hombre corpulento intentó agarrar el metal dorado, pero le


bastó al recién llegado un juego de manos para engañarlo y
apartarlo de su alcance. Finalmente, arrojó la moneda detrás del
grupo, y el tintineo sobre el empedrado hizo que se lanzaran a
buscarla, olvidándose de Amédée. Los tres se arrojaron sobre el
Luis de oro, y comenzaron de inmediato una feroz lucha por su
posesión.

Sintió cómo alguien la tomaba suavemente de la mano; era el


recién llegado, que le dedicó una sonrisa seductora.

-Marchémonos de aquí, mademoiselle. Lo que vendrá a


continuación no está hecho para los ojos de una dama.

Mientras se alejaban, Amédée volvió la vista atrás sólo un


instante, el suficiente para ver cómo aquellos que la habían
amenazado se enzarzaban entre ellos en un combate feroz,
donde se mordían y golpeaban con saña. Sin embargo, aquella
escena le producía una morbosa curiosidad, que sólo cesó
cuando doblaron una esquina y dejaron atrás la calle. Pero pudo
ver antes cómo la mujer, con la cara desgarrada y la mandíbula
desencajada, hundía sus uñas en los ojos del más corpulento de
ellos. Aquello le produjo una rencorosa satisfacción.

Su salvador alzó la mano y paró un carruaje.

-A la rue Bellechasse, en el faubourg Saint-Germain –indicó al


cochero, mientras le abría galantemente la puerta a la joven. Se
sentó con coquetería calculada, mientras el extraño lo hacía
frente a ella, sonriendo enigmáticamente, con sus dos manos
apoyadas en la empuñadora del bastón.

-Disculpad, mademoiselle, que no me haya presentado, pero


creo que la premura de su situación daba lugar a la acción y no a
la cortesía. Mi nombre es Dimitri Shavilev – indicó mientras
inclinaba la cabeza una vez el carruaje se puso en marcha.

- Amédée Lemoine –respondió, mientras le tendía la mano. Su


acompañante la tomó con suavidad y la besó con la elegancia
que exigía la etiqueta. Sintió un leve cosquilleo, como si una
corriente galvánica recorriera su cuerpo.

-Encantado de conoceros –afirmó mientras soltaba sus dedos, lo


que ella aprovechó para cruzar sus manos sobre el regazo.

-Quisiera hacer constar que os estoy muy agradecida por vuestra


intervención. Realmente me encontraba en un apuro con esos
villanos. Sobre su nombre, ¿Acierto si adivino que es polaco?

Inmediatamente Amédée supo que se había equivocado en su


presunción, ante el gesto torcido que, durante un instante casi
imperceptible, adornó la faz de Shavilev, aunque de inmediato
retornó la simpatía a su rostro.

-Casi acertáis, mademoiselle, pero no. Soy ruso, de la ciudad de


Smolenk, aunque sí es verdad que en un tiempo se encontraba
cerca de la frontera con Polonia, pero eso fue antes de que mi
patria se anexionara algunas tierras al este de dicho país. Y,
desgraciadamente, auguro que el porvenir de Polonia como
nación independiente dista mucho de tener algún futuro.

Ante el desconcierto de la joven, carraspeó y aclaró para


despejar las dudas.

-Rusia y Polonia son antiguos enemigos.

-¡Ah! Siento si he tocado un tema delicado. Os ruego me


disculpéis.

-No, no, no me debéis ninguna disculpa. No teníais porqué


sa e lo. Y espe to a los pata es ue os ata a o … ue o, eo
que ellos mismos se han encargado de darse su propio merecido.
Pero tened en cuenta que vivimos tiempos difíciles, y es su
propia Majestad el principal culpable de ellos.

-¿Sois revolucionario? –preguntó con un hilo de voz

-Soy ilustrado, que puede ser similar, aunque aborrecemos la


violencia que se ha adueñado de las calles. Pienso que nos
merecemos un mundo mejor, lejos de la tiranía y la ignorancia en
la que estábamos sumidos. ¿Qué el pueblo pide sangre?
Madeimoselle, pensad que los reyes nunca se han preocupado
del hambre de su pueblo, de sus condiciones de vida. ¿Qué
esperaban que hicieran? Cuando los villanos fueron a protestar a
Versalles, por la hambruna que sacudía Francia, y la
imposibilidad de comprar pan debido a los altos precios, nuestra
ei a epli ó a sus u ó atas pues ue o a pasteles . ¿No
cree que esa contestación sería la condena de cualquier
insensato? Si a ello sumamos la escandalosa vida de ambos
monarcas y su corte, sus dispendios, los opulentos banquetes
ie t as la po la ió pasa a il pe alidades… eo ue ellos
mismos han cavado su tumba.

Amédée palideció

-¿Creéis que van a matar a nuestros monarcas? No, no se


atreverán a eso.

Shavinev se limitó a callar, mientras el carruaje los llevaba a


través del Campo de Marte. A un lado, entre jardines y huertas,
se encontraba la academia militar. En el otro extremo,
resplandecía el acero de una guillotina.

-Pienso que su intento de fuga al extranjero ha sellado su destino


–aclaró el ruso-. Ya sabe que fueron capturados antes de llegar a
la frontera con Bélgica. A mí, como a otros muchos, nos pesa la
certeza de que pensaban pedir ayuda a España, Inglaterra y
Austria. Formarían una gran coalición para aplastar la república y
devolverlo al trono. Por eso, aunque su figura aún mantiene un
cierto respeto entre muchos revolucionarios, pienso que su
suerte está echada.

-¿La guillotina? ¿El rey ejecutado? Eso sería una barbarie.

-No menos que dejar morir de hambre a su pueblo,


madeimoselle.

-No pasábamos hambre en Avignon.

-Porque tiene veinte mil habitantes, está en medio de la


Provenza, tenéis una reputada universidad que proporciona
buenos ingresos, y hasta el año pasado pertenecía a la corona
papal, que procuraba mantener contentos a sus súbditos, ya que
estabais enclavados en plena Francia. Desgraciadamente, la
situación no era la misma en el resto del país.
La chica se atusó el cabello y miró hacia el paisaje que iban
dejando atrás.

-No quisiera discutir con vos, caballero, puesto que me habéis


salvado la vida, pero respeto vuestra opinión.

-Madeimoselle…

-Por favor, llamadme Amédée.

“havi ev so ió, a la jove le pa e ió e a tado … adi e ado.


Seguramente sería uno de esos nobles del este de Europa que
venían a París a adquirir unos conocimientos que luego les
hicieran vanagloriarse de cosmopolitas en sus países de origen.

-Amédée entonces, y usted llámeme Shavilev, que es como lo


hacen mis amigos. Y soy yo quién os pide disculpas, si mi tono ha
sido agrio en algún momento. Permítidme invitarla a almorzar,
ya que la pequeña aventura que ha sufrido, sin duda le ha
abierto el apetito.

-Sois muy amable, y acepto más por el placer de su compañía


que por el almuerzo en sí –dijo cumplidamente, aunque el
estómago le gruñía y soñaba con tomar algo más que un plato de
sopa y un trozo de pan con queso, que había su alimento
habitual desde que llegara a París. Le asustaba quedarse sin
dinero en aquella ciudad, y su bolsa menguaba con más rapidez
de la que había supuesto.

-Señor, ya estamos en la rue Bellechasse – interrumpió el


cochero-. ¿A qué altura les dejo?

-Avance hacia Belle Chasse y le indico.

Las viviendas que se mostraban ahora ante los ojos de la joven,


una vez dejada atrás la academia militar, eran pequeñas
mansiones y palacetes ajardinados, dispuestas en una calle
amplia y limpia. Un edificio impresionante, coronado por una
iglesia cuya cúpula resplandecía dorada al sol parecía señalarle
que había dejado atrás el París medieval y congestionado, y
entrado en los arrabales, donde los nuevos ricos buscaban solaz
y descanso.

-Ese es el Hospital de los Inválidos –le indicó su acompañante,


señalando el enorme complejo arquitectónico-. Y esta la Iglesia
de San Luis, construida por Luis XIV. El templo está dividido en
dos partes, para que el regente no tuviera que mezclarse con los
soldados que asistieran al oficio. Curiosa manera de respetar a
aquellos que daban su sangre por él.

La joven lo miró con reproche.

-Cierto, cierto –admitió Shavilev-. Había prometido que no


hablaría más de política –de repente se giró en el asiento y alertó
al cochero-. ¡Déjenos aquí, por favor! –y bajó con presteza del
carruaje, para abrirle la puerta del mismo a su invitada.

Amédée estuvo a punto de marearse al ver la mansión donde la


habían llevado. Una enorme puerta, rodeada de mármol y
dotada de un pórtico sujetado por columnas salomónicas, se
abrió ante ella, mientras dos criados con librea se apostaban a
cada lado. El umbral servía de unión a sendas alas de dos
plantas, que se extendían cincuenta metros a cada lado, con
largas y arqueadas ventanas. Rodeaba la construcción un
cuidado jardín, donde varias fuentes surtían el delicioso
murmullo del agua, refrescando el ambiente de aquél tórrido día
de agosto.

Entraron en el lugar, tras los saludos de los criados a Shavilev.


Éste se paró al lado de uno de ellos, y murmuró unas frases
inaudibles. Cuando la puerta se cerró tras ellos, la joven se
maravilló del lugar donde se encontraban.

Las ventanas, abiertas de par en par, iluminaban el lugar como si


se encontraran en plena floresta. Una suave brisa recorría las
estancias, impregnando de frescura el ambiente. Se preguntó
cómo era posible aquello, si en el exterior cundía el bochorno.

En la decoración predominaban los dorados, ya fuera en


escritorios, sillas o divanes. Nunca había visto tal dispendio en
muebles. Su anfitrión la miró, disculpándose.

-La casa fue construida hace cincuenta años, y diseñada por uno
de los arquitectos de la corte. Lo llaman estilo Rococó. La compré
el año pasado, y los muebles iban incluidos en el precio, y
aunque son demasiado ostentosos para mi gusto, al final la
pereza de redecorar totalmente el lugar pudo más que el daño a
mis ojos –bromeó

-¡Oh, o! Es a avilloso, eal e te…

-¿Lujoso? No habéis visto Versalles, o algunos de los palacios de


la zona. El mío es una humilde choza en comparación.

-Pues a mí me parece delicioso.

-Acompañadme, tomaremos un refresco mientras sirven la mesa.

La llevó a través de pequeñas estancias, cada una decorada con


colores y motivos diferentes. Amédée pensó que había tenido
mucha suerte con aquél encuentro. Quizás pudiera sacar un
provecho que la ayudara a salir de su apurada situación.

Se sentaron en una habitación donde resaltaban los tonos azul y


dorado, frente a una ventana desde donde se veía una fuente
ornamentada con Neptuno, rodeado de marmóreos peces, de los
cuales surgían refrescantes surtidores de agua.

Un sirviente trajo una bandeja con vasos y una jarra rebosante


de limonada. Shavinev sirvió el refresco, y Amédée lo tomó
despacio, tal y como exigen las normas de cortesía que había
aprendido, pero sin pausa, porque realmente tenía una sed
apremiante.

-Está muy fresca –dijo con una sonrisa satisfecha.

Su anfitrión la volvió a llenar y la miró, nuevamente sonriendo.


Ella tuvo la sensación de que la veía como una niña, y no le gustó
transmitir esa imagen, aunque su rostro no lo reflejó.

-Tenemos una despensa en un pequeño sótano, e incluye un


pozo bastante profundo, que sirve para sumergir las botellas y
mantenerlas frescas.

Amédée sonrió, asintiendo, y sostuvo la copa, de fino cristal


labrado, frente a ella.

-Tenéis muchos lujos para ser un revolucionario.

Shavilev soltó una carcajada tan estruendosa y franca que la


sorprendió.

-Amiga mía, ¿quién os ha dicho que soy un sans culotte?


Realmente estoy anclado en la decadente burguesía.

-¡Pero los habéis defendido todo el tiempo! ¡Incluso estáis a


favor del ajusticiamiento del rey!

-Entonces no me he explicado bien. Lo que quería decir es que a


los subordinados hay que tratarlos correctamente, o se volverán
contra quien ostenta el poder. Y respecto a Su Majestad, es un
destino que se ha ganado a pulso. Desde un punto de vista
empírico, se ha ganado tantos enemigos, que estos no tendrán
más remedio que ejecutarlo para eliminar la amenaza de
restauración que lleva implícita su persona.

Por primera vez Amédée parecía abrumada, y cerró los ojos un


instante.

-¿Os sentís indispuesta?

-Creo que ambos hemos olvidado que soy una joven provinciana
de veinte años. Mi formación no incluye la lectura exhaustiva de
la Encyclopédie, y sólo he leído algún cuento de Voltaire, y la
nueva Eloisa, de Rousseau. No espere más de mí, salvo algún
recuerdo de los comentarios durante las tertulias de mi padre y
sus amigos en mi casa, que oyera de pasada y sólo servían para
alarmarme, al hablar de la situación de Francia. Así pues,
lamento no estar a vuestra altura.

-Habrá tiempo para su formación, no se preocupe por ello.

Aquella frase la intrigó, y dejó que un hálito de esperanza la


inundara. Indudablemente, un hombre de fortuna como era su
anfitrión era un buen partido. Quizás mejor que ser concubina de
Luis XVI.

El criado que les había servido apareció en la puerta, e hizo una


breve inclinación a su señor. Shavilev asintió, y se levantó de su
asiento, colocándose detrás de su invitada.

-“i e pe ite…te d e os u lige o ef ige io.

Amédée sonrió alagada, mientras el ruso retiraba su silla con


cortesía. Recorrieron un largo pasillo, hasta llegar a un pequeño
saloncito, decorado con cuadros de marcos dorados,
representando paisajes de la campiña francesa. Una mesa,
relativamente sencilla comparada con el resto de la decoración, y
unos cómodos asientos repletos de cojinetes formaban el centro
de la estancia.

La vajilla ya se hallaba dispuesta, junto con finas servilletas


estampadas y una reluciente cristalería tallada. Se sentaron uno
frente al otro, y Shavilev la contempló divertido.

-Espero que la comida sea de su agrado –deseó, mientras sus


ojos brillaban.

Una mujer de mediana edad apareció en la estancia. Con el


cabello recogido, su rostro se mostraba terso y suave, a pesar de
que estaría cerca de los cuarenta. Su figura, cubierta por un fino
vestido de algodón, heredero de las túnicas grecolatinas cuya
moda se estaba imponiendo, resaltaba una figura delgada pero
generosa en curvas. Sonrió a la joven, y asintió ante Shavilev.

-El almuerzo está dispuesto tal y como deseabais. ¿Podemos


comenzar a servir?

-Claro que sí, Dadou, usted siempre tan diligente. Estoy seguro
que nuestra invitada sabrá apreciar el pequeño banquete que
hemos preparado en su honor.

La mujer se marchó por donde había llegado, silenciosamente,


aunque Amédée creyó notar una mueca aviesa en su rostro
durante un breve instante.

-Es la gobernanta de la casa –le confesó su anfitrión-. No hay una


mujer que maneje mejor el servicio en todo París.

-Viendo su casa me imagino que sí.


Dadou volvió instantes después, acompañada por varios criados,
que portaban una botella de vino y varias bandejas con viandas.
Sirvieron a ambos, y Amédée contempló con cierta envidia la
destreza de estos en servirlos, y entonces se dio cuenta de la
excesiva cantidad que estaban disponiendo sobre la mesa.

-Como homenaje a su procedencia –señaló Dadou, con una voz


firme pero de tono bajo-, el señor me sugirió preparar una
lasagna. Sobre la base de pasta hemos dispuesto queso
Mimolette fundido, verduras y carne de cordero picada,
acompañada por salsa bechamel. También hemos preparado
faisán con trufas y patê en croûte, que espero sea de su agrado.
El vino es un Burdeos, un Château Pichon Longueville Baron del
setenta y siete –y mientras decía la edad del caldo, llenó las
copas y, tras dejar la botella en una champagnera, se marchó tan
sigilosa como de costumbre.

-¿Qué es esta salsa? –indicó Amédée con su tenedor una


sustancia pastosa y de color beige, que se encontraba en su
lasagna.

-Se llama bechamel. La ha puesto de moda Cáreme, un cocinero


introducido en los círculos más refinados. Probad a mezclarla con
la pasta y el cordero.

-Vaya, está rica, sí –afirmó con una sonrisa, y dio un sorbo al


vino-. Excelente, todo excelente, me siento muy honrada por
todas las molestias que os habéis tomado, Shavilev.

-No se preocupe. Contadme algo sobre vos mientras


almorzamos, si sois tan gentil.

Amédée lo miró a los ojos, y por un instante se quedó helada.


Aquellas pupilas, hasta ahora cálidas y amigables, se mostraban
frías y escrutadoras. De alguna manera tuvo la impresión de que
ya sabía de su vida más que ella misma.

-Bueno, no hay mucho que decir –carraspeó ligeramente,


mientras se limpiaba un resto de salsa en los labios-. Mi madre
murió cuando era muy niña, y mi padre me cuidó hasta su
muerte hace unos meses. No tengo hermanos ni familia cercana.

-¿Cuál era el trabajo de su padre?

-Era médico –de nuevo esos ojos escrutadores-, bueno, más bien
curaba a los animales. Atendía partos de yeguas y vacas, ya sabe.
No dejó mucho dinero cuando murió, aunque nunca me faltó lo
imprescindible mientras vivía. Vendí la casa e hice las maletas
hacia París. Avignon no podía ofrecerme demasiado.

-Contadme cómo es vuestra ciudad, por favor. Dicen que es


realmente admirable.

Amédée resopló en su interior aliviada, y durante el resto de la


comida se limitó a relatar algunas anécdotas de su niñez, y la
placidez de la campiña provenzal. Cuando estuvo saciada, dejó
los cubiertos sobre el plato y la servilleta a un lado.

-Estaba todo riquísimo.

-¿Café, té?

-No, gracias.

-Entonces acompáñeme al jardín, por favor –le rogó, mientras la


ayudaba a levantarse de su asiento.

En la parte trasera de la mansión, se extendía un amplio espacio


arbolado, poblado de coloridas hortensias y lantanas, que
proporcionaban una nota exótica de color.
Bajo unas lonas se encontraban varios divanes, al resguardo de
las sombras. La chica se reclinó en uno de ellos, y se acomodó
entre mullidos cojines. Un criado llegó portando una botella y
dos copas de vino de boca ancha.

-¿Coñac? Es un Gautier del sesenta y cinco. Sólo lo ofrezco a mis


invitados más selectos –comentó mientras le giñaba un ojo.
Amédée asintió, y el lacayo le tendió una bebida de color caoba -
. ¿Suele tomar licor después de comer?

-Rara vez, pero tampoco es normal que tenga a mi alcance algo


así – olió levemente el coñac, y puso los ojos en blanco-. Vaya,
esto promete –adivinó mientras daba un corto trago y la madera
y la vainilla se fundieron en su paladar-. Exquisito, sí.

-Por mi invitada – concedió Shavilev mientras alzaba su copa


brindando por ella.

Coqueta, se reclinó sobre el posa brazos del diván, dejando que


el escote de su pirrot enseñara más de lo debido. El hombre se
acercó a ella y le tomó delicadamente la barbilla con una mano.

-Una obra de arte –concluyó. Pero sus ojos se volvieron durante


un momento duros y escrutadores, tal y como ocurrió un
instante durante el almuerzo, sólo que esta vez aquella
expresión permaneció inmutable. Cuando se alejó de ella para
volver a su asiento, y la contempló nuevamente desde allí, su
rostro no tenía nada de amable y protector. Amédée intuyó en
aquél instante que aquel hombre no le regalaría joyas, ni
alquilaría una casa para ella.

-Contadme la verdad sobre vos. Y os advierto que no toleraré


que me mintáis.
La joven palideció y dejó a un lado el coñac. Supo que no tenía
otra salida que hacer lo que le pedía.

-Un año antes de morir mi padre puse los ojos en uno de los
hacendados más ricos de Avignon. Tenía diez años más que mi
progenitor, pero era viudo y apostaba porque no le quedaban
muchos años más de vida. No me fue difícil coincidir con él un
par de veces a solas, y me propuso convertirme en su amiga
íntima. Y vaya, a pesar de su avanzada edad, era un amante
fogoso. Ya había mantenido relaciones antes; algún mozo
apuesto y un par de forasteros que acudían a la fiesta de la
cosecha, así que tenía la suficiente experiencia para hacer
disfrutar a un hombre.

Já o e A al e a su o e, soña a o lleva su apellido, lo


que llevaría consigo ser la señora de su enorme mansión, en la
calle de los tintoreros. Desde niña me gustaba ese lugar, una
calle empedrada que transcurre paralela a un murmurante canal,
mientras los árboles ofrecen su sombra al caminante. Mi
amante también poseía amplios viñedos, una serrería y campos
de frutales. Sus rentas podían ser, según mis estimaciones, de
unos quinientos luises anuales, lo que lo hacía un partido
apete i le pa a í.

Pasa o t es estaciones, y Jácome cada vez me requería más a


menudo. Aunque no podía quedarme a dormir en su casa, pues
mi padre podría haberse enterado de la relación que
manteníamos, pasábamos muchas tardes retozando en sus
habitaciones, donde las criadas me colmaban de atenciones. Y
aunque a veces veía una mueca despectiva en sus rostros, me lo
guardaba para mí, especulando que algún día le haría pagar tales
desp e ios.
U a aña a u é po la plaza de San Pedro, llevando una cesta
con unas buenas piezas de pescado que había comprado en el
mercado. Y allí, frente a la iglesia, en una cafetería que habían
inaugurado el año anterior, siguiendo las modas de París, se
e o t a a Já o e se tado, ju to a sus opule tos a igos.

Pasé a su lado si la p ete sió de i a lo, pues me había


rogado discreción. Pero no pude evitar echar un vistazo de reojo,
y sorprendí a mi amante hablando con los suyos en susurros y
estos, de pronto, estallaron en carcajadas y me contemplaron de
fo a i púdi a.

E ese o e to se hu die o is sueños. Comprendí que para


él no era sino una puta más, y mi único destino sería pasar de
mano en mano, visitando las camas de sus amigos, hasta que
deja a de se jove de a e apete i le.

Llo é du a te la gas o hes, o hes e las ue él a o e


llamó a su lado. Pero lo peor fue el aspecto con el que mi padre
llegó un mediodía a casa. Entró en silencio, sin saludarme,
aunque me miró con ojos acusadores, y se encerró en su
ha ita ió ; alguie e ha ía delatado a sus oídos.

Así t a s u ie o va ios días durante los cuales, pude


comprobar, el rumor se había extendido y los hombres sonreían
lascivamente a mi paso, mientras las mujeres me insultaban por
lo bajo. Por fin, una tarde, al llegar a mi casa, descubrí el cuerpo
de mi padre colgado de una viga.

A uello, ade ás de o pe e el o azó , e hizo de idi ue,


de la manera que fuera, conseguiría una posición que me
permitiera vengarme de aquellos que me habían humillado, y
llevado a i p oge ito a ealiza u a to ta desespe ado.
Ve dí la asa y todo lo que tenía, y me trasladé a París. Había
especulaciones de que el rey abandonaría su confinamiento, y se
le permitiría mantener una pequeña corte, siempre supervisada
por el Directorio. Pero me temo que esos rumores carecen de
fundamento, por lo que me habéis dicho antes. Así que
realmente estoy en una situación complicada, porque el dinero
ue poseo sólo e llega á pa a u as se a as.

-¿Y tenéis algo previsto cuando eso ocurra?

-Me temo que encontrar un protector en un periodo tan breve


es complicado.

-Pero vos sois realmente bella.

Por primera vez, desde que estaban en el jardín, esbozó una


tímida sonrisa.

-París está rebosante de mujeres hermosas. Y hay que ser


invitada a los sitios adecuados, para conocer a los caballeros que
me convienen. No, ciertamente mi futuro es bastante incierto.

Su anfitrión sonrió de forma sincera, y Amédée se sintió aliviada


por aquel gesto; significaba que comprendía sus motivaciones y
sentía simpatía por sus actos.

-Intentaré ayudaros, os lo prometo. Puedo mover algunos hilos.


Dejadme algunos días.

Iba a agradecerle aquel gesto, cuando un relincho interrumpió el


silencio que les rodeaba. Un hombre a caballo había entrado en
el jardín, y se bajó con presteza de su montura, mientras uno de
los lacayos sujetaba las riendas.

Lucía una media melena oscura que contrastaba con su tez


pálida, de rasgos rudos pero atractivos. Unos ojos grises se
perfilaban en un rostro afilado. La camisa, antaño blanca, y los
pantalones de montar, estaban manchados por el sudor y la
tierra. Las botas lucían el desgaste de los estribos.

Shavinev soltó una carcajada y saltó al encuentro del recién


llegado.

-¡Mijail Vasíliev! Llegas una semana tarde.

-Da gracias a que estoy aquí, hermano –sonrió apurado. Ambos


se fundieron en un abrazo. Luego se contemplaron riéndose, y se
acercaron hasta la joven.

-Mijail, te presento a la señorita Amédée Lemoine, mi


excepcional invitada.

El recién llegado besó su mano con delicadeza.

-Es una agradable sorpresa encontrar una mujer como vos en


esta hacienda triste y desolada.

-Le agradezco el cumplido, pero creo sus halagos son excesivos.

-El caballero es mi socio, y copropietario de esta mansión –


agregó Shavilev mientras situaba una mano en el hombro de su
amigo-. Como su trabajo exige bastante diplomacia y persuasión,
suele mentir a menudo, pero en este caso sus palabras son
sinceras. ¿Quieres tomar algo? Debes venir sediento.

-Salí ayer de Bruselas. Cinco postas sin descansar, así que


imagina cómo estoy. Que traigan una limonada helada, y luego
me daré un baño. Es descortés mantener esta penosa apariencia
delante de una dama.

-¿Todo un día cabalgando? Debéis estar agotado.


-Estoy algo cansado, sí. Pero nosotros estamos hechos de otra
pasta, ¿verdad, Shavi?

El aludido asintió sonriendo, a punto de dejar escapar una


carcajada, y la joven tuvo la impresión de que guardaban para
ellos una broma privada. Realmente, debería haber caído del
caballo exhausto, después de recorrer tamaña distancia sin
pausa, y sin embargo se le veía bastante fresco para haber
realizado una hazaña semejante.

Dadou en persona trajo la jarra de limonada, y sirvió al jinete


con un servilismo impropio de una gobernanta. Creyó ver en tal
actitud un cierto gesto de adoración, algo impropio en una mujer
que le había parecido tan fría y distante.

-Está helada. Muy agradable. Tan eficaz como siempre, Dadou –


le agradeció.

-Recién sacada del pozo, señor. ¿Ordeno que le preparen un


baño?

-Sí, por favor. Con agua templada. Que lleven una bañera a mi
habitación.

Amédée intuyó que ya era hora de despedirse. Sólo esperaba


que dispusieran un carruaje para su vuelta, porque estaba muy
lejos de su alojamiento.

-Creo que ya he abusado demasiado de vuestra hospitalidad,


Monsieur Shavilev. El sol comienza a bajar, y es hora de
retirarme.

-De ninguna manera, querida. Quedaros a cenar. Dadou os


preparará una habitación donde podréis descansar.
La jornada había sido calurosa y se sentía incómoda con sus
ropas. Su anfitrión lo comprendió al momento.

-Podréis daros un baño relajante en la recámara que se le


ofrezca. Mi gobernanta dispondrá de ropas para usted, no se
preocupe.

-No quisiera causar incomodidades.

-No molestáis lo más mínimo, querida. Insisto.

-Está bien, me doy por vencida.

-Dadou, ¿hay habitaciones de huéspedes preparadas?

-Siempre las hay, Monsieur. ¿Quiere acompañarme,


mademoiselle?

Amédée la siguió hasta el interior de la mansión. Se internaron a


través de ésta, y subieron unas elegantes escaleras. Allí, un largo
pasillo se abría ante ellos, con elegantes puertas dispuestas a
ambos lados. La gobernanta abrió una de ellas, y mostró a la
joven una amplia habitación, amueblada con la sencillez del
estilo directorio, que se estaba imponiendo como contrapunto a
las modas ostentosas que habían estado en boga durante el
reinado de los Borbones.

-Traerán enseguida una bañera y ropa para mademoiselle –


concluyó Dadou mientras cerraba la puerta y la dejaba a solas.

Le echó un vistazo con detalle al lugar. Una sencilla cama con


dosel cerca de la ventana, una cómoda un escritorio y un armario
componían el mobiliario. Todo a la última moda. Concluyó que
tenían que haber gastado bastante dinero en redecorar aquella
parte de la mansión.
La ventana daba al jardín, sobre el que se cernían las primeras
sombras de la tarde. Mijail aún no se había retirado, y hablaba
animadamente con su amigo. El silencio era tal que, abriendo los
postigos con cuidado, podía escucharlos si agudizaba el oído.

-¿Sigue de mal humor la zarina? –oyó como preguntaba Shavilev.

-Empeorando. Ha cortado las alas a todos los enciclopedistas. No


se atreve a dar marcha atrás con las reformas, pero no va a
profundizar en ellas. Eso de que Francia tenga al rey prisionero
no le hace mucha gracia, como puedes suponer.

-¿Y los nuestros, dominan la situación?

-Pod ía de i se ue sí. Ha u o, o pi ta de á a e… o pude


conocerle, lo intenté pero me esquivó varias veces. Puedo
asegurarte que era poderoso, mucho.

-¿Un Antiguo?

-Casi… u viejo, u ho ás ue nosotros, pero no uno de esos.


Es curioso, ahora que lo recuerdo, llegaron dos mercaderes a
Moscú, y tuvieron un encuentro azaroso. Fui testigo de ello. Eran
padre e hija, y la chica palideció cuando lo vio. Sólo ella –muy
bella, por cierto-, su progenitor permaneció indiferente, como si
no lo conociera.

-No veo ada e t año e ello. “i se ha e o t ado algu a vez…si


ese tipo le ha he ho u a jugada…

-Eso no pude averiguarlo. Lo que me llamó la atención era que


tanto el mercader como la chica también tenían aspecto de
árabes, y eran djinns.

-¿Djinns? Bueno, eso sí que es curioso. Me gustaría saber por


qué ella le teme tanto.
El ruido del picaporte de la puerta la alarmó y cerró los postigos.
Entraron dos hombres, llevando con ellos una bañera de cobre
reluciente. Varios lacayos fueron entrando y saliendo, llenándola
con cubos de agua humeante. Finalmente, entró una mujer alta,
vestida con una sencilla túnica de algodón y sandalias. Su piel era
negra como un tizón, y de curvas ostentosas. En un brazo
portaba toallas y en el otro varias prendas.

-Mi nombre es Thalie, mademoiselle. Seré su doncella durante el


baño.

Sobre el lecho dispuso con cuidado un vestido de tirantas y


liviana ropa interior. En el suelo depositó unas sandalias
parecidas a las que ella misma calzaba. Ayudó a Amédée a
desnudarse, y cuando ésta se sumergió en el agua, se sintió en
éxtasis; en la hostería donde se alojaba a duras penas conseguía
un barreño de agua fría.

La criada enjabonó su cabello y la piel con suavidad. Tenía dedos


largos, suaves y diestros.

-¿De dónde eres, Thalie?

-De la Martinica, mademoiselle. Monsieur Shavilev la visitó hace


un par de años, y me compró a mi antiguo amo.

-Luego ¿eres una esclava? –se sorprendió.

-Nunca me he sentido así aquí, mademoiselle. Tengo un día libre


a la semana y me paga un sueldo como a los demás.

La antillana tomó una esponja y limpió con precisión la piel de


Amédée, que sentía el suave tacto del utensilio y los dedos de la
criada a través de él. De pronto, advirtió una sensación excitante
que la incomodó. Se movió a un lado en la bañera, intentando
asesarse a sí misma, pero Thalie puso una mano con firmeza
sobre su hombro.

-Relájese, mademoiselle. Cierre los ojos y descanse.

Eso hizo. Se recostó contra la pared metálica e intentó dejar su


mente en blanco. Sin embargo, la escueta conversación que
había oído a sus anfitriones vino a enturbiar sus pensamientos;
dji s, los A tiguos… ¿A ué se efe ía ? ¿U a se ta eligiosa o
política? ¿Eran conspiradores? ¿Pretendían destronar a la zarina?

La mujer desplazaba la esponja entre sus muslos, y sintió un


atisbo de deseo. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de un
hombre? Durante su relación con Jácome le había permanecido
fiel, más por miedo a que la descubriera y se fueran al traste sus
planes, que por un sentimiento sincero. Y desde entonces, nada.
Añoraba los abrazos de los mozos fornidos con los que
experimentó durante su adolescencia, y los forasteros
adinerados que pasaban por la ciudad, y siempre tenían algún
regalo para ella.

-¿Desea mademoiselle permanecer un rato más en el baño? –le


preguntó, sacándola de sus pensamientos.

-Un rato más. Puedes retirarte.

-¿No necesitaréis ayuda para secarse y vestirse?

-Gracias, pero no es necesario. Déjame la toalla aquí. ¿Los


señores me esperan a alguna hora?

Ella sonrió

-Aún puede disfrutar un poco más del baño. Los amos son
pacientes.
Por fin se marchó la doncella y respiró aliviada. Deseaba estar
sola para disfrutar de ese momento. ¿Quién sabe cuándo
volvería a estar en una bañera semejante? Quizás nunca, si el
destino se torcía.

Cuando miró la ventana, percibió que el sol casi se había


ocultado. Se secó con cuidado, y comenzó a cubrirse con
aquellas prendas. El vestido que le habían dejado era simple, con
unos volantes bajo un generoso escote, pero sin más
parafernalia; muy distintos a los que estaban de moda unos años
antes. Las sandalias eran cómodas y podía ver ahora, con detalle,
el fino labrado de la piel que la componía. Se contempló delante
del espejo que decoraba una de las puertas del armario, y se
encontró perfecta. Era su momento, y no debía desaprovecharlo.

Salió de la habitación. Todo estaba en silencio. Bajó las


escaleras, y creyó distinguir un murmullo de voces. Se acercó
unos pasos, y ya pudo discernir claramente el tono de Shavilev.
Sorteó varias estancias, las cuales, a la luz del crepúsculo, se
tornaban inquietantes. Por fin llegó ante una puerta entornada,
que dejaba pasar una tenue luminosidad. Se quedó un momento
inmóvil, mientras escuchaba hablar a Mijáil sin que nadie
adivinara que estaba allí.

-No puedo, de ninguna manera. Esa chica es tu apuesta personal,


no me involucres. Siempre estás con tus caprichos.

-Te aseguro que tiene una de las almas más oscuras que he visto
en los últimos años. Es muy influenciable y está desesperada –
argumentó Shavilev.

-De todas maneras, ya sabes que me ocupo de otros asuntos.


Además, mi cupo está a punto de completarse. Desorden,
ambición, caos, guerra, eso es lo que busco. ¿Puede aportarme
algo de eso ella?

-Tiene mucho potencial, mira en su interior, hará lo que sea por


conseguir sus propósitos.

-¡Vamos, Dimitri! ¡Llevas siglos sin enterarte de qué va esto!


¿Sabes cómo acabarás? En algún cuartucho oscuro y mugriento,
rodeado de pequeñas diablesas insignificantes. Ese no es el
objetivo que perseguimos, lo sabes bien. Pero si sigues en tus
treces, tarde o temprano nuestros caminos se separaran. No
quiero que me arrastres en tu caída.

Amédée estaba confusa. ¿Qué querían decir con esa discusión?


¿Se referían a ella? ¿Estaba Shavilev dispuesto a ayudarla?
¿Realmente hablaban de conspiraciones como si fuera algo
cotidiano?

Unos pasos tras ella le hizo tomar una decisión precipitada.


Alguien se acercaba y la descubriría escuchando a escondidas.
Llamó a la puerta y, sin esperar contestación, irrumpió en la
habitación.

Los dos hombres se quedaron mirándola, con el cejo fruncido.


Finalmente, Shavilev esbozó una sonrisa y le acercó una copa de
vino.

-Querida, estáis realmente espléndida.

-Gracias –correspondió, mientras tomaba un sorbo. Vio entonces


a Mijail y casi se atragantó; su rostro estaba serio, y los ojos
brillaban al contemplarla.

-No es educado escuchar tras las puertas, mademoiselle, sobre


todo si sois una invitada y habéis sido tratada más allá de toda
cortesía –habló finalmente. Amédée sintió que le fallaban las
piernas.

-Vamos, vamos, seguro que no era su intención, ¿verdad? –


Terció su amigo-. Seguro que simplemente estaba componiendo
su vestido para aparecer tan radiante como todos esperábamos.

La joven sintió cómo se le aceleraba el pulso y le costaba


respirar. Entonces reparó en que los ojos de Mijaíl se habían
concentrado en cierta parte de su anatomía, que se agitaba al
compás de sus latidos, bajo el tenue vestido de algodón. El
sentirse objeto del deseo de aquel rudo caballero le hizo tomar
confianza.

Se abrió la puerta y aparecieron Dadou y Thalie, portando un par


de botellas de vino y una bandeja con exquisitos entremeses.

-Un ligero refrigerio –ofreció Shavilev-. Probad el jamón asado, lo


hace nuestra cocinera.

-Delicioso, sí –comentó tras degustarlo. Comprobó que las dos


mujeres seguían allí, dispuestas a las órdenes de sus anfitriones
rusos. La mirada fría de la gobernanta la intimidaba, pero decidió
que ese detalle no iba a estropearle la noche.

Bebieron y compartieron banalidades. Sus anfitriones


contestaron divertidos a sus preguntas sobre Rusia, procurando
deslizar siempre algún alago hacia ella. Se sentía feliz por ser el
centro de atención.

La noche refrescaba avanzaba, y ya eran cuatro los corchos


sobre la mesa. A las risas se habían unido Dadou y Thalie,
aproximándose los cuerpos, rozándose provocativamente entre
todos los presentes. Aunque había bebido bastante, Amedée
pudo adivinar que la relación entre aquellas mujeres y los
dueños de la mansión era más estrecha de lo que habían querido
reflejar y ahora, con la noche avanzada, las máscaras
comenzaban a desaparecer.

-Permitidme haceros un obsequio –le dijo Shavilev acercándose


sigilosamente a ella, mostrándole un frasquito de cristal.
Amédée admiró el recipiente, que lanzaba destellos a la luz de
las velas; guardaba en su interior una pequeña porción de líquido
ambarino.

-Dejadme a mí, si no os importa –se ofreció Mijaíl, poniendo


unas gotas de perfume en el cuello de su invitada. Mientras lo
hacía, sintió la fiereza que emanaba de aquél hombre, un aroma
salvaje, indómito. Cuando las yemas de éste rozaron su piel, no
pudo reprimir un escalofrío -. Ningún hombre podrá resistirse a
usted, Amédée. Ni siquiera pueden hacerlo aquellos que no son
como los demás -. La besó suavemente en el cuello, y la joven
cerró los ojos mientras dejaba escapar un gemido.

¿Qué esta a su edie do? –Se preguntaba- ¿cómo puedo dejar


ue e ese dela te de los de ás? Pe o aho a se tía las
manos del ruso acariciar sus brazos desnudos, y decidió, en la
confusión de su mente, que nada tenía importancia salvo el
placer que estaba obteniendo.

-Sois como nosotros, pero aún no lo sabéis –le dijo Shavilev


susurrando, tras situarse frente a ella. La besó en los labios, y
sintió cómo la sofocaba un calor irracional. Más caricias fueron
prodigadas por los presentes, repartidas por su cuerpo,
haciéndola enloquecer. Estaba mareada, hipnotizada por sus
nuevos conocidos, plegada a sus intenciones. Ahora los ojos de
Dadou brillaban ansiosos, dejando atrás la frialdad con la que
aparentemente la trataba, y la esclava antillana había dejado
atrás el recato para darle el placer que realmente deseaba
ofrecerle.

La desnudaron entre risas, rasgando a jirones su vestido y


esparciendo los restos por la sala. Ella respondió rompiendo la
camisa de sus anfitriones y, tras admirar sus torsos desnudos,
deslizó su lengua por éstos de forma lujuriosa.

Cuando sintió el miembro de Mijáil penetrarla, en una posición


innatural, el placer y las imágenes se mezclaron en una vorágine
compulsiva, en la cual perdió todo uso de razón.
II

La luz se filtró a través de los ventanales, y la hizo refunfuñar;


aún estaba agotada. Sin embargo, un nebuloso recuerdo de la
noche anterior la obligó a abrir los ojos de par en par.
¿Realmente había sucedido? Un escozor surgió de su
entrepierna, y descubrió algunos arañazos en la zona interna de
sus muslos. Se levantó del lecho y, contemplándose en el espejo,
advirtió varios moratones en las caderas y el bajo vientre.

Sin embargo, la sensación que subyacía en su memoria era de


un intenso placer; horas y horas de locura, durante las que llegó
más veces al clímax que en la suma de toda su vida anterior. Y
ellos…u a i age su gió e t e sus o fusos e ue dos; sus
anfitriones se retorcían en el suelo, unidos a Dadou, de forma
salvaje y apremiante, mientras Thalie tenía el rostro hundido en
su entrepierna. La agarró del pelo y, atrayendo sus labios hacia
ella, la besó. Luego, mientras saboreaba el interior de aquella
boca, que contagiaba un regusto a canela y tamarindo, le susurró
una pregunta al oído.

-¿Quiénes son ellos?

La antillana la miró a los ojos, como si hiciera una pregunta


estúpida.

-¿Aún no os habéis dado cuenta? Son espíritus encarnados, Loas


que andan en la tierra de los vivos.

Aquella respuesta no le aclaraba demasiado, pero de pronto


sintió los besos de Mijáil sobre sus senos, y se entregó
nuevamente al placer que le proporcionaba, dejándose llevar al
vacío de los instintos.

Sacudió la cabeza. ¿De esa manera se había comportado la


noche anterior? ¿Estaba loca? ¿Cómo se había dejado llevar así?

La puerta se abrió y entró Thalie, que llevaba entre sus manos


un biombo. Lo desplegó frente a la cama, separándola del resto
de la habitación.

-Los criados traerán una bañera y un baúl con ropa para


mademoiselle, cortesía de los señores –su rostro era cordial,
pero nada en él hacía señalar el reconocimiento de lo sucedido la
noche anterior. Nuevamente se había establecido las distancias
entre señores y servicio.

Una hora después, Amédée dejaba la mansión vistiendo algunas


de las prendas obsequiadas, y subía al carruaje donde la
esperaba Shavilev. Los lacayos colocaron el baúl en la parte
trasera, e iniciaron de inmediato el trayecto.

-Quisiera darle las gracias por vuestra ayuda.

-No os preocupéis. Quizás algún día tenga que pediros alguna


contraprestación –respondió su anfitrión

-¿Hacia dónde vamos?

-Al lugar que será su hogar durante los próximos meses. He


mandado a uno de los míos a recoger sus cosas en la casa de
huéspedes donde se alojaba. Mientras tanto, espero que con la
ropa que contiene el baúl pueda ir tirando.

-Le he echado un vistazo, mientras elegía qué ponerme. ¿Os


gusta cómo me sienta? –preguntó mientras se mostraba ante
Shavilev en todo su esplendor, vestida de turquesa y con un
amplio escote. La prenda parecía sencilla, pero tenía delicados
ribetes en las mangas y al final de la falda.

-Realmente parece confeccionado pensando para vos.

Amédée no quiso hablar de nada referente a la noche anterior;


le pareció que era algo que tenía que quedar en un discreto
segundo lugar. Contempló el transcurrir de las calles mientras se
introducían en el interior de París. El campanario de la iglesia de
Sant Germain destacaba entre los altos tejados de los edificios, y
pronto descubrió que se acercaban al palacio de las Tullerías.
Aunque era una zona lujosa, quince días antes el palacio había
sido saqueado por una turba furiosa por la fuga del rey, y la
inquietud la azoró

-¿Me alojaré por aquí? ¿No será peligroso?

-Puedo aseguraros que la situación está controlada. Es más, en


unos días, será uno de los sectores más seguros de París. El
gobierno ocupará el palacio de las Tullerías, y tienen previsto
convertir el Louvre, a partir del año que viene, en museo
nacional.

Amédée meditó el lado práctico de aquella circunstancia. Eso


significaba que aquel lugar tendría un gran movimiento político y
económico, un ámbito ideal para sus pretensiones de futuro.

El carruaje se detuvo en la plaza Sant Germain, frente a la


imponente iglesia, y junto a la puerta de un palacete de tres
pisos. Carecía de jardín exterior y era de marcado estilo rococó.
La planta baja, algo elevada, se plantaba sobre un sótano
iluminado por ventanas rectangulares. Era el lugar donde se
situaban los servicios del edificio y el alojamiento de los criados.
Las puertas se abrieron y dos hombres vestidos con librea,
perfectamente uniformados, dieron la bienvenida a los recién
llegados con una reverencia, tras lo cual tomaron entre ambos el
pesado arcón.

-¿Qué lugar es este? ¿La residencia de algún príncipe?

-No, Amédée. Es propiedad de madeimoselle Valence Dufraisse,


una de las mujeres más ricas de Francia.

-No he oído hablar de ella.

-Porque es discreta, y sólo le interesa que conozcan su existencia


aquellos cuya influencia y riquezas puedan beneficiarla. Es una
buena actitud para evitar las innecesarias envidias.

Amédée, que estaba subiendo los escalones que daban acceso al


palacete, se quedó parada un instante.

-Decidme que no se dedica a lo que creo que insinuáis.

Shavilev río por lo bajo, y le cedió el paso al interior. Cuando la


joven entró en el lugar, quedó deslumbrada por un lujoso
vestíbulo, decorado con dorados sillones y sinuosos candelabros
de plata, amplios divanes y mesas recargadas de adornos.

Una doncella salió a su encuentro.

-Acompáñenme los señores. Los alojamientos de mademoiselle


están en la tercera planta.

Cinco minutos después, cuando Amédée vio el lugar donde la


destinaban, estuvo a punto de saltar de alegría. En primer lugar
se encontraba un pequeño recibidor, que daba paso a un
saloncito. Al fondo, una habitación dotada de una funcional
toilette. La decoración distaba de ser sobria, y por un momento
se sintió una auténtica dama de la alta sociedad.

El arcón con sus nuevas ropas fue colocado junto a un armario.

-Mi nombre es Fantine, para servirla –dijo haciendo una breve


reverencia ante Amédée-. Mademoiselle Dufraisse les recibirá
en cuanto termine su baño.

Una vez a solas con Shavilev, aunque estaba dichosa con su


nuevo hogar, se encaró con él.

-¿Queréis que trabaje como prostituta? ¿Cómo os atrevéis?

-¿Creéis que esto es un vulgar prostíbulo? –Se defendió,


torciendo el gesto-. Me parece que no habéis estudiado bien el
lugar donde os encontráis.

-Lo he hecho bastante bien. Subiendo las escaleras he visto los


grabados colgados de las paredes. Tildarlos de escandalosos sería
quedarme corta.

-Amédée, ¿Consideraríais que este lugar está por debajo de


vuestros merecimientos? –la voz del ruso se había tornado seria,
cavernosa-. Entonces no tenéis más que marcharos a vuestro
alojamiento habitual.

La joven advirtió que estaba entre la espada y la pared. Si volvía


a la hostería, jamás conseguiría sus propósitos de una vida
acomodada. Es más, posiblemente acabara trabajando como
panadera o atendiendo algún puesto en el mercado, como la
mejor de las probabilidades.

Shavilev percibió que estaba a punto de echarse a llorar, y la


tomó por los hombros tiernamente.
-¿Consideráis que la condesa Du Barry, favorita del padre del rey
actual, era una prostituta? No, ¿verdad? Sin embargo, era hija de
una humilde doncella y un monje. Sólo al convertirse en amante
de Luis XVI disfrutó de una vida acaudalada, y fue premiada con
un título nobiliario. Llegó a lo más alto, mientras todos le
besaban los pies, pues sabían de su influencia con el monarca
¿Creéis que ese sería un destino injusto para vos?

Lo miró con los ojos húmedos, mientras negaba con la cabeza.

-¿No estaré expuesta en un salón a todo el que quiera acostarse


conmigo?

-Claro que no. Este palacio es un lugar diferente, un refugio para


los o les los u gueses, u luga de a tes ie ia… ellas
mujeres, muy muy costosas de conseguir.

-¿Cómo de costosas?

-Vos marcáis el precio. Pero tened en cuenta que la mitad de


vuestras ganancias tendréis que repartirlas con mademoiselle
Dufraisse.

-Me parece que eso es mucho dinero.

-Vivi e u pala io, te e se vi io asig ado, ue a o ida…eso


no es barato. No conseguiríais un buen partido viviendo en una
hostería. Deberíais sentiros afortunada.

Las puertas se abrieron de par en par, y apareció en escena una


mujer de mediana edad, con una figura espléndida, mostrando
un rostro donde un hábil maquillaje ocultaba las finas arrugas
que comenzaban a aparecer.

-Monsieur Shavilev, siempre es un honor teneros en mi casa.


El aludido le besó la mano, y después hizo las presentaciones.

-Madeimoselle Dufraisse, mi amiga y protegida mademoiselle


Lemoine.

Amédée hizo una profunda reverencia, pero su anfitriona la


tomó de la mano y la hizo erguirse.

-No es necesario, querida. Aquí todas somos amigas de corazón.


¿Os han informado de las condiciones de mi residencia?

-Sí, con detalle.

-Entonces acompáñame. Por lo que me ha contado tu protector,


aún necesitas algo de formación –afirmó mientras salía de la
estancia y emprendía la bajada a la primera planta.

Amédée echó a temblar. ¿Qué perversiones le obligarían a


aprender? La siguió con pasos cortos, y llegaron ante una puerta
de doble hoja. Valence la empujó con suavidad y ésta cedió,
dejando ver una estancia alargada, cubierta de estanterías y
anaqueles a rebosar de libros y códices. Al fondo, un anciano
dejó el volumen que sostenía entre las manos y lució una
desdentada sonrisa, dirigida a Amédée.

-Monsieur Palafox es un antiguo profesor de la Sorbona, y


estudioso de L’Encyclopédie. Él ampliará sus conocimientos; no
hay nada más tentador y apreciado que la belleza unida a una
conversación brillante.

La joven suspiró aliviada, y esperó que los días de desdicha


hubieran llegado a su fin.
III

Tres de Septiembre de 1792

Las puertas situadas a lo largo del pasillo estaban destrozadas,


algunas arrancadas de sus goznes, y la sangre empapaba el suelo.
Shavilev avanzó con agilidad, logrando no manchar sus caras y
brillantes botas al esquivar hábilmente los fluidos y algunos
cuerpos inertes. Al fondo se abría una amplia sala, iluminada
tenuemente por teas agonizantes. Sobre el suelo cubierto por
maloliente paja, una multitud de miembros humanos se
encontraban desperdigados, despidiendo un hedor que se iba
acuciando con el paso de las horas.

De una viga colgaban tres cadáveres. Vestidos con túnicas


marrones, con una cuerda a modo de cinturón, sus rostros
mostraban la agonía de la asfixia. Bajo ellos se encontraba Mijáil,
cruzado de brazos, esbozando una sonrisa de satisfacción.

-Veo que los encontraste –dijo el recién llegado.

-Ha costado reventar unas cuantas cárceles, pero sí. Ya no


tenemos ninguna amenaza sobre nosotros

-¿Y era necesaria tanta muerte? ¿Tanto inocente ejecutado?


¿Provocar una revuelta solo para eliminar a estos desgraciados,
que según tú eran un peligro inminente?. Pienso que te has
sobrepasado.

Se volvió hacia Shavilev al escuchar esa pregunta. Su rostro era


serio ahora.

-Somos lo que somos.

-Yo sé lo que soy. Y también sé que no eras así antes de tu viaje


a la madre Rusia.

-Quizás vi osas…ap e dí a e a de uest a espe ie. Lo ie to es


que, actuando con cierto disimulo, mandaron a estos
inquisidores tras de mí. Llevaban siguiéndome desde Varsovia. Si
no los hubiera advertido, si me hubieran tomado
desp eve ido…Pa e e ue o se to a a ie ue i flu a e
asuntos terrenales.

-Han asesinado a más de doscientas personas hoy. ¡Y quién sabe


lo que puede estar sucediendo en otras ciudades! Un artículo de
Marat en su periódico ha bastado para incendiar Francia.

-¡Ah, Marat! Un gran amigo y mejor redactor, que siempre me


escucha. Coincide conmigo en que han de morir muchos más
aún. Miles, cientos de miles quizás.

-Mijáil, nacimos en la misma ciudad. Juntos hemos cabalgado por


las llanuras ucranias, luchado contra los cosacos, escalado los
montes Sayanes, y navegado por todo el curso del Yeniséi. Te he
considerado durante siglos mi hermano, aquel en quién podía
confiar y me guardaba las espaldas. Sin embargo, estás actuando
de un modo insensato.

Por toda respuesta, su amigo camino entre los cadáveres,


golpeando de vez en cuando algunos cuerpos. Finalmente tomó
del cabello el cadáver de una jovencita, y lo agitó en el aire.
Como aún no se había apoderado de ella el rigor mortis, pareció
que bailaba una danza macabra.

-Esto es lo que deben ser los mortales para nosotros; simples


títeres que se mueven a nuestro antojo. El poder y la gloria,
Dimitri, esa debe ser nuestra meta. Olvídate de movernos en su
sociedad como meros observadores; debemos dirigirla, llevarla
hacia donde nosotros queramos.

-Y ese camino es el caos. ¿Qué pasó, Mijáil? ¿Qué ocurrió en la


corte de la zarina?

-¡Ah, nuestra amada Catalina! Ha cambiado, amigo. Se ha


asustado por la revolución, y ha condenado el encarcelamiento
del rey. Ha parado las reformas y detenido y encarcelado a
algunos de los que antes frecuentaban sus salones,
compartiendo con ellas las nuevas ideas. ¡Todo se acabó! Tu plan
de una nueva sociedad en Rusia ha terminado antes de empezar.
¡Qué se sigan pudriendo los campesinos! ¿A quién le importan?
Por lo menos, a mí ya no. Son bestias, animales sucios y simples.
No puedes contar con ellos para nada, salvo para que agachen la
a eza u u e sí, a o a ual uie e ue i ie to de los
terratenientes.

Shavilev estaba mudo de asombro. Aquel no era su amigo, el


compañero de aventuras en el que confiaba ciegamente.
Finalmente, una sospecha se hizo paso en su mente.

-¿A quién conociste en Rusia, Mijaíl? ¿Quién te inculcó esa


basura?

-¿Recuerdas que te comenté que había un par de djinns en


Moscú? Padre e hija. Ella era muy hermosa, quizás algo baja para
mi gusto, pero su figura era la de una diosa, y su rostro una
perfección olivácea. El asunto es que me encapriché de ella, pero
esquivó mis acercamientos. Sin embargo, no cejé, y seguí sus
movimientos. Y he aquí que descubrí que tenía un amante, al
que veía cuando su padre se retiraba a sus habitaciones. Propicié
un encuentro con él, en la ópera, aprovechando que había
acudido sólo. Hicimos buenas migas, la verdad. Tuvimos
conversaciones muy interesantes, aunque desgraciadamente
lejos de la belleza djinn. Siempre se negó a que coincidiera con
nosotros; parece que intentaba preservarla. Y no vas a creerlo,
pero ese individuo era uno de los nuestros.

-¿De nuestra especie?

-Sí, pero algo diferente; una evocación arcana de dioses


olvidados.

-Aclárate. Me estoy cansando de tus acertijos.

-Un hijo de Baal – pronunció el nombre del dios olvidado


lentamente, haciendo énfasis en lo que significaba aquello.

Shavilev enmudeció. Pestañeó un momento, y luego se dirigió


hacia la salida, dando la espalda a su amigo.

-Me has engañado. Me aseguraste que no habías tenido


contacto con ellos.

-Pensaba decírtelo. ¡Vamos, no te lo tomes así!

-Hemos acabado, Mijaíl. Dame una semana para buscar otro


alojamiento, y te dejaré la casa para ti solo.

- ¡Venga! ¿No me digas que no quieres aprender todo lo que me


enseñó? ¿Tienes miedo acaso de asumir que hay mucho más
conocimiento en el pasado del que nos legaron nuestros
ancestros?

Dimitri se volvió sólo un instante, y en su rostro se leía el


desprecio.

-No es miedo, sino repulsión ante abominaciones que deberían


haber desaparecido hace milenios. Quédate con esa sabiduría,
que yo procuraré disfrutar los días que me han sido concedidos.

Y desapareció por el umbral, dejando atrás el eco de sus pasos


mientras ascendía a la superficie.
IV

Veinte de Septiembre de 1792

Amédée hizo una pausa mientras descendía por las escaleras, y


contempló la plaza de Sant German desde la ventana del
descansillo. Todo volvía a tener apariencia de normalidad. Las
ue se de o i a a a ata zas de septie e ha ía
cesado, con un alto número de ejecutados entre sacerdotes y
prisioneros a la espera de juicio. Aunque el lugar en el que vivía
ahora se había mantenido a salvo de los disturbios, no había
dejado de inquietarla que se extendieran los crímenes de forma
indiscriminada. Sin embargo, el hecho de que hubieran detenido
a las tropas austriacas en su camino hacia París, había
contribuido al retorno de lo cotidiano. Toda la mañana, una
profusión de cohetería había anunciado la victoria en Valmi. En
esos instantes, el ejército revolucionario perseguía a las tropas
austriacas, en franca retirada hacia la frontera con Bélgica. Por
fin, los enemigos de la joven república estaban perdiendo la
batalla, tanto en los límites del país como en el interior.

Ensayó unos cortos pasos de minuet, como si quisiera


demostrarse a sí misma que no había olvidado las lecciones de
danza. Durante los quince días posteriores a su llegada, había
estado estudiando con el profesor Palafox; filosofía, historia, y
los nombres y biografías de los personajes más importantes de la
Asamblea Nacional. La propia mademoiselle Dufraisse le había
enseñado protocolo y algunos bailes de salón, entre ellos el Vals.

También había conocido a algunas residentes en el palacio. Por


lo que le había dicho Fantine, la asistente que se ocupaba del ala
sur de la tercera planta, había un total de veintinueve inquilinas
en el edificio, de las cuales siete, incluida ella, aún carecían de
p ote to .

Por esa causa se había organizado una pequeña recepción en la


primera planta, habiendo sido invitados, por un lado, algunos
refinados nobles que se mantenían al margen de la persecución
política de la Asamblea y, por otro, renombrados hombres del
parlamento y las artes. También algún burgués adinerado se
había presentado aquella tarde, pues después de todo, el dinero
seguía siendo el leitmotiv de mademoiselle y sus discípulas.

Respiró hondo e inició el descenso del último tramo de


escaleras. Una vez en la planta baja, a su izquierda, el amplio
salón donde se desarrollaba la acción se extendía durante casi
todo un ala del edificio, desembocando en unas puertas
acristaladas, que daban paso a un cuidado jardín interior.

Los suelos eran de brillante mármol, las paredes y los techos


decorados con frescos de motivos clásicos; dioses y ninfas que
paseaban por anacarados edificios o bucólicos paisajes.

A un lado, una orquesta de cámara, acompañada de un clavecín,


tocaba un cuarteto de cuerda de Haydn, uno de los compositores
de moda. Los invitados, vestidos con ligeras casacas y camisas
sencillas, departían entre ellos o con las jóvenes que les
rodeaban. Atrás habían quedado las modas barrocas y sus
complementos, como las pelucas y el maquillaje con polvo de
arroz, que daba una tonalidad pálida a la piel. El ambiente era,
definitivamente, el de una nueva era.

La joven se adentró en el salón, y tomó una copa de champagne


que le ofreció uno de los criados. Bebió un sorbo, lentamente,
mientras sentía cómo las miradas de los asistentes se iban
posando en ella, admirándola. Supo que esa sería su gran noche.

Su cabello lucía un recogido espectacular. Un vestido blanco con


estampaciones índigo, ligeramente ceñido y profusamente
escotado, resaltaba su figura. Un lazo de encaje en el cuello, de
este mismo color, añadía un toque sofisticado al conjunto, pero
acentuaba la visión de su pecho, que lucía tentador ante los ojos
de los invitados.

Varios caballeros hicieron el amago de acercarse, pero fue un


joven de cabello ondulado y andares resueltos el que tomó la
delantera. Antes de que Amédée se diera cuenta, lo tenía
besándole la mano cortésmente.

-Permitidme presentarme, ciudadana –dijo con una sonrisa


perfecta, y llamándola según los modales establecidos por la
revolución-. Mi nombre es Louis Sant-Just, y sólo por el placer de
ver una mujer como usted en París, justificaría hasta la vuelta del
rey al trono. ¿Cuál es el nombre de un ángel tan bello?

Tie e sólo u os años ás ue o –pensó la joven-, pero sus ojos


reflejan amargura y una sangrienta ansia de poder. Ninguno de
los demás ha osado acercarse en cuanto lo han visto avanzar
hacia mí, así que tiene que ser alguien importante, afín a
Robespierre, seguramente, si suscita tanto respeto. ¿Quién es?
¿Qué lugar ocupa? Oh, seguro que el profesor me hizo
memorizar su nombre, pero mi cabeza es un revoltijo ahora
is o.

Decidió que las palabras de Louis eran una trampa soterrada, así
que adoptó un aire indignado.
-Encantada, ciudadano. Mi nombre es Amédée Lemoine, aunque
discrepo de vos; nada justificaría la vuelta del rey al trono. Su
lugar está en la guillotina –sentenció.

Los ojos del galán brillaron de satisfacción.

-Cierto, querida. No es posible reinar de modo inocente, así que


ha de pagar por sus crímenes. Se ha aliado con las naciones
extranjeras para recuperar su corona a toda costa, aunque
afortunadamente ahora estamos ganando la guerra –la tomó del
brazo y dirigió sus pasos hacia el jardín, donde eran más escasos
los curiosos. Dejaron atrás los ojos envidiosos y plenos de furia
de sus rivales en el cortejo de la joven, y se adentraron entre los
setos, buscando el refugio de oídos indiscretos.

-No me parece muy caballeroso llevarme a la oscuridad, sobre


todo cuando acabamos de conocernos.

-Ya no quedan caballeros; han huido del país o están en las


cárceles esperando la guillotina.

Amédée esbozó una sonrisa, esperando que fuera una simple


broma, pero comprobó que el rostro del joven se mostraba
realmente serio. Aquello le provocó un sudor frío.

-¿Me está diciendo que la cortesía también está siendo


guillotinada? –terció.

-Francia está en peligro, ciudadana, y me pregunto si puedo


hablar de negocios con una patriota.

En ese instante recordó quién era aquel joven; miembro de la


convención a pesar de su corta edad, se había destacado por ser
uno de los seguidores más fanáticos de Robespierre, y pertenecía
a su círculo íntimo. Tenía que andarse con pies de plomo en sus
respuestas, o acabaría en el Campo de Marte, con su cabellera
recogida, esperando el filo del acero.

-Por encima de todo soy una patriota –contestó-. Y ciertamente


estamos aquí para hablar de negocios, ¿Me equivoco?

-Cierto, Amédée. He estado buscando una persona como vos por


los salones de París desde hace semanas, y creo que por fin he
hallado lo que deseaba.

-¿Y qué deseaba? Sea claro, por favor, y así podremos llegar
rápidamente a un acuerdo satisfactorio para ambos –a esas
alturas, ya sabía que no estaba conversando con ella únicamente
para poseerla.

-La República se enfrenta a multitud de traidores dentro de


nuestras fronteras. Para defendernos de los austriacos y los
ingleses tenemos al ejército, pero necesito a agentes que nos
ayuden a desenmascarar a los conspiradores. Me gustaría saber
si cuento con usted. Le advierto que no será un trabajo grato, ni
tendrá reconocimiento oficial, al menos por ahora.

Amédée oyó el tintinear de monedas en su mente.

-¿Y en cuánto se valorará ese trabajo ingrato?

-Cincuenta mil escudos de plata por cabeza entregada. Como ve,


la República sabe cuidar a los suyos.

Le temblaron las piernas. Había vendido la granja de su padre


por quinientos escudos, y ahora le ofrecían cien veces esa
cantidad por una delación. La inmoralidad del acto quedó
rápidamente soterrada en su corazón, ocultada por imágenes de
una vida cómoda.

-¿Qué tendré que hacer?


-Yo os diré los nombres, los lugares que frecuentan, los cargos
que queremos imputarles, y vos obraréis en consecuencia. Si es
necesario, se os facilitará documentación para que la dispongáis
cuidadosamente en las habitaciones de los traidores. ¿Cuándo
deseáis comenzar?

-Cuanto antes –estaba ansiosa por tener dinero y poder salir de


la tutela de Dufraisse.

-Tengo una lista –sacó un sobre doblado por la mitad del interior
de su casaca-. Tened. Aquí hay cinco nombres. Curiosamente, he
visto a uno de ellos en esta recepción.

Amédée abrió el sobre y desplegó ante ella el papel que


contenía.

-No he oído hablar de ninguno. ¿Quién de ellos es el que se ha


presentado aquí?

-Gérard Renaudin. Es el segundo de la lista. Ha llegado vistiendo


una casaca de terciopelo azul. Intimad con él, seducidlo, que os
lleve hasta su casa.

-No será hoy. Tengo que guardar las apariencias. En primer lugar
sería sospechoso después de hablar con usted y, evidentemente,
si acudiera a su lecho esta misma noche, mi reputación caería
por los suelos.

-Tiene una semana entonces. Urge que su cabeza ruede de una


vez por todas. Desgraciadamente, aún ha de haber muchas
muertes; no se puede hacer una revolución a medias.

Por primera vez asimiló lo que sus actos provocarían. Llevaría a


la guillotina a sus amantes, quizás inocentes, a cambio de una
suma de dinero. Pero era una cantidad realmente importante.
-¿Por qué ha de morir?

El hombre hizo el amago de replicar de forma grosera, pero de


pronto comprendió que no era mera curiosidad, sino una
información que podría ayudar a la joven a cumplir su misión.

-El ciudadano Renaudin comanda una fuerza de varios miles de


hombres dentro de la comuna de París. Sin embargo, su interés
no es la República, sino conseguir el poder para él y sus amigos.
Uno de ellos es el anterior alcalde, Jerôme Pétion, que acaba de
ser elegido presidente de la Convención Nacional, y ha desafiado
al mismo Robespierre. Sabemos que está inmiscuido en un
asunto de alta traición, pero no tenemos pruebas; por ello, con
vuestra ayuda, vamos a crearlas. Nos gusta guardar las
apariencias, después de todo.

Amédée asintió, satisfecha por la explicación.

-Bien, ciudadano Sant-Just, si me dispensa, voy a ir cumplir con


mi deber de patriota para con la República –tras lo cual guardó
discretamente el sobre en un bolsillo, y se dirigió hacia el salón.

La contempló mientras se alejaba, contoneando la cintura, y el


deseo de apoderó de él. Quizás con el tiempo tuvieran un
encuentro carnal, cuando los negocios los hubiera unido lo
suficiente.

Mientras, la joven se situó junto al grupo de intérpretes de


cámara. Una nueva copa de champagne fue dispuesta en su
mano, y los hombres volvieron a poner su atención en ella, ahora
que nuevamente estaba sola, sin la compañía del amigo de
Robespierre.

Localizó a su víctima. La admiraba con los ojos entonados y


podía ver el deseo reflejarse en ellos. Cuando pasó junto a él, el
caballero se presentó con cortesía, aunque dejaba entrever en
sus gestos la ansiedad por poseerla.

A édée so ió pa a sí. Estás e is a os, Gé a d , o lu ó.


V

Diez de Octubre de 1792

La luz de la luna llena se filtraba a través del ventanal,


iluminando los perfiles de la habitación. Apartó el brazo de
Gerard de su cintura, y bajó de la cama muy despacio. Tomó su
vestido, dejado apresuradamente sobre una silla y, de un bolsillo
secreto, extrajo un fajo de cartas. Algunas aún permanecían
lacradas -mostrando el sello de los Renaudin, el apellido de su
amante-, siendo su supuesto destinatario el embajador inglés.
Otras aparecían abiertas, con las credenciales de Luis XVI y el
canciller austriaco.

Se dirigió hacia un escritorio, pero al intentar abrirlo se dio


cuenta de que estaba cerrado con llave. Louis ya había previsto
que pudiera ocurrir un imprevisto así, y la había dispuesto de una
ganzúa, tras lo cual la aleccionó sobre cómo utilizarla.
Efectivamente, le fue fácil abrir la cerradura. Depositó las cartas
en un cajoncito, bajo un par de pequeños libros que allí se
encontraban, y volvió a cerrar el mueble.

Se vistió en silencio, y dejó atrás el dormitorio. Bajó las escaleras


hasta el vestíbulo, teniendo cuidado de no hacer el mínimo
ruido, que pudiera alertar a algunos de los criados. En la puerta
principal, un miliciano dormitaba sobre una silla, con el
mosquetón inclinado sobre la pared. Descorrió los cerrojos del
portón mientras lo miraba de reojo, pero sus ronquidos no
mostraron interrupción alguna. Por fin, salió del edificio y fue
corriendo calle abajo. Un par de manzanas después, encontró un
carruaje cubierto y una docena de soldados.
Del vehículo bajaron dos hombres. Uno era Louis, cuyo rostro
aniñado se mostraba eufórico. El otro, de expresión sombría y
mediada edad, lucía un gabán oscuro, y portaba una carpeta de
piel.

-¿Todo según lo planeado? –quiso saber Sant-Just.

-En su escritorio, en un cajoncito bajo un par de breviarios.

-Comisario Buzot, proceda al arresto –le indicó al hombre de


rostro siniestro-. Recuerde hacerse acompañar por alguno de los
criados para que sirvan de testigos del descubrimiento de las
cartas.

-Así se hará, ciudadano –dicho esto, se dirigió con los soldados


hacia la puerta, que echaron abajo con estrépito mientras
g ita a paso a la gua dia .

Louis se volvió hacia Amédée y la invitó a subir al carruaje.

-La llevaremos hasta su residencia; las calles son inseguras.

Mientras abandonaban el lugar, las voces se adueñaron de la


mansión de Gerard. Gritos, porcelanas que se rompían con
estrépito, y finalmente varios disparos. La joven procuró no
pensar en lo que le sucedería a su amante, aunque ya sabía que
su cabeza rodaría en un par de amaneceres, si no había muerto
ya a manos de los guardias al ofrecer resistencia.

-Me siento incómoda al hablar de esto, pero ya he cumplido mi


parte del trato –le dijo a su acompañante.

-¡Oh, por supuesto! –sacó un maletín de un pequeño


portaequipajes, situado en la parte superior de la cabina, y de él
extrajo un voluminoso sobre, que tendió gentilmente a la joven.
Lo abrió intrigada, y contempló con sorpresa unos curiosos
billetes, refrendados por el sello de la república.

-¿Qué es esto? –preguntó enojada. Ella esperaba una enorme


bolsa repleta de Luises de oro, pero en su lugar había obtenido
unos papeles de los que desconocía el valor.

-Son Asignados, querida. Cincuenta mil escudos de plata en


obligaciones del estado, con una revalorización del cinco por
ciento anual.

-No lo o p e do. Espe a a o edas… ¿esto es di e o? ¿No e


estará engañando?

-Puedo aseguraros que es dinero legal. Con la guerra y las


compras de alimentos para la población, la Asamblea carece de
liquidez, así que se ha decidido emitir estos bonos, que llamamos
Asignados. Cada uno de ellos vale cinco mil escudos. Cualquier
banco se los comprará, y le dará esas monedas que tanto desea.

-Confío en vuestra palabra –aunque su voz era insegura. Dobló el


sobre y lo guardó con mimo debajo de su falda, sujetándolos con
el ligero. Cuando volvió a mirar a Louis, comprobó que no había
quitado ojo de su maniobra.

-En el resto de los nombres que le proporcioné, ¿Van por buen


camino?

-Con el ciudadano Philpon ya he coincidido, y estamos citados


para tomar una infusión en el café Nimega, en la Plaza de Las
Victorias. Otros dos los tengo localizados, y comenzaré mi
aproximación en los siguientes días. Dese cuenta que no puedo
abordarlos directamente.
-Querida, parece que habéis nacido para esto –la alagó, mientras
situaba una de sus manos en las rodillas de la joven. Amédée
mostró una sonrisa forzada, y miró por la ventanilla.

-Ya estamos en Petit Bourbon. ¡Pare, cochero! –el carruaje frenó


con cierta brusquedad, lo que le valió como excusa para
recomponerse en el asiento y librarse de las manos de Louis. No
es que le desagradara, simplemente no le apetecía un niño como
amante, por muy sanguinario que fuera.

Bajó con rapidez y se encaminó hacia la puerta del palacete. Dos


criados, que hacían guardia junto al umbral, la saludaron y le
abrieron la puerta. A esas horas, casi todas las velas estaban
apagadas, y sólo un par de candelabros iluminaban la escalera.
Emprendió el ascenso con parsimonia; se encontraba realmente
cansada.

Cuando llegó al segundo piso, un ruido la sobresaltó. Algo


parecía avanzar a través del pasillo hacia ella. Podía oír el crujido
de unos pasos sobre la madera. Intentó ver quién podía ser, pero
la oscuridad le impedía distinguir cualquier cosa que no fueran
las sombras.

Emprendió la subida del último tramo, pero alguien la agarró de


la muñeca con brusquedad y tiró de ella hacia abajo,
reteniéndola. Estuvo a punto de gritar, pero al comprobar que
era mademoiselle Dufrasse, lo reprimió a costa de morderse un
labio.

-Querida, estáis pálida. ¿Os ocurre algo? Estas no son horas de


andar por los pasillos.

-Iba hacia mi dormitorio, mademoiselle.


-¡Oh, i a! Tie es sa g e e el la io… -apartó suavemente con la
yema de un dedo el líquido y lo contempló fijamente a la luz de
las velas. Amédée se dio cuenta de que aún la sujetaba por la
muñeca. Sólo deseaba llegar a su dormitorio y acostarse.

-Estoy ca sada…

Pero Dufrasse no la soltaba, mientras contemplaba hipnotizada


el pequeño resto de líquido escarlata.

-Es bonito el color de vuestra sangre, Amédée; conjunta con su


cabellera. Imagino una bella escena: Vuestra cabeza rodando en
el Campo de Marte, tras caer la guillotina sobre ese cuello tan
esbelto.

La joven intentó protestar, pero ella le colocó el dedo sobre sus


labios, y probó el sabor de su propia sangre.

-¿Cuánto os han pagado, Amédée? Olvidasteis comunicarme que


hoy llegabais a mi casa con el sueldo ganado con vuestro sudor.

¿Có o sa e eso –se preguntó.

-Yo…es u ta de, i a a de íoslo mañana.

-¿Y cuánto ha sido la cantidad? He gastado mucho en vos, ya es


hora de que comencéis a reembolsarme mi inversión.

La itad de i di e o, uie e la itad de todo lo ue o siga


pensó.

-Veinticinco mil escudos, mademoiselle.

Dufrasse sonrió, de una manera que le heló la sangre.

-¿Veinticinco mil? Eso es mucho dinero.


-“í, le da é su pa te e seguida, su o a la ha ita ió …-un dolor
insufrible se cernió sobre la muñeca atenazada por su casera.
Parecía que la estaban marcando con un hierro al rojo, y dejó
escapar un grito desgarrador, que cruzó el silencio de la noche.
Sin embargo, nadie salió al pasillo para socorrerla. El palacete
permanecía sin el más leve rastro de agitación. Volvió a gritar,
esta vez una mezcla de pánico y sufrimiento, pero ni siquiera una
luz se prendió tras las puertas incólumes.

-¿Crees que podéis engañarme, niña? ¿Creéis que otras no lo


intentaron antes? Esta es la parte que más disfruto, cuando
comprendéis que habéis cometido un error.

El rostro de Dufrasse se acercó a Amédée, ocupando todo su


campo de visión. A pesar de que se retorcía por el suelo, aquellos
ojos la seguían allá donde fuera, se burlaban de ella, mostrando
una oscuridad que amenazaba con tragarse su alma.

De improviso la soltó, y el dolor cesó. Contempló su muñeca, y


se asombró que no mostrara daño aparente. Las lágrimas
surcaban sus mejillas, mientras aquella mujer se alejaba
nuevamente en el pasillo.

-Mañana espero mi dinero. La cantidad correcta, evidentemente


–pronunció antes de perderse en la oscuridad.

Amédée subió los escalones a rastras, hasta su habitación.


Cuando abrió la puerta, cayó desfallecida sobre el suelo, encima
de una alfombra con motivos orientales. Se recogió sobre sí,
temblando, y en esa postura la descubrió el amanecer.
VI

15 de Enero de 1793

El carruaje paró lentamente junto a la puerta de la mansión,


evitando un movimiento brusco que lo llevara a hacer patinar en
el hielo que cubría el empedrado. El cochero bajó con celeridad y
ayudó a bajar a su pasajera, una distinguida joven que vestía una
larga esclavina, que la protegía del frío reinante.

Nada más verla, los lacayos que aguardaban junto a las


columnatas del portal se acercaron para facilitarle andar los
pasos que la separaban del umbral, pero ella rechazó sus brazos
solícitos, y avanzó con decisión.

Cuando estuvo en el interior un portero recogió su capa y la


dispuso sobre un perchero. Un rostro familiar apareció en el
recibidor; era Dadou, la ama de llaves. Sin embargo, a medida
que se acercaba, pudo comprobar que, en parte, era una mujer
muy diferente.

Si cuando la conoció frisaba los cuarenta años, ahora parecía


haber perdido una década. Su piel brillaba, sus ojos relucían, y su
figura se había tornado más prieta y esbelta.

-Amédée, ¡Cuánto tiempo! –exclamó

Ciertamente no le hablaba como un sirviente a un invitado de su


señor. Pero sospechaba que ella era algo más que un miembro
del servicio, por destacado que fuera su puesto. Además, la
noche en que se conocieron, intimaron de una manera que le
hu ie a pa e ido i posi le ha e lo o u a uje . Bue o,
eal e te o ge ié o de asiada ge te a uella velada , pensó
mientras se ruborizaba casi imperceptiblemente, aunque notó el
ardor en su rostro.

La besó en la mejilla, tomándose una licencia que sólo podía


entenderse como producto de una amistad.

-Venid, Mijail está en casa, seguro que se alegrará de veros.

-¡Oh! Pero he venido para hablar con Shavilev. Tengo que pedirle
unos consejos.

El rostro de la mujer se tornó grave. La tomó de la mano y luego


forzó una sonrisa.

-Acompañadme, por favor.

La siguió a través de los acostumbrados pasillos de la mansión,


hasta que llegó a un recogido saloncito, calentado por los
rescoldos de una chimenea. Allí, tumbado sobre un diván,
leyendo un libro, se encontraba el ruso.

Éste la contempló sorprendido, y se levantó rápidamente,


dejando el volumen descuidadamente a un lado.

-Amédée, que agradable sorpresa – besó su mano con


delicadeza-. Nada podría aliviarme más en una tarde de invierno
como esta que vuestra presencia. ¿Coñac, un ponche caliente?

La joven dudó, azorada. Esperaba encontrar a Shavilev, y al


descubrir que no estaba, dudaba si sentirse como una intrusa
inesperada o un cervatillo caído en una celada.
-Ponche iría bien, sí. Gracias.

-Yo me encargo –dijo Dadou, dispuesta, y desapareció de la


habitación.

-Por favor, sentaros – le sugirió el ruso, mientras acerca un


canapé con respaldo, tapizado de imágenes nacaradas de
bosques y cacerías.

-Quisiera disculparme –habló mientras se sentaba-. Esperaba


encontrar aquí a vuestro amigo Shavilev.

La sonrisa se borró del rostro de su anfitrión.

-Se marchó hace unos meses. Pero si lo deseáis, puedo averiguar


dónde se encuentra y avisarle de que lo buscáis.

-Os lo agradecería.

-Y pecando de indiscreto, ¿Podríais decirme por qué queréis


verlo?

La pregunta le pareció violenta, y Amédée se quedó azorada por


un instante. Sin embargo, meditó; las razones por las que quería
hablar con él no las consideraba incómodas, sobre todo
habiendo compartido también con Mijáil los mismos momentos
ue o “havilev…o o Dadou…o o Thalie, la es lava a tilla a.

Cielos, ¡Que o he a uella! –Pensó-. ¿Cómo pude hacer todo


aquello?

Sin embargo, decidió sincerarse y recurrir a Mijáil, a pesar de


ue le i ti ida a su p ese ia. Pe o ta ié lo deseo pe só
sin darse cuenta.

Abrió un pequeño bolso y sacó de su interior un papel doblado


cuidadosamente, que tendió a su anfitrión. Éste lo tomó
intrigado, y cuando desplegó el documento, estuvo a punto de
echar una carcajada, gesto que evitó cortésmente tosiendo un
par de veces.

-Querida, ¿Os están pagando con asignados? – Por su tono


afirmativo podía entenderse que su pregunta era retórica-. ¿Qué
alma desarmada os está remunerando así? Y mil francos nada
menos, de estos se ven pocos.

-Hace un mes fui a cambiar un par de ellos a un banco, y solo me


dieron la mitad del efectivo que viene marcado. Me dijeron que
tenían que venderlos, y estaban bastante devaluados. Buscaba a
Shavilev para que me ayudara. Intuyo que él tiene contactos
financieros que podrían pagarme mejor.

-Cierto que mi amigo conoce algunos banqueros, pero no creo


que consiguiera mucho más de lo que os han pagado. Mas no os
preocupéis, ya os he prometido localizarlo. ¿Algo más?

Amédée guardó silencio durante un instante.

-El ot o favo es asta te…e ep io al, po de i lo así.

En ese momento apareció Dadou, acompañada de un criado,


que sirvió a la joven un tazón de ponche humeante.

-Vaya, esto reanima a un muerto –dijo tras probar un sorbo;


tenía un fuerte sabor a coñac, y el alcohol corrió por sus venas
dándole calor.

Su anfitrión hizo un gesto, y tanto el ama de llaves como el


sirviente se marcharon, dejándoles solos.

-Y ahora, encantadora jovencita, dígame qué precisa, y veremos


la forma de satisfaceros.
Lo miró con aire circunspecto.

-Ya sabe que el rey ha sido condenado a muerte; será


guillotinado en los próximos días. Y me temo que en París pueda
haber disturbios provocados por los realistas. Así que he
pensado en emprender un pequeño viaje, y volver cuando las
aguas estén más tranquilas.

-¿Y a dónde habíais pensado ir?

-Avignon –contestó tajante.

Mijáil quedó en silencio, haciendo un rápido cálculo mental.

-Casi setecientos kilómetros. En el mejor de los casos, cambiando


los caballos en postas, una semana para llegar allí en un carruaje.
¿Os merece la pena?

-Sin duda.

-¿Y esperabais que os acompañara Dimitri?

-Confiaba en ello.

Su anfitrión se mesó los cabellos un instante.

-No podría dejar que una amiga marchara sola en un viaje tan
peligroso en estos tiempos. Os propongo acompañaros.

Amédée sonrió discretamente.

-También me sentiría segura con vos. Acepto vuestro


ofrecimiento, pero tendríais que ayudarme a planificar el viaje.

-No os preocupéis de nada, dejadme a mí. Tengo un nuevo


carruaje en las cocheras, ideal para viajes largos. Os recogeré
mañana por la mañana en vuestra residencia, si os parece bien.
-¿Mañana? Me parece perfecto, pero no quisiera causaros
inconvenientes con mis caprichos.

-Estoy seguro de que no es un capricho. Podría adivinar qué


pretendéis con ese viaje, de una forma fácil y rápida, pero
prefiero que me lo digáis vos.

Aquella petición le recordó su conversación con Shavilev,


cuando le pidió, el día en el que se conocieron, la verdad sobre
sus motivaciones al establecerse en París. Y, de una forma más
soterrada, a la noche en que mademoiselle Dufrasse la torturó,
hasta sonsacarle cuál había sido la cantidad pagada por Louis. Le
pareció que un viento frío recorría el salón, y que congelaba las
brasas de la chimenea.

-Quiero vengarme de ciertas personas.

-Contadme –dijo mientras asentía, y se reclinaba hacia ella,


denotando atención.

Amédée le relató su idilio con Jácome Abbal, las esperanzas que


tenía de convertirse en su esposa, y cómo todo se derrumbó
cuando descubrió a su amante riéndose de ella junto a sus
amigos. No se prodigó en detalles acerca del suicidio de su
padre, pero sí dejó claro que había realizado aquel acto por
vergüenza antes las murmuraciones de algunos notables del
lugar.

Mijaíl la escuchó con interés, y cuando terminó la narración, su


rostro se mostraba impasible.

-¿Hasta qué punto deseáis venganza? ¿Os bastaría una


humillación pública de los implicados?

-Me bastaría que se pudrieran en el infierno.


-Tenía razón Dimitri -afirmó sonriendo-. Tenéis un alma muy
oscura.

-¿Por desear el mal a quiénes tanto me han perjudicado?

-Exacto. Vuestro Dios arroga por el perdón de los pecadores.


Pensé que ibais a la iglesia puntualmente.

-¿También vuestro Dios es tan amable? He leído que los rusos


practicáis la religión ortodoxa, pero desconozco su doctrina.

-También son cristianos, y comparten vuestras escrituras. Pero


tanto Dimitri como yo nos criamos en una comunidad católica.
Nuestra ciudad natal, Smolénsk, estuvo durante muchos siglos
bajo la influencia polaca, por lo que impusieron sus principios
religiosos. Aunque, si he de seros sincero, hace mucho que no
practicamos sus preceptos –al llegar a este punto, reveló una
sutil sonrisa, que la joven definió como irónica.

-En fin, Mijaíl, gracias por vuestro ponche, pero no he venido


aquí para que se me recriminen mis obras ni mis pensamientos –
dijo Amédée mientras se levantaba del canapé-. Si lográis
localizar a vuestro amigo, os rogaría le hicierais saber que le
estoy buscando.

Emprendió el camino hacia la puerta, con una larga zancada.

-Os recogeré a las seis de la mañana –habló su anfitrión, con voz


despreocupada-. Llevad lo imprescindible.

La joven sintió que se le paraba el corazón de alegría.

-¿Habéis cambiado de opinión? –habló sin volverse.

-Nunca lo he hecho. Tenía decidido desde un principio


acompañaros y ayudaros más allá de lo que pensáis.
-Gracias entonces, estaré esperando en el recibidor con el
equipaje preparado – pronunció mientras proseguía hacia el
camino de salida, realmente aliviada.

Cuando subió al carruaje, al día siguiente, se llevó la sorpresa de


encontrar también a Dadou.

-No quería perdérselo –aclaró Mijaíl.

Afortunadamente, la cabina era amplia, y podían estar los tres


desahogadamente en su interior. Mientras recorrían las avenidas
de París, rumbo a los caminos del sur, contempló a las mujeres
que caminaban por las calles, vestidas con ropas humildes y
desgastadas; unas hacia el trabajo, llevando carretillas con los
productos del mercado o cestillos con el almuerzo, otras
simplemente deambulaban buscando la ocasión de llevarse una
moneda de cobre al bolsillo, mientras esperaban que se abrieran
los puestos de racionamiento para el reparto gratuito de pan. De
nuevo se negó aquel destino en su interior, hiciera lo que tuviera
que hacer. Afortunadamente, iba en camino de conseguir una
vida acomodada, aún a costa de delatar falsamente a los
enemigos de Saint-Just. A esas alturas, ya había llevado a la
guillotina a tres hombres, seguramente inocentes por mucho que
dijera Louis. Simplemente, se habían cruzado en su camino.

El recorrido hacia Avignon fue duro. Había que viajar con


precaución debido a las heladas, y con frecuencia eran parados
por retenes de soldados que requerían sus documentos.
Afortunadamente, el ruso llevaba un salvoconducto firmado por
el mismo Robespierre, ante el cual los milicianos se cuadraban
impresionados, abriéndoles prestos el camino.
-¿Es una falsificación? –Inquirió la joven, que no terminaba de
creerse que Mijáil tuviera un trato tan cercano con aquel
relevante personaje.

-Puedo aseguraros que es auténtico; Me debe unos cuantos


favores –aclaró, para terminar esbozando una de sus enigmáticas
sonrisas.

Una fría mañana avistaron Avignon, y las campanas de las


iglesias repicaban con insistencia. Aquel día era el veintiuno de
Enero de 1793, la fecha marcada para la ejecución del rey.
Mientras el carruaje se aproximaba a través de un camino de
tierra pisada, Amédée contempló el viejo puente sobre el
Ródano, y los recuerdos de su infancia afloraron a su mente. Aún
no hacía un año que había dejado aquella ciudad, y le parecía
que había transcurrido toda una vida.

Mijaíl sabía dónde iba. Le había indicado certeramente al


conductor durante todo el viaje hasta el mínimo recodo del
camino, y las posadas más limpias donde poder comer y reposar.
Cuando le preguntó acerca de ello, y el origen de su
conocimiento exhaustivo, la miró divertido antes de responderle.

-Unas horas antes de salir conocí a un cochero que hace este


viaje a menudo. Digamos que me informó bien del trayecto.

El carruaje se detuvo frente al Palacio de los Papas. Enclavado


en la plaza del mismo nombre, frente al edificio se encontraba la
rose sur la route, una bonita hostería, que tenía fama de tener
amplias estancias.

El ruso entró acompañado de Dadou, y alquiló tres habitaciones.


De inmediato prepararon un baño para cada uno de ellos, y
dispusieron un contundente almuerzo en el comedor.
Mientras sus acompañantes daban buena cuenta de un
humeante guiso de jabalí, Amédée se limitó a jugar con la
comida, probando un par de escasos bocados.

-¿Preocupada? –le inquirió Mijáil.

-Un poco. La verdad es que he pasado noches en vela


imaginando este momento, y ahora no sé cómo desarrollar mi
venganza.

-Oh, dejad esas ideas para mi señor –terció Dadou, con una
sonrisa-. Tiene mucha imaginación.

-¿Eso es cierto? ¿Sabéis ya cómo hacer que prueben el sabor de


sus propias vilezas?

El aludido dejó a un lado el plato, del cual ya había desaparecido


la carne y su guarnición, y se echó en el respaldo, mirándola con
ojos chispeantes.

-Desde el momento en que me dijisteis vuestras intenciones,


conozco la manera de darle cumplido resarcimiento. Ahora, por
favor, enuméreme a los instigadores de su desgracia.

-Jácome Abbal, mi antiguo amante, su sobrino Mathis Abbal y su


mujer Didiane. Y Laurent Sellier, un importante ganadero.
También añadiría a la mujer de éste último, Lison, presidenta de
las Damas Católicas de Avignon, sociedad que, en cuanto llegó la
revolución, pasó a llamarse Comité Patriótico Femenino.
También añadiría al servicio de la casa de Jacome, que siempre
me trató con desdén; Simón, Julie y Margaux.

Sus acompañantes la miraron en silencio, sopesando la petición


de la joven.
-¿Alguien más? –Preguntó Mijáil-. Podemos incluir a todos los
miembros del ayuntamiento, si os parece.

-No os burléis de mí. Vos preguntasteis y yo respondí. Ahora


cumplid –el semblante de Amédée estaba serio.

Un incómodo silencio se hizo entre los comensales. Finalmente,


Mijáil se levantó y se dirigió hacia la salida.

-Bien entonces. ¿A qué esperamos? ¡Vamos!

Las dos mujeres le siguieron, y salieron de la hostería.

-¿Pero hacia dónde nos dirigimos? –preguntó la joven.

-Hacia la plaza de Saint Pierre ¿No es allí donde se encuentra el


cafetal en el cual se reúnen? Bien, vamos a sentarnos allí y hacer
algo de ostentación, seguro que eso llamará su atención.

-¿Pero y si preguntan quiénes me acompañan? ¿Qué les


respondo?

-Eso es fácil, querida. Seré un famoso vidente y Dadou mi


ayudante. Agregue también, si lo desea, que Robespierre me
consulta antes de tomar una decisión, y ya habrá creado el
revuelo suficiente para llamar la atención, que es lo que me
propongo.

Tras unos minutos, llegaron al lugar en cuestión. La iglesia de


San Pedro se alzaba esplendorosa alrededor de una pequeña
plaza, en uno de cuyos extremos, colindante con la Rue Favart,
se encontraba un elegante local con el nombre de le caféière. Era
pequeño, pero cosmopolita, al estilo inglés. Mijaíl supuso que
algún burgués de la zona habría estado en Londres, y llegado a la
conclusión de que sería buena idea importar aquel modelo de
negocio. Y sin duda le iba bien. El interior estaba abarrotado, y
en la terraza, compuesta por media docena de mesitas, acababa
de quedarse una libre inesperadamente. Con rapidez, pues ya
había visto el movimiento de varios clientes hacia tan preciada
presa, se sentaron en las sillas.

-¿Y ahora? –preguntó Amédée. No confiaba en el plan de su


amigo.

-Querida, tened fe en mi –le pidió mientras le tomaba la mano, y


la apretaba suavemente.

La joven sintió un súbito mareo, que pasó tan rápido como había
venido. Durante un segundo, en su cabeza se habían
arremolinado los rostros de sus enemigos, y presintió que Mijaíl
absorbía tal información. Se maldijo por crédula, y volvió a mirar
a su alrededor, intentando descubrir algún rostro conocido.

Vio pasar un molinero que conocía de vista, pero no la


reconoció. El viejo Vilain, que fuera su profesor en la escuela, sí
lo hizo; mientras cruzaba la calle, la saludó cortésmente
llevándose la mano al sombrero, aunque después siguió su
camino.

-Allí está uno de sus amigos -susurró discretamente a su oído el


ruso-. Mire dentro de la cafetería, a través de las vidrieras.

Efectivamente, allí estaba Laurent Sellier, terrateniente y


ganadero. De unos cuarenta años, delgado y fibroso por el
tiempo que dedicaba a su gran pasión, los caballos, la observaba
embobado.

Po supuesto –pensó Amédée-. Jamás imaginaría verme de


regreso, y menos vestida así y con estos acompañantes tan
disti guidos . Así ue, o o el sol de edia ta de e a plá ido,
aprovechó para abrir el broche dorado de su capa de eneldo
blanco –una piel proveniente de Prusia, y casi imposible de
encontrar desde la guerra-, dejándola caer sobre los hombros,
dando protagonismo al brillante collar que adornaba su cuello.

Laurent, llevado sin duda por la seguridad de su fortuna, salió


del local y se acercó hacia ellos. Una vez allí, en un gesto
maleducado, ignoró al resto de la mesa para dirigirse a la joven
con altanería.

-A édée Le oi e… o espe a a volve a ve os po a uí. La


noticia de vuestra vuelta alegrará sin duda a algún viejo amigo.

Mijaíl hizo un gesto de levantarse, airado, pero una mirada de la


joven lo contuvo.

-Lamento desilusionar a mi viejo amigo, Laurent –el aludido


torció el gesto al ser tuteado-. No vengo aquí para verlo a él, sino
con unos amigos en misión oficial de la propia Asamblea.

El terrateniente palideció y estuvo a punto de perder la


compostura. Un ligero temblor sacudió su mano izquierda, pero
finalmente se recompuso y se dirigió a los demás, haciendo una
ligera inclinación de la cabeza.

-Po supuesto. ¿Y ustedes so …?

-Mi nombre es Mijaíl Vasíliev, y la señorita que me acompaña


Dadou Delabarre –se presentó, levantándose, aunque
manteniendo las distancias. Dadou continuó sentada, con una
sonrisa desdeñosa en el rostro.

Tie e ue esta a ia do po de t o. Lo está t ata do o o a


u do adie –se dijo Amédée.

-¿Y para qué os ha mandado aquí nuestra amada Asamblea, si no


es confidencial? Hace tiempo que no tenemos disturbios.
-No tengo problemas en revelaros mi misión, que no es otra que
informar sobre los federales. Al parecer pueden ser acusados de
sedición.

Amédée se quedó sin palabras. Evidentemente estaba mejor


informado que ella sobre la situación política en su ciudad natal.

-Ah, esos tipos están locos –agregó Laurent-. Quieren imponerse


a la Asa lea, al al alde, al o ispo…esto va a a a a eal e te
mal. Hay una evidente crisis de autoridad, cualquiera se cree en
el derecho de erigirse juez ¿Dónde se están alojando? -preguntó
a Mijaíl, obviando ahora a su conciudadana.

-A unas manzanas de aquí, en rose sur la route. Un lugar


cómodo, ciertamente.

-Sí, es la mejor hostería de la ciudad. ¿Les importaría cenar


mañana conmigo y mis amigos? Aunque suelo vivir en la
campiña, donde tengo mis tierras, poseo una casa en la rue
carreterie, cerca de la universidad. No tiene pérdida, su invitada
la conoce, ¿verdad, Amédée? –La aludida se mordió los labios,
pero se militó a asentir; en ella había mantenido un par de
encuentros furtivos con Jácome-. Me gustaría que vinieran, creo
que podemos mantener una charla que dé bastante de sí.

-Acepto su invitación. Me vendrá bien intercambiar algunas


impresiones políticas con vos acerca de la situación en su ciudad.
¿Os parece bien a las siete?

-A las siete pues. Espero que sea una noche agradable para
todos. Ahora tengo que irme, tengo algunos asuntos urgentes
que supervisar, bon après-midi, señores.
-Hasta mañana, monsieur Sellier –se despidió Mijaíl. Las dos
mujeres asintieron levemente, y cuando Laurent enfiló calle
abajo, Amédée respiró aliviada.

-No sabía que me iba a resultar tan difícil –comentó

-Es normal, querida –la consoló el ruso-. Cuando vivíais aquí


pertenecíais a una clase inferior a ellos, y se encargaban de
recordároslo. Tenéis que quitaros ese complejo. ¡Ah, ahí viene el
mozo! ¿Un café?

Durante el resto de la tarde, se enzarzaron en una tertulia sobre


la historia del lugar, y los edificios interesantes. Al cabo,
decidieron regresar a la hostería, con el fin de preparar la forma
de actuar al día siguiente. Nada más abandonar la plaza, tres
soldados se dirigieron hacia ellos. Vestían la casaca azul de la
guardia nacional, y sostenían sendos mosquetones con las
bayonetas caladas.

-Estad tranquilas –habló Mijaíl, mientras los hombres se


acercaban. Echó un rápido vistazo alrededor, y comprobó que al
menos media docena más de milicianos se encontraban
acechantes, dispuestos a evitar cualquier intento de fuga.

-Documentación; los tres –ordenó uno de los milicianos, que


ostentaba la graduación de teniente.

Le entregaron la identificación requerida. Tras comprobarla, se


encaró con Mijaíl.

-¿Un ruso? ¿Qué hace aquí un ruso? Vuestra zarina está


enemistada con Francia.

Inmediatamente varios sobres fueron puestos ante él por el


interpelado, que sonreía mordaz. El oficial abrió el primero, y
palideció. Al ver el sello del segundo, con el miedo en los ojos
devolvió todos los documentos, mientras hacía un saludo militar.

-Nos han informado mal, ciudadano. Os ruego me disculpéis, ha


sido obviamente un mal entendido.

-No os preocupéis –le tranquilizó Mijaíl mientras guardaba todo


en el interior de su casaca.

-Por supuesto, espero que no haya necesidad de informar a


a… adie de este i ide te –su voz tartamudeaba.

-Me imagino que mi estancia y la de mis acompañantes será tan


grata, que cualquier contrariedad se nos olvidará.

-Por supuesto, velaremos por vuestra seguridad, ciudadano. Mi


nombre es René Boulai, sólo tenéis que preguntar por mí en la
guarnición si hay algún problema.

-Estoy seguro que nuestra estadía en Avignon transcurrirá sin


incidentes. Ahora, pueden marcharse, por favor. Y no os olvidéis
de darle recuerdos a Monsieur Sellier.

El oficial asintió, pasando de la palidez al estado cadavérico, y se


marchó raudo de allí, seguido de los hombres que habían
permanecido apostados, que no entendían nada de aquel
repliegue.

-Bien, este encuentro me ha despertado una sed increíble –


comentó el ruso-. Vayamos a nuestro alojamiento, tomemos algo
y dilucidemos cómo enfocaremos la cena de mañana.

Una vez en la hostería, se reunieron los tres en su habitación.


Era amplia, dotada con una cama con dosel y un canapé, en el
cual se sentaron Dadou y Amédée; las ventanas ofrecían una
vista singular del palacio papal, y ahora que las campanas habían
dejado de repicar, un silencio tétrico se había apoderado del
lugar.

Ordenó encender la chimenea, pues el sol comenzaba a ponerse


y se enfriaba el ambiente. También trajeron, tras solicitarlo,
grappa, coñac y vino blanco. Mijaíl sirvió unas copas, y se colocó
frente a la chimenea. El baile de las llamas iluminaba su rostro, y
confería un color escarlata a sus pupilas.

-¿Podéis definir el alma, Amédée?

La joven se sintió desconcertada ante dicha pregunta, pero


recurrió a las clases de catecismo de su infancia.

-Nuestro espíritu eterno, concedido por la gracia de Dios.

-Es un ente inmortal, ciertamente. Cuando se une a un cuerpo


físico, esa symbiosis da lugar a un ser humano, que actúa llevado
por convicciones morales, religiosas, o simplemente la mera
supervivencia. ¿Sabéis lo que ocurre cuando un organismo
pierde su alma? –bebió de un trago su coñac, y se sirvió otro.

-No sé qué puede pasarle. ¿Se vuelve loco? Algunos dicen que los
dementes carecen de alma.

Mijáil sonrió y le hizo un gesto con la mano, mientras colocaba la


copa en la repisa de la chimenea.

-Venid aquí conmigo.

Se levantó y se colocó a su lado. No era una mujer baja, pero el


ruso le sacaba casi dos cuartas en altura.

-Cerrad los ojos. Ahora relajaros –Mijaíl caminaba lentamente


alrededor de ella. Sintió las yemas de sus dedos sobre su cuello,
acariciando la carótida-. Decidme, ¿Entonces creéis que vuestra
alma es inmortal?

-Eso me han enseñado.

-¿Y no vais a sufrir de condenación eterna? Ya habéis llevado a la


guillotina a tres hombres con vuestras delaciones –sintió cómo el
cuerpo de Amédée se tensaba-. Tranquila, yo lo sé todo,
chiquilla. Ahora contestad a mi pregunta.

-Sólo seguiré con esto unos meses más -. ¿Cómo sabía a cuántos
amantes había traicionado? ¿Cómo sabía siempre tanto de los
demás? -. En un futuro cercano, he pensado en comprar alguna
hacienda en el sur, con una pequeña bodega y un huerto
soleado. Con las rentas viviré sin preocupaciones. Me redimiré,
volveré a cumplir los mandamientos del Señor. No quiero arder
en las llamas del infierno.

-Pero hasta que llegue ese momento, ¿Seguiréis pecando? –sus


dedos se deslizaban ahora por la espalda, desatando los nudos
del corpiño, y recorriendo la piel desnuda.

Po ué o , pe só pa a sí, pe o a a ó p o u iá dolo e voz


alta. Recordaba el placer que sintió aquella noche, cuando se
dejó llevar por los sentidos. Nunca antes había experimentado
un éxtasis semejante, y supo que era pecado por la intensidad
del gozo. No, aquello no era natural, era producto de artes en las
que no quería pensar.

Y esa o he… i o pe so as e t elazadas o etie do las


mayores aberraciones sexuales. Fue el arrebato de la lujuria, sin
tener en cuenta género ni límite alguno. Y las sombras, los
cuerpos cambiando, cómo se extendían sus pieles sobre la suya,
cubriéndola de un frenesí desesperado. Había querido olvidar
aquello, la sensación de irrealidad de la escena, pero una y otra
vez volvían en sueños; unas veces imágenes placenteras que la
hacían levantarse húmeda, en ocasiones una pesadilla,
despertándose con el corazón desbocado y un sudor frío
recorriendo sus entrañas. Ya entonces adivinó que no eran seres
humanos, pero su mente lo escondió de sí misma, para evitar
enloquecer, para aferrarse al mundo cotidiano y no perderse en
realidades que no debían existir, pero que estaban allí para quién
se atreviese a cruzar los límites.

Olía el aroma salvaje de Mijaíl. Lo exhalaba su cuerpo,


mezclando los olores de bosques profundos y misteriosos con los
de los animales que allí habitaban; libres, desafiantes, silenciosos
depredadores, guardianes de profundos secretos. Lo deseaba
más que nunca, y quería entregarse a sus caprichos.

Sintió el perfume de Dadou a su lado, y disfrutó mientras le


besaba el cuello y lo mordisqueaba, uniendo sus manos a la
exploración de Mijaíl. Dadou, la que cada día parecía más joven,
la que aquella noche se situó sobre ella y cubrió su piel con la
suya, la que prolongó sus órganos y la penetró con un pene
imposible, allí donde segundos antes sólo había estado un sexo
femenino, haciéndole disfrutar hasta que lanzó alaridos
histéricos.

Se abandonó a ellos. Que hicieran lo que quisieran con su


cuerpo, que combinaran sus anatomías con el único propósito de
su disfrute. La despojaron de su vestido, y cada vez que una
prenda era retirada, reía llevada por la locura de sus actos. Ahora
era ella quién los besaba, la que exploraba sus cuerpos y
deslizaba su lengua voraz por sus sexos, queriendo transmitir
que esa noche los sumisos serían ellos, y exprimiría el jugo que
pudieran darle.

Enloquecieron, rugieron ante sus acometidas, y las normas se


tornaron y ella fue presa de sus deseos, incapaz de oponerse.
Combinaron todas las situaciones posibles, y en la mente de
Amédée sólo existía el momento del siguiente orgasmo, un
delirio lujurioso que los llevó al puro agotamiento, cuando las
primeras luces del alba aparecieron entre las torres del Palacio
de los Papas.
VII

Almorzaron con un apetito atroz, ante las miradas de soslayo de


la concurrencia. Si alguien había oído algo aquella noche, se
cuidaron todos de insinuar lo más mínimo. Aquellos viajeros eran
hombres de Robespierre, y éste no se andaba con milongas.

-¿Así que un vidente, eh? –Comentó Amédée mientras tomaba


una copa de vino blanco, tras saborear su lubina asada-. ¿Y esa
extraña profesión va a ayudar a mi venganza?

-Amiga mía, ese oficio se presta a mis intenciones, no os quepa


duda. Sólo tenéis que asentir si os preguntan por mí, y yo me
encargaré de todo.

-Pero tenéis que estar segura de que esto es lo que queréis –


terció Dadou, dirigiéndose a la joven-. Luego no habrá marcha
atrás.

-“i fue a sólo po í…pe o hu die o a i pad e en la


vergüenza. No, quiero que sus almas sufran por lo que hicieron.

-Lo harán, querida, lo harán –afirmó Mijáil-. Más de lo que


podáis imaginar –miró su reloj de bolsillo-. Las dos de la tarde.
¿Os parece si hacemos una visita por la ciudad mientras hacemos
tiempo?

Ambas asintieron conformes. Terminaron el almuerzo y


recorrieron las calles de la que antiguamente fue sede papal.
Caminaron por sus murallas, admirando el viejo puente sobre el
Ródano, se adentraron en la catedral, estudiando los frescos y las
tallas, y finalmente terminaron en la plaza del reloj, cercano ya el
ocaso, tomando un ponche caliente. El ambiente del lugar -
donde estaba enclavado el palacio cardenalicio, del que
sobresalía un torreón que mostraba el reloj que daba nombre a
la plaza-, era de inquietud entre los viandantes. El
ajusticiamiento del rey dejaba un vacío de poder, murmuraban
algunos ciudadanos que no reconocían la legitimidad del
gobierno de la Asamblea sobre la ciudad. Todo indicaba que se
vivirían nuevos días convulsos en aquellas calles.

Una vez terminada la reconfortante bebida –el día se había


vuelto gélido nada más ocultarse el sol-, se encaminaron hacia la
Rue carreterie. A mitad de la calle, Amédée les indicó una
mansión solariega de dos plantas. Era la típica casa rural, con
techado de tejas y muros de ladrillo y adobe.

Por un momento, Amédée detuvo sus pasos, temerosa de


enfrentarse a aquellos que la habían humillado. Sin embargo,
Mijáil prosiguió su camino sin mirar atrás.

-No tengáis miedo –susurró Dadou en su oído-. Ellos no pueden


hacernos daño. Se enfrentan a uno de los más poderosos
Príncipes de las Mentiras; los manejará a su antojo, y cumplirá
vuestro deseo.

La joven asintió y, aferrada al brazo de su amiga, continuaron


avanzando.

En la entrada se encontraba un lacayo, que les abrió la puerta al


aproximarse y les recogió las capas, disponiéndolas en un
pequeño armario, para volver luego a su puesto a la intemperie.

Una jovencita menuda acudió entonces ante ellos.


-¿Pueden acompañarme los señores?

Amédée sintió que el corazón se le aceleraba; era Julie, la criada


de Jácome, su antiguo amante. Cuando cruzaron un patio
interior, rumbo al comedor, y vio a una cocinera obesa llevar una
canasta de pan hacia la cocina, tuvo la seguridad que deseaban
humillarla. Aquella mujer era Margaux, compañera de servicio de
la anterior. Las habían llevado allí para recordarle su
procedencia. Por mucho que hubiera subido socialmente en
París, para ellos seguía siendo la hija de un pobre veterinario de
pue lo. Bie –pensó mientras apretaba sus puños-, la venganza
se á aú ás dul e .

Llegaron hasta un alargado salón, donde la piedra caliza


conformaba sus paredes. Una gran chimenea ardía en su
cabecera, mientras los trofeos de venados y jabalíes adornaban
las paredes, acompañados por armas de caza y aperos de
labranza y ganadería; Toda una oda a lo que el señor de la
mansión consideraba la vida en la campiña, y el origen de su
fortuna.

Sobre una mesa de roble, cubierta por un mantel discretamente


bordado con motivos florares, se encontraba dispuesta una
ostentosa vajilla de bordes dorados y los correspondientes
cubiertos, de reluciente plata. Alrededor, el anfitrión y el resto
de los comensales, que volvieron sus rostros hacia ellos cuando
aparecieron en la estancia.

-Bienvenidos a mi casa –dijo Laurent, luciendo una exagerada


sonrisa, adelantándose a su encuentro.

-Tenemos suerte de estar hoy aquí. Un teniente de vuestra


milicia intentó evitarlo ayer mismo –respondió Mijaíl, mientras le
estrechaba la mano pausadamente.
Todos palidecieron. Ahora que sabían que eran auténticas sus
pretensiones de ser un enviado de Robespierre, y el hecho de
que pudiera mandarlos a la guillotina con sólo una indicación a
su protector, sembró la inquietud en aquél grupo, que el ruso
examinó con curiosidad; al saludar a Laurent durante unos
segundos, había absorbido los conocimientos necesarios sobre
ellos.

Jácome Abbal, el antiguo amante de Amédée, había


desmejorado bastante en el último año. Mostraba un enfermizo
sobrepeso, cuya consecuencia era una doble papada realmente
desagradable. Su sobrino, Mathis, era un cuarentón de ojos
vacuos, mientras que la mujer de éste, Didiane, una veinteañera
de bonitos ojos azules, era la típica belleza provinciana, casada
por puro interés con un heredero que llevaba en dicha espera
desde hacía décadas.

Lison Sellier, la esposa del anfitrión, pasaba de los treinta años, y


lucía un vestido ajustado que delataba sus curvas de una forma
impropia para una cena como aquella. Pero, por lo que le
transmitían los recuerdos de Laurent, llevaban años sin tener
vida marital, con airados desencuentros por las aventuras de su
esposo con las campesinas, así que esa aparente frivolidad podía
contemplarse como un desaire hacia éste.

Ahora el cuadro estaba completo, y Mijaíl dedujo que eran unos


actores perfectos para una dramática puesta en escena. Pero era
momento de relajar el ambiente, y mostró una franca sonrisa a
los presentes.

-Pero ya se aclaró el malentendido, y tengo un hambre terrible –


añadió, conciliador-. ¿Os parece si nos sentamos a la mesa,
monsieur Sellier?
Como por ensalmo, todos se distendieron y se dispusieron
alrededor. Amédée tuvo buen cuidado de sentarse entre Dadou
y Mijáil, pues no deseaba sentir ni siquiera el halito sobre ella de
aquellos que tanto odiaba.

-Espero que sea de vuestro agrado la cena que se ha preparado –


deseó el dueño de la mansión.

Julie comenzó a servir el menú, acompañada de un enjuto


cincuentón, de gesto agrio.

-Ese es Simón, el criado de Jácome –susurró la joven al ruso-.


Cada vez que visitaba a su amo, aprovechaba el mínimo pretexto
para intentar tocarme. Cuando murió mi padre, y ya había
decidido abandonar la ciudad, se presentó un día en la puerta de
mi casa, pretendiendo comprarme con unos escudos.

-Lo tendré en cuenta –le respondió en voz baja, mientras sonreía


a la concurrencia como si fueran todos viejos amigos.

Como entrante sirvieron una cassoulet, una sopa con judías y


carne, que casaba bien con el frío que comenzaba a reinar en el
exterior. Le siguieron truchas asadas y codornices a la miel, y
mientras los comensales devoraban plato tras plato y las botellas
vacías de Burdeos eran retiradas, la conversación se tornó banal,
versando sobre todo en la opinión de Mijaíl sobre la ciudad de
Avignon y, a requerimiento de las señoras, las últimas tendencias
de moda en la capital.

Sólo después del postre -una exquisita tarta de cerezas-, cuando


se había retirado la mesa, Jácome Abbal se atrevió a hacer una
pregunta comprometida a Mijáil.

-¿Y qué haremos sin rey, Monsieur? ¿Gobernaran las hordas


bárbaras nuestra querida Francia?
Todos guardaron un repentino silencio. Indudablemente,
Jácome había bebido demasiado, y había soltado la lengua, sin
medir las consecuencias. Estaba insultando a la Asamblea
Nacional, incluido a Robespierre.

-Francamente, quien lleve las riendas del país, no puede hacerlo


peor que su difunta Majestad –respondió tranquilamente Mijáil,
mientras tomaba un sorbo de coñac-. En este momento la
situación se ha enderezado: la guerra contra los invasores sigue
un curso triunfal, se inauguran museos y academias de las
ie ias, el pue lo o pasa ha e… esto últi o e a algo de lo
que no podía presumir vuestro bien amado Luis XVI –contempló
los rostros que lo rodeaban, aún tensos-. ¡Por la Asamblea y los
buenos ciudadanos como vosotros! –Exclamó mientras brindaba,
apurando su copa de golpe-. Y ahora, ya que estamos entre
amigos, tuteémonos y hablemos de asuntos provechosos.

-¿Provechosos para quienes? – quiso saber su anfitrión.

-Para todos, por supuesto. ¡Mozo, llena mi copa! – Simón se


apresuró a cumplir su petición como si le fuera la vida en ello-. El
motivo de mi llegada aquí es encontrar fieles a la república y a
quienes velan por ella. Muy pronto Robespierre dominará el
país; es un líder nato. Por ello, necesitará firmes partidarios en
los que confiar en cada ciudad y villorrio de nuestro mapa. Y mi
pregunta es, amigos, si estáis con nosotros, en cuyo caso
obtendréis una influencia como jamás hayan soñado.

Aunque Amédée sabía que aquella proposición era una farsa, la


apostura, la voz, los ojos de Mijaíl estuvieron a punto de hacer
que ella misma creyera en sus palabras. Pero los
de ás…es u ha a sus pala as e o ados, siguie do la
mirada de aquél extranjero, que prometía convertir sus vidas en
la de auténticos potentados.

Ya se imaginaban caminando por las calles de la ciudad, con


todas las autoridades inclinándose a su paso, soñaban con
recorrer parís entre los aplausos de los viandantes y siendo
recibidos con honores en el palacio de las Tullerías por los
miembros de la Asamblea, imponiéndoles medallas por alguna
contribución a la patria.

“u voz es u susu o hipnótico, envuelve los oídos y enturbia la


mente –pensó la joven mientras Mijaíl proseguía su discurso
ante una audiencia entregada-. Incluso los criados lo oyen
absortos, aunque no entienden la mitad de sus palabras.
Realmente es un Príncipe de las Mentiras, sus palabras nublan la
azó ees sus p o esas o o si las ealiza a el is o C isto
–este último pensamiento la asustó, aunque el hecho de que su
venganza estaba próxima, le hizo pasar aquella inquietud a
segundo plano. Allí estaba Jácome, desnudándola con los ojos
desde que habían llegado. Y los demás, mirándola de reojo, con
disimulados gestos despectivos. Quería verlos humillados,
suplicar perdó , sa g a po il he idas…

-Creo hablar en nombre de todos si afirmo que podéis contar con


nosotros – concluyó Mathis Abbal-. Pero tengo curiosidad por
saber cómo Robespierre tiene tanta confianza puesta en vos;
siempre ha sido un hombre cauteloso con sus amistades, y vos
sois un extranjero, después de todo.

Mijáil se echó sobre el respaldo de su asiento, y sostuvo su copa


frente a él, arrancando destellos al cristal por la luz de las velas
situadas en las lámparas.
-Fue hace cuatro años. Lo conocí en una posada de Arras, una
pequeña población al norte del país. Pensaba presentarse como
diputado, pero sabía que no tenía ninguna posibilidad; los
terratenientes de la zona copaban los votos. Si he de ser sincero,
lo escuchaba como a tantos otros, sin prestarle atención, hasta
que lo miré a los ojos; el brillo que despedían era el de alguien
dispuesto a cualquier cosa para conseguir sus propósitos. Así
pues, pensé que podía serme de utilidad y sellé un acuerdo con
él; yo le proporcionaría ese puesto que tanto ansiaba, y él me
daría algo a cambio cuando se lo pidiera.

El al a –razonó Amédée-. “e apode a á de su al a i o tal .

-¿Quiere usted decir que sobornó a los votantes, y por eso


Robespierre le debe algunos favores? – Inquirió Jácome Abbal,
que ya había perdido el interés en su antigua amante, y no pudo
percatarse de la súbita palidez que se había apoderado de ella.

-Digamos que convencí a algunos ciudadanos de que votaran por


él, sí. Pero desde entonces le he estado asesorando.

-¿Por ejemplo?

-Cuando se encuentra en una disyuntiva complicada, o necesita


que algunas voces se pronuncien a su favor.

-¿Y cómo lo logra? ¿Tan sutiles son sus palabras como para
cambiar el parecer de cualquiera? –intervino Laurent.

-Tengo ciertas cualidades; más que la persuasión, especulo con la


proyección de datos en el futuro. Soy un estudioso del método
empírico.

-¿Y eso cómo se traduce? ¿Es usted un filósofo?


-Realmente hago trampas de vez en cuando –admitió con una
sonrisa cómplice-. Estoy bendecido con la videncia; puedo ver
acontecimientos futuros y pasados.

Algunos de los presentes no pudieron contener las risas. Que


aquel hombre tan bien relacionado y versado en la política
moderna, pudiera asegurar que poseía cualidades
sobrenaturales les parecía ridículo.

-Conocí un vidente – aseguró Didiane Abbal-. Era un viejo


ermitaño que vivía en nuestros bosques. Vestía con harapos, y de
vez en cuando deliraba mientras se retorcía por el suelo,
gruñendo frases sin sentido. No se parecía mucho a usted, la
verdad.

Mijáil se levantó y avanzó hacia la mujer, que tuvo un ligero


sobresalto cuando le tomó las manos.

-Confíe en mí –dijo con una sonrisa.

Cuando absorbió los recuerdos de Laurent Sellier, había


encontrado imágenes realmente interesantes, pero ahora quería
corroborarlo personalmente con cada uno de los presentes, y
había decidido comenzar por la esposa del sobrino de Jácome
Abbal.

Habló despacio, con un murmullo inaudible para todos excepto


para aquella mujer.

-¿Queréis que os diga en qué habitación retozáis con el dueño de


esta casa, o ya creéis en mis habilidades de videncia?

El rostro de Didiane se puso lívido, y sus ojos estuvieron a punto


de salir de las órbitas. Se tambaleó un instante hacia atrás, y su
marido tuvo que sostenerla.
-¿Qué ocurre? ¿Qué te ha dicho? –preguntó éste, alarmado.

-Sólo le he revelado qué regalo pensaba haceros para vuestro


cumpleaños, Mathis. Guardaba tan celosamente el secreto que
no esperaba que yo estuviera enterado de ello –repuso
conciliador Mijáil.

-¿Es verdad eso, querida? ¿Lo averiguó? – Preguntó impaciente.


Ella, más tranquila ante la cuartada que le había proporcionado
el ruso, recuperó algo de color y asintió.

-Vaya, esto es extraordinario –admitió Jácome Abbal-. ¿Y qué


podéis decir de mí? ¿Oculto algún secreto?

Mijaíl tomó sus manos, arrugadas y grasientas por no haberse


lavado bien tras la comida.

-Hay una mujer que deseáis con toda su alma en esta sala. Y no
es Amédée, amigo mío –le dijo sólo para él-. ¿Queréis que os
diga su nombre?

El anciano no se inmutó ante aquella revelación. Sabía que sólo


él escuchaba aquellas palabras.

-No hace falta que la mencionéis –dijo con una media sonrisa-.
Sólo quiero saber si podríais conseguir que pudiera poseerla.

-Por supuesto, amigo mío. Hoy mismo si quisierais – le


complació. Se alejó de él y se dio cuenta de que todos habían
formado un corrillo a su alrededor, incluyendo el personal de
servicio. Sólo Amédée y Dadou se mantenían en un aparte, como
espectadoras de excepción ante su clase magistral de
manipulación.

-Puedo conceder algunos deseos a los que se encuentran aquí.


¿Alguien quiere que se cumplan?
Todos alza o la a o, o espo die o u o tu de te sí .
Sólo entonces sacó de su casaca, que tenía apoyada en una silla,
una serie de curiosos objetos: una figurita de alabastro,
desgastada por el tiempo, que representaba un sacerdote
sumerio sentado en el suelo, sosteniendo entre sus rodillas una
vasija. La escultura tenía el tamaño de un puño, y era realmente
inquietante al observarla con detalle, pues el rostro del hombre,
obeso y con el cráneo afeitado, poseía una sonrisa siniestra y
desagradable. Mijáil la colocó sobre la mesa, junto a un cuchillo
de obsidiana, con inscripciones cuneiformes grabadas en el filo, y
una lámpara de aceite de terracota, agrietada por el uso
ininterrumpido durante milenios.

Dadou apretó el brazo de Amédée.

-¡Esos son! –le reveló en voz baja-. Los trajo desde Rusia, en su
último viaje, pero nunca ha querido enseñármelos. Se lo
ofrecieron los Hijos de Baal.

-¿Y eso qué significa? ¿Qué son? Parecen trastos viejos.

-¡Ay, amiga mía! Vais a ver magia real, una magia tan antigua
como las primeras ciudades que se alzaron en el mundo. ¡Mirad
y deleitaros!

Mijáil tomó el cuchillo entre las manos, y lo sopesó. Después


miró a los congregados, que estaban desconcertados y
expectantes.

-El futuro está en vuestras manos, amigos, pero todo tiene un


precio: unas gotas de sangre para satisfacer a los espíritus. Sólo
entonces nos aconsejaran sobre nuestras decisiones, y
despejaran las brumas del tiempo para mostrarnos el devenir de
los años. ¿Quién es el primero? –preguntó, mientras encendía la
lámpara de terracota. De nuevo la indecisión se plasmó en los
rostros, ante la visión del oscuro filo-. ¡Vamos! ¿Qué importan
unas gotas de sangre a cambio de controlar nuestro porvenir?
Otros no tuvieron tantas dudas, y disfrutaron de sus conquistas.

Margaux, la cocinera, fue la primera que se adelantó, ante la


mirada incrédula de su amo. Temblando, con un tic en los labios,
y los ojos acuosos de mirada perdida, alzó su mano dispuesta.

La incisión sobre el pulgar fue rápida, y un hilo de sangre cayó


sobre la vasija que sostenía el sacerdote de alabastro. Después,
uno a uno, los presentes le siguieron, ofreciendo su pequeño
sacrificio.

¡Qué fácil había sido! Se dijo Mijáil. Un hechizo que se


realizaba supuestamente con sangre robada, iba a tener lugar
gracias a la donación voluntaria de sus víctimas. Nada más
irónico.

Una vez el recipiente estuvo lleno con el líquido vital, colocó


aceite en la lámpara de terracota y la encendió. Iluminó la pálida
escultura del sacerdote, y salieron a la luz relieves cuneiformes
que habían permanecido, hasta entonces, ocultos para el ojo
mortal.

Leyó aquellas palabras, escritas en una siniestra variedad de


sumerio, con un tono monocorde. Las palabras fluían de él,
llamando a los Annunnakis, los dioses menores que un día fueron
adorados en las llanuras del Éufrates. Pero ya hacía muchos
milenios que habían muerto sus siervos, y los cánticos de
alabanzas se habían olvidado en las arenas del tiempo, así que la
razón les había abandonado y se habían convertido en lo que
otras muchas deidades que pierden el favor de su pueblo:
demonios crueles, rencorosos con aquella raza que les olvidara,
ávidos de una simple ofrenda. Y ahora, Mijáil les ofrecía sangre,
el líquido esencial por el que podrían poseer a aquellos que
volvían a venerarlos.

Las entidades invisibles acudieron desde miles de kilómetros de


distancia, donde dormían entre los restos de templos cubiertos
de arena, atraídos por el salmo que los incitaba a alimentarse del
líquido carmesí. Tomaron de éste, y reconocieron a los presentes
como aquellos que estaban dispuestos a inmolarse, para que
volvieran a sentirse como las antiguas deidades que eran.

Pero habían enloquecido; su único deseo era disfrutar de los


placeres que antaño gozaran, cuando podían materializar sus
cuerpos entre los mortales y mezclarse con ellos para holgar las
prebendas de la vida física.

Entraron y salieron de aquellos cuerpos, fueron de uno a otro,


recorriendo sus recuerdos y sus anhelos futuros, sus ansias y
deseos, confundiendo las mentes de los pobres ofrendantes,
debilitando las ligaduras de éstos con sus almas, que rompían sus
nexos con los cuerpos físicos, temerosas de resultar devoradas
por aquellas entidades.

Amédée no sabía nada de esto, pero sí sintió una corriente de


aire desagradable, ardiente y pegajosa. No era la calidez que
despedían las brasas de la chimenea; era diferente, malsana. Vio
entonces cómo la sangre depositada en el recipiente parecía
hincharse y ascender en el aire, para luego dar forma a algo
indefinible que se sostenía en mitad de la habitación.

Tenían una apariencia similar a filamentos, zarcillos que salían


de una masa más voluminosa. Entraban y salían de aquellos que
tanto odiaba, los cuales permanecían impertérritos, víctimas de
algún trance que los mantenía en dicho estado. Y sus
ojos…esta a pe didos e algú luga de la ha ita ió , o o si
contemplaran algo más allá de un horizonte inexistente.

De improviso, cesó todo movimiento, y se hizo el silencio. De las


comisuras de Lison Sellier emergía un hilo de baba que descendía
a través de su barbilla. Fue entonces cuando, súbitamente, se
dirigió hacia su marido, y este movimiento inesperado sobresaltó
a Amédée. Ahora comenzaban todos a dar señales de vida.

Mucho después supo qué había ocurrido. Las entidades


provenientes de Sumeria habían sondeado sus recuerdos, y los
habían llevado de una mente a otra, a medida que cambiaban de
cuerpo. Sólo existían ahora sus entidades físicas. El espíritu, el
alma, se había resguardado en algún lugar remoto, celosa de
perder su inmortalidad. Sólo quedaban pues, los instintos, la
sinrazón, los sentimientos básicos sin conexión alguna con un
todo. Únicamente los separaba de la definición de animal salvaje
un débil reflujo de la civilización, pero éste se iba diluyendo a
medida que sus mentes perdían todo condicionamiento humano.

Margoux fue la primera en sufrir su castigo. Ahora todos sabían


que la supuesta estúpida cocinera robaba sus bolsillos cuando
estaban alojados en la casa de Abbal, que escupía en los platos
que cocinaba, que solía utilizar ciertas hierbas que les causaba
leves enfermedades sólo por el gusto de verlos retorcerse en los
días posteriores.

Fue el matrimonio Sellier quienes la agarrararon por las manos


mientras Mathis Abbal la golpeaba con saña en el rostro con una
silla, riendo mientras contaba los dientes que caían al suelo. Su
tío bebía sin cesar una botella de coñac, mientras le animaba a
gritos. Luego, cuando Lison, la mujer de su sobrino, le disputó la
botella, la empujó sobre una mesa y le sostuvo las muñecas
lascivamente.

-Querida, dame lo que quiero, dámelo y todo será tuyo por fin.

Comprendía ahora lo ambiciosa que era aquella mujer, y lo lejos


que estaba dispuesta a llegar para conseguir sus propósitos.
También conocía sus recuerdos, y cómo le era infiel a su sobrino
desde hacía años. Ella lo sabía, y dejó que él la besara, que
aquellas manos hinchadas recorrieran su cuerpo, desnudándola
bruscamente. Deseó ser penetrada por aquel anciano, humillada
ante sus deseos, y la visión de aquel rostro de ojos crispados y
papada temblorosa la excitó.

Sí, las entidades los poseían. Estaban allí para volver a sentir,
amar, odiar, sufrir, y no iban a detenerse en absoluto.
Disfrutaban manejando las manos de Laurent mientras este
soltaba de las paredes del salón unas gruesas cuerdas, al final de
los cuales se encontraban sendos ganchos afilados.
Normalmente se utilizaban para unir una carreta a los arneses de
los bueyes que tiraban de ella, pero esta vez pensó en darle un
uso diferente.

Ayudado por Mathis –cuyos ojos, cada vez que recaían sobre la
figura de su amigo, echaban chispas al pensar que se había
acostado con su mujer-, hundieron cada pieza de acero en la piel
de la cocinera, en el espacio entre cada omóplato y la columna.
Cuando las puntas sobresalieron de la carne, riéndose de los
gritos de la mujer, pasaron las cuerdas a través de una de las
lámparas, de forma circular, y tiraron con fuerzas de los
extremos, izándola en el aire.

Margoux se retorcía crispada por la agonía, pero los Annunakis


entraron en su interior, disfrutando hasta el éxtasis, pues no hay
sensación más poderosa que el dolor, y volvían a sentirse en
contacto con el mundo físico.

Dadou se dirigió hacia ellos y, tomando de los hombros a Julie, la


acercó hasta las piernas de la mujer, que se agitaban en el aire
debido a la tortura que sufría. Con una mano firme, la agarró por
un tobillo y acercó el pie, sucio y salpicado de pústulas, hasta los
labios de la criada. Luego, ambas mordieron los dedos, y los
arrancaron de cuajo, para masticarlos con ansia y escupir al suelo
los huesecillos mondos, mientras la sangre manchaba sus
barbillas.

Lisson tomó un látigo de la pared. Había visto con frecuencia a


su marido utilizar uno similar, fustigándolo frente a los caballos
para que éstos le obedecieran, pero la idea que tenía en su
cabeza era muy diferente. Lo alzó y golpeó con su punta la
espalda de la cocinera, que emitió un ruidoso quejido al sentir
cómo rasgaba el vestido y, de paso, su piel. Un surco de sangre
comenzó a deslizarse entre las maltrechas ropas.

La ocurrencia de su mujer hizo reír a Laurent que, junto a


Mathis, tomaron un par de fustas y acompañaron en su crueldad
a Lisson, sacando la piel a tiras a una Margoux que, lejos de
quejarse, parecía disfrutar cada vez que una nueva herida
marcaba su corpachón.

Amédée contemplaba aquel cuadro entre confusa y satisfecha.


No podía comprender el motivo por el que habían enloquecido
de aquella manera, pero el hecho de que sus enemigos
estuvieran degradándose de aquel modo la fascinaba. Sintió
cómo se excitaba, y a Mijáil detrás de ella, recorriendo su cuerpo
lúbricamente.
Tie e u al a os u a e o dó ue dijo “havilev a su a igo
cierta noche de verano, mientras escuchaba furtivamente tras
una puerta, refiriéndose a ella. Sí, era cierto, pero sólo hasta que
consiguiera la fortuna y la venganza que deseaba. Luego llevaría
una vida ejemplar, con la que se ganaría el Cielo.

Pero ahora se dejaba hacer por aquel hombre, que la desnudó


con brusquedad, llevado por el deseo. Aquellas manos recorrían
su cuerpo, deteniéndose con habilidad en su bajo vientre y
palpaba sus pechos con una brusquedad turbadora, retorciendo
los pezones mientras mordía su cuello hasta dejarle señalados
los incisivos. Estaba húmeda cuando la penetró, mientras
admiraba la orgía que tenía lugar delante de ella, y se dejó llevar
por el delirio de los sentidos.

Dadou había apartado a Julie de los muñones ensangrentados


en que se había convertido los pies de Margoux, y contemplaba
su cuerpo agonizante, balanceándose de la lámpara, desnuda,
con la piel arrancada en algunas zonas hasta el hueso. El
matrimonio Sellier y Mathis Abbal se encontraban a un lado,
riendo compulsivamente, como si le hubieran gastado a la
cocinera una broma divertida.

Sobre la mesa, Jácome montaba sin descanso a Didiane. Era


distinguible el agotamiento de ambos, sobre todo el anciano,
que jadeaba falto de respiración, pero los Annunakis poseían sus
cuerpos, y no estaban dispuestos a dejar pasar una oportunidad
semejante después de milenios de abstinencia.

Junto a la puerta, la figura solitaria de Simón, el ayuda de


cámara de Jácome, contemplaba todo impertérrito, con los ojos
perdidos en el vacío. Dadou se acercó y lo llevó hasta el centro
de la habitación. Una vez allí, se desnudó y acarició con su
cuerpo la enjuta figura, mientras los demás reían. Luego, con
refinada crueldad, lo sujetó por el cuello hundiendo en él sus
uñas, que de improviso habían crecido hasta convertirse en
garras, y lo arrojó al suelo, entre carcajadas. El matrimonio
Selliers, junto con Mathis y Julie, aprovecharon para golpearlo
con saña, hasta que un hábil puntapié de Laurent lanzó una
desgajada cabeza rodando hasta el extremo de la habitación,
donde quedó muda, con una expresión de asombro grabada en
el rostro, y los ojos muy abiertos, buscando una explicación sin
respuesta a lo sucedido.

Sobre la mesa, Jácome aguantaba las acometidas de Didiane,


montada sobre él. El rostro del anciano había enrojecido y sus
manos habían perdido toda movilidad. Sus labios emitieron un
gruñido sordo, casi una queja, mientras su corazón dejaba de
bombear. La mujer, al notar la súbita flacidez del miembro, se
levantó entre insultos, y limpió con una mano el semen que
bajaba por sus piernas.

Amédée tuvo un orgasmo largo e intenso. La visión de su


antiguo amante, con el rostro hinchado y los ojos vueltos
mientras fornicaba con la mujer de su sobrino, fue el epílogo
perfecto para el placer que acababa de recibir de Mijáil.

-Vístete y vuelve a la hostería –murmuró el ruso-. Espéranos allí.

-No, aún no –suplicó-. Quiero verlos a ellos también. Bañarme en


su sangre y pisotear sus cuerpos muertos –indicó a Julie y a los
matrimonios Abbal y Sellier.

-No, amiga. Por muy negra que sea vuestra alma, hay cosas que
no quiero que veáis. Haced lo que he dicho –y la mirada que le
dirigió fue suficiente para hacerle comprender que era mejor
hacer lo que decía.
Se colocó el vestido y, ya en el vestíbulo, la capa que había
dejado en el armario. Salió a la calle y un viento helado sacudió
su cuerpo, como si la despertara de un mal sueño. El lacayo que
guardaba la entrada se encontraba dormido en una silla,
guarecido por una manta. Frente a la casa, un carruaje
aguardaba, paciente.

Cuando se resguardó en su lecho, tardó en dormir. Intentó


esperar despierta el regreso de sus amigos, escuchar el sonido de
sus pasos por el suelo de madera del pasillo, pedirles una
narración completa de lo que se había perdido, pero el sueño la
venció, y finalmente cerró los ojos.

Era madrugada cuando un ruido la despertó. Echó un vistazo por


la ventana, y vio algunos hombres correr por la calle. En el
horizonte, un fulgor rojo relucía sobre los tejados de la ciudad.

Se vistió con rapidez y salió al pasillo. Descubrió luz bajo la


puerta de la habitación de Dadou y, tras dudar un instante,
llamó. Cuando apareció la mujer en el umbral, vestida sólo con
una bata, la hizo pasar al interior, mientras se llevaba el índice a
los labios, indicándole silencio.

-Pensé que estabais durmiendo, Amédée. Mañana regresamos a


París y el camino de vuelta será duro. Mijáil quiere llegar cuanto
antes, así que habrá poco descanso –se desvistió
completamente, mientras tomaba una esponja y la mojaba en el
agua de una jofaina.

Su cuerpo estaba salpicado de sangre, y cruzaban la piel largas


heridas, producto sin duda de acertados latigazos. Sin embargo,
en lugar de retorcerse de dolor como cualquier ser humano,
actuaba con la naturalidad de quién se ha hecho una simple
raspadura.
Se lavó con la esponja, dejando su piel limpia de restos, salvo
por los brutales surcos que la recorrían. Se situó junto a la
chimenea y se quedó allí, desnuda, al calor de las brasas. Sus ojos
centelleaban ante el fuego, y dibujó una sonrisa.

-¿Sabéis por qué corre la gente? Hay una casa incendiándose en


la rue carreterie. Me temo que encontraran algunos cadáveres
calcinados entre los rescoldos. Por supuesto, nadie averiguará
qué ocurrió. Y vos, ¿Queréis saberlo? ¿Deseáis averiguar qué
ocurrió al resto de vuestros amigos que aún vivían cuando te
fuiste? –el tono de su voz era falsamente ingenuo.

Amédée asintió.

-Venid a mi lado entonces, y veréis por mis ojos qué les pasó.
Pero prometedme que no le diréis nada a Mijáil. Se enfadaría
mucho si supiera que os lo he contado.

-Lo prometo –aseguró, mientras se acercaba y se tendía a los


pies de Dadou.

La tocó suavemente con ambas manos, sobre las sienes, y una


cascada de imágenes devino en su mente.

Estaba en la piel de Dadou, que se encontraba rodeada por Julie


y los matrimonios Sellier y Abbal. Besaba a unos y otros, riendo,
mientras correspondían con violencia extrema a su lujuria. Se
golpeaban, se arrancaba la ropa llevados por un paroxismo
irracional y, sobre la pared, iluminada por las luces de la
chimenea, la sombra de Mijáil creció, se agigantó transmutando
en una bestia de afiladas garras y serpenteante cola.

Aquella aparición se mezcló con ellos, inundándolos con su


lascivia, y sólo desearon ser poseídos por aquella entidad, sentir
cómo la lengua bífida recorría sus cuerpos, disfrutar con su
miembro enorme y espinoso mientras los penetraba. Los montó
uno tras otro, mientras aullaban suplicando ser el siguiente,
aferrando al privilegiado en aquel momento y tirando de sus
extremidades, soñando con ocupar su puesto.

Después, simplemente, aquella blasfemia los dejó sobre el


suelo, gimiendo, mientras abrazaba a Dadou y mordisqueaba
suavemente su piel, con aquellas laceradas fauces. Las palabras
llegaron claras, y Amédée las oyó como si fueran dichas en su
propio oído.

Es tu tu o. Los he dejado pa a ti –dijo Mijáil.

Se vio caminando entre aquel grupo peripatético, observando


sus rostros babeantes, la sangre que les bajaba entre las piernas
y las mermadas anatomías; a Julie le faltaba una oreja, que le
había sido arrancada de un mordisco, a Laurent medio
antebrazo. Los demás mostraban feroces mordeduras y cuajos
de carne arrancados en pleno paroxismo, a veces aplicadas por
ellos mismos en busca de un placer malsano.

Tomó uno de los látigos que se encontraban en el suelo y lo


probó en el cuerpo de Mathis Abbal. Éste emitió un aullido
mezcla de placer y dolor, y la miró con ojos ansiosos. Ahora
golpeó a Julie, que se estremeció con un gemido, aunque la
sangre comenzó a brotar de su espalda.

Los Anunnakis comprendieron el gozo que suponía aquel


castigo. El dolor es la sensación más poderosa, la sangre su
alimento, y aquella experiencia colmaba sus ansias. Estaba a su
alcance y tomaron todo lo que pudieron.

La visión de Dadou se borró entre los surcos en el aire de látigos


y fustas, tejidos y fluidos arrancados de los cuerpos mortales, y
los gritos de placer de los concurrentes. Se golpeaban una y otra
vez, hasta que la piel se les caía desgajada y los músculos se
rompían por el esfuerzo. Entonces tomaban el arma con la otra
mano y seguían, seguían unos contra otros, riendo enloquecidos
o gimiendo por el deleite que les suponía aquella inmolación,
mientras los espíritus aumentaban el odio que sentían entre
ellos.

Finalmente, sólo quedaron sobre el suelo unos engendros


sanguinolentos que nadie podría calificar como seres humanos.
Agonizantes, disfrutaban de sus últimos minutos de vida
mientras el dolor anestesiaba los demás sentidos.

Unos pasos se oyeron en el pasillo, dirigiéndose hacia el salón.

-Amo, ¿Ocurre algo? He oído gritos.

Una abrigada figura apareció. Era el vigilante de la puerta.

Algo se movió a gran velocidad a través del techo, y un miembro


sarmentoso apareció desde las alturas. Sus manos atraparon al
infeliz, obligándole a mirar unos ojos tan negros como el abismo.

-No ocurre nada, Fernand. Tu señor está perfectamente. Pero


tiene frío. La chimenea no calienta lo suficiente. ¿Notas la
helada? Sí, tú también estás temblando. ¿No sería buena idea
dar calor al salón? ¿A que sí?

El lacayo, con las pupilas dilatadas y la mandíbula descolgada,


asintió titubeante.

-¿Entonces a qué esperas? Derrama el aceite de las lámparas


sobre las alfombras, y préndeles fuego. Tú te sientas en aquel
canapé. No te preocupes, tu amo no te dirá nada por estar allí, Y
luego esperas al reconfortante calor de las llamas. Cierras los
ojos y deja que te envuelvan. Y nunca volverás a tener frío.

Lo soltó de su presa y Fernand, con paso renqueante, hizo lo que


le había indicado Mijáil.

Cuando salieron de allí él y Dadou, el pobre hombre estaba


sentado viendo las primeras llamas. Sus piernas temblaban,
como si quisiera escapar pero le fuera imposible hacerlo. Y
lloraba.

Las imágenes desaparecieron y Amédée volvió a encontrarse en


la habitación de su amiga.

-¿Era lo que deseabas? –le preguntó ésta, con los ojos brillantes
y una siniestra sonrisa.

La joven asintió, y se levantó titubeante.

-Ahora voy a dormir –habló-. El camino de mañana será largo.

-Os recuerdo que no le digáis nada de esto a Mijáil. No quería


que vierais lo que os he mostrado.

-No, tened la seguridad –respondió mientras cerraba la puerta,


no sin antes descubrir que, en los breves minutos que había
pasado allí, las heridas que reflejaban el cuerpo de Dadou habían
curado casi por entero.

Anduvo el pasillo a ciegas, con pasos cortos. Cuando llegó a su


habitación, cerró la puerta con llave y se derrumbó en el piso.

Lo había visto. Había contemplado la auténtica esencia de Mijáil.


Y probablemente Dadou fuera como él. Y Shavilev, y Valence
Dufraisse, su casera. ¿Cuántos había como ellos?

Fue entonces cuando descubrió que se había orinado encima.


VIII

Seis de Mayo de 1793

Había terminado de bañarse cuando Fantine le anunció la


llegada de Shavilev; la esperaba en la biblioteca de la segunda
planta. Se vistió con rapidez y tomó los asignados, que a esas
alturas ya eran un fajo bastante grueso, y los guardó en un bolso.
Con ellos bajó al encuentro de su amigo.

Lo encontró muy elegante, vestido con una casaca de paño


oscuro con botones dorados y un chalequillo marfil, a juego con
los pantalones.

-Mi querida Amédée –dijo mientras la abrazaba.

Se sintió reconfortada y le invitó a tomar asiento. Hacía meses


que no le veía, y no podía olvidar todo lo que había hecho por
ella.

-Me imagino que Mijáil os dijo que andaba buscándoos.

-No, él no me ha dicho nada. Digamos que mantenemos una


distancia prudente entre ambos, fruto de mi decisión. Fue
Dadou. Coincidimos en una tertulia hace una semana, y me
confesó vuestro apuro con los asignados. De todas maneras, ya
estaba avisado. Resulta que vuestra casera tiene el mismo
problema. Lleváis meses pagándoles con ellos.
-¿Y mademoiselle Dufraise sí conoce vuestra nueva residencia?

-Por supuesto. Además de que es una antigua conocida, no podía


dejaros aquí y desaparecer, despreocupándome de vos. Vaya
amigo que sería. Ella me mantiene informado acerca de vuestros
triunfos. Por cierto, también me contó vuestro pequeño
desencuentro –Amédée se dispuso a defenderse, pero él le hizo
un gesto cortante-. No, no hay excusa posible. No debisteis
intentar engañarla.

La joven bajó la cabeza avergonzada.

-Tenéis razón, pero e a ta to lo ue te ía ue da le…

-Los acuerdos están para cumplirlos. Siempre podíais haber


rechazado la propuesta que os hizo, y volver a vuestra hostería.
Pero no he venido aquí para echaros un sermón. Dejadme los
asignados. ¿Cuántos hay?

-Ciento ochenta mil francos – Lo que significaba, sumando


aquellos que había cambiado por su cuenta, más la parte de su
casera, que había condenado a ocho hombres a la guillotina.

Shavilev silbó al escuchar tal cantidad.

-Vaya, es mucho más de lo que esperaba pudierais reunir en tan


corto plazo. La forma de obtener un mejor rendimiento es
depositarlo en una casa crediticia. He traído la documentación
para que la firméis.

-Gracias, os estoy muy agradecida.

-Esperad que termine. Actualmente os pagan la mitad de su valor


real por estos billetes. Yo puedo conseguiros un setenta, de los
cuales una sétima parte sería para mí. Con todo, ganáis un diez
más que actualmente.
-Me parece bien –admitió, con un deje de decepción. No
esperaba que fuera a cobrarle por sus servicios-. ¿Dónde se
depositarían los fondos?

-He hablado con un amigo, Ethan Ithier. Su familia se dedica a las


actividades bancarias privadas desde hace siglos.

-O sea, es un prestamista.

-Y totalmente digno de mi confianza, Amédée. Tened en cuenta


que, con la revolución, la mayor parte de los bancos han
quebrado o han huido del país con los capitales. Conozco a los
Ithier desde hace mucho tiempo, y nunca me han fallado. Tienen
inversiones sólidas.

Miró a Shavilev desafiante, mientras sostenía el fajo de


asignados en la mano. Finalmente, se los entregó.

-¿Es uno de los vuestros?

-Ithier no es un apellido ruso precisamente –respondió mientras


contaba los billetes.

-Sabéis bien que no me refiero a eso.

Una pausa. Abrió un maletín y sacó unos documentos de su


interior. Colocó una pluma y tinta junto a ellos.

-¿Queréis ser inmortal, Amédée? –La miró fijamente- ¿Deseáis


olvidar para siempre las penurias y vivir como siempre habéis
soñado?

-¿Cuál es el precio? –preguntó con descaro.

-Vuestra alma. La condenación eterna si falláis. Pero eso no tiene


que ocurrir. Mijáil y yo llevamos juntos más de tres siglos.
-¿Él es como vos? ¿También va ofreciendo sus servicios a damas
en apuros, pidiendo su alma a cambio?

-No, cada uno tiene su propósito. El por qué se le atribuye a cada


uno lo desconozco. Yo recluto almas, el que era mi amigo es más
bien un negociador. Obtiene almas a cambio de acuerdos
durante la vida mortal. Luego, se acabó. El firmante, una vez
fallecido, desciende a los infiernos. Cuando lo conocí, intenté que
llegara a un acuerdo con vos, pero se negó. Según él, no podíais
aportarle nada.

-¿Por qué?

-Él busca alzar a gente humilde en el poder. Influir sobre la


política, sobre la sociedad. Una mujer no tiene ninguna
posibilidad de conseguirlo, a no ser que se convierta en amante
de un rey. Y hoy por hoy, en Francia esa es una posición baldía,
pues son otros los que ostentan el mando ¿Habéis visto a alguna
de vuestro sexo en la Asamblea? ¿Dirigiendo un ejército? No, al
fin y al cabo, mi amigo tenía razón.

-Y sin embargo, vos me consideráis valiosa.

-Habéis mandado a la guillotina a ocho hombres. Condenar a los


pobres mortales se os da muy bien.

A édée alló. “e i o tal…e a u a p opuesta asi i esisti le,


pero negó tajantemente con la cabeza.

-No. Sólo haré un último trabajo, y luego me retiraré. Llevaré una


vida piadosa y salvaré mi alma.

Shavilev la examinó, y luego hizo un gesto resignado mientras le


acercaba los documentos que había preparado.
-Lástima. Firmad donde pone vuestro nombre. Los certificados
de depósitos acompañaran a los asignados, y una vez sellados
por Ethan, os los traeré para que podáis disponer de ellos
libremente. Este es un recibo que he preparado por la cantidad
que os retiro, como garantía de mi transacción.

La joven estampó su firma en todos los documentos, y guardó el


recibo en su escote, sonriendo.

-Entonces ya está hecho –dijo mientras se levantaba. Ahora


tengo que irme, me espera una cita de negocios. Llamadme
alguna vez y comemos juntos.

Shavilev se alzó y pareció más alto que nunca. En su rostro se


dibujaba un gesto burlón.

-Por supuesto, querida, pronto nos veremos – prometió mientras


le besaba la mano. Cuando se marchó, Amédée se sintió
inquieta. ¿La habría engañado con el dinero? No, no creía que
fuera tan ruin. Confiaba en él, después de todo. Todos sus
gestos, desde que la conociera, habían llevado a protegerla.

Lanzó un suspiro, tomó un bolso, y se dispuso a reunirse con


Louis Sant-Just.

Sólo tuvo que cruzar un par de calles hasta llegar a un cafetal


próximo al palacio de las Tullerías. Allí, en la terraza, le esperaba
impaciente su patrón.

Le había ido muy bien en los últimos meses. Gracias a Amédée,


que había eliminado con sus actuaciones a un par de brillantes
militares, se le habían encomendado las misiones que estos
desgraciados tenían a su cargo. Había supervisado varios
ejércitos como enviado de la Asamblea y, finalmente, gracias a
los méritos acumulados, elegido miembro de la Convención con
sólo veinticinco años. Sus discursos incendiaban los estrados, y
era aplaudido por el sector de Robespierre.

-Llegáis tarde –le reprochó a la joven cuando ésta se sentó a su


lado.

-Sólo unos minutos. He tenido que resolver unos asuntos


urgentes.

-Aquí tenéis vuestro próximo hombre – arrojó un sobre lacrado


sobre la mesa, que Amédée guardó con disimulo-. Es otro militar.
Tendréis que desplazaros a Toulón.

Aquel era el tercero con semejante oficio que le asignaba.


Estaba claro que el partido de Robespierre quería dominar el
ejército, además del parlamento.

Se dispuso a marcharse, pero Louis la tomó discretamente de la


muñeca.

-Tenéis que cambiar de opinión –le dijo.

-Este será el último. Os lo dije.

-Sois un buen agente de la revolución. Es una lástima. Pensadlo.

-Ya está pensado –se deshizo de su presa y se marchó por donde


había venido.

Los remordimientos la acechaban. Sólo una de sus víctimas


había sido realmente un traidor. Los demás, simplemente
estorbaban en el camino de aquellos conjurados. Tendría mucho
que expiar en los próximos años.
IX

11 de julio de 1793

Mijáil caminaba con rápidas zancadas por un largo pasillo, en


dirección al despacho de Robespierre. Alarmado por las últimas
confidencias recibidas aquella misma mañana, pretendía dejar
claras algunas cosas con su protegido.

Frente a la puerta, cuatro sains cullotes montaban guardia,


armados con mosquetes, caladas las bayonetas y mirada aviesa
ante su avance. Uno de ellos se adelantó, saliendo a su paso.

-El ciudadano Robespierre no recibe hoy a nadie.

-Decidle que está aquí Mijáil Vasíliev. Ya veréis que rápido os


cierra la boca.

-Ya me ha advertido sobre vos –alzó una mano y sus compañeros


apuntaron al ruso-. No sois bienvenido aquí. Marcharos por
dónde habéis venido.

Mijáil entornó los ojos, furioso. ¿Quién se creía Robespierre para


negarle audiencia? ¿No había conseguido todo lo que quería
gracias a él? Tenía que seguir sus directrices si pretendía
mantenerse en el poder. Las decisiones que estaba tomando
eran las de un auténtico insensato, y tendría consecuencias
funestas para todos.

Valoró la opción de enfrentarse a aquella pequeña guardia. No


tendría problemas en deshacerse de ellos de forma discreta.
Pero entonces oyó una multitud de pasos tras él y giró sobre sí
con prudencia.
Una docena de soldados se encontraban colocados en orden de
combate. Y sus rostros no eran amigables.

-Bien, me voy –anunció levantando las manos a media altura-.


Pero comunicadle a nuestro ilustre ciudadano que he venido a
verle, y no estoy precisamente contento.

-Se lo diré, pero me temo que le importa un pimiento vuestro


estado de ánimo

Un coro de risas burlonas le acompañó mientras iniciaba la


retirada.

I feli es, podría haberos despezado a todos –pensó-. Pero no,


hay que obrar con la cabeza fría. Tengo que encontrar a alguno
de sus íntimos para solucionar esta situación. Nos llevará al
desastre si prosigue así. Quizás, su hermano, Augustín, o Louis
Saint-Just. Sí, ellos le ha ía e t a e azó

Buscó entre los cafetales de las calles adyacentes, donde los


políticos y comisarios solían mantener acaloradas disputas.
Finalmente, en un salón de té, encontró a Louis Sant-Just
disponiendo algunos documentos sobre una mesa. Sin dudarlo,
se sentó a su lado.

-Estáis perdiendo el tiempo –le dijo Louis sin levantar la vista de


los papeles-. Maximilian ya nos advirtió de que intentaría
convencer a algunos de nosotros para llevaros hasta él. La
respuesta es no.

-Ha enloquecido. Ha roto nuestro pacto. ¿No se da cuenta de sus


actos? Los enemigos rodean a Francia, sus ejércitos entran por
todos lados. Se ha decretado un alistamiento general, y la
población está inquieta.
-Los enemigos de Francia jamás ganaran; nuestros hombres
están dispuestos a dar su sangre por la revolución. Y respecto a
ese pacto que mencionáis, no sé a qué os referís. Si es acerca de
la protección de cierto capitán que queréis promover, lamento
deciros que Robespierre no sólo ha decidido cesar su padrinazgo
para con él, sino mandarlo a la guillotina en cuanto pueda. Lo
contempla como una amenaza cierta para la revolución.

-No podéis ir ejecutando capitanes y esperar que el ejército no se


amotine.

Ahora sí alzó Louis sus ojos de los documentos, para lanzar una
mirada burlona.

-Si demostramos que es un traidor, nadie levantará una mano en


su ayuda.

Y entonces Mijáil supo cuan retorcidos eran sus planes. Estaría


mal visto retirarle el favor arbitrariamente a alguien a quién
habían ensalzado en público, así que urdirían un complot contra
él con el fin de desacreditarle. Y la persona clave en esa trampa,
era Amédée. Ella sería la encargada de tejer la tela de araña que
haría perder la cabeza a su protegido, nunca mejor dicho.

Abandonó el lugar a la carrera, tomando el camino más corto


hacia la Rue du Petit Bourbon, donde vivía la joven. Tenía que
convencerla de que desistiera de aquellos planes. Y si no lo
lograba, entonces peor para ella. Porque un trato era un trato, y
aquél capitán había vendido su alma a cambio del éxito. No
podía permitirse un fallo que desacreditara su reputación.

Cuando llegó al palacete donde se alojaba la joven, fue


mademoiselle Dufraisse quién acudió ante él.
-Ciudadano Mijáil, siempre es un placer veros –dijo con un tono
festivo, pero al ver su rostro contrariado, ella misma se puso
pálida-. ¿Ocurre algo?

-¿Dónde está Amédée?

-Hace una semana que marchó de viaje. Son frecuentes sus


ausencias. Ese trabajo que tiene, ya podéis imaginar.

-¿No sabéis dónde ha ido?

-No me meto en lo que haga siempre y cuando me pague como


corresponde. Ya aprendió a no engañarme.

Mijáil dio una patada a una silla cercana, haciéndola astillas, y se


encaminó nuevamente hacia el exterior.

-Si aparece quiero ser el primero en saberlo. ¡Sin excusas! –gritó


mientras se marchaba.

Aquella misma tarde, ordenó a varios de sus lacayos hacer


averiguaciones por todo París. En el momento que regresara,
tenía que verla.

Y si, como se temía, el capitán era su nueva presa y no desistía


de éste, tendría que demostrarle con qué facilidad podía olvidar
que alguna vez hubo una cierta amistad entre ellos. Y lo haría
muy lentamente, mientras saboreaba la sangre por los poros de
su piel.
X

26 de Agosto de 1793

Amédée echó un vistazo a través de la sucia cristalera. A su


alrededor se extendía viejas casas de ladrillo y almacenes de
adobe. Al final de la calle se podía ver el puerto de St. Landry, el
más antiguo de la ciudad. Hacía dos meses que había
abandonado la residencia de Madeimoselle Dufraisse, temerosa
de Mijáil. Se refugiaba allí cada vez que volvía de intentar un
encuentro con aquel militar testarudo, aunque en la mayoría de
las ocasiones se encontraba viajando en el interior de un
carruaje, o descansando en alguna hostería, urdiendo cómo
aza su p esa de u a vez po todas… Pe o po fi ha ía log ado
una cita que supusiera algo más que un intento de desfogue en
un jardín. Esta vez la llevaría a la mansión donde se alojaba. Una
vez allí, dejar las pruebas comprometedoras sería coser y cantar.

Había sido un trabajo duro. Primero hacerse la encontradiza en


Marsella, luego seguirlo hasta los alrededores de Toulón,
buscando una excusa que pareciera convincente para no
levantar sospechas. La ciudad se encontraba sublevada,
apoyando el bando realista, y habían recibido ingentes refuerzos
de tropas inglesas y españolas. Por ello, encontrarse con su
víctima en los alrededores del campamento militar francés sólo
fue posible a una hábil coordinación de informantes diversos.

Ninguna de sus víctimas anteriores le había costado tanto


tiempo y esfuerzo, pero cuando la culminara con éxito, ya
tendría más que suficiente para retirarse; Louis le había
prometido doblar sus honorarios en aquella ocasión.
Aparentemente, odiaba a aquel hombre y deseaba verlo
humillado, despojado de sus honores militares y bajo el cepo de
la guillotina.

Le habían provisto de una pequeña escolta para su protección:


cinco soldados y, lo más extraño de todo, dos sacerdotes que no
la dejaban a solas en ningún momento, salvo cuando tenía que
acudir a la toilette. El mayor, apellidado Quelen, era un hombre
robusto y de gesto serio, que actuaba con ella como un padre.
Duran, su compañero, era poco más que un chiquillo asustadizo
y de ojos vivaces.

Terminó de preparar el equipaje, mientras los clérigos


esperaban tras ella. Había recibido una carta del capitán,
citándola dentro de una semana en Marsella, donde se alojaría
varios días en la casa de unos amigos, que casualmente estarían
ause tes. Que dis etos so los ilita es se dijo.

Louis le había explicado que Mijáil intentaría detenerla. Podría


haber hablado con él, evitar un conflicto, pero su patrón ya le
previno que no permitiría un cambio de planes. Era la única que
podía engañar a aquel oficial, no había tiempo de preparar otra
intriga para sustituir la actual. Y si se negaba a ejecutar la misión,
las consecuencias serían mortales para ella.

- Mademoiselle, la niña de las galletas está aquí –dijo un soldado,


asomando la cabeza por el umbral, interrumpiendo sus
pensamientos-. ¿Queréis algunas?

Ah, la pe ueña C lia e –pensó-. No la esperaba hoy. Me


vendrá bien comprarle una docena de macarones y llevármelos
para el viaje. A veces pasamos doce horas antes de poder probar
u o ado
En el vestíbulo esperaba una pequeña figura pálida de ojos
claros, de cuyos hombros colgaba una cesta de mimbre. No
tendría más de catorce años, pero aparentaba diez. Las galletas
las horneaba su madre, y ella recorría los muelles ofreciéndolas a
los estibadores y contratistas. Se vendían muy bien, porque
tenían una crujiente cobertura de manzana y estaban rellenas de
crema, pero la pobre chiquilla tenía que volver a su casa varias
veces para reponer de nuevo las existencias, así que su horario
era de sol a sol.

Cua do e o p e la fi a, la lleva é o igo –pensó


Amédée-. Tendrá una buena vida en cocina, y podrá rellenar esos
huesos de una vez. Y su madre tendrá que buscarse otra a la que
es laviza .

-C lia e, po e do e…o ui e, sí, ejo ui e –le dijo


mientras le acercaba una bandeja para que las depositara en
ella.

Pero la niña la miró de forma extraña, como en trance, y luego


inclinó el cuello hacia su izquierda, acompañado por el crujir de
las vértebras ante una postura forzada.

-Amédée, ¿Por qué te escondes de mí? –habló con una voz que
no era la suya. La joven la reconoció, y retrocedió temblando-. Yo
te ayudé, cumplí tus deseos, ¿Y así me lo pagas? –preguntaba
mientras andaba unos titubeantes pasos hacia ella.

Mientras los soldados rodeaban a la chiquilla, el padre Quelen


sacó de su sotana un frasquito y rocío con el contenido su rostro.
Se tapó con las manos, aullando, para luego sustituir el grito por
una risa queda y mostrar un rostro desencajado.
-Estoy muy lejos de ti sacerdote –sentenció, para después
lanzarse contra Amédée, buscando con sus uñas los ojos de la
joven.

Las bayonetas se hundieron en su cuerpecito. La sangre brotó a


través de profundas heridas, y su carita pálida volvió a recobrar
sus facciones normales, aunque mostrando el dolor y la sorpresa
por encontrarse de pronto atravesada por el acero.

Se derrumbó sin un quejido.

El sacerdote que había entrado en acción se arrodilló junto a la


niña y acarició su cabello con pesadumbre.

-Égo te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus


Sancti –entonó mientras hacía la señal de la Cruz, para después
ordenar la inmediata salida del lugar en dirección a Marsella.

Amédée, ausente, fue llevada en volandas hacia un carruaje, y


sólo cuando hubieron salido de París, recobró la plena
consciencia.

Un trabajo. Uno más y abandonaría aquella vida. El problema


era si podría culminarlo.
XI

2 de septiembre de 1793

El carruaje transitaba por un sendero flanqueado de altos


robles. Estaban bordeando la ciudad de Grenoble, sorteando los
controles que pudieran retrasarlos. La situación se había
agravado en los últimos meses en Francia, en guerra con varias
naciones del continente, y padeciendo sucesivas sublevaciones
ciudadanas. Sin ir más lejos, la cercana ciudad de Lyon se
encontraba cercada por las tropas de la Asamblea, haciendo
frente a una revuelta local.

Amédée, cómodamente sentada en el carruaje, observaba a los


dos sacerdotes que la escoltaban, Uno de ellos, el padre Quelen,
había hablado de vez en cuando con ella, pero de natural se
mostraban reservados, ciñéndose a escudriñar desconfiados a su
alrededor. Y sobre todo, después de lo ocurrido con la pobre
niña vendedora de galletas, murmuraban entre ellos,
gesticulando ostensiblemente.

-¿Puedo preguntarle algo, Monsieur? –intervino la joven,


rompiendo el silencio que habitualmente había entre ellos.

El sacerdote asintió, taciturno.

-Siendo Robespierre anticlerical, ¿Cómo cuenta con amigos


eclesiásticos?

-No somos sus amigos –dudó antes de proseguir, pero


finalmente lo hizo con franqueza-. Si no fuera pecado, desearía
su muerte; es un monstruo. Sin embargo, tanto el padre Durán
como yo nos encontrábamos encerrados en una oscura celda, y
la promesa de un indulto a cambio de una labor cristiana, nos
pareció adecuada con nuestras creencias.

-¿Qué les encomendó? ¿Simplemente protegerme?

-Nos advirtió que un evocatorem os perseguía, y querría silenciar


vuestros labios. La verdad es que no lo creímos, pensamos que
era una cruel burla hacia nuestra religión, viniendo esas palabras
de un apóstata confeso. Pero era una oportunidad única para
escapar de allí, así que juramos defenderla de cualquier ser
demoniaco, aunque manteníamos nuestras dudas al respecto.
Pero una vez visto lo que ocurrió co a uella iña… ue o, ha
rumores, ciertas historias que parece que son verídicas, después
de todo. No me malinterprete, creo en Dios y en el diablo, pero
siempre me he mantenido distante de las supercherías de los
ignorantes. Y ahora resulta que el mayor lego era yo mismo.
Realmente es una cura de humildad –concluyó con una sonrisa.

-Cuénteme qué es evocatorem, padre.

-Dicen que hay varios tipos de demonios. Dichos seres caminan


entre nosotros, con apariencia de seres humanos, pero su
esencia es muy diferente; proviene de la maldad del abismo, y
necesitan del pecado para subsistir. Dependiendo de sus
habilidades, se les ha dado a llamar íncubos, súcubos,
susurradores o rumoribus, y los negociadores o evocatorem.

-¿Negociadores? No parece un término muy diabólico.

-Es una forma de definir sus propósitos. Pactan con los seres
humanos el cumplimiento de algún deseo, a cambio del alma del
desdichado. A veces también tienen que cumplir sus órdenes
mientras permanecen en el mundo mortal.
E to es es ie to lo ue afirmaba Mijáil –dedujo Amédée-.
Robespierre vendió su alma a cambio del éxito político. Y en
algún momento del camino, tuvo que cansarse de las exigencias
que se le imponía, y rompió sus ataduras. Y yo sólo soy una
i sig ifi a te pieza e este juego

El sonido de un disparo la asustó. De pronto, el carruaje


comenzó a moverse de un lado a otro de la carretera de tierra,
sin control. Más disparos rasgaron el aire, y el relinchar de los
caballos no auguraba nada bueno.

-Agárrese –gritó el padre Quelen, justo antes de que salieran del


camino y el mundo comenzara a girar alrededor de ellos.

Unos segundos y cesó el estruendo. El vehículo había quedado


colocado sobre sus ruedas, aunque completamente
destartalado. Un fino polvo flotaba en el interior, y el silencio
sólo era roto por los quejidos del padre Duran, que se
encontraba en el suelo, magullado. Amédée se palpó, y
comprobó que, aunque dolorida, no tenía ningún hueso roto.
Tuvo que apartar a Quelen a un lado para abrir la puerta. Tenía
los ojos abiertos y el cuello torcido en una posición imposible.

Puso los pies en tierra, y descubrió sobre el sendero los cuerpos


moribundos de los soldados que la escoltaban. Del bosque salían
varios sans culottes, portando entre sus manos humeantes
mosquetones. Uno de ellos, mejor vestido que el resto y
portando un tricornio como sombrero, la apuntó con una pistola.

-Ciudadana Amédée Lemoine, queda detenida en nombre de la


República. ¡Vosotros! –Gritó, dirigiéndose a dos de sus hombres-.
Registrad su equipaje. Allí deben de estar las pruebas de su
traición.
Se introdujeron en el compartimento, y sacaron a rastras al
padre Duran, junto con el equipaje de la joven. Dejaron al
conmocionado sacerdote vigilado por un compañero, y
procedieron a vaciar los baúles, esparciendo la ropa en el
camino. Por fin, uno de ellos sostuvo triunfante entre sus manos
unos documentos atados cuidadosamente, que los entregó a su
superior.

Éste los leyó con minuciosidad, y al principio esbozó una sonrisa,


para luego reír a carcajadas.

-¿Qué tenemos aquí? Un plano de las defensas de Marsella, una


carta para el almirante español Lángara, que tiene ocupada
Toulón, la disposición detallada de las fuerzas que comanda
nuestro general Cartoux, con las que avanza contra el
e e igo…Es uy valiosa la información que ibais a facilitar a los
traidores, ciudadana Amédée. Creo que vuestra hermosa cabeza
no pasará del amanecer. ¡Subidla al carro junto al sacerdote! La
guillotina hará justicia con ella.

Amédée estaba desconcertada. Unos minutos antes, se


encontraba rodeada de protectores, y ahora, de improviso, en
manos de revolucionarios que amenazaban con ajusticiarla.
Sabía que no habría juicio. Los documentos requisados,
preparados para tender una trampa a su objetivo, eran prueba
suficiente para acusarla. Nadie creería sus explicaciones.
Además, no perderían el tiempo en algo así con la guerra
desarrollándose en las proximidades.

Le ataron las manos a la espalda, y la arrojaron a un maloliente


carromato, junto con el sacerdote. El suelo de madera estaba
cubierto de paja, y contenía resto de excrementos de puercos.
Intentó levantarse mientras emprendían la marcha, para evitar
ensuciarse, pero uno de los milicianos la empujó sin
contemplaciones, y cayó de rodillas, impotente.

Entonces su ánimo se rompió, y comenzó a llorar.

El carromato comenzó a rodar, escoltado por varios de los


milicianos, y al bajar una colina cercana, la joven descubrió a
Mijáil, montando un caballo agotado, parado junto al sendero. Al
pasar junto a él, el oficial que lo había detenido lo saludó
militarmente, y el ruso se limitó a asentir, como quién había
cumplido su misión para con la patria. Así pues, había sido él
quién le había delatado.

Amedée lo contempló implorante, esperando que hiciera algo


para sacarla de allí, aunque luego fuera castigada por su
atrevimiento, pero le respondió una mirada desafiante y cruel.
Ahora sabía qué les ocurría a aquellos que osaban contradecirle.
Al poco, la figura de su antiguo amigo quedó oculta por el polvo
del camino, y supo que nunca volvería a verle.

Cuando entraron en Grenoble y llegaron a la plaza del


Parlamento, el gentío que merodeaba por las inmediaciones
acudió a ver la llegada de los nuevos prisioneros. Amédée no
pudo evitar estremecerse ante la visión de la guillotina, instalada
en mitad del recinto. Mientras los encerraban en una prisión
aledaña, recibió insultos y alguna fruta podrida impactó contra
su rostro.

Las celdas se encontraban alrededor de un oscuro pasillo,


iluminado escasamente por un par de teas. Cuando entraron, el
sonido de las ratas huyendo ante la irrupción humana compuso
una macabra música de bienvenida. A la joven le recordó el batir
de los tambores ante una ejecución.
Fueron encerrados uno frente al otro y, cuando sus captores se
marcharon, quedaron en la más absoluta soledad. Ningún otro
prisionero les hacía compañía, lo que dejaba claro que eran
rápidos en aquella corte a la hora de sentenciar y ejecutar.

Amédée se hundió en el fondo de la estancia, junto al cubo que


le había dejado para los excrementos. Ya le daba igual su imagen,
su vestido. ¡Qué importaba! Moriría en pocas horas.

-Hija mía –habló el padre Duran con voz quejumbrosa-. Si


necesitas consuelo, me tienes aquí, como hijo de Dios. ¿No crees
que deberías confesarte? Has de llegar ante el Creador con el
alma pura.

No, o puedo o i –se dijo para sí la joven, en lugar de


responder al sacerdote-. Tengo que comprar la casa en la
campiña, y hacer buenas obras para limpiar mis actos.
Envejeceré y me balancearé en una mecedora, frente a la
chimenea, mientras veo a través de los ventanales los campos
evados.

Así estuvo durante horas, negando su destino, hasta que el


silencio envolvió el lugar. Ya no llegaban ruidos desde la plaza, y
eso le hizo pensar que había llegado la noche. Sólo entonces
tuvo conciencia de que moriría en pocas horas.

-¡Padre, padre Duran! –se alzó de improviso y, aferrándose a las


barras de la celda, llamó al sacerdote.

Éste despertó sobresaltado, y emitió un doloroso gemido al


incorporarse. Al paso del tiempo, las contusiones se habían
inflamado, y le causaban punzantes dolores cada vez que se
movía.

-Dime, hija. ¿Necesitas de Dios?


-Quiero confesarme, padre. Quiero que el Salvador perdone mis
pecados.

-Me alegro que hayas tomado esa decisión. Sólo en los brazos del
Redentor encontraremos la vida eterna. En el nombre del Padre,
del hijo y del espíritu santo, confesad vuestros pecados,
madeimoselle Amédée.

-Yo confieso, padre –y comenzó a relatar su vida desde su llegada


a París, pues antes de abandonar Avignon se había confesado
por última vez.

A medida que progresaba en su narración, el rostro del


sacerdote se iba tornando más ceniciento, hasta el punto que
pareció iba a derrumbarse de un momento a otro. Pero se
mantuvo firme, sosteniéndose en las rejas de la celda. Cuando la
joven terminó, parecía meditar antes de contestar.

-Grandes son sus pecados, madeimoselle Amédée, pero si


vuestro arrepentimiento es sincero, mayor es la capacidad de
perdonar de Aquél que está en los Cielos. Yo te absuelvo de tus
pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del espíritu Santo.

Entonces se sintió libre. Una dicha acogió su alma y una serena


sonrisa enmarcó sus mejillas.

-Gracias, padre. Nos encontraremos en el Paraíso.

El aludido la miró sombríamente, y asintió dubitativo.

-Eso espero, madeimoselle, eso espero –fueron sus enigmáticas


palabras.

Cantó el gallo y los dos se sobresaltaron. La ejecución era


inminente.
Cuatro milicianos aparecieron al rato, y abrieron las celdas.

-Vamos, es la hora –dijo uno de ellos. Los tomaron por los


brazos, y los llevaron hasta puerta, donde les esperaba el oficial
que les había detenido el día anterior, acompañado de los
notables de la ciudad. Al fondo, la sombría imagen de la
guillotina destacaba en la plaza, iluminado el acero por los rayos
del sol naciente. Una turba de curiosos se había reunido
alrededor, pugnando por las primeras filas.

El redoble de tambores los acompañó mientras recorrían el


centenar de metros que los distanciaba de la máquina asesina. La
madrugadora multitud, situada a ambos lados, los insultaban,
aunque esta vez, al menos, no les arrojaban desperdicios.

Y entonces lo vio. Situado en primera fila del corredor, se


encontraba Shavilev, con la ropa empapada en sudor y tierra. La
contemplaba con tristeza y furia contenida, y no pudo reprimir el
instinto de avanzar unos pasos con la ingenua pretensión de
refugiarse en sus brazos.

Uno de los milicianos la tomó del hombro y tiró de ella para


reubicarla en su camino. Amédée ahogó un grito por el dolor, y
solo pudo rozar con las yemas de sus dedos la mano de su amigo,
pero fue suficiente para que le transmitiera sus últimos
recuerdos.

Dadou había ido a su nueva casa hacía un par de días, y le había


referido las intenciones de Mijáil de detenerla fuera como fuese;
estaba realmente furioso y dispuesto a llegar a las últimas
consecuencias. Tomó un caballo y, reemplazándolo de posta en
posta, había cabalgado enloquecido para impedir la tragedia. Sin
embargo, esa misma medianoche había descubierto el carruaje
destrozado en el camino, y a unos campesinos retirando los
cadáveres. Ellos le relataron lo ocurrido, y cómo la traidora y un
sacerdote que la acompañaba, cómplice sin lugar a dudas, iban a
ser ejecutados al amanecer.

Intentó verla en la cárcel, pero no lo permitieron. Podría haberla


sacado de allí a la fuerza, pero esa era una interferencia que le
enemistaría con los suyos y, con toda probabilidad, provocaría su
destrucción.

Sin embargo, la esperanza anidó en el corazón de la joven. Al


parecer guardaba una carta en la manga, aunque no le indicaba
de qué se trataba.

Llegaron hasta la guillotina, y un tipo de aspecto tosco la empujó


sobre el respaldo inferior del aparato, sobre el que tumbó su
cuerpo boca abajo. Luego desplazó la pieza de madera y su
cuello quedó colocado en el cepo, que el verdugo cerró con el
gesto hábil de quién lo hace habitualmente.

Intentó levantar la cabeza, pero la presa estaba ajustada. Con


esfuerzo, movió los ojos buscando a Shavilev, y lo encontró en
primera fila, mostrando una vana sonrisa.

¿A ué espe a? –Se dijo la joven-. La cuchilla va a caer de un


momento a otro. Oh, no importa, ya nada importa –ni siquiera
oía ya los insultos del populacho-. Me reuniré con Dios en su
Gloria. Me arrepiento de todos mis pecados, Madre Purísima.
A udad e a al a za la salva ió .

Y entonces el ruso hizo a un lado su casaca, mientras el redoble


de los tambores aumentaba, y extrajo un documento. Parecía un
contrato, y su nombre aparecía plasmado en él.

Recodó aquel día en París, cuando le hizo firmar innumerables


registros de depósitos bancarios, y supo que había deslizado
astutamente aquel pergamino entre los demás. Y ella, confiada,
lo firmó sin leer. La había embaucado. Y rio quedamente, pues
había olvidado que, como Mijáil, Shavilev vivía de las mentiras,
del engaño a los mortales.

El deslizar de la cuchilla llegó hasta sus oídos, y la angustia cesó,


la luz se apagó, y se hizo el silencio.
Epílogo

Tuvo la sensación de existir. Un soplo de aire llegó a sus


pulmones, y abrió los ojos mientras un hálito salía de sus labios.

Estaba tumbada sobre una duna. Se incorporó levemente y se


sentó sobre la arena. Todo el paisaje era un impresionante
registro de montículos azules, bañados por un cielo de color
naranja, sin sol alguno que lo iluminase.

A lo lejos, una figura caminaba pesadamente, hundiendo sus


botas en el terreno. Tardaría algunos minutos en llegar.

No pensaba acudir al encuentro de Shavilev. Que se esforzara en


llegar hasta ella. Después de todo, se había condenado toda la
eternidad por su culpa.

Recogió las piernas con ayuda de sus brazos, y le esperó allí, con
los ojos perdidos en el horizonte.

2.

El dieciséis de Septiembre de 1793, de forma sorprendente, un


joven capitán fue nombrado comandante de las fuerzas de
artillería que sitiaban Toulon. Gracias a su brillante estrategia, los
ejércitos invasores fueron derrotados y la ciudad decidió
entregarse a las tropas republicanas.

Sería la primera victoria de Napoleón Bonaparte.


El dios degollador

1.

Un año después de los sucesos narrados en El Décimo Círculo.

El local no merecía el nombre con el que se publicitaba en el


exterior. Una pintada de rojo chillón en la fachada lo presentaba
o o estau a te Pa ha a a, gast o o ía fusió bebidas
espi ituosas , pe o se vía u a pési a ve sió de e ús iollos,
el wiski etiqueta negra era bamba, y la cerveza estaba caliente. A
pesar de ello, la engulló de un trago.

-¿Otra? –le preguntó la camarera, una oronda chica que recogía


cuando le apetecía las botellas vacías, y tomaba notas al azar de
los pedidos a los escasos clientes.

-Una Cristal. Pero la próxima vez helada –respondió mientras le


daba un billete de diez soles.

La jovencita tomó el dinero con sus dedos grasientos, y se dirigió


pausadamente hacia la barra, donde un tipo desdentado y con la
camisa desabotonada le sirvió la bebida, mientras le lanzaba una
mirada que pretendía seducir a aquella gringa exigente, pero que
se quedó en una parodia lastimera.

Dadou agarró la botella, y comprobó que estaba caliente.

A la ie da –murmuró para sí, mientras cambiaba algunas


leyes de la termodinámica y enfriaba la bebida. Cuando la vació
en su garganta, el vidrio estaba escarchado.

En el techo, un ventilador zumbaba maltrecho, mostrando unos


cables que ya habían sido rehechos en mil ocasiones. Las
ventanas, abiertas, esperaban una brisa que nunca llegaba.

Este aldito alo e está ata do. Y la hu edad - La


cercanía de la costa provocaba nubes de vapor que se pegaban al
cuerpo como una plaga bíblica-. Maldito ve a o aust al.
Estamos en febrero, joder. Con lo bien que estaba en Oslo, con
is a igos la alefa ió , tuvie o ue ve i a jode e

Había comprado una casita en la ciudad escandinava hacía


medio siglo, en el Kvadraturen, la zona medieval de la ciudad.
Vivía rodeada de cafetales y galerías de arte. Era un lugar
tranquilo, donde podía refugiarse en cualquier local y leer un
libro sin que nadie la molestase.

Y hacía quince días exactamente, llamaron a su puerta.

Abrió sin comprobar por la mirilla, despreocupadamente.


Después de todo, ¿qué podía temer ella?

Allí estaba Mijáil, esbozando una sonrisa, junto a otro tipo de


aspecto árabe.

Hacía más de dos siglos que dejó de vivir con él. Nunca le
perdonó lo que le hizo a Amédée. Después de todo, aunque era
humana, había compartido buenos momentos con ellos, y la
consideraba lo más parecido a una amiga que puede ser una
mortal, siendo ella quién era.

Se había marchado a Dinamarca, y luego al Báltico. Le gustaba el


frío. De vez en cuando recibía una carta de Mijáil, solicitando su
perdón, y rogando un encuentro. Pero siempre había puesto
excusas.

Y ahora lo tenía frente a ella.

-¿Podemos pasar? –Preguntó su antiguo compañero-. Hace frío


en el puto pasillo.

Se apartó a un lado, e hizo un gesto con la cabeza, indicándoles


que entraran.

-Los años te han hecho un deslenguado –le recriminó-. ¿Quién es


tu amigo? –preguntó mientras recogía sus abrigos y los dejaba
sobre un perchero.

-Abdel Quray –se presentó el desconocido, haciendo una breve


inclinación-. Ruego excuse a Mijáil, la decadencia occidental está
minando sus buenas maneras.

-Vaya, un hombre educado. Ya es extraño que te rodees de ellos;


a ver si te enseñan algo –dio un cachete amistoso al ruso en la
mejilla, intentando recuperar la familiaridad que una vez
tuvieron, para no hacer tan desagradable aquel encuentro-.
¿Café?

Ambos hombres asintieron, y se dirigió hacia la cocina donde


puso la cafetera. Mientras disponía las tazas, pensó en Abdel. Su
piel era pálida, pero las facciones claramente semitas. Lucía una
barbita pulcramente recortada que lo hacía muy atractivo. Su
porte era fibroso, y el abrigo que vestía le sentaba
ve dade a e te ie . Y sus ojos… ¿Có o e a ? E a lo p i e o
que solía mirar en un desconocido, para saber si se encontraba
con uno de los suyos. Aquel tipo indudablemente pertenecía a su
especie, pero no recordaba de qué color eran.

Magia. U puto he hizo –se dijo.

Soportó la indignación que sentía, y con la mejor de las sonrisas


llevó hasta el salón una bandeja con tres tazas de café
humeante.

Cada uno tomó una bebida, e intentó indagar disimuladamente


en los ojos del árabe. Pero cada vez que lo intentaba, parecía que
algo le impelía a mirar hacia otro lugar.

-Os presentáis sin avisar en mi casa, y os invito a un café –habló


lentamente a Mijáil, con una fingida sonrisa-. Y tu amigo tiene la
descortesía de ocultarse detrás de un jodido encantamiento.
¿Pensáis que soy tonta o qué? No sé qué me insulta más, si el
intento de tomarme el pelo o que pensarais que lo podíais hacer.

El ruso miró a su acompañante con cara de circunstancias.

-Te dije que lo iba a averiguar.

Abdel torció el gesto, e hizo un leve movimiento con sus dedos,


anulando la hechicería.

Entonces pudo ver sus globos oculares. Esperaba que fueran


negros, como las de todos los demonios que había conocido.

Pero no.

Eran rojas como las ascuas del infierno.

Dadou dio un respingo y saltó de su asiento.


A su mente vinieron ciertas historias que se contaban en
susurros entre los suyos. Relatos sobre demonios de eras
pasadas, de cultos olvidados, que habían sobrevivido a la
destrucción de los ritos que los crearon.

Los hijos de Baal.

Había conocido el poder de su magia, y cómo había degradado a


su amigo. Se dirigió hacia la puerta pero el brazo de Mijáil fue
rápido, y la retuvo con la fuerza que le caracterizaba.

-Tranquila, no ocurre nada. Esto era lo que intentábamos evitar.


Relájate y siéntate. Abdel es un amigo, en serio –y la soltó.

Quedó parada, mirando a ambos. El árabe no se había movido y


la contemplaba con aquellos ojos fulgentes, pero algo en su
actuación hizo que recobrara la tranquilidad. Se alisó el vestido y
volvió a ocupar su sitio en el sofá.

-¿Y bien? ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?

-¿No has notado nada extraño en las últimas semanas? –


intervino el árabe.

-¿En qué sentido?

-Ya sabes a lo que me refiero.

Sí, lo sabía.

-Ha e u os días…ha ía pla eado ue u eje utivo deja a a tes


de tiempo su trabajo, para que llegara a su casa demasiado
temprano, y descubriera a su mujer en la cama con otro. Ya
sabes que eso suele dar mucho juego, como mínimo unos golpes
y rencor de por vida. El caso es que era un día tormentoso, y los
relámpagos tronaban en el cielo de Oslo. Decidí aproximarme a
la conserjería del edificio donde tenían la sede sus oficinas. Puse
mi mano sobre el ordenador de la recepcionista y entoné un
hechizo. La idea era que un rayo se descargara sobre el lugar y lo
dejara sin luz. Bien, lo que pasó es que en vez de uno, cayeron al
menos media docena tanto en el que era mi objetivo como en
los alrededores. Todo el distrito quedó a oscuras y estallaron al
menos un par de transformadores. Tardaron veinticuatro horas
en restaurar el servicio. Pensé que había tenido suerte, pero ya
veo que no ha sido así. La realidad es que ha aumentado la
intensidad de nuestros conjuros ¿Por qué está ocurriendo?

-Aún no lo sabemos –reconoció Abdel-. Pero el asunto es que


hace unos días comenzamos a tener noticias aún más
inquietantes.

-Explícate.

-En algunos lugares, sitios aislados con poca población, están


comenzando a resurgir rituales que fueron olvidados hace
milenios. Y esas ceremonias pueden acarrean consecuencias
nefastas para nosotros; hay ciertos seres que un día fueron
desterrados de nuestra realidad, y están volviendo a este
mundo. Y, sin duda, van a disputarnos el terreno.

-¿Tienes pruebas de esos seres?

Le acercó una tableta. La tomó entre las manos y fue pasando


las fotografías. Eran de escasa calidad, pero inquietantes.

Una figura huidiza en lo que aparentaba ser una selva.

El mismo ser, esta vez en el centro de plaza, rodeado de casitas


de adobe y techumbre de paja.
La población del lugar, arrodillada. Una mujer le ofrece algo
entre sus manos.

El ser, donde ahora se aprecian sus rasgos reptilianos, engulle lo


que parece ser un corazón.

La última imagen representaba a un adolescente, con el tórax


abierto en canal.

-¿Qué mierda es esto? –preguntó a sus visitantes.

-Fueron tomadas en la península de Yucatán. Creemos que se


trata de Coatlique, la diosa azteca de la Tierra –respondió Mijáil.

-¿Y qué hace esta diosa entre nosotros? Pensé que habían
desaparecido todas estas deidades.

-Su culto en sí estaba casi extinto, los españoles hicieron un buen


trabajo. Pero en unos días, su religión ha renacido. Hay miles de
campesinos mexicanos adorándola. Y no es el único caso de una
deidad olvidada que ha regresado. Dicen haber visto al mismo
Pan en las montañas de Tesalia.

-¿Y qué consecuencias puede tener esto para nosotros? Dime la


verdad.

-Podemos desaparecer –confesó Abdel-. Como mínimo, muchos


de nosotros se desvanecerán. El resto se transformará en otro
tipo de entidad. Es bastante complicado todo esto, sobre todo
porque desconocemos la causa.

-¿Habéis mandado a alguien a este lugar? –preguntó señalando


con el dedo una de las fotografías.

-A tres conocidos que vivían en California –admitió Mijáil.

-¿Y bien?
-Perdimos el contacto con ellos hace unos días.

Dadou sintió frío de pronto.

-¿Puedo ayudar de alguna manera? Pero no me jodas, no pienso


pisar México.

-Estamos movilizando a todos los que podemos para recabar


información. Ya sea sobre esas apariciones, o que aporten algún
conocimiento que nos ayude a vencerlos. Había pensado que
colaboraras en esto último.

-Bien, dime qué tengo que hacer.

-Pensaba que no lo ibas a poner tan fácil – confesó con una risa
nerviosa.

-Mira, te soy sincera –admitió, señalando con un gesto al árabe-.


Si los Hijos de Baal piden nuestra ayuda, es porque el asunto se
le ha ido de las manos.

Abdel asintió con gravedad.

-Necesitamos ampliar nuestro conocimiento de la magia antigua


–dijo mientras tomaba la tableta y colocaba un mapamundi en la
pantalla-. Un centenar de los nuestros se están moviendo por
antiguos templos, ayudados por eruditos locales, buscando
hechizos que desconozcamos, o que en las anteriores
circunstancias no ejercieran ningún efecto visible, porque
sospechamos que ahora sí funcionarían. Quedan un par de
lugares libres, recién descubiertos por los arqueólogos. Puedes
elegir entre Zimbawe o Perú.

Y allí estaba ahora, perdida en la aldea de San José de Moro, en


un desierto junto a la Panamericana, a pocas millas de la costa. El
lugar más divertido del mundo.
El sol de media tarde se deslizaba por un cielo sin nubes. El
estómago le gruñó y pidió un bocadillo de asado y otra cerveza.
Veinte minutos después, el pedido fue colocado en la mesa por
la oronda camarera, que hablaba por el móvil con el que parecía
ser su novio.

Separó el pan y quitó el montón de cebolla que ocultaba el


filete. ¿Por qué le gustaba tanto a esta gente? Pensó
desesperada; a todo le ponen cebolla y más cebolla. Y la cerveza
otra vez caliente.

A través de los ventanales vio llegar un todo terreno. Bajaron de


él tres chicas jóvenes, rubias y con ropa de marca.
Indudablemente eran voluntarias yankis ayudando en la
excavación arqueológica. El tipo que las acompañaba, pelirrojo y
vistiendo un atuendo similar al de Indiana Jones era realmente
inclasificable. No tenía aspecto de universitario, más bien parecía
el típico payaso de barrio, pues no dejaba de hablar y hablar
mientras gesticulaba, haciendo reír a sus acompañantes.

Se sentaron en una mesa, junto a la ventana, y pidieron cerveza


americana. Casualmente, éstas sí aparentaban estar heladas, al
menos las botellas rezumaban escarcha. Al parecer, los
investigadores extranjeros de la zona eran bien apreciados como
clientes. Cuando vio que pagaban tres veces el precio de las
bebidas, comprendió las razones.

Subieron la música, a petición del pelirrojo. Las marineras fueron


sustituidas por cumbias, y eso acabó con el poco encanto del
lugar. Iba a marcharse, cuando observó mejor al tipo, que
bailaba con sus acompañantes.

Le había robado un pañuelo a una de ellas, a otra un


pe die te…de la esta te to ó u os a ellos ue eposa a
suelto sobre su hombro, aprovechando que le pasó el brazo por
encima.

Era un jodido brujo. Y esa noche haría algún hechizo, utilizando


aquellas muestras sisadas para llevárselas a la cama. ¿Se podía
ser más miserable? Aquello la indignó como mujer.

Cuando uno de los suyos abusaba así de una mortal, tenía que
resignarse y apretar los dientes. Después de todo era su trabajo,
e interponerse sólo le acarrearía problemas muy graves. Sin
embargo, no iba a soportar cómo un hechicero de tres al cuarto
seducía de aquella manera a unas jóvenes indefensas.

Entonces él la miró.

Dadoú sostuvo su mirada. ¿También quería llevarla a ella a la


cama? Iba a tener una sorpresa entonces, y no precisamente
agradable.

El pelirrojo les dijo algo a las chicas, y se dirigió hacia su mesa.


Sin pedir permiso, tomó una silla y se sentó junto a ella.

-¿Una cerveza? Las nuestras están frías –propuso con una sonrisa
estúpida.

Se quedó sin palabras. ¿Se podía ser más cretino?

-Venga, anímate. ¡Un par de cervezas, chica! –alzó la mano,


dirigiéndose hacia la camarera, y ésta reaccionó corriendo hacia
el botellero y llevando el pedido en un instante hacia ellos,
mientras le mostraba al pelirrojo una sonrisa estúpida, que
pretendía ser un alarde de coquetería. Realmente el tipo era
escuálido y de rostro anguloso, pero el encanto de ser un joven
extranjero era irresistible para algunas lugareñas-. Bien, aquí la
tienes. Te confieso que es la primera vez que hablo con uno de tu
especie.

Aquella revelación hizo saltar las alarmas de Dadou.

-¿Y de qué especie soy?

-Un súcubo. Seguro, lo supe en cuanto te vi.

Esa presunción era un insulto para ella. Era la clase más baja
entre los demonios. Pero lo inquietante era que había
averiguado su naturaleza sobrenatural. Entre todos los mortales
del lugar, se había dirigido hacia ella con total seguridad,
obviando su fachada de turista mochilera.

-Creo que has bebido demasiado, chico.

-Te aseguro que podría tumbarte a cervezas. Y mi nombre es


Tooantuh. Sí, es raro; mi madre era cherookee y mi padre
irlandés. Y tú eres un demonio, tengo un sexto sentido para esas
cosas. Ya sabes, localizar espíritus, entes infernales y lindezas
varias. Por eso me eligieron para el Ágora. Claro que después me
echaron.

-¿Por inmaduro quizás?

-No, que va, si allí la mitad están chalados y la otra mitad son
unos misántropos de cojones. No, no, es una historia muy larga.
¿Y tú cómo te llamas?

Tie e la le gua u la ga –pensó la mujer-. Veamos qué


información puedo sacarle y hacia dónde lleva esto. Si ha
pertenecido al Ágora, realmente debe poseer cualidades
sobresalientes. Ellos no comparten su sabiduría con un
ual uie a .
-Te bastará con Dadou.

-¿Francesa?

-Del mismo París, aunque hace mucho que no voy por allí.

-Una súcubo francesa, esto va a ser de puta madre. ¿Vamos?

-¿Hacia dónde? –preguntó con una voz glacial.

-Hacia tu habitación. Es que yo me alojo en un hostal de Pacanga,


junto a la comisaría. Pero si quieres vamos allí, son solo tres
millas.

Intentó contenerse. Desgarrar la garganta de aquel bufón


delante de todo el mundo arruinaría sus planes. Bueno, siempre
podía volver al día siguiente utilizando otro físico, y darse ahora
la satisfacción de abrirlo en canal.

-Oh, no me gusta tu cara –habló Tooantuh-. Creo que he metido


la pata. No eres un súcubo, ¿verdad?

Ella negó lentamente con la cabeza, sin mencionar palabra.

-Bie . Esto…pe do a, e dejé lleva po el e tusias o. La


verdad es que estás muy bien, con esa camiseta ceñida y todo
eso, así ue e o ve í de ue e as u … -la cara de ella estaba
cada vez más congestionada-. Bien, vale, la he cagado, pero
estadísticamente los demonios sexuales son mayoría, ¿No es
cierto?

-¿Cómo sabes que no soy un mortal? –Le cortó, antes de que las
ganas de asesinarlo fueran irresistibles-. No me creo lo de tu
sexto sentido.
-Pero es la verdad. Puedo distinguir los seres paranormales entre
una multitud, créeme. Ellos dijeron que era un don natural,
propiciado por algún trauma en el nacimiento.

-El trauma debió de ser para tu madre –se aproximó a él-. Dime
por qué no debería matarte.

El pelirrojo no perdió su sonrisa.

-Porque no dominas el castellano, no tienes ni idea de dónde


buscar –si estás buscando algo, aunque presumo que sí-, ni
tienes un solo contacto aquí. Yo podría ayudarte.

-¿A cambio de qué? ¿Y cómo sabes que estoy buscando algo?

-¿Por qué otra razón estarías aquí? Perú tiene lugares


estupendos para hacer turismo, pero te encuentras en un
pueblito sin la menor comodidad, junto a uno de los campos
arqueológicos más prometedores del mundo. Te propongo
compartir el conocimiento que adquiramos. Deseo lo mismo que
tú: la sabiduría que ha permanecido oculta entre esos muros
enterrados bajo la tierra. Es la única razón por la que ambos
estamos en el culo del mundo.

-¿Qué sabes de la nueva tumba que han descubierto aquí?

-Hace un mes hallaron lo que parecía ser una cripta. Estaba


situada u e a de la lla ada tu a de la sa e dotisa . Todo
parece indicar que fue construida al final de la cultura Mochica,
cuando ésta se encontraba en decadencia. Aún están quitando
los escombros de la entrada, así que desconocen qué oculta el
interior. Pero te voy a dar una primicia: al parecer se trata de un
templo consagrado a un dios desconocido. Se ha estudiado a la
perfección a las deidades mochicas, por la abundancia de los
restos arqueológicos, y los frisos que han encontrado en la
entrada no se correspondían con ninguno de ellos, así que es un
gran descubrimiento. El director de la excavación está
entusiasmado, y las becarias americanas ni te imaginas; piensan
que están viviendo un momento histórico.

-¿Qué han encontrado en su interior?

-Bueno, hasta ahora sólo se han abierto paso hasta el vestíbulo;


el pasillo está bloqueado por grandes piedras, que alguien se
encargó de colocar hace siglos. Esperan quitarlas a partir del
lunes. Sólo han descubierto varios murales, situados en esa
recámara, donde una figura con cuerpo de hombre y cabeza de
mono ocupa un trono, y los demás dioses se inclinan ante él,
incluidos al dios de los cielos, que hasta ahora se creía el jerarca
de su panteón.

-¿Y qué tiene eso de relevante?

-Bueno, el dios de los cielos, Ai apec para nuestros difuntos


amigos mochicas, aparece representado en todos sus templos y
tumbas como el heraldo principal de su religión. Una simpática
deidad con rostro humano, prominentes colmillos y cuerpo de
araña es su representación más generalizada. Un dios protector,
pero que exigía violentos sacrificios para mantener su benigna
influencia. La decapitación era el método más habitual durante
las ofrendas. Y éstas solían ser bastante frecuentes, ya que la
zona es muy inestable climáticamente, debido a la influencia del
Niño, así que las inmolaciones se realizaban con el fin de obtener
lluvias benignas. De hecho, la civilización moche desapareció tras
una alternancias de diluvios y sequías, que acabó por destruir sus
canales de regadíos y edificios, estos últimos construidos con
adobe, y muy sensibles a tormentas descontroladas. Así que la
aparición de improviso de un dios más poderoso ha tomado a
todos por sorpresa.

-¿Conoces su escritura? ¿Sabes traducirla?

En ese punto, la cara del brujo cambió a una expresión perpleja.


De pronto, soltó una serie de carcajadas histéricas.

-¿Por qué te ríes? –le preguntó con voz helada.

-Espera que me recupere –pidió con la respiración entrecortada-.


Nadie ha podido descifrar su escritura, ni siquiera saben si es tal.

-Explícate.

-Lo que llamas escritura son putas líneas y puntos, no hay más.
Algunos estudiosos sostienen que pueden ser números, otros
apuntan a que son anotaciones de un juego que se practicaba
con alubias. Sí, las pintaban de diversas formas, y así aparecen
representadas principalmente en frijoles, pero también en
cerámicas y tejidos, aunque nada indica que sea realmente una
escritura, que podría serlo, no se descarta. Pero nadie sabe qué
significa.

Dadou permaneció en silencio, asimilando la información.


Bus a a tiguos he hizos le ha ía i di ado Mijáil. Y u a ie da,
allí no había nada que encontrar.

Tomó el móvil y lo lla ó. Mi número estará siempre abierto,


sea la ho a ue sea , le ha ía i di ado. U a locución automática
le indicó que la línea estaba apagada.

-¡Hey, tranquila! –dijo al verla con el rostro ceniciento-.Mira, hoy


es vienes, y la excavación está cerrada hasta el lunes. Vamos al
norte, hay unas playas estupendas, o a Trujillo y nos zampamos
un buen asado en un restaurante con aire acondicionado. Así te
relajarás y podrás liberar tu mente.

Ella le lanzó una mirada envenenada.

-Y así, de paso, podrás echarme un polvo, ¿no?

-Lo estás di ie do tú. Pe o a puestos…-sugirió mientras


adelantaba su mano y acariciaba los dedos de Dadou.

Con un movimiento rápido tomó la muñeca del brujo y apretó


hasta oír crujir los huesos.

-¡Vale, vale, vale! –Dijo este con el rostro constreñido, mientras


ahogaba un grito-. No volveré a decirte nada más.

-Y ahora que has aprendido la lección, vas a hacer lo que yo te


diga –examinó sus uñas, y torció el gesto al descubrir una de
ellas agrietada. La recompuso en un instante, ante la sorpresa de
Tooantuh.

-Vaya, ¿puedes hacer lo mismo con mi muñeca? Te lo


agradecería.

-Quiero que me lleves hasta el yacimiento arqueológico.

-Si recompones mis jodidos huesos. Se está inflamando esto.

-Creo que no me explico bien. ¿Te digo otra vez lo que vamos a
hacer?

-No puedo conducir así –replicó con una sonrisa triunfante.

A regañadientes, colocó sus manos sobre la muñeca maltrecha,


bajó la inflamación y restauró un par de huesos astillados.
Entonces se dio cuenta de un hecho revelador.
-No puedo absorber tus recuerdos. Dime cómo es posible, o te
arranco el brazo directamente –su tono era furioso. Nunca había
encontrado un caso así en un mortal.

Tooantuh se aprestó a levantar su camiseta con la mano libre, y


dejó a la vista una serie de extraños tatuajes; signos y garabatos
aparentemente sin sentido.

-Tengo mis hechizos. No estamos tan desvalidos ante vosotros


como creéis –ella liberó su presa, y la sangre volvió a circular por
su mano-. Mira, tú me necesitas a mí más que yo a ti, así que
trátame como un socio, al menos. Te ayudaré a conseguir lo que
quieres, si está en mi mano. De forma desinteresada.

-Y porque sigues esperando poder echarme un polvo.

-Por eso también –respondió mientras sonreía, como un niño al


que le descubren en plena travesura.

-Pues lo llevas mal. Pero por lo demás, acepto tu propuesta –Le


ofreció la mano, y el brujo se la estrechó con desconfiada
delicadeza.

-Entonces vamos, no perdamos tiempo –dijo animoso, mientras


le enseñaba unas llaves de automóvil-. En coche tardamos cinco
minutos.

-¿Y las americanas que vinieron contigo? ¿Las vas a dejar solas?

-No les pasará nada, su universidad financia parte de las


excavaciones, y eso es plata para el pueblo. Y a ellas les queda
bastante aquí, calculo que media docena de cervezas a cada una.
Mañana es sábado y no se trabaja.

El coche de Tooantuh era un Toyota desvencijado y cubierto de


polvo. Los paragolpes estaban unidos a una mohosa carrocería
con alambres, y el capó se balanceaba mientras recorrían la
carretera sin asfaltar.

-Mire, es allí –le indicó unas vallas junto a un recinto tapiado-. Se


encuentra entre el campo arqueológico treinta y ocho y la
cancha de fútbol municipal. Como te dije, lo descubrieron hace
un mes, por casualidad.

-¿Algún campesino arando con el tractor?

-Hay pocos tractores en Perú, Dadou. No, no fue nada de eso.


Encontraron a un trasnochador abierto en canal, y a su lado se
abría un enorme agujero.

-Mierda. ¿Y el asesino no pudo esconderse en ese agujero? ¿O


tal vez aguardó alló escondido hasta que pasó su víctima?

-A ver, la policía de aquí no es tonta, aunque le falten medios.


Bajaron hasta allí, y lo que encontraron fue un umbral de adobe,
con curiosos bajorrelieves representando a una especie de
mono, mientras los dioses y los hombres le rendían adoración. La
puerta estaba sellada por losas de barro cocido apiladas
formando una gruesa pared, algo inusual entre los mochicas a la
hora de obstruir una entrada, porque normalmente se limitaban
a apilar grandes vasijas. Así que, teóricamente, nada pudo salir ni
entrar de allí. Ya hemos llegado. Ese es Edwin, el vigilante.

Un hombretón de mediana edad vestido con un mono verde les


saludó al otro lado de la verja. Llevaba en las manos una
escopeta de caza, y un transmisor suspendido del cinturón.

-Buenos días, señorito Tooantuh. Hoy ha llegado tarde, ya está


cerrado –les dijo con tono afable.
-Solo vamos a echar un vistazo, amigo –le respondió, mientras
alargaba un billete de cien soles, que desapareció como por arte
de magia en un bolsillo del vigilante, que les abrió con cierta
parsimonia.

-Adelante, yo me quedo aquí, tomando una chela –concluyó el


tipo, mientras sacaba una cerveza de una nevera.

Se adentraron en el cercado, hasta llegar a lo que parecía un


pozo, del cual pendía una escalera.

-¿No teme que robemos alguna reliquia? –preguntó Dadou.

-Edwin sabe que no soy de esos. Además, no hay nada para


llevarse de aquí, a no ser que derribes el muro de adobe. Y debe
de pesar un par de toneladas. Bajemos ahora –sugirió, mientras
tomaba una linterna de una caja de herramientas.

Descendieron durante diez metros, hasta que llegaron a la


puerta del templo. Unos extraños bajorrelieves adornaban el
pórtico, simbolizando hombres adorando a una deidad simiesca,
que danzaba entre ellos y, al parecer, los divertía con elaboradas
cabriolas.

-Un dios extraño –afirmó la chica.

-Los dioses monos son muy corrientes entre las religiones


politeístas. Tienes buenos ejemplos en los cultos hinduistas y
japoneses. Sin embargo, para los orientales el simio representa a
la sabiduría, mientras que en este caso se asemeja a un bufón.
Cosa curiosa, sí.

-¿No hay rastros de esta deidad en el resto de los templos de la


zona?
-Aquí lo que abundan son tumbas, sobre todo de gente santa.
Muchísimas, aunque también hay algún lugar de culto. Este
paraje era especial para los mochicas, un centro de
peregrinación muy representativo, y por eso se encuentran
numerosas criptas de sacerdotes de ambos sexos. Pero no, salvo
alguna representación de fauna de la selva, donde aparecen los
monos, junto con jaguares y tucanes, no hay rastro de una
deidad importante con forma de primate. Ni aquí ni en todo
Perú. Venga, acompáñeme, entremos en la antesala del templo –
sugirió, mientras se dirigía hacia el interior, alumbrando con la
linterna su camino.

Las paredes aparecían cubiertas por enormes murales, en las


que se repetían, esta vez dibujadas delicadamente, los mismos
motivos que en la entrada; dioses y mortales riendo las
bufonadas de aquel primate deificado.

Dadou examinó las imágenes, intentando encontrar un


significado a todo aquello. El hecho de que los mochicas no
conocieran la escritura, y por lo tanto no hubiera podido ser
descifrada, hacía más difícil su propósito.

Sintió la respiración de Tooantuh resbalar por su cuello, y la


mano de éste apoyada sobre su cintura. Estuvo a punto de soltar
un codazo hacia atrás, cuando vio algo que le hizo reprimir dicho
impulso.

-El hombre que encontraron, ¿Cómo lo mataron? ¿Le cortaron el


cuello? –preguntó al brujo.

-Pues sí, con bastante insistencia, por lo visto. Su cabeza apareció


a un par de metros del resto del cuerpo.
Frente a ella, iluminada por la luz de la linterna, una extraña
criatura, cuyas patas de araña la sostenían sobre el suelo
mientras su cabeza humana mostraba unos rasgos feroces,
arrojaba con sus brazos en forma de pinzas, en dirección a un
simio que las atrapaba con agilidad, las cabezas cercenadas de
una pila de seres humanos decapitados.
2.

Tooantuh trajo a la mesa dos cervezas heladas. Tomó una y la


vació de un trago en su garganta. Ya era noche cerrada, pero el
calor seguía siendo asfixiante. Y el ventilador de techo del
Pa ha a a o ti ua a si ef es a el ambiente.

-Mañana podemos ir al norte. En unas horas llegaríamos a la


playa de Máncora, y podemos alquilar una suite en plena playa.
Te gustará. Es tranquilo, lujoso, hay surfistas y ballenas en el
horizonte.

-¿Una suite?

-Bueno, dos, no me mires con esa cara. Lo importante es


descansar y disfrutar un poco.

-Ya te diré mañana –la idea de tomar el sol mientras bebía un


pisco souer comenzó a parecerle atractiva. El estómago le gruño
y recordó que no había comido nada desde el desayuno - ¿Qué
podemos comer que no tenga cebolla?

-Anticuchos. Aquí los hacen bastante bien, tienen una parrilla en


la cocina.

-¿Y qué es eso?

-Brochetas. De corazón de res.

-Y una mierda voy a comer eso.

El brujo lanzó una risotada.

-Espera y verás. ¡María Emilia, trae 4 palitos! – le pidió a la


camarera, que asintió y volvió a esbozar esa sonrisa bobalicona
que tanto enojaba a Dadou.
Media hora después, la mujer rebañaba la madera de la
brocheta.

-Condenadamente buenos, sí. Muy sabrosos. Y el ají con su pique


exacto. Más cerveza, por favor –en cuanto le fue puesta sobre la
mesa, la vació como de costumbre.

Tooantuh no le iba a la zaga, y frente a él se colocaban media


docena de botellas vacías.

-¿Es verdad lo que dicen? –le preguntó, con la lengua pastosa


por el alcohol.

-¿Sobre qué? – quiso saber Dadou, enarcando una ceja.

-Que podéis cambiar de forma a voluntad.

-Pues sí –la cena le había puesto de buen humor, así que se


decidió a contestarle de buenas maneras, sin importarle revelar
algunos datos reservados. Después de todo, probablemente el
brujo no sobreviviría más que unos días, si era verdad lo que
afirmaba Mijáil-. Pero no es tan fácil. Si solo hay que moldear el
contorno de los labios, hinchar unas mejillas o cambiar el color
de los ojos, podemos hacerlo casi instantáneamente. Si hay que
modificar el contorno óseo, es mucho más complicado y requiere
una cierta experiencia para no meter la pata, y que acabes
pareciendo el jorobado de Notre Dame.

-Es decir, que si quisieras, podrías transformarte en alguna actriz


famosa.

-No me gusta por donde vas.

-Es solo curiosidad.

-Vas a pedirme que me convierta en otra persona.


-Quizás. ¿Lo has hecho muchas veces?

Dudó antes de responder.

-Normalmente por supervivencia. La única vez que le di ese


capricho a un hombre, fue en 1770. María Antoñeta, la hija del
emperador austriaco, acababa de llegar a Versalles para casarse
con el futuro Luis XV, que entonces sólo era el delfín de Francia,
el heredero al trono. Tenía quince años, de rostro hermoso y
labios pequeños pero tentadores. De apariencia frágil, pero ese
mismo defecto devenía en cualidad, porque le daba a su figura
un aire etéreo, de cuento de hadas. Mi amante de entonces,
Mijáil Vasíliev se encaprichó de ella. Incluso intentó entrar en
palacio de noche, a hurtadillas.

-¿Y qué tenía aquello de malo? ¿Acaso no existís para hacer


pecar a los mortales?

-Aquello transcendía muy por encima de una simple travesura. Si


la hubiese seducido, ella habría caído en sus brazos. Los
demonios tenemos posibilidades de control de nuestro cuerpo
que los humanos jamás podrían ni soñar. Además, podemos
influir sobre el organismo de nuestras víctimas, provocándoles
sensaciones que ni en sueño hubieran pensado sentir. Así que, si
aquello hubiera sucedido, María Antoñeta hubiera abandonado
Versalles, convertida en la concubina de un, aparentemente,
noble ruso venido a menos. Lo más probable es que hubiera
habido una escalada de tensión, y finalmente se hubiera
declarado una guerra entre Francia y el Imperio Austriaco.

-¿Y ué? Gue a, f at i idio, desola ió … ¿No es lo que buscáis?

-Nuestra capacidad de intervención es comedida. No podemos


influir decisivamente sobre el devenir marcado de la historia
humana. No de esa manera tan tosca, producida por un solo
demonio. Hubiera significado la destrucción de Mijáil, y en aquel
momento estaba demasiado unida a él para permitirlo.

-Así pues, te convertiste en la Delfina de Francia para satisfacerlo


en la cama.

-Digamos que así lo contuve. Y como me temía, al cabo de unos


días, se cansó de aquel cuerpo con tan escasa carne –soltó un
bufido-. Iba a provocar millones de muertes por un simple
capricho pasajero.

-Vaya, tenemos un demonio con principios. Brindo por ti.

-Gracias. Y dime, por curiosidad, en qué actriz tenías pensado


que me convirtiera.

Dijo un nombre un tanto rimbombante.

-No me suena, Tooantuh. Y soy bastante cinéfila.

Percibió que su acompañante enrojecía. Y entonces comprendió.

-¡Mierda! ¿Una intérprete porno? ¿Querías que me transformara


e u a…u a…?

-No, no es lo que piensas. Es muy buena interpretando. Mira –le


dijo mientras le ofrecía su móvil-, aquí tengo varias escenas de
ella.

Le tiró la servilleta a la cara y se levantó indignada.

-Creo que vamos a olvidar que pensé por algún momento ir


contigo a la playa. Mañana aquí a las ocho en punto – ordenó,
mientras se dirigía a la puerta.
Advirtió cómo la camarera sonreía burlona al pasar a su lado, y
sintió la tentación de atravesar su cuerpo con el brazo, pero se
contuvo a duras penas.

Entonces vio a los dos hombres junto a la entrada del


restaurante, alterados y señalando la cima de un cerro cerca del
área 38.

Varias fogatas iluminaban una multitud, quizás un millar de


personas, provenientes seguramente de San José Moro y las
poblaciones aledañas. Hasta sus oídos llegaba un extraño
cántico, entonado en un lenguaje incomprensible.

-¿Qué están haciendo? –le preguntó a aquellos lugareños. Uno le


miró con cara de póker, y comenzó a farfullar palabras en
castellano, que no entendió. El otro, de unos cincuenta años y
pantalones de pinzas negros e impoluta camisa blanca, calmó a
su compañero y luego se dirigió hacia Dadou.

-Disculpe a mi amigo. Es migrante de la sierra, y su español es


pobre, por no decir del inglés. Mi nombre es Antonio Puccio, y
soy el pastor de esta congregación. Ocurre que, desde hace
semanas, mis feligreses han ido faltando a las ceremonias. Al
principio eran sólo unos huecos entre los asientos, pero hoy ya
eran filas enteras. Supuse que el padre Harlam los había
recuperado para el rito católico, pero acabo de hablar con él y se
encuentra en la misma situación. Y ahora veo a mis
conciudadanos, antiguos hombres y mujeres de fe, participando
de ritos paganos en aquel cerro. Como puede comprender, es
como mínimo desconcertante.

-Es extraño, sí. Y así tan de p o to o o di e…


-Bueno, nosotros vamos para allá, a ver si volteamos la situación
y los jalamos al redil –concluyó mientras se despedía, y ambos
hombres se encaminaban a través de un sendero pedregoso
hasta el cerro.

Dadou volvió sobre sus pasos y entró en el restaurante. La


camarera había arrinconado al brujo contra una pared, mientras
intentaba bailar cumbia con él. La mujer movía las caderas como
una locomotora, y la camiseta que vestía se subió por pura
inercia, dejando ver un vientre orondo. El rostro de Tooantuh era
bastante significativo al respecto, y estuvo a punto de echar a
reír al ver la cara de espanto que mostraba.

Lo agarró del brazo y lo arrastró consigo al exterior, mientras la


frustrada bailarina le dedicaba una serie de insultos que jamás
pensó fuera a escuchar en los labios del sexo femenino.

-Gracias por rescatarme –le dijo cuando estuvieron en el


exterior.

-No me lo agradezcas tan pronto –le replicó, señalándole la cima


del cerro. Ahora los fuegos eran mayores, iluminando una
multitud que bailaba frenética bajo la luz de la luna llena.

-¡Joder! ¿Qué le pasa a esa gente?

-Eso es lo que vamos a averiguar tú y yo. Andando.

-¿No vamos en coche?

-Pienso que sería una mala idea. Si te fijas, hay algunos vehículos
volcados a lo largo del camino –reveló, echando a andar hacia su
objetivo.

Tooantuh soltó un bufido de resignación, y la acompañó con


desgana.
El pastor y su amigo abrían el camino, unos doscientos metros
por delante. Cuando éstos estaban a punto de llegar a la cima, un
grupo de hombres les cortó el paso. A pesar de la distancia, la luz
del satélite le permitía observar con detalle la escena.

Vestían sólo un taparrabos y unas rusticas sandalias, aunque


tenían el rostro y el torso pintado de colores chillones. Portaban
lo que parecía un remedo de maza, realizado con una pesada
piedra atada al final de un palo. No querían dejar continuar al
pastor, y su acompañante estaba bastante agraviado por la
situación, gesticulando ostentosamente con sus manos.

Sucedió en un instante. Las armas cayeron sobre los que


consideraban intrusos, y un sonido parecido al de una sandía al
estrellarse contra el suelo llegó hasta ellos. Los dos hombres se
desplomaron, quedando inmóviles. Los apartaron sin
consideraciones, a patadas.

Dadou se frenó en seco, pero esta vez Tooantuh tiró de ella.

-Vamos, no vamos a quedarnos aquí después de haber llegado


tan lejos –le dijo a la mujer.

-Pero los han matado –replicó, desconcertada ante el giro de los


acontecimientos.

Un par de golpes de aquellas armas podían reventarle el cráneo,


pensó Dadou. Y entonces el infierno se abriría ante ella.

-No temas, ya verás cómo manejo la situación.

-Visto cómo te manejaste con la camarera, no me extrañaría que


termináramos descuartizados, como mínimo.

-Tranquila, ten fe en mí –la calmó el brujo. Y aquellos ojos


oscuros que poseía la tranquilizaron inexplicablemente, porque
una mirada fugaz a ambos lados del camino le descubrieron, no
sólo los cadáveres del pastor y su amigo, con la cabeza abierta y
los ojos incrédulos de quién recibe la muerte sin esperarla, sino
también varios hombres de uniforme, desplomados entre los
rastrojos.

Cuando llegaron a la altura de los guerreros, éstos les cerraron


el paso, hostiles. Uno de ellos se adelantó y comenzó a hablarles
en una jerga desconocida, impidiéndoles el avance.

Y entonces le respondió Tooantuh en aquel mismo idioma.

Respetuosos, inclinando la cabeza, se abrieron a lo largo del


camino. Mientras pasaban junto a ellos, la mujer miró incrédula
a su compañero.

-¿Cómo sabes su lengua?

-Hablan yunga, que es la antigua jerga mochica. Está


prácticamente extinto, aunque aún lo practican unos pocos en
esta zona, y aprendí de ellos. Tengo buena mano con los idiomas.
Lo que es curioso es que ahora lo conozcan todos de pronto, por
lo visto.

-¿Y qué les has dicho?

-Que eras una sacerdotisa venida de lejanas tierras para adorar


al dios del cielo, Ai Apaec.

-¡Oh, mierda! Esto no me gusta nada. Nos estamos metiendo en


la boca del lobo –habían llegado hasta la cumbre del cerro, y
pudo ver cómo cientos de personas bailaban frenéticamente,
mientras hundían vasos de barro en unas enormes tinajas, de las
que sacaban un líquido pardusco que tomaban con ansias.
Mientras los hombres únicamente lucían un taparrabos, las
ropas de las mujeres se limitaban a una faldita que ocultaba sus
partes pudendas, dejando a la vista el torso.

Dadou observó que al brujo se le iba la vista hacia donde no


debía, y le dio un codazo.

-¡Ey, tranquila! – Se quejó éste-. Pero si están todos colocados.


Han tomado hierba de San Pedro y chicha de maíz fermentado.
Básicamente, han alcanzado el éxtasis. Pero no estoy tan loco
como para aprovecharme de la situación con las chicas. Observa
con detenimiento

Y es que había un cierto orden dentro de aquel desbarajuste;


mujeres y hombres permanecían separados, mientras sobrios
sacerdotes vestidos con túnicas y armados de garrotes
mantenían la castidad de la celebración.

-Es un regocijo en honor a Ai Apaec, el Dios de los Cielos –le


explicó el brujo-. Los honores a la diosa Shi, que representa a la
fertilidad, son bien distintos. No creas que los mochicas eran
unos mojigatos, simplemente están celebrando un rito diferente.
Y me temo que van a tener unas ofrendas similares a las de hace
siglos.

-¿A qué te refieres?

-A eso –indicó con un gesto.

Sobre un improvisado altar de tierra pisada, elevado un metro


sobre el terreno, llevaron a dos hombres descamisados,
agarrados con fuerza por sus captores. Les habían golpeado con
saña, y sus rostros lucían hinchados y manchados con su propia
sangre.
-¡Huevones! ¿Qué hacéis? –Dijo uno de ellos, que aún poseía
algunos dientes en su boca ensangrentada-. Soy de Pacanga, ¿No
me conocéis? Pues yo a ustedes sí, os voy a matar en cuanto me
suelten.

Un anciano vestido con una rústica túnica se colocó frente a él.


En su mano portaba un curioso cuchillo, cuya hoja tenía forma de
péndulo. Se colocó una máscara de madera, tallada con ojos
furiosos y largos colmillos felinos. De improviso, lo agarró del
pelo y, mirando a los cielos, entonó una plegaria monocorde,
mientras el desdichado lanzaba insultos contra sus captores.
Luego, con un rápido movimiento, deslizó el arma de izquierda a
derecha en torno al cuello de su prisionero, abriéndole la
garganta limpiamente y soltando ésta un surtidor de sangre.
Entre estertores, cayó al suelo. Tras unos segundos, su amigo lo
acompañó en el sueño eterno.

Dadou estaba lívida. Miró al brujo buscando una explicación, y


éste la intentó serenar tomándola de los hombros.

-El sacerdote lo ha sacrificado a Ai Apaec. Le ha ofrecido sangre a


cambio de lluvia, porque los acuíferos están secos y los canales
polvorientos. Ese cuchillo tan peculiar se llama tumi, por cierto.

-Gracias por la información, es realmente tranquilizadora –


comentó sarcásticamente.

Un danzante apareció entonces, enfundado en una máscara


semejante a un simio. Bailaba y daba volteretas alrededor de los
asistentes, mientras estos se mofaban de él y le lanzaban
patadas intentando acertarle, aunque la mayoría se perdían en el
aire, dado el estado ebrio de los congregados.
Con una última pirueta, se colocó delante del sacerdote que
representaba a Ai Apaec. Éste se inclinó ante el danzante y le
entregó, sumiso, el cuchillo sacrifical, mientras se hacía el
silencio en el cerro. El dios mono lo tomó entre sus manos, y
girando sobre sí mismo, gritando un cántico infernal, pasó a
través de la plebe, que ahora le dejaban paso respetuosamente,
y se perdió en la oscuridad.

Sólo entonces volvieron los cánticos de la muchedumbre, como


si aquello que acabaran de presenciar fuera la respuesta a sus
oraciones. Algunos caían agotados, pero la mayoría aumentaron
el ritmo de sus danzas, pareciendo enloquecer definitivamente.

-Me parecen muy pintorescas las tradiciones mochicas, pero ya


he visto bastante –habló Dadou-. Vámonos de aquí, tenemos que
llamar a la policía. Esta gente se ha vuelto loca.

-¿La policía? Eran los que guardaban el camino, vestidos con


taparrabos y armados de garrotes. Habían eliminado a los
compañeros que aún mantenían la cordura, ¿No viste sus
cuerpos entre las hierbas? Nos vamos a largar, sí, mirando al
suelo y sin que se den cuenta de ello, y no podemos volver por el
mismo camino porque levantaríamos sospechas. Se supone que
eres una sacerdotisa, y deberías de estar con el clero, festejando.

-¿Y entonces?

-Campo a través. Por allí –indicó un pequeño claro que se había


formado entre el gentío, y se encaminaron hacia éste. A duras
penas bajaron por el terroso cerro, y la joven tropezó varias
veces, estando a punto de caer rodando.

-Esto es una mierda –se decía-. Mataré a Mijáil con mis propias
manos.
Por fin llegaron hasta San José Moro. Las luces del lugar estaban
apagadas, y el restaurante, aunque mostraba abiertas las
puertas, se encontraba desierto. Un viajero se había desviado de
la panamericana para tomar algo caliente, y andaba por el local
desorientado y maldiciendo la falta de atención. Finalmente, él
mismo se sirvió un bocadillo y un café, y enfiló hacia su auto.

-¿Qué hacemos ahora? -preguntó la mujer

-Pues yo me voy a dormir a mi hostal en Pacanga, estoy


machacado. Si quieres acompañarme…

Estuvo a punto de rechazar su proposición, pero recordó que en


el lugar donde se alojaba no quedaba nadie que no se hubiera
convertido en miembro de aquella turba vociferante.

-Está bien, pero me quedo en otra habitación.

-Como quieras –asumió sin más-. La que se lo pierde eres tú –


concluyó con petulancia mientras abría la puerta de su Toyota y
le ofrecía gentilmente el paso.

Las calles de Pacanga mostraban a varios viandantes a pesar de


las altas horas de la noche. Uno de ellos, una mujer de unos
cincuenta años los paró.

-¿No han visto a mi nieto? tiene solo dieciséis años, y no ha


regresado a casa –el tono de su voz era desesperado-. Él es un
niño bueno y no hace pendejadas.

Negaron con la cabeza y prosiguieron el camino. Los gritos de


padres y cónyuges angustiados llamando a voces a sus familiares
desaparecidos resonaban en la noche, crispando los nervios de
Dadou.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué sucede todo esto? –preguntó a
Tooantuh mientras entraban el vestíbulo del hostal.

No había nadie tras el mostrador y el brujo tomó él mismo la


llave de su habitación. Pareció pensar un instante, y tomó otra.

-Aquí tienes, quédate tú en esta, así dormirás tranquila. Nos


vemos mañana a las ocho en la cafetería. Queda allí, al lado de
recepción.

-Te he hecho una pregunta.

-Y te responderé mañana. Déjame que consulte con la almohada.


A veces los sueños me revelan secretos –le confesó, guiñándole
un ojo.

La habitación era pequeña y la pared no había sido pintada en


años. La cama, de colchón de gomaespuma, era cualquier cosa
menos cómoda. Resignada, lavó su ropa, que exhalaba olor a
sudor y polvo, y la colocó sobre una ventana. El aire cálido le
indicó que por la mañana estaría seca.

Se dio una ducha. No funcionaba el agua caliente, pero ni falta


que hacía. Mientras se secaba, durante un instante sintió algo
parecido al frío, y pensó que era la sensación más deliciosa que
podía disfrutar.

Cayó redonda en la cama, intentando dormir, mientras el sudor


volvía a aflorar.

Y entonces un ruido acompasado le llamó la atención. Provenía


de la calle, y se asomó a la ventana, pues pensaba que sus
sentidos la engañaban.

Estaba cayendo un auténtico diluvio.


2.

La luz del sol la despertó. Miró su reloj y comprobó que sólo era
las seis de la mañana. Cerró las cortinas e intentó dormir un poco
más, pero era inútil; el desasosiego se había apoderado de ella.
La camiseta y la ropa interior aún estaban húmedas, pero se
vistió con ellas ante la falta de otras prendas.

Llamó a Mijáil, y nuevamente su móvil estaba apagado. El día no


estaba comenzando nada bien, y temía que empeoraría a
medida que fueran transcurriendo las horas.

Cuando bajó hasta la recepción, un penetrante olor a café la


inundó. Siguió el rastro y llegó hasta un pequeño comedor.
Tooantuh se encontraba sentado en una mesa, repasando varios
blogs de notas, y escribiendo anotaciones. Cuando la vio, le sirvió
de inmediato una taza humeante.

-Estoy muerta, no había forma de descansar en ese colchón.


¿Llevas mucho tiempo aquí?

-Casi un par de horas; tenía algunas ideas en la cabeza, y no


podía conciliar el sueño.

-Me imagino que habrás averiguado algo –comentó mientras


tomaba un sorbo de café.

-La verdad es que sólo algunas conjeturas. Como te dije, no


aparecen referencias en la cosmología mochica sobre un dios
mono que domine a las demás deidades. Sí algunas entidades
menores, representando a los animales de la selva, pero nada
que ver con un ente ante el que se arrodilla el mismo Ai Apaec.
La mujer miró a través de una ventana, que permanecía abierta.
Las calles se mostraban solitarias, sin tránsito alguno, a pesar de
que a esa hora era frecuente la actividad. En provincias se
levantaban con la salida del sol.

-¿Dónde están todos?

-Han dejado sus casas. Les son extrañas y se sienten incómodos.


Han tirado en las puertas las televisiones, lavadoras, frigoríficos,
óviles… o los o p e de aho a. I luso los auto óviles
están abandonados, algunos con las llaves puestas. Están
construyendo un nuevo pueblo, allá en el cerro.

Se sentó sobre el marco de la ventana, desolada.

-¿Por qué actúan así? ¿Qué les pasó?

-Los dioses olvidados… a sa es, a uellos u o ulto se pe dió


po ue los e e tes dese ta o ha ia ot a eligió …de algu a
manera han regresado. Tiene que haber un motivo, pero lo
desconozco. El asunto es que, un día, esas deidades abrieron los
ojos y descubrieron que nuevamente estaban sobre la tierra de
los hombres. Con ellos llegaron otras criaturas, propias de su
mitología, que pensábamos desterradas. Y ahora, esos recuerdos
del pasado se apoderan de la mente de los descendientes de
aquellos que los adoraron, vuelven a reinar en sus antiguas
posesiones, y los seres humanos son muñecos en sus manos. Eso
es lo que les ha ocurrido a ellos. Y es obvio que lo mismo está
sucediendo en otros rincones del mundo.

-Pues entonces estamos jodidos.

-Bueno, nosotros los mortales sí. Me temo que vamos a sufrir


una involución cultural bastante considerable. Quizás en algunas
regiones incluso se extinga la raza humana. Muchas de las
antiguas religiones tienen en sus mitologías criaturas insaciables,
así que me imagino que el peligro de superpoblación en la tierra
va a desaparecer.

-No seas payaso. No es momento de hacer bromas.

-Estoy hablando todo lo serio que puedo, lo cual es un esfuerzo


para mí –terminó el café y cerró los libros, dejándolos a un lado-.
¿Un polvete antes de extinguirnos?

-Vete a la mierda. Dime qué podemos hacer. Habrá alguna forma


de luchar contra esto, digo yo.

-Pienso que es inevitable que los antiguos dioses vuelvan a


ocupar su lugar. Por lo que veo, todo se está desmoronando muy
deprisa. Está comenzando en las zonas rurales, pero pronto
alcanzará a las grandes urbes.

-Ni hablar, yo no me rindo sin luchar.

-Muy valiente, Dadou –una triste sonrisa se dibujó en su


semblante-. Lástima que nadie recordará tus proezas. Mejor que
salgas de aquí. Toma mi auto y desaparece por la panamericana.
El cambio no avanza tan rápido como para que, cuando llegues a
Lima, no puedas tomar el primer avión que salga en dirección a
Europa. Eso sí, ruega que, cuando llegues, no te reciba una horda
de vikingos que haga de ti su esclava sexual.

-No es eso lo que más me preocupa, en condiciones normales


me desharía de ellos. El problema es que yo soy un diablo
cristiano.

-¿Y qué significa eso?

-Significa que si paso demasiado tiempo en una zona dominada


por otra religión, adopto las características de los demonios de
dichas creencias. Y créeme, suelen ser bastante desagradables
en forma y actitudes. Y ya no digamos si desaparece el
cristianismo, entonces el cambio sería inevitable.

-Vaya, eso es un problema, sí. Pero al fin y al cabo, no morirías.

-Hay cosas peores, te lo aseguro. ¿Cuánto tiempo hacía que el


templo que visitamos ayer se había descubierto?

-Un mes.

-Me juego mi inmortalidad a que lo que sea que comenzó esto


aquí, salió de ese lugar. ¿Te parece si hacemos una visita
turística?

-Te recuerdo que la entrada estaba obstruida.

-Tú déjame a mí.

-Está bien, iremos. Habrá que prepararse –y comenzó a quitarse


la camisa, para luego proseguir con los pantalones.

-¿Qué piensas que estás haciendo?

-No podemos andar por ahí con ropas modernas, tenemos que
pasar desapercibidos. Toma, te conseguí esto –dijo mientras le
lanzaba una faldita-. Sólo puedes vestir esto, nada por arriba.

-¿Pretendes que vaya medio desnuda por ahí?

-Así van todas las mujeres en este momento.

-Salvo las sacerdotisas.

-Sí, ellas llevan túnica, pero no pude encontrarte ninguna.

-Mejor iré como estoy. No te preocupes, es bajo mi


responsabilidad.
El brujo terminó de atarse la camisa alrededor de la pelvis, a
modo de taparrabo. Tenía un aspecto ridículo, extremadamente
delgado, de hombros estrechos y de piernas escuálidas.

-Estoy por hacerte una foto –comentó Dadou entre risas.

-Sí, tú ríete, pero no será a mí al que sacrifiquen. Vámonos –


sugirió mientras tomaba las llaves del Toyota.

-¿No llevas protector solar?

-No hace falta, no deja de llover, listilla.

La lluvia era suave, al contrario que las intensas tormentas de la


noche anterior. Sin embargo, la reseca tierra la había absorbido,
anhelante del líquido vivificador. Sólo algunos charcos aparecían
a lo largo del sendero, pero estaba claro que, si seguía lloviendo
así, las antiguas lagunas y acuíferos volverían a resurgir.

-Vamos a dar un breve rodeo –anunció el brujo.

-Nos retrasará. ¿Por qué no avanzamos directamente?

-Mis amigas. Son becadas de la Universidad de California, y


tienen una pequeña chacra junto al edificio de la fundación que
patrocina parte de las excavaciones. Me preocupa qué haya
podido ocurrirles.

Llegaron hasta una casita de adobe de dos plantas, situada al


margen del camino. La puerta estaba cerrada, al igual que las
ventanas.

-¡Sally! ¡Lenna, Anne! Soy Tooantuh, ¡abrid si estáis dentro!

Durante un largo minuto solo respondió el silencio, hasta que


finalmente la puerta se abrió tímidamente. Unos ojos asustados
se dejaron ver.
-¿Tooantuh? – una figurita temerosa y de larga melena dorada se
echó en sus brazos-. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué le pasa a la
gente? –Se separó de él y entonces reparó en su aspecto -¿Y qué
haces medio desnudo?

-Es una larga historia, Lenna. ¿Tus amigas están bien?

-Acurrucadas en una cama de la planta de arriba. Han atrancado


la puerta con muebles. No quieren salir aunque hayan oído que
eras tú. ¿Y quién es tu amiga?

-Alguien que me está ayudando.

-Tú siempre tan bien acompañado. Aunque se esté acabando el


mundo, siempre serás el mismo.

-Bueno, algo así está pasando, por lo menos aquí. Atranca las
puertas y no salgáis hasta que vuelva. ¿Entendiste?

-Tengo dos licenciaturas, aunque sea rubia, Tooantuh. Entiendo


perfectamente. Pero no tardes demasiado –lo besó suavemente
en los labios, lo que provocó una sonrisa idiota por parte del
brujo.

-Ahora entra en la casa. llegaré antes de que anochezca –cuando


la puerta se cerró, arrancó el auto y se dirigieron hacia el área
treinta y ocho.

-No comprendo cómo están vivas, pero bien con ellas –comentó
Dadou, mientras rodaban por caminos que cada vez estaban más
embarrados.

-Pienso que simplemente se les pasó por alto.

-¿Cómo es eso?
-Ya te dije que esta noche me fue imposible dormir. Salí con
discreción con el fin de averiguar qué ocurría en los pueblos de
alrededor. A todos los que no se habían convertido los apaleaban
y se los llevaban atados hacia el cerro donde celebraban ayer su
liturgia. Estaban tan atareados que se olvidaron de inspeccionar
las chacras aisladas. Y eso es lo que las ha salvado –en ese
momento dejaron atrás el campo arqueológico treinta y ocho y
dirigió el vehículo hacia las vallas que delimitaban la excavación
del templo-. Solo espero que sigan olvidadas hasta que regrese.

Frenó y apagó el auto. Bajaron y se encaminaron hasta la puerta


de la cerca. Estaba abierta, y el viento la movía a su antojo.

-¿Edwin? –preguntó Tooantuh al viento, con tono alarmado. El


vigilante no daba señales de vida. Rodeó una caseta donde
guardaban herramientas, y lo encontró allí, sentado en una silla,
apoyado contra la pared metálica al resguardo de la lluvia.

-Vaya forma de cuidar la excavación –criticó Dadou.

-Edwin, despierta, hombre –lo azuzó por el hombro. La cabeza de


éste rodó por el suelo, separada del tronco. Tenía grabada una
expresión de estupor.

-¡Mierda! –imprecó la mujer, mientras daba un saltito debido al


sobresalto, y miraba a su alrededor-. ¿Están por aquí esos locos?

El brujo echó un vistazo al suelo alrededor del muerto.

-No hay huellas. Y deberían haberlas dejado, porque el suelo está


muy húmedo desde ayer por la noche –observó la pared de la
caseta. Se irguió sobre las puntas de los pies, y alcanzó a ver el
borde el techado-. Sin embargo, hay unos extraños arañazos aquí
y allí arriba, en el metal.
-¿Y qué puede haberlo provocado?

-Sin duda un objeto punzante.

-¿Un cuchillo?

Guardó silencio antes de contestar.

-Más bien las uñas de una araña gigantesca.


3.

Hacía una hora que Tooantuh la había dejado, y Lenna estaba


calentando una infusión de coca en el fogón. Le dolía el
estómago. Le había ocurrido en el pasado, cada vez que tenía un
examen final o se encontraba en una situación de estrés
importante. Ahora era simplemente miedo.

Miró a través de la ventana, y comprobó que las nubes eran


cada vez eran más oscuras. La luz del sol se ocultó casi por
completo, y se hizo la oscuridad en pleno día.

Tomó el té de coca sin azúcar, y el amargor pareció aliviarle.


¿Qué estarían haciendo sus amigas? Hacía tiempo que no las
escuchaba. Un pequeño ruido, similar a unos pies que corrían de
puntillas la sobresaltó. ¿Estarían jugando? El sonido procedía de
la planta superior.

Aguzó el oído. No estaba localizado en la habitación de las


chicas, más bien parecía que provenía de la pared. ¿Dentro de la
casa? No, claramente era en el exterior, alguien intentaba trepar
por la fachada.

Tomó un cuchillo y se dirigió hacia las escaleras. Las subió en


silencio, intentando no alertar al intruso. Una figura se interpuso
de pronto en su camino y dio un respingo, estando a punto de
caer hacia atrás.

Era Anne.

-¿Hay algo de comer en la nevera? –Recayó en el rostro pálido de


Lenna-. ¿Sucede algo? Parece que has visto un fantasma.

-¿Y Sally?
-Se ha tomado un Valium y está echando una cabezada. Creo que
es lo que deberíamos hacer todas.

-Hay alguien subiendo la fachada.

-Si pretendes asustarme, no hace falta mucho para lograrlo, y


sería de pésimo gusto.

-Hablo en serio. ¿Tienes un arma o algo parecido?

-Espera –desapareció un instante en una habitación y cuando


volvió, portaba una pala entre las manos – Parece que no, pero si
golpeas con el filo metálico haces bastante daño –guardó silencio
y aguzó el oído-. ¿Seguro que hay alguien escalando? No se oye
nada.

-Te aseguro que sí, quizás esté esperando.

Un ruido de cristales rotos las sobresaltó entonces; provenía de


la habitación donde dormía Sally.

-Rápido –ordenó Lenna, mientras corría hacia la puerta para


auxiliar a su amiga.

Un grito rasgó el aire. Prolongado. Guardaba la esencia del


pánico ante lo imposible. Abrió la puerta y se quedó paralizada
ante lo que vio.

Un ser proveniente de otro mundo ocupaba casi todo el lugar.


Su rostro, de rasgos felinos, recordaba tenuemente al de un
hombre, y de su mandíbula rebosaban largos y curvos colmillos
en todas direcciones. Su torso era masculino en torno a los
hombros –de los que brotaban dos apéndices terminados en
afiladas pinzas-, para ir tornando luego en algo parecido al
abdomen grasiento de un insecto. Y allí donde deberían nacer las
piernas, su lugar era ocupado por una miríada de ramificaciones,
parecidas a las patas de una araña, rematadas por unas uñas
curvadas y lacerantes.

-Ai Apaec –susurró Lenna, incrédula, mientras el cuchillo se caía


de sus manos, consciente de la inutilidad de aquel arma.

El dios viviente giró una de sus pinzas en torno al cuello de Sally,


y su cabeza cayó como una rosa cortada por un jardinero. La
joven contempló horrorizada cómo el cuerpo de su amiga se
movía entre espasmos, mientras la sangre manaba de las
arterias, y entonces sintió que los pies volvían a responderle.

Corrió a lo largo del pasillo, donde Anne se encontraba


paralizada por aquella visión.

-¡Huye, huye! –le dijo tras empujarla esperando que reaccionara.

Bajó los escalones de tres en tres, mientras adivinaba que su


amiga no se había recobrado. Cuando abandonó la casa, el ser la
seguía, descendiendo por la estrecha escalera, apoyándose en la
pared para no perder el equilibrio, empapado en sangre.

La tierra estaba embarrada y resbaló sobre ella, cayendo de


rodillas. Se levantó sin mirar atrás, mientras oía a aquella cosa
acercarse, deslizándose sobre una miríada de patas.

A unos cientos de metros estaba la zona treinta y ocho, y más


allá veía, perdida en la lejanía, la excavación del templo del dios
mono y el Toyota de Tooantuh. Respiró profundamente, y
comenzó a correr como una poseída, recordando que el
atletismo no era su fuerte en las clases del instituto. Pero ahora
no era cuestión de mejorar un tiempo, sino de correr por su vida.
Avanzaba sin mirar atrás, el barro cubría ya sus pantalones, los
costados parecían que iban a colapsar, y el corazón palpitaba
desbordado, pero estaba más cerca, mucho más cerca.

Un latigazo de dolor y se sintió volar por los aires. La última


visión de sus ojos fue su cuerpo decapitado en el suelo, mientras
ella aún giraba en el vacío.
4

Dadou terminó de bajar la escalera y hundió sus pies en el lodo.

-Como una cuarta de agua –comprobó.

-Esperaba mucho más, tenemos suerte –dijo Tooantuh,


colocándose junto a ella-. El suelo ha de ser aquí muy poroso.

Entraron ambos en el templo, al resguardo de la lluvia. Allí


estaban, bloqueando el paso, la pared de planchas de adobe.

-Hay que quitarlas –afirmó la mujer.

-Pues ya me dirás cómo. He traído un pico como me pediste,


pero esto va a llevar tiempo.

-Dámelo –dijo, quitándoselo de las manos.

Aferró el mango con fuerza, respiró hondo y golpeó la pared.


Saltaron chispas al chocar el metal contra la arcilla con una
fuerza inusitada, y enormes trozos de planchas volaron por los
aires.

Uno, dos, tres golpes más, y la pared se derrumbó sobre sí


misma.

-¡Mierda! –Exclamó sorprendido el brujo-. ¿Has pensado trabajar


en demoliciones? –Dadou le arrojó a sus manos la herramienta, y
éste comprobó incrédulo que el metal estaba mellado y
aplastado -. Le has dado con fuerza, ¿eh?

-He imaginado que la pared era tu cabeza –respondió


irónicamente, mientras apartaba con sus manos los escombros, y
abría un hueco para que pasaran -. Ve tu primero y alumbra con
la linterna.
-¡Eh! Yo solo soy un pobre brujo con pasión por la arqueología.
La fuerte aquí eres tú, que derrumbas un muro de adobe con
tres golpes. Además, eres inmortal –le dio la linterna que la joven
rechazó.

-Yo iré detrás de ti, no te preocupes. Nada te hará daño.

-Eso dices tú –dijo resignado, y dirigiéndose hacia la oscuridad-.


Cuando haya muerto decapitado te lo reprocharé, no vas a
librarte.

Una larga galería descendente se abrió paso ante ellos. Los


muros mostraban coloridos frescos, llenos de figuras
exquisitamente dibujadas y pintadas hábilmente.

Avanzaron lentamente, admirando todo lo que estaba ante su


vista.

-Es mochica tardío, sobre el siglo siete de nuestra era. Estaban a


punto de desmoronarse como civilización, pero sus artes habían
alcanzado un nivel envidiable.

Dadou no contestó, fascinada por lo que veía.

Las figuras representaban a todos los estamentos de la sociedad


mochica, desde la nobleza hasta el más humilde campesino,
mientras realizaban sus labores cotidianas. Y allí, entre ellos, el
dios mono hacía malabarismos, los divertía, era el bufón del
pueblo, que se complacía en humillarlo de mil maneras, mientras
el dios degollador los contemplaba desde los cielos,
otorgándoles sus dones.

-¿No se inundará la galería? Esto cada vez desciende más –


preguntó la joven, inquieta.
-Ha de llover mucho para que eso ocurra. El mismo muro de
adobe actuará como contención; aún tiene casi un metro de
altura.

-¿Y esto de aquí? –señaló unos agujeros situados entre el suelo y


las paredes.

-Ah, pues parece que son canalizaciones, seguramente para


evitar que el templo se anegara. Ya puedes estar tranquila.

Pero no lo estaba. A medida que descendía, las humillaciones


que los mochicas concedían a aquella deidad desgraciada
aumentaban en salvajismo, y se preguntaba el sentido de
aquellas representaciones.

Sin embargo, la calidad de las pinturas, la perfección de su trazo,


y la riqueza cromática tenían a Dadou maravillada.

-¿De dónde sacaban estos colores?

-Utiliza a i e ales, a illa, a ó …pa a log a el g is


mezclaban leña quemada con calcita, con el cinabrio obtenían el
rojo, el blanco con la cal. También mezclaban los elementos y
obtenían colores más complejos, como si fuera la paleta de un
pintor. Por ejemplo, el morado de la capa de este sacerdote –
indicó una figura en el mural-, probablemente se obtuvo
combinado el carbón con el cinabrio y la cal. ¡Oh, mira que
tenemos aquí!

La galería se bifurcaba en dos pasadizos. El brujo dudó sobre qué


camino elegir. Dadou comprobó que uno de ellos parecía
ascender hacia la superficie.

-Por este –indicó-. Me pone nerviosa tener demasiada tierra


encima.
El recorrido se dividió varias veces más, pero la mujer siempre
escogía el que le aproximaba a la superficie.

-Siguen apareciendo esas canalizaciones –observó mientras


caminaban con precaución-. Teniendo en cuenta la trayectoria
que llevamos, o llovía mucho en aquella época o eran muy
previsores.

-El Niño puede traer a veces inundaciones terribles –se limitó a


argumentar Tooantuh.

Finalmente, el pasadizo terminó. Ante ellos se alzaba un muro


en el que se encontraba enclavado un extraño portal, adornado
con bajo relieves detalladamente labrados, donde las deidades
mochicas se postraban ante el dios mono, rindiéndole sumisión,
mientras Ai Apaec actuaba como maestro de ceremonias,
entregándole lo que parecía una vara de mando, engastada en
piedras preciosas.

-Es bellísimo este marco –susurró Dadou, acariciando con la


yema de sus dedos la piedra moldeada.

-Este lugar debió ser uno de los últimos en construir la sociedad


mochica –dedujo el brujo-. Esta es, sin duda, su obra más
imponente.

-Su canto de cisne –concluyó la mujer.

La puerta estaba obstruida por un muro que, tras examinarlo


con detenimiento, concluyó que no era sino una fina capa de
adobe. De una firme patada lo derrumbó, envolviendo de polvo
su alrededor.

A la luz de la linterna una última cámara se abría ante ellos, en la


que no se veía el final. Pasaron al interior, y caminaron entre
columnas policromadas, esquivando innumerables presentes allí
ofrecidos, apilados primorosamente; hermosas cerámicas, ricos
objetos de orfebrería realizados en aleación de oro, plata y
cobre, delicadas prendas adornadas con trabajados
o dados…todo u teso o po el ue ual uie a ueólogo
hubiera dado un brazo por desenterrar. Y allí estaba ante ellos, a
su alcance.

Su teléfono móvil vibró. Contempló con un atisbo de


incredulidad que tenía cobertura –debía de estar muy cerca de la
superficie-, y comprobó que tenía varias llamadas perdidas; eran
de Mijáil. Por instinto, devolvió la llamada. Varias timbradas y al
fin, una voz familiar se oyó al otro lado.

-¿Dadou? ¡Por las legiones infernales! ¿Dónde estabas? Me


tenías muy preocupado.

-¿Dónde estaba yo? Llevo dos días llamándote.

-Lo siento, lo siento mucho, viajé y no había señal allá donde


estuve. Escucha, sal de ahí y toma el primer avión a Europa, y
hazlo ya.

Guardó silencio un instante.

-¿Por qué me mandaste aquí? No hay un puto hechizo que


memorizar, los mochicas no tenían escritura.

Un suspiro resonó al otro lado.

-Teníamos que confirmar la aparición de divinidades


desconocidas para nosotros, como el dios mono. Deseábamos
saber a qué atenernos, y necesitábamos tu verificación. Y ahora
sal de una vez de ahí, por favor.
- ¿Y por qué tanta prisa, Mijáil? ¿Qué ha ocurrido? Dime la
verdad.

-Han desaparecido otros cuatro de los míos. Dos en Asia y otros


tantos en África. Definitivamente, hemos perdido el control. No
seas insensata, y ponte a salvo.

Dadou echó un vistazo a su alrededor. Estaba sumida en la


oscuridad y no había rastro del brujo.

-Puede que sea demasiado tarde –sentenció, antes de colgar.

Aguzó el oído. No se oía nada, salvo alguna gotera proveniente


de alguna filtración. Un paso produjo un eco sordo. A su
izquierda, a solo unos metros.

- ¿Tooantuh? –preguntó sin poder evitar que su voz temblara.

Una luz se hizo de improviso, deslumbrándola. Se tapó los ojos


con una mano y vio al brujo manipulando la linterna.

-Tiene holgura y las pilas se mueven –aclaró.

-Pues vaya susto que me has dado, no vuelvas a hacerlo.

-Tienes la camiseta rota –le reveló.

Lo comprobó. En efecto, desde el cuello hasta la mitad del


pecho lucía un desgarrón.

-Ha debido engancharse con algo –bufó, pero no hizo ningún


intento por taparse. Tooantuh enarcó una ceja-. En estas
circunstancias no voy a preocuparme si me ves un pecho –
justificó.

-Lo dicho, aprenderás a quererme.


-Ni en el mejor de tus sueños. Enfoca las paredes, quiero ver los
murales; me llamaron la atención antes de que desaparecieras
con tu linterna mágica.

La luz se apagó de nuevo.

-Me temo que está en las últimas –dijo el brujo con tono de
fastidio, mientras les envolvía de nuevo la oscuridad.

-Tengo un encendedor. Podemos hacer una tea envolviendo


telas en un madero. He visto algunas por aquí. Al parecer, al dios
mono le gustaba vestir bien.

-Las vestimentas eran ofrendas habituales, sí. Déjame echar un


vistazo, no te muevas de este sitio, esta estancia es enorme y no
me gustaría perderte.

Nuevamente se quedó a solas. Los pasos de Tooantuh se


desvanecieron en la vasta sala, hasta que solo imperó el silencio.
Podía oír cómo los latidos de su corazón aumentaban el ritmo,
hasta que parecían querer escapar de la caja torácica. Tenía
miedo, y ese era un sentimiento que no era asiduo en su estado
de ánimo. Ella era la maldad, el símbolo de la perdición humana
¿A qué podía temer?

A u dios degollado pe só, ue o siga i a eza como


trofeo, y la deje durante milenios amontonada en una pila de
reliquias. Y yo seguiré existiendo, y pensando, acartonada y
arrugada por el paso del tiempo, enloqueciendo por la
imposibilidad de cualquier acción que me devuelva a mi vida
normal, condenada a la ú i a o pañía de í is a .

Un susurro la sobresaltó. Provenía de las galerías que les habían


llevado hasta allí. Aguantó la respiración, pero no volvió a oírlo.
Temió enloquecer de un momento a otro.
- Tooantuh, ¿Dónde estás? –gritó, pero solo le respondió el eco
de su voz.

Luz, e esito luz se dijo, ada vez ás e viosa. Un


encendedor, ¿Dónde lo he dejado? . Hu gó e sus olsillos lo
encontró. Luego, sosteniéndolo frente a las tinieblas como si de
un cáliz sagrado se tratase, lo encendió un instante. La luz hirió
sus ojos, pero se sintió reconfortada ante ese simple rescoldo de
la civilización, y la cordura volvió a su mente.

Arrodillada, buscó a ciegas entre las dádivas apiladas. Tuvo un


escalofrío cuando tocó algo parecido a un gran muñeco vestido
con una túnica. Deslizó sus dedos por él, hasta que sintió la piel
reseca de un cuerpo momificado. Se relajó cuando recordó que
eran habituales los sacrificios humanos al consagrar un templo
mochica, así que probablemente encontrara más de aquellos
restos.

Con decisión tomó uno de los brazos de la momia y dio un fuerte


tirón, hasta desgajarlo del cuerpo. Con el encendedor prendió los
dedos, y pronto tuvo una excelente antorcha en su poder. Al
parecer, era verdad que aquellos cuerpos resecos ardían como el
carbón.

Se acercó hasta la pared más cercana, esquivando las reliquias


que se distribuían a su alrededor, y cuando contempló aquellos
murales retrocedió espantada.

Eran los tonos ocres los que dominaban en la policromía de las


imágenes. Rostros asustados, gimientes, cabezas decapitadas por
un Ai Apaec lujurioso en su matanza, expeditivo sobre todos
aquellos que se habían burlado del dios mono.
Y un mandril de ojos rojos dominaba la escena, con una sonrisa
diabólica, satisfecho por el engaño realizado. Se había burlado de
los hombres mostrando por fin su auténtica naturaleza, sibilina y
vengativa. Le había dado esperanzas a los mortales, haciéndoles
creer que podían ser semejantes a los dioses, dándoles la
confianza de que podían elegir libremente su camino, para luego
arrebatarles aquella ilusión con el golpe repentino de su
servidor, eficaz ejecutor de la sentencia.

Rozó con las yemas de los dedos aquel ocre infernal, y creyó
sentir recuerdos desvaídos en el tiempo. Aquello no era cinabrio,
sino sangre humana. Ese lugar había sido escenario de matanzas
sin nombre, realizadas sobre enemigos capturados, o tal vez
infractores de la ley mochica.

Por eso aquellos desagües. No era agua, sino sangre lo que


tenían que drenar. En su mente se agolparon imágenes de
cientos de personas atrapadas allí, aullando y gritando, llevadas
con astutos engaños al templo, mientras el dios degollador se
habría paso entre la muchedumbre desmembrando los cuerpos.

Un chasquido lejano le sacó de sus pensamientos. Como el ruido


anterior, parecía provenir del túnel, pero esta vez no cesaba, sino
que parecía acercarse a gran velocidad. A medida que el sonido
era más nítido, se parecía más al rechinar de un centenar de
cuchillas contra las piedras.

Uñas, so uñas giga tes as dedujo, la i age de Ai Apae se


hizo en su mente, con aquel cuerpo cuya fuerza motriz eran finas
y delgadas patas semejantes a la de una araña.

- ¡Tooantuh! ¿Dónde estás? –gritó desesperada mientras


retrocedía de espaldas sin dejar de mirar hacia la boca del túnel
que les había llevado hasta allí.
Chocó contra un cuerpo y se quedó sin respiración. No quiso
volverse para comprobar quién era, porque lo sabía muy bien, y
no deseaba mirar aquellos ojos rojos, recubierto de pelaje pardo,
ni aquel hocico de primate rodeado de colores ocres, que daban
cobijo a una mandíbula de afilados colmillos.

Una ráfaga de aire apagó la antorcha. Sintió cómo la abrazaba


por los hombros, impidiéndole todo movimiento. Sentía el soplo
de la respiración de su captor en su cuello, y el olor a animal que
despedía. Y aquel rechinar aproximándose, acercándose hasta
que ahora era la propia sala la que se envolvía en aquella
desesperante cacofonía.

Intentó taparse los oídos, pero aquellos brazos lo impidieron.


Creyó oír cómo murmuraba en sus oídos una extraña canción de
palabras desconocidas, para luego, en castellano, revelarle la
realidad de su situación.

-Nunca podremos ir a las playas del norte

Sintió cómo el ser arácnido que había entrado en la estancia se


acercaba veloz hacia su posición, inmisericorde. Agradeció que
no hubiera luz, para no ver aquel rostro fiero abalanzarse sobre
ella.

Un instante más, un golpe certero sobre su cuello y un dolor


agudo, como una quemazón.

Y ya no pudo ver, ni oír, ni hablar, ni realizar movimiento alguno.

Sólo estaba su mente, encerrada en un cráneo que rodaba por el


suelo, hasta quedar inerte entre el resto de las ofrendas.

Los gritos de su alma enloquecida nunca pudieron ser


escuchados por nadie.
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