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AZAR Y NECESIDAD

El Principio de Incertidumbre de Heisenberg garantiza, en este mundo, una

cuantiosa dosis de azar, no denegada por la experiencia cotidiana.

Son las diez de la noche y en ese cuarto casi vacío se oponen cuatro rostros

modelados por el humo, mas que cuatro hombres. También intervienen cuatro pares de

manos, pero estos no son, de momento, mas que meros instrumentos prescindibles.

Esos cuatro rostros hieráticos, pétreos, se sumen en la atención de unos

cuadrángulos de cartón. A intervalos irregulares alguien emite una palabra o un cloqueo,

alguien baraja, alguien reparte, siempre sin cambiar la expresión o mas bien la ausencia de

esta. Pero por supuesto, para toda regla tiene que haber excepciones.

El hombre de la derecha descubre una sota de bastos, y ya va retirar la apuesta de la

mesa cuando el tahúr exhibe su as de espadas. Este último no logra reprimir el esbozo de

una sonrisa oblicua ante la ira deforme del perdedor, pero esto dura apenas un instante y

pronto ya están de nuevo barajando.

Es entonces cuando alguien toca a la puerta.

En el cuarto de al lado (los separa apenas una cortina astrosa estampada con flores

amarillas) dormita una mujer joven y estragada, que quizás hasta muy poco antes fue casi

hermosa. Hastiada y a pesar de lo perentorio del llamado y de las voces de los jugadores, no

se molesta en levantarse, como tampoco se inquieta por cumplir con sus deberes de

anfitriona. Al final, uno de los cuatro se resigna a abrir, seguido por tres miradas, y sin

perder tampoco él de vista las cartas que ha dejado boca abajo sobre la mesa.

En la penumbra del corredor no hay nadie, y de nada vale mirar a un lado y otro.
El juego sigue, con sus azarosos avatares numéricos, módico esbozo de una realidad

mas compleja. En el pasillo, el visitante postergado mira de nuevo su reloj y se dispone a

llamar de nuevo, asombrado de que nadie acuda a abrir.

Uno, dos, tres toques. La mujer, en su camastro, se vuelve hacia la pared, finge no

oír, le gritan que vaya a ver quien es, pero por una vez ha decidido revelarse. Esta vez se

levanta el jugador de la izquierda, el que acaba de descubrir un rey de copas con el que

confía ganar el envite. En el corredor, por supuesto, no hay nadie, pero al regresar se

encuentra con que ha perdido de nuevo, pues inesperadamente alguien ha jugado un as de

oros. Sigue, por supuesto, una breve pero agria discusión, que se diluye tan pronto se inicia

la siguiente mano.

Otra mirada al reloj. La impaciencia remordiendo como un pez carnicero. Se seca el

sudor de la frente con un pañuelo a cuadros. Detrás de la puerta, ningún ruido. ¿Será 

posible que no hallan llegado los demás? Imposible : son mas de las diez y han quedado

que a las nueve y media. El hombre del corredor va a tocar de nuevo cuando lo detiene la

duda. ¿Se habrá equivocado de día ? Pero es viernes, lo sabe bien. En el fondo del bolsillo,

el peso de una baraja nueva. Camina unos pasos, le da la espalda a la puerta, enciende un

cigarrillo.

Tres toques, tac tac tac , firmes, espaciados.

Esta vez nadie se levanta, pues se ha producido el altercado que es inevitable en esta

clase de situaciones. En medio de un lance, tres cartas se han escurrido desde una

bocamanga : un as de bastos, un as de espadas, un rey de oros. Esta violación flagrante de

las leyes eternas del azar y de la incertidumbre ocasiona una no meditada explosión de

violencia, en las que las manos abandonan su papel de instrumentos pasivos para

convertirse en protagonistas. De nada valen las explicaciones sofísticas del fullero sobre las
fluctuaciones cuánticas que han ocasionado - según él - la materialización espontánea de tal

testimonio.

Indiferente, en el otro cuarto la mujer se vuelve hacia la pared, sumida ya en un

sueño franco y desvergonzado. Un gato atigrado, módico boceto del tigre o del león que

pudo ser, aprovecha este abandono para ir a acomodarse bajo la tibieza animal de sus

pechos semidesnudos.

Es posible o incluso probable que halla habido un tercer llamado a la puerta, unos

toques ya algo desvaídos, unos nudillos resignados a lo insólito de esa espera. Pero los

jugadores ya no quieren saber nada de eso. Las cartas han caído de la mesa. Tres de ellos

miran en silencio hacia esa ventana a través de la cual se proyecta la noche, justo un

instantes antes de correr en desbandada hacia la puerta.

No se produce el encuentro esperado, a pesar de que el visitante está a punto de

llamar de nuevo. Ya el puño se acerca a la madera cancerosa, cuando algo lo hace cambiar

de opinión. En lugar de golpear, ese atado de dedos se deshace, vacila un momento, luego

baja y busca la perilla, hace el intento de girarla y con asombro nota que se deja llevar, que

cede con facilidad. Demasiado tarde descubre que la puerta está sin llave y que es suficiente

con empujarla para estar adentro. No lo esperan, pero en el piso refulge una cosa blanca,

como un manchón de luz, y al agacharse descubre que es el as de copas de una baraja

nueva. En el silencio encuentra la respiración ajena de la mujer dormida y la mirada

obsecuente de un gato grande y atigrado, con el morro manchado de sangre .

También encuentra algo mas : en un rincón, malcubierto con un mantel sucio, el

cuerpo de un hombre, con el vientre y el pecho abiertos a puñaladas. Reconoce con desgano

y sin que lo amilane la contradicción su propio cuerpo, y se explica entonces porque es que

nadie ha ido a abrir.

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