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Yo sentía rabia hacia esas personas que vivían como si ya no les importara el mañana.

Las veía

desfilar en la tienda, hambrientas y desesperadas. Les importaba un bledo su ropa o su orgullo, pues

lo esencial estaba en otra parte, en un bocado miserable de comida. Yo trataba de excusarlas, pero

en vano. Mi sueño quedaba infestado de pordioseros, de ladrones, de mujeres envilecidas, de tiranos

cuya boca escupía fuego. Me despertaba empapado en sudor, y corría para vomitar afuera. Sentía

odio por Zane. ¿Había sido él un niño? ¿Si lo había sido, le parecería a él cuando yo sería mayor? […]

No, me decía a mi mismo, Zane nunca había sido un niño. Nació tal cual, con su bigote en medio de la

cara. Era la podredumbre hecha hombre […]

Zane me encontraba distraído y melancólico. Me amenazaba con echarme. Me habría marchado

voluntariamente si me hubiera pagado lo que me debía él.

Mis compañeros me acosaban con preguntas, preocupados por mi pena. Yo guardaba mi secreto

dentro de mí. ¿Cómo contarles lo que se urdía en la trastienda sin ser cómplice de ello? Cómo

explicarles la desaparición de la viuda sin ser culpable de ello?

Zane acabó por echarme, y me sentí un poco mejor. En él se hallaba mi depresión. Nadie puede

vivir cerca de la perversión sin quedar manchado por ello de una manera u otra.

Según Yasmina Kadra, Les anges meurent de leurs blessures, 2013

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