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Las actitudes han sido, casi desde la constitución de la Psicología Social, uno de los
temas de estudio centrales de esta disciplina. Tanto es así que se ha llegado a afirmar
que sin las actitudes no podría comprenderse la Psicología Social, especialmente lo que
refiere a la producción norteamericana.
Como señalaba Germani (1966), el interés por este concepto surge de la necesidad del
psicólogo de contar con categorías que permitan reducir la complejidad y diversidad de
la conducta social, permitiendo hallar las causas generales de la misma.
Presente, como objeto relevante en campañas y programas preventivos de distintas
conductas de riesgo así como en los estudios de participación política, su interés
primordial reside en el papel que juega en los procesos de cambio social. Es el factor
mediador por excelencia entre el individuo y el contexto social de pertenencia.
(Morales, 1999).
Para Triandis (1971, en Echebarría et. al., 1987) la actitud puede pensarse como una
idea cargada de emoción que predispone a una clase de acciones respecto de una clase
particular de situaciones sociales. Fishbein y Ajzen (1975) sostienen que la mayoría de
los investigadores acordarían en que las actitudes pueden ser descritas como una
“predisposición aprendida a responder en una manera consistente favorable o
desfavorable respecto de un objeto dado”. Ambas definiciones indican que las actitudes
tienen un aspecto afectivo o emocional y que proveen el bagaje motivacional para las
acciones dirigidas hacia un objeto específico (persona, grupo, situación, idea, etc.).
Si bien, como se verá más adelante, cada actitud tiene un referente particular, las
actitudes pueden organizarse en estructuras consistentes y coherentes conocidas como
sistemas de valores. El término “ideología”, por ejemplo, se usa para designar un
conjunto integrado de creencias y valores que justifican las políticas de un grupo o
institución (Katz y Scottland, 1959; en Echebarría et. al., 1987).
Así, las actitudes sociales, se caracterizan por la consistencia1 en la respuesta a objetos
sociales y, es esta consistencia la que facilita el desarrollo de sistemas integrados de
actitudes y valores que los individuos utilizamos para determinar qué tipo de conducta
realizaremos al enfrentarnos a cualquier amplia gama de situaciones posibles. Estos
1
Veremos más adelante que la consistencia es un tema problemático, producto de los componentes y de
la compleja estructura interna de la actitud.
sistemas nos permiten interpretar y evaluar los hechos, son fuentes de interpretación y
acción que nos ayudan a reducir la ambigüedad y la confusión. Pueden también ser
concebidos como estilos de percepción aprendidos a través de los cuales aprehendemos
la “realidad”. La clase de estilo que aprendemos así como el tipo de realidad que
percibimos depende en gran medida de modelos, es decir, de la cultura de pertenencia
(Lindgren y Harvey, 1973).
Medición y dimensión de las actitudes
Para introducirnos en la composición interna de las actitudes y su complejidad,
utilicemos la definición de Eagly y Chaiken (1993) en tanto tendencia psicológica que
se expresa mediante la evaluación de una entidad u objeto concreto con cierto grado de
favorabilidad o desfavorabilidad.
Al hablar de tendencia, se está implicando que es algo que no es externo a la persona, ni
una respuesta manifiesta y observable sino un “estado interno”. La actitud es concebida
entonces como interviniente y mediadora entre los aspectos o estímulos del ambiente
externo y las reacciones de las personas ante aquellos, es decir, sus respuestas
evaluativas manifiestas.
Siendo la actitud un estado interno, debemos inferirla a partir de respuestas manifiestas
y observables y, siendo evaluativa, aquellas respuestas serán de aprobación o
desaprobación, de atracción o rechazo, de aproximación o evitación, etc. En este
tendencia evaluativa los individuos asignamos aspectos positivos o negativos a un
determinado objeto. Proceso éste que trasciende lo meramente denotativo o descriptivo
y es, por tanto, connotativo.
La evaluación implica valencia –o dirección- e intensidad. Mientras la valencia refiere
al carácter positivo o negativo que se atribuye al objeto actitudinal, la intensidad se
relaciona con la gradación de esa valencia. Por ejemplo, un sujeto puede tener una
actitud positiva o negativa hacia un candidato político pero, a su vez, su carácter
positivo o negativo admite varios grados. Puede ser también que esa actitud caiga en un
punto de indiferencia o neutro, bien porque la persona no tiene una actitud formada
respecto de ese candidato –estamos frente a una no-actitud-, bien porque su actitud es
ambigua, admite aspectos positivos y negativos con aproximadamente la misma
intensidad. Así, se representa lo que se denomina continuo actitudinal, que integra a la
valencia y a la intensidad.
-3 -2 -1 0 1 2 3
Muy Neutra Muy
Negativa Positiva
Es importante señalar también que habrá que diferenciar qué actitudes son más
centrales en el sistema de actitudes y valores y cuáles son más marginales o periféricas.
Es decir, cuáles ocupan una posición clave en términos de lo que es altamente
significativo para el bienestar y los objetivos del individuo. Asimismo, la centralidad se
complementa de saliencia, la medida en la cual un sujeto le da preeminencia a una
actitud. No todas las actitudes centrales son salientes.
Por último, es necesario remarcar que la actitud tal como ha sido definida, siempre se
dirige a algo, a un objeto que debe quedar claramente especificado. No es lo mismo una
actitud negativa hacia la privatización de empresas estatales que una actitud negativa
hacia la asistencia a una manifestación concreta para impedir la venta de una
determinada compañía del Estado. Este ejemplo nos sugiere que los objetos
actitudinales se diferencian entre sí no sólo en función de sus contenidos (p.e: mujeres
políticas), sino también por su nivel de abstracción (p.e: Margaret Tatcher).
Si bien los elementos son diferentes y el solapamiento no es total. Aún así la estructura
tridimensional de la actitud es la más adecuada según los resultados empíricos y la
fundamentación teórica.
En tanto mediadora entre los estímulos del ambiente social y las respuestas de la
persona a dicho ambiente, la actitud es una forma de adaptación activa. Es el resultado
de una serie de experiencias que la persona tiene con el objeto actitudinal y producto de
los procesos cognitivos, afectivos y conductuales que se fueron activando y formando
en aquellas experiencia. Es en este sentido que se habla también de los antecedentes de
la actitud.
Antecedentes cognitivos
La evaluación que hacemos del objeto actitudinal está estrechamente relacionada con
las creencias2 que tenemos acerca del objeto, con lo que pensamos acerca de él. La
teoría de la expectativa-valor indica que el conocimiento que la persona adquirió en el
pasado en su relación con el objeto actitudinal le proporciona una base sobre la cual
hacer una buena estimación de cómo merece ser evaluado ese objeto. Nos sentimos
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Esto se relaciona con los sistemas de actitudes y valores a los que se aludió en la introducción.
atraídos hacia aquello que consideramos dotado de cualidades positivas y, a la inversa,
rechazamos a aquello que adjudicamos propiedades negativas.
El proceso indicado por esta teoría, indica dos elementos importantes: la complejidad
interna de la actitud y en tanto resultado de la combinación de un conjunto de creencias.
Recordemos que no todas las creencias normativas influyen en la determinación de una
actitud. Como se mencionó previamente, hay un subgrupo de ellas que son “salientes” y
operativas en la determinación final de la actitud de la persona.
Antecedentes afectivos
Si todas las actitudes surgieran como lo propone la Teoría de la acción razonada, eso
llevaría a postular que las personas tienen un control racional de todas sus emociones y
sentimientos y sabemos que esto no es siempre así. Hay muchos ejemplos sobre cómo
las emociones influyen en las funciones psicológicas de las personas y estudios que
demuestran que las actitudes pueden sufrir un cambio considerable sin que se modifique
el componente cognitivo. Estas últimas refieren al condicionamiento de las actitudes.
Los estudios sobre el condicionamiento actitudinal han sido prolíficos en el ámbito de la
psicología del aprendizaje en los que se han desarrollado los denominados
condicionamiento clásico y condicionamiento instrumental.
En psicología social las teorías del condicionamiento han sido de gran utilidad por su
énfasis en el reforzamiento. El condicionamiento es un elemento que cobra fuerza en
aquellos casos en que los objetos actitudinales resultan poco familiares o son pocos
conocidos por las personas. Así, el análisis del proceso que media entre el reforzamiento
y la modificación ha sido centro de fuerte debate en la disciplina dando lugar a
desarrollos importantes como es el caso del “efecto de la mera exposición”.
Para Zajonc (1968) la “mera exposición” implica que un estímulo concreto es accesible
a la percepción de la persona y, cuando la exposición de la persona al estímulo es
repetida se produce una “intensificación” de la actitud hacia el objeto. La persona
desarrolla finalmente una actitud positiva hacia el objeto que se le ha presentado en
numerosas ocasiones. Incorporando imágenes “desagradables” sobre el aborto en una
proyección puedo generar que se intensifique la actitud negativa de los individuos hacia
aquél.
Investigaciones posteriores del autor demostraron sin embargo, que la mera exposición
es condición suficiente pero no necesaria para que se produzca la intensificación de la
actitud (Moreland y Zajonc, 1977). Asimismo, se observó también que la mera
exposición con su correspondiente intensificación de la evaluación positiva, se
producían incluso cuando los estímulos no llegaban a ser reconocidos por las personas.
La intensificación se produce también sin que se implique ningún proceso cognitivo, el
reconocimiento está ausente y su lugar es ocupado por “afectos subjetivos”. Puedo no
tener una explicación “racional” de mi oposición al aborto pero la problemática activa
aspectos personales en la que intervienen emociones y afectos.
Otras investigaciones más recientes han demostrado también que hay una amplia gama
de procesos cognitivos y perceptivos que pueden ocurrir sin necesidad de conciencia por
parte del sujeto como puede ser el aprendizaje de una estructura gramatical, ciertas
tareas léxicas o el proceso de categorización social. De la misma manera, fenómenos
como la presión temporal o la aprensión de evaluación afectan el efecto de la mera
exposición (Bornstein, 1989; en Morales, 1991).
Antecedentes conductuales
Más recientemente Fazio (1986) postuló que la experiencia directa con el objeto era la
base fuerte sobre la que se forman las actitudes. Sus estudios demostraban que las
actitudes que mejor se aprenden, las más estables y las que mostraban una relación más
estrecha con la conducta eran las que surgían a partir de la experiencia directa en
comparación con las que se producían por experiencia indirecta o mediatizada.
Posteriormente el autor, como resultado de sus investigaciones, matizará esta posición
encontrando que el punto decisivo parece estar no tanto en la experiencia directa sino en
la accesibilidad de la actitud.
Podemos no tener una experiencia directa de abuso de autoridad o autoritarismo pero el
contacto frecuente con personas que sí las tuvieron y el realizar acciones de apoyo
llevarnos a formarnos actitudes cada vez más claras respecto de ciertas modalidades del
manejo del poder.
Morales (1999) nos recuerda bien que la teoría de la disonancia cognitiva, que fue una
de las más influyentes en el estudio de las actitudes, postulaba que en ciertas
condiciones, el realizar determinadas conductas produce importantes y permanentes
cambios actitudinales.
Los resultados de algunos estudios empíricos han hecho relevante tres aspectos
centrales relacionados con la actitud: la supuesta bipolaridad, la consistencia y el
problema de la ambivalencia.
Así, los tipos de consistencias pueden ser múltiples en función de la existencia de los
tres componentes actitudinales. Una consistencia evaluativo-cognitivo, por ejemplo, es
la que se da entre la evaluación general del objeto actitudinal y la evaluación que resulta
del conjunto de sus creencias. Si evalúo muy positivamente el ideario liberal se espera
que evalúe positivamente la iniciativa individual. Si tengo una actitud positiva frente a
una organización del Estado comunista, es esperable que me manifieste negativamente
ante la propiedad privada.
Asimismo, puede haber una inexistencia de creencias sobre el objeto actitudinal que
impide que la actitud esté bien definida y nos acerca al concepto de no actitud, cuando
una persona no tiene una actitud formada hacia un objeto concreto –probablemente fruto
de la falta de trato y experiencia con aquél.
La ambivalencia hace que las actitudes tiendan a ser inestables y afecta las relaciones
que mantienen con la conducta. En el ejemplo dado, puedo en un determinado contexto
ser extremadamente dura hablando del protestantismo, defendiendo mi postura
religiosa, y en otras situaciones, reconocer algunos aspectos positivos de ese credo
cuando la “amenazada” resulta una persona conocida a la que aprecio. El contexto
también influye de forma llamativa haciendo más salientes las características positivas
en unos casos y las negativas en otros.
Por último, hay una nueva función que es muy similar a la anterior pero en la que no
tiene por qué darse necesariamente un respaldo institucional sino que depende más bien
de las condiciones de interacción entre grupos: la de separación. En este caso las
actitudes consisten en atribuir a un grupo dominado, sin poder o de status inferior,
características negativas sobre las que es posible despreciar y negar reconocimiento
social a los sujetos que pertenecen a ese grupo y llegar a justificar, eventualmente, el
tratamiento injusto que se les dispensa (Zinder y Miene, 1994).
Bibliorafía