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Aliosque vidi ventos:

Sobre la lectura involuntariamente marginal


de algunos autores consagrados.

Crónica dedicada a Simitrio Quezada,


Alejandro de la Cueva, Samuel Mota, y los
demás compañeros con quienes compartí
libros y lecturas en aquellos primeros años
de la década de los noventa.

Mediando el 2021, cuando Marx Arriaga fue publicitado negativamente en varios


medios y cadenas nacionales -incluyendo la red de redes-, por aventurar que la
lectura ‘debe ser un acto emancipador’ y por ende, que la lectura por puro placer la
rebaja al punto de convertirla en un mero acto de consumo capitalista, llovieron
comentarios -la mayoría en contra- y, si hubiese existido la forma, algunos con gusto
lo habrían atado a una pira en el centro del Zócalo de la Ciudad de México para verle
arder por todo lo alto.

Afortunadamente para él, en un país donde poco se lee y menos aún pocos leen, el
ejercicio de la memoria es nulo y es esta una facultad -por demás atrofiada- de esas
varias que conforman ese amorfo ‘inconsciente colectivo’ que favorece principalmente
a políticos, funcionarios y empresarios ‘de alta alcurnia’: rápido pasó el escándalo y
la afirmación del señor Arriaga -esa aseveración tan sui generis-, quedó como una
entrada más en el anecdotario de este esperpéntico país.

Podría aducirse algún mentís desde alguno de los varios ángulos y rincones que
ofrece la literatura y por ende, la creación literaria en cuanto tal, que inclinase la
balanza en favor del hedonismo o esa ‘emancipación’ ya mencionada. ¿Por qué se
escribe, para qué, para quién o quiénes, cómo y qué se escribe o puede escribirse? El
hecho mismo de haber retrasado casi un año este remedo de crónica, obedece a los
mismos cuestionamientos y, como podrán también atestiguar quienes de alguna
manera ‘crean contenidos’ sea como literatura, música, escultura, pintura o
cualquiera otra de las ‘bellas artes’, las razones para hacer tal o cual hunden sus
raíces y encarnan profundamente en una pulsión ciega y demandante de la que no
es posible escapar.

En su momento alguien me hizo saber de este comentario y me quedé no pasmado ni


asombrado, más bien -como se dice por estos lares- ‘lampareado’1. Esto, porque puedo
afirmar y constatar ambos enfoques: la lectura como placer y acto meramente

 
1
 Término coloquialmente utilizado en la caza, que hasta donde sé, está relacionado principalmente con 
la cacería del venado y la acción de sorprenderle en medio de la noche con una luz tan potente que le 
impide reaccionar, hasta el punto de prácticamente paralizarlo bajo el faro lumínico y convirtiéndolo en 
un blanco fácil de acertar. 
hedónico, y también como un acto emancipador, que lleva a cuestionar e incluso a
romper con esquemas y estructuras propuestas ‘a priori’ o basadas en una mera
tradición huera.

Hace unos 35 años, recién entrado en la adolescencia, cuando pedí prestado por vez
primera ‘El conde de Montecristo’, no pude parar de leer y con ese plazo contado a
que nos ataba el préstamo a domicilio, debí apresurar la lectura para llegar al punto
final en ¿nueve, diez días? Dos semanas hábiles, contadas de lunes a viernes.

Impensable comprar, adquirir el libro: no había en el Jalpa de los años ochenta una
librería y los pocos libros que aparecían en el estante de un par de papelerías que
ofrecían ese servicio, se pagaban por adelantado y se solicitaban a la capital echando
mano de algún proveedor que surtía materiales escolares en aquella ruta. Cuando vi
en el quiosco un libro grueso como ladrillo, llamado 12000 minibiografías, el corazón
me dio un vuelco. Seis mil pesos. ¿Cómo juntar seis mil pesos, en tres, cuatro días,
cómo convencer a mis padres de que me comprasen el libro, cómo podía hacer un
chiquillo de doce años para hacerse con un libraco como aquel?

No recuerdo cómo lo hice, a quién tuve qué convencer, seguro mis abuelos maternos
cooperaron para completar el importe del volumen. El asunto es que, en sexto año,
me di a la tarea de leerlo de pe a pa, incluyendo unos apéndices que no entendía
cabalmente pero me abrieron los ojos y la mente ante una realidad que no había
forma de materializar en aquella colina resguardada por el Santuario Guadalupano.

Hablaban de Paradiso, Altazor, Cien años de soledad, Pedro Páramo, Piedra de sol,
Ulises, Rayuela, incluían un intento de explicación -el equivalente de hoy serían los
‘infogramas’- de la cultura y arte POP, el cubismo y demás. Cursaba el sexto año y
corría a la par el campeonato mundial de futbol México 86.

Ese mismo año, en septiembre, llegados los años de la secundaria, comencé a leer
algunos de esos autores que encontré en el volumen y que estaban disponibles en la
edición económica y muy cómoda de la Porrúa “Sepan cuántos…”: Doyle, Dumas,
Twain, Platón, Aristóteles, Verne, Salgari. Confieso que los filósofos, principalmente
Aristóteles, me pasaron de noche; algo leí y tengo la certeza de haber dejado algún
volumen -la Metafísica, quizás- a medias.

Pero en esa biblioteca pública no estaban los autores consagrados y reseñados en


aquellas fichas ya mencionadas: Vargas Llosa, García Márquez, Huidobro, Lezama-
Lima, Rulfo, sabía que eran autores importantes pero no tenía modo de leerlos2.

Así, en 1989, al llegar a Zacatecas y pudiendo entrar en esas librerías -La piedra
angular, favorita entre las favoritas- también me topé de frente con esa misma
realidad que parecía extenderse desde las faldas de la colina que sustentaba a mi
pueblo, hasta aquellas laderas magníficas que escurren cuesta abajo por el Cerro de
la bufa. Los libros estaban allí, a la mano, pero el precio resultaba literal y
metafóricamente hablando, ‘privativo’.

 
2
 Bien pudiera ser que estuviesen en otra sección, como parte de alguna colección ubicada en un área 
diferente. En todo caso, no recuerdo haber visto volúmenes de esos autores ‐estoy seguro que habría 
solicitado alguno en préstamo‐ o, por alguna razón que he olvidado, ‐miedo o pena quizás‐ si los ubiqué 
en aquella biblioteca no llegué a solicitarlos en préstamo. 
Conocía de nombre a aquellos autores consagrados y reseñados y cuáles eran sus
obras principales, pero, teniendo los volúmenes a la mano, era imposible costear su
adquisición para llevarlos a casa.

La curiosidad es una facultad en sí misma, curiosa. Esto, porque cuando se intenta


evitar azuzarla, minimizándola o extirpándola, florece y se fortalece. Así que, con
unos pocos pesos en los bolsillos y los nombres de aquellos autores en la mente, fui
recorriendo librerías con mesas de rebajas, también los centros comerciales y
buscando, rebuscando, siendo selectivo sin el deseo de serlo mas con la necesidad
imperiosa de traspasar los nombres y llegar a las obras.

Recuerdo los primeros títulos que leí de algunos de esos grandes autores
consagrados. De Borges, fueron las Siete noches, que un hermano de causa -
Alejandro de la Cueva- tomó prestado de la Biblioteca Mauricio Magdaleno, y que
fotocopiamos con devoción primero y leímos con fruición después. Simultáneamente,
llegó La señorita de Tacna, de Vargas Llosa, La cena, de Alfonso Reyes, conseguimos
como préstamo la Pequeña crónica de grandes días, de Octavio Paz.

Después llegó la Mazurca para dos muertos y La catira de Camilo José Cela -recuerdo
que en el botadero de alguna tienda departamental, posiblemente Blanco, estaban
al 2x1- en ediciones de la Seix-Barral.

También apareció Benedetti y su Cumpleaños de Juan Ángel. Meses más tarde nos
alcanzaría Cortázar con su Vuelta al día en ochenta mundos y su Historia de
cronopios y de famas, Contra viento y marea volumen II de Vargas Llosa, La hija de
Rappaccini de Octavio Paz y como préstamo, Pedro Páramo de Juan Rulfo, la Nueva
antología personal de Borges -que generosamente Samuel Mota, otro compañero de
causa, compartió con nosotros-, La tregua de Benedetti y ese otro monumento de
Octavio Paz: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe.

Las grandes obras de Cortázar, Vargas Llosa, Benedetti, Onetti llegarían más tarde,
algunas como préstamos, otras rescatadas de diferentes botaderos. Fueron los días
de las añoradas clases con el maestro Héctor Cárdenas y las lecturas en los
dormitorios blanquísimos y los pasillos inmaculados de aquella casa que hospedaba
al Curso Introductorio, preparación para los estudios de filosofía en el Seminario
Conciliar de la Inmaculada Concepción, en Guadalupe, Zacatecas.

Fue alguno de los compañeros mayores, versados ya en estudios de filosofías y


teologías quien, viéndome con el librito prestado de pastas amarillas me preguntó a
quién leía. Era la Nueva antología personal, y le contesté ‘a Borges’. ¡Ah, ya! Ese
escritor habla de puros libros inventados, fue el comentario que me hizo.

¿Comentario fuera de texto y de contexto, emponzoñado, muy ad hoc, mezquino y


suficiente?

Como traté de anotar en ‘No leas lo que escribe el otro’, son esas observaciones
tangenciales las que ayudan a dilucidar una postura y, sin quererlo, emitir juicios de
valor o interés que arrojan una nueva luz sobre asuntos que son parte de la cultura
en su acepción más amplia.

Ya había notado eso, leyendo las Siete noches y las primeras páginas de la Nueva
antología, que algunos volúmenes mencionados, la búsqueda de la referencia y la cita
exacta llevaban a callejones sin salida. Esto, porque a la mano teníamos las
Patrologías Latina y Griega casi completas -en ese entonces adolecían media docena
de volúmenes extraviados- y podía constatar las citas que remitían a autores
eclesiásticos que teníamos también en ediciones bilingües de la Biblioteca de Autores
Cristianos -por mencionar uno entre tantos: San Agustín y La ciudad de Dios-.

Es curioso que en esa misma biblioteca, donde ambas Patrologías cubrían una pared
entera, estuviese una edición con las Obras Completas de Borges en un tomo grueso
como biblia, aunque, también es justo mencionarlo, se encontraba hasta el fondo del
recinto, en la parte más alta e inaccesible -prácticamente, a nivel del techo- de los
estantes. Recuerdo el color del encuadernado: verde olivo. Pero no puedo recordar el
nombre de la editorial3 aunque estoy seguro que aquella edición estaba impresa en
papel cebolla o algún otro tipo de papel muy delgado. Este volumen no estaba
disponible para préstamo y el par de veces que lo consulté, debí hacerlo en las mesas
de lectura que allí mismo se ubicaban.

Como ya he comentado, la causa o razón de este remedo de crónica intenta no validar


ni justificar, sino acercarse, tratando de explicar o clarificar, una manera de leer que
se ha mantenido más o menos constante a lo largo de los años -como si se tratase de
una metodología de la lectura- y tratar de comprender a los autores que el maestro
Héctor Cárdenas nos enseñó a valorar y estimar.

No tengo un listado -es decir, no llevo la cuenta y no me he propuesto esa tarea


titánica e inútil- de las veces que Borges se mira a sí mismo y se llama ‘embustero’ o
‘mentiroso’. Embelesada, la crítica toma aquellos decires como un mero artificio
literario, minimizando el efecto que esta categorización tiene sobre la obra total,
final, de Borges.

¿Por qué no tomar ese axioma -‘Borges miente’- como un punto de partida que valide
otra posible lectura de la summa borgeana?

Cuando Cárdenas nos advertía sobre el nefasto efecto que Borges tuvo en sinfín de
escritores de los años setenta y ochenta, quienes intentaban emularlo convirtiéndose
irremediablemente en ‘borgecitos’, percibí de forma inmediata el por qué: la escritura
del autor bonaerense era capaz de causar y despertar admiración y respeto aunque
también, para mis ojos adolescentes de ratón de biblioteca con 17 años a cuestas,
ofrecía un lado flaco, como herida mortal e incurable: no era posible ‘documentar’
gran parte de aquella producción, por más que se tratase de variaciones sobre temas
librescos.

Esto, en lo tocante a la obra borgeana, que me ha acompañado a lo largo de los años


y me sigue deleitando de tarde en tarde.

A mediados de los noventa, Octavio Paz resurgió con su Piedra de sol, El arco y la
lira y pude hacerme con una copia del estudio sobre Sor Juana. Antes de llegar a
Octavio Paz el Poeta, conocí a Octavio Paz el Ensayista, con su estilo pulcramente
adornado y su discurso casi barroco o, si hablásemos con términos musicales, frases
amplísimas con legatos obligados.

 
3
 Una búsqueda en la red de redes me ha devuelto el nombre de la editorial, año y editor: Carlos V. Frias, 
EMECÉ Editores, 1974. “Obras Completas De Jorge Luis Borges 1923‐1972”. Tengo la idea ‐quizás un falso 
recuerdo‐ de que la edición estaba foliada. 
Antes de que llegase Cortázar y su Rayuela, ya había leído al Cortázar autor de
exquisitas fiorituras y miniaturas prodigiosas. Acercarse a las peripecias de La Maga
y Oliveira y compañía, fue como descorrer un velo que hasta ese momento empañase
las frases y las palabras sin que nos diésemos cuenta. Y si la primera lectura de la
obra resultó deslumbrante, la segunda lectura, hecha en la edición crítica que
dirigieron Julio Ortega y Saúl Yurkievich -y que aún le tengo secuestrada a Simitrio
Quezada- fue esclarecedora y enriquecedora al par.

Lo mismo sucedió con Vargas Llosa; cuando pude leer La casa verde y La tía Julia y
el escribidor y un par de años más tarde, la Conversación en La Catedral, ya había
amoldado los ojos y el oído al estilo tan propio del escritor metido a reportero y
también del guionista de teatro.

Archiconocida, aquella sugerencia borgeana de jamás leer algo por mera obligación
tiene su contrapartida en la cantidad de monedas que se llevan en el bolsillo del
pantalón. No fueron las mías lecturas obligadas, impuestas. Selectivas sí, qué
hacerle. Sabía a quiénes quería leer, cuáles obras quería leer, pero en el presente que
viví durante la década de los noventa, el factor tiempo fue incluyendo y presentando
cada autor y cada obra en el momento justo que debió llegar.

García Márquez hizo su aparición con El coronel no tiene quien le escriba y sus
entonces recién publicados Doce cuentos peregrinos -que alguien me prestó, en
sendas impresiones de la Editorial Diana. Alguien traía El amor en los tiempos del
cólera, pero no pude conseguirlo prestado y todos hablaban con escándalo y
admiración de los Cien años de soledad.

Cuando pude conseguirlo en préstamo, debí leerlo en tres o cuatro días. Claro que en
ese entonces teníamos todo el tiempo del mundo: no existía el internet ni los teléfonos
inteligentes, no había cable y los únicos canales en televisión abierta eran los locales,
Televisa y quizás Imevisión.

Así, al terminar el volumen y regresarlo, después de andar de la mano con los


integrantes de aquella intrincada genealogía, pude no comprender cabalmente la
obra -cosa menos que imposible en una primera y atropellada lectura- sino
comprender la ficha bibliográfica del tomito que ya para entonces lucía desgaste y
había sufrido los estragos del uso.

Apunto: no me considero maestro de nada ni de nadie. Y cuando algún lector en


ciernes me pregunta por alguna sugerencia, y me dice que en el programa escolar de
la preparatoria viene tal o cual obra, me quedo igual que en aquel entonces:
lampareado.

¿Realmente algún docente de preparatoria pondría en manos de un lector novel Cien


años de soledad, El quijote o Rayuela? ¿O, peor aún: Así hablaba Zarathustra, o el
mítico Lobo estepario? Tal lector novel morirá ahogado en lo que, a qué dudarlo, para
él resultará una lectura indigesta, un galimatías del que no hay salida.

Descreo del destino aunque agradezco, como Diógenes en el libro sexto de las Vidas,
opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres de Laercio, los dones esclarecidos
de los dioses.

Valgan, para ilustrar esto y dar cierre a esta crónica egocéntricamente lamentable,
mis encuentros con los Cien años de soledad.
He mencionado la función de librerías ‘por pedido’ que ejercían algunas papelerías
en el Jalpa de mediados de los ochenta. La parroquia contaba con una tienda de
artículos religiosos y, por ende, algunos libros que versaban todos sobre dichos temas:
breviarios, historias de santos, rituales, biblias, cartas y documentos pontificios, casi
todos provistos por las Ediciones Paulinas.

En 1987, cursando el primer año de secundaria, el destino o la suerte -llámelo Vd.


como quiera y guste- quiso que me encontrase presente cuando, en el estante, a un
costado de algún documento pontifical, se hallaba un volumen reluciente, nuevo, con
tapa flexible impreso en tonos azules. Eran los Cien años de soledad, que algún
jalpense pudiente pidió expresamente se le surtiese desde la capital. Alguien llegó,
no recuerdo si sería un joven o alguna joven, y recogió el volumen. Recuerdo haber
sopesado el libro, ojeándolo con una mezcla de impotencia, admiración y también, he
de decirlo con todas sus letras, envidia. Alguien, en 1987, tenía el recurso suficiente
para hacer traer -y poder leer- a uno de esos autores reseñados en mi libro de
minibiografías.

La edición que leí más tarde, mediando 1991, fue la de tapa dura de Editorial Diana.
Pero aquel otro volumen seguía dando vueltas en mi cabeza: sabía que en el pueblo
alguien tenía aquel volumen quizás a resguardo en algún estante de alguna
biblioteca personal.

Fue en septiembre de ese mismo año que aquella otra edición se volvió a poner en mi
camino. Al pasar, a punto de caer la noche, frente al estante de una de esas
papelerías que mencioné, allí estaba el volumen que tuve en las manos cuatro años
antes. Desgastado, deslucido, pero según vi, completo, sin hojas sueltas. Creo que
Simitrio Quezada me acompañaba en ese momento, cuando me acerqué al mostrador
y pregunté el precio. Diez mil pesos. En la bolsa traería quizás lo justo para cubrir el
boleto de regreso a Zacatecas, doce mil quinientos pesos; era una de esas salidas de
fin de mes al pueblo y muy posiblemente sábado. Si no lo compraba, si no podía
conseguir aquella cantidad, no volvería a verlo.

Así, regresé sobre mis pasos y llegué nuevamente a la parroquia, donde Jesús
Menchaca, vicario en turno, estaba a punto de retirarse para descansar después de
una tarde repleta de compromisos.

Le pedí en préstamo esos 10,000 pesos. Le expliqué para qué los quería. Hmm, Cien
años de soledad. Mira: no te los voy a prestar, te los regalo, pero cómprate el libro.
¿De acuerdo?

Tomé el dinero y corriendo, antes de que sonasen las campanadas de las ocho de la
noche, llegué al estante y pedí el libro. ¿Cómo llegó hasta allí?, fue lo primero que me
pregunté. Y lo segundo, ¿cómo alguien podía deshacerse de un libro como ese, la
mayor obra escrita por García Márquez, después de haberlo mandado traer desde
Zacatecas?

De ambas preguntas, no tengo las respuestas.

Pero sí puedo decir que valoro, comprendo y comparto por igual, tanto la postura de
quienes en su momento quisieron crucificar al señor Arriaga y también el decir del
mismo, que le metió en tantas habladurías el año pasado.
Por mi parte, en perspectiva y con la distancia de ese tiempo con sus lecturas
acumuladas y autores que también han sido compañeros de diferentes viajes, veo
que aquellas penurias, aquellas privaciones, funcionaron de algún modo providencial
como una preparación, un acercamiento paulatino y guiado que me llevó a disfrutar
y en gran medida, a comprender obras que, bajo las corrientes pedagógicas en boga
en aquellos años, me habrían resultado por lo menos indigeribles.

No deben desecharse dones esclarecidos de los dioses: la lectura como acto hedonista
y como acto emancipador, ambas formas, son dones que los dioses nos tienen
reservados y ante los que sólo nos queda la gratitud y el aprecio.

Francisco Arriaga.
México, Frontera Norte.
5 y 6 de mayo de 2022.

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