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entre ambos bandos con mesas y sillas siguieron disparos de armas de fuego. Que el que depone... se hallaba...

de pie junto al mostrador bebiendo una coca-cola, es decir dando espaldas al local y con la vista al salón familiar,
de allí su aseveración acertada de que la provocación partiera de ese grupo.”
Un episodio tragicómico oscureció momentáneamente la pesquisa. En la madrugada del 14 ingresa al Fiorito,
herido de bala, Dante Navarro. Morirá después. A fojas 104 Miguel Argüello, tras aclarar que está comprendido
en las generales de la ley “por la íntima amistad que lo une a la víctima Dante Navarro”, explica compungido
cómo fue. Iba caminando con un tal Ruziak cuando se topan con Navarro y entran en La Real. “El que habla en
el instante preciso en que iba a penetrar oye que alguien grita ‘traidores hijos de puta’; no obstante entra y en ese
momento observa una descomunal riña entre gran cantidad de gente, cuyo número no pudo determinar”. Navarro
cae herido.
Es, como se advierte, una de las versiones más coloridas del tiroteo. Lástima que sea
totalmente falsa. Argüello había baleado a Navarro en otro lugar, por motivos que no
eran precisamente políticos, y se coló en la matanza de La Real. “La íntima amistad que
lo unía a la víctima” es una notable contribución a la picaresca del hampa.
14. ENJUAGUES Y MISTERIOS

-Yo, Vandor, Negro, ¡te lo juro!, sabés cómo sé querer yo, y yo sé cómo pensabas vos, te prometo que sí los
trabajadores argentinos no ven aparecer a los culpables en los próximos días, acá va a correr un río de sangre.
Estas son las palabras, quebradas por la emoción, que un periodista creyó oír de boca de Augusto Timoteo
Vandor en el cementerio de Avellaneda, la templada mañana del 16 de mayo de 1966.
Hoy es preciso acudir a los archivos de las diarios para advertir que de las palabras de Vandor ha quedado
otra versión, menos hermosa pero acaso más fiel: “Sí dentro de pocos días los responsables de este crimen no
levantan la bandera de la paz, entonces sí habrá un río de sangre”. La diferencia podía parecer una sutileza en
aquellos momentos. Hoy es reveladora. La primera versión es lo que Vandor debió decir, lo que todo el mundo
esperaba que dijera, y tal vez por eso creyó escucharlo el periodista de Primera Plana: Si no aparecen los cul-
pables, correrá un río de sangre. Pero los culpables no aparecieron, y el río de sangre sólo ha corrido en el
papel. La segunda versión en cambio se cumplió. Los que Vandor llamaba responsables levantaron en efecto la
bandera de la paz y ya el río de sangre era innecesario. Vandor no tenía interés en que “apareciera” nadie, ni los
guardaespaldas que lo secundaron, ni los sobrevivientes que iban a denunciarlo.
Una transformación casi milagrosa se había operado en el hombre que cincuenta horas antes, en el sindicato
Municipales de Avellaneda, lloraba por anticipado la muerte de Rosendo, y el fin de su carrera política. En una
de las farsas más espectaculares que haya presenciado el país, aparecía ahora corno el vengador de su propia víc-
tima.
Decenas de coches cargados de flores habían precedido el féretro del último caudillo de Avellaneda. Una de
las coronas ostentaba el nombre de Juan Perón. La que mandó Isabel Perón, en cambio, había sido pisoteada y
destruida por furibundos vandoristas. Una muchedumbre enorme y apesadumbrada caminó durante dos horas de-
trás de las eminencias del peronismo, acompañadas por políticos de todos los partidos, mientras las fábricas pa-
raban y la ciudad entornaba sus puertas. Monseñor Podestá ofició el responso. La policía, entretanto, demoraba
la entrega del cadáver de Zalazar para “evitar incidentes”.
Sin visitar a Rosendo en el Fiorito ni aguardar el desenlace, Vandor se había trasladado a la sede de la UOM,
en la calle Rioja, donde convocó al abogado Fernando Torres. De allí surgió una estrategia elemental pera
efectiva: proseguir la destrucción de la prueba iniciada por la policía. Armando Cabo se encargó de reunir las
armas utilizadas y hacerlas desaparecer. Alguien sustrajo del Fiorito el saco, el chaleco (perforados de bala) y la
corbata de Rosendo. Cabe suponer que de Gerardi también ha desaparecido alguna ropa, pues la única que consta
en autos es una camisa de corderoy que en el acta de recepción de la comisaría es “azul” mientras que en la
pericia balística sobre ropas es “gris”: parece poco abrigo para una noche invernal. El propio Gerardi fue sacado
del hospital, conducido al policlínico de la UOM en la calle Pueyrredón y operado por el doctor David Bracuto,
quien dice que le extrajo un proyectil 45 y lo entregó no a la instrucción sino a Fernando Torres.
Han pasado treinta y seis horas desde el tiroteo cuando Torres, invocando “su carácter de apoderado general
de la Unión Obrera Metalúrgica”, se presenta con el saco. El instructor le pregunta quién se lo dio. Responde que
“una persona cuyo nombre y apellido se reserva, amparándose como letrado dentro del secreto profesional”.
Entrega también la bala de Gerardi.
El 16 de mayo vuelve a presentarse el milagroso doctor Torres. Trae esta vez un revólver Colt 38 con seis
proyectiles intactos “que perteneciera a la víctima de autos Rosendo García”.
-¿Quién se lo dio, doctor?
-Secreto profesional, comisario.
La destrucción de la evidencia se completará con el ocultamiento de los protagonistas. A La Real han entrado
por lo menos quince. Los mozos mencionan doce porque los tres restantes se ubicaron aparte. La táctica consiste
en suprimir a los guardaespaldas y presentar solamente a los heridos, a Vandor (no hay más remedio), a Castillo,
diputado protegido por sus fueros y al inofensivo asesor Barreiro. Sus declaraciones, obviamente concertadas,
mienten en los mismos puntos. Así Julio Safi dice que estaba por entrar en La Real en compañía de Castillo
cuando empezó el tiroteo y se sintió herido. La verdad es que había entrado y se había sentado, pero la negativa
le permite sostener que “no reconoció a ninguna de las personas que reñían” y que “tampoco pudo ver a la
persona de Augusto Timoteo Vandor u otro perteneciente al gremio metalúrgico”. Casi un año más tarde
admitirá ante el juez Llobet que entró, que “al llegar al bar se encontró de frente con Rosendo García”
(metalúrgico) “y con Gerardi, de quien es amigo ... que Rosendo García lo invitó a tomar un café o una copa” y
que permaneció en La Real “dos o tres minutos, que pudieran ser cuatro”.
Barreiro declara haber visto solamente a Rosendo, Vandor y Gerardi. Admite que había varias personas más
pero “no les prestó atención alguna”. Castillo repite la versión de Safi y asegura que se quedó en la calle. Cuando
termina el tiroteo lleva en su auto el cuerpo de Rosendo ayudado por “varias personas” a las que considera “sim-
ples transeúntes a los que no conocía”. Tales simples transeúntes eran Imbelloni, “Tiqui” y Rodríguez: Castillo
los conocía perfectamente.
Pocas horas después de la farsa en el cementerio de Avellaneda, declara el propio Vandor. Cuenta su llegada
a La Real:
-Me senté de espaldas a Sarmiento. Como una cosa que ya resulta común, varios compañeros que segura-
mente nos habían reconocido, entraron y se sentaron a mi lado.
COMISARIO DE TOMAS: -¿Quiénes eran?
VANDOR : -No conozco sus apellidos, pero tengo la esperanza de individualizarlos e invitarlos a que con-
curran a prestar declaración.
Ya va para tres años que el dirigente metalúrgico alienta esa esperanza. La memoria, infortunadamente, no le
ayudó a identificar a sus propios guardaespaldas.
Describe sus temores, su “sexto sentido” el incidente del baño, y agrega:
“A todo esto Rosendo, nervioso por naturaleza, se hallaba cada vez en mayor tensión. Transcurren escasos
segundos y de pronto, tres o cuatro de los individuos de la otra mesa se ponen de pie, aclara que no medió
provocación alguna de parte de ningún grupo, y al ruido de las sillas al levantarse, sumado a la atención que
prestaba el dicente, hizo que rápidamente se percatara de la situación, tratando de buscar refugio, no así García,
que imprevistamente dando un salto y con los brazos en alto se pone frente a los atacantes. En ese momento el
dicente escucha un disparo y casi de inmediato una sucesión de ellos...”
Subrayemos: García dando un salto y con los brazos en alto se pone frente a los atacantes, y en ese momento
se escucha un disparo. Sin quererlo, Vandor prueba que Rosendo fue muerto por su propio grupo. Basta recordar
que la bala le entró por la espalda.
Pretende Vandor que “ya agazapado perdió la noción de cuanto lo rodeaba”. Quizá para explicar el abandono
que hace de Rosendo, afirma que “suponiendo el dicente que la reyerta no había tenido mayores consecuencias,
se dirige a la central de calle Rioja”. Omite la escena de llanto público en Municipales. Simula que dejó a su
chofer Taborda en el auto. Alega que no vio a Safi ni Castillo. En ese punto el instructor, haciéndose eco de un
secreto a voces, le pregunta:
-¿Estaba sentado Cabo junto a usted?
Vandor: “Que terminantemente, refiere que sentado junto al que habla no se hallaba ni Dardo, ni Armando
Cabo”. Dardo Cabo (que más tarde iba a comandar la expedición a las Malvinas) no tuvo por supuesto la menor
intervención en la matanza de La Real. Pero su padre, Armando, ocupaba la silla contigua a Vandor.
Juan Taborda, chofer de Vandor, arguye que no entró en La Real. Se quedó en el auto y no vio a nadie más
que Rosendo y Vandor. Olvida explicablemente que fue el iniciador del tiroteo. No será siquiera procesado.
El interrogatorio de Nicolás Gerardi es postergado hasta el 26 de mayo, por indicación de los médicos de la
UOM. Dice que llegó a La Real con Vandor y Rosendo, y que “con ellos penetraron varios muchachos que él re-
conoce como activistas metalúrgicos... cuyos apellidos desconoce”. Cabe preguntarse por qué el desdichado
Gerardi protege de este modo a sus propios heridores. Estaba a merced del aparato de la UOM. Más tarde admi-
nistraría desde un sillón de ruedas el hotel metalúrgico en Mar del Plata.
Una parte del testimonio de Gerardi es a pesar de todo prueba de cargo. Fojas 108 v.:
“Inmediatamente tres o cuatro individuos de la mesa observada se ponen de pie, moviendo sillas y mesas de
manera brusca, sin que mediara ninguna provocación por parte de la mesa integrada por el dicente. En el acto
Rosendo se levanta imprevistamente, dando un salto y sin nada en las manos se pone frente a los atacantes. Sonó
un disparo en la mesa contraria...”
Subrayemos una vez más: sin nada en las manos, frente a los atacantes, sonó un disparo que Gerardi atri-
buye a la mesa contraria sin explicar por qué. Un año después Gerardi admitirá que “esa noche no vio a ninguna
persona con armas ni antes, ni durante, ni después del conflicto”.
Entretanto, alguien le ha soplado al instructor el nombre de un tal “Imbellone”. El doctor Torres saca un
nuevo conejo de su inagotable galera: presenta a Ángel Imbelloni que no tiene más relación con los hechos que
ser hermano de Norberto. Descubierto el truco, comparece Beto, quien relata su incidente en el baño pero omite
su pelea con Rolando y no identifica a otros actores que Rosendo, Gerardi y Vandor.
El 19 de mayo inopinadamente el comisario De Tomás resuelve cambiar la carátula del sumario, de
homicidio simple a triple homicidio y lesiones graves en riña. Ordena sin embargo la detención de Vandor y
designa para buscarlo al cabo Antonio Crucci. Dejando a salvo sus grandes méritos como torturador (hoy
procesado) Crucci no era quizá la persona indicada. El 20 de mayo informa que Vandor y Barreiro “han
desaparecido de sus domicilios y lugares que frecuentaban asiduamente”.
El destino del vandorismo pasaba en ese momento por esferas más altas que las de
Crucci y el propio De Tomás. Las febriles negociaciones, los encuentros, las conjeturas
sobre cifras en juego han engrosado el folklore judicial. Lo cierto es que el mismo 20 de
mayo Vandor conseguía que el juez de la causa, Néstor Cáceres, lo eximiera de prisión.
Armado con ese papelito, se presenta en Avellaneda y le dice rotundamente al instructor
que él no habla más: por lo menos en la comisaría.
15. LA MONTAÑA CRECE

Entonces yo agarré y me fui a mi casa. En mi casa me quedé un día, y mi mamá me preguntaba, Qué te pasa,
qué te pasa, le digo No, no nada, nada. No ves el problema que hay, qué querés que haga. Me dice, Pero qué te
pasó, le digo No, nada, nada, y entonces me dice, Cómo, no vas a dormir hoy a tu pieza, le digo No, me voy a
quedar acá, y entonces mi mamá desconfiaba, Cómo, si nunca se queda acá, qué raro. Entonces yo no podía
dormir, ni dormí. Al otro día me fui de mi casa. Me fui, fui a casa de unos amigos, después volví de nuevo a mi
casa, y mi mamá me dice, Cómo no te pasó nada ayer, si ayer mataron a Zalazar, estaba herido Zalazar, y
mataron a Blajaquis. Le digo No, lo que pasa es que yo no te quería contar nada, si vos sufrís del corazón, para
qué más problemas, bastante con lo, me dice Sí, pero cuidate porque ahora te van a, te van a matar a vos y yo,
mi mamá lloraba, le digo No, no me van a matar le digo, no, de jame que no me va a pasar nada. Entonces yo
agarré y me fui. Me fui, iba a ir a, ya había pasado un día y pico, iba a ir al velorio de Zalazar, pero unos
amigos me dicen, No, no vayás, porque ahí te van, ahí te van a.
Hacía bien Francisco Alonso en desconfiar. En sus declaraciones ante el instructor los vandoristas pretendían
ignorar la identidad de sus rivales : “Nadie quiere jugarla de delator”, explicó a Primera Plana un dirigente. Por
debajo, la verdad era menos bella. Un breve parte del cabo Crucci, fechado el 20 de mayo, la pone al des-
cubierto: “Según versiones circulantes dentro de personas vinculadas al gremio metalúrgico, entre los integrantes
del grupo isabelino figuraría una persona de apellido Alonso”.
La identidad de los hermanos Villaflor y de Granato había sido revelada a la policía por un hermano del mis-
mo Blajaquis, de nombre Jacinto. El instructor pidió su paradero y después su detención.
Los sobrevivientes de la matanza pasaron a una lúgubre clandestinidad. De refugio en refugio, durmiendo
amontonados, a veces cuatro en una cama, una formidable campaña de prensa descargaba sobre ellos toda la
indignación del país. A veces escuchaban con un sobresalto las noticias radiales que los imaginaban cercados en
tal o cual lugar. No habían podido asistir al entierro de sus amigos queridos. Cuando cambiaban de escondite, era
de noche, furtivamente. La Banca Tornquist no permaneció del todo indiferente a sus destinos: el 19 de mayo la
empresa Conen ordenaba el despido de Raimundo Villaflor. De este modo Tornquist expresaba su solidaridad
nunca desmentida con Vandor y el mecanismo de delación interna que tantos estragos ha causado entre los
delegados de Tamet y otras empresas del grupo.
En los medios peronistas, la verdad se iba filtrando lentamente. Ya en el entierro de Zalazar, Alicia Eguren
había formulado contra el vandorismo una acusación apenas velada. Una reunión en el sindicato de Sanidad,
dirigido entonces por Amado Olmos, permitió esclarecer los hechos ante dirigentes obreros. Olmos prestó su
automóvil para realizar las diligencias judiciales necesarias. Una campaña reunió penosamente los ciento veinte
mil pesos de las fianzas. José Alonso, en cuyo nombre -según los diarios- se habían enfrentado las facciones de
La Real, contribuyó con quince mil pesos, algo así como la milésima parte de la valuación de su finca en la calle
Santos Dumont.
Detrás de Vandor, habían sido eximidos de prisión Barreiro e Imbelloni. Esto decidió al doctor
Liffschitz a presentar a sus propios defendidos. Pero antes hubo una reunión de abogados de las
partes.
Viendo crecer la prueba en contra a pesar de sus manejos, el vandorismo había echado a rodar una nueva
versión de los sucesos. Según esta fábula, un “tercer grupo” formado por policías de la provincia de Buenos
Aires intervino en la riña, la convirtió en tiroteo y se hizo culpable de las muertes. Era una forma de remitir al
limbo la identidad de los victimarios, y un aporte circunstancial al clima del golpe militar que se estaba gestando
contra el gobierno radical. Torres propuso abiertamente a Liffschitz que aceptara esa versión. Liffschitz la
rechazó y el 31 de mayo presentó al instructor sus defendidos Raimundo y Rolando Villaflor, Francisco Granato
y Francisco Alonso. Con excepción de Horacio, que no aparece, constituyen la totalidad del grupo sobreviviente
de Blajaquis.
Sus declaraciones son las más amplias y ricas en detalle incorporadas a la causa. En minuciosos croquis, los
cuatro identifican y ubican correctamente a Rosendo, Vandor, Safi e Imbelloni. Cometen errores parciales con
Gerardi y Barreiro, a quienes no conocían bien. Describen a los desconocidos. Los vandoristas son diez en las re-
construcciones de Raimundo y Alonso; once, en las de Granato y Rolando. Ninguno menciona a los tres guar-
daespaldas en la mesa de Luis Costa, que habían sido vistos borrosamente por Alonso y Rolando. Probablemente
no querían dar pábulo a la versión del “tercer grupo”. El solitario Acha también les pasó inadvertido.
Raimundo dice que Vandor extrajo una pistola, aunque no lo vio tirar porque en ese momento estaba ocupado
con Gerardi; Rolando dice que Vandor, con una pistola 45, “tiraba continuamente y al montón... en su cara
reflejaba una desesperación tal que daba la sensación que quería barrer con todo lo que había delante”. Granato
sostiene que lo vio tirar con una pistola “e inclusive escuchó a alguien del grupo antagónico que decía: ‘No tire
Vandor, no tire Vandor’ ”, confirmando así el testimonio de Zalazar moribundo. Alonso dice que Vandor sacó
una pistola. A pesar de la unanimidad, éste es un punto conflictivo: como veremos luego, Imbelloni asegura que
Vandor tiró con un revólver 38.
Esa noche por primera vez los diarios desplegaron la versión de los atacados.
Entretanto el laboratorio balístico forense de la policía provincial aportaba una prueba decisiva. Es la pericia
realizada por el comisario inspector Arnaldo Romero. Tras describir los once accidentes balísticos que ya
mencionamos, llega a las siguientes conclusiones:
“a) Que en el interior del bar y pizzería La Real, se han constatado cuatro perforaciones, cinco impactos y
dos roces de proyectiles servidos por armas de fuego.
“b) Que el roce ubicado en el mostrador móvil corresponde a un proyectil de grueso calibre tal como el .44 ó
.45.
“c) Que la perforación en la mesa situada en el sector bar, ha sido producida por un proyectil calibre .44 ó
.45.
“d) Que la perforación existente en la silla corresponde a un calibre no mayor del .38.
“e) Que se han efectuado dentro del local por lo menos nueve disparos, con las consecuencias ya señaladas.
“f) Que se han utilizado armas de distintos calibres.
“g) Que no se ha verificado huellas de ahumamiento o tatuaje, que son evidencias de disparos próximos al
blanco.
“h) Que se han constatado dos zonas claras y definidas desde donde partieron los disparos, una de ellas
situada en las proximidades de la puerta de acceso que da sobre la calle Sarmiento, y la otra en el sector
familiar. En el plano adjunto, para su mejor interpretación, se marcan las áreas de tiro que son señaladas con
las letras “A” y “B”.
“i) Que desde el área “A” se efectuaron disparos hacia el NO. y desde el área “B” (sector familiar), dis-
paros de arma de fuego también hacia el NO. y hacia el sector bar, o sea el SO.
“j) Que no existen huellas de que se hayan efectuado disparos dirigidos hacia el sector familiar o a las adya-
cencias de la puerta de acceso a la calle Sarmiento”.
En resumen, que se ha tirado desde la puerta (área A) y desde el sector familiar o vandorista (área B). No se
ha tirado contra la puerta ni contra el sector vandorista. No se dice pero surge del plano, y lo admitirá más tarde
el propio juez Llobet, que hay una única zona batida por las dos áreas de fuego, y que esa zona es la que ocupaba
el grupo Blajaquis5.
La conclusión es transparente: el grupo vandorista tiró, el otro no tiró.
La pericia es un buen trabajo. Para ser perfecta debió establecer el calibre de todos los impactos y perforacio-
nes. Si es posible determinar el calibre del proyectil que produce un simple roce en un mostrador, cabe dentro de
lo razonable exigirle al perito que diga qué clase de bala hizo un nítido agujero en una vidriera.
De todos modos, las cosas empezaban a ponerse feas para Vandor.
-Si esto fuera menos conversado -se le oyó decir tristemente al comisario De Tomás-,
ya estaría todo resuelto.

5
Ver croquis.
16. EL DOCTOR CÁCERES: INCOMPETENTE

En el mes de junio, a medida que se precipitaban en el país los acontecimientos políticos, la investigación en-
traba progresivamente en coma. El día 6 el comisario De Tomás da por terminada la instrucción y eleva las
actuaciones al juez de La Plata, Néstor Cáceres. El 17 se recibe la pericia balística sobre ropas, armas, cartuchos,
vainas y proyectiles. Contiene una novedad sensacional, que pasa inadvertida para todo el mundo.
La autopsia de Rosendo había establecido ya que su muerte fue provocada por un proyectil “con orificio de
entrada en la región dorsal sobre la línea media a nivel de la duodécima vértebra dorsal y orificio de salida en la
cara anterior del abdomen”.
Pero la pericia efectuada sobre el saco, la camisa y la camiseta, afirma: “a) Que las ropas de Rosendo García
han sido afectadas por un disparo de arma de fuego... ; d) Que no se ha constatado orificio de salida del
proyectil”.
Dicho. de otro modo, la bala que atravesó el cuerpo de Rosendo, se paró ante la camiseta. Esta impresión se
acentúa cuando a fojas 11 v. del expediente leemos que el secretario del instructor ha recibido: “Correspondien-
tes a la víctima Rosendo García, los efectos que se detallan: una camiseta de malla, con manchas de sangre en su
parte posterior; una camisa blanca, mangas largas, también con sangre en su parte posterior”. Parece, pues, que
en estas ropas no sólo no hay orificio de salida; ni siquiera hay sangre en la parte delantera, donde salió la bala
que había rozado la aorta y provocado una terrible hemorragia.
Estos absurdos resultados son el fruto de la sistemática adulteración y manipuleo de la prueba.
Blajaquis, continúa la pericia, fue alcanzado por un proyectil de un calibre no mayor al 45, dirigido de ade-
lante hacia atrás, de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo. “Debió no estar erguido, fundamentado este
concepto, en base a la altura del orificio de entrada en relación a la estatura de la víctima”. En resumen, a
Blajaquis lo mataron sentado.
En las ropas de Zalazar no hay perforaciones. Recibió un tiro en la cara y se le extrajo una bala 38.
La camisa de Gerardi tiene un balazo en la espalda. El proyectil que se le extrajo y el que apareció en el lugar
del hecho han sido disparados por la misma arma. Las cinco vainas encontradas también han sido servidas por
una misma arma de calibre 45.
El revólver Colt entregado por Torres como propiedad de Rosendo no había sido disparado en fecha reciente.
El Eibar 38 (de Juan Ramón Rodríguez), alojaba seis cartuchos, uno de ellos percutido en forma excéntrica por
desajuste del tambor: el disparo no salió.
El 28 de junio, cuando los tanques calentaban sus motores para inaugurar la era de Onganía, aparece Nor-
berto Imbelloni ante el doctor Cáceres y recuerda que tiene una causa anterior en un juzgado de Bahía Blanca.
Una semana después Cáceres arguye esa novedad, para declararse incompetente, e invocando un artículo del Có-
digo de Procedimientos, un inciso de otro artículo, tres acordadas y una sentencia de la Corte, remite la causa al
doctor Llobet Fortuny. El juez de Bahía Blanca se la devuelve, persignándose sobre otro artículo del mismo có-
digo. Cáceres saluda ese artículo, admite que se equivocó de inciso, emboca el inciso adecuado y plantea la
cuestión de competencia. Siguen cuarenta y dos días de parálisis total.
El 22 de agosto presta declaración indagatoria Augusto Timoteo Vandor. Ha perfeccionado su
relato. Ahora resulta que al comenzar el tiroteo no sólo se “agazapó” sino que “se tiró al suelo y se
levantó recién cuando ya había cesado el incidente”. De la existencia de Imbelloni, “que pudo o no
estar en su mesa”, se enteró después. No tenía armas, no ha hecho fuego, sigue sin recordar los
nombres de sus acompañantes.
Durante seis meses más, el expediente fue celebrado por la polilla. El 14 de febrero de 1967 la Suprema
Corte de la provincia notifica a Cáceres que los códigos, artículos, incisos, causas, acordadas y sentencias
coinciden en que la causa por la masacre de Avellaneda pase al lejano juzgado de Bahía Blanca.
El tiempo transcurrido no le ha alcanzado al doctor Cáceres para disponer el careo de
los protagonistas, identificar a los ausentes por el sistema identikit, confrontar a Taborda
y Cabo (mencionados en el expediente) con el grupo atacado y con los mozos, periciar el
pantalón de Safi, reconstruir sobre el croquis policial la posición de los protagonistas,
advertir las contradicciones sobre la ropa de Rosendo e investigar las dudosas inter-
venciones del doctor Torres.

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